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TURBEL, EL VIENTO QUE SE DISFRAZÓ DE BRISA

Érase una vez un viento cansado. Tan cansado que no era capaz de levantar los
pies para dar un paso. A duras penas podía arrastrarlos.

Y tenía un montón de razones para estar así. Había perdido la cuenta de los
otoños que pasó, de aquí para allá, arrancando hojas de los árboles. Venía de
participar en cientos de huracanes y tornados.

En su larga lista de quehaceres cumplidos, figuraban también millones de


tornillos desatornillados, mástiles de buques desamarrados, campos de trigo y de
flores arrasados.

A estas alturas de su vida resultaban ya incontables los marineros que por Turbel
–así se llamaba este viento– tuvieron que rifar las velas de sus embarcaciones.
Mejor dicho, rasgarlas con un cuchillo, antes de que Turbel las destrozara.

Vivió siempre tan atareado que ni siquiera tuvo un rato para sentirse agotado. Y
era un viento viejo. Tenía un pocotón de años encima. Andaba ya por los 2
millones 527 mil 320.

Sí, Turbel era un viento viejo que jamás había tenido tiempo para sentir fatiga.

Iba arrastrando los pies, con la cabeza agachada. Así nadie notaba que estaba
ojeroso, sudoroso y maltrecho. Su estado era lamentable, la verdad.

En un momento, y sin saber por qué, levantó la cara –lo hizo con dificultad– y vio
una nube que atrapó su mirada y lo dejó boquiabierto.

Era tan blanca, tan cálida, tan tierna... que no resistió las ganas de sentarse en
ella.

Y por primera vez en su larga vida, pensó que no importaba el afán, que lo único
que quería era descansar. Estirarse, abrir los brazos, dar enormes bostezos; y así
lo hizo.

Se desplomó panza arriba y despatarrado, como si fuera un viento comodón.

Se enrollaba para un lado, se enrollaba para el otro formando un ovillo. En


verdad estaba tan, pero tan a gusto sobre esa nube que no le importó que los días
volaran sin querer hacer nada.

Ni siquiera le hizo caso al pí-pí-pí de su reloj que le anunciaba el comienzo del


otoño en Chile y Argentina. Ni se inmutó cuando escuchó la señal enviada por los
vientos del norte que necesitaban su ayuda para formar un huracán.
Resultaba tan placentero estar así, acunado en la nube, que terminó
desconectando la alarma del reloj para que nada interrumpiera aquel deleite.

No recordó tampoco el SOS de Trombondó. Así se llama un viento que vive en el


lejano Chocó, un rincón del mundo donde el mar abraza a la selva y no para de
llover.

Trombondó necesitaba auxilio en su tarea interminable de estrellar nubes contra


la montaña y convertirlas en lluvias. Estaba un tris desalentado y no quería que
por su debilidad Chocó perdiera su fama como uno de los lugares más lluviosos
de la tierra.

Pero Turbel prefirió seguir disfrutando de la quietud. Cuando no estaba dormido


miraba en el cielo las estrellas que jugaban y las nubes pequeñas y blancas que se
acercaban y alejaban al ritmo de la brisa.

Un día un aroma desconocido lo hizo incorporarse. Se asomó a una especie de


balcón que tenía su nube y miró hacia abajo, hacia la tierra, pues desde allá subía
la peculiar fragancia.

¡Quedó maravillado! No podía creer lo que estaba viendo. Se enderezó, se


restregó los ojos y cuando recobró la calma se dedicó a observar.

La tierra era una alfombra con mil verdes distintos, salpicada de rojos, lilas,
morados, amarillos, blancos y rosas.

– Debe de ser eso que llaman primavera. ¿Será? –alcanzó a dudar Turbel
mientras se rascaba con uno de sus largos dedos la cabeza.

Se arrodilló y acercó su morral de cachivaches, una verdadera caja de


herramientas que siempre cargaba.

Allí llevaba muchas cosas: un par de pesas para hacer ejercicios. Con ellos
templaba los músculos del pecho y ganaba fuerza para soplar; pastillas para la
garganta, pues a veces se le secaba de tanto aullar; hojas de eucaliptos y menta
para preparar infusiones y hacer gárgaras; una brújula para no equivocarse
jamás en su manera de girar, y miles de secretos más que Turbel guardaba con
celo.

Pues bien, del fondo del morral de cachivaches, sacó unos pequeños binóculos y se
dedicó a fisgonear la tierra. Vio los árboles cargados con flores de todos los
colores. Algunos tenían tantas y tan grandes que sus ramas encorvadas tocaban el
suelo.

¡Vio también tal cantidad de pájaros revoloteando...! Parecía que llegaban de un


largo viaje.
Todos cargaban al hombro un pequeño atadito, con las pertenencias más
queridas.

Turbel los espió unos minutos. En los árboles, descargaban su equipaje y se


dedicaban a fabricar sus nidos.

Ya no le cabía la menor duda: lo que estaba viendo era eso que llamaban
primavera. Nunca le había sobrado un rato, para conocerla. ¡Cómo siempre viajó
sin parar de aquí para allá, de norte a sur, de oriente a occidente para cumplir
con puntualidad su apretada agenda!

Siguió examinando la tierra. Estaba realmente embobado. De repente vio algo


que no le resultó del todo extraño: un árbol adornado de mil pinceladas lilas. Y se
iluminó un recuerdo que tenía refundido en el fondo de su mollera gris: el de su
abuela Brisilda.

Cuando Turbel era un viento bebé ella le soplaba cuentos e historias fantásticas.
La abuela fue una gran contadora de cuentos. De los lugares más remotos recibía
invitaciones para arrullar con sus relatos a los vientos recién nacidos.

Ella atendía con cariño cada llamado. Preparaba su equipaje: un costal pintado
con lunas y estrellas, donde acomodaba los cuentos y las velas.

"Los cuentos sólo se dejan contar a la luz de una vela", decía Brisilda. Y ella tenía
una vela especial para cada uno.

"Vela y cuento deben ser de igual tamaño, decía, para que se apaguen al mismo
tiempo y se refundan juntas en el sueño".

Brisilda cargaba entonces velas cortas para los cuentos cortos, velas más largas
para las historias más largas.

Cuando estaba lista se amarraba un pañuelo a la cabeza. Le gustaba que durante


el viaje, las brisas jugaran con su cabello y le despejaran la cara. Una cara tan
dulce que parecía hecha de algodón de azúcar.

Pues bien, la abuela Brisilda le habló con frecuencia a su nieto de los cerezos en
flor: "Un árbol que en primavera se llena de pinceladas lilas y moradas: están
suspendidas en el aire, como sostenidas de la nada". Así los describía. Estas
pinceladas lograban embrujar a Brisilda.

"Sí, claro", pensó Turbel –mientras buscaba un acomodo que le permitiera


curiosear mejor–: "Esos son los cerezos en flor".
Los miró y los miró largo rato. ¡Eran tan frágiles, tan hermosos! Le pasó igual
que a la abuela: quedó embelesado. Tuvo que enredarse en la baranda del balcón
para no caer al vacío. ¡Estaba tan conmovido!

Y por primera vez en sus 2 millones 527 mil 320 años le dieron ganas de no ser un
viento rápido destrozón.

Abrió de nuevo los ojos –los había cerrado de la emoción– y volvió a mirar hacia
la tierra.

Este viento en verdad estaba hipnotizado.

Y descubrió a una niña de trenzas negras y vestido de flores lilas, rojas y verdes.
Se entretenía tratando de adivinar su cara reflejada en un charco de agua de
lluvia.

Hasta los oídos de Turbel llegó el rumor de una canción que entonaba la niña.
Formó una especie de caracol con las manos para escuchar mejor. Esto cantaba
ella:

"Llora el viento en el canto

de una nube sentado

y sus lágrimas llueven

sobre mi mejilla rodando."

Turbel sintió deseos de ser brisa para hacerle cosquillas en el cuello. Pero claro,
como era un viento veloz no podía hacerlo. Y tuvo una idea. disfrazarse de brisa.

– ¿Pero cómo? –se preguntó. Y quedó pensativo.

Tropezó con un problema: no estaba acostumbrado a fabricar pensamientos


nuevos. Al fin y al cabo no los había necesitado en una vida en la que jamás se
planteó un cambio de rumbo, un desliz.

Fue tanto el esfuerzo que la cabeza le empezó a dar vueltas; le dolía. Al fin se le
ocurrió una idea: taponarse la boca con una mota de nube blanca; así no soplaría
tan fuerte. Le pidió a la nube que le regalara una mota para realizar su plan.

La nube le dijo inmediatamente que sí. Ella misma se encargó de elegir la más
adecuada.
Turbel la acomodó, con cuidado, en el bolsillo de su chaqueta: Una chaqueta
especial que usan los vientos para aguantar el frío que sienten cuando corretean
por el cielo. Así la tendría a mano en el momento de actuar. Organizó su equipaje,
el morral de cachivaches y cuando estuvo listo le zampó un besote a la nube y
partió en dirección a la tierra.

Pensó que sería mejor hacer una prueba: "No vaya a resultar todo un desastre" –
se dijo–. Frenó en seco. Provocó un verdadero alboroto, pues el cielo estaba
anubarrado.

Sopló. Pero sopló igual a como lo había hecho durante su ya larga vida. La mota
de nube blanca salió despedida, muy lejos, hecha pedazos.

"No soy brisa", se dijo Turbel desconsolado. Pero no se dio por vencido. Regresó
a la nube –la quería ya como a una cómplice de travesuras–, y se sentó.

Y de nuevo le llegó el rumor de la canción que repetía y repetía la niña de las


trenzas negras:

"Llora el viento en el canto

de una nube sentado

y sus lágrimas llueven

sobre mi mejilla rodando."

Dos inmensos lagrimones rodaron por las mejillas de este viento que tampoco
había tenido nunca tiempo para llorar. Las secó con sus manazas. Frunció el ceño
y así, cejijunto, se puso a pensar. Tenía que encontrar la manera de convertirse en
brisa.

La nube decidió ayudar a su amigo a encontrar una solución. "¡Ya sé! –gritó
cuando se le ocurrió una idea–. Te amarras las piernas; así "¡no podrás correr!".

Las piernas de los vientos son como dos largos velos. Amarrarlas resultó una
tarea un poco complicada. Turbel se elevó; se quedó quieto suspendido en el aire
con las piernas flotando.

La nube se colgó de la punta de una de ellas, se columpió hasta alcanzar la otra


pierna y las amarró.
Cuando Turbel intentó caminar no pudo, se enredó, tropezó y ¡plof!, se fue de
narices. La nube lo mimó un rato, pues quedó un tanto magullado. Luego, de
nuevo, los dos amigos, cejijuntos, se pusieron a pensar.

Fue entonces cuando Turbel recordó que un día, casi un millón de años atrás, su
abuela Brisilda le había regalado "El libro de las sorpresas: enciclopedia de
palabras fantásticas".

Era justo el momento de usarla.

Rebuscó en su morral de cachivaches. Estaba seguro de haberlo dejado en algún


rincón. Sí, aún existía. Aunque era realmente añoso –sus páginas estaban
amarillentas y sus letras borrosas– todavía se podía leer. Buscó la palabra clave:
brisa, y encontró: airecillo.

Se tomó la cabeza con las dos manos y repitió en voz alta: "Airecillo: aire
lento...".

Resultó ser más sencillo de lo que imaginaba. Si quería ser brisa simplemente
debía cambiar de velocidad al andar. Olvidarse de su velocidad de ráfaga, y
aventurarse en el mundo con un nuevo paso.

Se enderezó, echó a la espalda su morral de cachivaches, con un sonoro beso dio


gracias a la nube y partió.

Pronto descubrió el secreto: saborear cada paso. Uno, dos; uno dos... fue
avanzando lentamente... Y fue tanto lo que alcanzó a sentir con los pies, que lo
invadió el placer de liberarse del afán que lo acompañó durante casi 2 millones
527 mil 320 años...

¡Con la pisada recién estrenada Turbel sentía, una a una, las nubes que
navegaban, a su lado, por el cielo!.

Las pudo hasta contar con los largos dedos de sus manos: una, dos, tres, cuatro...

Incluso se permitió fantasear: imaginó que una nube tenía forma de pájaro, que
aquella de más allá era igualita a una cometa. Y cerró los ojos del susto, pues vio a
una que parecía un fantasma.

Llegó a la tierra. Justo al sitio donde estaba el cerezo en flor y la niña que se había
arrimado a su sombra.

Sopló suave, como lo hacen las brisas. Apenas dos o tres pinceladas lilas
suspendidas en el aire, se desprendieron de la nada y cayeron sobre la mejilla de
la niña.
Ella sintió una delicada cosquilla sobre su piel: abrió por un instante sus ojos y
sonrió.

– ¡Caray! –dijo Turbel sorprendido. Se sentía mareado de tanta felicidad. Y no


pudo resistir las ganas de ponerse a dar volteretas hasta que se convirtió en una
brisa bailarina.

Levantaba hojas aquí, flores allá, formando pequeños remolinos. La niña se


levantó y en medio de sonoras carcajadas, empezó a corretear tras ellos tratando
de atraparlos.

Pasaron horas y horas y Turbel y la niña no paraban de jugar y de bailar. A


ninguno de los dos les importaba que el tiempo pasara...

¡Eran tan, pero tan felices!

Pilar Lozano - Colombia

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