Está en la página 1de 7

HISTORIA ARGENTINA

“La Argentina colonial” (R. Fradkin y J.C. Garavaglia)

CAPÍTULO VI: VIVIR BAJO CRUZ Y CAMPANA


Las ciudades y los pueblos
El imperio fue imaginado como una extensa red de ciudades, y cada fundación pretendía ser la de
una nueva sociedad hispana, europea y católica en tierras americanas. Cada ciudad fue, primero, una
ciudad formal e ideal y, luego de un lento decurso, una ciudad real que se distanciaba notablemente del
modelo imaginado, cuando no fracasaba directamente en el intento. A mediados del siglo XVIII, esas
“ciudades hidalgas” se habían transformado en realidades extremadamente variadas: no eran ni blancas ni
europeas sino mundos diversos, heterogéneos, inestables y abigarrados.

La ciudad como cuerpo


Cada ciudad tenía sus títulos, su jurisdicción, su santo patrono y un estandarte que simbolizaba la
unión con el rey. Estos lazos tendían a construir identidades locales y sentimientos de pertenencia al
imperio.
La vecindad era la categoría social fundamental de ese peculiar orden político que era la ciudad.
Todas las categorías sociales constituían más actos de enunciación que definiciones objetivas; eran
construcciones mentales a través de las cuales la sociedad identificaba y clasificaba a sus integrantes, y no
un reflejo de lo que cada sujeto era. Sí está claro que el término “vecino” estaba muy lejos de designar al
conjunto de sus habitantes. La condición no devenía de una norma legal que prescribiera con precisión los
atributos que había que reunir para acceder a aquella sino que era una categoría social a la que se accedía
por reconocimiento. Eran aquellos ya reconocidos como vecinos y las costumbres localmente aceptadas los
que regulaban quienes podían ser admitidos como tales. En estas circunstancias, los grupos dominantes de
cada ciudad fueron cerrados y abiertos al mismo tiempo: cerrados, en la medida en que su lógica para
reproducir la preeminencia social tendía a circunscribir al grupo y a diferenciarlo del resto del
conglomerado urbano; y abiertos, porque esas mismas prácticas de reproducción requerían la
incorporación de nuevos miembros.
La vecindad era entendida como un vínculo de lealtad a una comunidad, la ciudad, y se contraponía
a otras lealtades corporativas que también funcionaban en el ámbito urbano. Se buscaba excluir de ella a
los sacerdotes, a los militares regulares e incluso a los burócratas reales, pues se consideraba que eran
integrantes de otros cuerpos y se debían a otras fidelidades. Las mismas prácticas iban definiendo los
atributos de la vecindad. Uno era tener el domicilio fijado en la ciudad aunque no era excluyente, y, sobre
todo, era importante demostrar lealtad hacia ella. Se esperaba que el sujeto fuera cabeza de familia y que
tuviera la casa poblada. El lazo de lealtad y el honor social, en definitiva, debían manifestarse de múltiples
formas. El servicio de milicia y su cursus honorum era una obligación ineludible.
Cada ciudad era una entidad política y cabecera de una jurisdicción más amplia básicamente rural
que se concebía subordinada pero inseparable de ella. La elite urbana ejercía en la práctica una suerte de
autogobierno local por encima del cual sólo funcionaba, hasta la década de 1780, un laxo y débil sistema
administrativo, con reducida capacidad efectiva para intervenir y forzado a negociar con estas elites el
ejercicio de su autoridad.

La ciudad era pensada como una república, y ésta como un cuerpo jerarquizado en cuya cabeza se situaba una
corporación dotada de atribuciones jurisdiccionales, políticas y militares: el Cabildo. Era la corporación de los vecinos.
Sin embargo, debía compartir el poder con otras, como la Iglesia o la burocracia imperial.

Sin embargo, durante el siglo XVIII esas elites urbanas se renovaron sustancialmente por la
incorporación de nuevos miembros y la constitución de nuevos linajes. De este modo, los lugares más
prominentes de esa comunidad que conformaba la “gente decente” empezaron a ser ocupados por
individuos provenientes de la Península. Ellos se incorporaron a través del matrimonio o mediante la
asociación mercantil y crediticia. Buena parte de estos hombres eran parientes de sus futuros suegros o
provenían de los mismos pueblos de origen. Esto contribuyó a conformar grupos de afinidad de intensa
identidad regional que atravesaban a la elite. Así, la distinción entre españoles europeos y americanos
estaba lejos de ser la única y se yuxtaponía a las que distinguían andaluces, catalanes, gallegos, etc. Este
entramado de vínculos, a la vez étnicos, parentales y comerciales, conformaba la estructura básica de la
empresa mercantil colonial y convertía la elección del cónyuge en una cuestión crucial para la ampliación,
reproducción y preservación de los patrimonios acumulados.

Las ciudades y el mestizaje


En las ciudades no vivían sólo los vecinos de origen europeo. Por el contrario, dentro de ese cuerpo
jerarquizado que era la ciudad convivía un conglomerado de grupos heterogéneos y variables. Desde la
perspectiva de la elite, ese vasto conglomerado era percibido como relativamente homogéneo y definido
como la “plebe” de la ciudad. Era parte de la ciudad, pero una parte agregada y subordinada.
Para evitar una generalización abusiva, conviene ofrecer un panorama de estas ciudades. Nos
centraremos en la década de 1770, ya que para la mayoría se dispone datos de esos años. En primer lugar,
de acuerdo con los datos, en todas las gobernaciones la población rural superaba a la población urbana. La
única excepción era Buenos Aires cuya ciudad albergaba al 65% de la población. En segundo lugar, durante
la segunda mitad del siglo XVIII se vivió una segunda fase de urbanización. Aumentó el número de ciudades
y villas; las antiguas crecieron demográficamente y adoptaron modos de vida y administración territorial
más urbanos. Estas ciudades estaban lejos de ser blancas y españolas como la utopía fundadora. Por el
contrario, fueron polos de atracción de población de muy diversos orígenes provenientes de la Península,
de África y Brasil (los esclavos), de otras regiones americanas y de las mismas áreas rurales que las
circundaban. Así, los reducidos grupos elitistas fueron viendo cómo las ciudades se transformaban en
espacios aptos para la formación de conglomerados mestizos.
La mayor parte de las ciudades eran de tamaño reducido, estaban implantadas en áreas con muy
diferente grado de urbanización y sólo algunas descollaban claramente por su tamaño e importancia. Con
todo, seguían siendo los espacios donde se concentraba la población española, pero también la mayor
parte de los esclavos y los grupos mestizos de origen afroamericano, que conformaban casi siempre el
núcleo fundamental de los sectores bajos urbanos. Además, en las ciudades se concentraban los grupos de
poder.

Las villas y los pueblos


La impronta del ideal urbano atravesaba el conjunto de las experiencias sociales coloniales. En este
sentido, desde la “reducción general” ordenada por el Virrey Toledo a finales del siglo XVI, la Corona
intentó que las mismas comunidades indígenas adoptaran un modo de vida urbanizado. Las normas tenían
objetivos precisos: el pueblo debía edificarse en torno a una traza con su plaza y su iglesia en el centro;
cada uno debía sostener un cura doctrinero y adoptar formas institucionales hispanas como el cabildo de
indios o las cofradías. Se trataba de una utopía que pretendía forjar dos mundos corporativamente
organizados y jerarquizados: en la ciudad, la “república de españoles”; en los pueblos, la “república de
indios”. Pero este modelo ideal rígido se correspondía muy mal con realidades sociales signadas por la
movilidad.
Las trayectorias de estos pueblos fueron extremadamente variables y se alejaron completamente de
aquel ideal. Ante todo porque la mayor parte fue dejando de ser propiamente pueblo de indios e incorporó
sujetos españoles, mestizos y castas. Ahora bien, algunos de estos poblados adquirieron un estatuto
particular y se transformaron en villas. De tal modo, ellos también contaban con su propia jurisdicción y su
Cabildo. En algunos casos, como dijimos, estas villas habían tenido su origen en pueblos de indios. En otros
casos, eran aglomeraciones de población forjadas por decisión de la Corona. Hacia la década de 1780,
Tomás de Rocamora recibió un encargo oficial de formar varias villas en el territorio entrerriano, que incluía
la pretensión incumplida de entregar tierras a sus pobladores con el objeto de asentarlos definitivamente.
Cada una fue dotada de su propio Cabildo y de la facultar para formar sus milicias.

Con la reducción a pueblo se buscaba, en principio, garantizar la recaudación tributaria, pero sus propósitos
eran más vastos: se pretendía hispanizar los modos de vida y las culturas indígenas.

Existían innumerables poblados que contenían unos pocos centenares de habitantes y algunos tenían
un estatuto especial: habían sido dotados con el título de “villa” y, por tanto, tenían derecho al
autogobierno y a contar con su propio Cabildo y sus milicias. Más que el tamaño de su población, era esta
distinción jurídico-política la que establecía las diferencias. La condición urbana no era una cuestión de
número; estos poblados tenían lo que la teoría política de la época calificaba como una “personalidad
moral”.
Las normas y las prácticas
La inmigración peninsular fue muy importante en las últimas décadas del siglo XVIII y su influencia
estuvo lejos de restringirse a aquellos individuos que se incorporaron a las elites urbanas. Junto a ellos
llegó una variedad de sujetos mucho menos conocidos que ocupó escalones más bajos en la jerarquía
social urbana y que contribuyeron a darle a la vida de las ciudades una fisionomía más urbana. Tenían, por
cierto, una ambigua e inestable posición social: por origen y color eran firmes aspirantes a integrar la
“gente decente”; por sus ocupaciones, en cambio, tendían a formar parte de la plebe. También en esas
décadas creció enormemente la población esclava así como las castas de pardos y morenos libres. Esta
segunda oleada de urbanización fue acompañada por migraciones internas que diversificaron aún más
las poblaciones urbanas. En tales condiciones, al menos dos procesos se hacían cada vez más evidentes
entre las elites urbanas: un interés creciente por controlar y disciplinar a esa población y modificar sus
costumbres, y algunos intentos por modernizar la gestión urbana.
En particular, el interés se dirigió hacia aquellos segmentos de la población que escapaban a su
control, esos vastos y heterogéneos conglomerados que sólo desde la elite podían ser vistos
homogéneamente como “la plebe”. En este sentido, una antigua figura irá cobrando nuevos significados:
los llamados “vagamundos”. El dispositivo normativo básico para su persecución estaba disponible desde el
siglo XVI. La figura no tardó en emplearse para describir a la población indígena. A su vez, durante la mayor
parte del siglo XVII, el término “vagamundo” era aplicado ante todo a mulatos y negros libres y aun a los
españoles que vivían entre los indios. La situación irá cambiando durante el siglo siguiente. Lo más
importante a destacar es que la persecución a la “vagancia” tenía un propósito principalmente urbano y, si
el dispositivo de punición solía incluir cargos corporales, también preveía la expulsión de la ciudad.
Sin embargo, en la década de 1770, este tipo de persecución comienza a ser también adoptado en las
campañas del interior del país. Esta situación revela otra de las causas de la migración hacia la campaña de
Buenos Aires.
A mediados de la década de 1780, un diagnóstico preciso parece haberse conformado: si la figura de
la vagancia se había ido desplazando de los indios al conjunto de los grupos subalternos, la reducción a
pueblo no era ya una pretensión exclusiva sobre los grupos indígenas sino también sobre ese vasto
conglomerado mestizo que se había configurado. Así, entre las décadas de 1770 y 1790, en distintas
jurisdicciones, se realizaron ingentes esfuerzos desde el poder para reducir y concentrar población dispersa
en pueblos de frontera apelando incluso al traslado forzoso. La pretensión de sujetar a una población
extremadamente móvil iba acompañada de otra: fijar límites precisos para demarcar quiénes podían ser
considerados propietarios legítimos.
Pero, ¿cómo urbanizar la vida de la ciudad? Para ello se requería de la “policía”. Este término
significaba el “buen orden” que debía observarse en las ciudades (polis). Los cabildos eran los primeros
encargados de este poder, y fue también desde la década de 1770 que comenzó a fortalecerse su
capacidad de acción. Las ciudades comenzaron a ser divididas en barrios, y las tareas de policía, asignadas a
los llamados “alcaldes de barrio”.
Este modelo de control de la población y de la vida social, que fue gestado y pensado para la ciudad,
luego intentó ser trasladado a la campaña. No sólo se trasplantaba un dispositivo de control sino también
un modelo de vida. En otros términos, las concepciones ilustradas venían a reformular las arraigadas
visiones de la ciudad como baluarte frente a un ámbito rural visto como peligroso.
Sin embargo, la ciudad y el campo, más que opuestos, eran interdependientes. Si los cabildos habían
sido desde el siglo XVI los encargados de preservar el bien común, ahora las nuevas orientaciones que
provenían de la monarquía ilustrada les exigían además propender a la utilidad pública. La reputación del
Cabildo dependía entonces de su capacidad para regular el abasto urbano, garantizar su abastecimiento e
impedir la escasez y la carestía. La ideología forjada en torno a los cabildos legitimaba a los capitulares
como padres de la patria y protectores de la ciudad en su conjunto, por lo cual eran el centro de todas las
demandas. Esta regulación habilitaba muchos negocios privados. Pero el Cabildo debía intentar limitar de
alguna manera la ambición privada, máxima en una sociedad en la cual las retóricas prevalecientes
repudiaban la codicia. El imperio de “precios justos” era un componente esencial de la legitimidad social de
los cabildos. Esta retórica de legitimación que cimentaba la concepción de la ciudad como cuerpo entraría
en tensión con las concepciones liberalizadoras del comercio que comenzaron a proliferar a finales del siglo
XVIII y llegaría a ser sustituida por éstas.
Es que las ciudades eran, ante todo, mercados. La ciudad no sólo se abastecía del campo sino que era
inundada en forma recurrente por la población rural, cuya producción, si bien se desarrollaba fuera de la
traza urbana, penetraba en sus entrañas.
CAPÍTULO VIII: LAS REFORMAS BORBÓNICAS Y EL VIRREINATO DEL RÍO DE LA
PLATA
Durante el siglo XVIII, la monarquía hispana introdujo modificaciones en sus dominios coloniales
tratando de acrecentar su capacidad de control, asegurar su defensa y fomentar un crecimiento
económico que permitiera aumentar sustancialmente la recaudación fiscal. Estas políticas son conocidas
como las “reformas borbónicas”. Su implementación tuvo efectos muy diferentes en cada región, pero en
todas puso en tensión las relaciones de las autoridades con los distintos grupos sociales, así como las
relaciones entre ellos.

Reformas controvertidas
Las evaluaciones de los historiadores acerca de estas reformas han sido muy diversas. Con todo,
existe consenso acerca de que era la mayor reorganización del imperio colonial desde el siglo XVI. No se
trataba de un fenómeno exclusivamente español, los demás imperios también introdujeron reformas como
resultado de la intensa competencia entre las principales potencias europeas. Por otra parte, las
innovaciones no fueron parte de un plan previamente elaborado sino que se fueron definiendo a través de
iniciativas que tuvieron ritmos desiguales y muy disímil capacidad de ejecución. El período más álgido de
reformas coincidió con el reinado de Carlos III (1763-1788) y con la presencia del ministro José de Gálvez en
la Secretaría de Indias (1775-1787). El impulso reformista cayó durante el reinado de Carlos VI (1789-1808),
dado que la implicación de España en el ciclo de guerras que abrió la Revolución Francesa fue erosionando
la capacidad imperial. En consecuencia, el esfuerzo reformista terminó desembocando en la desintegración
del imperio.
Para mediados del siglo XVIII, las autoridades compartían un diagnóstico: los dominios coloniales
debían funcionar efectivamente como colonias. Para ello necesitaban modificar el modo en que se
gobernaban y transformar el laxo régimen de consensos y negociaciones que había sostenido hasta
entonces la fidelidad de las elites coloniales. Era preciso dotar al imperio de una burocracia más
profesional.
Las reformas estaban orientadas a la búsqueda de una mayor centralización política. La Guerra de los
Siete Años apuró tales reformas debido a las invasiones inglesas en territorios americanos. Se delineó una
estrategia destinada a pasar de un sistema de defensa de algunos puntos estratégicos a uno de defensa
total. Se trataba de un dispositivo que consistía en la fortificación de algunos emplazamientos, la dotación
de regimientos regulares “fijos” y la reorganización del sistema de milicias. A su vez, para la designación de
los principales funcionarios (virreyes e intendentes) fueron preferidos los oficiales de máxima graduación
de los Reales Ejércitos y la Real Armada, el núcleo burocrático más sólido del imperio. Esta estrategia derivó
en un notable incremento del gasto militar y en una transferencia de recursos (situados reales).

La expansión de los jesuitas y el regalismo borbónico


La política reformista afectó los intereses eclesiásticos en la medida en que la centralización política
se expresó también a través de un creciente regalismo, cuyo momento culminante fue la expulsión de la
Compañía de Jesús de todos los territorios imperiales en 1767. La expulsión barría al mayor grupo de
oposición a la política regalista. Hasta entonces, la Compañía había sido una firme aliada de la monarquía
hispana. Pero a mediados del siglo XVIII entraban en abierta contradicción con las pretensiones regalistas
de la Corona. Los eclesiásticos empezaron a ser vistos como un instrumento de la autoridad real y
prácticamente como funcionarios del estado.

El regalismo borbónico entraba en conflicto con componentes clave del profetismo jesuita: erradicarlos se
convirtió en un objetivo central a partir de la expulsión. Tres cuestiones resultaban fundamentales. En primer término,
se trataba de buscar una obediencia completa del clero al Rey. En segundo lugar, desterrar la teoría que justificaba el
tiranicidio. En tercer término, debía afirmarse un nuevo concepto del derecho que tendiera a ratificar la voluntad real
frente a la centralidad de que gozaban las costumbres locales. Los fundamentos de la nueva legitimidad, por tanto, no
podían provenir sino de algunas de las ideas de la Ilustración. No de todas, por cierto, sino de una versión selectiva y
católica que contribuyó a da forma a un estilo de gobierno que se denominó “despotismo ilustrado”.

En el nuevo imaginario político, la monarquía no buscaba su legitimación en su misión trascendente


sino que encontraba argumentos en fines más terrenales, pragmáticos y utilitarios. La Corona obtuvo la
colaboración tanto del clero ilustrado como de integrantes de otras órdenes que, aunque no fueran
entusiastas partícipes de la nueva sensibilidad, veían en la expulsión de los jesuitas una oportunidad para
mejorar su influencia y patrimonio. La política eclesiástica oficial no se orientó tanto a fortalecer al clero
regular, sino que propició fundamentalmente la reforma del clero secular.
En el mundo rioplatense, las relaciones entre jesuitas, elites y autoridades habían tenido una
importancia fundamental, pues no sólo habían sido decisivos para asegurar las fronteras sino también para
someter a los vecinos díscolos de Asunción en 1736. Por otra parte, el peso de la Compañía en la corte era
notable.
Sin embargo, la guerra guaranítica desarrollada entre 1753 y 1756 acrecentó las prevenciones contra
la Compañía. Aunque las evidencias sugieren que los misioneros intentaron contener el levantamiento, su
virulencia era prueba para muchos del fracaso del experimento jesuita y mostraba que la Compañía era una
suerte de estado autónomo dentro del imperio, con indios más leales a ella que a la Corona. Así, el primer
paso fue prohibir esta práctica en 1760. El siguiente fue a decisión tomada en 1767 de expulsar a la
Compañía de todos los dominios españoles.
La orden real llegó secretamente al Río de la Plata en junio; un mes después, estaba ejecutada. Los
miembros de la Orden fueron apresados y embarcados inmediatamente hacia España y los bienes de la
Compañía confiscados y puestos bajo administración estatal. La expulsión, sin embargo, encontró
resistencias aunque no fueron articuladas ni generalizadas. Tales episodios evidencian las estrechas
relaciones que la Compañía había tejido con las elites locales a través de la educación y de su inserción en
la economía local, especialmente por sus actividades financieras. A su vez, atestiguan hasta qué punto ese
entramado local era capaz de absorber a los funcionarios reales y, de no ser posible, ofrecerles franca
resistencia. Las reformas, y particularmente la instalación de intendencias, apuntaban a restringir este
margen de autonomía local.

El Virreinato del Río de la Plata


La decisión imperial de 1776 de separar importantes jurisdicciones del viejo Virreinato del Perú y
constituir uno nuevo con cabecera en Buenos Aires no fue la primera de este tipo que adoptaron los
Borbones. La decisión de organizar el Virreinato fue tomada en el contexto de una aguda confrontación con
la corona portuguesa por el control de los territorios de la cuenca del Plata. Con ella, la pequeña aldea
consolidaba institucionalmente un proceso de crecimiento mercantil que se había iniciado décadas antes y
que se sustentaba en su creciente capacidad para concentrar los circuitos de intercambios legales, ilegales
o para-legales y, en especial, el flujo de buena parte de la circulación de la plata producida en los distritos
del Alto Perú. Ese crecimiento se apoyaba tanto en la recuperación de la minería andina, evidente desde la
década de 1730, como en la creciente importancia del comercio con el Pacífico Sur, que había habilitado la
legalización de la ruta por el Cabo de Hornos en la década de 1740.
Los distritos mineros altoperuanos sostenían el financiamiento de la estructura virreinal, pues
suministraban la mayor parte de los recursos fiscales y testimoniaban el triunfo de los comerciantes del
puerto del Río de la Plata frente a sus competidores limeños. El espacio económico peruano estaba dando
lugar a la constitución de un espacio económico rioplatense.
La designación de un virrey era tan sólo el primer paso; la estructura de gobierno virreinal se
completó en los años siguientes. La habilitación completa del puerto de Buenos Aires al comercio
intercolonial con el Reglamento de Libre Comercio entre España e Indias de 1778 trajo consigo la
legalización de prácticas anteriormente toleradas, un notable incremento del tráfico y la constitución de un
dispositivo administrativo con la instalación de la Real Aduana en Buenos Aires y en Montevideo.
En 1782 el territorio virreinal fue dividido en ocho intendencias o provincias. Esta decisión
modificaba el esquema del poder político colonial porque venía a colocar una camada de hombres nuevos
en la cúspide del poder de cada región, un grupo de burócratas a sueldo y de carrera, reclutados
mayoritariamente en la Península. Los intendentes concentraron atribuciones de los ramos de guerra,
hacienda, justicia y policía, con el propósito de subordinar a los cabildos, aunque los resultados fueron más
complejos de lo previsto.
Un nuevo estamento burocrático se estaba conformando. Si bien más de la mitad de estos
funcionarios era de origen peninsular, el 71% de las esposas de los burócratas era de origen bonaerense. La
conformación de una burocracia profesional desligada de compromisos locales parecía haber quedado a
mitad de camino. Este estamento no era demasiado amplio y su autoridad efectiva siguió dependiendo de
los lazos que pudiera entablar con la elite local. Los vínculos entre intereses privados y posiciones oficiales,
y que hacían posible el ejercicio de la autoridad y la acumulación mercantil, no habían sido desechados por
las reformas sino que habían adoptado nuevas modalidades e incluido a nuevos protagonistas.
Reformas y rebeliones
Hacia 1780, la subsistencia del orden colonial fue amenazada en los Andes por una serie de
movimientos insurreccionales, cada uno con su propia dinámica y características. En noviembre de ese año
el corregidor Arriaga fue ahorcado en manos de un movimiento dirigido por el jefe indígena Túpac Amaru
II. Unos días después, la movilización se expandió por toda el área cuzqueña y adoptó la forma de
insurrección general. Túpac se proclamó Igna-Rey y fue reconocido por buena parte de las comunidades
quechuas del sur andino que vieron en la insurrección la ocasión para restaurar el Tawantisuyu.
Al poco tiempo, Túpac Amaru II había obtenido la adhesión de un amplio territorio indígena que
abarcaba prácticamente todo el sur del Virreinato del Perú. Sin embargo, la proclamación fue rechazada
por otros jefes y curacas andinos que se alinearon activamente con el orden colonial. Esta colaboración
resultó decisiva para que, en enero de 1781, los españoles impidan que los rebeldes se apoderen del Cuzco.
En abril, las fuerzas de Túpac fueron derrotadas, y el 18 de mayo de 1781, éste fue juzgado y muerto. Con
todo, la rebelión no había sido vencida, y la jefatura pasó a su primo. Mientras tanto, la rebelión se había
hecho fuerte en la región de Puno y había estallado también en el Alto Perú.
Poco después, la rebelión alcazaba el altiplano de La Paz, era protagonizada por pueblos aymara y
estaba dirigida por Túpac Katari. El movimiento rebelde que encabezó se caracterizó por su radicalismo
étnico y por establecer un sitio de la ciudad de La Paz prácticamente continuo entre marzo y octubre. El
enfrentamiento fue tan violento que provocó más de 6.000 muertos en una ciudad de 20.000 habitantes.
Las dos alas principales de la insurrección, la quechua, encabezada por los Amaru, y la aymara, dirigida por
Katari, no llegaron a obtener una eficaz coordinación y terminaron derrotadas: el 14 de noviembre de 1781,
Katari fue asesinado.
Al norte de Potosí también había existido otro foco rebelde. En agosto de 1780 comenzaba un
movimiento dirigido inicialmente contra el corregidor, que exigía la liberación de su cacique, Tomás Katari.
En Chayanta los aymaras habían quebrado el sistema de dominación y ejercían el poder regional. Tomás
Katari fue líder de la rebelión hasta su muerte en enero de 1781, cuando el liderazgo pasó a sus hermanos.
El movimiento se radicalizó a tal punto que en febrero los rebeldes sitiaron la ciudad de La Plata y
amenazaron con acabar con toda la población hispana. Para marzo, el movimiento rebelde de Chayanta
había empezado a desgranarse hasta que fue definitivamente derrotado.
La magnitud de la Gran Rebelión no puede explicarse sólo como una respuesta a las reformas
borbónicas, sino que debe integrarse a las dinámicas de resistencia y movilización que los pueblos
andinos venían desplegando desde mucho antes. Sin embargo, es indudable que las reformas tuvieron
incidencia. La legalización del reparto forzoso de mercancías a través de los corregidores en la década de
1750 es sin dudas uno de los motivos que conciliaron inicialmente el odio rebelde. A su vez, las decisiones
de la década de 1770 acrecentaron los descontentos, eran medidas que afectaban seriamente los circuitos
mercantiles indígenas. Además, las reformas alteraron los criterios que regían el cobro del tributo, y el afán
recaudador había extendido la condición de tributarios a pobladores de los pueblos de indios sin tierras
asignadas e incluso a las castas que vivían con ellos.
Tras la represión violenta y sangrienta, las reformas se profundizaron. El sistema de repartos fue
prohibido (aunque estuvo lejos de desaparecer) y los corregidores desplazados: fueron los intendentes y
sus subdelegados los nuevos responsables de la recaudación del tributo. Con los corregidores, las
autoridades también buscaron desplazar a los caciques sospechosos de haber adherido a la rebelión.

Las reformas y las elites locales


El sistema político que había imperado durante más de dos siglos se basaba, en buena medida, en
el consenso que el imperio tenía entre los grupos de elites coloniales. En cierto modo, funcionaba como
un delicado e inestable equilibrio entre los requerimientos metropolitanos, los intereses de las elites
locales y las formas de resistencia de los grupos sociales subalternos. Era una situación de negociación y
renegociación permanente, en la cual la autoridad política debía lidiar y arbitrar entre las redes que
componían las facciones que dividían las elites, lo cual hacía que el ejercicio efectivo de la autoridad
dependiera del consenso que tuviera en el entramado social local.
Las reformas estaban orientadas a romper este equilibrio, en particular la instauración de
intendencias. Pero introdujeron una nueva jerarquía entre las ciudades que alteraba las situaciones
vigentes.
Dada esta nueva situación, los cabildos se veían limitados en su autonomía por la presencia de
intendentes y subdelegados, al tiempo que esas mismas autoridades esperaban que ejercieran un control
más efectivo de la población y los territorios. De esa ambigüedad emerge el mosaico de situaciones que
ofrecen los cabildos durante las reformas y que expresan las diferentes capacidades de las elites para
afrontarlas.
¿Cómo fue la dinámica política en la capital del Virreinato? En Buenos Aires, hasta 1776, el Cabildo
había compartido el poder con un entramado burocrático que se reducía al gobernador, el comandante del
presidio y el obispo. Con la transformación de la ciudad en capital, las cosas cambiarían radicalmente para
los capitulares porteños, acostumbrados a un amplio margen de autonomía. Entre 1776 y 1810, tuvieron
conflictos con todas las nuevas autoridades y forzaron a los funcionarios virreinales a sucesivas
negociaciones. Esta fortaleza, que parecía limitada durante las reformas, volvió a ponerse en evidencia a
partir de 1806.

Los cambios en el comercio y las transformaciones de las elites


Con las reformas no sólo arribaba un contingente de burócratas y militares sino que se acrecentó la
inmigración peninsular, cuyos efectos se hicieron notar en el conjunto social y particularmente en la elite.
La organización del Virreinato y la habilitación del puerto de Buenos Aires al tráfico directo con los
puertos españoles no fueron las únicas medidas que facilitaron la emergencia de nuevos grupos
mercantiles en los que tenían un papel decisivo los mercaderes, que arribaban desde diferentes regiones
de la Península. El azogue era el insumo básico de la minería, y su provisión y precio determinaba el ritmo y
la rentabilidad de la producción. Dado que la producción resultaba insuficiente, la Corona comenzó a
subsidiar la provisión de azogue desde Andalucía y logró reducir casi a la mitad su precio de venta. En 1778,
dispuso que los barcos pudieran desembarcar ese cargamento en Buenos Aires. La legalización de este
tráfico permitió la instalación de asentistas de azogue y, con ello, el acceso a una parte sustantiva de la
plata potosina. A su vez, los envíos del situado militar desde Potosí contribuían a dinamizar el mercado
porteño. Dado que se gastaban en su totalidad en Buenos Aires o Montevideo, estas partidas aumentaban
el volumen de aquellos mercados y convertían a los comerciantes encargados de su transporte en
personajes claves del comercio y el crédito rioplatense.
Otro rubro decisivo eran los esclavos africanos y brasileños. Desde comienzos de siglo, sucesivas
concesiones a ingleses y franceses habían permitido la instalación de asientos negreros en Buenos Aires; en
general, los comerciantes porteños realizaban este tráfico en forma pasiva, comprando esclavos en el
puerto y revendiéndolos en mercados interiores. Desde la década de 1780, emergieron nuevos
protagonistas, y la liberación de la trata negrera impulsó a algunos comerciantes de Buenos Aires y
Montevideo a obtener licencias de importación para realizar un comercio activo fletando los buques
negreros. A cambio, obtenían permisos para la exportación de frutos del país, por lo cual el tráfico de
esclavos empujaba las ventas de cueros y carnes saladas. De esta forma, los comerciantes estaban
modificando el tradicional distanciamiento de la elite mercantil porteña respecto de la producción rural.
Hacia mediados de 1790, parecía que en Buenos Aires se conformaba un núcleo mercantil bastante
autónomo, dispuesto a aprovechar las oportunidades de la renovación imperial.
Puede decirse que el mundo de la elite vivió un proceso de ampliación y renovación que precedió y
acompañó a las reformas. Después tendió a manifestar signos de creciente fragmentación, si bien nunca
era definitiva y siempre había posibilidades de recomposición. Otra dimensión a considerar son las
fricciones que introducían en su interior tanto las reformas como la difusión de nuevas ideas, nociones y
valores. Ahora bien, estas nuevas doctrinas provenían en buena medida de la misma burocracia imperial y
su divulgación se vio facilitada por el vacío que dejó la expulsión de la Compañía de Jesús.
Los ideólogos de las reformas sostenían que la sociedad podía ser moldeada desde el estado y
pensaban a la autoridad como una arquitectura política que debía fijar reglas racionales de
comportamiento y formalizar relaciones y ordenarlas.
Las reformas habían renovado menos a aquella sociedad que lo que habían transformado su
economía y, sobre todo, su cultura y su estilo de vida. Al comenzar el siglo XIX, las elites coloniales tenían
una imagen muy rígida de la sociedad en que vivían, que seguía siendo sustancialmente barroca. Hasta las
nuevas instituciones y autoridades de la monarquía reformadora parecen haberse impregnado de las
concepciones jerárquicas que seguían imperando en la vida social. La efectiva y masiva difusión de las
nuevas ideas y la nueva sensibilidad parecer ser más un efecto de la crisis del orden colonial que una de
sus causas.

También podría gustarte