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Érase una vez un viento cansado. Tan cansado que no era capaz de levantar los
pies para dar un paso. A duras penas podía arrastrarlos.
Y tenía un montón de razones para estar así. Había perdido la cuenta de los
otoños que pasó, de aquí para allá, arrancando hojas de los árboles. Venía de
participar en cientos de huracanes y tornados.
A estas alturas de su vida resultaban ya incontables los marineros que por Turbel
–así se llamaba este viento– tuvieron que rifar las velas de sus embarcaciones.
Mejor dicho, rasgarlas con un cuchillo, antes de que Turbel las destrozara.
Vivió siempre tan atareado que ni siquiera tuvo un rato para sentirse agotado. Y
era un viento viejo. Tenía un pocotón de años encima. Andaba ya por los 2
millones 527 mil 320.
Sí, Turbel era un viento viejo que jamás había tenido tiempo para sentir fatiga.
Iba arrastrando los pies, con la cabeza agachada. Así nadie notaba que estaba
ojeroso, sudoroso y maltrecho. Su estado era lamentable, la verdad.
En un momento, y sin saber por qué, levantó la cara –lo hizo con dificultad– y vio
una nube que atrapó su mirada y lo dejó boquiabierto.
Era tan blanca, tan cálida, tan tierna... que no resistió las ganas de sentarse en
ella.
Y por primera vez en su larga vida, pensó que no importaba el afán, que lo único
que quería era descansar. Estirarse, abrir los brazos, dar enormes bostezos; y así
lo hizo.
La tierra era una alfombra con mil verdes distintos, salpicada de rojos, lilas,
morados, amarillos, blancos y rosas.
– Debe de ser eso que llaman primavera. ¿Será? –alcanzó a dudar Turbel
mientras se rascaba con uno de sus largos dedos la cabeza.
Allí llevaba muchas cosas: un par de pesas para hacer ejercicios. Con ellos
templaba los músculos del pecho y ganaba fuerza para soplar; pastillas para la
garganta, pues a veces se le secaba de tanto aullar; hojas de eucaliptos y menta
para preparar infusiones y hacer gárgaras; una brújula para no equivocarse
jamás en su manera de girar, y miles de secretos más que Turbel guardaba con
celo.
Pues bien, del fondo del morral de cachivaches, sacó unos pequeños binóculos y se
dedicó a fisgonear la tierra. Vio los árboles cargados con flores de todos los
colores. Algunos tenían tantas y tan grandes que sus ramas encorvadas tocaban el
suelo.
Ya no le cabía la menor duda: lo que estaba viendo era eso que llamaban
primavera. Nunca le había sobrado un rato, para conocerla. ¡Cómo siempre viajó
sin parar de aquí para allá, de norte a sur, de oriente a occidente para cumplir
con puntualidad su apretada agenda!
Cuando Turbel era un viento bebé ella le soplaba cuentos e historias fantásticas.
La abuela fue una gran contadora de cuentos. De los lugares más remotos recibía
invitaciones para arrullar con sus relatos a los vientos recién nacidos.
Ella atendía con cariño cada llamado. Preparaba su equipaje: un costal pintado
con lunas y estrellas, donde acomodaba los cuentos y las velas.
"Los cuentos sólo se dejan contar a la luz de una vela", decía Brisilda. Y ella tenía
una vela especial para cada uno.
"Vela y cuento deben ser de igual tamaño, decía, para que se apaguen al mismo
tiempo y se refundan juntas en el sueño".
Brisilda cargaba entonces velas cortas para los cuentos cortos, velas más largas
para las historias más largas.
Pues bien, la abuela Brisilda le habló con frecuencia a su nieto de los cerezos en
flor: "Un árbol que en primavera se llena de pinceladas lilas y moradas: están
suspendidas en el aire, como sostenidas de la nada". Así los describía. Estas
pinceladas lograban embrujar a Brisilda.
Y por primera vez en sus 2 millones 527 mil 320 años le dieron ganas de no ser un
viento rápido destrozón.
Abrió de nuevo los ojos –los había cerrado de la emoción– y volvió a mirar hacia
la tierra.
Y descubrió a una niña de trenzas negras y vestido de flores lilas, rojas y verdes.
Se entretenía tratando de adivinar su cara reflejada en un charco de agua de
lluvia.
Hasta los oídos de Turbel llegó el rumor de una canción que entonaba la niña.
Formó una especie de caracol con las manos para escuchar mejor. Esto cantaba
ella:
Turbel sintió deseos de ser brisa para hacerle cosquillas en el cuello. Pero claro,
como era un viento veloz no podía hacerlo. Y tuvo una idea. disfrazarse de brisa.
Fue tanto el esfuerzo que la cabeza le empezó a dar vueltas; le dolía. Al fin se le
ocurrió una idea: taponarse la boca con una mota de nube blanca; así no soplaría
tan fuerte. Le pidió a la nube que le regalara una mota para realizar su plan.
La nube le dijo inmediatamente que sí. Ella misma se encargó de elegir la más
adecuada.
Turbel la acomodó, con cuidado, en el bolsillo de su chaqueta: Una chaqueta
especial que usan los vientos para aguantar el frío que sienten cuando corretean
por el cielo. Así la tendría a mano en el momento de actuar. Organizó su equipaje,
el morral de cachivaches y cuando estuvo listo le zampó un besote a la nube y
partió en dirección a la tierra.
Pensó que sería mejor hacer una prueba: "No vaya a resultar todo un desastre" –
se dijo–. Frenó en seco. Provocó un verdadero alboroto, pues el cielo estaba
anubarrado.
Sopló. Pero sopló igual a como lo había hecho durante su ya larga vida. La mota
de nube blanca salió despedida, muy lejos, hecha pedazos.
"No soy brisa", se dijo Turbel desconsolado. Pero no se dio por vencido. Regresó
a la nube –la quería ya como a una cómplice de travesuras–, y se sentó.
Dos inmensos lagrimones rodaron por las mejillas de este viento que tampoco
había tenido nunca tiempo para llorar. Las secó con sus manazas. Frunció el ceño
y así, cejijunto, se puso a pensar. Tenía que encontrar la manera de convertirse en
brisa.
La nube decidió ayudar a su amigo a encontrar una solución. "¡Ya sé! –gritó
cuando se le ocurrió una idea–. Te amarras las piernas; así "¡no podrás correr!".
Las piernas de los vientos son como dos largos velos. Amarrarlas resultó una
tarea un poco complicada. Turbel se elevó; se quedó quieto suspendido en el aire
con las piernas flotando.
Fue entonces cuando Turbel recordó que un día, casi un millón de años atrás, su
abuela Brisilda le había regalado "El libro de las sorpresas: enciclopedia de
palabras fantásticas".
Se tomó la cabeza con las dos manos y repitió en voz alta: "Airecillo: aire
lento...".
Resultó ser más sencillo de lo que imaginaba. Si quería ser brisa simplemente
debía cambiar de velocidad al andar. Olvidarse de su velocidad de ráfaga, y
aventurarse en el mundo con un nuevo paso.
Pronto descubrió el secreto: saborear cada paso. Uno, dos; uno dos... fue
avanzando lentamente... Y fue tanto lo que alcanzó a sentir con los pies, que lo
invadió el placer de liberarse del afán que lo acompañó durante casi 2 millones
527 mil 320 años...
¡Con la pisada recién estrenada Turbel sentía, una a una, las nubes que
navegaban, a su lado, por el cielo!.
Las pudo hasta contar con los largos dedos de sus manos: una, dos, tres, cuatro...
Incluso se permitió fantasear: imaginó que una nube tenía forma de pájaro, que
aquella de más allá era igualita a una cometa. Y cerró los ojos del susto, pues vio a
una que parecía un fantasma.
Llegó a la tierra. Justo al sitio donde estaba el cerezo en flor y la niña que se había
arrimado a su sombra.
Sopló suave, como lo hacen las brisas. Apenas dos o tres pinceladas lilas
suspendidas en el aire, se desprendieron de la nada y cayeron sobre la mejilla de
la niña.
Ella sintió una delicada cosquilla sobre su piel: abrió por un instante sus ojos y
sonrió.