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EL ENIGMA
DE LA REPRESENTACIÓN

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proyecto editorial

FILOSOFÍA
[hermeneia]

directores
Manuel Maceiras Fafián
Juan Manuel Navarro Cordón
Ramón Rodríguez García

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EL ENIGMA
DE LA REPRESENTACIÓN

Alejandro Llano

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Diseño de cubierta
esther morcillo • fernando cabrera

© Alejandro Llano Cifuentes

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
28015 Madrid
Tel 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995828-9-4

Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previsto en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

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A Fernando Inciarte

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Índice

Introducción

1 Las paradojas de la representación


1.1. Necesidad de la representación
1.2. Riesgos del representacionismo

2 Representación y modernidad
2.1. El mundo como imagen
2.2. Subjetivismo y objetivismo
2.3. La verdad según Nietzsche
2.4. El naturalismo de Heidegger

3 En el umbral de la caverna
3.1. Apariencia y realidad
3.2. El sueño y la vigilia
3.3. La metafórica
3.4. ¿Política o educación?
3.5. El sueño de la razón
3.6. El símil del sol
3.7. El regreso a la caverna
3.8. El símil de la línea
3.9. ¿Teoría de las Ideas?

4 Acción trascendental y representación


4.1. De Kant a Platón, y vuelta
4.2. Aristóteles y Kant: ¿de la forma al acto?
4.3. Naturaleza y libertad
4.4. Los límites de la experiencia
4.5. Acciones del pensar puro
4.6. La neutralización de la arbitrariedad

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4.7. Tipos de representación
4.8. Representación y acción
4.9. Noesis y noema
4.10. La acción Yo pienso
4.11. La acción libre

5 Representación y subjetividad trascendental


5.1. El presunto final de la historia de la subjetividad
5.2. La libertad como autonomía: physis y logos
5.3. Racionalidad de la libertad y liberación de la razón
5.4. La acción trascendental
5.5. Subjetividad y representación
5.6. Moralidad y representación
5.7. El ser práctico

6 Metafísica de la Deducción trascendental


6.1. El escándalo de la filosofía
6.2. Ilusión y representación
6.3. La Deducción trascendental de las categorías
6.4. La unidad del Yo pienso
6.5. La apercepción trascendental
6.6. El Yo pienso como fundamento de la objetividad de las representaciones
6.7. Limitaciones de la Deducción trascendental kantiana

7 Deducción trascendental y principio de no contradicción


7.1. Deducción kantiana y deducción aristotélica
7.2. Sensibles propios y sensibles comunes
7.3. El principio del significado
7.4. Argumento semántico y relativismo cultural
7.5. Los sentidos del ser
7.6. Ser real y ser veritativo
7.7. Sustancia y accidentes
7.8. Ser en sí y ser coincidental
7.9. Acto y potencia: contra el inmovilismo

8 Lenguaje, inteligencia y realidad


8.1. Palabras, conceptos y cosas
8.2. Teorema de la identidad
8.3. Relación semántica y relación representativa

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8.4. Identidad y alteridad en el conocimiento

9 La representación intelectual
9.1. Kantismo y filosofía analítica
9.2. ¿Una gnoseología no cognitivista?
9.3. El decisivo papel del concepto
9.4. Inmediación y mediación en la representación conceptual
9.5. Apertura ontológica del entendimiento
9.6. La descosificación del espíritu
9.7. El pensamiento como actividad básica
9.8. Los dos papeles del lenguaje
9.9. Decir y mostrar
9.10. Ser como pragma y ser como logos
9.11. Cosa significada y modo de significar

10 Signos formales y antimentalismo


10.1. El triángulo semántico
10.2. Semiótica de la representación
10.3. Los diferentes tipos de mediación
10.4. ¿Qué es representar?
10.5. Antimentalismo y filosofía aristotélica
10.6. Aristóteles y el representacionismo
10.7. El alcance trascendente del conocimiento humano
10.8. Representación: ¿una tercera cosa?
10.9. Praxis y poiesis

11 El representacionismo racionalista
11.1. De Duns Scoto a Descartes
11.2. ¿Es representacionista Descartes?
11.3. Graduación de la “realidad objetiva”
11.4. Ausencia de una distinción en los sentidos del ser
11.5. Descartes: ¿escolasticismo o modernidad?
11.6. La representación como concepto objetivo
11.7. La “falacia del homúnculo”
11.8. En defensa del paradigma del homúnculo
11.9. Equívocidad de la representación

12 El representacionismo empirista
12.1. Thomas Reid: ¿un empirista no representacionista?

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12.2. La representación como actividad inmanente
12.3. Crítica de las imágenes representativas
12.4. Contra la pasividad de la mente
12.5. El cuarto oscuro
12.6. John Locke: individualismo y mecanicismo
12.7. Las ideas simples
12.8. Cualidades primarias y cualidades secundarias
12.9. La índole representativa de las ideas

13 Sentido y representación
13.1. Crítica de la abstracción en sentido empirista
13.2. Objetos específicos y objetos individuales
13.3. Idea y representación
13.4. La representación como economía del pensamiento
13.5. Equivocidad de la representación
13.6. La plenitud de la representación
13.7. Un predecesor: Franz Brentano
13.8. Juicio y representación
13.9. Notas diferenciales de la representación

14 Semántica de la representación
14.1. Crítica del psicologismo
14.2. ¿Una semántica realista?
14.3. El principio del contexto
14.4. Sentido, referencia y representación
14.5. ¿Cosificación del sentido?
14.6. La semántica puramente referencial
14.7. Referencias completas e incompletas
14.8. La verdad
14.9. El tercer reino

15 La irrealidad de la representación
15.1. Representación y realidad
15.2. Ente ideal y ente de razón
15.3. La irrealidad de lo objetivo
15.4. Representación e irrealidad
15.5. Hacia una teoría de la irrealidad
15.6. La estructura de la subjetividad
15.7. Las apariencias ante una subjetividad reiforme
15.8. Teoría de la reflexión

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16 Antifundacionalismo y segunda inmediación
16.1. Anti-representacionismo matizado
16.2. Anti-representacionismo radical
16.3. Antifundacionalismo
16.4. Mecanicismo y teleología
16.5. La razón narrativa
16.6. La segunda inmediación

Bibliografía

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Introducción

Sucede en ocasiones que las evidencias más notorias tardan mucho tiempo en
abrirse camino. Esto es algo que acontece frecuentemente en filosofía. Era tan
interesante aquello en lo que trabajábamos, habíamos puesto tanto esfuerzo en aquella
indagación intelectual, eran tantos los seguidores de esta corriente en todo el mundo
culto, que las fuertes y repetidas objeciones que llegaban desde fuera no las
considerábamos como relevantes. Ahora bien, una crítica es relevante en la medida en
que pueda ser aceptada por aquellos a los que se critica, como dijo en alguna ocasión
Ernst Tugendhat.
Esto viene a cuento de lo que ha sucedido en los últimos decenios con la filosofía
radicalmente orientada hacia el lenguaje. No sólo el análisis lingüístico, sino también
algunas direcciones de la hermenéutica y hasta del neoaristotelismo parecían fascinadas
por la facilidad con la que se resolvían o disolvían problemas que habían preocupado a
los pensadores de todos los tiempos, con sólo trasponer la cuestión debatida al plano de
las palabras y frases con las que ese mismo interrogante se presentaba. Pero enseguida
comparecieron dificultades conceptuales que ni la más fina capacidad de distinción de los
analíticos mejor entrenados era capaz de despejar. Simultáneamente, aumentaba la
convicción y el número de los que señalaban algo bastante obvio: que, en último término,
no es el lenguaje el que fundamenta al pensamiento, sino el pensamiento el que
fundamenta al lenguaje. La renuencia a aceptar esta crítica de fondo era la verdadera
causa de la angostura en la que terminaba por quedar encerrada la filosofía lingüística.
Aunque la inercia sigue siendo notoria, los más y –sobre todo– los mejores ya han
aceptado que, efectivamente, la crítica es relevante y además, en este caso, certera. El
resultado es que buena parte de los efectivos de la filosofía del lenguaje se han pasado
con armas y bagajes a la filosofía de la mente. El desplazamiento no es negativo ni
insignificante. Lo único que a algunos obsevadores atentos les sigue preocupando es que
la indagación de lo mental haya heredado la olímpica prepotencia que caracterizó al
análisis lingüístico. Desazón que se ve confirmada por la avalancha de libros sobre
“Inteligencia Artificial” y “Ciencia Cognitiva” que llegan todos los días de ultramar. Sobre
todo porque su contenido, además de ser frecuentemente dogmático, también es no
pocas veces trivial.
Sucede que no es viable dilucidar problemas cognoscitivos, emocionales o volitivos
con categorías naturalistas o meramente pragmáticas. Desde luego, “la mente” no es una
especie de recinto donde se registran eventos semejantes a los físicos o correspondientes

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a ellos. Esto es algo que ya descartó Wittgenstein, pero algunos de sus presuntos lectores
carecen del horizonte histórico y filosófico para comprender lo que el pensador austriaco,
según todos los indicios, quería decir. La investigación de la mente humana tiene tras de
sí una larga y compleja tradición ontológica y epistemológica que no procede sustituir por
discusiones minimalistas con colegas de universidades vecinas.
En la encrucijada de todos estos deslizamientos y encuentros se halla la idea de
representación. Afortunadamente la crítica al representacionismo se ha convertido en un
lugar muy visitado por la filosofía actual. Éste es uno de los significados serios de lo que
hemos dado en llamar “pensamiento posmoderno”. La caja de hierro del racionalismo
moderno abunda, desde hace tiempo, en fracturas y quiebras. Pero no se sabe muy bien
qué hacer con el propio concepto de representación. Su pura y simple cancelación nos
devuelve a planteamientos positivistas y pragmatistas de los que acabábamos de
despedirnos. Su reposición funcionalista –casi obligada, según parece, cuando se trabaja
con modelos computacionales– nos aboca a un planteamiento todavía más tosco que el
del representacionismo recién abandonado.
Aunque se haya avanzado mucho en la discusión de los modelos representacionistas
y anti-representacionistas, la representación misma sigue constituyendo un enigma. Esto
es indicio suficiente para asegurar que, al enfrentarnos con esta noción, nos las habernos
con un auténtico problema filosófico. Con lo cual está dicho casi todo. Desde luego, este
libro no pretende descifrar el enigma, sino más bien confirmar que lo es, examinar sus
raíces históricas y sopesar los planteamientos actuales que ofrezcan pistas para salir del
laberinto. Por eso se configura como un diálogo, más bien rapsódico, con pensadores
clásicos y actuales que dicen cosas sustanciosas acerca de tan elusiva cuestión. Enseguida
se advertirá que el orden de aparición en las conversaciones no respeta en absoluto la
secuencia cronológica. Y no estará de más curarse en salud advirtiendo que las
precisiones historiográficas no han constituido aquí la principal preocupación.
La manera de conjugar los imprescindibles requerimientos de rigor en el discurso
con la búsqueda de la densidad filosófica, allí donde se detecte, ha sido acudir en directo
a los textos –extensos a veces– de los propios interlocutores. Aunque este procedimiento
presenta la indudable ventaja de dar la palabra a los maestros, ofrece también el
inconveniente de dejar algunos cabos sueltos y de no evitar siempre las repeticiones.
Llegados a este punto, la apelación a la comprensión y lucidez del lector es el único
recurso para un autor en apuros, quien sólo puede añadir que, en la duda entre la
brillantez y la “eficacia” expositiva, siempre ha acabado por elegir esta última.
Tampoco quiere (ni puede) el autor ocultar su trayectoria intelectual ni sus
preferencias filosóficas. Quien esto escribe es un profesor de metafísica, estudioso de
Kant, cultivador del análisis del lenguaje y atraído crecientemente por la tradición
aristotélica. Piensa, con la ingenuidad característica del gremio, que nada de ello debe dar
ocasión al reproche de ideología, aunque sólo sea porque tuvo ocasión en su juventud de
comprobar los pocos miramientos con que se andan los auténticos ideólogos y de
contraponerlos a sus propias e inacabables perplejidades, de las que aquí sólo asoma la
punta del iceberg.

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Por lo que concierne a las tesis filosóficas acerca de la naturaleza de la
representación que aquí se mantienen, conviene advertir que aquello que pacíficamente
se combate es la reificación y el naturalismo de las representaciones, y aquello que se
defiende sin pertinacia es un moderado “cognitivismo”, es decir, la pretensión de que las
representaciones –cuando las haya– son una vía de conocimiento más que un factor de
ocultamiento de la realidad. Las frecuentes alusiones al problema de la distinción entre el
sueño y la vigilia indican que no se confía en una trasparencia total, aunque sólo sea
porque entonces no se vería nada. Por más que se mantenga que –en línea de principio–
hay una “primera inmediación” (conocimiento sensible externo, no representativo) y una
“segunda inmediación” (conocimiento conceptual cuasi-intuitivo, en la base más
elemental y primitiva del ejercicio de la inteligencia), se reconoce que –en el
conocimiento realmente ejercido– la inmediación siempre va acompañada por la
mediación representativa. Lo cual equivale a que la vigilia racional nunca sea completa,
acechados siempre como estamos por las ilusiones sensibles y el “sueño de la razón”.
De todo lo dicho se deduce que el oceánico tema de la representación se ha
restringido drásticamente hasta limitarse al plano de la teoría del conocimiento, con
especial atención a los trasuntos intelectuales y, en menor medida, a las imágenes
sensibles. Para otra ocasión u otro autor quedan las apasionantes cuestiones de la
representación política, simbólica, estética o jurídica, cuyo tratamiento conjunto daría
lugar a una “teoría general de la representación”, donde la base sería quizá el tratamiento
ontológico y gnoseológico que en este libro se esboza.

***

Quien escribe estas líneas ha querido dedicar el presente ensayo a Fernando Inciarte,
Profesor Emérito de Filosofía de la Universidad de Münster, del que ha aprendido mucho
acerca del problema de la representación y otros enigmas, pero, más que nada, sobre la
profundidad, libertad de espíritu, ironía y excelente humor con que aún es posible
cultivar hoy los saberes filosóficos.

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1
Las paradojas de la representación

1.1. Necesidad de la representación

Se cuenta de un conocido escritor español que, admirado por la brillantez de los


ensayos de Ortega y Gasset acerca de los más variados temas culturales, decidió seguir
su curso de Metafísica en la Universidad Central. En la primera clase, Ortega comenzó
su lección con el tópico de que la filosofía no resuelve problemas: se limita a descubrirlos
y plantearlos. Apenas hubo oído esta afirmación –por lo demás, tan convencional en el
vitalismo y existencialismo de entreguerras– el escritor se levantó airado de su pupitre y
abandonó el aula, mientras mascullaba: “Bastantes problemas tiene la vida para que
ahora vengan los filósofos a plantearnos más”.
Parece, en efecto, que los filósofos tratan con problemas que no afectan al resto de
los mortales. Uno de ellos sería, indudablemente, el de la representación cognoscitiva. La
gente corriente se limita a conocer los casos y las cosas de la mejor manera que puede,
sin necesidad de postular esa extraña entidad intemedia entre el sujeto y el objeto a la que
los filósofos llaman ‘representación’, ya sea intelectual o imaginativa.
Uno de los aspectos más llamativos de la filosofía analítica contemporánea ha sido
precisamente su frecuente propuesta de disolver los problemas filosóficos a fuerza de
trasladarlos de los planos físico o mental al campo lingüístico. Porque algunos pensadores
analíticos, sobre todo los inclinados hacia el positivismo lógico, entendían que buena
parte de los enigmas filosóficos –y especialmente las cuestiones metafísicas– proceden de
las trampas que el lenguaje nos tiende. El caso más importante y significativo es justo el
de la palabra ‘ser’. Según piensa Bertrand Russell, el hecho cultural de que los idiomas
indoeuropeos utilicen un mismo vocablo –el verbo ‘ser’– para significar funciones tan
diferentes como la identidad, la predicación y la existencia, debe ser considerado como
una desgracia para la raza humana. El nombre de tal desgracia no es otro que
‘metafísica’ (Russell, B., 1966: 23).
Ahora bien, no es necesario esperar hasta el siglo XX para encontrar propuestas no
menos drásticas dirigidas a disolver los problemas filosóficos a través de su sistemática

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remisión al lenguaje. Baste recordar el nominalismo tardomedieval, en el que Ockham es
la figura emblemática.
Si aplicamos este procedimiento a la decisiva cuestión de los universales, nos
encontraremos con que Ockham no admite que el uso significativamente universal de una
palabra cualquiera –por ejemplo, ‘perro’– exija reclamar la existencia del Perro en sí,
como una Forma separada y sustantiva, al modo platónico, de la que participarían
limitadamente todos los perros que corretean por la faz de la tierra. Ni siquiera es preciso
poner, al modo aristotélico, una misma esencia en cada uno de los individuos de la
especie en cuestión. Lo único que resulta universal –y además, sólo por convención– es
la mismísima palabra ‘perro’, con la que hemos acordado designar a todos los animales
que presenten rasgos caninos.
Como ha señalado Peter Geach, tal modo de proceder no disuelve (ni, por cierto,
resuelve) los problemas filosóficos. Lo propio de estos interrogantes –particularmente de
los que presentan un alcance estrictamente trascendental o metafísico– es que se refieren
a los rasgos más generales de las cosas y, por lo tanto, que afectan a todo tipo de
realidades, incluida la lingüística. Y acontece así que el problema que presuntamente
hemos disuelto en el plano del mundo exterior o en el ámbito de lo mental reaparece en el
nivel del lenguaje de una manera no menos apremiante. Porque, vamos a ver, ¿qué es lo
que hace que la palabra ‘perro’ sea estrictamente la misma palabra dondequiera que
aparezca, tanto en el discurso oral como en el escrito, ya sea oída por la radio o vista en
un cartel del parque público? Otra vez nos encontramos con el problema –en modo
alguno disuelto– de la relación de una determinada forma con sus múltiples instancias o
realizaciones individuales. Se trata, en definitiva, de una de las manifestaciones más
palmarias del problema metafísico de lo uno y lo múltiple, para el que no hay vía de
escape ni en el lenguaje ni en ningún otro terreno.
Según Geach, es inútil decir que las dificultades de Platón acerca de las Formas o
Ideas surgieron porque él concibió una forma simple como la correspondiente a cada
término general, cuando el punto de vista correcto sería mantener que el término general
–por ejemplo, ‘perro’– se refiere a muchos perros y no a la Forma singular, al Perro. Si
este recurso al lenguaje no resuelve nada, es porque hablar de la palabra ‘perro’
constituiría una hipostatización platónica, tanto como hablar de el Perro. En ambos casos
tenemos ante nosotros una clase identificable y discernible de cosas que no son
individuos con una localización espacio-temporal definida. La palabra ‘perro’, la palabra
‘gato’, la palabra ‘león’, son tan problemáticas como el Perro, el Gato, el León. El
aporético contraste entre la unidad numérica y específica (lo mismo en número frente a
lo mismo en especie) surge tanto al contar palabras como al contar animales; en
diferentes regiones de la realidad tenemos el mismo problema del paradigma y sus varias
y variadamente perfectas realizaciones.
La conclusión que saca Geach –en una conferencia no publicada sobre “El lenguaje
y el mundo” (Pamplona, 1979)– de este y otros ejemplos es que la reflexión metafísica,
ontológica, puede ciertamente ser ayudada por las consideraciones del lenguaje, pero no
puede ser liquidada por razón de estas consideraciones. Las características fundamentales

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de los entes reales no han de ser vistas desde fuera del lenguaje, porque están en la
estructura misma de las palabras que usamos y en el modo en que éstas se acoplan para
formar un discurso coherente.
Con la cuestión de los universales está íntimamente ligado el problema de la
representación. Porque el nominalismo radical no sólo nos exige rechazar las esencias
reales, sino también sus representaciones en la mente. Para comprender lo que una cosa
es, no sería necesario –ni posible– acceder por medio de una representación a la esencia
de esa realidad, que siempre es individual. Para comprender el tipo de realidad que una
cosa es, sería suficiente examinar a fondo los rasgos comunes que esa cosa y sus
semejantes presentan en los fenómenos sensibles. Parece, por tanto, que la
representación es uno de esos entes meramente fingidos que habría que suprimir por
medio de la famosa “navaja”, con la cual dice Quine que Ockham afeitó las barbas de
Platón. Tal principio de economía ontológica se formularía así: “no se han de multiplicar
los entes sin necesidad”. Bastaría, según esto, con el conocimiento inmediato de las cosas
y los hechos, junto con nuestro lenguaje acerca de ellos, sin necesidad de interponer ese
intangible y misterioso doblete mental que nos hiciera más accesible su esencia (aunque
sólo fuera porque la existencia de esa presunta naturaleza interna es más que
cuestionable).
Sucede, con todo, que la realidad de las cosas y de nuestro conocimiento de ellas
dista mucho de ser tan simple y rotunda. Porque, como hemos visto en el caso de los
universales, el concepto representativo, expulsado por la puerta de una crítica de la
consistencia de las entidades mentales, vuelve a entrar por la ventana del propio lenguaje,
en el que se pretendía disolver su problemática índole. Ya que, al fin y al cabo, si la
palabra ‘perro’ (o cualquier otro término universal) es la misma entidad lingüística en
cualquiera de sus ocurrencias o apariciones, ello se debe a que en todas las situaciones de
habla o de escritura ejerce el papel de vehículo de un determinado concepto o
representación imaginativa (Dummett, M., 1978: 45).
Ahora bien, si no conseguimos eliminar las representaciones cognoscitivas por la vía
de la disolución, quizá podríamos lograrlo por el camino de la sustitución, aunque ya se
pueda anticipar que problemas no menores asaltan a los procedimientos propuestos para
reemplazarlas. El camino más popular e ingenuo de todos ellos es la intuición. Por
medio de esa presunta captación inmediata del intríngulis de cada realidad –que hoy se
remite, con categoría de best seller, a un supuesto “pensamiento emocional”–
adquiriríamos un conocimiento mucho más íntimo y personalizado que el que pudieran
proporcionarnos pálidas imágenes o conceptos abstractos. Pero, cabe preguntarse, ¿en
qué se distinguiría la intuición de una cosa de la intuición de otra, si no fuera por alguna
suerte de ajuste cognoscitivo a cada una de esas realidades intuidas, que difícilmente
podría lograrse y, menos aún, mantenerse en la memoria a no ser por algún tipo de
representación? A la postre, la especificidad cognoscitiva de la intuición –el ser
conocimiento de esto y no de aquello– tendría que venir aportada por alguna estructura
interna a ella que “estuviera por” la cosa intuida, es decir, que la representara. Pero, si
hubiera que introducir tal mediación cognoscitiva, ya no habría propiamente intuición,

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sino justo representación. El único caso en el que esto no tendría que suceder así sería el
del conocimiento sensible de realidades individuales, que es en el que resulta más fácil
admitir la presencia de intuiciones; mientras que en el nivel del saber conceptual e
imaginativo la existencia de intuiciones es harto problemática, como discutiremos en su
momento.
Más sofisticada y reciente es la propuesta de sustituir toda posible representación por
el recurso a prácticas cognoscitivas. Parece evidente que ningún conocimiento se da
totalmente aislado de otros y que todos ellos requieren –de diversos modos– la inserción
en alguna comunidad de investigación, acción y experiencia. Así lo ha mostrado
brillantemente Alasdair MacIntyre en varias de sus últimas obras. Por ejemplo, sólo se
sabe cabalmente lo que es un cebo vivo o una captura a la cacea en el seno del conjunto
de prácticas que desarrolla la tripulación de un pequeño barco pesquero. El conocimiento
tiene mucho más de oficio o craft que lo que supusieron la mayor parte de los ilustrados
intelectualistas. En cambio, los pensadores clásicos griegos llamaban sophos, sabio, a
quien dominaba un oficio manual y era capaz de enseñarlo a otros; tal sería, por ejemplo,
el caso de un buen zapatero. Pero todo esto no tiene nada que ver con la reducción de la
verdad teórica al logro práctico, según proponían por aquel entonces los sofistas y hoy
propugnan los pragmatistas de vario linaje. Todo lo contrario. El alcance de una práctica
consumada implica la adquisición –en el seno de ella– de un conjunto articulado de
conceptos e imágenes sin los cuales la práctica misma sería imposible o, al menos, se
reduciría a la repetición de una conducta rutinaria de la que también son capaces ciertos
animales.
La tesis de la necesidad de la representación cognoscitiva equivale a la afirmación de
que el conocimiento no puede implicar, en todos sus niveles, un contacto inmediato con
la realidad conocida. Por lo menos en algunos de sus ámbitos se requiere una cierta
mediación, consistente en la elevación del contenido cognoscitivo a la altura de la
operación propia de la facultad de que se trate. Tal mediación es una representación, no
en el sentido de repetición de una supuesta presentación inicial (re-presentación), sino en
el sentido de una apertura cognoscitiva que haga presente la realidad conocida de tal
manera que la convierta, de algún modo, en luminosa y asequible al saber humano.

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1.2. Riesgos del representacionismo

Claro aparece que lo que se comienza a proponer aquí es una exigencia interna e
ineludible del conocimiento humano en este mundo, y que en modo alguno se postulará
la duplicación del abigarrado e imprevisible mundo real en un espectral universo
cognoscitivo que “estuviera por” la efectiva realidad. Si se tomara la representación
conforme a este segundo planteamiento, no sería en modo alguno necesaria, sino del
todo contraproducente, porque en tal caso se cancelaría la posibilidad de un auténtico
conocimiento.
Acontece, pues, que el concepto de representación se mueve en un estrecho filo:
entre un anti-representacionismo que no sólo malogra toda metafísica del saber, sino que
también despoja de inteligibilidad al conocimiento común y corriente, y un
representacionismo que clausura a la conciencia humana en el ámbito oscuro y no
traspasable de la correlación sujeto-objeto, con lo cual el propio conocimiento pierde
todo alcance y peso ontológico, de manera que la vigilia de la razón se hace indiscernible
de su sueño.
Los riesgos del representacionismo han acompañado –según Heidegger– a la
metafísica occidental, al menos desde Platón, y se encuentran en la raíz de los peligros
de una técnica que ha plasmado en la realidad efectiva la “imagen del mundo”
correspondiente a una crispada voluntad de dominio que ha sustituido a la serena
desvelación del sentido del ser, apenas iniciada por los presocráticos.
La hermenéutica heideggeriana –más que discutible desde el punto de vista
historiográfico– apunta a un rasgo de la condición humana que se manifiesta incluso en
muchas culturas prefilosóficas. Se trata de lo que podríamos llamar “dialéctica de la
representación”: aquello que nos revela alguna realidad la está simultáneamente
ocultando. Los fenómenos nos ofrecen la presencia emergente de lo oculto que se
patentiza. Pero, al mismo tiempo, celan aquello que en el fenómeno se manifiesta sólo de
una manera limitada. Lo representado está y no está en su representación. Si se toma,
entonces, la representación por lo representado, se pierde toda la misteriosa hondura de
ser que late en el fondo de cada realidad. Heidegger, ya desde El ser y el tiempo, tratará
de eliminar completamente esta dialéctica, por el contundente procedimiento de negar la
viabilidad de la propia concepción de lo transfenoménico. La profundidad estaría en la
patencia misma, si la dejamos libremente ser y desplegarse en los calveros –
moduladamente luminosos– de una historia postmetafísica del ser.
El pensamiento posmoderno, más o menos débil, suele trivializar el alcance y la
envergadura del pensar heideggeriano. Las actuales propuestas de buscar lo profundo en
lo superficial nos acaban dejando, frecuentemente, con la pura y simple superficialidad,
tan acorde con nuestro modo de vivir en la “sociedad como espectáculo”. Pero no es
forzoso resignarse al juego caleidoscópico de las representaciones que no representan
nada, que se agotan en sí mismas. Todavía es posible, aunque inevitablemente arduo,
volver a explorar esa “dialéctica de la representación”, si queremos mostrarnos fieles a

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nuestro propio modo de ser, en el que acontece una especie de desgarramiento interno,
una tensión difícilmente soportable, entre lo que es y lo que aparece. Tal es una de las
tareas centrales que la filosofía ha echado sobre sí desde antiguo, y que hoy –quizá con
mayor nitidez que nunca– se focaliza en las paradojas de la representación.
Nos encontramos, por tanto, ante una de las nociones más difíciles y enigmáticas de
la tradición filosófica. Remedando lo que Jacobi decía de la cosa en sí kantiana, se
podría sostener que sin la representación no es posible entrar en el pensamiento
occidental, pero que con ella no se puede permanecer en él (siempre que se entienda la
primera postura en sentido drásticamente anti-representacionista, y la segunda en su
significado de representacionismo sustancialista y duro). Preciso es advertir, al mismo
tiempo, que en filosofía los caminos intermedios no conducen a ninguna parte. Si
tratáramos de elaborar una emulsión o extraña mezcla entre representacionismo y anti-
representacionismo, el resultado sería inviable, no tanto porque quizá se vería abocado a
contradicciones internas, como porque el propio concepto de representación recogería
todas las quiebras y lacras que ha ido acumulando en el curso de su larga historia.
La clave para poder avanzar, por más que lentamente, en el camino de un
esclarecimiento de la idea de representación se halla en una adecuada metodología. Los
trasuntos mentales –tanto intelectuales como imaginativos– no son susceptibles de recibir
un tratamiento físico, ni siquiera convencionalmente psicológico. La óptica que permite
acceder dificultosamente a ellos no está tamizada por las nociones de materia y
causalidad, ni por tipo alguno de mecanicismo. En la mente nuestra se detecta algo
propio, que no se halla en la realidad exterior y separada. La perspectiva adecuada para
acercarse a ese tipo único de ser no es otra que la intencionalidad, la peculiaridad de una
existencia que no consiste y persiste en sí misma, sino que remite a algo distinto de sí. De
manera más comprometida, aunque también más radical, se podría decir que la óptica
pertinente para acceder a las realidades mentales es la visión veritativa. Lo que Frege
llamaba el ser verdadero no es una especie de “cosita” mental, que supusiera la
trasposición en escala variable del entorno externo, elusivo y ajeno, a un interno recinto,
más asequible y cercano. Tampoco es una entidad más sutil que refleje esclarecidamente
las realidades físicas. Es un tipo de actualidad en nada semejante –ni desemejante– de lo
en ella representado, precisamente por lo cual puede ser una semejanza o representación
suya.
También en este punto hay que recordar a Heidegger, quien pudo decir que el hilo
conductor que le había guiado en su juventud no era otro que la consideración de los
diferentes sentidos del ser, tal como había sido recordada por Franz Brentano en su
temprana tesis doctoral. Sólo un tratamiento rigurosamente analógico permite tratar de
manera diferenciada lo que es diferente, obviando simultáneamente los riesgos del
funcionalismo materialista y los del agnosticismo pragmático. La única manera de ser
“cognitivista” en el territorio de la filosofía de lo mental –lo cual resulta tan
imprescindible que parece tautológico– es la de no pretender que hay un único tipo de
conocimiento, que además se identificara con las ciencias neurológicas y tuviera como
“causa ejemplar” el funcionamiento de los ingenios cibernéticos. Tal manera de proceder

22
–junto a otras menos burdas– conduce al tratamiento objetivista y naturalista de la
representación, en el que se pierde su modo característico de actuar, y con él la realidad
específica del propio conocimiento.
No pocas veces la tarea de la filosofía consiste en pararse a pensar lo obvio. Y lo
obvio en este caso es que la realidad de la representación se inscribe en el acto de
conocimiento. Como se tendrá ocasión de apreciar a lo largo de las páginas que siguen,
las notorias dificultades que afectan al discernimiento de lo que sea la representación
vienen dadas casi siempre porque no se ponen en juego las categorías adecuadas para
comprender fenómenos que son irreductibles a las interacciones físicas y a la mera auto-
inspección psicológica. Siguiendo el lema wittgensteiniano, aquí se pretende dar con ese
modo de proceder, que es el más difícil en filosofía: un realismo sin empirismo. Éste ha
sido el caballo de batalla en la historia de los múltiples intentos de caracterizar la manera
de ser propia de la representación. Aunque encaminados a dilucidar el mismo problema,
los resultados han sido muy desiguales. Y se puede aprender mucho tanto de los aciertos
como de los errores: hay caminos que no conducen a ninguna parte y otros que se abren
a senderos todavía inexplorados.
Lejos de intentar el desarrollo de una historia del concepto, lo que aquí se pretende
es proponer una idea filosóficamente cabal de la representación cognoscitiva, que supere
por vía de radicalidad todas sus visiones insuficientes o excesivas, las cuales tienen, al
cabo, un origen común al que se llamará ‘naturalismo’. Ya se ha adelantado lo que puede
entenderse por naturalismo: el desconocimiento del ser propio del conocimiento y su
consiguiente “naturalización” o “cosificación”, es decir, su asimilación a las cosas físicas.
Buscaremos como interlocutores, sin especial preocupación por el orden histórico, a
algunos filósofos que –cada uno a su modo– se han ido enfrentando con el enigma de la
representación.

23
2
Representación y modernidad

2.1. El mundo como imagen

“El hombre moderno ha descubierto modos de pensar y de sentir que no están lejos
de la parte nocturna de nuestro ser”. Esta observación de Octavio Paz, en El arco y la
lira, parece referirse sólo al último tramo de los tiempos nuevos, cuando –cegados por
tanta transparencia– volvemos a experimentar la inclinación de penetrar en la “zona
eléctrica de lo sagrado”; y lo hacemos ya sin temor porque creemos saber que “se puede
vivir en un mundo regido por los sueños y por la imaginación, sin que esto signifique
anormalidad ni neurosis” (Paz, O., 1956: 112). Pero esta fascinación por las sombras
inconscientes, esta atracción de las tinieblas, no sólo refleja una nostalgia “más allá de la
curiosidad intelectual”. Se podría pensar que, en rigor, no hay tanta ruptura como se
suele pretender entre el irracionalismo y el racionalismo, porque ambas corrientes del
pensamiento –o de su rechazóse mueven en un mismo elemento: el de las imágenes,
trasuntos o representaciones.
La extraña y estrecha conexión entre el mundo de las sombras y el del conocimiento
representativo queda inauguralmente plasmada en el mito platónico de la caverna. Las
resonancias de esta parábola se pueden rastrear a lo largo de toda la historia de la
filosofía y de la literatura: desde Aristóteles hasta Freud y Wittgenstein; desde Baltasar
Gracián hasta Marcel Proust; desde Arnobio hasta Descartes. Pero –como mostró Hans
Blumemberg en su obra acerca de las “salidas de la caverna” (Blumemberg, H., 1989)–
la modernidad supone un decisivo cambio de valoración respecto al estado de la persona
que se encuentra rodeada sólo de trasuntos. En la propia República platónica, el
prisionero que logra escapar del banco al que le habían atado ocultos maquinadores gira
su cabeza y su mente para retornar desde lo meramente reflejado hasta unas ideas que –
según veremos– no deben entenderse como super-representaciones o representaciones
sustantivas, sino más bien como comprensiones o cuasi-intuiciones intelectuales. Y todas
las diferentes versiones de la metafísica clásica ensayan los diversos modos de cruzar el
umbral de la caverna, para acceder a lo realmente real.

24
En cambio, la filosofía moderna pasa a considerar que el campo de lo ilusorio no se
sitúa dentro de la caverna, sino fuera de ella. Schopenhauer lo ha sentenciado mejor
quizá que ningún otro, al asegurar que una realidad que constituyese un objeto en sí, que
no fuese representación, sería un monstruo como los que vemos en sueños, y admitirlo
en la filosofía sería dejarse deslumbrar por un fuego fatuo (Schopenhauer, A., 1950: II,
1). La verdadera realidad, la realidad objetiva, no es ahora otra que aquella de las
representaciones “intracavernarias”. Percatarse de ello, y renunciar de una buena vez a
toda aventura allende el umbral de la caverna, equivale a despertar del sueño de la razón.
El que duerme ya no es –como pensaba Platón– el que toma las representaciones por
realidades, sino el que cree ilusoriamente que hay realidades cognoscibles distintas de las
propias representaciones.
En su escrito sobre “La época de la imagen del mundo”, incluido en Caminos de
bosque, Heidegger ha visto muy bien que lo más característico de tal era no es sólo que
se forjen “imágenes del mundo”, sino también y sobre todo que se puedan forjar, justo
porque el mundo mismo se entiende como imagen: “La imagen del mundo no pasa de ser
medieval a ser moderna, sino que es el propio hecho de que el mundo pueda entenderse
como imagen lo que caracteriza la esencia de la Edad Moderna” (Heidegger, M., 1995:
89). Y más alejado de la interpretación moderna se encuentra el mundo griego. Mientras
que para la filosofía griega el ente es la presencia emergente de lo oculto que se patentiza
y para el pensamiento medieval es el ens creatum, aquello creado por un Ser personal en
su condición de causa suprema, para la modernidad “se busca y se encuentra el ser de lo
ente en la representabilidad de lo ente” (1995: 89).
A su vez, el concepto de representación está estrechamente vinculado al del dominio
del mundo por parte del hombre, entendido como sujeto. Correlativamente, la entidad se
interpreta como objeto, lo que está frente a mí y a mi disposición. Tan profundamente ha
calado en nosotros esta terminología que hoy confundimos objetividad con realidad, y
subjetividad con lo más radicalmente propio de lo humano. Esta transmutación semántica
respecto a la terminología clásica ha sido posible por el papel distorsionador que juega, al
menos desde Descartes, la idea de representación. La verdad misma se convierte en
certeza de la representación, y la investigación calculadora pasa a ocupar el lugar de la
búsqueda de la verdad (reducida ahora a mera erudición). Como dice contundentemente
Heidegger, “esta objetivación de lo ente tiene lugar en una re-presentación cuya meta es
colocar a todo lo ente ante sí de modo que el hombre que calcula pueda estar seguro de
lo ente o, lo que es lo mismo, pueda tener certeza de él” (1995: 86).

25
2.2. Subjetivismo y objetivismo

Lo propio de la modernidad es el intento de que la cosa aparezca ante nosotros


precisamente tal como se encuentra ella ante nosotros, es decir, tal como se representa.
Aunque, según advierte Heidegger, esto da lugar a un “juego alternante y necesario entre
subjetivismo y objetivismo”, lo decisivo es el dominio abarcador del hombre sobre toda
realidad susceptible de ser representada, es decir, de ser traída y tenida ante él. El mundo
es el nombre que se da al ente en su totalidad. Y el mundo como imagen es la expresión
de su abarcable disponibilidad: “Lo ente en su totalidad se entiende de tal manera que
sólo es y puede ser desde el momento en que es puesto por el hombre que representa y
produce” (1995: 87-88).
Mérito de Heidegger es el haber desenmascarado la genealogía de expresiones que se
han hecho comunes en la filosofía actual y que revelan un desconocimiento de su historia
conceptual y de su carga significativa. Hablamos o escribimos, por ejemplo, del ‘sistema’
de Tomás de Aquino, de Platón o de Aristóteles, cuando lo cierto es que sistema es una
noción estrictamente moderna que expresa “la unidad de la estructura en lo re-presentado
en cuanto tal, unidad que se despliega a partir del proyecto de objetividad de lo ente”
(1995: 98). Al serles ajeno este moderno concepto de representación, el sistema es
imposible en la Edad Media y resulta todavía más extraño al mundo griego. Aún más
actual e inquietante que hace sesenta años –a la vista, sobre todo, de las aplicaciones
políticas y sociales de los sistemas y de la teoría de sistemas‒ resulta esta afirmación de
Heidegger, en el pasaje que se acaba de citar: “Allí donde el mundo se convierte en
imagen, el sistema se hace con el dominio, y no sólo en el pensamiento”.
No menos confuso y hasta patético suele ser el actual uso de la palabra ‘valor’,
sobre todo cuando se recurre a ella para llenar de contenido ético la actividad educativa,
empresarial o política. Se acepta resignadamente que la realidad carece de significado
propio. No se advierte que la noción de valor implica, en sí misma, una pérdida del ser
cuando el ente se ha convertido en objeto del representar. A tal objeto representado se le
asigna –de manera convencional, ideológica o simplemente arbitraria– un determinado
valor. Así entendido, el valor es un mero objeto y, por lo tanto, algo irreal que no puede
servir de meta para las actividades humanas. Heidegger lo expresa lúcidamente: “El valor
es justamente el impotente y deshilachado disfraz de una objetividad de lo ente que ha
perdido toda relevancia y trasfondo. Nadie muere por meros valores” (1995: 99).

26
2.3. La verdad según Nietzsche

Nadie moriría en tal caso por la metafísica, íntimamente conectada con los
conceptos de representación y de valor. Según Heidegger, incluso “el pensamiento de
Nietzsche permanece preso de la idea de valor” (1995: 99), y por eso puede presentarlo
como la culminación y acabamiento de la metafísica. No es sólo que cuando Nietzsche
trata de auto-interpretarse explique lo más esencial de su pensamiento en términos de
“inversión de todos los valores”, es que el concepto de valor se halla presente –implícita
o explícitamente– en las articulaciones decisivas de esa filosofía que, a la postre, todavía
es moderna. Así acontece, por ejemplo, con un concepto tan decisivo y paradójico en el
pensamiento nietzscheano como es el concepto de verdad. Ya conocemos el histriónico
veredicto de Nietzsche:

¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, en resumidas


cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y
retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes;
las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin
fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas,
sino como metal (Nietzsche, F., 1990: 25).

La verdad es una ilusión; es la clase de error sin el cual una cierta especie de
vivientes –los humanos– no sabrían vivir (cfr. Conill, J., 1997). Lo inmediato sería,
entonces, dejar de ocuparse de lo que no es más que un error, una ilusión. Pero –según
señala Heidegger en su interpretación– Nietzsche negaría tajantemente tal inferencia:
“Precisamente porque la verdad es ilusión y error, precisamente por ello la verdad existe,
y también precisamente por ello la verdad es un valor” (Heidegger, M., 1989: I, 508-
509). La evaluación “yo creo que esto y aquello es así” constituye, para Nietzsche, la
esencia de la verdad. En estas evaluaciones se expresan las condiciones de conservación
y crecimiento. Y es que nuestros órganos de conocimiento no se han desarrollado más
que con vistas a procurar y fomentar tales condiciones. La confianza atribuida a la razón
y a sus categorías, y –por tanto– a la lógica, sólo demuestra su utilidad para la vida,
probada por la experiencia: no la verdad de la lógica (1989: I, 509). La antinomia entre el
mundo verdadero y el mundo aparente se resuelve ahora en relaciones de valor.
Nosotros hemos proyectado nuestras condiciones de conservación como si fueran
atributos del ser: al necesitar que nuestras creencias sean estables para prosperar
vitalmente, hemos enfocado las cosas de manera que el mundo “verdadero” ya no sea un
mundo cambiante, en devenir, sino que sea un ente (1989: I, 510). En definitiva, la
verdad es una evaluación, y evaluar significa apreciar algo como valor y ponerlo en tanto
que tal. Y, a su vez, valor quiere decir condición perspectivista de la intensificación de la
vida (1989: I, 513). Esta “verdad” –así, con comillas– de la que habla Nietzsche
responde a los presupuestos ocultos de la metafísica occidental, que él pretende
desenmascarar. La interpretación del ser como ente, la fijación del ser como algo estable
y objetivo, presente ya en Platón y Aristóteles, responde a necesidades vitales, más que a

27
intereses puramente teóricos. De lo que Nietzsche no es consciente es de que su propio
concepto de verdad es esencialmente el mismo que el de toda la metafísica occidental, el
que atraviesa la historia del hombre occidental hasta penetrar en su quehacer cotidiano,
en sus opiniones y representaciones habituales. Esta determinación, brevemente
expresada por Heidegger, reza así:

La verdad es la rectitud del representar. Donde representar significa el tener-ante-sí y traer-ante-sí al


ente, por la percepción y la significación, por el recuerdo y el proyecto, por la esperanza y el rechazo. La
representación se encamina de acuerdo con el ente, se hace igual a él y lo reproduce. La verdad significa:
la adecuación del representar a lo que el ente es y cómo es (1989: I, 511).

Heidegger piensa, en efecto, que –con diversas precisiones conceptuales– la


determinación de la verdad como rectitud de la representación es esencialmente válida
para todos los pensadores occidentales, desde Platón hasta Nietzsche. Pero ya podemos
adelantar que esta nivelación conceptual dista mucho de reflejar lo que realmente ha
sucedido en la historia del filosofar. Aunque sólo sea porque la noción de representación
como Vorstellung es muy reciente: opera en el pensamiento de la modernidad, pero no –
ni siquiera virtualmente– en la metafísica clásica; mientras que los modos de pensar
estrictamente contemporáneos –fenomenología, hermenéutica, análisis lingüístico y
posmodernidad– se enfrentan críticamente con ella y en algunos casos (no en todos)
acaban por mostrar su invalidez. Por otra parte, la comprensión de la verdad como
rectitud (San Anselmo) o como adecuación (Tomás de Aquino) dista mucho de
proponer un mero ajuste de nuestras presuntas ideas representativas con una entidad
interpretada como efectividad o facticidad. Si las cosas fueran así, la representación se
entendería de manera óntica, es decir, sería una semejanza de los entes que tendría que
ser semejante a los entes mismos. Y éste no es el caso, ni puede serlo. Todo ello equivale
a atribuir globalmente al pensamiento griego y medieval un naturalismo que casi siempre
le es ajeno. Acusación que, como veremos, acaba por volverse contra el propio
Heidegger.
Tiene Heidegger toda la razón cuando piensa que la comprensión del ser como
realidad efectiva lleva consigo el cambio de la vedad en certeza (1989: II, 421). Pero este
giro –más decisivo que el copernicano– no tiene su origen en una presunta trasmutación
medieval, ya anticipada por Aristóteles, de la energeia en actualitas (1989: II, 410); y
desde luego no es historiográficamente riguroso atribuir este deslizamiento significativo a
Tomás de Aquino, como también pretende Heidegger (1975: 124-125 y 128-130). Lo
que resulta acertado –y sumamente agudo– es localizar este “acontecimiento en la
historia del ser” allí donde la modernidad campea. Es entonces cuando la verdad pierde
su fundamentación ontológica en el verum trascendental, para convertirse en una
característica exclusivamente referible al entendimiento humano o divino. Como al
poseer la verdad el sujeto tiene que saber que la posee, la verdad se transforma en un
saber del saber o, más rigurosamente, en un saber como saber, es decir, en la conciencia
de una representación. Lo cual equivale a decir que se sabe el saber como lo sabido. La
certeza no vale aquí sólo como añadidura al conocimiento, en el sentido de que éste ha

28
logrado la posesión y pertenencia del saber que le corresponde. No, la certeza es más
bien, como conciencia consciente de lo conocido, la forma decisiva del conocimiento, es
decir, la “verdad” (1989: II, 422).
Claro aparece que esta versión moderna de la verdad como certeza de la
representación sólo puede encuadrarse en una concepción antropológica determinada por
la correlación sujeto-objeto, que está lejos de ser tan obvia o inocente como a primera
vista podría parecer. Por de pronto, tal comprensión de la verdad como certeza del saber
señala, en la sucesión de las edades del hombre, el comienzo de los tiempos nuevos
(modernidad). Al introducir el tiempo mismo en la urdimbre de la existencia humana, el
discurrir de ésta sólo podrá evaluarse positivamente si aparece como progreso, o sea,
como conquista de nuevos saberes y nuevas capacidades de acción. Pero el logro de tales
éxitos y descubrimientos lleva consigo la aparición de nuevas vivencias que implican una
permanente acumulación de riesgos. Paradójicamente, el temple dominante en los
tiempos nuevos es el de la inseguridad. Ya no se trata de perfeccionarse con la
adquisición de la verdad, tal como se pretendía en la epistemología y la ética clásicas. Ya
no se pretende vivir bien, sino sobrevivir, en una época en la que los continuos cambios
provocan esos sentimientos de extrañeza y fragilidad tan bien descritos por Pascal. Lo
que necesita el hombre moderno es seguridad. Y ese aseguramiento ya no puede
ofrecérselo la perfección humana que el logro de la verdad comporta, sino la interna
solidez que la certeza implica (1989: II, 424).
La certeza es la seguridad del representarse de antemano lo que puede acontecer. Lo
realmente verdadero ya no es la interna patencia del ser, que era en cada ente como su
luz, reflejo de la Luz trascendente. Lo realmente verdadero en sentido moderno viene a
ser la efectividad, que no es un principio constitutivo del ente sino una modalidad suya: el
modo de enfrentarse al sujeto como un objeto que puede comportarse indistintamente
como efecto o como causa, precisamente porque su actividad no procede de un interno
principio dirigido hacia una finalidad; más bien remite a una totalidad en movimiento
inercial, de manera que sus distintas conjunciones y variaciones puedan preverse como
casos de una regla general, es decir, como hechos.
Según advierte Heidegger, la esencia de la efectividad del objeto consiste en la
estabilidad y permanencia que se representa en el representar cierto. Idea que,
ciertamente, ya se encontraba en la crítica de Nietzsche a la metafísica moderna:

Sólo mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y
petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la
capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible creencia de que este sol, esta
ventana, esta mesa son una verdad en sí, en resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se
olvida de sí mismo como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia;
si pudiera salir, aunque sólo fuese por un instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene
prisionero, se terminaría en el acto su “conciencia de sí mismo” (Nietzsche, F., 1990: 29).

Tal consistencia cancela el ir y venir que acontece en todo representar dubitativo. El


conocimiento libre de toda duda es la representación clara y distinta. El ente verdadero es
el ente cierto. Así puede decir Descartes en la tercera de sus Meditaciones metafísicas:

29
“Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son
verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente” (Decartes, R.,
1977: 31). Las exigencias del representar cierto conducen, según se aprecia ya en el
propio Descartes, a un fundamento absoluto e indiscutible, a una especie de
infraestructura o fundamento firme e inalterable, que ya no depende de la relación a
ninguna otra cosa, sino que está liberado de tal relación de dependencia y descansa
tranquilo en sí mismo (Heidegger, M., 1989: II, 429). Por eso la metafísica moderna –
para Heidegger, toda metafísica– presenta una constitución onto-teológica.

30
2.4. El naturalismo de Heidegger

Con mayor penetración que nadie, Heidegger ha visto el carácter representacionista


de la filosofía moderna. Lo que resulta más que discutible es que haya acertado al remitir
el origen del “olvido del ser”, que el representacionismo conlleva, al inicio histórico de la
metafísica en cuanto tal, es decir, a Platón y Aristóteles. Se puede demostrar que ni
Aristóteles ni el propio Platón eran pensadores representacionistas. Desde luego, no
encajan para nada en el complejo entramado del sistema epistemológico moderno, que
aquí se acaba de diseñar en sus rasgos elementales.
Mas, por así decirlo, todavía tenemos una cuenta pendiente con el propio Heidegger,
no vaya a ser que –como antes se apuntaba– sea él mismo quien haya quedado envuelto
en el naturalismo que implícitamente denuncia.
Por de pronto, el pensamiento de Heidegger –al menos en su primera etapa– se
puede encuadrar en la corriente de la filosofía trascendental, inaugurada por Kant. Este
estilo de pensar conduce a retrotraer críticamente las objetividades a su fundamento
subjetivo. Tal modo de proceder es iterativo: siempre se vuelve a pensar acerca de lo ya
pensado, en un intento de radicalizar cada vez más las instancias fundantes y hacer más
aguda la labor crítica. En semejante escenario, Heidegger –como, de un modo muy
diferente, Wittgenstein– viene a significar un punto de saturación reflexiva y crítica, al
alcanzar una radicalidad que parece insuperable y, en cierto sentido, exagerada.
Tales características se pueden apreciar en un concepto clave del pensamiento
heideggeriano: su noción de verdad. Ya en su primera gran obra original –El ser y el
tiempo (1927)– se preguntaba Heidegger, al hilo de su empeño por superar la clásica
definición de la verdad como adecuación del entendimiento y la cosa: “¿No estará lo
erróneo de la cuestión ya en el punto de partida, en la separación otológicamente no
aclarada de lo real y lo ideal?” (Heidegger, M., 1980: 237). Desde luego, habría que
argüir, la presunta separación no se aclara si –como hace Heidegger– la expresión
aristotélica noemata (intelecciones o pensamientos) se traduce sin más como
“representaciones” (1980: 235) y si la adecuación se hace equivaler a una genérica y
cosificada “concordancia”, cuyo sentido no variaría desde Aristóteles hasta, por lo
menos, Immanuel Kant (1980: 236).
La crítica heideggeriana a la concepción clásica de la verdad, a la que achaca su
encaminamiento a un proceso al infinito o a una petición de principio, no tiene en cuenta
algunos aspectos capitales de esta formulación, como sería –sin ir más lejos– la presencia
de una reflexión veritativa sin la cual la propia adecuación se torna ininteligible. Desde
luego, tal concepción no queda superada ni fundamentada por la propuesta de Heidegger:
“Verdad en su sentido más original es el ‘estado de abierto’ del ‘ser ahí’, estado al que es
inherente el ‘estado de descubiertos’ de los entes intramundanos” (1980: 244). Su
exégesis del vocablo griego aletheia, en el sentido de desocultamiento, descubrimiento o
patencia, no resuelve los supuestos problemas de la “relación” entre la mente y la
realidad, por la fundamental razón de que el desvelamiento siempre implica que algo se

31
desoculta ante alguien.
Paradójicamente, el ser propio del conocimiento es el gran ausente en esta
hermenéutica radicalizada de la verdad; lo cual tampoco es de extrañar, porque tal
problema constituye una aporía en todas las versiones –incluso en las más
evolucionadas– de la filosofía trascendental. La distinción –que no separación ni
propiamente “relación”– entre el ser veritativo y el ser real aporta la única clave filosófica
para evitar el naturalismo que malogra tantas teorías representacionistas y anti-
representacionistas de la verdad. En el caso de Heidegger, la radical apertura atribuida a
la concepción original de la verdad como aletheia presenta una cadencia nihilista que
anula la positiva libertad fundamental o trascendental de la mente como aquello que es en
cierto modo todos los entes (Aristóteles, 1978 a: 241; III, 8, 431 b 21), fórmula del De
Anima que se menciona como precendente en la Introducción a El ser y el tiempo (1980:
23). Lo único que entonces viene a quedar es la inmediata presencia de las cosas
desveladas en un ámbito luminosamente vacío: naturalismo tan depurado como
inequívoco, por cancelación de la praxis cognitiva.

32
3
En el umbral de la caverna

3.1. Apariencia y realidad

“Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene


la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz” (Platón, 1988 a: 338; VII, 514 a). Con
un magistral golpe dramático, el libro VII de la República platónica comienza a narrarnos
una historia –un mito quizás– que constituye uno de los tópicos más bellos y densos de la
cultura occidental. Como sucede siempre con las similitudes o ejemplos platónicos, todos
los detalles de la puesta en escena tienen importancia. Y precisamente lo primero que
encontramos aquí es un escenario de puras sombras, ésas que proyecta sobre la pared
opuesta a los encadenados un fuego situado detrás de ellos. Pero lo más importante que
inicialmente se narra en esta parábola es que los prisioneros están encadenados de tal
suerte que no “han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras
proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí” (1988a: 338-
339; VII, 515a).
En orden a comprender todo el significado que para el tema de la representación
cognoscitiva presenta el experimento conceptual platónico, es imprescindible hacer una
especie de “reducción fenomenológica” de lo que el narrador nos cuenta, y tratar de
identificarse con la situación que los protagonistas tienen en cada momento. En esta
etapa inicial –que vendría a ser como el primer acto del drama– los prisioneros no ven,
incluso de sí mismos, más que sombras. Lo cual equivale a decir que las imágenes en
blanco y negro de esa pared frontera constituyen para ellos la entera realidad.
Únicamente habría de añadirse que tales imágenes no son sólo visuales, sino también
acústicas, porque el fondo de la caverna devuelve los ecos provenientes de los
porteadores de las figuras que en la pared se reflejan (1988a: 339; VII, 515b). Lo que
pasa es que los prisioneros no saben que los ecos son ecos, ni que las sombras son
sombras. Viven en un mundo de solas apariencias y toman las apariencias por realidades:
las representaciones por cosas. Tanto las sombras como los ecos no son sino semejanzas
de algo. Pero los prisioneros no las consideran como semejanzas que remitieran a algo

33
distinto de sí. Se figuran –sin plantearse cuestión alguna al respecto– que son algo en sí.

34
3.2. El sueño y la vigilia

Platón relaciona explícitamente esta situación puramente representacionista con el


sueño, tema filosófico de primer orden, estrechamente conectado con el enigma de la
representación (cfr. Gallop, D., 1971). Porque la explicación primaria de lo que acontece
cuando soñamos es precisamente que, en tal tesitura, tomamos las representaciones por
realidades. Desde luego, no puede ser cierto –en estricto sentido– que nuestra vida es un
sueño, porque entonces el estar despierto no sería vivir o constituiría otra forma de
soñar. Pero una tradición cultural de remotos orígenes y curso ininterrumpido nos
previene de que también a veces soñamos despiertos o soñamos de día.
Para comprender mejor la conexión entre el enigma de la representación y el
problema gnoseológico del sueño, es conveniente volver al libro V de la República, a un
lugar donde se expone con gran claridad la naturaleza del sueño y se destaca su
relevancia filosófica, al insertar el recurso a él en una dilucidación de lo que sea el
conocimiento de las ideas. El texto en cuestión pertenece a los pasos iniciales de esa
etapa decisiva del diálogo, en la que el discurso acerca de la educación de los regentes
alcanza su punto álgido con la introducción –y el largo desarrollo posterior– de la tesis
acerca de la conveniencia de que “los filósofos reinen en los Estados o los que ahora son
reyes y gobernantes filosofen de modo genuino y acabado” (1988a: 282; V, 473d).
También es significativo que en las líneas inmediatamente anteriores al pasaje en cuestión
se contrapongan los verdaderamente filósofos, definidos como aquellos que “aman el
espectáculo de la verdad” (1988a: 286; V, 475e), a “aquellos que aman las audiciones y
espectáculos” y “se deleitan con sonidos bellos o con colores y figuras bellas, y con todo
lo que se fabrica con cosas de esa índole; pero su pensamiento es incapaz de divisar la
naturaleza de lo Bello en sí y de deleitarse con ella” (1988a: 287; V, 476b). El texto, por
tanto, se relaciona también con otro de los grandes temas de la Politeia: la crítica de las
artes figurativas y, en especial, de la poesía. Pero leámoslo ya:

–[...] El que cree que hay cosas bellas, pero no cree en la Belleza en sí ni es capaz de seguir al que
conduce a su conocimiento, ¿te parece que vive soñando o despierto –pregunta Sócrates. Examina. ¿No
consiste el soñar en que, ya sea mientras se duerme o bien cuando se ha despertado, se toma lo semejante
a algo, no por semejante, sino como aquello a lo cual se asemeja?
–En efecto,, contesta Glaucón, yo diría que soñar es algo de esa índole.
–Veamos ahora el caso contrario: aquel que estima que hay algo Bello en sí, y es capaz de mirarlo
tanto como las cosas que participan de él, sin confundirlo con las cosas que participan de él, ni a él por
estas cosas participantes, ¿te parece que vive despierto o soñando?
–Despierto, con mucho.
–¿No denominaremos correctamente al pensamiento de éste, en cuanto conoce, “conocimiento”,
mientras al del otro, en cuanto opina, “opinión”?
–Completamente de acuerdo (1988a: 287; V, 476c-d).

Resulta, a tenor de este texto que, como ha señalado repetidamente Inciarte, las
semejanzas no son semejantes a aquello que semejan. Pero tal desemejanza entre la
semejanza y aquello que ésta semeja sólo puede captarla aquel que conoce y distingue

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ambos extremos de la relación. El que no advierte la diferencia y se detiene en la pura
semejanza, el que vive en un mundo de representaciones no contrapuestas a las
correspondientes realidades, “vive soñando”; mientras que el que no confunde la
representación con la realidad “vive despierto”.

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3.3. La metafórica

Se podría objetar que el sueño –en el sentido de ensoñación– desempeña aquí el


papel de una simple metáfora. Pero, habría que contestar, ¿no es aquí todo, o casi todo,
metáfora? ¿No es acaso metafórico también el recurso a la participación? Como ha
mostrado Wolfgang Wieland en su excelente libro sobre las formas del saber en Platón
(Wieland, W., 1982), se interpreta mal a este filósofo cuando se piensa que su continuo
recurso a ejemplos, alegorías y metáforas tiene sólo un valor retórico o poético. Porque
Platón acude a las metáforas precisamente en los momentos decisivos de la exposición de
su pensamiento filosófico. En la mismísima búsqueda de los primeros y más altos
principios de la realidad, lo que resulta del intento de disolver una metáfora es sólo otra
metáfora (1982: 63-64). Precisamente la alegoría de la caverna se inscribe –junto con la
similitud del sol y la de la línea– en el portentoso despliegue metafórico que Platón realiza
para determinar qué sea la naturaleza del Bien. Cuando Glaucón y los restantes
interlocutores esperaban –mediado el libro VI– que Sócrates emprendiera la suprema
empresa de decir qué sea el Bien, les sorprende con una declaración decepcionante:

–[...] Dejemos por ahora, dichosos amigos, lo que es en sí mismo el Bien; pues me parece demasiado
como para que el presente impulso permita en este momento alcanzar lo que juzgo de él (1988a: 329-330;
VI, 506d-e).

Es necesario refugiarse en lo que Blumemberg llama la metafórica, incluso en el caso


de la dilucidación del único principio –el Bien– que permite discernir acabadamente la
realidad respecto de sus representaciones o apariencias. Porque, a diferencia de la justicia
y aun de la belleza, cuando se trata del Bien nadie se contenta con las apariencias ni
puede descansar en ellas:

–[...] Es patente –dice Sócrates en el libro VI– que respecto de las cosas justas y bellas, muchos se
atienen a las apariencias y, aunque no sean justas ni bellas, actúan y las adquieren como si lo fueran;
respecto de las cosas buenas, en cambio, nadie se conforma con poseer apariencias, sino que buscan
cosas reales y rechazan las que sólo parecen buenas (1988a: 328; 505d).

Con un pensamiento que encontrará un eco literal en el comienzo de la Ética a


Nicómaco, Platón añade que el Bien es “lo que toda alma persigue y por lo cual hace
todo”. Mas, aunque adivina que existe, está “sumida en dificultades frente a eso y sin
poder captar suficientemente qué es, ni recurrir a una sólida creencia como sucede
respecto a otras cosas –que es lo que hace perder lo que puede haber en ellas de
ventajoso” (1988a: 328; VI, 505e-506a).
El Bien mismo –objeto último de la indagación– no podrá ser nunca objetivado ni
tematizado, porque justamente es esa posibilidad de ser objetivadas o tematizadas –
representadas– lo que convierte en ambivalente la ganancia que en apariencia se produce
cuando conocemos otras cosas.
En el escalón más bajo de esta confusión se halla quien toma las formas sensibles

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por realidades en sí. Es la situación en la que habíamos dejado a los encadenados desde
niños en la caverna.
Como antes se indicó, la monumental obra de Blumemberg –Höhlenausgänge‒
demuestra que la metafórica de la caverna y de sus posibles salidas recorre la cultura
humana desde Altamira hasta la televisión por cable. Respecto al paradigma platónico,
destaca Blumemberg que no sabemos quiénes eran los maquinadores que habían urdido
ese gran teatro en el que se representaba la comedia de los trasuntos sin realidad, ni
tampoco quién libera a uno de los encadenados. Como hipótesis para identificar a los
protagonistas de la maquinación, Blumemberg recurre a los sofistas. Pero no parece que
haya base para mantener esta tesis.

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3.4. ¿Política o educación?

El relato platónico se refiere implícitamente a un marco más amplio, como es la


situación del Estado en el que domina la aparienda de justída, por la que se regirían los
honores, elogios y recompensas que en la caverna habrían de recibir los encadenados que
con mayor agudeza divisaran las sombras, y los que adivinaran la futura sucesión de esas
diferentes sombras (1988a: 341; VII, 5l6c-d). Por lo que concierne a la liberación, su
relación con la paideia queda sugerida en la primera frase del libro VII, que es la única y
brevísima introducción a nuestra alegoría: “[...] Compara nuestra naturaleza respecto de
su educación y de su falta de educación con una experiencia como ésta” (1988a: 338;
VII, 514a). Según ha señalado Danilo Cruz Vélez (1989: 119-122), tanto Werner Jaeger
(1944: II, 391) como Martin Heidegger (1953: 113-158) conceden efectivamente a la
paideia, a la educación del hombre para convertirlo en una personalidad humana
completa, un papel central en la alegoría de la caverna. Pero Heidegger considera que el
humanismo que acompaña a ese ideal es filosóficamente negativo, de manera que su
interpretación puede leerse como una polémica con Jaeger, decidido promotor de un
nuevo humanismo inspirado en la filosofía griega.
En cambio, Platón no hace ninguna referencia a la anamnesis, ni en su narración ni
en la posterior explicación de ella. Pero la posibilidad de su evocación es tan natural
como sugiere una página de Marcel Proust, al comienzo de Por el camino de Swan:

Aunque durmiera en mi cama de costumbre, me bastaba con un sueño profundo que aflojara la
tensión de mi espíritu para que éste dejara escaparse el plano del lugar donde yo me había dormido, y al
despertarme a medianoche, como no sabía dónde me encontraba, en el primer momento tampoco sabía
quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez primitiva, tal como
puede vibrar en lo hondo de un animal, y hallábame en mayor desnudez de todo que el hombre de las
cavernas; pero entonces el recuerdo –y todavía no era el recuerdo del lugar en que me hallaba, sino el de
otros sitios en donde yo había vivido y en donde podía estar– descendía hasta mí como un socorro llegado
de lo alto para sacarme de la nada, porque yo sólo nunca hubiera podido salir (Proust, M., 1988: 14).

Descartada queda, desde luego, la posibilidad de una autoliberación. Esa “liberación


de sus cadenas” –que es, al tiempo, una “curación de su ignorancia”– viene impuesta por
alguien que fuerza a uno de los prisioneros a “levantarse de repente, volver el cuello y
marchar mirando a la luz” (1988a: 339; VII, 515c). Al hacer esto, el liberado sufre, y –
acostumbrado como estaba a la penumbra– es incapaz de percibir aquellas cosas cuyas
sombras había visto antes.
Pero ya ha acontecido un primer despertar. Aunque inicialmente perplejo –como el
que sale súbitamente de un profundo sueño– descubre que lo que él tomaba por
realidades no eran sino sombras de otras cosas que se le aparecen ahora como los
originales de aquellas representaciones. Ya estamos en el segundo acto del drama. Ya se
ha producido una primera rectificación de la apariencia y el inicio de la vuelta –periagoge
(Platón; 1988a: 344; VII, 518d)– del alma hacia la realidad. Mas aún se está lejos de la
realidad verdadera. Los objetos de los que ahora el prisionero sabe que sólo veía

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sombras, son meros simulacros, “toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros
animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases” (1988a: 338; VII, 5l4c-515a).
Son solamente imitaciones, pero el protagonista de este experimento conceptual no lo
sabe. Ahora está más próximo a lo real, mira más correctamente y hacia cosas más reales
(1988a: 340; VII, 515d), pero se encuentra aún en el fantasmagórico recinto de la
caverna. La propia luz que proyecta a esos artificios sobre la pared es una luz artificial, la
luz de un fuego encendido y alimentado por los maquinadores; luz de la que Platón dirá
después que es como una imagen del fuego respecto del sol (1988a: 364; VII, 532c).

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3.5. El sueño de la razón

El tránsito siguiente –el de la segunda etapa a la tercera– es sin duda el paso


decisivo: el que cruza el umbral de la caverna. Hasta ese umbral tiene que llegar
arrastrado por una empinada cuesta. Ahora mira (forzado) hacia la luz misma, pero su
perplejidad aumenta. Porque lo que esa luz natural le depara no son las imágenes de las
cosas que ahora decimos que son verdaderas, sino fulgores dentro de sus propios ojos
(1988a: 340; VII 516a. Cfr. 1988b: 435; 254a-b). Por eso se vuelve hacia aquellos
simulacros (segunda etapa), hacia ese ámbito cultural, al que se había adaptado con
rapidez y facilidad.
Lo más interesante de este paso del umbral de la caverna, lo que muestra que la
metafórica empleada por Platón resulta más compleja de lo que se suele suponer, es que
este tránsito ya no se puede entender como un simple despertar. Nada impide que
acontezca una reiteración del presunto despertar. Todos tenemos experiencia del sueño
dentro del sueño, es decir, de haber tenido conciencia de despertar de un sueño y haber
ido a parar a otro sueño, en lugar de despertar del todo. Desde luego, este segundo sueño
(tercera etapa) supone un cierto avance respecto al primero (primera etapa), aunque sea
más engañoso que el inicial.
Es muy significativo –y, tal vez, esencial para captar toda la intencionalidad del símil
de la caverna– que Platón, cuando llega el momento de explicar la alegoría, atribuya la
índole de un sueño a la primera etapa (situación de encadenamiento) y a la tercera
(inmediatamente posterior al cruce del umbral de la cueva); y, en cambio, no a la
segunda etapa (liberación dentro de la caverna) ni a la cuarta (completa liberación en el
mundo exterior y real).
Para comprender el significado de tal proceder –que, de nuevo, nada tiene de
casual– habremos de avanzar algo más en nuestro recuerdo de los textos platónicos. Pero
ya podemos adelantar que los dos sueños –el de la primera etapa y el de la tercera– son
de diferente índole. En ambos se dan las características comunes de la ensoñación, antes
apuntadas: se toma lo aparente por lo real, la representación por la cosa misma. Pero el
primer sueño es el solamente sensible, mientras que el segundo es ya el “sueño de la
razón” (cfr. Rosen, S., 1993: 133 y 301). En términos kantianos, cabría decir que la
primera ensoñación es una mera apariencia, mientras que la segunda es algo así como
una apariencia trascendental o ilusión trascendental.
Lo más característico de esta tercera etapa –y lo que la hace semejante a la primera–
es que en ella se captan configuraciones formales: las sombras mismas y, después, las
figuras de los hombres y de otros objetos reflejados en el agua; también percibiría esas
mismas figuras en los hombres y en los propios objetos; pero lo que sobre todo le
llamaría la atención serían la luna y los demás cuerpos celestes que brillan en la noche
(1988a: 340; VII, 5l6a-b).

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3.6. El símil del sol

El tránsito último y definitivo (de la tercera a la cuarta etapa) consistiría en pasar de


estas figuras luminosas, terrenales y celestes, a percibir la luz misma en su fuente real, es
decir, “el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino
contemplarlo como es en sí y por sí, en su propio ámbito” (1988a: 340; VII, 516b). Es la
más radical superación del representacionismo y el logro de un estricto atenimiento a lo
real.
El significado de esta cuarta etapa se le hace más neto al lector de la República si
recuerda el primero de la serie de símiles entre los que la alegoría de la caverna ocupa el
tercer lugar: el símil del sol.
Lo que el sol es en el ámbito de lo visible respecto de la vista y de lo que se ve, esto
mismo es en el ámbito inteligible el Bien respecto de la inteligencia y de lo que intelige
(1988a: 332; VI, 508c). Y así como la vista ve con claridad cuando fija su mirada en
objetos sobre los que brilla el sol, así la inteligencia contempla la verdadera realidad
cuando considera las cosas bajo la luz del Bien. “Pero cuando [el alma] se vuelve hacia
lo sumergido en la oscuridad, que nace y perece, entonces opina y percibe débilmente
con opiniones que la hacen ir de aquí para allá, y da la impresión de no tener inteligencia”
(1988a: 333; VI, 508d). La proporción gnoseológica remite a una proporción ontológica,
porque así como el sol es causa de la misma realidad de los objetos sensibles, se ha de
decir que “a las cosas cognoscibles les viene del Bien no sólo el ser conocidas, sino que
también de él les llega el existir y la esencia [ousia], aunque el Bien no sea esencia, sino
algo que se eleva más allá de la esencia [...]” (1988a: 334; VI, 509b), es decir, más allá
de todo lo formal y representable.
Porque, en efecto, el sentido de toda esta vuelta del alma es el retorno desde las
representaciones a lo que es en sí. Tal proceso no puede ser sólo interpretado –al modo
convencional– como un desprendimiento de lo sensible para llegar a lo inteligible, entre
otras cosas porque es en una etapa del tramo inteligible (la tercera) donde el alma puede
caer en el sueño más engañoso. Y, además, porque la cuarta etapa no representa para el
hombre el término del viaje.

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3.7. El regreso a la caverna

Es este último un aspecto que queda aclarado en el mito de la caverna de una


manera mucho más neta que en cualquier otro texto platónico. Los intérpretes suelen
conceder poca importancia al hecho de que el liberado retorna a la gruta, vuelve a cruzar
–en sentido contrario– el umbral de la caverna, para acometer una desigual lucha, un
agón, con los que permanecen encadenados. Allí, por cierto, se encontrará en desventaja
respecto a los que siguen habituados a las sombras, y quedará en ridículo ante ellos
porque afirma que esas sombras –que él ahora, todavía deslumbrado, apenas puede
percibir– no son la verdadera realidad. Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz,
lo matarían si pudieran (1988a: 341-342; VII, 516e-517a).
El realismo de Platón se hace aquí patético. La muerte de Sócrates es el
acontecimiento histórico que inspira el entero diálogo de la República, porque de lo que
se trata en él es de un sistema educativo y político que haga posible el cultivo de la
filosofía en la ciudad. Precisamente por eso el prisionero liberado tiene el deber de
retornar a la caverna. El filósofo está obligado al cuidado (epimeleia) de los demás
(1988a: 346; VII, 520a-b). Y es precisamente al formular este deber cuando Platón
interpreta explícitamente la primera etapa en términos de sueño. Los filósofos formados
en el Estado platónico están obligados a participar tanto en la filosofía como en la
política. Por eso hay que advertirles lo siguiente:

Cada uno a su turno [...] debéis descender hacia la morada común de los demás y habituaros a
contemplar las tinieblas; pues, una vez habituados, veréis mil veces mejor las cosas de allí, y conoceréis
cada una de las imágenes y de qué son imágenes, ya que vosotros habréis visto antes la verdad en lo que
concierne a las cosas bellas, justas y buenas. Y así el Estado habitará en la vigilia para nosotros y para
vosotros, no en el sueño, como pasa actualmente a la mayoría de los Estados, donde compiten entre sí
como entre sombras y disputan en torno al gobierno, como si fuera algo de gran valor (1988a: 346; VII,
520c).

Así pues, el sueño no es tanto una situación como una actitud. No depende
estrictamente de aquello que se conoce sino más bien de cómo se conoce. De manera
que el auténtico despertar del representacionismo al realismo no viene dado por el paso
de un ámbito de objetos a otro, por el cruzar en uno u otro sentido el umbral de la
caverna, sino por la plena actualización de la capacidad cognoscitiva. La superación del
representacionismo implica el paso del nivel de la forma al nivel del acto.
El recurso –más o menos metafórico– al sueño y a los sueños es muy frecuente en
los diálogos platónicos. Ciertamente, los sentidos del ‘sueño’ y del ‘ensueño’ son muy
diversos. Pero hay un sentido dominante, al que de algún modo se refieren todos los
demás. Será precisamente el del sueño como inactividad y la vigilia como actividad.
Ricardo Yepes ha mostrado cómo éste es también el sentido que adquiere en Aristóteles
(Yepes Stork, R., 1993), para quien el caso o ejemplo originario de la distinción potencia-
acto es precisamente el estar dormido con respecto al estar despierto (Aristóteles, 1990:
454; IX, 6, 1048b 1). Por ejemplo, en la Ética Eudemia dice Aristóteles que el sueño es

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inacción [argia] del alma, no una actividad (Aristóteles, 1993: 434; 1219b 19-20). En
este sentido, se llega a decir en el Fedón platónico que el estar despierto es tan contrario
al dormir como el vivir al estar muerto (1986: 54; 72 c).
El pasaje de los diálogos platónicos en que el tratamiento del sueño y la vigilia se
acerca más al enfoque “crítico” –en sentido moderno– se encuentra en el Teeteto, dentro
del contexto de la discusión acerca de si la percepción es saber:

–[...] ¿Qué prueba –pregunta Sócrates– podría uno esgrimir ante alguien que nos preguntara si
estamos dormidos en este mismo instante y soñamos todo lo que pensamos, o estamos en vela y
dialogamos despiertos unos con otros?
–En verdad (...) –contesta Teeteto– se queda uno perplejo cuando se pone a pensar qué prueba es la
que habría que aducir, pues en uno y otro estado acontecen las cosas en una perfecta correspondencia.
Nada nos impide creer en el trascurso de un sueño que estamos discutiendo lo que acabamos de discutir.
Además, cuando, al soñar, creemos estar contando sueños, la semejanza de uno y otro estado es
extraordinaria (1988b: 208; 158b-c; cfr. 157e-158a y 158d).

Por extrema que pueda parecer la hipótesis de que quizá estemos ahora dormidos –
Descartes la llamará “hiperbólica”–, el mismo Platón habla en el Timeo de ensueños en
supuesto estado de vigilia (1992: 232-233; 70d ss.); y en El sofista llegará a decir que los
productos de las artes imitativas son “como un sueño de origen humano elaborado para
quienes están despiertos” (1988b: 478; 266c). En el contexto del Teeteto se aprecia
claramente, por el curso de la discusión ulterior, que lo que asemeja al sueño el supuesto
estado anímico de quienes sólo conocen empíricamente la realidad es la pasividad que el
alma tiene en ambos casos. Si lo que conocemos lo recibimos pasivamente, “lo que le
parece a cada uno es así para la persona a quien se lo parece” (1988b: 232; 170a), de
manera que las cosas son para cada uno como a él le parecen (1988b: 235; 171e): tesis
atribuida a Protágoras que será discutida con todo detalle por Aristóteles en el libro IV de
la Metafísica.
El sueño es una actitud que no queda restringida a un determinado segmento
objetivo. Ya hemos anunciado que acontece también más allá del umbral de la caverna,
recién salidos de ella, en la etapa que hemos llamado tercera.
Lo que asemeja a la tercera etapa con la segunda es que el saber que en ambas
respectivamente se cultiva pertenece a lo que se designa como “artes”. Las que se
aprenderían en el ámbito intracavernario –segunda etapa– son aquellas que se ocupan “o
bien [...] de las opiniones y deseos de los hombres, o bien de la creación y fabricación de
objetos, o bien del cuidado de las cosas creadas naturalmente o fabricadas
artificialmente” (1988a: 365; 533b). En cambio, las que se ejercen ya a cielo abierto –en
la tercera etapa– no captan sólo simulacros sino algo de lo que es, como acontece en el
caso de la geometría y otras artes que la acompañan.
Pues bien, de ellas afirma Sócrates que “nos hacen ver lo que es como en sueños,
pero es imposible ver con ellas en estado de vigilia; mientras se sirven de supuestos,
dejándolos inamovibles, no pueden dar cuenta de ellos” (1988a: 365-366; VII, 533b-c).
No saben de los principios y, por lo tanto, anudan la conclusión y los pasos intermedios a
algo que no conocen, de suerte que ningún artificio podrá convertir semejante

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encadenamiento en ciencia (1988a: 365-366; VII, 533b-c). El conocimiento de los
principios quedará reservado para la cuarta etapa, en la que se ejerce el método
dialéctico, que “es el único que marcha, cancelando los supuestos, hasta el principio
mismo, a fin de consolidarse allí” (1988a: 366; VII, 533c-d).

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3.8. El símil de la línea

El significado de estas cuatro etapas del mito de la caverna en general, y el carácter


de “sueño” que especialmente corresponde a la primera y la tercera, quedan mejor
aclarados si –como hace explícitamente Platón (1988a: 366; VII, 533e-534a)– se
interpretan desde el símil más abstracto y técnico de los tres que componen la metafórica
central de la Politeia: el símil de la línea (1988a: 335-337; VI, 509d-511d).
También aquí –y especialmente aquí, donde se trata de un símil geométrico– son
relevantes todos los aspectos de la similitud. Tiene importancia, por ejemplo, que los
segmentos b y c (correspondientes, respectivamente, a la segunda y tercera etapas) sean
de la misma extensión; y que los segmentos a y c (primera y tercera etapas)
desempeñen ambos el papel de denominador en la siguiente proporción:

Desde luego, los dos segmentos que surgen de la primera partición de la línea (a+b y
c+d) significan, respectivamente, el ámbito de lo sensible y el ámbito de lo inteligible.
Pero, según ha señalado Wieland (1982: 202), aquí lo sensible ya no está como objeto de
la percepción –según sucedía en el símil del sol–, sino como punto de referencia de la
opinión. En rigor, los cuatro segmentos de la línea no son tanto cuatro ámbitos objetivos
como cuatro estados del alma. Advertir esto es esencial para la comprensión de la
alegoría de la caverna y, tal vez, de toda la filosofía platónica.
Las divisiones de la línea no se hacen atendiendo primariamente al tipo de objetos,
sino a la “distinta claridad y oscuridad relativas” de su conocimiento (1988a: 335; VI,
509d). “La línea ha quedado dividida –dice Sócrates–, en cuanto a su verdad y no
verdad, de modo que lo opinable es a lo cognoscible como la copia a aquello de lo que es
copiado” (1988a: 335; VI, 509d).
Precisamente por tratarse de una división de modos de conocimiento y no sólo de
objetos, el cognoscente mismo está incluido de diversas maneras en los diferentes tramos
de la línea (Wieland, W., 1982: 205). Dentro del ámbito de lo opinable, lo propio de la
primera etapa de la liberación o segmento a de la línea –la conjetura (eikasia)‒ es no
tanto que se ocupe de sombras, sino que no sabe que lo son: toma a las representaciones
sensibles por las cosas sensibles mismas. Lo que tiene de mínimo nivel gnoseológico este
tramo –correspondiente a la tesitura de los prisioneros encadenados– es la ínfima
capacidad del sujeto cognoscente para hacerse cargo de su propia situación como
cognoscente. En esta ausencia de reflexión, en esta confusión entre la representación y lo
representado, estriba la índole de sueño que Platón atribuye a este inicial tramo de lo
opinable.
En cambio, el que alcanza el siguiente tramo de lo opinable, y se encuentra en la

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segunda etapa de la liberación o segmento b de la línea –correspondiente a la creencia
(pistis)–, ya ha despertado del sueño. Y, como el prisionero ya liberado pero aún en el
ámbito cavernario, se hace cargo de que las sombras no son realidades en sí, sino copias
o trasuntos de las realidades fabricadas por el hombre que aparecen por encima del
tabique.
Al llegar a la tercera etapa de la liberación, traspasamos el umbral de la caverna y –
ocupando el segmento c de la línea, correspondiente a la razón (dianoia)‒ superamos lo
opinable y nos encontramos en el ámbito de lo cognoscible. Es muy significativo que, al
caracterizar el segmento c, Platón subraye su analogía con el segmento a. Aunque se
haya pasado también del ámbito sensible al inteligible, esto no es lo decisivo. Porque nos
encontramos de nuevo en la situación del que trata con representaciones como si fueran
realidades en sí; es decir, del que considera imágenes sin saber que lo son: del que está
nuevamente en un sueño, que esta vez es ya un “sueño de la razón”.
Importa destacar que las imágenes con las que se trata en el segmento c tienen una
índole inteligible, por más que el que las investiga se sirva de la imágenes sensibles como
una ilustración que facilita el estudio de las inteligibles: “De las cosas mismas que
configuran y dibujan hay sombras e imágenes en el agua, y de estas cosas que dibujan se
sirven como imágenes, buscando divisar aquellas cosas en sí que no podrían divisar de
otro modo que con el pensamiento” (1988a: 336; VII, 510e-51 la); cosas en sí tales
como la Diagonal en sí, el Cuadrado en sí o lo impar en sí.
Se trata de hipótesis, es decir, de supuestos desde los que no se avanza hacia sus
principios reales, sino hacia sus conclusiones científicas. Es el método hipotético de los
geómetras y, en general, de los matemáticos, entre los que Platón incluye a los
astrónomos y donde hoy habría que situar a los científicos de la naturaleza (en la medida
en que mantengan una presunta imagen científica del mundo).
Como dice Wieland, el matemático del que se habla en la República padece un
autoengaño estructural o constitutivo (1982: 214). Por eso su sueño –el sueño de la
dianoia‒ es más profundo y difícil de evitar que el de la eikasia. El matemático (en
cuanto tal) es el “platónico”, en el sentido usual de la palabra: el que supone formas
puras sin realidad, como si fueran realidades en sí. Es el que se aferra a un modelo
estático de dos mundos, como si se tratara de dos niveles de la realidad, cuando en rigor
se trata de dos formas de conocimiento de lo mismo (que siguen siendo las cosas
sensibles).
Claro aparece que el despertar de este sueño no se puede dar dentro de ese mismo
nivel matemático o físico-matemático. (De ahí que, paradójicamente, tal “sueño de la
razón” sea esencial e intrínseco en algunos sistemas filosóficos racionalistas que no
conocen una forma de conocimiento superior a la físico-matemática y son, por tanto,
constitutivamente representacionistas.) El despertar del sueño de la razón sólo acontece
en la cuarta etapa, desde el nivel de la inteligencia (nous), cuando se supera el
pensamiento discursivo de la dianoiayst alcanzan auténticas comprensiones de lo que es
en sí (kathauto). El método que ahora se sigue es –en sentido platónico– la dialéctica
que, a la inversa del método hipotético, va desde los supuestos hasta los principios,

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cancelando las hipótesis. En el segmento d, la facultad dialéctica –el nous‒ conoce los
supuestos como supuestos, y no como principios (1988a: 337; VI, 511b). No se engaña
al respecto. Descubre la condición medial o representativa de los supuestos, que
conducen hasta el principio, que es lo no supuesto, es decir, lo no representativo. “[...] Y
tras aferrarse a él, ateniéndose a las cosas que de él dependen, desciende hasta una
conclusión, sin servirse para nada de lo sensible, sino de Ideas, a través de Ideas y en
dirección a Ideas hasta concluir en Ideas” (1988a: 337; VI, 51 lb-c).

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3.9. ¿Teoría de las Ideas?

Pero ¿qué son las Ideas? Es muy curioso que Platón no lo diga en ningún momento.
Sin llegar a la extrema postura de Stanley Rosen, para quien la teoría platónica de las
ideas es un invento de la erudición historiográfica del siglo XIX (Rosen, S., 1993: 29),
resulta notorio que nunca comparece en los diálogos como tal teoría. Y más significativo
aún es que lo que comparezcan sean sendas críticas a una presunta teoría de las Ideas,
expuestas en la primera parte del Parménides (1988b: 38-56; 128e-135b) y en el pasaje
de la gigantomaquia en El sofista (cfr. Wieland, W., 1982: 112-123).
En el Parménides se exponen precisamente las dificultades insalvables en las que
incurre la aceptación de las Ideas como si fueran objetos determinados de un saber
temático. En este diálogo no realiza Platón su autocrítica, como tantas veces se ha dicho,
sino que critica una concepción equivocada de su aceptación de las Ideas: concepción
que –como se muestra por la propia factura del texto y por el hecho de que, en diálogos
posteriores, se sigan aceptando sin dificultad las Ideas– Platón mismo no comparte.
En El sofista se expone la “lucha de gigantes” sobre el ser entre los materialistas y
los amigos de las ideas (cfr. Wieland, W., 1982: 106-111). Ambos partidos coinciden en
atribuir al verdadero ser el carácter de la objetividad. Y eso es lo que el Extranjero –
ayudado en el diálogo por Teeteto– les reprochará a los dos bandos. Lo propio de los
“amigos de las Formas” es que entienden las Ideas como esencialidades existentes para
sí, como entidades autárquicas y no relaciónales. Ya no son –como en otros diálogos–
“Ideas de...”, sino pura y autónomamente Ideas que, solemnes y majestuosas, están
quietas y estáticas (1988b: 419-421; 248e-249a).
Para Platón, las Ideas no son algo así como super-representaciones,
representaciones en sí. Ello equivaldría a convertir las hipótesis en principios y a hacer
del sueño de la razón algo insuperable y definitivo; porque de las Ideas así concebidas es
imposible dar razón. Sería el sueño dogmático por excelencia, y tendrían razón los
pensadores contemporáneos que consideran al platonismo como la falsedad primordial de
la filosofía.
No es ésta la doctrina platónica de las Ideas. Pero tampoco es otra, si consideramos
a tal doctrina como un saber temático y objetivante. El hecho de que en los diálogos
platónicos no aparezca siquiera la expresión ‘teoría de las Ideas’ o ‘doctrina de las Ideas’
está íntimamente relacionada con la crítica de la escritura (Reale, G. y Krämer: 1991),
expuesta al final del Fedro y en la Carta VII (de autenticidad aún dudosa). Lo que una
auténtica crítica de la escritura ha de mantener no es precisamente que haya una
doctrina no escrita acerca de las Ideas, sino que el saber acerca de las Ideas es
atemático, no temático o representativo. De él, propiamente, no sólo no se puede
escribir: tampoco se puede hablar. El saber acerca de las Ideas no es representativo: es
inobjetivo. Y es que las Ideas no son, para Platón, super-objetos ni representaciones
sustantes y sustantivas. Son comprensiones o –por así decirlo– intuiciones; mejor:
aquello que hace posible que haya comprensiones o intuiciones.

49
Al llegar a la cuarta etapa de la liberación, al tramo d de la línea, ya no nos hallamos
ante figuraciones o representaciones. Hemos alcanzado el puerto seguro de un saber no
representacionista de todas las realidades que al ser humano le son accesibles. Pero este
saber también –y más que ningún otro– incluye al sujeto que sabe, es inseparable de él.
No es un conjunto de teorías, sino más bien un saber del saber, un conocimiento
experiencial y práctico que posee una índole habitual y no objetivante ni objetiva (cfr.
Polo, L., 1993). Por eso, la doctrina platónica se expone en diálogos, en los que no
importa tanto la resolución del problema tratado como la mejora de los participantes en la
conversación para plantearse correctamente enigmas filosóficos y avanzar en su
resolución. Si se quiere, el tema de los diálogos es Sócrates mismo, como ideal del sabio,
y sus interlocutores, como aspirantes a la sabiduría o renuentes a ella.
Este saber supremo es algo también vacilante, que no excluye el claroscuro
intelectual, y que Sócrates presenta frecuentemente como recibido en un sueño o
revelado por un mito. El saber que supera toda metáfora sólo se puede exponer con
metáforas. La superación de las representaciones necesita contar con representaciones
para desplegarse y actuar. La sabiduría que conjura la ilusión del sueño engañoso quizá
sólo se pueda adquirir, a su vez, en la lucidez de un sueño revelador. El lugar natural del
filósofo es el umbral de la caverna.

50
4
Acción trascendental y representación

4.1. De Kant a Platón, y vuelta

Extrañas pasarelas y afinidades sorprendentes conectan en ocasiones a pensadores


que, a primera vista, parecerían mutuamente ajenos e incluso reluctantes a toda posible
confrontación. Tal conexión puede sugerir inesperadas concordancias o, más
frecuentemente, una rivalidad filosófica acerca de cuestiones similares; rivalidad que –
como ha visto muy bien Alasdair MacIntyre– hunde sus raíces en tradiciones de
investigación que se ocupan de problemas filosóficos similares con recursos conceptuales
y metodológicos aparentemente inconmensurables (MacIntyre, A., 1992). Así y todo,
sólo un énfasis retórico o didáctico puede llevar a mantener lo que decía a finales de los
años sesenta el maestro Gottfried Martin: “Todos los filósofos se hacen las mismas
preguntas y todos dan las mismas respuestas”. Acontece más bien, en la línea apuntada
por MacIntyre, que desde una determinada tradición filosófica se intenta dar cuenta, con
los propios recursos conceptuales y metodológicos, de otra tradición rival, cuyo
instrumental filosófico se toma en serio y se pretende traducir ventajosamente al propio
idioma eidético; además de mostrar que la operación inversa es inviable, por falta de
hondura o amplitud en su conceptografía.
Entre las mil vicisitudes de tal índole experimentadas por el platonismo durante su
más que bimilenaria historia conceptual, destaca –por sorprendente y controvertida– su
recepción por parte de Kant y algunos de sus discípulos. A propósito de la concepción
platónica de las ideas, Kant formula una observación que podría considerarse como la
primera fulguración de la hermenéutica filosófica contemporánea:

[...] No es raro que, comparando los pensamientos expresados por un autor acerca de su tema, tanto en el
lenguaje ordinario como en los libros, lleguemos a entenderle mejor de lo que él se ha entendido a sí
mismo. En efecto, al no precisar suficientemente su concepto, este autor hablaba, o pensaba incluso, de
forma contraria a su propio objetivo (Kant, I., 1978: 310; A 313-314, B 370).

Es de justicia concederle a Kant que, con su habitual perspicacia, confronta con

51
notable acierto los planteamientos platónicos con los suyos propios en estas páginas
iniciales de la Dialéctica trascendental (1978: 310; A 313, B 370), que concluyen
significativamente con una clasificación de las diferentes clases de representaciones.
Lamentablemente, no se puede atribuir un acierto semejante a su discípulo Paul
Natorp quien, como suele suceder, es más radical que su propio maestro. En su obra
acerca de la doctrina platónica de las ideas (publicada por primera vez en 1902), el
neokantiano de Marburgo considera que Platón es un idealista originario y autóctono
(Natorp, P., 1961: IX), que inicia lo que va a ser el método de la filosofía, y –por lo
tanto– que la dialéctica platónica anticipa tesis fundamentales de la crítica kantiana,
superadora tanto del dogmatismo aristotélico como del escepticismo empirista (1961:
131-132 y 407-408). Tiene razón Natorp cuando no legitima el concepto kantiano de
cosa en sí y considera que las cosas se disuelven para Kant en relaciones (1961: 401),
pero no hay modo de justificar –como él pretende– que esta posición tenga antecedentes
platónicos. Desde luego, las ideas platónicas no tienen el mismo sentido que el a priori
kantiano, por más que la lectura que Natorp hace de esta teoría platónica acierte en
alguna medida a descosificar las ideas, lo cual podría recordar vagamente la exégesis
propuesta en el capítulo anterior. En último término, su interpretación de Platón es
puramente epistemológica y representacionista (1961: 163, 249, 276 y 395) y no está
claro que semejante postura filosófica valga (sin más) ni siquiera para el propio Kant,
según se tratará de mostrar en lo que sigue.

52
4.2. Aristóteles y Kant: ¿de la forma al acto?

En el capítulo segundo se ha visto que Heidegger caracteriza la modernidad como


una época en la que la certeza sustituye a la verdad, al tiempo que realidad y
representación se copertenecen. El predominio de la repraesentatio o Vorstellung anula
el movimiento emergente de lo oculto que se patentiza en el fenómeno. La presencia se
entiende como un dominio del sujeto que todo lo iguala en la univocidad del objeto o de
la idea. De suerte que lo que se piensa ya no es el ser sino la representación que lo
sustituye.
También hubo ocasión de considerar cómo el propio Heidegger ha mostrado en su
obra Nietzsche la cadencia nihilista de esta metafísica moderna en la que el ser emergente
queda sustituido por la idea que está por él, que lo supone, que es su representación
vicarial. Heidegger acierta cuando refiere ese representacionismo vicarial a Descartes y
Leibniz. Cabe pensar, en cambio, que la filosofía kantiana constituye el último intento
moderno de contener o de reducir ese sesgo nihilista que lleva en su entraña el
representacionismo de los racionalistas y empiristas. Aunque situado en el mismo
elemento (en sentido hegeliano) que sus inmediatos predecesores, Kant se destaca de
ellos y vuelve a conectar con las inquietudes profundas de los metafíisicos clásicos.
Platón advirtió que –al limitarse a las apariencias– los sofistas se ocupaban más del no
ser que del ser. Aristóteles recuerda este juicio y lo suscribe cuando, en el libro VI de la
Metafisica, se ocupa del ens per accidense) ser coincidental (cfr. Quevedo, A., 1989).
Como ha señalado en varias ocasiones Fernando Inciarte, la línea seguida por
Aristóteles para superar ese nihilismo –de corte relativista o pragmatista– viene dada por
el intento de sobrepasar los contenidos significativos o representativos en dirección hacia
el acto. Cabría entonces aventurar la hipótesis de que quizá se pueda encontrar también
en la filosofía crítica una superación del representacionismo en la línea del acto. Claro
aparece, de entrada, que tal maniobra se daría en una metafísica transformada en
filosofía trascendental y, por lo tanto, en clave gnoseológica más que propiamente
ontológica.
Sucede, además, que la línea más viva y prometedora de la investigación kantiana es
hoy precisamente la que interpreta la filosofía trascendental como una teoría de la
acción (Llano, A., 1988). Los libros de Miquel Bastóns (Bastóns, M., 1989) y Carmen
Innerarity (Innerarity, C., 1995) constituyen tal vez los exponentes más rigurosos y
avanzados de esa línea hermenéutica, en la que figuran autores tan destacados como
Kaulbach (Kaulbach, F., 1978) y Prauss (Prauss, G., 1983).

53
4.3. Naturaleza y libertad

Frente a la unilateralidad representacionista del racionalismo y el empirismo, lo que


destaca en Kant es un esfuerzo por lograr una nueva articulación entre naturaleza y
espíritu. La clave del arco de esta reconstrucción se halla en una idea de la libertad
como autonomía, que implica una posición del hombre en el mundo muy distinta de la
clásica. En la especulación griega (especialmente en la de signo aristotélico) y en sus
progresiones medievales el hombre se entiende como animal que tiene logos, como un
ser vivo cuya naturaleza está dotada de espíritu. El hombre se considera a sí mismo
como una parte –aunque sumamente cualificada– del mundo natural. Y la propia
naturaleza está penetrada por el logos; lo cual se revela en su carácter teleológico, en su
orientación hacia fines reales. Para Kant, en cambio, la dimensión de la finalidad que
predomina es ésa que él denominó “teleología de la razón humana”, la cual ya no viene
dada por la naturaleza vital de la persona sino por los propios y autónomos intereses de
la razón. Es la finalidad de la razón humana, que dimana de las leyes internas y
autónomas de la actividad de su propio espíritu. El espíritu no contempla la naturaleza e
intenta abstraer sus leyes ocultas: le impone las suyas propias. No la escucha, la domina.
De acuerdo con esta nueva articulación entre naturaleza y espíritu, la acción
espontánea pasa a ser el principio determinante y fundamental, no sólo en el terreno
moral o práctico, sino también en el teórico o científico. La libre acción humana es la
única instancia capaz de superar la angostura y particularidad del mero influjo físico que,
respecto al hombre, tiene una índole casual y, por así decirlo, violenta.
Para superar esa necesidad fáctica, esa necesidad entendida como límite meramente
empírico, Kant propone una nueva concepción de la ciencia y de la moral, según la cual
toda auténtica y positiva necesidad racional tiene como fundamento una acción libre que
supera la constricción circunstancial y abre ámbitos de comunicación humana legítimos y
estables. La activa subjetividad del sujeto libre fundamenta la objetividad del sujeto, es
decir, su universalidad y necesidad. Tal es el sentido kantiano del a priori, que se
desplaza de la estaticidad eidética y meramente representativa de lo analítico, para ocupar
la vertiente dinámica y constructiva de lo sintético.

54
4.4. Los límites de la experiencia

Este modelo de la articulación entre naturaleza y espíritu opera ya –aunque de


manera preliminar e imperfecta– en la teoría kantiana de la sensibilidad. La experiencia
sensible aparece inicialmente como límite insoslayable, del que hay que partir, pero que
será preciso superar. Los datos sensibles, pasivamente recibidos, son meras
representaciones que sólo adquirirán la altura de objetos fenoménicos –de auténticas
representaciones‒ en virtud de la configuración espacio-temporal propia de la
sensibilidad misma.
Estamos aún en los primeros pasos de la reflexión crítica sobre nuestro propio
conocimiento. Pero ya se comienzan a dibujar sus contornos caracterísiticos. Por de
pronto, se nos anuncia que la sensibilidad es la única facultad humana capaz de
inmediación, de referencia directa a lo singular, es decir, de intuición. Kant está
convencido de que la “intuición únicamente tiene lugar en la medida en que el objeto nos
es dado” (Kant, I., 1978: 65; A 19, B 33). Pero, a su vez, el objeto no nos puede ser
dado si no afecta de alguna manera a nuestro psiquismo.
Según se mantiene en la Crítica de la razón pura, tal afección es una acción sobre
el yo empírico, o sea, una acción que –por su índole originalmente heterónoma, natural–
ha de ser neutralizada y formalizada por el espíritu. El simple dato es una representación
empírica, meramente subjetiva. Por sí solo no nos aporta ninguna riqueza de ser, ninguna
altura de realidad. Esa primera aportación de objetividad proviene de las
representaciones puras del espacio y del tiempo, que son –según la terminología
kantiana– tanto “formas de la intuición” como “intuiciones formales”, y que constituyen
la inicial superación del límite empírico.
Kant se ha desmarcado ya de las posiciones de partida que le brindaba la filosofía de
su época. No sólo rechaza la teoría leibniciana de la sensación como intelección confusa,
sino que propone una noción inédita en toda la historia del pensamiento occidental: la de
intuición sensible pura. Se trata de una intuición ideal, pero no intelectual, que además
constituye la condición de posibilidad de la objetividad sensible.
Resulta así que el realismo empírico kantiano –su admisión de la inmediación
sensible– sólo es un realismo en la medida en que se constituye simultáneamente en un
idealismo trascendental. Dicho de manera más provocativa: los fenómenos sensibles son
reales, son representaciones y no meras ensoñaciones, en la medida en que los datos
empíricos se reciben formalizados como representaciones ideales. Se trata de una especie
de “ley de cruz”, según la cual sólo la idealidad puede “salvar” a la realidad. Las
representaciones puras “salvan” a las representaciones empíricas de su accidentalidad
subjetiva, de su mera datitud particular, de su carácter de límite casual. Similia similibus
curantur: del subjetivismo empírico sólo cura el subjetivismo trascendental. Kant
entiende que su idealismo trascendental es la única salvaguarda contra el idealismo
empírico, para el que –como en Berkeley– ser es ser percibido (esse est percipi).
Es patente el aspecto positivo que este resultado de la Estética trascendental

55
presenta para nuestra búsqueda. Al distinguir entre representaciones empíricas y
representaciones puras, el craso representacionismo que sólo se alimenta de apariencias
ha sido superado. Y, además, no ha sido necesario recurrir al realismo trascendental de
cuño racionalista. La representación inmediata ha sido, a su vez, re-presentada en el
ámbito propio del conocimiento sensible. Se han “salvado los fenómenos” sin necesidad
de cancelarlos: han quedado convertidos en objetos aptos para las ciencias matemáticas.
Las sombras de la caverna –recordemos a Platón– adquieren ya perfiles geométricos
estables y un orden de sucesión susceptible de cálculo. La gruta, el speleion, comienza a
ser habitable.
Ahora bien, el precio pagado por este logro tampoco ha sido bajo. Porque la
formalización re-presentativa, la representación de segundo nivel sensible, no ha
procedido de una actividad ordenadora o iluminadora del espíritu, ya que para Kant el
espacio y el tiempo son formas de la receptividad. Y, como dice Leonardo Polo (Polo,
L., 1987), el primer axioma de la teoría del conocimiento es que todo conocer, también el
sensible, es estrictamente acto. La recepción pasiva –por formal que sea– no salva
completamente a los datos de su referencia originaria a reacciones subjetivas.
Se obstruyen así, en buena parte, las aportaciones ontológicas de esta primera
inmediación. Pero es que, además, tal pasivismo gnoseológico inicial anuncia ya la
imposibilidad de una segunda inmediación: aquella que –en un peculiar sentido, al que se
hará referencia más adelante– podría venir por vía intelectual, a través de los conceptos
más elementales y primarios. Kant mismo lo sentenciará con esa lucidez suya, tan
abrupta:

La doctrina de la sensibilidad es, a la vez, la doctrina de los noúmenos en sentido negativo (1978:
270; B 307).

En este primer estadio de la Crítica de la razón pura, el juego entre acción y


representación se ha resuelto en favor de la representación, precisamente porque la
acción tiene un origen heterónomo y, por así decirlo, natural. Se trataba, en terminología
tradicional, de una acción transeúnte –la afección– cuyo efecto era la inmediatez del dato
sensible: una inmediatez que no es propiamente inmediación cognoscitiva sino límite para
el conocimiento. Esta acción debía, por tanto, ser neutralizada por el recurso a un
segundo nivel de representaciones, las puras, que superan el límite de la contingencia
empírica. Pero tal superación es sólo preparatoria. Aún no se ha ganado la auténtica
realidad objetiva, que sólo el entendimiento espontáneo podrá deparar. Es en el estadio
de la Lógica Trascendental cuando Kant pone en juego su genuino concepto de acción
autónoma. Esta fase es, evidentemente, mucho más prometedora para nuestro propósito
de encontrar una instancia cognoscitiva capaz de trascender un representacionismo que
había sido matizado, graduado, pero no superado, en el tramo de la intuición sensible.

56
4.5. Acciones del pensar puro

La fórmula clave, extrañamente desatendida por los especialistas en la teoría


kantiana de la acción, es la caracterización que Kant hace de los conceptos-raíces del
entendimiento como acciones del pensar puro –Handlungen des reinen Denkens–
(1978: 97; A 57, B 81). Así entendidas, las categorías implican un claro avance desde el
contenido representativo hacia la función activa del conocimiento intelectual. Porque, en
efecto, Kant nos dice que las categorías son funciones, patrones básicos de acción,
formas de la síntesis intelectual. Y la síntesis queda definida, a su vez, como “la acción
(Handlung) de reunir diferentes representaciones y de entender su variedad en un único
conocimiento” (1978: 111; A 77, B 103).
Como reconoce en su Respuesta a Eberhard o Entdeckung, de 1789, Kant se había
inspirado en el a priori leibniciano de las ideas para el diseño de su Crítica de la razón
pura (Kant, I., 1923: VIII, 250). Pero Leibniz adjudicaba a las ideas la condición de
disposiciones innatas, puestas en nuestra mente por Dios, lo cual suponía mantener un
representacionismo mucho más radical que el kantiano y un naturalismo gnoseológico
que, como se verá enseguida, Kant tratará de evitar con sus mejores recursos filosóficos.
En el Avant-Propos de sus Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Leibniz
utiliza una bella metáfora para ilustrar su posición. En lugar de acudir a la imagen –por lo
general, tan mal entendida–de la tabula rasa de los escolásticos, compara nuestro
entendimiento con un bloque de mármol, pero no completamente unido u homogéneo,
sino cruzado por venas o vetas que prediseñan la escultura que se ha de labrar:

Si hubiera vetas en la piedra, que marcasen la figura de Hércules preferiblemente a otras figuras, esta
piedra estaría ya más determinada, y Hércules estaría allí como innato de algún modo, cualquiera que fuera
el trabajo requerido para descubrir estas venas, para limpiarlas y pulirlas, arrancando lo que las impide
aparecer. Es así como las ideas nos son innatas: como inclinaciones, disposiciones, hábitos o virtualidades
naturales y no como acciones (et non pas comme des actions), aunque tales virtualidades –matiza Leibniz–
estén siempre acompañadas por ciertas acciones, a menudo insensibles, que responden a ellas (Leibniz, G.
W., 1974: 196).

La diferencia entre las respectivas soluciones que se dan a este problema –el del
origen y naturaleza de los conceptos o ideas– marca la línea divisoria entre el
representacionismo racionalista y la teoría trascendental del conocimiento. Kant lo pone
de manifiesto en un “lugar solemne”, justo al final de la segunda redacción de la
Deducción trascendental de las categorías, donde formula una dura crítica al innatismo
leibniciano (Kant, I., 1978: 176-177; B 167-168).

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4.6. La neutralización de la arbitrariedad

Kant considera la postura de Leibniz como una vía media entre la concepción de
Locke (también representacionista) y la suya propia, que es activo-trascendental. La
objeción decisiva contra Leibniz es la siguiente: si las categorías estuvieran puestas en
nosotros desde el comienzo de nuestra existencia como contenidos implícitos, como
disposiciones subjetivas, serían para nosotros casuales o arbitrarias, carecerían de
necesidad, que es una nota esencial de los conceptos intelectuales. Merece la pena releer
el texto, porque nos dice casi todo sobre ese estilo kantiano, tan peculiar y tan clásico a la
vez, de intentar disipar el sueño de la razón:

El concepto de causa [...], que expresa la necesidad de que algo se produzca, una vez supuesta una
condición, sería falso si se basara simplemente en una arbitraria y subjetiva necesidad –implantada en
nosotros– de enlazar determinadas representaciones empíricas según tal norma de relación. No podría
afirmar entonces que el efecto se halla ligado a la causa en el objeto (es decir, necesariamente), sino que
mi disposición es tal, que no puedo pensar esa representación sino como enlazada de este modo. Esto es
precisamente lo que más desea el escéptico, ya que entonces todo nuestro conocimiento no es más que
pura ilusión. Tampoco faltaría quien no admitiera tal necesidad subjetiva (que ha de ser sentida). Lo cierto
es que no podríamos discutir con nadie sobre algo basado simplemente en la forma de estar organizado el
sujeto (1978: 176-177; B 167-168).

Kant ve con gran lucidez que el contenido representativo no decide por sí sólo entre
la verdad y la ilusión. También en los sueños hay contenidos representativos, cuya
configuración y sucesión responde en buena parte a condicionamientos naturales. Si
nuestra situación epistemológica fuera la que propone Leibniz, se habría realizado a la
letra la hipótesis cartesiana del genio maligno. Sólo que ahora habríamos de suponer –sin
estar jamás ciertos de ello– que el deus deceptor se ha convertido en un dios veraz que
puebla el invencible sueño de nuestro espíritu con imágenes “organizadas de tal manera –
dice Kant– que su uso estaría en perfecta concordancia con las leyes de la naturaleza”
(1978: 176; B 167). A este sistema de preformación de la razón pura, opone Kant su
sistema de epigénesis, de activa autoemergencia de la razón pura, según el cual las
categorías –espontáneamente pensadas– son los primeros principios a priori de nuestro
conocimiento, los fundamentos autónomos que posibilitan toda experiencia en general.
Bien sabido es que, para Kant, sin intuiciones sensibles están vacíos los conceptos
intelectuales. Los conceptos son funciones sin contenido, y esto parece salvaguardar a
Kant del riesgo de naturalismo. Con ello parece volver a la doctrina peripatética de la
tabula rasa que, por cierto, no quiere decir que nuestro entendimiento se comporte
pasivamente, sino que no posee de antemano ninguna de las formas o contenidos que
adquiere al conocer. Pero el “antinaturalismo” gnoseológico aristotélico es tan radical que
ni siquiera admite que tengamos a priori en nuestra mente los primeros principios del
conocimiento intelectual, los cuales serán adquiridos de manera inmediata (statim et sine
discursu) por esa peculiar forma de inducción-abstracción a la que Aristóteles llamaba
epagoge (Zagal, H., 1993).

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Desde luego, el planteamiento kantiano dista mucho –a pesar de sus esfuerzos– de
ser tan neto. Porque, si bien las categorías no son ideas innatas respecto a su contenido,
constituyen patrones de acción ideal que resultan comunes a toda la especie humana. Por
más que no estén dadas de antemano sino que se constituyan en su propio ejercicio,
resulta que las categorías siempre son éstas y no otras. Acontece incluso –y Kant lo
reconoce lealmente– que no hay una necesidad absoluta de que las categorías sean
precisamente las que de hecho tenemos (la única necesidad absoluta es la de los
imperativos morales). Lo cual nos acerca a la conclusión de que los principios del
conocimiento presentan en el kantismo un cierto carácter fáctico, no lejano a lo que en
este libro se está entendiendo por naturalismo.
La tradición que se sirve de la imagen de la tabula rasa para descartar todo
innatismo, todo previo condicionamiento perturbador del conocimiento, le había llegado a
Kant a través de una versión tan debilitada y problemática como la de John Locke. Y de
ella no puede aceptar que los conceptos sean extraídos de la experiencia, porque tal
abstracción supondría una generatio aequivoca. Y, desde luego, lo es desde una posición
empirista; mas no tiene por qué serlo desde una posición metafísica.

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4.7. Tipos de representación

En cualquier caso, si se separa claramente del mentalismo racionalista, la oposición


de Kant al empirismo de las ideas es aún más fuerte. Le resulta insoportable, por
ejemplo, oír llamar ‘idea’ a la representación del color rojo (1978: 314; A 320, B 377).
Pero, sorprendentemente, él mismo no tiene empacho en denominar ‘representación’
tanto a la sensación como al concepto. Su propósito crítico es precisamente discernir,
evitar ese descuidado desorden con el que se designa “toda clase de representaciones”
(1978: 313; A 319, B 376). De ahí que –en el texto al que se hizo referencia al comienzo
de este capítulo– proponga una detallada clasificación de los diferentes tipos de
representación. En ella, usa la voz “Vorstellung” como género, del cual es una especie la
representación consciente (mit Bewusstsein), que abarca la sensatio (referida tan sólo a
meros estados subjetivos) y la cognitio, subdividida en intuición y concepto, pudiendo
éste, a su vez, ser empírico o puro (1978: 314; A 320, B 376-377).
Al cabo, los conceptos puros del entendimiento o categorías también son
denominados por Kant ‘representaciones’. ¿Nos hallamos ante una mera cuestión
terminológica, que no modificaría nuestra inicial distinción entre representación y acción?
Es de temer que no, que se trata de algo más. Baste limitarse a citar el texto que resulta
decisivo, si se tiene en cuenta que la función categorial no es sino la función judicativa:

Como ninguna representación que no sea intuición se refiere inmediatamente al objeto, jamás puede
un concepto referirse inmediatamente a un objeto, sino a alguna otra representación de este último (sea tal
representación una intuición o sea un concepto también). El juicio es, pues, el conocimiento mediato de un
objeto y, consiguientemente, representación de una representación del objeto (1978: 105; A 68, B 93).

El juicio queda reducido, por tanto, a ser representación de una representación


(Vorstellung einer Vorstellung). La propia síntesis judicativa consiste en una
representación unificante de lo diverso de la intuición. Unificación que introduce en sus
representaciones –dice Kant– un contenido trascendental (1978: 113; A 79, B 105), que
no es distinto de la forma lógica que se usa en cada caso.

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4.8. Representación y acción

El prometedor arranque ha decaído. La acción se ha decantado en representación.


Habrá que esperar aún unas décadas para que, en la obra de Brentano, la distinción entre
representación y juicio sea neta. Y hasta llegar a Frege no se establecerá además una
clara diferencia entre representación y concepto.
Y es que la superación kantiana de la representación en la línea del acto encuentra
graves dificultades por el propio concepto de acción que en esta titánica operación
intelectual se utiliza. Como recuerda Kaulbach en su obra Das Prinzip Handlung
(Kaulbach, F.,1978), Kant conoce las distinciones escolásticas entre actio inmanens y
actio transiens, entre agere y facere, como se comprueba en sus Lecciones de
Metafísica (Pölitz) (Kant, I., 1970: 564-566). Pero da de esta doctrina una versión muy
empobrecida, ya que entiende la acción inmanente simplemente como la acción interna.
Desde luego, nada o casi nada queda ya de la original distinción aristotélica entre
energeia y kinesis, tal como se propone en el libro IX de la Metafísica. Por lo tanto, no
es de extrañar que difícilmente se encuentre en Kant la noción de praxis teleia, o acto
perfecto, que no estaría en la línea de modificación o configuración de contenidos
representativos, sino en la línea de la actualización intencional.
Lo curioso y dramático del caso es que una noción de este tipo –potenciada en la
línea de la libre autonomía– era lo que Kant hubiera necesitado para realizar su nueva
articulación de naturaleza y espíritu. Una acción que es fin en sí misma (como es el caso
de la praxis perfecta) rima bien con su teleología de la razón humana con una razón
que se da fines a sí misma. Pero, como ha mostrado también Leonardo Polo, el modelo
gnoseológico kantiano presenta un carácter hilemórfico, en la línea de la acción
transeúnte, que no es una noción apta para aplicarla a las operaciones cognoscitivas.
La incongruencia entre tema y método, tan frecuente a lo largo de la historia de la
filosofía, se hace aquí palmaria. Porque, por una parte, los conceptos del entendimiento
son, para Kant, acciones autónomas del pensamiento puro, no sometido al inmediato
imperio de las sensaciones. En rigor, estas acciones trascendentales no están sometidas a
naturaleza alguna: ni a una incognoscible naturaleza esencial de las cosas físicas, ni a una
supuesta naturaleza ontológica del espíritu y sus facultades. Mas, por otra parte, la
concepción de la sensibilidad como receptividad y de la experiencia como límite deja
ahora sentir su peso muerto. El único uso legítimo de tales categorías espontáneas es,
entonces, el de sintetizar o construir sintéticamente la experiencia. El resultado de este
mero hacer (Kant, I., 1917: 149), que es una re-presentación constructiva, no puede ser
–a su vez– más que una representación de superior nivel (categorial).

61
4.9. Noesis y noema

Reinhold Aschenberg ha advertido, usando una terminología fenomenológica, que en


Kant casi nunca queda claro si la expresión ‘representación’ (Vorstellung) se usa en
sentido noético –como acción cognoscitiva (noesis)‒ o en sentido noemático –como
contenido conocido (noema)‒ o bien en ambos sentidos a la vez (Aschenberg, R., 1982).
Claro aparece que nuestra hipótesis inicial (la superación kantiana de la representación
vicarial por medio de una acción de alcance trascendental) exigiría una distinción entre el
noema y la noesis, entendiendo el noema como representación y la noesis como acción.
Ya hemos visto que esta diferenciación no se puede encontrar netamente en Kant. Pero –
a pesar de la nivelación terminológica y filosófica en términos de representación‒ quizá
se pueda hallar en Kant algún uso de la voz ‘representación’ que sea puramente noético,
que se refiera a la acción de representar y no a lo representado. Si así fuera, nuestra
hipótesis inicial no habría resultado totalmente refutada y sería ya perceptible una brecha,
una quiebra, en el representacionismo moderno.
Pues bien, si se puede encontrar en Kant una noción que presente tales
características, tal noción no puede ser otra que la de Yo pienso (Ich denke), tal como
aparece en la Deducción trascendental de las categorías, especialmente en la segunda
edición de la Crítica de la razón pura. “El Yo pienso –se lee allí– tiene que poder
acompañar todas mis representaciones” (1978: 153; B 132). Para que el Yo pienso pueda
mantener su irrenunciable identidad, tiene que distinguirse de todas mis representaciones,
justo en cuanto que las sintetiza intelectualmente según esas funciones objetivantes que
son las categorías.
Si las categorías quedan justificadas en la Deducción trascendental, es porque sin
ellas el sujeto intelectual perdería su identidad específica: no tendría conciencia intelectual
–apercepción pura– de sí mismo como sujeto cognoscente, irreductible a lo que conoce.
Y los propios objetos no podrían constituirse como tales, ya que no quedaría salvada su
ob-jetividad, es decir, su “estar frente” al sujeto que los conoce: su distinción de las
meras aparariencias o ensoñaciones.

62
4.10. La acción Yo pienso

De nuevo parece que se destaca la acción frente a las representaciones. La acción


primordial y originaria, la acción trascendental Yo pienso, se distingue de todas las
representaciones, incluidas las categorías, porque la unidad que ella opera ya no es una
construcción transeúnte. A diferencia de las categorías, el Yo pienso no es una función
directamente objetivante, sino la última condición de posibilidad de toda posible
objetivación. Parece que, ahora sí, hemos alcanzado algo muy semejante a la praxis
teleia, a un acto superior a todo contenido, que es pura acción intencional. Y,
ciertamente, Kant llega en este punto a su propuesta gnoseológica más avanzada e
interesante.
El alcance y los límites de esa tesis nuclear se aprecian muy bien en un texto en el
que Kant nos dice lo siguiente acerca del Yo pienso:

[...] Esa representación es un acto de la espontaneidad, es decir, no puede ser considerada como
perteneciente a la sensiblidad. La llamo apercepción pura para distinguirla de la empírica, ya que es una
conciencia que, al dar lugar a la representación Yo pienso (que ha de acompañar a todas las demás y que
es la misma en cada conciencia), no puede estar acompañada por ninguna otra representación (1978: 154;
B 132).

Nada impide, desde luego, que una representación sea considerada también como
una acción, siempre que se tome en su aspecto noético más que en el noemático. Pero es
que aquí el problema es, más bien, el inverso: que una acción sea considerada como una
representación. Y, además, no estamos ante una acción cualquiera, sino ante la acción
trascendental por excelencia, aquella que hace que todas las demás lo sean, es decir, que
tengan la índole representativa que les compete.
Ahora bien, es completamente inadmisible la reducción de todo conocimiento a la
representación vicarial o sustitutiva, porque aboca a un proceso al infinito. Es en este
punto donde se concentran todas las dificultades que plantea la solución kantiana. Si para
que las representaciones lo sean –para que sean mis representaciones de algo objetivo–
se precisa la mediación de otra representación interna al acto mismo de representar,
entonces también sería necesaria, para captar esa representación interna (el Yo pienso),
otra que a su vez fuera interna al acto de percibirla, y así sucesivamente.
Kant se da perfecta cuenta de este riesgo de caer en un proceso al infinito. Por eso
afirma que la representación Yo pienso, que ha de acompañar a todas las demás, no
puede estar acompañada a su vez por ninguna otra representación. Si se dijera
simplemente que la representación Yo pienso debe acompañar a todas las
representaciones, se produciría la paradoja de que también tiene que acompañarse a sí
misma. De ahí que Kant establezca una restricción y venga a decirnos que el Yo pienso
debe acompañar a todas las representaciones, excluida esa misma representación Yo
pienso. Pero la justificación que Kant ofrece de esta exclusión (1978: 330-331; A 345-
346, B 403-404) –a la que se hará referencia más adelante –hace ver a las claras que,
con los presupuestos epistemológicos y ontológicos de la filosofía crítica no cabe tal

63
escapatoria. El regiomontano, que había evitado el escollo del proceso al infinito, se
acerca arriesgadamente a la otra roca que amenaza siempre al filósofo: el círculo vicioso.
Kant, con su arrojo característico, no duda en obtener él mismo la conclusión acerca de
las aporías de pensar al yo pensante: “Por eso nos movemos en un círculo perpetuo en
torno a él, ya que, si queremos enjuiciarlo, nos vemos obligados a servirnos ya de su
representación” (1978: 331; A 346, B 404).
Por consiguiente, la identidad de la representación Yo pienso no puede darse en sí
misma, en una estricta auto-referencialidad: tiene que venir aportada por su constitutiva
referencia a todas las representaciones, y especialmente por los conceptos puros del
entendimiento, cuya identidad como representaciones viene dada, a su vez, por la
pertenencia a la subjetividad trascendental a través de ese medio representativo que es la
acción trascendental Yo pienso. De ahí el acuciante riesgo de círculo vicioso. Pero es
que, además, las representaciones intelectuales son conceptos, y no meras nociones, por
fluencia hacia las intuiciones empíricas, sin cuyo contenido los conceptos son vacíos (cfr.
1978: 124; A 90, b 122). De manera que si se intenta superar el círculo vicioso, la acción
trascendental deja de ser ya una presunta acción inmanente y es preciso volver a pensarla
como una acción transeúnte.
Tal planteamiento hace ver que –a pesar de todos los esfuerzos de Kant– tampoco el
Yo pienso puede considerarse como una praxis inmanente, ya que está referido
constitutivamente a lo que es distinto de sí. Kant, es cierto, ha logrado dar con una
representación puramente noética, sin contenido alguno. Su estatuto ontoiógico sería el
de una praxis teleia. Pero el pensador regiomontano ya no acierta a entender qué pueda
significar una acción que sea fin en sí misma. Por eso pone su fin en las demás
representaciones, con lo cual resulta algo tan extraño –quizá fascinante– como una acción
trascendental espontánea, autoconstituyente, finita y transeúnte.

64
4.11. La acción libre

La entera filosofía kantiana es como un gran “experimento conceptual” que nos


muestra hasta dónde llegan las posibilidades del representacionismo moderno en su
versión más acabada y potente. Por motivos epocales no le era posible a Kant despedirse
del elemento en el que se movía la filosofía de los tiempos nuevos. Intenta, entonces,
diferenciar y graduar la propia objetividad vicaria acudiendo al recurso de la acción libre.
Mas el propio representacionismo, al que permanece vinculado, le lleva a adoptar un
concepto unívoco de acción que no es apto para establecer una mediación satisfactoria
entre la naturaleza y el espíritu en el campo del pensamiento científico.
Todo lo dicho hasta ahora en este capítulo concierne al campo de los juicios que
Kant llama determinantes. En cambio, la situación respecto a los juicios reflexionantes
es más favorable para la filosofía crítica, precisamente porque con ellos no se pretende
construir un mundo, diseñar una natura formaliter spectata. Se trata, más bien, de jugar
libremente con nuestras propias representaciones, descubriendo en ellas la teleología de
la razón humana en su articulación con las demás facultades (sensibilidad externa,
imaginación y entendimiento).
Las pretensiones ontológicas de la Deducción trascendental dejan paso a las
consideraciones hermenéuticas de la reflexión trascendental. Llamo reflexión
trascendental –escribe Kant– al “acto (Handlung) mediante el cual uno la comparación
de las representaciones con la facultad cognoscitiva en la que se realiza y a través de la
cual distingo si son comparadas entre sí como pertenecientes al pensamiento puro o
como pertenecientes a la intuición sensible” (1978: 277; A 261, B 317). En este campo –
por el que se mueve la entera Crítica del Juicio– ya no hay ambigüedad entre acción y
representación, precisamente porque las representaciones se toman como tales –es decir,
como contenidos figurativos y no como formas reales– y la acción se limita a llevar a
cabo vinculaciones o diferenciaciones subjetivas.
Ya no estamos en el campo del conocimiento sino en el de las hipótesis teleológicas
o en el de las apreciaciones estéticas. Es el territorio del como si, de ese Ais ob que es
característico del mundo de la cultura. La cultura no es la realidad: es la mediación
humana de la realidad. Pero en el momento en el que nos percatamos de ello, en el punto
en el que la mediación representativa comparece como tal, la cultura pierde su vanidad y
su artificialidad auto-referencial, de manera que se convierte en camino para una visión
más limpia y certera de lo real.
En el segundo volumen de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust vislumbra lo
que puede significar para el propio arte esa liberación de los trasuntos. Es en el
memorable pasaje de la visita del narrador al estudio del pintor Elstir. Lo que revelan sus
cuadros es el admirable esfuerzo del artista “por despojarse en presencia de la realidad de
todas las nociones de su inteligencia”. Ese hombre tan inteligente se volvía ignorante
antes de pintar, se olvidaba de todo, porque “lo que se sabe no es de uno”. Y, así, tras
mirar en su mágico retrato una marina, un yate o una banderola, se podía contemplar

65
todo eso “como si nunca se hubiera visto” (Proust, M., 1995: 540).
Si se entiende que la filosofía del siglo XX –especialmente con Heidegger y
Wittgenstein– ha cancelado la vía del representacionismo moderno, la tarea que ahora se
presenta es la de acometer esa nueva unidad de naturaleza y espíritu desde unas bases no
representacionistas (aunque, claro, tampoco empiristas). Como ha mostrado Inciarte en
su artículo “Imágenes, palabras, signos”, ese camino que conduce a la recuperación de la
realidad perdida en sus simulacros es el del descubrimiento de una segunda inmediación
–conceptual, cuasi-intuitiva– que implica la descosificación de las representaciones.
La paradoja queda expresada así por el propio Inciarte: “El concepto es lo
máximamente cercano a la realidad, precisamente porque permite conocer la realidad sin
ser –como las copias, imágenes o palabras– algo real; el concepto es lo único
completamente inconmensurable con la realidad, lo que de ninguna manera es semejante
(o desemejante) a ella” (Inciarte, F., 1989: 186). Resulta así una ley de cruz, muy similar
a la kantiana, en virtud de la cual el reconocimiento de la idealidad es condición de
posibilidad para la salvación de lo real. Pero tal recurso filosófico sólo alcanza su meta si
el modelo nuclear que se adopta no es el de la representación sino el de la acción
intencional.
Si no admitimos esta peculiar irrealidad del concepto, fundada en la irreductibilidad
del espíritu a la materia, la distinción entre lo real y lo irreal se desvanece. Y entonces
tendríamos que decir con Friedrich Mauthner: “Nadie puede saber si no sueña esta
imagen casual del mundo”.

66
5
Representación y subjetividad trascendental

5.1. El presunto final de la historia de la subjetividad

En este capítulo se pretende retomar –en un contexto más amplio– la noción


kantiana de representación que, se sepa o no, constituye el foco de las actuales
discusiones gnoseológicas acerca del representacionismo. Como se ha visto a propósito
de las críticas heideggerianas a la noción moderna de representación (capítulo 2), ésta se
encuentra esencialmente vinculada al eje sujeto-objeto, cuestionado de un modo u otro
por las diversas manifestaciones del pensamiento posmoderno. Que la estructura sujeto-
objeto desempeña el papel de fundamento en el representacionismo maduro, es algo que
se muestra, mejor que en ningún otro texto, en esa enigmática pieza doctrinal que se
llama Deducción trascendental de las categorías, a la que ya se hizo alusión en el
capítulo anterior. Más adelante habrá ocasión de apreciar que cabe una deducción
trascendental en el contexto de una metafísica realista, como es el caso de la aristotélica.
Al tratarse de una deducción no representacionista y tal vez más rigurosa que la kantiana,
cabe la posibilidad de que quede abierto el acceso a una comprensión más amplia y libre
del papel que juega la representación en el conocimiento humano y, en consecuencia, qué
es lo que hay de acertado y qué es lo que hay de erróneo en las actuales actitudes
antifundacionalistas, es decir, opuestas a una concepción unitaria de la realidad y a una
explicación del conocimiento que pretenda todavía basarse en primeros principios (cfr.
Llano, A., 1990).
Pero comencemos con algunas consideraciones de actualidad en torno a la
subjetividad trascendental. Entre los escasos rasgos comunes que cabe encontrar en ese
abigarrado conjunto de actitudes y tendencias que suele llamarse ‘posmodernidad’, se
halla precisamente el rechazo de la relación sujeto-objeto –y de su “interfaz”: la
representación– como eje fundamental para la comprensión de la realidad y de su
conocimiento. Tal rechazo había sido ya anticipado por Wittgenstein y Heidegger, es
decir, por los dos pensadores más característicos de la primera mitad del siglo XX.
Aunque el modo de pensar de ambos se presentara aún (en buena parte) con el estilo de

67
la filosofía trascendental, se trataba ya de una “reflexión crítica” que –por haber
alcanzado su nivel de saturación– había llegado a sus fases terminales.
Lo que viene después ya es, claramente, “postismo”: nos hallamos, al parecer, más
allá de la subjetividad y de la objetividad. Y en consecuencia tanto vale oponerse
radicalmente al reconocimiento de toda representación como mantener que todo es, a la
postre, representación de una índole u otra. Se trata de un pensamiento crepuscular que
ni siquiera se esfuerza en luchar contra esos grandes conceptos modernos –sujeto, objeto
y representación, entre otros– por la simple razón de que han perdido toda vigencia. Lo
mismo que si Dios no existe ya no tiene sentido proclamar su muerte, tampoco tiene
sentido anunciar la “muerte del hombre” si ya nadie cree en serio que el sujeto humano
pueda distinguirse de unos objetos o representaciones que –a su vez–también han
perdido la estabilidad y la consistencia que les confería precisamente su índole
intersubjetiva.
Como sugiere Spaemann, la larga historia de la subjetividad parece haber llegado a
su fin (Spaemann, R., 1980). La subjetividad muerta sería –según tales interpretaciones–
la propia de un sujeto autónomo que domina la naturaleza y, sobre todo, se da leyes a sí
mismo. Esta libre autonomía respecto a la cual presuntamente nos situamos no es otra
que la expresada en lo que Hegel llamó “idea europea de libertad”. Como se lee en el
parágrafo 503 de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, “la libertad subjetiva o
morales la que en sentido europeo se llama principalmente libertad” (Hegel, G. W. E,
1997).

68
5.2. La libertad como autonomía: physis y logos

Esta libertad como radical autonomía constituye, ciertamente, la idea más


característica de la modernidad europea, la que marca su originalidad irreductible
respecto a la metafísica clásica. Desde tal perspectiva, el kantismo aparece como el
primer sistema filosófico enteramente moderno. Kant situó en el núcleo de su
pensamiento una idea de libertad que implica una modificación sustancial en la manera
como la filosofía clásica pensaba la articulación de sus dos conceptos capitales: el de
naturaleza y el de razón (physis y logos).
La modernidad madura cree ver en esta armónica articulación clásica de physis y
logos –de physis y praxis– un ilusorio antropomorfismo de la naturaleza. Frente a esta
visión supuestamente “pagana” del mundo, la filosofía de los tiempos nuevos pretende
trasponer tan problemática imbricación al plano más inteligible y controlable de las
representaciones. No puede ser –se piensa ya hacia el siglo XIV– que la filosofía como
scientia transcendens se fundamente en algo tan accidental como la experiencia humana
–sensible incluso– de una naturaleza contingente (cfr. Honnefelder, L., 1990). Es preciso
sustituir la tomista distinción de razón con fundamento en la realidad (distinctio rationis
cum fundamento in re) por la escotista distinción formal objetiva (distinctio formalis a
parte rei). Se recambian principios reales confusamente interpenetrados por
representaciones de índoles eidéticas netamente diferenciadas.
Se inicia así un modo racionalista de pensar que pone en primer término al hombre
como ser que, precisamente por estar dotado de razón, es un sujeto de actividades
propias, irreductibles a las cosas naturales: un ser libremente activo, un espontáneo
configurador de la naturaleza y –ante todo– de sí propio.
Como ha indicado Gerold Prauss, este decisivo cambio acaba por consistir en la
sustitución de la definición clásica del hombre como animal rationale por la definición
moderna del hombre como animal liberum, que Kant tomó de Rousseau (Prauss, G.,
1983).
La articulación entre razón y naturaleza, que los clásicos entendían como una
imbricación a su vez natural e inmediata, queda mediada ahora por la subjetividad libre,
como origen y fundamento de unas acciones que –en su raíz– ya no son naturales,
aunque sus efectos puedan tener un carácter empírico.
Se ha roto el equilibrio del cosmos clásico. Lo bueno y lo malo para el hombre ya no
se pueden entender en términos de acuerdo o desacuerdo con un orden natural prescrito
por Dios. No hay ninguna regla exterior para la libertad humana que –como escribió
Kant en la Reflexión 6960‒ es “una subjetiva carencia de leyes (eine subjective
Gesetzlosigkeit)” (Kant, I., 1934: XIX, 214). Y el propio Kant advertía en un escrito
inédito de 1765 –inspirado también por Rousseau– que esta carencia de reglas propia del
arbitrio humano es algo horrible: “erschrecklich” (Kant, I., 1942: XX, 91 ss.). La
condición natural del hombre es miserable, porque –de entrada– no sabe según qué reglas
debe juzgar sus acciones propias. “Diversos incidentes, extraños gustos, vanos o malos

69
caprichos, pueden suscitar efectos para los que el hombre no está preparado. Y así
sucede que se desconcierta y se confunde”, escribe Kant en la citada Reflexión.
Desde el comienzo de su carrera filosófica, que le llevaría al descubrimiento y
desarrollo de una teoría de la subjetividad trascendental, Kant se halla muy lejos de esa
actitud olímpica y casi rocosa que hoy tienden a atribuirle sus enterradores posmodernos.
Por de pronto, Kant tiene una conciencia muy viva –que nunca le abandonaría– de esa
miserable condición humana, proveniente de su sometimiento a una coacción física
(carente ya de finalidad) que el hombre experimenta sobre todo en los impulsos y
pasiones de su propio cuerpo, que le confunden y desconciertan.
Desde tal óptica, la empresa filosófica kantiana –la tarea crítica‒ se puede presentar
como un esfuerzo, más tantálico que titánico, para superar este desconcierto; para
sustituir los impulsos inmediatos por la mediación de unas representaciones cuyo origen
no sea (como lo era para los racionalistas dogmáticos) trascendente, sino autónomo, es
decir, libre; para descubrir otro tipo de leyes, que ya no serán leyes dadas en la
naturaleza, sino reglas que el hombre impone activamente a la naturaleza y a sí mismo:
leyes de la libertad, leyes autónomas.

70
5.3. Racionalidad de la libertad y liberación de la razón

El problema nuclear de la modernidad es el de la racionalidad de la libertad –la


elevación del impulso a representación– que Kant intenta resolver en la línea de una
liberación de la razón.
En un primer acercamiento, esta liberación de la razón se puede considerar como el
ideal ilustrado por excelencia: significa una inversión de las relaciones de dominio y
dependencia, una auténtica revolución. Se trata de liberar a la razón humana del dominio
de una naturaleza antropomórficamente configurada, sin caer por ello –según la expresión
de Prauss– en ese naturalismo del “anthropos”en el que habían incurrido los empiristas
británicos y los materialistas continentales.
Pero la actitud kantiana –en contra de lo que pretenden sus intérpretes
convencionales– está muy alejada del progresismo optimista de la Ilustración radical e
ingenua, que es al parecer la que hoy se da por muerta y enterrada. Kant se apercibe
perfectamente de las dificultades y riesgos de esa empresa filosófica que pretendía
obtener como resultado el alumbramiento de la libertad racional entendida como razón
liberada.
Es más: está convencido de que tal liberación nunca será plena. No puede serlo por
principio en el ámbito científico o teórico, porque en él las representaciones autónomas
de la razón, aunque no se deriven de la experiencia natural, sólo son válidas para el
conocimiento de la naturaleza tal como se nos da en la experiencia. Y no lo es tampoco
en el ámbito práctico, porque si bien los mandatos éticos se constituyen por la pura
representación de la ley moral, que es válida absolutamente (überhaupt), acontece que la
subjetividad humana tiene –de hecho– una propensión inevitable a dejarse someter por
los impulsos naturales.
El mal humano ya no es ahora un simple desorden natural, sino que pasa a alojarse
en el interior mismo de la razón humana: como limitación cognoscitiva en el campo
teórico y como corrupción libre y –por tanto radical‒ en el ámbito práctico.
“Los muertos que vos matáis –dice el Tenorio de Zorrilla–gozan de buena salud”.
De la subjetividad trascendental kantiana cabría decir hoy algo sólo aparentemente
contrario: si es que la subjetividad moderna ha “muerto” recientemente, cuestión más
bien dudosa, lo cierto es que ya ab initio estaba radicalmente enferma.

71
5.4. La acción trascendental

La clave para la comprensión del alcance y los límites de la teoría kantiana de la


subjetividad trascendental se encuentra en el nuevo concepto de acción (Handlung) que
Kant propone, y que ya se ha examinado brevemente en el precedente capítulo. Es
sorprendente lo que ha acontecido con la noción kantiana de acción., cuya centralidad en
el sistema crítico fue enseguida notada por los más lúcidos de sus seguidores y
oponentes, para pasar después a un completo olvido, ocultada por una primacía
indiscutida del concepto de representación, que dejaba en la sombra algunos de los
aspectos más originales e interesantes de la filosofía trascendental, presentada –de
manera indiscriminada– en términos idealistas, positivistas o puramente epistemológicos.
Los pasos dados recientemente por los estudios kantianos, de la mano sobre todo de
Kaulbach y Prauss, han recuperado y explorado esta vertiente de la acción sin la cual no
es viable comprender correctamente lo que el regiomontano entendía por
‘representación’.
El propio Kant escribía en 1794 a uno de sus más atentos “amigos hipercríticos”,
Juan Segismundo Beck, haciéndole notar que “nosotros sólo podemos entender y
comunicar a otros lo que nosotros mismos podemos hacer (was wir selbst machen
können)” (Kant, I., 1922: XI, 515). Y E H. Jacobi, el primer crítico de la modernidad
madura, escribe ya en torno a 1816 que el principio de la acción del sujeto es el núcleo
(Kern) de la filosofía trascendental y el descubrimiento fundamental del pensamiento
kantiano (cfr. Jacobi, F. H., 1998).
Parece claro que la acción de la que aquí se trata no es la mera acción del objeto
físico, tal como el propio Kant la considera temáticamente en varios escritos del período
precrítico y en las “Analogías de la experiencia” de la Crítica de la razón pura. Se trata
ahora de un concepto operativo, no temático, de acción. No es la acción categorial
constituida del objeto, sino la acción constituyente –es decir, trascendental– del sujeto.
No es una acción física: es –como ha señalado Kaulbach– el instrumento operativo y el
elemento universal en el que se desarrollan las indagaciones kantianas, tanto en el campo
de la filosofía teórica como en el de la práctica (Kaulbach, R, 1978). Nada impide,
entonces, hablar de la acción trascendental en el pensamiento de Kant, como él mismo
hace (Kant, I., 1978: 168; B 154).
Pero lo que interesa para nuestro propósito es intentar dilucidar qué modelo tiene
Kant in mente cuando nos propone esta inédita noción. Como ya se ha observado, el
paradigma que hubiera congeniado con el planteamiento activo de la filosofía
trascendental habría sido el de la acción inmanente o praxis teleia. Y, sin embargo, son
los propios textos kantianos los que, una y otra vez, no hacen ver que Volker Gerhardt
está en lo cierto cuando mantiene que Kant sigue en todo momento la huella de la noción
de acción propia de la ontología racionalista de tipo wolfiano, la cual responde
básicamente al modelo de la acción transeúnte: la acción es el medio entre la causa y el
efecto (Gerhardt, V., 1986).

72
Si algo está claro en el concepto kantiano de acción trascendental es que ésta
debería responder al paradigma de la praxis, y no al de la poiesis o acción transeúnte. Y,
sin embargo, Kant nos da siempre de ella una versión kinética, en estrecha relación con
las nociones de causa y movimiento, por lo que resulta sumamente problemático su
intento de desplazar la acción desde el ámbito físico y representativo del objeto al plano
trascendental del sujeto. Esta deficiencia “técnica” es determinante para la suerte del
concepto moderno de subjetividad, el cual se ve aquejado por una singular paradoja. Por
una parte, las acciones inmanentes del hombre –las cognoscitivas y las voluntarias–
adquieren en la modernidad madura, que Kant representa, una radicalidad desconocida
para el pensamiento antiguo y medieval. Mas, por otra, esta indudable ganancia en la
línea de profundizar en el sentido activo, originario e irreductible de la libertad humana,
queda casi por completo malograda al verterse en un entramado conceptual del todo
inadecuado para dar cuenta de tan valioso descubrimiento.

73
5.5. Subjetividad y representación

Desde el punto de vista de una renovación de los conceptos racionalistas de


subjetividad y de representación, la Crítica de la razón pura parece ser la crónica de una
frustración anunciada. Y sin embargo –en el despliegue completo de la filosofía
trascendental– la primera Crítica no podía considerarse un fracaso, porque Kant había
logrado con ella dar el primer paso de su programa de liberación de una razón que, por
ser finita, no puede asegurar su dominio de una vez por todas. La razón teórica liberada
–libre ante los fenómenos–, la libertad como autonomía científica, ha superado la
particularidad de las secuencias naturales y ha abierto un campo objetivo de
comunicación intersubjetiva: ha creado una naturaleza humanamente renovada, un
mundo a la altura del hombre, según dice Kaulbach.
Así pues, la Crítica de la razón pura, como teoría de la acción racional, nos ha
mostrado ya una básica libertad de la razón –su espontaneidad– en la que podríamos
apoyarnos para dar el paso hacia la investigación de la libertad plenaria de la razón
autónoma, que sólo se manifiesta en el ámbito moral. Es allí donde la acción humana
adquiere un valor absoluto, porque ya no está vertida a lo otro que sí de las
representaciones empíricas, sino que está referida a la perfección del sujeto agente y
representativo.
El paso de la espontaneidad teórica a la plena libertad práctica venía no sólo
facilitado, sino incluso exigido por la unidad de la razón que Kant mantiene
vigorosamente en su Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, publicada en
1785:

Para la crítica de una razón pura práctica exigiría yo, si ha de ser completa, poder representar su
unidad con la especulativa en un principio común a ambas, porque –al fin y al cabo– no puede ser más que
una y la misma razón, que tiene que distinguirse sólo en la aplicación (Kant, I., 1911: IV, 391).

Tal “principio común” no podría ser otro que la indivisa libertad humana, como
sujeto de todas nuestras acciones. Y, efectivamente, Kant esbozó en la Fundamentación
de 1785 la deducción de la moralidad a partir de lo que Prauss ha llamado el “concepto
pre-moral de la libertad”. Pero, sorprendentemente, la Crítica de la razón práctica nos
ofrece –sólo tres años más tarde– la sustitución de este tránsito sintético de la libertad a la
moralidad por el tránsito analítico de la moralidad a la libertad, con base en la insólita
doctrina –sumamente problemática, desde su mismo enunciado– del Faktum de la razón
pura práctica. De nuevo ha vuelto a prevalecer el estático principio representación sobre
el dinámico principio acción.
Aunque la introducción de este recurso ad hoc suponga la despedida definitiva del
proyecto de una teoría unitaria de la acción –y de una teoría de la representación
superadora de los simplismos empiristas y racionalistas–, Kant no hizo más que ser
consecuente con el resultado de la primera Crítica respecto a la imposibilidad de conocer
la propia subjetividad trascendental, cuya libertad sólo puede ser considerada in actu

74
exercito, pero nunca in actu signato, por utilizar una vieja distinción escolástica. Kant ya
se había cerrado a sí mismo el camino que podría haberle conducido a la elaboración de
una Antropología trascendental como teoría general de la representación autónoma y de
la acción libre.

75
5.6. Moralidad y representación

El abismo entre naturaleza y razón, que tanto había preocupado y ocupado a Kant
en el ámbito teórico, reaparece dramáticamente en el territorio práctico. La moralidad se
ha quedado sin el fundamento que la libertad hubiera podido proporcionarle. La
moralidad se ha convertido en un mero Faktum de la razón, es decir, en algo tan extraño
como un dato racional: una representación que es a la vez impuesta y libre. Ya no es un
dato pasivamente recibido, como era la representación sensible, sino la ley que la razón
se da autónomamente a sí misma (sin saber por qué). Es un hecho que ocupa en precario
el lugar del fundamento.
Así las cosas, las relaciones entre naturaleza y razón en el ámbito ético no pueden
ser más que de disconveniencia. Las dificultades intrínsecas de este planteamiento se
manifiestan inmediatamente en el problema medular de toda ética e incluso de la propia
condición humana: el problema del mal moral.
Si entre moralidad y libertad racional hay identidad representativa o analítica,
entonces el mal moral es impensable. El dilema es el siguiente: si la acción supuestamente
mala procede de una imposición de la naturaleza, entonces no es libre y –por lo tanto–
carece de cualificación moral (una acción natural mala es una contradictio in terminis).
Si, en cambio, la acción es libre, entonces no puede ser mala, porque la moralidad no es
más que la propia razón humana consciente de ella misma.
Como ha recordado Prauss, este problema fue detectado por varios contemporáneos
de Kant poco después de la publicación de la Crítica de la razón práctica. Y hay que
esperar seis años para que Kant logre dar una respuesta al problema del mal moral, que –
como es bien sabido– se expone en la primera sección de La religión dentro de los
límites de la mera razón, obra aparecida en 1794 (Kant, I., 1969).
La doctrina kantiana del mal radical constituye una de las muestras más claras de
las limitaciones de su representacionismo y uno de los desmentidos más fuertes al
estereotipo de la subjetividad trascendental como afirmación del hombre fáustico. Kant
reconoce la inevitable presencia del mysterium iniquitatis en el alma humana, con lo que
comparece en la Ilustración filosófica otro de los elementos heterogéneos que –en contra
de las visiones simplistas– confluyen en la configuración de la conciencia moderna, tan
implacablemente “deconstruida” por Schopenhauer y, sobre todo, por Nietzsche.
En la teoría del mal radical, las aporías de las doctrinas kantianas de la acción y de la
representación aparecen analizadas con todo detalle y declaradamente irresueltas. No es
posible entrar ahora en su examen pormenorizado. Bastará con señalar que reaparece en
ellas un concepto de acción que sigue sin dar con su modelo adecuado.

76
5.7. El ser práctico

Que tampoco la versión práctica de la acción trascendental responde al modelo de la


praxis inmanente, es algo que claramente aparece en la teoría de las virtudes expuesta por
Kant en la segunda parte de su Metafísica de las costumbres, publicada en 1797. La
ausencia del modelo de la praxis, como acción que revierte sobre el propio sujeto moral,
se muestra en la incomparecencia de algo semejante a la noción clásica de hábito o, en
general, a lo que Kaulbach llama ser práctico (Kaulbach, F., 1982). La teoría kantiana de
las virtudes resulta decepcionante, porque el regiomontano entiende la virtud
precisamente como fuerza racional del hombre, que le hace capaz de conseguir que el
deber racional domine las inclinaciones naturales. No hay en ella un reconocimiento de
ese estable y creciente temple que proviene de la refluencia del logos en la physis, y que
los antiguos llamaban ethos (temple, carácter: en sentido ontológico, no psicologista).
Sin embargo, hay algunos elementos de la ética kantiana que sugieren la admisión de
algún elemento trans-objetivo o supra-representativo: de un cierto ser práctico, de un
hábito entendido como ganancia moral incorporada establemente a las tendencias
naturales. En esta línea encontramos una de las nociones más interesantes de la moral
kantiana: el concepto de respeto (Achtung), como sentimiento no recibido mediante un
influjo heterónomo, sino operado autónomamente por la razón en la afectividad. Casi
siempre utiliza Kant la expresión ‘respeto’ como referida a la ley, es decir, en cuanto
respeto a la regla moral (que se debe representar como si viniera de Dios), pero también
interpreta el respeto como referido a los sujetos de la ley y lo entiende entonces como
respeto a las personas, en cuanto seres libres y dignos. Lamentablemente, la noción de
persona es difícilmente tematizable con el instrumentarlo conceptual del kantismo y por
eso no es extraño que fuera tan escasamente desarrollada por los poskantismos y
neokantismos de diverso cuño.

77
6
Metafísica de la deducción trascendental

6.1. El escándalo de la filosofía

Llega ahora el momento de retornar a la filosofía especulativa kantiana, centrada –


por lo que a este tema concierne– en la Deducción trascendental de las categorías, la
cual permite a su vez el establecimiento de un parangón con los procedimientos
argumentativos fundamentales de la metafísica clásica (cfr. Llano, A, 1991).
Reflexionemos por un momento en que, a pesar de su apariencia pacífica e inocente,
que ha llevado hasta denominarla “ingenuidad institucionalizada”, la filosofía trae siempre
consigo el escándalo. El escándalo de la filosofía no es, como pensó Kant, que todavía
no se haya dado una demostración concluyente de la existencia del mundo exterior. Ni
siquiera estriba, como Heidegger responde, en que se sigan intentando tal tipo de
pruebas. El verdadero escándalo de la filosofía es el que Descartes denuncia al
comprobar que,

a pesar de haber sido cultivada por los ingenios más destacados que han existido desde hace siglos [...],
no existe cuestión alguna sobre la que aún no se discuta y, en consecuencia, que no sea dudosa
(Descartes, R., 1986: 8).

Tan temprano es el escándalo que ya a los sofistas de la Grecia antigua se les ocurrió
convertir el problema de la disparidad de opiniones en una solución. Realidad y
apariencia son lo mismo. De suerte que cuando –según la epopeya homérica– Héctor
yace con la razón alterada por efecto de un golpe, sus sinrazones no son menos
plausibles que las razones que expone cuando está en pleno juicio. Porque si al Héctor
conmocionado la realidad se le aparece de una determinada manera, para él la realidad es
precisamente de ese modo. Ni más ni menos que –según los sofistas– la realidad es tal y
como aparece a cada uno de los filósofos. Sin embargo, y a efectos del mencionado
escándalo, el remedio de los sofistas puede considerarse –a su vez– como una
agudización de la enfermedad. Tal es el juicio de Aristóteles que –quizá por primera vez
en la historia, aunque desde luego no por última– estima que la situación de la filosofía es

78
gravísima,

porque, si los que más han alcanzado a ver la verdad que nos es asequible –y éstos son los que más la
buscan y aman– tienen tales opiniones y manifiestan estas cosas acerca de la verdad, ¿cómo no ha de ser
natural que se desanimen los que se disponen a filosofar? Realmente buscar la verdad sería perseguir
volátiles (Aristóteles, 1990: 194; IV, 5, 1009 b, 32-39).

Si hasta el día de hoy no se puede decir que la situación haya variado


sustancialmente, será porque a la filosofía –y al hombre mismo que la hace– le persiguen
sin cesar sus propias ensoñaciones, sin que sea capaz de distinguir siempre y con
absoluta seguridad las diferencias existentes entre representación y realidad. De manera
que –cual Héctor siempre herido– el problema radical de la persona que se pone a pensar
no es sino la cuestión de la diferenciación entre el sueño y la vigilia. Tal perplejidad es
menos trivial de lo que a primera vista parece. Como el Segismundo de Calderón (1971:
Jornada II, Escena XVIII, 1115-1117), todo hombre habría podido exclamar en algún
momento de su vida:

porque si ha sido soñado


lo que vi palpable y cierto
lo que veo será incierto.

El problema del sueño racional ostenta en la historia de la filosofía una marca de


origen que –según se ha visto– es inequívocamente platónica y un resello posterior, nada
casual, de signo cartesiano. Y, sin embargo, quizá ningún pensador ha dedicado a esta
aporía una atención más seria que la que Kant le consagró, como también se ha tenido
ocasión de adelantar. Según ha advertido Inciarte, la Crítica de la razón pura presenta a
su lector atento un hilo conductor problemático que no es otro que la cuestión apremiante
del sueño de la razón. Y más sorprendente resulta aún comprobar que la estrategia
kantiana para superar tal aporía había sido anticipada, en sus grandes líneas
conceptuales, por la Metafísica de Aristóteles.

79
6.2. Ilusión y representación

La exigencia kantiana de encontrar reflexivamente elementos a priori que


constituyan la condición de posibilidad para discernir las representaciones meramente
aparentes de las auténticas representaciones objetivas aparece ya en la Estética
trascendental. Porque, sin las estructuras a priori de la sensibilidad, sin esa
formalización espacio-temporal, captaríamos una rapsodia de sensaciones, entre las que
no habría relaciones de distancia ni de sucesión: algo así como las dispersas vivencias de
un sueño. Tal es la entraña de la Deducción trascendental del espacio y del tiempo.
Lo curioso del caso es que tal deducción demuestra precisamente la idealidad de los
fenómenos. Lo cual en modo alguno implica, según Kant, que los fenómenos se
identifiquen con las meras apariencias. Justo al contrario: tal identificación –o, mejor,
confusión– es lo que acontecería si el espacio y el tiempo se tomaran como
características trascendentales de las cosas mismas. Porque entonces nunca podríamos
saber si lo que presuntamente conocemos es real o una simple representación subjetiva.
Para Kant el idealismo trascendental no sólo es compatible con el realismo empírico,
sino que constituye su única garantía. Yo no tengo ninguna duda de que esta mesa es un
objeto externo, real y efectivo, precisamente porque así se me da en el espacio y en el
tiempo. Y puedo establecer una secuencia espacial y temporal ininterrumpida desde que
salí de casa, caminé hasta la universidad, crucé la puerta de la biblioteca y me senté ante
el ordenador. Pero si pretendiera que el espacio y el tiempo son realidades ontológicas,
entonces los objetos espaciales que supuestamente conozco quedarían sometidos a la
insalvable duda de si no serán más bien representaciones arbitrarias, idealidades
empíricas o, lo que resulta equivalente, meras ensoñaciones. Porque cuando dudo de si
estoy despierto o dormido, es que estoy dormido.
Mas con este movimiento la reflexión trascendental kantiana apenas ha dado sus
primeros giros. El fenómeno sólo es “el objeto indeterminado de una intuición empírica”
(Kant, I., 1978: 65-66; A 20, B 34). Para Kant –como antes para Aristóteles– un objeto
indeterminado no es, desde luego, un objeto cabal: algo le falta para ser precisamente
objeto. Lo que le falta es justamente ser algo; lo que le falta es su determinación como
real: el ser conocido como un determinado objeto de una determinada índole real, como
algo unitario, idéntico a sí mismo, inteligible, verdadero.
Para salir de la perplejidad, es preciso superar el plano gnoseológico de la relatividad
sensible y sentar pie en el suelo firme de las configuraciones ontológicas de lo real, que
sólo pueden ser aportadas por la actividad sintética del entendimiento (1978: 111; A 77, B
103). Las categorías son los patrones fundamentales de las acciones por las que el
entendimiento sintetiza la diversidad fenoménica, constituyéndola en unidades realmente
objetivas.
Pero es necesario legitimar tal pretensión. He de fundamentar el derecho que me
asiste al pretender un conocimiento de la realidad dada –es decir, de lo a posteriori‒ por
medio de unas funciones espontáneas estrictamente a priori. ¿Cómo puedo estar seguro

80
de que tal construcción a priori de lo a posteriori no es arbitraria ni ilusoria?
“El sueño de la razón produce monstruos”, escribía por aquella época Goya en uno
de sus caprichos. Otra vez –y ahora con toda su crudeza– aparece el problema del sueño
y la vigilia; la congoja ante la amenaza del sueño de la razón.
¿No serán tales estructuras a priori los esquemas de una construcción meramente
subjetiva? ¿No producirán una combinación de imágenes cuya aparente coherencia
responde sólo a una lógica de la ensoñación?

81
6.3. La Deducción trascendental de las categorías

El intento kantiano de responder a estos interrogantes decisivos se encuentra en la


Deducción trascendental de las categorías. La presentación torpe y vacilante de la
Deducción ha impedido casi siempre captar su sentido profundo y advertir que nos
encontramos ante una pieza doctrinal de gran envergadura, que –por lo demás– se halla
presente de un modo u otro en toda metafísica. A Kant se le debe atribuir el acierto de
identificar y poner nombre a la argumentación legitimante que toda ontología precisa para
superar su originaria perplejidad.
El antecedente clásico de la Deducción trascendental se puede encontrar en el libro
IV de la Metafísica de Aristóteles. La defensa del principio de no contradicción
desarrollada en el libro gamma implica la quiebra de la confusión entre representación y
realidad y, por tanto, la defensa de la realidad y objetividad de la esencia de cada cosa.
Cada cosa –mantiene Aristóteles– no es la misma que cualquiera de las demás cosas.
Hay diferencias reales entre diferentes cosas. De lo contrario, todo sería uno y lo mismo,
y resultaría imposible pensar y hablar.
Como muestras más significativas de este tipo de argumentación en la filosofía del
siglo XX, se podría señalar el Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein
(Wittgenstein, L., 1991) y el artículo titulado “El pensamiento” (Der Gedanke) del último
Frege (Frege, G., 1998 c: 196-225). Como es obvio, cada una de estas u otras
deducciones trascendentales presenta diferentes puntos de partida y diferentes
significados, dentro del marco general de cualquier posible ontología.
En toda deducción trascendental se intenta demostrar –de maneras tan diversas
como en las versiones evocadas– que la propia naturaleza de nuestra mente exige que sus
objetos sean identidades ontológicas diversificadas entre sí y distintas de la subjetividad
pensante que las asimila al conocerlas. Si la realidad no poseyera configuraciones básicas
y estables, sería imposible pensar. No cabe admitir seriamente que el curso de las
vivencias psíquicas se agote en el mero proceso temporal de unos fenómenos subjetivos,
donde el pensamiento y el ser, el sujeto y el objeto, que de algún modo se unen en el
acto de conocimiento, quedaran entreverados en una emulsión indiscernible. La identidad
de los objetos coimplica la identidad del sujeto. Mi propia identidad como ser pensante
no queda disuelta en el curso de los acontecimientos empíricos, precisamente porque yo
tengo que pensar lo real como un conjunto unitario de identidades objetivas plenas de
sentido, determinadas y, por tanto, fiables.
De una manera más intuitiva, podríamos decir que toda deducción trascendental
trata de la distinción entre el sueño y la vigilia racional. La característica principal del
sueño es la siguiente: al soñar no hay una distinción precisa entre el sujeto y el objeto, ni
tampoco entre los diferentes objetos, cuyos perfiles se difuminan y cuyas identidades se
debilitan y entreveran. ¿Cómo podemos estar seguros de que este mundo no es una
especie de escenario en el que las cosas no son más que representaciones ilusorias? Tal
vez nuestra situación no es mejor que la de los prisioneros al inicio de la alegoría

82
platónica de la caverna.
Como ha mostrado Dieter Henrich en su notable libro Indentitöt und Objektivitöt
(1976), lo más peculiar y profundo de la compleja argumentación kantiana sólo se
muestra en la redacción de la Deducción trascendental que aparece en la segunda edición
de la Crítica de la razón pura. Es allí donde el proceder característico de la filosofía
trascendental, es decir, la retro-flexión, el paso atrás del pensamiento reflexionante,
alcanza el firme foco desde el que se pretende fundamentar la objetividad del objeto. Tal
fundamento no es otro que la subjetividad trascendental misma, la unidad del Yo pienso.
Veamos cómo Kant mismo nos facilita una descripción general de este argumento al
comienzo de parágrafo 13, común a las dos ediciones, y titulado Principios de una
deducción trascendental en general:

Al hablar de derechos y pretensiones, los juristas distinguen en un asunto legal la cuestión de derecho
(quid iuris) de la cuestión de hecho (quid facti). De ambas exigen una demostración y llaman a la primera
–la que expone el derecho o la pretensión legal– deducción. Nosotros nos servimos de multitud de
conceptos empíricos sin oposición de nadie y nos sentimos, incluso prescindiendo de toda deducción,
autorizados a asignarles un sentido y una significación imaginaria por el hecho de disponer siempre de la
experiencia para demostrar su realidad objetiva. Pero hay también conceptos usurpados, como, por
ejemplo, felicidad, destino, que, a pesar de circular tolerados por casi todo el mundo, a veces caen bajo la
exigencia de la cuestión quid iuris. Entonces se produce una gran perplejidad ante la deducción de tales
conceptos, ya que no se puede introducir ninguna justificación clara, ni desde la experiencia ni desde la
razón, para poner de manifiesto la legitimidad de su empleo.
Bajo los muchos conceptos que contiene la complicadísima trama del conocimiento humano hay
algunos que se destinan al uso puro a priori (con entera independencia de toda experiencia). El derecho de
estos últimos necesita siempre una deducción, ya que no bastan para legitimar semejante uso las pruebas
extraídas de la experiencia y, sin embargo, hace falta conocer cómo se refieren esos conceptos a unos
objetos que no han tomado de la experiencia. La explicación de la forma según la cual los conceptos a
priori pueden referirse a objetos la llamo, pues, deducción trascendental de los mismos y la distingo de la
deducción empírica. Esta última muestra la manera de ser adquirido un concepto mediante experiencia y
reflexión sobre la experiencia y afecta, por tanto, al hecho por el que ha surgido la posesión del concepto,
no a su legitimidad (1978: 120-121; A 84-85, B 116-117).

El sentido de la Deducción trascendental kantiana es, por consígueme, el de un


intento de justificar y legitimar una demanda: la pretensión de que, a través de los
conceptos puros del entendimiento o categorías, somos capaces de alcanzar un
conocimiento objetivo de la realidad.
Parece claro que la necesidad de tal legitimación es más perentoria en el caso de una
ontología idealista que en el caso de una ontología realista. En esta última, se parte de la
certeza de que las cosas son inteligibles en sí mismas y de que el entendimiento está
teleológicamente orientado hacia la verdad; mientras que en la ontología idealista que
ahora estamos examinando, Kant ha establecido que los únicos objetos dados son
representaciones sensibles, fenómenos, y que los conceptos intelectuales no derivan de la
experiencia.
El pensador realista tiene que defender su propia posición contra ataques presentes o
futuros; los ataques presentes –al menos, en tiempos de Aristóteles– eran los de algunos
sofistas, quienes mantenían que no hay distinción entre ilusión y realidad. Pero ios

83
ataques posibles son también relevantes, ya que sólo haciendo que su posición se
presente como máximamente vulnerable, el filósofo realista puede progresar en sus
indagaciones (precisamente porque, como ha mostrado MacIntyre, lo que le preocupa no
es el éxito de su propia posición sino el descubrimiento de la verdad).

84
6.4. La unidad del Yo pienso

El problema de un peculiar idealista, como lo es Kant, resulta más acuciante: ¿cómo


puedo yo conocer la realidad a posteriori por medio de unos patrones de pensamiento a
prior? Quizá esas categorías puras –insistamos– son sólo construcciones subjetivas que
combinan los datos sensibles según modos arbitrarios. La respuesta de Kant a este
enigma es trabajosa y difícil de entender. Pero hay en ella algo muy claro: la clave de su
defensa del conocimiento objetivo es precisamente la noción de la unidad del yo:

El Yo pienso –escribe Kant en la segunda edición– tiene que poder acompañar todas mis
representaciones. De lo contrario, sería representado en mí algo que no podría ser pensado, lo que
equivale a decir que la representación, o bien sería imposible o, al menos, no sería nada para mí. La
representación que puede darse con anterioridad a todo pensar recibe el nombre de intuición. Toda
diversidad de la intuición guarda, pues, una necesaria relación con el Yo pienso en el mismo sujeto en que
se halla tal diversidad. Pero esa representación es un acto de la espontaneidad, es decir, no puede ser
considerada como perteneciente a la sensibilidad. La llamo apercepción pura para distinguirla de la
empírica, o también apercepción originaria, ya que es una autoconciencia que, al dar lugar a la
representación Yo pienso (que ha de acompañar a todas las demás y que es la misma en cada conciencia),
no puede estar acompañada por ninguna otra representación. Igualmente, llamo a la unidad de la
apercepción la unidad trascendental de la autoconciencia, a fin de señalar la posibilidad de conocer a priori
partiendo de ella. En efecto, las diferentes representaciones dadas en una intuición no llegarían a formar
conjuntamente mis representaciones si no pertenecieran todas a una sola autoconciencia. Es decir, como
representaciones mías (aunque no tenga conciencia de ellas en calidad de tales) deben conformarse
forzosamente a la condición que les permite hallarse juntas en una autoconciencia general, porque, de lo
contrario, no me pertenecerían completamente (1978: 153-154; B 132).

(Se reiteran algunos fragmentos y consideraciones que ya aparecían en el capítulo cuarto,


porque esta difícil cuestión requiere ser abordada una y otra vez, desde diferentes
perspectivas.)
Todas las representaciones tienen que ser mis representaciones, porque una
representación sin referencia a un yo sería imposible. Claro resulta que el yo que está
aquí en juego no es un yo empírico, mi yo o tu yo individual y circunstanciado. Es un yo
trascendentaly que supera y engloba las subjetividades individuales, precisamente porque
es la común estructura de toda subjetividad: el yo en cuanto tal, el yo científico o
epistemológico; no el yo fáctico sino el yo normativo.
A la unidad de este yo la llama Kant unidad trascendental de la apercepción. Para
Kant, percepción es sensación con conciencia, y apercepción es autoconciencia. Hay
también, ciertamente, una autoconciencia empírica: la referencia de todas las intuiciones
sensibles al yo empírico, por medio de lo que Kant llama sentido interno. Sin embargo,
esta apercepción empírica sólo legitima los objetos como dados, pero no en cuanto
pensados, que es lo que aquí se ventila.
Como ya se apuntó anteriormente, la apercepción trascendental ha de ser una acción
de la espontaneidad: precisamente la acción expresada por la frase Yo pienso. Así pues, el
Yo pienso trascendental es una pura acción que acompaña a todas las representaciones.
Es la acción humana original y primordial, la acción trascendental, que es diferente de

85
cualquier categoría. En contraste con las categorías, la acción Yo pienso no es patrón
directo de la objetividad, sino la última condición de toda posible objetividad. Según se
vio en su momento, esto no implica que la acción Yo pienso alcance la calificación de una
praxis inmanente, de un acto sin contenido representativo, porque –según acabamos de
leer en el largo texto citado hace un momento– para Kant la acción Yo pienso es también
en sí misma una representación que ha de poder acompañar a todas las demás y que es
la misma en cada conciencia.

86
6.5. La apercepción trascendental

Esta unidad de la apercepción trascendental no es solamente una unidad analítica,


sino una unidad sintética:

[...] La completa identidad de apercepción de la diversidad dada en la intuición contiene una síntesis de las
representaciones y sólo es posible gracias a la conciencia de esa misma síntesis. En efecto, la conciencia
empírica que acompaña representaciones diversas es, en sí misma, dispersa y carece de relación con la
identidad del sujeto. Por consiguiente, tal relación no se produce por el simple hecho de que cada
representación mía vaya acompañada de conciencia, sino que hace falta para ello que yo una una
representación a otra y que sea consciente de la síntesis de las mismas. Si existe, pues, la posibilidad de
que yo me represente la identidad de conciencia en esas representaciones, ello se debe tan sólo a que
puedo combinar en una conciencia la diversidad contenida en unas representaciones dadas; es decir, sólo
es posible la unidad analítica de apercepción si presuponemos cierta unidad sintética (1978: 154-155; B
133).

Este punto es crucial en la Deducción kantiana: la relación de todos los posibles


objetos a la unidad de la apercepción no es únicamente la referencia de todo objeto al yo
que acompaña a su representación. Tal unidad es sólo una unidad analítica. Yo puedo
analizar la consciencia cognitiva de todo objeto, dándome cuenta de que el Yo pienso
siempre acontece. La unidad analítica de la apercepción es, por así decirlo, una unidad
tautológica: Yo soy yo mismo. Pues bien, ésta no es la unidad relevante; esta suerte de
unidad estaba ya presente en cualquier concepción empirista o racionalista del
conocimiento. Como acabamos de leer, esa relación no se establece simplemente a través
de mi acompañamiento a cada representación consciente, sino que sólo tiene lugar en
tanto que yo uno cada representación con otra, y soy consciente de la síntesis que tal
unificación opera.
La Deducción trascendental se basa sobre esta idea de la unidad sintética de la
apercepción, como podemos ver en un texto que es la continuación del que se acaba de
citar:

El pensamiento de que todas esas representaciones dadas en la intuición me pertenecen equivale,


según eso, al de que las unifico en una autoconciencia o puedo, al menos, hacerlo. Este pensamiento no es
todavía la conciencia de la síntesis de las representaciones, pero sí presupone la posibilidad de tal síntesis.
Es decir, sólo llamo mías a todas las representaciones en la medida en que pueda abarcar en una
conciencia la representación de las mismas. De lo contrario, tendría un yo tan abigarrado y diferente como
representaciones –de las que fuese consciente– poseyera. Como dada a priori, la unidad sintética de lo
diverso de las intuiciones constituye, pues, el fundamento de la identidad de la misma apercepción que
precede a priori a todo mi pensamiento determinado. Pero la combinación no se halla en los objetos ni
puede ser tomada de ellos mediante percepciones, pongamos por caso, y asumida así por el entendimiento.
Al contrario, esa combinación es obra exclusiva del entendimiento, que no es, a su vez, más que la
facultad de combinar a priori y de reducir la diversidad de las representaciones dadas a la unidad de la
apercepción. Este principio, el de la apercepción, es el más elevado del conocimiento humano (1978: 155;
B 133-134).

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6.6. El Yo pienso como fundamento de la objetividad de las representaciones

El Yo pienso es el fundamento de la objetividad, en la medida en que él mismo es el


principio último de todo objeto, sin ser él mismo un objeto. La identidad del Yo pienso es
la garantía de la identidad de todo objeto como tal. Ahora bien, para que el Yo pienso
pueda mantener su irrenunciable identidad, tiene que distinguirse de todas sus
representaciones, justo en cuanto que las sintetiza intelectualmente según esas funciones
objetivantes que son las categorías. Y las categorías mismas resultan justificadas porque
sin ellas el sujeto intelectual, el yo trascendental, perdería su identidad específica: no
tendría conciencia intelectual –apercepción– de sí mismo como sujeto cognoscente. Y los
propios objetos no podrían constituirse como tales, ya que no quedaría salvaguardada su
ob-jetividad, su estar frente al sujeto que los conoce: su ser real.
Así pues, la necesidad y legitimidad de las categorías se establece en cuanto que el
Yo pienso combina las representaciones de acuerdo con las categorías. Sin las categorías,
la relación entre objetos y su sujeto último –el Yo pienso‒ sería imposible. Según leíamos
hace un momento, Kant está convencido de que, si no fuera así, tendríamos un yo tan
diversificado y disperso como representaciones conscientes poseemos. (Disolución del yo
trascendental y de todo posible yo metafísico que vendría a ser, dos siglos después, la
dudosa aventura de algunas filosofías posmodernas, en las cuales tampoco hay lugar para
auténticas representaciones cognoscitivas.)
Sin las categorías, el Yo pienso perdería su interna unidad. Y sin la unidad de la
apercepción –insistamos– toda objetividad sería imposible. Las categorías garantizan, al
mismo tiempo, la subjetividad del sujeto y la objetividad del objeto. El resumen de esta
peculiar argumentación trascendental queda expuesto por Kant en el parágrafo 20,
titulado así: Todas las intuiciones sensibles se hallan bajo las categorías como únicas
condiciones bajo las cuales puede coincidir la diversidad de esas intuiciones en una
conciencia. Y el texto que viene debajo de este lema reza así:

Lo diverso dado en una intuición sensible se halla necesariamente sujeto a la originaria unidad
sintética de la apercepción, ya que sólo tal unidad hace posible la de la intuición. Pero el acto del
entendimiento (Handlung des Verstandes) que unifica la diversidad de las representaciones dadas (sean
intuiciones o conceptos) bajo la apercepción es la función lógica de los juicios. En la medida en que viene
dada en una única intuición empírica, toda diversidad se halla, pues, determinada con respecto a una de las
funciones lógicas del juicio, función a través de la cual dicha diversidad es llevada a la conciencia. Ahora
bien, en la medida en que la diversidad de una intuición dada viene determinada en relación con las
categorías, éstas no son otra cosa que esas mismas funciones. Lo diverso de una intuición dada también
se halla, pues, necesariamente sujeto a las categorías (1978: 161; B 143).

Con esto, Kant cree haber llegado al puerto seguro de la vigilia racional: el yo que
piensa objetos constituyéndolos supondría el definitivo conjuro del sueño de la razón y
de los fantasmas que lo pueblan. Aquí tenemos, por tanto, la solución a nuestro problema
inicial: ¿cómo podemos pensar a priori lo que nos es dado a posteriori? Los conceptos
a priori poseen una validez objetiva porque ellos son precisamente las funciones de

88
construcción de toda posible objetividad. La subjetividad viene a coincidir con la
objetividad porque la subjetividad trascendental constituye a la objetividad como tal.

89
6.7. Limitaciones de la Deducción trascendental kantiana

Kant no ha demostrado –no era tal su propósito– que las categorías tienen que ser
precisamente esas doce que poseemos, correspondientes a los doce patrones de la
función judicativa. Tal situación –así como la existencia fáctica de dos formas a priori de
la intuición: espacio y tiempo– constituyen una especie de hecho trascendental
(semejante al Faktum de la razón práctica, aunque sin su carácter absoluto) que no puede
ser justificado por la razón humana. Mientras que el hecho racional de los imperativos
morales es válido para todo ser racional (demonios incluidos) en cualquier mundo posible
o situación contrafáctica, el hecho racional de tener precisamente estas categorías y no
otras en modo alguno es absoluto o incondicionado.
Las cosas son así, pero nada impediría que fueran de otra manera, si el mundo
estuviera constituido de otra forma o si nosotros mismos sintiéramos y pensáramos de
otro modo. Ahora bien, para la legitimación de nuestro conocimiento intelectual es
suficiente haber demostrado que las categorías son varias –más de una– y que son las
condiciones necesarias para la objetividad de los objetos espaciales y temporales, que son
los únicos que de facto conocemos.
Porque, efectivamente, la Deducción trascendental no sólo aporta una justificación
sino también una limitación del mundo objetivo. En consecuencia, Kant concluye en el
parágrafo 22 que las categorías sólo tienen aplicación a representaciones sensibles o, lo
que es equivalente, a objetos de experiencia:

Si no pudiésemos asignar al concepto la intuición correspondiente, tendríamos un pensamiento


atendiendo a su forma, pero carente de todo objeto, sin que fuera posible conocer cosa alguna a través de
él. En efecto, en la medida en que conociera, no habría ni podría haber nada a lo que pudiera aplicarse mi
pensamiento. Toda intuición posible para nosotros es sensible. Consiguientemente, el pensar, mediante un
concepto puro del entendimiento, un objeto en general sólo podemos convertirlo en conocimiento en lá
medida en que refiramos este concepto a objetos de los sentidos. La intuición sensible es, o bien intuición
pura (espacio y tiempo), o intuición empírica de lo inmediatamente representado, a través de la sensación,
como real en el espacio y en el tiempo [...]. Ahora bien, las cosas en el espacio y en el tiempo sólo se dan
en la medida en que son percepciones (representaciones acompañadas de una sensación) y, por tanto, sólo
mediante una representación empírica. En consecuencia, los conceptos puros del entendimiento, incluso
cuando se aplican a intuiciones a priori [...], sólo suministran conocimiento en la medida en que estas
intuiciones –y, consiguientemente, también, a través de ellas, los conceptos puros del entendimiento–
pueden aplicarse a intuiciones empíricas. Por tanto, tampoco las categorías nos proporcionan
conocimiento de las cosas a través de la intuición pura sino gracias a su posible aplicación a la intuición,
es decir, sólo sirven ante la posibilidad de un conocimiento empírico. Este conocimiento recibe el nombre
de experiencia. Las categorías no tienen, pues, aplicación, en relación con el conocimiento de las cosas,
sino en la medida en que éstas sean asumidas como objetos de una posible experiencia (1978: 163; B 146-
147).

Kant era consciente de las tensiones internas a las que la propia Deducción
trascendental se hallaba sometida. Lejos se encontraba de sentirse satisfecho con la
solución aportada en la Crítica de la razón pura. Pero quizá ni él mismo fuera
consciente de las causas profundas de tales dificultades. Como ya se ha apuntado

90
anteriormente, la causa principal de esta insatisfacción es el ambiguo carácter del Yo
pienso, que aparece entendido simultáneamente como acción y representación. Y, a su
vez, tal acción no es entendida como acción inmanente sino como una suerte peculiar de
acción transeúnte.
La conciencia que Kant tenía de las consecuencias de tal ambigüedad se puede
encontrar en un impresionante texto perteneciente a la Dialéctica trascendental:

[...] La representación “yo” [...] es simple y, por sí misma, completamente vacía de contenido. No
podemos siquiera decir que esta representación sea un concepto, sino la mera conciencia que acompaña a
cualquier concepto. Por medio de este yo, o él, o ello (la cosa), que piensa no se representa más que un
sujeto trascendental de los pensamientos = x, que sólo es conocido a través de los pensamientos que
constituyen sus predicados y del que nunca podemos tener el mínimo concepto por separado. Por eso nos
movemos en un círculo perpetuo en torno a él, ya que, si queremos enjuiciarlo, nos vemos obligados a
servirnos ya de su representación. Esta dificultad es inseparable del mismo, ya que la conciencia no es en
sí una representación destinada a distinguir un objeto específico, sino que es una forma de la
representación en general, en la medida en que se la deba llamar conocimiento. En efecto, si puedo decir
que pienso algo, es sólo a través de ella (1978: 330-331; A 345-346, B 404).

Difícilmente se podrá salvar a la Deducción trascendental de la acusación de


circularidad. Tal circularidad procede de la propia concepción del Yo pienso, que es el
fundamento de toda posible síntesis y, al mismo tiempo, no es sino la síntesis que
produce. Con otras palabras, aporta su identidad a los objetos y los objetos aportan su
identidad al Yo pienso. En el Yo pienso tenemos una acción que es a la vez trascendental,
finita y transeúnte. Bajo tales presupuestos, la circularidad no se puede esquivar. No es la
clásica circularidad vital de la praxis cognoscitiva –en sentido clásico– que permanece en
el cognoscente como su perfección o telos. Es la circularidad aporética de una acción
que, siendo finita, no está vinculada a naturaleza alguna, ni a la naturaleza del objeto ni a
la naturaleza del sujeto.
Según Kant, la libertad es el fundamento tanto del ser como del conocimiento. Pero
Kant piensa que libertad y naturaleza son incompatibles. En consecuencia, ni el
cognoscente ni la cosa tienen naturaleza. Ambos extremos son una mera x. De hecho,
Kant frecuentemente escribe: cosa en sí = x. Y, como acabamos de comprobar, también
escribe: Yo pienso = x. Para mí mismo, yo mismo soy tinieblas. Yo soy sólo yo mismo
en cuanto actúo respecto a otra cosa; pero la interna estructura de esta otra cosa tampoco
puede ser conocida. Así pues, el conocimiento es un representar exento y casi sustantivo;
es pura espontaneidad, acción pura, acción trascendental, limitada por dos incógnitas.

91
7
Deducción trascendental y principio de no
contradicción

7.1. Deduccion kantiana y deducción aristotélica

La confrontación del modelo kantiano de la Deducción trascendental con el


aristotélico de la justificación de los primeros principios fue acometida por Joseph
Maréchal en el cuaderno V de su influyente obra El punto de partida de la metafísica,
cuya primera edición data de 1926. Mérito indudable de este autor es el haber detectado
la inesperada similitud del intento kantiano con el aristotélico-tomista. Pero lo que, a su
vez, provoca el fracaso del proyecto marechaliano es su indiscutida aceptación de la
superioridad conceptual del planteamiento crítico-trascendental sobre el estrictamente
metafísico, en el que –sin embargo– pretende encontrar las bases para una dinamización
teleológica de las facultades que acabe por lograr satisfactoriamente las mismas metas
que Kant, por inconsecuencia con sus propios planteamientos, no llegó a alcanzar.
En una de sus versiones más radicales, el problema abordado por Aristóteles en el
libro IV de la Metafísica aparece, justamente, como la cuestión del discernimiento entre
el sueño y la vigilia. Es la pregunta acerca de “si son verdaderas las cosas que parecen
verdaderas a los que duermen o las que se lo parecen a los que están despiertos”
(Aristóteles, 1990: 198-199; IV, 5, 1010 b 8-9).
La dilucidación aristotélica de tal aporía puede simplificarse en exceso si la damos
por solventada con el argumento ad hominem que figura inmediatamente después del
texto citado:

Es claro que nuestros adversarios no creen en tales dificultades. Nadie, en efecto, si sueña de noche
que estaba en Atenas, estando en Libia, camina, ya despierto hacia el Odeón (1990: 199; 1010 b 9-11).

El interpretar éste y otros argumentos semejantes como elementos de un discurso


meramente pragmático es lo que está llevando a algunos autores –Apel, por ejemplo– a
presentar la Metafísica aristotélica como una suerte de pragmática trascendental

92
veinticuatro siglos anticipada. Cuando, en rigor, nada es más contrario a las convicciones
aristotélicas de fondo que la afirmación de la primacía de la razón práctica sobre la razón
teórica. Interpretar esta obra de Aristóteles de manera logicista o pragmatista –como
hacen algunos autores recientes– lleva precisamente al desconocimiento de lo más
peculiar y profundo que en ella se encuentra, es decir, sus elementos estrictamente
metafísicos (cfr. Dancy, R.M., 1975).
En realidad, la argumentación aristotélica se remite a la naturaleza de nuestra mente
para solventar esos problemas que modernamente recibeñ el calificativo de “críticos”.
Como leemos en el comentario tomista, lo que sucede con los que duermen es que sus
sentidos están atados (ligati), y así su juicio acerca de las cosas sensibles no puede ser
libre (Tomás de Aquino, 1977: 193; IV, lect. XIV, n. 698). Mas una vez que los sentidos
se liberan por el paso al estado de vigilia, la mente no duda (1977: 193; n. 699). Por eso
no se puede pensar que sea igualmente verdadero el juicio de los dormidos que el juicio
de los despiertos (1977: 196; IV, lect. XV, n. 709).

93
7.2. Sensibles propios y sensibles comunes

A pesar de las indudables semejanzas entre ambas “deducciones” –la kantiana y la


aristotélica– los elementos gnoseológicos y ontológicos desde los que parte cada una de
ellas reciben, respectivamente, una evaluación muy diversa. Recordemos que en el
pensamiento clásico se distinguía entre sensibles propios, los objetos inmediatos y
característicos de cada facultad sensitiva, y sensibles comunes, los aspectos de índole
cuantitativa que afectaban a todos o a varios de los sensibles propios (dimensiones,
distancia, movimiento). En cambio, el representacionismo moderno distingue entre
cualidades primarias –de índole cuantitativa y, por tanto, semejantes a los clásicos
sensibles comunes– y cualidades secundarias, que vendrían a equipararse en cierto modo
a los que antes se llamaban sensibles propios.
Teniendo esto en cuenta, debe destacarse, de entrada, que en Aristóteles se
encuentra una valoración gnoseológicamente positiva y ontológicamente estable de las
objetividades correspondientes a cada uno de los sentidos externos, es decir, de los
sensibles propios; valoración que sería inútil buscar en el relativista pasivismo kantiano, y
aun en toda la crítica moderna a la objetividad de las cualidades secundarias. Se registra
en este punto una reveladora paradoja: mientras que para el realismo aristotélico el
conocimiento de los sensibles propios es de suyo infalible, para el representacionismo
racionalista y empirista las cualidades secundarias son meramente subjetivas y no cabe de
ellas un conocimiento cierto. Y, a su vez, los clásicos consideran que los errores de los
sentidos acontecen sobre todo a cuenta de los sensibles comunes de tipo cuantitativo,
mientras que los modernos estiman que el conocimiento de las cualidades primarias –
especialmente a través de las matemáticas– es el más cierto de todos. Se puede ya
registrar una conexión señalada por Taylor: el mecanicismo cosmológico cuadra
perfectamente con el representacionismo gnoseológico (cfr. Taylor, Ch., 1996). Y, a la
inversa, una visión teleológica de la realidad física no se compadece con el
representacionismo, a pesar de que más de un escolástico haya pretendido casar ambas
doctrinas.
Volviendo al hilo de nuestra exposición, se puede registrar que, efectivamente, ya en
el primer nivel del conocimiento reconoce Aristóteles una absoluta estabilidad objetiva a
las cualidades sensibles en sí mismas consideradas.

Por ejemplo, el mismo vino puede parecer, o por haber cambiado él o por haber cambiado el cuerpo
de quien lo bebe, unas veces dulce y otras no dulce. Pero al menos lo dulce, tal como es cuando existe, no
cambia nunca, sino que siempre se manifiesta su verdad, y necesariamente es tal lo que haya de ser dulce
(1990: 200; IV, 5, 1010b 21-26).

(De donde –dicho sea de paso– se infiere que, según Aristóteles, propiamente los
accidentes no cambian: lo que cambia es la sustancia.) Pero el reconocimiento de esa
indubitabilidad del conocimiento de las cualidades fenoménicas, tomadas en sí mismas,
no produce en Aristóteles el cortocircuito característico del inmanentismo fenomenista.

94
Precisamente porque –de suyo– la inmanencia cognoscitiva no se contrapone a la
trascendencia de la realidad conocida, sino que la exige. La “altura de ser”, la “riqueza
ontológica” de los datos sensibles excluye la hipótesis de que existan sólo las
representaciones sensibles: implica, por el contrario, la existencia del sujeto cognoscente
y de la sustancia conocida.
La argumentación aristotélica tiene la estricta índole de una “deducción
trascendental”:

[...] Si sólo existe lo sensible, no existiría nada si no existieran los seres animados, pues no habría
sensación. Que, en efecto, no existirían lo sensible y las sensaciones sin duda es verdad (pues la sensación
es una afección del que siente); pero que no existieran las sustancias o sujetos que producen la sensación,
es imposible. La sensación no es, ciertamente, sensación de sí misma, sino que hay también, además de la
sensación, otra cosa que necesariamente es anterior a la sensación, pues lo que mueve es por naturaleza
anterior a lo movido (1990: 200-201; IV, 5, 1010b 30-1010a 1).

Y no es objeción que la sustancia sensible y el sentido se digan correlativos,


precisamente porque tal correlación no es simétrica. Como argumenta Tomás en su
comentario, el sensible en potencia –es decir, la sustancia– no se dice relativamente al
sentido como si él mismo se refiriera al sentido, sino porque el sentido se refiere al
sensible en potencia: a la sustancia misma (Tomás de Aquino, 1977: 194; IV, lect. XIV, n.
707). Santo Tomás expresa taxativamente tal condición intencional del conocimiento
sensible, que está en la base de la “deducción trascendental” aristotélica: “El sentido no lo
es de sí mismo, sino de otro [...]. Pues la vista no se ve a sí misma, sino al color” (1977:
194; n. 706).

95
7.3. El principio del significado

El carácter intencional del conocimiento se revela primariamente en el lenguaje, en la


evidencia irreductible de que nuestras palabras significan algo. Tal es, según Aristóteles,
el punto de partida de todo argumento contra los que niegan el principio de no
contradicción. No es preciso que el adversario reconozca que alguna cosa es o no es,
sino que alguna palabra significa algo para él mismo o para otro. Y esto necesariamente
habrá de reconocerlo, si realmente quiere decir algo o pensar algo. Porque en el caso de
que no lo reconociera, no podría razonar ni con otro ni consigo mismo. Es decir, no sólo
se encontraría ante la imposibilidad pragmática de dialogar, sino que se hallaría ante la
imposibilidad semántica de saber algo y decirlo. Si, en cambio, el adversario concede que
la palabra posee un significado, ya tendremos un punto de partida para la demostración,
pues ya habrá algo determinado o definido (Aristóteles, 1990: 170-171; IV, 4, 1006a 18-
25).
Siglos más tarde, Wittgenstein basará la peculiar “deducción trascendental” del
Tractatus en lo que llama “la exigencia de determinación del sentido”. Porque un sentido
no definido no es sentido alguno: el lenguaje es de suyo significativo y con la naturaleza
misma de la significación no se compadece –según Wittgenstein– ambigüedad alguna. De
ahí que, en el proceso del análisis lógico lingüístico, sea necesario llegar a un referente
totalmente simple y preciso. La admisión de que tiene que haber objetos responde al
postulado de lo simple (Wittgenstein, L., 1991: 19; 2.02), lo fijo, lo existente (1991: 21;
2.027, 2.0271).
Por su parte, Aristóteles advierte que la exigencia de una significación determinada
para el logos es la condición de posibilidad de todo saber. “Pues el no significar una cosa
es no significar ninguna” (Aristóteles, 1990: 172; IV, 4, 1006b 7). Y ésta no es solamente
una exigencia pragmática, un requisito para todo diálogo, sino que dimana de la
naturaleza misma de la mente: “No es posible, en efecto, que piense nada el que no
piensa alguna cosa” (1990: 172; 1006b 10). Tomás de Aquino añade interesantes
precisiones: “Los nombres significan conceptos. Por tanto, si nada se intelige, nada se
significa. Pero, si no se intelige algo uno, nada se intelige. Porque es preciso que el que
intelige algo lo distinga de otras cosas” (Tomás de Aquino, 1977: 172; lect. VII, n. 619).

96
7.4. Argumento semántico y relativismo cultural

Observamos cómo el decisivo argumento semántico posee en sí mismo un alcance


ontológico. El hecho de que Kant prescinda del aspecto lingüístico de la Deducción
trascendental no deja de tener consecuencias en la quiebra de su dimensión ontológica.
Porque lo que el nombre significa –en el caso de los nombres sustantivos– es la esencia
de la cosa significada, es decir, aquella diferencia o determinación fundamental que hace
que la cosa sea precisamente lo que es y no lo que no es (Caray, J., 1987). Y así, el
nombre homo significa –como dice santo Tomás– lo que es ser hombre: aquello que
precisamente el hombre es. Mas, como hay diversos nombres, serán necesariamente
diversas las cosas significadas, sin que quepa admitir racionalmente la posibilidad de que
todas sean, al cabo, una y la misma (Tomás de Aquino, 1977: 172; lect. VII, n. 619).
(Recordemos que uno de los requisitos imprescindibles de la Deducción trascendental
kantiana es que haya más de una categoría.)
Ahora bien, se podría objetar que lo significado se halla siempre en un contexto y
que se menciona cada vez en circunstancias físicas o históricas diversas, con accidentes
variables, que nos pueden hacer vacilar a la hora de responder categóricamente que algo
es o no es de una índole determinada. Por ejemplo, un hombre siempre tiene un color,
una ideología, un status social, unas relaciones económicas, etc. Y podría parecer que es
una simplificación ilegítima –y, en definitiva, una falsedad– decir escuetamente que es
hombre. Por estos derroteros discurre, de hecho, esa forma actual de representacionismo
que es el relativismo cultural.
La réplica de Aristóteles a una objeción de este tipo –que en aquel tiempo estaría
planteada por un sofista– es casi brutal. Pero toca el núcleo de la cuestión. A una
pregunta directa y sencilla –arguye Aristóteles– es preciso responder sencillamente, es
decir, absolutamente. En caso contrario, no se responde a la pregunta.

Nada impide, en efecto, que un mismo sujeto sea hombre y blanco y muchísimas otras cosas; sin
embargo, al preguntarle si es no verdadero que esto es un hombre, debe dar una respuesta que signifique
una sola cosa, y no debe añadir que también es blanco y grande. Pues es imposible enumerar todos los
accidentes que son infinitos; por consiguiente, enumérense todos o ninguno (1990: 176; IV, 4, 1007a 10-
15).

La exigencia de enumerar todas las circunstancias o coincidencias –que Aristóteles


rechaza de plano– vendría a ser la pretensión totalizante de una especie de holismo que,
según Inciarte, es el error básico del cual deriva lo que hoy llamaríamos “hermenéutica
total”: un representacionismo culturalista que desemboca en un completo naturalismo. La
“hermenéutica total” resulta ser –a su vez– una nueva versión de la sofística griega
tardía, contra la cual discute precisamente el libro cuarto de la Metafísica. Como señala
también Inciarte, el error sofístico que está en la base del holismo hermenéutico fue ya
denunciado por Platón en su diálogo El sofista:

Es el error de confundir, en cualquier discurso, aquello de lo que se habla con lo que se dice sobre

97
eso [...]. Si ante la frase “Teeteto vuela”, no distingo entre aquello de que hablo (Teeteto) y lo que de él
digo –o sea mis juicios u opiniones sobre él–; es decir, si no distingo entre sujeto y predicado o entre
referencia y sentido, entonces no hablo de Teeteto, sino de Teeteto-volador, y en este caso no hay nada
que sea falso de él, porque el sujeto sobre el que hablamos no sería realmente Teeteto, sino algo
constituido por mis afirmaciones sobre Teeteto, y entonces no habría posibilidad de error. Decir de
Teeteto-volador que vuela, es evidentemente verdadero (Inciarte, E, 1986: 97; cfr. 94-96).

98
7.5. Los sentidos del ser

Desde esta perspectiva, no sólo la discusión aristotélica adquiere una inesperada


relevancia actual, sino que aparece con mayor nitidez aún la índole deductivo-
trascendental (con orientación realista) de la argumentación metafísica en favor de los
primeros principios y, en particular, del principio de no contradicción. Porque lo que los
argumentos aristotélicos pretenden ante todo es “salvar los fenómenos”, en el sentido de
que la realidad no se confunda con las representaciones. Para lograrlo, se trata de evitar
la confusión entre el cognoscente y lo conocido; confusión que implica –a su vez– la
disolución de los contornos reales que distinguen entre sí a las cosas conocidas.
Para conjurar tal embrollo, que supone la muerte en flor de todo discurso filosófico
y científico, la estrategia aristotélica se despliega –implícita o explícitamente– al hilo de
sus distinciones de los sentidos del ser. Las cuatro rúbricas de su clasificación más
completa son relevantes para esta batalla en la que se juega la suerte de la metafísica y, al
cabo, de todo humano saber (cfr. Llano, A., 1984).

99
7.6. Ser real y ser veritativo

Decisiva es, obviamente, la distinción entre ser real, por una parte, y ser intencional
y veritativo, por otra. La previa diferenciación entre ser real y ser intencional constituye
la primera línea de defensa contra el representacionismo y el pragmatismo inmediatista.
Porque la representación no es una especie de doblete o copia mental que se asemejara a
la forma real. Si así fuera, caeríamos inmediatamente en un proceso al infinito, ya que la
representación –pensada con la “lógica del doble”– necesitaría, a su vez, un cognoscente
dentro del cognoscente, para poder ser captada. Con lo cual se incurre (por lo menos) en
la llamada falacia del homúnculo, que más tarde se estudiará con detalle. No es que
haya dos formas: una real, en la naturaleza de las cosas, y otra ideal, en la mente, que
fuera algo así como una copia en formato reducido, una especie de “cosita mental” que
se pareciera mucho o poco a la realidad que representa.
Por tal camino, insistamos, nunca se podría dar el “salto” desde la representación a
la realidad. Y es que, en rigor, las dos formas –la mental y la física– son idénticas; o
mejor: hay una única forma, que existe en la naturaleza de las cosas con ser real, y en la
mente con ser intencional Con la particularidad de que el ser intencional no hace que la
forma subsista y persista en sí misma, sino que la remite –como idéntica con ella– a la
forma que posee ser real. No hay, pues, lugar para una representación mediadora o
vicarial.
Pero más relevante aún es la distinción entre el ser real y el ser veritativo, ése que
sólo acontece en los juicios, y que figura explícitamente en la enumeración aristotélica de
los sentidos del ser. Porque entreverar el ser veritativo con el real arroja el paradójico
resultado de negar la existencia de la verdad. Todo lo aparente sería verdadero. Lo cual,
a fuer de no dejar lugar para el error, tampoco lo dejaría para la verdad.
Además de la argumentación por reducción directa al absurdo (1990: 213; IV, 8,
1012b 13-18), Aristóteles desarrolla en este punto otra variante de su “deducción
trascendental”. No puede ser verdadero todo lo aparente, porque ello implica que todo es
relativo al conocimiento de alguien. Pero, si tal es el caso, habrá algo absoluto; porque
“lo aparente es aparente para alguien”, que no puede ser –a su vez– relativo. Luego no
todo es relativo: tienen que existir cosas que son en sí y por sí (1990: 202-203; IV, 6, 101
la 13-21). El ejercicio mismo del pensar exige el reconocimiento de la esencia sustancial,
como distinta de lo que le sobreviene o acontece.

100
7.7. Sustancia y accidentes

Entra en juego, así, una segunda rúbrica de la clasificación aristotélica de los


sentidos del ser: aquella que discrimina entre sustancia y accidentes. Tal distinción ha
corrido la suerte de ser tan mal entendida por sus defensores como por sus adversarios,
que vienen a coincidir en cosificar los términos que en ella intervienen.
Los verdaderos intereses metafíisicos de Aristóteles se manifiestan de manera tan
profunda como directa en este breve texto:

[...]En esto consiste la distinción entre la sustancia y el accidente; lo blanco, en efecto, es accidental para
el hombre, porque éste es blanco pero no es precisamente lo blanco (1990: 177-178; IV, 4, 1007a 31-33).

Para el hombre, ser blanco no significa ser lo que precisamente el blanco es, a saber,
un color (el hombre es blanco, pero no es el color blanco: no es, en absoluto, un color; es
una sustancia coloreada).

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7.8. Ser en sí y ser coincidental

Tales consideraciones nos llevan a un tercer capítulo en la clasificación aristotélica


de sentidos del ser: la que distingue entre ens per se y ens per accidens o ser coincidental
(cfr. Quevedo, A., 1989). En el presente contexto, lo básico estriba en advertir que el
curso de la “deducción trascendental” aristotélica –con especial claridad en su versión
tomista– impide tanto que toda predicación sea accidental como que todo se predique
esencialmente (Tomás de Aquino, 1977: 173-174; lect. VII, nn. 629-635).
Los dos errores implacablemente excluidos conducen –desde vertientes opuestas– a
la misma confusión primordial, en la que lo necesario se funde con lo contingente, para
resultar todo azaroso y necesario a la vez. Porque, a ultima hora, tanto da afirmar que
todo es contingente como que todo es necesario. Ya que en ambos casos se acaba por
confundir –como hacen tanto el representacionismo como el anti-representacionismo–
nuestro modo de pensar las cosas con las cosas mismas. El puro esencialismo, traspuesto
a la realidad, lo reduce todo a la facticidad de su presencia eidética. Mientras que el
accidentalismo puro toma por reales nuestras fácticas estrategias de pensamiento, que
establecen unidades reales donde realmente no las hay. Se trata, en ambos casos, de
flagrantes naturalismos.
Para salir de la “confusión primordial”, es preciso volver al inicial principio del
significado y entenderlo en su versión más radical, es decir, metafísica. Reza ahora así:
“Es necesario que algo signifique la sustancia” (1977: 174; lect. VII, n. 634), entendida
como la estructura inteligible absoluta de cada realidad. Sin este reconocimiento de que lo
real –además de sus determinaciones coyunturales– posee de suyo un sentido ontológico
determinado y estable, es imposible pensar.
La Deducción lógico-trascendental kantiana es como una “simetrización” de la
deducción metafísica clásica, según ha advertido –con un alcance más amplio– Leonardo
Polo. La espléndida teoría kantiana de la sustancia –que es la réplica del concepto
aristotélico de “lo determinado y separado”– no puede ofrecer una referencia real a la
actividad del pensamiento, porque la sustancia misma no es sino el parangón objetivo de
la actividad espontánea y constructiva del propio pensamiento: a la postre, ella misma es
una representación intelectual.
Con su innegable penetración metafísica, Kant se percató de que tanto el
esencialismo racionalista como el contingentismo empirista llevaban consigo la
destrucción del saber humano. Por eso desplegó el enorme esfuerzo de reconstruir la
argumentación que establece el estatuto del pensar en su articulación con la realidad
pensada. Mas la Deducción trascendental –resultado de tal empeño– ignora o
malentiende las indispensables discriminaciones de los sentidos del ser. Y da así lugar,
históricamente, a una suerte de “efecto perverso” o equívoco. Lejos de superar por
elevación el relativismo gnoseológico de racionalistas y empiristas, lo radicaliza al
establecer su fundamento.
La Crítica kantiana constituye el presupuesto histórico-filosófico de la

102
“hermenéutica total” contemporánea, en la que la disolución de la esencia sustancial, de
la naturaleza teleológica, es completa, hasta el punto de que la propia Deducción
trascendental permanece ignorada. Del olvido del ser se pasa a la destrucción del sujeto,
que era la sede de tal olvido, para abocarse a la disolución del propio pensar, que ya sólo
acierta a jugar levemente con su propia debilidad. Desde luego, el relativismo cultural
auto-proclamado, supuestamente ejemplificado y literariamente revestido, viene a ser un
incoherente y mínimo resto de lo que algunos siguen considerando como filosofía.
Desde la perspectiva de lo históricamente perdido, resulta quizá menos escandalosa
la actual renovación del esencialismo aristotélico. No sólo porque a él hayan conducido
algunas de las más avanzadas investigaciones de lógica modal (cfr. Nubiola, J., 1984),
sino porque ya es perceptible la vacuidad y el carácter ideológico de la contraposición
entre una estática metafísica sustancialista y una filosofía fiincionalista que estaría en
consonancia con la dinámica imagen del mundo propia de la modernidad.

103
7.9. Acto y potencia: contra el inmovilismo

Es más: la abolición de la esencia sustancial conduce ineluctablemente al


inmovilismo. Lo cual también queda establecido en la “deducción trascendental”
aristotélica, cuando se recurre en ella a la más profunda de las diferencias dentro de las
diversas rúbricas de clasificiación de los sentidos del ser. Porque sólo la distinción entre el
ser en acto y el ser en potencia puede dar razón del surgimiento de lo nuevo. Como
argumenta Aristóteles, si no es posible que lo que no es llegue a ser, entonces todo lo que
llega a ser tendría que preexistir (1990: 190; IV, 5, 1009a 25-26. Cfr. Llano, A., 1992).
El preformacionismo inmovilista es la cara oculta del evolucionismo materialista. Los
razonamientos antisofísticos conservan hoy toda su validez y presentan una inusitada
actualidad. Porque, como residuo de la “hermenéutica total” tardomoderna, lo que ha
quedado es la confusa percepción de un mundo indiferenciado e inerte, en el que todo
está mezclado con todo –incluso las representaciones con las realidades– y en el que
nada realmente nuevo puede acontecer.
Llegados a esta situación filosófica terminal, a la que nos han conducido tanto el
representacionismo como el anti-representacionismo, es perentoria la emergencia de un
nuevo modo de pensar (cfr. Llano, A., 1988a). Se trata de un modo de pensar analógico,
que se diversifica de acuerdo con las articulaciones y variaciones de lo real, ofrecidas a la
inteligencia a través de los sentidos externos e internos. Por eso es capaz de salvar lo
cualitativo y flexibilizarse para acoger la diferencia sin perder la identidad. Frente al
“delirio báquico” de la dialéctica, es un pensar sereno. Mas, en comparación con las
fijaciones positivistas (decantación de aquella misma dialéctica), muestra un continuo
dinamismo capaz de acoger y suscitar lo nuevo. Rompe con las contraposiciones
representacionistas, porque no se acoge a ese modo abstracto de discurrir que sustituye
las distinciones y los vínculos reales por sus simulacros polarizados. Para avanzar desde
lo oscuro a lo claro, rechaza ab initio esa confusión fundamental en la que lo
aparentemente contradictorio se resuelve siempre en el monótono y cansino “todo es uno
y lo mismo”. Sabe que –y sabe por qué–no hay mediación superadora del ser desde el
no-ser. Y por eso mismo es capaz de buscar los caminos de la pluralidad, de la
conciliación, de la gradualidad y de la armonía.

104
8
Lenguaje, inteligencia y realidad

8.1. Palabras, conceptos y cosas

La “deducción trascendental” aristotélica implica y fundamenta –de una manera


típica en los argumentos trascendentales– toda una concepción realista de la semántica.
También en esto se diferencia de la Deducción kantiana de las categorías que, muy
significativamente, no concedía mayor importancia filosófica al lenguaje, actitud que con
sobrada razón le reprocharon autores de aquel tiempo, Herder entre otros (cfr. Taylor,
Ch., 1997: 115 ss.). Bien aprendieron la lección algunos de los primeros filósofos
analíticos que –ya desde el Tractatus– intentaron elaborar un tipo de kantismo que puede
ser considerado como un “lingüismo trascendental”.
En este punto –su kantismo básico– los analíticos de orientación neopositivista se
distanciaban de Gottlob Frege, explícitamente defensor de la teoría realista de la
significación que subyace a sus distinciones entre sentido y referencia, por una parte, y
entre concepto y objeto, por otra. Una postura que, por cierto, no siempre logra Frege
compaginar armónicamente con su drástica discriminación entre representación y
concepto, así como con la general concesión de escasa relevancia a las representaciones,
que enclava en el reino de lo subjetivo para evitar que distorsionen los reinos del sentido
y de la realidad efectiva.
Como acontece en no pocas articulaciones filosóficas, también en ésta el
aristotelismo nos ofrece un panorama más amplio y completo, según se puede apreciar
desde el comienzo mismo de la filosofía del lenguaje contenida en la obra de Aristóteles
Sobre la interpretación (Peri Hermeneias). Volvamos a leer el texto mil veces
comentado:

Así, pues, lo que hay en el sonido son símbolos de las afecciones que hay en alma, y la escritura es
símbolo de lo que hay en el sonido. Y, así como las letras no son las mismas para todos, tampoco los
sonidos son los mismos. Ahora bien, aquello de lo que esas cosas son signos primordialmente, las
afecciones del alma, son las mismas para todos, y aquello de lo que éstas son semejanzas, las cosas,
también son las mismas (Aristóteles, 1988b: 35-36; 16a 1-8).

105
La amplitud del escenario aristotélico viene dada porque en él se reconocen los
cuatro elementos básicos e indivisibles que configuran una actividad tan compleja como
es el lenguaje: signos escritos, signos o símbolos sonoros, afecciones del alma, y cosas
reales. Como ha señalado Dummett, si hay alguna actividad típicamente racional, ésta es
precisamente el lenguaje. Pronunciar palabras o escribir letras sin ton ni son no es el tipo
de conducta al que llamaríamos con propiedad lenguaje’. Además de ser instrumento de
comunicación, el lenguaje es vehículo de pensamiento (Dumett, M., 1978); más aún, en
un sentido decisivo, el lenguaje es pensamiento. A lo que se puede añadir que se trata de
una actividad racional específicamente humana. No en vano el hablares la diferencia
específica en la definición del hombre que mejor suerte ha corrido en la historia de la
filosofía, y que no es otra que aquella en la que Aristóteles lo caracteriza como ser vivo
dotado de habla.
Esta definición aristotélica –complementada por la otra, no menos afortunada, del
hombre como animal político– contiene nuclearmente la antropología peripatética. El ser
humano fenomenaliza en su cuerpo, que no es una especie de externa carcasa habitada
por un espectro. Porque ni el alma es fantasmal ni el cuerpo algo así como un material
envoltorio. El alma es el cuerpo, no en el sentido de que con él se identifique, sino en el
sentido de que le hace ser o, por decirlo con expresión más técnica y añeja, en el sentido
de que es el acto primero de un cuerpo natural organizado. A la partícula es habría que
otorgarle aquí la eficacia significativa de un verbo transitivo (Inciarte, F., 1977).
Así como, según el refrán castellano, “la cara es el espejo del alma” (en el sentido de
que el alma ¿¿–transitivo– la cara), el lenguaje es el reflejo del pensamiento (de nuevo,
en el sentido de que el pensamiento ¿¿–transitivo– el lenguaje). Pero como, a su vez, el
pensamiento es en cierto modo todas las cosas, resulta que el lenguaje posee una
amplitud trascendental o, al menos, cuasi-trascendental. Es el único fenómeno natural
que trasciende por completo su concreta instalación en un cuerpo, precisamente porque
aquí se trata de un tipo de cuerpo tan excepcional.
Si nos preguntáramos ahora en qué sentido el lenguaje es nataral e intentáramos dar
a este interrogante una cabal respuesta, lo que habríamos hecho es abrir la caja de
Pandora, para que fueran saliendo de ella todas las aporías de la actual teoría de la
cultura o de la antropología cultural, multiculturalismo incluido. Como no es ése –
afortunadamente– el cometido que entre manos llevamos, bastará con señalar que en la
enumeración de los cuatro elementos semánticos que figuran en el citado texto de Sobre
la Interpretación, parece que las palabras orales o escritas constituyen precisamente las
piezas no naturales, ya que son por convención (Aristóteles, 1988b: 34-35; 16a), y–según
leíamos hace un momento– no son las mismas para todos. A diferencia de las
representaciones intelectuales o conceptos y de las cosas significadas, en las que todos
venimos a coincidir.
Habría que introducir, con todo, una salvedad que roza lo obvio. Si bien cada
lenguaje –es decir, cada idioma– presenta una índole convencional y, por lo tanto,
cultural, el lenguaje considerado como rendimiento humano universal es tan natural y
común que ha merecido entrar desde hace siglos en la mismísima definición de hombre.

106
En una palabra: hablar es algo natural al hombre; pero hablar un idioma u otro, con este
vocabulario o con aquél, con unos determinados giros o modismos, es asunto que
pertenece en principio a su dimensión cultural. Si hemos de matizar esta tesis con la
expresión “en principio”, es porque todos los idiomas tienen alguna estructura común o,
si se prefiere, porque hay universales lingüísticos que –entre otras cosas, y mal que
bien– permiten traducir textos o discursos de unos idiomas a otros.
No es éste el lugar adecuado para intervenir en la intrincada polémica de si
efectivamente hay o no rasgos comunes a todos los idiomas. En una conferencia dictada
hace unos años en Pamplona, el profesor Peter Geach relató un incidente académico que
vale (retóricamente) por toda una demostración. En su cátedra de la Universidad de
Leeds, defendía Geach con insistencia que la estructura básica de todos los idiomas es la
articulación nombre-predicadoy tesis a cuyo favor estaba no sólo la autoridad de Frege,
sino sobre todo la gran variedad de ejemplos que el discípulo de Wittgenstein era capaz
de aducir en su defensa. Pero llegó un día en que cierto estudiante arguyo un hecho que
valdría para falsar la entera teoría, a saber, que el idioma esquimal no utilizaba la
estructura en cuestión. Geach se quedó perplejo y –en un gesto muy suyo– optó por
abandonar el aula sin decir palabra. Poco tiempo después apareció por Leeds un
auténtico esquimal, que venía a estudiar lógica y filosofía del lenguaje con el viejo
profesor. Era una ocasión única para solventar la dificultad que se le había planteado. Así
es que Geach le preguntó si los esquimales componían sus frases con nombres y
predicados. “Somos un pueblo primitivo en muchos aspectos –contestó, más bien
molesto, el joven estudioso– pero nombres y predicados ya tenemos”. Y es que ni
siquiera rodeados todo el año de nieve y hielo se puede hablar de otra manera distinta de
la consistente en articular nombres con predicados. Porque la estructura nombre-
predicado responde al modo humano de pensar y es, en esa medida, un rasgo natural de
todo lenguaje.
De esta suerte, el propio lenguaje nos remite a algo que en él se halla presente y que
no se agota en ese ocurrir suyo en el lenguaje: es lo que hemos llamado “pensamiento” y
lo que en el citado texto aristotélico se denomina “afecciones del alma”. Se trata, al
menos aparentemente, de aquello que con posterioridad de siglos se llamará
repraesentatio o Vorstellung. Pero el hecho de que aquí se les llame precisamente
“afecciones” parece echar por tierra las diferencias que, en su momento, se establecieron
entre el pasivismo representacionista y la concepción esencialmente activa del
conocimiento intelectual propia del realismo metafísico.

107
8.2. Teorema de la identidad

Como ha mostrado Jaime Araos, en una investigación dirigida por el autor de estas
líneas, no cabe interpretar estas “afecciones del alma” como si fueran sin más el
resultado de una acción de la cosa conocida sobre el cognoscente (Araos, J., 1998: 124
ss.). Por lo pronto, no procede interpretar a la cosa conocida como acto y al cognoscente
como potencia, de manera que el conocimiento fuera un proceso acto-pasional. Ello
implicaría, según Aristóteles, un radical desenfoque, porque las respectivas naturalezas de
la facultad cognoscitiva y de la cosa real no admiten entre sí una oposición de
contrariedad.

Es cierto –precisa Araos– que una identidad de partida e irrestricta entre la facultad cognoscitiva y la
cosa real impediría la originación del conocimiento. Por tanto, es necesario que haya entre ambas alguna
oposición para que éste tenga lugar. Pero ésta no puede ser ninguna oposición en que la actualización de
un término se alimente, por decirlo así, de la abolición del otro. El acto de conocimiento, en efecto, exige
la presencia o actualización simultánea de la potencia de conocer que tiene la facultad cognoscitiva y de la
potencia de ser conocida que tiene la cosa cognoscible. Todo conocimiento (en el orden humano) es
conocimiento de una cosa, es decir, de un objeto; y todo objeto es objeto de una facultad cognoscitiva. La
facultad cognoscitiva y la cosa cognoscible, en vez de excluirse, se implican recíprocamente. Ello quiere
decir que la cosa no se opone a la facultad como un término contrario ni contradictorio, ni tampoco como
el hábito (posesión) a la privación, sino como un término correlativo o “relativo” (1998: 125).

Tales precisiones nos llevan a distinguir entre dos sentidos diferentes de ‘ser
afectado’ o ‘padecer’. Como dice Tomás de Aquino en su Comentario al “Libro del
alma” de Aristóteles, ‘ser afectado’ puede entenderse en un contexto de oposición de lo
que afecta a lo afectado; y, en tal caso, la afección implica una cierta corrupción en el
paciente, que pierde la forma anteriormente poseída. El padecer propiamente dicho, en
efecto, supone algún modo de detrimento en el que padece. La sustracción de la forma
antes poseída la lleva a cabo un agente contrario, que impone al paciente una forma que
es, a su vez, contraria a la antes poseída. Pero –prosigue Tomás– hay otro sentido del
‘ser afectado’ o ‘padecer’, menos propio semánticamente, pero gnoseológicamente más
relevante. Se trata del caso de recepción de nuevas formas de una manera que no es
propiamente pasiva, sino que más bien implica una actividad en el presunto paciente. En
esta acepción, la actualización del afectado no acontece por vía de corrupción, sino por
vía de perfeccionamiento: estamos ante una potencia activa que se perfecciona con la
adquisición de un nuevo acto, sin que ello incluya la pérdida de la forma propia de la
facultad perfeccionada. Aquí la potencia no se entiende como lo contrario al acto: es,
más bien, orden al acto. El contexto es ahora el de la semejanza, no el de la oposición.
El acto propio actualiza a la potencia propia y ello implica perfeccionamiento en la línea
de la similitud (Tomás de Aquino, 1979: 229-230; II, lee, 11, nn. 365-366). Bien
advertido que la semejanza no es de suyo semejante a aquello que semeja, según ya se
ha apuntado y se verá más adelante con detenimiento.
En el conocimiento se cumple de manera eminente la superación de la perspectiva
de la forma en la línea de la perspectiva del acto. La forma implica diferencia. El acto

108
tiende a la identidad. La insuficiencia de todo representacionismo estriba en que no
abandona el plano de la forma para acceder al nivel del acto. Por eso no le cabe más
remedio que entender la representación como una forma mental que está por otra real,
en la medida en que es más o menos semejante a ella. Ahora bien, lo que entendemos
por conocimiento, incluso en el lenguaje cotidiano, no se limita al logro en nuestra mente
de una especie de pintura, imagen o copia de una naturaleza real. Conocer es,
propiamente, hacerse con aquello mismo que es conocido, poseerlo tal como es, más allá
de toda aproximación o parecido.
No es que la forma conocida se parezca a la forma real: es que ambas son la misma
forma. Y tal identidad en la que el conocimiento consiste –preciso es insistir en ello– no
puede venir por la vía de la forma misma, sino que es preciso localizarla en el superior
nivel del acto. La forma conocida no es de suyo intencional: lo intencional es,
justamente, la existencia (esse intentionale) que la forma real tiene en cuanto que es
conocida.
La actividad cognoscitiva es justamente lo contrario de la alteración que acompaña a
todos los movimientos físicos o corpóreos. Como dice Aristóteles, “[...] el que posee el
saber pasa a ejercitarlo, lo cual o no es en absoluto una alteración [...] o constituye otro
género de alteración” (1988a: 187; II, 5, 417b 5-8). Tanto es así, que la acción
cognoscitiva no da lugar propiamente a una alteración: es identificación con el objeto e
identificación del cognoscente consigo mismo (cfr. Araos, J., 1998: 127). Ahora bien,
para que esta identificación se produzca de hecho, preciso es que la potencia del
cognoscente reciba la cosa conocida. Y, así, el sentido recibe las formas sensibles:

En relación con todos los sentidos en general ha de entenderse que sentido es la facultad capaz de
recibir las formas sensibles sin la materia al modo en que la cera recibe la marca del anillo sin el hierro ni el
oro: y es que recibe la marca de oro o de bronce pero no en tanto que es de oro ó de bronce. A su vez y
de manera similar, el sentido sufre también el influjo de cualquier realidad individual que tenga color, sabor
o sonido, pero no en tanto que se trata de una realidad individual, sino en tanto que es de tal cualidad y en
cuanto a su forma (Aristóteles, 1988a: 211; II, 12, 424a 17-25).

Mientras que, de manera análoga, el intelecto recibe las formas inteligibles:

[...] Si el inteligir constituye una operación semejante a la sensación, consistirá en padecer cierto influjo
bajo la acción de lo inteligible o bien en algún otro proceso similar. Por consiguiente, el intelecto –siendo
impasible– ha de ser capaz de recibir la forma, es decir, ha de ser en potencia tal como la forma pero sin
ser ella misma y será respecto de lo inteligible algo análogo a lo que es la facultad sensitiva respecto de lo
sensible (1988a: 230; III, 4, 429a 13-18).

La clave de la cuestión estriba en dilucidar cómo puede ser compatible el carácter


impasible de una facultad con el hecho de que reciba formas. A diferencia del simplismo
kantiano en este punto, Aristóteles echa mano de las posibilidades que le ofrece su
método analógico, de acuerdo con el cual la relación entre el acto y la potencia se dice de
muchas maneras. Desde luego, la manera como se dice del alma y de su intelecto no
encuentra parangón alguno en otra naturaleza, precisamente porque la solución
aristotélica consiste en mantener que el intelecto no tiene naturaleza en sentido propio.

109
Veámoslo en el texto que sigue inmediatamente al que acabamos de citar:

Por consiguiente y puesto que intelige todas las cosas, necesariamente ha de ser sin mezcla –como
dice Anaxágoras– para que pueda dominar o, lo que es lo mismo, conocer, ya que lo que exhibe su propia
forma obstaculiza e interfiere a la ajena. Luego no tiene naturaleza alguna propia aparte de su misma
potencialidad. Así pues, el denominado intelecto del alma –me refiero al intelecto con que el alma razona y
enjuicia– no es en acto ninguno de los entes antes de inteligir. De ahí que sería igualmente ilógico que
estuviera mezclado con el cuerpo: y es que en tal caso poseería alguna cualidad, sería frío o caliente y
tendría un órgano como lo tiene la facultad sensitiva; pero no lo tiene realmente. Por lo tanto, dicen bien
los que dicen que el alma es el lugar de las formas, si exceptuamos que no lo es toda ella, sino sólo la
intelectiva y que no es las formas en acto, sino en potencia (1988a: 230-231; III, 4, 429a 18-29).

Aristóteles logra superar el naturalismo gracias a su maniobra conceptual de privar al


intelecto de toda naturaleza actual. Pero eso no le conduce a una suerte de nihilismo
antropológico –como sucederá siglos más tarde con Heidegger– precisamente porque el
hecho de que el entendimiento carezca de naturaleza no tiene en su base un defecto, sino
–por así decirlo– un “exceso”. El intelecto no es (en acto) ninguna de las cosas naturales,
justo porque (en potencia) las es todas. Y no es menester insistir en que, en la
potencialidad activa de la que aquí se trata, prima la operatividad de la praxis perfecta
sobre la capacidad de “recibir” formas intelectuales. Radicada en un ser finito, la apertura
del alma intelectiva a todas las formas es intencionalmente infinita. De suerte que tales
formas no son propiamente “cosas”, sino justamente representaciones, es decir,
presentaciones de la esencia de las cosas ante la mente: “[...] Puesto que la magnitud y la
esencia de la magnitud son cosas distintas y lo son también el agua y la esencia del agua
[...], será que el alma discierne la esencia de la carne y la carne [...]” (1988a: 231; III, 4,
429b 10-14).
La recepción no sería cognoscitiva si la potencia no permaneciera impasible –
cualitativamente inmutable– en el acto mismo de la recepción. Recepción que, por cierto,
se realiza no sólo en la potencia cognoscitiva, sino también portlia, ya que es la facultad
la que actualiza la potencia de ser conocido que tiene lo real. Cuando se conoce, en
efecto, la mente no recibe pasivamente lo real, sino que lo coge. Por eso dice Aristóteles
que el intelecto es como la mano: selecciona y coge. Dicho de otro modo: la potencia
cognoscitiva padece en tanto que actúa y actúa en tanto que padece (cfr. Araos, J.,
1998: 127-128).
De todo lo cual se deriva el llamado “teorema de la identidad”, que equivale a
registrar una coactualidad entre el cognoscente y lo conocido: el cognoscente en acto es
lo conocido en acto. Y justamente en esta identidad intencional reside la esencia del
conocimiento, que no es movimiento alguno sino acción perfecta:

Acción es aquella en la que se da el fin. Por ejemplo, uno ve y al mismo tiempo ha visto, piensa y ha
pensado, entiende y ha entendido, pero no aprende y ha aprendido ni se cura y está curado [...]. Así, pues,
de estos procesos unos pueden llamarse movimientos, y otros, actos. Pues todo movimiento es
imperfecto: así, el adelgazamiento, el aprender, el caminar, la edificación; éstos son, en efecto,
movimientos, y, por tanto, imperfectos, pues uno no camina y al mismo tiempo llega, ni edifica y termina
de edificar, ni deviene y ha llegado a ser, o se mueve y ha llegado al término del movimiento, sino que son

110
cosas distintas, como también mover y haber movido. En cambio, haber visto y ver al mismo tiempo es lo
mismo, y pensar y haber pensado. A esto último llamo acto, y a lo anterior, movimiento (Aristóteles, 1990:
456-457; IX, 7, 1048b 28-35).

Se aplica aquí, como acabamos de ver, una especie de test lingüístico, según el cual
las acciones que son praxis perfectas se expresan por medio de verbos en los que el
significado del presente de indicativo es el mismo que el significado del pretérito perfecto.
Mientras que las acciones que son poiesis y, por lo tanto, movimientos, se expresan por
medio de verbos en los que esta equiparación significativa no acontece. Rasgo que revela
algo más que una curiosidad gramatical. Porque trasluce que las acciones inmanentes no
están sometidas intrínsecamente al paso del tiempo: son actos instantáneos y, por ende,
intemporales; a diferencia del movimiento –actualidad gradual y sucesiva– cuya medida
es precisamente el tiempo.
El resultado de la praxis cognoscitiva perfecta no es algo distinto de sí misma, ya que
ella misma es su fin. Lo cual no equivale a decir que en ella no hay nada, que es una
noesis sin noema, porque la noesis en cuestión consiste precisamente en la posesión del
noema, como actualización y fin suyos. Según indica Leonardo Polo, se conoce, se tiene
lo conocido... y se sigue conociendo (Polo, L, 1987). Al carecer en sí misma de límite –
justo por ser ella misma su fin– la acción cognoscitiva no puede cesar por factor
intrínseco alguno. Yo veo, he visto y continúo viendo; a no ser que algún evento externo
interrumpa esa operación inmanente: por ejemplo, si cierro los ojos o muevo la cabeza
para mirar hacia otro lado.
El conocimiento es un avance hacia sí mismo y hacia el acto (cfr. Aristóteles, 1988a:
187; II, 5, 417b 7-8), incomparable –por tanto– con cualquier acción transeúnte o
poiesis que, al no poseer su fin, produce un efecto externo distinto del agente. Como ya
se vio a propósito de la gnoseología kantiana, sólo el modelo del conocimiento como
praxis inmanente puede dar cuenta de un rendimiento que, por así decirlo, es un valor
añadido puro, una ganancia sin costo. Si tal modelo no opera en una determinada
explicación del conocimiento, el rendimiento en cuestión tiende a explanarse en términos
mecánicos, sobre la base de las causas material y eficiente, desatendiendo el papel
decisivo que juegan las causas formal y final. No es extraño entonces que la concepción
representacionista del conocimiento suela ir vinculada a una visión mecanicista del
mundo físico. La superación del representacionismo viene dada por la coactualidad del
conocimiento en tanto que praxis perfecta, en la que el cognoscente se identifica consigo
mismo al identificarse con la forma conocida. No precisa, entonces, acudir a una suerte
de intermediario o sucedáneo, que estaría por el objeto sin serlo y que, en consecuencia,
obturaría el acceso al conocimiento de la realidad, es decir, al conocimiento sin más.
Porque, así como el lenguaje separado del pensamiento se convierte en un sonido
carente de sentido, en un ruido monótono, el conocimiento separado de la realidad
conocida no va a ninguna parte. Como ha señalado Jaime Araos, el cuarto elemento que
aparece en el inicial texto de Sobre la interpretación, se opone a los otros tres –lenguaje
escrito, lenguaje hablado y pensamiento– como el fundamento respecto a lo fundado.
Las “cosas” de las que habla Aristóteles son lo extramental y extralingüístico que

111
constituye el origen y el fin del pensamiento y del lenguaje acerca de ellas. No son un
componente material o formal del conocimiento y del lenguaje: son su principio
extrínseco (Araos, J., 1998: 134). Por eso son las mismas para todos los hombres, con
independencia de su lenguaje y su cultura. Aunque también parece indudable que
Aristóteles admite una cierta mediación social –algún tipo de “representación” externa–
en la patentización de los objetos que son relevantes para una determinada comunidad,
motivo por el cual se les pone nombres y se habla acerca de ellos.

112
8.3. Relación semántica y relación representativa

Pero las relaciones entre palabras y conceptos, por una parte, y conceptos y cosas,
por otra, no son equivalentes. A la primera relación (palabras-conceptos) podemos
llamarla “semántica” y a la segunda relación (conceptos-cosas) cabe denominarla
“representativa”.
Aristóteles dice que la relación semántica se constituye porque las palabras habladas
o escritas son símbolos o signos de las afecciones del alma o conceptos. Mientras que los
conceptos son semejanzas o mismidades de las cosas. En ambos casos se trata de una
referencia de tipo intencional. Intencionalidad que se refleja en que ambas aparecen en
caso genitivo, expresado por la proposición de: las palabras son signos o símbolos de los
conceptos, mientras que los conceptos son semejanzas o mismidades de las cosas. Ahora
bien, esta misma intencionalidad se ve revestida de un carácter convencional o cultural en
el caso de las palabras, mientras que es en sí misma natural en el caso de los conceptos.
Una determinada palabra puede dejar de significar lo que significaba si se produce
algún cambio semántico, provocado incluso por un agente externo. Por ejemplo, antes de
la Guerra Civil española, la expresión “un ruso” significaba en Alcoy y su comarca un
café con una bola de helado dentro; tras la implantación de la dictadura franquista, la
expresión “un ruso” pasó a significar exclusivamente un ciudadano de la entonces
enemiga Rusia, mientras que el típico café con helado se llamaba “un nacional”, es decir,
uno de los nuestros. Quienes han hecho la milicia universitaria saben que en el ejército
franquista no existía la expresión “ensaladilla rusa”, sino que en los partes de comida
figuraba siempre el sustituto “ensaladilla imperial”.
Con lo conceptos no puede acontecer otro tanto. No hay manera de cambiar la
determinada intencionalidad de los conceptos, al menos de aquellos que –por ser más
primitivos y universales– no están decisivamente condicionados por las palabras en las
que se expresan. Esta tesis es, como iremos viendo, de extremada importancia: establece
la irreductibilidad básica de la representación –adecuadamente entendida– a la
interpretación o hermenéutica; y permite –en contra de lo que pretenden los
deconstruccionistas y algunos otros “filósofos posmodernos”– que las explicaciones
científicas o filosóficas del mundo tengan, al menos, una cierta estabilidad y consistencia
intrínseca, las cuales no se hallan completamente al albur de crisis epistemológicas,
cambios de paradigmas o deslizamientos culturales.
Bien advertido que esto no equivale a propugnar en nuestro conocimiento la
existencia de un factor variable y un factor fijo, como si fueran dos estratos o capas que
se distinguieran rígidamente entre sí, tal y como –por utilizar una metáfora
wittgensteiniana– el agua fluye siempre cambiante sobre el lecho rocoso del cauce fluvial.
Se trata de algo más complejo y más sutil de lo que suelen creer los relativistas culturales.
Si los conceptos están –en alguna medida– al reparo de las variaciones culturales, es
porque ellos mismos no tienen una naturaleza propia, excogitada o construida por la
mente humana (como a partir de Kant empieza a admitirse, aunque el propio Kant fuera

113
reluctante a este tipo de relativismo).
Según Aristóteles, las representaciones intelectuales tienen la misma naturaleza que
las formas reales de las cuales son representaciones. No se produce, por tanto, una
duplicidad cognoscitiva: no es que primero conozcamos los conceptos y después las
formas o naturalezas que los conceptos representan. Así lo ha visto Jaime Araos:

Si el concepto fuera una duplicación del objeto –como entiende el representacionismo de la filosofía
moderna–, entonces sería un medio propiamente dicho, una superposición entre el cognoscente y la cosa
conocida; pero, tal como lo entiende Aristóteles, no hay tal superposición, porque el concepto no es sino el
intelecto humano hecho uno con la cosa conocida en el acto de conocimiento [...]. Aunque el concepto
depende del cognoscente en cuanto término de un acto psicológico, lo cual le convierte en accidente real
del cognoscente, su naturaleza no consiste en otra cosa que en hacer presente la cosa real a la cual tiende
y se manifiesta [...]. El concepto lo tiene el cognoscente, pero es de lo conocido (1998: 149-150).

114
8.4. Identidad y alteridad en el conocimiento

La clave de esta interpretación estriba en que la relación entre el concepto y la cosa


conocida no se entienda como una mera adecuación, pintura o copia –lo que convertiría
la concepción del Sobre la Interpretación aristotélico en un craso representacionismo–,
sino que se entienda como una auténtica identidad que, sin embargo, no excluye
completamente la alteridad.
Comencemos por esto último. Si la identidad entre forma real y concepción del
intelecto fuera la de una mismidad física, entonces no habría lugar para el error y, por
tanto, tampoco lo habría para la verdad. Es obvio que lo que acontece con los
pensamientos –por ejemplo, y sobre todo, el hecho de que se articulen en discursos
pragmáticos o en sistemas científicos– no acontece con las cosas. Y viceversa: las cosas
reales –como Frege vio muy bien– interactúan de una manera que no pueden hacerlo los
pensamientos. El fuego pensado, en cuanto pensado, no quema. Ahora bien, el fuego en
el que se piensa sí que quema, porque –de lo contrario– se pensaría en él de manera
equivocada. Nos hallamos, por tanto, ante dos modos de posible consideración de una
representación intelectual: el modo de entender y la cosa entendida.
La cosa entendida se identifica con la cosa real por lo que concierne a su haber, es
decir, al conjunto articulado de sus notas: a lo que hace que esa forma o esas formas
configuren precisamente esta cosa y no otra. Aunque, como se ha visto, el kantismo no
logra superar su representacionismo de fondo, resulta que tal observación se encuentra
registrada en uno de los textos más conocidos (y peor entendidos) de la Crítica de la
razón pura. Es el famoso pasaje en el que Kant afirma que los táleros pensados no son
ni más ni menos táleros que los táleros reales, precisamente porque ‘ser’ no es un
predicado real, no añade nada al conjunto de las notas que determinan esa moneda
llamada ‘tálero’ (Kant, I., 1978: 504; A 598-599, B 626-627).
Kant tiene razón en mantener que ‘ser’ no es un predicado real, siempre que se trate
–como es el caso– del ‘es’ que se indentifica semántica y sintácticamente con la
existencia expresada por el verbo impersonal ‘hay’. En lo que no le asiste la razón es en
restringir a ésta todas las acepciones cognoscibles del verbo ‘ser’, ya que, además del ser
veritativo y del ser real que aquí están en juego, hay otros conjuntos de sentidos
recogidos por Aristóteles en el libro VI de la Metafísica, y que el regiomontano ignora: el
ser como acto y como potencia; el ser como sustancia y como los nueve accidentes; y el
ser como ser accidental y como ser propio.
Un ejemplo real y reciente que, sin embargo, ya es historia: la Bolsa de Madrid
rechazó hace unos años la OPA (Oferta Pública de Adquisición) que el Banco X lanzó
contra el Banco Y, por considerar que parte del dinero que el Banco X ofrecía en orden a
adquirir la mayoría necesaria para controlar al Banco Y no era un dinero “real”, ya que
dependía de una futura ampliación de capital. Ahora bien, si las pesetas futuras fueran
menos valiosas que las actuales todo el sistema económico capitalista se vendría abajo,
ya que en él siempre se juega a un “futuro” en el que los euros o táleros pensados valen

115
tanto como los reales. Kant tenía razón, pero en la Bolsa no lo sabían.
Ahora bien, algo muy distinto acontece con el modo de significar, que de ninguna
manera se identifica con el modo de ser. Y es en este punto donde se aprecia mejor lo
que venimos diciendo a propósito de que la representación es una semejanza que no es
semejante a lo por ella semejado:

[...] Las propiedades que predicamos de las cosas –escribe Inciarte– no son comunes a éstas y a las ideas,
no tanto porque esas propiedades –eliminada la autopredicación– no pertenezcan a las ideas, sino porque
no pertenecen a las cosas [...]. Las cosas no son semejantes (similia) a las ideas, del mismo modo que ni
la sombra de un hombre es un hombre ni el reflejo de un objeto rojo –en un espejo– es él mismo rojo [...].
Del mismo modo que el retrato de un hombre no tiene nada en común con un hombre, sino que es sólo
eso: la imagen de... un hombre, o que el reflejo de un objeto rojo no es él mismo rojo: no es un reflejo
rojo, sino un reflejo de rojo [...]. El concepto como signo formal, según decían los escolásticos tardíos, es
precisamente esa pura imagen de (no imagen, sino imagen de...; en esto consiste su intencionalidad),
reflejo de, sin ser él mismo nada de aquello de lo que no es nada más que semejanza; con otras palabras:
sin ser él mismo nada de aquello de lo que no es más que semejanza; y precisamente por ser pura
semejanza es por lo que no es semejante (Inciarte, E, 1980: 24).

Resulta claro que el concepto no puede ser una copia de la realidad esencial de la
cosa o del tipo de cosas correspondiente. Nos separamos así del representacionismo
racionalista, pero parece que se abre ante nosotros el peligro del inmediatismo empirista.
Es cierto que, en el camino hasta aquí recorrido, se ha insistido más en lo que el
concepto no es que en lo que el concepto realmente es. Queda, entonces, por dilucidar
en qué consiste la representación intelectual, supuesto que la haya. Tal es la tarea a la
que el próximo capítulo da comienzo.

116
9
La representación intelectual

9.1. Kantismo y filosofía analítica

Según se ha visto en capítulos anteriores, el kantismo constituye el intento moderno


más serio para superar desde dentro el representacionismo racionalista. Uno de los
recursos de tal empeño consiste, sin duda, en volver a considerar al juicio como la unidad
sintética, necesaria y suficiente, del conocimiento intelectual. Se entiende, incluso
intuitivamente, que un concepto o idea pueda interpretarse –mal que bien– como una
copia de la realidad; en cambio, resulta mucho más arduo “imaginarse” que un juicio sea
algo así como la pintura de un estado de cosas. Pues bien, a pesar de haber utilizado
inicialmente los modos de juzgar como hilo conductor de la “deducción metafísica de las
categorías”, Kant no continúa orientándose hacia las proposiciones, sino que permanece
en la postura objetivista típica del racionalismo ilustrado. La conciencia se relaciona, al
cabo, con objetos, precisamente en cuanto que los representa.
En cambio, la crítica lingüístico-analítica de este siglo se pregunta si la noción de una
referencia prelingüística a objetos –sobre la cual podría reflexionarse– no es
sencillamente un fantasma (cfr. Tugendhat, 1976: 89-90). Es decir, si no es verdad que,
de la idea clave de representación intelectual, lo que hay que mantener es justamente
que no la hay (vid. Llano, 1984: 94-119).
Para la filosofía analítica radicalizada no hay, en efecto, tal representación: no hay
un pensamiento de objetos independiente de la expresión lingüística. A la pregunta
fundamental de la filosofía analítica del lenguaje –“¿qué significa entender una frase?”–
no se puede contestar con el recurso a la comprensión intelectual de unas esencias
representadas por los conceptos que la proposición sintetiza. Y así parece, en efecto, que
la respuesta del último Wittgenstein a la pregunta en cuestión es radicalmente pragmática:
“Entender una oración significa entender un lenguaje. Entender un lenguaje significa
dominar una técnica” (Wittgenstein; 1988: 201; & 199). Más matizada, pero no menos
neta, sería la postura de un representante tan cualificado de la “Escuela de Oxford” como
es P. F. Strawson:

117
El uso efectivo de expresiones lingüísticas es nuestro único y esencial contacto con la realidad;
porque éste es el único punto desde el cual puede ser observada la manera efectiva como operan los
conceptos. Si cortamos esta conexión vital, todo nuestro ingenio e imaginación no nos salvará de caer en
la aridez o en el absurdo (1968: 320).

Según los analíticos lingüísticamente radicalizados, todos los problemas relativos a la


comprensión se remiten a los que plantea el entender frases; y éstos, al uso del lenguaje.
No es necesario –ni posible– acudir a un previo saber del significado de los conceptos,
supuestamente representativos de las esencias de las cosas (como en la ontología
tradicional) o constituyentes de la objetividad de los objetos (como en la filosofía
trascendental kantiana). ¿Qué podría significar ese presunto saber que fundamentara la
comprensión del uso del lenguaje? Wittgenstein trata de mostrar –partiendo de ejemplos
aritméticos elementales– que la comprensión de un sistema lingüístico (un determinado
juego del lenguaje) no puede fundamentarse en una vivencia del saber. La comprensión
del uso es inmanente al propio uso. Porque, vamos a ver, ¿qué significa que, en un
momento dado, alguien pase a saber algo que no sabía, es decir, que pase a saber más?
Wittgenstein responde:

“¿Cómo fue eso, que sucedió cuando repentinamente captaste el sistema?” [...] –pero para nosotros
lo que lo justifica al decir en tal caso que entiende, que sabe seguir, son las circunstancias bajo las que tuvo
una vivencia de tal índole (Wittgenstein, L., 1988: 155; & 155. Cfr. Kambartel, F., 1972: 107).

La supuesta vivencia representativa se disuelve en las circunstancias del uso del


lenguaje.
Esta analítica radicalizada puede admitir una representación sensible, imaginativa,
pero no entiende qué pueda significar una representación intelectual que “esté por”
objetos externos. El concepto de una figuración no sensible sería en realidad una
quimera, que pretende extrapolar a la conciencia un modelo óptico. Y este modelo es –
según tal interpretación analítica, de la que no estaría lejano el propio Heidegger– el
imperante en la filosofía occidental desde sus comienzos hasta Husserl, por lo menos.
La situación, al parecer, sería de este tenor. El filósofo se sienta ante su pupitre y
piensa acerca del mundo, acerca de los objetos que hay encima de la mesa (libros,
ordenador, lápices), de los que contempla a través de la ventana (árboles, casas), o de los
que pueda recordar o imaginarse. De todos ellos tiene sólo –si acaso–una representación
sensible (la única posible), pero tiende a considerar –seducido por un afán incontrolado
de conocer– que su naturaleza más profunda se le da en una representación intelectual.
Continúa, entonces, sentado ante su escritorio y cree que piensa en esos objetos
suprasensiblemente representados y que los relaciona entre sí, cuando en realidad sólo
está usando palabras en frases que –en el mejor de los casos– conseguirá transmitir a sus
colegas y alumnos, si es que éstos manejan la técnica necesaria para entender tan
peculiar juego lingüístico. (Aunque el filósofo asumirá que la comunicación es posible
porque, por medio de palabras, se pueden transmitir o suscitar en otros las mismas
representaciones intelectuales.)

118
9.2. ¿Una gnoseología no cognitivista?

El saldo filosóficamente negativo que arrastra esta crítica a la representación


intelectual es patente: al negar la realidad de la conceptuación o simple aprehensión, se
disuelve el núcleo del conocimiento intelectual. La empresa de elaborar entonces una
gnoseología en la que el conocimiento es el gran ausente raya en lo imposible. (A la vista
están los casi insalvables problemas que –en este contexto– se les presentan a los
analíticos para dar cuenta del conocimiento de objetos singulares.) El resultado positivo
estribaría en el rechazo de la teoría representacionista propia de las filosofías de la
conciencia, con la posibilidad de una incipiente apertura al carácter de signo formal del
concepto.
Hemos de reiterar que la índole representativa que se adscribe al concepto en la
teoría del conocimiento clásica no coincide con el sentido moderno de repraesentatio o
Vorstellung. En este entorno de la metafísica realista, el concepto no sustituye a la forma
real, sino que –por el contrario– remite a ella, justo porque con ella se identifica
intencionalmente. El “estar por” o “suponer” no equivale aquí a “superponer” a la
realidad efectiva una segunda instancia, poseedora de una realidad objetiva que
dispensara de la investigación de cosas y casos reales.
El concepto ha de considerarse como un camino hacia las cosas (via ad res) en el
que primariamente no se detiene el pensamiento: sólo secundariamente reflexiona sobre
él. Por lo tanto, la representación intelectual es un signo formal, cuyo ser objetivo
consiste únicamente en su referencia a la realidad conocida por medio (quo) de él.
Acierta la crítica de los analíticos cuando declara incomprensible una representación
intelectual entendida como la trasposición de la representación imaginativa a un plano
presuntamente superior: la figuración intelectual no tiene sentido (y menos aún la
lingüística). Ahora bien, la conceptuación no es una figuración: no es el caso de la
“representación” que los analíticos critican indiscriminadamente. Y este nivel
cognoscitivo –este horizonte de inteligibilidad en el que es posible un realismo sin
representacionismo– es el que queda disuelto por el análisis lingüístico que no abandone
definitivamente el modelo empirista; y que, en su intento de superar el conceptualismo de
Kant, no hace sino radicalizar el rechazo kantiano de toda intuición intelectual, lo cual no
deja de constituir una reveladora paradoja.

119
9.3. El decisivo papel del concepto

Otro de los aspectos de tal paradoja es que, en un contexto filosófico que se precia
de haber liquidado el representacionismo intelectual, la clave para adscribirse a una u otra
dirección filosófica estriba en el papel que se adscribe precisamente al concepto. Si la
cura antipsicologista –heredada de Brentano, Frege y Husserl– es demasiado drástica, se
malogra la pretensión de superar adecuadamente el conceptualismo; si, en cambio, el
diagnóstico y la terapia aciertan a dar con la verdadera naturaleza y posición del
concepto, el intento puede alcanzar sus objetivos.
La representación intelectual, según se ha apuntado ya, se puede entender con la
tradición como un signo formal, cuyo ser consiste únicamente en ser signo: su realidad
se agota en remitir a la realidad que en él (in quo) es conocida. Más aún –como ha
señalado Millán-Puelles en su conferencia inédita “¿ Superación del concepto?”
(Pamplona, 1979)– la reposición de la teoría del signo formal da la clave para el
adecuado planteamiento de este problema. El signo formal se contrapone al signo
instrumental, que es aquello que mediante una previa noticia suya representa algo
distinto de sí. Desde luego, cabe entender las palabras como signos convencionales –no
naturales– e instrumentales, de los que se hace uso en una práctica determinada: la de
hablar un idioma. Esta idea estaba claramente desarrollada en la tradición aristotélica (cfr.
Tomás de Aquino, 1990: 45-46; I, lect. 6, n. 81). Y, en esta línea, se puede adscribir un
sentido no pragmatista al citado texto wittgensteiniano, según el cual “entender un
lenguaje significa dominar una técnica”.
El dominio de la técnica consiste justamente en saber usar esos signos intrumentales
que las palabras son. “Saber” hablar un idioma es una actividad práctica, parcialmente
semejante a la de “saber” patinar o “saber” cocinar una buena paella. Éste es,
ciertamente, un aspecto del habla del que ninguna explicación psicologista–preocupada
por fantasmagóricos “procesos internos”– puede dar cuenta.
Pero de lo que se acaba de decir no se puede valer quien propugne una explicación
pragmatista, que supondría la expulsión de la noción de conocimiento de la filosofía del
lenguaje: un análisis lingüístico no cognitivista. Porque ignoraría el hecho fundamental de
que el lenguaje es instrumento de la razón, la cual trasciende los procesos causales del
mundo. Cuando hablamos de “saber un idioma”, el factor de conocimiento que tal saber
incluye es más relevante y específico que en los casos en los que el “saber” se refiere a
una actividad puramente técnica o corporal (saber conducir automóviles o saber nadar).
No se trata de un conocimiento explícito –como mantienen los que intentan elaborar una
teoría del significado, en la línea de Tarski y Davidson– pero sí de un conocimiento
implícito.

Hablar es una actividad altamente consciente. Las expresiones de una persona mientras está despierta
son ejemplos primordiales de actos voluntarios: hablar sin darse cuenta de lo que uno dice, o bien en el
sentido de no saber qué palabras está empleando, o bien en el de no saber lo que significan, apenas se
puede decir que es hablar; es automatismo, desvarío o cualquier otro fenómeno extraño. El uso del
lenguaje es la manifestación primaria de nuestra racionalidad por excelencia. Resulta, de hecho, muy difícil

120
conseguir una formulación explícita de los principios que rigen cualquier idioma. Pero, precisamente
porque el uso del lenguaje es una actividad tan consciente, hemos de considerar el uso que un hablante
hace del lenguaje, no como una mera ejemplificación de esos principios, sino como algo guiado por esos
principios, y por lo tanto hemos de atribuirle un conocimiento implícito de ellos, queriendo decir con esto
algo más que su mera observancia en la práctica (Dummett, M., 1978: 56).

Por lo tanto, entender un lenguaje implica dominar una técnica; pero este dominio
supone un conocimiento, no sólo de las reglas funcionales del idioma, sino de lo que en
cada caso se dice. Entender un lenguaje es saber lo que se dice. Y tal saber no es de
suyo una actividad lingüística instrumental, sino una operación estrictamente intelectual,
en la que los signos que se generan son signos formales.
Aunque más adelante se dedicará parte de un capítulo al estudio de los signos
formales, adelantamos aquí su presentación nocional. Según la vieja definición, “signo
formal es el que, sin previa noticia de sí mismo, súbita e inmediatamente, representa algo
distinto de sí” Millán-Puelles explica con acierto su peculiar naturaleza:

Si todo signo es algo que nos pone ante algo distinto de él, es indudable que el concepto formal es un
signo de índole natural. Pero este signo tiene una especial fisonomía que lo hace distinto de los otros. Para
advertirlo suficientemente, basta considerar que el concepto formal no ha de ser conocido para que pueda
hacérsenos presente lo que mediante él se está pensando; se trata de una mediación silenciosa que no tiene
por qué hacérsenos consciente. Cuando pienso en el hombre, no pienso en lo que estoy pensando, sino en
el hombre, pura y simplemente. El signo formal funciona, pues, sin imponer su propia realidad: antes, por
el contrario, su función estriba en llevar al sujeto a la conciencia de un cierto objeto, por lo que, en
realidad, cumple el papel de signo de una manera mucho más perfecta que todos los demás signos, los
cuales exigen que previamente se repare en ellos, para pasar a la connotación del respectivo significado.
Solamente el concepto formal cumple aquí “formalmente” el oficio de signo; todas las demás cosas lo
hacen de una manera “instrumental”. El humo me hace pensar en el fuego, del cual es efecto, si
previamente tengo noticia de él; las palabras remiten a su significado cuando se las oye o se las lee; y, en
general, todos los signos instrumentales deben ser advertidos en su propia figura, precisamente para
trascenderlos y pasar a lo que ellos signifiquen. El concepto formal fluye directamente a su significado
(Millán-Puelles, A., 1972: 99).

Así pues, cabe considerar el concepto como un signo formal y la palabra como un
signo instrumental. Al uso del signo formal se le puede aplicar el test lingüístico de la
equiparación del presente con el pretérito perfecto, en el caso de verbos que se refieran a
acciones que son praxis anímicas.
En cambio, en el lenguaje no se cumple la equiparación sigificativa entre el presente
y el pretérito perfecto. La expresión “se piensa y se ha pensado” es verdadera. Pero no
lo es la expresión “se habla y se ha hablado”. El hablar lleva su tiempo, como se
comprueba a la hora de pagar la factura del teléfono o de escuchar una interminable
conferencia, carente de interés.
El cuerpo está implicado en las acciones lingüísticas. El lenguaje lleva consigo el
movimiento del discurso, la sucesión de las voces articuladas o de los signos de la
escritura: extereoriza el silencioso e instantáneo acto de pensamiento en la dimensión
cuantitativa de lo espacio-temporal.
La operación primera y más simple del pensamiento –aquella que genera el concepto

121
formal o verbum mentis– cumple instantáneamente su fin: situarnos inmediatamente ante
la forma conocida. El pensamiento no se detiene, decíamos, en ese camino hacia la cosa,
en el sentido de que propiamente no hay un camino a recorrer: es un inmediato “pasar
por”, no un “detenerse en”. El signo formal, el que más perfectamente es signo, es un
signo que no se deja ver. Un signo lo es tanto más cuanto mejor remite a lo significado y,
por consiguiente, cuanto más pronto lo hace; y lo hace tanto más pronto –hasta alcanzar,
por así decirlo, una “velocidad infinita”– cuanto menos se interpone el signo entre el
cognoscente y la forma por él significada. La eficacia del signo estriba en su propia
desaparición objetiva (lo cual no excluye, sino que implica, una cierta captación
inobjetiva).
Esto es lo que hace difícil la comprensión de la verdadera naturaleza del concepto
como signo formal, según advirtió ya, y de manera penetrante, Juan Poinsot (1948: 693;
q. XXII, a. 1). Nadie duda del carácter significativo de los signos instrumentales –los
lingüísticos, sobre todo– porque su función mediadora es exterior y manifiesta. Pero esta
índole se advierte más arduamente en el caso del concepto, que es un signo que no
mediatiza, sino que conduce inmediatamente a la misma forma conocida.

122
9.4. Inmediación y mediación en la representación conceptual

El concepto es sólo un “medio” formal e intrínseco, en el cual se conoce la cosa


entendida. No duplica el objeto conocido ni el acto en el que se conoce. Y, por lo tanto,
no hace mediato el conocimiento, como sucede en el caso del signo instrumental. Y así
aparece el genuino sentido del representar, mal entendido por la filosofía de la conciencia
que instrumentalizó y materializó el concepto. El representacionismo es –también desde
esta perspectiva– un naturalismo: entiende el signo formal como una cosa que ante sí
tiene la potencia cognoscitiva, cuando en realidad es mucho más y mucho menos que
eso, ya que constituye la actualización de la potencia activa para conocer una forma
determinada. “Pues representar –dice Poinsot– no es otra cosa que hacer al objeto
conocido presente en la potencia y unido a ella en su ser cognoscible” (Poinsot, J., 1948:
693). Se cumple así el anteriormente llamado “teorema de la identidad”: el cognoscente
en acto es lo conocido en acto.
El concepto formal es el “término” de una operación inmanente, en el que el objeto
se propone y se presenta como conocido. Si esa presentación es una representación, se
debe a que el objeto se hace presente en el término inmanente a la potencia cognoscitiva
según su ser intencional (universal), y no según su ser físico (individual). Pero ese ser
intencional que el objeto tiene en la facultad consiste justamente en remitir al objeto
mismo; de manera que el concepto no es la cosa conocida, sino sólo una especie o
intención en la que acontece la presencia de la cosa conocida.
Con lo que se acaba de afirmar no quiere decirse que el concepto mismo no sea de
algún modo conocido, ya que –en tal caso–ni siquiera podríamos hablar de él. Si en la
primera operación de la mente –la conceptuación o simple aprehensión– no hubiera un
cierto conocimiento del concepto, sería imposible un reconocimiento reflexivo. Lo que
sucede es que se trata de un conocimiento inobjetivo y atemático: en el mismo acto se
conoce temáticamente la forma real y atemáticamente el concepto por el que tal forma se
hace presente (Millán-Puelles, 1967: 167-181).
Se pueden salvar así tanto los riesgos del mediatismo representacionista como los del
inmediatismo nominalista. Este último, llevado por el indiscriminado afán del
conocimiento por presencia, no advierte que lo que en el concepto se hace presente al
entendimiento no es el objeto en su facticidad individual, sino el objeto en su esencia
universal. En el concepto, la mente discierne la esencia de la cosa respecto a su
accidental efectividad, es decir, abstrae. Lo que el representacionismo, por su parte,
ignora es que la esencia presente en el concepto es esencia-de la cosa y no del concepto;
esencia de la cosa en el concepto. Y esto resulta posible porque el concepto mismo no es
una cosa conocida –¡naturalismo!– sino representación-de lo conocido.
Hay, ciertamente, un “medio” conceptual entre la mente y el objeto conocido; pero
se trata de un medio del todo peculiar, al que sólo en un amplio sentido podemos
denominar así. Porque el signo formal, el que formalmente es signo, es –como se ha
indicado anteriormente– un signo que no se deja ver objetivamente, que no impone su

123
presencia, sino la presencia del objeto que representa, con el cual el cognoscente se
identifica al conocer. El signo formal consiste sólo en remitir a lo que es, y por ello
funciona como lo que no es. El signo es lo que no es, decía san Agustín. Y en la teología
sacramentaria católica se distingue siempre entre la res y el sacramenum, es decir, entre
la cosa y el signo. El signo no es la cosa y por ello puede remitir representativamente a
ella.

124
9.5. Apertura ontológica del entendimiento

Se revela así una esencial característica del pensamiento, redescubierta por la


analítica más evolucionada: para ser capaz de conocer las formas o esencias de las cosas,
el entendimiento tiene que no ser ninguna de ellas, ya que carecería entonces de esa
apertura ontológica o libertad trascendental que permite que nada le sea ajeno.
A este respecto, Tomás de Aquino precisó que el concepto formal puede
considerarse de dos modos. El primero, en cuanto que se compara al cognoscente, esto
es, en su ser real o natural; de este modo inhiere en el cognoscente como el accidente en
su sujeto, y se puede decir que “está en la mente”. Pero hay otra manera de considerarlo:
en cuanto que se compara a lo conocido. Modo de consideración que es específico y más
característico, porque atiende a su ser representativo o intencional; de este modo, no dice
inhesión, sino relación. En este segundo sentido no se le puede considerar como una
“pequeña cosa” que está en la mente, porque –en cuanto intención– no dice razón de
accidente (cfr. Fernández Rodríguez, J. L., 1974: 154).

Por eso, según esta consideración, el concepto formal no está en el alma como en su sujeto, y según
esta comparación va más allá de la mente, en cuanto que por el concepto formal son conocidas cosas
distintas de la mente” (Tomás de Aquino, 1956: 138; VII, q. 1, a. 4).

La tesis aristotélica acerca de la peculiar esencia del entendimiento ha encontrado


eco, efectivamente, en algunas direcciones de la actual filosofía de la mente, aunque a
veces sólo se trate de una comprensión negativa: se advierte –sobre todo– lo que las
representaciones intelectuales no son; o, más drásticamente, que sencillamente no son,
que no hay tales representaciones. Como antes se advertía, cuando la actual filosofía
analítica rechaza la representación intelectual, puede ser que desemboque, sin más, en el
inmediatismo nominalista, con el cual rima perfectamente el pragmatismo conductista.
Pero aún podemos dar un paso más y señalar que, mientras no se abandone el
pragmatismo nominalista, no se habrá superado de verdad el nominalismo. En efecto:
siguiendo a Putnam, cabe advertir que el representacionismo idealista y el pragmatismo
idealista tienen una misma raíz (Putnam, H., 1979: 272-273). Hace un siglo, Charles
Sanders Peirce afirmó que el significado de una concepción intelectual es idéntico a la
“suma” de sus “consecuencias” prácticas. Y pensó que esta idea era tan importante que
la convirtió en la primera máxima de su filosofía pragmatista. Pues bien, como dice
Putnam, “esto no es sino una temprana enunciación de la teoría verificacionista del
significado. Y el pragmatismo fue la primera filosofía dedicada a mantener que la teoría
del significado puede resolver o disolver los tradicionales problemas de la filosofía”
(1979: 272).
Hoy en día la teoría verificacionista del significado está casi abandonada, pero
desgraciadamente no siempre porque se advierta que su intuición fundamental sea
completamente errónea (como es el caso), sino porque su aplicación encuentra –según
era de esperar– formidables objeciones técnicas. El elemento clave de esa intuición

125
fundamental era el argumento –frecuente en el siglo XIX y que aún hoy se repite– de que
admitir cosas que no sean conceptos (en el sentido de procesos mentales) implica admitir
algo inconcebible. Se puede ser, a la vez, representacionista y pragmatista: Peirce –uno
de los grandes predecesores del positivismo contemporáneo– lo era. Peirce considera que
ni siquiera tiene significado hablar de algo completamente independiente del pensamiento,
porque ello equivaldría a pensar algo completamente independiente del pensamiento, es
decir, a que el pensamiento se excluyera a sí mismo, lo cual es contradictorio (Peirce,
Ch. S., 1965: II, 345).
Putnam replica al argumento de Peirce en los siguientes términos: no es lo mismo
estar representado en un concepto que ser un concepto. Para que algo sea concebible,
ha de ser, obviamente, representable en un concepto, pero no tiene por qué ser un
concepto. No hay contradicción alguna en admitir que hay cosas que no son conceptos y
hablar sobre ellas. No se está entonces pretendiendo concebir lo inconcebible, sino sólo
conceptualizar lo no-mental (Putnam, H., 1979: 273). Frente a la asunción fundamental
del verificacionismo y del fenomenismo –porque, como dice Putnam en el mismo lugar,
todo verificacionismo es en el fondo un fenomenismo– se sitúa la convicción
fundamental del realismo: “La experiencia humana es sólo una parte de la realidad, y no
la realidad una parte o el todo de la experiencia humana”.
Sólo desde el realismo se puede reconocer cabalmente la realidad de lo que significa
pensar, obviando tanto la cosificación de las operaciones intelectuales como su pura y
simple eliminación.

126
9.6. La descosificación del espíritu

La profesora Anscombe ha llamado la atención sobre un texto de Wittgenstein que


toca el nervio del problema y es revelador del modo en que procede en este ámbito la
filosofía analítica más evolucionada (Anscombe, G. E. M., 1980). Se trata de los
parágrafos 35 y 36 de las Investigaciones Filosóficas. En el primer párrafo de este
pasaje se refiere Wittgenstein a señalar o indicar (zeigen) la superficie de un objeto en
lugar de, por ejemplo, el color. No siempre hay una acción corporal en la que quepa
encontrar la diferencia entre señalar la forma y no el color. Y añade Wittgenstein:

[...] En determinados casos, especialmente al señalar “la forma” o “el número”, hay vivencias
características y modos característicos de señalar–”característicos” porque se repiten frecuentemente (no
siempre) cuando se “significa” forma o número. ¿Pero conoces también una vivencia característica del
señalar la pieza del juego en tanto pieza del juego? Y sin embargo puede decirse: “Pretendo significar que
esta pieza del juego se llama ‘rey’, no este determinado trozo de madera al que señalo”. (Reconocer,
desear, acordarse, etc.) (Wittgenstein, L., 1988: 53-55; & 35).

Pues bien, a la pregunta formulada en este texto se debe responder negativamente.


No tiene por qué haber una experiencia diferencial de una acción que indica este aspecto
de la cosa en lugar de aquél. Buscamos alguna cosa particular, que nos proporcione un
indicio de que estamos pensando precisamente en esto, y no la encontramos.
Wittgenstein concluye en el parágrafo siguiente:

Y hacemos aquí lo que hacemos en miles de casos similares: Puesto que no podemos indicar una
acción corporal que llamemos señalar la forma (en contraposición, por ejemplo, al color), decimos que
corresponde a estas palabras una actividad espiritual.
Donde nuestro lenguaje hace presumir un cuerpo y no hay un cuerpo, allí, quisiéramos decir, hay un
espíritu (1988: 55; & 36).

Como dice Anscombe, cuando nuestro lenguaje sugiere un cuerpo y no hay ninguno,
tenemos –desde Descartes– la inclinación de suponer que lo que hay es una cosa llamada
‘espíritu’, ‘mente’ o ‘alma’, como si fuera una especie de materia: una materia
inmaterial, por así decirlo, un medio muy sutil en el que acontecen eventos mentales, de
manera análoga a como acontecen eventos físicos en el mundo natural. El paso que se da
es el siguiente: el pensar no es la actividad de ninguna parte del cuerpo, por tanto es la
actividad de una parte inmaterial, entendida como si fuera un órgano (Anscombe, G. E.
M., 1980: 32. Cfr. Ryle, G., 1967: 15-25).
Al advertir que esto no es así, se puede caer en una explicación reductiva, que diluya
el pensamiento en sus circunstancias inesenciales, que lo presente como algo que no es
una actividad o, al menos, que no es una actividad básica. Es la versión conductista, que
–si acaso– explica acontecimientos y procesos que no son el pensamiento. Para huir –con
razón– del “oscuro lenguaje mentalista”, poblado de pequeñas entidades tales como
representaciones y deseos, se elimina la realidad que el mentalismo expresaba con tan
poca fortuna.

127
9.7. El pensamiento como actividad básica

Pero quizá se pueda mantener aún una postura que no sea materialista, ni dualista, ni
conductista: que afirme la específica realidad del pensamiento, renovando la tradición
precartesiana, aristotélica, para la que el pensar es una praxis posesiva, una operación
inmanente que hace presente la realidad misma; mientras que el fruto del pensar –el
concepto– no es una cosa, sino un acto intencional que actualiza la presencia de la
realidad conocida.
Desde tal perspectiva, el pensar –como ha señalado Geach– es una actividad y,
ciertamente, una actividad básica, que no puede quedar reducida a tener ciertas imágenes
mentales, sentimientos o palabras no habladas (Geach, P., 1969: 30-41). A la actividad de
pensar no le puede ser asignada una posición en el espacio ni en las series físicas del
tiempo. No tiene sentido preguntar cuánto dura un pensamiento: los que pueden “durar”
son los acontecimientos fisiológicos que lo acompañan, pero no el pensamiento mismo.
Y, precisamente porque no dura, “perdura”: el pensar no se acaba, no es un movimiento
que termine al realizarse. Tampoco es relevante –ni, incluso, posible– localizar dónde
tuve un pensamiento o una volición: en qué ciudad o habitación comprendí el teorema de
Pitágoras o me decidí a estudiar filosofía. No se puede poner un plazo ni una cláusula
geográfica a la verdad o al amor. Si se emiten las proposiciones correspondientes, no
tendrán sentido; lo cual indica que ni siquiera se pueden pensar.
Pero el pensamiento, que está sólo contingentemente conectado con los procesos
biológicos del cuerpo humano (cfr. Kripke, S., 1980: 44-145), está más que
contingentemente conectado con las obras y las expresiones características del
pensamiento y, en especial, con el lenguaje. El lenguaje es la poiesis primordial, es la
obra característica y más humana del hombre.
Efectivamente, el lenguaje presta una dimensión fáctica al pensamiento: es una
poiesis esencial e internamente vinculada a la praxis del pensamiento que –sin
identificarse plenamente con ella– la penetra de punta a cabo. Esta conexión no-
contingente del pensamiento con el lenguaje se patentiza en la intrínseca inteligibilidad del
contenido y la estructura del lenguaje mismo, que a su vez se muestra en el hecho básico
–destacado por Frege y Wittgenstein e ignorado por los psicologistas– de que podemos
expresar nuevos pensamientos con palabras viejas y podemos entender una frase
completamente inesperada. El hablar o entender un lenguaje no es materia de aprendizaje
por “estímulo-respuesta”. El lenguaje es intrínsecamente inteligible: por eso se entiende lo
que dice el libro polvoriento, olvidado en la biblioteca, o una antigua expresión caldea;
por eso, incluso, funcionan –cada vez mejor– las máquinas de traducir. Como ya se
adelantó, la estructura lógica incorporada al lenguaje no es una evidencia del pensar: es el
pensar; y su relación con el lenguaje es sobre todo de causalidad formal. Con todo lo cual
no se niega que pueda haber pensamiento no vertido en el lenguaje: lo que no puede
haber es lenguaje humano que no sea también pensamiento.
El lenguaje –que, en sí mismo, articula signos instrumentales y no formales– no se

128
identifica, sin más, con el pensamiento. Aporta la expresión del pensamiento en el
mundo, le “añade” su aspecto mundanal. Pero el lenguaje –en su unidad real y concreta–
no se reduce a esta dimensión externa, sino que es también formalmente pensamiento y
(en cuanto unido a él) tiene, por tanto, una cierta dimensión trascendental. El lingüismo
trascendental de algunos analíticos reconoce este alcance del lenguaje, pero ignora que su
relación con el pensamiento no es simétrica.

129
9.8. Los dos papeles del lenguaje

El acceso al pensamiento a través del lenguaje no es, pues, indirecto sino directo.
Porque “el lenguaje tiene dos papeles, desempeña dos funciones: ser instrumento de
comunicación y ser vehículo del pensamiento” (Dummett, M., 1978: 39). Antes de
Frege, la filosofía representacionista mantuvo casi sin excepción que la única misión del
lenguaje era la de constituir una especie de código del pensamiento, que servía para
transmitirlo de unas personas a otras, ya que la mayoría de la gente no goza del don de la
telepatía. Desde esta visión el lenguaje es del todo extrínseco al pensamiento, por lo que
entender el lenguaje no podría ser sino una especie de “paso” desde el lenguaje (externo)
al pensamiento (interno). Como todo ilacionismo, éste también es problemático, porque
nunca se puede tener la seguridad de que tal paso sea fiable y, sobre todo, porque no hay
manera de entender cómo se pueden “transmitir” representaciones intelectuales de una
mente a otra a través de un instrumento ajeno a ellas. Se olvida así la otra función del
lenguaje –ser vehículo de un pensamiento incorporado– que realmente posibilita la
comunicación.
Desde luego, ese enfoque representacionista no era el de la metafísica clásica. Como
ha señalado Heidegger, “dentro de los problemas de la ontología fundamental tiene el
análisis de la proposición un puesto destacado, porque en los decisivos comienzos de la
ontología antigua funcionó el logos como el único hilo conductor en el acceso a lo que
propiamente es y en la definición de su ser” (Heidegger, M.,1980: 172). El término
común –logos– que designa al pensamiento y al lenguaje, indica ya la estrecha conexión
existente entre ambos. La distinción terminológica entre esas dos dimensiones –logos
como razón (ratio) y logos como proposición (oratio)–es mucho más tardía; y su
completa separación es precisamente obra del racionalismo moderno (cfr. Weidemann,
H., 1975: 10).
Según la perspectiva clásica, los conceptos (también los expresados en palabras)
constituyen el ámbito de encuentro de los seres pensantes. Al expresar verbalmente un
pensamiento a otra persona, no se le remite a las propias vivencias interiores, sino que
ambos interlocutores se encuentran en el sentido objetivo que las palabras tienen. Dicho
de manera wittgensteiniana, si el lector de este libro entiende lo que en él se dice, no es
porque a través de él tenga acceso a las ocurrencias del autor, sino sencillamente porque
entiende el castellano (y algo, por lo menos, de filosofía de la mente).
Como ha señalado Fabro, el lenguaje constituye para el hombre el vehículo de los
conceptos y de los problemas que éstos plantean. De manera que el estudio del lenguaje,
de sus modos y estructuras, puede encontrarse en la raíz de toda investigación sobre la
determinación del contenido de los conceptos y el sentido de los problemas (Fabro, C.,
1960: 153). Precisamente por ello, por la estrecha conexión que existe entre el lenguaje,
el pensamiento y la realidad conocida, los problemas filosóficos no se resuelven, sin más,
por remitirlos al lenguaje, como si las palabras tuvieran por sí mismas una especial virtud
gnoseológica o un privilegiado carácter ontológico. Lo cierto es, más bien, que los

130
mismos problemas que encontramos en la realidad reaparecen en el lenguaje.

131
9.9. Decir y mostrar

Así lo ha puesto de relieve Peter Geach en la conferencia inédita –“El lenguaje y el


mundo” (Pamplona, 1979)– a la que ya se hizo referencia en el primer capítulo. Este
título –decía Geach–sugiere un contraste, en el que el lenguaje se sitúa como algo
opuesto al mundo. Pero resulta que los signos que usamos en el lenguaje son también
parte del mundo: si hay elementos muy generales del mundo, como los que la metafísica
ha estudiado tradicionalmente, participarán también en ellos los signos lingüísticos, que –
al fin y al cabo– son cosas particulares en el mundo. Desde esta perspectiva se presenta
perfectamente justificado el problema que Wittgenstein plantea en el Tractatus: “Lo que
puede ser mostrado, no puede ser dicho” (Wittgenstein, L., 1991, 67; 4.1212). Lo que se
muestra o aparece en el lenguaje no puede ser explicado en proposiciones bien formadas
del lenguaje mismo. Tal vez –apunta Geach– este problema no es insuperable, pero al
menos no es una ocurrencia gratuita de Wittgenstein. Ciertamente, el peligro de caer en la
dificultad wittgensteiniana no puede ser tomado a la ligera, ya que una supuesta solución
lingüística de un problema filosófico sobre una realidad no-lingüística frecuentemente
naufraga porque el problema mismo vuelve a surgir en el lenguaje usado para resolverlo.
Y ésta es precisamente una de las objeciones de fondo que se puede hacer a la analítica
lingüísticamente radicalizada y que se puede dirigir también al nominalismo en sus
orígenes medievales.
A lo que dice Geach se podría añadir que, desde el planteamiento mismo del
Tractatus, el problema conduce a un callejón sin salida; porque la única salida es
precisamente el recurso –allí rechazado– al pensamiento reflexivo, el cual arranca del
conocimiento inobjetivo que del concepto tenemos en el mismo acto en el que
conocemos temáticamente la forma representada. Y este pensamiento –no
representativo– no es parte del mundo, precisamente porque no queda completamente
reabsorbido en la dimensión mundana del lenguaje. En rigor, el reconocimiento del
carácter no mundano del pensamiento y de la índole mundana de su expresión lingüística
son las dos caras de una misma moneda. Ambas tesis se exigen mutuamente y ambas
vienen requeridas por una solución realista al problema de las relaciones entre lenguaje,
pensamiento y realidad.
Un adecuado análisis filosófico del lenguaje ha de efectuar, precisamente, un cierto
distanciamiento crítico con respecto al lenguaje histórico que fácticamente se usa e,
incluso, con respecto a sus articulaciones profundas y permanentes. Precisamente porque
nuestro pensamiento no está completamente sumergido en la cultura a la que
pertenecemos, nos es posible adoptar una postura “excéntrica” con respecto a nuestro
lenguaje y discernir entre lenguaje y pensamiento. Y es que, en rigor, toda cultura que
auténticamente lo sea nos conduce más allá de sí misma.
Frege advertía cuán fácilmente podemos ser llevados por el lenguaje a concepciones
equivocadas y –por consiguiente– cuánto valor tiene para la filosofía el liberarse del
dominio del lenguaje (Frege, G., 1969: 74). Y Wittgenstein radicaliza la postura de Frege,

132
como puede verse en los siguientes textos:

La desconfianza en la gramática es el primer requisito del filosofar (Wittgenstein, L., 1960: 186-187).
El lenguaje disfraza el pensamiento. Y de un modo tal, en efecto, que de la forma externa del ropaje no
puede deducirse la forma del pensamiento disfrazado; porque la forma externa def ropaje está construida
de cara a objetivos totalmente distintos que el de permitir reconocer la forma del cuerpo (1991: 49; 4.002).
La filosofía es una lucha contra el embrujo de nuestro entendimiento por medio de nuestro lenguaje
(1988: 123; & 109).
No somos conscientes de la indescriptible diversidad de todos los juegos del lenguaje cotidianos
porque los vestidos de nuestro lenguaje los igualan a todos (1988: 513; & II, XI).

Si bien en el lenguaje aparecen las características fundamentales de la realidad, la


inversa no tiene por qué ser cierta: es la realidad la que –a través del pensamiento–
fundamenta al lenguaje, y no al revés. Éste es el pórtico de todo tratamiento realista de
las relaciones entre palabras, representaciones intelectuales y cosas; tratamiento que se
está procurando realizar en este capítulo y en el precedente.

133
9.10. Ser como pragma y ser como logos

Según ha sugerido Gilson, “si la reflexión metafísica ha de partir del lenguaje,


también debe tomar la forma de una crítica del lenguaje” (Gilson, E., 1951: 13).
Ciertamente, el análisis del lenguaje puede ser la primera palabra en filosofía, pero –
desde luego– no es la última (Austin, J. L., 1961: 133). Ahora bien, ¿es realmente la
primera palabra? Tanto Aristóteles como Kant –cada uno a su modo– han mantenido que
todo nuestro conocimiento, también el filosófico, comienza por la experiencia. Pero no se
debe entender esta tesis como si tal experiencia inicial hubiera de ser primordial o
necesariamente la de la naturaleza física inorgánica, que pocos indicios nos proporciona
para desvelar su interna estructura. Más relevante es para el filósofo la experiencia
referente a los fenómenos antropológicos; y, entre ellos, es sobre todo ilustrativo el
lenguaje.
Pero –como hace un momento se advertía– de este punto de partida, como de otros,
debe distanciarse el filósofo, con una actitud de discernimiento máximamente exigente.
No puede quedarse prendido al lenguaje. Sin embargo, todos los cultivadores de la
metafísica se han preguntado alguna vez si se están ocupando de algo más que de
palabras: los que han continuado adelante son los que respondieron afirmativamente. Así
pues, de la metafísica “razón hay para decir que se ocupa de palabras, pero de éstas sólo
le interesa si significan algo o no; y si ve que la afirmativa es verdad, busca determinar su
contenido real” (Gilson, E., 1951: 12). La metafísica asume también la tarea de realizar
un crítica del lenguaje (del suyo propio, sobre todo); pero no consiste sólo en un análisis
lingüístico, justamente porque tal análisis –en la medida en que es metafísica o
epistemológicamente relevante– apunta siempre a un problema que no se agota en el
propio lenguaje, sino que remite a la representación intelectual y a la realidad en ella
representada.
Una semántica realista sólo es posible sobre la base de la explícita distinción entre el
ser en las cosas y el ser en la mente, entre el ser como pragmay el ser como logos.
Pero, llegados a este punto, suelen presentarse no pocos equívocos, a los que conviene
adelantarse.
En primer lugar, hay que señalar que el ser como logos no es el logos real o el ser
logos: es el ser en el logos, el ser según el logos. Evidentemente, ser logos es “más”
que ser physis, porque el pensamiento es más perfecto que la naturaleza (y él mismo,
según se ha visto, no tiene –en cierto sentido– naturaleza). Pero ser según la physis es
“más” que ser según el logos, porque el ser veritativo se funda en el ser propio o natural
y a él remite.
En segundo término, esta distinción entre ser según el logos y ser según la physis
suele ser objeto de una doble acusación, a saber: que es acrítica y que renuncia, de
antemano, a una fundamentación unitaria. Pues bien, si “crítica” equivale a reflexión
lógico-trascendental o lingüístico-trascendental, la primera objeción está justificada, pero
es externa y, por tanto, problemática (cuando menos); si “crítica”, en cambio, es el

134
calificativo de una investigación rigurosa y sin presupuestos arbitrarios, no procede la
acusación, porque la mencionada distinción se basa en un cuidadoso discernimiento de
los sentidos del ser que tanto la filosofía trascendental de cuño kantiano como sus
prolongaciones analíticas suelen pasar por alto. Habrá que decir, además, que cuando se
renuncia a una fundamentación ilusoria, no se renuncia realmente a nada: una
interpretación unívoca de la realidad tal vez fuera deseable, pero sólo es posible desde
unos presupuestos racionalistas o idealistas que anticipan la solución del problema desde
su mismo planteamiento. Aquí se esboza otra fundamentación, de índole realista y
analógica, en la que no se excluye la definitiva identidad fundante de logos y physis (cfr.
Conill, J.: 1983: 114-117).

135
9.11. Cosa significada y modo de significar

El discernimiento liminar de la fundamentación que aquí se propone se encuentra ya


en la distinción tradicional entre el modo de significar y la cosa significaday que halla
un cierto eco en la diferencia establecida por Frege entre sentido y referencia. De esta
diferenciación entre lo que es según la realidad y lo que es según la razón surge la
distinción entre la gramática (doctrina de los signos del lenguaje), la lógica (doctrina de lo
intelectualmente representado) y la ontología (doctrina del ser de las cosas) (cfr. Fabro,
C., 1960: 153).
La gramática y la lógica se sitúan formalmente –cada una a su nivel– en el ámbito
del ser como logos y no pueden sustituir ni absorber a la ontología como teoría del ente
mismo en cuanto ente. En este sentido, el alcance metafísico del análisis lógico-
lingüístico viene dado, justamente, por el carácter fundante que respecto a él compete a
la ontología. Pero tal fundación no equivale a una perfecta correspondencia de las
estructuras del lenguaje y de las estructuras del pensamiento con las configuraciones del
ente real. Como hemos visto, los rasgos más generales de las cosas se dan en las
palabras, pero éstas tienen un modo específico de articularse que no posee un carácter
paradigmático o determinante con respecto a la entera realidad. Desde luego, no se da un
isomorfismo entre la estructura ontológica de la realidad y la estructura lógica de las
proposiciones. No hay una lógica de los hechos del mundo que fuera trasunto de
nuestras estructuras intelectuales, consideradas certeramente por la tradición filosófica
como segundas intenciones: como entes de razón del tipo relación. Afirmar lo contrario
es la falacia racionalista en la que incurren las filosofías de la conciencia y que acaba
derivando en la falacia semántica en la que cae no pocas veces, y de manera harto
simplista, la analítica convencional.
La isomorfía es un modelo muy imperfecto para entender la representación y la
significación. En realidad, cuanto más perfecta es una representación, menores son los
indicios de isomorfía que en ella se pueden encontrar. La metafísica realista propone el
modelo de la identidad intencional, que supera el isomorfismo y –en definitiva– el
representacionismo, por más que sus presentaciones usuales dejen con frecuencia mucho
que desear en cuanto a consistencia y precisión.
Si la relación entre la representación intelectual y lo representado se entendiera en
términos de completa isomorfía, habría que propugnar una inadmisible confusión entre la
lógica como exposición de las relaciones de segunda intención (entre conceptos), y la
ontología como exposición de las inflexiones y articulaciones del ser de las cosas. Y el
análisis lógico-lingüístico podría cumplir sin residuo el cometido del pensamiento
metafísico. Cuando en realidad el análisis lógico del lenguaje sólo podría ocupar el lugar
de la ontología si las segundas intenciones fueran la traslación pictórica o figurativa de
las propiedades y relaciones de las cosas desde la realidad hasta la mente, como
supondría un representacionismo no superado.
En la medida en que el propio avance del proceso de reflexión crítica ha cuestionado

136
la concepción representacionista de los conceptos y la índole trascendental del análisis
lingüístico, se ha producido cierto inesperado acercamiento de la filosofía analítica a estos
planteamientos clásicos, según los cuales –como veíamos en el capítulo anterior– las
palabras habladas son símbolos de los pensamientos y las palabras escritas son signos de
las palabras habladas; de manera que así como no todos tienen la misma escritura, así
tampoco usan todos los mismos sonidos al hablar. Para Aristóteles, en definitiva, los
pensamientos de los que estas palabras son primariamente signos son los mismos para
todos, como lo son también las cosas de las que los pensamientos son semejanzas.
Según la síntesis que Tomás de Aquino hace de esta doctrina aristotélica, las
palabras son signos de los conceptos, y los conceptos son semejanzas de las cosas; es,
entonces, patente que las palabras se refieren a las cosas significadas mediante los
conceptos del intelecto; así pues, según como podamos conocer intelectualmente algo,
así puede ser nombrado por nosotros (Tomás de Aquino, 1994: 181; I, q. 13, a. 1).
Aparece aquí –como momento esencial– la función mediadora del concepto, ya que las
palabras se refieren a las cosas sólo a través de los conceptos de la mente (o conceptos
formales). No se propone, por tanto, un inmediatismo significativo entre palabras y
cosas. Pero tampoco se propugna una mediatización ilacionista, según la cual los
términos significarían exclusivamente los conceptos, que representan, a su vez, las cosas.
Porque las palabras, con una sola significación, significan el concepto y la cosa.
Inmediatamente significan los conceptos y, mediante ellos, las cosas. Pero, como los
conceptos son signos formales y no instrumentales, las palabras principalmente significan
las cosas y secundariamente la manera como las conocemos por medio de las
representaciones intelectuales. El modo de significar corresponde al modo de conocer, y

cuando se conoce una cosa en otra, el que la conoce es llevado hacia las dos por un solo movimiento,
como aparece claro cuando una cosa se conoce en otra como en su forma inteligible, y tal conocimiento
no es discursivo (Tomás de Aquino, 1964: 150; q. 8. a. 5. Cfr. Fernández Rodríguez, J. L., 1974: 178).

Desde luego, es diferente el carácter de las palabras y el de los conceptos: a aquéllas


se las denomina ‘signos’; a éstos, ‘semejanzas’ de las cosas. La referencia de las palabras
a las cosas –mediante los conceptos– es una relación de significantes a significados:
tiene un carácter propiamente semántico. En cambio, la relación de los conceptos a las
cosas conocidas es natural: la representación intelectual es una manifestación de la cosa
dicha por la palabra. Por eso se afirma clásicamente que la verdad propia de la simple
aprehensión es una verdad ontológica, mientras que la verdad lógica –como adecuación
conocida– sólo se da en el juicio. De la composición y división que la mente efectúa
surge toda la red de segundas intenciones, a través de las cuales se relacionan los
conceptos entre sí y se refieren conscientemente a las realidades conocidas, de las que
son semejanzas intencionales (no isomórficas).
Simultánea e inseparablemente, la palabra es manifestación de la cosa y
manifestación de la palabra interior que concebimos con la mente (cfr. Tomás de
Aquino, 1964: 186; q. 9, a. 4). La palabra hablada es la exteriormente expresada, que –
según decían los estoicos– una vez proferida golpea nuestros oídos. Mas, como se afirma

137
en el notable texto del De Veritate referente a la triple palabra, esta palabra exterior
remite a una palabra del corazón proferida sin voz. Ciertamente, no hay separación ni
mutua exterioridad entre estas tres dimensiones (el pensamiento, el lenguaje interior y el
lenguaje exterior), pero sí dependencia causal. El lenguaje exterior está causado final y
eficientemente por el lenguaje interior, y formalmente –como ya se vio– por el
pensamiento: “Los nombres se imponen según el conocimiento que recibimos de las
cosas” (Tomás de Aquino, 1964: 76; q. 4, a. 1).
El pensamiento, que de suyo no tiene materialidad alguna, se expresa por medio del
lenguaje que, en su articulación sensible, forma parte del mundo físico (Tomás de
Aquino; 1964: 8; q. 1, a. 4). No es, por tanto, el lenguaje el que determina al
pensamiento, sino éste el que tiene un carácter fundante con respecto de aquél. En las
pasadas décadas –con base en teorías del siglo XIX– prosperó entre algunos lingüistas y
antropólogos la tesis contraria, que suele denominarse “determinismo lingüístico”. Según
esta doctrina, es el lenguaje el que determina al pensamiento, por lo cual nuestra visión
del mundo depende de la estructura lingüística del idioma que hablamos: relativismo
lingüístico (Whorf, B. J., 1967).
La relevancia filosófica del análisis lingüístico –su alcance y sus límites– viene dada
precisamente porque el lenguaje es pensamiento sensiblemente expresado. Si se
considera como separado del pensamiento o simplemente se prescinde de éste, el
lenguaje pierde su dimensión trascendental y queda reducido a una estructura
antropológica que se puede estudiar objetivamente, como cualquier otro objeto cultural.
Es, por tanto, tarea del análisis filosófico el distinguir lo que el lenguaje tiene de fáctico y
lo que de intencional tiene; lo cual lleva consigo –como antes se apuntaba– un
distanciamiento crítico con respecto a las estructuras lingüísticas históricamente efectivas.
Sólo un equilibrado análisis lingüístico permite al filósofo no ser prisionero del lenguaje:
no pensar que lo que acontece con las palabras acontece también con las cosas.
Como sucede con los aspectos esenciales de toda auténtica tradición cultural,
cualquier idioma nos conduce más allá de sí mismo, porque de lo contrario no sería un
instrumento de comunicación, sino más bien un obstáculo para ella. Según se advirtió en
su momento, un idioma es instrumento de comunicación en la medida en que es vehículo
del pensamiento; lo cual nos lleva a una cierta “relativización del lenguaje”, que es
justamente lo opuesto al relativismo lingüístico. De suerte que lo mismo que permite a los
hablantes de un mismo idioma entenderse entre sí, eso mismo posibilita que los hablantes
de diferentes idiomas lleguen a ser capaces de entenderse entre sí, previo el pertinente
aprendizaje del idioma del otro. El lenguaje no encapsula al pensamiento en una
determinada cultura, sino que lo abre potencialmente a toda otra posible cultura.
Realmente, el relativismo cultural es un superficial equívoco que no conduce a ninguna
parte.
De otro lado, tampoco sucede con las cosas lo que sucede con los conceptos,
precisamente porque la representación intelectual del objeto es recibida en la mente según
el modo de ser del entendimiento y no según el modo de ser de la cosa. A la composición
y división que el intelecto realiza en el juicio responde algo por parte de la cosa, ya que

138
en la realidad también se dan diversos géneros de composición, a los que responden de
algún modo las distintas formas de la predicación. Pero la composición no se da del
mismo modo en la cosa y en el entendimiento, por lo cual difiere la composición
intelectual de la composición real (cfr. Tomás de Aquino, 1994: 782; I, q. 85, a. 5, ad 3).
Tarea del análisis lingüístico es también poner de relieve esta diferencia; pero tal
cometido ya no es posible sin el continuo recurso a la filosofía de la mente –perspectiva
que se adopta en este libro– y al análisis formalmente ontológico, que tiene sus métodos
propios.
La distinción entre lo que es según la cosa y lo que es según la razón aparece, por
tanto, como un requisito imprescindible para llevar a cabo un análisis epistemológico y
lingüístico críticamente consciente de sus posibilidades. Ésta es justamente la distinción
que omite sistemáticamente la filosofía de la conciencia –por consiguiente, también la
filosofía trascendental– y a la que se está acercando la filosofía analítica más reciente, al
advertir que todo análisis lingüístico remite a las representaciones intelectuales y acaba
por conducir a una fundamental dimensión extralingüística. El ser en el juicio se revela
como diferenciado del ser real y fundamentado en él. Sólo de este modo se esquiva otro
aspecto del riesgo de naturalismo y se evita el callejón sin salida al que están
conduciendo actualmente no pocos estudios de Inteligencia Artificial y la mayoría de las
versiones recientes de la llamada “Ciencia Cognitiva”.

139
10
Signos formales y antimentalismo

10.1. El triángulo semántico

En los dos últimos capítulos se han expuesto las líneas maestras de la concepción
clásica de la representación mental, en sus estrechas relaciones con el lenguaje que la
expresa y con la misma realidad representada. Si se ha logrado exponerla con precisión y
se ha leído atentamente, se habrá podido apreciar la complejidad y finura de esta
doctrina, tan alejada del simplismo que con demasiada frecuencia se le suele achacar. Tal
simplismo sólo acontece cuando se presenta la teoría clásica en su esquemática
caricatura, que vendría a decir algo así: las cosas naturales tienen una esencia que
nosotros conocemos por medio de la abstracción intelectual; la esencia en cuestión está
representada en el concepto, que es una especie de copia o imagen mental de esa
determinación fundamental que se encuentra en las cosas; a su vez, la representación se
exterioriza a través de su expresión en las palabras del lenguaje; de manera que nuestros
términos lingüísticos manifestarían la esencia de las cosas tal como se hallan traspuestas
en la mente.
En rigor, ninguno de estos pasos o movimientos –así leídos– es fiel a la concepción
tradicional de lo que se ha dado en llamar el “triángulo semántico”. Porque ni somos
capaces de conocer en sí mismas las esencias de las cosas, ni su representación mental es
una trasposición o copia, ni las palabras vienen a ser como la envoltura mundana de esas
presuntas representaciones. Si nos paráramos a examinar cada una de estas
articulaciones, descubriríamos enseguida que lo que tienen en común es, justamente, su
lastre naturalista. En contra de lo que se suele admitir, la moderna filosofía de la
conciencia –prolongación en este punto de la escolástica tardía– se ve aquejada de un
“cosismo” al parecer insuperable. Y así no hay modo de descifrar el enigma de la
representación. Porque ni las esencias, ni los conceptos, ni las palabras son precisamente
eso que llamamos “cosas”. Como tampoco la realidad, el pensamiento y el lenguaje son
recintos o ámbitos separados entre sí, y conectados después por misteriosos pasadizos.
Heidegger es el autor que mejor ha visto el malentendido de fondo que aqueja a esta

140
extraña “metafísica”, aunque no acierte a diferenciarla de otros modos de pensar que
merecen –en un sentido propio y no peyorativo– el calificativo de metafíisicos, y él
mismo no haya conseguido librarse del marco básico de la filosofía trascendental
evolucionada, cuyo naturalismo –aunque más depurado y débil que el racionalista– no
deja de ser por ello un antropocentrismo idealista. El nombre que debe figurar junto al de
Heidegger es, evidentemente, el de Wittgenstein. Lo que pasa es que rara vez los
filósofos analíticos del lenguaje que en él pretenden inspirarse han ido más allá de su
crítica al representacionismo, en el que con frecuencia han juntado y revuelto la filosofía
de la conciencia y la teoría clásica de la mente.

141
10.2. Semiótica de la representación

Según venimos advirtiendo a lo largo de este libro, el núcleo del laberinto que
trabajosamente vamos explorando no es otro que el mismísimo concepto de
representación, el cual o bien se cosifica o bien se esfuma. Por eso parece oportuno que,
antes de examinar algunas de las críticas actuales a la teoría clásica de la representación,
precisemos más su paradójica realidad, de la que –como ya se ha adelantado– da justa
cuenta la doctrina clásica del signo formal, especialmente en la exposición que de ella
hace Juan Poinsot (1589-1644). La gran eficacia de esta semiótica consiste en que,
gracias a ella y en la medida de lo posible, se esclarece esa enigmática naturaleza de la
representación mental, de la que no cabe prescindir, pero de la que tampoco procede
derivar un mediatismo cognoscitivo, fatal al cabo para toda epistemología que intente no
resignarse a un incomprensible mentalismo.
No encuentra Poinsot mayores problemas para dar cuenta del signo instrumental:
aquel –recordémoslo– que conduce al conocimiento de una cosa, previa noticia del
mismo signo. Es más, el signo instrumental es a lo que propia y verdaderamente todos
llaman ‘signo’ y nadie duda de que lo sea.

Pero toda la dificultad –precisa Poinsot– concierne a los signos formales, los cuales conforman e
informan la potencia cognoscitiva en orden a la manifestación del objeto y de su conocimiento. Y toda esa
dificultad viene a parar en esto: De qué modo le convenga al signo formal la razón de medio que conduce
la potencia a lo significado, y de qué modo le convengan las condiciones de signo, especialmente aquélla
según la cual el signo es más imperfecto que lo significado, y se dice que la cosa se conoce más
imperfectamente por medio del signo que si en sí misma se conociera y representara (Poinsot, J., 1948:
693; II, q. 22, a. 1).

Y enseguida conviene advertir que la solución que da Poinsot a esta dificultad


“técnica”, por así decirlo, va al corazón de la naturaleza del concepto o representación
intelectual, ya que lo que en definitiva nos viene a decir es que el signo formal no es una
cosa como aquello que significa ni es un “momento” por el que el conocer mismo tendría
que “pasar”. De manera que no cabe decir propiamente que el signo formal sea una cosa
que nos lleva al conocimiento de otra, con la consecuencia de que el conocimiento en
cuestión fuera “mediato”. Estamos ahora más allá de todo naturalismo:

Y la razón es que el signo formal, como es la misma noticia o concepto de la cosa, no se connumera
con el conocimiento mismo, al cual conduce a la potencia. De ahí que no pueda tener razón de medio para
que la potencia se vuelva cognoscente y para que el objeto no manifiesto se haga manifiesto, ya que es la
misma razón y forma del conocer. Y de este modo el signo conduce a que el concepto y noticia se ponga
en la potencia y la haga cognoscente. Pero el concepto mismo no es un medio para conocer. Es más,
igualmente se dice que algo se conoce inmediatamente cuando se conoce en sí mismo y cuando se conoce
mediante el concepto o noticia. Porque el concepto no hace que el conocimiento sea mediato (1948: 693).

142
10.3. Los diferentes tipos de mediación

Para comprender mejor esta solución de Poinsot, conviene recordar la clasificación


que el propio Tomás de Aquino hace de los medios cognoscitivos en la séptima de las
Cuestiones Cuodlibetales. En el conocimiento hay tres tipos de mediaciones. La primera
es aquella que corresponde al medio bajo el cual, que equivale a la luz bajo cuya
ilustración se ve alguna cosa, como acontece con la iluminación operada por el
entendimiento agente, que se dispone respecto al entendimiento posible o paciente como
la luz del sol respecto al ojo. En segundo lugar, el medio por el cual so, conoce es la
especie inteligible que determina al entendimiento posible. Estas dos clases de medio no
hacen mediato al conocimiento. Pero el tercer tipo, que es el que viene aquí a cuento,
resulta más complejo. Se trata del medio en el cual, que es algo a través de lo que
llegamos al conocimiento de otra cosa; por ejemplo, como vemos la causa en el efecto,
como en uno de los contrarios vemos el otro, o como vemos a un hombre en el espejo.
De entrada, este tercer tipo hace al conocimiento mediato, tal como acontece con los tres
ejemplos que se acaban de poner. Pero hay que advertir que el medio en el cual puede
ser de dos clases: la primera se refiere al caso de algo material y externo a la potencia, a
saber, aquello en lo cual está la imagen de otro, como –según el tercer ejemplo aducido–
la imagen del hombre está en el espejo. Claro aparece que no cabe que ésta sea la índole
del concepto, pues ninguna representación mental –ni intelectual ni sensible– puede ser
externa a la potencia cognoscitiva, como siglos más tarde redescubriera Husserl. La
segunda clase del medio en el cual, por el contrario, es formal e intrínseca: es el caso del
verbum mentís o “especie expresa”, en la cual se conoce la cosa inteligida. Y ésta es
precisamente la índole de “medio” que corresponde a la representación intelectual (cfr.
Tomas de Aquino, 1956: 133-143; q. l,a. 1).
Ahora bien, como este peculiar “medio” que es la representación mental presenta un
carácter formal e intrínseco, cabría preguntarse si se identifica o no con el intelecto
mismo. La respuesta que se encuentra en el propio Tomás de Aquino es negativa: la
representación no se identifica con la potencia intelectiva. Esta “concepción del intelecto”
o “palabra de la mente” se distingue de lo que, en sentido estricto, llama Tomás
“especie” (en el sentido de especie impresa); porque la especie impresa pone al
entendimiento en acto para conocer de acuerdo con una determinada forma, por lo cual
puede considerarse como principio del conocimiento; mientras que la representación o
concepción del intelecto se ordena a la cosa inteligida como a su fin. También difiere la
representación intelectual de la acción del entendimiento, ya que ésta es como el origen
del concepto, mientras que la concepción del intelecto se considera como el término de la
acción y, en cierto modo, como constituida por esa misma acción. Y, por último, no cabe
confundir la “palabra de la mente” con el entendimiento mismo, ya que la palabra que la
mente genera es una semejanza de la cosa conocida, mientras que no guarda semejanza
con el propio intelecto.
Precisamente por eso al concepto formal se le llama también “palabra de la mente”

143
(verbum mentís): porque lo que nuestro lenguaje –el conjunto de nuestras “voces
externas”– significa no es el entendimiento mismo, ni la especie inteligible, ni el acto del
entendimiento, sino la representación, a través de la cual se refiere a las cosas y casos
reales. De suerte que, como sintetiza santo Tomás en la cuestión octava del De potentia,
el concepto o verbo de la mente, por medio del cual nuestro entendimiento entiende
alguna cosa distinta de sí mismo, surge de algo distinto de sí y representa algo diferente
de sí mismo. Pero hay que hacer una última e importante precisión. La representación
intelectual es, ciertamente, extrínseca respecto al ser del propio intelecto, ya que no
forma parte de su esencia, sino que es como una modificación suya. Ahora bien, no es
extrínseca al mismo inteligir del intelecto, ya que el inteligir mismo no se podría realizar
sin tal representación (Tomás de Aquino, 1961: 215; q. 8, a. 1).

144
10.4. ¿Qué es representar?

Poinsot, por su parte, precisa que la primera clase de este tercer tipo de medio hace
mediato al conocimiento y ha de ser considerado como un signo instrumental. Pero la
segunda clase –a la que procede adscribir el concepto– no constituye al conocimiento en
mediato, porque no duplica ni el objeto conocido ni la cognición. A pesar de lo cual –o
precisamente por ello– el concepto es verdadera y propiamente un medio que representa
al objeto conocido: no como un medio extrínseco, sino como un medio intrínseco que
configura a la potencia. Pues, como ya se dijo en el capítulo anterior, representar no es
otra cosa que hacer al objeto conocido presente a la potencia y unido a ella en su ser
cognoscible. Y esto –representar– es algo que acontece de dos maneras en el
conocimiento intelectual humano. Una es al modo de un principio, como sucede con la
especie impresa, que determina a la potencia de la que ha de proceder el conocimiento.
Mientras que la otra –la que hasta ahora venimos considerando– es al modo de un
término, como ocurre con la especie expresa, ya que en ella el objeto se propone y se
presenta como lo conocido y el conocimiento que termina dentro de la potencia, que
adquiere o gana la razón propia del objeto. Y así el objeto se hace presente, se
representa, mediante el concepto o la especie intelectual, tanto impresa como expresa,
que une al objeto representado con la potencia que lo representa (Poinsot, J., 1948: 694).
La representación intelectual se mueve, por tanto, en el estricto territorio de lo
gnoseológico, en el que propiamente no hay cosas ni causas, sino formas y actos. Esto es
lo que el representacionismo ignora, porque responde a un modo de pensar que sólo
entiende de configuraciones eidéticas, curvadas sobre sí mismas y, por lo tanto,
problemáticamente articulables o comunicables entre sí. Se crea entonces una suerte de
universal mediación, que viene a ser como una reduplicación antropomórfica del mundo
real, como un “platónico” lugar celeste, trasladado a un presunto recinto interior, poblado
de dobletes de las cosas efectivas. Tal es el sentido que el racionalismo moderno confiere
a la mente, entendida como una luminosa caverna, antitética –en muchos aspectos– a la
que en la República se propone. Por de pronto, el ámbito cavernario no es ahora
alegórico sino real, ya que las representaciones ocupan el lugar de las auténticas
realidades. Pero es que, además, las sombras se iluminan, mientras que dejan en la
penumbra todo lo que permanece en la exterioridad del aire libre. Y como estas sombras
refulgentes no se articulan realmente entre sí ni dan razón de sí mismas, habrá que
buscar en la propia mente mecanismos de conexión y fundamentos legitimadores que
tendrán un carácter extra-gnoseológico. Estamos ante lo que en este libro se llama
“naturalismo”. Naturalismo al que, obviamente, no es ajeno el propio empirismo, en
cuyos representantes –especialmente en Locke– encontramos versiones del
representacionismo aún más drásticas y crudas que las ofrecidas por los racionalistas.

145
10.5. Antimentalismo y filosofía aristotélica

La falta de finura en los análisis se arrastra hasta nuestro siglo, y alcanza incluso a
las mismas refutaciones del representacionismo, tal como se proponen en algunas
formulaciones de la hermenéutica y de la filosofía lingüística. Es la falta de herramientas
conceptuales de índole metafísica la que conduce, entre otros difundidos errores, a la
atribución de una postura mentalista a Aristóteles y Tomás de Aquino. En el resto de esta
capítulo examinaremos la posible justeza de tales críticas, al hilo de la discusión
desarrollada en el interesante artículo de John P. O’Callaghan titulado “The Problem of
Language and Mental Representation in Aristotle and St. Thomas” (O’Callaghan, J. P.,
1997).
Nada mejor que empezar por un par de textos de Michael Dummett que
ejemplifican tal homogeneización de la tradición filosófica respecto a la semántica de la
representación:

Una tradición continua, que va desde Aristóteles a Locke y más allá, ha asignado a las palabras
individuales la capacidad de expresar “ideas”, y a las combinaciones de palabras la capacidad de expresar
“ideas” complejas; y este modo de hablar ha borrado –o, al menos ha fracasado en explicar– la distinción
crucial entre esas combinaciones de palabras que constituyen una proposición y aquellas que forman
meras frases que podrían ser parte de una proposición (Dummett, M.,1981: 3-4).

Y dice en otro lugar el filósofo de Oxford:

Quizá la contribución más importante realizada por los Fundamentos de la Aritmética de Frege es el
ataque a la teoría imaginista o asociacionista del significado. Ésta es otra de esas ideas que, una vez
completamente asimiladas, aparecen como completamente obvias. Ahora bien, Frege fue el primero que
estableció un claro corte con la tradición que había florecido entre los empiristas británicos y cuyas raíces
penetran hasta Aristóteles. El ataque lanzado por Frege contra la teoría según la cual el significado de una
palabra o expresión consiste en su capacidad de suscitar en la mente del oyente una imagen mental
correspondiente fue rematado por Wittgenstein en la primera parte de las Investigaciones filosóficas, y ya
es apenas necesario repetir sus argumentos en detalle, porque la teoría imaginista está actualmente muerta,
sin esperanza alguna de revivir (1981: 637-638).

Estos enjuiciamientos de Michael Dummett merecen, al menos, dos comentarios. El


primero de ellos es que la teoría del significado –venga de donde venga– que en ellos se
critica bien criticada está. La magnitud de problemas que sobre ella gravitan la hace
completamente inviable. Para explicar según esta teoría representacionista mi diálogo con
otra persona habría que poner en juego las siguientes presuposiciones: 1. yo tengo en mi
mente un silencioso discurso, compuesto por representaciones de las cosas o hechos de
que se trate, que no puedo hacer llegar a mi interlocutor por la fundamental razón de que
no disfruto del don de la telepatía; 2. para suplir esta deficiencia, echo mano del lenguaje,
que es una especie de código sensible al que se traducen mis conceptos o ideas; 3. mi
interlocutor pone en marcha su capacidad de descifrar mi discurso, porque conoce y usa
el mismo código que yo; 4. descifrar el discurso en cuestión equivale, ni más ni menos,

146
que a suscitar en su mente las mismas representaciones que yo alojo en la mía; 5. al
contestarme, mi interlocutor cifra, a su vez, sus propios pensamientos y yo hago con
ellos exactamente lo mismo que él había hecho con los míos.
Ahora bien, ¿cómo estoy cierto de que las representaciones contenidas en su mente
y en la mía son las mismas? Porque, según esta explicación y según toda evidencia, yo
no tengo más acceso que el lenguaje al ámbito mental en el que tales imágenes
acontecen. Sucede, entonces, que he de suponer que cada uno de esos pasos logra su
objetivo, es decir, que –a través de las sucesivas conexiones entre conceptos y palabras–
las representaciones que ambos vamos suscitando a lo largo del diálogo son las mismas.
Y entonces reaparecen en escena todos los fantasmas del “ilacionismo”, porque yo no
puedo estar cierto de que, a través de todo ese proceso, las representaciones de ambos
intelocutores lleguen a ser idénticas. Sólo puedo suponerlo, así como el “realista crítico”
o “el idealista moderado” suponen que sus representaciones mentales alcanzan la
realidad, ya que de un modo u otro han sido causadas por ella.
En este tema, como en el de la realidad y objetividad del conocimiento del mundo
exterior, la única salida es cortar el nudo gordiano del planteamiento mentalista. O, mejor,
no llegar a anudar nunca ese nudo, con el resultado de que no hay necesidad de cortarlo,
habida cuenta de que tampoco hay posibilidad. Así pues, a la pregunta de por qué tú
entiendes lo que yo te estoy diciendo, la única respuesta válida es –insistamos– la
wittgensteiniana: “Porque sé castellano”. Las palabras y las proposiciones tienen sentido
como algo intrínseco a ellas, de manera que los discursos por ellas constituidos se
comprenden sin más requisito que entender el idioma (y, en su caso, algo de la materia
especializada de que se trate). Por utilizar el símil de Frege, se podría decir que las
expresiones lingüísticas tienen sentido en sí mismas, así como los segmentos tienen en sí
mismos dirección.

147
10.6. Aristóteles y el representacionismo

El segundo comentario que procede hacer a las tesis de Dummett es que la


adscripción de la teoría mentalista a Aristóteles y su escuela es harto problemática y,
desde luego, que el problema no se agota en dilucidar si el texto griego del Peri
hermeneias se ha traducido correctamente al latín desde Boecio o no, como O’Callaghan
inicialmente discute (1997: 499-504). La cuestión estriba, más bien, en si el modelo
representacionista puede acoplarse o no al realismo metafísico de cuño aristotélico. Y la
respuesta a este interrogante no puede ser sino negativa. Como ha señalado Peter Geach
(Geach, P., 1972: 44-61), el inicio de la concepción según la cual el sentido de una
palabra es la correspondiente imagen mental se remonta a la aparición de la “teoría de los
dos nombres”. Para esta teoría, tanto el sujeto como el predicado de una proposición son
nombres, mientras que la cópula ‘es’ constituye un tercer elemento, equivalente a un
signo de identidad. De tal suerte, no habría diferencia esencial entre proposiciones y
frases no proposicionales o palabras aisladas. Y ésta es una manera de considerar el
lenguaje básicamente ajena a la tradición aristotélica rectamente entendida, en la que la
proposición se analiza en dos componentes esenciales: sujeto y predicado. El sujeto es,
en principio, un nombre, mientras que el predicado es una función proposicional en la
que se incluye la cópula o, en general, el verbo que se utilice en cada caso. Ciertamente,
según señala Geach, hay algunos aspectos de la silogística aristotélica que sugieren la
adopción por el Estagirita de ciertos rasgos de la teoría de los dos nombres, a la que –por
lo demás– la mayor parte de la neoescolástica contemporánea se entregó con armas y
bagajes. Pero, en todo caso, tal doctrina no fue en modo alguno aceptada por Tomás de
Aquino: baste con recordar que, según él y sus seguidores, la verdad lógica sólo acontece
en el juicio, mientras que en el concepto únicamente cabe hablar de verdad ontológica.

148
10.7. El alcance trascendente del conocimiento humano

Desde un punto de vista más general, Tomás de Aquino niega explícitamente que el
conocimiento humano se limite a las representaciones, pasiones o alteraciones que en él
acontezcan. Merece la pena citar un largo texto de la Suma de Teología, porque en él se
desarrolla inequívocamente este extremo, junto con otros aspectos fundamentales de la
epistemología clásica:

Algunos sostuvieron que nuestras facultades cognoscitivas no conocen más que las propias pasiones.
Por ejemplo, que el sentido no conoce más que la alteración de su órgano. En este supuesto, el
entendimiento no entendería más que la propia alteración, es decir, la especie inteligible recibida en él.
Según esto, estas especies son lo que el entendimiento conoce.
Pero esta opinión es evidentemente falsa por dos razones. 1) Primera, porque los objetos que
entendemos son los mismos que constituyen las ciencias. Así, pues, si solamente entendiéramos las
especies presentes en el alma, se seguiría que ninguna ciencia trataría sobre las realidades exteriores al
alma, sino sólo sobre las especies inteligibles que hay en ella. Así, los platónicos sostenían que todas las
ciencias tratan sobre las ideas, entendidas en acto. 2) Segunda, porque se repetiría el error de los antiguos,
los cuales sostenían que es verdadero todo lo aparente. Así, lo contradictorio sería simultáneamente
verdadero. Pues una potencia que no conoce más que su propia impresión, sólo juzga de ella. Pero lo que
algo parece, depende del modo como es alterada la potencia cognoscitiva. Por lo tanto, el juicio de la
potencia cognoscitiva siempre tendría por objeto aquello que juzga, es decir, su propia alteración tal y
como es. Consecuentemente, todos sus juicios serían verdaderos. Por ejemplo, si el gusto no siente más
que su propia impresión, cuando alguien tiene el gusto sano y juzga que la miel es dulce, hará un juicio
verdadero. Igualmente emitiría un juicio verdadero quien, por tener el gusto afectado, afirmara que la miel
es amarga. Pues ambos juzgan según les indica su gusto. De ser así, se deduciría que todas las opiniones
son igualmente verdaderas. Lo mismo cabría decir de cualquier percepción.
Por lo tanto, hay que afirmar que la especie inteligible con respecto al entendimiento es como el
medio por el que entiende. Se demuestra de la siguiente manera. Como se dice en el libro IX de la
Metafísica, la acción es doble. 1) Una, que permanece en el agente, como ver o entender. 2) Otra, que
pasa a una realidad externa, como calentar o cortar. Ambas se realizan de una forma determinada. Así
como la forma según la cual se realiza la acción que tiende a una realidad exterior es imagen del objeto de
dicha acción, como el calor de lo que calienta es imagen de lo calentado, así también la forma según la
cual se realiza la acción que permanece en el agente, es una representación del objeto. Por eso, en
conformidad con la imagen del objeto visible ve la vista, y la representación de lo entendido o la especie
inteligible es la forma según la que el entendimiento conoce (Tomás de Aquino, 1994: 776-777; I, q. 85, a.
2).

Decididamente, el representacionismo no responde a un planteamiento aristotélico o


tomista, sino que hunde sus raíces en el mentalismo característico de la filosofía
moderna, tanto de inspiración racionalista como empirista. Así lo caracteriza Robert
Sokolowski:

Con un espíritu lockeano, hemos admitido que las palabras cubren sólo el dominio de nuestras ideas,
y tácitamente hemos considerado que las ideas son alguna suerte de cosas internas. Pero filosóficamente
esto es terriblemente ingenuo (Sokolowski, R., 1987: 456).

No podría serlo menos para el profesor Sokolowski, que es un fino fenomenólogo, y


que suele decir que la fenomenología consiste precisamente en mantener que lo que

149
nosotros conocemos no son los procesos de nuestro cerebro, sino los objetos externos o,
si se prefiere, las cosas mismas. Concepción del conocimiento que se encuentra,
evidentemente, en los antípodas del naturalismo, dominante aún, a pesar de las agudas
críticas provenientes de la propia fenomenología o del análisis lingüístico.
Desde una perspectiva que él mismo denomina “tomismo analítico”, John Haldane
aporta la siguiente descripción del representacionismo mental:

Es la visión según la cual los objetos inmediatos de los actos o estados cognitivos son entidades
internas: especies, ideas, imágenes, fórmulas proposicionales y cosas por el estilo, que pueden estar o no
estar en alguna ulterior relación referencial con objetos o características del mundo; y que son estas
internas actitudes relaciónales las que constituyen el esencial carácter “dirigido al objeto” o intencional de
los estados cognitivos (Haldane, J., 1987: 287).

150
10.8. Representación: ¿una tercera cosa?

Un representacionismo de este tipo, que el profesor de la Universidad de St.


Andrews expone y critica, nos dejaría encerrados en las profundidades de la conciencia,
sin que pudiéramos alcanzar el mundo ni hablar con otras personas. Pero si no se supera
el naturalismo que tal concepción tiene en su base, lo que sucede –según la gráfica
expresión americana– es que se tira al niño que se estaba bañando junto con el agua de la
bañera: al criticar el representacionismo mentalista, se critica toda posible admisión de las
representaciones, como si necesariamente tuvieran que ser “cositas” internas que no se
sabe dónde están ni para qué sirven. Ya hemos visto que hay una afilada arista –límite
entre los abismos del mentalismo y del nominalismo– a lo largo de la cual es posible
mantener un concepto de representación que no sea ni una interna mediación mental ni
una ilusión que fuera preciso eliminar. La doctrina del signo formal, tal como la propone
Poinsot, es la forma más lograda de una teoría de este tipo, a la que se podría llamar
“realismo conceptual”.
Para situarnos en una gnoseología realista que, sin embargp, reconoce la realidad de
los conceptos o representaciones intelectuales, lo primero que hemos de hacer es no
entender las relaciones entre cosas, ideas y palabras como si se tratara de un juego entre
tres realidades. Por un lado, acabamos de ver que el concepto no es algo ajeno a la
palabra que lo expresa, ya que las palabras sin los correspondientes conceptos no serían
expresiones verbales, no se podría hablar con ellas de modo que nos entendiéramos. Y, a
la inversa, sin su incorporación a las palabras como sentido de ellas, apenas nos sería
posible pensar con conceptos.
Es esencial en la teoría realista que haya algunos conceptos –los más simples y
radicales– en los que pueda pensarse sin el apoyo de expresiones lingüísticas; pero hemos
de reconocer, al mismo tiempo, que sin la ayuda del lenguaje ninguno de nosotros sería
capaz de elaborar un curso de pensamiento mínimamente complejo. Por otra parte, los
conceptos no son algo del todo externo a la cosa por ellos representada. Como dice
Sokolowski inmediatamente después del texto suyo que antes citábamos, “una idea no es
una entidad interna y en un sentido importante no es realmente diferente de las cosas de
la que ella es idea” (1987: 456). Sabemos, efectivamente, que la forma mental es la
misma que la forma real, de la que solamente se distingue por existir con un ser
intencional, que remite precisamente al ser real con el que la forma existe en la naturaleza
de las cosas.
Algunos críticos actuales del mentalismo parecen ignorar todas estas precisiones y –
sin que les falte razón en su rechazo del representacionismo– meten en el mismo saco a
Descartes, Locke y Aristóteles. Hilary Putnam –al cual nos vamos a referir ahora
especialmente– llega incluso a presentar la entera teoría criticada como la “Aristotelian
view”, caracterizada de esta suerte:

Así como Aristóteles fue el primero en teorizar sistemáticamente acerca de muchas cosas, también
fue el primer pensador que teorizó de manera sistemática acerca del significado y la referencia. El esquema

151
que nos presenta en De Interpretatione ha demostrado ser notablemente sólido. Según este esquema,
cuando comprendemos una palabra o cualquier otro “signo”, asociamos esa palabra con un “concepto”.
Este concepto determina aquello a lo que se refiere la palabra [...]. La imagen indica que hay algo en la
mente que selecciona los objetos en el entorno del cual hablamos. Cuando ese algo (llamémoslo concepto)
se asocia con un signo, se transforma en el significado del signo (Putnam, H., 1995: 45).

Según O’Callaghan (1997: 552), dos son las tesis fundamentales que Putnam
atribuye al representacionismo, tal como se presenta desde Aristóteles hasta el siglo XX.
La primera tesis es que hay cosas u objetos en la mente: cosas y objetos que son
copias, imágenes o fenómenos de las cosas que están fuera de la mente. De manera que,
además de la mente y las cosas externas, hay un tercer reino de cosas mentales que están
interpuestas entre la mente y las cosas externas.
La segunda tesis del mentalismo es que la mente, en su actividad cognoscitiva,
presta atención a esos objetos mentales como lo que primariamente conoce. Putnam
compara las versiones “platónicas” de esta tesis y señala lo que tienen en común con las
“aristotélicas”:

En una variante de la imagen que parecería, más bien, el legado de Platón y no el de Aristóteles, los
“conceptos” no están en la mente sino que forman un reino de entidades abstractas (a veces denominado
“cielo platónico” por los detractores de la imagen) independientes tanto de la mente como del mundo. Un
platonismo semejante fue defendido por el gran lógico Kurt Gódel. Aun en estas versiones platónicas, los
hablantes pueden dirigir la atención hacia los conceptos, gracias a algo similar a la percepción: en
consecuencia, si A y B son conceptos diferentes, prestar atención a A y prestar atención a B son estados
mentales diferentes. De este modo, incluso en estas teorías, el estado mental del hablante determina a qué
concepto le está prestando atención y, por consiguiente, determina a qué se refiere (1995: 94).

Para Putnam, la diferencia entre los platónicos y los aristotélicos estriba en que los
conceptos de los aristotélicos son objetos mentales internos. Por tanto, estos objetos
mentales pueden ser conocidos en cuanto tales por medio de la introspección. Y esto es
lo que precisamente niega la teoría del concepto como signo formal: no es necesario
conocer el concepto en cuanto tal, para pasar después a conocer la forma en él
representada. Se podría decir que, según esta doctrina clásica, la mente queda aligerada
de cosas intermediarias a las que sería necesario atender antes de atender a los objetos
reales o externos. Lo más propio del signo formal es –recordémoslo– que no recaba
atención para sí, sino que conduce en directo a la realidad conocida. En tal sentido, cabe
arriesgarse a mantener que en la tradición aristotélica no hay algo así como lo que
modernamente se llama ‘mente’, expresión deudora de una concepción a la vez
representacionista y naturalista. Ahora bien, la tesis más fuerte de Putnam es que no hay
relación intrínseca o necesaria entre las representaciones mentales y las cosas
representadas que se encuentran fuera de la mente:

Ni siquiera un amplio y complejo sistema de representaciones, tanto verbales como visuales, tienen
una conexión intrínseca con aquello que representan –una conexión independiente de cómo fue causada o
de cuáles son las disposiciones del que habla o del que piensa (Putnam H., 1981: 5).

Según Putnam, la convicción de que hay alguna relación entre las representaciones

152
mentales y lo que ellas representan es algo que revela una “supervivencia del
pensamiento mágico” (1981: 2). Y no le falta, por cierto, un punto de razón. Si ese reino
interpuesto de la imaginería mental implica que hay, en cada caso, una “tercera cosa”
entre el conocimiento y el objeto que se conoce, no habrá modo de superar el solipsismo.
Pero el problema se desvanece cuando, por de pronto, advertimos que los elementos en
juego no son tres sino –en todo caso– dos. Esto es lo que quiere decir, en un primer
acercamiento, el aforismo aristotélico y tomista según el cual “lo inteligible en acto es lo
entendido en acto” (cfr. Kenny, A., 1994: 35-36). Pero este lema peripatético añade algo
más, a saber, que lo que inicialmente se tenía como dos, parece más bien que se
convierte en uno.
Ciertamente, como hemos visto en Poinsot, la representación no se identifica, sin
más, con el entendimiento ni con lo entendido. Pero esto no quiere decir en modo alguno
que sea una “tercera cosa”. Por de pronto, ni el cognoscente ni lo cognoscible son
precisamente “cosas”. Y sean lo que fuere, el concepto no se puede connumerar con
estos dos términos, justamente porque –en cuanto signo formal– no constituye en sí
mismo un objeto que sea preciso conocer, para conocer después el objeto externo o real.
Según se advirtió al comienzo de este capítulo, lo único que hace el signo formal es
actualizar el entendimiento e identificar su acto cognoscitivo con lo inteligido en acto. No
nos las tenemos que ver aquí con elementos mostrencos de la naturaleza, con fragmentos
más o menos sofisticados de materia, sino con formas y actos. Por eso, no cabe en rigor
hablar –sin ulteriores precisiones–de tres elementos y, si se nos apura, ni siquiera de dos.
Nos encontramos aquí con una peculiar dialéctica, en la que –aunque de manera
muy diferente a la hegeliana– se da una superación que conserva. Los tres términos en
juego pasan a ser dos, porque la representación conceptual no es propiamente una
mediación, sino sobre todo un camino en el que la inteligencia no se detiene. Pero ello no
implica que la representación desaparezca o se elimine, sino que cumple un papel
ontológico y no óntico, formal y no material. Y tal función consiste precisamente en
hacer que la inteligencia sea intencionalmente la forma conocida. Lo cual, a su vez,
tampoco conlleva que el cognoscente y lo conocido pierdan sus repectivos “lugares”
ontológicos, sino que –a efectos cognoscitivos, y sólo a ellos– se hacen lo mismo.
Desde el nominalismo tardomedieval se viene repitiendo que matices tan sutiles no
son comprensibles para una mente normal, y que multiplicar formalidades y actos atenta
contra la economía de pensamiento e implica echar mano de factores que no son
intuibles. A lo que cabe contestar que una epistemología tan sólida no responde a un
barroquismo nocional, sino que intenta exclusivamente dar cuenta de un rendimiento tan
enigmático y sorprendente como es el conocimiento. Conocimiento que no se puede
explicar en modo alguno si nos mantenemos en el plano pre-filosófico y trivial de la
causalidad física y de las configuraciones materiales. A esto último es a lo que llamamos
aquí “naturalismo”. Y lo que en este libro se intenta –y tal vez se va logrando– es
demostrar, en diálogo con diversos pensadores de distintas épocas, que una interpretación
naturalista del conocimiento, y especialmente de la representación, disuelve aquello que
pretendía aclarar. Lo cual se hace aún más patente cuando se pretende desplegar una

153
teoría del conocimiento que sea, a la vez, naturalista y representacionista, como es, por
ejemplo, el caso de Dretske (Dretske F., 1995).
O’Callaghan comparte la convicción de que, según Tomás de Aquino y en contra de
la interpretación de Putnam, la representación no es una tercer, cosa, además del
intelecto y del objeto externo que se conoce. Llama para ello la atención sobre un texto
de John Haldane quien advierte que hay

una común tendencia a aceptar que la existencia de un proceso implica la existencia de un producto
distinto de él. En particular, suponer que hablar de formar un pensamiento, o hacer una representación,
implica la manufactura de una tercera cosa (Haldane, J., 1989: 25).

Aun aceptando la correcta intención tanto de O’Callaghan como de Haldane, habría


que hacer algunas precisiones. La primera es que el conocimiento no es un proceso, sino
un puro acto, según la distinción aristotélica entre kinesisy energeia, es decir, entre
movimiento y acto. Por lo tanto, la dificultad no se encuentra precisamente donde señala
el texto de Haldane, dejando aparte las peculiaridades meramente lingüísticas que, por
cierto, difieren entre el inglés y el castellano. Lo propio de un proceso es que no tiene el
fin en sí mismo, precisamente porque, cuando se consuma, entonces se acaba, deja de
existir; en consecuencia, pueden darse movimientos que no dejen tras sí ningún
producto, como puede ser el caso de danzar o de correr para intentar (en vano) disminuir
peso. Mientras que un puro acto es el que tiene en sí mismo su finalidad, y por eso
puede persistir una vez realizado; el acto mismo es un fin, por lo cual –evidentemente–
no se suscita ningún producto distinto de sí mismo al ejecutarlo.

154
10.9. Praxis y poiesis

La distinción relevante para este problema es la que el propio Aristóteles establece


entre poiesis y praxis, y Tomás de Aquino entre acción transeúnte y acción inmanente.
Esta segunda distinción no es sino una aplicación de la primera –que diferencia la kinesis
de la energeia– a un caso particular: el de las actividades humanas. La acción transeúnte
–en el sentido de fabricación o hacer– constituye un cierto tipo de movimento que, por lo
tanto, cesa una vez realizado, como acontece en el típico ejemplo de “edificar”; la
diferencia con el movimento en general estriba en que, en este caso, permanece un
producto distinto del propio producir: la casa o cualquier otra cosa que se edifique. Por
su parte, la acción inmanente no produce nada distinto de sí, lo cual en modo alguno
quiere decir que sea siempre menos eficaz o potente, porque –como insiste Francisco
Canals, siguiendo a Cayetano– la generación de la palabra interior o verbum mentís
proviene de la plenitud de la potencia activa: verbum explenitudine (cfr. Canals Vidal, F.,
1987). Cabría recordar, de otro lado, que el signo formal no es de inferior categoría que
el signo instrumental. Aunque el signo instrumental sea signo en un sentido más propio u
obvio, el signo formal es el que ontológicamente realiza mejor la razón de signo, ya que
él mismo no consiste en otra cosa que en ser signo: por eso se dice que lo es
“formalmente”; y, de manera análoga, tambien se habla de ‘concepto formal’ para
referirse estrictamente al concepto en cuanto tal.
Tampoco es del todo rigurosa la argumentación que O’Callaghan despliega para
demostrar que la representación y la potencia cognoscitiva constituyen una unidad (1997:
529-530). Porque se sirve de un texto del Comentario de Tomás de Aquino a la
Metafísica de Aristóteles, que se refiere primariamente a la unión del alma y el cuerpo
(Tomás de Aquino, 1977: 421; VIII, lect. 5, n. 1767). Y no vale decir que, aunque ése
sea el problema concreto que el texto aborda, la doctrina en cuestión tiene un alcance
más amplio, ya que lo que O’Callaghan pretende sentar es que la potencia y el acto
forman una unidad, sin necesidad de ningún elemento que los sintetice. Porque se sugiere
que el cognoscente se comporta respecto a su representación como la potencia pasiva
respecto a su acto y, por lo tanto, como la materia respecto a su forma. Lo cual es del
todo inapropiado para dar cuenta de lo que acontece en el conocimiento. Si cada
conocimiento proviniera de una determinada composición hilemórfica, se produciría una
generación a la que precedería y seguiría la correspondiente corrupción. Y entonces la
forma conocida se tendría como propia y no como ajena, de modo que el conocimiento
dejaría de responder a la feliz fórmula de “hacerse lo otro en cuanto otro”.
La facultad cognoscitiva es una potencia activa, un acto primero que pasa a acto
segundo. Tal “paso” implica una cierta pasividad en la potencia activa, pero de ningún
modo en el conocimiento mismo, que –como insiste Leonardo Polo– es pura actualidad.
Una adecuada descripción del conocimiento es la que aporta Millán-Puelles cuando
escribe que el conocimiento es el acto de un acto que posee un acto (Millán-Puelles, A.,
1967). El ‘acto’ que primero aparece en la fórmula es, evidentemente, el propio acto

155
cognoscitivo; el segundo corresponde a la potencia activa y actualizada por la especie o
representación; y, finalmente, el ‘acto’ que se expresa en tercer lugar está por la forma
conocida. De nuevo tenemos aquí la “dialéctica” gnoseológica a la que antes nos
referíamos. Según ella, no se puede entender la unidad que forma la facultad con la
representación como si se tratara de una composición potencia-acto. La dualidad queda
superada, pero no completamente eliminada. Sigue habiendo una cierta aliedad, que la
representación precisa para cumplir su papel de “presentación” u “objetivación”, a
diferencia dé la mera especie impresa cuya índole es más bien determinativa.
Si el calificativo de ‘representacionista’ no es aplicable, según acabamos de ver, a
Aristóteles y a los aristotélicos –especialmente a Tomás de Aquino– pasemos a
considerar qué doctrinas filosóficas merecen esta caracterización y en qué sentido se les
puede atribuir.

156
11
El representacionismo racionalista

11.1. De Duns Escoto a Descartes

La teoría medieval del signo, y en particular de la representación, se integra en toda


una concepción unitaria del mundo (Zimmermann, A., 1971: VII). Según ha mostrado
Alice Ramos, el fundamento metafísico de la noción de signo viene dado por la idea,
bíblica y agustiniana en su raíz, de que el hombre es imagen y semejanza de Dios.
Mientras que el desarrollo independiente de la semiótica como ciencia universal tiene su
origen en la ruptura de esa comprensión teológica de la realidad (cfr. Ramos, A., 1987).
Como ya se ha sugerido, la desmembración racional de las principales nociones
metafísicas proviene de la sustitución, realizada por Duns Escoto, de la distinción de
razón con fundamento real (y de la propia distinción real) por la distinción formal que
proviene de la cosa (a parte rei), la cual viene a ser una diferenciación de índoles
formalmente diversas que no cabe ensamblar más o menos confusamente, si se quiere
conferir a la metafísica el carácter de ciencia trascendente (cfr. Honnefelder, L., 1990).
Tal diferenciación formal conduce al abandono de la primacía del acto sobre la forma y,
en definitiva, al esencialismo, que acaba por debilitarse y perder contenido en el
nominalismo de Ockham.
La vía moderna implica una supremacía de la intuición sobre la abstracción (“no se
conoce nada si no se conoce intuitivamente”), la cual aboca a conferir a la realidad las
características de su conocimiento y, simultáneamente, a reificar o cosificar los principios
del conocimiento mismo. Esta tendencia, que ya es claramente perceptible en Suárez,
encontrará en Descartes su primer desarrollo metafísico neto.
Tal es el origen de lo que hoy se denomina ‘representacionismo’. Según esta
concepción, lo que inmediatamente conocemos no es la forma real que se halla en la
naturaleza de las cosas –porque o bien no la podemos captar adecuadamente o bien
simplemente no existe–, sino un representante o sustituto suyo que acontece en el interior
de ese recinto al que llamamos ‘mente’. Estas representaciones pasan de tener
exclusivamente un ser intencional –como en la teoría de los signos formales– a poseer un

157
“ser inteligible”, un “ser disminuido” (esse diminutum), un “ser objetivo” o ya,
claramente, una “realidad objetiva”. Las representaciones son los auténticos objetos
reales, mientras que las cosas naturales quedan reducidas a presuntos casos o causas de
tales objetos. (Es entonces cuando la estructura fundamental de la doctrina gnoseológica
moderna viene dada por el eje sujeto-objeto, como se ha visto nítidamente en el caso del
kantismo.)

158
11.2. ¿Es representacionista Descartes?

Según ha señalado recientemente Dominik Perler, la interpretación de Descartes


como paradigma de todo el representacionismo moderno es claramente exagerada y no
responde a la letra de las obras cartesianas, mucho más próximas a sus antecedentes
medievales que a las grandes construcciones idealistas de la modernidad madura (Perler,
D., 1996). Por de pronto, tales puntualizaciones subrayan la imposibilidad o –al menos–
la gran dificultad de una teoría del conocimiento completamente representacionista, según
ya hemos tenido ocasión de apreciar en casos tan diferentes y notorios como Platón y el
propio Kant. Razón de más para acercarnos a los textos cartesianos sin las actitudes
simplistas de algunos anti-representacionismos actuales.
Como tal aproximación será–sin remedio– más impresionista que erudita, procede
situarnos en la atmófera del “experimento conceptual” cartesiano, para tratar de revivir
cuál es su actitud teórica fundamental. Nada mejor para ello que acudir al comienzo de la
Meditación tercera:

Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta borraré de mi
pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o, al menos, como eso es casi imposible, las reputaré
por vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis adentros, procuraré ir
conociéndome mejor y hacerme más familiar a mí propio. Soy una cosa que piensa, es decir, que duda,
afirma, niega, conoce unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también
imagina y siente, pues, como he observado más arriba, aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada
fuera de mí y en sí mismo, con todo estoy seguro de que esos modos de pensar residen y se hallan en mí,
sin duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber enumerado todo lo que sé de cierto, o, al menos,
todo lo que he advertido saber hasta aquí (Descartes, R., 1977: 31).

A esta altura de las Meditaciones, Descartes ya ha demostrado la existencia del


propio sujeto, a través de la experiencia del cogito,. Como sugiere Bernard Williams,
Descartes nos dice ahora que mirará más detenidamente dentro de sí mismo, para
ampliar el alcance de su conocimiento. Lo cual no es en modo alguno casual o arbitrario.
Es, más bien, esencial que Descartes mire dentro de sí mismo, “ya que el resto de cosas
que pueda descubrir tendrían que desvelarse a partir de su existencia mental, que es lo
único de lo que está, en este estadio, seguro” (Williams, B., 1996: 163).
Según subraya John Haldane, en el esquema gnoseológico tomista los conceptos
aportan a los pensamientos sus contenidos intencionales, justo como las propiedades
revisten a los particulares con sus caracteres. En cambio, para Descartes y para la mayor
parte de los cartesianos posteriores, el proceso de pensar es en sí mismo neutral, o vacío
de sentido, y el contenido sólo se adquiere por la vía del dirigirse de la mente hacia
objetos mentales; es decir, el pensar se concibe como un medio sin contenido,
consistente en el puro tener conciencia, y la individuación intencional de distintos tipos de
pensamientos se realiza por medio de la referencia a cualquier fenómeno que se capte
por ese medio (Haldane, J., 1993:21).
De entre los objetos que Descartes encuentra dentro de sí mismo, destacan aquellos

159
a los que llama ‘ideas’, las cuales equivalen a lo que venimos denominando aquí
‘representaciones’. La noción de idea queda definida así en las Respuestas a las
segundas objeciones:

Con la palabra idea, entiendo aquella forma de todos nuestros pensamientos por cuya percepción
inmediata tenemos consciencia de ellos. De suerte que, cuando entiendo lo que digo, nada puedo expresar
con palabras sin que sea cierto, por eso mismo, que tengo en mí la idea de la cosa que mis palabras
significan. Y así, no designo con el nombre de idea las solas imágenes de mi fantasía; al contrario, no las
llamo aquí ideas en cuanto están en la fantasía corpórea (es decir, en cuanto que están pintadas en ciertas
partes del cerebro), sino sólo en cuanto informan al espíritu mismo aplicado a esa parte del cerebro
(Descartes, R., 1977: 129).

Retengamos la curiosa e interesantísima observación final de este texto, referente a


las imágenes, a las ideas en cuanto que están “pintadas en ciertas partes del cerebro”.
Fijémonos primeramente en que las ideas se presentan íntimamente asociadas con las
palabras que expresan, de manera que “nada puedo expresar con palabras sin que sea
cierto, por eso mismo, que tengo en mí la idea de la cosa que mis palabras significan”. La
mediación representativa es aquí imprescindible y decisiva para que el cognoscente se
refiera a cosas a través de palabras, rasgo básico de esa doctrina que llamamos
‘representacionismo’.
Ciertamente, Descartes no mantiene que todas las ideas sean una copia o figura de
algo externo a ellas. Es más, en la propia Meditación tercera afirma justamente lo
contrario: que se engañaba cuando pensaba “que había fuera de mí ciertas cosas de las
que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo” (1977: 32).
De textos semejantes infiere Perler que Descartes no es un representacionista, ya
que rechaza la teoría de la verdad como copia de las cosas reales, recibida de manera
pasiva por la mente. Sobre esta base, argumenta que Descartes se separa de la
concepción “hilemórfica” mantenida por la explicación aristotélico-escolástica del
conocimiento y, por tanto, no contribuye –como hacen los peripatéticos– a “doblar” la
serie de entidades reales con otra serie de entidades mentales intermedias entre la mente
y la realidad (Perler, D., 1996: 3-10).
Así pues, Perler devuelve a los aristotélicos la acusación de representacionismo que
ellos lanzan contra Descartes. Pero no faltan los malentendidos en tal respuesta. En
primer lugar, porque es bien sabido que la concepción aristotélica del conocimiento no
recurre al hilemorfismo para dar cuenta de la posesión intencional de formas, que en
modo alguno puede consistir en una recepción pasiva de ellas por parte de la potencia
cognoscente. Y, en segundo término, porque la doctrina aristotélica no mantiene que la
representación sea una suerte de “doble” mental o de copia respecto a la realidad
conocida. Además, la concepción de la verdad como conformidad –en el sentido de
reproducción o copia– ni es una teoría aristotélica o tomista ni constituye un requisito
imprescindible para que una doctrina pueda ser considerada como representacionista.
Lo que el cartesianismo tiene de típicamente representacionista es su adjudicación de
certidumbre incuestionable a las ideas que clara y distintamente se hallan en mi mente. A
pesar de dar cabida a la hipótesis del dios engañador precisamente cuando está

160
preparando la demostración de la existencia de Dios, Descartes se considera legitimado
para reconocer que

[...] siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente, me persuaden hasta el punto de
que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo
no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido
nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas
semejantes, que veo claramente no poder ser de otro modo que como las concibo (Descartes, R., 1977:
32).

Se podría deducir de lo que llevamos dicho hasta aquí que el criterio de certeza
propuesto por Descartes es exclusivamente formal: no me cabe duda de que tengo en mi
mente las representaciones que clara y distintamente poseo. Para que algo fuera real,
bastaría con registrar su aparición representativa en la inmanencia del logos, con
independencia de que existiera o no en la realidad que me represento y tal como me la
represento. Ahora bien, tal posición nos llevaría a un idealismo –el llamado por Kant
“idealismo problemático”– que está lejos de ser exigido por el representacionismo. Más
bien parece que la postura gnoseológica cartesiana puede ser denominada “realismo
crítico”, como se viene haciendo en la terminología del aristotelismo contemporáneo.
Resulta indudable, en efecto, que no a todas las ideas –sean innatas, adventicias o
facticias– les corresponde un objeto a ellas semejante:

[...] Aun estando yo conforme con que son causadas por esos objetos, de ahí no se sigue necesariamente
que deban asemejarse a ellos. Por el contrario, he notado a menudo, en muchos casos, que había gran
diferencia entre el objeto y la idea (1977: 35).

De manera que no puedo estar cierto de cuáles son las cosas que existen fuera de mí
y que, por medio de los órganos de los sentidos, o por algún otro medio, me envían sus
ideas o imágenes, imprimiendo en mí sus semejanzas. Con todo, Descartes encuentra
una salida a su problemática situación:

Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay
algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras
de pensar, no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad ninguna, y todas parecen proceder de mí del
mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes que representan unas una cosa y otras otra, entonces
es evidente que son muy distintas unas de otras. En efecto, las que me representan sustancias son sin
duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan por representación
de más grados de ser o perfección, que aquellas que me representan sólo modos o accidentes. Y más aún:
la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente y creador universal de
todas las cosas que están fuera de él, esa idea –digo– ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las
que me representan sustancias finitas (1977: 35).

Con independencia de la finalidad concreta de este texto –encaminado a la


demostración de la existencia de Dios– se registra en él, y en los párrafos siguientes de la
Meditación tercera, un sorprendente empleo del concepto de realidad objetiva,.

161
11.3. Graduación de la “realidad objetiva”

Lo que Descartes nos dice de diversas formas es que las representaciones participan
de la mayor o menor realidad que poseen las cosas que las causan. Ya en el pasaje que
acabamos de reproducir se encuentra la insólita expresión de “participar por
representación de más grados de ser o perfección”. Y, además, se mantiene –como algo
que será clave para la prueba de la existencia de Dios aquí en juego– que una
representación nunca puede tener más realidad que su causa:

De manera que la luz natural me hace saber con certeza que las ideas son en mí como cuadros o
imágenes, que pueden con facilidad ser copias defectuosas de las cosas, pero que en ningún caso pueden
contener nada mayor o más perfecto que éstas (1977: 37).

Descartes también había apelado previamente a la luz natural de la razón para


establecer como un principio indubitable esta insólita doctrina de que la representación no
puede tener un grado de realidad mayor que aquello que representa:

Es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa
eficiente total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? Y
de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo
que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto. Y esta verdad no sólo es clara y
evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los filósofos llaman actual o formal, sino también
en las ideas, donde sólo se considera la realidad que llaman objetiva (1977: 35-36).

La influencia de Duns Escoto en este texto queda sugerida por la calificación de


“formal” que –junto con la de “actual”– atribuye Descartes a la realidad extramental.
Pero no es éste el único –ni, para nuestro propósito, el más importante– de los rasgos
escotistas que en este texto se pueden rastrear. Porque, como ya se vio hace un
momento, la conversión del esse intentionale de los tomistas en el esse diminutum de los
escotistas altera completamente la concepción que del ser de la representación se tiene.
Es esa conversión la que abre camino al uso –ya plenamente moderno– que Descartes
hace de la llamada realitas obiectiva. Una “realidad objetiva” que admite un más y un
menos, de manera paralela a como se dan en la realidad física grados más altos y más
bajos de ser y, en general, de perfección. Lo cual significa que la propia presencia de los
objetos mentales admite graduaciones de realidad semejantes a las de las cosas reales que
en ellos se representan y, por lo tanto, que tales objetos son reales en un sentido
ontológico distinto de su unívoco comparecer ante la mente.
Es así como –lo admita o no Perler– aparece el sentido moderno y contemporáneo
de representación, que es el que sobre todo se discute en este libro. Según el
planteamiento clásico, el concepto formal posee en nuestra mente una realidad
psicológica que es –a su modo– plenamente real: constituye un rendimiento vital de esos
seres vivos que las personas somos. Pero la realidad que –de manera puramente objetiva
o intencional– posee la forma que en el concepto se representa ya no es, en sí misma
considerada, real. Como ha mostrado Millán-Puelles de manera rigurosa y contundente,

162
tal acontecer en la inmanencia del logos, es ciertamente objetivo, pero en modo alguno
real (Millán-Puelles, A., 1990).
Lo representado en cuanto representado no es un doblete de aquello que se
representa, en cuanto que esa forma representada es real en la naturaleza de las cosas.
Confundir o fusionar los objetos con las cosas es el decisivo paso que lleva del realismo
metafísico al representacionismo. En la medida en que –tanto en el lenguaje común como
en el filosófico– utilizamos actualmente el término ‘objeto’ como sinónimo de ‘cosa’,
nuestra manera de expresarnos es representacionista. Si nuestra concepción del ser como
existencia es unívoca –según sucede, incluso, con la mayor parte de los filósofos
analíticos– no nos resultará posible escapar del férreo recinto representacionista, por más
que leamos las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein o multipliquemos los
tecnicismos lógico-lingüísticos.

163
11.4. Ausencia de una distinción en los sentidos del ser

Como santo Tomás insiste una y otra vez, el ser se dice de dos maneras (cfr. por
ejemplo: Tomás de Aquino, 1994: 118; I, q. 3, a. 4, resp. a la 2.a obj.): la primera y más
relevante es aquella en la que este verbo se refiere al ser como acto o perfección
primordial de las cosas, y que admite por tanto una gradación; la segunda manera
corresponde al ser intencional –o, más rigurosamente, al ser veritativo– que acontece en
las proposiciones, en cuanto que éstas son verdaderas: es la acepción del ser como
existencia fáctica –en el sentido de ‘hay’, ‘there is’ o ‘es gibt’– que en principio no
admite gradación, ya que se da o no se da (Llano, A., 1984). Aquí nos encontramos con
otra confusión –semejante a la que acaece entre objeto y cosa– que también ha sido muy
perjudicial para el rigor de gran parte del pensamiento contemporáneo. Se trata de la
fusión entre el ser como acto y el ser como hecho: el malentendido “más grosero” que,
según Gottlob Frege se puede dar en filosofía y que –como añade en Las leyes
fundamentales de la Aritmética (1883)– proviene del modo de pensar para el que “todo
es ni más ni menos que representación” (Frege, G., 1962: XXIV-XXV).
Cuando el imperio de la representación –en sentido moderno–se enseñorea de todos
los ámbitos de la realidad, pierden relieve las articulaciones y distinciones más radicales
de la tradición filosófica, por la fundamental razón de que todas las cosas que
conocemos, las conocemos en tanto que están representadas. De lo que no está
representado ante la mente nada podemos decir, porque, en el momento en que
intentáramos hablar sobre ello, ya lo estaríamos representando. Éste es el llamado
“principio de inmanencia” que conduce desde el representacionismo hasta el idealismo.
Bien entendido que también el realismo metafísico admite que todas las cosas, en cuanto
conocidas, son inmanentes a nuestras facultades cognitivas. La paradójica diferencia
entre el realismo metafísico y el idealismo representacionista es que aquél considera irreal
la objetividad inmanente, mientras que éste la considera real (es más: la única realidad de
posible consideración y digna de ella).
Tiene razón Dominik Perler cuando niega que en Descartes se hayan dado ya todos
estos pasos. Frente a la historiografía contemporánea convencional que –al menos desde
Hegel– estima que con Descartes se abre una etapa completamente nueva en filosofía,
Perler sigue la línea abierta por Gilson, según la cual Descartes es todavía, y en alta
medida, deudor de la filosofía escolástica que estudió en su juventud. Lo que pasa es que
esta escolástica tardía estaba ya encaminada hacia un representacionismo que en
Descartes alcanza su primera formulación madura. A la luz de estas consideraciones,
resulta muy curiosa –y no precisamente exacta– la observación que hace Bernard
Williams como comentario al texto cartesiano más extenso de los que arriba citamos,
perteneciente a la Meditación tercera (1977: 35), y concerniente a los grados de
perfección real y a los correspondientes grados de realidad objetiva:

Éste es un fragmento de metafísica escolástica, y es una de las más notables indicaciones de la


separación histórica entre el pensamiento de Descartes y el nuestro propio, a pesar de la realidad moderna

164
de muchas cosas que escribió, el que pueda aceptar sin perturbarse como autoevidente este principio tan
poco intuitivo y apenas comprensible a la luz de la razón. La doctrina de los grados de realidad o de ser es
una de las partes del orden intelectual medieval que sucumbió, más que ninguna otra, al movimiento de las
ideas del siglo XVII al que Descartes poderosamente contribuyó (Williams, B., 1996: 170).

165
11.5. Descartes: ¿escolasticismo o modernidad?

Vemos cómo también Williams tiende –en este punto crucial–a vincular a Descartes
con los escolásticos y, en la misma medida, a separarlo del pensamiento contemporáneo.
Pero esta interpretación resulta de fijarse excesivamente, y de manera genérica, en la
doctrina de los grados del ser real, que efectivamente se perdió tanto en el racionalismo
como en el empirismo, no sin grave trastorno para la metafísica misma, que se encaminó
por la senda de la univocidad y acabó por tornarse inviable. Tal doctrina es ya residual en
Descartes y no tiene en él la importancia que Williams le concede. Sobre todo, porque no
advierte lo que de históricamente nuevo hay en el texto citado, que es –como venimos
subrayando– el hecho (inconcebible para la escolástica aristotélica y tomista) de que esta
gradación se aplique paralelamente a la “realidad objetiva” propia de las representaciones
intelectuales. Omisión que viene a constituir una prueba más –proveniente en este caso
de un pensador tan serio como Bernard Williams– de que el representacionismo sigue
siendo el “elemento”, más o menos depurado, en el que continúa moviéndose gran parte
del pensamiento actual.
Para completar el panorama desde esta perspectiva, cabe señalar con el propio
Williams que “hubo otros autores contemporáneos de Descartes, pero que no fueron
educados por los jesuítas, que tuvieron menos simpatía por esas doctrinas” (1966: 170-
171). Tal sería el caso de Thomas Hobbes, como se refleja en la novena de sus
objeciones:

Vengo advirtiendo ya muchas veces –escribe Hobbes– que no tenemos idea alguna de Dios ni del
alma; añado ahora que tampoco la tenemos de la substancia. Reconozco que la substancia (en cuanto es
una materia capaz de recibir diversos accidentes y sujeta a cambios) es accesible por medio del
razonamiento; pero no es concebible, o sea, no tenemos idea alguna de ella. Si esto es así, ¿cómo puede
decirse que las ideas que nos representan substancias son algo más y contienen más realidad objetiva que
aquellas que nos representan accidentes? Por lo demás, considere el señor Descartes lo que quiere decir
con estas palabras: tienen más realidad. ¿Admite la realidad el más y el menos? O bien, si se piensa que
una cosa es más que otra, considere cómo es posible explicar eso con toda la claridad y evidencia
requerida por una demostración, y con la cual ha tratado a menudo de otras materias (en Descartes, R.,
1977: 150).

Este texto hobbesiano se presta a diversos comentarios. Cabría, en primer lugar,


rechazarlo con un argumento ad hominem, ya que parece presuponer aquello que critica.
Porque no se entiende que no tengamos idea alguna de la sustancia cuando se sostiene, al
mismo tiempo, que “es accesible por medio del razonamiento”. Comparece
inmediatamente la aporía del Menón platónico: si no tenemos la idea de sustancia, ¿cómo
es posible que la reconozcamos al término de un razonamiento? Y resulta además –según
era de esperar– que la ausencia de una noción de sustancia no es tan completa como
Hobbes pretende, ya que en este mismo pasaje queda descrita como “una materia capaz
de recibir diversos accidentes, y sujeta a cambios”. Parece, por tanto, que poseemos
ideas como las de accidente, cambio o materia que no son más fáciles de formar que la
de sustancia, y que entran por cierto en su descripción, mientras que –en cambio– la

166
propia idea de sustancia nos está vedada.
Por lo demás, la idea de sustancia que –de un modo u otro–tiene Hobbes en la
cabeza es incompleta y unilateral, ya que reduce la determinación fundamental en la que
la sustancia consiste a mero sujeto o materia, lo cual conduce a la aporía de que la
determinación fundamental no sería al cabo determinación alguna, sino pura y simple
indeterminación. Ya Aristóteles, al comienzo del libro VII de la Metafísica aconsejaba
que no se buscara la sustancia sólo por la línea de la indeterminación material.
Ahora bien, consideraciones de esta índole no son las más relevantes para el
presente propósito. Lo que resulta más significativo y suscita una aporía verdaderamente
irresoluble es la concepción cartesiana de una gradación en la propia “realidad objetiva”.
Porque no es tan difícil aceptar que ciertas realidades ontológicas admitan un más o un
menos, como es el caso de la fuerza, la energía, el peso, el dolor, el placer o el
aburrimiento. Lo que no se ve en modo alguno es cómo resultaría posible –según
pretende Descartes– que hubiera una gradación de la propia realidad objetiva, ya que –en
cuanto objetos de la inteligencia– todos los conceptos poseen exactamente la misma
realidad. Y esta dificultad ni la menciona Hobbes. Nos percatamos, así, de que su propio
representacionismo –aunque menos extenso– es más tosco que el cartesiano.
Pero pasemos ahora a la respuesta del propio Descartes a la novena objeción
hobessiana:

He dicho muchas veces que, con el nombre de idea, designaba yo lo que la razón misma nos hace
conocer, así como también todas las demás cosas que concebimos, sea cual fuere el modo como las
concebimos. Y ya he explicado bastante cómo admite la realidad el más o el menos, al decir que la
substancia es más que el modo, y que, si hay cualidades reales o substancias que sean incompletas, son
también más que los modos, pero menos que las substancias completas; y, en fin, que si hay una
substancia infinita e independiente, tal substancia es más cosa o contiene más realidad que la substancia
finita y dependiente. Lo que de suyo es tan manifiesto que no es preciso explicarlo con más amplitud
(Descartes, 1977: 150-151).

167
11.6. La representación como concepto objetivo

La noción de idea como “lo que la razón misma nos hace concebir, así como
también todas las cosas que concebimos” recuerda al concepto objetivo de la escolástica
tardía. Aunque en Descartes ya no se distingue del concepto formal de manera que se
produce una fusión entre el ser intencional y el ser natural de la que resulta el moderno
ser objetivo o, lo que es equivalente, la “realidad objetiva”. Y es en ella donde no resulta
posible establecer gradación alguna, ya que la presencia de índoles formales ante la
potencia intelectiva es irremediablemente unívoca.
Los intérpretes actuales no han reparado, que sepamos, en este tipo de dificultades
anejas al representacionismo cartesiano. Ha dado mucho que hablar, en cambio, una
observación de la Meditación tercera sobre la que hace rato llamamos la atención, pero
que entonces quedó por el momento sin comentar. Era ésta:

[...] No designo con el nombre de idea las solas imágenes de mi fantasía; al contrario, no las llamo aquí
ideas en cuanto están en la fantasía corpórea (es decir, en cuanto que está pintadas en ciertas partes del
cerebro), sino sólo en cuanto informan el espíritu mismo aplicado a esa parte del cerebro (1977: 129).

Para hacerse cargo cabalmente de este planteamiento cartesiano, habría que


considerar a fondo su dualismo antropológico y sus estudios acerca de la anatomía y
fisiología humanas. Pero aquí nos vamos a limitar estrictamente a considerar –respecto al
concepto de representación– la llamada “falacia del homúnculo” que éste y otros textos
semejantes plantean.

168
11.7. La “falacia del homúnculo”

Un lugar reciente y ya clásico para considerar la “falacia del homúnculo” es el


excelente libro de Anthony Kenny sobre la metafísica de la mente (Kenny, A., 1992: 106
ss.). Según Kenny, los errores de Descartes acerca de la representación –y en especial de
la naturaleza de la representación sensible– tuvieron mucha influencia, en parte porque,
en su trabajo experimental, realizó una significativa contribución a la ciencia de la óptica.
Por ejemplo, fue el primero que describió minuciosamente la naturaleza de las imágenes
en la retina. Tomó un ojo de buey e hizo una pequeña ventana en su parte posterior,
reemplazando por un papel el recubrimiento que había cortado. Pues bien, manteniendo
el ojo frente a la luz, pudo ver una imagen invertida de su habitación. Este
descubrimiento –como indica Kenny– constituyó al mismo tiempo una importante
contribución a la óptica y la fuente incidental de una serie subsecuente de errores
filosóficos.
Uno de los más pintorescos –y más extendidos– malentendidos acerca de la
naturaleza de la mente es la imagen de su relación con el cuerpo como si fuera la relación
de un hombrecillo u “homúnculo” con una herramienta o instrumento suyo. Quizá
sonreímos cuando los pintores medievales representan la muerte de una persona como si
la misma persona, a pequeña escala, saliera por su boca. Y, sin embargo, la misma idea
básica puede ser descubierta en los lugares más insospechados: por ejemplo, en la
concepción que un sociobiólogo como Dawkins tiene del hombre como si fuera una
máquina de realidad virtual; o en muchas interpretaciones de la representación de la
realidad en ingenios computacionales, tal como se propone en innumerables libros de la
llamada “Ciencia Cognitiva”.
Cuando Descartes dio a conocer por primera vez la presencia de imágenes en la
retina, nos previno del error que supondría el creer que pensar esas imágenes vendría a
ser como si las miráramos con otro par de ojos que tuviéramos en el interior del cerebro.
Pero él mismo creía que la operación de ver habría de ser explicada diciendo que el alma
encontraba una imagen en la glándula pineal. Éste es un ejemplo especialmente llamativo
de la “falacia del homúnculo”: el intento de explicar el conocimiento y la conducta
humana gracias a la postulación de un hombre pequeñito dentro del hombre corriente.
Como también indica Kenny, los humanos nos sentimos siempre inclinados a
explicar cosas que entendemos sólo imperfectamente en términos de la tecnología más
avanzada de la época en que vivimos. A medida que el tiempo pasa y la tecnología
progresa, el instrumento o herramienta que el homúnculo controla se va haciendo más y
más sofisticado. Y, así, Platón pensó que el alma, en su relación con el cuerpo, podía ser
comparada con un piloto en su nave o un auriga que maneja las riendas de un carro
tirado por caballos. Muchos siglos después, Coleridge dijo que lo que los poetas
entendían por alma era un ser que habita en nuestro cuerpo y juega con él, como lo haría
un músico encerrado en un órgano cuyas teclas estuvieran colocadas en su interior. Más
recientemente, la mente fue comparada con el guardagujas ferroviario que opera dentro

169
de una caja de señales; o el operador de una centralita telefónica que maneja las llamadas
que entran en el cerebro o salen de él. Todavía más recientemente –ahora mismo–la
nave, el carro, el tren y la centralita telefónica han dado paso al ordenador, de manera
que la relación del alma con el cuerpo se considera como si fuese la relación del
programador que diseña el software con el hardware que ejecuta el programa.
¿Qué es lo engañoso en todo este tipo de planteamientos? –se pregunta Anthony
Kenny– Y responde: en sí mismo considerado, no hay nada erróneo en hablar de
imágenes en el cerebro, si se entiende por ello patrones que pudieran relacionarse de
algún modo con configuraciones del entorno sensible. No hay nada filosóficamente
objetable en la sugerencia de que esas imágenes esquemáticas pudieran ser observables
por el neurofisiólogo que investiga el cerebro. Lo que resulta falaz es decir que estas
imágenes son visibles para el alma, que ver consiste en la percepción que el alma tuviera
de tales imágenes.
Lo errado de esta suerte de planteamientos es que pretenden explicar el ver, pero la
explicación reproduce exactamente las mismas dificultades que se suponía que iba a
resolver. Resulta así un extraño proceso al infinito. Porque la relación entre el alma y las
pequeñas imágenes del cerebro sólo tiene algún poder explicativo si la concebimos como
una relación semejante a la que existe entre el ser humano y las configuraciones de su
entorno. Pero, si fuera así, necesitaríamos presuponer –a escala reducida– otro
homúnculo que estuviera dentro del cerebro y fuera capaz de ver tales imágenes; ahora
bien, tal segundo homúnculo exigiría, a su vez, un tercero... hasta que el proceso sin fin
de micrografía epistemológica hiciera inobservable al sujeto del conocimiento.
Hablar del homúnculo no es más que una ficción inofensiva. Pero convertirlo en una
pieza de la explicación del conocimiento conduce a no entender nada de lo que el
conocimiento es y, desde luego, a cosificar las representaciones como si fueran pequeñas
imágenes interiores que reprodujeran como copias las imágenes exteriores. Los mismos
problemas que suscita –desde su mismo planteamiento– el enigma de la representación
reaparecen agudizados una y otra vez a medida que avanzan tales teorías que nada
resuelven. Así sucede hoy mismo con ciertos modelos informáticos y materialistas de las
ciencias cognitivas y –más toscamente aún– con la ficción de que el hombre es como una
máquina de realidad virtual.
Los psicólogos contemporáneos –concluye Kenny– saben mucho más que Descartes
acerca del modo como la información que llega a los ojos se transmite de manera
codificada al córtex visual. Pero todavía se inclinan a explicar el acto de ver con una
nueva versión de la falacia del homúnculo, cuando dicen que ver consiste en que el
cerebro decodifica y lee esa información. El hombrecito que miraba un cuadro ha sido
sustituido por otro que lee un libro. Científicamente se ha aprendido mucho; pero
filosóficamente apenas se ha avanzado: se puede decir incluso que se ha retrocedido si
comparamos estos modelos tan simplistas con paradigmas tan conceptualmente
sofisticados como son el aristotélico o el kantiano. Y esta ingenuidad filosófica oculta el
hecho de que lo que se ha explicado científicamente no es aquello en lo que ver consiste
(Kenny, A., 1992: 106-108).

170
11.8. En defensa del paradigma del homúnculo

Con todo, se podría argüir castizamente que “algo tendrá el agua cuando la
bendicen”. Como apunta Kathy Wilkes, no será tan desastrosa la “estrategia
homuncular” cuando resulta que da tanto fruto, según las neurociencias muestran una y
otra vez. Y no sería necesario caer en un proceso al infinito, porque se puede entender
que, a medida que vamos descendiendo en la jerarquía de los niveles explicativos, las
funciones que se encuentran van siendo cada vez menos intencionales y las
representaciones resultan más limitadas (Wilkes, K. V., 1990). Es decir, pasaríamos de
niveles altamente intencionales y representativos a otros más básicos y elementales en los
que la intencionalidad y la representatividad se desvanecen. Pero si desandamos el
camino y ascendemos por la escala de la complejidad fisiológica, las funciones
representativas e intencionales, fundadas en aquellas orgánicamente más simples,
comienzan a reaparecer poco a poco, hasta alcanzar el nivel cognoscitivo que permite un
tipo de conducta como el humano.
Por su parte, el ya citado Daniel Dennet aporta otra explicación igualmente
reduccionista, aunque más sofisticada, de la representación mental. El problema es éste.
Los pensamientos son intencionales, en el sentido de que están dirigidos hacia algo o,
mejor, son pensamientos de o sobre algo. Pero podría sugerirse que tener en la mente la
proposición “Hay un árbol en el jardín” equivale a un sistema computacional que implica
una representación, cuyo contenido es precisamente “Hay un árbol en el jardín”. Se
trata, en definitiva, de una proposición en la mente, en el cerebro o en el ordenador. De
manera un tanto brutal, se podría decir que alguien piensa que q cuando su sistema de
procesar información maneja una proposición ‘P’ cuyo sentido es que q.
John Haldane –a quien se sigue en este punto– recuerda que se podría decir mucho
sobre tal versión naturalista de la representación. Pero aquí bastaría con insistir en que de
nuevo se da un “proceso homuncular”. El problema de la representación mental no ha
desaparecido. Solamente se ha movido de un nivel personal a un nivel subpersonal: yo
pienso que q porque (de un modo u otro) hay algo en mí –un “módulo procesual”– que
puede interpretar que un símbolo ‘P’ significa que q. Según reconoce Haldane, hay que
decir a favor de Dennet que éste advierte que su propuesta implica sin remedio un
proceso al infinito si se considera en términos realistas, es decir, si se mantiene que la
capacidad representativa se deriva de un subsistema representacional; por eso ofrece una
versión reduccionista-eliminacionista de su posición.
Reemplacemos –propone Dennet– el hombrecito en el cerebro por un comité, cada
uno de cuyos miembros es más estúpido que el conjunto de ellos; son menos inteligentes
y “saben” menos. Los subsistemas no reproducen individualmente todos los talentos del
conjunto, porque ello conduciría a un proceso al infinito. En lugar de esto, nos
encontramos con que cada subsistema hace una parte, de manera que cada subsistema
homuncular es menos inteligente, sabe menos, piensa menos. Incluso sus
representaciones son, por así decirlo, menos representativas. Pues bien, un sistema

171
completo de tales estúpidos elementos puede llegar a manifestar una conducta que
aparece como claramente inteligente, claramente humana (Dennet, D., 1983).

172
11.9. Equivocidad de la representación

Haldane advierte que –por más ingeniosa que parezca– la interpretación falla por la
falacia de equivocidad que se registra en la expresión “Incluso sus representaciones son,
por así decirlo, menos representativas”. Porque decir que algo es “menos representativo”
–en este contexto– resulta ambiguo, ya que puede significar, al mismo tiempo, o bien que
representa menos, o bien que es menos una representación. Dennet confía en “eliminar
el homúnculo” por una progresiva reducción del contenido representacional; pero el
hecho de que ciertas representaciones contengan menos información no las hace menos
representativas. La distinción representación-no representación no es la misma que la
distinción mucha representación-poca representación; y no se puede explicar la primera
en términos de la segunda, ya que por muy poco contenido que lleve consigo una
representación, no deja de ser por ello una representación. Conferir cierta intencionalidad
a funciones de bajo nivel puede ser –concede Haldane– metodológicamente conveniente,
pero si se quiere evitar un “proceso homuncular”, tal intencionalidad tiene que ser
eliminada. Hablar de que la intencionalidad “se desvanece” no logra este objetivo si –
como hace Katy Wilkens– se explica en términos de que las representaciones se hacen
más limitadas (Haldane, J. J., 1996: 103-104).
Vemos, en definitiva, cómo el racionalismo difícilmente puede evitar el abocarse a
un enfoque representacionista. En la medida en que buena parte de la filosofía actual no
supera un planteamiento racionalista –más o menos debilitado– la despedida del
representacionismo sigue siendo una tarea pendiente. Pero también el empirismo sigue
actualmente vigente en muchos aspectos. De él se ocupa el próximo capítulo.

173
12
El representacionismo empirista

12.1. Thomas Reid: ¿un empirista no representacionista?

Las generalizaciones suelen resultar peligrosas, también en la historia del


pensamiento. Hasta ahora –aunque con matices– se viene atribuyendo en este libro el
calificativo ‘representacionista’ a la filosofía moderna considerada en bloque (según
hacen, por lo demás, autores contemporáneos como Heidegger y Wittgenstein). Y si esto
valiera para los pensadores racionalistas, con mayor razón valdría también para los
empiristas. Es más, si se nos pidiera que mencionáramos el representacionista más típico
de los tiempos nuevos, muchos no dudaríamos en escribir el nombre de John Locke. La
nota característica del empirismo sería, por lo demás, la pasividad de la mente.
Pues bien, si hacemos el esfuerzo de liberarnos de los estereotipos, encontraremos al
menos un autor en la tradición empirista británica que se opone netamente al
representacionismo y que critica la concepción pasivista del conocimiento. Se trata del
escocés Thomas Reid, cuya convencional adscripción a la escuela del sentido común
reduce drásticamente el alcance de su filosofía, cada vez más valorada en la actualidad
(cfr. Broadie, A., 1997), hasta el punto de que se ha podido decir que se trata de un
filósofo de sentido nada común, al menos en comparación con el área geográfica e
histórica en la que se halla situado.
Acudamos a su obra principal: Ensayos sobre las potencias intelectuales del
hombre. Allí Reid adopta desde el comienzo posturas muy claras acerca de los temas que
nos vienen ocupando. Así acontece con su rechazo del pasivismo de la mente:

[...] La mente es, por su propia naturaleza, un ser vivo y activo. Todo lo que conocemos de ella implica
vida y energía activa; y la razón por la cual todos sus modos de pensar son llamados operaciones es que
en todos, o en la mayor parte de ellos, la mente no es meramente pasiva, como el cuerpo, sino que es real
y propiamente activa.
En todas las épocas, antiguas y modernas, y en todos los idiomas, los diversos modos de pensar se
han expresado por palabras de significación activa, tales como ver, oír, razonar, querer, y otras semejantes.
Parece, por tanto, que es un juicio natural de la humanidad la afirmación de que la mente es activa en sus
diversos modos de pensar: y, por esta razón, son llamados sus operaciones, y se expresan por verbos

174
activos (Reid, T., 1967: 221).

No se olvida Thomas Reid, por supuesto, de examinar el uso y el abuso que los
principales autores del empirismo británico, como Locke o Hume, hacen del término
‘idea’. La desventaja de utilizar esta palabra para designar todos los objetos del
“pensamiento” –expresión que en Reid, como vemos, tiene una significación tan amplia
como en Descartes– es que todos éstos tienden a homogeneizarse, hasta el punto de
incluir bajo ella incluso los objetos externos, con el resultado de que podría parecer que
nuestras capacidades cognoscitivas sólo tienen que vérselas con sus propias operaciones,
lo cual es filosóficamente inviable, y ni siquiera la radicalización representacionista de los
empiristas británicos lo llega a mantener de manera inequívoca, como tendremos ocasión
de considerar. Lo que sin duda mantienen es que los objetos externos no constituyen
objetos inmediatos para nuestra mente:

Los filósofos modernos [...] han concebido que los objetos externos no pueden ser objetos
inmediatos de nuestro pensamiento; tiene que haber cierta imagen de ellos en la mente misma, en la cual se
ven como en un espejo. Y el nombre idea, en su sentido filosófico, se aplica a esos objetos internos e
inmediatos de nuestro pensamiento. La cosa externa es el objeto remoto o mediato; mientras que la idea o
imagen de ese objeto en la mente es el objeto inmediato, sin el cual no podríamos tener percepción, ni
recuerdo, ni concepción del objeto mediato (1967: 226).

Advierte Reid que, aunque él tenga que usar la palabra idea para explicar la opinión
de otros, nunca la empleará para expresar la suya propia, porque piensa que las ideas
representativas –tomadas en el sentido en el que lo hacen Descartes, Locke o Hume– son
una mera ficción de los filósofos. Y lo que es más grave, su utilización indiscriminada
sugiere que casi todos los pensadores –no sólo los modernos, sino también los
peripatéticos y platónicos– han mantenido que no hay un conocimiento inmediato de la
realidad externa, sino que tal captación siempre se realiza por medio de especies,
imágenes, ideas o representaciones. Ahora bien, mientras que el pensador escocés lleva a
cabo minuciosos análisis de las posturas de Descartes, Malebranche, Arnaud, Locke,
Berkeley o Hume, su conocimiento de Platón, Aristóteles o los estoicos parece mucho
más limitado.
Desde muy pronto se le hizo notar a Reid que no era tan homogénea “toda la tribu
de los filósofos” (1967: 265). En concreto, Aristóteles y sus seguidores nunca pensaron
que no hubiera conocimiento inmediato de las cosas externas y reales. Entre otros
motivos, que ya se han examinado en este libro, porque no admitían que el conocimiento
llevado a cabo por los sentidos externos requiriera de representación alguna, ya que el
objeto mismo se halla presente ante el cognoscente y resulta adecuado para sus
correspondientes facultades. Ciertamente, también el conocimiento sensible externo exige
la admisión de “especies impresas”, pero su papel no es otro que la actualización de
facultades –que también son, a su modo, activas– para que conozcan una determinada
forma, y en modo alguno se conciben como objetos internos que representaran objetos
externos: el conocimiento de los sentidos externos es intuitivo. Y si no lo es el de la
imaginación y la inteligencia, no se debe a que éstas sean potencias defectuosas, sino

175
precisamente a la necesidad de elevar los objetos sensibles a su respectivo nivel, sin que
tampoco por ello el conocimiento se haga mediato. No es, desde luego, cierto mantener
que las sombras de la caverna platónica representen también las especies y los
phantasmata de los peripatéticos, además de las ideas e impresiones de los modernos
filósofos (1967: 262).
Pero lo que ahora interesa es subrayar que en Escocia, en el núcleo mismo de la
Ilustración, haya un autor que critique agudamente las posturas representacionistas
mantenidas tanto por los racionalistas como por los empiristas. Aunque, de entre ellos,
solamente Berkeley y Hume dudaban realmente de la existencia de objetos sensibles
externos, la manera en que todos hablan de las ideas parece implicar que son los únicos
objetos de percepción (1967: 263).

176
12.2. La representación como actividad inmanente

Afortunadamente, Reid todavía conoce y emplea correctamente la distinción entre


acciones inmanentes y acciones transitivas. Y sabe que los actos cognoscitivos son del
primer tipo (1967: 301-302). Por eso se percata de que los argumentos de un Descartes o
de un Locke para demostrar por vía de causalidad la existencia del mundo exterior son
completamente inadecuados y dejan en la sombra lo que pretendían iluminar. Por su
parte, Reid no tiene inconveniente en utilizar expresiones como ‘idea’ o ‘representación’
para designar la actividad cognoscitiva de que en cada caso se trate, pero se niega a
usarlas para nombrar indiscriminadamente un presunto objeto que necesariamente tuviera
que mediar entre la facultad y la realidad efectiva.
A diferencia de Kant, tiene clara la distinción entre noesis y noema y mantiene la
primacía de aquélla sobre ésta, es decir, la primacía de la perspectiva del acto sobre la
perspectiva de la forma. Y también en anticipadora oposición a Kant, no admite que la
mente pueda actuar componiendo, ordenando o formalizando el material pasivamente
recibido en las sensaciones, precisamente porque las operaciones cognoscitivas son
inmanentes y su acción no puede incidir en un objeto que se comporte respecto a ellas
como materia. Reid sabe que el modelo hilemórfico no vale para dar cuenta del
conocimiento:

Para prevenir errores, es preciso recordar de nuevo al lector que si por ideas se entienden sólo los
actos u operaciones de nuestras mentes, al percibir, recordar o imaginar objetos, yo estoy lejos de poner
en cuestión la existencia de esos actos; somos conscientes de ellos cada día y cada hora de nuestra vida; y
yo creo que ningún hombre de mente sensata ha dudado nunca de la existencia real de operaciones de la
mente, de las cuales es consciente. [...] Las ideas de cuya existencia yo requiero la prueba, no son las
operaciones de mente alguna, sino supuestos objetos de esas operaciones. No son percepción, recuerdo o
conceptuación, sino cosas de las que se dice que son percibidas, o recordadas, o imaginadas.
Tampoco discuto la existencia de lo que el vulgo llama objetos de percepción. Éstos son llamados
cosas reales, no ideas, por todos los que reconocen su existencia. Pero los filósofos mantienen que,
además de estas cosas, hay objetos inmediatos de percepción en la mente: que, por ejemplo, no vemos el
sol inmediatamente, sino una idea. [...] De esta idea se dice que es la imagen, la semejanza, la
representación del sol, si es que hay un sol. Y es a partir de esta idea como tenemos que inferir la
existencia del sol. Pero no puede haber ninguna duda de la existencia de la idea misma, piensan los
filósofos, ya que es inmediatamente percibida (1967: 298).

Parece que Reid está pensando en Malebranche, quien en algún lugar de la


Recherche de la verité ejemplifica con el sol la función de las ideas como
representaciones vicarias: “El objeto inmediato de nuestro espíritu cuando, por ejemplo
ve el sol, no es el sol, sino algo que está íntimamente unido a nuestra alma, y a eso es a
lo que llamo idea”; y en seguida define: “Con la palabra idea no entiendo otra cosa que el
objeto inmediato o más próximo a nuestro espíritu cuando capta algún objeto” (cfr.
Millán-Puelles, A., 1990: 127).
Las personas normales y corrientes –ironiza Reid– no tienen la menor duda de que
hay en la realidad de las cosas un sol y una luna que, desde hace miles de años, llevan a

177
cabo sus revoluciones en el cielo. Pero se quedarán atónitos cuando el filósofo les
informe de que se equivocan de plano al abrigar estas convicciones. Porque el sol y la
luna que se imaginan ver directamente no están situados a muchísimas millas de nosotros
y entre sí, sino que están en su propia mente. En rigor, no tenían existencia antes de que
los vieran, y dejarán de tenerla cuando cesen de percibirlos. Y es que los objetos que
perciben son sólo ideas en su propia mente, que no pueden existir ni un momento más
del tiempo durante el que en ellos piensan. Se encuentran, así, trasladados a un nuevo
mundo, en el que todo lo que ven, gustan o tocan, es sólo una idea: una suerte de ser
fugaz que pueden conjurar para que venga a la existencia, o pueden aniquilar con sólo
guiñar un ojo (Reid, T., 1967: 298-299).
Es curioso que los filósofos –según interpreta Reid la historia del pensamiento– se
muestren tan unánimes en admitir la existencia de ideas o imágenes mentales, y al mismo
tiempo difieran tanto a la hora de definir o caracterizar tales representaciones. Si las ideas
no fueran una mera ficción, habrían de constituir, entre los objetos del conocimiento
humano, aquellos a los que tuvieran mejor acceso gnoseológico y con los que estuvieran
más familiarizados. Y, sin embargo, no hay nada acerca de lo que discrepen más.
Algunos filósofos han mantenido que las ideas son auto-existentes, otros que están en la
mente divina, otros que se hallan en la mente humana, y otros –por fin– que se
encuentran en el cerebro o sensorium.

178
12.3. Crítica de las imágenes representativas

Por lo que concierne a la hipótesis de que las imágenes representativas se encuentren


en la mente humana, Reid arguye que, si se considera que la imagen de un objeto es algo
más que el pensamiento de tal objeto, entonces no hay modo de saber qué se quiere
significar con ello. La concepción precisa y distinta de un objeto puede ser llamada, en
un sentido analógico o metafórico, su imagen en la mente. Pero esta imagen es sólo la
concepción del objeto y no el objeto concebido. Es un acto de la mente y no el objeto de
ese acto (1967: 305).
Pero cuando Thomas Reid resulta más agudo, y sus consideraciones poseen una
mayor relevancia para la actual Ciencia Cognitiva, es a la hora de refutar la suposición de
que las ideas o imágenes mentales se encuentran en el cerebro humano. Algunos filósofos
–como los antiguos atomistas o ciertos modernos empiristas– se imaginan que el hombre
no es más que un fragmento de materia tan curiosamente organizada que las impresiones
de los objetos externos producen en él sensaciones, percepciones, recuerdos y todas las
demás operaciones de las que somos conscientes. Mantienen estos pensadores la
insensata opinión de que las impresiones sensibles son la causa eficiente de todos
nuestros conocimientos, ya que éstos suelen seguir a aquéllas. Pero el que una cosa
venga después de otra no quiere decir, en modo alguno, que sea su causa propia. Por
ejemplo, el día no es la causa de la noche, ni la noche del día, por más que se sigan el
uno a la otra de manera imperturbable. “No hay nada más ridículo –llega a decir Reid–
que imaginar que un movimiento o modificación de la materia pudiera producir
pensamiento” (1967: 253). Es absurdo pensar que las impresiones de objetos externos
sobre la máquina de nuestro cuerpo puedan ser la causa eficiente real del pensamiento y
la percepción.
Otra conclusión derivada de la primera por no pocos pensadores modernos (hoy
habría que hablar de neurólogos materialistas y expertos en ciencias computacionales e
Inteligencia Artificial) es que en la percepción acontece una impresión sobre la mente, de
la misma manera que acaece sobre el órgano sensible, los nervios y el cerebro.
Evidentemente, esta tesis nos llevaría de nuevo a la falacia del homúnculo, con su
inevitable proceso al infinito, que comenzaría por suponer que tuviéramos algo así como
ojos en el cerebro (cfr. 1967: 272). Y es que no hay prejuicio más natural que concebir la
mente como si tuviera cierta similitud con el cuerpo. De suerte que, así como estamos
inclinados a imaginar que los cuerpos se ponen en movimiento por algún impulso ejercido
sobre ellos por otros cuerpos contiguos, de modo similar se cree que la mente se pone a
pensar por obra de ciertas impresiones provenientes de los objetos contiguos. Pero si
concebimos que la mente es espiritual –y Reid considera que hay sólidas pruebas para
admitir que sea así–, entonces encontraremos serias dificultades para atribuir algún
significado a la expresión “impresiones ejercidas sobre ella” (1967: 254).

179
12.4. Contra la pasividad de la mente

La impresión ejercida sobre la mente queda concebida como un proceso en el que


ésta es completamente pasiva y los objetos producen en ella ciertos efectos. Ahora bien,
no es ésta la naturaleza de la mente. Todo lo que sobre ella sabemos nos muestra que es
de suyo viviente y activa, y que tiene en su propia constitución la capacidad de percibir.
Menos admisible aún es la tesis de que tales impresiones causan en la mente imágenes de
los objetos percibidos. Y que la mente, sentada en el cerebro como en su sala de
recepciones, sólo percibe inmediatamente esas imágenes, y que no tiene percepción
alguna de los objetos externos si no es por medio de ellas. Cuando lo cierto es que no
hay prueba ni probabilidad de que en el cerebro se formen imágenes de los objetos
externos. No tenemos la menor evidencia –y, en rigor, no podemos tenerla– de que esas
impresiones se asemejen a los objetos que presuntamente las causan. No hay tal
semejanza, porque nada de lo que –incluso hoy– sabemos que sucede en el cerebro
puede componer una semejanza de la cosa conocida (1967: 255-256).
Si nuestras facultades de percepción no son completamente falaces, los objetos que
percibimos no están en nuestro cerebro sino fuera de nosotros. Es más, nosotros no
captamos de ninguna manera el cerebro en nuestra experiencia habitual. Ciertamente, los
órganos de los sentidos y el propio cerebro intervienen en las percepciones, pero ellos
mismos ni perciben ni son percibidos (1967: 257).
Pocas argumentaciones tan certeras y sutiles se han dado a lo largo de la historia del
pensamiento sobre lo que no es la naturaleza del conocimiento humano y, especialmente,
sobre el papel que no realizan las representaciones (cfr. Lehrer, K., 1991). No es extraño
que Reid haya pasado a ser un clásico en las discusiones analíticas de filosofía de la
mente (cfr. Gallie, R. D., 1989).
Otra cuestión es si son acertados o no sus duros juicios acerca de los empiristas
británicos. Limitémonos a lo que Reid dice acerca de John Locke, quien “establece en su
ensayo con plena convicción, común con otros filósofos, que las ideas en la mente son
los objetos de todos nuestros pensamientos en cada operación de inteligir” (Reid, T.,
1967: 275).
Ahora bien, se pregunta Reid, ¿mantenía Locke la opinión de que las ideas son los
únicos objetos de pensamiento? ¿Le es posible al hombre pensar en cosas que no sean
ideas en la mente?:

No es fácil dar una respuesta directa a esta cuestión. Por una parte, él dice a menudo, en expresiones
precisas y estudiadas, que el término idea está por cualquier cosa que sea objeto del entendimiento cuando
un hombre piensa, o cualquier cosa de la que la mente se ocupe cuando piensa: que la mente no percibe
sino sus propias ideas: que todo conocimiento consiste en la percepción del acuerdo o desacuerdo de
nuestras ideas: que no podemos tener conocimiento más allá de donde tenemos ideas. Éstas y otras
expresiones de alcance semejante implican evidentemente que todo objeto de pensamiento tiene que ser
una idea, y que no puede ser nada más.
Por otra parte, estoy persuadido de que el señor Locke habría reconocido que nosotros podemos
pensar que Alejandro Magno, o el planeta Júpiter, o innumerables cosas que él hubiera poseído, no son

180
ideas en la mente, sino objetos que existen con idependencia de la mente que las piensa.
¿Cómo reconciliaremos las dos partes de esta aparente contradicción? (1967: 276-278).

181
12.5. El cuarto oscuro

Para responder a Reid, y esbozar una teoría de la representación según Locke,


hemos de comenzar por los elementos más básicos de su teoría de las ideas, tal como se
exponen en el Ensayo sobre el entendimiento humano:

Creo que el entendimiento no conoce ninguna idea que no sea de las que recibe de uno de esos dos
orígenes: “los objetos sensibles externos dotan a la mente de ideas y cualidades sensibles”, que son todas
esas percepciones distintas que se producen en nosotros; “y la mente dota al entendimiento con ideas de
sus propias operaciones”. Si hacemos una revisión total de todas estas ideas y de sus distintos modos,
combinaciones y relaciones, podremos observar que contienen toda la suma de nuestras ideas y que nada
tenemos en la mente que no tenga su origen en alguna de esas dos vías. Analice cualquiera sus propios
pensamientos y examine a fondo su propio entendimiento, y que después me diga si no corresponden
todas las ideas originales que tiene allí a objetos de sus sentidos, o a operaciones de su mente,
consideradas como objetos de su reflexión. Por más grande que se imagine el cúmulo de los
acontecimientos allí contenidos, verá, si lo considera de forma rigurosa, que en su mente no existen más
ideas que las que han sido impresas por medio de esas dos vías, aunque, quizá, combinadas y ampliadas
por el entendimiento, con una variedad infinita, como más adelante podremos observar (Locke, J., 1980:
166).

Así pues, la única fuente originaria del conocimiento humano está constituida por las
impresiones sensibles. Sin embargo, a las ideas que de ellas directamente provienen se
añade otro tipo de ideas que se originan en la reflexión de la mente sobre esos iniciales
conocimientos sensibles. Para subrayar la exclusividad del origen del conocimiento en las
sensaciones externas e internas, Locke utiliza una metáfora que –como tantas veces
ocurre en filosofía– revela algunas claves decisivas del pensamiento de su autor:

No pretendo enseñar, sino inquirir. Por tanto, no puedo sino confesar aquí, una vez más, que las
sensaciones externas e internas son las únicas vías de paso del conocimiento al entendimiento que puedo
encontrar. Hasta donde puedo descubrir éstas son las únicas claraboyas por las que la luz se introduce en
este cuarto oscuro. Porque pienso que el entendimiento no deja de parecerse a una institución totalmente
desprovista de luz, que no tuviera sino una abertura muy pequeña para dejar que penetraran las apariencias
visibles externas, o las ideas de las cosas; de tal manera que si las imágenes que penetran en este cuarto
oscuro permanecieran allí, y se situaran de una manera tan ordenada como para ser halladas cuando lo
requiriera la ocasión, este cuarto sería muy similar al entendimiento de un hombre, en lo que se refiere a
todos los objetos de la vista, y a las ideas de ellos (1980: 248).

¡Qué lejos nos encontramos de la alegoría platónica de la caverna! Allí el prisionero


se escapaba de la oscuridad poblada de representaciones, para abrirse a la amplitud
luminosa de las realidades; aquí el hombre mismo está representado por una habitación
en tinieblas, completamente vacía, en la que son las representaciones las que penetran
por una rendija. Allí hay liberación, aquí ensimismamiento. Aunque Locke nos diga que
su actitud es de indagación, toda su metafórica sugiere pasividad en el cognoscente;
mientras que el prisionero platónico es un activo buscador que abandona la sórdida
comodidad de su prisión, para ascender hacia la luz, dondequiera que ésta se halle, no sin
padecer en su cuerpo y en sus sentidos unos sufrimientos que da por buenos con tal de

182
aventurarse a encontrar la verdad misma. Locke busca seguridad, Platón franquía. Las
ideas del empirista británico quedan a buen recaudo, almacenadas y ordenadas como
sombras disponibles para ser proyectadas de nuevo cuando convenga, aunque en el
cuarto oscuro ni siquiera hay lugar para un fuego que las ilumine. Las Ideas del
metafíisico mediterráneo no son, según vimos en su momento, algo así como super-
representaciones: son mismidades que nos superan y nos envuelven, hasta el punto de
que nunca podemos manejarlas a nuestro antojo, ni encadenarlas con algún mecánico
juego de asociaciones: no cabe objetivarlas o tematizarlas, sólo aspirar a comprenderlas
parcialmente y a incorporarlas a nuestro propio ser como hábitos cognoscitivos.

183
12.6. John Locke: individualismo y mecanicismo

Por lo demás, la metáfora platónica es social y formativa; la comparación lockeana,


en cambio, parece ser individualista e ilustrada. Como ha señalado Charles Taylor,

Locke asumió una postura realmente intransigente, una postura que estableció los términos por los
cuales se definiría el yo puntual a lo largo de la Ilustración y aun después. Fue más allá que Descartes y
desestimó cualquier noción de la doctrina de las ideas innatas. Este paso suele ser visto como un giro
basado epistemológicamente. Locke asume un modelo de ciencia más baconiano o gassendiano que el del
exagerado racionalismo cartesiano. Así se pone de parte del modelo que surge triunfante de la larga
revolución intelectual, instaurado paradigmáticamente por Newton. [...] En lo que respecta al
conocimiento, Locke milita contra cualquier visión que nos perciba como naturalmente tendentes a la
verdad o en sintonía con ella, bien sea de la variedad antigua por la que, como seres racionales, estamos
constitutivamente dispuestos para reconocer el orden racional de las cosas; o de la variedad moderna por
la cual poseemos ideas innatas, o al menos una tendencia innata para desplegar el pensamiento hacia la
verdad (Taylor, Ch., 1996: 180-181).

Bajo su apariencia moderada y tradicional, Locke no es menos agresivo que


Descartes. Al contrario, su actitud destructiva y reconstructora es mucho más decidida. A
diferencia de Descartes, Locke es deista, con lo cual su mecanicismo está mejor fundado
y rima perfectamente con una postura antiteleológica. Lo que propone, efectivamente, es
la desvinculación del yo respecto a toda armonía natural y teológica, haciendo así surgir
ese yo puntual que dominará todo el pensamiento ilustrado, del que Locke es el gran
inspirador.
Claro aparece que el mecanicismo deísta se compagina muy bien con una
epistemología representacionista y penetrada de naturalismo. Según ha indicado Taylor,
Locke reifica la mente en un extraordinario grado. Para ello, su concepción de las ideas
es atomista, quedando en manos de la voluntad humana las estrategias de reconstrucción
y ensamblaje de todo el panorama mental. La propia imagen del cuarto oscuro es
netamente cosificante, y no lo es menos la de esa sala de recepciones de la mente
(Locke, J., 1980: 187), a la que igualmente se refería Reid (Taylor, Ch., 1996: 182).
Taylor también concuerda con Reid en destacar la confusión básica de la que
adolece, no sólo la gnoseología de Locke, sino toda la tradición de la “teoría de las
ideas”, que unas veces son tratadas como objetos inertes en la mente y otras como
entidades proposicionales. La idea se percibe en ocasiones como un objeto o cuasi-
objeto, y en ocasiones como una entidad que sólo es posible describir correctamente en
una clásula del tipo “que...” (1996: 183).
Locke mantiene que el entendimiento permanece pasivo y no está a su alcance el
poseer o no esos rudimentos o materiales básicos que son las ideas simples. Y es que, en
casi todos los casos, los objetos de nuestros sentidos imponen a la mente las ideas que les
son propias, aunque no queda aclarado del todo si los objetos y las ideas son lo mismo, o
hay una especie de equivocidad en un tránsito causal de los objetos a las ideas. En
cualquier caso, el entendimiento se comporta respecto a ellas como un espejo, incapaz de
rechazarlas o de alterarlas una vez impresas (cfr. Locke, J., 1980: 183). Sólo que la

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metáfora del espejo es muy poco adecuada, porque las imágenes en él reflejadas, además
de ser irreales, precisan de alguien que las mire para ser conocidas. Ya sabemos, por lo
demás, que las imágenes especulares no son semejantes a aquello que reflejan: la imagen
del color verde no es verde; la imagen de un cuerpo pesado no pesa nada; la imagen del
fuego no quema. De ahí que toda gnoseología representacionista se vea abocada,
alternativamente, a una petición de principio o a un proceso al infinito.

185
12.7. Las ideas simples

Las ideas simples, afirma Locke, se hallan en las mismas cosas tan unidas y
mezcladas que no existe separación entre ellas. Pero resulta claro que las ideas que las
cualidades corporales producen en la mente, por medio de los diferentes sentidos, llegan
a ella simples y sin mezcla (cfr. Locke, J., 1980: 184). La mente objetiva y delimita lo
que, al parecer, se encuentra indiscernible y entreverado en la realidad externa. De
manera que las ideas mismas no son sino fenómenos o apariencias y –como no hay
acceso intelectual a la realidad que no pase por los sentidos– ni siquiera cabe admitir la
noción de un noúmeno al estilo kantiano, es decir, de una cosa en sí que sea pensable
pero no perceptible.

Estas ideas simples, los materiales de todo nuestro conocimiento, se sugieren y proporcionan a la
mente únicamente mediante esas dos vías a que antes nos referíamos, es decir, sensación y reflexión. Una
vez que el entendimiento está provisto de esas ideas simples tiene la facultad de repetirlas y ensamblarlas
con una variedad casi infinita, de tal forma que puede formar ideas complejas a su gusto. Sin embargo, no
es factible para el ingenio más elevado o para el más amplio entendimiento, cualquiera que sea la agilidad o
variedad de su pensamiento, el inventar o idear en la mente una sola idea simple, que no venga por los
conductos antes referidos; ni tampoco le es posible para ninguna fuerza del entendimiento destruir las que
ya están allí, puesto que el dominio que tiene el hombre en este pequeño mundo de su propio
entendimiento es bastante similar con respecto al gran mundo de las cosas visibles, donde su poder, como
quiera que está dirigido por el arte y la habilidad, no va más allá de componer y dividir los materiales que
se encuentran al alcance de la mano; pero se muestra totalmente incapaz para hacer la más mínima
partícula de materia nueva, o para destruir una sola de lo que ya está en su poder. Idéntica incapacidad
encontrará en sí mismo todo el que se ponga a modelar en su entendimiento cualquier idea simple que no
hubiera recibido por sus sentidos, procedente de los objetos externos, o mediante la reflexión que haga
sobre las operaciones de su propia mente acerca de ellas (1980: 185).

El ámbito de las representaciones es un “pequeño mundo” similar al mundo grande


de los objetos externos. Pero ni en uno ni en otro acontecen auténticas innovaciones, ya
que la concepción mecanicista de la naturaleza sólo admite combinaciones de esos
“materiales” que son tanto los objetos del mundo grande como las ideas del mundo
pequeño que por ellos están y con ellos vienen, de hecho, a identificarse. Sólo que el
mundo de las representaciones, al ser el único que inmediatamente nos resulta accesible,
es el que vendrá a ser manejado y manipulado por el afán humano de progresar y
mejorar la realidad. Mejora y progreso que no conducen a bien vivir, al clásico ideal
teleológico de la vida lograda, sino simplemente a sobrevivir, en una especie de
trasposición antropológica del moderno principio de la inercia física.
Siguiendo de nuevo a Taylor, podemos apreciar que estas ideas simples son los
átomos que existen grabados en la mente, a través del impacto de los sentidos, que hacen
llegar a la mente partículas insensibles, a las que Locke llama a veces “glóbulos”. Tales
son los materiales que se ensamblan por un proceso de asociación cuasi-mecánico, que
implica el paso a las ideas complejas cuya composición ya no se rige por leyes naturales
sino por leyes que emanan del propio “yo puntual”. El propósito de este “desensamblaje”
es, por así decirlo, la desantropomorfización o desnaturalización de la naturaleza,

186
anteriormente concebida a semejanza de la imagen clásica del hombre como
perfeccionador perfeccionable. Se trata de “reensamblar” nuestra imagen del mundo,
sobre la base de principios científicos –es decir, mecanicistas– y fiables reglas de
concatenación. Al realizar el doble movimiento de suspensión y examen, desanudamos el
control que sobre nuestro pensamiento ejercen la costumbre o la autoridad, y asumimos
la responsabilidad nosotros mismos. No es otro el ideal moderno de libertad como
autonomía, que encontrará en Kant su plasmación madura (Taylor, Ch., 1996: 183).
Ya hemos advertido en varias ocasiones que la teoría representacionista del
conocimiento rima perfectamente con la imagen mecanicista del mundo. Al cancelar la
realidad de las configuraciones esenciales de las cosas, ya no hay lugar para una
concepción del saber en la que la forma intencionalmente poseída es la forma realmente
existente. Conocer se reduce, entonces, a recibir pasivamente impresiones sensibles que
son como “materiales” que la mente combina y ensambla libremente.
Ahora estamos en condiciones de dar un paso más y advertir que el
representacionismo se pone al servicio de una libertad que ya no consiste en la facultad
de tomar decisiones sobre los distintos medios que conducen al fin humano; la libertad
moderna es autónoma independencia de toda supeditación a una realidad naturalmente
estructurada. La materia sobre la que esa libertad como autonomía se ejerce son las
representaciones que en la mente se encuentran a nuestra disposición. Representaciones
que ya no están ancladas en una realidad metafísicamente entendida, sino que son
unidades eidéticas exentas e inmediatamente accesibles, con las cuales se podrán diseñar
los “experimentos conceptuales” que la nueva ciencia física exige; así como articular una
democracia representativa basada en unas opiniones individuales que vienen a ser, a su
vez, como los átomos de una opinión pública que persigue un interés general,
desvinculado de la vieja noción de bien común, considerada inviable en una sociedad
cada vez más secularizada y pluralista.
La concepción deista de la realidad total es el marco en el que se inscriben estas
nuevas imágenes del mundo. Como Heidegger advirtió agudamente, la primacía de la
certeza sobre la verdad y de la representación sobre la realidad no son posturas
filosóficas aisladas o meramente “técnicas”. Constituyen la cara sobre la que descansa el
complejo poliedro de la visión moderna del mundo, en la que los aspectos metafísicos,
antropológicos, políticos y religiosos se articulan de manera inédita y, por cierto, tan
inestable como podemos observar a finales del siglo XX.
Según Locke, tal independencia y autonomía en el manejo de las representaciones
implica que podamos tener ideas aunque ignoremos sus causas físicas (Locke, J., 1980:
203). Y es que no existe una correspondencia entre las ideas de la mente y las cualidades
de los cuerpos:

[...] No pensemos (como quizá se hace de manera habitual) que las ideas son exactamente las imágenes y
semejanzas de algo inherente al sujeto que las produce, porque la mayoría de las ideas de la sensación no
son en la mente la semejanza de algo que exista fuera de nosotros, ni que los nombres que las significan
son una semejanza de nuestras ideas, aunque estos mismos nombres no dejen de provocarlas en nosotros
cuando los escuchamos (1980: 205).

187
Desde luego, las ideas no se encuentran en los cuerpos, porque son estrictamente
sensaciones o percepciones en nuestro entendimiento. “Y si alguna vez –precisa Locke–
me refiero a estas ideas como si se encontraran en los mismos objetos, quiero que se me
entienda que me refiero a esas cualidades en aquellos objetos que nos producen esas
ideas” (1980: 206).

188
12.8. Cualidades primarias y cualidades secundarias

Parece, entonces, que se va aclarando la confusa y ambigua teoría de las ideas tal
como Locke la propone. El esquema parece ahora más sencillo: las ideas se encuentran
en la mente, mientras que en los objetos se hallan las cualidades que producen esas ideas.
Pero la relación entre cualidades e ideas no es siempre la misma. En una concepción
sugerida por Descartes, pero introducida por Locke en la terminología filosófica (Kenny,
A., 1992: 98), conviene distinguir al respecto entre cualidades primarias y cualidades
secundarias.
Las cualidades primarias son las cualidades originales y básicas de un cuerpo, que
producen en nosotros las ideas simples de la solidez, la extensión, la forma física, el
movimiento, el reposo y el número. Tales parámetros –de signo claramente
cuantitativo–“son totalmente inseparables de un cuerpo, sea cual fuere el estado en que
se encuentre, y de tal naturaleza que las conserva de manera constante en todas las
alteraciones y cambios que dicho cuerpo pueda experimentar” (Locke, J., 1980: 206).
Así pues, hay una cierta correspondencia entre este tipo de cualidades de los objetos y
las ideas que en la mente suscitan. Por ese mismo motivo, su conocimiento no es
fácilmente susceptible de error.
Muy distinta es la situación de las cualidades secundarias, “que no son nada en los
objetos mismos, sino potencias para producir en nosotros diversas sensaciones por medio
de sus cualidades primarias, es decir, por la extensión, la forma, la rotura y el movimiento
de sus partes insensibles” (1980: 207). Es el caso de los colores, olores, gustos, sonidos y
demás características de tipo cualitativo que llegan a nuestra mente, a través de partículas
o pequeños cuerpos imperceptibles que afectan a nuestros sentidos. Tales cualidades no
son objetivas. Aunque nosotros las situemos erróneamente en los cuerpos mismos, no
son nada en ellos, sino que únicamente se constituyen como tales en la mente, por obra
de procesos cuasi-mecánicos. Lógicamente, la captación de estas cualidades está
sometida a todo tipo de errores, si no fuera más preciso observar que ellas mismas son
poco más que ilusiones de los sentidos (lo que Kant llamaría meras apariencias).
Según se sugirió anteriormente, cabe establecer un paradójico paralelismo entre esta
clasificación moderna y la establecida por la filosofía clásica entre sensibles comunes y
sensibles propios.
Los sensibles comunes son aquellos que resultan accesibles a diversos sentidos. Es
ésta una característica que comparten con las cualidades primarias, con las que también
coinciden en la índole cuantitativa de las correspondientes propiedades: tamaño,
movimiento, distancia, número. Pero en lo que parecen discrepar diametralmente es en
su respectivo valor gnoseológico. Para los representacionistas modernos estas
propiedades son las más fáciles de captar y rara vez acontece error en su apreciación.
Mientras que para los aristotélicos es en el intento de conocerlas cuando más
frecuentemente nos equivocamos. Éste es el caso, evidentemente, del conocimiento
cotidiano. Basta pensar en las discusiones entre practicantes del senderismo acerca de la

189
distancia recorrida o que falta por recorrer, o en las estimaciones tan divergentes acerca
del número de participantes en una manifestación que ofrecen, o bien los informes de la
policía municipal, o bien los organizadores del evento. Pero también es indudable que
estos parámetros son los que más fácilmente se miden en el ámbito de la moderna ciencia
experimental.
Los sensibles propios, por su parte, presentan no pocas semejanzas con las
cualidades secundarias. Como éstas, sólo son accesibles por uno de los sentidos y
presentan una índole preferentemente cualitativa. Pero también hay discrepancias en las
respectivas valoraciones acerca de la facilidad para conocerlas y de las posibilidades de
error. Para los peripatéticos, los sentidos son infalibles cuando conocen su sensible
propio, y sólo fallan per accidens, por malformación del órgano o por alguna
coincidencia que haga engañosa la información objetiva. Así sucede, efectivamente, en el
conocimiento ordinario. Excepto en casos de daltonismo o de una fuerte incidencia de la
luz solar, rara vez nos confundimos respecto al color verde o rojo del disco de un
semáforo urbano (en el caso del color naranja suele haber un mayor margen para la
discrepancia entre automovilistas y peatones). Es en el ejercicio de las ciencias positivas
donde estas propiedades son más difíciles de determinar, como pudimos comprobar
gozosamente a temprana edad cuando el profesor anunciaba el color del producto que
resultaría de una reacción en el laboratorio de Química.

190
12.9. La índole representativa de las ideas

La postura general de Locke sobre la naturaleza representativa de las ideas


comprende dos tesis difíciles de compaginar. La primera mantiene que las cosas nunca se
nos presentan directamente, sino sólo a través de representaciones intermediarias. La
segunda, en cambio, establece que las ideas, natural y evidentemente, representan cosas
que se encuentran más allá de ellas, aunque no necesariamente la totalidad o los más
importantes de los aspectos de la naturaleza de tales cosas (Guyer, P., 1994: 123).
Aunque el tratamiento que Locke hace de esta cuestión es más complejo, bastará para el
presente propósito examinar lo que sucede con las ideas simples:

[...] Las ideas simples no son ficciones nuestras, sino productos naturales y regulares de las cosas que
están fuera de nosotros, que operan de una manera real sobre nosotros, y que de esta manera llevan toda
la conformidad que se pretendió, o que nuestro estado requiere; pues nos representan las cosas bajo
aquellas apariencias que ellas deben producir en nosotros, y por las cuales somos capaces de distinguir las
clases de sustancias particulares, de discernir los estados en que se encuentran, y de esta manera tomarlas
para nuestras necesidades y aplicarlas a nuestros usos. Así, la idea de blancura, o la de amargo, tal como
está en la mente, respondiendo exactamente a ese poder de producirla que hay en cualquier cuerpo, tiene
toda la conformidad real que puede o debe tener con las cosas que están fuera de nosotros. Y esta
conformidad entre nuestras ideas simples y la existencia de las cosas resulta suficiente para un
conocimiento real (Locke, J., 1980: 839-840).

Parece, por tanto, que nuestras ideas representan las cosas reales, precisamente
porque éstas causan en nuestra mente las correspondientes apariencias, que resultan
adecuadas para proporcionarnos un conocimiento suficiente de la realidad. Pero, al llegar
a este punto, surge el problema que plantea toda concepción del saber verdadero como
conformidad de la representación con la cosa que está fuera de la mente. Porque, si todo
conocimiento se nos da exclusivamente en las ideas y por medio de ellas, ¿cómo sabes
que representan adecuadamente objetos a los que no tienes ningún acceso directo? Dices
que la razón de la conformidad es que las representaciones están causadas justo por las
cosas que representan. Pero, según tu propia versión, en las ideas no queda representada
la causalidad que las produce, de manera que difícilmente puedes acudir a ella para
justificar el alcance real de tus representaciones. No es posible salir fuera de la propia piel
ni, como el barón de Münchausen, levantarse a uno mismo y a su caballo tirando de la
propia coleta. Si Wittgenstein decía que lo más difícil en filosofía es el realismo sin
empirismo, también se observa que no es fácil el empirismo con realismo. Según se
trasluce en este texto y en otros semejantes (cfr. Chappell, V., 1994: 49-55), Locke no
desarrolla una argumentación estrictamente metafísica o gnoseológica. Diríase que su
punto de apoyo decisivo es de tipo pragmático. No estamos en condiciones de aquilatar
hasta qué punto conocemos algo de la realidad representada –enigma que se vuelve más
impenetrable aún en el caso de las ideas complejas–, pero lo cierto es que tampoco nos
hace demasiada falta. De lo que, en definitiva, disponemos es de un conocimiento de la
realidad que es suficiente para el desarrollo de nuestra vida en este mundo. ¿Qué otra
cosa necesitamos? Como mantenía Kant, hay muchas cosas que no sabemos, pero sobre

191
todo hay muchas cosas que no necesitamos saber, entre las que se encuentran buena
parte de las sutilezas de los filósofos académicos. A la postre, la actitud de Locke es
pragmatista y, por lo tanto, relativista.

192
13
Sentido y representación

13.1. Crítica de la abstracción en sentido empirista

El representacionismo moderno ha sufrido severas críticas a lo largo del pensamiento


contemporáneo y, por utilizar una forma de decir ya consagrada, también en la llamada
filosofía posmoderna, especialmente en sus versiones antifundacionalistas y
deconstructivistas. Como ya se ha advertido, el ambiente intelectual general sigue siendo,
en buena parte, representacionista y, por tanto, relativista. Pero las líneas de pensamiento
más características y prometedoras del siglo XX, así como sus anticipaciones en el siglo
XIX, proporcionan unas bases sólidas para superar el relativismo antropocéntrico, gracias
sobre todo a la introducción del concepto de sentido, que será la clave de la
fenomenología, la filosofía analítica del lenguaje y la hermenéutica. No será posible
detenerse aquí en la gran variedad de concepciones del sentido ni en las múltiples causas
que han impedido el despliegue filosófico cabal que esta noción implica. Habrá que
limitarse a dialogar con algunos de los autores que han destacado más claramente el
sesgo subjetivista y relativista que lleva consigo la preeminencia del concepto moderno de
representación. Bueno será comenzar por algunas decisivas indicaciones del primer
Husserl.
Cabe tomar ocasión para ello en la noción de abstracción que Locke expone en el
Ensayo sobre el entendimiento humano, estrechamente conectada con los puntos
centrales de su teoría de las ideas:

[...] La mente hace que las ideas particulares, que recibe de los objetos concretos, se conviertan en
generales, lo que se logra considerándolas tal y como están en la mente esas apariencias, es decir, al
margen de toda otra existencia y de todas las circunstancias de la existencia real, como el tiempo, el lugar
o cualesquiera otras ideas concomitantes. A esa operación se la denomina abstracción, y por medio de ella
las ideas tomadas de seres particulares se convierten en representativas de todas las de la misma especie; y
los nombres de ellas se hacen generales y aplicables a todo lo existente que convenga a tales ideas
abstractas. Estas apariencias desnudas y precisas de la mente las erige el entendimiento (con los nombres
que comúnmente se les dan), sin tener en cuenta cómo, de dónde y con qué otras ideas fueron recibidas
en la mente, como modelos para dividir en clases las existencias reales, según se ajusten a esos

193
paradigmas, y para denominarlas de acuerdo con ellos. De esta manera, cuando la mente advierte en el
yeso o la nieve el mismo color que ayer percibiera en la leche, considera tan sólo esa apariencia, la
convierte en representativa de todas las de su clase, y dándole el nombre de blancura, significa por ese
conjunto de sonidos la misma cualidad en cualquier lugar que pueda imaginarse o encontrarse; y de esta
manera es como se forman los universales, sean ideas, sean los términos que se emplean para expresarlas
(Locke, J., 1980: 242-243).

No es preciso insistir en que esta teoría de la abstracción poco o nada tiene que ver
con la que nos propone la filosofía de raíz aristotélica. Según ésta, la abstracción no es
una generalización, sino una penetración iluminadora en el núcleo esencial de cada cosa.
Para comprender la abstracción, lo que importa no es el proceso de causalidad eficiente,
sino la causalidad formal. Abstraer no es llegar a tener en la mente una especie de
“individuo vago”, es decir, un individuo sin características individuales precisas, que se
alcanzara a fuerza de ir suprimiendo de todos los ejemplares de la respectiva especie lo
que hace que cada uno de ellos sea precisamente éste y no otro cualquiera (cfr. Kenny,
A., 1994). Como ya advirtió Platón, el reconocimiento del eidos o forma esencial
correspondiente a una determinada especie no puede lograrse por el camino de comparar
diversos individuos de esa especie y quedarse con lo que tienen en común. Esto
equivaldría a poner el carro antes que los bueyes. Porque ¿cómo voy a saber que un
individuo pertenece a una determinada especie si todavía no sé en qué consiste tal
especie, es decir, que significa arpara los individuos de tal especie? Lo de menos es la
solución que Platón da a este problema. Lo que importa ahora es subrayar que todos los
pensadores “esencialistas” –desde Platón a Husserl, pasando por Aristóteles– han
considerado que el conocimiento de la esencia específica no se logra por un proceso de
comparación empírica, sino que existe algún tipo de acceso intelectual –por imperfecto
que sea– al modo esencial de ser de las realidades sensibles.
Con mayor precisión y dureza que cualquier pensador –anterior o posterior a él–
Husserl ha argumentado en favor de esta necesidad de captar previamene las formas
específicas. Así expone su razonamiento en la segunda de las Investigaciones lógicas:

La concepción empirista pretende evitar la necesidad de admitir los objetos específicos,


retrocediendo a la extensión de éstos. Pero [...] esta concepción es imposible. No puede decirnos qué es lo
que da unidad a la extensión. La objeción siguiente nos lo hace ver particularmente claro. La concepción
combatida opera con “círculos de semejanza”: pero toma harto ligeramente la dificultad que representa el
hecho de que cada objeto pertenezca a una pluralidad de círculos de semejanza y de que sea preciso
contestar a la pregunta acerca de lo que separa unos de otros esos círculos de semejanza. Se ve
claramente que, sin tener ya la unidad de la especie, sería inevitable un regressus in infinitum. Un objeto A
es semejante a otros objetos; a unos desde el punto de vista a y a otros desde el punto de vista b, etcétera.
El punto de vista mismo no debe, empero, significar que exista una especie que crea unidad. ¿Qué es,
pues, lo que hace, por ejemplo, que el círculo de semejanza condicionado por la rojez sea uno frente al
condicionado por la triangularidad? La condición empirista sólo puede decir: son semejanzas distintas; si
A y B son semejantes con respecto a la rojez, y A y C son semejantes con respecto a la triangularidad,
estas semejanzas son de especie diferente. Esto es, que de nuevo tropezamos con las especies. Las
semejanzas mismas son comparadas y forman géneros y especies, lo mismo que sus miembros absolutos.
Tendríamos, pues, que remitirnos a las semejanzas de estas semejanzas. Y así sucesivamente in infinitum
(Husserl, E., 1982: 302).

194
13.2. Objetos específicos y objetos individuales

Para Husserl resulta evidente la diferencia entre objetos específicos e individuales y


la respectiva manera de representación en que unos y otros llegan claramente a nuestra
conciencia. El acto en que mentamos algo específico es de hecho esencialmente diferente
del acto en que mentamos algo individual, por más que aquella mención esté fundada en
ésta. Reconoce el iniciador de la fenomenología que los excesos del realismo de los
conceptos han sido causa de que se haya negado tanto la realidad como la objetividad de
la especie. Pero esto se ha hecho sin razón. Es posible y necesario concebir las especies
como objetos, es decir, como representaciones ideales y unitarias.
Entiende Husserl que la teoría empirista de la abstracción adolece –como la mayor
parte de las doctrinas defendidas por la moderna teoría del conocimiento– de una
confusión entre dos intereses científicos diferentes: uno de ellos se refiere a la
explicación psicológica de las vivencias y el otro a la aclaración “lógica” de su
contenido o sentido mental y a la valoración de su posible función cognoscitiva. Toda
teoría de la abstracción que pretenda ser epistemológica, es decir, que quiera explicar el
conocimiento, falla en su propósito si –en vez de describir fenomenológicamente la
situación objetiva inmediata, en que lo específico se hace consciente– acaba perdiéndose
en análisis empírico-psicológicos del proceso abstractivo, según causas y efectos,
interesada principalmente hacia las disposiciones inconscientes, hacia las tramas
hipotéticas de asociaciones, tan caras a los empiristas, cuya tendencia al relativismo
psicologista es bastante clara (Husserl, E., 1982: 297-306).
En el caso de Locke, en concreto, se produce lo que Husserl llama una “hipóstasis
psicológica de lo universal”, que ha tenido una gran influencia. Pero ¿cómo se produjo
dicha hipóstasis?
En la realidad efectiva no existe nada que se parezca a un universal; sólo existen
efectivamene cosas individuales, que se clasifican en especies y géneros por sus
igualdades y semejanzas. Si atendemos al ámbito de lo inmediatamente dado y vivido –a
eso que Locke llama ‘ideas’–, entonces las cosas fenoménicas o aparentes son
ensamblajes de ideas simples, de tal manera que en muchos ensamblajes diversos pueden
reaparecer, y de hecho así sucede, las mismas notas fenoménicas, tanto aisladas como en
una cierta complexión. Pero resulta que nosotros nombramos las cosas, no sólo con
nombres propios, según pretenden los empiristas radicales o los positivistas lógicos, sino
también con nombres comunes, según admite el ilustre Locke, considerado
convencionalmente como un “semiempirista”. Ahora bien, el hecho de que podamos
nombrar muchas cosas con un sólo nombre común –por ejemplo, ‘liebre’–, que tiene un
único sentido, muestra que a tal nombre le corresponde un sentido universal, una idea
universal (1982: 310-311).
Pero entonces sucede que, como leíamos en Taylor, nosotros podemos
desensamblar los complejos de notas en una serie de notas simples, y volverlas a
ensamblar según nuestros intereses, conveniencias o caprichos. Y conseguimos así tener

195
la significación de otros nombres universales que no pasan quizá de ser meras ficciones.
Lo cual no quiere decir en modo alguno que estemos ante un ejercicio puramente
arbitrario o trivial:

Pues si reflexionamos con detenimiento sobre esto, encontraremos que las ideas generales son
ficciones y ejercicios que conllevan una cierta dificultad y no se ofrecen tan fácilmente como tendemos a
imaginar. Por ejemplo, ¿no se requiere esfuerzo y habilidad para formar la idea universal de un triángulo
(que no es de las más abstractas, comprehensivas o difíciles), desde el momento en que no debe ser ni
oblicuo, ni rectángulo, ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno, sino todo eso y a la vez nada de eso en
concreto? Realmente es algo imperfecto, que no puede existir; una idea en la que se reúnen algunas partes
de (ideas) diferentes e inconsistentes. Verdad es que la mente, en este estado imperfecto, tiene necesidad
de tales ideas e intenta, en cuanto puede, alcanzarlas en aras a la comunicación y al desarrollo de sus
conocimientos, dos cosas a las que se siente inclinada de manera natural. Empero existen razones para
sospechar que semejantes ideas son señales de nuestra imperfección (Locke, J., 1980: 887).

196
13.3. Idea y representación

Husserl entiende que en estas reflexiones se aúnan varios errores fundamentales: “El
defecto capital de la teoría del conocimiento de Locke y de los ingleses en general, la idea
poco clara de la idea, se revela aquí en sus consecuencias” (Husserl, E., 1982: 311). La
idea es definida por Locke como todo objeto de percepción interna. Pero, como la
percepción no necesita ser actual, esto se extiende en seguida y resulta entonces que todo
posible objeto de percepción interna y, en último término, toda posible vivencia psíquica
en general, quedan comprendidos bajo la rúbrica de “idea”.

Pero –precisa Husserl– la palabra idea tiene en Locke al mismo tiempo la significación más estrecha
de representación –en el sentido que caracteriza una limitada clase de vivencias y más exactamente de
vivencias intencionales–. Toda idea es idea de algo, representa algo (1982: 311).

Acontece, además, en Locke una mezcla y confusión de la representación y lo


representado, el fenómeno y lo que fenoménicamente aparece, el acto (el fenómeno del
acto: objeto real inmanente del curso de la conciencia) y el objeto al cual se dirige la
intención, de manera que el objeto manifestado se convierte en idea y sus notas en ideas
parciales. Pero mayor importancia tiene aún la ausencia de una distinción precisa entre la
representación en el sentido de representación intuitiva –fenómeno, imagen que tenemos
en la fantasía– y representación en la acepción de representación significativa, es decir,
portadora en sí misma de un sentido inteligible (cfr. 1982: 311-312).
Husserl entiende que de estas confusiones –de las que seguía adoleciendo la teoría
del conocimiento de su tiempo– son las que confieren a la teoría de las ideas abstractas
de Locke el aspecto de claridad que quizá engañó a su autor:

Los objetos de las representaciones intuitivas, los animales, árboles, etc. aprehendidos tal y como se
nos aparecen (no, pues, como los conjuntos de “cualidades primarias” y “fuerzas”, que son, según Locke,
las verdaderas cosas, pues éstas no son en ningún caso las cosas que se nos ofrecen en las
representaciones intuitivas), no pueden, de ninguna manera, valer como complexiones de “ideas” y, por
tanto, como “ideas”. No son objeto de posible “percepción interna”, como si formasen en la conciencia un
contenido fenomenológico complejo y pudiesen ser encontrados en ella como datos reales (1982: 312).

El objeto que se aparece, tal y como se aparece, es trascendente a su aparición


como fenómeno. Por eso no debemos caer en la confusión entre las determinaciones de
las cosas, que se nos ofrecen en los sentidos, y los momentos representativos de las
sensaciones. Husserl tiene la lucidez de distinguir entre las sensaciones y las
determinaciones objetivas que tales sensaciones representan, por más que –habría que
advertirle– las percepciones de los sentidos externos no constituyen representaciones,
como acontece en cambio con los sentidos internos. Podrían serlo en el caso de la
captación de las modernas cualidades secundarias, que no son elementos reales de los
fenómenos. Pero la división entre cualidades primarias y cualidades secundarias
conduciría a un subjetivismo que Husserl estaría lejos de aceptar. No se hace eco, sin
embargo, de la clásica distinción entre sensibles secundarios y sensibles primarios, del

197
que resulta un panorama perceptivo en cierto modo simétrico al moderno.
Locke toma la imagen sensible-intuitiva por la significación del nombre que le
atribuimos. Pero Husserl no acepta que la significación de un nombre venga dada por
una idea que se le une, pues ello conduciría al psicologismo que se está criticando. La
intención significativa de la expresión constituye el representar universal, en el sentido del
significar universal; y éste es posible sin ninguna base de intuición actual. El claro hecho
de que a todo nombre universal le corresponda su significación universal propia es
interpretado por Locke en la tesis de que a todo nombre universal le corresponde una
idea universal. Éste es un resultado necesario de la confusión en la que Locke incurre
entre la significación de la palabra y el fenómeno mismo. Y como además Locke no
distingue entre el fenómeno o apariencia de la nota en cuestión y la nota que aparece, ni
tampoco entre la nota como momento y la nota como atributo específico, lo que acaba
haciendo con su “idea universal” es, en realidad, una hipóstasis psicológica de lo
universal, y lo universal se convierte en “dato real de conciencia” (1982: 312-314).
Aun siendo un pensador de primera línea, Locke se ve forzado a incurrir en algunos
absurdos, bastantes de los cuales asoman en la idea universal de un triángulo, ya
mencionada. Recordemos que esta idea es la de un triángulo que no es ni rectángulo ni
acutángulo, ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno, etc. Así acontece porque la idea
universal de triángulo se concibe en primer lugar como la significación universal del
nombre y, luego, se le sustituye en la conciencia la representación intuitiva singular, o la
existencia singular intuitiva de la correspondiente complexión de notas. En tal caso,
tendríamos una imagen interior que sería triángulo y nada más; nos quedaríamos con las
notas genéricas, separadas de las diferencias específicas e independizadas como realidad
psíquica (1982: 314-315):

Casi no hace falta decir que esta concepción es no sólo falsa, sino contra sentido. Sábese a priori
que lo universal es inseparable o irrealizable. Ello se funda en la idea del género como tal. Con referencia al
ejemplo, diríamos acaso más expresivamente: la geometría demuestra a priori, fundándose en la definición
del triángulo, que todo triángulo es acutángulo, u obtusángulo, o rectángulo, etc. Y no conoce la menor
diferencia entre triángulos de la realidad y triángulos de la idea, es decir, triángulos que flotan en el espíritu
como imágenes. Lo que es incompatible a priori es incompatible en absoluto; por tanto, también en la
imagen. La imagen adecuada de un triángulo es ella misma un triángulo. Y Locke se engaña al creer que
puede unir el reconocimiento expreso de la evidente no existencia de un triángulo universal real con la
existencia del mismo en la representación. Desconoce que el ser psíquico es también ser real y que si
contraponemos el ser representado al ser real esta contraposición no se endereza ni debe enderezarse a la
oposición entre lo psíquico y lo extra-psíquico, sino a la oposición entre lo representado –en el sentido de
meramente mentado– y lo verdadero –en el sentido de correspondiente a la mención–. Pero ser mentado
no significa ser algo psíquico real (1982: 315).

Según Husserl, habría que decirle a Locke que un triángulo es algo que tiene
triangularidad, pero la triangularidad no es a su vez algo que tenga triangularidad. La idea
universal de triángulo, como idea de la triangularidad, es, pues, idea de lo que es tenido
por todo triángulo como tal, pero no es la idea de un triángulo. Además, Locke amontona
los absurdos cuando concibe el triángulo universal no sólo como un triángulo privado de
cualquier diferencia específica, sino también como un triángulo que las reúne todas a la

198
vez.
El problema, por tanto, no deriva solamente de la imperfección del espíritu humano.

199
13.4. La representación como economía del pensamiento

Al comienzo del capítulo IV de esta segunda Investigación, que estamos


examinando en lo que concierne a nuestro propósito, encontramos una dura crítica a la
concepción que el nominalismo tiene de la representación universal como artificio que
economiza pensamiento. Del nominalismo tardomedieval, en efecto, procede el error de
considerar los conceptos y nombres universales como meros artificios de una economía
mental, destinados a ahorrarnos la consideración y nominación singular de todas las cosas
individuales. Es como si gracias al concepto rompiéramos las limitaciones espacio-
temporales y abarcáramos todos los objetos que pertenecen al mismo género o especie.
Y es verdad que –al menos, con algunos conceptos universales– superamos los
condicionamientos temporales y espaciales, lo cual sirve de base para la mayoría de las
demostraciones de la inmortalidad del alma. Pero tal superación no es cuantitativa sino
cualitativa o, mejor, no se refiere a la amplitud de la extensión del concepto (que se
podría alcanzar actualmente con un ordenador), sino a la elevación formal o intensional
de tal representación intelectual. No es como si consideráramos las cosas, por así decirlo,
en haces que reúnen una multiplicidad en algún sentido homogénea, y de economizar
pensamiento y lenguaje al componer proposiciones que se refirieran de una vez a clases
enteras, a objetos innumerables, en lugar de captar y juzgar cada objeto por sí (1982:
341). Es cierto que, como ha puesto de relieve Arnold Gehlen (cfr. Gehlen, A., 1980),
tanto el lenguaje como el pensamiento son mecanismos de descarga; pero si lo son no es
porque tengan la extraña capacidad de reunir lo múltiple y disperso en una unidad
compuesta, sino porque significan o representan lo que hace que toda esa cantidad de
cosas tengan algo constitutivamente común.
Es Locke, de nuevo, el que introdujo esta manera de pensar en la filosofía moderna:

[...] Los hombres que forman ideas abstractas y las fijan en sus mente con sus nombres, se capacitan de
ese modo para considerar las cosas y discurrir sobre ellas, como si fueran un ramo de flores, para
comunicar de manera más fácil y rápida sus conocimientos, los cuales avanzarían muy lentamente si sus
palabras y pensamientos estuvieran limitados sólo a lo particular (Locke, J., 1980: 632).

Esta concepción se revela, según Husserl, como un contrasentido, si caemos en la


cuenta de que, sin significaciones universales, no podría formularse ningún enunciado y,
en consecuencia, ni siquiera un enunciado individual. Si nos estamos refiriendo a
percepciones individuales directas, no tiene sentido hablar de pensamiento, ni aun de
lenguaje. Por lo tanto, lo que el pensamiento y el lenguaje universales tienen de función
de descarga o economía, no concierne a un pensamiento o lenguaje que se refirieran
exclusivamente a lo individual –lo cual es imposible–, sino más bién al cúmulo de
percepciones que se necesitaría para captar todos los individuos de una determinada clase
(cfr. Husserl, E., 1982: 341).
De una forma más precisa, Husserl llama “teoría del sustituto-representante” a la
concepción que se acaba de exponer, es decir, la concepción según la cual los conceptos

200
universales son artificios destinados a ahorrar pensamiento (1982: 343). Tanto empiristas
como kantianos y aristotélicos mantienen que no hay más intuiciones que las singulares y
sensibles, aunque difieren en el hecho de que los peripatéticos no consideran que las
sensaciones sean representaciones, mientras que defienden lo contrario los empiristas y
kantianos (y –de otro modo: no representacionistael propio Husserl). Sobre estas
intuiciones caminaría todo nuestro pensar. Sin embargo, por motivos pragmáticos,
algunos de estos pensadores (empiristas) defienden que sustituimos ese cúmulo de
representaciones singulares por otras que son sus representantes. Es un artificio ingenioso
éste del representante universal que se refiere a toda una clase, porque nos permite
obtener resultados parejos a los que conseguiríamos si tuviéramos siempre presentes
todas las intuiciones singulares relevantes para el caso: “Nos permite obtener de una
operación concentrada resultados que comprenden todos los resultados singulares, que
podríamos obtener sobre la base de representaciones reales” (1982: 343).
Evidentemente, esta teoría está expuesta a las objeciones anteriores. Pero la idea de
la representación representante tiene un alcance filosófico mayor, no limitado a las
motivaciones de economía o comodidad. Mas sigue en pie la advertencia de que una
representación universal no puede surgir de la suma de intuiciones sensibles, ya que se
trata de actos intencionales mutuamente irreductibles. Desde luego, la representación
universal no es una especie de representación singular aderezada con otro matiz, porque
la universalidad de la representación no es una adición de poca monta, que variara en
poco el contenido descriptivo de la vivencia.
El término “representación” se hace cada vez más ambiguo e indeterminado. Porque
se ignora metódicamente la fenomenología de los respectivos actos intencionales. Tal
vaguedad e imprecisión está basada, parcialmente al menos, en algo que Husserl no
señala, aunque no se contrapone a su crítica de las concepciones empiristas de la
abstracción. Se trata del espectro de la representación como copia o doble mental que –
aunque no se reconozca– recorre gran parte de las teorías de la abstracción modernas y
contemporáneas. Si toda representación es una imagen de lo representado, entonces la
única representación que merece ese nombre es –si se perdona la perogrullada–
precisamente la imagen, es decir, el objeto inmanente de la imaginación. Desde luego, no
hay ningún motivo para llamar “representación” a la sensación externa, ya que no está
por ninguna cosa distinta de la forma sensible por ella conocida. Por motivos en cierta
manera opuestos, tampoco se puede llamar representación sin más al concepto, porque
éste consiste en una comprensión –más o menos imperfecta– de la forma esencial y, si lo
entendemos como un representante que está por una multiplicidad de formas sensibles,
caemos inmediatamente bajo las obvias objeciones de Husserl, cuyo núcleo queda
expuesto así:

La diferencia entre la “aprehensión” mental y la sensible es esencial. No debe entenderse como la


diferencia existente, por ejemplo, entre dos aprehensiones de “uno y el mismo objeto”, que se toma una
vez por un muñeco de cera y otra vez –dominados por la ilusión engañosa– por una persona viva. No
debe, pues, entenderse como si se tratase sólo del cambio de dos aprehensiones intuitivas individuales. [...]
Es bien evidente que el carácter de la intención (intelectual), y por tanto, el contenido de significación, es

201
totalmente distinto frente a cualesquiera representaciones intuitivas (sensibles). Mentar un A es algo
distinto que representar un A en intuición escueta (sin el pensamiento: un A), y también que referirse a él
en significación y nominación directa, mediante un nombre propio. La representación un hombre es
distinta de la representación Sócrates; e igualmente es distinta de ambas la representación el hombre
Sócrates. La representación algunos A no es una suma de intuiciones de estos o aquellos A; tampoco es
un acto de colección que reúna intuiciones singulares dadas previamente (aun cuando esta reunión, con su
correlato objetivo, el conjunto, es una operación de rendimiento mayor y que rebasa la esfera de la
intuición sensible). Cuando sirven de base tales intuiciones, como intuiciones ejemplares, no son ellas ni su
conjunto lo que hemos tenido presente; nuestra mención se ha referido precisamente a “algunos” A, cosa
que no puede ser intuida en ninguna sensibilidad, ni externa, ni interna (1982: 343).

202
13.5. Equivocidad de la representación

Con razón observa Husserl que, después de estas observaciones, nos sentiremos
poco inclinados a trabar amistad con el término “representación”. La verdad es que este
término resulta equívoco y –como también se está comprobando a lo largo de estas
páginas– resulta poco apto para contribuir en algo a la caracterización específica del
concepto como conocimiento intelectual y universal. En realidad, según se advirtió al
comienzo, la presente investigación procede de la perplejidad que surge al confrontar las
aporías de la representación con la necesidad de utilizar ésta o alguna noción similar para
dar cuenta del inteligir y del imaginar. Lo que ya se puede confirmar es que se ha
abusado del término “representación”, que no es predilecto “desde antiguo” –como
Husserl supone– sino que más bien se ha utilizado en exceso en el pensamiento moderno
e incluso en la actual Ciencia Cognitiva. El propio Husserl admite algo que, además de
innecesario, resulta claramente erróneo: que también se dan representaciones en los
sentidos externos (1982: 346).
Según acabamos de ver, la tesis del “representante” alude a la sustitución del signo
en lugar de lo designado. Como también hemos tenido ocasión de apuntar, ya Locke
concedió un papel importante a esta sustitución, en el contexto de su doctrina de las ideas
abstractas. En ella se inspiraron –aunque no sin críticas– Berkeley y sus sucesores, así
como gran parte de la filosofía británica posterior y un amplio sector del positivismo
lógico, hasta nuestros días. Leemos en Locke:

Lo general y lo universal no pertenecen a la existencia real de las cosas, sino que son invenciones y
criaturas del entendimiento por él fabricadas para su propio uso, y referidas tan sólo a los signos, sean
palabras o ideas. Como ya se dijo, las palabras son generales cuando se usan como signos de ideas
generales, y de esta manera se pueden aplicar indiferentemente a muchas cosas particulares; y las ideas
son generales cuando se forman para representar a muchas cosas particulares; pero la universalidad no
pertenece a las cosas mismas, todas la cuales son particulares en su existencia, incluso aquellas palabras e
ideas que son generales en su significación. Por ello, cuando abandonamos lo particular, las generalidades
que quedan son tan sólo criaturas de nuestra propia hechura: su naturaleza general no es más que la
capacidad que se les otorga por entendimiento de significar o representar muchas particulares. Porque su
significación no es sino una relación que la mente humana les añade (Locke, J., 1980: 623).

Una muestra palpable de que no es fácil prescindir del recurso a la representación en


el momento de dar cuenta de nuestro conocimiento, considerado en su conjunto, se
encuentra en el propio Husserl, quien en la Investigación sexta, dedicada precisamente al
“esclarecimiento fenomenológico del conocimiento”, acude continuamente al tecnicismo
–ya por él mismo depurado– de representación. No es éste el lugar de relatar todas sus
interesantes disquisiciones. Baste por esta vez con la referencia a algunas cuestiones
suscitadas en el parágrafo 21, que trata de la “plenitud de la representación”.

203
13.6. La plenitud de la representación

Con una terminología que evoca la kantiana, pero que se encuentra filosóficamente
lejos de ella –a Kant le considera un “relativista específico”–, mantiene Husserl que las
intenciones signitivas están en sí mismas “vacías” y “necesitadas de plenitud”. Lo
intelectualmente representativo apela a lo sensiblemente intuitivo como a su plenitud. En
el tránsito de una intención signitiva a la intuición correspondiente, no hemos de ver
simplemente la vivencia de un mero aumento, como en el tránsito de una imagen
desvaída o de un simple esbozo a un cuadro lleno de vida. De suyo, a la representación
signitiva le falta toda plenitud, que sólo podrá aportarle la representación intuitiva, que la
introduce en ella por medio de la identificación. Según Husserl, “la intención signitiva
alude meramente al objeto; la intuitiva lo representa en sentido estricto; tiene algo de la
plenitud del objeto mismo” (Husserl, E., 1982: 653). Es posible que, en el caso de la
imaginación, la imagen pueda quedar muy detrás del objeto, pero tiene muchas
propiedades comunes con él; y lo que es más, le “semeja”, lo copia, de suerte que se
puede decir que el objeto está “realmente representado”. Y Husserl llega a decir algo
sumamente importante para esta investigación y a lo que, de un modo u otro, se viene
aludiendo repetidas veces. A saber:

[...] La representación signitiva no representa por analogía; “propiamente”, no es “representación”; del


objeto no hay nada vivo en ella. La plenitud completa, como ideal, es por ende la plenitud del objeto
mismo, como conjunto de las propiedades que lo constituyen. Pero la plenitud de la representación es el
conjunto de aquellas propiedades pertenecientes a ella misma, por medio de las cuales hace presente
analógicamente su objeto, o lo aprehende como dado él mismo. Esta plenitud es, por ende, un momento
característico de las representaciones, al lado de la cualidad y de la materia; es un elemento positivo, bien
que sólo en las representaciones intuitivas; es algo que falta en las signitivas. Cuanto “más clara” sea la
representación, y más vivacidad tenga, tanto más alta estará en el grado de plasticidad que alcanza y tanto
más rica será en plenitud. El ideal de la plenitud lo alcanzaría, según esto, una representación que
encerrase en su contenido fenomenológico su objeto, el objeto pleno e íntegro. Esto no lo puede conseguir
seguramente ninguna imaginación, sino sólo la percepción, si contamos en la plenitud del objeto también
las determinaciones individuales. Pero si prescindimos de éstas, queda señalado un ideal preciso también a
la imaginación (1982: 654).

Lo que anteriormente se señaló como de sumo interés y en consonancia con la línea


argumentativa de este libro es precisamente lo que se sugiere al comienzo de este texto:
que a la representación intelectual, al concepto, difícilmente se le puede caracterizar
adecuadamente justo como “representación”. Porque no hay propiamente en ella como
una nueva presencia de lo representado. La elevación del objeto a la altura de la
inteligencia, aunque penetre en lo más íntimo y noble de esa realidad, también “aleja” al
conocimiento de su objeto. Precisamente porque, como se ha venido insistiendo, la
“semejanza” intelectual es más bien una mismidad y, por lo tanto, no reproduce los
contornos intuitivos del objeto, no es una copia o doble de él, que parecen ser los rasgos
de una representación en sentido propio.
Hasta aquí –y en una lectura evidentemente muy libre de Husserl– el acuerdo con él

204
es prácticamente completo. Por las mismas razones, habría que reconocer su acierto en
aproximar más la imagen a lo que normalmente se entiende por “representación”. No
acaba de ser completamente satisfactorio, sin embargo, su énfasis en el carácter de copia
que haría a la imagen “semejante” al objeto. Porque, si bien es menos inexacto decirlo en
este caso que en el del concepto, sigue habiendo –en este nivel de la sensibilidad interna–
algo que convierte el uso de estos términos en filosóficamente poco afortunado. Y es que
en ningún caso la imagen es semejante a aquello que semeja, por más que aquí se matice
que se trata de una representación por analogía. Basta con pensar que la imagen tiene
una existencia mental e intencional, mientras que la cosa representada se encuentra en la
naturaleza física, de manera que pocas propiedades pueden tener en común. Y ese no
tenerlas es precisamente lo que permite decir que la imagen es, en sentido propio, una
representación del objeto.
La insistencia husserliana en que, en definitiva, el cumplimiento pleno de la
representación tiene que remitirse al nivel intuitivo recuerda la teoría tomista de la
conversio ad phantasmata y es decir, de la necesidad de remitir los conceptos abstractos
a las imágenes para retornar, por así decirlo, a la fuente de todo conocimiento que no es
otra que la experiencia sensible, y lograr así que el conocimiento cumplido lo sea de la
entera realidad, en la medida de las posibilidades humanas.

205
13.7. Un predecesor: Franz Brentano

En su libro acerca de los orígenes de la filosofía analítica, señala Michael Dummett


que fue gracias a la herencia de Franz Brentano como Husserl consideró evidente que, en
general, las expresiones plenas de sentido tienen referencia. Para un seguidor de
Brentano, todos los actos mentales están caracterizados por la intencionalidad y, por ello,
tiene cada uno su correspondiente objeto o –al menos– la pretensión de tenerlo. Una
emisión lingüística no es, por supuesto, un acto mental; pero el poseer el sentido que de
hecho tiene se debe, según Husserl, a que está informado por un acto mental: el que él
llamó el “acto que confiere sentido”. Para Husserl, ciertamente, este acto que confiere
sentido no era un acto separado, que yaciera debajo del acto físico de la emisión
lingüística y así le invistiera de sentido, concepción contra la que Wittgenstein lucharía sin
tregua. Porque Wittgenstein entiende que cuando yo pienso en el lenguaje, no hay
“significados” que circulen por la mente, además de la expresión lingüística; porque el
lenguaje mismo es el vehículo del pensamiento; y el pensar no es un proceso incorpóreo
que presta vida y sentido al lenguaje, y que se pudiera desprender del lenguaje. Lo que
más bien hay es justo un acto simple, que consiste en emitir las palabras como realidades
que tienen cierto sentido y que están constituidas por dos aspectos, uno físico y otro
mental (Dummett, M., 1994: 43).

206
13.8. Juicio y representación

Una de las indudables ventajas del tratamiento de Brentano, vinculada a la raíz


aristotélica de su pensamiento, es que centra sus teorías psicológicas y lógicas en el
juicio, que es el acto expresivo completo. En este libro se viene planteando el problema
de la representación en relación, sobre todo, con el concepto; lo cual facilita que se
identifique, sin más, el inteligir con el representar: desafortunada identificación que tiende
a disolverse cuando el núcleo de atención ya no es la palabra y el concepto, sino la
proposición y el juicio.
Siguiendo una investigación de María Pía Chirinos sobre intencionalidad y verdad en
la teoría brentaniana del juicio, que fue dirigida por el autor de estas líneas, se debe
subrayar que una de las tesis decisivas de Brentano es precisamente la que sostiene la
irreductibilidad del juicio a la representación (Chirinos, M. P., 1994: 117).
En su Psicología desde un punto de vista empírico establece Brentano una
clasificación tripartita de los fenómenos psíquicos, que resultan divididos en tres clases o
tipos: representaciones, juicios, y fenómenos de amor y odio. (La consideración de este
tercer grupo cae, obviamente, fuera de nuestro discurso.) Como dice Chirinos,

la cuestión primordial para Brentano era no sólo aceptar la heterogeneidad entre juicio y
representación, sino delimitar el criterio por el que se establecían sus diferencias. La introducción más
propiamente metódica al tema de la distinción juicio/representación no podía ignorar el camino adoptado
para otras cuestiones de su psicología y, de forma particular, el recurso a la experiencia, basada en el uso
del sano sentido común. Esto le lleva a reconocer que todos los que de algún modo u otro han estudiado
esta temática, han establecido algunos criterios distintivos entre ambos actos, pero también resulta
necesario determinar hasta qué punto tales criterios permiten hablar de dos actos distintos (1994: 118).

En tal sentido, no basta con aceptar que la representación tiene, entre los fenómenos
psíquicos, un carácter fundante. Como cuando Brentano decía en el primer volumen de
su Psicología que

designábamos con el nombre de fenómenos psíquicos, tanto las representaciones como todos aquellos
fenómenos cuyo fundamento está formado por representaciones. Apenas necesitamos advertir que una
vez más entendemos por representación, no lo representado, sino el acto de representarlo. Este acto de
representar forma el fundamento, no del juzgar meramente, sino también del apetecer y de cualquier acto
psíquico. Nada puede ser juzgado, nada tampoco apetecido, nada esperado o temido, si no es
representado. De este modo, la determinación dada comprende todos los ejemplos aducidos de fenómenos
psíquicos, y, en general, todos los fenómenos pertenecientes a esta esfera (Brentano, F., 1935: 13).

Para dar un paso más, que se realiza en el segundo volumen de la Psicología desde
un punto de vista empírico, es preciso tener en cuenta un firme criterio de clasificación.
Después de examinar los propuestos por diversos autores, Brentano se acerca
explícitamente al aristotélico, que “tiene por principio divisorio la diversa referencia al
objeto inmanente de la actividad psíquica, o la diversa modalidad de su existencia
intencional” (1935: 88). Lo que mejor distingue a los fenómenos psíquicos de los físicos

207
es que a los psíquicos les es algo objetivamente inherente. De lo cual se deduce que las
diferencias más profundas entre los diversos fenómenos psíquicos serán las que atiendan
al modo según el cual algo le es objetivo a cada clase. Lo decisivo es la manera que cada
tipo de acto psíquico tiene de referirse al objeto.
Pues bien, según este criterio,

hablamos de representación siempre que algo se nos aparece. Cuando vemos algo, nos representamos un
color; cuando oímos algo, un sonido; cuando imaginamos algo, un producto de la fantasía. Gracias a la
generalidad con que usamos la palabra, pudimos decir que es imposible que la actividad psíquica se refiera
a algo que no sea representado. Cuando oigo y comprendo un nombre, me represento lo que designa; y, en
general, éste es el fin de los nombres, provocar representaciones (1935: 90).

Y semejante camino metódico sigue Brentano para la aclaración inicial del juicio:

Entendemos por juicio, el admitir algo (como verdadero), o rechazarlo (como falso), de conformidad
con la acepción filosófica usual. Pero hemos indicado ya que este admitir o rechazar se encuentra también
en ciertos casos para los que muchos no usan la expresión juicio, como, por ejemplo, en la percepción de
los actos psíquicos y en el recuerdo. Y, naturalmente, no dejaremos de subordinar también estos casos a la
clase del juicio (1935: 90-91).

Evidentemente, en la filosofía moderna y en buena parte de la contemporánea se ha


pasado por alto esta distinción clave entre actos que se englobaban sencillamente dentro
del capítulo de rendimientos cognoscitivos. Para justificar esta discriminación, e intentar
que se logre una difícil unanimidad en asunto de tanta importancia, Brentano insiste en
que el método no puede ser otro que la observación de nuestra experiencia interna,
volviendo a ella una vez y otra, para aquilatar cada vez más las diferencias y las
semejanzas entre las diversas índoles de actos psíquicos. Cuando Brentano dice que la
representación y el juicio son dos distintas clases fundamentales de los fenómenos
psíquicos, quiere decir que son dos modalidades completamente diversas de la conciencia
que de un objeto tenemos. No niega con ello lo que había sentado desde el principio: que
todo juicio supone una representación. Lo que afirma es que “todo objeto juzgado es
recibido en la conciencia de un doble modo, como representado y como afirmado y
negado” (1935: 97).
Nada es juzgado que no sea representado; pero, en cuanto el objeto de una
representación se convierte en el objeto de un juicio afirmativo o negativo, la conciencia
establece una clase enteramente nueva de referencia.
Ahora bien, la difencia entre representación y juicio no puede consistir, según
Brentano, ni en la mayor o menor intensidad respectiva, ni en el carácter simple o
completo de los objetos correspondientes. Claro aparece que no es necesario que el juicio
sea más intenso que la representación. De hecho, todos podríamos poner ejemplos de
representaciones vividas y de juicios vacilantes o desvaídos. Tampoco proviene de la
presencia o ausencia de complejidad en los objetos considerados. Brentano concuerda
perfectamente con la lógica tradicional cuando admite representaciones complejas, que
pertenecen a la primera operación de la mente, o simple aprehensión. Por poner un

208
ejemplo de Frege, si consideramos la expresión “La casa de madera del rey Príamo”,
estamos ante una representación compleja, no ante un juicio, ya que en ella no se afirma
ni niega nada. En cambio, con los mismos “materiales representativos”, por decirlo así,
podríamos formar un juicio como “La casa del rey Príamo es de madera”. Lo que,
evidentemente, se ha añadido en esta segunda expresión es la cópula ‘es’. Pero Brentano
no considera que lo decisivo de los juicios sea la conjunción entre sujeto y predicado,
sino más bien lo que posteriormente –desde Frege– se llamará “fuerza asertiva”, ese
componente pragmático del juicio que puede acompañar a contenidos preposicionales
tanto afirmativos como negativos. No parece, en cambio, exacta la tesis de Brentano
respecto a las proposiciones existenciales, según la cual un enunciado del tipo “A existe”
–y, sobre todo, del tipo “A no existe”– no estaría compuesto por sujeto y predicado, ya
que la existencia sería sólo la posición de la cosa. Cuando lo cierto es que las expresiones
incompletas del tipo “... existe” o “... no existe” son estrictamente predicados de segundo
nivel, como se sabe al menos desde Frege.

209
13.9. Notas diferenciales de la representación

Siguiendo a María Pía Chirinos, podemos sintetizar así las cuatro notas
diferenciadoras entre la representación y los otros dos tipos de actos psíquicos,
atendiendo a sus aspectos menos polémicos:

1. Entre las representaciones –o sea, en el nivel de los objetos– encontramos solamente


oposición o contrariedad: cabe hablar de una representación de lo blanco o de algo
blanco; y de lo negro o de algo negro; mas, en cada uno de estos pares de casos,
estaremos siempre ante actos distintos que presentan, cada uno de ellos, un solo e
idéntico objeto ante la conciencia. En cambio, en los juicios o en los fenómenos de
amor y odio, las oposiciones comparecen en el acto mismo y respecto al mismo
objeto: afirmamos o negamos la existencia de algo; lo odiamos o lo deseamos. Se
trata, en rigor, de contrarios en el nivel mismo de la intencionalidad, que
corresponden a modos antitéticos de relación respecto al mismo objeto.
2. En la representación no se puede hablar propiamente de intensidad, a no ser que nos
refiramos a la viveza con la que el fenómeno mismo se presenta. Por el contrario, es
posible referirnos a la intensidad del juicio y, en concreto, a su fuerza asertiva, lo
cual dará lugar a los distintos estados de la mente ante la verdad, desde la duda a la
certeza, o a lo que en general la actual filosofía analítica llama “actitudes
preposicionales” ( “creer que ...”, “dudar de que ...”, “estar seguro de que ...”,
etcétera).
3. Las representaciones, en sí mismas consideradas, no contienen ni virtudes ni vicios, ni
verdad ni error. Por representar repetidas veces algo malo no se cae en el vicio
(como podría sucederle al actor que representara durante toda una temporada a
Macbeth), ni por representar algo bueno se adquiere necesariamente la virtud; por
eso tampoco es lícito hablar de una “mala” representación. Además, si se representa
correctamente algo que sé que no existe –un basilisco, por ejemplo– no por ello
cometo un error. La representación es correcta en sí misma, pero esto no implica
que contenga ni verdad ni falsedad (en la metafísica clásica se dice que su verdad es
ontológica, pero no lógica): hay verdaderas representaciones, mas no
representaciones verdaderas (ni falsas).
4. En los actos superpuestos (sobre las representaciones) es posible descubrir reglas de
sucesión y desarrollo, por las cuales un juicio o un deseo provienen de otros que
hacen de premisas. No sucede lo mismo en el orden de la representación que, en
este sentido, es “rapsódico” (Chirinos, M. P., 1994: 127-128).

210
14
Semántica de la representación

14.1. Crítica del psicologismo

Si se puede hablar actualmente de una renovación de la metafísica, cuya posibilidad


vendría dada por la superación del representacionismo, presente todavía en las diversas
variantes de la filosofía trascendental en este siglo, encontraremos la clave de este paso
en el rechazo de la primacía epistemológica del concepto como imagen mental (cfr.
Llano, A., 1984: 64-87).
No son pocos los que consideran que las raíces históricas de este rechazo hay que
buscarlas en la crítica al psicologismo acometida por Gottlob Frege. Es bien sabido que la
crítica de Frege, en 1894, al primer libro de Husserl –Filosofía de la Aritmética-fue
decisiva para que este último abandonara su planteamiento psicologista y se abriera al
ámbito del sentido, como condición de posibilidad del inicio de la fenomenología (cfr.
Frege, G., 1998a: 140-159).
Cuando en 1884 Frege publica la que quizá es su obra más brillante y completa –los
Fundamentos de la Aritmética‒ el ambiente filosófico alemán atraviesa un período de
crisis y desorientación, marcado aún por los residuos que ha dejado tras de sí el
derrumbamiento del sistema hegeliano. Los caminos que se ensayan son, sobre todo, el
naturalismo positivista y el subjetivismo idealista (naturalista también, a la postre). Pero
Frege –por su formación básica como matemático y, antes que nada, por la
independencia y vigor de su pensamiento– no puede considerarse sólo en función de su
inmediato contexto filosófico. A través de su crítica al representacionismo psicologista –
más neta que la de
Brentano y más radical que la de Husserl– Frege no sólo se destaca con respecto al
positivismo y subjetivismo de su entorno histórico, sino que propone –implícitamente–
una alternativa a la filosofía de la conciencia. Rompiendo con el representacionismo,
Frege anticipa el proceso de autocrítica de la posterior filosofía analítica, la cual –al
advertirlo mucho más tarde– reconocerá en Frege su mejor fuente de inspiración.
En la Introducción a los Fundamentos de la Aritmética, Frege indica que, entre los

211
principios fundamentales a los que se atendrá su investigación, el primero es éste:

Hay que separar tajantemente lo psicológico de lo lógico, lo subjetivo de lo objetivo (Frege, G., 1973:
20).

Frente a la fundamentación psicológica de la aritmética (muy difundida entonces),


Frege mantiene que los números, a los que considera objetos lógicos, no tienen nada que
ver con sensaciones o imágenes sensibles. La palabra cien puede evocar la imagen gráfica
del número 100, la letra C, un billete de cien marcos, diez bolitas en la ristra de las
decenas de un ábaco... nada de lo cual tiene materialmente que ver con lo que queremos
decir cuando hablamos del número cien (cfr. Anscombe, G. E. M., 1975: 12-14).
Una aritmética que estuviera basada en sensaciones sería –dice irónicamente Frege–
muy sensitiva, pero sería tan confusa como su fundación. No; la aritmética no tiene nada
que ver con sensaciones. Tampoco con representaciones internas, formadas por
combinación de las huellas dejadas por impresiones sensoriales anteriores. El carácter
fluctuante e indeterminado que tienen todas esas representaciones de la conciencia
contrasta drásticamente con la determinación y firmeza de los conceptos y objetos
matemáticos.
Podría ser útil –concede Frege– examinar las representaciones que aparecen en el
pensamiento matemático; pero que no se imagine la psicología que va a poder aportar
algo a la fundamentación de la aritmética. Al matemático le son completamente
indiferentes –por casuales– tales imágenes internas, su surgimiento y su modificación; el
ser conscientes de una proposición no se puede confundir con su demostración; ni el
hecho de que sea pensada, con su verdad (Frege, G., 1973: 16-17).
Frege mantendrá y afinará esta crítica a lo largo de toda su carrera. En uno de sus
últimos y más interesantes artículos –“El pensamiento” (1918)– escribe lo siguiente:

El aceptar lo falso y el aceptar lo verdadero se realizan ambos según las leyes psicológicas. Una
deducción a partir de estas leyes y una explicación del proceso anímico que acaba en un aceptar algo
como verdadero, nunca pueden sustituir a una prueba de aquello a lo que se refiere ese aceptar algo como
verdadero. [...] Para excluir este malentendido y evitar que se borren las fronteras entre psicología y
lógica, asigno yo a la lógica la tarea de encontrar las leyes del ser verdadero, no las de aceptar lo verdadero
o del pensar (Frege, G., 1998c).

Pero ya a la altura de 1884 la argumentación de Frege es aguda y vigorosa. Merece


la pena que resuene con sus propias palabras:

Parece que hay que recordar que un enunciado no deja de ser verdadero cuando yo dejo de pensar en
él, como el sol no es aniquilado cuando yo cierro los ojos. De lo contrario, acabaremos por considerar
necesario que, en la demostración del teorema de Pitágoras, se tenga en cuenta el fósforo que contiene
nuestro cerebro; y los astrónomos temerán extender sus conclusiones a épocas muy remotas, por miedo a
que se les objete: “Estás calculando aquí 2・2 = 4; pero la imagen numérica tiene una evolución, una
historia. ¿Cómo sabes tú que en esa época pasada ya valía este enunciado? ¿No pudieron tener los seres
entonces vivientes el enunciado 2・2 = 5, del cual sólo por selección natural en la lucha por la existencia se
desarrolló el enunciado 2・2 = 4, el cual, a su vez está destinado a transformarse, por el mismo camino, en
2・2 = 3?” [...]. El modo de consideración histórico, que trata de detectar el devenir de las cosas y de

212
descubrir su esencia a partir de su devenir, tiene, sin duda, una gran justificación; pero también tiene sus
límites. Si en el flujo continuo de todas las cosas no persistiera nada firme, eterno, desaparecería la
inteligibilidad del mundo y todo se precipitaría en la confusión. Parece que algunos piensan que los
conceptos nacen en el alma individual como las hojas en los árboles, y creen que pueden investigar su
esencia investigando su surgimiento y tratando de explicarlo psicológicamente a partir de la naturaleza del
alma humana. Pero esta concepción lo aboca todo a lo subjetivo y, si se prosigue hasta el fin, suprime la
verdad (Frege, G., 1973: 17-18).

Tal es la característica de una filosofía realista: el atenimiento a la verdad como valor


primero, y la negativa –frente a todo relativismo– de reducir la realidad objetiva al
conocimiento que de ella podemos tener. El relativismo con el que Frege se enfrenta es el
psicologismo naturalista e idealista: una suerte de reduccionismo que intenta disolver la
especificidad de las leyes lógicas y matemáticas, convirtiéndolas en leyes básicamente
psicológicas. Pero reduccionismos naturalistas los ha habido en otras épocas y también
ahora se registran: baste pensar en la epistemología evolutiva o en la sociobiología.

213
14.2. ¿Una semántica realista?

Michael Dummett ha contrapuesto la semántica realista de Frege al verificacionismo


de los analíticos lastrados por el empirismo, que no acaban de conseguir liberarse del
tratamiento representacionista y pragmático. El verificacionismo considera que la verdad
de un enunciado viene dada por el proceso de su justificación empírica. Se mueve, por lo
tanto, en un ámbito psicológico: no trasciende el proceder del sujeto, no llega a alcanzar
la realidad objetiva. El verificacionismo –y, a su modo, el “falsacionismo”– es siempre
algún tipo de idealismo, incluso en su versión empirista (Dummett, M., 1981a: 360-361 y
684).
El realismo, en cambio, no plantea el problema de la verdad en términos de
verificación, sino que considera que el valor de verdad de un enunciado remite a la
realidad externa. Dummett caracteriza el realismo como la concepción según la cual los
enunciados tienen un valor de verdad objetivo, con independencia de nuestros medios
para conocerlo. Son verdaderos o falsos en virtud de la realidad que existe
independientemente de nosotros (Dummett, M., 1978a: 146).
Llegados a este punto, hay que indicar que la interpretación de Frege como un
pensador realista, en el sentido que se acaba de exponer, está lejos de ser admitida
pacíficamente por todos los especialistas. Hans Sluga ha sido el autor que más duramente
la ha combatido. Al hilo de un interesante estudio del contexto filosófico alemán de la
segunda mitad del siglo XIX, Sluga presenta a Frege como un idealista trascendental,
fuertemente influido por Kant y Lotze. Sin embargo, es precisamente el método
historiográfico adoptado por Sluga el que le dificulta advertir la originalidad de Frege
respecto a su entorno intelectual (Sluga, H. D., 1980). Son –como veremos– los propios
textos de Frege los que nos impiden una lectura en clave kantiana. La respuesta de
Dummett –contra cuya interpretación va dirigido el libro de Sluga– vuelve a destacar la
especificidad de los planteamientos fregeanos, netamente diferentes del idealismo
psicologista de su contexto histórico inmediato (Dummett, M., 1981b: 428-472 y 495-
557).
Curiosamente, sin embargo, la postura filosófica del propio Dummett, defensor a
ultranza del Frege realista, es la de una “teoría idealista del significado”, según la cual los
problemas filosóficos radicales no se resuelven en el ámbito de la metafísica, sino en el
de la misma teoría del significado (cfr. Dummett, M., 1991). Con él polemizó Hilary
Putnam, que mantenía un realismo de alcance ontológico. Los enunciados de la ciencia –
afirmaba Putnam– son verdaderos o falsos (aunque se da frecuentemente el caso de que
no lo sepamos); y su verdad y falsedad no consiste en que describan las regularidades de
la experiencia humana. Porque la realidad no es una parte de la mente humana; más
bien, la mente humana es una parte de la realidad (Putnam, H., 1979: VII). Frente a las
teorías idealistas del significado, para las que los conceptos sólo tienen un sentido dentro
de cada teoría y en función de ella, Putnam sostenía:

Hay sucesivas teorías científicas sobre las mismas cosas: sobre el calor, la electricidad, los electrones

214
y temas semejantes; y esto implica tratar a términos tales como “electricidad” como términos
transteóricos, es decir, términos que tienen la misma referencia en diferentes teorías (1979: 197).
El idealista considera “electrón” como algo teóricamente dependiente, porque considera las nociones
semánticas de referencia y verdad como dependientes de una teoría; el realista, en cambio, considera
“electrón” como transteórico, lo que hace que mire la verdad y la referencia como transteóricas”
(Putnam, H., 1979: 198; cfr. Dummett, M., 1981a: 665-684).

215
14.3. El principio del contexto

Pero volvamos de nuevo a Frege, quien advirtió al mismo tiempo la irrelevancia


lógica y ontológica de las cuestiones genéticas y la inadecuación del concepto empirista
de las ideas (cfr. Dummett, M., 1981a: 676-677). Y esta actitud netamente
antipsicologista es precisamente la que abre camino a una semántica realista, que dé
cuenta de cómo en nuestro lenguaje se habla acerca de la realidad. Frente al
representacionismo, según el cual el significado de cada palabra viene dado por la idea
que suscita en la mente, Frege mantiene en el segundo principio proclamado en la
Introducción a los Fundamentos de la Aritmética que:

El significado de las palabras debe ser buscado en el contexto de todo el enunciado, nunca en las
palabras aisladas (1973: 20).

Esta tesis –que fue aceptada por Wittgenstein y que, desde él, constituye uno de los
tópicos centrales del análisis filosófico– ha sido frecuentemente tergiversada. No quiere
decir, desde luego, que las palabras aisladas carezcan de significado. Si fuera así, nunca
podríamos entender frases que nunca hubiéramos oído. Si podemos, como es el caso, es
porque tenemos de antemano una cierta comprensión de las palabras que las componen y
un dominio suficiente de los principios sintácticos, de acuerdo con los cuales las palabras
se integran en frases. Lo que esta tesis afirma es que

no podemos explicar el significado de las palabras independientemente de su aparición en frases, y


después explicar el entendimiento de una frase como la captación sucesiva de los significados de las
palabras. Al contrario, primero hemos de tener la concepción de lo que, en general, constituye el
significado de una frase, y después explicar el significado de cada palabra como la contribución que hace a
la determinación del signifcado de la frase en la que aparece (Dummett, M., 1978b: 45).

El hablante de un idoma dispone de un número finito de palabras y de un elenco


relativamente reducido de reglas de formación; con estas palabras y con estas reglas es
capaz de formar un número indefinido de proposiciones, cada una de las cuales
constituye –por emplear la expresión de Wittgenstein– “una jugada en el juego del
lenguaje” (Wittgenstein, L., 1988: 69).
Este segundo principio adquiere toda su relevancia filosófica cuando lo entendemos
a la luz del primero. Porque, como dice Frege,

si no se tiene en cuenta el segundo principio, uno se ve casi forzado a tomar por significados de las
palabras representaciones internas o actos de la mente individual, con lo cual también se entra en conflicto
con el primer principio (Frege, G., 1973: 20).

Para el representacionismo, el concepto es una suerte de “cosa” intermedia entre el


sujeto y la realidad, que acaba por sustituir a esta última. Un mentalismo de tal especie
cosifica la actividad intelectual. No puede resolver los problemas que –según ya se dijo–
provoca todo ilacionismo: ¿cómo se podría pasar de la representación mental a la

216
realidad? Y, por supuesto, no logra dar cuenta del fenómeno de la comunicación
lingüística, ya que no hay modo de entender cómo –por medio de palabras– se podría
hacer “penetrar” conceptos en la mente de aquel con quien se habla. Se emboza así, por
lo menos, la interna inteligibilidad del lenguaje: el hecho básico de que entiendo lo que
oigo y me entienden lo que digo.

217
14.4. Sentido, referencia y representación

El significado de una expresión no consiste en la imagen mental que con ella pueda
asociarse. El lenguaje se refiere a la realidad: de ella se habla, no de nuestras ideas o
representaciones. Pues bien, esta semántica realista encuentra su principal explicitación
en la famosa distinción entre sentido (Sinn) y referencia (Bedeutung), que Frege aún no
había formulado en 1884, cuando publica los Fundamentos de la Aritmética, pero que
es perfectamente congruente con estos iniciales planteamientos (Angelelli, I., 1967: 38-
42).
Para apreciar el alcance realista de esta última teoría, hemos de notar –siguiendo a
Dummett (Dummett, M., 1981a: 81-109 y 152-203)– que la aludida distinción no
discierne entre ingredientes del significado. Porque la referencia no es, en rigor, un
elemento lingüístico, sino extralingüístico: es aquello de lo que –en cada caso– se habla.
Para Frege, la referencia es una noción requerida por la teoría del significado –es decir,
por la explicación general de cómo funciona el lenguaje-, pero ella misma no es una
dimensión del significado. Sucede con esta noción algo parecido a lo que acontece con la
de verdad: si alguien no conoce la referencia de la expresión, no por ello deja de entender
la expresión; de forma análoga a como no se deja de conocer el significado de una
proposición por ignorar si es verdadera o falsa.
Significado, en su sentido general e intuitivo (el meaning inglés), es justamente lo
que se entiende cuando se entiende una expresión. Frege no utilizó una palabra especial
para designar esta noción: emplea la voz alemana adecuada –Bedeutung‒ precisamente
para designar la significación, la referencia, es decir, lo real significado por la expresión
correspondiente. Su empeño consiste más bien en sustituir esta noción intuitiva por tres
conceptos más precisos, que designan los tres ingredientes del significado: sentido, tono y
fuerza.
El tono o matiz de una expresión incluye aquellas diferencias de significado que no
son relevantes para la determinación del valor de verdad de una proposición en la que
aparezca. El ejemplo más conocido es el que aparece en el primer libro de Frege, la
Conceptografía (Frege, G., 1977: 13); la diferencia entre las expresiones conectiva ‘y’ y
‘pero’ es sólo una diferencia de tono, precisamente porque el reemplazar una por otra no
afecta al valor de verdad de la proposición. Las frases “Es pobre y honrado” y “Es pobre
pero honrado” tienen el mismo valor de verdad; sólo que la segunda “sugiere” algo
diferente de la primera: tiene algo así como un regusto burgués (no sería fácil ser, a la
vez, pobre y honrado).
La noción de tono posee, sin duda, un gran interés para la poética y la retórica,
ámbitos en los que el sugerir adquiere tanta importancia como el decir Menos aplicación
tiene, sin embargo, en el análisis del lenguaje filosófico y, en general, en el lenguaje
científico. Frege, que ponía su teoría del significado al servicio de la fundamentación de
las matemáticas, estaba escasamente interesado en la noción de tono; sólo alude a ella
para que sirva de contraste a la noción de sentido (Frege, G., 1998b: 89-90). Porque al

218
sentido de una palabra o expresión pertenecen, justamente, todos aquellos rasgos que son
relevantes para la determinación del valor de verdad de la proposición en la que aparece
esa palabra o expresión.
Lo que nos interesa destacar ahora del concepto fregeano de sentido es su carácter
objetivo. Como ha señalado Ignacio Angelelli, la palabra ‘objetivo’ tiene en Frege al
menos dos usos:

Objetivo se usa al menos de dos maneras. (1) Objetivo es aquello que puede ser alcanzado por todas
las mentes pensantes; por ejemplo, el concepto de no ser auto-idéntico es objetivo porque es accesible a
varios pensadores. (2) Objetivo es aquello que existe con independencia de nosotros; aquí podría ser
controvertido si el concepto de no ser auto-idéntico es objetivo, aunque se estaría unánimemente de
acuerdo en que, por ejemplo, la Luna es objetiva (Angelelli, I., 1967: 66-67).

Según el propio Angelelli, ambos aspectos están presentes en la objetividad


fregeana. El primero de estos usos queda destacado en el siguiente texto:

[...] Entiendo por objetividad la independencia de nuestras sensaciones, intuiciones e imágenes, de la


proyección de representaciones internas a partir de los recuerdos de sensaciones anteriores, pero no la
independencia de la razón; pues responder a la pregunta de qué son las cosas independientemente de la
razón significaría juzgar sin juzgar, lavar la piel sin mojarla (Frege, G., 1973: 54).

El segundo de estos aspectos queda reflejado –entre otros muchos– en este texto
perteneciente a “El pensamiento”:

Al pensar no producimos los pensamientos, sino que los captamos. Pues lo que he llamado
pensamientos está en íntima relación con la verdad. A lo que acepto como verdadero lo juzgo como
verdadero de manera completamente independiente de mi aceptación de su verdad e independientemente
también de si pienso en ello. El que un pensamiento sea verdadero no tiene nada que ver con que se lo
piense (Frege, G., 1998c: 220).

En “Sobre sentido y referencia” se lee lo siguiente:

Ha de distinguirse la referencia y el sentido de un signo de la representación asociada a él. Si la


referencia de un signo es un objeto sensorialmente perceptible, entonces mi representación de él es una
imagen originada a partir de recuerdos de impresiones sensoriales que he tenido y de actividades, tanto
internas como externas, que he ejercitado. Esta imagen está a menudo impregnada de sentimientos; la
claridad de sus partes individuales es diversa y oscilante. No siempre, ni siquiera en el mismo hombre, está
ligada la misma representación con el mismo sentido. Un pintor, un jinete, un zoólogo asociarán
probablemente representaciones distintas con el nombre “Bucéfalo”. Por ello la representación se
diferencia esencialmente del sentido de un signo, que puede ser propiedad común de muchos y no es, por
tanto, una parte o un modo de la mente individual, así pues, no podrá negarse que la humanidad tiene
ciertamente un tesoro común que transmite de una generación a otra (Frege, G., 1998b: 87-88).

Una analogía del propio Frege puede ilustrar la relación que existe entre referencia,
sentido y representación. Varios astrónomos observan simultáneamente la luna a través
de un telescopio provisto de varios oculares. La luna misma, el objeto observado, podría
compararse con la referencia. La imagen que se forma en la retina de los astrónomos

219
sería como la representación. En cambio, la imagen real –accesible a todos ellos– que
queda dibujada en el objetivo del telescopio sería comparable al sentido.
Como sugiere esta metáfora, el sentido no agota la realidad de la referencia: es una
de sus maneras de darse; es un aspecto parcial, pero no por ello subjetivo, como
subjetiva es la representación. La realidad trasciende nuestros modos de acceso a ella:
estamos ante una tesis típicamente realista. En consecuencia, dos expresiones con el
mismo sentido han de tener la misma referencia; pero la inversa no es cierta: dos
expresiones con la misma referencia pueden tener diferente sentido. El sentido es como
el camino que conduce a la referencia: un mismo destino puede ser alcanzado por
diferentes sendas; pero si se recorre la misma vía se llega siempre a un solo y mismo
término.
Hay un ejemplo fregeano que se ha hecho casi tan famoso como la batalla naval
aristotélica o los táleros kantianos. Las expresiones ‘lucero matutino’ y ‘lucero
vespertino’ poseen, respectivamente, un sentido diferente; pero designan la misma
referencia. Los dos sentidos son objetivamente diversos, porque en un caso el planeta
Venus se considera como el último cuerpo celeste que desaparece al amanecer, mientras
que, en el otro, se considera como el primero que brilla en la noche. Se trata de la
diferencia en el modo de presentarse lo designado (1998b: 84-85).
Este carácter del sentido, como modo de darse, aparece aún más claramente en otro
ejemplo propuesto por Frege. Sean a, b y c las medianas de un triángulo, es decir, las
rectas que unen cada uno de los tres ángulos con el punto medio de los lados opuestos.
Resulta, entonces, que el punto de intersección de a y b es el mismo que el punto de
intersección de b y c. Los nombres ‘intersección de a y b’e ‘intersección de b y c’tienen,
por lo tanto, la misma referencia; pero su sentido es diverso, ya que cada uno indica
además un diferente modo de darse. De esta suerte, el enunciado de identidad ‘La
intersección de a y b es la intersección de b y c’aumenta nuestro conocimiento, añade
información a la que ya poseíamos.
Adquiero, en efecto, información cuando conozco algo que no sabía. Y este valor
cognoscitivo viene dado justamente por el sentido. Es mérito principal de la semántica de
Frege el haber mantenido una noción de sentido como algo objetivo y, sin embargo,
distinto de la referencia. Con ello evita, de antemano, incurrir en la radicalización de
cierta filosofía analítica, cargada aún de positivismo, que –llevada por un lingüismo a
ultranza– expulsa de la teoría del significado la noción de conocimiento. Frege ofrece así
una prueba clara de que se puede ser netamente antipsicologista sin caer en el
pragmatismo conductista. Porque, como dice Dummett,

si expulsamos de la filosofía del lenguaje la noción de conocimiento, es difícil ver cómo una
consideración del funcionamiento del lenguaje puede ser otra cosa que una teoría empírica ordinaria, o sea,
una teoría causal del tipo que Quine parece proponer. Según una teoría de esta índole, el aprendizaje del
uso del lenguaje inculca en cada hablante un conjunto determinado de propensiones a responder a ciertos
estímulos con ciertas expresiones, y a responder a ciertas expresiones con otras expresiones ulteriores o
con un comportamiento no verbal. Ahora bien, no se trata sólo de que estemos lejos de construir una
teoría de este tipo. Es que no es la suerte de teoría que necesitamos ni la que deberíamos buscar. Tal teoría
no representa nuestro uso del lenguaje como una actividad racional, sino como un complejo de respuestas

220
condicionadas (Dummett, M., 1978b: 57).

Cuando lo cierto es que “hablar es una actividad altamente consciente” (1978b: 56).
Frege conecta la noción de sentido con la de conocimiento (Dummett, M., 1981a:
94-95). Al conocer el sentido de una palabra o expresión, al entenderla, conocemos la
manera de indenti-ficar su referencia, que es algo distinto del sentido. Pero cabría una
objeción de parte idealista o escéptica, representacionista en último término, de la que el
propio Frege se hace cargo:

Del lado del escepticismo y del idealismo se habrá objetado ya desde hace tiempo: “Hablas aquí sin
más de la Luna como un objeto; pero ¿cómo sabes que el nombre ‘la Luna’ tiene una referencia?”
Respondo que cuando decimos “la Luna” no es nuestra intención hablar de la representación de la Luna y
que tampoco nos contentamos con el sentido, sino que presuponemos una referencia. Sería confundir
completamente el sentido el que se quisiera suponer que en la oración “la Luna es menor que la Tierra”, se
está hablando de una representación de la Luna. Si el hablante quisiera decir esto, usaría el giro “mi
representación de la Luna”. Ahora bien, podemos desde luego errar en esta presuposición, y tales errores
han ocurrido de hecho. Pero la cuestión de si quizás erramos siempre en esto, puede quedar aquí sin
respuesta; es, en principio, suficiente, para justificar el que se hable de la referencia de un signo, el señalar
nuestra intención al hablar o al pensar, si bien con la reserva: caso de que exista una referencia (Frege, G.,
1998b: 90-91).

Ahora bien, podría suscitarse asimismo una objeción de signo aparentemente


inverso, según la cual el sentido no quedaría reabsorbido, por así decirlo, en la
representación, sino justo en la referencia. Porque hemos caracterizado la noción de
sentido atribuyéndole sólo los rasgos del significado que son relevantes para la
determinación del valor de verdad de las proposiciones que contienen las expresiones
correspondientes. Pero, una vez que la referencia de la palabra en una proposición ha
sido determinada, parece que se ha determinado su valor de verdad. Puede entenderse,
entonces, que el papel asignado al sentido queda desempeñado en exclusividad por la
referencia: la referencia misma sería el sentido.
Se trata de una objeción que parte de una concepción referencialista o puramente
referencial del significado. Tal postura parece más realista que la del propio Frege. Pero
no es así, porque una semántica puramente referencial ofrece un modelo verificacionista
del significado que –a fuer de positivista– conecta con el idealismo. Si el sentido se
identifica con la referencia, se confunde el significado –que es algo lingüístico– con la
realidad extralingüística. Mas lo cierto es que no es lo mismo el entendimiento de la
realidad que la realidad entendida. No admitir esta articulación implica la copertenencia
del ser y el pensar, en una identidad que puede bascular hacia uno u otro de los dos
extremos, sin posibilidad de compensación. Y, efectivamente, la teoría filosófica del
significado apenas ha conseguido mantener esta tensión y se ha inclinado de modo
unilateral y alternativo, o bien hacia el sentido, o bien hacia la referencia (Inciarte, F.,
1974). De tales excesos surgen semánticas reductivamente intensionalistas o
reductivamente extensionalistas, que no son realistas en ninguno de los dos casos.
Que el realismo implica esta diferenciación de sentido y referencia lo confirma
también la aludida distinción medieval entre el modo de significar y la cosa significada

221
que –con los necesarios matices– puede considerarse como un precedente de la doctrina
fregeana. El modo de significar no es meramente la configuración gramatical, sino que
se fundamenta en el modo de conocer, y éste en el modo de ser (cfr. Kretzmann, N.,
Kenny, A., y Pinborg, J., 1982). Por lo tanto, el modo de significar lleva consigo lo que
Frege llamaría la manera de darse y tiene –como el sentido‒ carácter objetivo y
relevancia ontológica. Según ha señalado Angelelli (1967: 72-73), este paralelismo se
aprecia en la doctrina clásica de los trascendentales (cfr. Aersten, J., 1996). Las
diferentes propiedades trascendentales se dicen de la misma realidad, pero difieren en
cuanto a la perspectiva cognoscitiva o racional adoptada en cada caso. Ya Aristóteles
había señalado que el ente y el uno son lo mismo y una sola naturaleza, pero no se
muestran según la misma razón. Pues lo mismo es un hombre que hombre y que hombre
que es (Aristóteles, 1990: 154; IV, 2, 1003b 22-27). Esas razones en las que se difieren
los significados de ‘ente’ y ‘uno’ –que, por lo demás, tienen la misma referencia– son
algo semejante a los sentidos fregea-nos; y en ambos casos –el de la antigua semántica y
el de la nueva– se trata de diferencias que no son meramente subjetivas, que no afectan
de suyo a la representación, sino que consisten en modos diversos de darse o mostrarse
la misma cosa o naturaleza.

222
14.5. ¿Cosificación del sentido?

Todo lo dicho parece, sin embargo, arrojar como resultado una cierta “objetivación”
e, incluso, “cosificación” del sentido. Por lo demás, éste parece ser precisamente el
riesgo de la crítica indiscriminada al psicologismo y al representacionismo (cfr. Prauss,
G., 1980: 3), que puede llevar a olvidar que lo pensado, en cuanto tal, exige un
pensamiento; que no hay tema sin la correspondiente actividad cognoscitiva (como dice
el profesor Leonardo Polo, no hay objeto sin operación). Bien está –se podría argüir–
distinguir la representación del sentido, lo físico de lo lógico, lo fáctico de lo normativo,
lo subjetivo de lo objetivo; pero de ahí a convertir los sentidos en cosas va un gran paso.
Y, efectivamente, así es; como también lo es que Frege parece que casi siempre está a
punto de dar ese mal paso, pero que quizá nunca lo llega a dar del todo. Por una parte,
ya hemos visto que relaciona estrechamente la noción de sentido con la de
conocimiento, a la cual también está ligada la de representación. Por otra, el tercer
ingrediente del significado, la juerza, articula con el sentido una dimensión práxica que
dificulta su mala “objetivación”.
Frege no pensaba que el ámbito del sentido fuera el territorio de lo mental, en el
sentido del representacionismo. Pero tampoco lo consideraba como un reino de
realidades, en el mismo sentido en que lo es el plano de la referencia, precisamente
porque las realidades correspondientes a los sentidos son los respectivos referentes.
Veámoslo en el caso del sentido de las proposiciones. Cuando la expresión compleja es
una oración completa, Frege dice que su sentido expresa un pensamiento (Gedanke). El
Gedanke fregeano no es, pues, el pensar, sino lo pensado, lo entendido en un enunciado,
algo así como la Satz an sich de Bolzano o el Objektiv de Meinong. Es en efecto algo
objetivo, una articulada índole inteligible, estable y relativamente autónoma. Pero no es
una cosa. Como indica Dummett, esta noción de pensamiento viene a cumplir en Frege
el papel que desempeña la de proposition –por la influencia de Russell y Moore– en la
filosofía británica del siglo XX. Existe, sin embargo, una diferencia crucial. Como Russell
y Moore no distinguen claramente entre sentido y referencia, dudan continuamente
acerca de si identificar las proposiciones verdaderas con los hechos, de los que
supuestamente se compone el mundo real, o bien mirar las proposiciones como
correspondientes a los hechos. Por un motivo semejante, por haber “olvidado” el
auténtico carácter de la distinción entre sentido y referencia, un problema similar se
encuentra también en el Wittgenstein del Tractatus. Frege, en cambio, no tuvo este tipo
de dificultades. No se sintió impulsado a tomarse la noción de hecho tan en serio como
para admitir a los hechos como entidades plenamente integradas en el mundo real, con
todas las confusiones que tal postura implica (Dummett, M., 1981a: 153-154).
Para Frege, el ámbito de la referencia es justamente el de la realidad significada en
el lenguaje; esa realidad de la que hablamos, y en virtud de la cual los pensamientos que
expresamos son verdaderos o falsos. El ámbito del sentido, en cambio, es una región del
todo peculiar. Ni a Frege ni a nadie le resulta fácil describirla. Con los referentes se

223
pueden hacer diversas cosas, según su tipo ontológico. Pero, ¿qué se puede hacer con un
sentido? Solamente comprenderlo, expresarlo, comunicarlo; y en el caso de un
pensamiento, aseverar que es verdadero, preguntar si es verdadero, y cosas por el estilo.
El sentido no es una “entidad mental”; no es la “idea” o “representación” de empiristas y
racionalistas, que plantea inmediatamente el problema de la comunicación; su ser no es
ser percibido o ser pensado. Desde luego, el sentido es de suyo inmutable, cosa que no
acontece ni con la realidad ni con la representación. El sentido no está situado en un
lugar, ni comienza o deja de existir en el tiempo (Dummett, M., 1981a: 154; cfr. Kluge,
E-H. W., 1980: 183-226). No depende en su interna estructura de las representaciones
pertenecientes a una subjetividad individual, ni hay por qué insertarlo en una presunta
subjetividad trascendental, cuya postulación plantea más dificultades de las que resuelve.
No es real en el sentido de efectivo o actual (wirklich), pero es objetivo, en un sentido
más realista que kantiano (cfr. Llano, A., 1973).
En las últimas páginas de “El pensamiento”, Frege matiza con gran finura su postura
al respecto, sin excluir una cierta actuación del sentido sobre las representaciones. Por
una parte, sigue manteniendo que,

desde luego, un pensamiento no es algo que habitualmente pueda llamarse actual (wirklich). El
mundo de lo actual es un mundo en el que esto actúa sobre aquello, lo cambia y ello mismo experimenta a
su vez una reacción en virtud de la cual resulta cambiado. Todo esto sucede en el tiempo. Lo que es
atemporal e inmutable difícilmente lo reconocemos como actual (Frege, G., 1998c: 222-223).

El mundo de lo actual es un universo en el que los objetos interactúan, mientras que


el ámbito del sentido parece estar sometido a la acción y a la reacción. Y, sin embargo, la
historia nos revela la tremenda influencia de los pensamientos sobre las personas
concretas y sobre civilizaciones enteras. Aún hoy hay quien habla de la “fuerza de las
ideas” y de la “influencia de los medios de comunicación”. Frege, por su parte, se
pregunta:

¿Cómo actúa un pensamiento? Siendo captado y tenido como verdadero. Es un proceso del mundo
interior del que piensa que puede tener consecuencias posteriores en ese mundo interior, las cuales, al
extenderse a la región de la voluntad, se hacen sentir también en el mundo exterior [...]. Es así como
nuestras acciones vienen usualmente preparadas por el pensar y el juzgar. Y es así como los pensamientos
pueden tener una influencia mediata sobre los movimientos de masas (1988c: 224).

La clave estriba en comprender que el sentido lo es de expresiones lingüísticas, lo


mismo que –por utilizar la comparación de Wittgenstein– las direcciones son de líneas.
Los sentidos, pues, son formas de darse la realidad, expresadas por el lenguaje.

224
14.6. La semántica puramente referencial

La semántica puramente referencial del positivismo lógico –y, a su modo, la del


primer Wittgenstein– pretendía dar cuenta y razón del lenguaje de las ciencias positivas e,
incluso, perfeccionarlo mediante la construcción de lenguajes artificiales, en los que a
cada signo le correspondiera una referencia claramente definida, y a cada referencia un
signo, eliminando así el factor de ambigüedad que parece introducir la admisión de una
pluralidad de sentidos para el mismo referente. Pero resulta que, como dice Inciarte,

tal actitud máximamente positivista niega incluso –más radicalmente aún de lo que se proponía
Wittgenstein– aquellas frases que él mismo creía haber podido salvar del veredicto del sinsentido: las frases
de las ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften, Science). En efecto, dado que no puede haber hecho
alguno de modo puramente extensional, es decir, de tal modo que no nos llegue, de un modo o de otro, ya
interpretado en un horizonte de comprensión, por escondido que sea, no puede haber tampoco ciencia
alguna de la naturaleza, que, en el sentido de Wittgenstein, sea tan natural como para atenerse a los hechos
puros, a hechos brutos, a hechos, por tanto, que en esa pretendida pureza de positividad y de empirismo,
sería en absoluto imposible identificar [...]. La ciencia natural tendría para ello que prescindir, por lo
menos, de toda ordenación de ensayo, de toda experimentación, de toda programación, de todo aquello, en
fin, que la constituye en ciencia (Inciarte, F., 1974: 60-61).

De manera que una semántica puramente extensional o refe-rencial ni siquiera es


válida para analizar el tipo de discurso que le sirve de paradigma. El sentido no se puede
eliminar de ningún tipo de lenguaje, artifical o natural, científico o cotidiano, porque ello
equivale a expulsar del lenguaje el conocimiento, sin el cual no es posible lenguaje
alguno.
Por otra parte, el supuesto objetivismo, la pretendida cosificación, ni siquiera
acontece claramente en el ámbito de la referencia. No todos los referentes son objetos
(en el sentido de cosas individuales).

225
14.7. Referencias completas e incompletas

Es cierto que el “modelo” al que Frege parece atenerse –como se sugiere en “Sobre
sentido y referencia”– es el de la relación entre el nombre propio y su portador, es decir,
entre el término singular y su referencia, que es un objeto. “La referencia de un nombre
propio es el objeto mismo que designamos por medio de él” (Frege, G., 1998b: 89). El
nombre es una expresión completa, con la que se puede hacer ya una cierta “jugada
lingüística”: justamente la de nombrar. Esta expresión completa designa una referencia
también completa, un objeto, un individuo –de la índole que sea– en la realidad de las
cosas.
Pero este “modelo” semántico, el más básico y elemental, no se puede aplicar a otro
tipo de expresiones de manera rígida o simplista. Y, en todo caso, esa aplicación presenta
problemas difíciles y notorios. Así acontece con las proposiciones, que son expresiones
completas y, en consecuencia, tienen como referencia un objeto. El hecho de que Frege
mantenga la extraña doctrina de que las posibles referencias de una proposición son sólo
dos valores de verdad –verdadero o falso–y que tales referencias son objetos, ha
provocado una polémica interesante, pero en la que ahora no procede entrar (cfr.
Tugendhat, E., 1970; Angelelli, I., 1982).
Más nos interesa el caso de las referencias incompletas y, entre ellas, la teoría del
concepto. Para Frege, el concepto (Begrijf) es un tipo peculiar de función: “Un concepto
es una función cuyo valor es siempre un valor de verdad” (Frege, G., 1998d: 65). De
esta suerte, la distinción entre conceptos y objetos tiene que ser neta. Y éste es
precisamente el tercer principio –el de mayor alcance ontológico– de los propuestos en la
Introducción a los Fundamentos de la Aritmética:

Hay que tener siempre presente la diferencia entre concepto y objeto (1973: 20).

Para captar el verdadero carácter de la semántica fregeana –y el lugar que en ella


ocupa la representación– es preciso advertir el sentido que en ella tiene el tecnicismo
‘Begrijf ’.

La palabra “concepto” se usa de modos distintos, unas veces en un sentido psicológico, otras en un
sentido lógico y otras quizás en una mezcla de ambos. [...] Por mi parte, he decidido hacer, de manera
estricta, un uso puramente lógico (Frege, G., 1998e: 123).

Mas para Frege, como ya sabemos, lo lógico –en cuanto contrapuesto a lo


psicológico‒ tiene un largo alcance, hasta el punto de que el concepto poseerá una
decisiva relevancia ontológica, pero en un sentido muy distinto al que en la filosofía
moderna adquiere la representación intelectual
“El concepto –tal como yo entiendo la palabra– es predicativo”. Y añade Frege a pie
de página: “A saber: es la referencia de un predicado gramatical” (1998e: 125). El
procedimiento para dar con la realidad del concepto es el análisis lógico-lingüístico; pero
el concepto en sí mismo no es una dimensión lógico-lingüística, no es un elemento del

226
significado de una expresión: por ser una referencia, forma parte de la realidad no menos
que el objeto. Mas no es un objeto: está inserto en la naturaleza de las cosas, pero no es
un objeto; no es una realidad completa, sino incompleta.
A pesar de sus vacilantes intentos, Kant no logró distinguir el concepto de la
representación, diferencia hacia la que apuntaba su filosofía trascendental. Desde luego –
y a pesar de indudables semejanzas terminológicas (cfr. Angelelli, I., 1967: 157)– el
concepto fregeano no tiene el sentido lógico-trascendental que posee en Kant. No es la
acción de pensar ni lo pensado en cuanto objeto estrictamente inmanente. Es una
dimensión formal o estructural de la realidad, que se descubre a través del lenguaje. El
concepto fregeano nos remite, más bien, a la tradición de la lógica clásica y de la
metafísica realista, en las que lo predicable no es propiamente el término (universal en
la significación), ni el concepto formal (universal en la representación), sino lo que, al
menos desde Suárez, se llama concepto objetivo (universal en la predicación). En
efecto, cuando decimos ‘Sócrates es hombre’, no afirmamos que Sócrates sea la palabra
‘hombre’; tampoco aseveramos que Sócrates sea la representación que tenemos de
hombre; lo que mantenemos es que aquello por lo que ‘Sócrates’ está –es decir, Sócrates
mismo– tiene la propiedad significada por el predicado ‘hombre’: es decir, la humanidad
o, mejor, el ser hombre. El predicado ‘... es hombre’ se configura como una expresión
funcional abierta, indiferente de suyo a que su lugar vacío sea llenado por un signo de
cualquier argumento adecuado: en este caso, por un nombre de persona. La índole
funcional predicativa de tal expresión significa precisamente el carácter formal,
incompleto, que tiene el concepto.
Sin que sea posible extenderse ahora en la teoría fregeana del concepto, basta con lo
dicho para hacer patente su drástica diferencia con la representación. El concepto es,
ante todo, una noción lógica. Y, para Frege, la lógica no trata del proceso mental del
pensar y de las leyes psicológicas conforme a las cuales tal proceso tiene lugar. La lógica
tiene como labor la de encontrar las leyes del ser verdad (Wahrsein), no las de tomar algo
por verdadero o las del pensar; es en las leyes del ser verdad donde se despliega el
significado de la palabra ‘verdad’.

227
14.8. La verdad

No es viable concebir la verdad –según tantas veces se hace-corno la concordancia de una


representación con la realidad. ¿Es una imagen (Bild), como simple objeto visible o tangible, propiamente
verdadera? Y, entonces, ¿por qué no es verdadera una piedra o una hoja? Es evidente –contesta Frege en
“El pensamiento”– que no se llamaría verdadera a la imagen si no hubiera en ella una intención; si no
tuviera, diríamos hoy, una cierta intencionalidad. La imagen ha de representar algo. Pero tampoco
llamaríamos verdadera a una representación si no hubiera de concordar con algo. Según todo esto podría
parecer que la verdad consiste en una concordancia entre la representación y lo representado (Frege, G.,
1998c: 197-198).
Pero Frege encuentra –con razón– obstáculos insalvables para aceptar una concepción de la verdad
como adecuación, así entendida. Aunque sea muy extenso, merece la pena citar el siguiente texto:
Si no sé que una figura intenta representar la catedral de Colonia, entonces tampoco sé con qué tengo
que comparar la figura para decidir sobre su verdad. Además una correspondencia sólo puede ser perfecta
cuando las cosas que están en correspondencia coinciden; por consiguiente, cuando no son en absoluto
cosas diferentes. Se podría comprobar la autenticidad de un billete de banco superponiéndolo
estereoscópicamente a uno auténtico. Pero sería ridículo intentar superponer estereoscópicamente una
moneda de oro a un billete de veinte marcos. Sólo sería posible superponer una representación a una cosa
si la cosa fuese también una representación. Y entonces, si la primera correspondiese perfectamente con la
segunda, ambas coincidirían. Pero esto no es precisamente lo que se quiere decir cuando se define la
verdad como correspondencia de una representación con algo real. Para esto es completamente esencial
que lo real sea distinto de la representación. Pero entonces no puede haber correspondencia completa,
verdad completa. Así pues, nada en absoluto sería verdadero. La verdad no admite un más o menos. ¿O
sí? ¿No se podría mantener que hay verdad cuando se da correspondencia en un determinado aspecto?
Pero ¿en cuál? Pues, entonces, ¿qué deberíamos hacer para poder decidir si algo es verdadero?
Deberíamos indagar si era verdadero que, pongamos por caso, una representación y una realidad se
corresponden en el aspecto establecido. Y con esto estaríamos otra vez ante una pregunta del mismo
género y el juego volvería a empezar de nuevo. Así fracasa el intento de explicar la verdad como
correspondencia. Y así fracasa también cualquier otro intento de definir el ser verdad. Pues en una
definición han de especificarse determinadas características. Y al aplicarlas a un caso particular siempre
surgiría la cuestión de si era verdad que esas características se dan. De este modo nos moveríamos en un
círculo. Así pues, resulta verosímil que el contenido de la palabra “verdadero” sea completamente sui
generisz indefinible (1998c: 198-199).

Ciertamente, en este pasaje de “El pensamiento” aparecen con toda precisión las
aporías de una teoría unilateral de la verdad como adecuación, que conduce
inevitablemente a un proceso al infinito o a un círculo vicioso (cfr. Llano, A., 1984: 182-
191). No es hacedera una teoría que entienda la verdad como una concordancia pictórica
o, en general, isomórfíca. El fracaso “auto-programado” del Tractatus wittgensteiniano lo
prueba a posteriora Pero no toda teoría de la verdad como adecuación ha de correr esta
suerte.
Es evidente que una representación no puede tener los rasgos o cualidades de lo
representado por ella. Tanto menos los tiene cuanto más perfecta es la representación. La
trayectoria de un galgo que persigue a una liebre puede representarse con un movimiento
de la mano semejante al realizado por el perro; pero queda mejor representada en la
ecuación matemática correspondiente. La ecuación es una semejanza de la trayectoria,
pero no es en nada semejante a ella. El profesor de geometría elemental da un buen paso

228
cuando logra que su audiencia infantil identifique el redondel pintado en la pizarra con
una circunferencia; pero el paso decisivo vendrá, tiempo después, cuando logre hacer
entender que la circunferencia se representa cabalmente con letras y números que
significan el número pi multiplicado por el doble del radio.
Si algo fuera una representación precisamente por tener los rasgos de la realidad
representada, entonces toda representación sería imposible. A no ser que las cosas
representadas fueran, a su vez, representación mía. Pero, en tal caso, surgen obstáculos
aún más difíciles de salvar, como el propio Frege pone de relieve:

Me sería imposible distinguir aquello de lo que soy portador de aquello de lo que no soy portador. En
tanto que juzgaba que algo no era representación mía, lo convertía en objeto de mi pensar y, con ello, en
representación mía. ¿Hay, según esta interpretación, una pradera verde? Quizás, pero no podría verla. Es
decir, si la pradera no es una representación mía, no puede ser, según nuestra tesis, objeto de mi
contemplación. Pero, si es representación mía, entonces es invisible, puesto que las representaciones no
son visibles. Ciertamente puedo tener la representación de una pradera verde, pero entonces no es verde,
puesto que no hay representaciones verdes. ¿Hay, según este punto de vista, un proyectil que pese 100 kg?
Quizás, pero yo no podría saber nada de él. Si un proyectil no es representación mía, entonces, según
nuestra tesis, no puede ser objeto de mi contemplación, de mi pensar. Si un proyectil fuese representación
mía, entonces no tendría peso alguno. Puedo tener la representación de un proyectil pesado. Ésta
contendría, como parte de la representación, la representación del peso. Pero esta parte de la
representación no es una propiedad de la representación total, del mismo modo que Alemania no es una
propiedad de Europa. Así, el resultado es: o es falsa la tesis de que sólo lo que es representación mía puede
ser objeto de mi contemplación, o todo mi saber y conocer se restringen al ámbito de mis
representaciones, al escenario de mi conciencia. En este caso, yo sólo tendría un mundo interior y no
sabría nada de las demás personas (1998c: 214).

En algún momento anterior de este libro se anticipó que “El pensamiento” vendría a
ser la “deducción trascendental” en su versión fregeana. Pues bien, aquí tenemos un
fragmento muy representativo de esta argumentación, que no será posible desarrollar de
manera temática. Como en sus antecedentes aristotélicos y kantianos, también esta vez la
hipótesis del “sueño de la razón” juega aquí el papel de catalizador problemático.

229
14.9. El tercer reino

Antes que N. Hartmann y K. Popper, fue Frege quien propuso la necesidad de


recurrir a un “tercer reino”, que no sería ni el subjetivo de las representaciones, ni el real
de las cosas que interactúan. Es el reino del sentido y, en definitiva, de los pensamientos
considerados objetivamente. Con independencia de que se admita o no la pertinencia
filosófica de este modelo de “tres reinos”, el tercero de ellos no es ni una ficción ni una
postulación dogmática, como el paradójico Dummett mantiene en algún lugar. En rigor,
sin el reconocimiento de un sentido objetivo no sería posible superar ni el subjetivismo
relativista ni el materialismo mostrenco.
“Debe admitirse un tercer reino” (1998c: 212). Lo que a él pertenece, sostiene
Frege, viene a coincidir con las representaciones en que no cabe ser percibido por los
sentidos. Pero, a su vez, coincide con las cosas en que no precisa de un portador a cuyos
contenidos de conciencia pertenezca. Un determinado teorema matemático es
atemporalmente verdadero, con independencia de que alguien lo tome como tal. No
necesita portador, como les acontece a las representaciones. No es verdadero solamente
desde que fue descubierto. Al igual que la otra cara de la luna, la invisible hasta hace bien
poco, existía ni más ni menos que la visible. Pero surge el anunciado “experimento
conceptual” de la universal ensoñación:

Pero ¿qué sucedería si todo fuese solamente un sueño? Si yo solamente soñara mi paseo en
compañía de otra persona, si yo solamente soñara que mi compañero vio, como yo, la verde pradera, si
todo esto solamente fuese una obra de teatro representada en el escenario de mi conciencia; entonces sería
dudoso que hubiera en absoluto cosas del mundo exterior. Quizás el reino de las cosas es vacío y yo no
veo cosa ni persona alguna, sino que quizás sólo tengo representaciones de las que yo mismo soy
portador. Una representación, que es algo que no puede existir independientemente de mí, como tampoco
lo puede hacer mi sentimiento de fatiga, no puede ser una persona, no puede contemplar juntamente
conmigo la misma pradera, no puede ver la fresa que yo sostengo. Es de todo punto increíble el que yo
tenga solamente mi mundo interior en lugar de todo el entorno en el que supongo que me muevo y que
actúo. Y, sin embargo, esto es la consecuencia inevitable de la tesis de que sólo lo que es representación
mía puede ser objeto de mi contemplación. ¿Qué se seguiría de esta tesis si fuese verdadera? ¿Habría otras
personas? En efecto, esto sería posible, pero yo no sabría nada de ellas, pues una persona no puede ser
representación mía y, por consiguiente, si nuestra tesis fuera verdadera, tampoco puede ser objeto de mi
contemplación. Y con esto pierden pie todas las consideraciones en las que supuse que algo podría ser un
objeto para otro tanto como para mí, puesto que, incluso si esto llega a suceder, yo no sabría nada de ello
(1998c: 213-214).

Estamos en los antípodas de Locke, no lejanos de Platón y anticipándonos a


Brentano y a Husserl. Pocas críticas al representacionismo son más contundentes que la
de Frege. Y pocas también han sido peor recibidas y comprendidas por muchos de los
que se consideran sus seguidores, especialmente por aquellos que para evitar el
representacionismo derivan al pragmatismo, sin advertir que siguen dentro del mismo
círculo subjetivo.
En su empeño por distinguir las representaciones tanto de los objetos del mundo
exterior como de los pensamientos, Frege propone los tres siguientes teoremas:

230
1. Las representaciones no pueden ser sensiblemente percibidas: no pueden ser vistas,
ni tocadas, ni gustadas, ni oídas.
2. Las representaciones “se tienen”, mientras que una cosa “se ve” y un pensamiento
“se capta”; se tienen sensaciones, sentimientos, estados de ánimo, deseos; una
representación que alguien tiene pertenece al contenido de su conciencia.
3. Las representaciones necesitan un portador; las cosas del mundo exterior, en
cambio, son independientes en comparación con las representaciones (1998c: 209 y
213).

Así quedaron echados los cimientos para la mejor filosofía del siglo que ahora
termina.

231
15
La irrealidad de la representación

15.1. Representación y realidad

Según se está apuntando a lo largo de este libro, las líneas de fuerza del pensamiento
filosófico contemporáneo urden su trama en torno al núcleo problemático de la
representación. Cuestión central, porque parece que la realidad no se nos da más que por
mediación de la representación objetivante. Aunque, por más que fuera así y
precisamente por ello mismo, la representación no es la realidad. Tomar la mediación por
lo mediado constituye la falsedad primordial de una razón perezosa que reina en el
ámbito, presuntamente unívoco, de las propias objetividades. Con ellas juega, fascinada
por la facilidad con la que se establecen conexiones y contraposiciones, y acaba por
prescindir de sus trasuntos reales. Es el racionalismo, al que Kant ajusta las cuentas y,
justamente al hacerlo, termina por consagrar. Resulta así expedito el camino para las
ensoñaciones de la razón, para las ideologías dialécticas del idealismo absoluto, del que lo
menos que se puede decir es que queda en nada. Nietzsche lo vio con su insidiosa
lucidez (cfr. Llano, A., 1994).
Pensadores serios, como Brentano y Frege, replanteaban entre tanto el estatuto de la
representación. Ambos advirtieron que la contención del representacionismo era la única
forma de sacar a la filosofía del relativismo antropocéntrico, atolladero al que conducen,
al cabo, las simplificaciones racionalistas. Tal depuración constituye la condición de
posibilidad de las corrientes filosóficas más fecundas del siglo XX y, en especial, de la
fenomenología.
Ésta es la encrucijada en la que el pensamiento de Antonio Millán-Puelles empieza a
buscar el cabo de su interno hilo conductor. Merece la pena estudiar su filosofía con
cierto detenimiento, porque supone quizá la más completa indagación acerca de la
objetividad representativa de la que hoy se dispone. El interés adicional que en este autor
encontramos es que realiza una síntesis entre el objetivismo anti-representacionista y el
realismo metafísico, intento pocas veces ensayado y –que se sepa– nunca consumado
hasta ahora.

232
Atrapados como estamos por las falacias del historicismo, nos resulta difícil advertir
que la única forma de pensar en serio es insertarse en una tradición viva, como Alasdair
MacIntyre está poniendo de relieve. Lo malo de apelar a la improvisación genial es que
se pretende abrazar un fantasma. La filosofía es un oficio vinculado a un propósito
histórico, es decir, una tarea que recuerda y anticipa. La filosofía es una gran tradición de
pensamiento y, justo por ello, un empeño que muere si no progresa. Millán-Puelles ha
entendido, casi desde los comienzos de su aventura intelectual, que es precisamente esa
tradición que en Platón y Aristóteles comienza, y que encuentra en Tomás de Aquino
una referencia decisiva, una de las que mejor permite entablar un diálogo coherente con
otras tradiciones y llegar a síntesis que supongan auténticos avances
Verdad es de todo genuino empeño filosófico que permanece allí donde comienza.
La investigación doctoral de Millán-Puelles sobre la naturaleza del ente ideal a través de
Husserl y Hartmann le va a proporcionar una serie de claves que no abandonará en toda
su carrera filosófica (Millán-Puelles, A., 1947). Es mérito de la fenomenología, sin duda,
el haber intentado dilucidar las notas diferenciales de ese tipo de entidades que carecen
de realidad sin por ello estar privadas de objetividad. ¿Qué estatuto les corresponde? La
confusión a que puede conducir un tratamiento poco apurado de este problema, incluso
en la rigurosa atmósfera intelectual de los fenomenólogos, queda ejemplificada por los
equívocos de toda suerte que suelen acompañar a las teorías de los valores y siguen
persiguiéndonos hasta ahora mismo. Lo peor de estas axiologías convencionales es que
no se sabe bien de qué están tratando, porque a la presunta idealidad de los valores le
confieren el peso de una índole real que precisan para mover por atracción nada menos
que la conducta humana. Como ya se ha sugerido, lo paradójico del idealismo –del que
buena parte de la fenomenología no termina de desembarazarse– es que confiere realidad
a los constructos del pensamiento. Mientras que, simétricamente, la paradoja del realismo
estriba en que considera como ideales las estructuras objetivas a las que el conocimiento
intelectual humano tiene que recurrir para pensar la realidad.

233
15.2. Ente ideal y ente de razón

El propósito especulativo de Millán-Puelles será, desde su arranque problemático,


decididamente metafíisico. Ahora bien, como tiene que avanzar por un terreno minado
por las ambigüedades, la estrategia que adopta es, por así decirlo, la de un ataque en
oblicuo que le permita sorprender a las poco ordenadas retaguardias. De ahí que para
resolver la cuestión de la idealidad recurra –en este primer libro suyo– a olvidadas
nociones de ontología modal y, de entre ellas, se fije en la aparentemente menos
relevante en metafísica, como es la de ente posible. Pero lo que resulta más
sorprendente, casi escandaloso, es que acuda al añejo tecnicismo del ente de razón (ens
rationis). Porque la Escuela, cuya terminología se les antoja árida y banal a todos los
diletantes que desde el Renacimiento han sido, posee un instrumentario filosófico cuya
potencia intelectual no ha igualado ni siquiera la filosofía analítica, a la cual, por cierto,
debemos –en buena parte– la devolución del rigor al discurso filosófico moderno, además
del servicio adicional de ayudarnos a redescubrir la precisión lógica y semántica del
pensamiento aristotélico. La doctrina posmedieval del ente de razón guarda filones que
Brentano comenzó a explorar y que Millán-Puelles ha rescatado y desarrollado, hasta
completar esa amplia teoría de la irrealidad de la representación, a la que está dedicada
este capítulo.
Según ya sabemos, la noción del ser de razón se inscribe, a su vez, en el marco de la
indagación acerca de la naturaleza de los signos. Millán-Puelles se ha fijado sobre todo en
la enigmática condición de ese signo que consiste únicamente en serlo: el signo formal,
cuya sola instanciación es justo el concepto. Por agotarse en su intencionalidad, el signo
formal es una mediación que no mediatiza. Es una silenciosa mediación que inmediatiza,
que hace presente en sí mismo aquello por lo que está, mientras que ella –por decirlo
así– se esconde, no comparece. La eficacia de esta intencionalidad pura viene dada
precisamente por su ausencia temática. Como en su momento recordábamos que decía
Wittgenstein, vamos a buscarla donde tendría que estar y lo que resulta es que no está.
Lo cual disculpa en primera instancia al empirismo nominalista, que con todo acaba
mostrando su inviabilidad porque sólo puede articularse como un pragmatismo que no
ofrece explicaciones satisfactorias de la conducta humana.
Tanto Heidegger como el propio Wittgenstein han invalidado contundentemente el
representacionismo, pero ni el uno ni el otro están en condiciones de ofrecer una solución
que no implique el colapso naturalista. Esa solución no naturalista –reveladora de la
irreductibilidad de la inteligencia a la naturaleza física– es la que se puede encontrar
desde la teoría clásica de la intencionalidad pura. Cabrá entonces hablar, como ha hecho
Inciarte, de una “segunda inmediación”, de una inmediación no sensible, de una
inmediación intelectual, que acontece en los conceptos más elementales y básicos,
ejercidos en el surgir mismo de la vida racional y estudiados por la metafísica. A partir de
este radical nivel –la aprehensión más simple– se superpone toda suerte de planos de
mediación intelectual, cuyo último valor cognoscitivo se relativizaría y desvanecería si no

234
fuera por aquella inicial inmediación. En un sentido muy distinto del hegeliano –no
dialéctico, analógico– es preciso admitir que en el conocimiento intelectual no hay
mediación posible sin inmediación, al tiempo que fácticamente tal inmediación sólo
acontece unida a algún tipo de mediación.
Se abre así la prisión del representacionismo, porque el genuino y originario sentido
de representación no es el de una realidad mental disminuida que persistiera en sí misma
–como es el caso de la repraesentatio premoderna o de la Vorstellung moderna–, sino el
de una objetividad tan diáfana que remite directamente a la forma real intencionalmente
presentada, es decir, representada.

235
15.3. La irrealidad de lo objetivo

El panorama de la humana objetividad pierde, de este modo, el espesor cosista que


le había conferido el racionalismo. Gracias al catalizador fenomenológico, Millán-Puelles
ha rescatado y expandido ese ámbito del ser intencional que los medievales, árabes y
latinos, supieron hacer surgir de la tradición aristotélica. Es el territorio del sentido,
noción clave de la filosofía contemporánea, tanto analítica como fenomenológica y
hermenéutica. La taxonomía de los “tres reinos” hará fortuna en autores tan diferentes
como Frege, Hartmann y Popper. Pero, de nuevo, el repre-sentacionismo racionalista,
todavía operante, acabará por lastrar tales análisis con una invencible tosquedad. Junto a
ellos, la analítica de Millán-Puelles destaca por una finura que tal vez no se encuentra en
ninguno de sus coetáneos. Por poner un solo ejemplo, la aclaración de la naturaleza de la
lógica desarrollada por Millán es una pieza doctrinal de notable claridad y precisión. Los
entes lógicos son puras relaciones intencionales, mediaciones objetivas construidas por el
intelecto, para articular científicamente las originarias inmediaciones intelectuales. Tales
entes de razón del tipo relación permiten que, en el ámbito del sentido, aflore la
perfección propia de la inteligencia, es decir, la verdad.
Si la verdad se explica como mera desvelación o aletheia, al modo heideggeriano,
nos encontramos ante un sofisticado naturalismo, porque entonces no se da ningún juego
al propio quehacer intelectivo, a ese modo de ser y de operar exclusivo del entendimiento
e irreductible a cualquier naturaleza dada, sin el cual la verdad ni siquiera se puede
concebir. Si, en el otro extremo, se pretende dotar a la inteligencia de estructuras a
priori, al estilo kantiano, el naturalismo mental es aún más craso, porque –a pesar de las
protestas de espontaneidad y autonomía– el entendimiento mismo resulta en cierta
medida reificado. Para superar el naturalismo y poder dar cuenta de ese enigmático
rendimiento que es la verdad, es preciso que se cumplan dos condiciones: primera, que la
inteligencia “produzca” –al conocer– estructuras propias, no tomadas sin más de las
cosas ni copiadas de ellas; segunda, que esas estructuras ni sean reales ni se hagan reales.
Y estos dos requisitos los cubre limpiamente la concepción que Millán-Puelles tiene de
las relaciones lógicas –la predicación, en primer lugar– como segundas intenciones que
son relaciones irreales reflejas.
Es más, Millán llega a afirmar que “sin contar con lo irreal no cabe ningún realismo,
ni siquiera el de una mera actitud” (Millán-Puelles, A., 1990: 18). Y a la elucidación de lo
irreal es a la que denomina “teoría del objeto puro”. Como pretende justamente deshacer
la macla entre lo objetivo y lo irreal, defiende su motivación para llamar “teoría del
objeto puro” a la explicación metafísica de lo irreal:

Lo irreal no tiene otra vigencia que su mera objetualidad, vale decir, su puro y simple darse como
objeto ante una subjetividad consciente en acto. En ningún sentido es res obiecta, sino tan sólo obiectum:
mero ser-arnte-la-conciencia y para ella. Fuera de esto no es nada (si es que en verdad el ser eso, y
absolutamente nada más, merece ser llamado ser). De ahí que su constitutiva oposición a lo real qua real,
que es transobjetual en el sentido de que su ser no se agota, ni consiste tampoco bajo ningún aspecto, en
estar-siendo-objeto ante una subjetividad consciente en acto (1990: 21).

236
Para pasar, según propone MacIntyre, del paradigma moderno de la certeza a una
edición nueva del paradigma de la verdad, es necesario elaborar una teoría de la
irrealidad, en el marco de una renovada metafísica realista que haya asimilado las
lecciones del fracaso del racionalismo y de sus críticas truncadas. Tal es la empresa
intelectual llevada a cabo por Millán-Puelles en sus indagaciones acerca de la objetividad
pura. Lo que ninguna crítica del modelo de la certeza había advertido hasta ahora es que
el error básico del racionalismo -y de los idealismos subsiguientes- radica en el intento de
conferir realidad a las representaciones en cuanto tales, es decir, en el afán de acercar
tanto la objetividad a la realidad que acaben por confundirse. El “realismo crítico” de este
siglo reitera el error sin pretenderlo y, lo que es peor, sin saberlo.
Por el contrario, la impugnación del representacionismo llevada a cabo por Millán-
Puelles, en lugar de pretender reificar la representación, la desrealiza. Estamos en los
antípodas de la realitas obiectiva cartesiana y poscartesiana: ante algo tan insólito y tan
interesante como es la identificación de la (pura) objetividad con la irrealidad. La
estrategia metódica de Millán-Puelles es anticartesiana, en el sentido de que supera el
escepticismo a base de mostrar que las representaciones objetivas son en sí mismas
irreales, en vez de empeñarse en recuperar trabajosamene para ellas una realidad
extramental que, en rigor, no poseen. Las lanzas del genio maligno se tornan cañas
cuando se aceptan serenamente casi todas sus pretensiones, a saber, que la mayor parte
de las representaciones que comparecen ante la conciencia son solamente eso: objetos
puros, no “cositas mentales”, no dobletes presuntos y problemáticos de unas realidades
exteriores mediadas, o “representadas” por tales objetos (cfr. Llano, A. 1992).
La representación “no es el hacer las veces de lo representado” (Millán-Puelles, A.,
1990: 126). Lo transobjetual puede ser representado, pero su ser propio no consiste en
ser objeto; no se agota en ese pasivo ser hecho presente ante la conciencia, que es el
efecto del representar activo llevado a cabo por la facultad cognoscitiva. Del objeto puro,
en cambio, cabe decir que es puramente objetual:

Todo su ser es un mero ser representado (repraesentari), un estar-presente según el modo de un


correlato objetual o término intencional de una conciencia en acto (1990: 127).

237
15.4. Representación e irrealidad

Lo que ni el racionalismo ni la mayor parte de sus críticos han advertido és la


irrealidad de lo representado como tal; irrealidad que es necesaria tanto para la realidad
de todos los fenómenos reales como para la irrealidad de todos los fenómenos irreales.
Porque

si la patencia u objetualidad fuese algo real en el objeto ut sic, no podría haber objetos irreales, pues no es
posible que algo real sea en ellos, mas tampoco podría haber objetos reales, pues no cabe que la patencia
incremente la realidad de lo patente, ni que la latencia elimine o aminore esta realidad (1990: 156).

Los equívocos que Millán-Puelles disuelve provienen, en gran medida, de una


deficiente comprensión de la articulación entre acto y forma en el conocimiento (cfr.
1990: 619). Se conocen formas, pero el conocimiento mismo no es una forma ni implica
la producción de una forma intencional distinta de la forma real. Lo que hay de propio en
el conocimiento no es una presunta forma intencional que hiciera vicarialmente las veces
de la forma real: para que haya auténtico conocimiento, la forma real y la forma conocida
han de ser idénticas. Lo que hay de propio en el conocimiento es el ser intencional que la
forma adquiere al ser conocida y que es distinto del ser real que la misma forma posee en
la naturaleza de las cosas. Lo cual abre la posibilidad de que haya objetos puros, es decir,
formas cuyo único ser sea el ser-conocidas. La irrealidad del ser-conocido es condición
de posibilidad del conocimiento de lo real y de la patentización de lo irreal:

El peculiar valor de irrealidad que es propio del puro y simple “ser objeto” hace posibles [...] tanto la
idea de la realidad de los objetos reales cuanto el concepto de irrealidad de los irreales. En aquéllos el valor
de lo irreal conviene sólo al respectivo objici, mientras que en éstos atañe a lo que cumple la función de
objeto y no a esa función tan sólo (1990: 163).

Se registra así la ya aludida paradoja de que, mientras el idealismo considera como


real la objetualidad, el realismo la toma como ideal o irreal:

En este contexto el realismo teórico ha de definirse como la doctrina que afirma que la objetualidad
de lo real es irreal, no a pesar de ser verdadera, sino justo por serlo. La verdad concerniente a esta
objetualidad, además de ser compatible con el hecho de que el estar-siendo-objeto es un modo irreal de ser,
también exige o presupone este hecho, si bien es cierto que otro tanto se ha de decir para el caso de lo
irreal. Lo que distingue de su contrario a este caso es que hay en él –permítase expresarlo de esta forma–
un doble ser irreal: el que de un modo genérico conviene a todo comportarse como objeto y el que
exclusivamente pertenece a lo que, careciendo de existencia, es, sin embargo, manifiesto o patente (1990:
166).

Otra cara de la paradoja en cuestión es el hecho de que “la objetualidad no implica el


ser del objeto, sino el del sujeto” (1990: 67). Es lícito a su modo el cogito, ergo sum;
pero no el cogitatum, ergo est. Y esta segunda es la fórmula específica del idealismo
representacionista, en el que lo problemático no es la existencia del objeto, sino
precisamente la existencia del sujeto (como acontece, según se vio, en el caso de la

238
filosofía teórica kantiana). Sólo la admisión de lo irreal como distinto de lo real abre
camino al reconocimiento del peculiar ser de la conciencia. De ahí que tanto el
materialismo craso como el idealismo absoluto tengan cerrado el camino de la
antropología. Si Zubiri mantuvo con razón que el hombre es un animal de realidades,
Millán-Puelles es igualmente certero cuando sostiene que la capacidad de recordar,
imaginar, proyectar y fingir objetos no existentes es indisoluble de la realidad de la
conciencia en la subjetividad específicamente humana. Sin tales irrealidades el hombre no
sería lo que realmente es (cfr. 1990: 260).
La estrategia aparentemente minimalista –de “perfil bajo”– que sigue Millán-Puelles
había sido adoptada por Aristóteles en la discusión con el relativismo expuesta en el libro
IV de la Metafísica. Si en este solemne precedente tal proceder conducía a la exclusión
del ser veritativo y del ente per accidens del tema de la ciencia primera, para centrarse
en el estudio del ente real, hoy –tras las transformaciones de la metafísica y el fracaso de
sus respectivas críticas– ya no es posible limitarse a ello. Es menester explorar
cumplidamente las galerías de lo irreal, para mostrar que en cierto modo la realidad es
una “excepción a la irrealidad”. Sólo que el reconocimiento de tal “excepción” es decisivo
para detectar la irrealidad de las representaciones y trascenderla hacia el conocimiento de
la realidad misma, en la medida en que nos resulte accesible.

239
15.5. Hacia una teoría de la irrealidad

Con tenacidad y precisión, Millán-Puelles excluye de lo presuntamente real todo lo


que cabalmente no lo es. Queda así patente su ganancia respecto a la filosofía clásica.
Porque el elenco de lo excluido –y, por tanto, de lo estudiado en su teoría de la
irrealidad– no se limita a los objetos que no pueden poseer ninguna existencia distinta de
su estar ante la mente (los entes de razón), sino que también abraza las ficciones
literarias, las imágenes audiovisuales, las meras posibilidades, lo futuro y lo pasado, las
ensoñaciones y los proyectos. Lo cual implica que el ámbito discursivo de tal teoría sea
máximamente universal, “supertrascendental”, decididamente metafísico y no sólo lógico
y epistemológico. Todo ello al servicio de un realismo que, justo por haberse hecho
extremamente vulnerable, presenta una irreprochable acreditación. Ahora ya sabemos
que sin contar con lo irreal no cabe realismo alguno.
Así pues, acomete Millán-Puelles la ímproba tarea de poner cierto orden en el
abigarrado territorio de lo irreal, tanto sensible como inteligible. El fundamento de tal
taxonomía revela su raigambre fenomenológica:

Puesto que lo irreal es, en cuanto irreal, puro objeto o mero término intencional de la conciencia en
acto, la tipología de los actos de conciencia debe necesariamente traducirse en una tipología de lo irreal, o,
lo que es lo mismo, ésta debe fundamentarse en aquélla, paralelamente a como la presencia de lo irreal está
basada en el acto intencional correspondiente (1990: 329).

Respecto a la disputada cuestión de la “subjetividad” de las cualidades secundarias,


Millán-Puelles se separa –igual que a lo largo de toda la investigación– de las posturas
convencionales y mantiene una tesis propia:

Los colores y los sonidos existen no sólo en las respectivas percepciones, sino también fuera de
ellas, mientras que los demás sensibles propios existen únicamente en cuanto que son percibidos (1990:
389).

Pero esta tesis no implica que los sensibles propios del tacto, del olfato y del gusto
sean meramente subjetivos o formalmente irreales, sino que sólo pueden existir cuando
están existiendo las correspondientes percepciones: son transobjetuales –no transub-
jetivos– como tales suavidades y durezas, fríos o calores, olores y sabores. “Subjetivo”
no quiere decir, pues, lo mismo que “irreal”:

Toda la realidad de los objetos propios de estos sentidos es, formalmente considerada, intrasubjetiva
y, en consecuencia, lo que de tales objetos alguien siente es totalmente real (1990: 397).

Curiosamente, en cambio, los colores y sonidos pueden ser parcialmente irreales,


porque pueden existir sin estar siendo percibidos. También aquí se cumple esa especie de
“ley de cruz” entre lo real y lo irreal.
Al hacer su cartografía de lo irreal y llegar al ámbito de las imágenes y sentidos
internos, Millán-Puelles no se olvida de los trasuntos que pueblan nuestros sueños.

240
Resulta que las imágenes oníricas pueden ser representativas de una genuina realidad.
Pero esto no las hace menos irreales. “Si en una noche de otoño sueño en hojas que van
cayendo de los árboles, es muy probable que lo que así me imagino esté efectivamente
aconteciendo” (1990: 424); mas ello no confiere a tales representaciones realidad
suplementaria alguna. La argumentación de Millán remite a la irrealidad del horizonte
soñado, con su carga ambiental completa. Pero tal vez cabe una explicación más radical,
facilitada por otro ejemplo semejante que Wittgenstein pone en Sobre la certeza: mi
soñar que llueve motivado por el hecho de que efectivamente está lloviendo no es más
real que mi ensoñación de la lluvia en una noche serena. Y no lo es precisamente porque
a una representación en cuanto tal no le corresponde realidad alguna, incluso aunque
exista la realidad presuntamente correspondiente. De ahí que la pretensión racionalista de
disipar de una vez por todas las ilusiones cognoscitivas desemboque en el moderno
“sueño de la razón”, que es insuperable mientras no se abandone el modelo
representacionista de la certeza y se evite que el paradigma que lo sustituya recaiga en
una simplista teoría de la verdad como adecuación (porque, como veremos, la
adecuación veritativa es imposible sin esa “reflexión originaria” que el propio Millán-
Puelles descubrió en otro de sus libros fundamentales) (Millán-Puelles, A., 1967).
Llegados a este punto, parece acercarse el momento de hacer explícitas las preguntas
que todo filósofo tiene que soportar pacientemente: ¿para qué sirven todas estas
elucubraciones acerca de lo irreal? ¿qué importancia tiene para los efectivos intereses de
la condición humana? Millán-Puelles ha escrito por extenso acerca de la claridad en
filosofía y de la función social de los saberes liberales. Aunque no ha hecho concesiones
extrafilosóficas, aunque nunca ha sido una “víctima de la estrategia”, tampoco ha sido
jamás partidario de la “filosofía pura”, sino que ha imbricado su quehacer intelectual con
toda suerte de empeños ambientales y prácticos. Pues bien, por difícil que resulte
concebirlo al sentido común “en estado sólido”, acontece –como reza la última frase de
Teoría del objeto puro– que “en todo uso de la libertad –también en el uso práctico– lo
irreal es imprescindible para la realidad de nuestro ser” (1990: 832). El entero despliegue
de la vida moral es un continuo habérselas con irrealidades: baste con percatarse de que,
en todo proceso de decisión, las posibilidades que aspiran a convertirse en proyectos son,
antes de que se realicen, puramente objetuales, es decir, irreales.

241
15.6. La estructura de la subjetividad

Pero ¿cómo ha de estar constituida la humana subjetividad para que sea capaz de
irrealidades y, por lo tanto, se halle en franquía para la realidad? El núcleo de la
antropología filosófica de Millán-Puelles se desarrolla, sobre todo, en La estructura de la
subjetividad, donde establece que a la conciencia humana le corresponde un carácter,
inseparable de una ineludible heterología. Intimidad y trascendencia intencional son los
momentos estructurales cuya mutua implicación ha de mostrar una descripción rigurosa
de la subjetividad. Esta consideración fenomenológica y ontológica del “yo” como sujeto
se encuentra, entonces, tan alejada de un inmanentismo subjetivista como de la pérdida
de sustancialidad en la intimidad de cada persona, vaciamiento al que aboca una
concepción existencialista de una libertad primordialmente extática y mundana (cf. Llano,
A., 1971).
En la línea general de su propuesta de una síntesis humana de naturaleza y libertad,
la metafísica antropológica de Millán-Puelles desvela la síntesis de intimidad y
trascendencia en la humana subjetividad. Un rígido sustancialismo –que desconociera el
radical dinamismo de la naturaleza como principio de actividades específicas– impediría
“salvar” las manifestaciones más específicas de la vida humana: historia y libertad. Pero
la crítica historicista y vitalista a ese supuesto sustancialismo, además de atribuir a la
concepción clásica de la sustancia un estaticismo ajeno a ella, desconoce que “todas las
autodeterminaciones del ser humano son, por mucho que difieran entre sí,
autodeterminaciones realizadas por uno y el mismo ser” (Millán-Puelles, A., 1967: 311).
La conciencia humana está lejos de ser una conciencia absoluta. Subjetividad y
conciencia no son convertibles, como pretende el idealismo. En primer lugar, porque
nuestra subjetividad es consciente de haber comenzado, de no haber sido siempre,
aunque le está vedada –le es estructuralmente imposible– la conciencia de su propio
comienzo. Nuestros orígenes permanecen innominados, lo cual excluye la completa
lucidez. Nuestro comienzo radical resulta irremediablemente opaco. Además, la
conciencia no es incesante sino intermitente. Así se aprecia, sobre todo, en el sueño y en
el “volver en sí” tras él:

[...] Cuando yo me doy cuenta de que me voy a dormir es que estoy empezando ya a dormirme. Los
“síntomas” del sueño, más que síntomas de él, son “ingredientes” de su incoación. Se me cierran los ojos,
la atención y la cabeza se me van: todo esto quiere decir que voy a quedarme dormido, en la medida en
que dice que ya “me estoy durmiendo”. En esta situación, el sueño es anticipado obiective a la vez que se
participa de él effective. Se trata, en suma, de una situación en la que la subjetividad siente –presiente– el
cese de la conciencia, a través de algo que se asemeja a él (1967: 96).

La propia recuperación de la conciencia, en el despertar, se encuentra de tal manera


vinculada a la esencial facticidad del yo, que sin ésta resulta incomprensible. Una
solemne subjetividad trascendental y absolutamente constituyente –absuelta, pues, de
todo condicionamiento heterogéneo de su propia actividad de constituir– sería inmune a
las peripecias que nos sobrevienen tanto al dormirnos como al despertarnos. Una

242
subjetividad sometida a las alternativas de sueño y vigilia no puede identificarse, en modo
alguno, con una conciencia absoluta:

Al despertar, es el yo quien vuelve en sí, pero de tal manera que su recobrarse, aunque constituyente
obiective de todo lo que se quiera, es a su vez algo constituido effective. ¿Cuál es el agente de ello? Por sí
solo o provocado, el mismo yo, sin duda; pero “el mismo” porque desde su estado de inconsciencia y, así
pues, de una manera puramente natural, es el mismo yo quien determina de un modo ejecutivo la
facticidad del acto por el que la conciencia es recobrada. En suma: el despertar es un cierto constituens
constitutum, cuya facticidad supone otra más honda, la del yo en cuanto apto para determinarse de un
modo puramente natural a la realización de su propia conciencia. El yo dormido ha sido la natura naturans
del despierto, y ello de la única manera en que es posible: de un modo puramente natural (1967: 100).

Lo que en el sueño se interrumpe, por tanto, es la conciencia, no la subjetividad. En


realidad, la identidad personal –problema en el que frecuentemente los filósofos analíticos
naufragan– no viene dada porque los actos humanos lo sean de una y la misma
conciencia, sino porque son actos de una y la misma subjetividad. Señal cierta de que la
subjetividad no es conciencia: es el sujeto radicalmente aptitudinal de ella. Una tormenta,
un terremoto o un dolor de muelas pueden hacer que me despierte. Porque mi
subjetividad, que no es sin más una cosa, posee una índole reiforme, cuyo
desconocimiento lleva paradójicamente a la cosificación de la mente, a su naturalización.
Como se ha tenido ocasión de comprobar en anteriores capítulos, a fuerza de ignorar el
enigma de cómo la conciencia se enlaza con un proceso natural, el naturalismo acaba
enredado en aporías irresolubles.

243
15.7. Las apariencias ante una subjetividad reiforme

Es una subjetividad de esta índole la que puede constituir el portador de


representaciones a las que corresponda o no una realidad representada. La condición de
posibilidad del innegable hecho de que nos vemos engañados por apariencias es una
conciencia que no lo es ni de modo puro ni de manera absoluta. Ni al ángel ni al bruto se
les puede atribuir el honor y la carga de padecer apariencias: sólo el hombre es un
“animal fantástico”, porque –en su unidad– se abre en él una quiebra gnoseológica, una
especie bifurcación que le puede conducir a la verdad o al error, a la realidad o a la
apariencia. Con la particularidad de que la disyuntiva no es aquí excluyente porque el
error media necesariamente en el proceso de acercamiento a la verdad, y la realidad sólo
aparece nimbada por la apariencia.
Se ha afirmado repetidas veces, a lo largo de estas páginas, que los sentidos externos
no generan –por sí mismos– representaciones de sus objetos propios o comunes. Pero
eso no quiere decir que las sensaciones nos ofrezcan de hecho objetividades puramente
reales, contundentes presencias incuestionables, con las que no quepa hacer otra cosa
distinta de registrarlas en aseveraciones estrictamente referenciales o, como gustaban
decir los positivistas lógicos, “enunciados protocolarios”; por ejemplo: “aquí y ahora,
conejo blanco”. Incluso sobre una sentencia tan elemental y aparentemente ingenua
habría mucho que decir; baste preguntarse si eso que llamamos ordinariamente ‘ahora’ es
un objeto real (que, por cierto, no lo es). En cualquier sabor, olor, perspectiva, textura,
pálpito, se integran representaciones imaginativas, recuerdos evocados, vectores de
proyectos imposibles, emulsiones de cosas soñadas, fragmentos de narrativas reales o
míticas. Realidad y apariencia van casi siempre de la mano: tesis que no sería posible
sostener, ni siquiera pensar, si no fuéramos capaces de distinguir –cuando menos algunas
veces– la realidad respecto de la apariencia:

La diferencia real entre el hecho de sufrir una apariencia y el hecho de captar la realidad queda
anulada si el sujeto de ellos se limita a la índole de un simple “correlato” de la objetividad. Al sufrir la
apariencia, algo hace de obiectum para la conciencia, y lo hace lo mismo, exactamente igual, que si no
fuera meramente aparente. Se trata de algo que se ofrece a la conciencia y que se constituye, de esta
suerte, como verdadero objeto de ella. Su aprehensión es, por tanto, un acto cognoscitivo. Como algo que
verdaderamente comparece, el objeto en cuestión es verdaderamente conocido. Hasta aquí no hay engaño.
Y sobre no haber engaño, hay, además, la verdad del juicio reflejo por el que la subjetividad predica de sí
misma su tener ante sí a ese mismo objeto. Este juicio no solamente es un verdadero juicio, sino también
un juicio verdadero, y de inmediata evidencia. Si la subjetividad se queda en él, si no hace más juicios, no
hay posibilidad de error. Pero no es esto lo que la propia subjetividad entiende que le ha acontecido cuando
ha sido víctima del hecho de sufrir la apariencia. En este hecho no se ha limitado a un simple juicio reflejo.
Lo que hizo fue un acto de otro tipo, que no concernía a su relación formal con el objeto o a la del objeto
con ella, sino a la del objeto con la realidad transobjetiva. Juzgó que ese objeto era, tal cual se presentaba a
la conciencia, algo más que un “simple objeto” de ésta. Cometió, en suma, un exceso, y con él un error
que ahora ha rectificado. Pero en esta misma rectificación la subjetividad sigue orientada,
incorregiblemente hacia el ser que trasciende al objeto. No elimina, no borra, la conexión entre éste y la
realidad transobjetiva. Lo que hace es, tan sólo, distinguir entre meros objetos y objetos en los que la
realidad misma se ofrece (1967: 21).

244
Según el paradigma de la verdad, adoptado por Millán-Puelles, el sujeto es siempre
trascendente a su propia conciencia. La subjetividad dubitante porporciona otro
testimonio a favor de este aserto. Tampoco la duda, ni la certeza de que se duda, son
absolutas y adecuadas. En primer lugar, porque duda y certeza se limitan mutuamente
(aspecto que no tiene en cuenta el paradigma de la certeza). Pero, sobre todo, porque el
sujeto no consiste en la certeza que tiene de ambas. El insalvable resto de opacidad que
la subjetividad opone a su reflexión es manifestación de la propia condición humana.
Como somos seres naturalmente libres, como somos cuasi-cosas irreductibles a la
reificación, lo propio de nuestro conocimiento no es la claridad de la razón ilustrada ni la
ceguera de la inteligencia computacional, sino la penumbra de una naturaleza intelectual
ensombrecida, que conoce por medio de preguntas y distiende su indagación a lo largo
del tiempo.
La subjetividad tiene necesariamente un carácter “onto-lógico”: es capaz de
aprehender realidades como tales y de reconocer e incluso forjar irrealidades. Justo por
esa índole “onto-lógica”, la subjetividad puede detectar la inadecuación de su propia
conciencia y simultáneamente su referencia intencional a algo distinto de sí y de sus
propias determinaciones. Sólo a una subjetividad “onto-lógica” le cabe tomar algo
aparente por real, y posteriormente rectificar esta apreciación. La apariencia –tomada
sólo objetivamente– es un neutrum de realidad e irrealidad. Ante ella, nuestra
subjetividad es, hasta cierto punto, libre de tomarla por real o por irreal. En lo cual
estriba la dimensión volitiva presente en la génesis del error, estrechamente unida con el
mismo juicio erróneo. El hombre es el único ser que puede equivocarse y rectificar, que
puede mentir y sincerarse, que –como decía Nietzsche– “puede prometer” y cumplir o
no sus compromisos.

245
15.8. Teoría de la reflexión

El acto de trascendencia intencional deviene objeto por la reflexión. Únicamente en


la reflexión se manifiesta la trascendencia intencional como condición indispensable para
la presencia temática del objeto y la presencia meramente connotada de la subjetividad.
Pero la discusión filosófica de la reflexión se ha visto históricamente viciada por una
univocidad en la que vienen a coincidir –por senderos encontrados– el idealismo de la
subjetividad y el naturalismo de la conciencia. Millán-Puelles distingue, con extraordinaria
agudeza, tres formas de la autopresencia subjetiva: la reflexividad meramente
concomitante o consectaria, la reflexividad originaria y la reflexión temática o
representativa.
Frente a todo objetivismo, Antonio Millán mantiene que en la raíz de cualquier
reflexión se encuentra una autopresencia consectaria que posee una índole inobjetiva.
Mientras que la postura de Tomás de Aquino es vacilante y equívoca en este punto
(1967: 332), Kant se ve abocado a una circularidad insuperable cuando sostiente que el
Yo pienso es conciencia de la actividad de una síntesis objetivante, y Brentano –el más
certero– se desliza por la pendiente de los problemas “críticos” con una deriva que no
consigue dejar de ser objetivista. La concepción que Millán-Puelles tiene de la auto-
conciencia consectaria era filosóficamente inédita: sin la previa auto-conciencia
consectaria –sin la presencia inobjetiva de todo acto intencional a sí mismo– no es
posible reflexión alguna; pero tampoco sería posible la reflexión propiamente dicha si la
autopresencia consectaria tuviera una índole objetivante o representativa.
Por su parte, la reflexividad originaria no es inobjetiva ni acontece en la forma de la
representación como la reflexividad propiamente tal. La reflexividad originaria, que es
cuasi-objetiva, acontece en todo acto originariamente reflexivo en el que la subjetividad
se vive como instada o requerida por algo que ella no es, pero que le afecta como suyo, o
bien como determinante de su estado (1967: 342).
Entre los variados fenómenos en los que se da la reflexividad originaria, es
especialmente relevante para esta investigación el caso de nuestros actos de juzgar. La
consideración del acto judicativo como la sede más propia de la verdad nos lleva a
reconocer en él una forma peculiar de autoconciencia de la subjetividad instada. La
verdad, ciertamente, consiste en una adecuación del entendimiento con la cosa, pero no
se trata de una adecuación ciega, sino precisamente conocida, aprehendida, captada. De
esta manera, en su acto judicativo el entendimiento se conoce a sí mismo como
adecuado o conforme con aquello sobre lo cual se pronuncia (1967: 347-348).
No se trata de un conocimiento de tipo filosófico, sino de una reflexividad original o
constitutiva, porque no difiere del juicio mismo, del cual es un ingrediente esencial.
Naturalmente, casi nadie sabe –ni falta que le hace– estar siendo el sujeto de una
reflexividad veritativa cuando forma un juicio cualquiera. Pero –como en el Menón
platónico– todo hablante sería capaz de responder adecuadamente a las preguntas
pertinentes, de manera que llegara a admitir que él sabe que su juicio es verdadero, sin

246
necesidad de emitir otro juicio que se superponga al primero (o, más probablemente, que
negara ignorar la modalidad veritativa de sus actos de juzgar). En esta cuestión es
esencial tener en cuenta que “el conocimiento de la verdad de un juicio sólo se puede dar
en ese mismo juicio y no en otro acto de juzgar” (1967: 350). Lo cual es, obviamente
válido, tanto para los juicios cuya verdad es inmediatamente conocida como para
aquellos en los que su verdad se conoce mediatamente, a través de un proceso
demostrativo o de un testimonio fiable.

La reflexión en la que se conoce que un juicio es verdadero no constituye [...] una objetivación
formal de ese mismo juicio. ¿Se reduce, por tanto, a la tautología inobjetiva que es consectaria de él? Si así
fuera, no se la podría considerar como una tautología explícita; y que hay que considerarla así lo prueba
indudablemente la imposibilidad de advertir una adecuación si no se atienden de una manera explícita y
peculiar sus dos términos. La adecuación del entendimiento con la cosa, dada en el juicio verdadero, no
puede darse en él como conocida –según lo exige la índole de la veritas logica– si solamente se conoce en
el juicio la cosa con la que el entendimiento se conforma. Para que tal adecuación sea conocida, y justo en
el mismo juicio, hace falta que el propio acto de juzgar sea conocido como adecuado a su objeto, es decir,
como conforme con él, como enunciativo de lo que él es realmente. El juicio no versa sobre sí mismo,
sino sobre una “res cognita”, pero es internamente autoconciencia de su adecuación con ella y, por ende,
autoconciencia interna de sí propio en tanto que así adecuado. “Interna” quiere decir aquí, sencillamente,
“dada a la vez en él”, no sobreañadida, no ulterior, en ninguna acepción de esta palabra. Por tanto, la
reflexión en la que se conoce que un juicio es verdadero –no aquella en la que se reconoce que lo es– es
ese mismo juicio. De ahí que haya que afirmar que no se trata de una tautología inobjetiva, porque ésta
[...] no es un acto completo, sino tan sólo una dimensión o aspecto estructural de todos nuestros actos de
conciencia. Pero la reflexión en que el juicio autoconsciente de su verdad consiste se parece a la tautología
inobjetiva por no ser formalmente objetivante, y por ello conviene denominarla [...] “sólo cuasi-objetiva”.
Lo que en rigor hace de objeto en el juicio es la res cognita de él: el “sujeto lógico” de la predicación, no el
“sujeto psíquico” de ella, que es el que activamente la realiza (1967: 351-352).

La reflexividad originaria acontece también en estos otros casos: la vivencia del


deber, el dolor, las necesidades biológicas, la vivencia de la libertad como un querer
querer y la vivencia del otro yo en la comunciación interpersonal. Examinemos
brevemente este último fenómeno. La autoconciencia propia de los actos que tienen al
alter ego como su propio objeto intencional pertenece, efectivamente, a la reflexividad
originaria. “¿Cómo es vivido el alter ego en cuanto tal?”, pregunta Millán; es decir,
“¿cómo me vivo a mí mismo en mi experiencia de vivir a otro yo?” (1967: 359). En el
encuentro con el alter ego, yo le estoy viviendo su vivirme y él me está viviendo mi
vivirle. Se trata de un acto de reflexividad originaria, cuya forma puede definirse como
“la propia de la reflexividad originaria intersubjetivamente trascendente” (1967: 361).
Hay aquí una conciencia de la comunicación que es comunicación de la conciencia: hay
experiencia de una subjetividad que se sabe íntimamente acompañada porque tanto su
conciencia como la de otras subjetividades son conciencias abiertas. Se podría añadir, por
cuenta propia, que la crítica wittgensteiniana del lenguaje privado resulta –a fuer de
verdadera– artificiosa, porque parte de un solipsismo supuesto que no encuentra
acomodo más que en la inviable concepción racionalista de la conciencia como recinto.
Millán-Puelles rompe el nudo gordiano de la conexión de un yo con otro cuando
patentiza la dialogicidad radical de la conciencia humana.

247
Procede pasar, finalmente, a la reflexión estrictamente dicha o reflexión
representativa. Lo decisivo en ella consiste en su carácter de “propia y formalmente
objetivante”. Lo objetivado es aquí lo subjetivo. Objetivante lo es, en principio y en
sentido amplio, todo acto de conciencia. Si la reflexión stricto sensu puede llamarse
“propia y formalmente objetivante”, es porque se trata de la única clase de acto
constituyente de la objetividad de algo propia y formalmente subjetivo. “Propia y
formalmente objetivante” vale tanto como “re-presentativo”. Si tal reflexión puede darse
en la subjetividad es porque ésta es fluyente y movediza, aunque no se identifique ni
consista en su propio fluir o cambiar. Justo porque no consiste en sus propios actos,
puede volver hacia ellos y ponerlos ante sí:

Vemos, pues, que “propia y formalmente objetivante” es lo mismo que “re-presentativo”, y éste, a su
vez, lo mismo que “originariamente fundado en un acto que sólo es subjetivo de manera física”. Pero
reflexionar difiere de repetir. En general, volver sobre una vivencia no es rehacerla, sino hacerla el objeto
de una vivencia nueva. Lo que al representar un acto queda hecho es el propio acto representativo, no el
acto representado. Y éste queda constituido como objeto en tanto que “ya vivido”. Sólo lo ya vivido es
propia y formalmente objetivable. Ahora bien; para que la conciencia de haberlo ya vivido sea una
objetivación formal y propia, hace falta que en ella se dé algo más que la pura y simple retención de lo
pretérito en el acto que inmediatamente le subsigue. Tal retención no es de suyo una re-presentación,
porque es intrínseca a la vivencia del presente, que se da de un modo inobjetivo. La subjetividad está
siempre en el presente; y, en cambio, sólo en ocasiones hace actos de representación. Cierto que, si los
hace, es porque su presente es movedizo, fluido, inestable. Su permanente estar en el presente es un
permanente estar en un fluir, mas no en la re-presentación de este fluir o de una parte de él. Como vivido y
no más que vivido, este mismo fluir no queda re-presentado (1967: 368).

No es lícito convertir el tiempo en la conciencia de la subjetividad, porque la


subjetividad no es su conciencia, porque no vive su fluir como algo que, a su vez, fluye,
y porque la conciencia del fluir sólo se puede dar con la conciencia de algo permanente
que actúa de sustrato o portador. La reflexión estrictamente dicha supone el tiempo. Pero
de no ser y vivirse la subjetividad como permanente, no se podría vivir como lo mismo
que en la “re-presentación” se “auto-objetiva”.

248
16
Antifundacionalismo y segunda inmediación

16.1. Anti-representacionismo matizado

A lo largo de las exposiciones contenidas en este libro, se pueden detectar dos modos
muy diferentes de enfrentarse con la idea y, sobre todo, con el ser de la representación.
El primero de ellos consiste en hacerse cargo del “enigma” que lleva consigo, y tratar de
modular la manera de ser de la representación, para esquivar sus aporías y proponer una
noción viable, capaz de dar cuenta del conocimiento humano; se trata, por tanto, de un
anti-representacionismo matizado, que no pretende eliminar las representaciones, sino
ajustar su concepto. El segundo modo, en cambio, arremete contra la noción misma de
representación, por considerar que ha conducido a la filosofía occidental por derroteros
errados, de manera que hay que desandar lo andado y explicar el conocimiento humano
sin recurrir a este tipo de mediaciones intelectuales o imaginativas; podemos llamarlo
anti-representacionismo radical, en el cual va a centrarse preferentemente este último
capítulo. Para diferenciar adecuadamente ambos tipos de anti-representacionismo, será
conveniente –con todo– hacer algunas observaciones concernientes al primero de los
referidos modos.
El “enigma de la representación” que esta actitud pretende descifrar surge al
contraponer dos dimensiones que aparecen inicialmente como antitéticas.
Por un lado, y ya desde el principio de este estudio, se observó que la noción de
representación es necesaria para explicar un tipo de conocimiento como el nuestro. Sin
representaciones, no hay modo de dar cuenta de nuestra manera de conocer y de nuestra
manera de hablar. Si prescindimos de ellas, nos vemos abocados a una suerte de
inmediatismo gnoseológico, del que serían capaces algunos brutos, y quizá incluso los
sistemas de Inteligencia Artificial.
Si los experimentos sobre la “inteligencia animal” parecen haber llegado a un punto
muerto, es porque no se ha logrado detectar que los brutos posean eso que ya Ivan
Petrovich Pavlov llamó “el segundo sistema de señales”, es decir, aquellas que se
transmiten por medio de signos abstractos (en el buen sentido de la palabra) y de carácter

249
simbólico.
Dicha imposibilidad funcional se debe no sólo a que es muy problemático atribuir a
los brutos algo así como representaciones intelectuales, sino incluso porque no consiguen
estabilizar las representaciones correspondientes a los sentidos internos, como pueden ser
la imaginación y la memoria. Fue Nietzsche quien, en la segunda serie de sus
Consideraciones intempestivas, acertó agudamente a señalar que los animales no
pueden hablar, precisamente porque les falta ese tipo de representación sensible interna a
la que se llama “recuerdo”:

Una vez el hombre preguntó al animal: ¿por qué tú no me hablas de tu felicidad, sino que estás ahí
mirándome fijamente? El animal deseó hablar y contestarle: la razón es que cada vez que quiero hablar me
olvido inmediatamente de lo que quiero decir. Pero inmediatamente se olvidó de su respuesta y permaneció
silencioso. Y, así, el hombre continuó extrañándose de que el animal no hablara (Nietzsche, F., 1988: 248).

Más claro es aún lo que sucede con los sistemas de Inteligencia Artificial, en los que
se habían puesto tantas esperanzas, las cuales han resultado –como era de esperar o de
temer– en buena medida infundadas. Basta preguntar a cualquier investigador
norteamericano de este área para que manifieste las dificultades que sus colegas y él
tienen en conseguir subvenciones federales, estatales o privadas: “Les hemos
decepcionado”, es el motivo que ellos mismos aducen.
Nadie duda de que la capacidad de procesar y transmitir información de que son
capaces algunos sistemas de computación está cambiando nuestras vidas, se supone que
para bien. Pero cada vez se abre camino con mayor fuerza la confirmación de la
diferencia insalvable entre información y conocimiento. Hace ya varias décadas, T. S.
Eliot poetizó, en los coros de La roca, la pérdida de la sabiduría en conocimiento, y del
conocimiento en información. De manera más prosaica y clara lo ha escrito Anthony
Kenny:

[...] Tenemos que enfatizar la diferencia entre contener información (en el sentido de la teoría de la
comunicación) y poseer conocimiento. Es posible que una estructura contenga información sobre algún
tema particular sin tener conocimiento alguno sobre ese tema. El horario de trenes contiene la información
acerca de la salida de cada tren; pero no sabe a qué hora parte tren alguno. El cable telefónico contiene la
información que permite a mi mujer en Oxford oír y entender lo que yo le estoy diciendo en Nueva York;
pero el cable del teléfono no conoce ni siquiera el sonido, y menos aún el contenido, de lo que yo le digo a
ella.
Aquí está implicada una diferencia categorial. Contener información es estar en un cierto estado,
mientras que conocer algo es poseer una cierta habilidad. Un estado (como tener una cierta forma o
tamaño, cierta multiplicidad o estructura matemática) es algo que se puede describir por sus actuales
propiedades internas. En cambio, una habilidad (como la habilidad de cruzar a nado el Canal de la Mancha
o sacar un conejo de una chistera) sólo se puede describir por especificación de aquello en lo que consiste
ejercitar tal capacidad (Kenny, A., 1992: 108).

La confusión entre la situación estática y pasiva del cúmulo de datos recibidos como
input por una máquina, de una parte, y la capacidad activa y vital de un cognoscente, de
otra, es una muestra –bien crasa, por cierto– de lo que llamamos naturalismo. Es esta
comunidad de fondo entre anti-representacionismo y representacionismo la que permite

250
que el concepto de representación se haya recuperado, paradójicamente, por obra de las
ciencias y tecnologías de la computación. La representación se entiende, entonces, como
la reproducción de eventos externos en el funcionamiento interno del sistema.
Lo que, en definitva, pretende el anti-representacionismo matizado es hacer
compatible este reconocimiento de la necesidad de la representación con un modo de
concebirla que no implique poner en marcha una especie de juego de espejos que nos
birle la realidad del propio conocimiento. Se trata de “descosificar” la representación,
privarla de ese espesor mostrenco de la que suele dotarla el representacionismo puro y
duro. Se abre así un amplio campo para el ejercicio del “espíritu de finura”, requerido de
manera especial por la filosofía de la mente.

251
16.2. Anti-representacionismo radical

Al llegar a este punto, nos hallamos ya en otra galaxia filosófica, de la que hay
antiguos y abundantes rastros en el decurso del pensamiento occidental. Se trata de una
postura cuya inferior delicadeza viene compensada por su mayor radicalidad. El objetivo
no es otro que el de desarticular de una buena vez eso que se ha llamado “la metafísica
del orden y de la esencia”, a la que se vinculan mistificaciones, dogmatismos,
conservadurismos, supersticiones y jerarquías.
Sin dar a esta expresión el significado técnico que tiene en algunos pensadores
actuales, el empeño en cuestión no sería otro que el de deconstruir las articulaciones del
pensamiento y del lenguaje, consideradas abusivamente como trasuntos de un orden
primigenio que existiera en la realidad. Como dice Nietzsche, “en el fondo se trata tan
sólo de un querer-desembarazarse de las representaciones opresivas” (Nietzsche, F.,
1989: 66). En realidad, no es que nuestras representaciones reflejen el ser de las cosas,
es que lo establecen primero en ellas y se muestran después como si lo reprodujeran:
“Las representaciones que fueron engendradas por una situación determinada son
concebidas erróneamente como causa de la misma” (1989: 65). Es también en la obra
titulada Ocaso de los ídolos donde Nietzsche “filosofa con el martillo” y toca el fondo de
lo que está en juego:

De hecho, hasta ahora nada ha tenido una fuerza persuasiva más ingenua que el error acerca del ser,
tal como fue formulado, por ejemplo, por los eleatas: ¡ese error tiene en favor suyo, en efecto, cada
palabra, cada frase que pronunciamos! –También los adversarios de los eleatas sucumbieron a la
seducción de su concepto de ser: entre otros Demócrito, cuando inventó su átomo... La “razón” en el
lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra tan engañadora! Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque
continuamos creyendo en la gramática... (Nietzsche, F., 1989: 49).

Estamos ante el núcleo de todas las “deconstrucciones”, que a través del lenguaje
afectan a cualquiera de las instituciones sociales establecidas, como observamos cada día,
más de cien años después.
Pero, cabría preguntarse, ¿qué tienen que ver entre sí Dios y la gramática? Y, a su
vez, ¿que tienen que ver Dios y la gramática con la representación? Nietzsche pensaba, y
no le faltaba razón, que la concepción metafísica de la racionalidad y del lenguaje es en sí
misma teológica. Porque tomarse las reglas sintácticas como si fueran algo inmutable y
permanente equivale a aceptar que el lenguaje tiene sentido. Y si el lenguaje tiene sentido
es porque su finalidad viene dada por el perfeccionamiento que a la persona humana le
confiere la posesión de la verdad. Verdad y sentido cuya fuente primera es lo que
siempre se ha llamado Dios. Por su parte, los conceptos o representaciones intelectuales
son como el presunto reflejo de esa Luz en el pensamiento, en el lenguaje y en la propia
realidad: constituyen el factor de estabilidad y fijeza que asegura a los creyentes que las
cosas siempre han sido y serán así.
Como dice MacIntyre, Nietzsche está en contra de

252
una concepción del lenguaje que representa un orden de cosas por medio de un esquema conceptual y de
una lógica de la identidad y la diferencia. Así, la acusación genealógica no es sólo que el teísmo es en parte
falso porque requiere la verdad del realismo, sino que el realismo es intrínsecamente teísta (MacIntyre, A.,
1992: 98-99).

El tema de este libro, aparentemente inocuo, se asoma en su tramo final a


tonalidades polémicas y repercusiones inesperadas. Ahora se comprende mejor por qué
es posible decir que el concepto de representación es como el nudo del actual debate
intelectual, que separa e incluso enfrenta los espíritus y las mentalidades.

Pues semejante teísmo tiene como su centro la visión de que el mundo es lo que es con
independencia del pensar, del juzgar, del desear y del querer humanos. Hay una única visión verdadera del
mundo y de su ordenamiento, y para que los juicios humanos sean verdaderos y para que el desear y el
querer humanos tiendan a lo que es auténticamente bueno, tienen que estar en conformidad con el orden
creado por la divinidad. De ahí que tanto el perspectivismo del genealogista como el concomitante repudio
de la distinción entre lo real y lo aparente, supongan el rechazo de la teología cristiana (MacIntyre, A.,
1992: 98).

Semejante modo de pensar, contra el que se revuelven Nietzsche y sus paradójicos


seguidores, tiene en su misma entraña la idea de fundamento, en el sentido de causa o
principio. Idea que no sólo ha sido abandonada por gran parte de la filosofía actual, sino
que tampoco es susceptible de ser adecuadamente entendida por muchos pensadores de
hoy. Baste pensar que la palabra griega arkhé significa tanto lo que nosotros entendemos
por causa física como lo que entendemos por principio epistemológico. En su significado
se dan cita la physis y el logos, que Kant intentó conciliar por última vez en el decurso
de la filosofía moderna.

253
16.3. Antifundacionalismo

En rigor, el debate más visible en la actualidad no es el que se establece entre la


filosofía de inspiración aristotélica, por una parte, y el deconstruccionismo, por otra. La
discusión más ruidosa es la entablada entre los ilustrados y los antifundacionalistas. Estos
últimos sostienen que aquello que los racionalistas actuales presentan como principio –
entendido sobre todo como punto de partida lógico– no logra reunir simultáneamente las
condiciones de evidencia y capacidad de fundación que se le habrían de exigir.
Si, por ejemplo, el punto de partida se pone en una intuición autotransparente, al
estilo del cogito cartesiano, resulta que –en buena lógica– no se pueden deducir tantas
cosas como Descartes y su “orden de razones” pretendían. Entre otros motivos, porque
Descartes daba por descontado el conocimiento del uso del lenguaje –además, en dos
idiomas: francés y latín– con todo el acervo de significados y certezas que el hablante de
una lengua posee en forma de hábitos permanentes y casi espontáneos.
Pero si, en lugar de una evidencia intuitiva de ese tipo, lo que se pone como
fundamento es un principio o una serie de principios como los de la geometría euclídea o
la física newtoniana, ya sabemos suficientemente que no son indiscutibles, sino que más
bien están sometidos a continua revisión y a propuestas alternativas, que suelen englobar
este conjunto de axiomas relativamente simples en sistemas más complejos y abarcantes.
En definitiva, para los antifundacionalistas no hay un edificio de representaciones
firmemente ancladas que pudieran estructurar de manera estable nuestra visión del
mundo. En época reciente, ha sido Rorty el autor que ha dado la señal de salida para
socavar las bien labradas construcciones de tipo cientificista, imperantes hasta hace poco
sobre todo en los países anglosajones. Su libro La filosofía y el espejo de la naturaleza
(Rorty, R., 1989) contiene una excelente síntesis de todas las relativizaciones que, en una
línea abierta por el holismo de Quine y su denuncia de los dos dogmas del empirismo, se
han ido decantando en la propia filosofía analítica de las últimas décadas, sin contar el
impacto que sobre ella –ante todo en Estados Unidos– han tenido la hermenéutica total y
el deconstructivismo.
De otra parte, la propia evolución posterior del pensamiento de Rorty (cfr. Rorty, R,
1991 a; 1991 b) indica que las sendas por las que había comenzado a transitar eran,
claramente, las del relativismo cultural, el esteticismo y el escepticismo ético.
Otra obra de obligada referencia en este contexto –más por su influencia que por su
valor filosófico– es el libro de Thomas Nagel titulado Una visión desde ningún lugar
(Nagel, T., 1996). En él se hace patente el impacto del perspectivismo posnietzscheano
en el análisis lingüístico y, de manera más amplia, en la actual filosofía que todavía
continúa teniendo la Ilustración como referencia última. Conviene subrayar, en efecto,
que la filosofía clásica nunca se consideró a sí misma como una visión “desde ningún
lugar”, es decir, como una especulación descontextualizada, carente de referencias
sociales, y privada de una dimensión ética. Precisamente lo que se le viene achacando
desde el siglo XVII es su falta de universalismo, su carácter idiosincrásico y su

254
compromiso con los modos de pensar característicos de cada lugar y cada época. Y
ahora resulta que tales rasgos han pasado a ser valorados positivamente en la república
del pensamiento.

255
16.4. Mecanicismo y teleología

Pero lo que de verdad importa subrayar ahora, siguiendo de nuevo a MacIntyre, es


que la crítica antifundacionalista a la filosofía ilustrada no afecta al aristotelismo
(MacIntyre, A., 1990). Porque lo más característico de la filosofía que desarrolla el
modo aristotélico de pensar es justo la primacía que concede al fin, al telos. Hasta el
punto de que el fundamento de una investigación no se puede poner en su principio,
sino precisamente en su orientación teleológica, en el fin al que tiende. Ante los ataques
del anti-fundacionalismo, la filosofía del ser “huye hacia delante”. Resulta evidente que
esto supone el ya aludido cambio del paradigma de la certeza por el paradigma de la
verdad.
Con la óptica preferencial de la certeza, lo que interesa ante todo es que cada uno de
los pasos epistemológicos se den con completa seguridad y transparencia. Para ello, el
requisito imprescindible es un método riguroso que permita recorrer ese camino de
manera indubitable y controlada. No importa quién sea el que investigue, ni su estatura
moral, ni sus raíces culturales. Lo único que cuenta es que se libere de todo prejuicio y
que se atenga estrictamente al método estipulado. Se le abrirá así el panorama de las
objetividades bien fundadas, que se apoyarán en las evidencias de los principios
primeros, a partir de los cuales se procederá con implacables inferencias. Pues bien, éste
es el modelo del que se puede decir que –al menos desde Popper, Kuhn y Polanyi– ha
entrado en una crisis profunda, que no presenta visos de poder superarse.
Según el paradigma de la verdad, en cambio, lo que interesa no es tanto el punto de
partida y el camino que a partir de él se recorre. Lo que importa es la meta a la que se
tiende y los avances que hacia ella se producen. Es más, el comienzo mismo presenta
una índole provisional y tentativa, propia de la concepción aristotélica de la dialéctica.
La dialéctica es, en cierto modo, previa a la investigación científica misma. Porque lo que
en ella se examinan son las opiniones presentes en el universo de discusión que en cada
caso se aborda. Son los lugares comunes, los topoi, a los que todos se refieren –para
adoptarlos o rechazarlos– cuando se inicia un determinado debate intelectual. El curso del
propio logos dialéctico va mostrando cuáles de esos “tópicos” dependen de otros, caen
en peticiones de principio o resultan ya a primera vista insostenibles. Se trata, entonces,
de dar con alguna noción básica, que en cierta medida esté supuesta por todas la demás,
y que ofrezca una base suficientemente amplia y consistente como para seguir indagando
a partir de ella.
En determinadas fases del camino que recorre la averiguación, nos tendremos que
conformar con teoremas que presentan la apariencia de ser verdaderos o, por lo menos,
inicialmente aceptables. Será el curso ulterior de la investigación el que permita confirmar
que, efectivamente, se trataba de una tesis no sólo verosímil sino verdadera o, por el
contrario, que no merece seguir siendo mantenida porque, aunque pareciera cierta, no lo
era en realidad. La búsqueda no está obsesionada con el pasado –como suele suceder
con los planteamientos de tipo mecanicista y materialista–, sino que se encuentra

256
completamente volcada hacia el futuro. Lo que interesa no es tanto conseguir la
seguridad a cada paso, sino más bien lo contrario: la máxima vulnerabilidad. Cuando se
propone una determinada tesis, lo que procede es acumular todas las posibles objeciones
que contra ella se puedan levantar. De esta forma, si logra superar con argumentos
válidos toda la serie de potenciales impugnaciones, resultará acreditada para seguir
indagando con el apoyo que nos ofrece.

257
16.5. La razón narrativa

Parece claro que un proceder de este tipo no cae, efectivamente, bajo los ataques
del antifundacionalismo, precisamente porque no se trata de un decurso de tipo
fundacionalista. Su modelo inspirador no es el de la combinatoria homogénea y mecánica
–en sí misma atemporal– sino el paradigma de la razón narrativa. Al proponer este estilo
de pensar, no se acerca uno necesariamente al historicismo ni confunde la filosofía con la
poética, por más que Aristóteles advirtiera su mutua cercanía. Se trata de algo más serio
y radical. Es que la propia vida humana tiene una estructura narrativa y, desde ella, la
adquieren todos sus empeños, tanto de índole práctica como de carácter científico.
Cuando un discípulo o aprendiz se acerca a un grupo dinámico de trabajo o a un equipo
de investigación, su proceso de iniciación no consiste en el estudio individual de unos
principios exentos o intemporales: lo que se le ofrece es una narrativa de lo ocurrido
hasta entonces con la tarea que se lleva entre manos; y, sobre todo, se le abre el
horizonte de las metas que se persiguen a corto, medio y largo plazo.
Desde luego, un proceder epistemológico de este tipo no queda necesariamente
atrapado por una crispada dialéctica de la representación, ya que no se pretende que la
estructura que se va desarrollando constituya lo que, en terminología de Rorty, se puede
llamar un “espejo de la naturaleza”. Por extraño que suene a nuestros ilustrados oídos, ni
la filosofía de inspiración platónica ni la de raigambre aristotélica tienen un sentido
“especular” o especulativo. Eso es, justamente, lo propio del racionalismo y de la
Ilustración, donde ya no tiene sentido el amor a la sabiduría y, en consecuencia,
tampoco puede tomarse en serio la idea narrativa del filosofar, mantenida casi en solitario
por Vico durante mucho tiempo.

258
16.6. La segunda inmediación

Ya se anunció al comienzo de este libro que, como dijo alguna vez Nicolai
Hartmann, no se trataba de descifrar enigmas, sino de descubrir portentos. Desde luego,
la investigación se ha mantenido fiel al propósito de no intentar proponer una solución
estereotipada al laberíntico problema de la representación cognoscitiva, cuyas paradojas
tienen algo de portentoso, trasunto del misterioso carácter del propio conocimiento
humano.
Si algo ha quedado claro, es que el representacionismo total no es solución alguna,
sino la fuente de más dificultades que las notorias. Pero tampoco se han encontrado
claras vías de salida en el anti-representacionismo radical.
La postura básica que se ha ido diseñando es aquella que sostiene que sólo hay dos
tipos de representación: la imaginativa –y, más en general, la vinculada con los sentidos
internos– y la intelectual. No hay ningún motivo para postular una representación
sensible generada por los sentidos externos; lo cual no quiere decir, en modo alguno, que
nuestras representaciones imaginativas e intelectuales no estén continuamente basculando
sobre las intuiciones sensibles. Vemos y oímos, no sólo con la vista y con el oído, sino
también con la imaginación, la memoria y la inteligencia. Mediaciones todas ellas que –
para evitar una petición de principio y dar cuenta de la continua renovación de los datos
disponibles– han de contar con esa inmediación, en sí misma incuestionable, que es la
intuición sensible. Esto es a lo que se puede llamar primera inmediación.
Pero hay también una segunda inmediación tal como ha propuesto Fernando
Inciarte en su libro inédito Metaphysik nach der Metaphysik, Se trata de la índole cuasi-
intuitiva que poseen los primeros principios del conocimiento intelectual, así como del
carácter no mediado que presentan los conceptos más elementales y primitivos, en los
que se apoyan –de manera no fundacionalista, por cierto– la variedad y variación de
nuestras conversaciones y discursos. A esta conclusión se llega al advertir que estas
nociones básicas no derivan de ninguna otra, aunque pueda haber entre ellas un cierto
orden de adquisición. Se trata de aprehensiones simples, en el sentido más sencillo y
elemental de la expresión. Sin ellas, como sucede en el ámbito sensible, el entramado de
las representaciones intelectuales tendría un carácter circular y meramente pragmático.
No respondería –en definitiva– a un contacto intelectual directo con la inteligibilidad de
las cosas, sino que estaría más bien al servicio de las estrategias retóricas que, al cabo, no
pertenecen a ninguno de nosotros como personas reales y vivas, sino a ese flujo informe
y tantas veces manipulado que se da en llamar “opinión pública”.
En este planteamiento, a diferencia de otras cuestiones filosóficas ulteriores, los
conceptos gozan de primacía sobre los juicios. Por la importante razón de que los juicios
presentan ya un componente pragmático, localizado en lo que Frege llamó “fuerza
asertiva”. Por eso mismo, los juicios –y así ha sucedido incluso con el principio de no
contradicción– están siempre sometidos, aunque sea abusivamente, a la sospecha de
intereses no confesados o a la acusación de ideología. Acusaciones o sospechas que no

259
tienen nada que hacer en el nivel de esos conceptos radicales y, a su modo, intuitivos.
Conceptos que son nuestros conocimientos más próximos a la realidad: que no median la
realidad, sino que nos la acercan.
No es preciso insistir, a estas alturas, en que la índole representativa que puedan
presentar esas nociones más básicas y elementales es mínima y, por así decirlo,
irreconocible: no tienen un carácter figurativo. Si de toda representación se puede decir
que no es semejante a aquello que semeja, esta tesis es válida en primerísimo lugar para
esos conceptos que –por serlo– no están privados de todo carácter representativo, pero
que no son espejo, ni imagen, ni copia de nada. Son comprensiones-raíces que, en el
lenguaje filosófico usual, es más apropiado considerar como intuiciones que como
representaciones.
Si, superada por ahora la era de las ideologías, el gran riesgo de la filosofía actual no
es otro que el relativismo pragmatista, es preciso caer en la cuenta de que el recurso a
esta segunda inmediación, de carácter conceptual y no propiamente representativo, es la
única línea de defensa que no está sometida a los cálculos y argucias de la razón
sofística, de la difusa y difundida opinión pública, que no es la de nadie y acaba siendo la
de todos. Por lo demás, el empeño por llegar a entender de manera más precisa y
penetrante esas nociones fundamentales, ocultas tantas veces bajo la espesa capa de los
intereses cotidianos, nos vuelve a situar en los inicios socráticos del quehacer filosófico.
Si atentamente lo pensamos, no sabemos bien lo que significan la plenitud y la privación,
lo bueno y lo malo, lo material y lo espiritual, la afirmación y la negación, la justicia y la
corrupción, la mentira y la verdad, la realidad y la apariencia, el conocimiento y el error,
el sueño y la vigilia.
Si damos estas nociones por consabidas, nos seguiremos moviendo en el duerme-
vela que caracteriza la cotidianidad resignada y afanosa. Despertar del sueño de la razón
y alcanzar la vigilia de la inteligencia es todo el empeño de la filosofía. Vigilia que consiste
en saber –o intentar saber– de qué estamos hablando.

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267
Índice
Título de la Página 5
Derechos de Autor Página 7
Índice 9
Introducción 14
1. Las paradojas de la representación 17
1.1. Necesidad de la representación 17
1.2. Riesgos del representacionismo 21
2. Representación y modernidad 24
2.1. El mundo como imagen 24
2.2. Subjetivismo y objetivismo 26
2.3. La verdad según Nietzsche 27
2.4. El naturalismo de Heidegger 31
3. En el umbral de la caverna 33
3.1. Apariencia y realidad 33
3.2. El sueño y la vigilia 35
3.3. La metafórica 37
3.4. ¿Política o educación? 39
3.5. El sueño de la razón 41
3.6. El símil del sol 42
3.7. El regreso a la caverna 43
3.8. El símil de la línea 46
3.9. ¿Teoría de las Ideas? 49
4. Acción trascendental y representación 51
4.1. De Kant a Platón, y vuelta 51
4.2. Aristóteles y Kant: ¿de la forma al acto? 53
4.3. Naturaleza y libertad 54
4.4. Los límites de la experiencia 55
4.5. Acciones del pensar puro 57
4.6. La neutralización de la arbitrariedad 58
4.7. Tipos de representación 60
4.8. Representación y acción 61
4.9. Noesis y noema 62

268
4.10. La acción Yo pienso 63
4.11. La acción libre 65
5. Representación y subjetividad trascendental 67
5.1. El presunto final de la historia de la subjetividad 67
5.2. La libertad como autonomía: physis y logos 69
5.3. Racionalidad de la libertad y liberación de la razón 71
5.4. La acción trascendental 72
5.5. Subjetividad y representación 74
5.6. Moralidad y representación 76
5.7. El ser práctico 77
6. Metafísica de la Deducción trascendental 78
6.1. El escándalo de la filosofía 78
6.2. Ilusión y representación 80
6.3. La Deducción trascendental de las categorías 82
6.4. La unidad del Yo pienso 85
6.5. La apercepción trascendental 87
6.6. El Yo pienso como fundamento de la objetividad de las representaciones 88
6.7. Limitaciones de la Deducción trascendental kantiana 90
7. Deducción trascendental y principio de no contradicción 92
7.1. Deducción kantiana y deducción aristotélica 92
7.2. Sensibles propios y sensibles comunes 94
7.3. El principio del significado 96
7.4. Argumento semántico y relativismo cultural 97
7.5. Los sentidos del ser 99
7.6. Ser real y ser veritativo 100
7.7. Sustancia y accidentes 101
7.8. Ser en sí y ser coincidental 102
7.9. Acto y potencia: contra el inmovilismo 104
8. Lenguaje, inteligencia y realidad 105
8.1. Palabras, conceptos y cosas 105
8.2. Teorema de la identidad 108
8.3. Relación semántica y relación representativa 113
8.4. Identidad y alteridad en el conocimiento 115
9. La representación intelectual 117

269
9.1. Kantismo y filosofía analítica 117
9.2. ¿Una gnoseología no cognitivista? 119
9.3. El decisivo papel del concepto 120
9.4. Inmediación y mediación en la representación conceptual 123
9.5. Apertura ontológica del entendimiento 125
9.6. La descosificación del espíritu 127
9.7. El pensamiento como actividad básica 128
9.8. Los dos papeles del lenguaje 130
9.9. Decir y mostrar 132
9.10. Ser como pragma y ser como logos 134
9.11. Cosa significada y modo de significar 136
10. Signos formales y antimentalismo 140
10.1. El triángulo semántico 140
10.2. Semiótica de la representación 142
10.3. Los diferentes tipos de mediación 143
10.4. ¿Qué es representar? 145
10.5. Antimentalismo y filosofía aristotélica 146
10.6. Aristóteles y el representacionismo 148
10.7. El alcance trascendente del conocimiento humano 149
10.8. Representación: ¿una tercera cosa? 151
10.9. Praxis y poiesis 155
11. El representacionismo racionalista 157
11.1. De Duns Scoto a Descartes 157
11.2. ¿Es representacionista Descartes? 159
11.3. Graduación de la “realidad objetiva” 162
11.4. Ausencia de una distinción en los sentidos del ser 164
11.5. Descartes: ¿escolasticismo o modernidad? 166
11.6. La representación como concepto objetivo 168
11.7. La “falacia del homúnculo” 169
11.8. En defensa del paradigma del homúnculo 171
11.9. Equívocidad de la representación 173
12. El representacionismo empirista 174
12.1. Thomas Reid: ¿un empirista no representacionista? 174
12.2. La representación como actividad inmanente 177
12.3. Crítica de las imágenes representativas 179

270
12.4. Contra la pasividad de la mente 180
12.5. El cuarto oscuro 182
12.6. John Locke: individualismo y mecanicismo 184
12.7. Las ideas simples 186
12.8. Cualidades primarias y cualidades secundarias 189
12.9. La índole representativa de las ideas 191
13. Sentido y representación 193
13.1. Crítica de la abstracción en sentido empirista 193
13.2. Objetos específicos y objetos individuales 195
13.3. Idea y representación 197
13.4. La representación como economía del pensamiento 200
13.5. Equivocidad de la representación 203
13.6. La plenitud de la representación 204
13.7. Un predecesor: Franz Brentano 206
13.8. Juicio y representación 207
13.9. Notas diferenciales de la representación 210
14. Semántica de la representación 211
14.1. Crítica del psicologismo 211
14.2. ¿Una semántica realista? 214
14.3. El principio del contexto 216
14.4. Sentido, referencia y representación 218
14.5. ¿Cosificación del sentido? 223
14.6. La semántica puramente referencial 225
14.7. Referencias completas e incompletas 226
14.8. La verdad 228
14.9. El tercer reino 230
15. La irrealidad de la representación 232
15.1. Representación y realidad 232
15.2. Ente ideal y ente de razón 234
15.3. La irrealidad de lo objetivo 236
15.4. Representación e irrealidad 238
15.5. Hacia una teoría de la irrealidad 240
15.6. La estructura de la subjetividad 242
15.7. Las apariencias ante una subjetividad reiforme 244
15.8. Teoría de la reflexión 246

271
16. Antifundacionalismo y segunda inmediación 249
16.1. Anti-representacionismo matizado 249
16.2. Anti-representacionismo radical 252
16.3. Antifundacionalismo 254
16.4. Mecanicismo y teleología 256
16.5. La razón narrativa 258
16.6. La segunda inmediación 259
Bibliografía 261

272

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