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El golpe del Gral.

Alfredo Baldomir
*Frega, Ana; Mónica Maronna; Yvette Trochon: “Baldomir y la restauración democrática (1938-1946)”, EBO págs.
148-151

CONSIDERACIONES FINALES

El tramo comprendido entre 1938 y 1946, deriva necesariamente hacia un análisis de la forma en que se
concretó el pasaje del autoritarismo terrista hacia la definitiva restauración democrática. Proceso de transición que,
como se ha visto, contiene múltiples canales y tensiones.
Uno de los datos referenciales imprescindibles para enmarcar correctamente la transición, lo constituye la
incidencia del acontecer internacional. En dos perspectivas: por la definitiva articulación del Uruguay a los
derroteros marcados por EE.UU., y por la incidencia directa que esto tuvo en la transición política. Asimismo, la
coyuntura internacional ofreció un importante estimulo económico traducido en un aumento de las exportaciones y
un significativo crecimiento del sector industrial.
Para el Uruguay, el deslizamiento hacia la órbita de influencia norteamericana se completó en estos cruciales
años. Pero la nueva metrópolis imponía condiciones diferentes y se mostraba restrictiva respecto a su política
comercial. La implantación de rígidas políticas proteccionistas para su agricultura e industria, la llevó a abrir
únicamente el mercado norteamericano a aquella producción no competitiva –como la tropical– impidiendo que las
exportaciones fundamentales del Uruguay se acoplaran satisfactoriamente a los nuevos dictados de su imperialismo.
Sin embargo, la bonanza coyuntural que la Segunda Guerra Mundial aportó a la economía del país, dejaba ocultos
los graves problemas de la escasa complementación del mercado estadounidense –competidor en materia de carnes
y lanas– con la producción básica uruguaya.
Presentará el país en el período estudiado, una imagen de prosperidad estructuralmente frágil– asentada en la
demanda de productos pecuarios multiplicados por la guerra, en una industrialización de base sustitutiva y en la
inyección de capitales extranjeros que buscaban un tranquilo refugio para su colocación. Sobre esta base se
vivificaron los contenidos “benefactores” del Estado a través de una legislación social relevante, mecanismos de
redistribución y expansión de las obras públicas. El papel del Estado se vio fortalecido tanto por la reanimación del
intervencionismo en los aspectos económicos como del rol arbitral desplegado para limar los antagonismos más
flagrantes de la sociedad.
La posición tomada por el gobierno uruguayo en materia internacional —fuertemente condicionada— se
realizó en forma paulatina, derrumbando los obstáculos o rémoras supervivientes de etapas anteriores. De allí que el
espectro en materia de política internacional en el tramo estudiado, se desplazó desde posiciones firmemente
neutralistas hasta otras con un alto grado de condicionamiento a los objetivos requeridos por el gobierno de EE.UU.
Este camino de reconversión imperialista no se realizó sin ciertos enfrentamientos con algunos sectores
políticos defensores a ultranza de la antigua situación. A su vez, en el plano de la política interna, las circunstancias
internacionales jugaron un papel preponderante, desdibujando la correlación de fuerzas característica del terrismo.
La definición aliadófila del Presidente Baldomir, ambientó la reunificación colorada, acercó a gran parte del
nacionalismo independiente y logró el apoyo del Partido Comunista. Por el contrario, el Partido Nacional liderado
por Luis Alberto de Herrera, —defensor a ultranza de la neutralidad y receloso de la injerencia yanqui— fue
desplazado de la posición preponderante que ocupaba en las esferas del gobierno. El golpe de Estado del 21 de
febrero de 1942 ratificó el peso decisivo de EE.UU. y el alistamiento en la causa aliada. No en vano el canciller
Alberto Guani, intérprete fiel de los dictados norteamericanos, fue el vicepresidente de la República desde 1943.
La transición en su aspecto político se fue vertebrando a lo largo de la presidencia de Baldomir. Si bien es
posible reconocer en el golpe de Estado del 21 de febrero de 1942 un hito fundamental, el autocalifícado “golpe
bueno” fue una opción política, donde detrás de las causas ocasionales que motivaron la disolución de las Cámaras,
subyacía un conjunto de circunstancias que hicieron de este episodio la culminación de un largo proceso, donde se
anudaron factores de diversa índole.
Esta opción fue preparada y consumada por el oficialismo baldomirista y las fuerzas políticas desplazadas en
1933. La Constitución de 1934 y la ley de lemas de ese año, habían asegurado el reparto de los cargos políticos y el
control del aparato partidario a los grupos comprometidos con el golpe de marzo (herreristas y terristas). De esta
forma se desplazó completamente al batllismo y al nacionalismo independiente que pasaron a constituir una firme
oposición al régimen instaurado.
Se había operado una división en el seno de cada uno de los partidos mayoritarios, donde parecía esbozarse
cierto peso del componente ideológico sobre la adhesión “afectivocromática”.
La conjunción opositora obtuvo su máximo grado de cohesión en el acto realizado en julio de 1938. Esta
movilización puede ser considerada un “cruce de caminos”. Por un lado, una coincidencia en cuanto al rechazo de la
Constitución de 1934, y por otro, diferencias respecto a la valoración del gobierno de Baldomir. Gran parte del
nacionalismo independiente y el batllismo, se esforzaron en dejar constancia que la oposición no era hacia el
gobierno sino respecto a los mecanismos del autoritarismo terrista que los había desplazado del poder. Se inició asi
una constante aproximación hacia el primer mandatario, lo que le permitió a éste romper definitivamente con los
residuos de la “alianza de marzo”.
El acercamiento del batllismo neto y del Partido Nacional Independiente, apenas insinuado en sus comienzos,
se manifestó plenamente hacia 1939 y terminó con la coincidencia en la adhesión y justificación al golpe de Estado
del 21 febrero de 1942. El protagonismo articulador de los partidos políticos tradicionales posibilitó y promovió el
“golpe bueno”, constituyendo así un obstáculo a una salida que no tuviera su origen en acuerdos “palaciegos”.
La oposición mostró signos de debilidad que la inhibieron para concretar acciones conjuntas eficaces. A esto,
se le sumaron las maniobras del oficialismo baldomirista que logró encauzar a los sectores tradicionales a su matriz
original y frenar cualquier eventual empuje de acción conjunta. En este marco se inscribe la legislación electoral
completada por estos años que, además de ser una herramienta para la transición política, aseguró el predominio del
esquema partidario tradicional.
Entre los “partidos de izquierda”, tampoco fue posible un acuerdo perdurable, agravándose sus diferencias a
partir de sus valoraciones sobre el golpe de 1942. Las fuerzas sociales reflejaban un relativo poder de movilización
y la existencia de divisiones en el seno del movimiento sindical.
El hecho mismo de que la transición se hubiera dado desde el Poder Ejecutivo, con el apoyo tácito o explícito
de una amplia gama de los partidos políticos, indicaba que no se habían operado cambios profundos. Se corría el
riesgo, además, de limitar el proyecto de futuro a una restauración del pasado.
En 1933, el golpe de Estado había marcado un principio de diferenciación por encima de las divisas; en 1942,
suponía el retomo al vínculo tradicional, donde los grandes partidos, unidos ante los comicios, albergaban sectores
claramente diferenciados (aunque el Partido Nacional recién se unificaría totalmente en 1958, coincidentemente con
su triunfo).
La reedición de la propuesta batllista, el intento de la burguesía nacional de lograr un modelo de desarrollo
independiente, se enfrentaría a las mismas vallas que se habían interpuesto a su primer intento de aplicación, con el
agravante de que los lazos de dependencia a fines de 1946 eran significativamente más profundos.
Desaparecidas las razones externas que permitieron aplicar una política de nivelación y equilibrio social, se
evidenciaría, cada vez con mayor nitidez, el inevitable proceso de deterioro
El golpe de 1942

No deja de ser llamativo, que el golpe de Alfredo Baldomir haya sido “borrado” de la memoria histórica de los
uruguayos. La encarnadura de la versión oficial en torno al autocalificado “golpe bueno”, la soledad en que
quedaron los opositores al mismo, su inserción en una coyuntura de conflictos muy dramáticos como la Segunda
Guerra Mundial y el retomo del batllismo al gobierno en 1947, contribuyeron a convertirlo en una página olvidada
de nuestra historia.

En la madrugada del sábado 21 de febrero de 1942 se produjo el segundo golpe de Estado de este siglo, distancia -
do apenas nueve años del anterior quiebre del 31 de marzo. Unas pocas fuerzas de seguridad rodeaban un solitario
Palacio Legislativo, mientras otras se apostaron en la Corte Electoral y frente a la casa de Luis Alberto de Herrera.
Estos pocos “machetes” alcanzaron (y sobraron) para asegurar una calma” que nadie osó perturbar. Las fiestas de
carnaval no se interrumpieron. Al “nuevo orden” no le hizo falta recurrir a las detenciones, deportaciones, violenta
represión y censura de prensa, de la que tanto hizo abuso su antecesor. El herrerismo, golpista en 1933 y desplazado
en esta oportunidad, denunciaba la “era sombría” en la que entraba la República, y proclamaba a César Charlone
(entonces vicepresidente), como presidente legal.

Ese mismo día Baldomir anunciaba que seguiría en el ejercicio del poder y convocaba a elecciones a realizarse el
último domingo de noviembre de ese año. En los círculos políticos se presentía y hasta se esperaba, pero la mayoría
de los uruguayos recibió la noticia de los hechos con sorpresa e incertidumbre: ¿se entronizaba un nuevo dictador?
¿Habría realmente elecciones? ¿Era una forma de retomar a los senderos democráticos?

Todo comenzó en 1938


Los resultados de la jornada electoral del 27 de marzo de 1938 en la que estaba en juego la sucesión de Gabriel
Terra se convirtieron —tal vez inesperadamente—en el comienzo de un proceso de transición.

Esos comicios, ya particulares por tratarse de la primera vez en que votaban las mujeres, mostraron las fisuras de
la “alianza de marzo”.

Pese a que los candidatos herreristas conservaron la mayoría, se les enfrentó —fruto de una escisión— el sector
minoritario de José Otamendi.

Entre los colorados terristas, la pugna electoral alcanzó altos niveles de competitividad y fue la “interna” que
concitó mayor atención. La cuestión estaba entre dos candidatos: el general arquitecto Alfredo Baldomir y el doctor
Eduardo Blanco Acevedo, ambos partícipes activos del “régimen de marzo” y ligados por parentesco a Gabriel Terra
(cuñado y consuegro respectivamente). Los dos competían bajo la mirada aparentemente neutral de Terra. Sus
costosas campañas apuntaban a nutrir sus filas con las nuevas votantes y a contrarrestar la propaganda
abstencionista de batllistas y nacionalistas independientes.

Entre Baldomir y Blanco Acevedo la diferencia no era sustancial; pero fue lo suficientemente importante como
para definir los comicios. El elector captó el matiz, las diferencias en los mensajes. Blanco Acevedo, rodeado de los
candidatos más desprestigiados del terrismo, postulaba como sublema “Viva Terra”. Baldomir, sin renunciar a sus
orígenes terristas, apostaba con su eslogan “para servir al país”, a una convocatoria más amplia y, sobretodo, menos
“irritativa”.

El triunfo de Baldomir por 23.000 votos más que su oponente colorado habría de tener muy pronto una enorme
significación. Los festejos fueron opacados en las horas siguientes por un oscuro episodio denominado el
“Motincito”, tendiente a no reconocer el resultado de las urnas. En la madrugada del 30, de acuerdo con las
versiones publicadas en El Plata, el Cuerpo de Infantería n0 4 se aprestaba a detener al recién electo presidente
cuando éste, informado del hecho, se refugió en el Cuartel de Bomberos, desde donde se procedió a detener al jefe
de Policía, coronel Marcelino Elgue. Este episodio, al que el gobierno trató de quitar trascendencia, nunca fue
esclarecido. Se sabe que estuvieron involucrados altos jefes y oficiales del ejército disconformes con el resultado
electoral y que fue superado por la intervención personal de Gabriel Terra.

Finalmente, el 19 de junio de 1938 Baldomir asumió la primera magistratura. En ese momento nadie podía
aventurar el giro que habría de tener su gobierno. Lo cierto es que la acción de la oposición, el especial contexto
internacional, los cambios sociales y económicos que se estaban operando, convirtieron su gobierno en el primer
tiempo de una restauración democrática.

De la oposición a la “serena expectativa”


Durante el quinquenio terrista la línea divisoria entre quienes apoyaban la dictadura y quienes se movilizaban en
su contra estaba perfectamente definida. En 1938 esa línea se empezó a desdibujar.

En su discurso de asunción, Baldomir dejó abierta la posibilidad de una reforma de la Constitución, aunque sin
especular demasiado sobre su alcance. Esto permitió a la oposición dirigir su acción hacia ese tópico que le dejaba
un espacio para ir “rodeando” al nuevo mandatario.

En ese marco, apenas un mes más tarde, el 25 de julio, las fuerzas de la oposición organizaron un acto público
bajo la consigna “por una nueva Constitución y leyes democráticas”. Esta convocatoria, realmente sin precedentes
en la historia del país (según los cálculos más pesimistas concurrieron doscientas mil personas), dejó en claro la
voluntad mayoritaria por un cambio político.

Ese “mitin” resultó del cruce de caminos: batllistas, nacionalistas independientes, socialistas y comunistas en filas
partidarias, junto a estudiantes y organizaciones sindicales, se unían en el rechazo al “régimen de marzo”, pero se
dividían en cuanto a los pasos a adoptar. No era la primera vez que ocurrían estas divergencias operativas. Por lo
pronto, habían adoptado actitudes electorales diferentes. Mientras batllistas y blancos independientes optaron por
mantener inflexiblemente una conducta abstencionista, socialistas y comunistas —también enfrentados entre sí por
viejas polémicas— optaron por el camino de las urnas. E incluso llegaron en 1938 a una alianza electoral, al obtener
los candidatos socialistas, Frugoni y Riestra, el apoyo transitorio de los comunistas. Lo cierto es que la oposición
mostró signos de debilidad que la inhibieron para concretar acciones conjuntas eficaces, aunque existieron
importantes intentos.

Los sucesos posteriores al acto de julio pusieron al descubierto, una vez más, las diferencias. Gran parte del
batllismo y del nacionalismo independiente se esforzó en dejar claro que su oposición no era hacia Baldomir, sino
hacia el terri-herrerismo. Comenzaba una constante aproximación al presidente, lo que le permitió a éste romper con
la “alianza de marzo”. El País hablaba de que en adelante había que adoptar una “serena expectativa”, estableciendo
un “matiz diferencial entre el gobierno de Terra y Baldomir”. La legislación electoral de 1939 también enfrentó a las
fracciones partidarias a duras opciones y a intensas polémicas internas. La ley de lemas obligaba a batllistas y
nacionalistas independientes a optar entre volver a la matriz original —y entonces sumar sus votos con sus
oponentes— o abandonarla y claudicar de su historia, tradiciones, símbolos, nombres, etcétera. Por su parte, el
Partido Comunista instaba a “agruparse al lado del gobierno” para derrotar la “subversión herrerista-fascista”. Los
socialistas y la Agrupación Demócrata Social de Quijano criticaron duramente estas posturas de acercamiento al
gobierno, sin lograr articular otra alternativa.

Tempranamente pues, empezaba a diseñarse el camino que había de tomar el régimen de transición. El final del
terrismo sobrevendría —como antes de la dictadura— desde dentro de los partidos tradicionales. El transcurso de la
Segunda Guerra Mundial allanó el terreno, fortaleciendo y solidificando nuevos alineamientos. Gradualmente, la
“serena expectativa” dio lugar al apoyo incondicional. Baldomir estuvo acompañado por gran parte de sus antiguos
oponentes, que lo fueron rodeando y conduciendo por nuevos rumbos; el hombre de la transición había nacido.

La Guerra y su impacto en la trama partidaria


El triunfo de los regímenes fascistas en Europa y su política exterior agresiva, así como el estallido de la Segunda
Guerra Mundial y la posterior entrada de Estados Unidos en el conflicto, obligaron a los países latinoamericanos a
definir con claridad sus conductas al respecto.

Uruguay había decretado el 5 de setiembre de 1939 su neutralidad frente a la guerra europea. No obstante esta
primera actitud, se fue perfilando con creciente nitidez una definida posición a favor de los aliados y de las
directivas estadounidenses. De este modo, el gobierno de Baldomir revirtió las orientaciones del terrismo en materia
internacional. La causa aliada era identificada —y en esto coincidía con la opinión pública en general— con la
defensa de la democracia amenazada seriamente por el avance totalitario.

El país entero se contagiaba del clima bélico internacional. En diciembre de 1939 la batalla de Punta del Este
había acercado la guerra a nuestras playas. El 17 de diciembre el hundimiento del Graf Spee sacudió la modorra
dominical y veraniega de los montevideanos. De allí en adelante los rumores de una posible expansión nazi-fascista
alimentaron los temores colectivos. La publicación en la prensa de las “listas negras” donde aparecían los nombres
de comerciantes y empresarios vinculados con el nazi-fascismo, la suspensión del diputado colorado Kayel por su
“prédica totalitaria”, la denuncia de una conspiración nazi (“el plan Fuhrmann”, que contenía un plan de ataque al
país para convertirlo en una “colonia alemana de campesinos”) y la creación de la Comisión Investigadora de
Actividades Antinacionales, fueron algunos de los hechos que exacerbaron el clima opresivo que se vivía. A esto se
unía una casi constante movilización, a lo largo y ancho del país, de repudio al fascismo y apoyo a los aliados.

La marcada tendencia proaliada en la política oficial agudizó el resquebrajamiento en el sistema de alianzas que el
gobierno de Baldomir había heredado del período anterior. El herrerismo, con inocultables simpatías hacia el nazi-
fascismo, esgrimía un “nacionalismo neutralista” y enjuiciaba duramente toda concesión a Estados Unidos. Los
planes de defensa continental, la adquisición de armamentos, las leyes de asociaciones ilícitas y de instrucción
militar obligatoria, o la intención de asentar bases militares en el país, tuvieron amplia resonancia a nivel
parlamentario generando encendidos debates.

La causa aliada quedó indefectiblemente envuelta en una actitud incondicional hacia Estados Unidos y fueron
pocos los que advirtieron —Carlos Quijano y su Agrupación Demócrata Social se contaron entre ellos— el peligro
que implicaba.

Herrera pasó a ser considerado “enemigo público número uno” y principal obstáculo para impulsar los planes “de
solidaridad americana en la defensa continental”. El golpe de febrero de 1942 permitió barrer con dicha resistencia.

El clima golpista
1941 fue un año preelectoral y cargado de graves perturbaciones. La renuncia forzada de los ministros herreristas,
las amenazas crecientes de golpe y los enfrentamientos con la Corte Electoral fueron algunos de sus hitos
relevantes.

En marzo, la situación de enfrentamiento con el herrerismo hizo crisis con el fin de la coparticipación ministerial
establecida por la Constitución del 34. Baldomir pidió la renuncia de los tres ministros herreristas. Sostuvo que el
Partido Nacional no tenía “título” para integrar el gabinete y hacer al mismo tiempo una política de oposición al
gobierno. El nombramiento de dirigentes colorados para ocupar los cargos vacantes —contrariando la letra
constitucional que establecía la coparticipación con el nacionalismo— aumentó los niveles de la tensión política. La
sombra de un nuevo golpe pareció cernirse sobre el país. Sin embargo, se diluyó ante la reacción cautelosa del
herrerismo.

En setiembre de ese mismo año apareció el diario presidencial El Tiempo. Baldomir, al igual que su predecesor,
abría el año anterior al golpe su propio órgano periodístico. Ya en el segundo número, una caricatura invertida
—donde aparecía un gran garrote con la leyenda “Política nacional: el argumento que se insinúa”— generó
reacciones a nivel parlamentario. El ministro del Interior, Pedro Manini Ríos, fue llamado a sala. Afirmó
categóricamente que el Poder Ejecutivo estaba dispuesto a mantener la legalidad. Sin embargo, el alerta rojo ya se
había encendido.

Ahora más que nunca se hacía imperativo acelerar la reforma de la Constitución de 1934, ya que obligaba al
ganador a repartir el Senado en mitades y otorgar tres ministerios al partido que le seguía en número de votos. En
los hechos, esto significó distribuir parte del Legislativo y del Ejecutivo con los herreristas. De manera que a tono
con los “nuevos tiempos” y nuevos aliados, había que eliminar estos obstáculos que frenaban irremediablemente
todo acuerdo político.

En diciembre de 1941, en un acto en el Estadio Centenario, Baldomir reafirmó sus convicciones reformistas. El
herrerismo, contrario a la “deforma” (así la llamaba, descalificándola), conservaba importantes espacios de poder en
el Parlamento y en la Corte Electoral, donde la alianza con los representantes colorados blancoacevedistas trababa
toda posibilidad de impulsar la vía de la reforma. La Corte Electoral fue considerada como el bastión casi
inexpugnable de las tendencias antirreformistas.

A comienzos de 1942 la situación se presentaba como insalvable y los presagios de golpe se hicieron sentir con
mayor virulencia. La prensa revelaba esas tensiones. El Día afirmaba “no hay Corte que valga para impedir que la
reforma sea sancionada”. Los titulares del diario El Tiempo anunciaban en forma amenazante: “No habrá elecciones
si no se nombra la Corte Electoral”. Ante esto el herrerismo promovió una nueva interpelación. La exposición del
ministro, reafirmando la solidaridad del presidente con las opiniones vertidas en su periódico, determinó una
declaración de repudio del Senado. Horas después, en la madrugada del sábado 21 de febrero, se concretó el tan
anunciado golpe de Estado. Alfredo Baldomir fue un mandatario de paso, sin brillo propio, sin pasado ni futuro
político, al que las circunstancias, el contexto internacional, los impulsos de quienes empezaron a rodearlo, hicieron
que abandonara definitivamente la senda marcada por el terri-herrerismo. En su aspecto político, la transición se fue
vertebrando a lo largo de la presidencia, y tuvo en el golpe del 42 uno de sus momentos fundamentales. El proceso y
su desenlace sobrevinieron, al igual que en 1933, desde los partidos políticos, sólo que esta vez los antigolpistas de
ayer estrecharon filas junto a Baldomir.

El marco institucional actuó de manera decisiva facilitando nuevos alineamientos internos. También el contexto
ofreció un estímulo económico traducido en un aumento de las exportaciones y un crecimiento del sector industrial.
Aunque los aspectos políticos acapararon la atención, los años cuarenta constituyeron una coyuntura compleja de
transformaciones en diferentes planos de la vida del país. La dictadura terrista quedaba atrás; de ella se evocaron el
suicidio de Brum y la trágica muerte de Grauert. Otras tragedias de la dictadura quedaron deliberadamente
sepultadas.

Con el golpe de Estado del carnaval del 42 había ganado otra vez, como decía Quijano —quien solitariamente
evocaba esta página de la historia— “el país de los atajos”.

Ana FREGA; Mónica MARONNA e Ivette TROCHÓN: Verano del 42 en "el país de los atajos”.

En VV.AA.: Las brechas en la historia, Tomo 1. Brecha, Montevideo, 1996

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