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LITERATURA FANTÁSTICA

Compilación y notas
Elkin Obregón
Primera edición
5.000 ejemplares
Medellín, julio de 2011
Edita:
Fundación CONFIAR
Calle 52 Nº 49-40
Tel: 448 75 00 Ext. 4201. Medellín
fundacionconfiar@confiar.com.co
www.confiar.coop
ISBN volumen: 978-958-99050-4-3
ISBN obra completa: 958-4702-7
Diseño e Impresión:
Pregón Ltda.

Este libro no tiene valor comercial


y es de distribución gratuita

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Índice

Sola y su alma..........................................7
Thomas Bailey Aldrich
La cita.......................................................11
Eliseo Morelli
El tío Einar................................................15
Ray Bradbury
Un habitante de Carcosa.........................33
Ambrose Bierce
La pata de mono.......................................43
W. W. Jacobs
El descuido................................................63
Martin Buber
El gesto de la muerte................................67
Jean Cocteau
Don Juan Tenorio....................................71
José Zorrilla
Los ganadores de mañana........................75
Holloway Horn
El centinela...............................................85
Segundo Serrano Poncela
Ante la ley................................................99
Franz Kafka
Cuatro Textos de Fantasías en Carrusel
René Avilés Fabila.........................................105
Wells y Einstein.................................107
El tamaño de la cárcel........................108
El más extraño de los animales
prodigiosos.........................................109
Turismo a la luz de la teoría
de la relatividad.................................110
El canto del gallo......................................111
Janus Parousky
El sueño de la mariposa...........................115
Chuang Tzu
La puerta en el muro................................119
H. G. Wells
Historia de los dos que soñaron..............157
Gustavo Weil
La sirena griega.........................................163
Álvaro Cunqueiro
Cuando el primer hombre se puso erecto,
miró hacia arriba, y halló que la realidad no le bastaba.
Proverbio vasco, citado por Álvaro Cunqueiro.
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Sola y su alma
Thomas Bailey Aldrich
THOMAS BAILEY ALDRICH (1836-1907).
Nació en Portsmouth, EE. UU. Murió en Boston.
Poeta (The Ballad of Babie Bell, etc.). Cuentista
(Marjorie Daw and Other People, etc.). Novelista
(The Story of a Bad Boy, Prudence Palfrey). El
brevísimo relato aquí incluido es considerado
por muchos un auténtico clásico del género.
Una mujer está sentada sola en su casa.
Sabe que no hay nadie más en el mundo:
todos los otros seres han muerto. Golpean
a la puerta.

De Lecturas fantásticas. Antología. Fundación


Secretos para Contar, 2009. Sin crédito de
traducción.

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La cita
Eliseo Morelli
ELISEO MORELLI (1890-1955). Nació en
Cerro Largo, Uruguay. Muy joven se trasladó a
Montevideo donde residió la mayor parte de su
vida, a excepción de unos cuantos años pasados
en España e Italia. Periodista, cuentista, poeta,
editor. Algunas obras: El mirlo blanco, La esfera
(poesía), Relatos con prisa, La rosa sin límites, El
consejero Mignon (volúmenes de cuentos).
Había un cedro enorme, añoso de siglos,
y junto a él, rodeándolo, había almendros
en flor. Insisto en los almendros, porque la
suavidad de su aroma era fiel acompañante
de nuestros encuentros.
Bajo el cedro nos veíamos, todas las
tardes, cuando ya el sol se batía en retirada.
Ella era tan hermosa que mis palabras no
sabrían describirla. La amaba, y por la dulzura
de sus ojos sabía que también me amaba.
Una tarde me dijo que no podría verme
más. “Terminó mi tiempo aquí, el tiempo
que se me permitió tener aún sobre la tierra”.
“También el mío terminó”, dije, “el tiempo
que se me permitió aún sobre la tierra”. Nos
miramos sonriendo, con la certeza de que
muy pronto volveríamos a encontrarnos.
El hombre que cruzó el sendero unos
segundos después no pudo vernos. Tampoco
olió el aroma de los almendros.
De Eliseo Morelli, Cuentos escogidos. Ediciones de
la Flor, 1987.

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El tío Einar
Ray Bradbury
RAY BRADBURY (1920). Nació en Waukegan,
Illinois. Considerado uno de los más altos
exponentes de la llamada ciencia ficción, los
cuentos y novelas de Bradbury suelen rebasar
ese género, adentrándose con poética maestría
en los más puros linderos del relato fantástico.
Algunos títulos suyos, muchos de ellos llevados
con éxito al cine: Fahrenheit 451, Crónicas
marcianas, El hombre marcado, Las doradas
manzanas del sol, Las maquinarias de la alegría,
etc.
—Llevará sólo un minuto —dijo la dulce
mujer del tío Einar.
—Me opongo —dijo el tío Einar—. Y eso
sólo lleva un segundo.
—He trabajado toda la mañana —dijo
ella, sosteniéndose la espalda delgada—,
¿y tú no me ayudarás ahora? El tamborileo
anuncia lluvia.
—Pues que llueva —dijo el tío Einar
morosamente—. No dejaré que me traspase
un relámpago sólo por airear tus ropas.
—Pero lo haces tan rápido.
—Repito, me opongo.
Las vastas alas alquitranadas del tío
Einar zumbaban nerviosamente detrás de los
hombros indignados.
La mujer le alcanzó una cuerda delgada
con cuatro docenas de ropas recién lavadas.
El tío Einar sostuvo la cuerda entre los dedos,
mirándola con profundo desagrado.

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—De modo que hemos llegado a esto
—murmuró amargamente—. A esto, a esto,
a esto. Parecía a punto de derramar unas
lágrimas tristes y ácidas.
—No llores o las mojarás de nuevo —dijo
la mujer—. Salta ahora, paséalas.
—Paséalas —la voz del tío Einar sonaba
hueca, terriblemente lastimada—. ¡Pues yo
digo: que truene, que llueva a cántaros!
—No te lo pediría si fuese un día hermoso
y soleado —dijo la mujer, razonable—. Todo
mi lavado sería inútil si no me ayudas. Tendré
que colgarlas en la casa…
Esto convenció al tío Einar. Sobre todas
las cosas odiaba las ropas que cuelgan como
banderas o festones, de modo que un hombre
tiene que arrastrarse por el piso para cruzar
un cuarto. Saltó en el aire, y las vastas alas
verdes zumbaron.
—¡Sólo hasta la valla de la pradera!
Una voltereta, y arriba: las alas mordieron
el hermoso aire fresco. Antes de que uno
pudiese decir: “el tío Einar tiene alas verdes”
ya navegaba a baja altura por encima de la
granja, arrastrando las ropas en un largo lazo
aleteante detrás de los golpes pesados de las
alas.
—¡Ahora!
De vuelta ya del viaje el tío Einar trajo
flotando las ropas, secas como granos de

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maíz, y las depositó en las mantas limpias
que la mujer había preparado.
—¡Gracias!
—¡Bah! —gritó el tío Einar, y voló
a rumiar sus pensamientos debajo del
manzano.
Las hermosas alas sedosas del tío Einar
le colgaban detrás como las velas verdes de
un barco, y cuando estornudaba o se volvía
bruscamente le chirriaban o susurraban en los
hombros. Era uno de los pocos de la familia
con un talento claramente visible. Todos los
primos y sobrinos y hermanos oscuros vivían
ocultos en pueblos pequeños del mundo
entero, hacían cosas mentales invisibles o
cosas con dedos de bruja y dientes blancos,
o descendían por el cielo como hojas en
llamas, o saltaban en los bosques como lobos
plateados por la luna. Vivían relativamente a
salvo de los seres humanos comunes. No así
un hombre con grandes alas verdes.
No era que odiara sus alas. Lejos de
eso. En su juventud había volado siempre
de noche, pues las noches son momentos
excepcionales para un hombre alado. La luz
del día tiene sus peligros, siempre los tuvo,
siempre los tendría; pero en las noches, ah,
en las noches había navegado sobre islas de
nubes y mares de cielo de verano. Sin correr
ningún peligro. Había disfrutado realmente
de aquellos vuelos.

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Pero ahora no podía volar de noche.
De regreso a un alto paso en ciertas
montañas de Europa, luego de una reunión
de familia en Mellin Town, Illinois (hace
algunos años), había bebido demasiado vino
tinto. “Pronto estaré bien” se había dicho a
sí mismo, vagamente, mientras volaba bajo
las estrellas del alba, sobre las lomas que se
extendían más allá de Mellin y soñaba a la
luz de la luna. Y de pronto… un crujido en
el cielo…
Una torre de alta tensión.
¡Como un pato en una red! Un tremendo
siseo. La chispa azul de un cable le cruzó y
ennegreció la cara. Las alas golpearon hacia
delante parando la electricidad, y el tío Einar
se precipitó cabeza abajo.
Cayó en el prado iluminado por la luna al
pie de la torre y fue como si alguien hubiese
arrojado desde el cielo un voluminoso libro
de teléfonos.
A la mañana siguiente, temprano, se
incorporó sacudiendo violentamente las alas
empapadas de rocío. La única luz era una
débil franja de alba extendida a lo largo del
este. Pronto esa franja se coloraría y todos los
vuelos quedarían restringidos. No había otra
solución que refugiarse en el bosque y esperar
escondido en los matorrales a que otra noche
ocultara los movimientos celestes de las alas.

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Así conoció el tío Einar a la que sería su mujer.
Durante el día, un primero de noviembre
excepcionalmente cálido en las tierras de
Illinois, la joven Brunilla Wexley salió a
ordeñar una vaca perdida; llevaba en la mano
un balde plateado mientras se deslizaba entre
los matorrales y le rogaba inteligentemente
a la vaca invisible que por favor volviera a
la casa o la leche le reventaría las entrañas.
El hecho casi seguro de que la vaca volvería
sola cuando las ubres necesitaran realmente
atención no preocupaba a Brunilla Wexley.
Era una buena excusa para pasear por el
bosque, soplar flores de cardo y morder hojas;
todo lo que estaba haciendo Brunilla cuando
tropezó con el tío Einar.
Dormido junto a un arbusto parecía un
hombre debajo de un alero verde.
—Oh —dijo Brunilla, entusiasmada—.
Un hombre. En una tienda de campaña.
El tío Einar despertó. La tienda de campaña
se abrió detrás como un alto abanico verde.
—Oh —dijo Brunilla, la buscadora de
vacas—. Un hombre con alas.
Así se lo tomó ella. Estaba sorprendida,
sí, pero nunca le habían hecho daño, de
modo que no le tenía miedo a nadie, y esto de
encontrarse con un hombre alado no pasaba
todos los días, y se sentía orgullosa.

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Empezó a hablar. Al cabo de una hora
eran viejos amigos, y al cabo de dos horas
Brunilla había olvidado las alas. Y el tío Einar
le confesó de algún modo cómo había llegado
a parar en ese bosque.
—Sí, ya noté que estás golpeado por todos
lados —dijo Brunilla—. Esa ala derecha tiene
mal aspecto. Será mejor que te lleve a casa
y te la arregle. De todos modos no podrías
viajar así hasta Europa. Y además ¿quién
quiere vivir en Europa en estos días?
El tío Einar se lo agradeció, aunque no
entendía muy bien cómo podía aceptar.
—Pero vivo sola —dijo Brunilla—. Pues,
como ves, soy bastante fea.
El tío Einar insistió diciendo que todo lo
contrario.
—Qué amable eres —dijo Brunilla—.
Pero soy fea, no me engaño. Mis padres han
muerto. Tengo una granja, grande, toda para
mí sola, lejos de Mellin Town, y necesito a
alguien con quien hablar.
—¿Pero ella no sentía miedo? —preguntó
el tío Einar.
—Orgullo y celos sería más exacto.
¿Puedo?
Y Brunilla acarició las membranosas
alas verdes con una envidia cuidadosa. El tío
Einar se estremeció y se puso la lengua entre
los dientes.

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De modo que no había otro remedio:
ir a la casa de ella en busca de medicinas y
ungüentos, y qué barbaridad, qué quemadura
en la cara, ¡debajo de los ojos!
—Suerte que no quedaste ciego —dijo
Brunilla—. ¿Cómo pasó?
—Bueno… —dijo el tío Einar, y ya
estaban en la granja, notando apenas que
habían caminado un kilómetro y medio
mirándose a los ojos.
Pasó un día y otro, y el tío Einar le dio
las gracias desde el umbral y dijo que debía
irse, que apreciaba mucho el ungüento, los
cuidados, el alojamiento. Caía la noche y
entre ahora, las seis, y las cinco de la mañana
tenía que cruzar un continente y un océano.
—Gracias, adiós —dijo y echó a volar en
el crepúsculo y se llevó por delante un arce.
—¡Oh! —gritó Brunilla y corrió hacia el
cuerpo inconsciente.
Cuando el tío Einar despertó, al cabo de
una hora, supo que nunca más podría volar
en la oscuridad; había perdido la delicada
percepción nocturna. La telepatía alada que le
había señalado la presencia de torres, árboles,
casas y colinas, la visión y la sensibilidad
tan claras y sutiles que lo habían guiado a
través de laberintos de bosques, acantilados
y nubes, todo había sido quemado para

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siempre, reducido a nada por aquel golpe en
la cara, aquella chicharra y aquel siseo azul
eléctrico.
—¿Cómo? —se quejó el tío Einar en vos
baja—. ¿Cómo iré a Europa? Si vuelo de día
me verán, y ay, qué pobre chiste, ¡quizá hasta
me bajen de un tiro! O quizá me encierren
en un jardín zoológico, ¡qué vida sería esa!
Brunilla, ¿qué puedo hacer?
—Oh —murmuró Brunilla, mirándose
los dedos—. Ya se nos ocurrirá algo…
Se casaron.
La familia asistió a la boda. En una
inmensa precipitación otoñal de hojas de
arce, sicómoro, roble, olmo, los parientes
susurraron y murmuraron, cayeron en una
llovizna de castañas de Indias, golpearon la
tierra como manzanas de invierno, y en el viento
que levantaban al llegar sobreabundaba el
aroma del pasado verano. La ceremonia fue
breve como una vela negra que se enciende,
se apaga con un soplido, y deja un humo
en el aire. La brevedad, la oscuridad, esa
cualidad de movimientos invertidos y al
revés se le escaparon a Brunilla, atenta
sólo a la pausada marea de las alas del tío
Einar, que murmuraban dulcemente sobre
ellos mientras concluía el rito. En cuanto al
tío Einar, la herida que le cruzaba la nariz
estaba casi curada, y tomando del brazo a

24
Brunilla sentía que Europa se debilitaba y se
desvanecía a lo lejos.
No tenía que ver demasiado bien para
volar directamente hacia arriba o descender
en línea recta. Fue pues natural que en esa
noche de bodas tomara a Brunilla en brazos
y volara verticalmente hacia el cielo. Un
granjero a cinco kilómetros de distancia, a
medianoche le echó una ojeada a una nube
baja y vio unos resplandores y unas débiles
estrías luminosas. “Luces de tormenta”, dijo,
y se fue a la cama.
El tío Einar y Brunilla no descendieron
hasta la mañana, junto con el rocío.
El matrimonio prosperó. Le bastaba a
Brunilla mirar al tío Einar, y pensar que era
la única mujer del mundo casada con un
hombre alado. “¿Qué otra mujer podría decir
lo mismo?”, le preguntaba al espejo. Y la
respuesta era siempre “¡Ninguna!”.
El tío Einar, por su parte, pensaba que
el rostro de Brunilla ocultaba una verdadera
belleza, una bondad y una comprensión
admirables. Consintió en algunos cambios
de dieta para conformar a Brunilla, y tenía
cuidado con las alas cuando andaba dentro
de la casa; las porcelanas golpeadas y las
lámparas rotas irritan siempre los nervios y
el tío Einar se mantenía a distancia de esos
objetos. Cambió también de hábitos de

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dormir, pues de cualquier modo ya no podía
volar de noche. Y ella a su vez arregló las
sillas, acomodándolas a las alas, poniendo
unas almohadillas extras allí o quitándolas
allá, y las cosas que decía eran las que más
agradaban al tío Einar.
—Estamos aún encerrados en capullos,
todos nosotros —decía Brunilla—. Mira
qué fea soy, pero un día romperé la cáscara
y extenderé un par de alas tan delicadas y
hermosas como las tuyas.
—Has roto la cáscara —dijo el tío Einar.
Brunilla pensó un momento.
—Sí —admitió al fin—. Hasta sé qué día
ocurrió. ¡En los bosques, cuando buscaba
una vaca y encontré una tienda de campaña!
Los dos rieron, y sintiendo el abrazo
del tío Einar, Brunilla supo que gracias al
matrimonio había salido de la fealdad, así
como una espada brillante sale de la vaina.
Tuvieron niños. Al principio el tío Einar
temió que nacieran con alas.
—Tonterías, ojalá fuera así —dijo
Brunilla—. Nunca les pondríamos el pie
encima.
—No —dijo el tío Einar—, ¡pero se te
subirían a la cabeza!
—¡Ay! —lloró Brunilla.
Nacieron cuatro hijos, tres niños y una
niña, tan movedizos que parecían tener alas.

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A los pocos años saltaban como renacuajos,
y en los días calurosos de verano le pedían
al padre que se sentara bajo el manzano y
los abanicara con las alas refrescantes y les
contara historias fantásticas a la luz de las
estrellas acerca de islas de nubes y océanos
de cielos y formas de nieblas y viento y el
sabor de un astro que se le disuelve a uno en
la boca, y de cómo bebes el helado aire de la
montaña, y cómo te sientes cuando eres un
guijarro que cae desde el monte Everest y te
transformas en un capullo verde abriendo las
alas como los pétalos de una flor poco antes
de golpear el suelo.
Eso había sido el matrimonio del tío Einar.
Y hoy, seis años después, aquí estaba el tío
Einar, aquí estaba sentado, envenenándose
debajo del manzano, sintiéndose cada vez
más impaciente y malévolo, no porque así lo
deseara sino porque luego de la larga espera
era todavía incapaz de volar en el abierto
cielo nocturno; nunca había recuperado el
sentido extra. Aquí estaba, desalentado,
convertido en un mero parasol, descartado y
verde, abandonado ahora por los veraneantes
infatigables que en otro tiempo habían
buscado el refugio de la sombra translúcida.
¿Tendría que estar aquí para siempre, sin
atreverse a volar de día porque alguien podía
verlo? ¿No sería ya otra cosa que un secador

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de ropas para Brunilla o un abanico para
niños en las noches calurosas de agosto?
Hasta hacía seis años había sido siempre
el mensajero de la familia, más rápido que
una tormenta. Volando sobre lomas y valles,
como un bumerán y aterrizando como una
flor de cardo. Siempre había dispuesto de
dinero. ¡A la familia le era muy útil el hombre
con alas! ¿Pero ahora? Amarguras. Las alas
estremecieron y barrieron el aire y sonaron
como un trueno cautivo.
—Papá —dijo la pequeña Meg.
Los niños miraban la cara pensativa y
oscurecida del padre.
—Papá —dijo Ronald—, ¡haz más truenos!
—Hoy es un día frío de marzo, lloverá
pronto y habrá muchos truenos —dijo el tío
Einar.
—¿Vendrás a vernos? —preguntó Michael.
—¡Corran, corran! ¡Dejen reflexionar a papá!
Estaba cerrado al amor, a los hijos del
amor y al amor de los hijos. Sólo pensaba en
cielos, firmamentos, horizontes, infinitudes,
de noche o de día, a la luz de las estrellas, la
luna o el sol, cielos nublados o claros, pero
siempre cielos, firmamentos y horizontes que
se extendían interminables en las alturas. Y
aquí estaba ahora, navegando en el césped,
siempre abajo, para que no lo vieran. ¡Qué
estado miserable, en un pozo hondo!

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—¡Papá, ven a mirarnos, es marzo!
—gritó Meg— ¡Y vamos a la loma con todos
los niños del pueblo!
—¿Qué loma es esa? —gruñó el tío Einar.
—¡La loma de las cometas, por supuesto!
—cantaron los niños.
El tío Einar los miró por primera vez.
Cada uno de los niños tenía en las manos una
cometa de papel, y el calor de la excitación y
un resplandor animal les encendían las caras.
Los deditos sostenían unas pelotas de cordel
blanco. De las cometas, rojas y azules y
amarillas y verdes, colgaban colas de algodón
y trozas de seda.
—¡Remontaremos las cometas! —dijo
Ronald—. ¿No vienes?
—No —dijo el tío Einar tristemente—.
No tiene que verme nadie o habrá dificultades.
—Puedes esconderte y mirar desde los
bosques —dijo Meg—. Hicimos las cometas
nosotros mismos. Pues sabemos cómo.
—¿Cómo lo saben?
—¡Porque somos tus hijos! —fue el grito
instantáneo— ¡Por eso!
El tío Einar miró a los niños largo rato.
Suspiró.
—¿Un festival de cometas, no es así?
—¡Sí señor!
—Ganaré yo —dijo Meg.
—¡No, yo! —contradijo Michael.

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—¡Yo, yo! —pió Stephen.
—¡Dios de las alturas! —Rugió el tío
Einar, saltando hacia arriba, batiendo el
ensordecedor timbal de las alas—. ¡Niños,
niños, os amo tiernamente!
—Papá, ¿qué pasa? —dijo Michael,
retrocediendo.
—¡Nada, nada, nada! —entonó Einar.
Flexionó las alas hasta el punto máximo
de propulsión y embestida. ¡Bum! Las alas
golpearon como címbalos. La ola de aire tiró
a los niños al suelo.
—¡Lo conseguí, lo conseguí! ¡Soy libre
de nuevo! ¡Fuego en la caldera! ¡Pluma en el
viento! ¡Brunilla!
Einar llamó a la casa, Brunilla apareció
en el umbral.
—¡Soy libre! —llamó Einar, emocionado
y alto, de puntillas—. Escucha, Brunilla, ¡ya
no necesito la noche! ¡De ahora en adelante
volaré todos los días y cualquier día del año!
Pero… pierdo tiempo hablando. ¡Mira!
Y mientras Brunilla y los niños lo miraban
preocupados, Einar sacó la cola de algodón de
una de las cometas y se la ató al cinturón, a
la espalda; tomó la pelota de cordel, se puso
una punta entre los dientes y les dio la otra
punta a los niños ¡y voló, arriba, arriba, en
el aire, alejándose en el viento de marzo! Y
los niños de Einar corrieron por los prados,

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cruzando las granjas, soltando cordel al cielo
soleado, trinando y tropezando, y Brunilla de
pie en el patio saludaba con la mano y reía,
y los niños fueron a la loma de las cometas
sosteniendo la pelota de cordel entre los
dedos ávidos y orgullosos, todos tirando y
tironeando y dirigiendo. Y los niños de Mellin
Town llegaron corriendo con sus pequeñas
cometas para soltarlas al viento y vieron la
gran cometa verde que saltaba y oscilaba en
el cielo y exclamaron:
—¡Oh, oh, qué cometa! ¡Qué cometa!
¡Oh, cómo me gustaría una cometa parecida!
¿Dónde la consiguieron?
—La hizo papá —gritaron Meg y
Michael y Stephen y Ronald, y tironearon
animadamente del cordel y la zumbante y
atronadora cometa se zambulló y remontó
en el cielo, y cruzando una nube dibujó un
largo y mágico signo de exclamación.

De Ray Bradbury, El país de octubre. Ediciones


Minotauro. Barcelona, 2002.

31
Un habitante de Carcosa
Ambrose Bierce
AMBROSE BIERCE (1842-1914). Nació en
Ohio, EE.UU., pero se formó como escritor y
periodista en San Francisco. Muy pronto se
ganó una reputación de escritor irreverente y
mordaz. Publicó un centenar de cuentos cortos
que dan fe de lo dicho. Carlos Fuentes escribió
sobre él una novela, Gringo viejo. “Desapareció
para siempre en la vorágine de la Revolución
Mexicana, de la que nunca regresó, ni vivo ni
muerto”.
Pues existen diversas especies de muerte:
algunas en las cuales el cuerpo permanece, y otras
en las que el espíritu desaparece conjuntamente
con el cuerpo. Esto por lo común sólo ocurre en
la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, al no
percatarse nadie del final, decimos que el hombre
está perdido, o que se ha marchado en un largo
viaje, lo cual de verdad ha hecho; pero en ocasiones
ha sucedido ante los ojos de muchos. En una de las
especies de la muerte también el espíritu muere
y se ha sabido que hace esto mientras el cuerpo
conserva su vigor por muchos años. A veces, tal
como se ha atestiguado con certeza, muere con el
cuerpo, pero tras un tiempo se yergue de nuevo en
el lugar donde el cuerpo de verdad se descompuso.
Meditando en estas palabras de Hali (a
quien Dios dé reposo), y preguntándome
sobre su pleno significado, como alguien
que tiene un indicio y sin embargo sospecha
que hay algo detrás, diferente de lo que ha

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discernido, no percibí hacia dónde había
vagado hasta que un súbito y gélido ventarrón
golpeó mi cara, reviviendo en mí un sentido
de contorno. Observé con asombro que todo
parecía extraño. Hacia todos los lados se
extendía un sombrío y desolado territorio
plano, cubierto por espesas y altas hierbas
marchitas, que susurraban y silbaban con el
viento haciendo sólo Dios sabe qué misteriosa
e inquietante sugerencia. Sobresalían de
trecho en trecho rocas de extrañas formas
y tétricos colores, que parecían entenderse
entre sí e intercambiar miradas de inquietante
significado, como si hubieran alzado las
cabezas para observar el desenlace de algún
acontecimiento previsto. Aquí y allá unos
pocos árboles resecos parecían ser los líderes
de esta malévola conspiración de silenciosa
expectativa.
Debía de estar, pensé, bien entrado el día,
aunque no estaba visible el sol; y no obstante
al sentir que el aire era destemplado y frío, mi
conciencia del hecho era más mental que física
y no tenía sensación alguna de incomodidad.
Sobre el desconsolador paisaje un dosel de
nubes bajas y plomizas flotaba como una
visible maldición. En todo aquello había una
amenaza y un portento, una alusión al mal,
una insinuación de fatalidad. No había aves,
ni bestias, ni insectos. El viento se quejaba en

36
las ramas desnudas de los árboles muertos y
la hierba grisácea se inclinaba para susurrarle
a la tierra su pavoroso secreto; pero ningún
otro sonido o movimiento rompía el atroz
reposo de aquel funesto lugar.
Observé entre los hierbajos unas cuantas
piedras gastadas por la intemperie y
evidentemente labradas a mano. Estaban
rotas, cubiertas de musgo y medio enterradas
en la tierra. Algunas yacían postradas,
otras se inclinaban en diversos ángulos,
ninguna estaba vertical. Eran obviamente
lápidas mortuorias, aunque las tumbas mismas
ya no existieran como montículos o como
depresiones; los años habían nivelado todo.
Esparcidos aquí y allá, unos bloques más
grandes mostraban el sitio donde alguna
pomposa tumba o monumento ambicioso
lanzara alguna vez su débil desafío contra el
olvido. Tan antiguas parecían estas reliquias,
estos vestigios de la vanidad y monumentos
al afecto y la piedad, tan abatidos y gastados y
manchados; tan abandonado, desierto y olvidado
el lugar, que no pude evitar verme a mí mismo
como el descubridor del camposanto de una
raza prehistórica de hombres cuyo nombre
mismo hacía mucho se había extinguido.
Lleno de estas reflexiones, descuidé
por un tiempo la secuencia de mis propias
experiencias, pero no tardé en preguntarme:

37
“¿Cómo fue que llegué aquí?”. Una reflexión
instantánea pareció aclarar todo esto, y explicar
al mismo tiempo, aunque en forma inquietante,
el carácter singular con el que mi imaginación
había vestido todo lo que vi y escuché. Estaba
enfermo. Recordé que una súbita fiebre me
había postrado, y que mi familia me había
contado que en mis períodos de delirio había
exigido a gritos la libertad y el aire, y cómo
me habían obligado a quedarme en cama para
evitar mi escape al aire libre. Ahora había
eludido la vigilancia de mis protectores y había
errado hasta… ¿hasta dónde? No podía hacer
conjeturas. Era claro, estaba a considerable
distancia de la ciudad donde habitaba, la
antigua y renombrada ciudad de Carcosa.
No había en ninguna parte señal de
vida humana visible o audible; ni humo
ascendiendo, ni ladridos de perros guardianes,
ni mugidos de ganado, ni gritos de niños
jugando, nada fuera del lúgubre cementerio,
con su aire de misterio y espanto, debido a
mi desordenado cerebro. ¿No estaba yo de
nuevo delirando, más allá de cualquier ayuda
humana? ¿No era todo aquello, por cierto, una
ilusión de mi locura? Invoqué de viva voz
los nombres de mis esposas e hijos, alargué
una mano en busca de las suyas, mientras
caminaba entre las piedras desmoronadas y
las hierbas marchitas.

38
Un ruido a mis espaldas hizo que me
diera vuelta. Un animal salvaje, un lince,
se acercaba. Tuve este pensamiento: “Si
me desplomo aquí en el desierto, si la fiebre
vuelve y me debilito, esta bestia me cogerá
por la garganta”. Salté hacia ella, dando
gritos.
Pasó trotando tranquilamente, casi a mi
lado, y desapareció tras una roca.
Un momento después pareció como si la
cabeza de un hombre surgiera de la tierra a
escasa distancia. Ascendía por la falda opuesta
de una colina cuya cresta a duras penas se
distinguía del nivel general. Apareció pronto
toda su figura contra el fondo de nubarrones
grises. Estaba casi desnudo, cubierto sólo
con unas pieles. Tenía el pelo desgreñado, su
barba larga y enmarañada. Llevaba en una
mano un arco y una flecha; portaba con la
otra una antorcha llameante con una larga
cola de humo negro. Caminaba lentamente
y con cautela, como si temiera caer en alguna
tumba abierta escondida por la alta maleza.
El extraño aparecido sorprendía pero no
alarmaba, y cambiando mi rumbo para poder
interceptarlo me encontré casi cara a cara
con él, y lo abordé con el habitual saludo:
“Dios lo conserve”.
No prestó atención, y tampoco disminuyó
la marcha.

39
—Buen extraño —continué—, estoy
enfermo y perdido. Guiadme, os ruego, a
Carcosa.
El hombre inició un bárbaro canto en
una lengua desconocida, pasó de largo y se
alejó.
Un búho en la rama de un árbol
putrefacto ululó lúgubremente, y otro le
contestó desde lejos. Al mirar hacia arriba,
¡vi a Aldebarán y a las Híadas por una súbita
grieta entre las nubes! En todo esto había un
indicio nocturno: el lince, el hombre con la
antorcha, el búho. Sin embargo, veía incluso,
ausente la oscuridad, las estrellas. Veía, pero
al parecer ni me veían ni me oían. ¿Bajo qué
horrible hechizo estaba yo?
Me senté en las raíces de un gran árbol
para sopesar seriamente qué era preferible
hacer. No podía ya dudar de que estuviera
loco, pero en esta convicción reconocía
una base para la duda. Tenía, con todo,
una sensación de alborozo y de vigor que
desconocía completamente, una sensación de
exaltación mental y física. Todos mis sentidos
parecían alerta; podía sentir que el aire era una
pesada sustancia; podía oír el silencio.
Una raíz del árbol gigante contra cuyo
tronco me apoyaba abrazaba estrechamente
una losa, parte de la cual sobresalía de un
nicho formado por otra raíz. La piedra,

40
aunque muy desintegrada, estaba así en
parte protegida contra la intemperie; todos
sus bordes gastados, carcomidas sus puntas,
su superficie con profundos surcos y escamas.
A su alrededor, en la tierra, se podían ver
brillantes partículas de mica, vestigios de su
descomposición. La piedra aparentemente
había marcado la tumba de la cual el árbol
había surgido siglos ha. Las exigentes raíces
del árbol habían despojado la tumba y
aprisionado la lápida.
Un súbito ventarrón retiró unas hojas y
ramillas secas de la superficie superior de la
piedra; vi las letras de una inscripción en bajo
relieve y me incliné para leerla. Dios de los
cielos: ¡mi nombre completo! ¡La fecha de mi
nacimiento! ¡La fecha de mi muerte!
Un rayo de luz horizontal iluminó todo
el costado del árbol, al ponerme de pie de un
salto, aterrorizado. El sol salía en el rosado
oriente. Estaba yo entre el árbol y el gran
disco rojo: ¡ninguna sombra se proyectaba
en el tronco!
Un coro de lobos aullantes saludó el
alba. Los vi sentados en las ancas, solos y en
grupos, en la punta de cúmulos y túmulos
irregulares, y llenando mi perspectiva del
desierto que se extendía hasta el horizonte.
Supe entonces que éstas eran las ruinas de
la antigua y renombrada ciudad de Carcosa.

41
Estos son lo hechos que el espíritu Hos Alar
Robardin comunicó al médium Bayrolles.

De Ambrose Bierce. Aceite de perro y otros cuentos


macabros. El Áncora Editores, 2007. Traducción de
Nicolás Suescún.

42
La pata de mono
W. W. Jacobs
W. W. JACOBS (1863-1943). Humorista,
cuentista y novelista británico nacido en
Londres. La historia de Los tres deseos cuenta
con una tradición de siglos, y muchas variantes,
en diversos países. Pero es sin duda el relato de
Jacobs, versión que aquí se presenta, la más
lograda, compleja e inquietante del tema.
I

La noche era fría y húmeda, pero en la


pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos
estaban cerrados y el fuego ardía vivamente.
Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero
tenía ideas personales sobre el juego y ponía
al rey en tan desesperados e inútiles peligros,
que provocaba el comentario de la vieja
señora que tejía plácidamente junto a la
chimenea.
—Oigan el viento —dijo el señor White;
había cometido un error fatal y trataba de
que su hijo no lo advirtiera.
—Lo oigo —dijo éste moviendo implaca-
blemente la reina—. Jaque.
—No creo que venga esta noche —dijo el
padre con la mano sobre el tablero.
—Mate —contestó el hijo.
—Esto es lo malo de vivir tan lejos
—vociferó el señor White con imprevista y
repentina violencia—. De todos los barriales,

45
éste es el peor. El camino es un pantano. No
sé en qué piensa la gente. Como hay sólo dos
casas alquiladas, no les importa.
—No te aflijas, querido —dijo suave-
mente su mujer—, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió
una mirada de complicidad entre madre e
hijo. Las palabras murieron en sus labios y
disimuló un gesto de fastidio.
—Ahí viene —dijo Herbert White al
oír el golpe del portón y unos pasos que
se acercaban. Su padre se levantó con
apresurada hospitalidad y abrió la puerta; lo
oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre
fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
—El sargento-mayor Morris —dijo el
señor White, presentándolo. El sargento les
dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron
y observó con satisfacción que el dueño de la
casa traía whisky y unos vasos y ponía una
pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y
empezó a hablar. La familia miraba con
interés a ese forastero que hablaba de guerras,
de epidemias y de pueblos extraños.
—Hace veintiún años —dijo el señor
White sonriendo a su mujer y a su hijo—.
Cuando se fue era apenas un muchacho.
Mírenlo ahora.

46
—No parece haberle sentado tan mal
—dijo la señora White amablemente.
—Me gustaría ir a la India —dijo el señor
White—. Sólo para dar un vistazo.
—Mejor quedarse aquí —replicó el
sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso
y, suspirando levemente, volvió a sacudir la
cabeza.
—Me gustaría ver esos viejos templos
y faquires y malabaristas —dijo el señor
White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted
empezó a contarme los otros días, de una
pata de mono o algo por el estilo?
—Nada —contestó el soldado, apresurada-
mente—. Nada que valga la pena oír.
—¿Una pata de mono? —preguntó la
señora White.
—Bueno, es lo que se llama magia, tal
vez —dijo con desgano el sargento.
Sus tres interlocutores lo miraron con
avidez. Distraídamente, el forastero llevó la
copa vacía a los labios; volvió a dejarla. El
dueño de casa la llenó.
—A primera vista, es una patita
momificada que no tiene nada de particular
—dijo el sargento mostrando algo que sacó
del bolsillo.
—La señora retrocedió, con una mueca.
El hijo tomó la pata de mono y la examinó
atentamente.

47
—¿Y qué tiene de extraordinario?
—preguntó el señor White quitándosela a su
hijo, para mirarla.
—Un viejo faquir le dio poder mágico
—dijo el sargento mayor—. Un hombre muy
santo… Quería demostrar que el destino
gobierna la vida de los hombres y que nadie
puede oponérsele impunemente. Le dio este
poder: Tres hombres pueden pedirle tres
deseos.
Habló tan seriamente que los otros
sintieron que sus risas desentonaban.
—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas?
—preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
—Las he pedido —dijo, y su rostro
curtido palideció.
—¿Realmente se cumplieron los tres
deseos? —preguntó la señora White.
—Se cumplieron —dijo el sargento.
—¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.
—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las
dos primeras cosas que pidió; la tercera, fue
la muerte. Por eso entré en posesión de la
pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo
silencio.
—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya
no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el
señor White—. ¿Para qué lo guarda?

48
El sargento sacudió la cabeza:
—Probablemente he tenido, alguna vez,
la idea de venderlo; pero creo que no lo haré.
Ya ha causado bastantes desgracias. Además,
la gente no quiere comprarlo. Algunos
sospechan que es un cuento de hadas; otros
quieren probarlo primero y pagarme después.
—Y si a usted le concedieran tres deseos
más —dijo el señor White—, ¿los pediría?
—No sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el
pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la
recogió.
—Mejor que se queme —dijo con
solemnidad el sargento.
—Si usted no la quiere, Morris, démela.
—No quiero —respondió terminante-
mente—. La tiré al fuego; si la guarda, no me
eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea
razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su
nueva adquisición. Preguntó:
—¿Cómo se hace?
—Hay que tenerla en la mano derecha y
pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo
que debe temer las consecuencias.
—Parece de las Mil y una noches —dijo
la señora White. Se levantó a preparar la
mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para
mí otro par de manos?

49
El señor White sacó del bolsillo el
talismán; los tres se rieron al ver la expresión
de alarma del sargento.
—Si está resuelto a pedir algo —dijo
agarrando el brazo de White—, pida algo
razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata
de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa.
Durante la comida el talismán fue, en cierto
modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos
relatos de la vida del sargento en la India.
—Si en el cuento de la pata de mono
hay tanta verdad como en los otros —dijo
Herbert cuando el forastero cerró la puerta
y se alejó con prisa, para alcanzar el último
tren—, no conseguiremos gran cosa.
—¿Le diste algo? —preguntó la señora
mirando atentamente a su marido.
—Una bagatela —contestó el señor
White, ruborizándose levemente—. No
quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en
que tirara el talismán.
—Sin duda —dijo Herbert, con fingido
horror—, seremos felices, ricos y famosos.
Para empezar tienes que pedir un imperio,
así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el
talismán y lo examinó perplejamente.
—No se me ocurre nada para pedirle
—dijo con lentitud—. Me parece que tengo
todo lo que deseo.

50
—Si pagaras la hipoteca de la casa serías
feliz ¿no es cierto? —dijo Herbert poniéndole
la mano sobre el hombro—. Bastará con que
pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia
credulidad y levantó el talismán; Herbert
puso una cara solemne, hizo un guiño a su
madre y tocó en el piano unos acordes graves.
—Quiero-doscientas-libras —pronunció
el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a
sus palabras. El señor White dio un grito. Su
mujer y su hijo corrieron hacia él.
—Se movió —dijo mirando con desagrado
el objeto y lo dejó caer—. Se retorció en mi
mano, como una víbora.
—Pero yo no veo el dinero —observó el
hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo
sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.
—Habrá sido tu imaginación, querido
—dijo la mujer mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
—No importa. No ha sido nada. Pero me
dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos
hombres acabaron de fumar sus pipas. El
viento era más fuerte que nunca. El señor
White se sobresaltó cuando se golpeó
una puerta en los pisos altos. Un silencio

51
inusitado y deprimente los envolvió hasta
que se levantaron para ir a acostarse.
—Se me ocurre que encontrarás el dinero
en una gran bolsa, en el medio de la cama
—dijo Herbert al darle las buenas noches—.
Una aparición horrible agazapada encima del
ropero, te acechará cuando estés guardando
tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la
oscuridad, y miró las brasas, y vio caras en
ellas. La última era tan simiesca, tan horrible,
que la miró con asombro; se rio, molesto,
y buscó en la mesa su vaso de agua para
echárselo encima y apagar la brasa; sin querer,
tocó la pata de mono; se estremeció, limpió
la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

52
II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el


desayuno en la claridad del sol invernal, se rio
de sus temores. En el cuarto había un ambiente
de prosaica salud que faltaba la noche anterior;
y esa pata de mono, arrugada y sucia, tirada
sobre el aparador, no parecía terrible.
—Todos los viejos militares son iguales
—dijo la señora White—. ¡Qué idea la
nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo
puede creerse en talismanes, en esta época?
Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué
mal podrían hacerte?
—Pueden caer de arriba y lastimarte la
cabeza —dijo Herbert.
—Según Morris, las cosas ocurrían con
tanta naturalidad que parecían coincidencias
—dijo el padre.
—Bueno, no vayas a encontrarte con
el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert
levantándose de la mesa—. No sea que
te conviertas en un avaro y tengamos que

53
repudiarte. La madre se rio, lo acompañó
hasta afuera y lo vio alejarse por el camino;
de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la
credulidad del marido. Sin embargo, cuando
el cartero llamó a la puerta, corrió a abrirla y
cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre,
se refirió con cierto malhumor a los militares
de costumbres intemperantes.
—Me parece que Herbert tendrá tema
para sus bromas —dijo al sentarse.
—Sin duda —dijo el señor White—.
Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi
mano. Puedo jurarlo.
—Habrá sido en tu imaginación —dijo la
señora suavemente.
—Afirmo que se movió. Yo no estaba
sugestionado. Era… ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los
misteriosos movimientos de un hombre que
rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó
que el hombre estaba bien vestido y que
tenía una galera nueva y reluciente; pensó
en las doscientas libras. El hombre se detuvo
tres veces en el portón; por fin se decidió a
llamar apresuradamente. La señora White
se quitó el delantal y lo escondió debajo del
almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía
incómodo. La miraba furtivamente, mientras
ella le pedía disculpas por el desorden que

54
había en el cuarto y por el guardapolvo del
marido. La señora esperó cortésmente que les
dijera el motivo de la visita; el desconocido
estuvo un rato en silencio.
—Vengo de parte de Maw & Meggins
—dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido
algo a Herbert?
—Su marido se interpuso.
—Espera, querida. No te adelantes a
los acontecimientos. Supongo que usted no
me trae malas noticias, señor —y lo miró
patéticamente.
—Lo siento… —empezó el otro.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida,
la madre.
El hombre asintió. Mal herido —dijo
pausadamente—. Pero no sufre.
—Gracias a Dios —dijo la señora White,
juntando las manos—. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido
siniestro que había en la seguridad que le
daba y vio la confirmación de sus temores,
en la cara significativa del hombre. Retuvo
la respiración, miró a su marido que parecía
tardar en comprender, y le tomó la mano
temblorosamente. Hubo un largo silencio.
—Lo agarraron las máquinas —dijo en
voz baja el visitante.

55
—Lo agarraron las máquinas —repitió el
señor White aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la
ventana; tomó la mano de su mujer, la
apretó en la suya como en sus tiempos de
enamorados.
—Era el único que nos quedaba —le dijo
al visitante—. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
—La compañía me ha encargado que
le exprese sus condolencias por esta gran
pérdida —dijo sin darse vuelta—. Le ruego
que comprenda que soy tan sólo un empleado
y que obedezco a las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora
White estaba lívida.
—Se me ha comisionado para declararles
que Maw & Meggins niegan toda responsa-
bilidad en el accidente —prosiguió el otro—.
Pero en consideración a los servicios pres-
tados por su hijo, le remiten una suma
determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer
y, levantándose, miró con terror al visitante.
Sus labios secos pronunciaron la palabra:
¿Cuánto?
—Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White
sonrió levemente, extendió los brazos, como
un ciego, y se desplomó, desmayado.

56
III

En el cementerio nuevo, a unas dos


millas de distancia, marido y mujer dieron
sepultura a su muerto y volvieron a la casa
transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio
casi no lo entendieron y quedaron esperando
alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero
los días pasaron y la expectativa se transformó
en resignación, esa desesperada resignación
de los viejos, que algunos llaman apatía.
Pocas veces hablaban, porque no tenían nada
que decirse; sus días eran interminables hasta
el cansancio.
Una semana después, el señor White,
despertándose bruscamente en la noche,
estiró la mano y se encontró solo. El cuarto
estaba a oscuras; oyó, cerca de la ventana,
un llanto contenido. Se incorporó en la cama
para escuchar.
—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—.
Vas a coger frío.

57
—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora
White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los
oídos del señor |. La cama estaba tibia, y sus
ojos pesados de sueño. Un despavorido grito
de su mujer lo despertó.
—La pata de mono —gritaba desatina-
damente—, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó.
—La quiero. ¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa
—contestó asombrado—. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo,
y le dijo histéricamente:
—Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no
he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
—¿Pensaste en qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió en
seguida—. Sólo hemos pedido uno.
—¿No fue bastante?
—No —gritó ella triunfalmente—. Le
pediremos otro más. Búscala pronto y pídele
que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
—Dios mío, estás loca.
—Búscala pronto y pide —le balbuceó—;
¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.

58
—Vuelve a acostarte. No sabes lo que
estás diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por
qué no hemos de pedir el segundo?
—Fue una coincidencia.
—Búscala y desea —gritó con exaltación
la mujer.
El marido se dio vuelta y la miró:
—Hace diez días que está muerto y
además, no quiero decirte otra cosa, lo
reconocí por el traje. Si ya entonces era
demasiado horrible para que lo vieras…
—Tráemelo —gritó la mujer arrastrán-
dolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al
niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró
en la sala y se acercó a la repisa. El talismán
estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo
todavía no formulado trajera a su hijo hecho
pedazos, antes de que él pudiera escaparse del
cuarto. Perdió la orientación. No encontraba
la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo
largo de la pared y de pronto se encontró en
el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la
cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba
ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural.
Le tuvo miedo.
—¡Pídelo! —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó.

59
—Pídelo —repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
—Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor
White siguió mirándolo con terror. Luego,
temblando, se dejó caer en una silla mientras
la mujer se acercó a la ventana y levantó
la cortina. El hombre no se movió de ahí,
hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces
miraba a su mujer que estaba en la ventana.
La vela se había consumido, hasta apagarse,
proyectaba en las paredes y el techo sombras
vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso
del talismán, el hombre volvió a la cama;
un minuto después, la mujer, apática y
silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido
del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad
era opresiva; el señor White juntó coraje,
encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó.
El señor White se detuvo para encender otro;
simultáneamente, resonó un golpe furtivo,
casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció
inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el
golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se
oyó un tercer golpe.
—¿Qué es eso? —gritó la mujer.

60
—Una laucha —dijo el hombre—. Una
laucha. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe
retumbó en toda la casa.
—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora
White corrió hacia la puerta. Pero su marido
la alcanzó.
—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogada-
mente.
—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la
mujer, luchando para que la soltaran—. Me
había olvidado de que el cementerio está a dos
millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
—Por amor de Dios, no lo dejes entrar
—dijo el hombre, temblando.
—¿Tienes miedo de tu propio hijo?
—gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró
y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la
llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el
ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y
luego la voz de la mujer, anhelante:
—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el
piso, en busca de la pata de mono.
—Si pudiera encontrarla antes de que eso
entrara…
Los golpes volvieron a resonar en toda
la casa. El señor White oyó que su mujer
acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca

61
al abrirse; en el mismo instante encontró la
pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el
tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los
ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la
silla y abrir la puerta. Un viento helado entró
por la escalera; y un largo y desconsolado
alarido de su mujer le dio valor para correr
hacia ella y luego hasta el portón. El camino
estaba desierto y tranquilo.

Tomado de la Internet. Editorial Sudamericana.


Sin referencia de traducción.

62
El descuido
Martin Buber
MARTIN BUBER (1878-1965). Nació en
Viena, murió en Jerusalén. Filósofo, teólogo y
escritor judío, propulsor del acercamiento entre
israelíes y palestinos. Algunas de sus obras más
destacadas: Moisés, Cuentos jasídicos, Caminos de
utopía, Ensayos sobre la crisis de nuestro tiempo,
etc.
Cuentan:
El rabí Elimelekl estaba cenando con sus
discípulos. El criado le trajo un plato de sopa.
El rabí lo volvió y la sopa se derramó sobre
la mesa. El joven Mendel, que sería rabí de
Rimanov, exclamó:
—Rabí, ¿qué has hecho? Nos mandarán a
todos a la cárcel.
Los otros discípulos sonrieron y se hu-
bieran reído abiertamente, pero la presencia
del maestro los contuvo. Éste, sin embargo,
no sonrió. Movió afirmativamente la cabeza
y dijo a Mendel:
—No temas, hijo mío.
Algún tiempo después se supo que en
aquel día un edicto dirigido contra los judíos
de todo el país había sido presentado al
emperador para que lo firmara. Repetidas
veces el emperador había tomado la pluma,
pero algo siempre lo interrumpía. Finalmente

65
firmó. Extendió la mano hacia la arena de
secar, pero tomó por error el tintero y lo
volcó sobre el papel. Entonces lo rompió y
prohibió que se lo trajeran de nuevo.

De Antología de la literatura fantástica. Jorge Luis


Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares.
Editorial Sudamericana, 1971.

66
El gesto de la muerte
Jean Cocteau
JEAN COCTEAU (1889-1963). Poeta,
cuentista, dramaturgo, cineasta y pintor francés.
También otros escritores contemporáneos,
entre ellos el británico Somerseth Maugham,
han querido divulgar este relato, a todas luces
de anónimos orígenes orientales. Boris Karloff
lo recita completo, en un bello monólogo de
Targets, película de Peter Bogdanovich.
Un joven jardinero persa dice a su
príncipe:
—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta
mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta
noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.
El bondadoso príncipe le presta sus
caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra
a la Muerte y le pregunta:
—Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro
jardinero un gesto de amenaza?
—No fue un gesto de amenaza —le
responde—, sino un gesto de sorpresa. Pues
lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo
tomarlo esta noche en Ispahan.

De Cuentos breves y extraordinarios. Jorge Luis


Borges, Adolfo Bioy Casares. Biblioteca clásica
y contemporánea Losada, 1973. Sin crédito de
traducción.

69
Don Juan Tenorio
José Zorrilla
JOSÉ ZORRILA (1817-1893). Poeta y drama-
turgo español. Aunque nacido en Valladolid,
fue siempre granadino por adopción. Algunas
de sus obras: A buen juez mejor testigo, La leyenda
del Cid, El zapatero del Rey, Traidor, inconfeso y
mártir. Su obra Don Juan Tenorio es representada
infaltablemente todos los años en Sevilla.
DON JUAN. —¿Conque por mí doblan?
ESTATUA. —Sí.
DON JUAN. —¿Y esos cantos funerales?
ESTATUA. —Los salmos penitenciales
que están cantando por ti.
DON JUAN. —¿Y aquel entierro que
pasa?
ESTATUA. —Es el tuyo.
DON JUAN. —¡Muerto yo!
ESTATUA. —El capitán te mató
a la puerta de tu casa.

Fragmento del acto tercero de la obra. Biblioteca


Mundial Sopena, 1952

73
Los ganadores de mañana
Holloway Horn
HOLLOWAY HORN (1901-¿?). Nacido en
Brighton, Inglaterra. Matemático, ensayista,
polemista, cuentista. Entre sus libros, Una
nueva teoría de estructuras, Los hechos en el caso de
Mr. Dunne, El viejo y otras historias.
Martin “Knocker” Thompson era
difícilmente un caballero. Había sido
empresario de dudosos matches de box
y de partidos (amistosos) de póker, que
ya no dejaban la menor duda. Carecía de
imaginación, pero no de viveza y de cierta
habilidad. Su galera, sus polainas y la
herradura de oro de su corbata podían haber
sido más charras, pero estaba tratando de
despistar.
No siempre iba a favorecerlo la suerte,
pero el hombre se defendía. La explicación
no era difícil: “Por cada zonzo que se muere,
nacen diez más”.
Sin embargo, la tarde que se encontró con
el viejo, estaba pobre. Knocker había dedicado
la siesta a una conferencia sobre finanzas en un
hotel. Las opiniones abundantemente emitidas
por sus dos socios no lo molestaban en absoluto,
pero sí el hecho de que le retiraran su crédito.

77
Dobló por Whitcomb y se dirigió a
Charing Cross. El enojo acentuaba la fealdad
normal de su cara, y el resultado general
inquietó a las pocas personas que lo miraron.
A las ocho, la calle Whitcomb no está
muy concurrida, y no había nadie cerca
de los dos cuando el viejo le habló. Estaba
acurrucado en un portón cerca de Pall Mall,
y Knocker no podía verlo bien,
—¡Hola, Knocker! —gritó.
Knocker se dio vuelta. En la oscuri-
dad descifró la vaga figura, sin otro rasgo
memorable que una barba blanca desmesu-
rada.
—¡Hola! —respondió desconfiadamente.
(Su memoria le estaba asegurando que él no
conocía esa barba).
—Hace frío… —dijo el viejo.
—¿Qué quiere? —dijo Thompson con
sequedad—. ¿Quién es usted?
—Soy un viejo, Knocker.
—Si eso es todo lo que me quiere decir…
—Es casi todo. ¿Quiere comprarme un
diario? Le aseguro que no es como los demás.
—No entiendo. ¿Que no es como los
demás?
—Es el “Eco” de mañana a la noche
—dijo el viejo calmosamente.
—Usted debe estar mareado, amigo; eso
es lo que le pasa. Mire, los tiempos no son

78
buenos, pero aquí tiene un peso, ¡y que le
traiga suerte!…
Sinvergüenza o no, Thompson tenía
la generosidad natural de los que viven
precariamente.
—¡Suerte! —El viejo se rio con una
dulzura que crispó los nervios de Knocker.
—Mire —dijo otra vez, consciente de
algo inverosímil y raro en la vaga figura del
portón—. ¿Qué juego es éste?
—El juego más antiguo del mundo,
Knocker.
—Déle un descansito a mi nombre,
hágame el favor.
—¿Lo avergüenza su nombre?
—No —dijo Knocker con firmeza—.
Dígame de una vez lo que quiere. Estoy harto
de perder tiempo.
—Váyase entonces, Knocker.
—Pero, ¿qué quiere usted? —musitó
Knocker, extrañamente inquieto.
—Nada. ¿No quiere llevarse este diario?
En el mundo no hay otro igual. Ni habrá, por
veinticuatro horas.
—Claro. Si recién mañana aparece —dijo
Knocker con sorna.
—Tiene los ganadores de mañana —dijo
el otro con sencillez.
—Está mintiendo.
—Fíjese usted mismo. Ahí los tiene.

79
Un diario salió de la oscuridad y los dedos
de Knocker lo aceptaron, casi con miedo. Una
carcajada retumbó en el portón, y Knocker se
quedó solo.
Sintió incómodamente el latir de su
corazón, pero siguió hasta una vidriera con
luz que le permitió ver el diario.
“Jueves 29 de julio de 1926”, leyó.
Pensó un rato. Hoy era miércoles, tenía
la seguridad. Sacó del bolsillo una agenda y
la consultó. Era miércoles 28 de julio, último
día de carreras en Kempton. No cabía duda.
Miró otra vez la fecha: julio 29, 1926.
Buscó instintivamente la última página, la
página de las carreras.
Se encontró con los cinco ganadores en el
hipódromo de Gatwick. Se pasó la mano por
la frente: estaba húmeda de sudor.
—Hay una trampa en esto —dijo en
voz alta y volvió a examinar la fecha del
diario. Estaba repetida en cada página, clara
y patente. Examinó después las cifras del
año, pero también el seis era perfectamente
normal.
Miró con apuro la primera página. Había
un encabezamiento de ocho columnas sobre
la huelga. Eso no podía corresponder al año
pasado. Volvió en seguida a las carreras.
El ganador de la primera era Inkerman,
y Knocker había resuelto jugarle a Clip.

80
Notó que los transeúntes lo miraban con
curiosidad. Se metió el diario en el bolsillo
y siguió. Nunca había necesitado tanto un
poco de alcohol. Entró en un bar cerca de
la estación, que felizmente estaba vacío.
Después de tomar una copa sacó el diario. Sí,
Inkerman había ganado la primera y había
pagado seis a uno. (Knocker hizo ciertos
cálculos apurados pero satisfactorios.)
Salmón había ganado la segunda; era lo que
él siempre había dicho. Bala perdida —¿quién
demonios iba a pensarlo?— había ganado
la tercera, el clásico. ¡Y por siete cuerpos!
Knocker se humedeció los labios resecos. No
había ninguna mistificación. Conocía muy
bien los caballos que correrían en Gatwick,
y ahí estaban los ganadores.
Hoy ya era tarde. Lo mejor sería ir
mañana a Gatwick y allí mismo apostar.
Tomó otra copa… y otra. Gradualmente,
en la cordial atmósfera del bar, su inquietud
lo dejó. Ahora el asunto le parecía uno de
tantos. A su mente trastornada por el alcohol
acudió el recuerdo de un filme, que le había
gustado muchísimo. Había un brujo hindú
en ese filme, con una barba blanca, una
desmesurada barba banca, igual a la del viejo.
El brujo había hecho las cosas más increíbles…
en la pantalla. Knocker estaba seguro de que
no se trataba de una mistificación. El viejo

81
no le había pedido dinero, ni siquiera había
tomado el peso que Knocker le ofreció.
Knocker pidió otro whisky y convidó al
barman.
—¿Tiene algún dato para mañana? —le
preguntó éste (lo conocía de vista y de fama).
Knocker vaciló.
—Sí —dijo luego—. Salmón en la
segunda carrera.
Knocker se tambaleaba un poco al salir.
El médico le había prohibido el alcohol, pero
en una noche como esa…
Al día siguiente tomó el tren para
Gatwick. Siempre le había traído suerte
ese hipódromo, pero hoy no se trataba de
suerte. Hizo las primeras apuestas con cierta
moderación, pero la victoria de Inkerman lo
convenció. ¡El caballo y la boleteada! Ya no
le quedaban dudas. Salmón, el favorito, ganó
la segunda carrera.
En la carrera principal casi nadie le jugó
a Bala Perdida. No estaba en forma y no
había por qué. Knocker repartió las apuestas.
Veinte aquí, veinte allá. Diez minutos antes
de la carrera mandó un telegrama a una
oficina del West End. Había resuelto ganar
una fortuna. Y la ganó.
Esa carrera no tuvo emoción para
Knocker. Él ya sabía el resultado. Sus bolsillos
estaban repletos de dinero, y eso no era nada

82
comparado con lo que iba a cosechar en el
West End. Pidió una botella de champagne y
la bebió a la salud del viejo de la barba blanca.
Media hora tuvo que esperar el tren. Estaba
lleno de carreristas, a quienes tampoco les
interesaba la carrera final. A Knocker los días
de suerte lo solían poner muy conversador,
pero esa tarde estaba callado. No se podía
desentender del viejo del portón. No tanto
del aspecto y de la barba, sino de la carcajada
final.
El diario estaba siempre en su bolsillo:
tuvo un impulso y lo sacó. Fuera de las
carreras, no le interesaban otras noticias. Lo
hojeó; era un diario como los demás. Resolvió
comprar otro en la estación para ver si el viejo
no había mentido.
De pronto su mirada se detuvo; un
suelto le llamó la atención. “Muerte en un
tren” se titulaba. El corazón de Knocker
estaba agitadísimo; pero siguió leyendo. “El
conocido deportista señor Martin Thompson
falleció esta tarde en el tren al volver de
Gatwick”.
No leyó más: el diario se le cayó de las
manos.
—Fíjese en Knocker —alguien dijo—.
Debe estar enfermo.
Knocker respiraba pesadamente, con
dificultad.

83
—Paren… paren el tren —dijo uno de los
pasajeros agarrándolo del brazo—. Siéntese,
no hay por qué tirar la manija…
Se sentó, más bien se dejó caer en el
asiento. La cabeza se inclinó sobre el pecho.
Le metieron whisky entre los labios, pero
era inútil.
—Está muerto —dijo la espantada voz
del hombre que lo sostenía.
Nadie prestó atención al diario en el
suelo. El barullo lo había empujado bajo el
asiento, y no es posible decir dónde fue a
parar. Tal vez lo barrieron los guardas en la
estación.
Tal vez. Nadie sabe.

De The old man and other stories. Ed. Pengüin


books, 1968. Traducción de Anne Mollar.

84
El centinela
Segundo Serrano Poncela
SEGUNDO SERRANO PONCELA (1912-
1976). Nació en Madrid, y se exilió de su patria
desde 1939. Como narrador, se inició con Seis
relatos y un más (1954), libro al que siguieron La
venda, La raya oscura, La puerta de Capricornio,
Un olor a crisantemo, etc. Fue además profesor
universitario. Murió en Caracas.
Durante la guerra hispano marroquí de
1860, un centinela que tenía a su cargo la
zona oeste de la fortaleza de Bení-Assala,
en las afueras de Tetuán, se distrajo durante
la noche, ocasión que aprovecharon los
moros para pasar a cuchillo buena parte de
la guarnición dormida. Fue una matanza
cruel: decapitaron a los soldados y colgaron
sus cabezas, formando un círculo giratorio,
de lo alto de un palo ensebado que servía
a los muchachos para sus distracciones. A
la mañana siguiente, un pilluelo gimnasta
subió al palo, descolgó una de las cabezas,
y creyendo que era un trofeo lo transportó
de un lado a otro con gran griterío. Mientras
tanto, una compañía regular atravesaba
los arenales en persecución de la tribu,
sospechando que se había llevado consigo
tan importantes apéndices humanos para
efectuar con ellos sus mágicos ritos.

87
Se hicieron diferentes pesquisas hasta dar
con el centinela distraído. Al fin, encontraron
al soldado en el fondo de un patio; estaba
comiendo higos con aguamiel, acompañado
de una joven prostituta del aduar de Ressala.
Habían pasado la noche juntos, amándose a la
usanza mora, mientras una vieja les abanicaba
los mosquitos y ponía una nueva estera debajo
de sus cuerpos cada vez que alcanzaban el
placer. Estaba el soldado fatigado y soñoliento.
Le amarraron los brazos a la espalda con un
látigo de piel de camello, trasladándole a la
comandancia, donde rápidamente se formó
un consejo de guerra. Por la noche regresó la
compañía expedicionaria trayendo consigo
las cabezas de sus infortunados compañeros,
algunas de las cuales presentaban ya huellas
de profanación.
Durante la breve sustanciación de la
sumaria, el consejo de guerra tuvo ante sí
diez cabezas cortadas como prueba del caso.
Como habían muerto cinco soldados, el
fiscal consideró una serie de circunstancias
agravantes y el centinela fue condenado al
paredón de fusilamientos después de pasarle
por la baqueta. Este castigo consistía en hacer
que el acusado avanzara con las espaldas
desnudas entre una doble fila de tropa,
recibiendo por cada número par, un golpe de
plano en las costillas. Naturalmente, cuando

88
llegó al final de la fila, el condenado a muerte
ya estaba muerto, con lo cual su fusilamiento
tuvo el valor de una ceremonia simbólica.
De las diez cabezas, cinco se adosaron a
sus respectivos cuerpos y las otras cinco se
enterraron aparte, con los honores militares
propios del caso.
El soldado centinela mantuvo en todo
instante su inocencia, no ante el tribunal por
causas que ahora veremos, sino ante la doble
fila de baquetas. Sus gritos añadieron valor
y ejemplaridad al espectáculo. Se supone
que aludió de algún modo a las razones por
las cuales se hallaba en aquel patio moruno
y a la Justicia Divina que juzga después
de la muerte, confiriendo una posibilidad
de apelación postrera, según consta en el
Apocalipsis, para después de la caída de la
estrella Ajenjo. Por su parte, el defensor,
que era un joven teniente de academia,
argumentó como eximente la existencia
de un estado de enajenación mental en su
defendido. Un ardiente parhelio solar que
todas las mañanas aparecía sobre la cresta
del monte Atlas y se hundía todas las tardes
en el mar oscuro, fue responsable de la
pérdida de sus facultades. Este sol produce
espejismos y en los ojos enrojecidos toda
suerte de imágenes reales. El soldado puso el
fusil en manos de su sombra, quien, luego

89
de hacer el saludo reglamentario al recibir
la entrega de la guardia, ocupó el puesto.
Entonces el soldado bajó hasta el barrio de la
morería acompañado de la joven prostituta
y se entregó a la holganza. Su falta principal
consistió en no recoger la consigna del cuerpo
de guardia, con lo cual, técnicamente, siguió
en servicio durante toda la noche. Había, por
consiguiente, que sustituir una acusación
por otra. En el momento de ocultarse el
sol en el horizonte, la sombra se diluyó en
la oscuridad: éste era un fenómeno físico
bien conocido. Quedaba sólo el fusil, que,
por alguna razón no bien definida, no pudo
dispararse a sí mismo. Reclamó la presencia
de un perito en armas para sustanciar una
incógnita que, a su juicio, entorpecía la
buena marcha del proceso.
El fiscal consideró los hechos de otro modo.
Según su punto de vista, la prostituta del aduar
de Ressala era un moro joven disfrazado, en
connivencia con la tribu de decapitadores.
Subió al cuerpo de guardia llevando consigo
un saco que contenía cinco cabezas de moros y
sedujo al centinela obligándole a la deserción.
Después aparecieron los asaltantes —ya vacía
la torre de vigilancia—, y fácilmente pudieron
deshacerse del pequeño retén que, a esas
horas, dormía confiado. Cortaron las cabezas
a sus víctimas, abandonaron la fortaleza con

90
el mayor sigilo y pusieron las que contenía el
saco en lo alto del palo ensebado, llevándose
las legítimas.
Esto explicaba el aparente conflicto
producido por los dos hallazgos macabros.
Cuando el centinela descubrió el engaño —lo
cual tuvo lugar en cierto momento de la noche,
hallándose ya en el patio—, la vergüenza
del suceso le aturdió. De todos modos era
cierto que si bien no pudo ultimar su deseo
amoroso, sí había comprometido su honor
viril durante horas, a solas con el mancebo,
dado que los árabes habitualmente rodean
el acto de una complicada y lenta (diríamos
circular y espiral) serie de caricias eróticas.
Su ambigüedad y su misterio voluptuoso
permitieron mantener el equívoco hasta el
último momento. Se produjo sin duda, en el
soldado culpable un grave caso de conciencia:
la denuncia autoacusadora e inmediata
implicaba salvar el honor militar, aunque no
eludir el castigo (siempre sería fusilado), a
cambio de perder su honor viril. El silencio
implicaba perder el honor militar in absentia,
por lo menos mientras no fuera descubierto,
arriesgarse al castigo y salvar el honor viril. De
acuerdo con la casuística española tradicional
del honor, éste adquiere o pierde relevancia
sólo al ser proyectado, como un chorro de
viva luz, sobre la sociedad. Los “otros” son

91
los que dan o quitan el honor —Calderón
ofrece abundantes testimonios al efecto—.
Dentro de la jerarquía de valores que el honor
envuelve, la deshonra callada adelgaza y
aun suspende la deshonra; prácticamente la
mantiene en estado fetal. Por otra parte, el
vértice del deshonor se sitúa en los genitales
según la misma jurisprudencia. Estaba claro
por consiguiente la actitud del soldado,
culpable de tres delitos y una falta, cada
uno de los cuales, salvo la última, llevaba
aparejada la pena de muerte. Abandonó
el servicio en activo, deserción genérica y
sodomía, tales eran los delitos. La falta,
desconocimiento de la consigna. Esta última,
sancionable antes del juicio, con un paseo de
baqueta para evitar interpolaciones de un
sumario subsidiario dentro del principal.
Por un desventurado azar no previsto en las
leyes, la falta había recibido el castigo de los
tres delitos, subvirtiendo lastimosamente
—así dijo el fiscal— el orden de procedimiento
y el principio de nula poena siene liege (hubo,
además, una referencia a la situación política
española que omitimos por no hacer al caso).
Aunque el juicio sumarísimo se celebró
pocas horas después de la captura del sol-
dado, resultó que éste ya había muerto con
anterioridad, como sabemos. Hubo, pues, en
los autos, un ligero vicio de nulidad destacado

92
hábilmente por la defensa. Consistía en el
hecho de que estaba siendo enjuiciado y
acusado un ente de ficción; no a un muerto
(situación posterior y ajena al caso, produ-
cida por diversa concatenación de efectos y
causas), sino algo que no existía, una pura
sombra de nada, la imagen de un centinela
en abandono de servicio. Cuando el defensor
destacó tal aspecto de la cuestión lo hizo
pensando en una revisión de la sumaria por
los tribunales superiores, cosa que consiguió
unos meses más tarde.
El Tribunal Supremo establecido en la
Península, precisamente en Madrid, reclamó
juntamente con los folios la presencia del
acusado y del fusil, además de las diez cabezas
que habían de servir como testigos de cargo.
Como había transcurrido un año desde el
día de autos, la nueva guarnición de Tetuán
apenas si conservaba un vago recuerdo de
aquel suceso, ya que desde entonces habían
tenido lugar diversas razzias de moros y
aumentado el número de centinelas muertos
y soldados descabezados. Se convino, por
consiguiente, en enviar a otro centinela
procesado por abandono de servicio —en este
caso sorprendido pacíficamente jugándose a
la baraja con unos camelleros, en los fosos
del fortín, la posesión de una negra—. Fue
con él, y junto a los pliegos de autos, un fusil

93
genérico, extraído de la armería. En lugar de
las cabezas, el palo ensebado que aún servía
de entretenimiento a los pilluelos del zoco, y,
finalmente, la joven prostituta del aduar de
Ressala reclamada por la defensa, junto con
el mancebo sodomita coacusado por el fiscal.
Adosaron, además, al expediente, la baraja
y la esclava negra, retenida en concepto
de prueba subsidiaria —por cierto, la
usaban periódicamente los cantineros de la
guarnición para amasar la harina del horno
y otros menesteres—. El centinela, el palo
ensebado, el fusil, la prostituta, el mancebo,
la baraja y la esclava negra sirvieron para
reconstruir más detalladamente la dramática
historia, y el abogado defensor mostró ante
el tribunal, con abundantes pruebas, que si
el acusado había sido sorprendido jugando
a las cartas en el foso (lo que corroboró la
esclava), no podía estar a la vez cohabitando
con la prostituta. No obstante, de considerar
viciosa la declaración de la esclava negra,
debido al doble significado en árabe del verbo
jugar —equivalente a danzar, mover los
dedos de hueso, recitar y practicar ejercicios
deshonestos—, el caso se bifurcaba en
otras tres posibles hipótesis; la primera: el
centinela había dejado en su lugar a la esclava
para concurrir al lecho de la prostituta, y el
mancebo había llevado consigo a la esclava

94
creyéndola el centinela. En este caso, no
había sodomía (tercer delito), y se anulaba
la anterior sentencia; segunda: el centinela,
hallándose con la esclava negra o con la
prostituta en el cuerpo de guardia, sorprendió
a un mancebo moro que trataba de penetrar
en la torre sin consigna y, al seguirle en
comisión de servicio, había dejado en su
lugar a una de ambas mujeres, investida de
autoridad por la transferencia del fusil.
Como las dos habían sido encontradas
juntas en un patio del zoco, pero el fusil —es
decir, el centinela—, no estaba en compañía
de ambas y sí cumpliendo con su deber en
solitario, no había en este caso abandono de
servicio (primer delito) y también se anulaba
per se la sentencia. La última hipótesis fue
razonada del siguiente modo por el abogado
defensor: Si un soldado (X) jugaba a las cartas
en el foso, mientras que otro soldado (Z) se
prostituía en la ciudad, y un tercero (M)
ocupaba el puesto de guardia y sorprendía
al joven moro, el cuadro, en su conjunto,
no pasaba de ser una corriente escena de
guarnición susceptible en última instancia de
una corrección colectiva de la disciplina. No
había, por tanto, deserción genérica (delito
segundo).
Quedaba el palo ensebado sin posible
articulación lógica. Alguien preguntó qué

95
hacía allí. Llamado el ujier a la presencia del
tribunal, dijo no saber gran cosa de ello. Los
ujieres se renovaban cada ocho horas y era
posible que tal artefacto perteneciese, bien
a cualquiera de sus compañeros, bien al
conjunto de piezas de otra sumaria.
—Quiero hacerle constar —manifestó
el juez presidente— el estado de suciedad
y abandono en que este instrumento se
encuentra.
Y acto seguido se retiró con marcada
repugnancia para lavarse las manos manchadas
de grasa.
El ujier, furioso y avergonzado, prometiose
en su fuero interno convertirlo en astillas de
cocina apenas acabara la sesión, y así sucedió.
El caso, por su importancia y dramatismo
fue cultivado sensacionalmente por los
periodistas, claro está que desde diversas
plataformas políticas, pero todos coincidieron
en asegurar que el humilde soldado sería
favorecido, en cualquiera de las hipótesis,
con una sentencia mucho más benigna que
la pena de muerte. En cuanto al paso de
baqueta, del que fue víctima un año antes,
resultó objeto de la general execración por
estimarle un castigo sucedáneo de las torturas
medievales en pleno siglo del positivismo y
la industrialización. Algunos periodistas
reclamaron ver al procesado para comprobar

96
si aún quedaban cicatrices u otro tipo de
huellas de aquel acto carnicero. Cuando el
tribunal falló condenándole a un año de
prisión por juegos prohibidos (fue estimada
la primera hipótesis y, por consiguiente,
convertida en hecho) algunos periódicos,
de izquierda naturalmente, encontraron la
pena excesiva, pero poco después el asunto
fue dado al olvido.
Las cosas marchan lentas en el ejército,
sobre todo los expedientes de absoluta, los
licenciamientos parciales y menudencias por
el estilo.
Cuando la sentencia de apelación llegó a
Tetuán, se puso en movimiento la maquinaria
administrativa con el propósito de hacer efectivo
su resultado. Así, algo después, los inspectores
militares descubrieron, compulsando las listas
de bajas en campaña, licencias y movilizaciones
que en la orden del día, relativa al comienzo de
esta crónica, es decir, de los sucesos originales,
no constaba la menor presencia de un centinela
en la zona de la fortaleza de Bení-Assala.

De Antología de la literatura fantástica española.


Recopilada por José Luis Guarner. Ed. Bruguera
S. A., 1969.

97
Ante la ley
Franz Kafka
FRANZ KAFKA (1883-1924). Nació en
Praga, y murió en Viena. Uno de los escritores
esenciales del siglo XX. De su obra, casi toda
póstuma, pueden destacarse El proceso, El
castillo y América, novelas, y varios volúmenes
de cuentos y novelas cortas.
Hay un guardián ante la Ley. A ese
guardián llega un hombre del campo que pide
ser admitido a la Ley. El guardián le responde
que ese día no puede permitirle la entrada. El
hombre reflexiona, y pregunta si luego podrá
entrar. “Es posible”, dice el guardián, “pero
no ahora”. Como la puerta de la Ley sigue
abierta y el guardián está a un lado, el hombre
se agacha para espiar. El guardián se ríe, y le
dice: “Fíjate bien: soy muy fuerte. Y soy el
más subalterno de los guardianes. Adentro
no hay una sala que no esté custodiada por
su guardián, cada uno más fuerte que el
anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que
yo mismo no puedo soportar”. El hombre
no ha previsto esas trabas. Piensa que la Ley
debe ser accesible a todos los hombres, pero
al fijarse en el guardián con su capa de piel,
su gran nariz aguda y su larga y deshilachada
barba de tártaro, resuelve que más vale

101
esperar. El guardián le da un banco y lo deja
sentarse junto a la puerta. Ahí, pasa los días y
los años. Intenta muchas veces ser admitido
y fatiga al guardián con sus peticiones. El
guardián entabla con él diálogos limitados
y lo interroga acerca de su hogar y de otros
asuntos, pero de una manera impersonal,
como de señor importante, y siempre acaba
repitiendo que no puede pasar todavía. El
hombre, que se había equipado de muchas
cosas para su viaje, va despojándose de todas
ellas para sobornar al guardián. Éste no las
rehúsa, pero declara: “Acepto para que no te
figures que has omitido algún empeño”. En
los muchos años el hombre no deja de mirarlo.
Se olvida de los otros y piensa que éste es la
única traba que lo separa de la Ley. En los
primeros años maldice a gritos su perverso
destino; con la vejez, la maldición decae en
quejumbre. El hombre se vuelve infantil,
y como en su vigilia de años ha llegado a
reconocer las pulgas en la capa de piel, acaba
por pedirles que lo socorran y que intercedan
con el guardián. Al fin se le nublan los ojos y no
sabe si estos lo engañan o si se ha oscurecido
el mundo. Apenas si percibe en la sombra
una claridad que fluye inmortalmente de
la puerta de la Ley. Ya no le queda mucho
que vivir. En su agonía los recuerdos forman
una sola pregunta, que no ha propuesto aún

102
al guardián. Como no puede incorporarse,
tiene que llamarlo por señas. El guardián se
agacha profundamente, pues la disparidad
de las estaturas ha aumentado muchísimo.
“¿Qué pretendes ahora?”, dice el guardián;
“eres insaciable”. “Todos se esfuerzan por
la Ley”, dice el hombre. “¿Será posible que
en los años que espero nadie haya querido
entrar sino yo?”. El guardián entiende que el
hombre se está acabando, y tiene que gritarle
para que le oiga: “Nadie ha querido entrar
por aquí, porque a ti solo estaba destinada
esta puerta. Ahora voy a cerrarla”.

De La condena. Ed. Alianza Emecé, 1976.


Traducción de J. R. Wilcock.

103
Fantasías en Carrusel
(cuatro textos)
René Avilés Fabila
RENÉ AVILÉS FABILA (1940). Nació en
Ciudad de México. Novelista (Hacia el fin del
mundo, La canción de Odette, El gran solitario
de Palacio, Todo el amor), periodista cultural,
articulista, profesor universitario de tiempo
completo.
Wells y Einstein

Aquel científico necesitaba saber qué


sucedería si en la máquina del tiempo
retrocedía al momento en que sus padres
estaban por conocerse e impedía la relación.
Apareció en esa época sin mayores
dificultades. Un joven llegaba al pueblo en
donde el destino le deparaba una esposa. De
inmediato supo quién era. No en balde había
visto fotografías del viejo álbum familiar. Lo
que hizo a continuación fue relativamente
sencillo: convencer a su padre de que allí no
estaba el futuro, de que mejor fuera a una
gran ciudad en busca de fortuna. Y para
cerciorarse lo acompañó a la estación de
ferrocarril. Se despidieron y mientras desde
la ventanilla una mano se agitaba, el riguroso
investigador sintió cómo poco a poco se
desvanecía hasta convertirse en nada.

107
El tamaño de la cárcel

El animal que vive dentro de una jaula


únicamente ve a un prisionero con más
espacio que el suyo.

108
El más extraño de
los animales prodigiosos

Dentro de esa jaula de grandes proporcio-


nes pasta tranquilamente una rara especie.
Ningún letrero la anticipa. Algunos expertos
en zoología señalan que se trata de un pegaso
sin alas, otros afirman que es un unicornio
sin cuerno. La gente sencilla, que se arremo-
lina en el lugar, prefiere decirle caballo.

109
Turismo a la luz de la teoría
de la relatividad

Para el año 2500 las agencias turísticas


ofrecerán viajes al espacio a la velocidad de
la luz. En un principio muchas personas
desearán efectuar uno, pero después
desistirán: algunos porque es aburridísimo
ir con esa rapidez: imposible mirar por la
escotilla: sólo manchas y haces de luz, como
si se tratara de una obra abstracta; otros,
debido a que cuando regresen sus familiares
y amigos habrán muerto: para el turista del
futuro esa excursión significará pocos días
o semanas, que para los demás serán años
o siglos. Bien vistas las cosas, un viaje a la
velocidad de la luz es una especie de elixir de
la juventud: el turista envejece con enorme
lentitud, pero después de conocer dos mil
quinientos años de humanidad, ¿quién
diablos desea ser permanentemente joven?

De Fantasías en Carrusel (1969-1994). FCE.


México, 1995.

110
El canto del gallo
Janus Parousky
JANUS PAROUSKY (1922-1996). Nació en
Poznan, Polonia. Periodista, guionista, cronista,
autor de unos pocos volúmenes de cuentos,
algunos realistas, otros fantásticos. Realizó
además unas cuantas películas, varias de ellas
basadas en sus propios guiones.
Sintió que lo inundaba una dicha nunca
antes conocida. Qué cálido era el lecho, qué
cálida su desnudez. Besó golosamente sus
labios entreabiertos, acarició y recorrió y
exploró con asombro sus senos de musgo,
ofrecidos para él. De pronto lo asaltó un
infinito cansancio. Ella comprendió, y se
acurrucó contra su cuerpo. Antes de hundirse
en el sueño, él alcanzó a percibir la alborada,
el primer canto del gallo.
Llamado de urgencia por la empleada de
la limpieza, el médico del piso bajo auscultó el
enjuto cadáver, semidesnudo en su estrecho
jergón. Su diagnóstico fue rápido.
“Murió a las once de la noche”, dijo.
“Infarto fulminante”.

De Cuentos fantásticos polacos. Ediciones La Flor,


1992. Traducción de Anne Ros.

113
El sueño de la mariposa
Chuang Tzu
CHUANG TZU. Filósofo chino, de la escuela
taoísta. Vivió en los siglos cuatro y tercero antes
de Cristo. Quedan escasos fragmentos de su
obra, pero esta breve historia ha trascendido los
siglos.
Chuang Tzu soñó que era una mariposa.
Al despertar ignoraba si era Tzu que había
soñado que era una mariposa o si era una
mariposa y estaba soñando que era Tzu.

Tomado de la internet.
Sin referencia editorial o de traductor.

117
La puerta en el muro
H. G. Wells
H. G. WELLS (1866-1948). Nació en Bromley,
Inglaterra. Nombre esencial en el género
fantástico. Novelas: El hombre invisible, La
máquina del tiempo, La guerra de los mundos, La
isla del doctor Moreau, etc. Además, muchos
cuentos, todos obras maestras.
1

Hace menos de tres meses, durante una


velada propicia a las confidencias, Lionel
Wallace me contó esta historia de la puerta
en el muro. Y en aquel momento pensé que,
en lo que a él concernía, era verídica.
Me la narró con una simplicidad de
convicción tan directa, que no pude menos
de creerle. Pero a la mañana siguiente, en mi
propio departamento, me hallé al despertar
en una atmósfera distinta; y mientras tendido
en la cama recordaba las cosas que me había
relatado, pero desprovistas ahora del encanto
de su voz grave y lenta, desvinculadas de la luz
del quinqué que caía sobre la mesa, del ámbito
de sombras que nos circundaba y de todos
aquellos objetos agradables y relucientes —el
postre, las copas, la mantelería de la cena que
acabábamos de compartir— que constituían
un mundo pequeño y brillante, totalmente
aislado de las realidades cotidianas, me
parecieron francamente increíbles.

121
—Son invenciones… —me dije, y aña-
dí—: Pero, ¡qué notables!… Jamás lo hubiera
imaginado, y menos en él.
Más tarde, mientras sentado en la cama
tomaba el té, traté de explicar el sabor a
realidad de sus imposibles reminiscencias
(era ese sabor a realidad lo que me dejaba
perplejo), suponiendo que de algún modo
sugerían, mostraban, transmitían (no sé qué
palabra utilizar) experiencias que de otra
manera era imposible referir.
Pues bien, ya no recurro a esa explicación.
Mis dudas se han disipado. Creo ahora,
como creí cuando me contó el episodio, que
Wallace hizo todo lo posible por develar ante
mí la verdad de su secreto. Pero no pretendo
adivinar si realmente vio o si creyó ver, si fue
el poseedor de un inestimable privilegio o la
víctima de un sueño fantástico. Inclusive las
circunstancias de su muerte, que aventaron
para siempre mis dudas, no aclaran ese dilema.
El lector juzgará por sí mismo.
He olvidado qué comentario, qué crítica
formulada por mí al azar, impulsó a un hombre
tan reticente a depararme su confianza. Creo
que quiso defenderse contra una acusación
de tibieza o de irresponsabilidad en relación
con un gran movimiento público, en el que
su actitud me había defraudado. Lo cierto es
que bruscamente intentó justificarse.

122
—Tengo una preocupación… —dijo.
“Sé —prosiguió después de una pausa—,
que he sido negligente. Lo cierto es que…
No se trata de un caso de fantasmas o de
aparecidos, pero es una cosa difícil de decir,
Redmond. Estoy hechizado. Acosado por
algo que despoja de interés a las cosas, que
me llena de ansias…”.
Se interrumpió, refrenado por esa timidez
inglesa que tan a menudo nos asalta cuando
queremos hablar de cosas conmovedoras,
graves o bellas.
—Tú fuiste alumno de Saint Althestan’s
hasta el último año —dijo, y por un instante
esto me pareció enteramente desvinculado
del tema—. Bueno…
Hizo una nueva pausa. Después, vacilante
al principio, con más soltura luego, empezó a
hablarme de aquello que había oculto en su
vida: el persistente recuerdo de una belleza
y una felicidad que llenaban su corazón de
insaciables anhelos, y que tornaban opacos,
tediosos y vanos todos los intereses y el
espectáculo de la vida mundana.
Ahora que poseo la clave, todo parece
visiblemente escrito en su rostro. Tengo una
fotografía suya en la que ese desapego ha sido
captado e intensificado. Me recuerda lo que
de él dijo una vez una mujer, una mujer que
lo había amado mucho: “De pronto pierde

123
todo interés. Se olvida de los demás. No le
importa nada de los demás, aunque estén a
su lado”.
Sin embargo, Wallace no era siempre
igualmente apático, y cuando ponía su
atención en algo podía ser un hombre muy
exitoso. En realidad, su carrera está jalonada
de éxitos. Me dejó atrás hace mucho tiempo;
se remontó muy por encima de mí y se hizo de
un renombre que yo jamás pude lograr. Aún
no había cumplido cuarenta años, y ahora
dicen que si hubiera vivido habría ocupado
un alto puesto en el gobierno y quizá habría
integrado el nuevo gabinete. En la escuela me
superaba siempre sin esfuerzo, como la cosa
más natural. Cursamos juntos la mayor parte
de nuestros estudios en el Colegio de Saint
Althestan’s, en West Kensington. Entramos
a la par en el colegio, pero él egresó mucho
más adelantado, con un diluvio de becas y
brillantes calificaciones, a pesar de que yo
hice una carrera bastante buena. Y fue en
aquella escuela donde oí hablar de la puerta
en el muro por primera vez; la segunda, fue
un mes antes de su muerte.
Para él, al menos, la puerta en el muro
era una puerta auténtica, que a través de
una pared verdadera conducía a realidades
inmortales. De eso estoy ahora convencido.

124
Y se enteró de su existencia muy temprano,
cuando era apenas un chiquillo de cinco o seis
años. Recuerdo que al hacerme depositario
de su secreto, con pausada gravedad, efectuó
los cálculos y razonamientos necesarios para
determinar la fecha.
—Había una enredadera de Virginia, de
color carmesí, un color carmesí uniforme
y brillante, contra la pared blanca, bajo los
rayos luminosos y ambarinos del sol. Esto, de
algún modo, forma parte de la impresión que
retengo, aunque no sé exactamente por qué.
Y en el limpio pavimento, frente a la puerta
verde, había hojas de castaños de Indias, en
parte verdes y en parte amarillas, pero no
pardas ni sucias, de modo que eran hojas
recién caídas. De ahí deduzco que transcurría
el mes de octubre. Nadie mejor que yo puede
saberlo, pues todos los años vigilo la caída de
las hojas de los castaños.
“Si estoy acertado en eso, yo tenía por
aquella época cinco años y cuatro meses”.
Había sido, según él, un chico más
bien precoz; aprendió a hablar a edad
anormalmente temprana, y era tan sano y
“formal”, como dice la gente, que gozaba de
un grado de libertad que la mayoría de los
niños sólo alcanzan a los siete u ocho años.
Su madre murió cuando él tenía dos, y quedó
al cuidado, menos vigilante y autoritario, de

125
una institutriz. Su padre era un abogado
severo y preocupado, que le prestaba escasa
atención, aunque esperaba grandes cosas de
él. A pesar de toda su viveza de ingenio, creo
que la vida le resultaba gris y opaca. Y un día
empezó a vagabundear.
No recordaba en particular la negligencia
que le permitió escapar, ni cuál de los caminos
de West Kensington eligió. Todo eso se había
desvanecido entre los incurables borrones de
la memoria. Mas la pared blanca y la puerta
verde persistían nítidamente.
Según lo que recordaba de aquella expe-
riencia infantil, ya al ver por primera vez la
puerta experimentó una extraña emoción,
una atracción, un deseo de encaminarse
a ella, abrirla y entrar. Y al mismo tiempo
tuvo la absoluta certeza de que ceder a esa
atracción era imprudente o perverso; una
de las dos cosas: no sabía cuál. Cosa extra-
ña, insistió en afirmar que, a menos que la
memoria le jugase una curiosa trampa, supo
desde el primer momento que la puerta no
tenía cerrojo y que podía entrar fácilmente.
Me parece ver la cara de aquel chico,
atraído y rechazado.
Y también se le hizo evidente, aunque
nunca me explicó por qué, que su padre se
encolerizaría mucho si atravesaba esa puerta.

126
Wallace me describió con todo detalle
esos momentos de vacilación. Pasó de largo
ante la puerta y luego, con las manos en los
bolsillos y tratando puerilmente de silbar,
siguió caminando hasta sobrepasar el extremo
del muro. Allí recuerda haber visto varias
tiendas sucias, en particular la de un plomero
y decorador, donde se amontonaban en
polvoriento desorden caños de loza de barro,
plomo en láminas, canillas, muestrarios de
empapelados y tarros de pintura. Se detuvo,
fingiendo examinar esas cosas, y codiciando,
deseando apasionadamente la puerta verde.
Entonces, según me dijo, experimentó una
ráfaga de emoción. Corrió hasta la puerta verde,
temeroso de volver a vacilar. La embistió con el
brazo extendido y la oyó cerrarse a sus espaldas.
De este modo, casi sin pensarlo, entró en el jardín
que ha inquietado el resto de sus días.
Le resultó muy difícil a Wallace describirme
la impresión exacta que recibió al encontrar-
se en aquel jardín.
Había algo en el aire mismo que regocijaba,
que infundía una sensación de liviandad,
de dicha y bienestar; que daba a todos los
colores una nitidez, una luminosidad sutil y
perfecta. Al entrar, se experimentaba una ex-
quisita felicidad, esa felicidad que raramente
se siente en este mundo y sólo cuando se es
joven y alegre. Allí todo era hermoso…

127
Wallace se quedó meditando antes de
proseguir.
—Pues bien —dijo con el acento
irresoluto del hombre que hace una pausa
antes de referir algo increíble—, había allí dos
grandes panteras… Sí, panteras moteadas.
Y no tuve miedo. Había un sendero largo y
ancho, con canteros de aristas de mármol a
ambos lados, y esas dos bestias enormes y
aterciopeladas jugaban allí con una pelota.
Una alzó la cabeza y se acercó a mí, con cierta
curiosidad al parecer. Llegó a mi lado, frotó
muy suavemente su oreja tibia y redonda
contra la mano que yo le tendía y comenzó
a ronronear. Te aseguro que era un jardín
encantado. ¿Y su tamaño? ¡Oh! Se extendía,
inconmensurable, en todas direcciones. Creo
que a la distancia había colinas. Sólo Dios
sabe qué había sido de West Kensington. Y
en cierto modo era como un regreso al hogar.
“¿Cómo explicarte? Apenas estuvo la puerta
cerrada a mi espalda, olvidé el camino con
las hojas caídas de los castaños, los coches de
alquiler y los carros de los mercaderes; olvidé
esa especie de atracción gravitatoria que me
ceñía a la disciplina y la obediencia en casa de
mi padre; olvidé todas las dudas y temores,
olvidé la discreción, olvidé todas las íntimas
realidades de esta vida. En un instante me
convertí en un niño feliz, maravillosamente

128
feliz en otro mundo. Era un mundo diferente,
con una luz más tibia, penetrante y suave; con
una tenue y clara alegría en el aire; con hebras
de nubes acariciadas por el sol en lo azul del
cielo. Y ante mí se extendía acogedoramente
ese camino largo y ancho, con canteros sin
malezas a ambos lados, donde esplendían
flores que nadie cuidaba y jugaban aquellas
dos grandes panteras. Sin temor puse las
manos sobre su pelaje suave, acaricié sus orejas
redondas y los sensitivos pliegues debajo de
sus orejas, y jugué con ellas, y era como si me
diesen la bienvenida a mi hogar. Esta sensación
de retorno al hogar era muy aguda. De pronto
apareció en el sendero una muchacha alta y
rubia, se acercó sonriendo a recibirme, dijo:
“¿Y bien?”, y me alzó y me besó, y después
me bajó y me llevó de la mano; yo no sentía
asombro sino la deliciosa impresión de que
todo estaba bien, de que volvían a mi memoria
cosas felices que de algún modo extraño
olvidara. Recuerdo una ancha escalinata de
peldaños rojos, que apareció a mi vista entre
espigas de delfinios, por donde subimos hasta
entrar en una gran avenida sombreada por
árboles muy viejos, oscuros y frondosos. A
todo lo largo de esta avenida, entre los troncos
rojos y hendidos, había suntuosos bancos de
mármol, y estatuas, y mansísimas palomas
blancas.

129
“Por esta avenida me llevó mi amiga, bajan-
do el rostro para mirarme (aún recuerdo los
rasgos agradables, la barbilla exquisitamente
modelada de su rostro dulce y bondadoso),
haciéndome preguntas con voz suave y pla-
centera, contándome cosas; bellas cosas, estoy
seguro, aunque nunca pude recordarlas… De
pronto bajó de un árbol un mono capuchino,
muy limpio, con un pelaje pardo rojizo y bon-
dadosos ojos castaños; se acercó a nosotros,
corrió a mi lado y me miró sonriendo, y luego
se encaramó a mi hombro. Y los dos seguimos
caminando, muy felices.
Hizo una pausa.
—Prosigue —le dije.
—Recuerdo pequeñas cosas. Recuerdo
que pasamos junto a un anciano que
meditaba entre laureles, junto a un lugar que
alegraban las cotorras, y que atravesando
una columnata ancha y sombreada entramos
en un palacio espacioso y fresco, lleno de
agradables fuentes, de bellas cosas, hechas a
la medida de las promesas y los deseos del
corazón. Y había muchas cosas y mucha
gente; a algunos aún los recuerdo con
claridad, a otros más vagamente; pero todos
eran hermosos y buenos. De algún modo, no
sé cómo, entendí que todos eran bondadosos
conmigo, que se alegraban de tenerme allí, y
me colmaban de alegría con sus gestos, con

130
el roce de sus manos, con la bienvenida y el
amor de sus ojos.
—Sigue.
Estuvo cavilando unos instantes.
—Encontré compañeros de juegos. Eso
significaba mucho para mí, porque yo era
un niño solitario. Se dedicaban a deliciosos
juegos en un prado cubierto de césped, donde
había un reloj de sol trazado con flores. Y
jugar era amarnos…
“Pero —es extraño— hay una laguna en
mis memorias. No recuerdo cuáles eran esos
juegos. Nunca pude recordarlo. Más tarde he
pasado largas horas esforzándome, incluso
con lágrimas, por rememorar la forma de
esa felicidad. He tratado de recrearla, solo
en mi cuarto. Inútilmente. Lo único que
retengo es aquella sensación de dicha y los
dos amados amigos que con más frecuencia
me acompañaban… Luego vino una mujer
sombría y morena, de rostro grave y pálido,
con ojos soñadores; una mujer sombría, que
vestía una suave y larga túnica de pálida
púrpura y llevaba un libro; me llamó por
señas y llevóme aparte a una galería, aunque
mis compañeros no querían que me marchase
e interrumpiendo sus juegos se quedaron
mirando mientras yo me alejaba.
“—¡Vuelve pronto! —gritaban—. ¡Vuelve
pronto con nosotros!

131
“Miré el rostro de la mujer, pero ella no les
prestaba atención. Su expresión era muy dulce
y grave. Me llevó a un banco de la galería, y
yo permanecí de pie a su lado, presto a mirar
el libro cuando lo abriera sobre sus rodillas.
Abriéronse las páginas, las señaló con el dedo
y yo miré maravillado, porque en las vivientes
páginas de ese libro me vi… era la historia de
mi vida y en ella figuraban todas las cosas
que me habían acontecido desde que naciera.
Maravilloso, porque las páginas de ese libro no
eran imágenes, ¿comprendes?, sino realidades.
Wallace hizo una pausa solemne y me
miró, vacilando.
—Adelante —le dije—. Comprendo.
—Eran realidades… sí, debían serlo; las
personas se movían, y los objetos iban y
venían con ellas; mi amada madre, a quien
casi olvidara; después mi padre, severo y
rígido; los criados, mi cuarto, todas las cosas
familiares de la casa. Luego la puerta de
entrada, y las calles ajetreadas donde iban
y venían los vehículos. Yo observaba y me
maravillaba, y tornaba a mirar casi incrédulo
el rostro de la mujer, y volcaba las páginas,
salteando ésta y aquélla, para ver más y más
de ese libro, hasta que al fin me descubrí
merodeando y vacilando ante la puerta verde
enclavada en el largo muro blanco, y sentí
renovados el miedo y el conflicto interior.

132
—¿Después? —insistí, forcejeando sua-
vemente con la mano de la mujer, tirando
de sus dedos con toda la fuerza de mis años
infantiles, y cuando ella cedió y pasó la pá-
gina, se inclinó sobre mí como una sombra y
me besó la frente.
“Pero en aquella página no aparecía
el jardín encantado, ni las panteras, ni la
muchacha que me había llevado de la mano,
ni los amigos que no habían querido dejarme
ir. Veíase una calle larga y gris de West
Kensington, a esa hora fría del atardecer,
antes de encenderse los faroles; y yo me
encontraba ahí, pequeño y desdichado,
llorando a gritos, a pesar de mis esfuerzos
por dominarme; y lloraba porque no podía
volver junto a los amados compañeros de
juegos que me habían gritado: “¡Vuelve con
nosotros! ¡Vuelve pronto con nosotros!”. Yo
estaba ahí. Y ya no era la página de un libro,
sino la cruda realidad; aquel sitio encantado y
la mano que intentaba detenerme, la mano de
esa madre grave a cuyas rodillas estuve plegado,
habían desaparecido. ¿Dónde estaban ahora?”.
Wallace calló nuevamente y permaneció
un rato con los ojos clavados en el fuego.
—¡Oh! ¡La congoja de ese regreso!
—murmuró.
—¿Y bien? —dije al cabo de uno o dos
minutos.

133
—De vuelta en este mundo gris, yo era
un pobre desdichado. Al comprender en toda
su magnitud lo que me había sucedido, me
entregué a una pena irremediable. Y aún llevo
en mí la vergüenza, la humillación de ese llanto
en público y del oprobioso retorno a mi casa.
Veo nuevamente a ese anciano caballero de
benévolo aspecto, un anciano con lentes de oro,
que se detuvo para hablarme… punzándome
antes con la punta de su paraguas.
“—¡Pobre chico! —dijo—. ¿Estás extra-
viado?
“¡Y yo había nacido en Londres, y tenía
más de cinco años! Se empeñó en llamar a un
policía, joven y bondadoso, y en rodearme
de curiosos y llevarme a casa. Sollozando,
observado por todo el mundo, temeroso,
salí de aquel jardín encantado para volver al
umbral de la casa de mi padre.
“Eso es todo cuanto recuerdo de mi
visión del jardín… el jardín que aún ahora
me obsesiona. Naturalmente, no puedo
expresar esa inefable condición de translúcida
irrealidad, esa diferencia en relación con los
objetos comunes de nuestra experiencia
que imperaba allí; pero eso… eso es lo que
ocurrió. Si fue un sueño, estoy seguro de que
he soñado despierto y que ha sido un sueño
extraordinario… ¡Hum! Desde luego, hubo
un interrogatorio terrible, por parte de mi tía,
mi padre, la nodriza, la institutriz, todos…

134
“Traté de explicarles, y por primera vez mi
padre me dio una paliza por embustero. Más
tarde intenté contar el caso a mi tía, y ella volvió
a castigarme por reincidir perversamente. Más
tarde se prohibió a todos escucharme, oír una
sola palabra del asunto. Hasta me quitaron
por un tiempo los libros de cuentos de hadas…
porque yo era demasiado “imaginativo”. ¿Eh?
¡Sí, llegaron a eso! Mi padre era de la vieja
escuela… Y mi historia quedó encerrada
dentro de mí. Yo la susurraba a mi almohada:
mi almohada que a menudo estaba húmeda y
salada de llanto bajo mis labios murmurantes.
Y a mis oraciones preestablecidas, menos
fervientes, agregaba siempre esta súplica de
todo corazón: “¡Te ruego, Señor, que me hagas
soñar con el jardín!”. A menudo, en efecto,
soñé con él. Quizá he agregado elementos al
sueño, quizá lo he alterado, no sé… Debes
comprender que esto no es más que una
tentativa de reconstruir una experiencia muy
temprana sobre recuerdos fragmentarios.
Entre éstos y otras memorias subsiguientes de
mi infancia, hay una laguna.
“Llegó un momento en que me pareció
imposible que alguna vez tornara a hablar de
aquella prodigiosa vislumbre.”
Formulé una pregunta obvia.
—No —respondió—. Que yo recuerde,
nunca, en aquellos primeros años, intenté

135
reencontrar el camino que conducía al jardín.
Ahora esto me parece extraño, pero pienso
que después de aquella malaventura acaso se
vigilaron con más cuidado mis movimientos,
para impedir que me extraviase. No, sólo
cuando lo conocí intenté buscar nuevamente
el jardín. Y creo que hubo una época, aunque
ahora parezca increíble, en que lo olvidé
totalmente; puede haber sido alrededor de
los ocho o nueve años. ¿Recuerdas cuando
yo era un chiquillo en Saint Althestan’s?
—Sí, recuerdo.
—¿Y alguna vez, en ese entonces, di
indicios de poseer un sueño secreto?

136
2

Alzó la mirada con una repentina sonrisa.


—¿Alguna vez jugaste conmigo al “Paso
del Noroeste”?... No, naturalmente, tú no te
acercabas a mí.
“Era de esa clase de juegos —prosiguió—
que ocupan el día entero a todo chico
imaginativo. La idea era descubrir un “Paso
del Noroeste” para llegar a la escuela1. El
camino habitual no presentaba dificultades;
el juego consistía en buscar un camino
que no fuera sencillo, saliendo de casa
diez minutos antes en alguna dirección
imprevista, y abriéndose paso hasta la meta

1. La búsqueda de una comunicación entre el Atlántico


y el Pacífico, en el hemisferio norte, ocupó a varias
generaciones de exploradores. Ese “Paso del Noroeste”
se encontró finalmente en las zonas árticas, pero
resultó tan intrincado que no se empleó como vía
usual de comunicación entre ambos océanos. De ahí
el juego que menciona el autor (N. del T.).

137
a través de calles desconocidas. Y un día
me encontré extraviado en unas callejas de
barrio pobre, más allá de Camp den Hill, y
comencé a pensar que por primera vez el
juego me resultaría adverso y llegaría tarde
a la escuela. Casi desesperado, me interné
por un camino que parecía un callejón sin
salida, y en su extremo descubrí un pasaje.
Lo recorrí apresuradamente, con renovada
esperanza.
“—¡Todavía he de llegar a tiempo!,
exclamé, pasando ante una hilera de sucias
tiendas que me parecieron inexplicablemente
familiares. Y de pronto, ¡oh, prodigio!, ahí
estaba el largo muro blanco y la puerta verde
que conducía al jardín encantado.
“Fue una revelación instantánea. ¡Eso
quería decir que el jardín, el maravilloso
jardín no era un sueño!”.
Hizo una pausa.
—Supongo que mi segunda experiencia de
la puerta verde pone de manifiesto el mundo de
distancia que hay entre la vida laboriosa de un
escolar y la infinita holganza de una criatura.
Sea como fuere, esta vez no se me ocurrió ni
por un momento entrar directamente. No sé si
comprendes… En primer término, dominaba
en mi espíritu la idea de llegar a tiempo a la
escuela; estaba decidido a no quebrar toda la
trayectoria de puntualidad.

138
“Indudablemente, debí experimentar al-
gún deseo de abrir la puerta… sí. Debí sentirlo.
Pero me parece recordar que consideré la
atracción de la puerta simplemente como un
nuevo obstáculo para mi suprema decisión
de llegar a la escuela. Ese descubrimiento,
desde luego, me interesó inmensamente;
me fui con el pensamiento puesto en él,
pero me fui. La puerta no pudo refrenarme.
Pasé de largo, corriendo; saqué el reloj y com-
probé que aún me quedaban diez minutos;
poco más tarde me encontraba bajando un
declive, ya en sitios familiares. Llegué a la
escuela jadeante, es cierto, y empapado en
sudor, pero a tiempo. Recuerdo que colgué
el abrigo y la gorra… Había pasado junto a
la puerta y había seguido de largo. ¿Extraño,
verdad?”.
Me miró pensativamente.
—Naturalmente, yo no sabía en aquel
momento que la puerta no siempre estaría
ahí. La imaginación de un niño es limitada.
Supongo que me pareció maravilloso que
estuviera allí y que yo conociera el camino
para volver a ella. Pero ya la escuela me
imponía sus exigencias. Imagino que estuve
muy distraído y desatento esa mañana,
recordando cuanto podía de los extraños
y hermosos seres a quienes pronto vería
nuevamente. Aunque parezca raro, no

139
abrigaba la menor duda de que se alegrarían de
verme… Sí, aquella mañana debí considerar
ese jardín como un hermoso lugar al que uno
podía volver en los intervalos de una ardua
carrera escolástica.
“Y en efecto, aquel día no fui. El día
siguiente era semiferiado; quizá eso influyó.
Quizá, también, la distracción elaboró en
mi estado de ánimo ciertas imposiciones,
reduciendo el margen de tiempo que en
realidad necesitaba para mi excursión. No lo
sé. Lo que sé es que ahora el jardín encantado
dominaba a tal punto mis pensamientos, que
ya no pude guardar el secreto.
“Lo confié a un chico con aspecto
de hurón, cuyo nombre no recuerdo. Lo
apodábamos Squiff.”
—Se llamaba Hopkins —dije.
—Eso es, Hopkins. No me fue agradable
decírselo. Tenía la impresión de que en
cierto modo revelar el secreto era contrariar
determinadas reglas, pero se lo dije. Él solía
acompañarme en parte del trayecto a mi casa;
era muy locuaz, y si no hubiéramos hablado
del jardín encantado habríamos hablado de
otra cosa, y a mí me resultaba intolerable
pensar en otra cosa. Por eso se lo dije.
“Bueno, él divulgó mi secreto. Al día
siguiente, en el recreo, me vi rodeado de
media docena de chicos mayores que yo, que

140
me fastidiaban y parecían muy curiosos por
saber algo más del jardín encantado. Estaba
ese grandote de Fawcett, ¿lo recuerdas? y
también Carnaby y Morley Reynolds. ¿Tú
también, por casualidad? No, creo que lo
recordaría…
“Un niño es un ser de extraños senti-
mientos. Realmente creo que, a pesar de
mi secreto disgusto conmigo mismo, en
el fondo me sentía un poco halagado por
llamar la atención de aquellos compañeros
más grandes que yo. Recuerdo en particular
el placer que me causó el elogio de Crashaw
(¿recuerdas a Crashaw, que llegó a alcalde
y que era hijo de un compositor?); dijo que
era el mejor embuste que había oído. Pero al
mismo tiempo yo experimentaba un oscuro
sentimiento de vergüenza, realmente dolo-
roso, por haber dejado escapar lo que a mi
juicio era un secreto sagrado. Y esa bestia de
Fawcett se permitió una broma acerca de la
muchacha vestida de verde…”
La voz de Wallace se hizo más sorda al
recuerdo de la humillación.
—Fingí no oír —continuó—. Bueno,
después Carnaby me llamó mentiroso y
riñó conmigo cuando le dije que el episodio
era verídico. Afirmé que sabía dónde estaba
la puerta y que en diez minutos podía
conducirlos a ella. Carnaby se mostró

141
ofensivamente virtuoso, y respondió que
tendría que hacerlo y probar mis palabras o
sufrir las consecuencias. ¿Carnaby nunca te
torció el brazo? Entonces quizá comprenderás
mi situación. Juré que mi historia era cierta.
Por aquel entonces no había nadie en la
escuela capaz de salvar a uno de las iras de
Carnaby, aunque Crashaw quiso calmarlo.
Pero Carnaby gozaba del juego. Yo me excité,
sentí que mis orejas se ponían rojas, empecé
a sentir miedo. Me comporté como un chico
estúpido, y el resultado fue que en lugar de
dirigirme solo a mi jardín encantado, abrí
la marcha —con las mejillas encendidas,
las orejas encarnadas, los ojos febriles y el
alma convertida en un ardor de angustia
y miseria— seguido por un grupo de seis
camaradas burlones, curiosos y amenazantes.
“Y no encontramos el muro blanco ni la
puerta verde…”
—¿Quieres decir que…?
—Quiero decir simplemente que no
pude encontrarla. A mi pesar.
“Y más tarde, cuando pude volver solo,
tampoco la encontré. Jamás la encontré.
Ahora me parece que la estuve buscando
siempre, en aquellos días del colegio, pero sin
hallarla nunca… nunca.”
—¿Y los compañeros… se mostraron
desagradables?

142
—Bestialmente… Carnaby celebró una
especie de consejo de guerra, me hizo juzgar
acusándome de embustero y malvado.
Recuerdo que volví a casa y subí furtivamente a
mi cuarto, para ocultar las huellas de lágrimas.
Y seguí llorando hasta quedarme dormido,
mas no por Carnaby, sino por el jardín,
por la hermosa tarde que había anhelado,
por las dulces y amigables mujeres, por los
compañeritos que me aguardaban, por el juego
que había ansiado aprender nuevamente, ese
hermoso juego olvidado…
“Llegué a creer firmemente que si no
hubiera revelado el secreto… En fin, lo cierto
es que después atravesé malos momentos:
lloraba de noche y fantaseaba de día. Durante
dos bimestres dejé de estudiar y tuve malas
notas. ¿Recuerdas? Sí, debes recordarlo. Fuiste
tú, al superarme en matemáticas, quien me
lanzó nuevamente a la brecha.

143
3

Durante un rato mi amigo contempló


silenciosamente el rojo corazón del fuego.
Después dijo:
—No volví a verla hasta los diecisiete
años.
“Apareció ante mí por tercera vez
cuando me dirigía a Paddington, en camino
a Oxford, donde debía disputar una beca.
Fue apenas una momentánea vislumbre. Iba
arrellanado en el coche, fumando un cigarrillo
y creyéndome sin duda un hombre cabal de
mundo, cuando de súbito divisé la puerta y la
pared y experimenté la certidumbre de cosas
inolvidables y todavía asequibles.
“El carruaje siguió de largo, traquetean-
do; tomado de sorpresa, no atiné a detenerlo
antes de que se alejara bastante y doblara
la esquina. Entonces viví una extraña expe-
riencia, un doble y divergente movimiento
de mi voluntad: golpeé con los nudillos la

144
portezuela del techo del carruaje y bajé el
brazo para sacar mi reloj.
“Sí, señor! —repuso vivamente el
conductor.
“—Este… perdone… no es nada —repliqué—.
Un error. No nos queda mucho tiempo. ¡Siga!
“Y seguimos…
“Gané la beca. Y la noche que supe
la noticia me senté junto al fuego en mi
pequeña habitación del piso alto, mi estudio,
en casa de mi padre, cuando aún sonaban en
mis oídos sus elogios (que nunca prodigaba)
y sus sanos consejos; y mientras fumaba mi
pipa favorita (esa formidable “bulldog” de
la adolescencia) pensé en la puerta del largo
muro blanco.
“Si me hubiera detenido —pensé—,
habría perdido la beca, no hubiese entrado en
Oxford, habría echado a perder la brillante
carrera que me aguarda. Ahora empiezo a ver
mejor las cosas.
“Así estuve cavilando hondamente, pero
sin dudar de que mi carrera era algo que
merecía un sacrificio.
“Aquellos amados amigos, aquella atmósfera
límpida, éranme muy caros, muy entra-
ñables, pero remotos. Mis ambiciones se
centraban ahora en el mundo. Miraba abrirse
otra puerta: la puerta de mi carrera.”
Una vez más contempló fijamente el
fuego. Por un instante fugaz, el cárdeno

145
resplandor destacó en su rostro un gesto
de porfiada energía, que enseguida se
desvaneció.
—Pues bien —continuó con un suspiro—,
he realizado mi carrera. He trabajado mucho,
he trabajado duramente. Pero mil veces he
soñado con el hechizado jardín y en cuatro
ocasiones, a partir de aquel día… he visto o
columbrado su puerta. Sí, cuatro veces.
“Durante algún tiempo este mundo me
pareció tan espléndido e interesante, tan
lleno de significado y oportunidades, que el
semidesvaído encanto del jardín resultaba, en
comparación, muy tenue y remoto. ¿Acaso
hay alguien que desee acariciar una pantera
cuando va a cenar con hermosas mujeres y
hombres ilustres? Cuando de Oxford regresé
a Londres, yo era un hombre pujante, lleno
de promesas que en parte se han cumplido.
En parte… Y sin embargo, he tenido mis
desengaños…
“Dos veces estuve enamorado. No me
extenderé sobre esto, pero en una ocasión,
cuando iba a ver a alguien que, yo bien sabía,
dudaba de si me atrevería a ir, tomé al azar
un atajo, una calle poco frecuentada cerca
de Earl’s Court, y así me hallé ante el muro
blanco y la familiar puerta verde.
“¡Qué extraño! —me dije—. Yo pensaba
que este sitio estaba en Campden Hill. Es el

146
lugar que nunca he podido encontrar, cuya
búsqueda es empresa más ardua que contar
los Stonehenge, el escenario de mis extrañas
fantasías.
“Y seguí de largo, firme en mi propósito
anterior. Aquella tarde la puerta verde no
tenía poder sobre mí.
“Experimenté apenas el momentáneo
impulso de probar el picaporte (sólo necesitaba
para ello dar tres pasos a un costado), aunque
en el fondo de mi corazón estaba seguro de
que se abriría para mí; pero después pensé
que al hacerlo quizá llegaría tarde a la cita
en que estaba comprometido mi honor. Más
tarde lamenté mucho mi puntualidad; pensé
que por lo menos podía haberme asomado
para hacer una seña amistosa a las panteras.
Mas la experiencia me había enseñado ya
que no debía buscar tardíamente lo que
buscando no se puede encontrar. Sí, esta vez
lo lamenté mucho…
“Después pasaron años de duro trabajo
y no volví a hallar la puerta hasta hace muy
poco. Simultáneamente con este reencuen-
tro, he tenido la sensación de que algo así
como una delgada película opaca empezaba
a oscurecer mi mundo. La perspectiva de
no volver jamás a esa puerta comenzó a
parecerme triste y amarga. Quizá estaba
sufriendo las primeras consecuencias del

147
exceso de trabajo, quizá se apoderaba de mí
el sentimiento de frisar ya en los cuarenta
años. No sé. Pero es indudable que las cosas
no tienen para mí ese vivo resplandor que
facilita el esfuerzo; y esto me ocurre cuando
debería estar trabajando, participando en los
nuevos acontecimientos políticos. Extraño,
¿verdad? La vida se me hace fatigosa, y sus
frutos, cuando estoy a punto de obtenerlos,
carentes de valor. Hace poco comencé a de-
sear intensamente el jardín. Sí… y tres veces
he visto…”
—¿El jardín?
—No. La puerta. Y no he entrado.
Se inclinó hacia mí sobre la mesa y su
voz reflejaba una pena inmensa.
—Tres veces se me presentó la oportu-
nidad… ¡tres veces! Había jurado que si esa
puerta volvía a ofrecérseme, entraría por ella,
saldría de este polvo, de este calor, de este
superfluo oropel de vanidades, de estas labo-
riosas futilezas. Entraría para no volver nunca.
Esta vez me quedaría… Lo había jurado, mas
cuando llegó el momento, no entré.
“Tres veces en un año pasé ante esa
puerta sin entrar. Tres veces en el último año.
“La primera vez fue la noche en que hubo
aquel reñido debate sobre la Ley de Arren-
damientos, en cuya votación el gobierno se
salvó apenas por tres sufragios. ¿Recuerdas?

148
Ninguno de nuestros partidarios, y quizá
muy pocos de nuestros rivales, pensaba que
la sesión pudiera levantarse durante la noche.
Pero de pronto el debate se vino abajo como
un castillo de naipes. Hotchkiss y yo está-
bamos cenando con su primo en Brentford;
ambos habíamos abandonado el recinto. Nos
llamaron por teléfono e inmediatamente
nos pusimos en camino en el automóvil del
primo. Llegamos apenas a tiempo, y en el
trayecto pasamos ante el muro y la puerta,
pálidos a la luz de la luna, manchados de un
cálido amarillo al iluminarlos nuestros faros,
pero inconfundibles.
“—¡Dios mío! —exclamé. —¿Qué? —
preguntó Hotchkiss. —Nada —repuse.
“Y así pasó el momento.
“—He realizado un gran sacrificio —dije,
al entrar, al presidente del bloque.
“—Todos se han sacrificado —me res-
pondió y pasó de prisa a mi lado.
“No veo cómo podía haber obrado de
otro modo. Y mi próximo encuentro con la
puerta ocurrió cuando corría a la cabecera
de mi padre, para dar a ese severo anciano el
último adiós. También en esta oportunidad
las exigencias de las circunstancias fueron
imperativas. Pero la tercera vez la situación
fue distinta. Sucedió hace una semana, y
al recordarlo aún me inunda un ardiente

149
remordimiento. Estaba con Gurker y Ralphs…
Ya no es un secreto, tú lo sabes, que he hablado
con Gurker. Habíamos estado cenando en
Frobisher’s y la conversación tomó un sesgo
íntimo. El problema del lugar que yo ocuparía
en el nuevo ministerio escapaba a la órbita de
nuestra discusión. Sí, sí… Ahora todo está
arreglado. No conviene comentar el asunto
todavía, pero no tengo por qué ocultarte un
secreto… Sí… Gracias, gracias. Pero deja que
te cuente el resto de la historia.
“Aquella noche las cosas estaban un poco
en el aire. Mi posición era muy delicada.
Yo tenía vivos deseos de conseguir una
respuesta definida de Gurker, pero me
estorbaba la presencia de Ralphs. Utilizaba
toda mi capacidad mental para que esa
conversación ligera y despreocupada no
apuntase con demasiada evidencia al tema
que me interesaba. Esto era indispensable. La
actitud de Ralphs a partir de aquel momento
ha justificado de sobra mi desconfianza… Yo
sabía que Ralphs iba a dejarnos más allá de
Kensington High Street, y entonces podría
sorprender a Gurker abordando francamente
el asunto. A veces uno tiene que recurrir
a esas pequeñas estratagemas… Y fue
entonces cuando allá adelante, en el límite
de mi campo visual, percibí una vez más la
pared blanca y la puerta verde.

150
“Pasamos ante ella conversando. Yo pasé
ante ella. Todavía puedo ver la sombra del
aguzado perfil de Gurker, de su sombrero de
copa inclinado sobre su prominente nariz,
de los numerosos pliegues de su bufanda; y
después mi propia sombra y la de Ralphs.
“Pasé a veinte pulgadas de esa puerta.
“¿Qué ocurriría —pensé— si les diera las
buenas noches y entrara?
“Y estaba ansioso por hablar a solas con
Gurker.
“Asediado por un cúmulo de problemas,
me era imposible responder a esa pregunta.
“Pensarán que estoy loco —me dije—.
Y si llegara a desaparecer… Misteriosa
desaparición de tan importante personaje
político…
“Esto influyó en mí. Un millar de
consideraciones mundanas inconcebiblemente
mezquinas obraron sobre mí en esa crisis.”
Me miró con sonrisa apenada.
—Y aquí estoy —dijo lentamente.
—Y aquí estoy —repitió— y he perdido
mi última oportunidad. Tres veces en un año
se me brindó esa puerta… esa puerta que
conduce a la paz, a la felicidad, a una belleza
no soñada, a una bondad que ningún hombre
puede imaginar. Y yo la he rechazado,
Redmond, y no volverá a aparecer…
—¿Cómo lo sabes?

151
—Lo sé. Lo sé. Y ahora he quedado solo
con mi trabajo, con los compromisos que
tan fuertemente me retuvieron cuando
llegó el momento de la decisión. Tú dices
que he tenido éxito, que he conseguido esa
cosa vulgar, chillona, tediosa y envidiada
que llaman éxito. ¡Y es cierto! —Tenía en
la mano, en su mano poderosa, una nuez—.
Si esto fuese mi éxito… —y la aplastó entre
los dedos y me mostró los fragmentos
desmenuzados.
—Te diré una cosa, Redmond. Esa pérdida
me está destruyendo. Hace dos meses, hace
casi diez semanas, que no hago trabajo
alguno, salvo las tareas más necesarias y
urgentes. Mi alma está llena de inextinguibles
remordimientos. De noche, cuando creo que
podré pasar inadvertido, salgo y ambulo por
las calles. Sí. Me pregunto qué diría la gente
si lo supiera. ¡Un ministro del gabinete, la
cabeza responsable de la más importante de
las reparticiones, errando solo… pensando…
lamentándose a veces casi en voz alta… en
busca de una puerta, de un jardín!

152
4

Aún me parece ver su rostro más bien


pálido y el fuego extraño y sombrío que
inundaba sus ojos. Esta noche lo recuerdo
vívidamente. Rememoro sus palabras, su
acento, mientras aún yace en mi sofá la
Westminster Gazette de anoche con la noticia
de su muerte. Hoy, a la hora del almuerzo,
todos los socios del club comentaban el
asunto. No hemos hablado de otra cosa.
Encontraron su cadáver ayer por la
mañana, muy temprano, en una profunda
excavación próxima a la estación de East
Kensington. Es uno de los dos túneles
construidos recientemente en las obras de
prolongación del ferrocarril hacia el Sur. Para
impedir el acceso del público, está protegido
por una empalizada, sobre el camino real; y
en esa empalizada había una puerta pequeña,
para dar paso a los obreros que viven en esa
dirección. La puerta quedó abierta, por culpa

153
de un malentendido entre dos trabajadores,
y Wallace entró por ella.
Una legión de preguntas, de enigmas,
oscurecen mi espíritu.
Al parecer, recorrió todo el camino a pie,
desde el Parlamento (a menudo ha regresado
caminando a su casa durante el último
período de sesiones), y es así como imagino su
oscura silueta, absorta y decidida, avanzando
por las calles desiertas y nocturnas. ¿Acaso
los pálidos focos eléctricos dieron a los toscos
tablones una semblanza de blancura? ¿Quizá
esa puerta fatal y abierta despertó en él algún
recuerdo?
Y al fin y al cabo, ¿existió alguna vez la
puerta verde en el muro?
No lo sé. He referido su historia tal
como él me la contó. A veces creo que
Wallace fue simple víctima de la conjunción
de ciertas alucinaciones raras, mas no sin
precedentes, y de una trampa tendida por
descuido; pero ésta no es la más profunda
de mis convicciones. Pensad, si queréis,
que soy supersticioso y tonto; pero en el
fondo estoy casi plenamente convencido de
que Wallace poseía en verdad una facultad
anormal, cierto sentido, algo (no sé cómo
llamarlo) que bajo la apariencia de un muro
y una pared le ofrecía una salida, un secreto
y singular camino de evasión que conducía

154
a otro mundo mucho más hermoso. Si es
así, diréis, esa facultad lo traicionó a último
momento. Pero ¿realmente lo traicionó? En
ese punto rozáis el más íntimo misterio de
estos soñadores, estos hombres imaginativos
y visionarios. Nosotros vemos el mundo
corriente y vulgar, vemos la empalizada y el
foso. Para el juicio común, Wallace salió de
un mundo de seguridades para internarse en
la oscuridad, en el peligro, en la muerte. Pero
¿acaso él participaba de ese juicio?

De Antología del cuento extraño. N.° 4. Librería


Hachette, S. A., 1976. Selección y traducción de
Rodolfo J. Walsh.

155
Historia de los dos
que soñaron
Gustavo Weil
GUSTAVO WEIL (1808-1889). Famoso
orientalista alemán, nacido en Salzburgo y
muerto en Friburgo. “Tradujo al alemán los
Collares de oro, de Samachari, y Las mil y una
noches. Publicó una biografía de Mahoma, una
introducción al Corán y una historia de los
pueblos islámicos”.
Cuentan los hombres dignos de fe
(pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y
misericordioso y no duerme) que hubo en
El Cairo un hombre poseedor de riquezas,
pero tan magnánimo y liberal que todas las
perdió, menos la casa de su padre, y que se
vio forzado a trabajar para ganarse el pan.
Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo
de una higuera de su jardín y vio en el sueño
a un desconocido que le dijo:
—Tu fortuna está en Persia, en Ispaján;
vete a buscarla.
A la madrugada siguiente se despertó
y emprendió el largo viaje, y afrontó los
peligros de los desiertos, de los idólatras, de
los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al
fin a Ispaján, pero en el recinto de esa ciudad
lo sorprendió la noche y se tendió a dormir
en el patio de una mezquita. Había, junto a
la mezquita, una casa, y por el decreto del

159
Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones
atravesó la mezquita y se metió en la casa,
y las personas que dormían se despertaron
y pidieron socorro. Los vecinos también
gritaron, hasta que el capitán de los serenos
de aquel distrito acudió con sus hombres y los
bandoleros huyeron por la azotea. El capitán
hizo registrar la mezquita y en ella dieron
con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la
cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:
—¿Quién eres y cuál es tu patria?
El hombre declaró:
—Soy de la ciudad famosa de El Cairo y
mi nombre es Yacub El Magrebí.
El juez le preguntó:
—¿Qué te trajo a Persia?
El hombre optó por la verdad y le dijo:
—Un hombre me ordenó en un sueño
que viniera a Ispaján, porque ahí estaba
mi fortuna. Ya estoy en Ispaján y veo que
la fortuna que me prometió ha de ser esta
cárcel.
El juez se echó a reír.
—Hombre desatinado —le dijo—, tres
veces he soñado con una casa en la ciudad de
El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el
jardín un reloj de sol, y después del reloj de
sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro.
No he dado el menor crédito a esa mentira.
Tú, sin embargo, has errado de ciudad en

160
ciudad, bajo la sola fe de tus sueños. Que
no vuelva a verte en Ispaján. Toma estas
monedas y vete.
El hombre las tomó y regresó a la patria.
Debajo de la higuera de su casa (que era la del
sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios
le dio bendición y lo recompensó y exaltó.
Dios es el Generoso, el Oculto.

De Antología de la literatura fantástica. Jorge Luis


Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.
Editorial Sudamericana, 1971.

161
La sirena griega
Álvaro Cunqueiro
ÁLVARO CUNQUEIRO (1911-1981). Nacido
en Lugo, Galicia, escribió con igual maestría
y prestancia en gallego y en español. Poeta,
novelista, cronista, dueño de una pasmosa
erudición, experto en leyendas celtas, romanas,
griegas y muchas otras. Escribió incluso varios
recetarios de cocina.
Cuando desperté, ya le sobraba algo
a las doce, y ya tenía en la mesa servida la
parva, y era muy de mi gusto aquel caldo de
calabaza dulce que hacía la señora Marcelina
por tiempo de otoño; tanto me gustaba, que
acostumbraba a repetir. Pasé una hora en la
cocina contándoles la historia de don Paris
y la cautiva Tulé a la gente de casa y aún
seguiría otra en tal momento si no gritara
por mí el señor amo; cuanto más que estaba
a mi lado pelando castañas la mi Manuela y
parecía que me despertaba los párrafos con el
dulce y sorprendido mirar que en mí posaba;
estampa de mirlo debía de componer yo,
tal cuando el avecilla cantora enamora a la
hembra con el atavío de su caso… Acudí al
mando, y estaba don Merlín con José del Cairo
poniendo en medio y medio de la cámara la
tina grande de la colada, era la mitad de un
bocoy valdorrano de doce cántaras, y viniera

165
a echar una mano la costurera de Pacios,
que se puso a colgarle a la tina una falda de
pliegues, de una tela muy lucida y floreada en
verde y en rosa. Bajó mi ama doña Ginebra
a mirar aquella función, y cuando José del
Cairo y servidor dimos mediada de agua la
tina, la señora vertió en ella un pomioto de
perfume que yo tuve por canela. Don Merlín
estaba alegre y risueño, echó números en
el encerado, y le dijo a doña Ginebra, que
también sonreía:
—Si no engordó más de dos libras, tiene
la tina el agua justa para que no vierta ni una
cucharada.
Supe enseguida, y no hubo otra
conversación en Miranda aquella tarde, que
esperábamos una sirena griega de nombre
doña Teodora, a quien le muriera un vizconde
portugués que tenía por amigo, y con el dolor
quería pasarse a un monasterio que estas
féminas tienen sumergido en la laguna de
Lucerna, y venía para que su amo le echase
las proclamas en el tribunal de la Puente
Matilda de la ciudad de Ruan, que es el que
rige en los pleitos de estas anabolenas, y le
tiñese las escamas de la cola de luto doble.
—No le eche su merced luto perpetuo
—dijo doña Ginebra a mi amo—, que
cualquier día se da por arrepentida y cata en
Lucerna mismo nuevo enamorado.

166
—En esto estoy —respondió don
Merlín—, que no es fácil que éstas pierdan
el puteo, aunque figuren de conversas. Una
conocía que se quería envenenar porque
también se le muriera el amigo, tiple segundo
que fuera en la Capilla Romana, y la doña
sirena decía que no podría vivir sin aquel dúo
que hacían, y los tallarines que su hombre
le cocinaba los domingos. Me mandó recado
escrito pidiéndome recado resolutivo, y
cuando le mandé decir que no, ya estaba
amancebada con el comandante de marina
de Honfleur, quien le puso una cetárea, y de
entonces a estas vísperas ya mudó más de
cuatro capataces, y todos con cama deshecha,
perdonando. ¡Aun me quiso trasegar a mí en
un verano en que fui al Arenal de Calais a
tomar un pediluvio!
Se rieron mi amo y doña Ginebra, y
todos hicimos coro, y la señora ama mandó a
Marcelina que tuviese la merluza a enfriar en
la calera del pozo. Toda la familia de Miranda,
creo yo, estaba con el inquieto alborozo de
tanta novedad.
La comitiva llegó de anochecida, y
venían todos en grandes mulas, la sirena de
triste viuda con grandes velos, y dos jinetes
más, que supe eran herederos y parientes
del portugués, y un paje que por ahí tendría
catorce años, y ése venía cabalgando a la

167
grupa en la mula de la sirena, con gran
paraguas abierto, tornándole a la dolorida
señora la lluvia. Tomó José del Cairo a la doña
Teodora en sus brazos, y la pasó a la cámara,
y sentóla en el sillón de mi amo, mientras
el señor Almeida, portugués, que era un
hombre muy alto y de grandes y espesos
bigotes negros, saludaba a doña Ginebra y a
don Merlín, y pedía perdón por el retraso,
motivado porque viniendo desde Braga en
tres jornadas, tuvieron que poner en el Miño
a remojo, por más de dos horas, a la gentil
Teodora. Ésta, muy sentada en el sillón,
quitó los velos de pésame, ayudada por la
costurera de Pacios, y os digo que amaneció,
si el señor manda rosas, la más hermosa del
mundo, y los ojos en ella, dos gotas de verde
rocío. Y al repantigarse en el sillón, quedó a la
vista bajo la larga falda, la punta de su cola:
una media luna rosa. Si digo que pasmé, aún
no digo todo del asombro en que me hallaba.
—Señora doña Teodora —le dijo mi
amo muy cortés—, ya estáis en vuestra casa
de Miranda, donde todos sentimos que os
hubiese muerto amor tan fiel como teníais
en las arenas de Portugal. Ésta que aquí veis
es nuestra ama doña Ginebra, princesa de
Bretaña, éstos son mis familiares, y éste es
mi paje Felipe, que os lo pongo de pasamano
para cualquier recado. Y esta tina perfumada

168
es vuestro lecho, y ahora me pongo a
despacharos las proclamas que queréis, y la
tinta está hecha para poner vuestra cola de
luto doble.
¡Oyerais la voz con que aquella hermo-
sísima señora hablando ya cantaba! Hay
pájaros que tienen el canto misterioso, pero
no hay comparación que valga. ¡Quién la
oyere por las mañanas en vez de la alondra!
—Ya os veo a todos doloridos por el
bien que perdí, ¡y en verdad que no hay
amor como el de un portugués! Mi doña
Ginebra, señora mía, vuestras manos beso, y
vuestra señoría, don Merlín, saludo, y a toda
esta familia, y al paje de pasamano que me
ponéis. Y es mucha, en verdad, la prisa que
traigo, que el día de San Lucas quiero estar a
la puerta del monasterio de Lucerna con el
cabello cortado.
Y al decir esto pasó ambas manos por
el dorado y largo pelo, y fue como pasar el
arco del violín por las cuatro cuerdas bien
afinadas.
Pues traía tanta prisa, pasaron los dos
caballeros portugueses a cenar a la mesa
de doña Ginebra, y su paje y yo quedamos
de antecámara, mientras mi amo daba los
últimos toques a los preparativos del teñido.
Dijo doña Teodora que de cena no quería
más que un poco de merluza cruda por lo

169
abierto, y de postre una cucharada de sal y
un vasito de licor café, y yo y su paje, que
se llamaba Teófilos, y también era griego,
la servimos en bandeja de plata, y ella, de
cuando en cuando, me sonreía de tan dulce
modo que me apretaba el corazón. Y cuando
acabó de cenar sugirió que quizá estuviera
más sosegada en la tina, y yo no sabía para
dónde mirar cuando se quitó la larga falda y
la ceñida blusa, y apareció doña sirena tal y
como vienen estos hermosos engaños en las
historias. Además que fue la primera mujer
que yo vi desnuda, y aunque no quería,
mis ojos se iban a aquellos pechos blancos
y tan felices, a su alegre botoncito rosa y a
las venillas azules que lo surcaban. Teófilos
ya debía estar acostumbrado, pero para mí
aquello era una fiesta entre alegre y temerosa.
Y aun tuve que acercarme, e imitando a
Teófilos, prestarme a que nos pasase sus
brazos por los hombros, e hizo una gracia
con la larga cola brillante para entrar en la
tina a descansar. Siempre que de este paso
me recuerdo, me parece que me acaricia el
cuerpo aquel suave calor que ella prestaba. Y
fue bueno y decente, digo yo, que una vez en
la tina, se pusiese una peledina de astracán
que tapase tanta galanura.
Llegó mi amo con los escritos preparados
que eran un bando al Tribunal de la Fuente

170
Matilde, una restitución a los sobrinos de
un boticario de Génova y una profesión de
fe cristiana, y sólo faltaba la firma de doña
Teodora, que la echó muy rasgueada, y añadió
en latín lo que el señor Merlín le recitó.
—Todas las sirenas— dijo, sonriendo, a
mi amo— tenemos la misma letra, porque
todas aprendemos en la escuela de las planas
de Iturzaeta.
Y como llegase la hora del teñido, le
pasamos a doña Teodora adentro de la tina
una banqueta, de modo que, sentándose en
ella, el agua le cubriese solamente la cola
colorada, y andando en estos adobos me fijé,
tanto por pecador como por curioso, y vi que
doña Teodora no tenía ombligo. Don Merlín
responsó y amonestó al agua, en lengua de
la que no entendí verbo, y, seguidamente,
vertió polvo de oro sulfatado, cuatro mezclas
de corteza de nogal, extracto campeche y
crémor tártaro, y con la varita de plata batió
durante una hora, y pasada esta, echando una
puñada de sal, dio el teñido por rematado.
—Quedará —le advirtió a doña Teodora—
un negro brillante que llaman en Italia
“cuerpo de Nápoles”, y en el mordillo de
cada escama un hilo de oro lucido. Desde
que murió don Amadís, y se puso de luto
perpetuo doña Oriana, no se vio pésame de
tanto respeto en el mundo.

171
Ahora conviene que paséis toda la noche
en el tinte, y a la mañanita podéis partir,
camino de la noble ciudad de Lucerna.
Mandó doña Teodora a Teófilos que le
diese a mi amo una bolsa que con sonante
dinero traía.
—Ya sé que no pago tantos favores como
se me hicieron en esta casa, pero en la bolsa
va, en florines torneados cuanto dinero me
queda de la fortuna antigua no ganada por
la gracia de este cuerpo fácil sino herencia de
una prima mía nipota que fue de un cardenal
de Roma y de que habréis oído hablar, porque
su tío le concedió el monopolio de las aguas
tiberianas.
Agradeció mi amo el regalo, Teófilos se
echó en el arca a echar una sonata, y don
Merlín y yo nos fuimos a nuestros lechos,
tras hacer una gran reverencia a la famosa
sirena. Y mentiría si dijese que pude dormir
aquella noche con aquella fiebre continua
e inquieta que se me puso en el cuerpo: un
sentir loco que me mordió muchos días y aún
ahora que viejo voy por veces me distrae, y
me vuelvo porque me parece que escucho
en el agua que pasa aquel manso cantor que
ella tenía, y medio en verso, y a mí mismo,
loco, burlándome en la ocasión me pregunto:
“¿Qué me quieres, Amor?”.

172
Todavía no amaneciera cuando ya estaba
yo dispuesto, y con la montera nueva, y la
doña Teodora vestida, pero se pusiera una
falda abierta de paño merino que dejaba
ver desde la cintura a la media luna final la
graciosa cola de luto doble teñida, y cual mi
amo dijera, bordeaba las escamas un hilo de
oro lucido que muy bien le sentaba. Y el señor
Almeida y la excelencia Novás ya montaron,
y José del Cairo y mi amo ayudaron a sentar
a doña Teodora en su mula, y le pasaron una
manta envolviéndole la cola, y subió a la grupa
Teófilos con el paraguas, que seguía lloviendo.
Los portugueses gastaron las sólitas lusitanas
cortesías, doña Teodora volvió a cantar las
gracias y la triste despedida y al balcón salió
la señora doña Ginebra a decir adioses con
un pañuelo bordado. Mi amo se dio cuenta,
cuando se fueron, que yo quedaba con algo
de pesadumbre, y que algún hilo del engaño
de la sirena me ceñía el cuello.
—Sosiega, sosiega, mi Felipe —me dijo,
palmeándome en la espalda—. No se cogen
truchas a bragas enjutas, y estas brevas de
mérito, ¿qué le van a pedir a un galán como tú
más que la vida? No quería yo verte comido
de los peces en una playa de la Arosa.
—Además —añadió José del Cairo, que
siempre hablaba sabidor sentencioso—;
además que por la cola repolluda que tiene,

173
de ser mujer como las otras, seguro que
tendría las piernas gordas en demasía.
Dijo y escupió, asqueando. Y yo rompí
a llorar.

De Antología de la literatura fantástica española


(Fragmento de Merlín y familia). Editorial
Bruguera, S. A., 1969. Recopilación de José Luis
Garner.

174

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