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La ciudad era pensada como una república, y ésta como un cuerpo jerarquizado en cuya cabeza se situaba una
corporación dotada de atribuciones jurisdiccionales, políticas y militares: el Cabildo. Era la corporación de los vecinos.
Sin embargo, debía compartir el poder con otras, como la Iglesia o la burocracia imperial.
Sin embargo, durante el siglo XVIII esas elites urbanas se renovaron sustancialmente por la
incorporación de nuevos miembros y la constitución de nuevos linajes. De este modo, los lugares más
prominentes de esa comunidad que conformaba la “gente decente” empezaron a ser ocupados por
individuos provenientes de la Península. Ellos se incorporaron a través del matrimonio o mediante la
asociación mercantil y crediticia. Buena parte de estos hombres eran parientes de sus futuros suegros o
provenían de los mismos pueblos de origen. Esto contribuyó a conformar grupos de afinidad de intensa
identidad regional que atravesaban a la elite. Así, la distinción entre españoles europeos y americanos
estaba lejos de ser la única y se yuxtaponía a las que distinguían andaluces, catalanes, gallegos, etc. Este
entramado de vínculos, a la vez étnicos, parentales y comerciales, conformaba la estructura básica de la
empresa mercantil colonial y convertía la elección del cónyuge en una cuestión crucial para la ampliación,
reproducción y preservación de los patrimonios acumulados.
Con la reducción a pueblo se buscaba, en principio, garantizar la recaudación tributaria, pero sus propósitos
eran más vastos: se pretendía hispanizar los modos de vida y las culturas indígenas.
Existían innumerables poblados que contenían unos pocos centenares de habitantes y algunos tenían
un estatuto especial: habían sido dotados con el título de “villa” y, por tanto, tenían derecho al
autogobierno y a contar con su propio Cabildo y sus milicias. Más que el tamaño de su población, era esta
distinción jurídico-política la que establecía las diferencias. La condición urbana no era una cuestión de
número; estos poblados tenían lo que la teoría política de la época calificaba como una “personalidad
moral”.
Las normas y las prácticas
La inmigración peninsular fue muy importante en las últimas décadas del siglo XVIII y su influencia
estuvo lejos de restringirse a aquellos individuos que se incorporaron a las elites urbanas. Junto a ellos
llegó una variedad de sujetos mucho menos conocidos que ocupó escalones más bajos en la jerarquía
social urbana y que contribuyeron a darle a la vida de las ciudades una fisionomía más urbana. Tenían, por
cierto, una ambigua e inestable posición social: por origen y color eran firmes aspirantes a integrar la
“gente decente”; por sus ocupaciones, en cambio, tendían a formar parte de la plebe. También en esas
décadas creció enormemente la población esclava así como las castas de pardos y morenos libres. Esta
segunda oleada de urbanización fue acompañada por migraciones internas que diversificaron aún más
las poblaciones urbanas. En tales condiciones, al menos dos procesos se hacían cada vez más evidentes
entre las elites urbanas: un interés creciente por controlar y disciplinar a esa población y modificar sus
costumbres, y algunos intentos por modernizar la gestión urbana.
En particular, el interés se dirigió hacia aquellos segmentos de la población que escapaban a su
control, esos vastos y heterogéneos conglomerados que sólo desde la elite podían ser vistos
homogéneamente como “la plebe”. En este sentido, una antigua figura irá cobrando nuevos significados:
los llamados “vagamundos”. El dispositivo normativo básico para su persecución estaba disponible desde el
siglo XVI. La figura no tardó en emplearse para describir a la población indígena. A su vez, durante la mayor
parte del siglo XVII, el término “vagamundo” era aplicado ante todo a mulatos y negros libres y aun a los
españoles que vivían entre los indios. La situación irá cambiando durante el siglo siguiente. Lo más
importante a destacar es que la persecución a la “vagancia” tenía un propósito principalmente urbano y, si
el dispositivo de punición solía incluir cargos corporales, también preveía la expulsión de la ciudad.
Sin embargo, en la década de 1770, este tipo de persecución comienza a ser también adoptado en las
campañas del interior del país. Esta situación revela otra de las causas de la migración hacia la campaña de
Buenos Aires.
A mediados de la década de 1780, un diagnóstico preciso parece haberse conformado: si la figura de
la vagancia se había ido desplazando de los indios al conjunto de los grupos subalternos, la reducción a
pueblo no era ya una pretensión exclusiva sobre los grupos indígenas sino también sobre ese vasto
conglomerado mestizo que se había configurado. Así, entre las décadas de 1770 y 1790, en distintas
jurisdicciones, se realizaron ingentes esfuerzos desde el poder para reducir y concentrar población dispersa
en pueblos de frontera apelando incluso al traslado forzoso. La pretensión de sujetar a una población
extremadamente móvil iba acompañada de otra: fijar límites precisos para demarcar quiénes podían ser
considerados propietarios legítimos.
Pero, ¿cómo urbanizar la vida de la ciudad? Para ello se requería de la “policía”. Este término
significaba el “buen orden” que debía observarse en las ciudades (polis). Los cabildos eran los primeros
encargados de este poder, y fue también desde la década de 1770 que comenzó a fortalecerse su
capacidad de acción. Las ciudades comenzaron a ser divididas en barrios, y las tareas de policía, asignadas a
los llamados “alcaldes de barrio”.
Este modelo de control de la población y de la vida social, que fue gestado y pensado para la ciudad,
luego intentó ser trasladado a la campaña. No sólo se trasplantaba un dispositivo de control sino también
un modelo de vida. En otros términos, las concepciones ilustradas venían a reformular las arraigadas
visiones de la ciudad como baluarte frente a un ámbito rural visto como peligroso.
Sin embargo, la ciudad y el campo, más que opuestos, eran interdependientes. Si los cabildos habían
sido desde el siglo XVI los encargados de preservar el bien común, ahora las nuevas orientaciones que
provenían de la monarquía ilustrada les exigían además propender a la utilidad pública. La reputación del
Cabildo dependía entonces de su capacidad para regular el abasto urbano, garantizar su abastecimiento e
impedir la escasez y la carestía. La ideología forjada en torno a los cabildos legitimaba a los capitulares
como padres de la patria y protectores de la ciudad en su conjunto, por lo cual eran el centro de todas las
demandas. Esta regulación habilitaba muchos negocios privados. Pero el Cabildo debía intentar limitar de
alguna manera la ambición privada, máxima en una sociedad en la cual las retóricas prevalecientes
repudiaban la codicia. El imperio de “precios justos” era un componente esencial de la legitimidad social de
los cabildos. Esta retórica de legitimación que cimentaba la concepción de la ciudad como cuerpo entraría
en tensión con las concepciones liberalizadoras del comercio que comenzaron a proliferar a finales del siglo
XVIII y llegaría a ser sustituida por éstas.
Es que las ciudades eran, ante todo, mercados. La ciudad no sólo se abastecía del campo sino que era
inundada en forma recurrente por la población rural, cuya producción, si bien se desarrollaba fuera de la
traza urbana, penetraba en sus entrañas.
CAPÍTULO VIII: LAS REFORMAS BORBÓNICAS Y EL VIRREINATO DEL RÍO DE LA
PLATA
Durante el siglo XVIII, la monarquía hispana introdujo modificaciones en sus dominios coloniales
tratando de acrecentar su capacidad de control, asegurar su defensa y fomentar un crecimiento
económico que permitiera aumentar sustancialmente la recaudación fiscal. Estas políticas son conocidas
como las “reformas borbónicas”. Su implementación tuvo efectos muy diferentes en cada región, pero en
todas puso en tensión las relaciones de las autoridades con los distintos grupos sociales, así como las
relaciones entre ellos.
Reformas controvertidas
Las evaluaciones de los historiadores acerca de estas reformas han sido muy diversas. Con todo,
existe consenso acerca de que era la mayor reorganización del imperio colonial desde el siglo XVI. No se
trataba de un fenómeno exclusivamente español, los demás imperios también introdujeron reformas como
resultado de la intensa competencia entre las principales potencias europeas. Por otra parte, las
innovaciones no fueron parte de un plan previamente elaborado sino que se fueron definiendo a través de
iniciativas que tuvieron ritmos desiguales y muy disímil capacidad de ejecución. El período más álgido de
reformas coincidió con el reinado de Carlos III (1763-1788) y con la presencia del ministro José de Gálvez en
la Secretaría de Indias (1775-1787). El impulso reformista cayó durante el reinado de Carlos VI (1789-1808),
dado que la implicación de España en el ciclo de guerras que abrió la Revolución Francesa fue erosionando
la capacidad imperial. En consecuencia, el esfuerzo reformista terminó desembocando en la desintegración
del imperio.
Para mediados del siglo XVIII, las autoridades compartían un diagnóstico: los dominios coloniales
debían funcionar efectivamente como colonias. Para ello necesitaban modificar el modo en que se
gobernaban y transformar el laxo régimen de consensos y negociaciones que había sostenido hasta
entonces la fidelidad de las elites coloniales. Era preciso dotar al imperio de una burocracia más
profesional.
Las reformas estaban orientadas a la búsqueda de una mayor centralización política. La Guerra de los
Siete Años apuró tales reformas debido a las invasiones inglesas en territorios americanos. Se delineó una
estrategia destinada a pasar de un sistema de defensa de algunos puntos estratégicos a uno de defensa
total. Se trataba de un dispositivo que consistía en la fortificación de algunos emplazamientos, la dotación
de regimientos regulares “fijos” y la reorganización del sistema de milicias. A su vez, para la designación de
los principales funcionarios (virreyes e intendentes) fueron preferidos los oficiales de máxima graduación
de los Reales Ejércitos y la Real Armada, el núcleo burocrático más sólido del imperio. Esta estrategia derivó
en un notable incremento del gasto militar y en una transferencia de recursos (situados reales).
El regalismo borbónico entraba en conflicto con componentes clave del profetismo jesuita: erradicarlos se
convirtió en un objetivo central a partir de la expulsión. Tres cuestiones resultaban fundamentales. En primer término,
se trataba de buscar una obediencia completa del clero al Rey. En segundo lugar, desterrar la teoría que justificaba el
tiranicidio. En tercer término, debía afirmarse un nuevo concepto del derecho que tendiera a ratificar la voluntad real
frente a la centralidad de que gozaban las costumbres locales. Los fundamentos de la nueva legitimidad, por tanto, no
podían provenir sino de algunas de las ideas de la Ilustración. No de todas, por cierto, sino de una versión selectiva y
católica que contribuyó a da forma a un estilo de gobierno que se denominó “despotismo ilustrado”.