Está en la página 1de 5

La invención de «la esporádica»

Posted on 21 abril, 2019


Un autor que no le enseña nada a los escritores, no le enseña nada a nadie. Lo
que importa, entonces, es el carácter ejemplar de la producción: que sea
capaz, primero, de inducir a otros productores a producir y, segundo, de poner
a su disposición un instrumento mejorado.
José Martí.
La falsa épica del himno durante los partidos de la selección, la desfachatez de
los comerciales políticos, la desvergüenza de los reclamos populares… todo se
revela como la mímica desnuda del parecer: una danza de formatos que
evocan el eco de un significado ya vacío, ya hueco.
Si después de McLuhan todos supimos, y lo supimos para siempre, que el
medio es el mensaje, no debiera sorprendernos tanto que alguien diga, hoy,
que el formato es el contenido.
Lisa prefirió ocultarle la verdad al pueblo de Springfield justificándose en que el
mito de Jeremías era más valioso que la verdad. Hoy, que no hay verdades
que ocultar porque todas, de algún modo, son dichas, la supremacía del
formato, en desmedro de los falsables contenidos, es el andamiaje
que sostiene el statu quo que nos oprime.

Si crónica hace referencia a una enfermedad de larga duración o habitual, a un


relato de acontecimientos históricos ordenados cronológicamente o a algo que
viene de tiempo atrás -y todas esas acepciones están contenidas dentro del
concepto de crónica periodística-, esporádica se refiere tanto a una
enfermedad que no tiene carácter epidémico o endémico como a algo
ocasional, sin ostensible enlace con antecedentes ni consiguientes.

En mi trabajo se vivió un momento de mínima tensión (repito: mínima). Quien


haya tenido que dar alguna vez una pelea sindical seria, sabe que la unión de
les compañeres en torno a un mismo reclamo es bastante difícil de lograr: que
intervienen, en ese intento, las miserias y contradicciones más absurdas e
intolerantes de lo que, todavía, podemos llamar clase media.
Dejamos de trabajar una hora para, en teoría, reclamarle mejores condiciones
de trabajo a les jefes y, en menos de lo que se desfasan las paritarias, todes,
trabajadores y jefes, terminamos pidiendo medialunas y riéndonos de las
desgracias porvenir.
Una persona, en el grupo de whatsapp que tenemos les compañeres,
dijo: Orgullo, siento, de mis compañeros. Cuando nos organizamos, lo
podemos todo.
Quien lea ese mensaje tal vez crea que hicimos una revolución salarial. No la
hicimos. Pero alguna vez esta persona habrá leído o escuchado que, de les
compañeres de trabajo, cuando reclaman, se siente orgullo. Y entonces no
sabemos si lo siente, no sabemos si sabe lo que es sentir orgullo por les
compañeres de trabajo, pero esta persona, sin ningún estrés, dice que siente
orgullo por algo que, puedo asegurar, no sucedió: ni
nos organizamos ni pudimos nada.
El formato del mensaje existe, el mensaje existe, pero lo que quiere decir ese
mensaje, lo que en algún momento (¿cuándo?) supo significar, ya no lo
significa.

La Historia siempre se ha movido entre quienes hicieron maravillas dentro de la


tradición, quienes ampliaron la zona de cobertura de esa tradición incorporando
pequeñas modificaciones que no escandalizaran a los feligreses y quienes
hicieron su trabajo por fuera de la tradición, muchas veces descubriendo la
pólvora y tantísimas otras redescubriendo un chasquibúm que se les reventaba
en la mano.
En cada zona hubo héroes, heroínas y pelafustanes.

Una noticia ya no es una noticia. Tiene el formato de una noticia pero no es una
noticia: es un fake. Un debate presidencial representa un debate presidencial
pero ya no es un debate ni -mucho menos- presidencial. Una entrevista tiene
la estructura de una entrevista (alguien-que-pregunta / alguien-que-responde),
pero etcétera. Un discurso político, un cuento, una película de ciencia ficción,
una serie, una canción pop, una novela, una crónica.
Cuando la pereza intelectual y la atrofia sensorial se entregan a la repetición de
un hacer que sólo hace para seguir haciendo, la saturación produce la
sensación de que todo lo establecido, todo lo vigente, todo lo circulable, se
ahueca de tal modo que a ciertos espíritus -más inquietos y sanguíneos de lo
recomendable- les resulta imposible habitar esos lugares tomados por la
desidia y la producción en serie. Se les impone, aunque nunca -en ninguna
época- fue necesario, cierto halo de renovación (eso que Damián Tabarovsky
llamó el deseo loco de cambio).
Entre esos espíritus, estoy yo.
Si el contexto invita y propone exacerbar la diferencia hasta que nos distancie
de manera insalvable, la esporádica propone huecos, vacíos, aberturas que
son en sí mismas un espacio: el espacio donde nos hallamos a nosotros
mismos (y en el que nos hallamos, también, juntes, con quien escribe).
Si, como decía Octavio Paz, cada lector busca algo en el poema y no es ilógico
que lo encuentre porque ya lo lleva dentro, los textos no deberían aspirar a ser
más que un punto de encuentro, una zona de reunión, una convocación.

La «esporádica» es, ella misma, tan esporádica como las unidades mínimas de
las que se compone: confía más en que el fenómeno literario (digamos,
mejor: poético) se produce en el párrafo, en la frase o, incluso, en la oración, en
la imagen, en el instante creador, antes que en la extensión de un texto o de
una obra.

La democracia, el Congreso de la Nación, el cuento, la novela, el film, la


familia, la pareja, la noticia, el automovilismo, el fútbol, la crónica, el noticiero, el
diario, el disco, el EP, la canción, la revista… el apego incuestionable a los
formatos es lo nos que aplasta y nos condena a vivir un tiempo que es un
antes, a la vez que limita nuestro presente a ser un futuro potencial, una
posibilidad que nunca llega.

La esperanza que a principios de siglo significó Internet con el auge de los


blogs y la producción amateur, se vio sepultada en la era de las redes,
que matcheó a la perfección con el regreso del espíritu del self-made. Todo
emprendimiento alternativo terminó sucumbiendo a la misma maratón del
hacer que impidió poner en cuestionamiento los formatos y soportes en los que
viajan los contenidos. Lo amateur se profesionalizó. Y sin que nadie la
ponga[1].

[1] A la guita

Una unidad mínima puede ser un párrafo, una oración, un diálogo, una foto, la
escena de una película, un video de Youtube, una pintura, un dibujo, un chat
de wahtsapp, un print de pantalla, una frase, una palabra, un clip de audio. Las
posibilidades son infinitas y la única limitación es esa: que sea una unidad
mínima de sentido. Algo aislado, episódico, discontinuo, breve, fragmentado,
pero que encierre en sí mismo, por mínimo que fuere, un sentido. Algo auto-
concluyente que funcionesin la necesidad de vincularse con otra unidad para
tener sentido.
En La invención de la crónica, Susana Rotker desarrolló la teoría de que la
crónica modernista fue el formato en el que se produjo la renovación de la
prosa periodística y literaria de principios del siglo XX -extendiendo su
influencia hasta fenómenos tan posteriores como el Non-Fiction o El nuevo
periodismo.
Cito:
«(…) su hibridez insoluble, las imperfecciones como condición, la movilidad, el
cuestionamiento, el sincretismo y esa marginalidad que no termina de
acomodarse en ninguna parte, son la mejor voz de una época -la nuestra- que
a partir de entonces sabe que sólo es cierta la propia experiencia, que se
mueve disgregada entre la información constante y la ausencia de otra
tradición que no sea la duda. Una época que vive -como los modernistas- en
busca de la armonía perdida, en pos de alguna belleza».

Entre párrafo y párrafo, entre secuencia y secuencia, entre canción y canción…


es decir, entre unidad y unidad se pierde potencia expresiva: se pierde, a
veces más, a veces menos, una energía que no se recupera nunca. La mayoría
de los formatos tradicionales están pensados para reducir al mínimo esa
pérdida y tratar de garantizarse que el lector siga leyendo, que el oyente siga
escuchando, que el espectador siga mirando.
La manipulación de los espacios vinculares terminó eliminándolos: entre la
experiencia que mi compañere de trabajo tuvo y lo que sintió o dijo que sintió,
no hay nada. Ni siquiera, ya, una experiencia ajena: nada. Nada más que
palabras dispuestas en un formato discursivo asociado a la experiencia que mi
compañere creyó haber estado viviendo.

Algo ocasional, sin ostensible enlace con antecedentes ni consiguientes, dije,


se lee en cierta ascepción de esporádica.
Las unidades mínimas de las que se compone una esporádica no guardan,
entre sí, un enlace (un vínculo) ostensible (claro, manifiesto, patente).
El vínculo que propone la esporádica entre sus partes no es explícito, no
está en el texto: precisa de la lectura para manifestarse.
La «esporádica» invita a habitar un espacio vincular neutro, lleno de aire, para
que, inevitablemente, cada une vuelque algo de sí en él.
En un contexto cultural que mastica los contenidos ahuecándolos y
asfixiándolos en pos de sostener la legibilidad de los formatos, desde la
producción en masa de series hasta la producción, también en masa, de prosa
verticalista, la esporádica es una forma de resistencia: un refugio para propiciar
una instancia comunicativa menos violenta y unidireccional: un espacio lleno
de pausas.
El periodismo, en sus formatos clásicos, a veces representa un mundo
tan viejo que parece de mentira, de ficción; el fenómeno contrario se observa
en literatura, donde el realismo más chato y el intimismo más oportuno,
terminan sepultando en el verosímil y la trivialidad a las narrativas más
pretenciosas.

El vaciamiento de los formatos pone en peligro los pactos de lectura.

La «esporádica», que es tanto periodística como literaria, es una forma de


lucha contra la tiranía hipócrita de la continuidad de géneros y formatos. Y
también, por qué no, una batalla contra la madre de todas las opresiones:
la identidad.
La «esporádica» es el anti-formato por antonomasia. Es contemporánea, en la
medida en que puede captar y convocar la atención de les lectores sin
deformar el mundo en el que viven y sin la necesidad de estrategias retóricas
para mantener su atención. Pero es, ante todo, atemporal.
La «esporádica» no lucha contra la naturaleza fragmentaria de su materia (la
vida de quien escribe, la experiencia humana, la identidad), sino que más bien
se somete a ella.
La «esporádica» no reniega de la necesidad de secuestrar al lector pero no
traslada esa necesidad a la escritura.
Propone (y confía en) la total soberanía de una escritura que se imponga al
lector no a través de la manipulación laboriosa del espacio vincular que
lo une con el texto, sino en la entrega, en cada unidad, de cierta dosis de la
vitalidad de quien escribe.

Si el futuro va a ser nuestre, que no sea, ya, por prepotencia de trabajo, sino
que lo arrebatemos, en todo caso, por prepotencia de sangre.

También podría gustarte