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Texto: “Psicología de la Educación:


Autores: Coll, C; Miras, M; Onrubia, J y Solé, I.
Edic.: Universidad Oberta de Cataluña (1998)

Capitulo 2
LAS PRÁCTICAS EDUCATIVAS FAMILIARES

A lo largo de este capítulo nos ocuparemos de la familia como contexto primigenio de


desarrollo de las personas. Conviene señalar que en la actualidad, respecto de las prácticas
educativas familiares, el conocimiento de la psicología de la educación se encuentra en una
fase muy familiar a lo que sucedía en la década de los cincuenta respecto de las prácticas
educativas escolares (Coll, 1989); como entonces, en este caso la psicología de la educación
dispone sobre todo de un conjunto de conocimientos sobre las familias, seleccionado entre lo
que proporcionan algunas disciplinas psicológicas, sociológicas, etc. Sin embargo, en los
últimos años se han invertido muchos esfuerzos para elaborar conocimientos y teorías
específicas sobre las prácticas educativas familiares. Es conveniente ser prudente y considerar
que es un campo de investigación y teorización incipiente, cuyos frutos sin embargo son
prometedores.
Los contenidos que trabajaremos alcanzan tanto la consideración de las funciones atribuidas
a la familia (educativas y no directamente educativas) como el impacto que tienen las ideas de
los padres sobre el desarrollo y la educación en las pautas de crianza, y en las expectativas
educativas que ofrecen a sus hijos. Una aproximación más detallada al tema nos debería llevar
a ocuparnos, aunque brevemente, de las experiencias de formación en familias y a plantear el
problema de los límites entre la intervención psicopedagógica con padres y otros tipos de
intervención, por ejemplo terapéutica, temas que por razón de espacio no serán abordados
aquí.
2.1 Valores culturales, participación guiada e influencia educativa.
Con independencia de que las prácticas paternas que los hijos asimilan, se valoren positiva
o negativamente, el proceso por el que se aprenden es de participación guiada. La
estructuración de las situaciones en las que los niños participan y su relación con otras
personas les ayudan a asimilar una forma de entender el mundo de la que participan en la vida
diaria. (…)
(…) Si queremos comprender los procesos por lo que los niños llegan a poseer las destrezas
que les permiten participar en las actividades de los mayores (…) es necesario tener en cuenta
las circunstancias y las metas de la familia y la comunidad (…)
(…) Entender las diferencias culturales e individuales es esencial para comprender el
proceso de participación guiada y el propio proceso de desarrollo (…) Asumo que los grupos
definidos culturalmente tienen metas y prácticas educativas que se adecuan a ellas. (Rogoff,
1993, pp 158-159)
La cita con que abrimos este apartado pone el acento en las atribuciones que diferentes
culturas hacen de aquello que se considera el desarrollo, y señala cómo se disponen unos
medios específicos que permiten conseguirlo. Este principio general se adecua también a lo
que sucede en el contexto familiar: la propia definición de lo que es una familia, las funciones
que tienen, las oportunidades que ofrece a sus miembros para aprender y desarrollarse, se
encuentran supeditadas a los valores culturales de la comunidad en la que está inserta.
En los últimos años, numerosos trabajos se han ocupado de estas cuestiones; por su interés,
es recomendable la obra de Bárbara Rogoff (1993), que examina cómo se producen los
procesos de participación guiada en culturas muy diversas en cuanto a su grado de
complejidad. La autora considera que existen numerosas diferencias entra las culturas en que –
como la nuestra-, el cuidador se adapta al niño, y las culturas menos tecnificadas, donde es el
niño el que se adapta a las situaciones habituales de la familia en la sociedad.
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Estas diferencias se encuentran en muchos ámbitos (por ejemplo en el lenguaje que se les
dirige, en el hecho de considerarlos o no interlocutores válidos…) y, especialmente, en la
presencia y el conocimiento que los niños pueden ir construyendo respecto de la vida adulta.
En nuestras sociedades, la separación estricta por edades y el hecho que los jóvenes aprendan
aquello que se considera que necesitan en un contexto específico que tiene la finalidad de
enseñar, hace que los pequeños aprendan habilidades especificas para adaptarse a esta
situación. En contrapartida, muchos niños tienen pocas oportunidades de participar en
actividades domésticas cotidianas, desconocen muchas cosas del trabajo de sus padres y,
apartados del mundo de los adultos, tienen un mundo propio: el de los juguetes, las escuelas,
las niñeras… a través del cual aprenden determinadas cosas y no otras. Los otros niños están
muy acostumbrados a que se les haga caso, a que se esfuercen por entenderlos y se adapten
a su definición de la situación. Los padres nos encontramos en buena disposición para enseñar
al niño a hacer cosas: a jugar, a comer, a leer. Lo consideramos un interlocutor interesante, les
dirigimos nuestros mensajes e interpretamos los suyos, nos implicamos en tareas
compartidas… cuando estamos con él.
Como ha observado Rogoff, las cosas son diferentes cuando el desarrollo se produce en una
cultura en que los niños están integrados en las actividades de sus padres y de otros adultos.
En estos casos, según esta autora, los niños se aseguran un papel en la acción, aunque sea
como observadores próximos. Callando, observando y escuchando, asisten a los
acontecimientos habituales y a otros más excepcionales de la vida de su comunidad, como
ocurre con las comunidades mayas que ha estudiado. Estos niños perfeccionan sus dotes de
observación, aprenden a fijarse en las cosas y, muchas veces, logran la autonomía en la
realización de determinadas tareas valoradas en el seno del grupo, utilizando básicamente
estrategias de observación.
Las diferencias se extienden también a la posibilidad de participar y a la diferente significación
que adopta la propia participación. Cuando los niños se encuentran inmersos en las actividades
de los adultos, es habitual que progresivamente tomen parte activa en aquello que hacen sus
padres o familiares. Los niños mayas, desde el primer o segundo año, observan a sus madres
cuando hacen las tortas para cenar, y pronto se les da un poco de pasta para amasar; las
madres los ayudan a hacerlo y, llegado el caso, si no ha caído al suelo o está poco amasada,
cocina la torta del niño y uno u otro la come para cenar; hacia los cinco o seis años, pueden
preparar la comida solos. En éstas y otras actividades reales, los niños aprenden que los
errores tienen un coste importante; quizá por eso, no se les atribuye la responsabilidad hasta
que se considera que, a través de la observación y la actuación dirigida por otros, están
preparados para asumirla.
Los errores no tienen el mismo significado en actividades menos reales, puesto que su coste
es diferente y, con mucha frecuencia, no repercute en otros ni en la organización de la propia
actividad: los niños quizá no esperan hasta estar seguros de saber hacer lo que han de hacer
para hacerlo.
Podríamos seguir aportando diferencias, algunas bastante importantes, como las relativas a
los compañeros sociales de los niños (en algunas culturas son los niños mayores los que
cuidan de los más pequeños, en contraste con lo que pasa en la nuestra). En definitiva, la
conclusión a la que se llega en el trabajo que tomamos como referencia, es que sea cual sea el
modelo, el niño participa en las actividades que la sociedad le prepara para que llegue a ser un
miembro activo, pero varía la responsabilidad que, niño y adulto, asumen en la enseñanza y el
aprendizaje. La participación guiada implica la participación conjunta de los niños y los adultos
en actividades culturales; como fenómeno es universal, aunque varían los objetivos de
socialización y los medios para alcanzarlos. En todos los casos, destaca, sin embargo, la
naturaleza activa del niño en las situaciones en que participa y en aquellas que observa sin
participar directamente.
Los padres (Rogoff, 1993) construyen puentes que ayudan a los niños a entender nuevas
situaciones, pero su mayor influencia se encuentra en la determinación que hacen de cuáles
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son las actividades que están al alcance del niño y cuáles no; qué le permitirán observar y en
qué participar, y quienes serán sus compañeros.
Desde esta perspectiva, las pautas de crianza que encuentran en una familia son únicas y
específicas, pero comparten numerosos rasgos con los que caracterizan otra familia del mismo
grupo social. Podríamos decir, utilizando las palabras de Bronfenbrenner (1987), que las
condiciones del macrosistema inciden de manera importante en las del microsistema. Por la
misma razón, nuestra propia organización social, los valores que la presiden y nuestros
conceptos sobre el desarrollo y los medios más idóneos para conseguirlo, no nos deberían
confundir ni el carácter universal del proceso de participación guiada, ni el hecho que en todos
los casos, la influencia educativa de los otros y de la cultura del grupo esté presente en el
desarrollo individual, aunque lo que se considera desarrollo y los medios adecuados para
obtenerlo varíen notablemente de una cultura a otra. Desde estas premisas, podemos
ocuparnos a continuación de las prácticas educativas familiares en el contexto de las
sociedades desarrolladas.

2.2. La familia. Sus funciones.


El aprendizaje en el contexto de la familia.
Cuando se define una familia, a menudo se incluye en la definición los miembros del grupo
familiar y su estructura, los vínculos que mantienen y las funciones que esta institución cubre.
Respecto a la estructura, se habla en general de la familia nuclear o conyugal y de la familia
extensa (Musitu y otros, 1988)
La familia nuclear o conyugal está formada por la pareja y los hijos no adultos. En la
actualidad y en las sociedades desarrolladas, es una de las estructuras más extendidas,
considerando que las familias extensas, debido a los cambios en la organización de la vida y el
asentamiento en núcleos urbanos, han perdido mucho de los vínculos que antiguamente
poseían y protegían. En España, esta unidad familiar supone el 66% de los hogares, pero hay
que tener en cuenta que el año 1970 suponía el 90%.1
La familia extensa se refiere a hogares donde convive más de un núcleo conyugal. La familia
extensa lo puede ser tanto en relación al eje vertical, que corresponde a las diferentes
generaciones que la conforman en un momento dado, como en relación al eje horizontal, que
incluye los miembros de una generación particular y sus parejas. Su presencia decrece de
manera progresiva en nuestro país (un 17% desde 1970).
Una primera consideración que es necesario hacer en torno a esta distinción, es la que
concierne a la progresiva pérdida de apoyo y sostén que en otros tiempos suponía para el
núcleo familiar, la vinculación con la familia extensa. En realidad, algunas funciones que ésta
realizaba (cuidado de recién nacidos y de ancianos, por ejemplo) son llevadas a cabo en la
actualidad, por instituciones sociales que ya no se estructuran en torno al parentesco. En
sentido análogo, se ha perdido la función de modelaje que los miembros de las generaciones
más antiguas ejercían sobre las nuevas: así, las madres y las abuelas tenían una experiencia
en relación con el embarazo, parto y crianza de los críos que era aprovechada por las hijas y
nietas cuando se encontraban en la transición hacia el papel de madres. Los abuelos y padres
ofrecían su conocimiento sobre aspectos profesionales, y éste era utilizado por los jóvenes.
Esta vinculación, a la vez afectiva y cultural, contrasta con lo que es habitual hoy en día, en que
las nuevas generaciones, en el momento de formar un núcleo familiar propio, valoran por
encima de todo su independencia y desaprovechan o rechazan, en muchas ocasiones, la
ayuda que puede suponer la experiencia de sus familiares (aunque a veces han de buscarla en
otras instituciones: por ejemplo, asistiendo a cursos de preparación para el parto y cuidado de
recién nacidos).

1
Lamo de Espinosa, E (1995) “Familias, hogares y personas”, El País, 5/1/95, p 29.
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Una segunda consideración pertinente es que la estructura tópica de la familia nuclear, pareja
e hijos no adultos, y la repartición también tópica de los roles dentro de este núcleo (donde el
padre asume el trabajo externo y la madre el trabajo doméstico y el cuidado de los hijos), no se
ajusta actualmente a muchas unidades familiares. Los cambios en la manera de vivir, la
incorporación de la mujer al trabajo externo, los divorcios y separaciones, el estado de soltería
de muchas madres, las parejas formadas por miembros del mismo sexo ... han contribuido a
que la familia nuclear esté expuesta a numerosas transformaciones. Las familias con un solo
progenitor y las familias recompuestas son cada vez más habituales en nuestra sociedad. Los
hogares monoparentales, donde convive un solo progenitor con sus hijos, constituyen el 10%
de todos los hogares, y han crecido un 43% desde el año 1970.2
Ahora bien, tal vez, como consecuencia de una imagen ideal de familia que de hecho no se
corresponde con la realidad de muchas de ellas, numerosos estudios realizados desde
diferentes disciplinas, muestran una cierta tendencia a señalar las carencias y las dificultades
que estas nuevas estructuras familiares pueden tener para sus miembros, especialmente para
los hijos.
Esta tendencia se observa también entre los profesionales de la intervención psicológica y
psicopedagógica, entre muchos educadores y entre la gente corriente. Sin entrar en
disquisiciones sobre qué es mejor o peor, entendemos que trabajos como el de Brofenbrenner
(1987), que situaba el impacto del divorcio en los hijos en interdependencia con el apoyo que la
unidad familiar recibía de otras personas, son cada vez más necesarios.
Necesitamos aproximamos al estudio de la familia sin prejuicios morales, sin determinismos,
con una actitud abierta que permita entender en qué medida las experiencias que viven sus
miembros favorecen su desarrollo. En este sentido, Schaffer (1990) considera que la naturaleza
de las relaciones interpersonales es el factor clave del desarrollo del niño en la familia, más
incluso que la propia estructura familiar (el autor utiliza, para refrendar su afirmación, estudios
sobre familias monoparentales, reconstituidas y con progenitores del mismo sexo).
Conviene recordar, en este punto, que Brofenbrenner (1987) enumeraba las condiciones que
un entorno debía cumplir para que pudiéramos considerarlo un contexto de desarrollo: es
cuando permite al niño observar e incorporarse a patrones de actividad progresivamente
complejos, conjuntamente o bajo la tutela de personas que le pueden enseñar y con los cuales
ha establecido una relación emocional positiva. Es así cuando se facilita al niño la oportunidad
de implicarse en la misma actividad, pero de manera independiente y autónoma. Como ya
hemos señalado, que estas condiciones se den o no, no es consecuencia directa de la
estructura de una familia, sino de las relaciones y los intercambios que en ella se producen, y
éstas, aunque puedan verse fuertemente moduladas por la estructura y las dificultades que
impone, tampoco son directamente deducibles: dependen de otros factores que escapan al
microsistema y que son más atribuibles al macrosistema.

La familia como sistema3


Cuando se destacan las relaciones que tienen lugar en la familia para explicar su impacto en
el desarrollo de los críos, tienen sentido las aportaciones tendentes a considerarla en términos
sistémicos. A pesar de que muchas de estas aportaciones se han configurado en el ámbito de
la consulta clínica y de la terapia (Selvini Palazzoli, 1985; Campion, 1987), se puede afirmar,
con la precaución necesaria, que son útiles para entender el entramado de afectos y de
relaciones que se establecen en una unidad familiar.

2
Lamo de Espinosa, E. (1995), «Familias, hogares y personas», El País, 5/1/1995, p. 29.
3
A partir de este punto, las consideraciones que haremos, si no lo explicitamos en sentido contrario, tomarán como referente
la estructura familiar conyugal. Esta decisión responde a limitaciones de espacio y, en ningún caso, ha de ser entendida como
una discriminación hacia las estructuras familiares diferentes.
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Como es sabido, la palabra «sistema» designa un conjunto de elementos en continua


interacción, organizados para la obtención de unos objetivos o finalidades. En un sistema, cada
elemento afecta a los otros y es, a su vez, afectado por aquéllos, en una especie de equilibrio
circular que, una vez establecido, tiende a mantenerse.
Se puede considerar la familia corno un sistema en que las acciones y actitudes de cada
miembro afectan a los otros y son afectados por los de aquellos. Como todo sistema, la familia
tiene una estructura y unas pautas reguladoras de su funcionamiento, que tienden a
mantenerse estables. Pero para poder avanzar y asegurar el bienestar de sus miembros, la
familia ha de adaptarse a circunstancias nuevas (nacimiento de un hijo, pérdida del trabajo de
uno de los miembros de la pareja, ausencia prolongada de un progenitor...), transformando
algunas de sus pautas sin dejar por ello de constituirse como referente para sus componentes.
Las familias están compuestas por diversos subsistemas (pareja, hijos), entre los que existen
unos límites más o menos flexibles. Una situación adecuada es aquella en que la existencia y
la percepción del sistema familiar como un todo no es incompatible con la autonomía de sus
subsistemas. Al contrario, tanto las familias muy desligadas corno las excesivamente unidas
pueden generar conflictos y dificultades.
Todas las familias pasan por momentos característicos, propios de su ciclo vital (constitución
de la pareja, nacimiento del primer hijo, independencia). Todas viven crisis y dificultades,
asociadas a la educación y crecimiento de los hijos, a los cambios que se producen en la
idiosincrasia de la pareja, a los que tienen corno protagonista a alguno de los progenitores (o a
ambos) y su mundo fuera de la familia (trabajo, relaciones, etc.), a acontecimientos tales corno
separaciones, divorcios, etc. Generalmente, estos cambios pueden ser incorporados a la
estructura y las relaciones de la familia, aunque son previsibles las tensiones y resistencias que
obedecen a la ruptura de un equilibrio que hasta el momento había funcionado. Estos cambios,
y las reestructuraciones que provocan, ayudan a la familia a adaptarse a las nuevas
situaciones.
Por último, como todos los sistemas, las familias, organizadas a través de vínculos afectivos y
emocionales, tienen unas funciones, unos objetivos que han de cubrir.

Las funciones de la familia


Corno sistema, la familia tiene las funciones psicosociales de proteger a sus miembros y
favorecer su adaptación a la cultura a la que pertenecen. Cataldo (1987), en una extensa
revisión, señala que la mayoría de autores reconocen como mínimo cuatro funciones o
responsabilidades relacionadas con los niños:
a) Las familias han de ofrecer cuidado y protección a los niños, asegurar su subsistencia en
condiciones dignas. Cuando, por la razón que sea, esta función no puede cumplirse, en las
sociedades desarrolladas existen mecanismos de intervención, desde servicios de apoyo y
asistencia social, hasta intervenciones más drásticas, que pueden negar a retirar la custodia de
los hijos si los padres no pudieran asegurar su integridad física y psíquica.
b) Las familias han de contribuir a la socialización de sus hijos en relación a los valores
socialmente instaurados. Esta función se encuentra en la base de la consideración que
diversos autores, desde la sociología, la filosofía y la psicología, han hecho de la familia como
institución conservadora y reproductora del orden social dominante.
Así, Bourdieu (1984) considera que en la trayectoria social de los individuos, la familia tiene
un papel de primer orden, donde junto con la escuela es la responsable de la transmisión
cultural; su eficiencia depende del grado en que la propia familia participa de esta cultura. En
un sentido muy parecido, Delpit (1988), citado por Marjoribanks, (1994), siguiendo en la línea
iniciada por Bernstein hace ya unas décadas, afirma que hay un conjunto de reglas y códigos
de participación en los circuitos de «poder>, que se relacionan con las formas lingüísticas,
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estrategias comunicativas, maneras de verse y presentarse uno mismo, que facilitan el éxito en
la escuela.
Estas reglas y estrategias (maneras de hablar, de escribir, de interactuar, de vestirse...) no se
aprenden igual en todas las familias, siendo las clases sociales favorecidas (las que disponen
de más cultura y de más medios económicos) las más preparadas para facilitar este
aprendizaje. Como veremos más adelante, este factor ha sido considerado crítico a la hora de
establecer relaciones entre las condiciones familiares y el rendimiento académico de los
alumnos.
c) Las familias han de apoyar la evolución de los niños, controlarlos y ayudarlas en el proceso
de escolarización y de introducción progresiva en otros ámbitos e instituciones sociales. Es una
función de ayuda que se despliega en el propio entorno familiar, pero que alcanza también,
como apoyo, a los otros contextos de socialización de los niños. En relación con esta función,
adquieren todo su sentido las propuestas de Brofenbrenner (1987) referidas al
«mesosistema», o la posibilidad de establecer acuerdos y evitar discrepancias perturbadoras
entre los diferentes contextos de desarrollo de los niños; en el cuarto capítulo (<<La educación
escolar y sus relaciones con otras prácticas educativas») nos ocuparemos de ello brevemente.
Durante muchos años, los padres conducen el aprendizaje de sus hijos: estos aprenden
durante la infancia, como veremos, los instrumentos, actitudes y nociones básicas de su grupo
cultural, así como las estrategias que les permiten realizar estos aprendizajes. A medida que
crecen, las necesidades de aprender se vuelven, por un lado, más específicas, y por otro lado,
más extensas; la influencia de los padres es en cualquier caso muy positiva, tanto en lo que se
refiere a la posibilidad de comprender y valorar globalmente la tarea y las dificultades y
obstáculos que puede encontrar el niño, como para disponer los medios para que éste pueda
superarlos. Las consideraciones que hacíamos en relación con la función anterior respecto a
las posibilidades de familias con diferentes niveles culturales y socioeconómicos, son
igualmente válidas en este caso.
d) Otra función de la familia consiste en la ayuda y el apoyo que proporcionan a los niños para
que lleguen a ser personas emocionalmente equilibradas, capaces de establecer vínculos
afectivos satisfactorios y respetuosos con los otros y con la propia identidad. Esta función
remite de una manera clara al establecimiento, entre los propios miembros de la familia, de
unas relaciones basadas en el respeto mutuo y .el afecto, relaciones a las que nos iremos
refiriendo repetidamente.
Todavía sería posible hablar de otras funciones (legales, económicas, de índole religiosa). En
un análisis psicoeducativo, las que hemos mencionado nos parecen las pertinentes, al menos
por dos razones. En primer lugar, porque cada una y todas ellas en su conjunto ponen de
manifiesto la medida en que la familia puede ser, y en realidad lo es en la inmensa mayoría de
los casos, un contexto privilegiado de desarrollo para las personas; son todas las capacidades
las que se desarrollan alrededor de estas funciones y, como veremos a continuación, no sólo
en el caso de los hijos.
En segundo lugar, y muy importante, porque los aprendizajes que se hacen en el contexto
familiar alrededor de las funciones que acabamos de describir (funciones que, por otro lado, no
se encuentran separadas, no son compartimientos estancos), emergen en un entramado de
relaciones y sentimientos de afecto y vínculo mutuo. Los componentes emocionales y afectivos
son la clave que explica el desarrollo y el aprendizaje de las personas, el hecho por el que nos
sentimos dispuestos a aceptar el reto que supone aprender.
Aunque con diferentes grados, en el contexto de la familia se combinan las exigencias con la
estimación, los retos con el apoyo y el aliento para afrontarlos, las dificultades con el
reconocimiento por haberlas superado, la orientación hacia la labor bien hecha con la
posibilidad de equivocarse, el estímulo hacia la autonomía progresiva con la seguridad que
proporciona saber que hay otras personas que estiman y que están dispuestas a ayudar
cuando es necesario. De ahí que las experiencias educativas que se ofrecen a la familia y
aquello que se aprende no puedan examinarse al margen de todos estos aspectos, al margen
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de las relaciones en que toman parte, entonces son éstas las responsables del impacto que
tienen en el desarrollo.

El aprendizaje en el seno de la familia


Aprende el niño.
Desde hace ya muchos años, la psicología, y especialmente la psicología evolutiva, dispone
de un amplio corpus de conocimientos respecto a la importancia de los primeros años de vida
de las personas, de los cambios que en ellas se producen y de su dirección hacia formas cada
vez más complejas y equilibradas de representarse el mundo y de actuar en él. Sin entrar en la
discusión sobre aquello que se debe a factores genético-hereditarios y aquello que es producto
de la cultura (discusión que ya ha sido abordada en la segunda parte de esta obra, y sobre la
que ya nos hemos pronunciado en el primer capítulo de esta misma obra), lo cierto es que la
afirmación de Bronfennbrenner (1987, p. 38) según la cual «la psicología del desarrollo, tal
como existe actualmente, es la ciencia de la extraña conducta de los niños en situaciones
extrañas, con adultos extraños durante el menor tiempo posible» continúa teniendo vigencia.
Parece que hemos olvidado que los niños aprenden la conducta habitual, la forma de
interpretar el mundo y de actuar en él, en situaciones también habituales, con adultos próximos
y durante períodos dilatados. Esta reflexión es interesante, dado que los cambios que
observamos durante la infancia no se pueden entender al margen de los aprendizajes y las
relaciones que en esta época se realizan y establecen en el contexto de la familia, así como
también en la guardería, la escuela y otros contextos.
En estos contextos, los pequeños pueden experimentar con los objetos y con las personas;
participan en acontecimientos y situaciones rutinarias y también novedosas; sus actuaciones
son, a veces, castigadas y, a veces, reconocidas y celebradas; observan el comportamiento de
otros, los imitan y reciben su ayuda, pudiendo así progresar en el dominio de nuevos ámbitos
de actuación.
A lo largo de estas experiencias, aprenden valores culturales, nociones, conceptos, maneras
de hacer y de ser. De una manera muy importante, aprenden cómo pueden aprender:
preguntando, tanteando, participando en actividades con otras personas... y recibiendo unas u
otras respuestas, que estimulan a continuar preguntando, por ejemplo, o que orientan hacia
actitudes más reservadas. Como han constatado todos los profesionales de la educación, niños
muy pequeños pueden mostrar importantes diferencias en cuanto a la curiosidad que
demuestran, en cuanto a su tendencia a tantear, a indagar, a preguntar ... Parece sensato
pensar que estas diferencias pueden tener relación con las experiencias que se viven en la
familia.
En un interesante trabajo; Gardner (1993) señala que los aprendizajes que se realizan en los
primeros años son fundamentales, y que en ellos arraigan aprendizajes futuros. Los niños
pequeños (el autor se refiere a los niños que no participan todavía del sistema educativo
formal, hasta los seis años aproximadamente) realizan una cantidad considerable de
aprendizajes, en un proceso que, si no fuera porque estamos acostumbrados a ello, nos
resultaría sorprendente:
( ... ) [el lenguaje es el ejemplo más espectacular de uno de los enigmas del aprendizaje humano: la
facilidad con la que los seres humanos más jóvenes aprenden a llevar a cabo determinados
comportamientos que los estudiosos aún no han llegado a comprender. Durante los primeros años de
vida, los niños de todo el mundo dominan una asombrosa serie de competencias con poca tutela formal.
Llegan a ser competentes para cantar canciones, montar en bicicleta, estar al tanto de docenas de
objetos en casa, en la carretera, o por el campo. Además, aunque de un modo menos visible, desarrollan
sólidas teorías acerca de cómo funciona el mundo y sus propias mentes ( ... ); son capaces de engañar a
alguien en un juego, del mismo modo que pueden reconocer si alguien intenta hacerles una mala pasada
jugando, Desarrollan un sentido penetrante acerca de lo que es verdad y falsedad, bueno y malo, bello y
feo; sentidos que no siempre concuerdan con los criterios comunes, pero en los que demuestran ser
notablemente prácticos y vigorosos. (Gardner, 1993, pp. 17-18,)
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Dicho de manera resumida, y gracias a las experiencias educativas que viven en casa y
también en otros contextos en que progresivamente participan, los niños aprenden a
categorizar objetos y acontecimientos, a utilizar, de manera muy eficiente, guiones y esquemas
para comprender y predecir hechos; a tratar objetos y situaciones como si fueran «otra cosa»,
es decir, a simbolizar. Gardner ve en el juego simbólico, en la capacidad de tratar una cosa
como si fuera otra, una forma de metapresentación, en el sentido que no sólo implica pensar
directamente sobre el mundo de la experiencia, sino también la capacidad de imaginarle un
sentido diferente sin dejar de saber cuál es su sentido convencional.
Hacia los cinco o seis años, gracias a la exploración activa del mundo facilitada por los padres
y por otros adultos que le prestan atención, y complementada por las experiencias que vive con
otros críos, el niño ha elaborado comprensiones intuitivas sobre el mundo, que son una
combinación de sus posibilidades de conocer, de utilizar símbolos y de sus capacidades
cognitivas. Con sus limitaciones e imperfecciones, se trata de «teorías» sobre el mundo de los
objetos físicos y su funcionamiento, «teorías» sobre los organismos vivos y de «teorías» sobre
la mente, sobre la propia, una especie de «teoría» del yo, y sobre la de los otros.
En la obra de Gardner (1993) hay numerosos, ejemplos que justifican estas afirmaciones, y
que permiten calibrar las limitaciones, pero también las potencialidades, de estas
construcciones. En síntesis, permiten comprender el mundo y predecirlo; son funcionales y
consistentes y, aunque incorporan errores y contradicciones, resisten a las presiones externas.
Gardner señala que la mayor parte de los conceptos que de manera sistemática se enseñan en
la escuela han de pasar por el contraste con otros conocimientos previos que los niños han ido
elaborando. En el ámbito de la familia, estos aprendizajes se realizan en el seno de las
actividades cotidianas, de las experiencias en que se participa, y que se encuentran
fuertemente teñidas por los sentimientos y las emociones. Así que lo que se forja no es
únicamente un conjunto de conocimientos sobre el mundo y sobre la manera de ir accediendo
a él, sino también una representación sobre los otros (respetuosos, amenazadores, afectuosos,
distantes, confiados, desconfiados) y sobre uno mismo (listo, simpático, pesado, alocado...). Se
puede decir con razón que, a través de estas experiencias y junto a otras, nos hacemos
personas únicas e irrepetibles en el seno de los grupos sociales a los que pertenecemos.

Aprenden los hermanos.


Un tipo especial de aprendizaje que el contexto de la familia puede potenciar es el que
proviene de las relaciones entre hermanos, que son una forma específica de relaciones y de
aprendizaje entre iguales. Éste es un tema que ha centrado la atención de los estudiosos e
investigadores; hay trabajos que se han ocupado de cómo influyen en el comportamiento el
orden de nacimiento, el número de hermanos, el sexo ... Conviene decir que son trabajos que,
generalmente, establecen correlaciones entre variables (por ejemplo, orden de nacimiento y
rendimiento académico), y que no tienen en cuenta las relaciones específicas que se dan
dentro de una familia concreta, ni de otras variables que pueden influir indudablemente en
aquello que se mide.
Las relaciones entre hermanos forman parte de un sistema de relaciones más amplio, al cual
ya nos hemos referido. Con mucha frecuencia, al tratar estas relaciones, se focaliza el tema de
las dificultades que experimentan los niños y los adultos para manejar situaciones de celos y
rivalidad. No debe olvidarse que en cada familia esto se dará de forma diversa, según las
experiencias que los padres estructuren y sus propias habilidades, por ejemplo, su capacidad
para mostrar afecto, para establecer límites, para comunicarse con los hijos, para ejercer en
uno u otro sentido el control, influirán en el tratamiento de las situaciones conflictivas, así como
en su aparición y en la dimensión que toman.
De una manera general, las relaciones entre hermanos permiten, según Cataldo (1987),
numerosos aprendizajes. Aunque cada caso es diferente, son situaciones potencialmente
educativas en el sentido que exponemos a continuación.
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a) En las relaciones entre hermanos, los niños aprenden a encontrar estrategias de


negociación en torno a las relaciones de poder con la finalidad de lograr los resultados
deseados. Son situaciones que proporcionan experiencias en la resolución de conflictos, en la
comprensión de derechos y responsabilidades, y que contribuyen a generar pautas de
comportamiento negociadas, diferentes de las impuestas.
b) Por el hecho de ser relaciones imbuidas de sentimientos intensos, tanto positivos como
negativos, las relaciones entre hermanos contribuyen al desarrollo emocional. En ellas se
experimentan los celos y la cooperación, el rechazo y la aceptación, el amor y el odio, en un
contexto controlado por los padres, lo que proporciona una cierta seguridad. A veces con
frecuencia y otras veces esporádicamente, los hermanos aprenden a actuar como compañeros
y protectores mutuos, hecho que estimula la conducta prosocial.
c) Son relaciones potencialmente educativas en el sentido más estricto del término; los
hermanos aprenden los unos de los otros, se enseñan cosas, en una situación específica de
aprendizaje entre iguales que tiene repercusiones positivas para ambos miembros de la
interacción, a través de los modelos que se ofrecen, de la resolución conjunta de tareas, de la
necesidad de verbalizar y objetivar las propias estrategias.....
d) La presencia de hermanos ayuda a equilibrar las relaciones de los padres con cada hijo. Los
padres han de dedicar su atención a más de uno, pueden tener expectativas más ajustadas
respecto a todos, pueden aceptar las diferencias entre sus hijos (sin que ello signifique que los
quieran menos) y, por lo tanto, pueden aceptar más fácilmente la identidad de cada uno,
aunque se identifique o no con la propia. En general, la presencia de más de un hijo ayuda a
transformar pautas educativas rígidas y con tendencia hacia la inflexibilidad, hacia otras más
adecuadas; y a encontrar formas de organización más estables en familias poco estructuradas
o excesivamente permisivas.
Es conveniente afirmar que esta potencialidad educativa no se actualiza indefectiblemente. En
ocasiones, las relaciones entre hermanos son exclusivamente fuente de conflicto y, en estos
casos, su potencialidad se pierde, o lo que es peor, se transforma en algo no deseado. Que las
cosas vayan en un sentido o en otro está muy condicionado por el estilo educativo de los
padres, al que nos dedicaremos a continuación. Antes, sin embargo, es necesario prestar
atención a aquello que aprenden los adultos cuando constituyen una familia.

Aprenden los adultos.


De manera breve, el hecho de constituir una pareja ya comporta unos aprendizajes que
podemos resumir en la negociación, la cooperación, la posibilidad de compartir objetivos y
proyectos y la capacidad para preservar la propia identidad como persona individual. Cuando la
pareja se amplía con el primer hijo, se requieren aprendizajes adicionales, que no se concretan
en un único momento, a pesar de que los padres inexpertos han de aprender muchísimas
cosas, sino que son inherentes a la crianza de los hijos.
En el ciclo que los hijos pasan en la familia, hay una evolución desde la dependencia total
respecto de los progenitores hasta su independencia también total, evolución que tensa los
sentimientos y las pautas de actuación de los padres. Su misión es asegurar que los hijos
puedan lograr una identidad integrada y suficiente, separada armoniosamente de la familia de
origen. Esto implica, por un lado, la elaboración de un sentimiento de pérdida inherente al
proceso y, por otro lado, saber adaptarse paulatinamente a las circunstancias de cada
momento, revisando normas, maneras de mostrar los sentimientos, y encontrando nuevas
formas de regular la convivencia y de manifestar el afecto y la disponibilidad. Además, este
proceso se ha de llevar a cabo pudiendo conservar la propia individualidad y las relaciones de
adulto y de pareja.
La paternidad, por consiguiente, es un proceso complejo y difícil, a la vez que crucial para el
desarrollo de una persona; cada uno, y cada pareja, en el caso de una familia en que conviven
ambos progenitores, ha de ir haciendo este camino, que no es recorrer de una vez ni para
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siempre con el mismo bagaje. Si lo podemos decir así, «hacer de padres» de manera
adecuada y satisfactoria, asegurando por tanto el propio bienestar y el de los hijos, requiere
aprender a:
-Ofrecer atención y protección básica en el aspecto más físico, y asegurar la progresiva
autonomía de los hijos en esta cuestión.
-Crear una vida familiar sana: dando valores positivos, clarificando las normas que la rigen,
enseñando a manejar los conflictos y las relaciones humanas.
-Tener expectativas ajustadas sobre las propias competencias como padres. No hay padres
perfectos, y los progenitores deben saberlo para vivir con tranquilidad los sentimientos de
incompetencia y de desbordamiento que en ocasiones comporta el hecho de educar a un hijo.
-Tener expectativas ajustadas sobre los hijos, aceptando que son personas con identidad
propia, no una prolongación de uno mismo ni aquél que se desearía que fuera.
-Controlar y guiar el comportamiento de los hijos para que éstos aprendan a autorregularse de
forma responsable y autónoma.
-Ser sensibles a las necesidades emocionales y sociales de los hijos, así como también al
hecho de que éstas siempre existen, aunque su manifestación cambie radicalmente a lo largo
del desarrollo.
-Fomentar su papel educativo en casa (juegos, charlas, clima de confianza que permita
formular dudas y preguntas, plantear conflictos...), así como apoyar la función educativa de la
escuela y de otros contextos donde los hijos participen.
El grado en que en cada unidad familiar se dan las condiciones que hemos puesto de relieve
en este extenso apartado y, en consecuencia, su potencialidad para favorecer el desarrollo de
todos sus integrantes, es variable. En el ejercicio de sus funciones (v. más arriba) los
progenitores articulan un conjunto de experiencias, cuyas características difieren de una familia
a otra. Llegamos así a las pautas de crianza, que juntamente con las ideas de los padres sobre
la educación de los hijos constituyen otro de los núcleos de contenido que nos habíamos
propuesto tratar, en relación con las prácticas educativas familiares.

2.3. Las pautas de crianza.


Las ideas de los padres sobre el desarrollo y la educación de sus hijos
En la actualidad, la mayor parte de los estudios sobre la influencia de la familia se centran en
las pautas interactivas, como factor que puede explicar aquella influencia de manera más
satisfactoria que otras a las que se ha recurrido (como por ejemplo la estructura de la familia,
su clase social, etc.). Con ello, no se quiere decir que estas variables no sean importantes,
pero lo son en la medida en que modulan las relaciones que se establecen entre los miembros
del grupo familiar.
No obstante, el análisis de estas pautas se aborda desde marcos diferentes. En principio,
digamos que en el caso de la familia hay todo un conjunto de condicionantes que hacen difícil
un estudio de la interacción en el mismo sentido que ya es tradicional en el campo de otras
prácticas educativas, como las escolares. En este ámbito, los investigadores, desde diversos
marcos teóricos, entran en el aula en períodos más o menos dilatados para captar su dinámica.
En el caso de las familias, una aproximación de este estilo plantea problemas incluso de tipo
ético, dado que el investigador tiene la seguridad de estar invadiendo un terreno absolutamente
acotado.

Así pues, la observación directa y continuada ha de ser sustituida muchas veces por
observaciones puntuales de aspectos concretos, y sobre todo por los cuestionarios y
entrevistas, encuestas, etc. En algunos casos, estos instrumentos se dirigen a facilitar la
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emergencia de las variables que inciden en el tipo de interacción que se establece entre padres
e hijos; en otras ocasiones, su objetivo es el de focalizar la interacción misma para analizar sus
dimensiones.
Marjoribanks (1994) nos aporta un ejemplo del primer caso que reproduce un conjunto de
indicadores que permiten medir la intensidad de la interacción entre los hijos y sus
progenitores, a partir del trabajo original de Coleman (1990):
-La presencia de los dos progenitores en casa favorece relaciones más estrechas que las que
se producen cuando sólo está uno de los dos.
-El número de los hijos es inversamente proporcional a la atención y el interés que los padres
pueden dedicar a cada uno.
-El hecho de que se hable de cuestiones personales es indicativo de atención e interés de los
padres hacia los hijos.
-El hecho de que la madre trabaje fuera de casa antes que el hijo vaya a la escuela, reduce el
tiempo que le puede dedicar y el fuerte carácter vinculante que determina esta relación.
-El interés de los padres por la escolarización de sus hijos, es un indicador de la preocupación
de los padres por el presente y el futuro de sus hijos.
De acuerdo con los autores mencionados, estos indicadores permiten calibrar la intensidad de
las relaciones interactivas que se establecen en la familia. Sin poner en duda que se trata de
factores que pueden tener una incidencia en la cantidad y también en la cualidad de la
interacción, por nuestra parte estamos convencidos que ésta depende más de nuestros
elementos o dimensiones, como por ejemplo el grado en que en cada familia se dan las
condiciones que más arriba comentábamos que eran necesarias para «hacer de padres», el
grado en que cada unidad familiar puede llegar a las funciones que tiene encomendadas y las
características propias de las prácticas educativas que en ella se organizan.
Moreno y Cubero (1990) consideran que las experiencias educativas que los padres ofrecen a
sus hijos, y las pautas de crianza o estrategias educativas que ponen en práctica, difieren de
una a otra familia en relación a unas determinadas dimensiones, que a continuación pasamos a
explicitar. No debemos olvidar que estas dimensiones marcan tendencias de la conducta; no
existe un determinismo mecánico que haga que los padres siempre se comporten igual, según
un mismo esquema. Se trata, entonces, de una tendencia que se puede ver modulada por la
presencia de diversos factores.
Las prácticas educativas difieren en cuanto al grado de control que los padres ejercen sobre
el comportamiento de sus hijos. Esta dimensión es crucial para el desarrollo de la persona,
puesto que a través de la guía y el control que ejercen los otros, aprendemos a controlar y
regular nuestra conducta de manera autónoma. Los padres competentes en este ámbito
pueden aceptar y reconocer que los niños necesitan explorar y probar, que se han de afirmar
ellos mismos y que eso los conducirá a ofrecer resistencias y a ser contestatarios. Son padres
que mantienen unas normas claras y explícitas y que pueden poner límites; consideran que el
uso de la fuerza o de los castigos punitivos es menos eficaz que la disciplina basada en las
explicaciones, la aprobación y la desaprobación. En general, cuando los padres ejercen el
control sobre la conducta de los hijos a través de una combinación de firmeza y razonamiento,
ayudan más a que el hijo alcance un autocontrol adecuado que cuando su intervención se
aproxima más al autoritarismo o a la permisividad.
La capacidad para establecer un ambiente comunicativo es otra de las dimensiones en que
las prácticas educativas difieren. Esta dimensión se refiere a la posibilidad de crear una
dinámica en la que es posible explicar, de manera razonada, las normas y las decisiones, que
se toman teniendo en cuenta el punto de vista de los otros. Es una dinámica que permite
compartir problemas, conflictos, dudas, ansiedades, expectativas, satisfacciones. Entonces, el
ambiente comunicativo se hace extensivo a la capacidad de manifestar sentimientos, tanto si
éstos son de signo positivo como negativo. Los padres competentes en esta dimensión
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muestran interés por el mundo de sus hijos y pueden compartir con ellos su propio mundo;
muestran su receptividad y aceptan también las fases de incomunicación y de hostilidad que
durante el crecimiento se pueden establecer.
Las familias son diferentes en cuanto al grado de madurez que exigen de sus hijos. Sin crear
expectativas excesivamente grandes y, por lo tanto, desajustadas que pueden provocar
ansiedad en los hijos, los padres que poseen expectativas optimistas, que confían en las
posibilidades de sus hijos y los ayudan para que puedan materializar al máximo sus
competencias, contribuyen de una manera muy activa a su desarrollo. No se puede pensar que
se establece una relación mecánica entre la expectativa elevada o baja y la capacidad del niño;
más bien, la expectativa elevada contribuye a que se ponga a disposición de estas
experiencias más enriquecedoras, retos más interesantes, que «estirarán» sus competencias
progresivamente y que lo conducirán hacia una autonomía personal.
La última dimensión a la que Moreno y Cubero (1990) hacen referencia es la del afecto de la
relación. Es una dimensión que matiza la influencia que tienen todas las otras; no es lo mismo
ejercer el control con firmeza en un contexto cálido y afectivo que ejercerlo de la misma manera
en un contexto distante y frío. Las autoras la consideran por ello como la más primordial y
estructuradora de las experiencias educativas de la familia. Con ellas se hace referencia al
grado de calidez humana y de afecto; a la seguridad de la estimación que los diferentes
miembros de la familia se profesan, y a la posibilidad de manifestado. Los padres competentes
muestran a sus hijos su estimación y lo pueden hacer de diversas formas a lo largo del
crecimiento, mimándolo y «comiéndoselo» a besos cuando es pequeño; pudiendo aceptar la
distancia que el niño mayor marca ante los otros y su necesidad de caricias cuando éstos han
desaparecido; modificando las manifestaciones de afecto, etc.
Estas dimensiones y su combinación procuran unas experiencias educativas diversas que los
niños viven en su familia y que naturalmente influirán en su desarrollo. Como hemos
comentado más arriba, indican tendencias en el comportamiento de los padres con sus hijos,
tendencias que se pueden ver modificadas por determinados factores y que, por consiguiente,
no deben considerarse cerradas y estáticas. Pero, a pesar de todo, en la bibliografía
especializada se considera que, mayoritariamente, las prácticas educativas que los padres
estructuran comportan una u otra de las siguientes combinaciones de las dimensiones
mencionadas:
-Prácticas educativas donde se ejerce un notable control sobre la conducta de los hijos, en las
que existe una sólida exigencia de madurez, en un ambiente poco comunicativo y donde el
afecto se manifiesta poco. Estas prácticas reflejan el estilo de los padres denominados
autoritarios, que tienden a fomentar en sus hijos una baja autoestima y excesiva dependencia,
acompañada a menudo de sentimientos de tristeza e infelicidad.
-Prácticas educativas donde se ejerce poco control y existe escasa exigencia de madurez,
acompañada de un ambiente comunicativo y con sustánciales manifestaciones de afecto. Estas
prácticas reflejan el estilo de padres denominados permisivos, cuyos hijos acostumbran a tener
una baja autoestima y poco control sobre ellos mismos, así como una cierta inmadurez.
-Prácticas educativas con un elevado grado de control y exigencia de madurez que se combina
con un ambiente bastante comunicativo y afectivo. Estas prácticas reflejan el estilo de padres
denominados democráticos. Se considera que favorecen la autoestima de los hijos y que
contribuyen a lograr la autorregulación responsable.
Todas las clasificaciones tienden a agrupar y estereotipar lo que son realidades muy diversas:
por eso, más importante que saber si unos padres son de un tipo o de otro, es tener
conocimiento sobre las dimensiones presentes en una interacción de calidad y, especialmente,
romper los estereotipaos. En este sentido, percatarse de que el afecto y la comunicación no se
encuentran reñidos con la exigencia ajustada y el control, ayuda a comprender mejor las
condiciones que contribuyen al desarrollo de los niños en el contexto de la familia. Unos padres
que pueden establecer relaciones afectivas y vinculantes con su hijo, que le pueden trazar
unas metas que lo hacen ir más allá de donde se encuentra, en el marco de unas normas de
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funcionamiento y de relaciones estables y flexibles, son padres capaces de habilitar zonas de


desarrollo próximo a este hijo, y de ayudarlo a recorrerlas. Así, contribuyen a que aprenda todo
aquello de lo que hablaba Gardner (1993), a conocer el mundo y a participar en él. Al mismo
tiempo que se va construyendo una imagen positiva de sí mismo como persona capaz de
superar los retos que se encuentra, construye la de los otros como individuos capaces de
mostrarle afecto y ofrecerle ayuda cuando la necesita.
¿Qué es lo que hace que unos padres ofrezcan uno u otro tipo de experiencia? No hay una
única causa, sino una multiplicidad de factores. Palacios (1987a) considera que algunos de
éstos guardan relación con el hijo (por ejemplo, los padres acostumbran a mostrarse más
controladores e inseguros con el primer hijo: en algunos casos, hay algunos estereotipos
relacionados con el sexo que influyen notablemente en las prácticas educativas que reciben las
niñas y los niños). También existen otros factores de orden más social, como por ejemplo las
características de la vivienda, los medios socioeconómicos, la influencia de los modelos
ofrecidos por la televisión, etc. El autor menciona también la intervención de los factores
relativos a los padres (rasgos de personalidad, nivel educativo, dificultades específicas,
experiencias previas...)
De entre todos los factores comentados, Palacios (1987a, 1987b) subraya la importancia de
las ideas que tienen los progenitores sobre el proceso evolutivo y la educación de sus hijos, en
el marco de un paradigma teórico y de búsqueda que se ocupa de los procesos cognitivos de
los padres en torno al desarrollo y la educación de los hijos. Este paradigma experimentó un
notable auge en la década de los ochenta. En nuestro país, profesores e investigadores de la
Universidad de Sevilla (Palacios, Moreno, Cubero y otros) y de la Universidad de la Laguna
(Rodrigo, Triana) han impulsado y continúan impulsando un conjunto de trabajos conectados
con este tema.
Palacios (1987 a) realiza una extensa revisión de las investigaciones llevadas a cabo sobre
las ideas evolutivo-educativas de los padres, partiendo de la premisa que éstas no se
encuentran aisladas las unas de las otras, sino que presentan lazos más o menos estrechos
entre ellas. Las investigaciones realizadas pueden agruparse según qué tipo de ideas exploran:
-Ideas sobre las causas de la conducta y los factores que la influyen.
-Ideas sobre el calendario evolutivo.
-Ideas sobre valores, expectativas y actitudes.
-Ideas sobre cómo aprenden los niños y cuál es el papel de los padres.
-Ideas sobre estrategias educativas.
Estas investigaciones ponen de manifiesto, entre otras conclusiones, que los padres con un
nivel de estudios más elevado son los que consideran que tienen un papel más importante en
el desarrollo de sus hijos, al mismo tiempo que poseen expectativas más elevadas respeto de
lo que éstos pueden hacer. También parecen más tolerantes en relación con las conductas que
discrepan de la norma; algunas investigaciones señalan que estos padres formulan
predicciones evolutivas más precoces que las formuladas por padres de nivel socioeconómico
y cultural bajo.
De manera similar, Triana (1991) considera que las ideas de los padres en relación al
desarrollo y a la educación de los hijos tienden a acercarse a uno u otro de los siguientes
modelos:
-Existen padres que consideran que la dotación genética es la máxima responsable de la
evolución de sus hijos. Atribuyen mucha importancia a la salud, a la alimentación y a la
actividad física, y tienen una concepción preferentemente pasiva de su rol como educadores.
En las investigaciones que comentamos, se trata de padres con un bajo nivel de estudios y con
profesiones poco cualificadas.
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-Otra tipología de padres considera que la influencia del medio es fundamental, y se sienten
protagonistas y responsables de la educación de sus hijos. Estas ideas pueden estar
matizadas por una aceptación de las limitaciones que puede imponer la herencia, así como por
la consideración de que el niño, por sus propios medios, también puede contribuir a su
desarrollo. En general, se trata de progenitores con elevado nivel profesional y de estudios.
Palacios (1987b) y Palacios, González y Moreno (1987) establecen tres tipos de progenitores
según las ideas que sustentan. Para los autores, los padres tradicionales, que en las
investigaciones efectuadas coinciden con una población con un nivel de estudios bajo y de
hábitat preferentemente rural, tienen ideas innatistas sobre evolución de los hijos, son poco
sensibles a los aspectos psicológicos de la relación con el niño, tienen escasa información
sobre el desarrollo y la educación de los pequeños y, aunque defienden prácticas coercitivas,
consideran que ellos mismos tienen poca influencia como padres en el desarrollo de sus hijos.
En cambio, los padres modernos defienden la interacción herencia-medio como responsable
de evolución, son sensibles a los aspectos psicológicos de la interacción con los niños,
acostumbran a tener actitudes permisivas y expectativas evolutivas optimistas. Consideran que
su influencia es muy importante para el crecimiento de sus hijos, sobre el cual tienen un alto
nivel de información. En las investigaciones de las que hablamos, se trata de personas de un
nivel elevado de estudios y ubicados preferentemente en un hábitat urbano.
Por último, los autores hablan de padres paradójicos, que se caracterizan por unas ideas poco
consistentes que, a veces, se aproximan a las de los tradicionales y otras veces, a las de los
modernos, a pesar de que también defienden ideas bastante diferentes a las de ambos grupos.
Por ejemplo, tienen una concepción ambientalista del desarrollo. En este grupo de padres se
incluyen tanto progenitores de alto como bajo nivel profesional y de estudios, así como los que
viven en zonas rurales y urbanas.
Palacios, González y Moreno (1987), examinando parejas «prototípicas» de padres, hallan
diferencias importantes en cuanto al apoyo que ofrecen al progreso de los niños en la Zona de
Desarrollo Próximo, en cuanto a su capacidad para estimular los procesos simbólicos
complejos, así como la autonomía y los sentimientos de competencia. No obstante, los padres
paradójicos muestran oscilaciones que hacen muy difícil interpretar los resultados obtenidos, el
balance es claramente favorable para las prácticas educativas estructuradas por los padres
modernos.
Los autores, que abogan por la prudencia en el momento de interpretar los datos, consideran
sin embargo que constituyen
( ... ) una hermosa demostración de la importancia que para el desarrollo tienen las interacciones
sociales, así como el papel que en ella juegan las ideas de los padres sobre el desarrollo y la educación
de los niños. Serían una demostración más de que la interacción que se sujeta a ciertas características
no sólo estimula el desarrollo, sino que lo estructura y construye activamente. (Palacios, González y
Moreno, 1987, p. 167.)

Hemos visto que los padres estructuran experiencias educativas que difieren en cuanto al
grado en que contienen determinadas dimensiones; hemos visto también que un factor que
influye en las prácticas educativas lo constituye lo que genéricamente en la bibliografía sobre el
tema se denomina «ideas» de los padres sobre la evolución y la educación de los hijos. Queda
por responder la cuestión sobre la relación entre ideas de padres/conductas
interactivas/desarrollo del niño.
Como señala Palacios (1987a), los investigadores que se han acercado a este problema lo
han hecho desde la hipótesis de que las pautas de crianza están influidas por las ideas
evolutivo-educativas. Salvo algunas investigaciones que no han encontrado relaciones
significativas entre los tres términos, son mucho más numerosas las que efectivamente las han
hallado. Éstas ponen de manifiesto que la relación ideas/práctica no es mecánica, ni permite
predecir la conducta que se desprenderá de unas determinadas representaciones. Como ya
hemos explicado, la materialización de unas ideas en una práctica coherente dependerá de
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numerosos factores moduladores, relacionados con los padres y sus características, con los
niños y las suyas, y con la situación en que todos juntos se encuentran y actúan.
Eso mismo es lo que pone de relieve un trabajo realizado por Bouchard y Archambault (1991),
que tiene la particularidad de haberse realizado con familias monoparentales, siendo la madre,
el progenitor que tiene el niño a su cargo, y que ha examinado la coherencia entre las
representaciones educativas de las madres y las conductas que manifiestan en una situación
en que «enseñan» a sus hijos de entre cuatro y seis años.
Los autores hablan de madres próximas al «paradigma racional», susceptibles de adoptar
conductas controladoras, autoritarias y centradas en la realización del niño, que utilizan una
gestión jerárquica o impositiva de la situación.
También analizan a madres cuyas ideas pertenecen al «paradigma humanista» y cuya
tendencia se dirige a animar al niño a encontrar él mismo las soluciones, dejándole libertad
para decidir, en una gestión que es más bien «autogestión». Por último, las madres próximas al
«paradigma simbio-sinérgico» utilizan estrategias que llevan a compartir las decisiones con los
niños y a actuar con ellos: son madres que fundamentalmente «cogestionan» la situación con
sus hijos.
Los resultados obtenidos permiten hablar de coherencia entre las conductas que sería posible
esperar de las madres según las ideas educativas y aquello que efectivamente acaba pasando
en la situación de enseñanza observada, pero también es posible una cierta desviación entre
las ideas y las prácticas educativas que se estructuran en la vida cotidiana, a las cuales se
accede mediante un cuestionario. Los autores, como también es el caso de otros trabajos
anteriormente mencionados, reclaman prudencia en la valoración de los resultados y
recomiendan tener en cuenta cada contexto concreto con tal de atribuir su auténtico significado
a aquello que se observa y a las posibles contradicciones que se puedan detectar.
Por nuestra parte, consideramos que las relaciones entre ideas y práctica educativa distan
mucho de ser directas, como sucede también en el ámbito de la educación escolar. Y
añadiremos que, a pesar del intento de establecer tendencias en las ideas de los progenitores
y en las prácticas educativas que estructuran, es útil para la teorización, para la investigación y
para la intervención, siempre y cuando no se caiga en determinismos ni en estereotipos. Hace
ya muchos años que sabemos que las intervenciones que generan desarrollo son aquellas que
se muestran contingentes con las capacidades de las personas y que les hacen superar su
estado actual. El análisis microgenético de las interacciones progenitores/hijos ha de
complementar los datos de los que hoy disponemos, de orden más macro, sobre las
características globales de las prácticas educativas.
Entre éstas, no hay duda de que las que tienen un impacto más positivo en el desarrollo son
las que combinan el afecto y el control razonado sobre el comportamiento de los hijos con un
grado de exigencia ajustado a sus capacidades y con un ambiente comunicativo, que ayuda a
tener en cuenta las opiniones y sentimientos de los niños en la toma de decisiones,
corresponderían a los padres modernos, descritos más arriba. Como ya apuntábamos, los hijos
de estas familias tienden a disponer de una elevada autoestima. La familia coopera con ellos
para afrontar nuevas situaciones con confianza e iniciativa. El recurso de los padres a la
explicitación y al razonamiento en torno a las normas y pautas de conducta los ayudan a
disponer de criterios y de juicio moral, y pueden por lo tanto aprender a regular y controlar la
propia conducta.
La explicación de este hecho la hallamos en la potencialidad con la que los padres proceden.
Contribuyen a que sus hijos puedan participar progresivamente de situaciones, que exigen
patrones de conducta más complejos en un marco comunicativo, de afecto y de normas
estables, que esbozan los parámetros de lo que se espera y de lo que no está permitido. A
través de la participación guiada, permiten que los hijos progresen de la dependencia y el
control externo a la independencia y el autocontrol, cumpliendo así de forma integrada las
funciones de la unidad familiar: contribuir al crecimiento equilibrado y armónico de los hijos.

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