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EL PRÍNCIPE DE LOS ENREDOS

El cuervo apareció a gran altura, tras una nube. El campo se


derramaba como una balsa. Sólo había campo y cielo... Y una encina,
sola, entre ellos.
El cuervo se dirigió hacia la encina. Fijamente..., como si no viera nada
más. Se posó en el suelo. Se sacudió el abrigo y los zapatos, mirando
a su alrededor. Se acercó al tronco de la encina y, haciendo una
reverencia, abrió el pico y dijo:
Buenas tardes, señor tronco. ¿Es usted quien manda aquí?
El tronco no supo qué decir:
Mandar... ¿sobre qué?- Preguntó en voz alta-. Aquí todo tiene
vida.
El cuervo sonrió sin ganas. Se entretuvo en comerse dos bellotas, y
añadió:
O se manda o se obedece, querido tronco. Y no hay más.
Se dio la vuelta y alzó el vuelo, yéndose por donde había venido.
A la mañana siguiente, el cuervo volvió al lugar. Se posó en la más alta
de las ramas.
Queridas hojas... -dijo con voz ronca-. Decidme si os puedo
ayudar en algo. Siento tanta pena por vosotras...
Las hojas, extrañadas, preguntaron al cuervo por aquella pena que
sentía. Preguntaron todas a la vez. El cuervo se aclaró la voz.
Tal vez esté equivocado... pero tengo la impresión de que
vosotras, las más pequeñas y débiles, sois el escudo de este
árbol. Sois paraguas. Sólo vosotras os mojáis con la lluvia.
También sois su parasol... El tronco siempre está a la sombra,
conversando con las raices, según tengo entendido... Será
porque ellos tienen menos trabajo y más tiempo libre. Las raíces
abrigadas bajo tierra. Y el tronco sentado plácidamente, sin nada
que hacer, mientras vosotras estáis obligadas a bailar de acá
para allá, a merced del viento... ¿Acaso no es suficiente motivo
para sentir pena?- Dijo para terminar.
Después, miró su reloj de bolsillo. Se le hacía tarde... Alzó el vuelo y se
fue por donde había venido.
Las hojas quedaron cuchicheando entre ellas. Algunas habían
palidecido.
A la mañana siguiente, el cuervo volvió al lugar, se posó junto al tronco;
aunque no era a él a quien venía a ver. Alejándose unos pasos, se
tumbó sobre el suelo y lo abrazó con su abrigo. Metió el pico entre la
tierra y les susurró a las raíces:
Queridas mías, os compadezco...
Las raices dejaron lo que estaban haciendo. No sabían de dónde venía
aquella voz, a causa de la oscuridad, pero estaban seguras de que les
hablaba a ellas. Y fue una, la más cercana, quien preguntó al cuervo
por la causa de su compasión.
El cuervo se aclaró la voz.
Tal vez esté equivocado... pero tengo la impresión de que
vosotras, encerradas en este sótano de oscuridad, sois las
encargadas de sustentar este árbol. Sois quienes escarban entre
la tierra, buscando agua y alimento. También sois quienes
soportan el peso de todo el árbol sobre la cabeza. El tronco y las
hojas disfrutan de días y noches, de brisa y de sol..., mientras
aquí todo está oscuro y hace frío... Puede que por eso sean tan
felices, a vuestra costa. Puede que por eso nunca os inviten a
subir a la superficie para que conozcáis la luz. ¿Acaso no es
motivo de compasión? - dijo para terminar.
Después miró su reloj de bolsillo. Se le hacía tarde... Se echó al pico un
par de bellotas y alzó el vuelo, yéndose por donde había venido.
Las raíces quedaron hablando entre ellas. Algunas se habían
endurecido.
A la mañana siguiente, el cuervo volvió al lugar. Se posó en el suelo y
se sentó a esperar.
Las hojas comenzaron a caerse. También ellas querían estar quietas
como las raíces, y sentadas como el tronco. El tronco se echaba las
manos a la cabeza:
¡Pero qué hacéis! ¡Vosotras no os podéis tirar al suelo!
Las raíces dejaron de beber agua. Y comenzaron a despuntar entre la
tierra. Querían sentir la brisa y el sol... El tronco se echaba las manos a
la cabeza:
¡Pero qué hacéis! ¡Vosotras no podéis salir des suelo!
El tronco, llorando, quiso explicar a las hojas y a las raíces que cada
uno tenía su función. Que cada uno sabía hacer cosas que nadie más
podía hacer. Que cada uno tenía su lugar... y no podía cambiarlo,
aunque quisiera.
Las hojas cayeron, todas. Las raíces salieron a la luz, levantando la
tierra. El tronco lloraba.
Te compadezco, querido tronco...- dijo el cuervo entre dientes, y
alzó el vuelo, yéndose por donde había venido.
A la mañana siguiente, el cuervo apareción a gran algura, tras una
nube. Traía una maleta.
El campo se derramaba como una balsa. Solo había campo y cielo... Y
una encina seca entre ellos.
El cuervo se posó en el suelo, junto al tronco. Colocó un buzón. Dibujó
una puerta, y metió dentro su maleta.
Después, orgulloso, se posó en una rama.
Príncipe de los enredos, rey de la nada.

Roberto Aliaga

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