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El señor Ga había sido tan asiduo, tan dócil y prolongado paciente del doctor Terapéutica que ahora
ya era sólo un pie. Extirpados sucesivamente los dientes, las amígdalas, el estómago, un riñón, un pulmón,
el bazo, el colon, ahora llegaba el valet del señor Ga a llamar al doctor Terapéutica para que atendiera el pie
del señor Ga, que lo mandaba llamar.
El doctor Terapéutica examinó detenidamente el pie y meneando con grave modo la cabeza resolvió:
-Hay demasiado pie, con razón se siente mal: le trazaré el corte necesario, a un cirujano.
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-¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han
encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.
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El avión ha aterrizado, han parado los motores, ya se apagó la señal que obligaba a usar el cinturón.
Sin embargo, nadie se levanta. No comprendo cómo los demás no tienes ganas de abandonar este sitio
después de haber experimentado el horroroso vuelo, los ruidos extraños, la explosión, el humo espeso, el
terrible zarandeo. Me levanto yo, abro el maletero, saco mi cartera, mi abrigo. Acabo de descubrir que todos
me están mirando. De repente me señalan y se echan a reír con una carcajada extraña, una carcajada que
parece llena de dolor, y aquí estoy yo con la cartera en una mano y el abrigo en la otra, sin enterarme de lo
que sucede.
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EL ESPEJO DEL ALMA (Pere Calders)
No nos habíamos visto nunca, en ninguna parte, en ninguna ocasión, pero se parecía tanto a un vecino
mío que me saludó cordialmente: él también se había confundido.
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Con el lógico nerviosismo de la primera noche, el hijo del sepulturero ayudó a su padre a colocar la
lápida de una tumba. Mientras sostenía el mármol, escuchó golpes y gritos en el interior del panteón. Miró a
su padre con el rostro desencajado por el terror. Pero la voz de la experiencia logró tranquilizarlo. “No te
preocupes. Es normal. Enseguida se les pasa”.
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Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros
seres han muerto. Golpean a la puerta.
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ANIMALES (Anónimo)
Al crecer con gatos y perros me acostumbré al sonido de los arañazos en la puerta de mi habitación
mientras dormía.
Ahora que vivo solo es mucho más inquietante.
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MI HERMANA (Anónimo)
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LECTURAS (Choan C. Gálvez)
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Era tu padre. Estaba igual, más joven incluso que antes de su muerte, y te miraba sonriente, parado al otro lado de
la calle, con ese gesto que solía poner cuando eras niño y te iba a recoger a la salida del colegio cada tarde. Lógicamente,
te quedaste perplejo, incapaz de entender qué sucedía, y no reparaste ni en que el disco se ponía rojo de repente ni en que
derrapaba en la curva un autobús y se iba contra ti incontrolado. Fue tremendo. Ya en el suelo, inmóvil y medio
atragantado de sangre, volviste de nuevo tus ojos hacia él y comprendiste. Era, siempre lo había sido, un buen padre, y te
alegró ver que había venido una vez más a recogerte.
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Obscuridad.
Una pequeña lámpara se enciende y su escasa luz solo deja ver la mesita sobre la que reposa y, junto
a esta, una silla. Un hombre joven irrumpe en el espacio iluminado. Se le nota intranquilo. Tras mirar a su
alrededor con movimientos rápidos, se sienta en la silla. Con un gesto concentrado, rompe a hablar:
– Espíritu, si estás ahí, da dos golpes.
En el silencio de la habitación resuena un único golpe. La lámpara se apaga.
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Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a
nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el
primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro
muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la
escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado
en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos.
Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era
falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento
oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos
pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.
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