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EL ESCUADRÓN DE NUBES

Era magnífico ver aquel escuadrón saliendo de entre la bruma azul turquesa. Las nubes
partían en formación: unas, blancas desde el mar; otras, negras desde la costa.

La tormenta, agarrada con fuerza a la montaña, clavaba en ella sus dedos turbulentos.

Faltaba poco para la confrontación. Cada soldado aéreo ocupaba su puesto.

El ejército blanco tenía como principal arma el rayo; el negro disponía del trueno. Cada
bando tenía su adalid.

El del ejército blanco era una nube blanquísima con forma de cordero. Hay que decir que no
era muy osada, porque algunas tardes se la podía ver encogida sobre si misma cuando el
ocaso la perseguía para tragársela. No había hecho ni la mili, porque se había declarado
objetor de conciencia.

La otra fracción había elegido a un mercenario con forma de lobo. Rasgaba con sus pezuñas
el azul del cielo, complaciéndose en provocar a las aves que buscaban abrigo en su lomo
grisáceo. Su ascenso de cabo furriel a capitán de la tropa había sido rápido, provocado
principalmente por méritos de guerra.

Las nubes negras superaban en número a las blancas, aunque éstas contaban como aliado
con el viento, que las animaba desde su refugio al otro lado del valle.

Comenzó la lucha fratricida.

En el primer embate, muchas nubes blancas perdieron la vida: deshilachadas, caían al mar
fundiéndose con él e inundándolo de espuma.

El agua sabía a nubes, y los peces saltaban enfebrecidos, porque tenían dentro una parte del
espíritu volátil del cielo. Abrían sus bocas queriendo beber más firmamento. Contemplaban
atónitos la bóveda celeste, inmenso escenario de lucha, observaban cómo la tormenta iba
ganando terreno para sus tropas de vapor y humedad.

Durante el enfrentamiento, la nube-lobo devoró a la nube-cordero.

El ejército blanco, al verse privado de su caudillo se batió en retirada. La infantería de nimbos


y el escuadrón de cúmulos y cirros se replegó hacia su cuartel, más allá de la línea dibujada
por las montañas.

El ejército negro los persiguió hasta darles caza. La nube-lobo blandió con furia un
relámpago, y ya se disponía a descargar su ira sobre el ejército vencido, cuando, en ese
preciso momento, un rayo de sol detuvo su mano.

A ese rayo le siguieron otros, y el cielo abrió una brecha luminosa por donde salió el sol. Y
las nubes se inclinaron ante el astro rey, que se levantaba enfadado porque le habían
perturbado su sueño nocturno.

Les habló de la concordia, de la convivencia y del respeto por las diferentes naturalezas que
conforman este singular universo.

Entonces, todas las nubes sin excepción rindieron sus armas, y la tormenta retrocedió ante el
armisticio firmado con la luz. Se cogieron de la mano, las de color blanco y las de color
negro, y formaron una palabra de tres letras: PAZ, que brilló durante un instante en el
espacio infinitivo, reflejándose en el mar como en un espejo cristalino.

Ya nunca más se pelearon, porque aprendieron a tolerarse y aceptarse como eran.

Dos días después, en medio de aquel entendimiento cordial, un gran pájaro de acero rígidas
alas golpeó en la panza a la belicosa nube con forma de lobo. Ésta, debido al impacto
recibido, expulsó a la nube con forma de cordero, que se puso muy contenta, porque se
aburría enormemente en el estómago de su anterior rival.

Desde entonces, cuando la tormenta asuela el firmamento, las nubes blancas se retiran a
observar cómo las negras disfrutan de la lluvia. Y cuando, en días despejados, las nubes
blancas juegan al escondite con el aire, las negras se ofrecen para contar hasta cien.

Pero no podemos acabar sin decir que sí hubo una nube que salió perdiendo, y fue la de
forma de lobo. Después de vomitar tan violentamente a la nube-cordero, le quedó una úlcera
tal, que cuentan que en noches claras se dedicaba a ordeñar a la vía láctea, porque ha oído
decir que no hay otra cosa mejor para su dolencia que aquella leche de estrellas.
EL GIRASOL CON TORTÍCOLIS

Se dio cuenta de su extraña afección al llegar a la mayoría de edad. Los otros girasoles se lo
dijeron:

-Lo que te pasa es que tienes tortícolis.

Realmente nunca se había dado cuenta.

Nacieron todos en la parte este del bosque, en una pradera bañada por los rayos del sol. Al
despuntar el alba, ya estaban sus compañeros girando graciosamente hacia el astro rey al
compás de los sonidos de la mañana.

Se estiraban con porte aristocrático y ofrecían sus rostros al disco amarillo para que los
bañase con su luz. Y así, con ese aire distinguido, se estaban charlando hasta el atardecer,
momento en el que iban bajando poco a poco sus cabezas para aprovechar las últimas
caricias tibias de aquel faro gigantesco que regía sus destinos. Después volvían a girar sobre
sí mismos y, arropados por la creciente oscuridad, dormitaban soñando con un nuevo día
que alumbrara con más fuerza sus pequeñas coronas relucientes, sus corazones plenos de
frutos.

Él no podía ejecutar el glácil baile en pos del sol, no conseguía buscar las doradas caricias
con aquella delicada danza compuesta de giros y piruetas. Intentaba mover su tallo y obligar
con aquel gesto a que su cabeza le siguiera, pero no en vano. Le dolía terriblemente el cuello
durante la maniobra.

Admiraba el donaire de sus compañeros. También a él le hubiera gustado ceñir aquella


corona de destellos ámbar, también a él le hubiera gustado que las transparentes gotas del
rocío de la mañana adornaran su corola leonada: pero era inútil.
-Este girasol se está quedando más canijo de lo normal- decían los otros girasoles.

Y él se sentía pequeño y desvalido.

Una vez hasta casi se troncha al intentar seguir a los demás en sus giros, y todos se rieron
de él, porque era en verdad bastante cómico observar sus gestos y comprobar cómo sus
esfuerzos no le servían para nada.

Pasó el tiempo, y llego esa estación a la que el sol casi nunca acude. Todos los girasoles se
doblaban sobre sí mismos y ofrecían mansamente sus cuellos al viento: todos, menos el
girasol que tenía tortícolis.

Por supuesto, también él sentía ese frío como de muerte que le rozaba con su aliento helado,
pero se mantenía firme resistiendo estoicamente los golpes del recién nacido de otoño.

Uno a uno, los girasoles fueron muriendo. Volvían a la tierra que los engendró, huyendo de
las garras del invierno. Allí renacían otra vez a la primavera y, después del letargo que nos
transformaría en semilla, aflorarían al mundo como en un eterno rito de renovación. Era un
viaje hacía el comienzo una vez que se ha llegado al final.

El girasol con tortícolis se quedó sólo. Poco a poco se iba sumiendo en un sopor cálido que
le hacía desear el silencio y la quietud.

Pasó el invierno como en un sueño, y llego la primavera, cargada de brisas y aromas.

El girasol se desperezó. El calor reconfortante le devolvía las ganas de vivir y soñar.

A su lado comenzaban a nacer los girasoles. Él no podía volverse mucho por su dolencia,
pero observaba atento el desarrollo de las plantas.

Unos días después ya habían salido casi todos, pero habían otros más pequeños que
pugnaban aún por asomarse al mundo.

El girasol con tortícolis reparo en que los compañeros que le rodeaban también mostraban
signos de su mal.

No podían girar sus cuellos. Y se sintió feliz, porque entonces se dio cuenta de que entre
todos habían nacido también sus compañeras, las margaritas, margaritas de finos pétalos
amarillos y estirada testuz. Y que ella era la margarita más alta, la más grande, y brillante de
todas, y además, ya no le preocupaba tener que girarse para mirar el sol. Sólo entonces
comprendió que el sol siempre había estado girándose para mirarla a ella.
EL GIGANTE AGRESTE

Cuando yo preguntaba por la formación del Desierto, todos me daban la explicación que
jamás llegué a entender. Me decían que ese vasto espacio árido de suelo, pedregoso y
arenoso, sin agua ni arbolado, había tenido su origen en unas extrañas corrientes climáticas
existentes en el globo terráqueo. Ellas las responsables de desplazar la humedad hacia los
trópicos.

Yo nunca lo creí.

A mí, aquel mar inerme me fascinaba, y me empeñaba en buscarle otra justificación.

Cuando creí, descubrí al responsable de aquello y de otras muchas cosas.

Todo era culpa del gigante agreste.

El gigante agreste era tosco, solitario, salvaje. Su misión era modelar la naturaleza.

Su cuerpo era grande, y su cabeza, tan inmensa que sus ojos se libraron de las nubes.
(Quizá por eso sus pensamientos eran siempre elevados, más incluso que las ideas de la
jirafa.)
Se divertía torciendo el curso de los arroyos, para que el agua inventara nuevas rutas (él
decía que únicamente lo difícil vale la pena) y hacía nudos en los caminos, (conseguía
senderos más ligados al paisaje). También disfrutaba mucho peinando los campos recién
arados (le gustaba sentir entre sus dedos la oscura cabellera de la tierra) y espantando las
estrellas, como si fueran moscas en un pegajoso día de color (todas querían girar en torno a
su cabeza enredada en los cuernos de la luna).

Pero, indudablemente, lo que más le gustaba era sonarse la nariz en días de tormenta y
crear charcas y pantanos donde antes no existían.

Lo del desierto fue una cosa suya.

Sucedió una vez en que tenía hambre de naturaleza.

Dio un bocado al paisaje, y se tragó de un solo mordisco un frondoso bosque dorado. Se


bebió de un trago un elocuente torrente que hablaba del destino, y después, se despachó a
gusto con varias decenas de montañas que literalmente fueron trituradas por sus poderosas
mandíbulas.

No quedó nada, sólo un desolado océano abatido por la sequedad.

Se sorprendió a sí mismo contemplando el enorme mar de arena de espuma amarilla, que


sin pensar había creado. Sobre todo, respiró aliviado al percatarse de no había acabado con
todo: todavía quedaban presencias inmersas que colmaban aquel solar yermo: el cielo, la
línea del horizonte, serpientes, gusanos, roedores…, y los demás seres supervivientes bajo
la tierra.

Pudo comprobar que tras las sobras del banquete de naturaleza, aún había quedado semilla
suficiente para edificar un paisaje distinto, un lugar aparentemente desguarnecido de vida,
pero donde el impulso vital era más poderoso.

Ahora que soy mayor, creo aún con más fuerza en el gigante destrozapaisajes y
construyedesiertos.

Ahora sé que desierto y ausencia son la misma cosa: un insondable páramo vacío construido
sobre la soledad.

Ahora tengo la absoluta certeza de que cada uno llevamos un gigante agreste en nuestro
interior, copia exacta y miniaturizada del gigante de la naturaleza.

Él devora nuestro pasado, dejando huecos que sólo llena la ausencia, pero también modela
el presente con la semilla antigua del ayer, creando fértiles oasis entre los recuerdos,
construyendo más allá de la línea bien trazada del futuro un horizonte de esperanza al otro
lado del mundo que termina.
BERNARDO, EL ERMITAÑO

Lo conocí una mañana de julio.

Yo nadaba cerca de la orilla. Al principio me pareció un caracol bastante grande que se


arrastraba por la arena húmeda de la playa. Cuando observé mejor, caí en la cuenta de que
era un cangrejo: sólo que la mitad de su cuerpo remolcaba la concha vacía de un molusco.

Entonces supe que estaba frente a un cangrejo ermitaño. Él no reparó en mí.

La segunda vez que lo vi fue en el fondo del mar. Me fijé en aquella caracola anaranjada
adornada con complicados mosaicos orientales. Era curiosa para ser una casa.

Me saludó, cosa rara. Había oído decir que los cangrejos ermitaños eran seres solitarios,
amantes de la vida contemplativa, que vivían apartados del resto de los individuos y les
disgustaba la familiaridad con los extraños.

Lo cierto es que parecía un eremita penitente cargando con su culpa, aunque ésta tuviera la
forma de una divertida concha del color del azafrán.

Me acerqué a él con cierta curiosidad. Comenzó a charlar primero de cosas intrascendentes


(parecía que hoy no iba a llover submarinistas), pero después su conversación se tornó más
interesante.
Me hablo del primer ermitaño del que se tenía noticia, uno que se llamaba Pablo el Egipcio, y
que vivió cerca de noventa años en el desierto, un inmenso mar sin agua, hacía ya mucho
tiempo.

También me contó cosas de Luidia y Porania, dos estrellas gemelas que habían pintado
juntas un cuadro muy famoso en el que se representaba a una estrella con algunos kilos de
más. El título de la obra era Asterias Rubens, y marcó un hito en el arte moderno, amén de
revolucionar el concepto de la belleza. Todas las estrellas de mar se habían querido poner
ese nombre, que se había convertido en todo un símbolo en los fondos marinos.

Pero la historia que más me impresionó fue la de medusa. Aquella nube del mar aparecía
todos los días en la superficie del agua transparentando el azul del cielo, hasta que un día
desapareció. Se ignoraba el motivo. Sólo el cangrejo ermitaño (que, por cierto, me dijo que
se llamaba Bernardo) sabía por qué.

Me contó que la medusa había visto brillar una luz intensa allá donde el océano dibuja la
línea curva del horizonte. Era un reflejo intermitente, una fuerza luminosa superior que la
exhortaba a marchar en busca de su destino.

La medusa recorrió muchos kilómetros en pos de la luz, pero nunca la alcanzaba. A veces
parecía a punto de atraparla, pero el haz fulgurante se alejaba cada vez más y su reflejo
perdía en la noche confundiéndose con el pálido destello de la luna.

Después de varios meses persiguiendo aquel fulgor, una tarde, cerca de la hora del
crepúsculo, logró situarse a pocas millas de su frente. Con la vista fatigada de tanto cómo
había hostigado aquel indicio, pudo observar con detalle que la luz procedía de un faro,
situado a pocos metros de la costa, que emitía la señal luminosa para guiar a los barcos a
puerto.

Pero, claro, como la medusa no sabía lo que era un faro ni la utilidad que tenía, pasó el resto
de sus días anclada allí, frente a la estrella errante del resplandor circular, embelesada,
revoloteando como una polilla alrededor de la luz.

Eso fue lo que me contó Bernardo acerca de la pobre medusa, que pasó toda su vida
dejándose bañar por un resplandor que no iba dirigido a ella.

Me pareció un cangrejo interesante, y le pregunté si le gustaba en verdad la soledad.

-Al principio sí -me contestó-, pero a medida que pasa el tiempo me he ido dando cuenta de
que todos necesitamos a alguien, y de que a veces la soledad no es buena consejera. Mi
madre, que fue una langosta muy sabia me decía: << Solitario vive el hongo y es
venenoso>> - y añadió-: pero, ya ves, tengo que hacer honor a mi nombre y a la tradición.

Bernardo era diferente, quizá por eso, pensé, buscaba refugio en aquella concha de extraña
oriental.

-te propongo un trato- le dije-. Vivamos juntos.


Al principio será difícil adaptarnos el uno al otro, pero seremos amigos.

Desde entonces, resido en casa de Bernardo. Yo le defiendo con mis filamentos urticantes y
ahuyento a sus enemigos. Él, me traslada de un sitio a otro en su concha (no tiene precio
como guía turístico) y me cuenta increíbles historias de corales rojos, medusas y caballos de
mar.

Formamos un buen equipo.

Puedo decir que he encontrado mi luz y que no proviene de ningún faro.

Ya no habitamos en una preciosa caracola anaranjada. Se nos quedó pequeña, y eso que yo
sólo ocupaba la parte superior.

Ahora hemos encontrado un dúplex-lata que no tiene complicados mosaicos orientales ni


extraños trozos cuneiformes, aunque, eso sí, hay unas letras en rojo que ocupan toda la
parte frontal: Coca…, no sé creo que se refiere a algo de que en tierra se bebe mucho.

Como vivienda es menos exótica, aunque más funcional. Pero hay que saber adaptarse a
todo. Yo, que quizá no sea una anémona zurrón de invierno, soy en cambio una anémona
muy transigente.

EL CIEMPIÉS COJO
El ciempiés era cojo de nacimiento. Su cojera se extendía a 24 patas exactamente. Lo malo
es que las 24 patas que fallaban estaban todas situadas en el mismo sitio: por eso andaban
renqueando.

Caminaba muy despacio y con las antenas gachas, porque con 76 patas no se pude
mantener ese orgullo aire gallardo y marcial.

Balanceaba su cuerpo de un lado a otro como una embarcación. Además, suspiraba


constantemente y se enjugaba el sudor con un fino pétalo de rosa.

Nunca llegaba a tiempo a ningún sitio. Pero podía describir con todo lujo de detalles los
difíciles entramados de la red de una telaraña, la marca que dejaba el viento en la hierba
durante los días en que el aire jugaba al escondite con los árboles, el trazado irregular del
vuelo de la libélula.

Para todo eso hace falta fijarse mucho y, sobre todo tener tiempo para hacerlo. Y el ciempiés
cojo lo tenía.

También le gustaba charlar largo y tendido. En la hora que antecede a la aurora, cuando el
cielo está todavía oscuro y la tierra débilmente alumbrada por el último cuarto de la luna, el
ciempiés conversaba con la musaraña sobre los temas más diversos. Unas veces hablaban
de las fiestas nocturnas de las madreselvas, cuando se abren fragantes en las primeras
horas de la noche; otras, de la aparición de una nueva estrella que chapoteaba risueña en el
agua de la charca…
En las tardes veraniegas, el ciempiés se quedaba mucho rato en el mismo lugar y se tomaba
su tiempo para probar el polen traído por la brisa dorada.

Nunca tenía prisa por llegar a ningún sitio. Al principio esto vino motivado por su cojera.
Evidentemente no podía competir con los otros ciempiés en velocidad ni participar en las
carreras que organizaban entre ellos.

Pero, poco a poco, tener tiempo para detenerse en las cosas pequeñas le fue gustando cada
vez más. Se planteaban el llegar con rapidez, sino como un camino de contemplación de los
detalles que circundaban su vida en el bosque.

Durante toda su vida (que fue larga, ya que no murió de estrés precisamente, sino cómodo y
calientito, acunado por la música de los sonidos del bosque en una tarde estival), nunca
ninguna hormiga sucumbió bajo su peso, ni hundió con sus patas la vivienda de los demás
insectos, ni siquiera arrancó en loca carrera los brotes tiernos de hierba, fundamentales para
el alimento de los gusanos menores.

Todo esto hizo diferente la vida del bosque. Muchas más hormigas vivieron y engendraron
otras y otras (y hasta una de estas últimas llegó Reina de las de su especie), muchas más
casas de los insectos permanecieron (una colonia entera ganó el Premio de Conservación
que concede anualmente el Colegio Oficial de Arquitectos del Bosque) y, sobre todo, más
gusanos sobrevivieron al frío invierno porque tuvieron alimento para subsistir hasta la
primavera.

Cuando el ciempiés cojo desapareció, dejo tras sí una estela de vidas que modificaron
sustancialmente el destino de cada nuevo ser.

Los otros ciempiés nunca pensaron en esto. Estaban demasiado ocupados corriendo sin
parar en pos de algo, que no sabía muy bien lo que era, pero a lo que sin duda nunca
llegarían.
EL ÁRBOL ENAMORADO

En lo más profundo del bosque había un claro y, en medio de él, un árbol inmerso, de tronco
fuerte y robusto, dejaba mecer sus hojas doradas al compás del viento del mediodía.

Era un castaño centenario, de largas ramas frondosas, que movía cimbreante su espesa
cabellera rubia cuando el sol tocaba con sus dedos aquella melena de hojas amarillas.

El árbol despreciaba a los hombres. Le parecían seres débiles y petulantes. Se reía de sus
gestos vulgares y de sus voces sin eco. Él estaba acostumbrado a oír el rumor del viento y la
risa del aire. Admiraba la danza aérea de los pájaros y se complacía con la música de la
lluvia.

También estaba acostumbrado al brillo intermitente de cada estrella y a jugar con los
destellos de la luna.

Pero una tarde llegó el poeta.

Al principio no reparó en él. Se sentó al pié del árbol y habló y habló. Las palabras se
enredaron entre sus hojas, elevándose hasta el cielo. El árbol hubiera deseado retenerlas,
poseerlas, pero las palabras volaban libres, expandiéndose por la pradera, hasta que se
perdían definitivamente en el horizonte. Y, aun así, antes de desaparecer del todo, brillaban
una última vez con un fulgor casi mágico tocando al límite de la lejanía.

El árbol supo que ya no podía vivir sin aquellas palabras, que eran como savia para él, que
se metían en el interior de su corazón de hoja y agitaban su alma impenetrable y selvática.

Un día el poeta sacó una navajita con la empuñadura de ámbar y grabó un nombre en el
tronco del árbol. Un hilillo de resina dorada resbaló al suelo, y el árbol se preguntó por qué
dolía tanto el amor.

Aquello se hizo habitual, y con cada nueva herida el árbol volvía a preguntarse lo mismo.

Y así fueron sucediéndose las estaciones, y con cada nueva primavera el poeta volvía a su
árbol con un nuevo nombre que grabar.

Pasó el tiempo. El poeta continuaba alimentando el árbol con sus palabras, pero éste
comenzó a secarse. Su frondosa cabellera ya no ondeaba al viento, porque sus hojas
amarillas, ahora cobrizas, caía y caían al suelo, donde juntas formaban un manto del color de
la sangre.

Pero, aunque el árbol sufría y no comprendía el dolor, amaba sin cesar, de una manera
irremediablemente y total.

Y, aunque el viento ya no acariciaba sus cabellos, él sentía que todas las caricias del mundo
estaban contenidas en una sola palabra de su poeta. Y, aunque no lograba vislumbrar
ninguna estrella, porque su vista se apagaba, ahora veía más allá de los cometas y las
nebulosas, más allá de los cielos infinitos y de la línea del horizonte. Y, aunque sus ramas le
pesaban y se tronchaban poco a poco, a él le parecía que tenía alas y que sus brazos se
elevaban livianos hasta tocar el sol.

Los pájaros ya no anidaban en él, pero, cuando atravesaban el cielo como flechas plateadas
camino de un verano eterno, se compadecían del árbol y picoteaban con furia la cabeza del
poeta para instarle a que no volviera más. Pero el árbol le defendía sacudiendo sus delgadas
ramitas para ahuyentar a las aves.

El poeta se hizo famoso con sus versos y ya no volvió más.

¿Y el árbol?

El árbol esperó y esperó… Y una noche en que lucían a miles estrellas, una pequeñita, más
brillante de lo normal, arrancó el alma del árbol y la llevo al reino eterno de las palabras,
donde los corazones de los amantes anidan seguros en árboles frondosos de largas
cabelleras color de miel.
EL REFLEJO QUE QUISO VIAJAR

Parecía contento de ser un reflejo más en el agua del lago.

A decir verdad, no supo en que momento quiso escapar, huir hacia lugares lejanos, conocer
cosas diferentes.

Lo cierto es que un día se despertó con ansias de ser algo más que un simple reflejo del
agua y desde ese momento puso todo su empeño en conseguirlo.

No recordaba su nacimiento, porque siempre había estado allí. Su destino se encontraba


íntimamente ligado al aquel lago cristalino.

Por las mañanas se desperezaba en su lecho de agua, estirándose bien para reflejar al
máximo y, al caer la tarde, adoptaba los tonos de la estación. En primavera era amarillo y en
verano de oro, y se mimetizaba con las aves que paraban a beber y a descansar de sus
vuelos por el mundo. En otoño, el viento le empujaba suavemente, y él se movía en ocres y
tostados. En invierno, el blanco puro le acompañaba de forma constante y helaba sus
contornos cunado la nieve jugaba sobre él.

Le gustaba reír. Cuando reía, su cuerpo de ola se agitaba y provocaba ondas en el lago que
iban y venían como locas de un lado a otro.
También le gustaba que el arco iris se posara en él, tras unas horas de lluvia, y le bañara con
sus rayos: entonces sentía como si miles de serpientes de colores le recorrieran. Era al
mismo tiempo primavera y otoño, invierno y verano.

Una noche, mientras se dejaba arrullar por el canto de la luna, sintió un arañazo mortal en su
interior que le hizo despertarse y desear viajar para buscar una meta.

-Quiero una meta -decía que sí para todas horas-.

Quiero viajar y buscar mi meta.

Realmente él no sabía muy bien lo que era una meta, pero había oído por casualidad la
conversación de dos peces, y uno le decía a otro que en la vida lo más importante era
trazarse una meta y luego perseguirla hasta el final. Y él quería conseguir esa meta, que
debía de ser una cosa muy importante, pues tanto se hablaba de ella, además una cosa que
seguramente se encontraría muy lejos de allí.

Así que, aprovechando una tarde en que dos nubarrones se acercaron demasiado al lago
para descargar una fuerte tormenta, el reflejo se agarró bien fuerte a la esquina de uno de
ellos, y de un impulso se subió encima.

Cabalgó sobre la oscura nube, teniendo cuidado de no caerse, hasta que una espesa niebla
lo cubrió todo, y la nube, molesta por llevar un polizón que no hacía más que reflejar de
forma borrosa toda la gama de los grises, giró bruscamente a la derecha y le arrojó fuera. La
niebla amortiguó la caída, y depositó delicadamente al reflejo en la gota de rocío de una
amapola.

Allí estuvo unos días, hasta que se aburrió de la flor, que lo único que hacía era acicalarse a
todas horas y observarse complacida con el reflejo como si de un luminoso espejo se tratara.

Saltó a otra flor que se encontraba al lado, en el mismo instante en que la cortaba una
muchacha de largos cabellos, que con aire ausente la atrajo hacía sí para aspirar su
perfume.

El reflejo adivinó que había encontrado lo que buscaba en aquellas dos inquietas lucecitas
titilantes que se movían en la cara de la joven y penetró en ellas. Ahora sabía lo que era
viajar, podía ver lugares maravillosos a través de las brillantes lucecitas.

De pronto notó cómo una fuerza irresistible le empujaba hacia el exterior. Una sacudida
cálida le envolvió y movió su alma leve. Estaba dentro de una lágrima, que se precipito
suavemente al suelo.

Antes de desaparecer en un ínfimo charquito a los pies de la muchacha, el reflejo sintió que
su viaje más corto dentro de una lágrima había sido también el más largo y supo que, por fin
había logrado su meta.

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