Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Las Practicas Educativas Familiares - C.coll-E.gonzalez
Las Practicas Educativas Familiares - C.coll-E.gonzalez
Capitulo 2
LAS PRÁCTICAS EDUCATIVAS FAMILIARES
Estas diferencias se encuentran en muchos ámbitos (por ejemplo en el lenguaje que se les
dirige, en el hecho de considerarlos o no interlocutores válidos…) y, especialmente, en la
presencia y el conocimiento que los niños pueden ir construyendo respecto de la vida adulta.
En nuestras sociedades, la separación estricta por edades y el hecho que los jóvenes aprendan
aquello que se considera que necesitan en un contexto específico que tiene la finalidad de
enseñar, hace que los pequeños aprendan habilidades especificas para adaptarse a esta
situación. En contrapartida, muchos niños tienen pocas oportunidades de participar en
actividades domésticas cotidianas, desconocen muchas cosas del trabajo de sus padres y,
apartados del mundo de los adultos, tienen un mundo propio: el de los juguetes, las escuelas,
las niñeras… a través del cual aprenden determinadas cosas y no otras. Los otros niños están
muy acostumbrados a que se les haga caso, a que se esfuercen por entenderlos y se adapten
a su definición de la situación. Los padres nos encontramos en buena disposición para enseñar
al niño a hacer cosas: a jugar, a comer, a leer. Lo consideramos un interlocutor interesante, les
dirigimos nuestros mensajes e interpretamos los suyos, nos implicamos en tareas
compartidas… cuando estamos con él.
Como ha observado Rogoff, las cosas son diferentes cuando el desarrollo se produce en una
cultura en que los niños están integrados en las actividades de sus padres y de otros adultos.
En estos casos, según esta autora, los niños se aseguran un papel en la acción, aunque sea
como observadores próximos. Callando, observando y escuchando, asisten a los
acontecimientos habituales y a otros más excepcionales de la vida de su comunidad, como
ocurre con las comunidades mayas que ha estudiado. Estos niños perfeccionan sus dotes de
observación, aprenden a fijarse en las cosas y, muchas veces, logran la autonomía en la
realización de determinadas tareas valoradas en el seno del grupo, utilizando básicamente
estrategias de observación.
Las diferencias se extienden también a la posibilidad de participar y a la diferente significación
que adopta la propia participación. Cuando los niños se encuentran inmersos en las actividades
de los adultos, es habitual que progresivamente tomen parte activa en aquello que hacen sus
padres o familiares. Los niños mayas, desde el primer o segundo año, observan a sus madres
cuando hacen las tortas para cenar, y pronto se les da un poco de pasta para amasar; las
madres los ayudan a hacerlo y, llegado el caso, si no ha caído al suelo o está poco amasada,
cocina la torta del niño y uno u otro la come para cenar; hacia los cinco o seis años, pueden
preparar la comida solos. En éstas y otras actividades reales, los niños aprenden que los
errores tienen un coste importante; quizá por eso, no se les atribuye la responsabilidad hasta
que se considera que, a través de la observación y la actuación dirigida por otros, están
preparados para asumirla.
Los errores no tienen el mismo significado en actividades menos reales, puesto que su coste
es diferente y, con mucha frecuencia, no repercute en otros ni en la organización de la propia
actividad: los niños quizá no esperan hasta estar seguros de saber hacer lo que han de hacer
para hacerlo.
Podríamos seguir aportando diferencias, algunas bastante importantes, como las relativas a
los compañeros sociales de los niños (en algunas culturas son los niños mayores los que
cuidan de los más pequeños, en contraste con lo que pasa en la nuestra). En definitiva, la
conclusión a la que se llega en el trabajo que tomamos como referencia, es que sea cual sea el
modelo, el niño participa en las actividades que la sociedad le prepara para que llegue a ser un
miembro activo, pero varía la responsabilidad que, niño y adulto, asumen en la enseñanza y el
aprendizaje. La participación guiada implica la participación conjunta de los niños y los adultos
en actividades culturales; como fenómeno es universal, aunque varían los objetivos de
socialización y los medios para alcanzarlos. En todos los casos, destaca, sin embargo, la
naturaleza activa del niño en las situaciones en que participa y en aquellas que observa sin
participar directamente.
Los padres (Rogoff, 1993) construyen puentes que ayudan a los niños a entender nuevas
situaciones, pero su mayor influencia se encuentra en la determinación que hacen de cuáles
3
son las actividades que están al alcance del niño y cuáles no; qué le permitirán observar y en
qué participar, y quienes serán sus compañeros.
Desde esta perspectiva, las pautas de crianza que encuentran en una familia son únicas y
específicas, pero comparten numerosos rasgos con los que caracterizan otra familia del mismo
grupo social. Podríamos decir, utilizando las palabras de Bronfenbrenner (1987), que las
condiciones del macrosistema inciden de manera importante en las del microsistema. Por la
misma razón, nuestra propia organización social, los valores que la presiden y nuestros
conceptos sobre el desarrollo y los medios más idóneos para conseguirlo, no nos deberían
confundir ni el carácter universal del proceso de participación guiada, ni el hecho que en todos
los casos, la influencia educativa de los otros y de la cultura del grupo esté presente en el
desarrollo individual, aunque lo que se considera desarrollo y los medios adecuados para
obtenerlo varíen notablemente de una cultura a otra. Desde estas premisas, podemos
ocuparnos a continuación de las prácticas educativas familiares en el contexto de las
sociedades desarrolladas.
1
Lamo de Espinosa, E (1995) “Familias, hogares y personas”, El País, 5/1/95, p 29.
4
Una segunda consideración pertinente es que la estructura tópica de la familia nuclear, pareja
e hijos no adultos, y la repartición también tópica de los roles dentro de este núcleo (donde el
padre asume el trabajo externo y la madre el trabajo doméstico y el cuidado de los hijos), no se
ajusta actualmente a muchas unidades familiares. Los cambios en la manera de vivir, la
incorporación de la mujer al trabajo externo, los divorcios y separaciones, el estado de soltería
de muchas madres, las parejas formadas por miembros del mismo sexo ... han contribuido a
que la familia nuclear esté expuesta a numerosas transformaciones. Las familias con un solo
progenitor y las familias recompuestas son cada vez más habituales en nuestra sociedad. Los
hogares monoparentales, donde convive un solo progenitor con sus hijos, constituyen el 10%
de todos los hogares, y han crecido un 43% desde el año 1970.2
Ahora bien, tal vez, como consecuencia de una imagen ideal de familia que de hecho no se
corresponde con la realidad de muchas de ellas, numerosos estudios realizados desde
diferentes disciplinas, muestran una cierta tendencia a señalar las carencias y las dificultades
que estas nuevas estructuras familiares pueden tener para sus miembros, especialmente para
los hijos.
Esta tendencia se observa también entre los profesionales de la intervención psicológica y
psicopedagógica, entre muchos educadores y entre la gente corriente. Sin entrar en
disquisiciones sobre qué es mejor o peor, entendemos que trabajos como el de Brofenbrenner
(1987), que situaba el impacto del divorcio en los hijos en interdependencia con el apoyo que la
unidad familiar recibía de otras personas, son cada vez más necesarios.
Necesitamos aproximamos al estudio de la familia sin prejuicios morales, sin determinismos,
con una actitud abierta que permita entender en qué medida las experiencias que viven sus
miembros favorecen su desarrollo. En este sentido, Schaffer (1990) considera que la naturaleza
de las relaciones interpersonales es el factor clave del desarrollo del niño en la familia, más
incluso que la propia estructura familiar (el autor utiliza, para refrendar su afirmación, estudios
sobre familias monoparentales, reconstituidas y con progenitores del mismo sexo).
Conviene recordar, en este punto, que Brofenbrenner (1987) enumeraba las condiciones que
un entorno debía cumplir para que pudiéramos considerarlo un contexto de desarrollo: es
cuando permite al niño observar e incorporarse a patrones de actividad progresivamente
complejos, conjuntamente o bajo la tutela de personas que le pueden enseñar y con los cuales
ha establecido una relación emocional positiva. Es así cuando se facilita al niño la oportunidad
de implicarse en la misma actividad, pero de manera independiente y autónoma. Como ya
hemos señalado, que estas condiciones se den o no, no es consecuencia directa de la
estructura de una familia, sino de las relaciones y los intercambios que en ella se producen, y
éstas, aunque puedan verse fuertemente moduladas por la estructura y las dificultades que
impone, tampoco son directamente deducibles: dependen de otros factores que escapan al
microsistema y que son más atribuibles al macrosistema.
2
Lamo de Espinosa, E. (1995), «Familias, hogares y personas», El País, 5/1/1995, p. 29.
3
A partir de este punto, las consideraciones que haremos, si no lo explicitamos en sentido contrario, tomarán como referente
la estructura familiar conyugal. Esta decisión responde a limitaciones de espacio y, en ningún caso, ha de ser entendida como
una discriminación hacia las estructuras familiares diferentes.
5
estrategias comunicativas, maneras de verse y presentarse uno mismo, que facilitan el éxito en
la escuela.
Estas reglas y estrategias (maneras de hablar, de escribir, de interactuar, de vestirse...) no se
aprenden igual en todas las familias, siendo las clases sociales favorecidas (las que disponen
de más cultura y de más medios económicos) las más preparadas para facilitar este
aprendizaje. Como veremos más adelante, este factor ha sido considerado crítico a la hora de
establecer relaciones entre las condiciones familiares y el rendimiento académico de los
alumnos.
c) Las familias han de apoyar la evolución de los niños, controlarlos y ayudarlas en el proceso
de escolarización y de introducción progresiva en otros ámbitos e instituciones sociales. Es una
función de ayuda que se despliega en el propio entorno familiar, pero que alcanza también,
como apoyo, a los otros contextos de socialización de los niños. En relación con esta función,
adquieren todo su sentido las propuestas de Brofenbrenner (1987) referidas al
«mesosistema», o la posibilidad de establecer acuerdos y evitar discrepancias perturbadoras
entre los diferentes contextos de desarrollo de los niños; en el cuarto capítulo (<<La educación
escolar y sus relaciones con otras prácticas educativas») nos ocuparemos de ello brevemente.
Durante muchos años, los padres conducen el aprendizaje de sus hijos: estos aprenden
durante la infancia, como veremos, los instrumentos, actitudes y nociones básicas de su grupo
cultural, así como las estrategias que les permiten realizar estos aprendizajes. A medida que
crecen, las necesidades de aprender se vuelven, por un lado, más específicas, y por otro lado,
más extensas; la influencia de los padres es en cualquier caso muy positiva, tanto en lo que se
refiere a la posibilidad de comprender y valorar globalmente la tarea y las dificultades y
obstáculos que puede encontrar el niño, como para disponer los medios para que éste pueda
superarlos. Las consideraciones que hacíamos en relación con la función anterior respecto a
las posibilidades de familias con diferentes niveles culturales y socioeconómicos, son
igualmente válidas en este caso.
d) Otra función de la familia consiste en la ayuda y el apoyo que proporcionan a los niños para
que lleguen a ser personas emocionalmente equilibradas, capaces de establecer vínculos
afectivos satisfactorios y respetuosos con los otros y con la propia identidad. Esta función
remite de una manera clara al establecimiento, entre los propios miembros de la familia, de
unas relaciones basadas en el respeto mutuo y .el afecto, relaciones a las que nos iremos
refiriendo repetidamente.
Todavía sería posible hablar de otras funciones (legales, económicas, de índole religiosa). En
un análisis psicoeducativo, las que hemos mencionado nos parecen las pertinentes, al menos
por dos razones. En primer lugar, porque cada una y todas ellas en su conjunto ponen de
manifiesto la medida en que la familia puede ser, y en realidad lo es en la inmensa mayoría de
los casos, un contexto privilegiado de desarrollo para las personas; son todas las capacidades
las que se desarrollan alrededor de estas funciones y, como veremos a continuación, no sólo
en el caso de los hijos.
En segundo lugar, y muy importante, porque los aprendizajes que se hacen en el contexto
familiar alrededor de las funciones que acabamos de describir (funciones que, por otro lado, no
se encuentran separadas, no son compartimientos estancos), emergen en un entramado de
relaciones y sentimientos de afecto y vínculo mutuo. Los componentes emocionales y afectivos
son la clave que explica el desarrollo y el aprendizaje de las personas, el hecho por el que nos
sentimos dispuestos a aceptar el reto que supone aprender.
Aunque con diferentes grados, en el contexto de la familia se combinan las exigencias con la
estimación, los retos con el apoyo y el aliento para afrontarlos, las dificultades con el
reconocimiento por haberlas superado, la orientación hacia la labor bien hecha con la
posibilidad de equivocarse, el estímulo hacia la autonomía progresiva con la seguridad que
proporciona saber que hay otras personas que estiman y que están dispuestas a ayudar
cuando es necesario. De ahí que las experiencias educativas que se ofrecen a la familia y
aquello que se aprende no puedan examinarse al margen de todos estos aspectos, al margen
7
de las relaciones en que toman parte, entonces son éstas las responsables del impacto que
tienen en el desarrollo.
Dicho de manera resumida, y gracias a las experiencias educativas que viven en casa y
también en otros contextos en que progresivamente participan, los niños aprenden a
categorizar objetos y acontecimientos, a utilizar, de manera muy eficiente, guiones y esquemas
para comprender y predecir hechos; a tratar objetos y situaciones como si fueran «otra cosa»,
es decir, a simbolizar. Gardner ve en el juego simbólico, en la capacidad de tratar una cosa
como si fuera otra, una forma de metapresentación, en el sentido que no sólo implica pensar
directamente sobre el mundo de la experiencia, sino también la capacidad de imaginarle un
sentido diferente sin dejar de saber cuál es su sentido convencional.
Hacia los cinco o seis años, gracias a la exploración activa del mundo facilitada por los padres
y por otros adultos que le prestan atención, y complementada por las experiencias que vive con
otros críos, el niño ha elaborado comprensiones intuitivas sobre el mundo, que son una
combinación de sus posibilidades de conocer, de utilizar símbolos y de sus capacidades
cognitivas. Con sus limitaciones e imperfecciones, se trata de «teorías» sobre el mundo de los
objetos físicos y su funcionamiento, «teorías» sobre los organismos vivos y de «teorías» sobre
la mente, sobre la propia, una especie de «teoría» del yo, y sobre la de los otros.
En la obra de Gardner (1993) hay numerosos, ejemplos que justifican estas afirmaciones, y
que permiten calibrar las limitaciones, pero también las potencialidades, de estas
construcciones. En síntesis, permiten comprender el mundo y predecirlo; son funcionales y
consistentes y, aunque incorporan errores y contradicciones, resisten a las presiones externas.
Gardner señala que la mayor parte de los conceptos que de manera sistemática se enseñan en
la escuela han de pasar por el contraste con otros conocimientos previos que los niños han ido
elaborando. En el ámbito de la familia, estos aprendizajes se realizan en el seno de las
actividades cotidianas, de las experiencias en que se participa, y que se encuentran
fuertemente teñidas por los sentimientos y las emociones. Así que lo que se forja no es
únicamente un conjunto de conocimientos sobre el mundo y sobre la manera de ir accediendo
a él, sino también una representación sobre los otros (respetuosos, amenazadores, afectuosos,
distantes, confiados, desconfiados) y sobre uno mismo (listo, simpático, pesado, alocado...). Se
puede decir con razón que, a través de estas experiencias y junto a otras, nos hacemos
personas únicas e irrepetibles en el seno de los grupos sociales a los que pertenecemos.
siempre con el mismo bagaje. Si lo podemos decir así, «hacer de padres» de manera
adecuada y satisfactoria, asegurando por tanto el propio bienestar y el de los hijos, requiere
aprender a:
-Ofrecer atención y protección básica en el aspecto más físico, y asegurar la progresiva
autonomía de los hijos en esta cuestión.
-Crear una vida familiar sana: dando valores positivos, clarificando las normas que la rigen,
enseñando a manejar los conflictos y las relaciones humanas.
-Tener expectativas ajustadas sobre las propias competencias como padres. No hay padres
perfectos, y los progenitores deben saberlo para vivir con tranquilidad los sentimientos de
incompetencia y de desbordamiento que en ocasiones comporta el hecho de educar a un hijo.
-Tener expectativas ajustadas sobre los hijos, aceptando que son personas con identidad
propia, no una prolongación de uno mismo ni aquél que se desearía que fuera.
-Controlar y guiar el comportamiento de los hijos para que éstos aprendan a autorregularse de
forma responsable y autónoma.
-Ser sensibles a las necesidades emocionales y sociales de los hijos, así como también al
hecho de que éstas siempre existen, aunque su manifestación cambie radicalmente a lo largo
del desarrollo.
-Fomentar su papel educativo en casa (juegos, charlas, clima de confianza que permita
formular dudas y preguntas, plantear conflictos...), así como apoyar la función educativa de la
escuela y de otros contextos donde los hijos participen.
El grado en que en cada unidad familiar se dan las condiciones que hemos puesto de relieve
en este extenso apartado y, en consecuencia, su potencialidad para favorecer el desarrollo de
todos sus integrantes, es variable. En el ejercicio de sus funciones (v. más arriba) los
progenitores articulan un conjunto de experiencias, cuyas características difieren de una familia
a otra. Llegamos así a las pautas de crianza, que juntamente con las ideas de los padres sobre
la educación de los hijos constituyen otro de los núcleos de contenido que nos habíamos
propuesto tratar, en relación con las prácticas educativas familiares.
Así pues, la observación directa y continuada ha de ser sustituida muchas veces por
observaciones puntuales de aspectos concretos, y sobre todo por los cuestionarios y
entrevistas, encuestas, etc. En algunos casos, estos instrumentos se dirigen a facilitar la
11
emergencia de las variables que inciden en el tipo de interacción que se establece entre padres
e hijos; en otras ocasiones, su objetivo es el de focalizar la interacción misma para analizar sus
dimensiones.
Marjoribanks (1994) nos aporta un ejemplo del primer caso que reproduce un conjunto de
indicadores que permiten medir la intensidad de la interacción entre los hijos y sus
progenitores, a partir del trabajo original de Coleman (1990):
-La presencia de los dos progenitores en casa favorece relaciones más estrechas que las que
se producen cuando sólo está uno de los dos.
-El número de los hijos es inversamente proporcional a la atención y el interés que los padres
pueden dedicar a cada uno.
-El hecho de que se hable de cuestiones personales es indicativo de atención e interés de los
padres hacia los hijos.
-El hecho de que la madre trabaje fuera de casa antes que el hijo vaya a la escuela, reduce el
tiempo que le puede dedicar y el fuerte carácter vinculante que determina esta relación.
-El interés de los padres por la escolarización de sus hijos, es un indicador de la preocupación
de los padres por el presente y el futuro de sus hijos.
De acuerdo con los autores mencionados, estos indicadores permiten calibrar la intensidad de
las relaciones interactivas que se establecen en la familia. Sin poner en duda que se trata de
factores que pueden tener una incidencia en la cantidad y también en la cualidad de la
interacción, por nuestra parte estamos convencidos que ésta depende más de nuestros
elementos o dimensiones, como por ejemplo el grado en que en cada familia se dan las
condiciones que más arriba comentábamos que eran necesarias para «hacer de padres», el
grado en que cada unidad familiar puede llegar a las funciones que tiene encomendadas y las
características propias de las prácticas educativas que en ella se organizan.
Moreno y Cubero (1990) consideran que las experiencias educativas que los padres ofrecen a
sus hijos, y las pautas de crianza o estrategias educativas que ponen en práctica, difieren de
una a otra familia en relación a unas determinadas dimensiones, que a continuación pasamos a
explicitar. No debemos olvidar que estas dimensiones marcan tendencias de la conducta; no
existe un determinismo mecánico que haga que los padres siempre se comporten igual, según
un mismo esquema. Se trata, entonces, de una tendencia que se puede ver modulada por la
presencia de diversos factores.
Las prácticas educativas difieren en cuanto al grado de control que los padres ejercen sobre
el comportamiento de sus hijos. Esta dimensión es crucial para el desarrollo de la persona,
puesto que a través de la guía y el control que ejercen los otros, aprendemos a controlar y
regular nuestra conducta de manera autónoma. Los padres competentes en este ámbito
pueden aceptar y reconocer que los niños necesitan explorar y probar, que se han de afirmar
ellos mismos y que eso los conducirá a ofrecer resistencias y a ser contestatarios. Son padres
que mantienen unas normas claras y explícitas y que pueden poner límites; consideran que el
uso de la fuerza o de los castigos punitivos es menos eficaz que la disciplina basada en las
explicaciones, la aprobación y la desaprobación. En general, cuando los padres ejercen el
control sobre la conducta de los hijos a través de una combinación de firmeza y razonamiento,
ayudan más a que el hijo alcance un autocontrol adecuado que cuando su intervención se
aproxima más al autoritarismo o a la permisividad.
La capacidad para establecer un ambiente comunicativo es otra de las dimensiones en que
las prácticas educativas difieren. Esta dimensión se refiere a la posibilidad de crear una
dinámica en la que es posible explicar, de manera razonada, las normas y las decisiones, que
se toman teniendo en cuenta el punto de vista de los otros. Es una dinámica que permite
compartir problemas, conflictos, dudas, ansiedades, expectativas, satisfacciones. Entonces, el
ambiente comunicativo se hace extensivo a la capacidad de manifestar sentimientos, tanto si
éstos son de signo positivo como negativo. Los padres competentes en esta dimensión
12
muestran interés por el mundo de sus hijos y pueden compartir con ellos su propio mundo;
muestran su receptividad y aceptan también las fases de incomunicación y de hostilidad que
durante el crecimiento se pueden establecer.
Las familias son diferentes en cuanto al grado de madurez que exigen de sus hijos. Sin crear
expectativas excesivamente grandes y, por lo tanto, desajustadas que pueden provocar
ansiedad en los hijos, los padres que poseen expectativas optimistas, que confían en las
posibilidades de sus hijos y los ayudan para que puedan materializar al máximo sus
competencias, contribuyen de una manera muy activa a su desarrollo. No se puede pensar que
se establece una relación mecánica entre la expectativa elevada o baja y la capacidad del niño;
más bien, la expectativa elevada contribuye a que se ponga a disposición de estas
experiencias más enriquecedoras, retos más interesantes, que «estirarán» sus competencias
progresivamente y que lo conducirán hacia una autonomía personal.
La última dimensión a la que Moreno y Cubero (1990) hacen referencia es la del afecto de la
relación. Es una dimensión que matiza la influencia que tienen todas las otras; no es lo mismo
ejercer el control con firmeza en un contexto cálido y afectivo que ejercerlo de la misma manera
en un contexto distante y frío. Las autoras la consideran por ello como la más primordial y
estructuradora de las experiencias educativas de la familia. Con ellas se hace referencia al
grado de calidez humana y de afecto; a la seguridad de la estimación que los diferentes
miembros de la familia se profesan, y a la posibilidad de manifestado. Los padres competentes
muestran a sus hijos su estimación y lo pueden hacer de diversas formas a lo largo del
crecimiento, mimándolo y «comiéndoselo» a besos cuando es pequeño; pudiendo aceptar la
distancia que el niño mayor marca ante los otros y su necesidad de caricias cuando éstos han
desaparecido; modificando las manifestaciones de afecto, etc.
Estas dimensiones y su combinación procuran unas experiencias educativas diversas que los
niños viven en su familia y que naturalmente influirán en su desarrollo. Como hemos
comentado más arriba, indican tendencias en el comportamiento de los padres con sus hijos,
tendencias que se pueden ver modificadas por determinados factores y que, por consiguiente,
no deben considerarse cerradas y estáticas. Pero, a pesar de todo, en la bibliografía
especializada se considera que, mayoritariamente, las prácticas educativas que los padres
estructuran comportan una u otra de las siguientes combinaciones de las dimensiones
mencionadas:
-Prácticas educativas donde se ejerce un notable control sobre la conducta de los hijos, en las
que existe una sólida exigencia de madurez, en un ambiente poco comunicativo y donde el
afecto se manifiesta poco. Estas prácticas reflejan el estilo de los padres denominados
autoritarios, que tienden a fomentar en sus hijos una baja autoestima y excesiva dependencia,
acompañada a menudo de sentimientos de tristeza e infelicidad.
-Prácticas educativas donde se ejerce poco control y existe escasa exigencia de madurez,
acompañada de un ambiente comunicativo y con sustánciales manifestaciones de afecto. Estas
prácticas reflejan el estilo de padres denominados permisivos, cuyos hijos acostumbran a tener
una baja autoestima y poco control sobre ellos mismos, así como una cierta inmadurez.
-Prácticas educativas con un elevado grado de control y exigencia de madurez que se combina
con un ambiente bastante comunicativo y afectivo. Estas prácticas reflejan el estilo de padres
denominados democráticos. Se considera que favorecen la autoestima de los hijos y que
contribuyen a lograr la autorregulación responsable.
Todas las clasificaciones tienden a agrupar y estereotipar lo que son realidades muy diversas:
por eso, más importante que saber si unos padres son de un tipo o de otro, es tener
conocimiento sobre las dimensiones presentes en una interacción de calidad y, especialmente,
romper los estereotipaos. En este sentido, percatarse de que el afecto y la comunicación no se
encuentran reñidos con la exigencia ajustada y el control, ayuda a comprender mejor las
condiciones que contribuyen al desarrollo de los niños en el contexto de la familia. Unos padres
que pueden establecer relaciones afectivas y vinculantes con su hijo, que le pueden trazar
unas metas que lo hacen ir más allá de donde se encuentra, en el marco de unas normas de
13
-Otra tipología de padres considera que la influencia del medio es fundamental, y se sienten
protagonistas y responsables de la educación de sus hijos. Estas ideas pueden estar
matizadas por una aceptación de las limitaciones que puede imponer la herencia, así como por
la consideración de que el niño, por sus propios medios, también puede contribuir a su
desarrollo. En general, se trata de progenitores con elevado nivel profesional y de estudios.
Palacios (1987b) y Palacios, González y Moreno (1987) establecen tres tipos de progenitores
según las ideas que sustentan. Para los autores, los padres tradicionales, que en las
investigaciones efectuadas coinciden con una población con un nivel de estudios bajo y de
hábitat preferentemente rural, tienen ideas innatistas sobre evolución de los hijos, son poco
sensibles a los aspectos psicológicos de la relación con el niño, tienen escasa información
sobre el desarrollo y la educación de los pequeños y, aunque defienden prácticas coercitivas,
consideran que ellos mismos tienen poca influencia como padres en el desarrollo de sus hijos.
En cambio, los padres modernos defienden la interacción herencia-medio como responsable
de evolución, son sensibles a los aspectos psicológicos de la interacción con los niños,
acostumbran a tener actitudes permisivas y expectativas evolutivas optimistas. Consideran que
su influencia es muy importante para el crecimiento de sus hijos, sobre el cual tienen un alto
nivel de información. En las investigaciones de las que hablamos, se trata de personas de un
nivel elevado de estudios y ubicados preferentemente en un hábitat urbano.
Por último, los autores hablan de padres paradójicos, que se caracterizan por unas ideas poco
consistentes que, a veces, se aproximan a las de los tradicionales y otras veces, a las de los
modernos, a pesar de que también defienden ideas bastante diferentes a las de ambos grupos.
Por ejemplo, tienen una concepción ambientalista del desarrollo. En este grupo de padres se
incluyen tanto progenitores de alto como bajo nivel profesional y de estudios, así como los que
viven en zonas rurales y urbanas.
Palacios, González y Moreno (1987), examinando parejas «prototípicas» de padres, hallan
diferencias importantes en cuanto al apoyo que ofrecen al progreso de los niños en la Zona de
Desarrollo Próximo, en cuanto a su capacidad para estimular los procesos simbólicos
complejos, así como la autonomía y los sentimientos de competencia. No obstante, los padres
paradójicos muestran oscilaciones que hacen muy difícil interpretar los resultados obtenidos, el
balance es claramente favorable para las prácticas educativas estructuradas por los padres
modernos.
Los autores, que abogan por la prudencia en el momento de interpretar los datos, consideran
sin embargo que constituyen
( ... ) una hermosa demostración de la importancia que para el desarrollo tienen las interacciones
sociales, así como el papel que en ella juegan las ideas de los padres sobre el desarrollo y la educación
de los niños. Serían una demostración más de que la interacción que se sujeta a ciertas características
no sólo estimula el desarrollo, sino que lo estructura y construye activamente. (Palacios, González y
Moreno, 1987, p. 167.)
Hemos visto que los padres estructuran experiencias educativas que difieren en cuanto al
grado en que contienen determinadas dimensiones; hemos visto también que un factor que
influye en las prácticas educativas lo constituye lo que genéricamente en la bibliografía sobre el
tema se denomina «ideas» de los padres sobre la evolución y la educación de los hijos. Queda
por responder la cuestión sobre la relación entre ideas de padres/conductas
interactivas/desarrollo del niño.
Como señala Palacios (1987a), los investigadores que se han acercado a este problema lo
han hecho desde la hipótesis de que las pautas de crianza están influidas por las ideas
evolutivo-educativas. Salvo algunas investigaciones que no han encontrado relaciones
significativas entre los tres términos, son mucho más numerosas las que efectivamente las han
hallado. Éstas ponen de manifiesto que la relación ideas/práctica no es mecánica, ni permite
predecir la conducta que se desprenderá de unas determinadas representaciones. Como ya
hemos explicado, la materialización de unas ideas en una práctica coherente dependerá de
15
numerosos factores moduladores, relacionados con los padres y sus características, con los
niños y las suyas, y con la situación en que todos juntos se encuentran y actúan.
Eso mismo es lo que pone de relieve un trabajo realizado por Bouchard y Archambault (1991),
que tiene la particularidad de haberse realizado con familias monoparentales, siendo la madre,
el progenitor que tiene el niño a su cargo, y que ha examinado la coherencia entre las
representaciones educativas de las madres y las conductas que manifiestan en una situación
en que «enseñan» a sus hijos de entre cuatro y seis años.
Los autores hablan de madres próximas al «paradigma racional», susceptibles de adoptar
conductas controladoras, autoritarias y centradas en la realización del niño, que utilizan una
gestión jerárquica o impositiva de la situación.
También analizan a madres cuyas ideas pertenecen al «paradigma humanista» y cuya
tendencia se dirige a animar al niño a encontrar él mismo las soluciones, dejándole libertad
para decidir, en una gestión que es más bien «autogestión». Por último, las madres próximas al
«paradigma simbio-sinérgico» utilizan estrategias que llevan a compartir las decisiones con los
niños y a actuar con ellos: son madres que fundamentalmente «cogestionan» la situación con
sus hijos.
Los resultados obtenidos permiten hablar de coherencia entre las conductas que sería posible
esperar de las madres según las ideas educativas y aquello que efectivamente acaba pasando
en la situación de enseñanza observada, pero también es posible una cierta desviación entre
las ideas y las prácticas educativas que se estructuran en la vida cotidiana, a las cuales se
accede mediante un cuestionario. Los autores, como también es el caso de otros trabajos
anteriormente mencionados, reclaman prudencia en la valoración de los resultados y
recomiendan tener en cuenta cada contexto concreto con tal de atribuir su auténtico significado
a aquello que se observa y a las posibles contradicciones que se puedan detectar.
Por nuestra parte, consideramos que las relaciones entre ideas y práctica educativa distan
mucho de ser directas, como sucede también en el ámbito de la educación escolar. Y
añadiremos que, a pesar del intento de establecer tendencias en las ideas de los progenitores
y en las prácticas educativas que estructuran, es útil para la teorización, para la investigación y
para la intervención, siempre y cuando no se caiga en determinismos ni en estereotipos. Hace
ya muchos años que sabemos que las intervenciones que generan desarrollo son aquellas que
se muestran contingentes con las capacidades de las personas y que les hacen superar su
estado actual. El análisis microgenético de las interacciones progenitores/hijos ha de
complementar los datos de los que hoy disponemos, de orden más macro, sobre las
características globales de las prácticas educativas.
Entre éstas, no hay duda de que las que tienen un impacto más positivo en el desarrollo son
las que combinan el afecto y el control razonado sobre el comportamiento de los hijos con un
grado de exigencia ajustado a sus capacidades y con un ambiente comunicativo, que ayuda a
tener en cuenta las opiniones y sentimientos de los niños en la toma de decisiones,
corresponderían a los padres modernos, descritos más arriba. Como ya apuntábamos, los hijos
de estas familias tienden a disponer de una elevada autoestima. La familia coopera con ellos
para afrontar nuevas situaciones con confianza e iniciativa. El recurso de los padres a la
explicitación y al razonamiento en torno a las normas y pautas de conducta los ayudan a
disponer de criterios y de juicio moral, y pueden por lo tanto aprender a regular y controlar la
propia conducta.
La explicación de este hecho la hallamos en la potencialidad con la que los padres proceden.
Contribuyen a que sus hijos puedan participar progresivamente de situaciones, que exigen
patrones de conducta más complejos en un marco comunicativo, de afecto y de normas
estables, que esbozan los parámetros de lo que se espera y de lo que no está permitido. A
través de la participación guiada, permiten que los hijos progresen de la dependencia y el
control externo a la independencia y el autocontrol, cumpliendo así de forma integrada las
funciones de la unidad familiar: contribuir al crecimiento equilibrado y armónico de los hijos.