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JUGUETONAS
En un panal había tres abejitas, que por primera vez
iban a buscar néctar de las flores del campo. La
reina de las abejas le dio un cántaro vacío a cada
una y les ordenó traerlos bien llenos al caer la
tarde. Las abejitas partieron volando a cumplir su
tarea. La abeja mayor empezó inmediatamente. La
del medio, se dedicó a escuchar las historias que le
contaban las flores y los insectos. La más pequeña
juntó muestras de todos los colores que encontraba
en las florecillas. Sin que se dieran cuenta, de lo
entretenidas que estaban, llegó la hora de volver al
panal. En la entrada las esperaba la reina y su corte.
La abejita mayor entregó su cántaro lleno y fue
felicitada por todas las abejas. Luego le tocó a la del medio. Cuando mostró su
cántaro con solo la mitad con néctar, la reina le dijo enojada: “¿Eso es todo lo que
traes?” “No”, dijo la abejita. “Además tengo muchas noticias y chismes que me
contaron las flores y los insectos.” Y así entretuvo a la reina y al panal por mucho
tiempo. Las abejas también la felicitaron.
Al final le tocó a la más pequeña. La reina le preguntó: “¿Y tú, cuánto néctar
traes?”, la chiquita dijo: “Yo, traigo un tercio del cántaro con néctar y muchos
colores, para que todas nos pintemos y nos veamos muy lindas...” las abejas se
pintaron e hicieron una fiesta.
EL PINGÜINO DIFERENTE
Los pingüinos son mundialmente conocidos por lo
elegantes que son. Siempre visten de etiqueta y su andar
es estirado y pomposo.
Un día estando Oscar, el pingüino, mojando sus patitas
en el helado mar, notó que flotando llegaba hasta él una
hermosa caja. Rápidamente Oscar la abrió y maravillado
observó su contenido. No podía creer lo que sus ojos de
pingüino veían... ¡la caja contenía muchos frascos llenos
de alucinantes colores!. Y Oscar aprovechó la ocasión.
Pintó su elegante frac de fuertes azules y amarillos, su
pechera blanca terminó siendo anaranjada con puntos verdes. Se dibujó una corbata
celeste y lila y sus pies los pintó rojos con rayas moradas. Oscar resplandecía,
porque el sol había salido a iluminar tanto colorido, en la siempre blanca, nevada y
helada antártica.
Entonces Oscar empezó su triunfal paseo. Los demás pingüinos quedaron
asombrados. Reían. Saltaban. Silbaban. Aplaudían. Ese día fue el gran día de Oscar.
Por fin, aunque fuera por poco tiempo, era diferente. Y la diferencia, lo hizo feliz.
Entonces, Oscar cambió su nombre, ahora se llama Arcoiris, porque, aunque volvió
a vestir de etiqueta, lleva todos los colores en su corazón.
EL ELEFANTE AMARILLITO
Como todos saben, los elefantes son grandes y de
color gris. Hasta que nació Puntito, el elefante
enanito y amarillito... Como era diferente, los demás
hacían bromas y se reían de Puntito. Los elefantes
grandes y grises se jactaban de su fuerza y de los
grandes pesos que eran capaces de mover. Puntito
solo podía llevar ramitas, hojas secas, pasto y
granitos de maíz, en su pequeña trompa amarilla.
Un día, un gran árbol cayó sobre el jefe de los elefantes, dejándolo atrapado. Todos
los fuertes elefantes corrieron a salvar a su jefe. Pero por más fuerza que hacían, no
podían levantar el árbol. Todos transpiraban y jadeaban tratando de levantar aquel
tremendo peso.
Pero no podían.
Hasta que de pronto, un relámpago amarillo llamado Puntito, saltó sobre el tronco y
con gran sorpresa para ellos, vieron que el árbol se levantó y el jefe quedó libre. La
fuerza de todos no pudo levantar el árbol porque faltaba un poquito más...
justamente la poquita fuerza del pequeño elefantito.
Y así fue que los grandes elefantes comprendieron que todos eran útiles, incluso
Puntito... el amarillito.
LA NUBE PORFIADA
Un día, de entre las grandes nubes que habían en el cielo, salió corriendo y jugando
una pequeña nube. Su mamá, una gran nube blanca y esponjosa la llamó
dulcemente... ¡Motita!, ¡Motita! ¡no te alejes mucho!. Pero Motita era una nubecita
un poquito porfiada y no hizo caso a los llamados de su mamá y siguió jugando en el
amplio cielo y poco a poco se fue alejando.
El aire, lejos de su mamá, empezó a ponerse muy helado. Motita empezó a tiritar.
Tiritaba y tiritaba.
De pronto notó que su cuerpo se empezaba a transformar en cientos de gotitas y
empezó a caer hacia la tierra. ¡Se había
transformado en lluvia!.
Al caer sobre el pasto de la pradera se unieron
las gotitas en un pequeño charco y motita se
sentía muy rara transformada en agua.
Afortunadamente para Motita salió el sol y
empezó a sentir un rico calorcito. El calor
aumentó y aumentó. Motita empezó a
transpirar y se empezó a transformar en
vapor. Entonces empezó a subir y subir, y a
medida que subía se convertía de nuevo en una nube.
Motita estaba feliz, y más feliz estuvo cuando abrazó a su mamá y le prometió no
alejarse de ella ni siquiera para jugar a ser lluvia...
Había una vez, un lugar especial donde habitaban todos los seres mágicos del
mundo. Desde horribles ogros, hasta elfos de oreja puntiaguda. Por supuesto, las
hadas también vivían en aquel lugar, donde reinaba la paz y la armonía.
Entre las hadas, existía una muy pequeña y de blancos cabellos que, a diferencia de
sus hermanas, no podía volar, pues había nacido sin alas. Inés, como se llamaba la
pequeña, había crecido con mucha tristeza al ver como el resto de las hadas se
alzaban hasta el cielo y reían de placer volando entre las ramas de los árboles y
empinándose hasta las nubes.
Sin embargo, como sólo podía caminar, poco a poco se hizo de grandes amigos que
no habitan en las alturas, como las ranas y los conejos, y estos le enseñaron todos los
escondrijos y pasadizos secretos de aquella tierra mágica.
Un buen día, mientras transcurría una hermosa mañana llena de tranquilidad, los
humanos irrumpieron de la nada con espadas y con odio, y sembraron el caos entre
todos los habitantes mágicos del lugar. Las hadas, desesperadas, corrieron para
salvar sus vidas, pero los hombres más altos lograban capturarlas y encerrarlas en
sus jaulas.
En ese momento, la pequeña Inés corrió al encuentro de sus hermanas y les indicó la
entrada a un túnel secreto por donde podrían escapar de los humanos. Sin embargo,
el túnel era tan pequeño, que las hadas no podían entrar con sus alas enormes.
Algunas se negaron rotundamente, pero la mayoría quebraron sus alas y escaparon
junto a Inés para ponerse a salvo. Luego agradecieron a la valerosa Inés por haberlas
salvado y jamás volvieron a menospreciarla.
LA SEMILLA
Una vez en el campo, se encontraron, un par de semillas de sandía, que son muy grandes y
una semillita pequeña y tímida.
- “Casi no te ves.”
En eso estaban, cuando llegó la hora de entrar en la tierra, para iniciar el largo y natural
proceso de transformarse en plantas.
Pasó el tiempo y empezaron a crecer. Las sandías no crecieron mucho, porque sus frutos
eran muy grandes y pesados.
Mientras tanto, la pequeña semilla resultó ser un árbol, y crecía y crecía. Y en ese momento
miró para todos lados y dijo:
Y las sandías se pusieron verdes de envidia por fuera y rojas de vergüenza por dentro.
EL VIAJE
Los patos silvestres que vivían en aquel estanque,
notaron que el invierno se acercaba. Tal vez
porque los días eran más cortos o porque el aire
estaba un poco más frío. Había llegado el
momento de buscar climas más cálidos. Y un
buen día echaron a volar iniciando un largo viaje
siguiendo al sol.
Todos... menos uno.
Era un pato pequeño y débil que no había crecido
tan rápido como los demás. Los otros eran fuertes,
con hermosas y poderosas alas para volar grandes
distancias.El patito miró con angustia, cómo la
gran bandada se elevó rumbo al norte, dejándolo
solo en aquella tierra que empezaba a ser fría y que anunciaba el crudo invierno. Agachó la
cabeza y una lágrima rodó por su carita.
Pero en eso sintió un lejano graznido, luego otro y otro más. Levantó la cabeza y a lo lejos
distinguió un punto negro que crecía y crecía. ¡Era la bandada que regresaba!
- “Hemos venido por tí, pequeño” le dijo el guía.
- “Te esperaremos el tiempo que sea necesario, para que crezcas, y puedas hacer el viaje
con nosotros. Eres uno de los nuestros y tus hermanos no te van a dejar aquí solo”.
Y por la cara del patito ahora caían muchas lágrimas de felicidad. Pasaron dos semanas,
justo las que el pequeño necesitaba para poder volar, y emprendió junto a sus hermanos, el
largo viaje en busca del sol y de su calor.
EL OSITO GOLOSO
Había un tren, muy grande y pesado, que pasaba todo el tiempo pensando en volar. Los
otros trenes le decían que era imposible, que solo los pájaros y los aviones volaban.
Entonces el tren decía ¡Quiero ser un pájaro! ¡Quiero ser un avión!, pero seguía siendo un
pesado tren de carga que quería volar.
Hasta que un día, hubo una gran tormenta, la cual destruyó un puente que unía dos cerros,
justo cuando se acercaba el tren que quería volar. Frente a él se encontraba el vacío. El
maquinista aplicó el freno y saltó a tierra para salvar su vida. En ese momento, el tren que
quería volar vió su oportunidad. Desconectó los frenos con un fuerte sacudón y aceleró
directo al vacío. Y entonces voló, voló, voló...
Y era tan fuerte su deseo de volar, que se mantuvo en el aire a pesar de su cuerpo de hierro.
Y sintió que era un pájaro. Y sintió que era un avión.
Se mantuvo en el aire mientras las nubes, que habían bajado a ver la hazaña, pasaban
sonriendo a su lado. Llegó volando al otro lado del barranco y las ruedas tomaron su
camino de metal. Desde ese día, el tren que quería volar fue completamente feliz y se
olvidó de ser un pájaro o un avión.
Entendió que lo suyo era ser un tren de carga y sonreía cuando alguien decía que para un
tren era imposible volar.
RAÚL EL CIENPIÉS
Verano. El sol pega fuerte sobre el campo verde y florido. Entre la numerosa maleza
vive una gran comunidad de cienpiés, aquellas extrañas orugas que se caracterizan
por la gran cantidad de patitas que poseen. Estos cienpiés son muy amistosos y se
reúnen en grupos para salir a caminar, a bailar, a bañarse en los charcos, a comer
hojitas y todas aquellas cosas entretenidas que hacen los cienpiés cuando están
felices.
Pero había uno llamado Raúl al cual nadie invitaba y que pasaba todo el tiempo solo
y si quería entretenerse tenía que inventar sus propios juegos. Juegos solitarios,
juegos aburridos. La soledad lo había transformado en un cienpiés tímido y no se
atrevía a preguntar el por qué no lo invitaban. Él se miraba en las pozas de agua y se
comparaba con los otros y no encontraba ninguna diferencia entre él y los demás. Lo
único raro que había notado era que todos los cienpiés que pasaban a su lado hacían
extrañas muecas con su nariz. Hasta que un día se armó de valor y preguntó al
primero que pasó a su lado el por qué todos lo evitaban. La respuesta lo dejó helado.
-Es que no te lavas los pies y los tienes muy hediondos, y como son cien... ¡puf, puf!
Raúl se puso rojo de vergüenza (él es verde) y salió corriendo como loco al primer
charco que encontró y se puso a la difícil tarea de lavar bien sus numerosos pies.
Desde ese momento Raúl lava sus patitas todos los días y ya no le da flojera hacerlo
porque la recompensa fue muy buena, ahora tiene cientos de amigos para jugar,
caminar, bailar y ser feliz.
http://www.cuentosdeadrian.com/cuentosdeadrian/cuentos_infantiles.html
https://www.chiquipedia.com/cuentos-infantiles-cortos/cuentos-de-hadas/