La necesidad de distinguir, dada la índole de operación inmanente que corresponde
al conocimiento, entre el objeto formal motivo y el objeto formal terminativo del mismo, abre también la posibilidad de distinguir entre "objetos puros" o inexistentes, y "objetos no puros" o existentes. Porque puede ocurrir, en efecto, que no exista en la realidad, en algún caso, la forma conocida que, si es conocida, deberá darse siempre ante el cognoscente, como objeto del mismo. Ciertamente sabemos que existen muchas cosas que no han llegado todavía a ser conocidas por los hombres, o que no son conocidas ahora por ninguno de ellos. Pero asimismo también sabemos que los hombres conocen ahora muchas cosas que no existen, bien porque, habiendo existido en el pasado, hayan dejado ya de existir, bien porque todavía no existen, aunque hayan de existir en e! futuro, bien porque sean meramente posibles, sin que hayan existido nunca en el pasado ni existan nunca en el futuro, bien incluso porque no puedan en absoluto existir, por ser en sí mismas contradictorias e imposibles. Una cosa existente, que no haya sido conocida hasta ahora, es, desde luego, una "pura cosa", una cosa sin más, que no ha entrado aun en la categoría de objeto. E igualmente una forma o determinación puramente pensada, que no existe en absoluto fuera del cognoscente que la piensa, es, sin duda, un "puro objeto", un objeto que, sin dejar por eso de serio, no es en modo alguno cosa o realidad. Así como la cosa que existe y no es conocida es una pura cosa, que no es en absoluto objeto; así el objeto que no existe es un puro objeto, que no es en absoluto cosa. En cambio, las cosas que existen y son conocidas son a la vez cosas y objetos, y los objetos que existen son, además de objetos, también Tenemos, pues, que el objeto puro es aquella determinación o forma o quididad, que se agota integramente en ser objeto, que se reduce a darse como objeto ante un cognoscente, sin que quepa asignarle trasfondo real alguno. Es un objeto formal inmediato que no cuenta, a sus espaldas, con ningún objeto formal mediato, ni con ningún objeto material. La única carga positiva que tal objeto tiene es la mera objetualidad, el puro darse como objeto ante un sujeto cognoscente, careciendo, por tanto, de todo valor transobjetual, de toda trascendencia real. En suma, el objeto puro es un objeto inexistente; no inexistente como objeto, porque como objeto no cabe duda que se da en la mente del que lo conoce, sino inexistente como cosa, porque es en la realidad donde no existe o no se da. Por lo demás, es claro que hasta los objetos puros reclaman cierta realidad, el saber, la realidad de los sujetos que los conocen y la realidad de los actos de reconocimiento que tales sujetos llevan a cabo y que versan sobre dichos objetos. La inmensa mayoría de los objetos poseen, sin duda, además de su dimensión objetual, una dimensión o un valor extraobjetual, o sea, son objetos reales o existentes. Pero hasta ese sector de los objetos puros, que están enteramente desprovistos de todo valor transobjetual, reclaman y exigen la realidad, alguna realidad, a saber, la realidad de los sujetos cognoscentes que los conocen y de sus actos de conocimiento. En cuanto a la división de los objetos puros, la más radical es la que los distribuye en "objetos fácticamente inexistentes" y "objetos necesariamente inexistentes". Los fácticamente inexistentes son aquellos que carecen de hecho de todo valor extraobjetual, pero que pueden tenerlo o de hecho lo han tenido, como ocurre con los objetos que versan sobre algo posible, o sobre algo futuro, o sobre algo pretérito. En cambio, los objetos necesariamente inexistentes son aquellos que en modo alguno pueden tener un valor transobjetual, ni en el pasado, ni en el presente, ni en el futuro, como son las quididades imposibles o los puros entes de razón Otra división de los objetos puros es la que los distribuye con arreglo a las facultades cognoscitivas que pueden formarlos, como los sentidos externos (en los llamados errores de los sentidos), o los sentidos internos (imaginación, memoria, etc.), o e! intelecto en sus distintas operaciones. Finalmente, debemos decir algo acerca de la "objetualidad" misma, o sea, aquello por lo que el objeto es objeto. Naturalmente que no se trata aquí de considerar el acto mismo de conocer, en virtud del cual surge, ante el sujeto cognoscente, el objeto conocido. Se trata, más bien, de aclarar la naturaleza o el constitutivo inteligible de esa "formalidad" que reviste el objeto en cuanto objeto. Porque en todo objeto (hasta en los mismos objetos puros) se pueden distinguir su contenido y su forma. Su contenido, es decir, la determinación o determinaciones que pueden en él descubrirse, y que distinguen a un objeto de los otros: ahora conocemos un caballo, ahora un árbol, ahora un triángulo, ahora la raíz cuadrada de dos; y la forma, lo que hay de común a todos los objetos, o sea, aquello por lo que todos los objetos son objetos, su objetualidad, ¿En qué consiste dicha objetualidad? Se trata de un cierto darse ante el sujeto cognoscente, de una cierta presencia, que comieza en el mismo instante en que el cognoscente conoce algo, y que se extingue cuando el cognoscente deja de conocerlo, cuando cesa ese acto de conocimiento. Y esa presencia, o ese darse, bien puede describirse como una cierta actualidad, semejante a la actualidad del ser, pero bien distinta de éste. Semejante, porque se trata de un acto que no es determinante, sino puramente actualizante, que pone a lo conocido ante el cognoscente (de parecida manera como el ser pone la esencia en la realidad extramental), sin añadir, sin embargo, ninguna nueva determinación enriquecedora del contenido de lo conocido. Pero se trata también de algo muy distinto del ser, del ser real o del existir, pues ese poner algo ante el cognoscente no es, ni mucho menos, dotarlo de realidad. Tomas de Aquino concibe a la objetualidad como un cierto ser, o como una actualidad semejante a la del ser, que denomina "ser inteligible" o "ser intencional" o "ser de razón"; y asigna a dicho ser los siguientes caracteres, en contraste con el ser real. a) El ser de razón es un ser remitente, remite al ser real, apunta a él, tiende a él; por eso precisamente se le llama "ser intencional" o "ser en la intención". En cambio, el ser real insiste y persiste en sí mismo. b) El ser de razón es inactivo e impasible; no obra ni tampoco sufre alteración alguna. En cambio, el ser real es activo y pasivo, o por lo menos es la condición necesaria de toda actividad y de toda pasividad. Así escribe: "El obrar y el cambiar corresponden a las cosas según el ser real por el que subsisten en sí mismas, y no según el ser intencional por el que se dan en el intelecto, pues no calienta el calor que está en el intelecto, sino el que está en el fuego'", e) El ser de razón es en cierto modo más amplio que el ser real. Desde luego, todo lo que es real puede también ser pensado o ser objeto de un conocimiento intelectual. En cambio, no todo lo que es pensado puede darse en la realidad, como ocurre con las negaciones o las privaciones. Así escribe: "El ser inteligible no tiene un ámbito menor que el ser real, sino acaso mayor; pues el intelecto es naturalmente capaz de entender todo cuanto hay en Realidad y entiende incluso cosas que no tienen ser real, como las negaciones y las privaciones".