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El origen y conformación

de los barrios de indios

Felipe Castro Gutiérrez


Instituto de Investigaciones Históricas
Universidad Nacional Autónoma de México

Los “barrios” como tema

Uno de los problemas de la investigación sobre la sociedad indígena


colonial es que las fuentes nos predisponen a poner nuestra atención
en la “república” de indios como un todo homogéneo. Así, el goberna-
dor y su cabildo han sido objetos privilegiados de nuestro interés, y es
a través de ellos que abordamos los temas de tierras, tributo, servicio
personal, gobierno y justicia. Esto puede llevarnos hacia una visión
muy general e institucional. En cierta manera, repetimos la actitud de
los funcionarios y eclesiásticos españoles, que mientras obtuvieran sus
propósitos no tenían mayor interés en las formas concretas y particula-
res de ejercer la autoridad, recaudar el tributo, reunir los trabajadores
del servicio personal o asegurar la asistencia a misa dentro de los pue-
blos. Por eso, solamente hay comentarios sobre los barrios cuando por
alguna razón había conflictos lo suficientemente serios para atraer la
atención gubernamental.
Por otro lado, los indígenas tenían sobrados motivos para manejar
de manera discreta y reservada sus asuntos cotidianos. Preferían, en lo
posible, resolver sus conflictos localmente, sin recurrir a los costosos,
dilatados e imprevisibles jueces y tribunales españoles. Así, muchos
aspectos, procesos, costumbres e instituciones de la vida de los barrios
indígenas nos resultan opacos y seguimos sin saber gran cosa de ellos.
Hay buenas razones para dedicar atención a los barrios. Para el co-
mún de los indios, el gobernador, los alcaldes y regidores podían ser,
sobre todo en las “repúblicas” más importantes y extensas, personajes
remotos con los que tenían escaso contacto personal. En cambio, los regi-
dores, alcaldes y topiles de los barrios eran, para bien o para mal, inme-
diatos y cercanos. Debe considerarse asimismo que el acceso a la tierra, a

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solares para edificar casas, al agua, a los derechos de mercado, estaba de-
terminado por la adscripción a un barrio. Lo mismo puede decirse de las
obligaciones, como la participación en los cargos y funciones de “república”,
el servicio personal obligatorio, el pago de tributo y otras contribuciones.
Por esta razón, en los autos judiciales locales los indígenas se identifica-
ban frecuentemente por su barrio preciso de pertenencia. Por ejemplo, no
decían pertenecer a la “república” de San Juan Tenochtitlan, sino a una de
sus partes constitutivas, como el barrio de San Juan Moyotlan.
Por otro lado, más que un espacio geográfico o institucional, el
barrio era una densa red de comunicaciones, parentescos, amistades y
enemistades. Todos conocían a todos, y cuando no era así podía seguir-
se una complicada línea de filiación personal, que pasaba por la familia
extensa, los compadrazgos, el oficio y las amistades. Desde luego en
los barrios había también personajes detestados o temidos; pero el odio
y el amor siempre tenían rostros concretos y familiares. Los historiado-
res de las redes sociales, que han tendido a ocuparse prioritariamente
de los comerciantes, hacendados o nobles españoles, podrían tener aquí
un campo fértil de trabajo.
Existía asimismo en los barrios lo que podríamos llamar una morali-
dad local, normas de convivencia socialmente obligatorias y que implica-
ban una sanción difusa, hecha de chismes, apodos denigrantes y miradas
de reojo, que resultaba muy efectiva contra quienes no cumplían con las
obligaciones comunitarias, rehusaban participar en los “cargos” civiles o
eclesiásticos, no mostraban el debido respeto a los mayores o acudían ante
la autoridad española por asuntos que debían resolverse localmente.
Es probable que estas múltiples características den razón de la per-
durabilidad de los barrios, y de su capacidad para adaptarse a los cam-
bios históricos. Aunque las antiguas repúblicas de indios desaparecie-
ron, sus barrios frecuentemente mantuvieron una identidad particular
hasta nuestros días.

No es lo mismo un barrio que un barrio

Una revisión de la literatura existente muestra que cuando se habla de


“barrios de indios” es frecuente referirse a dos cosas distintas, bien que


 Marcela Dávalos, “El espacio consuetudinario ante la cuadrícula borbónica”, en Sonia
Lombardo de Ruiz (coord.), El impacto de las reformas borbónicas en la estructura de las ciudades: un enfo-
que comparativo, México, Consejo del Centro Histórico de la Ciudad de México, 2000, p. 109-116.

 Teresa Lozano Armendares, “ ‘Y es de pública voz y fama’. Conflictos entre vecinos
en el siglo xviii”, en Casa, vecindario y cultura en el siglo xviii. vi Simposio de historia de las men-
talidades, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1998, p. 117-128.

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relacionadas entre sí. Para los historiadores de la ciudad, los barrios son
subdivisiones de la urbe, y los de indios un caso particular dentro de esta
definición general. Este punto de vista tiene sus méritos cuando los pro-
blemas que se consideran son los de población, ocupación y distribución
del espacio, economía y política urbanas. Efectivamente, entre los barrios
de indios y de “gente de razón” había una continuidad espacial. Incluso
en donde inicialmente se estableció una división, una “traza”, ésta aca-
bó por desdibujarse a lo largo del tiempo. También es muy pertinente
cuando se adopta una perspectiva a largo plazo, porque con el tiempo los
barrios “de indios” se convirtieron en asentamientos mestizos y llegan a
ser los arrabales (las “goteras”, como solía decirse) de la ciudad.
En cambio, para los etnohistoriadores, el aspecto territorial es secun-
dario frente al jurisdiccional: el barrio era una subdivisión del gobierno
indígena, de una “república”. Un “barrio” en este sentido podría estar a
buena distancia de la ciudad: en este volumen, Tomás Jalpa cita los casos
de San Juan Coxtocan, Santiago, Tlazintla, Calpan, Los Reyes y Acax-
tlihuayan, que aunque estaban enclavados en la cabecera de Tenango,
cerca de Chalco, eran sujetos de Tlatelolco y Tenochtitlan, a los cuales
pagaban tributo y daban servicio personal. Los barrios, en este sentido,
constituían entidades corporativas que tenían sus propios oficiales de
república, y en ocasiones casas de comunidad, hospitales y cofradías.
También gozaban a veces de tierras, solares, aguas, bosques, pastizales
y otros bienes. Podían ser asimismo el asiento de una parroquia, o por
lo menos una “visita” con su propia ermita o iglesia, donde cada tanto
acudía el párroco o su vicario para administrar los sacramentos.

La conformación social de los barrios

Los barrios no fueron siempre iguales a sí mismos. La continuidad de


su existencia física a través de los siglos puede llevarnos a pensar que
así era, pero las relaciones sociales que les daban fundamento podían
cambiar con el tiempo. Asimismo, a pesar de que existía buen número
de similitudes, había variaciones de importancia entre distintas áreas
culturales mesoamericanas.
Algunos barrios indios del centro de México tuvieron una génesis
histórica particularmente larga, que a veces se remontaba a la época
prehispánica. Originalmente, no eran sólo espacios físicos, sino que
conformaban una geografía sagrada; existían por voluntad de la dei-
dad tutelar. Fray Diego Durán dejó una relación de la fundación de la
ciudad de México en donde el dios tribal, Huitzilopochtli, ordena a su
sacerdote que

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Di a la congregación mexicana que se dividan los señores, cada uno


con sus parientes, amigos y allegados, en cuatro barrios principales,
tomando en medio la casa que para mi descanso habéis edificado; y
que cada parcialidad edifique en su barrio a su voluntad. Estos barrios
[comenta el cronista] son los que hoy en día permanecen en México,
es a saber: el barrio de San Pablo, el de San Juan, y el de Santa María
la Redonda, que dicen, y el barrio de San Sebastián…

Me parece que lleva razón Rubén Romero cuando dice que

La capital mexicana era considerada por sus residentes como un axis


mundi, el centro del universo. En sus orígenes se entrelazaban la histo-
ria y los mitos, lo real y lo ideal, dando sustento a una ciudad que había
comenzado a existir mucho antes de que tuviera un sitio sobre la tierra,
como había ocurrido en los casos de Roma y Jerusalén.

Estos barrios tenían asimismo una composición estrechamente vin-


culada al parentesco, y el parentesco implicaba propiedad de la tierra.
El oidor Alonso de Zurita informaba en el siglo xvi al rey que

calpulli o chincancalli, que es todo uno, quiere decir barrio de gente


conocida o linaje antiguo, que tiene de muy antiguo sus tierras y térmi-
nos conocidos, que son de aquella cepa, barrio o linaje, y las tales tierras
llaman calpulli, que quieren decir tierras de aquel barrio o linaje.

Calpulli y barrio eran, entonces, entidades asociadas en el mundo


nahua, y tenían una vigorosa personalidad propia con su deidad tute-
lar, linajes de caciques, mapas de propiedades y tradiciones históricas.
Sobre esto caben dos observaciones. La primera es que aun cuando así
fuera en el siglo xvi, cuando escribieron estos cronistas y funcionarios,
no es forzoso que continuara siéndolo para siglos posteriores. Los ba-
rrios pasaron en el decurso del tiempo por cambios notables y notorios,
como más adelante se verá.
En segundo término, ha existido la tendencia a extender esta de-
finición que equipara barrio y calpulli hacia otras regiones culturales.
Sin embargo, es siempre riesgoso derivar hacia el nahuacentrismo y
suponer que lo válido en el centro de México era necesariamente apli-

 Diego Durán, Historia de la Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme, edición de
Ángel María Garibay, México, Porrúa, 1967, v. 2, p. 50.

 José Rubén Romero Galván, “La ciudad de México, los paradigmas de dos fundacio-
nes”, en Estudios de Historia Novohispana, v. 20, México, Universidad Nacional Autónoma de
México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1999, p. 13-32.

 Alonso de Zurita, Relación de la Nueva España, edición de Ethelia Ruiz Medrano, México,
conaculta, 1999, v. 1, p. 335.

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cable a otras regiones. En Michoacán, por ejemplo, la organización de


los barrios era más similar a la del teccalli, a “la casa noble”, dado que
las relaciones sociales se confundían con arraigadas redes de paren-
tesco. El parentesco, a su vez, era el modo en que se manifestaban las
jerarquías sociales. Existen otros elementos de interés: “Gobernar” se
decía camahchacuhpeni, que literalmente venía a ser “agrupar a otros’”,
mientras que la voz para “súbdito, sujeto” era camahchacungari, “aquel
cuyo cuerpo fue agrupado”. En el imaginario colectivo, la iniciativa
fundadora de un asentamiento era un acto de autoridad del rey, más
que una voluntad divina o una apropiación clánica colectiva.

Los barrios después de la conquista

La conquista española respetó inicialmente estas formas de organi-


zación social, pero también agregó otras diferentes. Hay barrios que
resultaron de la migración y reacomodos de la población. Es el caso de
los muchos asentamientos “de mexicanos”, esto es, de los cargadores
y guerreros auxiliares nahuas, generalmente del Valle de México, que
acompañaron a los españoles en la conquista de nuevos territorios.
Hubo así barrios “mexicanos” en Colotlán, Campeche, Ciudad Real
(la actual San Cristóbal, en Chiapas), Mérida, Oaxaca, Valladolid de
Michoacán, Querétaro y Guadalajara. Estos barrios nahuas gozaron
de ciertos privilegios, argumentaban que no eran conquistados, sino
“conquistadores” y por lo común fueron siempre leales defensores de
los españoles.
Los acuerdos con la “república” de Tlaxcala para la colonización
del norte derivaron también en numerosas fundaciones. Aunque en
general se trató de asentamientos rurales, hubo “barrios” urbanos en San
Luis Potosí (Tlaxcalilla) y Saltillo (San Esteban). Los tarascos, por su

 He desarrollado más extensamente este tema en “El lenguaje del poder. Conceptos
purépechas en torno a la autoridad” (en coautoría con Cristina Monzón), en Guilhem Olivier
(coord.), Símbolos de poder en Mesoamérica, México, Universidad Nacional Autónoma de Méxi-
co, Instituto de Investigaciones Históricas, 2008, p. 31-46. Sobre el teccalli, véase Hildeberto
Martínez, Tepeaca en el siglo xvi. Tenencia de la tierra y organización de un señorío, México, Cen-
tro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1984, particularmente
p. 105-107.

 Los “mexicanos” habitantes de los barrios de Mérida, por ejemplo, obtuvieron una
exención de tributos alegando sus méritos en la conquista. Pedro Bracamonte y Sosa, “Los
solares urbanos de Mérida y la población territorial indígena en el Yucatán colonial”, en
Pablo Yanes, Virginia Molina, Oscar González (coords.), Urbi indiano. La larga marcha a la
ciudad diversa, México, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2005, p. 131.

 Andrea Martínez Baracs, “Colonizaciones tlaxcaltecas”, en Historia Mexicana, v. xliii,
n. 2, p. 195-250; sobre San Esteban, véase Cecilia Sheridan, “Indios madrineros. Colonizado-

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parte, migraron también por propia iniciativa y se asentaron en Fres-


nillo, Zacatecas, Parral, Zacatecas, Nombre de Dios, Culiacán y San
Luis Potosí.
Estos eran barrios sin precedentes históricos, en un ambiente nue-
vo, pero donde los migrantes reproducían ciertas formas identitarias
y antiguas enemistades. En Zacatecas, por ejemplo, los indios forma-
ron barrios según su “nación”: los “mexicanos” en Mexicapan y Niño
Jesús, los tarascos en San José y San Diego Tonalán Chepinque, los
tlaxcaltecas en Tlacuitlalpan. En las principales fiestas zacatecanas,
tarascos y “mexicanos” reproducían su antigua enemistad: se juntaban
en bandos cerca de seiscientos hombres para combatir a pedradas y
golpes en una especie de “guerra florida” de la que incluso resultaban
muchas muertes.10
En el mismo sentido innovador actuaron los movimientos de po-
blación y las “reducciones” de pueblos realizadas por los eclesiásticos
o el gobierno virreinal en el siglo xvi. Es el caso de Pátzcuaro, que fue
refundada en 1539 por el obispo Vasco de Quiroga trasladando miles de
indígenas desde los poblados cercanos. Es probable que esta creación
“artificial” sea la que dé explicación a una peculiaridad. Contrariamen-
te a lo que ocurre en otras ciudades y pueblos, no existe aquí una com-
binación del nombre prehispánico con el español (como en “Santiago
Tlatelolco”). Se habla, simplemente, de los barrios de San Salvador, San
Francisco y San Agustín. Es un sistema que también aparece en otras
ciudades, como Mérida, donde los barrios indios se llamaban Santa
Lucía, Santa Ana, la Mejorada, San Cristóbal, San Juan, San Sebastián,
la Ermita, Santiago y Santa Catarina.11 Muchos barrios de indios, como
puede verse, fueron entidades de nuevo cuño, sin precedentes prehis-
pánicos, bien que la organización social subyacente mantuviera algunos
rasgos antiguos.

res tlaxcaltecas en el noroeste novohispano”, en Estudios de Historia Novohispana, México,


Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, n. 24,
2001, p. 15-51.
 
 Peter Gerhard, La frontera norte de la Nueva España, México, Universidad Nacional
Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1996, p. 113 (Fresnillo), 199-200
(Zacatecas), 271 (Parral); “Acuerdo de los mexicanos y michoacanenses de la Villa del
Nombre de Dios, 1585, en R.H. Barlow y George T. Smisor (eds.), Nombre de Dios, Durango.
Two Documents in Nahuatl Concerning its Foundation, Sacramento, The House of Tlaloc, 1943,
p. 46-49; Primo Feliciano Velázquez, Historia de San Luis Potosí, México, Sociedad Mexicana
de Geografía y Estadística, l947, v. 2, p. 37 y 88; “Carta que los indios tarascos que están en
Sinaloa escribieron a todos los de la provincia de Mechoacán…”, 1594, Archivo General de
la Nación (en adelante, agn), Historia, v. 15, f.40r.-41a.
10
 Silvio Zavala, El servicio personal de los indios en la Nueva España, México, El Colegio
de México, 1984-1995, v. 3, p. 337-338.
11
 Pedro Bracamontes, op. cit.

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La Corona también llevó a cabo programas de congregaciones para


fomentar la creación de barrios de indios en las ciudades de españoles,
recurriendo por lo común a “entresacar” a indígenas de sus pueblos.
Así sucedió con Puebla (donde llegaron nativos de Tlaxcala, Calpan,
Huejotzingo, Cholula y Texcoco)12 y con Valladolid de Michoacán (don-
de se trajeron indígenas de gran cantidad de pueblos cercanos),13 para
citar los casos más notorios. Para facilitar la traslación, se les prometían
tierras, exenciones y privilegios, aunque estas concesiones no siempre
fueron respetadas con el decurso del tiempo.

Los barrios y la Iglesia

El papel de los eclesiásticos en la conformación temprana de los barrios


de indios fue en muchos casos decisiva y siguió siéndolo durante mu-
cho tiempo. Para el común de los indios, la relación cotidiana con la
Iglesia era más importante que la que tenían con los funcionarios del
rey. El aspecto religioso de la autoridad o las implicaciones gubernati-
vas de lo ritual les parecían naturales o inevitables, ya sea porque así
lo pensaban los frailes o bien porque así había sido en la época prehis-
pánica. En Puebla, el trabajo de Rosalva Loreto, en este libro, refiere
que fueron los franciscanos quienes hicieron posible el poblamiento del
oriente de la ciudad, pues de ellos dependió en buena medida el inicial
abasto de agua. Es el mismo ejemplo de Toluca, donde ante la ausencia
de un ayuntamiento español eran los conventos de San Francisco y de
El Carmen los que se ocupaban de muchos asuntos urbanos, como la
canalización y distribución del agua.14
En algunos casos, donde había barrios de indios que carecían de
organización en república, la Iglesia se convirtió naturalmente en el
centro y referente de la vida comunitaria. Es lo ocurrido en el real de
minas de Guanajuato, establecido en serranías donde no había pobla-
ción indígena previa. Ésta se formó con migrantes que llegaron por su
propia voluntad e interés, atraídos por los salarios que se pagaban a los
trabajadores, pero que estaban prontos a irse al “eco sonoro de la plata”,
12
 Fausto Marín Tamayo, Puebla de los Ángeles, orígenes, gobierno y división racial, Puebla,
Centro de Estudios Históricos de Puebla, 1989, 23.
13
 Carlos Paredes Martínez, “Valladolid y su entorno en la época colonial”, en Desarro-
llo urbano de Valladolid-Morelia 1541-2001, Carmen Alicia Dávila Munguía y Enrique Cer-
vantes Sánchez (coords.), Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, 2001,
p. 121-149.
14
 Pilar Iracheta Cenacorta, “El aprovisionamiento de agua en la Toluca colonial”, en
Estudios de Historia Novohispana, n. 25, México, Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Históricas, 2001, p. 81-116.

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cuando había rumores de bonanzas en otros reales mineros. Debido a la


heterogeneidad e inestabilidad de los habitantes indígenas no se integró
aquí una “república”. En su lugar, fuese por iniciativa de los trabajado-
res nativos o intervención de sus párrocos, se formaron hospitales según
cada “nación”, para los nahuas, otomíes, tarascos y mazahuas.15 Estos
hospitales, además de sus funciones propiamente médicas, atendían y
auxiliaban asimismo a desvalidos, viudas, huérfanos y viajeros. Eran,
también, centros de sociabilidad colectiva, lugar del mercado y sitio de
reuniones para discutir asuntos de interés común.
En la capital virreinal fue asimismo la Iglesia la que dio solución
al problema de los numerosos migrantes procedentes de la Mixteca,
que vivían dispersos en diferentes lugares de la ciudad. Por esta razón,
hacia 1610, se estableció un curato con la advocación de Nuestra Señora
del Rosario, adjunta al convento de los dominicos. El curato no tenía
un espacio ni límites precisos porque se sobreponía a las demás parro-
quias urbanas; fue, en este sentido, una inusual adaptación del sistema
parroquial. Por una extensión natural, con paso del tiempo, este curato
se convirtió en el que brindaba servicios espirituales a todos los indios
“extravagantes”, incluyendo zapotecos, otomíes y otras “naciones”.16
No era tampoco inusual que los párrocos se ocuparan de funciones
gubernativas e incluso fiscales, y no solamente en regiones apartadas.
Incluso en la capital virreinal, donde no faltaban funcionarios del rey,
el cura de San Pablo informaba que

siendo costumbre, estilo y obligación nuestra de los padres doctrineros


y ministros, tener bien ordenadas y compuestas nuestras doctrinas,
para la buena administración, por estar sus jurisdicciones por sus ba-
rrios, y cada barrio tiene su iglesia o ermita en forma de pueblo, sus
alcaldes y merinos, su alguacil mayor de la iglesia, que los gobiernan
y cuidan, así para las cosas del servicio de su majestad y recoger sus
tributos, como para que acudan a las obligaciones de oír misa, confe-
sar, comulgar, rezar, recogerlos a la cuenta los domingos, traernos a
los muchachos para enseñarles la doctrina en la iglesia, para lo cual
tienen sus tablas en cada barrio donde están todos asentados, chicos y
grandes, y nosotros sus padrones. 17

15
 José Luis Lara Valdés, El barrio de mazahuas de la ciudad de Guanajuato. Guanajuato,
Presidencia Municipal de Guanajuato, 2005, 73 p. Los españoles utilizaron el término de
“nación” en un sentido bastante similar al contemporáneo de “etnia”, para designar grupos
con una historia y una lengua compartidas.
16
 “Fray Juan Pedrique al virrey conde de Galve”, 5 de julio de 1692, en Edmundo
O’Gorman (ed.), “Sobre los inconvenientes de vivir los indios en el centro de la ciudad”, en
Boletín del Archivo General de la Nación, ix, n. 1, enero-febrero de 1938, p. 20, 21.
17
 “Fray Bernabé Núñez de Páez al virrey”, en O’Gorman, op. cit.

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Los barrios tenían siempre una iglesia (mencionadas frecuente-


mente en fechas tempranas como “ermitas”) que eran la sede o al me-
nos la “visita” o dependencia de una parroquia. Cuando no había un
sacerdote residente, acudía de tanto en tanto el párroco o sus vicarios
para impartir los santos sacramentos. En el ínterin, dirigía los oficios
y enseñaba la doctrina un tepixque (“el que guarda a la gente”), entre
los nahuas o un hurendahperi (“el que enseña a otros, el maestro”) en-
tre los tarascos. En estas iglesias barriales había siempre una imagen
sagrada que, en ocasiones, tenía una respetada antigüedad, alcanzaba
fama de milagrosa y recibía particular veneración, como el Cristo de
la Penitencia, del barrio de Mexicaltzingo, en Guadalajara.18 Había tam-
bién, por lo común, una o más cofradías para lucimiento del culto y,
ocasionalmente, instituciones de ayuda mutua, como los hospitales.
Aunque fue un caso excepcional, en Aguascalientes la iglesia indígena
del barrio de San Marco llegó a opacar en veneración y opulencia del
culto a la parroquial, de españoles.19

La municipalización de los barrios

Los antiguos y los nuevos barrios indios pasaron a lo largo del primer
siglo colonial por una transformación importante. En efecto, la Corona
española implantó un modelo de organización social que vinculaba a
todos los indios del común con una “república” o corporación muni-
cipal. Cada “república” tuvo derecho a un conjunto de tierras que se
repartían entre los pobladores. A cambio, todos los indios del común
debían dar tributos y servicios personales al rey. Esto incluyó a los que
habían sido terrazgueros (o, como a veces se decía, “siervos”) de los
nobles indios.20
Así, aunque los nombres de pueblos y barrios siguieron siendo
los mismos, la naturaleza de sus relaciones sociales cambió radical-
mente. La tierra y los solares para construir casas ya no eran una
concesión de la nobleza nativa, ni se derivaba de la pertenencia a
un linaje, sino que era otorgada por el rey. Fue una grande y brusca
18
 Luis Enrique Orozco, Los Cristos de caña de maíz y otras venerables imágenes de Nuestro
Señor Jesucristo, Guadalajara [sin editorial], 1970.
19
 Jesús Gómez Serrano, La guerra chichimeca, la fundación de Aguascalientes y el exterminio
de la población aborigen (1548-1620), Jalisco, El Colegio de Jalisco-Ayuntamiento de Aguasca-
lientes, 2001, 129 p.
20
 Margarita Menegus Bornemann, “El cacicazgo en Nueva España”, en Margarita
Menegus Bornemann y Rodolfo Aguirre Salvador (coords.), El cacicazgo en Nueva España y
Filipinas, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios Sobre la
Universidad-Plaza y Valdés, 2005, p. 29-34.

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sacudida, que en buena medida explica la decadencia de la antigua


clase dirigente indígena. Puede entonces decirse que, aunque los ba-
rrios tienen en ocasiones antecedentes prehispánicos, son realmente
creaciones coloniales.
El cambio también puede apreciarse en la aparición paulatina de
una idea de asociación, que desplaza poco a poco al antiguo concepto
adscriptivo, familiar y hereditario de comunidad. Esto es muy claro
cuando los oficiales de república declaraban que los indígenas que se
habían ido a vivir a su pueblo ya no tenían que obedecer y pagar tribu-
tos al gobernador de su lugar de origen; o bien cuando insistían en que
un migrante aceptado como “hijo” del barrio perdía sus derechos si no
contribuía con las cargas comunitarias.21 Lo que unía a los indios de
un lugar ya no era la lealtad a un linaje noble o la pertenencia a ciertas
familias, sino una especie de contrato social implícito, establecido más
o menos voluntariamente entre individuo y comunidad. Eran, en este
sentido, asociaciones muy “modernas”, pese a que tendemos a verlos
como reducto de las tradiciones.
El desarrollo posterior trajo consigo algunas innovaciones que no
sabría si adjudicar al vigor de los “barrios de indios”, capaces de ab-
sorber a nuevas poblaciones, o bien a su vaciamiento institucional. En
efecto, hubo barrios “de indios” que no estaban habitados por indios.
William Taylor cita el caso de Santa Ana Tepetitlán, en las afueras de
Guadalajara, fundado en el siglo xvi con esclavos negros para proteger
la ciudad de las incursiones de los chichimecas. En el siglo xviii era
considerado como un “pueblo de indios” cuyos habitantes pagaban
tributo como tales, aunque eran en su mayoría mulatos.22
No es una excepción. En San Luis Potosí, hacia 1730, unas cincuen-
ta familias de curtidores, jornaleros de las haciendas y vendedores de
agua y leña en el cercano real de San Pedro comenzaron a construir
casas en las afueras de la ciudad, en lo que se llamó el barrio del Mon-
tecillo, aprovechando el vacío resultado de un largo litigio entre los
diputados de minería y los carmelitas. La mayor parte eran mestizos y
mulatos, y ellos mismos así lo aceptaban. Aun así, comenzaron a ele-
gir oficiales de república, en 1747 construyeron una iglesia y en 1753
obtuvieron su reconocimiento como pueblo, lo cual les daba derecho

21
 “Pedimento de los naturales del barrio de San Miguel contra Joseph Domingo, indio,
sobre que acuda al barrio con sus pensiones. Valladolid”, Valladolid, 1764, Archivo Histórico
Municipal de Morelia, i.4.1,c-51, exp.11, 4 f.
22
 William Taylor, “Pueblos de indios de Jalisco central en la víspera de la independen-
cia”, en Entre el proceso global y el conocimiento local. Ensayos sobre el Estado, la sociedad y la cul-
tura en el México del siglo xviii, Brian Connaughton (ed.), México, Universidad Autónoma
Metropolitana-conacyt-Porrúa, 2003, p. 118.

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a solicitar un fundo legal, a pesar de las indignadas reclamaciones de


los religiosos.23

El gobierno: los barrios mayores y menores

No todos los barrios urbanos eran iguales en jerarquía. Ya fuese por


antigüedad, por tener un linaje noble respetado, ser el asiento de un
tiánguis o mercado, o por acumulación paulatina de derechos y privi-
legios, había algunos que tenían primacía sobre los demás. Los llamaré,
para efectos prácticos, “barrios mayores”. Esto no era meramente un
asunto puramente honorífico, sino que tenía consecuencias concretas
de cierta importancia.
Un caso particular es el de los cuatro campan de San Juan Teno-
chtitlan, la mitad indígena de la ciudad de México. Eran Santa María
Cuepopan al noroeste, San Sebastián Atzacoalco al noreste, San Pablo
Zoquipan al sureste y San Juan Moyotlán al suroeste. Estos campan
(llamados “barrios”, “parcialidades” e, incluso, a falta de un mejor con-
cepto, “superbarrios” en la bibliografía del tema) tenían a su vez un
numeroso conjunto de “barrios” sujetos.24 Esto en los hechos generaba
una inusual jerarquía intermedia entre la república y los sujetos. La
razón, seguramente, se hallaba en la importancia histórica, la multipli-
cidad de barrios y los miles de habitantes indígenas de Tenochtitlan.
Los barrios mayores tenían un papel importante en la elección
anual de los oficiales de república. La participación en la votación no
estaba abierta a todos los indios, y ni siquiera a todos los “principales”.
En general, podría decirse que cuando más grande y poblada era una
república, más limitado era el número de votantes. Aunque había mu-
chas variaciones locales, lo común es que los electores fuesen solamente
quienes habían ocupado cargos de cabildo en el periodo inmediato
anterior, los caciques, los “viejos”, los alcaldes y regidores de los prin-
cipales pueblos sujetos y de los barrios mayores.25
El carácter de elegible era aún más restringido. Una peculiaridad
de las elecciones indígenas era que el cargo de gobernador se elegía

23
 Felipe Castro Gutiérrez, “Orígenes sociales de la rebelión de San Luis Potosí, 1767”,
en Jaime E. Rodríguez (ed.), Patterns of Contention in Mexican History, Willmington, Scholarly
Resources-University of California, 1992, p. 37-47.
24
 Alfonso Caso, “Los barrios antiguos de Tenochtitlan y Tlatelolco”, en Memorias de la
Academia Mexicana de la Historia, México, v. 15, n. 1, 1956, p. 7-64.
25
 Felipe Castro Gutiérrez, “Alborotos y siniestras relaciones: la república de indios
de Pátzcuaro colonial”, en Relaciones, n. 89, v. 23, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2002,
p. 203-234.

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116 Felipe Castro Gutiérrez

(después del fin del gobierno vitalicio y hereditario de los caciques)


mediante “tanda y rueda” o “alternativa” entre los principales barrios,
aunque no había ninguna ley que así lo dispusiera. En Pátzcuaro, la
rotación pertenecía a los barrios de San Salvador, San Francisco y San
Agustín.26 En Valladolid, la alternancia se hacía solamente entre dos ba-
rrios, el de San Juan de los Mexicanos y el de San Miguel.27 Desde luego,
no siempre se respetaban estos acuerdos, ya fuese por las ambiciones
de algunos “principales” indios muy influyentes o porque, desde el
punto de vista de los funcionarios del rey, se trataba meramente de una
costumbre. Charles Gibson observó que este mismo procedimiento ro-
tativo se aplicaba en San Juan Tenochtitlan para la elección de alcaldes,
en este caso entre los cuatro barrios principales. Comentó que el sistema
respondía al “sentido estético” del indígena, y que era una imagen del
entrelazamiento cíclico y la simetría del antiguo calendario mesoame-
ricano.28 Si es así, cabría suponer que para ellos la ciudad y sus barrios
eran efectivamente una imagen o contraparte física del cosmos.
Los regidores de los cabildos indios urbanos eran de número varia-
ble. En Tenochtitlan llegó a haber doce, un número que quizás tenía una
resonancia bíblica. Llegó a haber veinte alcaldes en el siglo xviii, lo cual
puede haber sido una manera de contener las tendencias centrífugas y
administrar la creciente población. En efecto, a fines de la colonia este
gobierno sufrió (o se benefició de, según se vea) la secesión de varios
antiguos “barrios”, que se convirtieron en repúblicas con gobernador
propio: Guadalupe, Ixhuatepec, Magdalena de las Salinas, San Antonio
de las Huertas y Popotla.29
Las regidurías eran la expresión concreta de las relaciones de poder
dentro de la sociedad indígena. En su distribución se manifestaban las
alianzas, las transacciones y las rivalidades. Por esta razón, los regido-
res pertenecían casi invariablemente a los barrios “mayores” de cada
república. Y cuando en el barrio se redactaban peticiones o escrituras de
cierta importancia, aparecían en lugar destacado entre los firmantes el
regidor del ayuntamiento que era de allí originario, como si fuese una
de las autoridades locales.30
26
 “Autos sobre la elección de gobernador y oficiales de república de Pátzcuaro”, 1712,
agn, Indios, v. 38, exp.13, f.11-14.
27
 “Los principales, común y naturales del barrio de San Juan de los Mexicanos piden
que se anule la elección de gobernador”, 1696, agn, Indios, v. 32, exp. 334, f.295-296.
28
 Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español 1519-1810, México, Siglo XXI Edito-
res, 1967, op. cit., p. 194.
29
 Ibidem, p. 381.
30
 “Francisco Martinez Maranto, natural del barrio de San Salvador de Pátzcuaro, sobre
posesión de un pedazo de tierra de cultivo”, 1764, Archivo Histórico Municipal de Pátzcuaro,
caja 45b-3.

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origen y conformación de los barrios de indios 117

En los barrios “menores” y en los pueblos sujetos por lo común ha-


bía solamente uno o dos regidores y un alcalde. La Recopilación de leyes
de indias establecía que los lugares que tuvieran más de ochenta familias
tenían derecho a dos alcaldes o regidores, pero en la práctica esto depen-
día de tradiciones locales y, también, de la presencia o ausencia de un li-
naje noble.31 Los barrios solían tener asimismo alguaciles que auxiliaban
al alguacil mayor del cabildo indígena en incidentes concretos de orden
público, como aprehensión de reos, rondas nocturnas y confiscación de
bebidas prohibidas; también colaboraban en la vigilancia de la cárcel. A
estos alguaciles se les llamaba a veces con el nombre nahua de topiles,
incluso entre grupos que no eran de este idioma.
Un cargo menos visible pero muy importante en los barrios era el
del mandón, tequitlato (en nahuatl) u ocambeti (en tarasco). Este cargo
provenía de la organización política prehispánica, y se mantuvo por su
arraigo y evidente utilidad. En general, debían estar a las órdenes del
gobernador y, en específico, eran responsables del cobro del tributo y
de la organización de los servicios personales obligatorios.32 Casi inva-
riablemente aparecían en los actos de medición y posesión de tierras,
proporcionando su aprobación o haciendo constar su oposición a los
actos judiciales ordenados por los funcionarios o tribunales españoles.33
Los mandones no eran considerados como “oficiales de república”, ni
asistían en principio a las reuniones del cabildo. Podían ser hombres
del común, y como cualquier otro pagaban tributo y tenían que acudir
al servicio personal. Por otro lado, eran importantes en los barrios, y
podían tener cierta modesta movilidad ascendente, dado que el servicio
a la república era una vía para ser considerado “principal”.
Cuando en los barrios había que decidir sobre asuntos graves (como
arrendamiento de tierras) o era necesario hacer alguna representación
a las autoridades, era habitual que junto con los regidores y alcaldes
fuesen convocados otros personajes de autoridad. Eran éstos los nobles
o principales (entre los cuales se encontraban invariablemente los caci-
ques, si los había), el prioste de la cofradía o del hospital y el fiscal de la
iglesia. Esto es peculiar, porque el gobierno civil indígena y el eclesiás-
tico debían en principio correr separadamente. El cabildo y los oficiales
31
 Antonio Rodríguez Dougnac, Manual de historia del derecho indiano, México, Universi-
dad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1994, p. 329.
32
 Véase Carlos Paredes Martínez (ed.), “Y por mí visto...” Mandamientos, ordenanzas, li-
cencias y otras disposiciones virreinales del siglo xvi, México, Universidad Michoacana de San
Nicolás Hidalgo-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social,
1994, p. 311-312.
33
 Jorge González Aragón, “Las casas indígenas de la ciudad de México en los inicios
de la colonia”, revista Elementos. Ciencia y Cultura, Benemérita Universidad Autónoma de
Puebla, n. 34.

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de república dependían de la jurisdicción real, mientras que cofradías


y hospitales obedecían al fuero eclesiástico. Sin embargo, en los barrios
ambas jurisdicciones se confundían. Las mismas autoridades virreina-
les fomentaban inadvertidamente estas ambigüedades, porque unas
veces ordenaban que los fiscales de la iglesia fuesen electos junto con
los demás oficiales de república, y otras que los designaran los curas
párrocos (véase el trabajo de Lidia Gómez, en este volumen). De todos
modos, es muy probable que a los indígenas les tuvieran sin cuidado
las sutiles distinciones jurídicas entre “bienes de república” y “bienes
de la iglesia”. Las autoridades españolas, por su lado, solamente co-
menzaron a ver con malos ojos estas promiscuidades jurisdiccionales
en fechas muy tardías.

Las tierras de los barrios

La situación de las tierras de los barrios fue muy variada, lo cual refleja
la heterogeneidad de los procesos históricos que les dieron origen. No
era raro que en una misma población un barrio careciera de tierras su-
ficientes, mientras otro gozara de tales extensiones que dedicaba parte
de ellas a arrendarlas.34 Pesaba también la inexistencia de un marco
general jurídico sobre las tierras de los barrios urbanos (que estaba en
contraste bien definido para los pueblos rurales).
La legislación hispánica estableció muy prontamente que la con-
quista no anulaba los derechos de propiedad de los indios. Así, muchos
barrios podían alegar como títulos válidos las concesiones otorgadas
por los reyes “de la gentilidad” prehispánica, o incluso la simple y con-
tinua posesión (esto es, la ocupación “inmemorial” sin contradicción de
terceros). Por esta razón, los españoles aceptaron inicialmente los deta-
llados mapas que especificaban cuidadosamente la propiedad urbana,
así como la opinión de los antiguos jueces de calpulli y de los ancianos
que servían como testigos. Fue el caso, por ejemplo, de los habitantes de
los barrios de la ciudad de México.35 De esa manera, los indios quedaron
en una situación de relativa igualdad con los españoles y pudieron go-
zar de tierras, bosques, salinas, pesquerías y otros valiosos recursos.
Los barrios podían recibir mercedes virreinales otorgadas para
dotarles de tierras, o bien para bienes comunes, sostenimiento de co-
34
 William B. Taylor, Terratenientes y campesinos en la Oaxaca colonial, Oaxaca, Instituto
Oaxaqueño de las Culturas, 1998, p. 96, 97.
35
 Edward E. Calnek, “Conjunto urbano y modelo residencial en Tenochtitlan”, en Calnek
et al., Ensayos sobre el desarrollo urbano de México, México, Secretaría de Educación Pública,
1974, p. 11-65.

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origen y conformación de los barrios de indios 119

fradías u hospitales. Los virreyes también fueron particularmente cui-


dadosos de preservar los derechos agrarios de los indios que fueron
desplazados de sus lugares de origen para poblar las ciudades, como
parte de los programas de congregación de fines del siglo xvi y prin-
cipios del xvii.36 Como norma general, las tierras que habían poseído
anteriormente seguían siendo suyas aunque ya no las cultivaran, y
toda venta carecía de valor legal. En 1635, los barrios de Santa Ca-
talina y Santa María la Redonda, de Valladolid de Michoacán, recu-
rrieron a estas ordenanzas para ganar un amparo contra un poderoso
propietario y funcionario español, quien se les metía en sus tierras y
hacía diversas vejaciones.37 Los indios de San Sebastián, inmediatos a
Querétaro, también reclamaron durante muchos años las tierras que
según decían les había dado el virrey marqués de Guadalcázar en el
momento de su congregación.38
La situación de otros barrios era más precaria, sobre todo cuando
los indígenas habían sido congregados expresamente para proporcio-
nar servicio a los pobladores españoles. A veces, por esta razón, se les
llamaba “naboríos”, indicando así que eran dependientes sin tierras ni
bienes propios. Es el ejemplo de Jalatlaco, junto a Antequera de Oaxaca,
construido en tierras cedidas por la villa, y que por esta razón debían
dar servicio a la ciudad y a los pobladores españoles. Su vecino inme-
diato, el barrio de San Juan, fue fundado sin iglesia propia, oficiales de
república ni mercado (aunque con el tiempo llegó a ser pueblo “de por
sí”, con el nombre de Trinidad de las Huertas).39 La condición de los
“naturales” de los barrios de Puebla era muy similar: recibieron el uso
de las tierras donde tenían sus casas y huertas, pero el ayuntamiento
español conservó la propiedad, especificando que las cedía “sólo por
el tiempo y voluntad de esta ciudad”.40
Algunos barrios de indios que no tenían tierras suficientes se vieron
favorecidos por una peculiar evolución del derecho agrario colonial. En
efecto, en 1685, la Corona retomó una casi olvidada ordenanza anterior
y dispuso que los pueblos de indios tendrían derecho a 600 varas en

36
 Véase el marco legal en el “Estudio preliminar”, de Ernesto de la Torre Villar, a Las
congregaciones de los pueblos de indios. Fase terminal: aprobaciones y rectificaciones, México, Univer-
sidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1995, p. 7-74.
37
 El gobernador, alcaldes y regidores de los barrios de Valladolid sobre usurpaciones
que les hace el alférez Figueroa”, 1635, agn, Indios, v. 12, exp.200, f. 124.
38
 Documentos para la historia urbana de Querétaro. Siglos xvi y xvii, introd. de José Ignacio
Urbiola Pemisán, México, [sin editor], 1994.
39
 John K. Chance, Razas y clases en la Oaxaca colonial, México, Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes-Instituto Nacional Indigenista, 1982, p. 114, 115.
40
 Pedro López de Villaseñor. Cartilla vieja de la nobilísima ciudad de Puebla, 1781 (facsímil),
pról. de Arturo Córdova Durano. México, Gobierno del Estado de Puebla, 2001, p. 105, 106.

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120 Felipe Castro Gutiérrez

cuadro de tierras (aproximadamente, 101 hectáreas), aun cuando no


tuvieran títulos formales. En 1695, ante las quejas de los hacendados,
se especificó que los asentamientos beneficiados deberían ser pueblos
“de por sí” (y no “barrios”), lo cual demostrarían al tener iglesia con el
Santísimo Sacramento, oficiales de república y documentos en que se
les mencionara como pueblo.41
Es por esta razón que muchos barrios comienzan a llamarse a sí
mismos “pueblos”, o bien “barrios y pueblos”. No se trataba de una
cuestión geográfica (la inclusión o no dentro del núcleo urbano) sino
jurídica. En principio, un barrio no tenía tierras propias, sino que com-
partía las de su cabecera. En cambio, un “pueblo” tenía derecho a lo
que a veces se denomina en la historiografía contemporánea, un tanto
equívocamente (porque el término es en realidad tardío) como “fundo
legal”. Aunque la práctica de nombrarse “barrio y pueblo” puede pare-
cernos confusa, en realidad era muy clara: las autoridades comunitarias
estaban aludiendo cuidadosamente a dos situaciones jurídicas muy
distintas entre sí.
Hubo barrios urbanos que vieron reconocidos sus derechos agra-
rios, aunque sus habitantes ya no eran realmente agricultores y a veces
no tuvieran más que unas pocas familias.42 Desde luego, una cosa era
que los tribunales aceptaran este derecho y otra muy distinta que la
decisión tuviera efecto. Debe tenerse en cuenta que alrededor de las
ciudades prácticamente no había tierras baldías, de modo que podía
suceder lo que en este volumen refiere Jesús Gómez para el caso del
barrio de San Marcos, de Aguascalientes: se reconocía el derecho de los
indios, pero se juzgaba imposible su ejecución.
Cuando los barrios tenían tierras propias, el cabildo y los gober-
nadores de la “república” organizaban y supervisaban su distribución
y utilización. Si había un crecimiento demográfico, otorgaban solares
“eriazos” o abandonados a los solteros, con lo cual a la vez que aten-
dían este problema, acrecentaban las tierras ocupadas y se protegían
de posibles usurpaciones. Lo mismo ocurría con los indios migrantes
que querían registrarse en el barrio y que eran recibidos sin inconve-
niente alguno. Los nuevos poseedores quedaban obligados a construir
su casa, cultivar su parcela y contribuir con las obligaciones laborales y

41
 Sobre este tema, véase Stephanie Wood, “The Fundo Legal or Lands por Razón de
Pueblo: New Evidence from Central New Spain”, en Arij Ouweneel and Simon Miller (eds.),
The Indian Community of Colonial Mexico. Fifteen Essays on Land Tenure, Corporate Organizations,
Ideology and Village Politics, Amsterdam, Centro de Estudios y Documentación Latinoameri-
canos, 1990, p. 117-129.
42
 Por ejemplo, “Composición de las tierras del pueblo de Santa Ana (Valladolid)”, 1713,
Archivo de Notarías de Morelia, Tierras y aguas, v. 6, f. 507-514.

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origen y conformación de los barrios de indios 121

tributarias de la “república”. Los oficiales de república administraban


asimismo los bienes de comunidad (que en algunos casos llegaban a ser
considerables) y debían firmar todos los contratos de arrendamientos
o enajenaciones de solares y tierras.
La mayor amenaza para las tierras, solares y aguas de los barrios
urbanos no parece haber venido de la violencia de la conquista ni de
usurpaciones posteriores de los propietarios españoles. De hecho, llega-
ba a ocurrir que los ayuntamientos españoles no tenían ejidos o propios
(Pátzcuaro) o tuvieron grandes dificultades para obtenerlos (la Villa de
Antequera) porque casi todas las tierras adyacentes estaban ocupadas
por los barrios de indios.43
Los problemas para la integridad de las tierras indígenas más bien
se derivaron de la venta de tierras que de manera individual realizaban
diversos poseedores nativos. La formación temprana de un mercado de
tierras es evidente, a pesar de que los tratadistas del siglo xvi, como el
oidor Alonso de Zorita, consideraban que estos bienes eran una propie-
dad comunitaria no enajenable.44 Esta discordancia se debe en parte a
que estos cronistas nos dejaron una versión idealizada de la realidad,
pero también a que el control comunitario de la tierra fue degradán-
dose con el tiempo. Así, tierras y solares comenzaron a se objeto de
compra, arriendo y herencia tanto entre indios, como entre indios y
españoles.45
Hay que tener en consideración asimismo que no todas las tierras
de los pueblos y barrios de indios eran comunitarias; también existían
las patrimoniales, asimiladas durante la colonia a propiedad privada.
El trabajo de Rebeca López Mora, en esta misma obra, demuestra que
los habitantes indígenas de la ciudad de México se beneficiaban de su
pasado imperial: tenían tierras no solamente en Tenochtitlan, sino tam-
bién en otras partes, como en las inmediaciones del Tepeyac e incluso
en regiones alejadas, como Tula. También parecería que la aseveración
común de que los macehuales solamente tenían el usufructo de tierras
comunitarias no es del todo verdadera; hay indios del común que here-
daban, compraban y vendían tierras. Era más una dificultad derivada
de su condición social que una restricción jurídica.

43
 William Taylor, “Haciendas coloniales en el valle de Oaxaca”, en Enrique Florescano
(coord.), Haciendas, latifundios y plantaciones en América Latina, México, Siglo XXI Editores,
1975, p. 71-104.
44
 Alonso de Zorita, loc. cit.
45
 Alejandro Alcántara Gallegos, “Los barrios de Tenochtitlan. Topografía, organización
interna y tipología de sus predios”, en Pablo Escalante Gonzalbo (coord.). Historia de la vida
cotidiana en México. Mesoamérica y los ámbitos indígenas de la Nueva España, México, Fondo de
Cultura Económica-El Colegio de México, 2004, v. 1, p. 167-198.

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122 Felipe Castro Gutiérrez

Los barrios de indios y el historiador

Los barrios indios de las ciudades novohispanas probablemente no


cumplían el ideal renacentista de ciudad, pero tenían orden, gobierno y
justicia. Los gobernadores llevaban buena cuenta y razón de todos sus
habitantes; cobraban los tributos y organizaban los servicios personales
sin más dificultades que las que tenían sus equivalentes campiranos.
Desde luego, no eran espacios ideales. Los indígenas en esta socie-
dad colonial vivían en condiciones a veces duras y difíciles, obligados
a cumplir con múltiples y pesadas obligaciones tributarias, forzados a
aceptar violencias y humillaciones cotidianas, reducidos a mal vender
sus mercancías o trabajar por magros salarios. Pero aun así, los barrios
les ofrecían un espacio de convivencia, de decisión de sus propios asun-
tos, de participación en cargos civiles y eclesiásticos, de administración
de algunos bienes comunes, y de celebración colectiva en la fiesta anual
de la parroquia, cuando los “hijos” del barrio acudían a venerar a su san-
to o a la virgen patrona y animaban las calles con vistosas procesiones.
Para las autoridades civiles y eclesiásticas, los barrios les permitie-
ron cumplir con los imperativos morales de protección jurídica y segre-
gación habitacional de los indígenas, a la vez que aseguraban de una
manera simple y más o menos eficaz las tareas fiscales, gubernativas,
evangélicas y de orden público. Y así fue durante más de dos siglos,
hasta que varios procesos convergentes acabaron por corroer su razón
de ser y dieron fin a su existencia autónoma, como puede apreciarse
en otros trabajos de este mismo volumen. Los barrios tarde o tempra-
no acabaron convirtiéndose en asentamientos suburbanos, en la parte
marginal y pobre de la ciudad mestiza.
No obstante, la integración progresiva de los barrios no implicó
necesariamente la desaparición de su identidad particular. Las transfor-
maciones sociales, políticas y demográficas habían pasado a su través
durante los varios siglos coloniales; y siguieron transformándose en
la época independiente y contemporánea. También tuvieron continui-
dades, y aun hoy día pueden reconocerse las antiguas plazas, iglesias
y mercados, visitar los viejos sitios de encuentro y sociabilidad, y los
santos y vírgenes recorren todavía las calles. Ya no son lo que fueron
hace tres o cuatro siglos; pero por otro lado aun es fácil distinguirlos
de las “colonias” y “fraccionamientos” clasemedieros, creados por las
compañías inmobiliarias en las últimas décadas. Los antiguos barrios
de indios tienen una historia que aun no ha concluido. Es algo en lo
que el historiador puede legítimamente interesarse y, por el camino,
contribuir a devolver a la ciudad un pasado que merece recordarse.

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