Está en la página 1de 73

El

presente volumen recoge, junto con otros materiales afines, el texto de la


conferencia pronunciada por Ludwig Wittgenstein en la sociedad «The Heretics»,
en Cambridge, el 2 de enero de 1930. En ella, el filósofo vienés explicita sus
opiniones respecto de una problemática por la que siempre se sintió hondamente
preocupado, siendo esta determinación la que hace que lo ético ocupe en el
conjunto de su obra un sordo lugar central. Porque, en efecto, siendo cierto que
muchas de las claves para una comprensión más completa de este texto se
hallan repartidas en papeles anteriores, lo es también que, aunque el
Wittgenstein posterior no escribiera sobre moral, nunca abandonó su idea de que
la ética constituye un valioso documento de una tendencia profunda del espíritu
humano. Este insobornable convencimiento resulta especialmente llamativo en
alguien como él, que descartaba que la ética se pudiera enseñar, que fuera una
ciencia o que resultara posible conducir a los hombres al bien. Tal vez ello tenga
que ver, como origen o como resultado, con su esperanza de vida: «mi vida
consiste en darme por satisfecho con algunas cosas», declaró en otra ocasión.
La introducción ha corrido a cargo de Manuel Cruz, catedrático de Filosofía
contemporánea en la Universidad de Barcelona.
Ludwig Wittgenstein

Conferencia sobre ética


Con dos comentarios sobre la teoría del valor
ePub r1.0
oronet 02.02.2017
Título original: Wittgenstein’s Lecture on Ethics
Ludwig Wittgenstein, enero de 1965
Introducción: Manuel Cruz
Traducción: Fina Birulés
Editor digital: oronet
ePub base r1.2
INTRODUCCIÓN
De lo que no se puede hacer, lo mejor es hablar
«¿Acaso no depende todo de nuestra manera de
interpretar el silencio que nos rodea?»
L. Durrell, Justine
I. Un lugar equívoco

Wittgenstein es, entre otras cosas, autor de unas cuantas frases solemnes que han
quedado en la historia del pensamiento contemporáneo como tópicos. Una es aquélla con
la que cierra su obra Tractatus Logico-Philosophicus[1]: «De lo que no se puede hablar, lo
mejor es callarse», parafraseada en el título. Otra pertenece a su segundo gran texto, las
Investigaciones filosóficas[2]: «Los problemas filosóficos surgen cuando el lenguaje se va
de vacaciones». También, en fin, podría incorporarse a la muestra la siguiente: «Todo lo
que se puede decir, se puede decir con claridad». Es fácil que el estudiante que se
aproxima por vez primera a Wittgenstein acceda al interior de su discurso a través de
alguna de estas citas. No sólo porque estén entre las más repetidas, sino también porque
cumplen correctamente la función introductoria a que se las suele destinar.
Por lo pronto, dan bien el tono del estilo discursivo wittgensteiniano, tan preocupado
por la sencillez como por la claridad[3]. La preocupación desborda con mucho la mera
sensibilidad pedagógica para resultar expresiva de una manera de pensar. Quienes lo
trataron personalmente han subrayado este aspecto: «… sus clases eran de lo menos
“académico”. Casi siempre las daba en su propia habitación o en las habitaciones que un
amigo ocupaba en el college. No tenía ni manuscrito ni notas. Pensaba delante de la clase.
Se producía una impresión de profunda concentración. La exposición conducía
normalmente a una pregunta a la que se suponía que los oyentes tenían que sugerir una
respuesta. Las respuestas se convertían a su vez en puntos de partida para nuevos
pensamientos que conducían a nuevas preguntas. Dependía de la audiencia, en gran parte,
el que la discusión resultara fructífera y el que el hilo conductor no se perdiera de vista
desde el inicio al fin de una clase y de una clase a otra[4]». En otra ocasión manifestó que
un tratado filosófico no debería contener sino preguntas (sin respuestas). Todo esto, como
es evidente, suena muy socrático. Menos en un extremo, y es que Wittgenstein no
renunciaba al empleo de la escritura ni a la ampliación del círculo de sus interlocutores a
través de la publicación.
A este respecto, había sido explícito ante Malcolm. Le horrorizaba que sus escritos
fueran destruidos por el fuego. Es más, a pesar de que deseaba que las Investigaciones
fueran publicadas después de su muerte, estaba obsesionado con la posibilidad de que el
mundo del saber llegara a creer que había obtenido sus ideas de filósofos a los que él había
enseñado. Digamos, pues, que Wittgenstein estaba tan interesado en la publicación como
en la correcta adscripción de las ideas. Tal vez este rasgo pueda sorprender a quienes, a
partir de elementos inconexos, han ido componiendo una imagen de él próxima a la de un
maldito (en cierto modo propiciada por la biografía de Bartley citada en la nota 4), pero la
sorpresa desaparece si nos colocamos en la perspectiva de su pensamiento. La mayoría de
sus escritos se asemejan mucho a un pensar en voz alta, hasta el punto de que parecen
intentar reproducir el movimiento mismo del pensamiento sin esforzarse en fingir ninguna
unidad argumentativa superior. Método de investigación químicamente puro, hubiera
dicho Marx. Preocupaciones en crudo, podríamos decir con un lenguaje más llano.
Un filósofo sencillo diciendo tal cual lo que piensa: ¿qué hay aquí de problemático o
conflictivo? Algo habrá, porque el caso es que la figura y la obra de Wittgenstein a
menudo constituyen ocasión de polémica entre académicos de distinto signo o entre
académicos y no académicos. Hay, desde luego, que no siempre nuestro autor es sencillo.
Muchas veces la sencillez o la claridad son más ideas reguladoras que Realidades
efectivas[5]. Eso es cierto, pero sólo serviría para justificar una discreta discusión, un tibio
debate entre intérpretes, y lo que ocurre con Wittgenstein va más allá. Acaso hubiera que
llamar la atención, para arrojar un poco de luz sobre este asunto, en las expectativas que su
discurso ha generado, en el hecho, en cierto modo curioso, de que la mayor parte de
especialistas suelen acercarse a su pensamiento en actitud escasamente crítica. Como si no
hubiera más tarea pendiente que la de reconstruir una indiscutida coherencia. Nos
encontraríamos así ante un particular efecto de su escritura filosófica, que ya Russell (La
evolución de mi pensamiento filosófico) había advertido: «Wittgenstein enuncia aforismos
y deja al lector la tarea de penetrar en sus profundidades como mejor se le ocurra[6]». Por
más que incomode, nada tiene de extraño el empleo que de los mismos a menudo se hace.
Se diría el destino común de quienes escriben de esta forma: terminar sirviendo de aval o
ilustración a (casi) cualquier afirmación filosófica. Cuando no de oráculo al confundido.
Procede, por tanto, en un primer momento intentar establecer la diferencia entre
aquello que, con más o menos derecho, podemos atribuir a Wittgenstein, y aquello otro
más relacionado con sus lectores. Lo que dice y lo que nos sugiere. Lo que defiende y lo
que a nosotros nos importa. Su coherencia y nuestro interés. Sólo esta distinción garantiza
el diálogo filosófico. Fuera de ella podemos encontrar conformidad, adhesión, creencia o
fe inquebrantable, pero no esa tensión entre dos polos que tiene lugar en la interpretación.
Nada de vaporosas «anticipaciones». A fin de cuentas, como el propio Wittgenstein
admitía en 1930, «quien sólo se adelanta a su época, será alcanzado por ella alguna
vez[7]». Mucho más difícil que adelantarse es conseguir estar instalado en el propio
presente y hacerse cargo del mismo (quizá sea ésa la auténtica virtud de los clásicos).
Wittgenstein andaba en ello, junto con los mejores de su tiempo. Por eso le pudieron
influir Boltzmann, Hertz, Schopenhauer, Kierkegaard, Frege, Russell, Kraus, Loos,
Weininger, Spengler y tantos otros[8], y por eso él no tiene inconveniente en reconocerlo.
No hay en esto sombra de falsa modestia, porque Wittgenstein sitúa su especificidad en
otra parte: «Mi originalidad […] es, según creo, una originalidad de la tierra, no de la
semilla. (Quizá no tenga semilla propia). Se arroja una semilla en mi tierra y crece
diferente que en cualquier otro terreno», anotaba en 1939-1940. Los seguidores oficiales
de Wittgenstein son muchos (y con frecuencia mal avenidos), pero la filosofía
wittgensteiniana decrece, ha señalado hace poco precisamente un wittgensteiniano
(A. Kenny). Con toda probabilidad aquéllos han equivocado el camino. Seguir a un autor
es una vía muerta. La filosofía crece en el diálogo, no en la exégesis (ahí se clarifica). Y el
diálogo, a su vez, exige una premisa: la conciencia histórica de los interlocutores.
Por supuesto que no es fácil. Alguna vez se ha dicho que un filósofo es realmente
importante cuando es capaz de producir un corte en la historia de la filosofía, es decir,
cuando la filosofía que se hace después de él ya no puede ser igual a la que se hacía antes.
Wittgenstein constituye uno de esos raros filósofos, que se adorna además con una rareza
suplementaria: no ha producido uno, sino dos cortes[9]. Pero estamos viendo que el
reconocimiento de esta condición excepcional no es algo automático. Era Bergson quien
decía que toda gran filosofía es el resultado de una única intuición original que exige
luego treinta o cuarenta años para pensarla, para traducirla a conceptos. Si eso cuesta
elaborar una filosofía, qué no costará entenderla e interpretarla bien. Estar en condiciones
de aceptarla o de rechazarla, en definitiva[10]. He aquí las coordenadas de la hora presente.
II. A propósito del texto que sigue y de la propuesta
de Wittgenstein en general

Existe un relativo acuerdo entre los estudiosos de Wittgenstein en identificar la


presente conferencia sobre ética con los planteamientos de su primera época[11]. Es cierto
que muchas de las claves para una inteligibilidad más completa de este texto parecen
hallarse repartidas entre el Tractatus y el Diario filosófico[12], pero habría que andar
advertido para no disolver totalmente su contenido en los escritos anteriores. Al fin y al
cabo, quienes escuchaban el 2 de enero de 1930 a Wittgenstein en la sociedad «The
Heretics» creían estar siguiendo un discurso autosuficiente. Del mismo modo, habría que
respetar ahora tanto a quienes se acercan a esta conferencia animados fundamentalmente
por una preocupación ética general, como a quienes les interesa saber de la opción ética de
Wittgenstein, y no del conjunto de su pensamiento (aunque a veces aquélla requiera pasar
por éste).
Escondida entre las cortesías y las precauciones iniciales se halla una afirmación de
alcance: Wittgenstein ha decidido hablar de algo «que le interesa mucho comunicar», de
algo, podríamos decir, que de verdad le importa. Cierto que en el Tractatus (6.52) se
sostenía algo muy próximo[13], pero no lo es menos que, casi veinte años después, lo sigue
manteniendo: «Los problemas científicos pueden interesarme, pero nunca apresarme
realmente. Esto lo hacen sólo los problemas conceptuales y estéticos. En el fondo, la
solución de los problemas científicos me es indiferente; pero no la de los otros problemas»
(Observaciones, 1949). No se trata, por tanto, de una cuestión irrelevante o absurda, en
contra de lo que el propio lenguaje de Wittgenstein a veces parece indicar. En efecto, todo
el argumento de la conferencia va dirigido a mostrar que la ética constituye un intento de
sobrepasar los límites del lenguaje, pero esto no equivale a afirmar que se identifique con
un mal uso del mismo (que sea, por ejemplo, un juego de palabras engañoso), sino más
bien que no es el lenguaje su lugar natural. En la conferencia, Wittgenstein propone la
metáfora de la taza de té. Ésta no podrá contener más de lo que permite su capacidad, por
mucho que nos empeñemos. Así también, las proposiciones tienen su propia capacidad, y
el intento de meter en ellas más de lo que pueden acoger está destinado al fracaso.
Sigamos con la metáfora. ¿Cuánta ética cabe, entonces, en el lenguaje? Poca,
ciertamente, por razón de su propia naturaleza. En él sólo caben juicios de valor relativos,
los cuales se asimilan en última instancia a los juicios de hecho (ejemplos de Wittgenstein:
bueno o malo referidos a un jugador de tenis o a una carretera). Sin embargo, en el
planteamiento wittgensteiniano los juicios éticos han de ser juicios de valor absolutos,
incondicionados, si se prefiere. Su punto de partida expreso es la definición que Moore da
de la ética como la investigación general de lo que es bueno (y añade: «en un sentido
ligeramente más amplio»). La cuestión tal vez se pueda formular así: una vez descartado
que la ética se pueda enseñar, que sea una ciencia y que sea posible conducir a los
hombres al bien; una vez realizada la crítica a las falsas éticas, que presentan los juicios de
valor relativos como absolutos o que abusan del lenguaje, ¿le queda alguna tarea positiva
al discurso ético?; pregunta que en muchos casos equivale a esta otra: ¿puede incluir un
discurso de este tipo alguna propuesta ética? Es forzoso decir algo sobre ciertas categorías
generales de Wittgenstein, aunque sea rápidamente.
Sólo estamos autorizados a hablar de los hechos, que se identifican con lo accidental,
con lo contingente. Nada que escape a eso puede ser dicho, por más convencidos que
estemos de su existencia. Así, el orden que creemos encontrar en el mundo cuando
hacemos ciencia es el resultado de una proyección nuestra sobre él. En ningún caso
tenemos derecho a hablar de tal orden —de sus leyes, por ejemplo— como algo real («en
todo mundo posible hay un orden»), sino más bien como la retícula, como el entramado
sobre el cual los hechos particulares nos resultan manejables y las proposiciones que los
expresan inteligibles. Pertenece al reino de lo que se muestra a través de su empleo, pero
no se puede decir porque está antes de cualquier formulación: es condición de posibilidad
de todo enunciado («la lógica del mundo anterior a toda verdad y falsedad»). En realidad,
el filósofo tiene la persistente sensación de que es francamente escaso lo que se deja
decir[14]. De ahí la mencionada insatisfacción wittgensteiniana ante la ciencia: todo lo que
le importa está lingüísticamente (y, por tanto, lógicamente) prohibido. Lo místico, esa
categoría que tantos equívocos ha propiciado, surge en este contexto, es el rótulo con el
que se denomina nuestro impulso a desbordar los límites del lenguaje. «Sentir el mundo
como un todo limitado es lo místico», se precisa en el Tractatus (6.45) inmediatamente
después de otra precisión: «No es lo místico cómo sea el mundo, sino que el mundo sea»
(6.44). Cómo sea el mundo es cosa de la que nos informan los saberes disponibles y sus
descripciones. Inútil también, en consecuencia, empeñarse en rastrear en el mundo
indicios de cualquier género de trascendencia en el sentido de la metafísica tradicional.
«Todo lo que ocurre y todo ser-así son casuales» (6.41).
Buena parte de los equívocos derivan de que Wittgenstein a menudo habla de Dios o
de divinidades. Pero qué podemos entender por Dios está dicho en el Diario filosófico:
«Podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo» (11-5-16). En
cuanto a las divinidades, no hay duda de cuáles son: «Hay dos divinidades: el mundo y mi
yo independiente» (8-7-16). En cierto modo podría decirse que su condición de
divinidades depende precisamente de que sean dos. Porque ese yo independiente lo es
respecto al mundo: «El yo no es un objeto», es todo lo que anota el 7 de agosto de 1916.
No es ésta una consideración psicológica, se empeña Wittgenstein en subrayar, mientras
remite a cada poco al Tractatus. «El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite
del mundo», se leía allí (5.632). El yo entra en este discurso por el hecho de que «el
mundo es mi mundo» (5.63, 5.641 y Diario filosófico, 12-10-16). Lo que Wittgenstein
puede enunciar a este respecto difícilmente alcanza a ir más allá de lo metafórico: «Sé que
este mundo existe. Que estoy situado en éj como mi ojo en su campo visual» (Diario
filosófico, 11-6-16). Cualquier otra cosa que se dijera implicaría tratar a ese yo como a un
objeto más del mundo, y a Wittgenstein no le interesa lo que de mundano pueda haber en
él. Por ejemplo, el cuerpo: «Una piedra, el cuerpo de un animal, el cuerpo de un hombre,
mi cuerpo, todos ellos están al mismo nivel[15]». Se entienden así sus frecuentes
manifestaciones de impotencia: «El yo, el yo es lo más profundamente misterioso» o «La
esencia del sujeto viene enteramente velada» (Diario filosófico, 5-8-16 y 2-8-16). El
sujeto no es parte alguna del mundo, sino un presupuesto (inefable) de su existencia.
Pues bien, es ahí, en ese «punto inextenso al que queda coordinada la realidad», donde
reside la ética: «Ese centro del mundo que llamamos el yo […] es el portador de la ética».
Así las cosas, lo razonable sería predicar de la conferencia lo que el propio Wittgenstein
predicaba del Tractatus. En una famosa carta a Ficker le manifestaba que su trabajo
constaba de dos partes: lo que estaba expuesto en él más todo lo que no había escrito. Y
subrayaba: «Es esa segunda parte precisamente la más importante[16]». Algo muy
semejante parece ocurrir ahora, ruando Wittgenstein se ve obligado a explicitar sus
convicciones sobre la ética. Tanto en la conferencia como en las notas de Waismann
aparece la misma idea: la ética es algo respetabilísimo en cuanto documento de una
tendencia profunda del espíritu humano. Sin embargo, «no puede ser una ciencia», «no
aumenta nuestros conocimientos en ningún sentido», «cuanto se quiera dar como
definición de bien, será siempre una equivocación», etc. ¿Qué hacer, pues, respecto a ella?
Ponerse en juego. No por otra razón, al final de la conferencia, habla en primera
persona: «Aquí no hay nada más que pueda ser enunciado; todo lo que puedo hacer es dar
un paso adelante como individuo y hablar en primera persona[17]». Lo que no significa,
por supuesto, que en primera persona ya todo esté permitido. En ese mismo texto se pone
algún ejemplo de ello. La expresión «pase lo que pase, nada puede dañarme» representa
un mal uso del lenguaje. No se trata de una dificultad ocasional. La esencia de la ética es
precisamente ese correr contra las barreras del lenguaje. Con otros términos, Wittgenstein
no se resigna al silencio, no renuncia a pensar la acción humana. Sólo una cosa cabe hacer
con la ética: mostrarla.
La obsesión wittgensteiniana por asimilar juicios de valor relativos a juicios de hecho
introduce, ciertamente, un elemento de rigidez en el discurso que en la práctica condena a
considerar pseudoproposiciones elucidatorias —del estilo de las del Tractatus: escalera
efímera— todas las formulaciones que seamos capaces de presentar. Acogiéndonos al
Wittgenstein «plural» de las Investigaciones, la diferente calidad de los enunciados éticos
y de los intramundanos se podría plantear así: un juicio de hecho nos informa acerca del
objeto al que se refiere, mientras que un juicio de valor tiene un doble frente, hacia el
objeto y hacia el sujeto. Para la relación objetiva el criterio sería la verdad; para la
subjetiva se impondría hablar de veracidad. Entendiendo por tal el modo en que el sujeto
se involucra —se pone en juego— en el discurso y sus enunciados[18].
En la conferencia, Wittgenstein todavía se tiene prohibido plantear esto (de hecho,
pronuncia un juicio de valor absoluto sobre los usos del lenguaje, como ha señalado
Hierro), pero se diría a punto de manifestarlo. En todo caso, las bases estaban puestas, y
parecían conducir aquí de modo inexorable. Porque sabemos que «bueno y malo sólo
irrumpen en virtud del sujeto» o que «bueno y malo, predicados del sujeto, no son
propiedades en el mundo» (Diario filosófico, 2-8-16). El sujeto es, pues, la exclusiva sede
del valor (y habría que completar: tanto ético como estético). En el mundo todas las cosas
«tienen igual importancia» (Diario filosófico, 8-10-16), en el mismo sentido que «todas
las proposiciones tienen igual valor» (Tractatus, 6.41).
Si descendemos al plano de los comportamientos, lo anterior se traduce en que no hay
ninguna relación entre mi voluntad y los hechos. Ella sólo puede cambiar los límites del
mundo. Nunca «aquello que puede expresarse con el lenguaje» (Tractatus, 6.43). Lo
bueno y lo malo aluden a una relación con el todo (para la relación con las partes ya están
los juicios de hecho) y, por tanto, del sujeto consigo mismo. Reparemos ahora en la
primera relación. En el Diario filosófico, Wittgenstein es bien explícito: «Si la voluntad
tuviera algún efecto sobre el mundo, sólo podría tenerlo sobre sus límites, no sobre los
hechos» (5-7-16). Para estos últimos reserva el 11 de junio del 16 una expresa declaración
de impotencia[19]. Se argumentará que, en ocasiones, nuestros objetivos parecen
cumplirse. También para esta objeción tiene Wittgenstein respuesta —un punto
enigmática, por cierto—: «Que el deseo no está en conexión lógica alguna con su
satisfacción, es un hecho lógico» (Diario filosófico, 29-7-16). Mejor no desear, es su
consejo[20]. Termina uno atrapado en la preocupación por las consecuencias, los efectos o
los resultados de la propia acción, y eso no tiene nada que ver con la ética.
Por esta vía del no desear, la relación con el todo del mundo se hace posible: «Sólo
renunciando a influir sobre los acontecimientos del mundo, podré independizarme de él y,
en cierto sentido, dominarlo». La sensibilidad wittgensteíniana es en este punto vinculable
a la del existencialismo, tal vez como consecuencia compartida de una característica
afirmación del individuo. En ambos casos el mundo aparece como algo dado, como algo
independiente de mi voluntad, a lo que ésta se allega enteramente desde fuera «como
teniéndoselas que ver con algo acabado[21]». Sólo que esta exterioridad se resuelve de una
manera específica en Wittgenstein. Su puente con el mundo es la renuncia, no, por
ejemplo, el compromiso. Cambiar el mundo como totalidad, o cambiar los límites del
mundo, como se dice en el Tractatus, se identifica con cambiar el punto de vista del sujeto
respecto a él: es entonces cuando «se convierte en otro totalmente distinto».
Pero, ¿qué diferencia hay entre optar por un punto de vista u otro, si eso es lo único
que nos es dado hacer? La diferencia se llama felicidad, y a ella se opone una idea que a lo
largo del Diario secreto aparece repetida: «No perderse a sí mismo». Se pierde aquel que
no acepta entregarse enteramente a su destino —el que persigue vanos propósitos y el que
vive atenazado por el miedo—. He aquí, paradójicamente, el único modo de ser libre, de
estar completamente a salvo. El único sentido posible para la expresión «Pase lo que pase,
nada puede dañarme», que en la conferencia declara no entender. La felicidad brota de la
coincidencia entre voluntad y totalidad.
Pero esta vida feliz, que para Wittgenstein es la vida auténtica, no es un estado natural,
ni algo que se consiga simplemente dejándose llevar, abdicando de todo. La coincidencia
señalada tiene mucho de horizonte, de aspiración última de la propia existencia. «El
hombre no puede convertirse sin más —y como a quien le viene dada la cosa— en un ser
feliz», anota el 14 de julio de 1916. Para alcanzar la felicidad hemos de poner la voluntad
al servicio de la adquisición de ese desafecto respecto de los hechos del mundo que haga
posible la identificación con la totalidad. Por eso el egoísta nunca será feliz. Va por libre,
y ello le convierte en esclavo. No ha llegado a un acuerdo con el mundo como un todo, lo
que le deja expuesto a la desgracia. Cualquier variación de los hechos del mundo echará
por tierra su frágil bienestar. Wittgenstein, por su parte, aspira a ser feliz ocurra lo que
ocurra, acepta lo que hay, sea esto lo que sea[22].
Deteniéndonos en la felicidad no nos hemos alejado lo más mínimo de nuestro objeto.
La identificación resulta completa: «La vida feliz es buena, la infeliz mala». Esto se le
presenta a Wittgenstein con la evidencia de la tautología: «Parece que la vida feliz se
justifica por sí misma, que es la única adecuada» (Diario filosófico, 30-7-16). Si
trasladamos los contenidos de la felicidad a la bondad, bueno es entonces aquello que
ocurre, lo que hay en cualquiera de sus variantes. Malo sólo podrá ser el rechazo
desesperado del mundo. O tal vez fuera mejor escribir que ambos términos han perdido
todo valor: «Soy feliz o desgraciado, eso es todo. Cabe decir: no existe lo bueno y lo
malo» (Diario filosófico, 8-7-16). No es ésta, ciertamente, una ética del entusiasmo: lo
mejor que nos puede pasar es que no nos pase nada. El valor supremo parece ser la paz o,
cuanto menos, la ausencia de amenazas. La actitud subyacente a este discurso debería
sernos familiar. También los problemas vitales se resuelven cuando desaparecen —o no se
resuelven sino que se disuelven, por emplear el socorrido tópico de la filosofía analítica—.
Tal es el caso del «problema de la vida», cuya solución «está en la desaparición de este
problema» (Tractatus, 6.521, y Diario filosófico, 6-7-16). Wittgenstein volverá sobre este
punto: «La solución que tú ves al vivir está en el tipo de vida que haga desaparecer lo
problemático. Que la vida es problemática quiere decir que tu vida no ha encontrado la
forma de vivir. Debes cambiar, por tanto, tu vida y encontrar la forma de que desaparezca
así la problemática[23]».
No hay resquicio aquí para lo problemático. Precepto y criterio se confunden. Estamos
un paso más allá del tautológico las cosas son como son. Ahora las cosas son lo que deben
ser (= las únicas que tienen derecho a ser). Frente a ellas, el hombre se afirma en la
renuncia. Nada importa su capacidad de intervenir: lo específico es la posibilidad de
retirarse de que dispone. Ya hemos visto en nombre de qué se sostienen estas tesis. Toda
intervención se refiere a los hechos del mundo, y el sujeto no pertenece al mundo, sino
que es un límite del mundo (Tractatus, 5.632). Con semejante argumentación, cualquier
acción en sentido mínimamente propio queda prohibida, incluso ese cesar por excelencia
que es el suicidio. Porque suicidarse es tomarse por un objeto más del mundo, y «el yo no
es un objeto» (Diario filosófico, 7-8-16).[24] La misma lógica le permite ahuyentar el
miedo a la muerte[25]. A fin de cuentas, la muerte no es un acontecimiento de la vida, no es
un hecho del mundo (Tractatus, 6.431, y Diario filosófico, 8-7-16).
No pretende insinuarse la inconsistencia de la argumentación, sino otra cosa. Acaso
hubiera que plantearse qué ha inspirado a qué, si la ética a la epistemología o viceversa.
Porque muchos de los temas que han aparecido y continuarán apareciendo en Wittgenstein
(en las Investigaciones, por ejemplo) parecen inspirados en este modelo de relación con el
mundo que fragmentariamente hemos intentado reconstruir. Preferimos esta hipótesis a la
de que la propuesta ética wittgensteiniana es una consecuencia fatal de sus premisas
ontológicas y gnoseológicas. Sería demasiado contradictoria con su proclamada pasión por
la vida. De esta otra forma, en cambio, determinados pasos pueden examinarse bajo una
nueva luz. Así, el irracionalismo ético wittgensteiniano, ejemplificado en el Tractatus, no
sería ya tanto un resultado inexorable de la reducción de todo discurso válido al discurso
de la ciencia positiva (y, por extensión, de todo razonamiento lícito al lógico deductivo o
razonamiento en sentido fuerte), como la expresión de la impotencia de Wittgenstein para
presentar un debe al que merezca saltarse desde él es[26].
No habría nada de sorprendente entonces en el hecho de que el segundo Wittgenstein
no tematizara explícitamente la ética. Ella estaría dirigiendo desde la sombra —«en última
instancia», hubiera dicho otro— el discurrir de los temas. Sin ir más lejos, la acción, que
ya había aparecido en el Diario filosófico[27], se deja ver bajo diferentes figuras en textos
posteriores. Surge como crítica a la dualidad causa/motivo en Los cuadernos azul y
marrón[28] a la idea de intención en las Investigaciones[29] o a la de propósito en Zettel[30],
por citar diferentes textos. Una común disposición parece recorrerlos: se trata de negar la
existencia de un ámbito interior —llámesele conciencia, espíritu o como se prefiera— en
el que los fines puedan ser engendrados. No existe el lugar en el que se originan las
propuestas. Todo fue un espejismo. No hay más intención que la acción, ni más propósito
que lo realizado. «Si del hecho de que alzo mi brazo quito el hecho de que mi brazo se
alza, ¿qué residuo queda?», se pregunta Wittgenstein pedagógicamente (y añade entre
paréntesis: «¿Son las sensaciones anestésicas mi querer?»). Ninguno en este sentido, en el
mismo en que ninguno le queda a la felicidad si le quitamos sus objetos, o al deseo si le
quitamos los suyos.
Pero hay algo de hondamente insatisfactorio en la respuesta. Todo desaparece si le
retiramos el soporte físico. Eso es algo obvio, demasiado obvio. De nuevo encontramos,
aplicada a la vida, una actitud que conocíamos de otro sitio. Porque un problema vital, el
que sea, tiene la misma forma que un problema filosófico, esto es, «no me sé orientar»
(Investigaciones, § 123). Porque también aquí se trata de dejarlo todo como está (§ 124).
Basta con resistir a las seducciones del mundo, del mismo modo que la filosofía es una
lucha contra el hechizo de nuestro entendimiento llevado a cabo por medio de nuestro
lenguaje (§ 109). (Por cierto, el hecho de que entendamos esta frase a la primera, ¿no
estará indicando que estamos hechizados por el lenguaje, en esta ocasión el de
Wittgenstein?). El espejismo del deseo se resuelve a base de mostrar su irrealidad, igual
que el problema del sentido de la vida se resuelve haciéndolo desaparecer. Los hombres se
la complican en vano. No hace falta salir de las Investigaciones para dar con la correcta
forma de decir. Todo es obvio: sólo hay mosca, frasco y confusión (§ 309).
Nos queda el derecho a preguntar: ¿merece la pena el modelo de vida que Wittgenstein
nos propone? Por las fechas de la conferencia anotaba: «Mi ideal es una cierta
indiferencia. Un templo que sirva de contorno a las pasiones, sin mezclarse con ellas»
(1929). Sin embargo, su balance final no deja de ser conmovedor. Cuando el 27 de abril de
1951 el doctor que le atendía le comunicó que sólo viviría unos días más, dijo «Bien», y
transmitió este encargo para sus amigos: «Dígales que he tenido una vida maravillosa[31]».
Quizá lo supo entonces, y ese testimonio, en boca de alguien que había sufrido como
pocos, que conoció las torturas del amor y de la mente[32] y que probablemente fue
desdichado hasta la crueldad, está probando la profunda veracidad de su discurso, la
condición íntima (y por ello universal) de su propuesta. Es frecuente encontrarse, en textos
anglosajones, con la valoración de Wittgenstein como «el mayor filósofo del siglo XX».
Pues bien, tal vez todo lo escrito no sea más que una interpretación de ese juicio.
Entiéndaseme: el siglo será wittgensteiniano, si conseguimos olvidar a Wittgenstein.
MANUEL CRUZ
Universidad de Barcelona
Textos de Wittgenstein en castellano

Tractatus Logico-Philosophicus, Madrid, Revista de Occidente, 1957; 2,a ed. en Alianza


Editorial, 1973; nueva traducción en esta misma editorial, 1987.
Los cuadernos azul y marrón, Madrid, Tecnos, 1968.
Notas sobre lógica, Valencia, Teorema, 1972.
F. Waissman, Wittgenstein y el Círculo de Viena, México, FCE, 1973.
Estética, psicoanálisis y religión, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1976.
Cartas a Russell, Keynes y Moore, Madrid, Taurus, 1979.
Zettel, México, UNAM, 1979.
Notas para las conferencias sobre «Experiencia privada» y «Datos sensibles», en
E. Villanueva (ed.), El argumento del lenguaje privado, México, UNAM, 1979.
Observaciones, México, Siglo XXI, 1981.
Diario filosófico 1914-1916, Barcelona, Ariel, 1982.
Comentarios sobre «La Rama Dorada», México, UNAM, 1985.
Últimos escritos sobre filosofía de la psicología, Madrid, Tecnos, 1987.
Observaciones sobre los fundamentos de la matemática, Madrid, Alianza Ed., 1987. (Hay
trad. parcial: Matemáticas sin metafísica, Caracas, Universidad Central de Venezuela,
1981).
Sobre la certeza, Barcelona, Gedisa, 1988.
Investigaciones filosóficas, México-Barcelona, Instituto de Investigaciones Filosóficas
(UNAM)-Crítica, 1988.
Esta conferencia fue publicada por primera vez en The Philosophical Review,
vol. LXXIV, n. 1, en enero de 1965. Sus editores la presentaron con la siguiente nota:
«La conferencia que presentamos a continuación, inédita hasta este momento, fue
preparada por Wittgenstein para pronunciarla en Cambridge entre septiembre de 1929
y diciembre de 1930. Probablemente se dictó en la sociedad conocida con el nombre
«The Heretics» en la que, por estas fechas, dio una conferencia. El manuscrito no
lleva título. Por lo que sabemos, ésta fue la única conferencia pública escrita o
pronunciada por Wittgenstein.
El texto que sigue a la conferencia es una transcripción de notas taquigráficas
tomadas por el fallecido Friedrich Waismann durante y después de las conversaciones
mantenidas con Wittgenstein y Moritz Schlick en 1929 y1930. Las reproducimos
aquí con la amable autorización de los albaceas literarios de la obra de Waismann, Sir
Isaiah Berlin, Gilbert Ryle y Stuart Hampshire. Agradecemos la ayuda de Brian
McGuiness, que trabaja actualmente en la obra de Waismann gracias a una
subvención de la British Academy.
Con Rush Rhees, nos hallamos en deuda tanto por la información citada hasta el
momento y por la ayuda prestada en la preparación de los materiales que exponemos
a continuación, como por la autorización, concedida juntamente con los otros
albaceas literarios de Wittgenstein, Elizabeth Anscombe y G. H. von Wright, para la
publicación de su conferencia».
En la presente edición castellana, se ha respetado el conjunto de lo publicado en The
Philosophical Review, aun a sabiendas de que el texto de R. Rhees puede ofrecer al lector
poco familiarizado con esta temática algunas dificultades, significativas en sí mismas. Por
otro lado, se ha considerado que la figura de R. Rhees, editor de los Cuadernos azul y
marrón, es lo suficientemente relevante como para incluir su texto, que, además, por los
testimonios de Wittgenstein que aporta, reviste un valor suplementario.
1. CONFERENCIA SOBRE ÉTICA

Antes de entrar en materia, permítanme hacer unas consideraciones preliminares. Soy


consciente de que tendré grandes dificultades para comunicarles mis pensamientos y
considero que algunas de ellas disminuirán si las menciono de antemano. La primera, que
casi no necesito citar, es que el inglés no es mi lengua materna. Por esta razón mi
expresión a menudo carece de la elegancia y precisión que resultaría deseable en quien
diserta sobre un tema difícil. Todo lo que puedo hacer es pedirles que me faciliten la tarea
tratando de entender lo que quiero decir, a pesar de las faltas que contra la gramática
inglesa voy a cometer continuamente. La segunda dificultad que citaré es que quizá
muchos de ustedes se hayan acercado a mi conferencia con falsas expectativas. Para
aclararles este punto diré unas pocas palabras acerca de la razón por la cual he elegido el
tema. Cuando su anterior secretario me honró pidiéndome que leyera una comunicación en
su sociedad, mi primera idea, por supuesto, fue aceptar, y la segunda, hablar acerca de
algo que me interesara comunicarles. Dado que tenía la oportunidad de dirigirme a
ustedes, no iba a desaprovecharla dándoles una conferencia sobre lógica, por ejemplo.
Considero que esto sería perder el tiempo, ya que explicarles una materia científica
requeriría un curso de conferencias y no una comunicación de una hora. Otra alternativa
hubiera sido darles lo que se denomina una conferencia de divulgación científica, esto es,
una conferencia que pretendiera hacerles creer que entienden algo que realmente no
entienden y satisfacer así lo que considero uno de los más bajos deseos dela gente
moderna, es decir, la curiosidad superficial acerca de los últimos descubrimientos de la
ciencia. Rechacé estas alternativas y decidí hablarles sobre un tema, en mi opinión, de
importancia general, con la esperanza de que ello les ayude a aclarar sus ideas acerca de él
(incluso en el caso de que estén en total desacuerdo con lo que voy a decirles). Mi tercera
y última dificultad es, de hecho, propia de casi todas las largas conferencias filosóficas: el
oyente es incapaz de ver tanto el camino por el que le llevan como el término al que éste
conduce. Esto es, o bien piensa: «Entiendo todo lo que dice menos, ¿a dónde demonios
quiere llegar?», o bien: «Veo hada dónde se encamina, pero, ¿cómo demonios va a llegar
allí?». Una vez más, todo lo que puedo hacer es pedirles quesean pacientes, y esperar que,
al final, vean tanto el camino como su término.
Empecemos. Mi tema, como saben, es la ética y adoptaré la explicación que de este
término ha dado el profesor Moore en su libro Principia Ethica: «La ética es la
investigación general sobre lo bueno». Ahora voy a usar la palabra ética en un sentido un
poco más amplio, que incluye, de hecho, la parte más genuina, a mi entender, de lo que
generalmente se denomina estética. Y para que vean de la forma más clara posible lo que
considero el objeto de la ética voy a presentarles varias expresiones más o menos
sinónimas, cada una de las cuales podría sustituirse por la definición anterior, y al
enumerarlas pretendo conseguir el mismo tipo de efecto que logró Galton al tomar en la
misma placa varias fotografías de rostros diferentes con el fin de obtener la imagen de los
rasgos típicos que todos ellos compartían. Mostrándoles esta fotografía colectiva podré
hacerles ver cuál es el típico —digamos— rostro chino; de este modo, si ustedes miran a
través de la gama de sinónimos que les voy a presentar, espero que serán capaces de verlos
rasgos característicos de la ética. En lugar de decir que la ética es la investigación sobre lo
bueno, podría haber dicho que la ética es la investigación sobre lo valioso o lo que
realmente importa, o podría haber dicho que la ética es la investigación acerca del
significado de la vida, o de aquello que hace que la vida merezca vivirse, o de la manera
correcta de vivir. Creo que si tienen en consideración todas estas frases, se harán una idea
aproximada de lo que se ocupa la ética. La primera cosa que nos llama la atención de estas
expresiones es que cada una de ellas se usa, de hecho, en dos sentidos muy distintos. Los
denominaré, por una parte, el sentido trivial o relativo y, por otra, el sentido ético o
absoluto. Por ejemplo, si digo que ésta es una buena silla, significa que esta silla sirve para
un propósito predeterminado, y la palabra «bueno» aquí sólo tiene significado en la
medida en que tal propósito haya sido previamente fijado. De hecho, la palabra «bueno»
en sentido relativo significa simplemente que satisface un cierto estándar predeterminado.
Así, cuando afirmamos que este hombre es un buen pianista queremos decir que puede
tocar piezas de un cierto grado de dificultad con un cierto grado de habilidad. Igualmente,
si afirmo que para mí es importante no resfriarme, quiero decir que coger un resfriado
produce en mi vida ciertos trastornos descriptibles, y si digo que ésta es la carretera
correcta, me refiero a que es la carretera correcta en relación a cierta meta. Usadas de esta
forma, tales expresiones no presentan dificultad o problema profundo algunos. Pero éste
no es el uso que de ellas hace la ética. Supongamos que yo supiera jugar al tenis y uno de
ustedes, al verme, dijera: «Juega usted bastante mal», y yo contestara: «Lo sé, estoy
jugando mal, pero no quiero hacerlo mejor», todo lo que podría decir mi interlocutor sería:
«Ah, entonces, de acuerdo». Pero supongamos que yo le contara a uno de ustedes una
mentira escandalosa y él viniera y me dijera: «Se está usted comportando como un
animal», y yo contestara: «Sé que mi conducta es mala, pero no quiero comportarme
mejor», ¿podría decir: «Ah, entonces, de acuerdo»? Ciertamente no; afirmaría: «Bien,
usted debería desear comportarse mejor». Aquí tienen un juicio de valor absoluto,
mientras que el primer caso era un juicio relativo. En esencia, la diferencia parece
obviamente ésta: cada juicio de valor relativo es un mero enunciado de hechos y, por
tanto, puede expresarse de tal forma que pierda toda apariencia de juicio de valor. En lugar
de decir: «Ésta es la carretera correcta hacia Granchester», podría decirse perfectamente:
«Ésta es la carretera correcta que debes tomar si quieres llegar a Granchester en el menor
tiempo posible». «Este hombre es un buen corredor» significa simplemente que corre un
cierto número de kilómetros en cierto número de minutos; etc. Lo que ahora deseo
sostener es que, a pesar de que se pueda mostrar que todos los juicios de valor relativos
son meros enunciados de hechos, ningún enunciado de hecho puede nunca ser ni implicar
un juicio de valor absoluto. Permítanme explicarlo: supongan que uno de ustedes fuera
una persona omnisciente y, por consiguiente, conociera los movimientos de todos los
cuerpos animados o inanimados del mundo y conociera también los estados mentales de
todos los seres que han vivido. Supongan además que este hombre escribiera su saber en
un gran libro; tal libro contendría la descripción total del mundo. Lo que quiero decir es
que este libro no incluiría nada que pudiéramos llamar juicio ético ni nada que pudiera
implicar lógicamente tal juicio. Por supuesto contendría todos los juicios de valor relativo
y todas las proposiciones verdaderas que pueden formularse. Pero tanto todos los hechos
descritos como todas las proposiciones estarían en el mismo nivel. No hay proposiciones
que, en ningún sentido absoluto, sean sublimes, importantes o triviales. Quizás ahora
alguno de ustedes estará de acuerdo y ello lo evocará las palabras de Hamlet: «Nada hay
bueno ni malo, si el pensamiento no lo hace tal». Pero esto podría llevar de nuevo a un
malentendido. Lo que Hamlet dice parece implicar que lo bueno y lo malo, aunque no
sean cualidades del mundo externo, son atributos de nuestros estados mentales. Pero lo
que quiero decir es que mientras entendamos un estado mental como un hecho
descriptible, éste no es bueno ni malo en sentido ético. Por ejemplo, si en nuestro libro del
mundo leemos la descripción de un asesinato con todos los detalles físicos y psicológicos,
la mera descripción de estos hechos no encerrará nada que podamos denominar una
proposición ética. El asesinato estará en el mismo nivel que cualquier otro acontecimiento
como, por ejemplo, la caída de una piedra. Ciertamente, la lectura de esta descripción
puede causarnos dolor o rabia o cualquier otra emoción; también podríamos leer acerca
del dolor o la rabia que este asesinato ha suscitado entre otra gente que tuvo conocimiento
de él, pero serían simplemente hechos, hechos y hechos, y no ética. Debo decir que si
ahora considerara lo que la ética debiera ser realmente —si existiera tal ciencia—, este
resultado sería bastante obvio. Me parece evidente que nada delo que somos capaces de
pensar o de decir puede constituir el objeto (la ética). No podemos escribir un libro
científico cuya materia alcance a ser intrínsecamente sublime y de nivel superior a las
restantes materias. Sólo puedo describir mi sentimiento a este propósito mediante la
siguiente metáfora: si un hombre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un
libro de ética, este libro destruiría, como una explosión, todos los demás libros del mundo.
Nuestras palabras, usadas tal como lo hacemos en la ciencia, son recipientes capaces
solamente de contener y transmitir significado y sentido, significado y sentido naturales.
La ética, de ser algo, es sobrenatural y nuestras palabras sólo expresan hechos, del mismo
modo que una taza de té sólo podrá contener el volumen de agua propio de una taza de té
por más que se vierta un litro en ella. He dicho que, en la medida en que nos refiramos a
hechos y proposiciones, sólo hay valor relativo y, por tanto, corrección y bondad relativas.
Permítanme, antes de proseguir, ilustrar esto con un ejemplo más obvio todavía. La
carretera correcta es aquella que conduce a una meta arbitrariamente determinada, y a
todos nos parece claro que carece de sentido hablar de la carretera correcta
independientemente de un motivo predeterminado. Veamos ahora lo que posiblemente
queremos decir con la expresión «la carretera absolutamente correcta». Creo que sería
aquella que, al verla, todo el mundo debería tomar por necesidad lógica, o avergonzarse de
no hacerlo. Del mismo modo, el bien absoluto, si es un estado de cosas descriptible, sería
aquel que todo el mundo, independientemente de sus gustos e inclinaciones, realizaría
necesariamente o se sentiría culpable de no hacerlo. En mi opinión, tal estado de cosas es
una quimera. Ningún estado de cosas tiene, en sí, lo que me gustaría denominar el poder
coactivo de un juez absoluto. Entonces, ¿qué es lo que tenemos en la mente y qué tratamos
de expresar aquellos que, como yo, sentimos la tentación de usar expresiones como «bien
absoluto», «valor absoluto», etc.? Siempre que intento aclarar esto es natural que recurra a
casos en los que sin duda usaría tales expresiones, con lo que me encuentro en la misma
situación en la que se hallarían ustedes si, por ejemplo, yo les diera una conferencia sobre
psicología del placer. En este caso, lo que harían sería tratar de evocar algunas situaciones
típicas en lasque han sentido placer. Con esta situación en la mente, llegaría a hacerse
concreto y, de alguna manera, controlable todo lo que yo pudiera decirles. Alguien podría
elegir como ejemplo-tipo la sensación de pasear en un día soleado de verano. Cuando trato
de concentrarme en lo que entiendo por valor absoluto o ético, me encuentro en una
situación semejante. En mi caso, me ocurre siempre que la idea de una particular
experiencia se me presenta como si, en cierto sentido, fuera, y de hecho lo es, mi
experiencia par excellence. Por este motivo, al dirigirme ahora a ustedes, usaré esta
experiencia como mi primer y principal ejemplo (como ya he dicho, esto es una cuestión
totalmente personal y otros podrían hallar ejemplos más llamativos). En la medida de lo
posible, voy a describir esta experiencia de manera que les haga evocar experiencias
idénticas o similares a fin de poder disponer de una base común para nuestra
investigación. Creo que la mejor forma de describirla es decir que cuando la tengo me
asombro ante la existencia del mundo. Me siento entonces inclinado a usar frases tales
como «Qué extraordinario que las cosas existan» o «Qué extraordinario que el mundo
exista». Mencionaré a continuación otra experiencia que conozco y que a alguno de
ustedes le resultará familiar: se trata de lo que podríamos llamar la vivencia de sentirse
absolutamente seguro. Me refiero a aquel estado anímico en el que nos sentimos
inclinados a decir: «Estoy seguro, pase lo que pase, nada puede dañarme». Permítanme
ahora considerar estas experiencias dado que, según creo, muestran las características que
tratamos de aclarar. Y he aquí lo primero que tengo que decir: la expresión verbal que
damos a estas experiencias carece de sentido. Si afirmo: «Me asombro ante la existencia
del mundo», estoy usando mal el lenguaje. Me explicaré: tiene perfecto y claro sentido
decir que me asombra que algo sea como es. Todos entendemos lo que significa que me
asombre el tamaño de un perro que sea mayor a cualquiera de los vistos antes, o de
cualquier cosa que, en el sentido ordinario del término, sea extraordinaria. En todos los
casos de este tipo me asombro de que algo sea como es, cuando yo podría concebir que no
fuera como es. Me asombro del tamaño de este perro puesto que podría concebir un perro
de otro tamaño, esto es, de tamaño normal, del cual no me asombraría. Decir: «Me
asombro de que tal y tal cosa sea como es» sólo tiene sentido si puedo imaginármelo no
siendo como es. Así, podemos asombramos, por ejemplo, de la existencia de una casa
cuando la vemos después de largo tiempo de no visitarla y hemos imaginado que
entretanto ha sido demolida. Pero carece de sentido decir que me asombro de la existencia
del mundo porque no puedo representármelo no siendo. Naturalmente, podría asombrarme
de que el mundo que me rodea sea como es. Si mientras miro el cielo azul yo tuviera esta
experiencia, podría asombrarme de que el cielo sea azul y que, por el contrario, no esté
nublado. Pero no es a esto a lo que ahora me refiero. Me asombro del cielo sea cual sea su
apariencia. Podríamos sentimos inclinados a decir que me estoy asombrando de una
tautología, es decir de que el cielo sea o no sea azul. Pero precisamente no tiene sentido
afirmar que alguien se está asombrando de una tautología. Esto mismo puede aplicarse a la
otra experiencia mencionada, la experiencia de la seguridad absoluta. Todos sabemos qué
quiere decir en la vida ordinaria estar seguro. Me siento seguro en mi habitación, ya que
no puede atropellarme un autobús. Me siento seguro si he tenido la tos ferina y, por tanto,
ya no puedo tenerla de nuevo. En esencia, sentirse seguro significa que es físicamente
imposible que ciertas cosas puedan ocurrirme y, por consiguiente, carece de sentido decir
que me siento seguro pase lo que pase. Una vez más, se trata de un mal uso de la palabra
«seguro», del mismo modo que el otro ejemplo era un mal uso de la palabra «existencia» o
«asombrarse». Quiero convencerles ahora de que un característico mal uso de nuestro
lenguaje subyace en todas las expresiones éticas y religiosas. Todas ellas parecen, prima
facie, ser sólo símiles. Así, parece que cuando usamos, en un sentido ético, la palabra
correcto, si bien lo que queremos decir no es correcto en su sentido trivial, es algo similar.
Cuando decimos: «Es una buena persona», aunque la palabra «buena» aquí no significa lo
mismo que en la frase: «Éste es un buen jugador de fútbol», parece haber alguna similitud.
Cuando decimos: «La vida de este hombre era valiosa», no lo entendemos en el mismo
sentido que si habláramos de alguna joya valiosa, pero parece haber algún tipo de
analogía. De este modo, todos los términos religiosos parecen utilizarse como símiles o
alegorías. Cuando hablamos de Dios y de que lo ve todo, y cuando nos arrodillamos y le
oramos, todos nuestros términos y acciones se asemejan apartes de una gran y compleja
alegoría que le representa como un ser humano de enorme poder cuya gracia tratamos de
ganarnos, etc., etc. Pero esta alegoría describe también la experiencia a la que acabo de
aludir. Porque la primera de ellas es, según creo, exactamente aquello a lo que la gente se
refiere cuando dice que Dios ha creado el mundo; y la experiencia de la absoluta seguridad
ha sido descrita diciendo que nos sentimos seguros en las manos de Dios. Una tercera
vivencia de este tipo es la de sentirse culpable y queda también descrita por la frase: Dios
condena nuestra conducta. De esta forma parece que, en el lenguaje ético y religioso,
constantemente usemos símiles. Pero un símil debe ser símil de algo. Y si puedo describir
un hecho mediante un símil, debo ser también capaz de abandonarlo y describir los hechos
sin su ayuda. En nuestro caso, tan pronto como intentamos dejar a un lado el símil y
enunciar directamente los hechos que están detrás de él, nos encontramos con que no hay
tales hechos. Así, aquello que, en un primer momento, pareció ser un símil, se manifiesta
ahora un mero sinsentido. Quizá para aquéllos —por ejemplo, yo— que han vivido las tres
experiencias que he mencionado (y podría añadir otras) éstas les parezcan tener todavía,
en algún sentido, un valor intrínseco y absoluto. Pero desde el momento en que digo que
son experiencias, ciertamente son hechos; han ocurrido en un lugar y han durado cierto
tiempo y, por consiguiente, son descriptibles. A partir de esto y de lo dicho hace unos
minutos, debo admitir que carece de sentido afirmar que tienen un valor absoluto.
Precisaré mi argumentación diciendo: es una paradoja que una experiencia, un hecho,
parezca tener un valor sobrenatural. Hay una vía por la que me siento tentado a solucionar
esta paradoja. Permítanme reconsiderar, en primer lugar, nuestra primera experiencia de
asombro ante la existencia del mundo describiéndola de una forma ligeramente diferente;
todos sabemos lo que en la vida cotidiana podría denominarse un milagro. Evidentemente,
es un acontecimiento de tal naturaleza que nunca hemos visto nada parecido a él.
Supongan que este acontecimiento ha tenido lugar. Piensen en el caso de que a uno de
ustedes le crezca una cabeza de león y empiece a rugir. Ciertamente esto sería una de las
cosas más extraordinarias que soy capaz de imaginar. Tan pronto como nos hubiéramos
repuesto de la sorpresa, lo que yo sugeriría sería buscar un médico e investigar
científicamente el caso y, si no fuera porque ello le produciría sufrimiento, le haría
practicar una vivisección. ¿Dónde estaría entonces el milagro? Está claro que, en el
momento en que miráramos las cosas así, todo lo milagroso habría desaparecido; a menos
que entendamos por este término simplemente un hecho que toda vía no ha sido explicado
por la ciencia, cosa que a su vez significa que no hemos conseguido agrupar este hecho
junto con otros en un sistema científico. Esto muestra que es absurdo decir que la ciencia
ha probado que no hay milagros. La verdad es que el modo científico de ver un hecho no
es el de verlo como un milagro. Pueden ustedes imaginar el hecho que quieran y éste no
será en sí milagroso en el sentido absoluto del término. Ahora nos damos cuenta de que
hemos estado utilizando la palabra «milagro» tanto en el sentido absoluto como en el
relativo. Voy a describir la experiencia de asombro ante la existencia del mundo diciendo:
es la experiencia de ver el mundo como un milagro. Me siento inclinado a decir que la
expresión lingüística correcta del milagro de la existencia del mundo —a pesar de no ser
una proposición en el lenguaje— es la existencia del lenguaje mismo. Pero entonces, ¿qué
significa tener conciencia de este milagro en ciertos momentos y en otros no? Todo lo que
he dicho al trasladar la expresión de lo milagroso de una expresión por medio del lenguaje
a la expresión por la existencia del lenguaje, todo lo que he dicho con ello es, una vez más
es que no podemos expresar lo que queremos expresar y que todo lo que decimos sobre lo
absolutamente milagroso sigue careciendo de sentido. A muchos de ustedes la respuesta
les parecerá clara. Dirán: bien, si ciertas experiencias nos incitan constantemente a
atribuirles una cualidad que denominamos importancia o valor absoluto o ético, esto sólo
muestra que a lo que nos referimos con tales palabras no es un sinsentido. Después de
todo, a lo que nos referimos al decir que una experiencia tiene un valor absoluto es
simplemente a un hecho como cualquier otro y todo se reduce a esto: todavía no hemos
dado con el análisis lógico correcto de lo que queremos decir con nuestras expresiones
éticas y religiosas. Siempre que se me echa esto en cara, de repente veo con claridad,
como si se tratara de un fogonazo, no sólo que ninguna descripción que pueda imaginar
sería apta para describir lo que entiendo por valor absoluto, sino que rechazaría ab initio
cualquier descripción significativa que alguien pudiera posiblemente sugerir por razón de
su significación. Es decir: veo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían
de sentido por no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de
sentido lo que constituía su mismísima esencia. Porque lo único que yo pretendía con ellas
era, precisamente, ir más allá del mundo, lo cual es lo mismo que ir más allá del lenguaje
significativo. Mi único propósito —y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna
vez de escribir o hablar de ética o religión— es arremeter contra los límites del lenguaje.
Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente
desesperanzado. La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el
sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso, no
puede ser una ciencia. Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro
conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo
personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo
ridiculizaría.
LUDWIG WITTGENSTEIN.
2. NOTAS ACERCA DE LAS CONVERSACIONES
CON WITTGENSTEIN[*].
Montag, 30 Dezember, 1929 (bei Schlick).
Der Mensch hat den Trieb, gegen die Grenzen der Sprache anzurennen. Denken Sie
z. B. an das Erstaunen, dass etwas existiert. Das Erstaunen kann nicht in Form einer
Frage ausgedrück werden, und es gibt auch gar keine Antwort. Alles, was wir sagen
mögen, kann a priori nur Unsinn sein. Trotzdem rennen wir gegen die Grenzen der
Sprache an. Dieses Anrennen hat auch Kierkegaard gesehen und es sogar ganz ähnlich
(als Anrennen gegen das Paradoxon) bezeichnet. Dieses Anrennen gegen die Grenze der
Sprache ist die Ethik. Ich halte es für sicher wichtig, daß man all dem Geschwätz über
Ethik —ob es eine Erkenntnis gebe, ob es Werte gebe, ob sich das Gute definieren lasse
etc.— ein Ende macht. In der Ethik macht man immer den Versuch, etwas zu sagen, was
das Wesen der Sache nicht betrifft und nie betreffen kann. Es ist a priori gewiss: Was
immer man für eine Definition zum Guten geben mag —es ist immer ein Missvertändnis,
daß eigentlich, was man in Wirklichkeit meint, entspreche sich im Ausdruck (Moore).
Aberdie Tendenz, das Anrennen, deutet auf etwas hin.
[Lunes, 30 de diciembre de 1929 (en casa de Schlick). El hombre tiene el impulso de
arremeter contra los límites del lenguaje. Piense, por ejemplo, en el asombro de que algo
exista. El asombro no se puede expresar en forma de pregunta, ni tampoco hay respuesta
para él. Cualquier cosa que podamos decir debe, a priori, considerarse solamente como
sinsentido. A pesar de todo, arremetemos contra los límites del lenguaje. Este hecho lo vio
también Kierkegaard y lo describió de forma similar (en términos de arremeter contra la
paradoja). Este arremeter contra los limites del lenguaje es la ética. Considero esto de la
mayor importancia para poner fin a toda la charlatanería sobre la ética (si hay
conocimiento en la ética, si existen los valores, si lo bueno puede definirse, etc.). En ética
constantemente se trata de decir algo que no concierne ni puede nunca concernir a la
esencia del asunto. A priori, es cierto que cualquiera que sea la definición que demos de lo
bueno, es un malentendido suponer que la formulación corresponde a lo que realmente
queremos decir (Moore). Pero la tendencia, el arremeter, apunta hacia algo].
17 Dezember, 1930.
Über Schlicks Ethik. Schlick sagt, es gebe in der theologischen Ethik zwei
Auffassungen vom Wesen des Guten: nach der flacheren Deutung ist das Gute deshalbgut,
weil Gott es will; nach der tieferen Deutung will Gott das Gute deshalb, weil es gut ist.
Ich meine, dass die erste Auffassung die tiefere ist: Gut ist, was Gott befiehlt. Dennsie
schneidet den Weg einer jeden Erklärung, ‘warum’ es gut ist, ab, während gerade die
zweite Auffassung die flache, die rationalistische ist, die so tut, ais ob das, was gut ist,
noch begründet werden könnte.
Die erste Auffassung sagt klar, dass das Viesen des Guíen nichts mit den Tatsachen zu
tun hat und daher durch kein Satz erklärt werden kann. Wenn es einen Satzgibt, der gerade
das ausdrückt, was ich meine, so ist es der Satz: Gut ist, was Gott befiehlt.
Wert. Wenn ich die Wirklichkeit beschreibe, so beschreibe ich, was ich bei den
Menschen vorfinde. Die Soziologie muss ebenso unsere Handlungen und unsere
Wertungenbeschreiben wie die der Neger. Sie kann nur berichten, was geschieht. Aber nie
darfin der Beschreibung des Soziologen der Satz vorkommen: ‘Das und das bedeutet einen
Fortschrift.’
Was ich beschreiben kann, ist, dass vorgezogen wird. Nehmen Sie an, ich hatte durch
Erfahrung gefunden, daß Sie immer von zwei Bildern dasjenige vorziehen, das mehr grün
enthält, das eine grünliche Tönung enthalt, etc. Dann habe ich nur das beschreiben, aber
nicht, daß dieses Bild wertvoller ist.
Was ist das wertvolle an einer Beethoven Sonate? Die Folge der Tone? Nein, sie ist ja
nur eine Folge unter vielen. Ja, ich behaupte sogar: Auch die Gefühle Beethovens, die er
beimKomponieren der Sonate hatte, waren nicht wertvoller ais irgendwelche andere
Gefühle. Ebensozvenig ist die Tatsache des Vorgezogenwerdens an sich etwas Wertvolles.
Ist der Wert ein bestimmter Geisteszuntand? Oder eine Form, die an irgendwelchen
Bewußtseinsdaten haftet? Ich würde antworten: Was immer man mir sagen mag, ich
würde es ablehnen, und zwar nicht darum, weil die Erklärung falsch ist, sondern weil sie
eine Erklärung ist.
Wenn man mir irgendetwas sagt, was eine Theorie ist, so würde ich sagen: Nein, nein!
das interessiert mich nicht. Auch wenn die Theorie wahr wäre, würde sie michnicht
interessieren-sie würde nie das sein, was ich suche. Das Ethische kann man nicht lehren.
Wenn ich einem Anderen erst durch eine Theorie das Wesen des Ethischen erklären
könnte, so hätte das Ethische gar keinen Wert.
Ich habe in meinem Vortrag über Ethik zum Schluss in der ersten Person gesprochen.
Ich glaube, daß etzvas ganz Wesentliches ist. Hier läss sich nichts mehr konstatieren, ich
kann nur als Persönlichkeit hervortreten und in der ersten Person sprechen.
Für mich hat die Theorie keinen Wert. Eine Theorie gibt mir nichts. Religión. Ist das
Reden wesentlich für die Religion? Ich kann mir ganz gut eine Religión denken, inder es
keine Lehrsätze gibt, in der also nicht gesprochen wird. Das Wesen der Religion kann
offenbar nicht damit etwas zu tun haben, dass geredet wird, oder vielmehr: wenn geredet
wird, so ist das selbst ein Bestandteil der religiösen Handlung und keine Theorie. Es
kommt also auch gar nicht darauf an, ob die Worte wahr oder falsch oder unsinnig sind.
Die Reden der Religión sind auch kein Gleichnis; denn sonst müsste man es auch in
Prosa sagen köhnen. Anrennen gegen die Grenze der Sprache? Die Sprache ist ja kein
Käfig.
Ich kann nur sagen: Ich mache mich über diese Tendenz im Menschen nicht lustig; ich
ziehe den Hut davor. Und hier ist wesentlich, daß es keine Beschreibung der Soziologie ist,
sondern, daß ich von mir selbst spreche.
Die Tatsachen sind fünd mich unwichtig. Aber mir liegt das am Herzen, was die
Menschen meinen, wenn sie sagen, daß die ‘Welt da ist.’
Ich frage Wittgenstein: Hängt das Dasein der Welt mit dem Ethischen zusammem?
Wittgenstein: Dass hier ein Zusammenhang besteht, haben die Menschen gefühlt und
das so ausgedrückt: Gottwater hat die Welt erschaffen, Gottsohn (oder das Wort, das von
Gott ausgeht) ist das Ethische. Daß man sich die Gottheit gespalten und wieder als Eines
denkt, das deutet an daß hier ein Zusammenhang besteht.
[17 de diciembre de 1930.
Sobre la ética de Schlick. Schlick dice que la ética teológica contiene dos
concepciones de la esencia de lo bueno. Según la interpretación más superficial, lo bueno
lo es porque Dios lo quiere así; de acuerdo con la interpretación más profunda, Dios
quiere lo bueno porque es bueno.
Considero que la primera concepción es la más profunda: lo bueno es lo que Dios
manda. Esto corta el camino a toda explicación de «por qué» es bueno, mientras que la
segunda concepción es precisamente la superficial, la racionalista, que procede como si lo
que es bueno todavía se pudiera fundamentar.
La primera concepción afirma claramente que la esencia de lo bueno no tiene nada que
ver con los hechos y que, por consiguiente, no puede explicarse mediante proposición
alguna. Si alguna proposición expresa precisamente lo que quiero decir es: lo bueno es lo
que Dios manda.
Valor. Si describo la realidad, describo lo que encuentro entre los hombres. La
sociología debe describir nuestras acciones y nuestras valoraciones del mismo modo que
describe la de los negros; sólo puede narrar aquello que ocurre. Pero en la descripción del
sociólogo nunca debe aparecer la proposición: «Esto y aquello constituyen un progreso».
Todo lo que puedo describir es que la gente tiene preferencias. Supongamos que, por
experiencia, hubiera descubierto que entre dos cuadros siempre prefieres aquel que
contiene más color verde, que tiene una tonalidad verde, etc. En tal caso sólo he descrito
esto, pero no que esta pintura sea más valiosa.
¿Qué es lo valioso en una sonata de Beethoven? ¿La secuencia tonal? No, pues se trata
de una secuencia como otras. Incluso afirmo que los sentimientos de Beethoven al
componer la sonata no eran más valiosos que cualquier otro sentimiento. Igualmente, el
hecho de que se prefiera algo tiene poco valor.
¿Es el valor un particular estado anímico? ¿O una forma inherente a ciertos datos de la
conciencia? Mi respuesta sería: rechazaré siempre cualquier explicación que se me
ofrezca; no tanto porque sea falsa, sino por tratarse de una explicación.
Si alguien me dice que algo es una teoría, yo diré: no, no, esto no me interesa. Incluso
en el caso de que la teoría fuera verdadera no me interesarla, no sería lo que estoy
buscando. Lo ético no se puede enseñar. Si para explicar a otro la esencia de lo ético
necesitara una teoría, entonces lo ético no tendría valor.
Al final de mi conferencia sobre ética hablé en primera persona. Creo que esto es
completamente esencial. Aquí ya no se puede establecer nada más, sólo puedo aparecer
como personalidad y hablar en primera persona.
Para mí la teoría carece de valor. Una teoría no me da nada.
Religión. ¿El habla es esencial para la religión? Puedo imaginar perfectamente una
religión en la que no haya doctrinas y, por lo tanto, no utilice el habla. Evidentemente, la
esencia de la religión puede no tener nada que ver con el hecho de que se hable (o mejor
dicho, si se habla); esto en sí mismo constituye un componente de la conducta religiosa y
no una teoría. Por consiguiente, en modo alguno se trata de si las palabras son verdaderas,
falsas o sin-sentidos.
Las manifestaciones religiosas no son tampoco figurativas, si lo fueran también
deberían poderse expresar en prosa. ¿Arremeter contra los límites del lenguaje? El
lenguaje no es una jaula.
Sólo puedo decir que no ridiculizo esta tendencia humana; me descubro ante ella. Y
aquí es esencial notar que no se trata de una descripción sociológica, sino que hablo de mí
mismo.
Los hechos carecen de importancia para mí. Pero me importa mucho lo que entienden
los hombres cuando dicen: «El mundo está ahí».
Pregunto a Wittgenstein: está ¿La existencia del mundo conectada con lo ético?
Wittgenstein: Que aquí existe una conexión los hombres lo han sentido y expresado de
este modo: Dios Padre creó el mundo, mientras que Dios Hijo (o la palabra procedente de
Dios) es lo ético. Que los hombres hayan dividido la divinidad y después la hayan unido,
indica el hecho de que aquí hay una conexión].
FRIEDRICH WAISMANN
3. ACERCA DE LA CONCEPCIÓN WITTGENSTEINIANA
DE LA ÉTICA
En el Tractatus (6.42), Wittgenstein afirma que «no puede haber proposiciones de
ética», aunque considera que tiene algún significado hablar de bueno y de malo. Un poco
antes, ha dicho: «En el mundo todo es como es y sucede como sucede, en él no hay ningún
valor y, aunque lo hubiese, no tendría valor alguno». (En lugar de «un valor que tenga
valor» podría haber dicho «que tenga un valor en sí mismo» o «valor absoluto»). Lo que
hay, la clase de cosas que hay y las formas en que suceden las cosas podrían haber sido de
otro modo: no hay una razón especial para que sean como son. Hubiera podido decir que
una expresión como «un valor que tenga valor» es un sinsentido nacido de una confusión
gramatical, confusión que un análisis lógico reemplazaría por alguna otra cosa. En
cambio, afirma: «Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de la esfera de lo que
ocurre». Si atendemos a lo que queremos decir con los juicios de bueno y malo, la
búsqueda de su significado entre los acontecimientos que la ciencia puede hallar es inútil.
«No hay distinciones de valor absoluto» no significa que «la frase “distinciones de valor
absoluto” carece de significado».
«No hay proposiciones de ética» era un comentario a 6.4: «Todas las proposiciones
tienen el mismo valor». Esto, en primer lugar, significa que todas las proposiciones de
lógica tienen el mismo valor. Ningún principio lógico y ningún conjunto especial de
principios lógicos constituye el fundamento y la fuente de todos los demás; ninguno ocupa
una «posición de excepción». Pero al tratar las proposiciones de ética 6.4: no se refiere al
mismo valor de todas las proposiciones lógicas, sino al de todos los enunciados de hecho.
Quizá nadie tomaría un juicio ético como afirmación de un principio lógico, pero podría
tomarse por algún tipo de descripción de lo sucedido. Una vez más, Wittgenstein se guía
por lo que habitualmente queremos decir con estos enunciados.
Comparemos «el valor absoluto queda fuera del mundo de los hechos» y «la necesidad
lógica queda fuera del mundo de los hechos». Ninguno de los dos se puede expresar, pero
podemos mostrar la necesidad lógica y, en cambio, el valor absoluto no. Podemos mostrar
la necesidad de los principios lógicos al escribir, con la notación V-F, tautologías y
contradicciones. La notación V-F es un símbolo lógico, no una explicación; con ella
podemos escribir cualquier otra forma de proposición. Se trata de una notación en la que
se pone de manifiesto el hecho de que sean proposiciones. Es decir, muestra cómo se
distinguen los principios lógicos de otras proposiciones y cómo están relacionados con la
forma de proposición, con lo que, de hecho, es una proposición. Pero la notación V-F no
constituye ayuda alguna en los juicios éticos; puesto que donde hay un juicio de valor
absoluto, la cuestión «¿Es verdadero o falso?» no significa nada.
Si yo pudiera expresar un juicio ético, alguien podría negarlo, y naturalmente carecería
de sentido decir que ambos teníamos razón. Pero en el Tractatus, y en gran parte de la
«Conferencia sobre ética», Wittgenstein utiliza «verdadero o falso» en el sentido en que
puede mostrarse como verdadera o falsa una predicción científica. No tendría sentido
preguntar si un juicio de valor absoluto ha sido corroborado por algo acaecido o
descubierto. Esta pregunta tampoco se puede plantear acerca de los juicios lógicos; pero la
notación V-F tiene esto en cuenta y es útil para los principios lógicos, puesto que son
reglas de la gramática de las proposiciones (como más tarde los denominó) y éstas sí son
susceptibles de corroboración o falsación.
La explicación (de la diferencia entre necesidad lógica y valor absoluto) por recurso a
la notación V-F probable mente es demasiado simple. Hay enunciados éticos, pero no se
expresan de modo distinto a los enunciados de hecho; el carácter ético no queda
demostrado en el simbolismo. Si consideramos (6.422) una ley ética de la forma «Tú
deberías…», el primer pensamiento que surge es «¿Y qué si no lo hago?», como si se
tratara de un enunciado de valor relativo. En el caso de un juicio de valor absoluto la
cuestión carece de sentido. Pero casi siempre podemos preguntar: «¿De acuerdo con qué
lógica?».
Si digo: «Entonces, los ángulos deben ser iguales», no hay alternativa posible; esto es,
«la alternativa» no significa nada. Si digo: «Deberías querer comportarte mejor», tampoco
hay alternativa. El otro puede pensar «¿Y qué si no lo hago?», aunque sólo sea porque, de
hecho, no hay modo de obligarle a que lo haga. O bien, podría negar lo que he dicho, lo
cual sería un modo de afirmar: «No hay ningún “deberías” acerca de ello». Pero en el caso
de que lo plantee como una pregunta, ha entendido mal lo que le dije: sólo puede
preguntarlo porque piensa que yo quería decir alguna otra cosa.
«Deberías asegurarte de que el listón esté firmemente fijado antes de empezar a
perforar». «¿Y qué si no lo hago?». Entenderás lo que quiero decir cuando te explique qué
ocurrirá si no lo haces.
Pero: «Deberías querer comportarte mejor». «¿Y qué si no lo hago?». ¿Qué más puedo
decirte?
Con todo, «No hay alternativa» no tiene el mismo significado que en lógica. «Si los
lados de un triángulo son iguales, los ángulos de la base deben ser iguales». Supongamos
que mi primer pensamiento fuera: «¿Qué pasa si construyo uno con los lados
perfectamente iguales y los ángulos de la base distintos?». Dirías: «No digas necedades»,
o bien me harías examinar más profundamente lo que trataba de preguntarte, y, entonces,
diría: «Ah, sí». Cuando se preguntó: «¿Y qué si no lo hago?», la cuestión carecía de
sentido en este contexto, aunque lo podría tener en otros. Pero en el momento en que
pregunté por la conclusión lógica, en realidad no se trataba de una pregunta (no creo que
las «pruebas indirectas» sean aquí relevantes).
Expresamos (o tratamos de expresar) juicios de valor, no en cualquier momento, sino
en aquellas circunstancias en que tiene sentido hacerlo. Por tanto, se pueden formular
ciertas preguntas y ciertas respuestas, mientras que otras carecerían de sentido. Por lo
menos esto es lo que se halla implícito en el Tractatus. Allí no estaba desarrollado, y
difícilmente podía estarlo, dadas las ideas que entonces sostenía acerca del lenguaje y del
sentido.
Ideas que habían variado cuando escribió la «Conferencia sobre ética»: ya no creía que
se pudiera dar una descripción general de las proposiciones en términos de funciones
veritativas. Cada proposición pertenece a un sistema de proposiciones y existen varios
sistemas de proposiciones. Las reglas formales o las relaciones internas de los sistemas
son distintas entre sí. Se refería a ellos en términos de «coordenadas independientes de
descripción» y de «sistemas de medida». Varios sistemas permiten la descripción de un
mismo estado de cosas: la descripción queda determinada por diversas coordenadas. En
este sentido, no podía hablar de un sistema de proposiciones éticas o de juicios de valor,
como si fuera posible determinar el valor del objeto conjuntamente con su peso y su
temperatura. Y a pesar de todo, consideraba el lenguaje primariamente como descripción.
Sin embargo, la «Conferencia sobre ética» utiliza mucho más los ejemplos que el
Tractatus.
Por ejemplo, cuando alguien dice: «Sé que estoy jugando mal al tenis, pero no quiero
jugar mejor», todo lo que los demás pueden decir es: «Ah, entonces, de acuerdo», puesto
que está haciendo un juicio de valor y no explicando lo que ha visto. Y el «pueden»
expresa una regla gramatical. Así, cuando alguien dice: «Sé que me comporto mal, pero
no quiero comportarme mejor», Wittgenstein pregunta si, en este caso, es posible dar la
misma respuesta, y responde: «Ciertamente no»; con ello quiere indicar que tal respuesta
carecería de sentido. Esto no tiene nada que ver con lo que sería inteligible en una
descripción de hechos. El problema radica en saber qué es ser inteligible en este juego de
los juicios éticos. Hacia el final de la conferencia muestra efectivamente cómo, en nuestras
expresiones de juicios de valor, podemos tomar una palabra familiar como «seguro» y
añadirle «absolutamente», lo cual es una distorsión o destrucción de su significado. Pero el
ejemplo con el que primero mostró lo que entendía por valor absoluto —«Bien, deberías
querer comportarte mejor»— es una observación que, en estas circunstancias, es natural
hacer; la única observación que, de hecho, se podría hacer. No constituye ninguna
distorsión o abuso del lenguaje.
En los últimos ejemplos, afirma que rechazaría cualquier análisis que mostrara que no
se trata de sinsentidos —que describen tales y cuales experiencias—, puesto que, en estas
expresiones, se quiere «ir más allá del mundo… lo cual es lo mismo que ir más allá del
lenguaje significativo». Creo que esto concuerda con una concepción de los juicios de
valor como expresiones de la voluntad.
El Tractatus distingue entre voluntad buena o mala y voluntad de la que tengo
experiencia (se trata de una distinción gramatical). En su Diario filosófico[*] había escrito
(pág. 146): «La voluntad es una toma de posición del sujeto frente al mundo» (podría
haber dicho «frente a la vida»). Sólo sé que «debo seguir este camino». Hay cosas que no
puedo hacer sin sentirme avergonzado. Esto es parte de cómo considero yo la vida, lo que
reconozco que debo alcanzar. Del mismo modo, puedo encontrar problemas donde otro no
vería ninguno, o a la inversa. Elogio el carácter que alguien ha mostrado o bien puedo
decirle: «Deberías querer comportarte mejor». Lo cual remite a lo que ha hecho o dicho
aquí y ahora. Pero con ello pretendo que el significado de lo que hizo «va más allá de»
esas circunstancias. Un poco antes, en el Diario filosófico (pág. 141) había afirmado:
«Una vida buena… es el mundo visto sub specie aeternitatis… El modo ordinario de
mirar ve, por así decirlo, los objetos desde su medio. La óptica sub specie aeternitatis ve
los objetos desde fuera, de modo que tienen el mundo entero como trasfondo». Imagino
que tales términos le disgustaban y, en el Tractatus, utiliza otros. Todavía vale la pena
mostrar por qué separa los juicios de valor de los enunciados de hecho, y qué quiere decir
cuando afirma que no pueden expresarse.
Posteriormente criticó este tipo de comentarios. Si se ha dicho lo que no puede
expresarse, empezamos a preguntarnos qué diferencia habría entre expresarlo y decirlo.
Naturalmente puedo afirmar: «No hay ninguna frase que pueda expresar todo lo que
quería decir cuando le di las gracias». Para entender cualquier juicio de valor tenemos que
saber algo de la cultura, y quizá de la religión, en cuyo marco se ha formulado, y también
acerca de las particulares circunstancias que lo motivaron; qué había hecho el sujeto en
cuestión, cuál era el asunto cuando hablé de él. Supongamos que ya he explicado todo
esto, todavía podríamos preguntar si he dicho algo que «va más allá» de todas las
circunstancias. ¿Qué querría decir si afirmara que tenía un significado de este tipo? Una
respuesta es: se trata de algo que, cuando lo digo, surge de lo más profundo de mí, lo
cuales cualquier cosa menos un comentario trivial. Esto se notará especialmente en el
modo de comportarme después de haber hablado: mi comportamiento tanto en relación
con el hombre al que me dirigí como con el que éste agravió, por ejemplo. (Aquí, una vez
más: para que un comentario pudiera tener este significado debería existir la ocasión para
ello. En cualquier otro caso, comportarse así podría ser ridículo e inoportuno).
Si dijéramos que la censura moral, si está justificada, tiene un significado que va más
allá de cualquier circunstancia, muchos nos entenderían. Y si describimos la diferencia
que resulta del hecho de que el comentario sea de este tipo, entonces deberemos saber qué
es lo que queremos decir al caracterizarlo como «yendo más allá».
El Tractatus no es claro en este punto, puesto que no menciona los momentos o los
problemas respecto a los que alguien podría hacer tal juicio. No estamos siempre
considerando las acciones tal como lo hacemos en los juicios de valor. El Tractatus habla
de los «problemas de la vida». Pero no se pregunta —como hizo Wittgenstein
posteriormente— cuándo, o en qué circunstancias, alguien hablaría acerca de los
problemas dela vida.
Una vez (en 1942) cuando le pregunté acerca del estudio de la ética, Wittgenstein dijo
que era raro encontrar libros de ética en los que no se mencionara algún genuino problema
ético o moral. Creo que sólo quería hablar de un problema si era posible imaginar o
reconocer alguna solución. Cuando le sugerí la cuestión de si el apuñalamiento de César
por parte de Bruto era una noble acción (como creyó Plutarco) o algo particularmente
diabólico (como pensó Dante), Wittgenstein afirmó que no era susceptible de discusión.
«Nunca en tu vida sabrás qué es lo que pasó por su mente antes de decidir asesinar a
César. ¿Qué sentimiento debería haber tenido para que pudieras decir que el asesinato de
su amigo era una acción noble?»[*] Wittgenstein mencionó la pregunta de uno de los
ensayos de Kierkegaard: «¿Tiene un hombre derecho a dejarse matar por la verdad?», y
dijo: «Para mí ni tan siquiera se trata de un problema. No sé a qué se parecería dejarse
matar por la verdad. No sé cómo debería sentirse este hombre, en qué estado anímico
debería hallarse, y así sucesivamente. Esto puede llegar a un punto en el que el problema
flaquee y deje de serlo. Es como preguntarse cuál es el más largo de los dos palos que se
observan a través del “resplandor” del aire que emana de un pavimento caliente. Se dirá:
“Pero seguro que uno de los dos debe ser más largo”. ¿Cómo podemos entender esto?» Le
sugerí el problema al que se enfrentaba un hombre que había llegado ala conclusión de
que o bien debía dejar a su esposa o abandonar su trabajo sobre la investigación del
cáncer. «De acuerdo —dijo Wittgenstein— discutámoslo.»
«La actitud de este hombre variará según las circunstancias. Supongamos que soy
amigo suyo, y le digo: “Mira, has sacado a esta chica de su hogar, y ahora, ¡por Dios!,
tienes que seguir con ella”. A esto se le podría denominar tomar una postura ética. Él
podría contestar: “Pero, ¿qué hay de la humanidad que sufre? ¿Cómo puedo abandonar
ahora mi investigación?” Al decir esto, se lo está poniendo fácil. Con todo, él quiere
seguir en este trabajo (puedo haberle recordado que hay otros que pueden seguir, si él
abandona). Y puede sentirse tentado a considerar de forma relativamente sencilla las
consecuencias de su decisión para con su mujer: “Probablemente, no será fatal para ella.
Lo superará, quizá se volverá a casar”, y así sucesivamente. Por otro lado, podría ser de
otra manera. Podría ocurrir que la amara profundamente y aun así todavía podría pensar
que, incluso en el caso de dejar su trabajo, no sería un buen marido. Ésta es su vida y si
renuncia a ella hundirá también a su mujer. Aquí podemos afirmar que tenemos todos los
ingredientes de una tragedia; y sólo podríamos decir: “Bien, que Dios te ayude”.
»Sea lo que sea lo que finalmente haga, el resultado puede afectar a su actitud. Puede
decir: “Bien, gracias a Dios que la abandoné, se mire como se mire era lo mejor”. O quizá:
“Gracias a Dios que me aferré a ella”. O bien que no pueda decir “gracias a Dios” sino
todo lo contrario.
»Deseo afirmar que ésta es la solución de un problema ético.
»O mejor dicho: lo es en relación al hombre que carece de ética. Si, por ejemplo,
actuara de acuerdo con la ética cristiana, entonces podría decir que está absolutamente
claro: tiene que permanecer con ella, pase lo que pase. Entonces el problema es otro:
¿cómo sacar el mayor provecho de dicha situación?, ¿qué debería hacer para ser un buen
marido en tan alteradas circunstancias?, etc. La pregunta “¿Debería dejarla o no?”, en este
caso, no constituye un problema.
»Alguien podría preguntar si el tratamiento de esta cuestión en la ética cristiana es
correcto o no. Yo diría que esta cuestión carece de sentido. Quien lo preguntara podría
decir: “Supongamos que contemplo este problema desde un ética distinta —quizá la de
Nietzsche— y digo ‘que no, que no está claro que él tenga que permanecer con ella, que
por el contrario… etc.’ Seguro que una de las dos respuestas tiene que ser la correcta.
Debe de ser posible decidir cuál de las dos es correcta y cuál errónea”.
»Pero no sabemos cómo seria dicha decisión, cómo se determinaría, qué clase de
criterios se usarían, y así sucesivamente. Es comparable a afirmar que debe de ser posible
decidir cuál es el más correcto entre dos modelos de precisión. Ni tan siquiera sabemos lo
que pretende quien ha formulado tal pregunta.»
Retomó esta cuestión de la «ética correcta» más tarde. Lo hizo en una ocasión (1945)
cuando estaba discutiendo las relaciones entre ética, psicología y sociología. «La gente ha
tenido la noción de una teoría ética, la idea de encontrar la verdadera naturaleza de la
bondad o del deber. Platón quiso hacer esto —dirigir la investigación hacia la búsqueda de
la verdadera naturaleza de la bondad— para conseguir objetividad y evitar relatividad.
Pensó que la relatividad debía evitarse a toda costa, puesto que destruiría el imperativo en
moralidad.
»Supongamos que simplemente describimos Sitten und Gebraüche (modos y
costumbres) de diversas tribus: esto no sería ética. Estudiar modos y costumbres no
equivaldría a estudiar reglas o leyes. Una regla no es ni una orden —porque no hay nadie
que dé la orden— ni un enunciado empírico acerca de cómo se comporta la mayoría de la
gente. Ambas interpretaciones ignoran las diferentes gramáticas, los distintos modos en
que se utilizan las reglas. Éstas no se usan como las órdenes ni tampoco como las
descripciones sociológicas. Si compro un juego en Woolworth’s, en el interior de la tapa
hallaré una serie de reglas que comienzan así: “En primer lugar, coloque las piezas de tal y
tal manera”. ¿Es esto una orden? ¿Es una descripción, una afirmación acerca de
quealguien nunca ha actuado o actuará siempre de tal manera?
»Alguien puede decir: “Aún existe diferencia entre verdad y falsedad. Cualquier juicio
de ética, cualquier sistema, puede ser verdadero o falso”. Recordemos que “p es
verdadero” significa simplemente “p”. Si digo: “A pesar de que creo que eso y aquello es
bueno, puedo estar equivocado”, no estoy diciendo otra cosa que lo que he afirmado puede
negarse.
»O bien imaginemos que alguien dice: “Uno de los sistemas de ética debe ser el
correcto, o el que se halle más próximo a serlo”. Bien, supongamos que afirmo que la ética
cristiana es la correcta. En tal caso, estoy formulando un juicio de valor. Lo que equivale
adoptar la ética cristiana. No es lo mismo que decir que entre varias teorías físicas ha de
haber una que sea la correcta. La manera en que alguna realidad se corresponde —o entra
en conflicto— con una teoría física no tiene contrapartida aquí.
»Afirmar que existen diversos sistemas de ética, no equivale a afirmar que todos ellos
sean igualmente correctos. Esto carece de sentido. De la misma manera que carecería de
sentido afirmar que cada uno es correcto desde su propio punto de vista. Lo único que
significaría es que cada uno juzga como lo hace.»
Estos fragmentos (acaso elegidos con poca fortuna) de sus últimas discusiones
muestran paralelismos con las últimas reflexiones acerca del lenguaje, de la lógica y de las
matemáticas. No existe ningún sistema en el que sea posible estudiar, en su pureza y
esencia, lo que es la ética. Usamos el término «ética» para una variedad de sistemas y tal
variedad es importante para la filosofía. Evidentemente, diferentes sistemas éticos poseen
puntos en común. Deben de existir razones para afirmar que la gente que sigue un
determinado sistema está haciendo juicios éticos: que consideran esto o aquello como
bueno, y así sucesivamente. Pero de aquí no se sigue que lo que esta gente diga deba ser
expresión de algo más fundamental. Wittgenstein acostumbraba a afirmar que en filosofía,
lo que se ha probado particularmente fructífero es lo que se podría denominar «método
antropológico». Es decir, imaginemos «una tribu en la que esto se hace de la siguiente
forma: …». Y, en una ocasión, cuando le mencioné la frase de Goering «Recht ist, was uns
gefält[*]», Wittgenstein dijo: «Incluso esto es un tipo de ética. Es útil para silenciar
objeciones hacia una determinada actitud. Y debería ser considerado conjuntamente con
otros juicios y discusiones éticas que podamos tener que llevar a cabo».
En el período inmediatamente anterior a las Investigaciones trató de asentar la forma
en que había pensado, en el Tractatus, acerca de la lógica. Por ejemplo: «en lógica
disponemos de una teoría, que debe ser clara y simple, a través de la cual yo pretendo
saber qué es lo que hace que el lenguaje sea lenguaje. Estoy de acuerdo en que todo lo que
denominamos lenguaje posee imperfecciones e impurezas, pero quiero llegar a conocer lo
que ha sido adulterado. Aquello a través de lo cual soy capaz de decir algo». Lo que en el
Tractatus dice acerca del «signo real» (das eigentliche Zeichen) o de la «proposición real»
ilustraría este punto. Y hay una tendencia similar en lo que afirma acerca de la ética. «Lo
ético», que no puede ser expresado, es el único modo a través del cual soy capaz de
pensarlo bueno y lo malo, a pesar de las expresiones impuras o carentes de sentido que he
de usar.
En el Tractatus consideraría diferentes maneras de decir una cosa con el fin de
encontrar qué es lo esencial en su expresión. En la medida en que podemos ver qué tienen
en común las diversas formas de su expresión, somos capaces de apreciar lo que de
arbitrario hay en cada una de ellas y distinguirlo de lo necesario. Hacia el principio de la
«Conferencia sobre Ética» (véase la pág. 34) dice: «Si ustedes miran a través de la gama
de sinónimos que les voy a presentar, espero que serán capaces de ver los rasgos
característicos de la ética».
En el Cuaderno Marrón[*] sin nombrarlo como modos distintos de decir lo mismo,
describiría constantemente «distintas maneras de hacerlo». Tampoco creyó que fuera
posible llegar al corazón del asunto viendo qué es lo común a todas ellas. No las
consideraba torpes intentos de decir lo que ninguna de ellas dice nunca a la perfección. La
importancia de la variedad reside no tanto en fijar la mirada en la forma no adulterada,
como en mantenernos alejados de su búsqueda.
Cuando afirma que todo juego de lenguaje o sistema de comunicación humana dado es
«completo», quiere decir que, si tratamos de dotarnos de un sistema más perfecto y amplio
para lo que se puede decir por medio de él, incurriremos en confusiones. Todo lo que
pueda decirse en el nuevo sistema no será lo que se decía en el juego original (pensemos
en la propaganda hecha alrededor de los lenguajes formalizados). Cuando estudiamos
sistemas éticos distintos del nuestro, nos sentimos especialmente tentados a interpretarlos.
Nos inclinamos a pensar que las expresiones tal como se utilizan en estas discusiones
éticas tienen el significado que nos sugieren, en lugar de mirar lo que aquí se hace con
ellas. Wittgenstein mencionó L’homme est bon y La femme est bonne. «Consideren la
tentación de pensar que esto ha de significar realmente que el hombre tiene una bondad
masculina y la mujer una femenina. Tentación que puede ser realmente fuerte. Y, en
cambio, esto no es lo que dicen los franceses. Lo que realmente quieren decir es lo que
realmente dicen: “L’homme est bon” y “La femme est bonne”. Al considerar un sistema
ético distinto puede haber una fuerte tentación de creer que lo que nos parece que expresa
la justificación de una acción es lo que realmente la justifica en este sistema, mientras que
las razones reales son las razones que se dan. Estas son las razones a favor o en contra de
la acción. “Razón” no siempre significa lo mismo; y, en ética, debemos abstenemos de dar
por sentado que las razones tienen que ser de un tipo distinto a tal como vemos que son».
University College, Swansea
RUSH RHEES
LUDWIG WITTGENSTEIN (Viena, Austria, 26 de abril de 1889 - Cambridge, Inglaterra,
29 de abril de 1951). Filósofo austriaco nacionalizado británico. Nació en una de las
familias más ricas del imperio austrohúngaro. Sus estudios iniciales fueron en ingeniería
en Berlín, y más tarde en Manchester continuó estudiando aeronáutica, pero se inclinó más
adelante por la filosofía, influenciado por Bertrand Russell.
La única obra que publico en vida fue el Tractatus logico-philosophicus en 1922. Muchos
de sus escrito fueron publicados de manera póstuma: Investigaciones filosóficas (1953),
Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas (1956), Conferencia sobre ética
(1965), Observaciones filosóficas (1964), Observaciones sobre los colores (1977), Zettel
(1967) y Los cuadernos azul y marrón (1968).
Notas
[1] Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, Madrid, Alianza, 1973 (1.a ed.,

Revista de Occidente, 1957). <<


[2]
Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, México-Barrcelona, Instituto de
Investigaciones Filosóficas (UNAM)-Crítica, 1988. <<
[3] Aunque no a cualquier precio: «Lo que el lector también puede, dejárselo a él»
(Observaciones, Madrid, Siglo XXI, 1981, pág. 137). La máxima recuerda aquella otra de
Nietzsche en La escuela del estilo: «No es ni sensato ni hábil privar al lector de sus
refutaciones más fáciles; es muy sensato y muy hábil, por el contrario, dejarle el cuidado
de formular él mismo la última palabra de nuestra sabiduría». <<
[4] G. H. Von Wright, «Esquema biográfico», en J. Ferrater Mora y otros, Las filosofías de

Ludwig Wittgenstein, Vilassar de Mar, Oigos-Tau, 1966, págs. 34-35. Véase asimismo
«Recuerdo de Ludwig Wittgenstein», de Normal Malcolm, ibíd. En este capítulo
biográfico resulta inevitable mencionar el libro de William Warren Bartley III,
Wittgenstein, Madrid, Cátedra, 1982, libro que debe parte de su notoriedad al hecho de
«haber buceado en las más oscuras dimensiones de la personalidad de Wittgenstein» (de la
solapa), esto es, en su presunta homosexualidad. <<
[5] Como, por lo demás, él mismo era capaz de reconocer. Así, 2-8-16 anota en su Diario

filosófico (Barcelona, Ariel, 1982, pág. 135), tras escribir precisamente acerca de lo bueno
y de lo malo: «Soy perfectamente consciente de la total falta de claridad de todas estas
proposiciones». <<
[6] El sarcasmo de la observación puede generar un malentendido. Wittgenstein parece a

salvo de toda sospecha: «Tras algunos intentos fallidos de fundir mis resultados en un
todo, me percaté de que jamás lo conseguiría. De que lo mejor que he podido escribir
quedaría únicamente en la forma de observaciones filosóficas […] Las observaciones
filosóficas de este libro son en cierto modo una multitud de apuntes paisajísticos […]
procedentes de largas e intrincadas travesías […] Propiamente, este libro no es, pues, más
que un álbum», había escrito en 1945 como prólogo a sus Investigaciones filosóficas. <<
[7] Sin olvidar el pensamiento de Nestroy que eligió como lema de las Investigaciones:

«Está en la naturaleza de todo adelanto el que parezca mucho mayor de lo que realmente
es». <<
[8] Véase J. Casals, «Viena o la fragmentació del mirall», L’Aveng, n. 90. <<
[9] Entre las presentaciones generales del pensamiento de Wittgenstein merecen citarse por

diversas razones: A. J. Ayer, Wittgenstein, Barcelona, Crítica, 1986; K. T. Fann, El


concepto de filosofía en Wittgenstein, Madrid, Tecnos, 1975 (con una amplia bibliografía);
J. Hartnack, Wittgenstein y la filosofía contemporánea, Barcelona, Ariel, 1972; A. Kenny,
Wittgenstein, Madrid, Revista de Occidente, 1974; D. Pears, Wittgenstein, Barcelona,
Grijalbo, 1973; J. Sádaba, Conocer Wittgenstein, Barcelona, Dopesa, 1980. <<
[10] Pero conviene dejar claro que cualquiera de las dos opciones resulta por un igual

atendible, aunque estemos menos acostumbrados a la del rechazo. En buena medida, ello
se debe a una cuestión de atmósferas culturales. La filosofía alemana, por ejemplo, ha sido
desde siempre mucho más crítica con Wittgenstein que la anglosajona. El lector interesado
en este extremo no tiene más que consultar en paralelo el libro de Rorty La filosofía y el
espejo de la naturaleza (Madrid, Cátedra, 1983) y el de Apel La transformación de la
filosofía (Madrid, Taurus, 1985), por citar dos textos recientes y animados de parecida
voluntad sincrética, para comprobar el diferente tratamiento de la figura de Wittgenstein
que en ellos se presenta. Los alemanes parecen atreverse a enunciar un reproche
impensable en boca de los anglosajones: Wittgenstein adolecía de una deficiente
formación filosófica. Así, por introducir otro nombre, Bruno Liebrucks (Conocimiento y
dialéctica, Madrid, Revista de Occidente, 1975, pág. 181) sostiene, a propósito de un
aspecto de las Investigaciones: «En su doctrina de los parecidos de los juegos lingüísticos,
Wittgenstein da sus primeros pasos dentro de una filosofía de la vida que no sobrepasa los
ensayos de Dilthey, Husserl y Rothacker», afirmación que parece prolongarse en el trabajo
de Apel «Wittgenstein y el problema de la comprensión hermenéutica» (en supra,
págs. 321 y sigs.). He de agradecer a Antonio Aguilera los valiosos comentarios que me
ha hecho sobre este punto. <<
[11] Así, entre nosotros, Hierro, en un temprano artículo acerra de este tema («La ética en

Wittgenstein», Aporia, n. 7-8, 1966), afirmaba que «su visión de la ética […] aparece
estrecha y claramente vinculada a su primera doctrina», si bien admitía que dicha doctrina
«ya debería haberla superado en el tiempo a que pertenece la conferencia que comento».
En un trabajo publicado en dos partes en la revista Teorema (vol. XI/1, 1981 y vol. XI/4,
1981), Isidoro Reguera ha defendido a este respecto una opinión en lo esencial coincidente
con la de Hierro. Por una parte «sus posturas fundamentales son “primeras”», aunque con
«un estilo analítico y un aire general que ya es el de su “segunda filosofía”». Para Sádaba
(«Ética y Metafísica en Wittgenstein», en Lenguaje, Magia y Metafísica, Madrid,
Ediciones Libertarias, 1984) este particular equilibrio constituye una paradoja que le sirve
como hilo conductor de la reflexión: «En la primera época habla de ética; de una ética de
la que, paradójicamente, no se puede hablar, mientras que en la segunda época —en la que
todo se dice— no se la mienta». <<
[12] L. Wittgenstein, Diario filosófico (1914-1916), Barcelona, Ariel, 1982. <<
[13] «Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran

responderse, el problema de nuestra vida no habría sido más penetrado». <<


[14] Por ejemplo: «Nada de lo necesario para la comprensión de todas las proposiciones

puede […] ser dicho» (Diario filosófico, 3-11-14). Años más tarde —como mínimo
después de 1929— escribiría algo muy parecido: «Cómo se ha de entender una palabra, no
nos lo dicen las solas palabras» (Zettel, México, UNAM, 1979, § 144). Desde la
«Introducción» de Russell al Tractatus suele señalarse que dicha impotencia es una
consecuencia lógica de la ignorancia, por parte de Wittgenstein, de la distinción entre
lenguaje-objeto y metalenguaje. <<
[15] 15. La cita corresponde al Diario, 12-10-16. Un mes antes había anotado: «El cuerpo

humano, mi cuerpo sobre todo, es una parte del mundo entre otras partes del mundo, entre
animales, plantas, piedras, etc. (cfr. 5.641)». <<
[16] En A. Janik y S. Toulmin, La Vierta de Wittgenstein, Madrid, Taurus, 1974, pág. 243.

<<
[17] Así traducida, la formulación evoca aquella otra de Karl Kraus: «Quien tenga algo que

decir, que dé un paso adelante y calle». El paralelismo podría prolongarse un poco más y
colocar al lado de la afirmación wittgensteiniana: «… aun cuando un libro esté escrito de
una manera plenamente respetable, siempre, desde un punto de vista, carece de valor», el
aforismo krausiano: «¿Por qué escribe un hombre? Porque no posee carácter suficiente
como para no escribir». <<
[18] En su trabajo «La comprensión de otras personas y de sus manifestaciones vitales» (en

Crítica de la razón histórica, Barcelona, Península, 1986), Dilthey escribe a propósito de


la expresión de la vivencia algo que sugiero aplicar al enunciado ético: «No se la puede
juzgar en términos de verdad o falsedad, sino de veracidad o carencia de ella, pues el
fingimiento, la mentira, el engaño, rompen aquí la relación entre la expresión y lo
espiritual expresado», pág. 273. Por su parte, Jaspers, en su famosa tesis sobre Galileo y
Bruno, utiliza la categoría de testimonio para formular esta misma idea: una verdad
científica es ahistórica y universal, mientras que la verdad filosófica alcanza su sentido
cuando es la verdad de la existencia de quien la profesa y la propone al mundo, cuando es
veraz, en suma. Por eso uno podía refractarse y el otro no. Para un análisis más extenso de
este género de conexiones véase el trabajo de Apel citado en la nota 10. <<
[19] «No puedo orientar los acontecimientos del mundo de acuerdo con mi voluntad, sino

que soy totalmente impotente». <<


[20] En el llamado Diario secreto (Saber, n. 5 y 6, 1985) puede leerse: «No dependas del

mundo exterior, y entonces no precisarás temer lo que en él ocurra. […] Es más fácil ser
independiente de las cosas que de las personas. ¡Pero también se ha de poder lograr esto!»,
4-XI-1914. <<
[21] Véanse, por poner sólo dos muestras, R. J. Bemstein, Praxis y acción (Madrid,
Alianza, 1979), pág. 166, y J. Passmore, 100 años de filosofía (Madrid, Alianza, 1981),
pág. 481. Kierkegaard y Schopenhauer, como mínimo, estarían en el origen más próximo
de la coincidencia (en el remoto deberíamos hablar de san Agustín, Pascal y muchos
otros). <<
[22] Dicho sea de paso, a la figura opuesta, la del filántropo, le ocurre lo mismo que al

egoísta. Él también depende de las miserias del mundo para ser feliz, pues sólo lo es
socorriéndolas. Véase J. Sádaba, op cit., págs. 39-40. Por lo demás, las alusiones
wiltgensteinianas a Dios se deben entender en este contexto. Dios es «el modo en que todo
discurre» (1-8-16). O también «el mundo, independiente de nuestra voluntad» (8-7-16).
Ese destino del que no podemos independizamos. El sentido de la vida es el sentido del
mundo, como ya sabemos. Por eso, cuando en el Diario secreto su autor se encomienda a
Dios o acepta su voluntad, lo que está manifestando es un anhelo de estar a la altura del
mundo, esto es, en conformidad con él. Para las opiniones del segundo Wittgenstein sobre
el tema de la religión, véase L. Wittgenstein, Estética, psicoanálisis y religión, Buenos
Aires, 1976, págs. 129 y sigs. «(Clases sobre creencia religiosa)». <<
[23] El párrafo termina así: «Coloca al hombre en una atmósfera inadecuada y nada
funcionará como debe. Se mostrará enfermo en todas sus partes. Colócate, sin embargo, en
su elemento adecuado y todo se desarrollará y aparecerá sano». En otro pasaje del mismo
texto (Vermischte Bemerkungen se puede leer: «Las penas son como enfermedades; hay
que aceptarlas: lo peor que puede hacerse es rebelarse contra ellas» (recogido en
Observaciones, cit.). <<
[24] Wittgenstein conoció la tentación: «… y me tendré que quitar la vida. He padecido

tormentos infernales. Y, sin embargo, tan seductora me resultaba la imagen de la vida, que
quería volver a vivir. Sólo me envenenaré cuando efectivamente quiera envenenarme»
(Diario secreto, cit., 28-3-16). <<
[25] Aunque experimente una extraña fascinación hacia ella. En ciertos momentos de su

vida pareció buscarla: «15 de abril de 1916. Dentro de ocho días marcharemos a la
posición de fuego. ¡Ojalá se me conceda poner en juego mi vida en una tarea difícil!». En
la misma dirección, anotaba el 2 de abril de 1916: «He estado enfermo. Aún hoy me
encuentro muy débil. Hoy me ha dicho mi comandante que me va a enviar a la
retaguardia. Si eso ocurre me mataré» (ibíd.). <<
[26] Una exposición clara y detallada de este tópico se halla en J. Muñoz, «Después de

Wittgenstein» (prólogo a J. Hartnack, Wittgenstein, cit.), reeditado en J. Muñoz, Lecturas


de filosofía contemporánea, Barcelona, Materiales, 1978. <<
[27] Op. cit., 20-10-16 (págs. 144-145). <<
[28] L. Wittgenstein, Los cuadernos azul y marrón, Madrid, Tecnos, 1968, págs. 41-43. <<
[29] Op. cit., § 247, § 611-§ 660. <<
[30] Op. cit., § 44-§ 36 y § 320 y sigs. <<
[31] N. Malcolm, op. cit., pág. 95. <<
[32] «¡Los tormentos mentales pueden ser indescriptiblemente aterradores!», le escribía a

Russell en enero de 1914. Y en 1946 confesaba: «Con frecuencia tengo miedo a la


locura». Su convencimiento era el de que «si en la vida estamos rodeados por la muerte,
así en la salud del entendimiento por la locura» (Observaciones, 1944). <<
[*] Seguimos aquí la edición de The Philosophical Review, la cual, en aras de una mayor

comprensión y respeto hacia las ideas de Wittgenstein, conservó el texto alemán, transcrito
por Waismann junto a la traducción inglesa hecha por Max Black. [T.]. <<
[*] Wittgenstein, L., Diario filosófico, Barcelona, Ariel, 1982. Las páginas que figuran

entre paréntesis corresponden a esta edición. [T.]. <<


[*] Cito de las notas que tomé pocas horas después de la conversación. Las comillas no

indican otra cosa. <<


[*] «El derecho es lo que nos place». <<
[*] Wittgenstein, L., Los cuadernos azul y marrón, Madrid, Tecnos, 1984. [T.]. <<

También podría gustarte