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El fuego de la dragona

Luciana

Érase una vez una hermosa y linda dragona llamada Isabel, que vivía en un mágico y
precioso bosque. Ese bosque tenía flores encantadas. Ella tenía una buena, gentil y
adorable amiga llamada Angela, la princesa. Ella ayudaba a Isabel cuando estaba en
problemas.
Isabel era muy gentil y amable, pero
casi nadie sabía que ella tenía un
fuego muy poderoso más de lo que
ella pensaba. Por ese mismo motivo
Flora, la hechicera estaba muy celosa,
porque con ese fuego ella podía
reinar el maravilloso bosque.
Físicamente era espantosa y todos los
animales que vivían allí salían
corriendo al verla llegar.
Esta foto de Autor desconocido está bajo licencia CC BY-SA
De esa manera si reinaba todos los
que habitaban allí tendrían que amarla y obedecerla forzadamente. Pues con ese fuego
ella sería poderosa.

En el bosque se organizó un concurso de canto para los animales de allí. Isabel aprovechó
para presentarse. Para cantar debía dejar el fuego en un frasco que le daban allí.

Nadie sabía que Flora, la hechicera, estaba espiando.

En seguida le robo el poderoso fuego sin que nadie se diera cuenta y lo escondió en la
montaña más alta del reino. La princesa, Ángela, al ver a su amiga en problemas, decidió
ayudarla.

Isabel, la dragona estaba desesperada sin su fuego, pero sabía que su amiga iba a
ayudarla. De inmediato usó sus alas y voló por lo alto hasta que vio a su enemiga
preparando un hechizo e imagino que tenía su fuego. Por suerte la pudo recuperar, y
rompió el frasco y al fuego se lo trago. De esta manera volvió a recuperarlo.

Flora, no pudo soportar que su plan se haya arruinado y se murió de un golpe al corazón.

Las amigas y la gente del reino bailaron para festejar que la maléfica y envidiosa
hechicera jamás los molestaría.

https://www.sanandres.esc.edu.ar/Olivosp/extranet2016/3rd/cuentos%20maravillosos/Fables
/3Agirls.html?chapter=12
El puente
María cantero

En el año 1850 se corría la voz de que en nuestro pueblo había nacido el hijo del
diablo. Las autoridades del lugar le encomendaron a un chasqui comunicar la noticia a
otras poblaciones. El mensajero corrió en su caballo de pueblo en pueblo por caminos y
senderos. Un día, entrando en la noche, cuando el ocaso del sol reflejaba en las nubes
colores añiles y grises violáceos, entre el zumbido del viento, el jinete escuchó a lo lejos
el llanto de un bebé. Acudía en busca de la criatura, cuando vio que se acercaba a un
puente que cruzaba un arroyo. Pensó que ese puente lo llevaría al próximo pueblo.
Entonces, a todo galope, se acercó al niño, lo tomó en sus brazos y se lo llevó con él. Al
cruzar el puente se topó con un frondoso bosque, pero su caballo entró en pánico y
relinchó con furia. El gaucho intentó dominarlo y al dar la vuelta, vio que el puente ya no
estaba ahí. Se sintió aturdido, desconcertado, cuando de pronto, pensó en el niño que
llevaba en sus brazos. Se dio cuenta de que ya no lloraba, lo miró fijamente. En el aire
sólo se escuchó el grito de horror de un hombre.

Corría el año 1983 y yo era muy niña cuando escuché esta leyenda que mi abuela
contaba para asustarnos a mis hermanos y a mí. Cuando estaba en el colegio oí el mismo
cuento, pero en boca de mis compañeros. Una tarde, después de clases, preguntaron si
alguno se atrevería a cruzar aquel puente. En ese momento recordé cada palabra que mi
abuela había pronunciado:

―Hija, nunca cruces ese puente, está endemoniado. Ahí es donde el gaucho se perdió.

Pero mi curiosidad fue más fuerte que mi miedo. Fue entonces cuando mis amigos y yo
nos dirigimos hacia el lugar del horror, y cruzamos el puente. A medida que caminábamos
sobre sus tablones de madera, el cielo cambió de color: de estar claro y azul, se fue
transformando en un color violáceo. El viento era intenso y el llanto de un bebé nos
sorprendió entre el miedo y el desconcierto. En ese instante sentía mi respiración,
temblaba y sufrí un frío por dentro que jamás había experimentado. La mitad del grupo
se arrepintió y huyó aterrorizado; los cinco restantes nos quedamos y decididos, nos
dispusimos a completar nuestro objetivo. Nuevamente el llanto del niño se oyó e
inmediatamente, retumbó con mayor fuerza cuando mis amigos y yo terminábamos de
atravesar el puente, con toda nuestra inocencia y con todo nuestro miedo.

Jamás salimos del bosque. Se dispusieron rastrillajes hasta el cansancio; veíamos


a nuestros padres, autoridades y vecinos, todos unidos, sin separarse. Pero ellos a nosotros
no. Escuchamos que hablaban de llantos y plegarias que provenían desde el interior del
bosque; nosotros los llamábamos, les gritábamos que estábamos allí, que nos vieran. Pero
jamás lo hicieron, no podían, no entendían.

A mis amigos los fui perdiendo uno por uno, yo todavía sigo buscando la salida.
Pero también esperando a nuevos intrépidos e inocentes cruzadores de puentes.

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