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esther morcillo • fernando cabrera

© Carlos Fernández Liria

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
28015 Madrid
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ISBN: 978-84-995818-6-6

Impreso en España - Printed in Spain

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Síntesis, S. A.
A mi hijo Eduardo
Índice
Agradecimientos

1 La ilusiÓn hegeliana y el materialismo


1.1. Marx y el materialismo
1.2. La intervenciÓn materialista en el universo hegeliano
1.3. Alemania y la revoluciÓn. La izquierda hegeliana
1.4. Feuerbach y la conmociÓn materialista de 1841

2 DiagnÓstico detallado de una enfermedad alemana en su momento crÍtico

2.1. Stirner y su rebelión contra las causas ideales


2.2. La crÍtica del Hombre
2.3. El hiperidealismo de una supuesta investigación materialista de la historia
2.4. La enajenación y sus ejemplos
2.5. El malentendido marxista en torno a la noción de práxis ..
2.6. Primeras conclusiones sobre el materialismo y su dificultad
2.7. El humanismo y el “verdadero socialismo” alemán
2.8. La separación materialista de lo teórico y lo práctico
2.9. Las Tesis sobre Feuerbach como problema

3 La coyuntura idealista
3.1. Balance. Indigencia del materialismo y caracterización del idealismo a partir de la sentencia ‘sólo
lo espiritual es real”
3.2. Lo verdadero es el todo
3.3. El panteÍsmo como la religión alemana
3.4. El “dispositivo JesÚs”
3.5. Recuperar Grecia es fundar Alemania
3.6. La pérdida del lógos
3.7. Lo absoluto, la determinación y la muerte
3.8. Del Todo al EspÍritu
3.9. Absoluto en devenir e infinitud de la razón

4 Infinitud de la razón e idealismo. Primera especificación de un problema propio del


materialismo

4.1. Idealismo y filosofÍa


4.2. Lo finito como momento
4.3. Idealidad e Infinito
4.4. Lo espiritual como infinito verdadero
4.5. La relación infinita
4.6. Idealidad y realidad. Materialismo y “sensibilidad”
4.7. Concepto de materia
4.8. Infinitud de la razón y conocimiento. La ideologÍa comotributo historicista
4.9. Anotaciones para una topologÍa de la cuestión general yprograma para su investigación
4.10. Finitud de la razón y conocimiento. El problema de la arti culación de la brecha intuición-
concepto con el corte ideologÍa-ciencia
4.11. Conclusiones

5 El asalto a la razón hegeliana. Feuerbach


5.1. Balance
5.2. El comienzo lógico
5.3. El comienzo fenomenológico
5.4 El materialismo frente al paradójico saldo de la crÍtica de Feuerbach

6 El asalto a la razón hegeliana.Schelling a partir de 1809

6.1. Recapitulación
6.2. La intervención de Schelling
6.3. Hegel como instaurador de un “nuevo wolffianismo”
6.4. Un desierto lógico sin oposición real. El nihilismo
6.5. Devenir lógico y devenir real
6.6. El tributo “wolffiano” de la definición hegeliana de realidad
6.7. La historia y el mal

7 Marx como Galileo de la historia


7.1. El materialismo como pereza del idealismo
7.2. La ignorancia como maestro epistemológico
7.3. Marx y Galileo
7.4. A propósito de un supuesto materialismo histórico 137
7.5. Antievolucionismo y ausencia de memoria en el continente historia
7.6. Marx, contra una teorÍa general del curso histórico
7.7. El álgebra del capital y las coordenadas metódicas que la hicieron posible
7.8. Conclusiones

8 FÍsica y teologÍa
8.1. Estado de la cuestión del materialismo y razones para volver la mirada hacia Kant 1982 AMENDED
DEFINITION
8.2. Ciencia de la Lógica y Dialéctica trascendental
8.2.1 Lógica general .
8.2.2. Lógica trascendental
8.2.3. La ilusión trascendental
8.2.4. Lo incondicionado
8.2.5. La teogonia como exigencia dialéctica de la teologÍa. La decisión hegeliana
8.2.6. El entendimiento como detentador de la facultad de conocer. La esterilidad de lo lógico,
8.3 FÍsica y teologÍa
8.4. El lugar del materialismo
8.5. Lo que ni siquiera es real
8.6. El sujeto del juicio y lo coyuntural
8.7. El instrumento, como distintivo de la investigación teórica materialista. El sistema cerrado y el
sujeto de la proposición cientÍfica
8.8. El laboratorio teórico de Marx
Apéndice: FÍsica y conocimiento

9 Dialéctica y sobredeterminación
9.1. Las posiciones de Althusser
9.2. Contradicción y sobredeterminación
9.3. Materialismo y dialéctica
9.4. El horizonte de la acumulación de circunstancias
9.5. El pasado y las ‘supervivencias” históricas

10 Contradicción y oposición real


10.1. Oposición real y oposición lógica
10.2. Dios y la oposición real
10.2.1. Kanty Hegel y el dogmatismo dásicoy
10.2.2. ArmonÍa preestablecida y dialéctica
10.2.3. La complejidad del acontecer fÍsico,
10.2.4. Espacio y unidad,
10.3. El Ideal de la razón: el teÍsmo y el espacio
10.4. Paréntesis sobre el teÍsmo y algunas consecuencias morales
10.5. Estética trascendental y argumento ontológico
10.6. Conclusiones

11 Esterilidad socrática y fertilidad de la ignorancia


11.1. Conocimiento y creación
11.1.1. El lugar de la razón
11.1.2. TeÍsmo y materialismo,
11.2. Lo lógico como pregunta
11.3. Materialismo, ignorancia y saber
11.4. La materialidad de la pretensión de absoluto: lo ideológico
11.5. El materialismo y los intentos de dinamizar el mundo inteligible
11.5.1. Hegely Aristóteles
11.5.2. La vida de Dios,
11.6. Idealismo, poesÍa y filosofÍa
11.6.1. Consistencia teórica y consistencia histórica,
11.6.2. Lo lógico como el mito verdadero,
11.7. La materialidad de lo lógico
11.7.1. El conocimiento como realidad material, 250.
11.7.2. Instrumento y abstracción. El *discurso del método” de 1857;

12 Academia y materialismo
12.1. Platón y la coyuntura académica
12.1.1 Los 'amigos de las ideas” y la función sensibilidad,
12.1.2. El Gran Empirismo del mundo inteligible,
12.1.3. El vaciado del mundo inteligible y la inefabilidad divina,
12.2. MonoteÍsmo e ignorancia Til
12.2.1. Primera vÍa (en atención a la cuestión histórica), Til.
12.2.2. Segunda vÍa (en atención a las exigencias de la razón),
12.2.3. Tercera vÍa (en atención a la constitución interna de lo epistemológico),
12.2.4. La razón como obstáculo epistemológico,
12.3 La estructura de “teodicea” del no-desarrollo cientÍfico
12.3.1. El saber en la encrucijada de dos posibilidades matemáticas,
12.3.2. El problema del conocimiento como Último efecto de la teologÍa negativa y la ignorancia
racional,
12.4. “Sócrates” como tÍtulo del materialismo

13 Materialismo e Historia
13.1. Tránsito a la cuestión de los efectos de la ignorancia racional en las ciencias humanas
13.2. Materialismo y ciencias humanas
13.3. Sociedad moderna y oposición real
13.3.1. Materialismo y razan práctica,
13.3.2. La sociedad moderna y su conciencia desdichada,
13.3.3. Sobre el edificio trascendental de la sociedad moderna,
13.3.4. Algunas conclusiones e incertidumbres,
BibliografÍa
Agradecimientos
Es imprescindible advertir que, en la resolución de la pregunta a la que he intentado responder, la
obra de Felipe Martínez Marzoa ha intervenido como una pieza fundamental cuya trascendencia
sólo puede sopesarse en el curso de la lectura de este libro. Lo mismo tengo que decir de la forma
en que, en todas las referencias a Kant, he tomado prestados muchos argumentos decisivos
expuestos por M.a José Callejo en el seminario que desde hace años imparte en la Universidad
Complutense de Madrid. Agradezco también a Juan Manuel Navarro Cordón que me propusiera y
me inspirara la idea de este libro. A Santiago Alba, todos sus consejos y su apoyo. No puedo dejar
de expresar mi agradecimiento a los alumnos de quinto del curso 1996‐1997 que tuvieron la
paciencia de atender a la constitución de su desarrollo teórico, permitiéndome contrastar la
pertinencia de mi hilo conductor. En especial, tengo que reseñar la colaboración de Cora Rodríguez
Sáenz de la Calzada, en lo referente a la obra de Schelling, y de Ana Isabel Hernández Naranjo,
respecto a Hegel y a Aristóteles.
1
La ilusión hegeliana
y el materialismo

No se convence con facilidad al pueblo alemán; pero una vez que se ha lanzado por un
camino, lo seguirá hasta el fin con la más terca constancia: lo que fuimos en los asuntos
religiosos, lo fuimos en filosofía. ¿Avanzaremos en política con tanta perseverancia?

E. Heine
1.1. Marx y el materialismo
El 14 de enero de 1858, Marx escribe a Engels que, ʺwith an immense deal of tabaccoʺ [con una
enorme cantidad de tabaco], ha hecho en esos días ʺmagníficos hallazgosʺ.

Por ejemplo, he captado en el aire toda la teoría de la ganancia tal como existía hasta ahora. En el
método de la elaboración del tema, hay algo que me ha prestado un gran servicio: by mere accident
había vuelto a hojear la Lógica de Hegel. (Freiligrath ha encontrado algunos libros de Hegel que
habían pertenecido antes a Bakunin y me los ha enviado como regalo.) Si alguna vez vuelvo a tener
tiempo para este tipo de trabajo, me proporcionaré el gran placer de hacer accesible, en dos o tres
pliegos impresos, a los hombres con sentido común, el fondo racional del método que Hegel ha
descubierto y al mismo tiempo mistificado.

Es sabido que, por lo visto, Marx nunca tuvo tiempo de escribir esos ʺdos o tres pliegosʺ que
presumiblemente se habrían convertido en el Manifiesto del materialismo, ahorrando así tantos
quebraderos de cabeza a la historia de la filosofía. Por el contrario, algunas cosas llaman la
atención en esta carta. Cuan‐ do Marx habla de ʺmagníficos hallazgosʺ se refiere a cosas tales como
la teoría de la ganancia. ʺPor pura casualidadʺ ha leído esos días a Hegel, lo que parece haberle
prestado un gran servicio, que él está dispuesto a agradecer nada menos que con unas pocas
páginas impresas.
La tradición marxista consideró a Marx el fundador del materialismo dialéctico y del materialismo
histórico. Las historias de la filosofía al uso lo consideran en todo caso el filósofo materialista por
antonomasia. Como meros estudiosos de su obra, sin embargo, tiene que resultarnos chocante
que Marx haya fundado algo sobre lo que nunca tuvo tiempo de escribir. Y lo que es más grave
aún: algo que él pretendía dar por resuelto en dos o tres pliegos. Nada, en la historia de la filosofía,
se funda en dos o tres pliegos. Mientras tanto, allá donde observamos a Marx estudiando, leyendo
y escribiendo, interesado en lo que le interesaba, lo encontramos siempre –y cada vez más según
va madurando su pensamiento, a partir de 1850– trabajando en, tal y como dice en el Prefacio
(1859), ʺsus estudios económicosʺ –estudios que habían sido iniciados ya en Miseria de la filosofía
(1847) contra Proudhon y en una serie de conferencias publicadas bajo el título de Trabajo
asalariado y que se habían visto interrumpidos en la fecha crucial de 1848.
Aparte de estas páginas que nunca existieron, la batería de textos de Marx a los que suele
recurrirse para fundamentar su revolucionario e insólito, hasta el momento, ʺmaterialismoʺ
sorprende por lo repetitiva y escuálida. Fundamentalmente, se trata de apenas dos páginas (no
publicadas) de la Introducción a los Grundisse (1857) y un pequeño texto de una página, comentado
hasta el agotamiento por la tradición, contenido en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la
Economía política (1859), que pasa por ser el acta fundacional del materialismo histórico. La cosa
empeora si se pretende encontrar en las mil veces repetidas Tesis sobre Feuerbach–un puñado de
frases escritas en 1845 y jamás publicadas por el autor– algún principio teórico capaz de hacer
tambalear el bien asentado monumento del idealismo hegeliano. Con semejantes textos uno
puede muy bien imaginarse a Hegel, pero no comprender nada de él. Y puede imaginarse que el
materialismo consiste en escapar a la trampa idealista así imaginada, pero, al fin y al cabo, no se ha
hecho, de un lado a otro, sino imaginar. Por este camino, cualquier principiante en la historia de la
filosofía podría mostrar su sorpresa ante la inmensa dificultad que supone ser idealista –Fichte,
Schelling, Hegel, no son autores que se lean en pocos meses ni en pocos años–, comparada con la
facilidad asombrosa con la que uno se vuelve materialista en dos o tres pliegos. Es más, algo debía
de andar muy mal en esta forma de plantear las cosas cuando Bakunin puede, finalmente, resumir
todo el problema en una línea:
¿Quiénes tienen razón, los idealistas o los materialistas? Una vez planteada así la cuestión, vacilar
se hace imposible. Sin duda alguna los idealistas se engañan y sólo los materialistas tienen razón.
Sí, los hechos están antes que las ideas (1871: /33).
Aún sorprende más el hecho de que, siendo el idealismo tan difícil y el materialismo tan de sentido
común, en la historia del materialismo no se haya cesado nunca de acusar de idealismo no sólo a
los enemigos, sino a los colaboradores más cercanos, y eso sin mencionar ciertas autocríticas
demoledoras, generando un campo de batalla de ʺenemigos internosʺ sólo superado por la purga
política permanente que caracterizó a las internacionales comunistas. Sucede así, más bien, como
si desde la inmensa dificultad de los textos del idealismo histórico hubiera un vicio irresistible que
tomara la palabra espontáneamente en cuanto el materialismo ha bajado la guardia en el más
mínimo parpadeo.
Estas cuestiones y perplejidades no se plantean hoy por primera vez. Al contrario, fueron el objeto
de un laborioso debate interminable en las décadas de los sesenta y setenta, fundamentalmente a
partir de la publicación del seminario Lire le Capital (1965b) (traducido al español bajo el título Para
leer El capital), en el que participaron Louis Althusser, Etienne Balibar, Jacques Rancière, Pierre
Macherey y Roger Establet. Los artículos de Althusser recogidos en Pour Marx (1965a) (en español:
La revolución teórica de Marx) contribuyeron también a dar un vuelco a la cuestión. En adelante el
lema de ʺleer El capitalʺ se convirtió en el imperativo imprescindible de la tradición mar‐ xista y,
para sorpresa de muchos, se hizo patente lo poco que, en efecto, se había leído la obra
fundamental de Marx –y en todo caso, lo muy mal que se había hecho.
Ya casi a finales de siglo, el hilo conductor de todas estas polémicas comienza a ser cada vez más
inaccesible. La razón es que el contexto histórico en el que se desenvolvieron ha desaparecido casi
por completo; se inscribían en una coyuntura política ‐en ocasiones muy militante y no pocas veces
sometidas a una vigilancia dogmática asfixiante‐ y nadie puede dudar ya de que la tradición
marxista, que tantas energías intelectuales movilizara de un lado a otro del planeta, hoy día se ha
desmoronado como proyecto político. Algunos de los autores que más contribuyeron a desenredar
los nudos gordianos de los textos de Marxel propio Althusser, pero también, por ejemplo, Jean Paul
Sartre– han caído en un desprestigio editorial e intelectual, sin duda muy injusto, pero que
inevitablemente contribuirá a mantener olvidados sus trabajos al respecto todavía durante un
cierto tiempo. Y mientras tanto, los textos de Marx no se han hecho más fáciles de comprender
como por milagro y siguen sujetos a los mismos malentendidos.
Con todo, algunas cosas quedaron claras. Se consideró decidido que si Marx había sido materialista
lo había sido por razones muy distintas de las que se habían pensado. Ahora bien, el propio
concepto de materialismo comenzaba entonces a convertirse en un misterio que todavía
permanece sin aclarar. Por otra parte, quedó demostrado que Marx no fundó nada semejante a un
materialismo dialéctico. Es muy dudoso que fundara una concepción materialista de la historia. En
todo caso, es todavía más dudoso que tenga sentido hablar de una ʺdialéctica materialistaʺ. El
esquema superestructura‐infraestructura, convertido en la piedra angular del materialismo
marxista, es una mala traducción de una metáfora alemana que Marx utiliza en un texto marginal,
en el que Überbau nombra más bien la construcción o el edificio que se levanta sobre los cimientos,
nombrados ahí como Grundlage; y como bien señaló Godelier (1984: 16/24), advirtiendo sobre la
concepción de lo supe‐ restructural como una realidad empobrecida y periférica, ʺse vive en la casa
y no en los cimientosʺ, por lo que otra traducción de Marx habría podido muy bien dar al traste con
el sentido del nervio fundamental del supuesto ʺmaterialismo históricoʺ.
Y sin embargo, es preciso seguir afirmando –y éste pretende ser el motivo de este libro– que, pese
a todas estas rectificaciones históricas en la interpretación de su obra, Marx sí fue materialista, y
además de un modo que el siglo XX ha tenido muchas dificultades para asumir.
1.2. La intervención materialista en el universo hegeliano
Lo importante es, pues, saber qué podemos entender por materialismo, y en qué sentido Marx se
autodenomina constantemente –y nunca dejó de hacerlo– ʺmaterialistaʺ. Para ello es fundamental,
en primer lugar, reparar en el universo teórico en el que Marx estudió y sobre el que volcó todo su
trabajo, bien para aceptarlo, bien para criticarlo. Al respecto, él mismo nos dice, en La ideología
alemana (1845: 13/16‐17, SN):

La crítica alemana no ha abandonado el terreno de la filosofía, aun en sus esfuerzos más recientes.
Lejos de investigar sus supuestos filosóficos generales, todos sus problemas se han desarrollado en
el terreno de un sistema determinado: el sistema hegeliano. No es solamente en sus respuestas, sino
en los problemas mismos donde se encuentra una mixtificación.

Sobre la inserción de Marx en este universo de la ideología alemana, Althusser (1965a: 61/51)
señalaba con justeza:

Marx no escogió nacer al pensamiento y pensar en el mundo ideológico que la historia alemana
había concentrado en la enseñanza de las universidades. En este mundo creció, en él aprendió a
moverse y a vivir, con él tuvo que ʺexplicarseʺ, de él se liberará.

Si es precisa esta referencia al contexto es porque, en efecto, hay que reconocer que el sigloXX no
ha logrado pensar con claridad nada específico bajo el romo título de ʺmaterialismoʺ, ni mostrar
una oportunidad de semejante término que no pudiera ser mejor nombrada por otras
denominaciones más exactas e incluso, se podría decir, menos ingenuas. Se entiende mejor, por
ejemplo, lo que es el positivismo que lo que habría de ser el materialismo. El término en cuestión
fue reivindicado militantemente por la tradición socialista bajo los rótulos de materialismo histórico
y de materialismo dialéctico, y fuera de allí hubo pocos intentos competentes de defender su
interés filosófico específico.
Con todo y con ello, incluso cuando la tradición marxista perdía ya el enorme peso teórico que
indudablemente tuvo en la historia de la filosofía de nuestro siglo, siguió reconociéndose que el
término en cuestión tenía necesariamente que apuntar a una toma de postura inequívoca en
alguna cuestión crucial. Y así se sigue pensando hoy día en muchos círculos. La pista sobre dónde
ha de buscarse la problemática base en la que el término materialismo sigue siendo una cuenta
pendiente, sin embargo, no es posible buscarla más que en el sentido apuntado por el texto de
Marx que acaba de citarse. La especificidad que de derecho corresponde al título de materialismo
ha de ser rastreada en el camino seguido por Marx frente a un contexto histórico inequívocamente
hegeliano. Así pues, por el momento y mientras no se aporte algún contenido positivo convincente,
ser ʺmaterialistaʺ sólo puede significar no ser idealista. Y además, por el tipo mismo de cuestiones
que suelen interesar a los materialistas, idealista es algo que sólo tiene que ver con el universo
próximo de Hegel. Kant, por ejemplo, no fue idealista: insistió siempre en que había que ser
idealista trascendental, precisamente para poder ser realista empírico –que al fin y al cabo es lo
único que interesa a los que suelen rasgarse las vestiduras ante cualquier sospecha de idealismo.
Si por materialismo hemos de entender algo todavía, ha de tratarse de algo así como del esfuerzo
ininterrumpido –que todavía no nos ha abandonado– de pensar fuera del universo hegeliano. Todo
el siglo XX ha estado convencido de haber puesto un pie fuera de Hegel. Pero también mil veces ha
descubierto desalentado que, como en una célebre ocasión apuntó Foucault, siempre que
creíamos habernos separado definitivamente de Hegel, éste nos estaba esperando a la vuelta de la
esquina.
Pero lo que termina de hacer más difícil el problema es que Marx parece interesarse muy poco por
tematizar sus supuestos éxitos respecto a este proyecto antihegeliano, de modo que, en efecto, ha
prestado muy poca atención a los puntos clave en los que suele resumirse su aportación
fundamental. De hecho, da la impresión, incluso, de que la mayor parte de su vida, y sobre todo a
partir de un cierto momento, Marx se desentendió casi por completo del empeño por ser
ʺmaterialistaʺ, comprometiendo todos sus esfuerzos en el proyecto de sacar a la luz ʺla ley
fundamental de la sociedad modernaʺ (Kap, II.5: 13‐14/vol. 1: 8). Lo que pueda significar eso de
ʺmaterialismoʺ, por tanto, tendrá que ser investigado en relación a este interés de Marx y, en todo
caso, en contraposición a otro posible tratamiento del problema ligado a la especulación hegeliana.
1.3. Alemania y la revolución. La izquierda hegeliana
Así pues, en 1845 –año en el que puede cifrarse el verdadero arranque del trabajo que le
mantendrá en adelante ocupado– Marx se declara ʺmaterialistaʺ frente a un determinado universo
intelectual alemán en el cual, según sus propias palabras, el Espíritu absoluto hegeliano ha
comenzado a entrar en proceso de putrefacción. La ideología alemana (1845: 11/15) comienza
levantando acta de este ʺinteresante acontecimientoʺ:

Según anuncian los ideólogos alemanes, Alemania ha pasado en estos últimos años por una
revolución sin igual. El proceso de descomposición del sistema hegeliano, que comenzó con Strauss [
Vida de Jesús, 1835], se ha desarrollado hasta convertirse en una fermentación universal, que ha
arrastrado consigo a todas las ʺpotencias del pasadoʺ. En medio del caos general, han surgido
poderosos reinos, para derrumbarse de nuevo enseguida, han brillado momentáneamente héroes,
sepultados nuevamente en las tinieblas por otros rivales más audaces y más poderosos. Fue ésta
una revolución jun junto a la cual la francesa es un juego de chicos, una lucha ecuménica al lado de
la cual palidecen y resultan ridiculas las luchas de los diadocos. Los principios se desplazaban, los
héroes del pensamiento se derribaban los unos a los otros con inaudita celeridad, y en los tres
años que transcurrieron de 1842 a 1845 se removió el suelo de Alemania más que antes en tres
siglos.

Y todo esto ocurrió, al parecer, en los dominios del pensamiento puro.

Lo que Marx desprecia aquí con corrosiva ironía es el mundo de la llamada izquierda hegeliana, en
el que por una parte los filósofos y por otra parte los socialistas alemanes creen haber sacudido los
cimientos del planeta al revolverse contra el sistema hegeliano.
Para comprender el significado de semejante ʺrevoluciónʺ hace falta representarse de algún modo
la idiosincrasia propia de lo alemán del siglo XIX. Y en este negocio, una de las lecturas más
rentables que pueden recomendarse es la obra de Enrique Heine Zur Geschiste der Religión und
Philosophie in Deutschland (1834). Esta obra – de la que se hizo una edición francesa con el título de
Alemania (1835)– tiene como objetivo ʺpresentar Alemania a los francesesʺ. No parece suficiente
señalar lo mucho que Heine, y en concreto este texto, pudo influir en Marx y en Engels; hay que
decir más bien lo mucho que les debió de gustar este retrato de Alemania, a razón de cómo han
imitado el estilo de su ironía, a veces citándole y a veces sin hacerlo. Engels, en 1886, reconoce sin
ambages este mérito del genial poeta: ʺLo que no alcanzaron a ver ni los gobiernos, ni los liberales,
lo vio ya en 1833, por lo menos, un hombre; cierto es que este hombre se llamaba Enrique Heineʺ
(1886, II: 330/12).
El hecho fundamental que Heine considera como lo propiamente alemán frente a lo propiamente
francés es el siguiente: los franceses han hecho una revolución, han guillotinado muchas cabezas a
su antojo y luego han pretendido –ya sin cabeza– pensar lo que habían hecho. Los alemanes –un
ʺpueblo metódicoʺ– han decidido pensar la revolución antes de hacerla. La verdad es que ʺla
Alemania de comienzos del siglo XIX, salida del gigantesco trastorno provocado por la Revolución
francesa y las guerras napoleónicas, se encuentra profundamente marcada por una impotencia
histórica para realizar a la vez su unidad nacional y su revolución burguesaʺ (Althusser, L., 1965a:
72/61). El subdesarrollo histórico de Alemania, incapaz de convertirse en un Estado‐Nación, ha ido
acompañado, como tantas veces se ha repetido siguiendo a Marx, de un sobredesarrollo ideológico
inusitado. Mientras los franceses hacían, los alemanes pensaban. Y de este modo, lo que para los
ingleses y franceses es la historia misma, para los alemanes ha sido la historia de la filosofía.
Ingleses y franceses viven y actúan en la historia. Los alemanes, marginados de la historia, viven y
actúan en el mundo de las ideas, de la filosofía. Sobre cuál de las dos vidas ha de contener mayor
grandeza es algo sobre lo que la ironía común de Heine y Marx tiene pocas discrepancias. Para
Marx el sobredesarrollo ideológico alemán no sólo es consecuencia de un subdesarrollo histórico,
sino que lo traduce en forma ilusoria e invertida, imprimiendo a lo teórico alemán una deficiencia
congénita que mistifica cualquier cuestión y cualquier respuesta planteada sobre la historia. Con
esta deficiencia, se puede decir, Hegel ha construido un sistema, y en este sentido, una gigantesca
mistificación. La izquierda hegeliana, por su parte, ha destruido el sistema, pero no la mistificación
misma, con lo que la ilusión hegeliana jamás ha mostrado una cara tan miserable, tan impotente,
tan descarnadamente ʺalemanaʺ.
Heine, que en lo esencial ha diagnosticado la cuestión alemana del mismo modo, prefiere, en
cambio, insistir más en lo que de inquietante tiene la situación que en lo que tiene de ʺmiserableʺ.
Su texto adquiere por momentos tintes proféticos que la historia ha confirmado de forma
estremecedora:
Cuando oigáis la gritería y el tumulto, tened cuidado, queridos vecinos de Francia, y no os mezcléis
en lo que hagamos en nuestra casa de Alemania; os podrían sobrevenir daños. Libraos de soplar al
fuego, libraos de apagarlo, porque fácilmente podríais quemaros los dedos. No os riáis de estos
consejos, aunque procedan de un soñador que os invita a que desconfiéis de los kantianos, de los
fichteanos, de los filósofos de la naturaleza; no os riáis del fantástico poeta que espera en el mundo
de los hechos la misma revolución que se ha realizado en el terreno del espíritu. El trueno en
Alemania es verdaderamente alemán también: no es muy rápido y viene rodando con lentitud;
pero vendrá, y cuando oigáis un estampido como jamás se haya escuchado en la historia del
mundo, sabed que el trueno alemán ha estallado al fin. [...] En Alemania se ejecutará un drama a
cuyo lado no será más que un inocente idilio el de la Revolución francesa. [...] Entre las alegres
divinidades que se regalan con néctar y ambrosía, veis una diosa que, en medio de estos dulces
recreos, lleva, no obstante, constantemente una coraza, la lanza en la mano y el casco sobre la
cabeza. Es la diosa de la sabiduría (1834, III: 640‐641/115).

Desde los acontecimientos de este siglo, estas palabras de Heine escritas en 1834 pueden ser
leídas en varios sentidos que dan escalofríos. Pero en 1845, en el momento en que Marx y Engels
escriben La ideología alemana, aquella revolución alemana a cuyo lado la Revolución francesa
quedaría como un inocente idilio pretendía ya tener sus protagonistas en las filas de los jóvenes
hegelianos y los socialistas humanistas. Y es sobre esta revolución eidética, acontecida entre 1842 y
1845, sobre la que Marx descarga todo su desprecio. Porque la revolución en cuestión no ha
conmovido más que ʺlos dominios del pensamiento puroʺ y ni siquiera ahí es posible descubrir más
que una monumental estafa. Obligados siempre a reflexionar ʺsobre lo que los otros han hechoʺ,
los pensadores alemanes han confundido las tragedias del pueblo francés y el inglés con su
propios agobios de intelectuales provincianos, condensados, en particular, en la religión (cfr.
Althusser, 1965a: 72 y ss./6l y ss.). Sometidos a un universo religioso asfixiante, han contemplado
Francia e Inglaterra como los reinos de la Razón y, así, han candorosamente imaginado que su
propia revolución tendría que consistir en un triunfo teórico de la Razón sobre las ideas religiosas.
Es lógico, pues, que la izquierda hegeliana surgiera fundamentalmente de las entrañas del sistema
de Hegel, a raíz de la cuestión de cómo debería ser interpretada la superación o conservación (la
Aufhebung) de la religión por la filosofía. Como señaló Althusser (1965a: 78/66), el itinerario de
Marx y Engels ha sido, en cambio, muy diferente: ʺLo que Marx descubrió en Francia fue la clase
obrera organizada, y Engels, en Inglaterra, el capitalismo desarrollado y una lucha de clases que
seguía sus propias leyes, prescindiendo de la filosofía y de los filósofos”. Es decir, ambos descubrieron
que no sólo no podían esperar de la Razón una revolución en Alemania, sino que ésta no era
tampoco sino el mito con el que se vestía la realidad burguesa de Francia e Inglaterra.
1.4. Feuerbach y la conmoción materialista de 1841
En 1841 Feuerbach publicó La esencia del cristianismo, libro que fue acogido entre los jóvenes
hegelianos de izquierda con jubiloso entusiasmo. ʺAl punto –nos cuenta Engels (1886, II: 337/23)–
todos nos convertimos en feuerbachianos.ʺ Los filósofos alemanes encontraron en él el asalto
definitivo contra el sistema hegeliano y el triunfo sin precedente del materialismo. Los socialistas y
humanistas –tan duramente criticados después por Marx– descubrieron una nueva vía al
ʺverdadero socialismoʺ –bien distinta sin duda a la defendida por los partidos obreros franceses–
basada no en ʺla emancipación del proletariado mediante la transformación económica de la
producciónʺ, sino en ʺla liberación de la humanidad por medio del amor” (Engels, F., 1886, II:
337/24). Feuerbach había descubierto en la antropología el secreto de toda teología, de modo que
podía demostrarse que el hombre no adoraba en su Dios más que todo aquello que constituía su
propia infinitud, que él contemplaba como ajena y como si se le enfrentara desde las alturas
celestiales. La reapropiación de lo que el hombre había enajenado de sí mismo anunciaba, pues, un
reino terrenal que vendría a sustituir al reino de Dios. Mediante resúmenes semejantes de su
filosofía, Feuerbach fue leído por la tradición marxista y lo sigue siendo en distintos círculos, como
un crítico demoledor del sistema hegeliano; a este nivel, no deja entonces de resultar sorprendente
que muchos textos del joven Hegel puedan, sin embargo, pasar muy bien por textos de Feuerbach,
o al menos como formas muy eficaces de condensar su poderosa crítica a la filosofía especulativa.
Así, por ejemplo, no sería difícil, en un breve ejercicio de esquizofrenia teórica, comentar la crítica
de Feuerbach a Hegel con estos textos escritos por este último entre 1794 y 1796:

Aparte de algunos intentos anteriores, es a nuestra época a la que ha sido reservada la tarea de
reivindicar, por lo menos en teoría, como propiedad del hombre todos los tesoros que fueron
expoliados en provecho del cielo y así malgastados; pero ¿qué época tendrá la fuerza de hacer
valer este derecho de propiedad y ponerse realmente en posesión de las mismas? (1796,I:
209/155).

Hemos puesto fuera de nosotros en el individuo extraño (Dios) todo lo que de bello y de elevado
hay en la naturaleza humana. Únicamente nos hemos quedado con todas las vilezas de que
aquella naturaleza es capaz. Llenos de gozo, reconocemos de nuevo en ella nuestra propia obra.
De nuevo nos la apropiamos y con esto aprendemos a estimarnos. Antes considerábamos como
nuestro algo que no podía ser más que objeto de desprecio (1794‐5:71/40).

Entre paréntesis, puede dar una idea de la dificultad de medir la verdadera coyuntura teórica en
torno al universo hegeliano si continuamos este ejercicio de esquizofrenia comentarista
recordando el momento en que Althusser demostró, ante los ojos atónitos de la tradición marxista,
que los dos textos de Marx a los que recurría Togliatti para señalar su ruptura definitiva con
Feuerbach eran, en realidad, citas de este último que Marx había copiado sin dar la referencia.
Pero aquí no interesa tanto hacer justicia a las relaciones entre la filosofía de Feuerbach y la de
Hegel como hacerse cargo de lo que la intelectualidad alemana de 1841 entendió en ella:

Esta obra pulverizó de golpe la contradicción, restaurando de nuevo en el trono, sin más ambages,
al materialismo. La naturaleza existe independientemente de toda filosofía; es la base sobre la que
crecieron y se desarrollaron los hombres, que son también de suyo productos naturales; fuera de la
naturaleza y de los hombres, no existe nada, y los seres superiores que nuestra imaginación
religiosa ha forjado no son más que otros tantos reflejos fantásticos de nuestro propio ser. El
maleficio quedaba roto; el ʺsistemaʺ saltaba hecho añicos y se la daba de lado. [...] Sólo habiendo
vivido la acción liberadora de este libro, podría uno formarse una idea de ello (Engels, 1886, II:
337/23).

El propio Marx saludó con entusiasmo la nueva idea de Feuerbach, al que trata todavía con el
mayor respeto en La sagrada familia (1844‐1845). Pero entre 1841 y 1845 la izquierda hegeliana y
los profetas del ʺverdadero socialismoʺ, exaltados con nuevas fuerzas por el impulso
feuerbachiano, van a incurrir en la doble insensatez de pretender haber enterrado a Hegel y, lo que
es peor, de pretender haber cumplido con ello no se sabe qué revolución propiamente alemana,
por lo que Marx romperá cargado de ira y de desprecio con semejante movimiento. Sus
demoledoras críticas se dirigirán contra los dos fundamentales portavoces del hegelianismo de
izquierda: Bruno Bauer y Max Stirner. Y también contra los teóricos feuerbachianos del nuevo
socialismo alemán.
Es preciso, sin embargo, constatar –como una cuestión pendiente que este libro tendrá que
resolver– que la crítica de Marx no se dirige tan sólo contra determinados autores alemanes del
momento, sino contra una ilusión general en la que el pensamiento alemán había sucumbido desde
mucho tiempo atrás. Una ʺilusión hegelianaʺ, consumada, en efecto, en primer lugar por el propio
Hegel, pero que arrancaba, en realidad, de un problema más profundo: de la forma en la que
Alemania se había visto obligada a contemplar la Revolución francesa y de la forma en la que en
general había entendido la filosofía de la Ilustración. Al respecto, en uno de los artículos de los
Anales renanos puede leerse lo siguiente:

Tal parece como si los franceses no entendiesen a sus propios genios. Acude en su ayuda en este
punto la ciencia alemana, que en el socialismo –suponiendo que pueda hablarse de gradaciones en
materia de razón–, traza el orden más racional de la sociedad (citado por Marx, 1845: 554/549).

Así pues, los alemanes habían saludado en sus filósofos la verdadera explicación de lo que los
franceses habían hecho. Y este quehacer teórico alemán se presentaba a sus ojos como una
revolución monumental, ante la que –como ya se ha visto– la Revolución francesa misma aparecía
como un ʺinocente idilioʺ. Ningún texto puede resumir mejor esta mentalidad que la obra de Heine
ya citada:

Suele decirse que los espíritus de la noche se espantan cuando ven la cuchilla de un verdugo. ¡Cuál
no será su terror cuando se presenta la Crítica de la razón pura de Kant! Este libro fue el hacha que
mató en Alemania al Dios de los deístas. Sin duda vosotros los franceses habéis sido benignos y
moderados en comparación con nosotros los alemanes: no habéis podido matar sino a un rey, y
aun para ello necesitasteis armar estruendo, vociferar y trepidar hasta conmover el globo. En
realidad, se hace demasiado honor a Robespierre comparándolo con Kant. Maximiliano
Robespierre, el gran pazguato de la calle Saint‐ Honoré, tenía, sin duda, sus accesos de destrucción
cuando se trataba de la monarquía, y se agitaba con bastante furia en su epilepsia regicida; pero en
cuanto se trataba del Ser Supremo, limpiábase la espuma que blanqueaba su boca, lavábase las
manos ensangrentadas, sacaba del ropero su frac azul de los domingos, con hermosos botones de
vidrio y sobre el amplio chaleco se ponía un ramo de flores (1834, III: 594/75).

Los franceses han guillotinado a un rey. Pero los alemanes han matado a Dios. ʺSi los burgueses de
Koenigsberg hubieran presentido todo el alcance de ese pensamiento, habrían experimentado
delante de él [de Kant, el inofensivo y apacible ʹhombre del relojʹ] un estremecimiento mucho más
espantoso que ante la vista de un verdugo que no mata más que a hombresʺ (ibídem). Sin
embargo, la peculiar ironía con la que Heine presenta estos singulares acontecimientos a los
franceses no deja de recordarnos el doble filo de semejante hazaña. Para matar a un rey de carne y
hueso los franceses han hecho temblar al mundo entero. Para matar a un Dios sólo ha sido
necesario escribir unos cientos de pliegos. La primera empresa ha sido una revolución real, la
segunda una revolución teórica. Porque, de hecho, el Dios que ha muerto en la guillotina de la
filosofía no es ni siquiera el Dios de las religiones, sino el ʺDios de los deístasʺ, ese ʺDios de los
filósofosʺ que ya había obligado a Pascal a exclamar ʺ¡Ay, de los filósofos, que tienen a Dios sin
Jesucristo!ʺ. El hecho es que la supuesta revolución alemana ni siquiera tiene la potencia de volver
ateo al pueblo alemán. Si la filosofía ha descubierto en Dios un mero sueño de la razón, es preciso
concluir de ello que esa pretendida conmoción sólo se ha debatido con un sueño, y que en realidad
ella misma ha sido solamente un sueño. Y en efecto, es lo que nos viene a decir Heine en estos
versos oportunamente citados por Marx (1845: 569/565):
La tierra pertenece a los franceses y a los rusos,
El mar pertenece a los británicos,
Pero a nosotros nadie nos disputa
La primacía en el reino etéreo de los sueños.
Aquí sí tenemos nosotros la hegemonía,
Aquí sí somos nosotros dueños soberanos;
Los otros pueblos se han desarrollado
Sobre la tierra firme, nosotros en el aire.
(Enrique Heine: Alemania. Cuento de invierno.)
Este ʺreino etéreo de los sueñosʺ, continúa Marx, es ʺel reino de la esencia del hombreʹ, que los
alemanes oponen a los demás pueblos con imponente orgullo, como la meta y la consumación de
toda la historia universalʺ. Mientras el burgués inglés y el francés, trabajando la historia a su modo,
se lamentan por la falta de mercados, las crisis económicas, los pánicos bursátiles y las coyunturas
políticas del momento, el intelectual alemán –ʺque por lo demás no tiene otra cosa que llevar al
mercado que su propio pellejoʺ– vive agobiado por la dictadura que sobre él ejercen las Ideas
religiosas y se empeña en la empresa aparentemente más osada: preparar el advenimiento del
reino del hombre en la tierra, una vez que todos los dioses han huido exorcizados por la guillotina
kantiana.

Toda esta concepción de la historia, unida a su disolución y a los escrúpulos y reparos nacidos de
ella, es una incumbencia puramente nacional de los alemanes y sólo tiene un interés local para
Alemania, como por ejemplo la importante cuestión, repetidas veces planteada en estos últimos
tiempos, de cómo puede llegarse, en rigor, ʺdel reino de Dios al reino del hombreʺ, como si este
ʺreino de Diosʺ hubiera existido nunca más que en la imaginación y los eruditos señores no
hubieran vivido siempre, sin saberlo, en el ʺreino del hombreʺ, hacia el que ahora buscan los
caminos, y como si el entretenimiento teórico, pues no otra cosa es, de explicar lo que hay de
curioso en estas formaciones teóricas perdidas en las nubes no residiese cabalmente, por el
contrario, en demostrar cómo nacen de las relaciones reales sobre la tierra (Marx, 1845: 49/43).

Son esta la clase de problemáticas teóricamente enfermas de las que Marx se despega
radicalmente en La ideología alemana. Y la enfermedad en cuestión proviene de Hegel y de la
ʺfilosofía clásica alemanaʺ, de la cual Feuerbach no habría sido sino el ʺprisionero rebeldeʺ. Pero
nunca los síntomas habían resultado tan llamativamente fatuos y estériles como entre los filósofos
de la izquierda hegeliana. ʺExtraviados en su mundo hegeliano de las ideas, los filósofos alemanes
protestan contra el dominio ejercido por los pensamientos, ideas, representaciones, que hasta el
presente, según su opinión, esto es, según la ilusión de Hegel, han producido, determinado y
regido el mundo realʺ (ibíd., /676). Y es así como el minucioso rigor del sistema hegeliano y la
seriedad de los planteamientos de Feuerbach se ven sustituidos –según la expresión que Marx
refiere a Max Stirner–por una ʺlucha contra molinos de vientoʺ.
El problema general de los hegelianos de izquierda es que creen enfrentarse a Hegel e incluso
demoler su sistema de forma radical, cuando en realidad están presos de un presupuesto que sólo
funciona en el interior de la filosofía de Hegel. Un presupuesto, por otra parte, que en este interior
funciona, además, de forma muy distinta a como ellos pretenden, de modo que al aislarlo del
conjunto del sistema hegeliano pierde toda su profundidad y razón de ser y se muestra como una
banalidad contra la que siempre es demasiado fácil protestar envalentonado. En suma, la izquierda
hegeliana, hasta su último producto contestatario, Max Stirner, comparte la creencia ʺalemanaʺ de
que el pensamiento –entendido fundamentalmente como religión– rige el desenvolvimiento de lo
histórico. Esta tesis es, en efecto, estrictamente hegeliana, aunque – como se verá más adelante–
en Hegel opera de una forma mucho más seria y poderosa que en sus críticos de izquierda. Al
levantarse contra este supuesto imperio de las ideas los críticos hegelianos aceptan, de este modo,
el presupuesto hegeliano fundamental y es por eso, precisamente, por lo que pueden generar la
ilusión de que al combatir determinadas ideas no sólo están polemizando con un filósofo llamado
Hegel, sino que, mucho más radicalmente, están cambiando el mundo, revolucionando el curso de
la historia. Frente a este juego de manos, Marx se limitará a desenredar el malentendido,
mostrando que los filósofos alemanes en cuestión, por una parte, no revolucionan sino su propio
mundo de ilusiones y fantasmagorías, y por otra parte, que respecto a ʺsu polémica contra Hegel y
su encarnizada crítica de los unos con los otros se han limitado a destacar un aspecto u otro del
sistema hegeliano, tratando de enfrentarlo, a la par contra el sistema en su conjunto y contra los
aspectos destacados por los demásʺ (Marx, 1845: 13/17).
Quizá convenga advertir que, al leer La ideología alemana y en general toda la obra posterior de
Marx – especialmente el Libro I de El capital– conviene no perder de vista el doble papel que suele
protagonizar Hegel en estos textos. Por razones que se irán haciendo patentes a lo largo de estas
páginas, Marx trata siempre a Hegel como a un gran pensador al que parece deber algún
descubrimiento fundamental. En qué pueda consistir este descubrimiento es una cuestión en la
que la tradición marxista jamás llegó a conclusiones definitivas. Lo que sí es seguro es que el
empeño de Marx por defender a Hegel de lo que él consideraba un ejército de pigmeos alemanes
que habían pretendido superarle iba a causar innumerables malentendidos en la literatura
marxista sobre un supuesto hegelianismo ʺmaterialistaʺ de la obra marxiana, pues lo cierto es que
Marx jamás trata a Hegel –y tampoco a Feuerbach– con ninguna sombra del desprecio infinito con
el que nos habla de los neohegelianos de izquierda.
Ahora bien, ello no debe hacernos olvidar en ningún momento que la enfermedad que Marx
diagnostica en general en todo el universo ideológico alemán, y que denuncia con tanta
vehemencia en los textos de Bruno Bauer y de Max Stirner, así como en los artículos del círculo
renano de los ʺverdaderos socialistasʺ, es para él una enfermedad hegeliana, una enfermedad que
Hegel ha contraído en primer lugar y con la que ha contagiado a todo el pensamiento alemán
posterior. En los capítulos que siguen se mostrará que el síntoma hegeliano que Marx tiene que
denunciar en el pensamiento alemán reside en su incapacidad de abrir el continente de la Historia
a la investigación científica. La enfermedad hegeliana es una especie de fábrica de esterilidad
científica, en la que Bruno Bauer y Stirner –y todo el funcionariado del ʺverdadero socialismoʺ– no
son sino sus más insignificantes empleados. Pero lo que en manos de la izquierda hegeliana
resulta sencillamente ridículo, en manos de Hegel es extremadamente peligroso. Tan peligroso que
el propio Marx no llegó jamás a verse libre de toda contaminación. Y el peligro, conviene comenzar
por insistir en ello desde el principio, ha sido pensado por Marx como un peligro teórico. Pues, en
efecto, sería recaer de nuevo en una ilusión hegeliana degradada el pretender hacer de Hegel el
responsable de la parálisis histórica de Alemania. Todo el itinerario del trabajo de Marx se empeña
en demostrar lo pernicioso que el procedimiento hegeliano ha sido para el descubrimiento teórico
de esa historia. En nuestro siglo se descubrirá que más aún de lo que sugieren sus textos.
En cualquier caso, en 1845, la convicción de que la enfermedad congénita de la ideología alemana
era una enfermedad hegeliana –en el sentido no de que Hegel la hubiera causado, sino de que él la
había contraído primero–, era, para Marx, algo ya decidido, cuando nos dice:

Los viejos hegelianos lo comprendían todo una vez que lo reducían a una de las categorías lógicas
de Hegel. Los neohegelianos lo criticaban todo sin más que deslizar por debajo de ello ideas
religiosas o declararlo como algo teológico. Los neohegelianos coincidían con los viejos hegelianos
en la fe en el imperio de la religión, de los conceptos, de lo general, dentro del mundo existente. La
única diferencia era que los unos combatían como usurpación el poder que los otros reconocían y
aclamaban como legítimo (1845: 14/18).

Los unos y los otros veían en los conceptos, los pensamientos y los productos de la conciencia las
ʺverdaderas ataduras del hombreʺ (en el caso de los neohegelianos) o ʺlos auténticos nexos de la
sociedad humanaʺ (en el caso de los viejos hegelianos). Y de lo que se trataba era de negar que los
nexos profundos de la sociedad humana –que la historia vendría a atar o desatar– consistieran
fundamentalmente en representaciones o ideas. Contra semejante premisa, Marx insiste en que
hay que volver la mirada hacia el ámbito de la producción material de las condiciones de existencia
social. Falta saber lo que debe entenderse por ello. Pero, primero, es pedagógicamente instructivo
comenzar el diagnóstico de la aludida enfermedad allí donde ésta ʺhace crisisʺ, mostrando los
síntomas de su esterilidad más al desnudo. En 1844, aparece la obra de Max Stirner El único y su
propiedad.
2

Diagnóstico detallado de una enfermedad alemana en su momento crítico

2.1. Stirner y su rebelión contra las causas ideales


Mientras los franceses e ingleses se ocupaban de la tierra y el mar, negociando con la historia a
través de la economía y la política, en 1844 veía la luz un libro que comenzaba por dar cuenta de lo
que verdaderamente agobiaba al hombre alemán: El único y su propiedad, firmado con el
seudónimo de Stirner. ʺEl Libroʺ, como lo denomina Marx, se iniciaba con una denuncia de la
dictadura que sobre el individuo ejercen las causas ideales. Vivimos ʺagobiados por las exigencias
del Espírituʺ, al servicio de grandes abstracciones: la Humanidad, Dios, la Verdad, etc. Como luego
dirá Nietzsche, Stirner está convencido de que a lo largo de la historia ʺnos han amargado el
egoísmoʺ, y para él esto se ha hecho, naturalmente, por puro egoísmo. Pues Stirner emprende una
investigación de las citadas Ideas y lo que descubre es que –al tiempo que nos exigen abnegación–
todas ellas están muy interesadas en su propio interés, es decir, que son egoístas. A Dios lo único
que le importa es Dios, a la Humanidad le trae sin cuidado la carnaza humana que se sacrifique en
su nombre, la Patria exige del individuo, en su propio provecho, la entrega de su vida entera. Todas
estas ʺbuenas causasʺ que defendemos como nuestras causas son, en realidad, causas para sí
mismas y sólo miran por sus propios intereses.

Dios no se preocupa más que de lo suyo, no se ocupa más que de sí mismo, no piensa más que en
sí mismo y sólo en sí pone sus miras ¡Ay de todo aquel que contraríe sus designios! Y la Humanidad,
cuyos intereses debéis defender como nuestros, ¿qué causa defiende? [...] En vez de continuar
sirviendo con desinterés a esos grandes egoístas, seré Yo mismo el egoísta. Dios y la Humanidad
no han basado su causa en Nada, en nada que no sea ellos mismos. Yo basaré, pues, mi causa en
Mí; soy como Dios, la negación de todo lo demás, soy para mi Todo, soy el Único. [...] No admito
nada por encima de Mí. (Stirner, M., 1844: /24‐25).

La crítica de Marx y Engels –que realizan un seguimiento casi línea a línea de ʺEl Libroʺ– es
despiadada, salpicada de golpes de humor teñidos de sarcasmo. De la situación descrita, Stirner
podría haber concluido que un egoísmo basado en el comportamiento egoísta de semejantes
entes imaginarios tenía que ser tan imaginario como esos mismos entes. Pero en lugar de ello,
Stirner personifica ridiculamente las Ideas, imaginando que le imponen sus propios intereses, y
frente a este ultraje egoísta decide ser él mismo más egoísta que nadie y ʺponerse a competir con
ellasʺ.
A partir de aquí, Stirner –ʺapóstol de una lucha contra molinos de vientoʺ– emprende su
materialista batalla contra cualquier cosa que se presente como Idea. Feuerbach no es aquí menos
combatido que Hegel o el cristianismo. Pues el Hombre no es un ultraje al egoísmo menos que
Dios o el Espíritu. ¿Quién emprende la lucha contra la sacralidad de las ideas, entonces, si no puede
ser el hombre? Stirner responde de inmediato: el Único, ʺYoʺ, el ʺMíʺ, el individuo que no está
dispuesto a cargar con ninguna abstracción sobre sus espaldas.
Y en adelante, denunciará Marx, todo va a suceder en la imaginación del Único, es decir, en la
imaginación de Stirner. Primero imagina vivir en un mundo gobernado por imaginarios ciudadanos
egoístas: las Ideas. Luego imagina luchar contra ese egoísmo imaginario y se imagina salir
victorioso. Y lo que es más grave: imagina haber sacudido el planeta en sus mismos cimientos.
2.2 La crítica del Hombre
En resumen ésta es toda la crítica de Marx y Engels a Stirner. Y se podría decir que el asunto
tampoco merece mucha más atención. Pero si La ideología alemana emprende entonces un
comentario minucioso del resto del libro no es por mero entretenimiento. Y tampoco es por mero
entretenimiento por lo que nosotros vamos a seguir ese desarrollo. Pues aquí lo importante no es
ya Stirner sino localizar y realizar un seguimiento de los efectos teóricos desencadenados por su
postura. A Marx le interesa mostrar, ante todo, que el resultado teórico general cierra todo camino
a la investigación histórica y social. Y a la postre, lo que vamos a intentar mostrar es que Stirner es
más bien el efecto de que precisamente este camino haya quedado cerrado. Lo que nos obliga a
confirmar que en realidad las puertas del continente historia se cerraron en otro sitio: en Hegel –
por mucho que al respecto proteste la historiografía habitual de la filosofía.
El enemigo mortal de Stirner es el Hombre, pues ésta es la Idea que ha sustituido a todas las
demás, secularizándolas sin por eso cambiar nada en la estructura del imperio religioso: seguimos
dominados por la Idea de Hombre, igual que antes éramos dominados por la Idea de Dios. Éste es
el motivo por el que, si se trata de superar el imperio del Hombre, ha de ser fundamental para
Stirner trazar en detalle el desarrollo histórico de este personaje, lo que en rigor supone contar la
historia en la que el Hombre ha usurpado la vida de los individuos que decía representar. Y por
motivos que quedan enseguida claros, antes de abordar esta ʺhistoriaʺ, el autor comienza por
describir la biografía de su protagonista.
Al principio el niño, que no tiene nada en propiedad y se enfrenta a todo ʺlo Demásʺ. Vive en un
mundo de cosas, en el que reinan las cosas y él no tiene ningún poder. Los padres mismos se
presentan como potencias naturales y el mundo le es por entero ajeno.
Pero, poco a poco, el niño va conquistando su serenidad ante las afrentas de las cosas, va mirando
detrás de las cosas, descubriendo cómo funcionan. Y al descubrir sus secretos, les pierde el miedo: se
vuelve estoicamente imperturbable y, podríamos decir, aprende a sostener la mirada a su padre. Y
entonces el niño comienza a sentirse más a Sí Mismo que al Mundo. Cuanto más se tiene a Sí
Mismo, menos miedo le da ya el mundo, más desprecia el mundo, más se siente su verdadero Rey.
Este Sí Mismo que ha conquistado contra lo real es el Espíritu. Y con ello termina la Infancia y
comienza la Juventud. Instalado en el Espíritu, el joven deja de luchar contra las cosas. Pero ahora
tiene que comenzar a luchar contra la razón, contra el espíritu mismo. Antes se ha visto sumido en
una etapa febril de entusiasmo juvenil: la fuerza del mundo parece algo irrisorio comparada con la
fuerza del espíritu. El mundo, con sus ciegas tormentas y temblores, puede tener fuerza. Pero sólo
el espíritu tiene autoridad. El Espíritu es lo primero que aparece divinizado, sacralizado. El Espíritu
aparece como un poder superior a todos los poderes del mundo.
Pero el caso es que el joven se sabe espíritu. Él es el Espíritu. Pues, precisamente, lo que ha
conquistado contra el mundo, y por lo que ha perdido el respeto al mundo, es el Espíritu. Por eso el
joven se siente poderoso, animado por sus ideales. Más poderoso que ningún otro poder terrestre.
Antes, los padres eran potencias naturales. Ahora, precisamente ʺhay que abandonar a tu padre y a
tu madreʺ, como mandan las Escrituras, precisamente para poner fuera de juego cualquier poder
natural, cualquier poder del mundo. Para este ʺHombre Espiritualʺ que es el joven no existe familia.
Sin duda que los padres pueden luego renacer con otra forma. Igual que la familia negada puede
reaparecer como Patria. Pero aquí está lo importante: tales poderes naturales han muerto como
naturales y ya sólo tienen poder en tanto que se han convertido en espirituales. Ahora es el Espíritu
quien domina.
El joven siente que el Espíritu vive en el cielo, porque ha surgido de vencer todo lo terrenal. Por
tanto, el joven no atenderá a ningún poder que no sea celestial. Los hombres mismos carecen de
poder para él, en tanto que son criaturas terrenales: ahora sólo atiende órdenes de Dios,
autoridades que podríamos llamar ʺsagradasʺ.
El niño tenía que plegarse a las leyes del mundo. Ahora el mundo ya no es obstáculo ninguno. Pero
existen, sin duda, otros obstáculos: sólo que ahora son espirituales. Se dice ʺno se puede hacer eso:
no es razonable, no es cristiano, no es moral, no es patrióticoʺ. Lo que ahora se teme es la
Conciencia.

Somos desde entonces, ʺlos servidores de nuestros pensamientosʺ; obedecemos sus órdenes,
como en otro tiempo las de los padres o las de los hombres. Son ellas (ideas, representaciones,
creencias), las que reemplazan a los mandatos paternos y las que gobiernan nuestra vida (Stirner,
1844: /32).

El joven descubre el pensamiento puro, que ya no es pensamiento de las cosas, sino que es
absoluto: la Verdad, la Humanidad, el Hombre, etc. Pero el espíritu puede ser rico o pobre, perfecto
o imperfecto. Al constatarlo, el joven empieza a buscar la perfección espiritual: y entonces tiene
que reconocer que él mismo no es un espíritu perfecto. El Espíritu perfecto es Dios. Y entonces se
muestra la verdadera cara de toda esta supuesta liberación: pues, al fin y al cabo, ʺDiosʺ, ʺPatriaʺ,
ʺReyʺ son cosas ajenas a él. No son ʺsu Propiedadʺ, por muy espirituales que sean. El joven se
descubre dominado por el Espíritu, igual que el niño estaba dominado por el mundo.

El hombre ya maduro difiere del joven en que considera el mundo tal como es, sin ver por todas
partes males que corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender modelarlo sobre su Ideal. En él
se consolida la opinión de que uno debe obrar para con el mundo según su interés y no según su
Ideal (ibíd. /33).

El descubrimiento del Espíritu se ve entonces desplazado por el descubrimiento del Egoísmo.


Ahora se trata de que goce el individuo y no de satisfacer el Ideal.
El niño se puso detrás de las cosas y descubrió el Espíritu: se hizo joven. Ahora, el joven se pone
detrás del Espíritu y alcanza la madurez... ¿y qué descubre? Descubre el Único. Descubre que todo
es su propiedad. Que Él es dueño y señor de todo: de lo real y lo ideal. Él ha creado sus
pensamientos y es su poseedor. A este respecto, a veces es preciso citar para ser creído:

En la Edad del Espíritu, mis pensamientos proyectaban sombra sobre Mi cerebro, como el árbol
sobre el suelo que lo nutre; giraban a Mi entorno como ensueños de calenturiento, y me turbaban
con su espantoso poder. Los pensamientos mismos habían adquirido corporeidad y se llamaban
Dios, el Emperador, el Papa, la Patria, etc. Hoy destruyo su cuerpo, entro en posesión de Mis
pensamientos, los hago Míos y digo: sólo yo poseo un cuerpo. No veo ya en el mundo más que lo
que él es para Mí, es Mío, es mi propiedad. Yo lo refiero todo a Mí. No hace mucho era Espíritu y el
mundo era a mis ojos digno sólo de desprecio; hoy soy Yo su propietario y rechazo esos Espíritus o
esas Ideas cuya vanidad he medido. Todo eso no tiene más poder sobre mí que el que las potencias
de la tierra tienen sobre el Espíritu (ibíd. /35).
El hilo conductor del razonamiento stirneriano es sorprendente, pues finalmente, como se ve, el
mundo mismo se ha transformado en su propiedad. Cuando en el párrafo acabado de citar alude a
las ʺpotencias de la tierraʺ hay que tener en cuenta lo siguiente: puesto que la juventud ya ha
demostrado que las potencias de la tierra no tienen ningún poder sobre el Espíritu, si ahora el Yo se
libera del Espíritu, entonces ya nada en el mundo (ni real ni espiritual) puede tener poder sobre él.
El realismo infantil y el idealismo juvenil han sido superados por el egoísmo. Estamos, en efecto,
frente a la más increíble refutación de Hegel que se pueda imaginar. A lo que Marx viene a replicar:
se ha refutado a Hegel con un hiper‐Hegel degradado absolutamente trivial. Pues no sólo se
admite que las Ideas dominan el mundo, sino que se pretende que un acto de puro voluntarismo
espiritual puede liberarnos de las Ideas (y su implacable lógica hegeliana) y por tanto del mundo
mismo dominado por ellas.
El sarcasmo marxiano muestra que aquí, como en todas partes, todo resulta también ʺmuy
alemánʺ: el niño, en lugar de jugar con sus juguetes, se convierte enseguida en metafíisico y
prefiere trastear con los fundamentos de las cosas... Y el joven que ʺasí se comportaʺ, ʺen vez de
correr detrás de las muchachas y de otras cosas profanas, no es otro que el joven ʹStirner’, el joven
estudioso berlinés, que cultiva la lógica de Hegel y admira al gran Micheletʺ (Marx, 1845: 130/132).
Ese joven, como buen alemán ʺllega siempre tarde para todoʺ: un día se hace maduro y entonces
descubre que él es el único espíritu corpóreo, y comienza a mirar más por sus intereses corpóreos
que por sus ideales... y mientras tanto, en los burdeles de Londres y París pululan miles de jóvenes
que aún no se han descubierto como espíritus corpóreos y que ni falta les hace para llegar a las
mismas conclusiones.

El hombre que, como joven, se pone en la cabeza toda una serie de estúpidas ideas acerca de las
potencias y relaciones existentes, tales como el Emperador, la Patria, el Estado, etc., y sólo las ha
conocido como sus propios ʺdelirios febrilesʺ bajo la forma de su propia representación, destruye
según San Max [Stirner] realmente estas potencias al quitarse de la cabeza su falsa opinión sobre
ellas (Marx, 1845: 135/137).

Lo que según Marx debía haber contado Stirner es lo siguiente: hay potencias y relaciones reales;
de ellas el joven se crea estúpidas ideas. Luego destruye esas Ideas y se imagina que ha destruido
las potencias y las relaciones en cuestión, cuando, como es patente, lo único que ha destruido es su
ʺdelirio febrilʺ de aplicado adolescente.

Por ejemplo, ni siquiera resuelve la categoría ʺPatriaʺ, sino solamente la opinión privada que él tiene
de esta categoría, dejando en pie con ello la categoría de validez general [...] Pero quiere hacernos
creer que ha resuelto la categoría misma, por haber resuelto simplemente su actitud privada de
ánimo hacia ella, que ha destruido la potencia imperial por haber desechado sencillamente su idea
fantástica del emperador (Marx, 1845: 136/138).

Y por ese fantástico procedimiento –ʺque no figura en ningún manual de economíaʺ–, Stirner (o el
Único) se va apropiando del mundo entero. Los frutos y milagros que es capaz de rendir esta forma
de ʺapropiaciónʺ son desarrollados por todo ʺEl Libroʺ. Cuando está claro que

en el fondo, [el Único] sólo ʺtomaʺ como lo suyo y se apropia, no ʺel mundoʺ, sino solamente su
ʺdelirio febrilʺ sobre el mundo. [...] Se olvida de que sólo ha destruido la forma fantástica y
fantasmal que las ideas de patria, etc., adoptaban en el cerebro ʺdel jovenʺ, pero sin tocar todavía
para nada estas ideas, en cuanto expresan relaciones reales. Muy lejos de haberse convertido en
dueño y señor de las ideas, ahora ha llegado tan sólo a poder ʺpensarʺ (ibíd., 137/138).

En resumidas cuentas, el ʺadultoʺ en cuestión lo único que ha descubierto es que de ʺjovenʺ no ha


dicho más que estupideces. Ahora puede problematizar esas ideas que antes adoraba, eso es todo.
Destruyendo su delirio febril sobre cosas e ideas (es decir, como dice Stirner, ʺhaciéndolo suyoʺ) lo
único que ha hecho es hacer suyas sus opiniones: ha descubierto, sin más, que las estupideces que
pomposamente pronunciaba sobre el mundo eran sus estupideces. A la postre, ni siquiera
ideológicamente ha ocurrido nada: pues lo único que ha hecho suyas son sus opiniones sobre las
Ideas, no las Ideas mismas. Y mucho menos las relaciones reales que éstas expresan. En efecto, tal y
como decía el texto de Marx acabado de citar, el hombrecito en cuestión tan sólo se encuentra en
un momento en el que podría comenzar a pensar.
Y éste es precisamente el problema más grave. El joven stirneriano en lugar de comenzar a pensar
prefiere delirar sobre su propio delirio, pretendiendo hacer pasar el incidente meramente personal
de su mayoría de edad por una revolución histórica sin precedentes. Y como su propio personaje,
Stirner, en lugar de poner manos a la obra para investigar las relaciones reales que su juventud le
escamoteaba, decide utilizar su esquema biográfico de las edades del hombre para explicar la
estructura general de todo desarrollo histórico. Se encamina entonces hacia el nuevo continente de
la historia y en vez de pensar ʺlo que verdaderamente ha ocurrido en la transformación de las
relaciones reales de la propiedad y la producciónʺ, Stirner se pone a contar un fantástico
entramado de mitos históricos, que, frente a Hegel, destacan por su ingenua ociosidad.
2.3. El hiperidealismo de una supuesta investigación materialista de la historia
Si las páginas anteriores han abusado de la paciencia del lector resumiendo sin demasiado
comentario la doctrina stirneriana ha sido con la intención de que fuera posible calibrar los efectos
epistemológicos que tiene su ʺilusión hegelianaʺ a la hora de afrontar la investigación histórica.
Stirner, como se acaba de decir, utiliza el esquema niño‐joven‐hombre para ordenar la historia en
general y cada etapa de la historia en particular, de modo que, podría decirse que gracias al
engranaje de su delirio, ʺtodo está en todoʺ en su mundo histórico. El triángulo en cuestión se
impone pues como un método de investigación histórica que funciona muy vistosamente de forma
semejante a las tríadas hegelianas. La diferencia con Hegel es, sin duda, que éste es mucho más
inteligente, pero, en opinión de Marx, ambos comparten la misma ʺmanera alemana de concebir la
historiaʺ: para todos los historiadores alemanes el despliegue conceptual es el verdadero motor de
la historia; una época no se transforma en otra si no es porque el concepto de una necesita
transformarse en el concepto de la otra. En el sistema hegeliano se ha mostrado, en un golpe de
efecto de sorprendente belleza y de incontestable rigor, que, por lo que acaba de decirse, la
historia de la filosofía es la verdad de la historia en general. Nada ocurre en la historia que no sea,
en su verdad, filosofía. Lo que en cada etapa histórica representa el juego de lo real consigo mismo
queda desplegado en la filosofía que esa etapa es capaz de producir. Lo que se está jugando en
cada época es siempre un determinado concepto. Situación teórica que Marx resume como un
síntoma fatal de la postura alemana frente a la historia: ʺLa idea especulativa, la representación
abstracta se convierte en la fuerza propulsora de la historia, lo que hace de la historia, por tanto,
simplemente la historia de la filosofíaʺ (ibíd., 141/143) En capítulos posteriores de estas mismas
páginas se intentará discutir la inesperada fuerza de este planteamiento teórico hegeliano. Pero,
en Stirner, esta ʺmetodologíaʺ histórica tan ʺalemanaʺ se traduce finalmente en un ʺcandorʺ y un
ʺsimplismoʺ inauditos. La historia queda resumida –como ya ha podido comprobarse más arriba–
en la sucesión del Realismo (niño) al Idealismo (joven), y de ahí a la síntesis de la negatividad pura:
el Egoísmo (adulto). Lo que se ha jugado en el fondo histórico estudiado por las legiones de
historiadores, antropólogos, economistas y sociólogos que pueblan nuestra comunidad científica
ha sido la biografía intelectual de un universitario alemán cualquiera del siglo XIX. Cómo ha podido
desembocarse en una situación de semejante esterilidad científica es cosa que compete a estas
páginas ir diagnosticando. Pero, primero, es preciso describir de algún modo la aportación
stirneriana.
El esquema general de las edades de la historia stirnerianas que Marx nos proporciona (1845: 142‐
143/144‐147), puede resumirse como sigue:
– Primer esquema general:

1. Realismo‐niño‐negro.
2. Idealismo‐joven‐mongol.
3. Egoísmo‐hombre‐caucasiano.

– Segundo esquema: el tercer punto (el hombre, el caucasiano) repite a su vez el esquema general
en su interior:

1. Antigüedad: Caucasianos negroides. Hombre infantil. Hombre realista...


2. Modernidad: Caucasianos mongoloides.Hombre joven. Hombre idealista.
3. Anuncio del nuevo mundo: el YO, el ʺcaucasiano caucásicoʺ: superando el espíritu
que ha superado el mundo, se hace dueño de todo.

La ʺilusión hegelianaʺ se hace especial y chocantemente explícita en el segundo apartado


caucásico, en el que surge la Jerarquía. En la historia surgen dos especies de grandes clases
sociales: los cultos y los incultos. De entre los primeros, en un momento ulterior, surge el hegeliano,
del segundo el no hegeliano. Los hegelianos dominan sobre los no hegelianos. Por eso Hegel
representa el momento supremo en el que todo está gobernado por las ideas... y por tanto, por lo
visto, por los ideólogos. De donde resulta la absurda conclusión de que Hegel al menos debería
haber reinado en el mundo –como sin duda reinó en el ámbito universitario que para Stirner marcó
el horizonte inconfesado de todas sus miradas–. Así las cosas, se comprende que no haya más
osada rebelión que rebelarse contra Hegel y sus secuaces, incluidos aquí Feuerbach y Bruno Bauer.
Lo sorprendente de esta ingeniosa construcción es que la concepción alemana de la historia como
imperio de la idea se transmuta para Stirner en una etapa histórica realmente fechada: una etapa
dominada por los ideólogos.
Lo que, naturalmente, Stirner no puede evitar es que después de tan repetitivas cancelaciones
históricas sigan existiendo los negros y los niños, y lo que es peor: su mundo, el mundo.

2.4. La enajenación y sus ejemplos

La obra de Stirner puede hoy día interesar más o menos o nada, igual que la crítica de Marx. Lo que
en cualquier caso es una advertencia, a la que no podemos sustraernos, es la extraña situación por
la que pueden tomarse por materialistas posturas que en realidad no sólo siguen siendo idealistas
sino que, en comparación con Hegel, son incluso clasifícables de ultraidealistas. De hecho, en el
caso de la obra de Stirner y de otros textos de la izquierda hegeliana, nos encontramos con lo que
probablemente son los únicos testimonios en el interior de la historia de la filosofía de lo que suele
considerarse como idealismo en el sentido más vulgar. El ingenioso esquema que este supuesto
materialismo pone en juego es –como se ha comprobado– el siguiente: ʺEl mundo está dominado
por las ideas –por culpa de los idealistas–. Como nosotros somos materialistas luchamos contra las
ideas. Y así nos hacemos dueños del mundoʺ. Fuera de estos textos, se puede decir que ʺidealismoʺ
nunca ha significado nada semejante en la historia de la filosofía, a excepción de la propia tradición
marxista, que para su desgracia heredó el término en este sentido, y que, rizando el rizo de la
farsa, como hizo Ernst Bloch en 1951, pretendió destruir este idealismo esgrimiendo
religiosamente la idea (muy vivificada dialécticamente) de materia.
Lo mismo puede decirse de muchos supuestos intentos de superar la especulación hegeliana. Sólo
en el siglo XX, y partir de la década de los sesenta, iba a mostrarse la extraordinaria dificultad que,
para la filosofía, ha supuesto poner un solo pie realmente fuera de Hegel. También aquí el caso
Stirner tiene que valer de advertencia. Pues es patente que en sus manos la especulación
hegeliana no queda superada más que en virtud de un recurso hiperespeculativo: la lógica ha
digerido todo lo real, hasta el punto de que una mera prestidigitación lógica puramente
voluntarista dispensa de todo trabajo para investigar cualquier contenido real.
El truco lógico en cuestión tiene su profundo engranaje en el concepto de enajenación o alienación,
concepto con el que todo el siglo XX se ha peleado en tormentosas polémicas. En los años sesenta,
en especial, se hizo absolutamente urgente decidir si Marx utilizaba ese concepto en toda su obra o
si prescindía radicalmente de él en algún corte epistemológico crucial. No viene al caso ahora esta
polémica. Sí es un hecho patente que en La ideología alemana Marx utiliza este término siempre en
un sentido irónico y despectivo, en frases de este tipo: ʺ[digamos] enajenación, para expresarnos en
términos comprensibles para los filósofos...ʺ (1845: /36). Y es indudable que la hiperespeculación
que Marx denuncia en la izquierda hegeliana tiene su meollo lógico en dicho concepto.
Es absolutamente fundamental para comprender muchas de las encrucijadas teóricas en las que se
ha enredado en este siglo la polémica sobre el materialismo advertir qué es exactamente lo que
Marx tiene que reprochar en 1845 al concepto de alienación.
Se ha hecho mucha mala literatura humanista sobre la alienación del hombre. Si ha resultado un
desatino poner esas letanías en boca de Marx no es porque él tuviera que estar en especial
desacuerdo, sino sencillamente porque Marx se dedicó, durante toda su vida, a otra cosa. Marx no
negaría, sin duda, que el hombre en la sociedad capitalista está ʺalienadoʺ –o que lo haya estado en
otros modos de producción–, pero con este término se limitaría a resumir ʺen términos
comprensibles para los filósofosʺ algo que él habría estudiado en otro sitio, con otras categorías y
con otros procedimientos metódicos. Eso es todo. Y si, en ocasiones como la de 1845, Marx
denuncia este término como pernicioso es precisamente porque entre sus servicios teóricos se
encuentra el de eclipsar las preguntas que han llevado a plantear esa otra investigación con otras
categorías y otros procedimientos metódicos. El engranaje de la Aufhebung hegeliana, del que la
enajenación es un momento fundamental, tiene para Marx un rendimiento teórico estéril. Pero no
sólo estéril, sino también nefasto para la investigación histórica, pues dicho recurso especulativo
permite que esa agitada esterilidad se haga pasar por un verdadero desarrollo teórico y un avance
de la búsqueda científica. El tan cacareado antihumanismo de Marx, por el que prescinde también
de los servicios teóricos del concepto de hombre, es tan sólo una consecuencia directa de haber
renunciado a la problemática de la alienación como vía de investigación del continente historia.
Más adelante se comprobará esto con más claridad.
Por el momento, conviene detenerse en la opinión que a Marx le merece la utilización stirneriana
de esta noción. Una vez más es preciso insistir en que lo que Marx denuncia es la manera en la que
el término alienación impide pensar y, al tiempo, logra ocultar que no se ha pensado. Lo que Marx
tiene que reprochar a Stirner es que por un procedimiento hiperespeculativo ha cerrado todas las
vías por las que la investigación podría abordar la historia. Marx pone muchos ejemplos al
respecto. Sea cual sea la realidad histórica a pensar, ya se trate del Estado, la Nación, el Dinero, el
trabajo, la renta del suelo, o incluso el propio Feuerbach, o un filósofo como Rousseau, el
razonamiento de Stirner funciona a partir de la misma matriz lógica de la enajenación, con arreglo
a la ecuación fundamental siguiente:
Yo no soy el Estado [por ejemplo]
Estado = no‐Yo
Yo = no del Estado.
No del Estado = Yo.
O dicho en otros términos: Yo soy la ʺnada creadora en la que desaparece el Estadoʺ (1845:
331/325).
Esta ecuación le sirve a Stirner para destruir todo lo sagrado y convertirlo en Mi propiedad. Se ha
resaltado a menudo la estafa lógica por la que ilusoriamente se pretende aquí haber destruido una
realidad con un mero razonamiento. Pero todo el acento del texto de Marx está puesto en otra
parte, a saber, en el modo en que dicho razonamiento permite ahorrarse el explicar la realidad
supuestamente destruida. Para Stirner, cualquier relación histórica es un ejemplo que funciona en
dicho esquema. Y esto es precisamente lo que desata las protestas de Marx: el esquema mismo ya
explica todo lo que hay que explicar, y el universo completo de los contenidos históricos ingresa en
su obra sin más interés que el de servir de ejemplo. El resultado es pavoroso: el conjunto de todo lo
que hay que pensar en el continente historia, todo aquello con lo que la comunidad científica se
rompe a diario la cabeza, aparece sustraído a toda empresa teórica e inefabilizado bajo su
condición de ʺejemploʺ. Los contenidos históricos no aparecen como aquello que hay que explicar,
sino como ejemplos de algo ya explicado: el esquema con el que el Único destruye lo sagrado, y lo
convierte en su propiedad.

La gran tesis que sirve de base a todas estas ecuaciones es ésta: Yo no soy el no‐Yo. A este no‐Yo se
le dan diferentes nombres, que, de una parte pueden ser puramente lógicos, como por ejemplo el
ser en sí o el ser otro y, de otra parte, los nombres de representaciones concretas, tales como el
pueblo, el Estado, etc. [...] Pero como las relaciones reales introducidas de este modo sólo se
presentan como distintas modificaciones –distintas, además, solamente en cuanto al nombre– del
no‐Yo, no es necesario decir absolutamente nada acerca de estas relaciones reales mismas (1845:
331/325).

El no‐Yo es lo ajeno al Yo. Por tanto, deduce Stirner, nada más ni nada menos, es el yo enajenado.
ʺAcabamos de encontrar la fórmula lógica con arreglo a la cual se representa San Sancho [Stirner]
como lo ajeno al Yo – como la enajenación del Yo– cualquier objeto o relación, los que se le ocurran:
de otra parte, San Sancho puede, como veremos, presentar a su vez cualquier objeto o relación
como creados por el Yo y pertenecientes a élʺ (ibíd., 332/326). En efecto, puesto que todo lo ajeno al
Yo es su enajenación, si el Yo supera su enajenación, hace del objeto su propiedad. Esto se logra
gracias a otra ecuación adyacente: ʺlo ajeno = lo sagradoʺ. Por tanto, superar la enajenación es
superar el carácter sagrado de algo. Basta dejar de creer que algo es sagrado para convertirte en
su propietario.

Por ser lo sagrado algo ajeno, todo lo ajeno se convierte en lo sagrado; por ser lo sagrado un
vínculo, una traba, todo vínculo, toda traba se convierte en lo sagrado. Con ello, San Sancho
consigue que todo lo ajeno se convierta en una simple apariencia, en una representación, de la que
él se libera sencillamente protestando contra ella y declarando que no se da en él semejante
representación. Exactamente como [...] veíamos que a los hombres les bastaba con cambiar de
conciencia para que todo el mundo marchase all right. Toda nuestra exposición ha puesto de
manifiesto cómo San Sancho critica las relaciones reales todas limitándose a declararlas como lo
sagrado, y las combate combatiendo la representación sagrada que él se había formado en ellas
(ibíd., 333/327).

Comprobamos así cómo, en efecto, la historia misma se ha convertido en una mera cuestión de
ideas. Lo único con que se juega en el terreno histórico es con apariencias y representaciones, igual
que en la historia de la filosofía lo único que hay que hacer es pensar contra las apariencias y las
representaciones de la imaginación. Pero, como se viene señalando, no es sólo que Stirner crea
hacer revoluciones cuando ataca a los molinos de viento que él ha imaginado como gigantes, sino
que, de este modo, se libra de pensar cualquier contenido real. No hay que olvidar que su guerra
contra lo sagrado no sólo pretende ser una revolución histórica, sino que funciona
incansablemente como la base epistemológica de toda una supuesta ciencia de la historia. Es por
lo que Marx señala lo siguiente:

La primera dificultad parece provenir del hecho de que lo sagrado es, en sí, muy diverso y de que,
por tanto, al criticar a un algo sagrado concreto, debería dejarse de lado su santidad, para criticar
el contenido concreto mismo (ibíd., 334/328).

Pero los contenidos a Stirner no le importan nada, puesto que como se ha visto, le basta con saber
que son ejemplos de lo sagrado. ʺOtro ejemplo de lo sagrado es el Estado, otro ejemplo es la
familia, otro es la sociedad, otro el Hombre, otro, incluso, es el propio Feuerbach, etc.ʺ. De modo
que quedamos dispensados no sólo de explicar esas realidades, sino incluso de leer a Feuerbach.
Para Stirner es suficiente saber que si tales cosas son sagradas entonces de lo que se trata es de
despreciarlas hasta que se conviertan en nuestra posesión. Se ve con claridad que lo que esta
peculiar forma de ʺapropiaciónʺ impide, en cada ocasión, es la apropiación teórica de la realidad en
cuestión, es decir, su conocimiento.

2.5. El malentendido marxista en torno a la noción de prâxis

Si insistimos obsesivamente en este último punto es porque ha resultado habitual en la tradición


marxista considerar que la postura encubiertamente idealista de Stirner tiene como efecto impedir
alguna transformación del mundo –que es ʺde lo que se trataʺ, como reza la conocida ʺTesis sobre
Feuerbachʺ– o entretener a sus lectores con ociosas y estériles empresas teóricas paralizando sus
posibilidades prácticas. Semejante interpretación tiene como irónico resultado el dar una nueva
vuelta de tuerca a la ilusión hegeliana. Pues, en efecto, parece negar furiosamente a Stirner el
papel de motor de la revolución para hacerle motor de la reacción histórica, lo que no se ve por
qué habría de resultar menos idealista. Hay que insistir, por el contrario, en que el texto de Marx no
reconoce a Stirner otra capacidad que la de realizar un escamoteo teórico: lo que hace es crear la
ilusión de que se ha explicado cuando no se ha explicado y cuando ʺde lo que se trataʺ es de
explicar.
Lo que ha confundido a la tradición marxista y no marxista a propósito de este escamoteo
fundamental de la izquierda hegeliana es, sin embargo, harto fácil de descubrir. Todo reside en que
la forma en que textos como los de Stirner sortean la investigación teórica presenta la apariencia
de haber hecho algo supuestamente más radical y poderoso que lo que la teoría podría aportar. Es
Stirner, precisamente, el que pretende ʺhaber transformado el mundoʺ en lugar de limitarse a
ʺinterpretarloʺ. No parece que repetir la 11.a Tesis sobre Feuerbach que Marx escribió en una
escuálida línea no publicada vaya, pues, a valer de antídoto contra Stirner, ni contra Feuerbach, ni
contra nada. Muy al contrario, es el mejor modo de ser precisamente stirneriano y no ʺmarxistaʺ. Se
dirá que cuando Marx escribe su famosa tesis, está pensando en los movimientos obreros
franceses e ingleses, oponiéndolos al vano entretenimiento de los filósofos. Pero entonces no se
entiende por qué Marx no despachó con esa tesis todo lo que tenía que despachar con los filósofos
y, por el contrario, se dedicó toda su vida al entretenimiento teórico de discutir con ellos.
Y es que Stirner, al mutar todos los conflictos y relaciones reales en meros conflictos y relaciones
del individuo con sus representaciones, lo que está escamoteando no son los conflictos reales
mismos –que naturalmente que siguen existiendo sin preguntar su opinión a Stirner–, sino el
conocimiento de esos conflictos y relaciones. El texto de Marx insiste muy precisamente en este
punto:

Las contradicciones reales en que se mueve el individuo se convierten, así, en contradicciones del
individuo con lo que él se representa, o como San Sancho lo expresa también de un modo más
simple, con la representación, con lo sagrado. [...] Por donde la conclusión es que no se trata de la
solución práctica del conflicto real, sino simplemente de abandonar la representación que él se
forma de este conflicto, a lo que, como buen moralista, exhorta apremiantemente a los hombres.
Una vez que San Sancho ha convertido, así, todos los conflictos y contradicciones en que se mueve
un individuo en simples contradicciones y conflictos entre este individuo y sus representaciones,
representaciones que se han hecho independientes de él y han llegado a dominarlo,
metamorfoseándose de este modo, ʺfácilmenteʺ, en la representación, en la sagrada
representación, en lo sagrado, al individuo no le queda ya, por tanto, más camino que cometer el
pecado contra el Espíritu Santo de abstraerse de esta representación y declarar que lo sagrado es
un espectro. Esta estafa lógica que el individuo comete consigo mismo es considerada por nuestro
santo como uno de los más altos esfuerzos del egoísta. Pero, por otra parte, cualquiera puede
darse cuenta de cuán fácil es, por este camino, declarar como subordinados, desde el punto de
vista del egoísmo, todos los conflictos y movimientos que se presentan en la historia, sin necesidad
de saber nada de ellos (SN), pues basta para eso con destacar algunos de los tópicos con ellos
relacionados, convirtiéndolos en ʺlo sagradoʺ a la manera ya indicada, presentando a los individuos
como subyugados por esta potencia de lo sagrado y manifestando luego en contra de ellos su
desprecio por ʺlo sagrado en cuanto que talʺ (Marx, 1845: 339‐340/334).

Si se lee este texto con detenimiento se comprobará que lo que según Marx nos ha escamoteado
Stirner no es ʺla praxisʺ, sino la obligación teórica de comprender lo que estaba en juego en esas
relaciones y conflictos reales. Si para ello nos ha hecho creer que nuestro esfuerzo ideológico ha
resuelto prácticamente el conflicto, eso no va a paralizar ninguna huelga ni en París ni en Berlín, ni
tampoco va a hacer creer a nadie que le han subido el sueldo. La cuestión es bastante más
modesta, en lo que pueda tener de modesto una empresa teórica: Stirner ha hecho creer que se
entendía lo que sigue fatalmente sin entenderse.
2.6. Primeras conclusiones sobre el materialismo y su dificultad
De semejante embrollo es preciso guardar una conclusión fundamental para capítulos ulteriores. Si
ʺmaterialismoʺ quiere decir algo contra ʺidealismoʺ ello no puede ser sino una forma de demostrar
que lo que el idealismo pretende dar por entendido sigue en realidad sin entenderse y que para
entenderlo es preciso emprender un desarrollo teórico que demuestre ser distinto y que
demuestre entender mejor. Nadie puede lograr ser materialista con reivindicaciones de la prioridad
de la materia o cosas por el estilo. Marx, al menos, jamás siguió ese camino. Lo que Stirner
reprocha al idealismo es someter a los hombres a las ideas como algo sagrado. Propone, pues,
despreciar lo sagrado y Marx le acusa entonces de hiperidealista. Pero la razón que nos da no
puede llevar a engaño: ese ʺdesprecio por lo sagrado en cuanto que talʺ con el que se ha investido
lo real, no es sino la forma en que se desprecia el esfuerzo por comprender la realidad en cuestión.
Tras todas estas páginas, lo único que se puede dar por sentado es que para el materialismo el
idealismo aparece como una solución de facilidad que encubre y entorpece una tarea científica.
Nada sabemos respecto a si esa tarea necesita ser materialista a su vez o le vale sencillamente con
ser científica.
En resumen, puede concluirse que no es posible saber lo que nombra la palabra materialismo si no
se llega a demostrar que el idealismo mismo es una solución de facilidad que cuando pretende
haberse hecho cargo de alguna determinación ésta ha sufrido ya algún tipo de desgaste, de atraco
o de inefabiliza‐ ción o nihilización. Este espejismo de progreso teórico, caracterizado en general
como una ilusión hegeliana, tiene que resultar difícil de probar respecto a un pensador como
Hegel, que, en la Fenomenología, se ha vanagloriado precisamente del cuidado de la determinación,
en honor de la ʺpaciencia del conceptoʺ. El materialismo tiene su causa perdida si no logra
demostrar que la ʺpaciencia del conceptoʺ hegeliana esconde una pereza teórica fundamental. Y
ello pese a que Hegel no deje de acusar a Kant y a los filósofos críticos de perezosos. También al
amor se le reprocha su pereza; el amor ʺno sabe mantener firmes las determinacionesʺ (Phä, III:
24/16). Pero el amor, al menos, sabe esperar; lo que demuestra de todos modos una paciencia real,
mientras que el concepto hegeliano, que jamás deja de trabajar para proporcionarse la
determinación, demuestra más bien la impaciencia de un Dios que, incapaz de aguardar la llegada
de un mundo –función que en la historia de la filosofía se ha llamado sensibilida–, hubiera decidido
crearlo.
2.7. El humanismo y el "verdadero socialismo" alemán
El primer volumen de La ideología alemana se ocupa de Feuerbach, Bauer y Stirner, es decir, de lo
que Marx considera el paralelo alemán del movimiento revolucionario de la burguesía francesa e
inglesa. El segundo volumen se ocupa de mostrar que el mismo tipo de escamoteos ideológicos
acontecen en el paralelo alemán de los movimientos proletarios. El ʺcomunismoʺ de los partidos
obreros franceses e ingleses se ha transformado en Alemania en el llamado ʺverdadero socialismoʺ.
Esta doctrina arranca fundamentalmente de Feuerbach y pretende explicar a los franceses lo que
ellos piensan sin saberlo. En la terminología propia de la ideología alemana, los franceses han sido
ʺen síʺ alemanes, razón por la cual los franceses reales no han entendido lo que han hecho y sólo
pueden esperar a que un despliegue ʺpara síʺ se lo explique, por lo que podría decirse que Francia
no ha sido sino una astucia de lo alemán.
Su característica fundamental es el humanismo. Quien debe ser liberado ya no es, como lo
entienden los comunistas franceses, el proletariado, sino el hombre. Y no debe ser liberado de la
explotación, sino de la alienación. En principio, nada hay que objetar a un planteamiento de este
tipo, que también Marx defendió en su momento. El problema es que mientras el socialismo y el
comunismo tienen sus partidos y sindicatos realmente existentes, el ʺhumanismoʺ, el ʺsocialismo
verdaderoʺ alemán, no necesita ningún partido o sindicato para ser el Partido mismo, la idea
misma de partido, podría decirse, cuando, en realidad, se trata de una camarilla de insignificantes
intelectuales que pretenden estar estremeciendo el mundo.
ʺEn el humanismo–se puede leer en uno de los artículos renanos citados por Marx– se borran todas
las disputas en torno a los nombres: ¿para qué comunistas, para qué socialistas? Todos somos
hombres.ʺ A lo que replica Marx: ʺTous frères, tous amis... [...] ¿Para qué hombres, para qué bestias,
para qué plantas, para qué piedras? ¡Todos somos cuerpos!ʺ (1845: 565/560‐561). Lo que se
reprocha al humanismo es haber sustraído tanto a la práctica como a la teoría todo un universo
muy determinado: el universo de condiciones sociales contra el que se empeña prácticamente el
movimiento comunista europeo y frente al que se sitúa la investigación teórica de Marx. El hombre
es una evidencia, como es una evidencia que los hombres hacen la historia. Pero, el problema es
que partiendo de tales evidencias, como demostrará a la postre la obra de Marx, no hay forma de
emprender el análisis del universo de condiciones que en cada caso se ponen en juego en la
historia. Y ello, en principio, por una coherencia que no tiene de antihumanista o de materialista
más de lo que pueda tener Platón: aquello que hace a las cosas ser lo que son no es visible entre
las evidencias de lo directamente vivido. La teoría tiene que arrancarse del tejido de evidencias en
la que se despliega lo vivido, para acceder a las estructuras que hacen de las cosas aquello que
ellas son. Más tarde se discutirá este problema. Por el momento, sólo hay que señalar cómo, en un
determinado período histórico, el humanismo ha tenido la potencia de encubrir o sustraer –a la
investigación teórica– el conjunto de problemáticas en las que estaba comprometido el
movimiento obrero europeo. Mientras en Alemania se hablaba de la enajenación del hombre y se
luchaba contra ella desde la cátedras universitarias, unos movimientos que en principio no
tendrían ningún reparo en admitir que luchaban contra la alienación del hombre, se enfrentaban
en otros lugares contra estructuras que no se hacían visibles a partir del concepto de hombre. De
ahí que Marx, como el comunismo francés o inglés, dirigiera su mirada en otra dirección y
denunciara el humanismo como un dispositivo que enmascaraba las problemáticas que ahí se
divisaban. Habrá luego tiempo de mostrar que, al dirigir su mirada a otro sitio, Marx cambia de
mundo no menos que Platón, pues lo hace, en realidad, en el mismo sentido: abandona el mundo
de las fantasmagorías de lo vivido para acceder al mundo de los conceptos capaces de apropiarse
teóricamente de este mundo, que es –quién lo pretendería negar– el único. Entre un mundo y otro
no hay más khorismós, pero tampoco menos, que la diferencia que hay entre vivir las cosas y
conocerlas.

2.8. La separación materialista de lo teórico y lo práctico

El hombre es una sombra en la caverna y la lucha contra la enajenación del hombre sólo se debate
con sombras. Por eso, en Alemania, donde sólo se combaten representaciones, basta la
universidad como campo de batalla. Comentando uno de los artículos renanos del ʺverdadero
socialismoʺ, nos dice Marx lo siguiente:

En la pág. 172 se nos dice que ʺla consecuencia final del escolasticismo es la escisión de la vida, que
Hess destruyeʺ. Por tanto, la teoría se presenta aquí como la causa de la ʺescisión de la vidaʺ. No se
ve por qué estos verdaderos socialistas hablan para nada de la sociedad, si creen con los filósofos
que todas las divisiones reales son provocadas por escisiones conceptuales (1845: 565‐566/561).

El tipo de empresa en el que la intelectualidad socialista o liberal alemana está comprometida se


muestra descarnadamente en lapsus retóricos como éste al que alude La ideología alemana:
Este varón [Bruno Bauer] imbuido del santo temor de Dios tiene la desvergüenza de reprocharle a
Feuerbach: ʺFeuerbach hace del individuo, del hombre deshumanizado del cristianismo, no el
hombreʺ, ʺel hombre verdaderoʺ (!), ʺrealʺ (!!), ʺpersonalʺ (!!!), ʺsino el hombre privado de virilidad, el
esclavoʺ, afirmando con ello, entre otras cosas, el absurdo de que él, San Bruno, es capaz de hacer
hombres con su cabeza (1845: 106/102).
Se dirá que en esta ocasión el sarcasmo de Marx raya en la exageración. Se puede dudar de que
Bruno Bauer pensara estar ʺhaciendoʺ un nuevo tipo de hombre con su obra, de modo que bastara
leerla para que la historia variara su curso.Y sin embargo, el lapsus retórico esconde un
desplazamiento de problemática altamente significativo para la empresa teórica en la que se
pretende estar comprometido. Para Marx jamás se trata de demostrar que el hombre es, por
ejemplo, ʺrealmente libreʺ. Pues una empresa teórica de este tipo presupone que el hombre es,
pues, ʺilusoriamente esclavoʺ, por ejemplo. Presupone, por tanto, que la esclavitud es una
enajenación que sufre el hombre respecto a lo que él es realmente. Y entonces es como la lucha
contra la esclavitud puede aparecer lógicamente como una lucha contra esa ilusión, contra la
ilusión en cuestión que esclaviza de tal forma a los hombres. Ante este tipo de cuestiones, Marx
sigue siempre un camino completamente distinto: para él, de lo que se trataría en todo caso sería
de demostrar teóricamente que el hombre es realmente esclavo en esas condiciones reales.
ʺDemostrarʺ aquí significa: sacar a la luz en qué consiste esa esclavitud real. Ello implica,
contrariamente a lo que implica el camino de Bauer o Feuerbach en el texto citado, demostrar que
la esclavitud en cuestión no deriva de una ilusión de la conciencia que con una nueva conciencia
pudiera ser destruida.
Para Bruno, para Stirner y los socialistas ʺalemanesʺ el problema es muy distinto: ellos no cesan de
afirmar que el hombre, ʺrealmenteʺ, no es un esclavo, que lo que ocurre es que se encuentra
ʺenajenadoʺ. ʺEnajenadoʺ quiere decir que se encuentra en una situación en la que se hace siervo
de lo que en realidad no es sino su propia esencia, de lo que ʺverdaderamenteʺ le pertenece; siervo
de lo que él es ʺrealmenteʺ. Por consiguiente, el secreto profundo de cualquier servidumbre es una
ilusión religiosa. El hombre no adora en lo sagrado si no su propia esencia, sólo que la adora como
si no fuera suya. La esclavitud es una ilusión. Para dar la victoria a Espartaco basta con que la
conciencia se niegue de pronto a dejarse engañar. Si el hombre es realmente libre lo que hace falta
es devolverle su realidad, destruir la ilusión sagrada que le separaba de ella. A lo que Marx
replicaría: lo único que se habrá logrado, en todo caso, será devolverle su esclavitud sin ropajes
religiosos. Porque el problema es que el hombre es –en determinadas condiciones– realmente
esclavo. Y por tanto, toda la cuestión estará –para la teoría– en saber qué condiciones son ésas. Y
para la práctica la cuestión radicará en cambiar esas condiciones. Aquí, contra lo que muchas
interpretaciones de las Tesis sobre Feuerbach han sugerido, la argumentación marxista lo que hace
es separar muy radical y cuidadosamente lo teórico de lo práctico, al contrario de lo que hacen
precisamente los izquierdistas hegelianos, para los que la empresa teórica y la práctica se
confunden.
Para estos últimos, el itinerario teórico resuelve el problema práctico; pero esto ocurre porque el
problema mismo a resolver se ha disuelto en la confusión entre lo teórico y lo práctico; el universo
que había que pensar y sobre el que había que actuar ha desaparecido, y sólo por ello, en el vacío
resultante, actuar y pensar pueden tener una eficacia idéntica a fuerza de nulidad.
Hay que constatar que la diferencia con el planteamiento de Marx se opera, pues, en dos bandas.
Por una parte, la tarea teórica no es sencillamente inversa, sino que camina hacia objetos distintos.
Para la izquierda hegeliana la tarea es demostrar que el hombre es libre y que, por consiguiente se
encuentra, en estas condiciones, alienado. Para Marx se trata de demostrar que es esclavo, es decir,
de explicar las condiciones reales capaces de generar esa esclavitud.
Por el otro lado, en el plano práctico, la situación es también enteramente distinta. Para la izquierda
hegeliana la tarea práctica está contenida en el éxito de la teórica: si se consigue demostrar al
hombre su libertad, se habrá deshecho la ilusión y, por tanto, se habrá superado su enajenación.
Para Marx no se habrá hecho nada prácticamente hasta que no se haya destruido realmente las
condiciones de esa esclavitud. La teoría no viene aquí más que a ʺañadirse a lo realʺ proporcionando
a la práctica el arma teórica de saber con qué condiciones reales tiene que enfrentarse. No es ni
mucho menos indiferente conocer que no conocer, pero el conocimiento no introduce en lo real
otro milagro que el haberlo conocido.

2.9. Las Tesis sobre Feuerbach como problema

Marx se desgaja del universo ideológico alemán, por tanto, en dos planos distintos. Al no reparar
en ello, la interpretación de La ideología alemana acabó trivializándose en la tradición marxista,
generándose un conocido tópico que la 11.a tesis sobre Feuerbach se encargó de airear a los cuatro
vientos. En concreto, esta tesis nos impele a comprender la crítica de Marx en el siguiente sentido:
ʺNo se trata de demostrar que el hombre es libre y que por consiguiente se haya alienado, sino de
producir un hombre libre. No se trata, en definitiva, de demostrar nada, sino de cambiar el modo
de producción que hace a los hombres esclavos. No es una tarea filosófica (teórica) sino histórica
(práctica)ʺ. Pero esta forma de plantear el problema eclipsa un problema fundamental, que es
precisamente aquel en el que se ocupará Marx toda su vida: el problema teórico de comprender la
esclavitud en cuestión. Esta 11.a Tesis ha hecho que toda La ideología alemana haya sido
interpretada como si lo que en suma hiciera Marx contra los filósofos alemanes fuera contraponer
la práctica a las teorías. Y sin embargo, lo que encontramos en toda la obra es algo muy distinto:
pues lo que más les reprocha Marx es la forma en la que impiden pensar teóricamente las distintas
cuestiones del continente historia a las que van aludiendo. Si Marx repasa página a página El único
y su propiedad no es para reprochar a Stirner el no militar en el partido comunista, sino para
mostrar la forma en la que va taponando todos los cauces teóricos que pudieran abordar las
diferentes cuestiones implicadas en su obra. Lo minucioso de su crítica no puede ser resumido en
el abstracto tópico que reclama actos en lugar de palabras. Menos aún se explicaría entonces que
Marx se tomara en adelante toda su vida para escribir una obra estrictamente teórica, mientras
que los comunistas no paraban de reclamarle Manifiestos que nunca tenía tiempo de escribir. La
obra posterior de Marx no hace sino recorrer teóricamente los cauces de investigación obturados
por la ideología alemana.
Muchas de las maneras en las que se intentó solventar el manifiesto absurdo de esta interpretación
no hicieron sino empeorar el problema y en ello tuvo una especial responsabilidad la sorprendente
2.a Tesis sobre Feuerbach (cfr. 1845, Werke, II: 1‐4/665‐668), que convertía la práctica en el criterio
de lo teórico.

El problema de si puede atribuirse al pensamiento humano una verdad objetiva no es un problema


teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre debe demostrar la verdad, es
decir, la realidad y el poder, la terrenalidad de su pensamiento. La disputa en torno a la realidad o
la irrealidad del pensamiento –aislado de la práctica– es un problema puramente escolástico.

Pese a los concienzudos esfuerzos que se han llevado a cabo para mitigar o dignificar el ramplón
pragmatismo aquí enunciado, hay que decir que Engels no tuvo, en principio, ningún reparo en
acogerlo en toda su literalidad.

Pero, al lado de éstos, hay otra serie de filósofos que niegan la posibilidad de conocer el mundo, o
por lo menos, de conocerlo de un modo completo. Entre ellos tenemos, de los modernos, a Hume
y Kant, que han desempeñado un papel muy considerable en el desarrollo de la filosofía. [...] La
refutación más contundente de tales extravagancias, como de todas las demás extravagancias
filosóficas, es la práctica, o sea, el experimento y la industria. Si podemos demostrar la exactitud de
nuestro modo de concebir un proceso natural reproduciéndolo nosotros mismos, creándolo como
resultado de sus mismas condiciones, y si, además, lo ponemos al servicio de nuestros propios
fines, damos al traste con la ʺcosa en síʺ inaprehensi‐ ble de Kant (Engels, 1886, II: 340/29).

Resulta ocioso subrayar que ni Hume ni Kant tienen nada que ver con el asunto planteado por
Engels y que difícilmente podrían ser refutados por el desarrollo industrial en un punto que ellos
jamás defendieron.
A partir de 1845 –y apenas antes– no hay ni un solo texto de Marx que avale el camino sugerido por
la famosa 2.a Tesis. Tras pelearse durante dos décadas con las famosas Tesis sobre Feuerbach,
Althusser llegaba en 1982 a la conclusión de que no se entienden, de que no se pueden entender y
que lo poco que se entiende en ellas es Fichte. Representan una amalgama –nos dice– en la que se
mezclan posturas hiperidealistas atemperadas con ciertas temáticas materialistas que Marx ha
tomado recientemente de Feuerbach. Engels fechó en su redacción ʺel germen de una nueva
concepción del mundoʺ, el germen del materialismo ʺmarxistaʺ. Sin embargo,

es sabido que las Tesis sobre Feuerbach, que tienen por objetivo inmediato romper con un hombre
que inspiró a toda la izquierda hegeliana (ʹnosotros fuimos todos feuerbachianosʺ, Engels), critican a
Feuerbach mucho más en nombre de Fichte, y de una amalgama entre Feuerbach y Fichte, que en
función de una ʺnueva concepción del mundoʺ. En relación a Hegel, estarían más bien – y de muy
lejos– en retirada, retrasadas respecto a la crítica de Fichte por Hegel mismo (Althusser, 1982a: 20).

En ellas, una ʺapología de la prâxis identificada con la producción subjetiva de un Sujetoʺ (ibídem)
se esgrime contra Feuerbach, con la esperanza de que, sin embargo, el resultado sea,
paradójicamente, un nuevo materialismo. La razón de posibilidad de este misterioso trueque por el
que se confiere a Fich‐ te la facultad de ʺmaterializarʺ el materialismo mismo es que –como afirma
a
la 1. Tesis– ʺel lado activo había sido desarrollado por el idealismoʺ. Pero lo más grave de esta
curiosa construcción es que sencillamente ni funciona ni llega a entenderse como un todo
coherente. Las famosas Tesis, lejos de contener el germen genial de una nueva concepción del
mundo, acaban –para Althusser– por ser lo que son: un pliego manuscrito en el que Marx había
garrapateado unas inconexas notas de trabajo, intentando arreglar su propia, tortuosa y
coyuntural crisis filosófica.
3
La coyuntura idealista

3.1. Balance. Indigencia del materialismo y caracterización del idealismo a partir de la


sentencia "sólo lo espiritual es real"
El capítulo precedente ha dejado la investigación del materialismo en un punto que, cuando
menos, resaltará por su sorprendente indigencia. Del materialismo no se ha llegado a saber sino
que se trata de una intervención que pretende investigar ciertos problemas escamoteados en un
universo al que Marx da el nombre de ʺideología alemanaʺ. En cuanto a ésta, sabemos tan sólo que
lleva el sello de una ʺilusión hegelianaʺ general.
En 1985, cuando Althusser escribe el relato autobiográfico L’avenir dure longtemps, la tradición
marxista llevaba más de un siglo teorizando esta indigencia materialista. Y sin embargo, tras este
largo periplo, él, que sin duda había colaborado en tal empresa de forma tan decisiva, sorprende a
sus lectores con la definición de materialismo más escueta que podía imaginarse:
ʺNo contarse historiasʺ, esta fórmula ha terminado por ser para mí la única definición de
materialismo; e intentar, al ʺpensar por mí mismoʺ (frase de Kant retomada por Marx), volver el
pensamiento de Marx claro y coherente a todos los lectores de buena fe y con exigencias teóricas
(Althusser, 1985: 213‐214/295).
Althusser toma la fórmula de Engels, alude textualmente a Kant, y, en realidad, no dice nada que
no pueda encajar muy bien en las Regulae de Descartes. Para desembocar en un resultado
semejante –y se verá que la salida de Althusser no tiene nada de inoportuna– la historia de la
filosofía se ha debatido en todo tipo de problemáticas enfermas de entre las cuales resalta la
paradójica situación descrita en el capítulo anterior en la que se ha visto al materialismo esforzarse
en un recurso hiperidealista para combatir el idealismo mismo.
No queda más remedio, pues, que continuar analizando la coyuntura específica en la que Marx,
Engels y tantos otros se quisieron ʺmaterialistasʺ. Se quisieron tales frente a un aire viciado cuyo
síntoma preeminente fue la especulación hegeliana y cuya atmósfera merece por título el nombre
de idealismo alemán. La tradición materialista condensó la tesis básica del idealismo en la
sentencia hegeliana ʺsólo lo espiritual es realʺ (Phä, III: 25/19). Las consecuencias teóricas de esta
tesis fueron imaginadas de mil maneras, a cual más pintoresca, pero ninguna de ellas tenía en
verdad nada que ver con el sistema hegeliano en la que se hallaba inserta; resulta, en efecto,
patético que Bloch tuviera que recordar en 1962 que, se dijera lo que se dijera, ʺHegel encuentra
también verdadera a la materiaʺ, pues resulta evidente, para empezar, que ʺHegel no conoce nada
completamente no‐verdadero, sólo que lo denomina unilateralʺ (Bloch, E., 1962: /402). De modo
que si hay que admitir que el materialismo tuvo razón en enfrentarse a semejante principio es
preciso reconocer que no la tuvo por los motivos que habitualmente se esgrimían, y se hace
imperioso, por tanto, sacar a la luz el verdadero motivo idealista así como la razón profunda de la
crítica materialista.
3.2. Lo verdadero es el todo
La aventura a la que llamamos ʺidealismo alemánʺ comienza marcada por una serie de
declaraciones de fe spinozistas. Hölderlin tenía alrededor de veintidós años cuando declara
solemnemente: ʺHén kaì pân! [...] No hay otra filosofía que la de Spinozaʺ. Por su parte, Schelling, en
una carta fechada el 4 de febrero de 1795, responde a Hegel en los siguientes términos:
Aún una respuesta a tu pregunta de si no creo que con el argumento moral lleguemos a un Ser
personal. Confieso que la pregunta me ha sorprendido. No la habría esperado de un gran
conocedor de Lessing como tú. Pero claro que me la has hecho sólo para ver si yo la he decidido
totalmente; para ti, está decidida hace tiempo. Tampoco para nosotros valen ya los conceptos
ortodoxos de Dios. Mi respuesta es: llegamos todavía más allá del ser personal. ¡Entre tanto, me he
hecho spinozista!

Mucho tiempo después, en sus lecciones de Historia de la filosofía, Hegel rinde a Spinoza este
famoso homenaje:

Cuando uno comienza a filosofar, tiene primero que ser spinozista. El alma debe bañarse en el éter
de esta sustancia única, en la que naufraga todo lo que se tiene por verdadero. Es la negación de
todo lo específico, a la que todo filósofo debe haber llegado; es la liberación del espíritu y su
absoluto fundamento.

Ahora ya no se trata de ser spinozista, sino de comenzar por serlo. Y en efecto, la aventura del
idealismo alemán ha comenzado por ver en Spinoza el océano divino en el que naufragan o se
sumergen todas las antítesis finitas en las que la historia de la filosofía ha navegado sin descanso.
El Absoluto es ese ahí en el que todo está en todo, en el que, consiguientemente, todos los
contrarios se unifican. Espíritu y materia, alma y cuerpo, libertad y necesidad, ser y nada, concepto
y ser, finito e infinito, razón y sensibilidad, idea y naturaleza, teoría y práctica, Estado e individuo,
todas las oposiciones cuidadosamente cultivadas y exploradas por la historia de la filosofía son, en
él, lo mismo. La situación de la filosofía en la que germinará el idealismo había sido con‐ densada
por Schelling, ya en 1795 (Cartas sobre dogmatismo y criticismo), en una célebre encrucijada: ʺO no
sujeto, y entonces objeto absoluto, o no objeto, y entonces sujeto absolutoʺ.
No hay idealismo más que en la medida en que se ha destinado a la filosofía a moverse en el éter
de lo absoluto. Teniendo en cuenta que el misterio propio en el que ha navegado toda la historia de
la filosofía es eso a lo que llamamos verdad, el idealismo tiene que ser entendido desde la
consideración de la modificación que introduce hacer de lo absoluto el ahí de la presentación de la
verdad.
Marzoa (1992: 61), en su excelente tratado De Kant a Hölderlin, ha advertido con razón, en este
sentido, que ʺsi cupiese la pretensión de evitar todo uso eventualmente equívoco de los vocablos,
tendríamos que evitar cualquier empleo de la palabra ʹabsolutoʹ fuera del discurso idealistaʺ. Es sólo
desde lo absoluto como punto de partida que tiene sentido la sentencia ʺsólo lo espiritual es realʺ.
Y en efecto, en el propio texto de Hegel, esta frase que tanto ha escandalizado al buen sentido
común materialista aparece como consecuencia directa de otra aparentemente mucho más neutral
o inocua: ʺlo verdadero es el todoʺ (Phä, III: 24/16). Toda la cuestión del idealismo, podría decirse,
surge del problema de que no se entiende ya en qué ha de consistir ese negocio al que llamamos
verdad si éste es referido al todo, y fuera de esta problemática las afirmaciones sobre el patrimonio
de realidad de lo espiritual carecen de todo significado.
3.3. El panteísmo como la religión alemana
En el capítulo anterior hemos citado algunos textos en los que Heine explica a los franceses lo que
ha ocurrido en Alemania hasta 1834. Una empresa, como se ha visto, en sí misma perversamente
invertida, cuando es notable que durante las décadas en cuestión es en Francia donde han
ocurrido las cosas, y en Alemania donde se han limitado a contarlas, a contárselas a sí mismos. En
Francia se ha cortado la cabeza a un rey. En Alemania a un Dios. El resultado es más coherente que
paradójico: en Francia se ha instaurado una república, en Alemania una religión: el panteísmo
spinozista.

No se dice, pero todos lo saben: el panteísmo es el secreto a voces de Alemania. Estamos


demasiado maduros para profesar el deísmo. Somos libres y no queremos déspotas celestes;
somos mayores de edad y no tenemos ya necesidad de cuidados paternales; hemos dejado de ser
mecanismos de un gran constructor: el deísmo es una religión buena para esclavos, para niños,
para ginebrinos, para relojeros. La religión secreta de Alemania es el panteísmo (Heine, 1834, III:
571/54).

Esta religión es presentada como el paralelo alemán de la filosofía materialista de los franceses, y
Heine explica este punto de arranque del idealismo en forma que, en comparación con los
aspavientos materialistas de más tarde, sorprende por su profundidad en el entendimiento del
impulso ilustrado:

Resulta un error el creer que la religión panteísta condene a los hombres a la indiferencia. Al
contrario, el sentimiento de su divinidad incitará al hombre a revelarla, y desde este momento
vendrán a glorificar la tierra los hechos verdaderamente elevados y el verdadero heroísmo. La
revolución política, que se apoyó en los principios del materialismo francés, no encontrará
adversarios en los panteístas, sino buenos colaboradores que han llevado sus convicciones a un
principio más profundo, a una síntesis religiosa. Nosotros buscamos el bienestar de la materia, la
felicidad material de los pueblos, y no porque despreciemos al espíritu, como lo hacen los
materialistas, sino porque sabemos que la divinidad del hombre se revela igualmente en su forma
corporal, que la miseria destruye o envilece el cuerpo, imagen de Dios, y que el espíritu va
arrastrado en la caída. La gran frase de la revolución, pronunciada por Saint‐Just: El pan es el
derecho del pueblo, se traduce así entre nosotros: El pan es el divino derecho del hombre. No
combatimos por los derechos humanos de los pueblos, sino por los derechos divinos de la
humanidad. [...] Nosotros queremos una democracia de dioses terrestres, iguales en beatitud y
santidad (Heine, 1834, III: 570/53).

El drama histórico alemán es resumido por Heine mediante una parábola muy ilustrativa. Un
mecánico inglés logró construir un autómata que funcionaba como un verdadero gentleman, al
que, para que fuese completamente un hombre, no le faltaba sino un alma. La pobre criatura,
consciente de su imperfección, ʺatormentaba noche y día a su creador suplicándole que le
proveyese de ellaʺ. Este insistente ruego se hizo finalmente tan insoportable que el genial artista
tuvo que salir huyendo de su obra maestra y ésta le persiguió por todo el mundo sin cesar de
suplicarle al oído Give me a soul! Y sin embargo, si ésta es quizá –como apunta Heine– una forma de
describir el drama inglés, puede afirmarse que el drama alemán es inverso y mucho más pavoroso:

Es ésta una historia terrible, y es una cosa tremenda si los cuerpos que nosotros creamos nos
piden un alma; pero más espantoso, más terrible, más cruel, es crear un alma y oírla pedir un
cuerpo y que os persiga con ese anhelo. El pensamiento creado por nuestra inteligencia, es una de
esas almas que no nos deja descansar, hasta que le demos cuerpo, hasta que no la realizamos en
hechos sensibles. El pensamiento quiere convertirse en acción, el verbo anhela encarnarse y, ¡oh,
maravilla!, el hombre, como el Dios de la Biblia, no necesita sino expresar su pensamiento para que
el mundo se acomode a sus deseos; la luz a la oscuridad se hace, las aguas se separan de la tierra,
o bien aparecen bestias feroces. Es el mundo de la configuración de la palabra (ibíd., 592‐293/73‐
74, SN).

El juego persecutorio aquí descrito sólo puede descansar en un lugar en el cual las palabras y los
hechos hayan logrado fundirse en una unidad. Un lugar en el que el verbo y la carne sean la misma
cosa, en el que Dios y Naturaleza, lo lógicamente exigido y la realidad efectiva, no tengan que
buscarse incansablemente. No es extraño, pues, que Alemania pusiera todo su anhelo en el
panteísmo. Alemania se vive a sí misma como un alma que pide desesperadamente un cuerpo. Y
para Alemania, que no puede confiar en la potencia de las armas en el campo de batalla, la única
esperanza es la infinitud de la razón: que el pensamiento sea capaz de generar lo ente mismo en su
conjunto. Sólo hay dos posibilidades: o que sea posible crear el mundo con la Palabra, como
acontece en el Génesis, o que la Palabra misma sea capaz de hacerse carne, como ocurre en el
Evangelio y ahora ha ocurrido en la Revolución francesa.
3.4. El "dispositivo Jesús"

Puesto que en la sabiduría de Dios el mundo no conoció a Dios por medio de la sabiduría,
pareció bien a Dios salvar a los que creen por medio de la bcura proclamada en alta voz.
Porque los judíos piden señales y los griegos sabiduría; nosotros, por el contrario,
proclamamos a un ungido crucificado, escándalo para los judíos, locura para las gentes,
pero, para los elegidos, judíos o griegos, poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura
de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres.

(1 Co 1, 20‐25)
El diagnóstico de Heine respecto a la atmósfera ideológica alemana nos retrotrae a los orígenes del
problema. Ya no se trata tan sólo de pulsar los latidos de corazón de la izquierda hegeliana a partir
de 1835. El origen de la enfermedad se remonta cuando menos a 1795 y su verdadero desarrollo
ha tenido lugar en el sistema hegeliano en su conjunto. En todas estas décadas, Alemania ha
representado un drama muy concreto, el drama de un alma desprovista cuerpo: ʺEl pensamiento
quiere convertirse en acción, el verbo anhela encarnarseʺ. Alemania está en este sentido abocada a
repetir la figura de la conciencia desdichada que Hegel ha descrito en forma tan impresionante en
la Fenomenología. A no ser que, precisamente, Hegel tenga razón. A no ser que esta nueva
encarnación del lógos encuentre su ahí en la humanidad en su conjunto y no en un niño en Belén.
Pero semejante diagnóstico afecta muy profundamente al estado de la cuestión al que
desembocamos en los capítulos anteriores. Como toda conclusión, nos habíamos vetado entender
por materialismo ninguna otra cosa que no fuera, al menos en principio, pensar ʺen el afuera de
Hegelʺ, lo que podríamos considerar como la ecuación que nos ha servido de punto de partida, en
tanto describía sucintamente la coyuntura de la que arrancamos en 1845. Ahora no existe más que
una pista para mostrar lo que está verdaderamente en juego en esa ecuación: el materialismo
tiene que comenzar por ser, esencialmente, una toma de postura respecto a la encarnación del
lógos. ʺEncarnaciónʺ que ya no se espera como la llegada de un niño‐Mesías, sino como el estallido
en el reino de los hechos de una revolución ʺfrente a la cual la francesa no habrá sido sino un juego
de niñosʺ.
Alemania no descansará hasta que el pensamiento creado por su inteligencia no se realice
sensiblemente, hasta que ʺsu alma logre darse a sí misma un cuerpoʺ. Y en 1845, cuando Marx
escribe La ideología alemana, todavía no ha hallado ese descanso. El anhelo fustrado de Alemania
ha contaminado la geografía teórica –tan minuciosamente detallada por Kant– con toda suerte de
problemáticas enfermas hasta que finalmente, a los ojos de Marx, la enfermedad ha hecho crisis en
la obra de Stirner, mostrando sencillamente que no había respuestas, sino síntomas. Si el
ʺmaterialismoʺ debe ser realmente un dispositivo teórico capaz de arrancarse del seno de esta
patología, todo él tiene que comenzar por definirse –cosa que nunca hizo literalmente– frente a la
cuestión crucial de la ʺencarnaciónʺ.
Que ʺel alma sea capaz de darse un cuerpoʺ encierra un misterio que la historia de la filosofía ha
diseccionado sin descanso desde sus mismos comienzos y que conviene que quede resumido para
nosotros en una segunda ecuación fundamental a engranar en la resolución de la cuestión
debatida en este libro: de un modo u otro la infinitud de la razón idealista encuentra su secreto
más profundo en un misterio con el que se inicia el evangelio de San Juan: ʺel Verbo se hizo carneʺ.
Existe una equivalencia entre la encarnación del lógos y la infinitud de la razón.
Esta ecuación sólo ha tenido una prestigiosa y monumental excepción: precisamente, el conjunto
entero de la filosofía cristiana. El universo cristiano, en efecto, jamás convirtió la ʺencarnación del
Verboʺ en el ejercicio mismo de la razón. Al contrario: la ʺencarnaciónʺ fue la ʺlocura proclamada en
alta vozʺ, el misterio frente al cual la razón finita buscaba perplejamente sus caminos. Y es
precisamente por eso por lo que el Absoluto no se ha encarnado en la Humanidad misma, sino,
absurda y desdichadamente, en un niño nacido en un portal, un niño que es, él mismo, el todo,
pero un todo hecho carne, al que hay que perseguir por aquí y por allá, incluso si comete la
insensatez de hacerse crucificar. Desde un punto de vista griego, un absurdo equivalente a pensar
un teorema matemático que ensuciara sus pañales entre un burro y una vaca. Pero, desde el
idealismo alemán, la aludida equivalencia va a señalar, en cambio, el lugar mismo de lo absoluto: la
humanidad, la historia, el ahí en el que lo absoluto logra definitivamente acontecer, volverse real y
efectivo.
Por demás, el que la teología cristiana jamás haya admitido la identificación entre encarnación del
Verbo e Infinitud de la Razón no significa que no haya previsto perfectamente el peligro de
semejante operación lógica, diagnosticándolo además repetidamente como panteísmo. Y es, en
efecto, en la Alemania panteísta de 1795 en la que van a desatarse todas las potencias
especulativas de afirmar dicha ecuación. ʺUn alma capaz de darse a sí misma un cuerpoʺ es tanto
como una razón capaz de proporcionarse a sí misma sus propios contenidos. Tanto como una
razón capaz de haber ʺrazonadoʺ su propia sensibilidad de un modo tal que ésta quedara superada.
Toda la matriz estructural llamada en Kant ʺsensibilidadʺ se convierte, de este modo, en ʺmomentoʺ
de un dispositivo más profundo, un dispositivo‐Jesús, sin duda, pero de un Jesús que ya no predica
un amor al que le falta la seriedad, el rigor y la paciencia: se trata ahora de una reconcialiación
entre la razón y el mundo, en virtud de la cual la historia está ya madura para recobrar la unidad
perdida, no en la figura de la sensibilidad, sino en la figura del espíritu. Éste es el momento que,
bajo el signo del ʺgran Hegel, el más grande filósofo que haya dado Alemania desde los tiempos de
Leibnizʺ, saluda Heine con estas palabras:
Dios es, por consecuencia, el verdadero héroe de la historia universal. La historia no es otra cosa
que su pensamiento eterno, su eterna acción, su palabra, sus hechos, sus gestos, y se puede decir
con razón que la humanidad entera es una encarnación de Dios (Heine, 1834, III: 570/53 SN).

Pero una sensibilidad convertida en momento del despliegue de otra cosa es una contradicción en
los términos, pues lo sensible es, precisamente, lo dado. La Infinitud de la Razón implica, en efecto,
que el concepto pueda generar sus propias intuiciones, que la forma sea capaz de generar la
materia, que el ser sea el ente, que el amor por el saber sea –tal y como quiere Hegel– el saber
mismo. Esta retahíla de afirmaciones no está en absoluto probada. Pero precisamente la propia
filosofía hegeliana consiste en probarlo. Por esto, tampoco pueden comprenderse de entrada; sólo
al final resultan inteligibles; es más, la dificultad reside en que sólo el sistema hegeliano mismo es
capaz de hacerlas inteligibles.
3.5. Recuperar Grecia es fundar Alemania
La encarnación del lógos que proclama el idealismo ha sido anunciada en la Revolución francesa. Lo
que ésta –siempre contemplada desde Alemania– tiene de acontecimiento sin igual en la historia
de la humanidad es que en ella la razón y el mundo se han fundido en una unidad. Dios se ha
hecho tierra. La revolución, en efecto, ha levantado la bandera de la razón, la libertad, la igualdad,
la humanidad, y ha triunfado. Su triunfo es el acta fundacional de un nuevo reino, en el que la
razón se ha hecho cargo de todo lo terrestre, pues nunca hasta ahora se había visto a la obra de la
razón remover de este modo los últimos cimientos del planeta.

Desde que el sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el
hombre se apoyase sobre su cabeza, esto es, sobre el pensamiento, y edificase la realidad
conforme al pensamiento (VorPh‐ Gesch, XII: 529/692).

Por primera vez, nos dice Hegel, se ha mostrado y reconocido que como decía Anaxágoras, el noûs
rige el mundo. ʺTodos los seres pensantes han celebrado esta época. Una emoción sublime reinaba
en aquel tiempo; el entusiasmo del espíritu estremeció al mundo, como si sólo entonces se hubiese
llegado a la efectiva reconciliación de lo divino con el mundoʺ (ibídem). Es el punto culminante de lo
histórico, es decir, del lugar en el que la Idea y la Naturaleza se reconocen. La revolución aparece
así como el verdadero momento en que el Verbo y la Carne se reconcilian finalmente. Frente a ella,
la venida de Jesús al mundo no ha sido sino un episodio ʺdesdichadoʺ, de inmensa importancia sin
duda, pero necesariamente abocado al fracaso. En Jesús el Verbo se ha hecho carne, pero eso no
garantiza su reinado; antes bien, Jesús ha predicado el amor y el amor –nos dice el joven Hegel– es
una aventura ʺinsulsa e impacienteʺ, incapaz de conservar la unión de lo que debe unir. La
Revolución francesa, por el contrario, ha encarnado el Verbo en la forma de reino racional,
depositando en la razón el gobierno del mundo. En la revolución, el Verbo se ha hecho realidad
efectiva como república de la humanidad.
Lo que la Revolución francesa ha introducido en el mundo ha sido nada más ni nada menos que el
Absoluto. En ella, el Absoluto ha acontecido e incluso, podría decirse, ʺse ha paseado a caballoʺ. El
13 de octubre de 1806, al día siguiente de la victoria de Napoleón en Jena, Hegel escribe:

He visto al emperador, esa alma del mundo, atravesar a caballo las calles de la ciudad [...] Es un
sentimiento prodigioso contemplar a un individuo que, concentrado sobre un punto, sentado
sobre un caballo, abarca el mundo y lo domina [...] Todo el mundo, como yo mismo en otros
tiempos, desea el éxito al ejército francés, cosa que no puede menos de ocurrir, dada la increíble
superioridad de su jefe y de sus soldados frente a sus enemigos (Briefe, 120).

En la Fenomenología del Espíritu, puede comprobarse el rendimiento teórico que supone llamar a
Napoleón, precisamente, ʺalma del mundoʺ:

Esta infinitud simple o el concepto absoluto debe llamarse la esencia simple de la vida, el alma del
mundo, la sangre universal, omnipresente, que no se ve empañada ni interrumpida por ninguna
diferencia, sino que más bien es ella misma todas las diferencias así como su ser superado y que,
por tanto, palpita en sí sin moverse, tiembla en sí sin ser inquieta. Esta infinitud simple es igual a sí
misma, pues las diferencias son tautológicas; son diferencias que no lo son (Phä, III: 132/101).

Si el Absoluto ha regresado a la Tierra es porque en algún momento se perdió. Se perdió, en efecto,


cuando la humanidad perdió Grecia. Grecia ha sido para Hegel el ʺparaíso perdido de lo políticoʺ, el
paraíso que será siempre el polo de referencia necesario del espíritu humano. Se ha señalado que
la visión que Hegel tiene del universo griego está contaminada de jacobinismo (Papaioannou, K.,
1962: 36). Se trata de un efecto inevitable que emana de la convicción de que en la Revolución
francesa la humanidad está recuperando precisamente lo que los griegos poseyeron y el
cristianismo había ya perdido: el lógos, entendido como el poder unificador capaz de hacer de lo
real un Todo. Y en Grecia, como en la Francia de 1789, este poder unificador –que por su parte el
cristianismo había querido entender como amor– era lo político.
En este sentido, la revolución contemporánea recorre a la inversa el camino de esa otra revolución
por la que el cristianismo logró desplazar a las religiones paganas (Hegel, 1796,1: 202 y ss./l48). En
mostrar por qué este recorrido inverso no es sencillamente una simple restauración reside toda la
grandeza y complejidad del pensamiento hegeliano. Hegel no es ni un mero nostálgico de Grecia ni
un enemigo del cristianismo en la línea de Nietzsche. Su filosofía en modo alguno podría pretender
ahorrarse todos los siglos de ʺenfermedadʺ cristiana que el Espíritu absoluto mismo no ha tenido a
bien ahorrarse. La restauración hegeliana de la plenitud griega no quiere perder nada del
minucioso trabajo de lo negativo en el que esa plenitud se perdió durante el cristianismo. El
cristianismo es, más bien, el engranaje fundamental del dispositivo por el que el Absoluto, siendo
capaz de perderse para recuperarse en su pérdida, regresa sobre sí apareciendo, en virtud de este
movimiento de retorno a sí, como Espíritu. La Grecia recuperada no puede ser –y ahí reside su
superioridad espiritual– la Grecia perdida. Recuperar Grecia es fundar Alemania.
3.6. La pérdida del lógos
¿Y qué era Grecia? Ante todo, para Hegel, una república. Lo que significa fundamentalmente una
realidad política en la que el poder es aún inmanente, capaz de unificar la totalidad de lo real en
este mundo. El hombre griego buscaba su esencia en la república: era, ante todo, un ciudadano. ʺEn
tanto que hombres libresʺ, los griegos ʺobedecían a leyes que ellos mismos se habían dadoʺ. En
tanto que el Estado no se enfrentaba a ellos como algo ajeno, sino, por el contrario, como la fuente
misma de su condición esencial, su ciudadanía, los griegos no conocían la desdicha de estar
separados de la totalidad. Antes bien, esta totalidad era la fuente de la alegría y el orgullo que
efectivamente caracterizaron a este pueblo.
La idea de su patria, de su Estado, era la realidad invisible, la cosa más elevada para la que
trabajaba y se esforzaba. Era el fin último del mundo o el fin último de su mundo. Este fin lo
encontraba representado en la realidad o colaboraba a su representación y conservación. Delante
de esta idea su individualidad se esfumaba. Para esta idea solamente reclamaba perdurabilidad o
vida eterna, y se bastó para conseguirlo. Nunca o casi nunca se le ocurrió pedir perdurabilidad o
vida eterna para sí mismo en cuanto individuo, y menos todavía rogar por ella (Hegel, 1796,1:
205/151).

De hecho, el individuo sólo aparece cuando el ciudadano se pierde. El ciudadano se siente


perteneciente al todo mediante la participación política activa en la vida de su república. Y se siente
perdurar en la medida en que su república perdura. Ser separado de su república es para él –como
lo habría sido para Sócrates– algo aún más incomprensible que la muerte. Es más, es la muerte
misma pero encerrando un terror desconocido para el griego. Mientras se pertenece al todo y el
todo es capaz de perdurar en lo político nada muere en realidad. El individuo, por el contrario, no es
sino un nombre de la muerte, pues ha sido amputado de la vida del todo y con su desaparición
física no se siente perdurar en nada. En este sentido se puede decir que la historia conoció la
muerte cuando conoció el individuo. Tal cosa ocurrió –nos dice Hegel– cuando la virtud que
Montesquieu definió como principio de la vida republicana desapareció de una maquinaria estatal
secuestrada cada vez más por una aristocracia corrompida que consolidaba el poder mediante la
violencia. Esta virtud representaba la participación activa del ciudadano en la defensa de una idea:
su patria.

La imagen del Estado en cuanto producto de su propia actividad desapareció del alma del
ciudadano; la preocupación por la totalidad y la visión conjunta sobre la misma ya era asunto de un
solo individuo o de unos pocos. La dirección de la maquinaria de Estado se confió a un número
restricto de ciudadanos (1796,1: 206/152).

Y entonces la ʺtotalidad se rompió en pedazosʺ. La vida dejó de ser vida del todo y cada fragmento,
cada individuo, enfrentó la desdicha de seguir viviendo tan sólo mientras la muerte física no
acudiera a ponerle término:

La muerte –el fenómeno que destruía toda la trama de sus fines, la actividad de toda su vida– debió
de parecerle espantosa, pues ya no había nada que le sobreviviera. Al republicano, en cambio, le
sobrevivía la república; por lo que tenía la impresión de que ésta, que era su alma, era algo durable
(ibídem).

La condición de individuo –surgida de la descomposición del estado republicano– no sólo implicaba


el temor de morir: conllevaba el espantoso descubrimiento de que la vida misma no era sino una
metonimia de la muerte. ʺEn esta situación se ofreció a los hombres una religión que se encontraba
ya adaptada a las necesidades de la época, puesto que se formó entre un pueblo de similar
corrupción y a partir de un vacío y una carencia parecidaʺ (1796, I: 208/153). No fue, pues, según
Hegel, el cristianismo la enfermedad capaz de sepultar el universo pagano del griego y el romano.
El cristianismo se limitó a ser la religión oportunista que podía responder a la desesperada
búsqueda de un remedio a la que el helenismo se había visto abocado. El cristianismo era la
religión de un pueblo esclavo y desgarrado, y estaba, en consecuencia, preparado para descender
a la altura de una época de desgarramiento y penuria.
El ciudadano griego no moría porque quien realmente había vivido siempre en él era la república.
Sólo el individuo tiene la ʺhumilde vanidadʺ de pretender vivir sin la totalidad. ʺLo verdadero es el
todoʺ y es el todo el que merece el título de viviente. Si el todo es la vida, arrancarse del todo es
tanto como morir. Y lo que con Grecia se ha volatizado en el helenismo es el propio lógos, la unidad
capaz de reunir lo real en un todo viviente. ʺEl poder de unificación ha desaparecido de la vida de
los hombres y las oposiciones pierden su viva relación y su reacción recíproca, tornándose
independientesʺ (Jubiläumsausgabe, I: 46). El cristianismo se ha hecho cargo de una situación en la
que el todo, la vida, el absoluto, ha huido de este mundo.
Se ha hecho cargo de la época que ha introducido la muerte. La humanidad perdió la unidad
política que era la vida del todo. Pero ʺla razón nunca pudo renunciar a la exigencia de encontrar lo
absolutoʺ. Y el cristianismo se lo ofreció ʺmás allá de la esfera de nuestro poder, de nuestro quererʺ,
pero, por lo menos, ʺal alcance de nuestros ruegos y plegariasʺ. Lo que Grecia quería precisamente
porque lo tenía, el cristianismo tuvo que conformarse con esperarlo (cfr. 1796,1: 208/153). Lo divino,
es decir, lo viviente, lo que perduraba para el griego mientras perdurara la república, se convirtió
en Dios, es decir, en un objeto separado, en una potencia separada y ajena sin otra proximidad que
la plegaria. Dios se convirtió en el señor de una moral de esclavos.
La dialéctica del amo y del esclavo recorre todo el camino histórico que se inicia en el helenismo y
se extiende a toda la era cristiana. Y paralelamente, y por los mismos motivos, la naturaleza misma
se cosificó, al faltarle ahora su vida interna. Apareció como naturaleza muerta, desprovista de toda
divinidad.
3.7. Lo absoluto, la determinación y la muerte
Ahora bien, un Absoluto que se pierde no es Absoluto más que si logra ser su propia pérdida. La
humanidad que perdió Grecia, no habría perdido verdaderamente lo Absoluto si lo Absoluto no
fuera capaz de perderse a sí mismo sin dejar de ser Absoluto, o más bien, según el armazón mismo
del sistema hegeliano: sin que el Absoluto no se perdiera a sí mismo para ser Absoluto como
Espíritu. Si la era cristiana ha introducido la muerte en el mundo es porque el Absoluto no ha
podido ser Absoluto sin la muerte. El Napoleón que galopa por las calles de Jena, ʺese alma del
mundoʺ, no es simplemente el Absoluto perdido. Lo es, podría decirse, con toda la complejidad del
sistema hegeliano en su conjunto.
El absoluto –nos ha dicho Hegel– no se asusta ante la muerte. Afirmar que lo real es una totalidad
orgánica y viva a la que llamamos Mundo o Dios es tan sólo un punto de partida: el spinozismo
alemán que caracteriza este momento histórico. El hombre puede sentir su. dependencia de la
totalidad, su pertenencia al absoluto. Pero este sentimiento no tiene nada de especial; lo
sorprendente no es que todo sea uno, sino que, precisamente, algo pueda ser separado de la
totalidad. Y en este sentido, podría hacerse del cristianismo el mismo elogio que hace Hegel al
entendimiento en el prólogo a la Fenomenología:

La actividad de separar es la fuerza y la labor del entendimiento, de la más grande y maravillosa de


las potencias o, mejor dicho, de la potencia absoluta. El círculo que descansa cerrado en sí y que,
como sustancia, mantiene sus momentos es la relación inmediata, que, por tanto, no puede causar
asombro. La potencia portentosa de lo negativo reside, por el contrario, en que lo vinculado, lo que
sólo tiene realidad en su conexión con otro, alcance un ser allí propio y una libertad particularizada
en cuanto tal, separado de su ámbito. La muerte, si así queremos llamar a esta irrealidad es lo más
espantoso, y el retener lo muerto lo que requiere una mayor fuerza. La belleza carente de fuerza
odia al entendimiento porque éste exige de ella lo que no está en condiciones de dar. Pero la vida
del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la
que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de
encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento (Phä, III: 36/23‐24).

Lo absoluto no puede ahorrarse ninguna determinación. La mística oscuridad romántica en la que


todo es uno como en la noche en la que todos los gatos son pardos no encierra, en realidad,
prodigio alguno que no haya adelantado siempre ya la ignorancia, para la cual todo está en todo a
fuerza de indeterminación. Es el navegar científico en el elemento de la verdad el que causa
verdadero asombro, pues sólo él es capaz de separar y de retener separado lo que no puede sino
pertenecer al todo. ¿Cómo es que se logra arrancar algo a la totalidad sin que ésta deje de serlo?
¿Es que acaso hay algún lugar fuera del todo, fuera de lo absoluto, en el que alguna realidad
pudiera ser, por decirlo así, depositada? El romanticismo, al huir con horror de la determinación, ni
siquiera ha estado a la altura de la religión, pues ésta, al menos, había concebido un Dios lo
suficientemente valiente para crear un mundo que nada podía añadirle y que, siendo Él la vida, no
podía sino ser definido como su propia muerte. Por esta capacidad de mantenerse vivo en su
propio desgarramiento, el cristianismo había sido capaz de pensar a Dios no como mera totalidad
inerte, sino como espíritu libre. En adelante, el homenaje hegeliano al cristianismo va a convertirse
en la clave de toda su interpretación de la historia, pero también de todo su sistema, en tanto que
el cristianismo, habiendo sido capaz de plantear el problema de lo absoluto en el misterio de la
Trinidad, ha tropezado con la consistencia misma de la razón especulativa. El absoluto no puede
ser simplemente la identidad: tiene que ser capaz de ser la identidad de la identidad y la no
identidad. Tiene que ser capaz de perderse y de reconocerse en su pérdida. Y por lo mismo, la
recuperación de la unidad política perdida no se agota ya en la pertenencia del ciudadano al Estado;
la revolución no sólo ha anunciado la república, sino la patria del individuo libre. La pertenencia a la
totalidad aparece ahora como evidencia y como tedio frente al misterio por el que lo separado, en
el ejercicio de su libertad, logra con su obra que la totalidad misma se reconozca a sí misma en su
negación.
3.8. Del Todo al Espíritu
La famosa sentencia del Prólogo de la Fenomenología que nos ocupa, ʺlo verdadero es el todoʺ, sólo
se entiende al advertir que dice exactamente lo mismo que esta otra contenida unos párrafos más
allá: ʺsólo lo espiritual es realʺ. La transición entre estas dos tesis obliga a plantear lo siguiente: ʺDe
lo Absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es en verdad, y
en ello precisamente estriba su naturaleza, que es la de ser real, sujeto o devenir de sí mismoʺ (Phä,
III: 24/16).
La consistencia misma de este recorrido hegeliano que reúne todo lo característico de su proceder
especulativo se resume en la afirmación de que sólo el Espíritu puede realmente serlo todo. Y esto
es lo que hay que demostrar. La razón es que sólo el Espíritu puede ser tanto lo que es como lo que
no es. Sólo él puede, pues, devenir sin perderse en su devenir. El Espíritu consiste él mismo en un
camino hacia sí: consiste en reconocerse, en saberse, en conocerse. Todo el secreto del sistema
hegeliano reside en mostrar que todo camino o itinerario, todo devenir, todo recorrido real, como
la historia misma en su conjunto, tiene que ser y puede ser mostrado como un camino de este tipo,
como un camino espiritual. Ya se trate de que una tiza caiga al suelo o de que un pueblo haga una
revolución, tiene que tratarse ahí de un camino del Absoluto hacia sí mismo. Pues el Absoluto tiene
que serlo todo, la caída de la tiza y la revolución, tiene que ser capaz de ser cualquier juego de lo
real consigo mismo.
La fórmula general del idealismo hegeliano que tanto sorprendió por su contundencia al
materialismo ingenuo, la tesis de que ʺsólo lo espiritual es realʺ, es en realidad una consecuencia
directa y extremadamente simple del mero planteamiento del concepto de absoluto. Y esto es lo
que jamás debe olvidarse al investigar el verdadero punto de confrontación en que debate el
materialismo. El problema se sitúa en el punto de partida por el que una decisión teórica de
carácter ʺpanteístaʺ ha decidido traspasar a lo real una definición que toda la tradición ha
reservado a la divinidad. Lo real es lo absoluto. Pero lo único que estrictamente podemos
considerar absoluto en lo real es su totalidad y de ahí que Hegel considere como único punto de
partida posible la afirmación ʺlo verdadero es el todoʺ. La Fenomenología misma, que ha partido de
la negativa respecto a este comienzo, no demuestra en su conjunto sino la inevitabilidad por la
que, de espaldas a las pretensiones de la conciencia, la verdad se ha movido desde el principio en
el elemento de la totalidad; incluso la primera pretensión de la conciencia de nombrar lo sensible
inmediato no hace sino poner en libertad el concepto de totalidad, en la forma más abstracta y
pobre imaginable, como un universal indiferente a toda particularidad. No hay por qué permanecer
en esta indigencia; pero ella misma demuestra que, incluso en la indigencia, verdad y totalidad se
pertenecen mutuamente.
Pues bien, el todo, en efecto, no es relativo a nada. Nada le falta ni hay nada que pueda arrancarse
de él, pues no hay ningún afuera que pueda afectarle. Es, por tanto, lo inmóvil y lo eterno. Sobre él
es preciso verter la misma argumentación que Platón, en el Timeo, hacía sobre el mundo: el todo
no tiene ojos porque no hay nada fuera de él que pueda ver, no tiene pies porque no tiene ningún
sitio donde ir, no tiene manos porque nada hay que pueda agarrar.
El todo es lo inmóvil. Más que antihegeliano sería sencillamente absurdo concluir de aquí que la
caída de esta tiza o la Revolución francesa no son ʺverdaderasʺ. Pero si esta tiza cae o la Revolución
francesa triunfa será inevitablemente porque en sus respectivos devenires es el todo el que ha
jugado consigo mismo. Será porque en algún sentido –que supone todo el corazón especulativo de
Hegel– puede afirmarse que la tiza y la revolución son ellas mismas el todo. Es inevitable afirmar
con Anaxágoras que ʺtodo está en todoʺ, pero en adelante la suerte de toda la filosofía de Hegel se
juega en encontrar la manera en que precisamente todo logra estar en todo. O lo que es lo mismo:
cómo el todo, que no puede devenir, puede ser capaz de ser todos los devenires.
Ahora bien, decir que Hegel fue capaz de pensar un absoluto en devenir no es más que plantear la
pregunta, no especificar ninguna respuesta. La fórmula ʺel Absoluto es resultadoʺ contiene, sin
duda, todo el problema hegeliano pero no hace sino plantear la monumental incógnita que su
sistema consiste en resolver. Pues el Absoluto es precisamente lo que no puede devenir: el todo no
puede llegar a ser otra cosa que lo que es sin dejar de ser todo. Pero tampoco puede dejar de ser la
insignificante caída de una tiza si realmente ha de serlo todo. La encrucijada obliga a pensar una
inquietud inmóvil, un devenir en lo eterno. Si el Absoluto tiene que poder ser tiene que ser ‐como
apuntan tantas fórmulas hegelianas‐ ʺlo mismo que es capaz de hacerse otro sin dejar de ser lo
mismoʺ, ʺla identidad de la identidad y de la no identidadʺ, ʺel vínculo del vínculo y el no vínculoʺ,
ʺuna diferencia capaz de ser su diferenciadoʺ. En definitiva: el Absoluto sólo puede ser concebido si
es posible alumbrar un procedimiento de añadir algo al todo sin que el todo deje de serlo y sin que
haya dejado de serlo nunca. Es preciso que la realidad misma consista en un añadir que no añada
nada. ʺEl juego de lo real consigo mismoʺ tiene que ser un devenir sin devenir, un sumar sin
cambiar o un cambiar sin sumar.
3.9. Absoluto en devenir e infinitud de la razón
Es preciso insistir en que nos encontramos en esta situación desde el mismo momento en que
intentamos definir lo real como absoluto; desde el mismo momento en que afirmamos,
consiguientemente, que sólo el todo es lo verdadero. El Absoluto no tiene ningún sitio hacia el que
caminar, ni hay fuera de él sitio alguno desde el que encaminarse hacia él. Pero, por ejemplo, la
religión misma es un camino hacia el Absoluto, una relación viva con el Absoluto. Y si el Absoluto
tiene que serlo verdaderamente todo tiene que poder ser ese camino. La Fenomenología misma
plantea el camino que sigue la conciencia individual hacia el saber absoluto, es decir, el camino de
formación que el individuo tiene que experimentar para estar en condiciones de adentrarse en el
sistema hegeliano, en el despliegue de lo absoluto. La paradoja radical es que hacia el Absoluto no
pueden existir caminos. A no ser que el absoluto sea el camino mismo, que sea el Absoluto el que,
en cualquier caso, haya caminado hacia sí. Y en efecto, éste es el motivo de la específica y genial
ambigüedad hegeliana por la que la ʺciencia de la experiencia de la concienciaʺ es al mismo tiempo
la ʺfenomenología del Espírituʺ.
Pero no sólo la religión o la Fenomenología, cualquier movimiento o inquietud tiene que ser un
camino del absoluto hacia sí mismo. Por todas partes nos vemos arrinconados a pensar un
absoluto que camina hacia sí mismo y a afirmar a un tiempo que nada puede ser añadido al
absoluto si realmente el absoluto ha de ser todo. Arrinconados, podría decirse, a pensar un añadir
que no añada nada y que sea sin embargo verdadero añadir.
El que Hegel resuelva la paradoja en cuestión no tiene más de sorprendente que lo que de
sorprendente tiene toda la historia de la filosofía, pues toda la historia de la filosofía ha
proporcionado la respuesta. Lo único que es capaz de añadirse a lo real sin añadirle nada es el
lógos. Es más, el lógos sólo se añade a lo real a condición de no añadirle nada. El misterioso respeto
que Grecia ha despertado siempre en toda nuestra tradición reside en la convicción de que ella fue
la que introdujo en el mundo natural y la historia entera del homo sapiens el pavoroso milagro del
decir lógico. Grecia abrió en el mundo un espacio en el que las cosas podían ser dichas. No es,
desde luego, que inventara el lenguaje. No es sólo que los hombres siempre hubieran hablado,
sino que de hecho han seguido hablando sin necesidad de Grecia ni de la filosofía. Pero la palabra
no es en este sentido sino una cosa más entre las cosas, una cosa que como cualquier otra, y pese
a toda su particular especificidad, transcurre en el tiempo, recorre el espacio, interviene en los
aconte‐ ceres, se utiliza como un instrumento para modificarlos, afecta lo real como una causa más
y él mismo es causado por ciertas cosas en el mundo de las cosas: una laringe, un cerebro, unos
intereses, una coyuntura cultural o política, unos ondas acústicas, etc. Mientras el lenguaje sea
sencillamente esto, por muy abismal que sea la distancia que separa el canto de los pájaros de los
decires humanos no se habrá abierto ningún recinto en lo real ante el que haya que detenerse
como ante un milagro. Y Grecia, precisamente, edificó ese recinto. Robó a lo real un lugar en el que
lo real no actuaba ni producía efecto alguno, un lugar en el que, por otra parte, si se llegó a
sospechar enseguida que tenía la capacidad de introducir en el mundo una nueva fuerza
portentosa e insólita, era tan sólo porque, en principio, podía ser introducido sin que nada se viese
afectado. A ese lugar le llamamos hoy conocimiento, o también, teoría. Grecia, como cualquier otro
pueblo, añadió a la historia una cultura y unos hechos; pero, también añadió al transcurrir histórico
algo insólito que la distinguió de todas las demás civilizaciones: la eternidad y ubicuidad de lo
matemático, de lo racional. Más que añadir, Grecia abrió en la historia y la sociedad un agujero ‐un
pozo en el que había caído Tales‐, una nada capaz de funcionar en adelante como ahí del ser y del
deber; un discurso de nadie y la exigencia de una patria de todos, o si se quiere, de ʺcualquier otro”.
Se produce un ʺefecto‐conocimientoʺ en lo real cuando la palabra es capaz de añadirse a las cosas
sin añadirles nada. El asunto merece respeto, sin duda, pero en realidad no tiene nada de místico.
Decimos que conocemos algo cuando no decimos que lo golpeamos, lo comemos, lo
transformamos o, en general, lo vivimos. Si la propia palabra actúa como algo que se añade a lo
real produciendo en él algún efecto no decimos que la palabra esté conociendo sino que está
manejando lo real, que está llegando a algún tipo de trato con las cosas. El misterioso ahí que
Grecia abrió en la historia del mundo y del homo sapiens fue una habitación en la que la palabra era
capaz de seguir teniendo algo que decir sobre las cosas pese a arrancarse a toda relación de trato
con ellas. Ahí donde no hay nada que negociar con las cosas, en el supremo aburrimiento nacido
de un ocio ante unas cosas con las que no hay nada que hacer, Grecia instauró el negocio de lo
teórico. Grecia descubrió que incluso si no hubiera nada que hacer entre las cosas, la palabra
todavía tendría un quehacer fundamental: decir qué son. Y paciente y laboriosamente, Grecia se
empeñó en ir edificando ese particular ahí en el que la palabra se limitaba a dejar ser a las cosas, a
dejarlas, de algún modo, en paz, para que pudieran mostrarse. Lo que Grecia construyó fue un
hogar –imposible o no, pero en el que toda nuestra comunidad científica ha seguido empeñada
desde entonces– en el que la palabra se otorgaba a las cosas, un hogar en el que los hombres
aceptaban dejar de hablar para que fueran las cosas quienes hablaran, un lugar en el que la
legislación de la razón exigía que sólo las cosas tuvieran derecho a tomar la palabra.
No es en este punto en el que el materialismo puede apartarse del idealismo huyendo de Grecia.
Asumir la seriedad y gravedad del misterio que lo teórico introduce en este mundo corresponde en
general a eso que llamamos historia de la filosofía, o incluso tradición occidental, y los hechos
demuestran que en la medida en que el materialismo se apartó de esta cuestión, se sustrajo
también del interior de la filosofía para perderse en consideraciones baratas que interpelaban más
que nada al sentido común. De nuevo tuvo que ser fundamentalmente Althusser quien enderezara
esta situación, operando igual que Husserl contra todo historicismo y todo psicologismo respecto a
lo teórico y recordando que el problema del materialismo no se jugaba en absoluto en la
caracterización hegeliana de la teoría, sino en el hecho de que ésta fuera pensada por Hegel como
la pieza que venía oportunamente a resolver el dilema incomprensible de un absoluto en devenir,
lo que es un problema enteramente distinto. En cuanto a lo teórico mismo se refería, Althusser
señalaba más bien una solidaridad de principio entre Hegel y Marx que camina en la misma
dirección a la que venimos apuntando:

Se trataba de recordar con Marx que el conocimiento de lo real ʺcambiaʺ algo en lo real, porque le
agrega precisamente su conocimiento, pero que todo ocurre como si esta adición se anulase a sí
misma en su resultado. Como su conocimiento pertenece de antemano a lo real, puesto que es
sólo su conocimiento, sólo le agrega algo con la condición paradójica de no agregarle nada (1975:
158/159).

Lo que no es, una vez más, sino una forma de reconocer la especificidad misma de Grecia como
habiendo sido la única intervención en la historia de las civilizaciones capaz de haber añadido,
sobre todo, una nada, una nada en la que pudiera mostrarse el ser, es decir, un ahí del ser, o dicho
en alemán, como suele hacerse, un Dasein (término que fue traducido al francés por el propio
Heidegger como un être‐le‐lá). ¿Qué podría, en efecto, ʺañadirʺ a lo real un concepto, como no fuera
lo ideológico, el entramado de imágenes y prejuicios tribales, familiares o personales que nos
apartan o desvían precisamente de su realidad, de su verdad? Cuando en un laboratorio se pide
que se mida la temperatura, mediante un instrumento que lo que garantiza es precisamente que lo
que se aplica es un concepto y no un complejo de vivencias, lo que se persigue es poner fuera de
juego todo un sin número de añadidos respecto al asunto a tratar que inevitablemente nos
desviarían de él; una respuesta del tipo ʺestá calienteʺ añadiría al objeto tratado todos esos objetos
psicológicos, tribales o sociales que determinan que se considere caliente lo que en otros lugares
se considera, por ejemplo, bastante frío, de modo que ya no podríamos asegurar si nuestras
conclusiones hablan de la cosa o de esa otra cosa que somos nosotros. Y un concepto lo es en la
medida en que sabe lo que concibe.
Puede comprenderse ahora que, como antes se afirmó, toda la historia de la filosofía haya
consistido en tratarse con la respuesta a la aparente paradoja de Hegel por la que el absoluto sólo
es absoluto al final, como resultado. La afirmación ʺel todo es lo verdaderoʺ nos había arrinconado
en un aparente callejón sin salida en el que se exigía un añadir que no añadiera nada y que, sin
embargo, fuera realmente un añadir. La decisión griega construyó esa nada; pero quizá con ello no
hizo sino acceder a una misteriosa senda que, aunque no estuviera abierta en este mundo era, sin
embargo, la única que el mundo mismo consistía en recorrer. Y aquí reside precisamente la raíz de
la especificidad de la decisión hegeliana en este punto.
El todo no puede añadirse nada sin dejar de ser todo, a excepción precisamente de esa nada a la
que hemos llamado ʺefecto‐conocimientoʺ. Todavía no tenemos ni idea de la forma que este
efectoconocimiento ha de tomar en la tradición ʺmaterialistaʺ. Pero sí estamos en condiciones de
considerar inevitable cierta conclusión que se deriva de su peculiar interpretación hegeliana, y que
es precisamente la afirmación en la que nos hemos ocupado: ʺsólo lo espiritual es realʺ. El
conocimiento es lo único que puede añadirse el todo a sí mismo sin dejar de ser todo. El
conocimiento sólo es conocimiento si, precisamente, se limita a conocer lo conocido, a dar razón de
lo que hay, sin convertir lo que hay en otra cosa, sin modificarlo o añadirle nada. De lo contrario no
sería conocimiento, sino algo que habría que conocer a su vez, una cosa más entre las cosas a
conocer. Si el todo puede devenir es porque puede hacerlo como conocimiento, como lógos. Ahora
bien, el todo no tiene otra cosa que conocer que él mismo. Que el todo deviene es tanto como decir
que el todo se conoce a sí mismo. Lo que nos hace desembocar en la fórmula que es, en realidad,
el armazón mismo de todo el sistema hegeliano: cualquier devenir lógico o real, cualquier
acontecimiento, cualquier movimiento y la historia toda no puede ser sino ʺdespliegue para sí de lo
ya puesto en síʺ.
Éste es todo el misterio de la fórmula de la Fenomenología ʺel absoluto es absoluto al finalʺ.
Semejante fórmula dice única y exclusivamente que ʺsólo lo espiritual es realʺ. Hegel ha dicho: ʺLo
verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia que se completa mediante su desarrollo”.
Pero esta observación no la hace porque le da la gana, o porque haya decidido ingresar en el
catálogo de los historiadores de la filosofía como un partidario del absoluto en devenir. La hace
porque es la única forma en la que es posible afirmar que ʺlo verdadero es el todoʺ. De lo contrario
lo verdadero no sólo no sería todo, sino que no lograría ser ni siquiera la caída de una tiza o la
Revolución francesa. Pero que el todo se desarrolle en la caída de la tiza o en la Revolución francesa
implica que hay algo en ambos aconteceres que es todo y que logra seguir siendo todo pese a lo
que el desarrollo en cuestión le añade. Implica, consiguientemente, que ambos acontecimientos
son la nada que el absoluto vierte sobre sí para conocerse.
Podría concluirse de aquí el absurdo de que la caída de la tiza y la Revolución francesa no fueran
nada en verdad, si no fuera porque esa nada es precisamente el conocimiento de la caída de la tiza
y la Revolución francesa. El grave y la revolución son el absoluto mismo que despliega para sí lo ya
puesto en sí. Es decir: el absoluto que se conoce, que conoce lo que es. La caída de la tiza es el
absoluto conociéndose. El absoluto que se añade a sí mismo esa nada que es el conocimiento. Pero
sólo hay caída de la tiza, Revolución francesa ‐o suma del cuadrado de los catetos‐ porque el
absoluto añade esa nada... a la nada absoluta que sería si no la añadiera. El absoluto ʺen síʺ no es
todo más que a fuerza de no ser nada. Es el puro ser que se convierte en nada en el comienzo de la
Ciencia de la Lógica. El ʺuniversal abstractoʺ de la primera figura de la Fenomenología que es todo
por mera indiferencia, porque le da igual ser esto que lo otro, porque no hay todavía esto ni lo otro
que poder ser (Pha y III: 85/65).
La conclusión no es, pues, que la caída de la tiza o la revolución sean en verdad nada puesto que
sólo son conocimiento, porque si fueran nada no habría tampoco nada que conocer. La conclusión
hegeliana es que son algo, algo muy determinado y además un tipo de algo muy específico: espíritu.
El todo sólo puede ser todo como espíritu. La caída o la revolución no son sino autocono‐ cimiento
del absoluto y no son sino ese autoconocimiento. Es una trampa de la representación pensar que
son el despliegue para sí de algo que serían ya en sí en el absoluto. El absoluto no puede ʺsacarʺ
sus contenidos de su ʺen síʺ como si los sacara de su bolsillo. Si hubiera que decir lo que la caída y
la revolución son ʺen síʺ, habría que decir simplemente que ʺen síʺ son, precisamente, espíritu. De lo
que se concluye, en efecto, que el absoluto sólo es absoluto al final y que sólo lo espiritual es real.
La verdadera conclusión de todo este proceso es un dispositivo teórico muy concreto, el único que
merece ser llamado realmente ʺidealistaʺ. Pues lo que tenemos es una nada que es capaz de sacar
de sí todo, que no es sino esa capacidad, y que esa capacidad tiene un nombre muy antiguo: lógos,
o si se quiere, razón. Lo que tenemos en terminología kantiana es una razón capaz de
proporcionarse a sí misma todos los contenidos. La afirmación ʺsólo lo espiritual es realʺ es el
postulado de la Infinitud de la razón.
Si el materialismo tiene, pues, que definirse frente a esta sentencia en la que reconoció al
idealismo, tiene que aprender a intervenir en la encrucijada teórica que separa finitud e infinitud
de la razón. Pero de esta cuestión nada sabemos todavía.
4
Infinitud de la razón e idealismo.
Primera especificación
de un problema propio del materialismo

4.1. Idealismo y filosofía


Parece natural, puesto que el materialismo se ha definido frente a una ilusión hegeliana idealista,
preguntar a Hegel mismo qué ha de entenderse por idealismo en general. La más conocida de sus
respuestas no dejará nunca de sorprender:
La proposición que lo finito es ideal, constituye el idealismo. El idealismo de la filosofía no consiste
en nada más que en esto: no reconocer lo finito como un verdadero existente. Cada filosofía es
esencialmente un idealismo, o por lo menos lo tiene como su principio, y el problema entonces
consiste sólo [en reconocer] en qué medida ese principio se haya efectivamente realizado. La
filosofía es [idealismo] tanto como la religión; porque tampoco la religión reconoce la finitud como
un ser verdadero, como un último, un absoluto, o bien como un no‐puesto, inengendrado, eterno
(WL, V: 172/136).
Hay que comenzar por llamar la atención sobre un asunto que ha contribuido muy profundamente
a desorientar a la tradición materialista. El sistema hegeliano demuestra en su conjunto que el
idealismo no es una determinada postura filosófica, sino la filosofía misma. ʺEsta idealidad de lo
finito es el principio fundamental de la filosofía, y toda verdadera filosofía es, por consiguiente, un
idealismoʺ (Enz § 154). Esta afirmación hegeliana y su intrínseca potencia para mostrarse como
verdadera es la que explica que Marx y la tradición marxista se hayan negado a considerar su
polémica con el idealismo en un campo de batalla filosófico. Lo que se reprocha al idealismo es lo
mismo que se reprocha a la filosofía en general. El idealismo representa la ʺmiseria de la filosofíaʺ
en su conjunto. En principio, Marx no ha pensado el idealismo como una enfermedad de la
filosofía, sino que más bien ha llamado idealismo a una enfermedad del saber cuyo síntoma fatal
sería precisamente la filosofía. El problema es realmente grave, se entienda este asunto como se
entienda, pero es preciso señalar contundentemente que así planteada la cuestión se ha
comenzado por dar la razón a Hegel en un punto crucial. Se ha aceptado, en suma, la tesis
hegeliana de que toda filosofía no es sino un idealismo más o menos realizado, que nada se ha
jugado en la historia de la filosofía que no sea el idealismo mismo. Y que, por tanto, como Hegel
mismo ha querido, la historia de la filosofía no viene sino a desenvolver en el tiempo el propio
sistema hegeliano.
4.2. Lo finito como momento
Cada filosofía histórica ha sido, pues, un intento de realizar el idealismo. Este proyecto implica no
reconocer a lo finito verdadera existencia, lo que, se nos dice, es tanto como considerarlo Ideal.
Jdeell, se ha dicho en una famosa nota sobre el concepto de Aufheben (WL, V: 113/5/97), es lo
aufgehoben, lo ʺeliminadoʺ, pero lo ʺeliminadoʺ en el sentido muy específico del término alemán,
comentado por Hegel de esta forma:
El eliminar [Aufheber¡] y lo eliminado (esto es, lo ideal) representa uno de los conceptos más
importantes de la filosofía, una determinación fundamental, que vuelve a presentarse
absolutamente en todas partes, y cuyo significado tiene que comprenderse de manera
determinada, y distinguirse especialmente de la nada. Lo que se elimina no se convierte por esto
en nada. La nada es lo inmediato; un eliminado, en cambio, es un mediato; es lo no existente, pero
como resultado, salido de un ser. Tiene por tanto la determinación, de la cual procede, todavía en sí.
La palabra Aufheben [eliminar] tiene en el idioma [alemán] un doble sentido: significa tanto la idea
de conservar, mantener, como al mismo tiempo, la de hacer cesar, poner fin. [...] Algo es eliminado
[Aufebheri] sólo en cuanto ha llegado a ponerse en la unidad con su opuesto; en esta determinación
[...], puede con razón ser llamado un momento (WL, V: 113‐114/97‐98).
Es decir, hay ʺidealismoʺ ahí donde lo finito se muestra como momento de un único principio. La
determinación y la finitud no son meramente nada, no son lo puramente falso. Son lo verdadero en
tanto que son el desenvolvimiento del absoluto en uno de sus momentos. Nada adquiere, sin
embargo, legitimidad, fuera de su condición de momento: ʺlo ideal es lo finito tal como esʹjá en lo
infinito verdadero, esto es, como una destinación, un contenido, que es distinto, pero no existente
de manera independiente, sino como momentoʹ (WL, V: 165/132).
ʺIdealʺ es, pues, lo puesto por un otro, lo puesto por el principio. Esta definición no está todavía
justificada, pero Hegel convoca a toda la historia de la filosofía a servir de ilustración de uno de sus
llamativos efectos. Incluso cuando una filosofía histórica ha intentado pensar el principio como
algo no ideal, como por ejemplo el agua de Tales, la materia o los átomos, se comprueba que este
principio, incluso si, como el agua, sigue siendo algo empírico, o como la materia, una mera
abstracción, funciona, a la vez, ʺcomo lo en sí o la esencia de todas las otras cosas, y éstas no son
[por tanto] independientes, fundamentadas en sí, sino puestas por un otro, el agua; vale decir, son
idealesʺ. El agua de Tales, o incluso la materia o los átomos, son, de todos modos, pensamientos,
universales, ideales. Y el conjunto entero de las cosas sólo puede ser pensado legítimamente en
esta idealidad, como puestas por esta idealidad. En suma: la historia de la filosofía moderna o
antigua ha pensado el principio como idealy las cosas como siendo eliminidas‐ conservadas en el
principio, es decir, como ideales ellas mismas. La filosofía no ha reconocido verdadero ser a lo finito,
a la determinación, más que en la medida en que ha entendido esta determinación como puesta
por algo ideal, como momento del despliegue de esa idealidad. ʺUna filosofía que atribuye a la
existencia finita en cuanto tal un ser verdadero, último, absoluto, no merece el nombre de filosofíaʺ
(WL, V: 172/136) La proposición ʺlo finito es idealʺ es la esencia misma de la filosofía.
4.3. Idealidad e Infinito
Pero sería un grave error creer que estas consideraciones tienen el poder de explicarse por sí
mismas. Una vez más ellas no son sino la forma en la que el problema queda planteado, no la
respuesta posible a algún problema. La verdadera dificultad queda aquí señalada en la necesidad
de encontrar una idealidad capaz de eliminar y conservar todo en ella, de modo que ella misma sea
la absoluta concreción de cada determinación y no la noche abstracta en la que todas las
determinaciones desaparecen. Al decir que lo finito es ideal no hemos dicho que lo finito no sea en
absoluto sino que no es sino en otro: ʺVale decir que una vez lo ideal es lo concreto, lo existente de
verdad, y otra vez al contrario sus momentos son igualmente lo ideal, lo eliminado en él, pero en
realidad se trata sólo de un único todo concreto, del cual son inseparables los momentos (WL, V:
172/137).
Lo otro de lo finito es lo Infinito. Todo consiste, pues, en encontrar una forma de concebir lo Infinito
de modo que en él quede integrado lo finito como momento. Ello es tanto como mostrar que sólo
un Infinito que lo sea verdaderamente puede asumir el papel de la idealidad que hemos descrito,
es decir, tener la capacidad de ser lo mismo siendo todo lo otro, de modo que lo otro aparezca
como momento suyo. La noción de ʺverdadero Infinitoʺ es, afirma Hegel, la noción de la que
depende si se ha de dar o no algo así como ʺfilosofíaʺ, es la noción fundamental de la filosofía. El
infinito ʺpuede ser considerado como una nueva definición del absolutoʺ, cosa que, en cambio, no
puede afirmarse del ser determinado en ninguna de sus formas, ya que ʺlas formas de esta esfera
se hallan puestas por sí, de modo inmediato, sólo como determinaciones, vale decir, como finitas
en generalʺ (WL, V: 149/121‐122). Sólo puede ser considerado como ejemplo de absoluto aquello
que es capaz de ser lo que es y también lo que no es, de modo que, precisamente por ello, no
pueda ser relativo a nada. En la Fenomenología el absoluto comparece por primera vez como
ʺdiferencia internaʺ, como diferencia que es capaz de ser su diferenciado. Pues bien, un infinito que
lo sea verdaderamente es una realidad capaz de seguir siendo idéntica a sí misma en todo lo otro.
El infinito logra ser lo mismo incluso cuando es otro. Si no fuera así, el infinito estaría limitado por
lo otro, limitado por lo finito, por cualquier determinación, por cualquier límite. Y sería, de este
modo, un infinito finito, limitado por cualquier determinación.
Y el problema es que la determinación está ahí, dada como un hecho. El mundo entero es un
mundo de determinaciones y devenires, de escisiones y separaciones. El mundo entero suspira por
la pérdida del todo, del poder uni‐ ficador capaz de conferirle unidad, una unidad que la naturaleza
ha buscado incansablemente en la vida y que la historia ha perseguido, como se comprobó, en la
religión, en lo político, en el amor, a través de la compleja dialéctica entre el señorío y la esclavitud
en la disputa por las condiciones de la vida, y finalmente, en la instauración de una comunidad de
individuos libres. El todo siempre se encuentra, de hecho, perdido, escindido del mundo. La
constatación de esta escisión es sin duda un problema para el mundo, es, de hecho, el problema de
la religión, del helenismo y del cristianismo. Pero si es un problema para la filosofía es porque
también es un problema para el absoluto mismo, que ya no logrará ser absoluto si no logra ser
todas y cada una de las escisiones en las que él se ha perdido. Y para el absoluto mismo el
problema se plantea mucho antes, podría decirse, que para el helenismo: la mísera caída de una
piedra en la naturaleza o, más originariamente, el mero surgir lógico del ser determinado,
resultado inevitable de que el puro ser no haya podido evitar su paso a la nada, introduce en lo
absoluto una inquietud que amenaza con destruirle.
4.4. Lo espiritual como infinito verdadero
Lo infinito se inquieta si lo finito está fuera de él. Pero esta inquietud misma nos proporciona la
clave de un sentido de realidad más alto que todos los hasta aquí empleados: es el sentido mismo
de la realidad espiritual. Una vez que comparece la determinación por el camino que sea –es decir,
según estemos en un lugar del sistema hegeliano o en otro, o tan sólo con que constatemos el
Faktum de la determinación–, el absoluto tiene que ser capaz de ʺtemblar en sí sin ser inquietoʺ, de
ʺpalpitar en sí sin moverseʺ. El absoluto no puede ya limitarse a ser idéntico en sí, tiene que ser
también idéntico fuera de sí, tiene que ser idéntico en lo otro, en lo no idéntico. Que no pueda
limitarse a ser idéntico en sí es exactamente lo mismo que decir que tiene que ser idéntico para sí.
Todo el prodigio ʺlógicoʺ de la filosofía hegeliana se juega en el alumbramiento de esta categoría: el
ser para sí.
Ser para sí implica, en efecto, no ser sencillamente ʺen síʺ, es decir, haber salido ʺfuera de síʺ para
retornar a sí desde lo otro. Este movimiento de retorno es precisamente el que se exigía al concepto
de ʺverdadero infinitoʺ. El infinito es ese ser que incluso cuando se relaciona con otro se está
relacionando consigo mismo. Pues bien, la conciencia, el yo, el espíritu, son ʺejemplosʺ cercanos de
este infinito (Enz § 96 Ztz). La conciencia es conciencia de algo: pero al mismo tiempo y en el mismo
movimiento es conciencia de sí misma. Y según nos ha mostrado la Fenomenología, según la
conciencia va realizando la experiencia de sí misma, va descubriendo progresivamente que el algo
en cuestión no era sino ella misma, descubriéndose así como autoconciencia precisamente en su
ser conciencia de algo. Ello nos permite a los lectores de la Fenomenología recoger la primera
noción de absoluto ʺverdaderoʺ. La Lógica por sí misma nos podía haber adelantado este resultado
de la experiencia de la conciencia como inevitable: relacionarse consigo mismo en la relación con lo
otro, que relacionarse con lo otro sea relacionarse consigo mismo, implica precisamente un
concepto de infinito. En efecto: ʺEsta relación que consiste en pasar a su contrario y, pasando a su
contrario, no pasar sino a sí mismo, es la que constituye la verdadera infinitudʺ (Enz § 94 Ztz).
4.5. La relación infinita
Una relación de ese tipo es lo que Hegel llama ʺrelación infinitaʺ. Entendemos por tal una relación
que no se limita a mediar entre dos extremos independientes, sino que muestra uno de estos dos
términos como siendo la relación misma. La relación, así pues, no expresa tanto la distancia entre
los extremos como la potencia de uno de ellos para convertirse en vínculo de unión. Este
imprescindible privilegio de uno de los dos términos es fundamental y va a tener enorme
relevancia en la polémica con el materialismo que intentamos desenvolver. Uno de los términos
asume el papel propio que encontrábamos en la primera definición de lo absoluto: el de diferencia
capaz de ser su diferenciado. Ello equivale a mostrar que uno de los términos no logra ser igual a sí
mismo más que a costa de convertirse en el otro. Planteemos la oposición que planteemos, así
opongamos el sujeto al objeto, lo finito a lo infinito o el espíritu a la materia, el extremo que
resultará privilegiado será el que tenga capacidad de ser retorno hacia sí a partir de lo otro. Ello es
tanto como decir que tiene la potencialidad del infinito. En todas estas oposiciones Hegel privilegia
una de las determinaciones, con preferencia de la otra, transformándola en infinita en sentido
verdadero. La fórmula general de todo retorno es la ya tantas veces citada definición del absoluto
como ʺidentidad de la identidad y la no identidadʺ. El término privilegiado, así pues, es el que es
capaz de ocupar el lugar de lo absoluto y lo absoluto es lo que es capaz de ser como retorno hacia
sí. Pues bien: la noción de un retorno hacia sí es precisamente lo que en la lógica aparece como ʺser
para síʺ. Y en efecto, en las citadas oposiciones es siempre el sujeto, el espíritu, el yo, el que es
capaz de operar como ʺrelación infinitaʺ.
Pero la relación infinita es precisamente la totalidad. La totalidad, que es capaz de constituirse en la
inquieta capacidad inmóvil de ser ella misma siendo cualquier otro: una relación que sólo se
relaciona consigo misma. Lo que implica, en efecto, que la totalidad no pueda aparecer sino como
sí mismo, como ser para sí, y a la postre, como espíritu. El síntoma específico de la totalidad
hegeliana puede diagnosticarse muy precisamente con estas palabras: ʺLa totalidad se constituye
precisamente por la mediación, por el movimiento, gracias al cual los extremos inertes de las
oposiciones engendradas por el entendimiento no dialéctico se convierten en momentos del todo.
Los extremos pierden su independencia para convertirse en momentos. Entre los momentos posee
una prioridad ontológica aquel que es capaz de ser momento y vínculo de unión de sí mismo con
los otros. Lo cual, a su vez, implica la aparición de un sí‐mismo, de un Selbst, cuya peculiar condición
ontológica antes indicada se refleja en el hecho de que es capaz de ser‐para‐símismoʺ (Artola, J. M.,
1972).
4.6. Idealidad y realidad. Materialismo y "sensibilidad"
La idealidad consiste, pues, ʺen el modo de ser que tiene lo finito en lo infinitoʺ. Lo finito no tiene
verdadero ser más que en la medida en que es inherente a la totalidad, es decir, en la medida en
que puede ser entendido como momento expresivo del todo, es decir, como una totalización.
Cuando se contrapone idealidad a realidad se está también en este caso relacionando dos extremos
que sólo pueden ser entendidos en su verdad en el caso de que la relación misma pueda ser
entendida como infinita, privilegiando aquel de ellos que sea capaz de ser paso a lo otro para ser sí
mismo. Por consiguiente, la idealidad no puede sencillamente pensarse al lado de la realidad y no
se arreglan las cosas por situarla en un más allá superior. Ella tiene que ser pensada más bien
como la verdad de la realidad.
No se debe, por consiguiente, imaginar que se ha dado a la idealidad lo que le es propio cuando se
concede simplemente que la realidad no es el todo y que hay que reconocer que hay fuera de la
realidad también una idealidad. Una idealidad tal que estuviera al lado o aún que se mantuviera
constantemente por encima de la realidad, no sería sino una palabra huera. La idealidad no tiene
contenido sino siendo el contenido de alguna cosa. Y esta cosa no es esto o aquello indeterminado,
sino la existencia determinada como realidad, existencia que, considerada en sí misma y fijada en
sus límites, no tiene verdad. En cierto sentido, se ha representado con razón la diferencia de la
naturaleza y del espíritu de modo que la determinación fundamental de la primera sería la
realidad, mientras que la idealidad constituiría la determinación fundamental de la segunda.
Solamente que la naturaleza no es una esfera fija, acabada, que existe para sí y que podría existir
sin el espíritu, sino que, por el contrario, es en el espíritu donde alcanza su fin y su verdad; y, a su
vez, y precisamente por esta razón, el espíritu no es una esfera abstracta colocada más allá de la
naturaleza, sino que no es espíritu verdadero ni se afirma como tal sino en tanto que contiene y
absorbe la naturaleza (Enz § 96 Ztz).
La realidad se muestra, en principio, como lo dado. Y el idealismo consiste, precisamente, en no
considerar lo dado como originario. La pluralidad, y con ello el devenir, la determinación y lo finito,
es un hecho, y es, en verdad, el problema más trillado de la historia de la filosofía el encontrar un
motivo o una razón para que la unidad haya decidido escindirse de esa forma en una exterioridad.
Al afirmar la pluralidad de lo finito como ideal, es decir, al afirmar que tiene su verdad en lo infinito,
se está afirmando, por consiguiente, una primacía de la unidad sobre la diversidad. Hasta 1965, con
Althusser y Balibar, no se centró la atención materialista en este punto (cfr. 1965a, capítulo 6.4)
sobre el que, por otra parte, en España y rodeado de un neotomismo desquiciante, Artola (1972)
había también diagnosticado certeramente: ʺLa vinculación de la verdad con la totalidad reside en
la primacía de la unidad como principio director de la filosofía hegeliana. Esta unidad es, sin
embargo, unidad dinámica. Es un retorno hacia la unidad, ya que la división está dada ya. Pero esta
división dada es necesaria para la unidad, ya que no es unidad abstracta, sino concreta. Esta
concreción exige la presencia del otro momento que se enfrenta con la unidad abstracta. La
unificación de ambas determinaciones nos dará la unidad verdadera que abarcará la totalidad. Esta
totalidad se ha conseguido aceptando la realidad dada en su dispersión y descubriendo la unidad
inmanente. Este descubrimiento transforma el objeto mismo. Lo que se manifestaba como pura
diversidad se transforma en unidad. Esta nueva objetividad no elimina simplemente lo anterior,
sino que la guarda, si bien dentro de una unidad superiorʺ (1972: 157, SN).
La tarea del materialismo debería haber consistido, en efecto, en aislar el tipo de transformación
que sufre lo real al ser pensado en la totalidad, con la consiguiente primacía de la unidad sobre el
Facktum de la pluralidad, en lugar de protestar inútilmente porque la totalidad sea pensada como
idealidad. Éste será el objetivo de los capítulos 9 y 10. En principio, hay que resaltar que el
dispositivo que ha sido extirpado de la maquinaria de la verdad se llama sensibilidad, entendida
ésta como la salvaguarda de la originariedad de lo dado para la razón. El materialismo tiene que ser
descrito, en este sentido, como el empeño por cuidar de ese lugar llamado sensibilidad. En este
ʺcuidadoʺ, que sin duda está incluido entre las competencias del famoso ʺpastor del serʺ
heideggeriano, se trata en especial de velar por la distancia, impidiendo que la relación se haga,
precisamente, infinita, es decir, cortocircuitando la pretensión de uno de los dos términos de
convertirse en la relación misma. ʺCuidar de la distanciaʺ, ʺmedirlaʺ constantemente, si se quiere
hablar así, es tanto como mantener abierto un claro en el cual puedan dárselas cosas, sin que
ninguna de estas cosas pueda erigirse en la apertura misma. Impedir que la relación se transforme
en infinita significa velar, pues, por la ausencia de Dios, mientras que la famosa sentencia de San
Pablo, ʺen Dios vivimos, nos movemos y existimosʺ, nos impele a buscar un algo capaz de tratarse a
sí mismo en el tratar de cualquier cosa, es decir, un absoluto del que las cosas serían, de un modo
u otro, sus momentos. La sensibilidad es, por el contrario, el lugar en el que Dios está ausente, un
lugar en el que no se crea, sino que se ʺdeja serʺ, en el que el mundo es algo que tiene que ser
esperado, con una paciencia desconocida para la idiosincrasia hegeliana. Una razón finita, en el
sentido de una razón que reconoce su apertura en la sensibilidad, es una razón para la que, al
contrario que para Dios, todo ha comenzado siempre ya.
Es patente que lo que suele llamarse la ʺcomunidad científicaʺ en general consiste en trabajar en el
horizonte de esta apertura. Y en este sentido, los reproches de Hegel a Kant podrían convertirse
también en un homenaje:
La filosofía de Kant no ha podido ejercer influencia alguna en las ciencias, porque ha dejado las
categorías y el método del conocimiento ordinario exactamente en el estado en que estaban. Si en los
escritos científicos de su tiempo se ha comenzado a veces por proposiciones de la filosofía
kantiana, se ve que estas proposiciones no son sino un ornamento superfluo, y que, arrancando las
páginas que ocupan, no disminuiría el contenido empírico de las siguientes (Enz § 60).
Si Kant no ha aportado nada a la comunidad científica, negándose a introducir en ella la potencia
de la relación infinita, es también porque ha encontrado la forma de ʺdejarla en pazʺ, lo que quizá
sea lo más difícil. El empeño de Kant por sentar las condiciones de posibilidad del saber consiste,
ante todo, en cuidar de un lugar en el cual es posible dejar ser a las cosas, para que éstas se
muestren, ʺcuidadoʺ que se ha resumido –por razones que habrá que exponer más adelante– en
impedir tomar la palabra a ningún supuesto ʺahíʺ en el cual pudieran ser generadas en tanto que
momentos.
4.7. Concepto de materia
Es al pensar la totalidad como lugar de la verdad –lo que parece de lo más natural– como Hegel
pone en marcha un mecanismo capaz de absorber toda exterioridad, y, en consecuencia, de reducir
–a su modo– todo lo material, en tanto que la idea de materia es precisamente la idea radical de
pluralidad como ʺpartes extra partesʺ. La materia es el principio opuesto al principio monista del
ʺtodo está en todoʺ, sentencia que apunta, en realidad, a una totalidad como interioridad absoluta
(cfr., por ejemplo, Bueno, G., 1972: 306). Y en efecto, si Hegel ha afirmado lo absoluto como
espiritual, es porque para el espíritu nada es completamente otro:
Toda actividad del espíritu es por eso sólo un captarse a sí mismo, y el fin de toda ciencia que lo sea
de verdad es sólo éste: que el espíritu se conozca a sí mismo en todo lo que hay en el cielo y en la
Tierra. Un algo completamente otro no existe de ningún modo para el espíritu (Enz § 377 Ztz, SN).
Si Hegel dice que el verdadero infinito nos proporciona la clave de un sentido de ʺrealidadʺ más alto
que los habituales, es en la medida en que el infinito en cuestión no ha sido posible captarlo más
que en el tránsito a la categoría de ser‐para‐sí. Pero ello implica inevitablemente que todo cuanto
se presente como alteridad, como separado o como ʺpartes extra partesʺ, deberá encontrar su
verdad en ese tránsito al ser para sí. Lo que el idealismo introduce es una modificación crucial en el
procedimiento por el que lo otro irrumpe en el ser y el saber, es decir, en ese negocio de la
determinación al que llamamos verdad. Lo espiritual en Hegel surge como resultado de la
supresión (Aufhebung) de lo otro como independiente (selbstandig) y su transformación en un Selbst,
en un sí mismo. La pluralidad espacial y temporal, eso a lo que llamamos lo material, obliga a la
unidad a devenir para poder seguir siendo unidad. El para sí viene aquí al caso sin mayor misterio
que el de ser la única expresión posible de este movimiento de retorno a sí en el que nos vemos
com‐ pelidos a pensar la totalidad.
Que todo es espiritual es tanto como decir que lo otro es siempre momento, momento de lo mismo,
lo que equivale a pensar, tal y como diagnosticaba Althusser, lo finito en tanto que ʺexpresivo de la
totalidad entera, como pars totalisʺ (1965b, II: 65/202). Althusser subrayó que, por el contrario,
Marx se había movido siempre en el horizonte de una eficacia de la totalidad sobre sus partes en el
que tenía primacía la complejidad como algo ʺsiempre ya dadoʺ. Para pensar este tipo de eficacia
que tiene un todo sobre sus elementos, Althusser propuso el justo concepto de causalidad
estructural, ʺla eficacia ausente que tiene una estructura sobre sus elementosʺ, ʺla presencia de una
estructura en sus efectosʺ. Causalidad, en este sentido, ni ʺtransitivaʺ, ni ʺexpresivaʺ, sino ʺausenteʺ
o ʺmetonímicaʺ. Una estructura combina y legisla una complejidad siempre previa, siempre ʺya
dadaʺ, pero actúa como un poder ʺausenteʺ capaz de definir a sus elementos: ʺLa existencia de una
estructura se agota en sus efectosʺ (cfr. 1965b, cap. IX).
La encrucijada entre idealismo y materialismo se localizaba, pues, respecto al tipo de causalidad
puesta en juego. Y la sentencia ʺsólo lo espiritual es realʺ debía, en este sentido, ser rechazada en
orden a encontrar alguna razón que nos impidiera entender la determinación como momento, es
decir, como pars totalis, y no por ninguna protesta del sentido común sobre la innegable
tangibilidad de la materia. Esta razón aún no la hemos encontrado aquí. Lo único que sabemos es
que el problema tiene que centrarse respecto al tipo de ʺpacienciaʺ teórica que el materialismo
tiene que contraponer a la ʺpaciencia del conceptoʺ hegeliana. Pues, para Hegel, en efecto, la
afirmación del sí mismo no puede ahorrarse ninguna determinación, por superflua que resulte. Lo
otro, en sus más mínimos detalles, no es una mera estrategia para la autoafirmación espiritual, de
modo que baste con trazarlo en cuatro pinceladas. Hemos visto que Marx no ha tenido ninguna
intención de dirigir este reproche a Hegel, sino, paradójicamente, a su contestación materialista, en
la que no ha visto sino una investigación histórica indigente y ridicula. Ahora bien, el trabajo del
concepto en Hegel puede, de todos modos, no trabajar lo bastante o no trabajar en la dirección
adecuada, y esto es lo que queda abierto en adelante para nuestra discusión.
4.8. Infinitud de la razón y conocimiento. La ideología como tributo historicista
El hecho es que, tras muchas idas y venidas, para el materialismo, todo el engranaje hegeliano
capaz de convertir la determinación en momento del despliegue de algún indeterminado inicial
acabó por verse traducido al misterio por el que la ignorancia pretendía, mediante algún escondido
resorte o fertilidad, tomar la palabra y desplegar la determinación a partir de un mero vacío o
confusión. A esta fecundidad de la ignorancia se le llamó ideología, englobando en este término
toda la constelación de imágenes y representaciones que permiten a los individuos y los pueblos
históricos tomar conciencia de su realidad, sin propocionarles, no obstante, los medios de
conocerla. La ideología permite vivir la relación con lo real; supone la apertura práctico‐social del
mundo, mientras que sólo de la ciencia –desde el puro desinterés que define su actitud– puede
esperarse una apertura teórica de éste.
De esta suerte, y por algún motivo que es preciso sacar aquí a la luz, la polémica inicial entre
idealismo y materialismo acabó por centrarse en el problema de mantener o suturar la brecha
entre lo ideológico y lo científico.
Es importante resaltar que al suprimir la independencia de lo otro y reabsorberlo en un sí mismo
que opera como infinito verdadero, es decir, al constreñir a lo otro a la condición de momento, se
prima la problemática del despliegue o de la génesis de lo real en la razón sobre la cuestión del
conocimiento en tanto que investigación de lo dado. El conocimiento mismo deja de ser el
verdadero asunto que hay que tomar en serio por sí mismo. La razón hegeliana nunca se limita a
conocer; si conoce es porque se despliega en cada determinación y, de alguna forma, la genera. El
insólito lugar que llamamos ʺrazónʺ no es, en ese sentido, tanto el lugar del conocimiento, como el
lugar señalado crípticamente por las religiones mediante misterios como el de la creación o la
encarnación.
Para Hegel todo conocimiento es reconocimiento. La conciencia se dirige hacia la cosa porque no
sabe que lo que encontrará tras sus misterios no es sino ella misma. El conocimiento aparece así
como un momento transitorio de un camino más largo y decisivo, en el cual se desarrolla la vida de
lo real como espíritu. Ya no se trata entonces de que lo real sea accesible a la razón, de que sea, en
suma, cognoscible, sino del proceso mismo de constitución de lo real. El trabajo del concepto no es
sólo el trabajo del conocimiento, sino el trabajo que lo real vierte sobre sí mismo. En el capítulo
anterior localizamos ya en una especie de ʺdispositivo Jesúsʺ el engranaje fundamental del proceso
hegeliano hacia la realidad efectiva. Que el lógos se ha hecho carne como Humanidad significa en
último término que la Historia misma tiene que ser entendida como un despliegue de la razón, de
modo que es ésta la que tiene que actuar en cada caso y la que, de cualquier manera, actúa
siempre. Los contenidos que se suceden en la historia son, así, generados por la propia razón. Pero,
entonces, la Historia no es tanto algo que hay que conocer, como algo que es capaz de
comprenderse a sí mismo. La investigación histórica no hace sino mostrar lo que el curso real de la
propia historia ha investigado en sí mismo. El trabajo del historiador es el trabajo mismo de la
Historia.
Y es en este punto en el que Marx protesta contra Hegel en la famosa Introducción de 1857:
[Para la conciencia filosófica] el movimiento de las categorías se le aparece como el verdadero acto
de producción (el cual, aunque sea molesto reconocerlo, recibe únicamente un impulso del
exterior) cuyo resultado es el mundo; esto es exacto en la medida en que –pero aquí tenemos de
nuevo una tautología– la totalidad concreta, como totalidad del pensamiento, como un concreto de
pensamiento, es in fact un producto del pensamiento y de la concepción, pero de ninguna manera
es un producto del concepto que piensa y se engendra a sí mismo, desde fuera y por encima de la
intuición y de la representación, sino que, por el contrario, es un producto del trabajo de
elaboración que transforma intuiciones y representaciones en conceptos. El todo, tal como aparece
en la mente como todo del pensamiento, es un producto de la mente que piensa y que se apropia
del mundo del único modo posible, modo que difiere de la apropiación de ese mundo en el arte, la
religión, el espíritu práctico... (1857, II.1.1: 37/51‐52).
El materialismo localizó perfectamente el problema que aquí se estaba jugando al insistir con
tozudez en la separación insalvable entre lo ideológico y lo científico. Si el trabajo del historiador y el
trabajo de la historia coinciden, entonces la ciencia no es mero conocimiento. Pero al ser algo más,
es también algo menos que ciencia: ésta se convierte, por una parte, en la manifestación suprema
del trabajo de lo real consigo mismo, pero, de otra, se degrada también en una realidad histórica
más, bajo la forma de espíritu de un pueblo o, si se quiere, de ideología. Es el tributo historicista que
paga la verdad como lugar del conocimiento de lo real por querer ocupar el lugar de lo real mismo.
Éste es también el motivo de la tozuda insistencia althusseriana en distinguir el objeto de
conocimiento y el objeto real, que encontró su lema en el famoso aforismo spinozista ʺla idea de
círculo no es redondaʺ o ʺel concepto de perro no ladraʺ; y también de que la suerte de esta
distinción se hiciera jugar en la distinción entre ideología y ciencia. No se puede, se decía, confundir
lo real con su conocimiento. La razón no es el ahí de lo real, sino el de su conocimiento. O, tal y
como diagnosticaba finalmente la obra de Artola sobre Hegel ya citada, si la razón es capaz de
penetrar en los misterios de la naturaleza y de la historia no es porque descubra en ellas ecos de la
palabra originaria que es ella misma: ʺ¿Acaso no puede explicarse esta coincidencia de la razón con
la naturaleza y con la historia gracias a la capacidad de la razón para escuchar y escudriñar lo que
en ellas se encuentra? Que lo real sea racional puede explicarse por la capacidad de la razón para
penetrar en la realidad [...] La capacidad de comprensión racional no es lo mismo que la absorción
de todo lo dado en la razón [...] La razón que se sabe a sí misma sabe algo más que a sí misma.
Quizá para Hegel ese ʹalgo másʹ significaba renunciar al conocimiento como Erkenntnis, como
conocimiento absoluto y adecuadoʺ (1972: 464). La razón puede entonces estar sencillamente
abierta a un Lichtungen el que puede recibir lo otro que ella misma: ʺEl área de lo que es y es
pensado con independencia de nuestro propio pensamientoʺ (1972: 459). Pero una razón receptiva
es una razón finita, para la que las determinaciones de lo real no pueden ser generadas a partir de
sí misma.
4.9. Anotaciones para una topología de la cuestión general y programa para su
investigación
Como consecuencia de este error, a todos les ocurre que toman por sabiduría lo que no es más
que su propia ignorancia. De ahí que, sin saber nada, por lo general, creamos saberlo todo.
Platón, Leyes, 732a
Es ahora la ocasión de abrir un paréntesis para disponer el orden de las razones y establecer la
jerarquía de preguntas y problemas implicados en esta investigación y de las cuales este libro va a
intentar hacerse cargo.
En principio, que el conocimiento sea sólo el conocimiento, o que el concepto de perro no sea
capaz de ladrar, no parece tampoco una verdad que tenga que ser especialmente defendida más
que frente a ciertas ficciones metafísicas construidas por puro entretenimiento especulativo. Nadie
parece pretender que el conocimiento genere lo real. De hecho, tomado de forma espontánea, el
reproche que Marx vierte sobre Hegel resulta más que nada desconcertante:
Hegel cayó en la ilusión de concebir lo real como resultado del pensamiento que, partiendo de sí
mismo, se concentra en sí mismo, profundiza en sí mismo y se mueve por sí mismo, mientras que
el método que consiste en elevarse de lo abstracto a lo concreto es para el pensamiento sólo la
manera de apropiarse lo concreto, de reproducirlo como un concreto espiritual. Pero esto no es de
ningún modo el proceso de formación de lo concreto mismo (ibídem).
Puede tomarse esto con cierta extrañeza, pues cualquiera puede constatar que una cosa es
defender que la razón sea capaz de generar por sí misma sus contenidos –que es lo que hemos
resumido en la infinitud de la razón– y otra bien distinta que la razón sea el demiurgo de lo real.
Pero, estas observaciones, en las que razón, conocimiento, pensamiento o concepto, no tienen
ningún significado preciso, ni aciertan en Hegel ni se enfrentan en realidad a otra cosa que a lo que
se ha imaginado como idealismo, no al idealismo mismo. La gravedad del problema reside primero
en entender que si la determinación tiene que ser generada en aquello a lo que llamamos razón, la
razón que en adelante está en juego ya no es más esa razón finita a la que en vano se podría
solicitar la creación del mundo real, sino la razón divina, que no tiene por qué esperar ninguna
llegada del mundo para concebirlo.
Siempre resulta muy desconcertante insistir en que el conocimiento sea sólo conocimiento, como si
alguien pretendiera lo contrario. Y sin embargo, el hecho es que, por otros caminos inesperados,
siempre se pretende, en efecto, lo contrario. Es, sin duda, un absurdo pretender que la palabra cree
el mundo o que devenga carne ella misma resumiendo el universo en su obra histórica. Sólo la
religión y algunos sistemas filosóficos han tenido el atrevimiento de sostenerse en semejante
ocurrencia. Ahora bien, el abismo que separa mundo y pensamiento no es menor que el que
separa a la ignorancia del saber, y la ideología, que siempre considera evidente la primera
separación, es, sin embargo, ella misma, la que se encarga de transitar constantemente como si la
segunda no existiera. Que lo indeterminado sea capaz de desenvolverse en lo determinado y
reconocerse en él, que el desenvolvimiento de la ignorancia pretenda aparecer como el saber, es
una aventura cotidiana y completamente natural, pero que encierra, en verdad, un misterio
paralelo –y, desde un punto de vista lógico, idéntico– al que pensaran las religiones al construir un
Dios creador del mundo.
Que el concepto de perro ladre puede ser una absurda pretensión. Pero también lo sería pretender
resumir la zoología canina en la forma indeterminada con la que la conciencia natural pone en obra
ciertas representaciones para señalar a los perros y regular su comportamiento con ellos. A
primera vista, no hay nada de asombroso en que el conocimiento sea sólo conocimiento, al menos
mientras no se perciba nada de asombroso en el hecho mismo del conocimiento. Pero que la
ignorancia pretenda saber no es nada inhabitual y, sin embargo, es de lo más difícil sacar a la luz la
maquinaria ontológica implicada en esta mediación. Sólo en el caso de que lo puramente lógico
encontrara un procedimiento para devenir real y efectivo, como en realidad sólo ocurre en el caso
de un concepto, del concepto de Dios, o si se quiere, con el concepto sin más, podrían seguirse los
pasos del famoso argumento ontológico utilizándolo como método efectivo capaz de mutar lo
lógico en realidad, al tiempo que la ignorancia en saber.
Independientemente de la función que ello cobre en su propio sistema, Hegel ha demostrado que
en la espontánea pretensión de la conciencia por la que pretende saber cuando sencillamente se
limita a señalar las cosas y vivirlas de un modo u otro, se esconde, en verdad, una sorprendente
osadía ontológica, en la que el mundo tendría que ser resultado de la palabra. A la postre, una
ignorancia que pretende saber postula una razón capaz de crear el mundo. Si la ignorancia
albergara alguna profundidad de la que pudiera obtenerse el saber, entonces el conocimiento no
sería mero conocimiento: poseería, él también, una profundidad en la que se gestaría el mundo
mismo. Por eso, Hegel sabía muy bien que no se podía tratar al conocimiento como una cosa más
entre las cosas, y ha llegado incluso a reprender duramente a Aristóteles por haberlo yuxtapuesto
a todas las demás realidades (cfr. apartado 11.5.1).
El sentido de este libro va a ser sacar a la luz el motivo por el que lo ideológico se sostiene en una
oscura e inconsciente negativa a aceptar que el conocimiento sea sólo conocimiento o que el
concepto de perro no ladre. El problema que nos va a ocupar es mostrar que lo más difícil es
mantener la distinción entre ignorancia y saber, precisamente porque la ideología consiste
cotidianamente en borrar esta distinción; ella no sospecha en absoluto cuantas otras distinciones
se desvanecen junto con ella. Es natural, pues, que la ideología se sorprenda de que para apuntalar
la distancia entre ignorancia y saber sea preciso insistir en cosas tan aparentemente evidentes
como que la idea de círculo no es redonda, que el pensamiento es sólo pensamiento o el
conocimiento sólo conocimiento, o que la pura lógica no tiene la capacidad que la religión
reconociera en Dios como potencia creadora de este mundo. Si se trata de discutir con la
conciencia natural –y por mucho que ésta funcione hegeliana‐ mente–, la cuestión nunca se ventila
en los términos utilizados por Marx contra Hegel en el reproche antes citado, pues ella jamás se
sitúa conscientemente en el lugar de una razón infinita y es verdad que es absurdo pensar ninguna
fecundidad respecto a lo real por parte de una razón finita; la pregunta pertinente que hay que
dirigir a esta última no es cómo puede pretender gestar lo real, sino cómo pretende en cada caso
gestar el saber en su ignorancia.
Y sin embargo, las dos pretensiones están muy entrelazadas, por difícil que resulte aclarar esta
ecuación en la que la pretensión de saber de la ignorancia queda igualada a la pretensión del
pensamiento de contener la gestación profunda de este mundo. La ideología no comprende que el
ingenio filosófico haya llegado a entender el concepto como demiurgo de lo real; pero los hombres
no viven tampoco su ideología en cuanto que tal: la toman por el propio mundo. Su sistema de
representaciones no es vivido como una constelación de imágenes, sino como el mundo mismo en
tanto que vivido. Este complejo de vivencias y de imágenes constituye un macizo de evidencias
para la conciencia natural, a partir del cual ésta confunde constantemente imaginación y realidad.
La pretensión de que lo lógico engendre lo real le parece un sinsentido, pero ella se mantiene
constante e inconscientemente suspendida en la misma pretensión de lo imaginario. Este
escamoteo tan sólo se hace patente, en ocasiones, en la recóndita industria imaginaria con la que
algunos caracteres neuróticos construyen minuciosa y laboriosamente un sueño tan detallado y
coherente como para suplantar toda realidad.
El objetivo de esta investigación se perfila, por tanto, en la tarea de mostrar que la separación entre
la palabra y el mundo –que los misterios religiosos de la creación o la encarnación se ocuparon de
mediar, concediendo a la primera la potencia de devenir realidad–, puede ser articulada con la
separación entre ignorancia y saber, mediada a su vez por la ideología en tanto que ininterrumpida
mutación de la primera en el segundo. El sistema hegeliano en su conjunto opera, en realidad, a
base de aislar la profunda maquinaria en la que estas dos mediaciones se explican mutuamente y
no cesan nunca, por sorprendente que parezca, de remitir la una a la otra.
4.10. Finitud de la razón y conocimiento. El problema de la articulación de la brecha
intuición-concepto con el corte ideologí-ciencia
Para Kant, como para la tradición materialista primero –de un modo completamente ingenuo– y
para el propio Althusser después, lo importante ha sido llamar la atención sobre el fenómeno
mismo del conocimiento, mostrando: a) que el conocimiento mismo es una realidad
suficientemente prodigiosa como para que su mera facticidad plantee cuestiones gravísimas a la
razón; b) que el conocimiento, siendo un prodigio en sí mismo, no es un aspecto más o menos
comprensible de un misterio más profundo, es decir, que el conocimiento es sólo conocimiento y
nada más. Entre paréntesis, conviene recordar que, por eso, sin duda, ha hecho Kant,
precisamente, ontología, y no algo así como teoría del conocimiento; lo malo de lo que se llama
teorías del conocimiento es que comienzan por no ver un problema en lo que pretenden pro‐
blematizar: el conocimiento mismo, sobre el que se limitan a escudriñar su funcionamiento, de
modo que cuanto más consiguen aislar éste, más se ve cómo el conocimiento deja, en realidad, de
serlo.
La forma kantiana de preservar esta consistencia del conocimiento como Faktum no reducible a
otra cosa más profunda tiene por punto de partida la brecha abierta entre concepto e intuición. En
la Introducción de la Crítica de la razón pura,, es decir, antes de que la investigación trascendental
haya ni siquiera comenzado, y tras haber mostrado que el Faktum con el que nos enfrentamos es
precisamente que ʺhay conocimientoʺ, es decir, que ʺhay juicios sintéticosʺ y que, por tanto, tiene
que poder haberlos –lo que hace legítima la pregunta: ¿cómo son a priori posibles juicios
sintéticos?–, Kant nos dice que, como cuestión previa,
sólo parece necesario indicar que existen dos troncos del conocimiento humano, los cuales
proceden acaso de una raíz común, pero desconocida para nosotros: la sensibilidad y el
entendimiento. A través de la primera se nos dan los objetos. A través de la segunda los pensamos
(A 15, B 29).
Un juicio remite un concepto a otro concepto, y así sucesivamente. Pero lo característico es que
Kant considera necesario, como ʺcuestión previaʺ para que ese remitir de conceptos a conceptos
pueda ser llamado conocimiento –y no algo menos, como, por ejemplo, mera palabrería, o algo
más, como creación, despliegue, emanación, etc., de lo real en el concepto–, que haya
forzosamente un límite en el cual el concepto se refiera a algo que no sea concepto.
El conocimiento de un objeto implica poder demostrar su posibilidad, sea porque la experiencia
testimonie su realidad, sea a priori, mediante la razón. Puedo, en cambio, pensar lo que quiera,
siempre que no me contradiga, es decir, siempre que mi concepto sea un pensamiento posible,
aunque no pueda responder de si, en el conjunto de todas las posibilidades, le corresponde o no
un objeto. Para conferir validez objetiva (posibilidad real, pues la anterior era simplemente lógica) a
este concepto, se requiere algo más (SN). Ahora bien, este algo más (SN) no tenemos que buscarlo
precisamente en las fuentes del conocimiento teórico. Puede hallarse igualmente en las fuentes del
conocimiento práctico (KrV, B XXVII).
La última cuestión, crucial en la obra kantiana, no nos concierne ahora, pues el asunto que nos
ocupa es que, en la consistencia teórica del conocimiento, para que éste sea precisamente
ʺconocimientoʺ, se requiere, dice Kant, un ʺalgo másʺ. Conviene retener por un momento la
cuestión en esta forma aún indeterminada, sin poner en juego nada de lo que va a aparecer en la
Crítica: para que haya conocimiento tiene que haber radicalmente otra cosa: ʺalgoʺ.
Tiene que ser ilustrativo para nosotros (cfr. capítulo 6) que, en sus críticas a Hegel entre 1822‐1836,
Schelling (1836: 213‐214) imprima a sus esfuerzos filosóficos un sello muy semejante al de Kant:
El mundo entero yace, por decirlo así, en las redes del entendimiento o la razón, pero la cuestión es
justamente, cómo ha entrado en estas redes, ya que en el mundo evidentemente hay algo más que
mera razón, e incluso algo que ambiciona salir por encima de estos límites.
Pero, volviendo al texto de Kant, hay que señalar lo siguiente. La investigación de aquello en lo que
consiste el conocimiento es la dilucidación de las condiciones de posibilidad del conocimiento, es
decir, la tarea que apunta al eîdos conocimiento, al qué es el conocimiento. Aquello en lo que
conocimiento consiste es un a priori de cualquier conocimiento. Pues bien, acaba de señalarse el a
priori fundamental sin el cual no hay ningún otro a priori posible, el a priori sin el cual, la
investigación del a priori ni siquiera puede comenzar: de ahí precisamente que la Crítica de la razón
pura aún no haya comenzado en este punto. Ese a priori de todo a priori es, en realidad, lo a
posteriori.
La condición del uso objetivo de todos los conceptos del entendimiento es sólo la índole de nuestra
intuición sensible, que es el medio a través del cual se nos dan los objetos. Los conceptos carecen
de referencia a un objeto si se prescinde de esa intuición (A 286, B 342).
Es decir: para que haya conocimiento es preciso que algo sea dado a la razón. No hay conocimiento
más que en el ámbito de una razón para la cual hay ʺalgo másʺ que ella misma. Para que podamos
hablar de conocimiento –y no más bien de otra cosa más profunda o más superficial– es preciso
que la razón sea finita, que haya una receptividad de la razón a la que llamamos sensibilidad. ʺTodo
nuestro conocimiento comienza con la experienciaʺ (B 1). No todo él procede, sin embargo, de la
experiencia. Interesa advertir que la investigación kantiana no comienza en la segunda parte de la
frase, sino en la primera: pues sin experiencia no hay, ni siquiera, eso a lo que llamamos
conocimiento. Si no todo es a posteriori, podría decirse, es porque hay un a priori fundamental: lo a
posteriori mismo. Sin la finitud de la razón no hay investigación trascendental del conocimiento sino
otra cosa, y no porque se desvanezca el ámbito de lo trascendental –pues los ʺtrascendentalesʺ son
precisamente el nombre que la tradición escolástica había reservado para nombrar las nociones
vinculadas al ʺserʺ–, sino porque se desvanece el ámbito del conocimiento.
Pues bien, a ese ʺalgo distintoʺ a lo que tiene que remitir el concepto para que el conocimiento sea
ʺsólo conocimientoʺ se le llama en el primer párrafo (A 19, B 33) de la Crítica de la razón pura
ʺintuiciónʺ. El conocimiento remite conceptos a conceptos, pero en último término, tiene que haber
una referencia a algo que no sea concepto: la intuición. Pasa por ser el descubrimiento más
característico de Kant –su famoso ʺgiro copernicanoʺ– la afirmación de que ʺsólo conocemos a
priori de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellasʺ (B XVIII), de tal modo que la razón
puede legislar sobre la naturaleza en lugar de limitarse a esperar su presentación empírica. Ahora
bien, si el concepto es legislador sobre lo dado en la intuición empírica, es sólo porque es siervo del
puro hecho de que algo en general se da. La ʺdeducción trascendentalʺ de las categorías viene a
demostrar que éstas expresan sólo el en qué consiste el tiempo, es decir, la intuición pura, y que,
sólo por eso todo lo intuido está ligado y legislado por ellas: ʺEl entendimiento puro puede
permanecer como señor de la intuición empírica sólo en tanto que, en calidad de entendimiento,
permanezca como siervo de la intuición puraʺ (Heidegger, 1929: § 16).
Todo ello equivale a decir que el concepto sólo puede remitir a la cosa –y no ser mera palabrería,
ʺalgo menosʺ que ʺconocimientoʺ– en tanto que no sea él el que remita a la cosa. El concepto no
puede alcanzar la cosa, en definitiva, si la cosa no se da además de ser pensada. Luego a lo que
remite el concepto es al darse de la cosa. Y es a ese darse al que llamamos intuición. Si ese darse de
la cosa no fuera finito, si no fuera sensible, es decir, si en lugar de ser un ʺdarseʺ fuera más bien un
ʺgenerarseʺ o una ʺautoexposiciónʺ de la cosa, entonces sencillamente no sería preciso pensar:
bastaría con intuir; pero lo que entonces tendríamos no sería propiamente conocimiento sino ese
algo distinto cuya problemática ha sido míticamente señalada por las religiones como creación. Lo
que tendríamos entonces sería una intuición creadora, en la que el ver y el generarse de la cosa
misma coincidirían. Si nosotros necesitamos también pensar –es decir, si nos vemos compelidos a
proceder discursivamente, remitiendo conceptos a conceptos en esa tarea de alcanzar la cosa a la
que llamamos conocer– es porque las cosas se dan, o sea, porque nuestra intuición es finita. De
donde se deduce que eso de que ʺel concepto remita a una cosaʺ significa sencillamente que el
concepto conoce... y nada más. En suma: decimos que hay algo así como ʺconocimientoʺ –y no, por
una parte, creación, emanación, despliegue, exposición o, por otra, mera palabrería– porque el
concepto señala en último término a algo que no es concepto. Sin ese ʺalgo que no es conceptoʺ ni
siquiera podríamos hablar propiamente de conocimiento (de ese algo que no es concepto). Si todo
se juega en Kant en la brecha insalvable entre intuición y concepto, es porque de ello depende la
separación entre lo real y el conocimiento de lo real. Y lo importante es notar que, sin esa
separación –entre ʺel objeto de conocimiento y el objeto realʺ, como quiso entenderla la tradición
materialista– lo que estaría en cuestión ni siquiera sería lícito llamarlo ʺconocimientoʺ, porque sería
siempre, de algún modo, más bien otra cosa más profunda.
Pese a ciertas apariencias, el texto de Marx citado más arriba es, en realidad, muy kantiano. El
conocimiento apunta a las cosas, y se las ʺapropiaʺ de ese modo misterioso que es la ʺteoríaʺ no
porque haya algún ʺahíʺ (al que llamaríamos, por ejemplo, ʺcriterioʺ del conocimiento) desde el cual
pueda compararse el conocimiento con las cosas. En realidad, el conocimiento no puede arrancar
de las cosas sino que parte, simplemente, del conocimiento anterior. Si hubiera algún ahí desde el
cual pudiera compararse las cosas con el conocimiento, ese ʺahíʺ sería, lógicamente, el
conocimiento que buscábamos. El conocimiento no se compara con la cosa: se compara con el
conocimiento. Los conceptos se comparan, se enlazan y se infieren unos de otros. El milagro –ese
extraño milagro que Grecia introdujo en el mundo– es que el conocimiento, comparándose sólo
con el conocimiento, sea capaz de –como dice el propio Marx– ʺapropiarse (anzuaeignen)
teóricamente de la cosaʺ: lo milagroso es que el conocimiento, precisamente, conozca.
Que el conocimiento conozca significa que acontece el extraño prodigio por el cual los conceptos
se refieren a conceptos y, sin embargo, en ese referirse se refieren, en realidad, a las cosas,
pretendiendo además decirlas verdaderamente, por lo que podemos decir que en ese referirse hay
alguna ʺapropiaciónʺ o ʺadueñamientoʺ de algo de ellas: su ʺserʺ, su ʺformaʺ, su ʺen qué consistenʺ.
A este misterio le llamamos razón teórica. Pues bien: Marx y Kant saben que no hay posibilidad de
hacerse cargo de ese problema si no se comienza por distinguir, en el propio conocimiento, dos
tipos de representaciones: intuición y concepto. Si ʺel conocimiento se apropia cada vez mejor de las
cosasʺ es porque el conocimiento puede ʺcorregir al conocimientoʺ, comparándose a sí mismo, no
desde luego con la cosa –¿desde dónde lo haría que no mereciera el título más privilegiado aún de
ʺconocimientoʺ?–, sino comparando intuiciones con conceptos y conceptos entre sí. Es verdad que
el conocimiento corrige al conocimiento comparando representaciones seguras por otras más
seguras. El problema es que, en este juego de representaciones, no sólo hay en cuestión un grado
de seguridad: si hay grados de seguridades es porque hay dos tipos de representación de distinta
naturaleza. En este juego de representaciones con representaciones todo quedaría en ʺmeras
representacionesʺ si no hubiera una separación radical entre intuición y concepto. Lo que
buscamos al conocer son conceptos ʺadecuadosʺ. Pero esta adecuación que nos autoriza a decir
que nuestros conceptos ʺconocenʺ depende de que haya algún tipo de representación que no sea
concepto. Es decir, la estructura de este ʺefecto‐conocimientoʺ que tienen ciertos conceptos
depende de que en el juicio se jueguen intuición y concepto como dos tipos distintos de
representaciones. Y por lo mismo, depende de que en la práctica científica se jueguen dos tipos de
representaciones que la tradición materialista llamó ideología y ciencia. El fondo trascendental de
estas dos divisiones –la del juicio y la de la práctica científica– es el mismo, aunque en absoluto se
pueda equiparar ideología e intuición, pues, de hecho la intuición no pretende saber, sino ver,
mientras que la ideología tiene más bien relación con un drama muy bien descrito en la primera
figura de Fenomenología del Espíritu: en ella encontramos una intuición que pretende saber. Lo
importante es que el marxismo dividió el mundo de las representaciones en ideología y ciencia por
el mismo motivo que Kant dividió el juego de representaciones en intuición y concepto: de lo que
se trataba en los dos casos era de que el conocimiento fuera sólo conocimiento, es decir, de que
hubiera precisamente eso que llamamos conocimiento. Por parte de Kant se trataba de mostrar la
finitud de la razón, es decir, el hecho de que la razón (teórica) fuera precisamente cognoscente (ʺy
nada másʺ). Por parte del marxismo, se trataba de mostrar que el conocimiento sólo cambia algo
en lo real porque le agrega su conocimiento y nada más y no por ningún otro motivo.
La dificultad del problema no tiene que ser aquí disimulada en modo alguno. Es precisamente uno
de los objetivos fundamentales de este libro sacar a la luz la forma en que es necesario pensar la
articulación profunda de la distinción intuición‐concepto con la distinción ideología‐ciencia,
mostrando que no se trata de una comparación retórica ni de ninguna manera de una asimilación
entre intuición e ideología, por un lado, y por otra entre concepto y ciencia. Es, sin embargo,
imprescindible demostrar que si se sutura la brecha entre intuición y concepto, concediendo a la
razón cualquier suerte de infinitud, se cierra también, en otro sitio, la brecha entre ideología y
ciencia.
Si la representación no fuera de dos tipos, para el marxismo no habría ruptura entre ideología y
ciencia, y la ideología sería algo así como el efecto más periférico de lo científico, el cual, a su vez,
no sería sino la raíz más profunda de algo así como el espíritu de un pueblo. La infinitud de la razón
siempre termina por establecer alguna línea de continuidad entre el trabajo científico y el trabajo de
la historia sobre sí misma, entre el trabajo teórico y el trabajo mismo de lo real. Se puede luego dar
cuantas vueltas se quiera a este resultado teórico más o menos historicista, el punto de partida y
de llegada siempre habrá sido contado por Hegel mejor que por nadie. Es decir, si no hubiera dos
tipos de representaciones se borraría de golpe la frontera absoluta que da todo sentido a eso del
conocimiento, la diferencia entre saber e ignorar, y eso independientemente de que luego se
piense de forma muy compleja su mediación. Es obvio que eso no tiene nada que ver con que la
intuición deba equipararse a un ignorar y el concepto a un saber, sino con el hecho de que, por
algún motivo, si se borra una frontera se borra también la otra. En este motivo se esconde la
pregunta específica a la que el materialismo tiene que responder y que actuará como motor de
toda nuestra investigación en adelante.
En Kant, por su parte, si la intuición no fuera más que algo así como un concepto en estado de
confusión, no sería posible hablar de conocimiento (es decir, de algo más que de mera palabrería)
más que en la medida en que además de conocimiento se esté hablando más bien de otra cosa:
creación, participación, emanación, despliegue, dialéctica, etc. Pues: o bien la razón tiene que dar
un rodeo por algo que no es razón (la cosa), y entonces ese rodeo se llama experiencia y al efecto
racional ʺconocimientoʺ, y entonces hace falta una representación que no sea concepto, que sea
pasividad respecto a la cosa, y hace falta, por tanto, en último término, que la razón sea finita; o
bien la razón tiene, entonces, que dar otro rodeo, siendo capaz de salir fuera de sí sin salir de sí
misma, por lo que ya no tenemos conocimiento más que en la medida en que, en realidad, lo que
tenemos es más bien otra cosa, ya se llame emanación, despliegue, creación, etc., es decir que
entonces hace falta que la razón no se limite a conocer, sino que sea capaz de ʺcrearʺ de algún
modo lo que conoce, por lo que se hace preciso, en último término afirmar la infinitud de la razón.
En el primer caso tenemos que justificar ese rodeo por la cosa al que llamamos experiencia; en el
segundo, ese rodeo por la cosa al que llamamos creación. En el primer caso se trata del
conocimiento, en el segundo se trata de justificar por qué el concepto ʺaburrido de su mero ser
lógicoʺ –según la feliz expresión de Schelling– ha decidido separarse de sí generando la naturaleza,
o por qué el Uno no ha sabido impedirse desdoblarse en sus momentos, dando lugar –a través de
todas las aporías del tercer hombre– a la dialéctica de lo uno y lo diverso, o por qué Dios ʺha
cometido la locura de crear el mundoʺ (Heine), o por qué el Bien no ha sabido, serlo sin engendrar
el Mal. De este segundo rodeo en general se ha hecho cargo teórico una estructura ontoteológica a
la que llamamos teodicea. Pero ʺteodiceaʺ en unas condiciones en las que semejante empresa sólo
tenía una posibilidad de resultar exitosa –como bien demostró finalmente Hegel: la teodicea sólo
logra sus propósitos si logra convertirse en la verdadera teología, es decir, si logra demostrarse que
justificar a Dios frente al Mal es tanto como mostrar en qué consiste Dios, mostrando que Dios
mismo consiste precisamente en el rodeo en cuestión. El hecho de que Hegel acabe por convertir a
la historia misma en la verdadera Teodicea, a la vez que en el astuto trabajo de la razón, puede
ilustrar en qué sentido estamos afirmando que el problema de la filosofía hegeliana es siempre
algo más profundo, pero que también paga sus tributos, que el mero asunto del conocimiento.
Lo que tenemos no es, pues, dos epistemologías posibles que pueden optar entre racionalismo o
finitud de la razón, sino la necesidad de optar entre epistemología o teodicea, o si se quiere, entre
ontología y ontoteología.
4.11. Conclusiones
La conclusión a la que venimos a desembocar es que el postulado de la infinitud de la razón borra
la diferencia de naturaleza entre ideología y ciencia. El motivo por el que el materialismo se
empeñó en mantener a todo precio esta diferencia –que en un determinado momento fue
entendida decididamente bajo el signo del corte epistemológico de Bachelard, y la forma en la que
se pensaron entonces las complejas relaciones entre lo ideológico y lo científico –siempre tomando
por base el famoso texto de Marx en la Introducción de 1857– no puede ser expuesto ahora. Lo
importante es haber acertado a diagnosticar que, al centrar su interés en la tensión entre lo
ideológico y lo científico, el materialismo se enfrentaba, en realidad, a la infinitud de la razón y, por
ende, a la definición misma del idealismo. Desde la infinitud de la razón, el conocimiento no puede
ser pensado como mero conocimiento y se transforma más bien en algo así como la vida profunda
en la que una realidad, o especialmente un pueblo histórico, logra coincidir consigo mismo o
transitar a otro momento de la historia. El concepto ya no es sólo el conocimiento de lo que se está
jugando en una formación histórica, sino lo que verdaderamente se está jugando en ella: la vida
interna que anima y mueve el desarrollo histórico de ese pueblo, su ʺespírituʺ. La ciencia aparece
así en una línea de continuidad real con la ideología, como su momento más profundo o crítico,
como lo verdaderamente buscado por la historia y todas las fuerzas espirituales que en ellas se han
dado cita.
Pero, al mismo tiempo, se juegue lo que se juegue en cada momento histórico, entre todos sus
intereses y todos sus charcos de sangre, siempre será de algún modo un concepto el verdadero
motivo de litigio. De este modo, toda la labor del tiempo se condensa en un despliegue lógico que
sería su verdad. El tiempo es el ʺser ahíʺ del concepto, el Dasein del sujeto; es ʺel poder del
conceptoʺ (Enz § 258).
El tiempo es la inquietud de la pluralidad, la forma en la que la pluralidad se somete al poder del
concepto, de modo que la contradicción inherente a todo lo finito resuelve así su propia
inadecuación, transformándose en unidad viviente. La historia aparece entonces como el espíritu
alienado en el tiempo, el lugar en el que la Idea se conoce en su ser fuera de sí.
Éste es el motivo de que esa aventura lógica, que comienza en el sistema hegeliano con Dios
pensado antes de la creación del mundo, culmine, a través del desgarramiento natural e histórico,
de nuevo, en el elemento lógico, ya que la Historia universal encuentra finalmente su verdad en la
historia de la filosofía. Eso que llamamos ʺrealidad efectivaʺ es la impresionante mediación de un
retorno lógico, que permite a la Idea ser finalmente absoluta ya no como mera idea sino como
espíritu, lo que permite afirmar, a su vez, que ʺsólo lo espiritual es realʺ, por encima, en efecto, de
lo meramente lógico y lo meramente real.
En resumen, si el materialismo no ha podido nunca renunciar a la ʺfunción‐sensibilidadʺ, es decir, a
la finitud de la razón, ha sido en la medida en que ha estado interesado en mantener abierta una
brecha entre ideología y ciencia, y en último término entre ignorancia y saber. Que la ignorancia
hable y que, además, no pueda hacerlo sino hegelianamente es algo que todavía está aquí por
demostrar. Todo ello puede, sin embargo, arrojar alguna luz sobre el motivo que inspiró todas las
manifestaciones clásicas del materialismo sobre la necesidad de distinguir entre lo real y su
conocimiento, así como de su insistencia en entender éste como ʺmero conocimientoʺ y ʺnada
másʺ.
5
El asalto a la razón hegeliana. Feuerbach

5.1. Balance
La gravedad de que la polémica con el idealismo hegeliano se haya deslizado hacia un oscuro
negocio entre ignorancia y saber reside en que, como se empieza ya a sospechar, no va a ser
posible arrancarse de la órbita de Hegel mediante la negativa a aceptar el principio idealista
fundamental o mediante reivindicaciones de la sensibilidad. El caso de la crítica de Feuerbach a la
filosofía especulativa puede ilustrar aquí esta dificultad y contribuir a promover el desconcierto
imprescindible para que vayan aflorando si no las respuestas, al menos las preguntas pertinentes.
En una carta a Ruge de 1843, después de haber leído las Tesis provisionales para la reforma de la
filosofía, Marx afirma que ʺsólo discrepa de los aforismos de Feuerbach en un punto, a saber, en
que insiste excesivamente en la naturaleza y demasiado poco en la políticaʺ. El caso es que ahora
nos interesa bastante menos la discrepancia que el punto de acuerdo. Marx está de acuerdo con
Feuerbach en una determinada forma de oponerse a la filosofía hegeliana.
Feuerbach resume cualquier posible oposición al sistema hegeliano en la negación precisamente
del presupuesto idealista expuesto por Hegel en la Ciencia de la Lógica: ʺLa afirmación de que lo
finito es ideell constituye el idealismoʺ. Mostramos ya en el capítulo anterior cómo esta tesis se
traduce en la consideración de lo finito como momento de un despliegue, del desplegarse de lo
absoluto, del todo, del infinito. La convicción de Feuerbach a este respecto queda resumida con
precisión en la siguiente declaración: ʺLa filosofía, que deduce lo finito de lo infinito, lo
determinado de lo indeterminado, no llega jamás a una verdadera posición de lo finito y lo
determinado” (1842, IX: 249/71). Consiguientemente, Feuerbach define la ʺtarea de la auténtica
filosofíaʺ de modo inverso: no se trata de ʺponer lo finito en lo infinito, sino lo infinito en lo finitoʺ
(ibídem). Este proyecto implica, ante todo, negarse a entrar en el sistema hegeliano, negar a Hegel
la legitimidad tanto del comienzo lógico como fenomenológico.
5.2. El comienzo lógico
Hemos visto a Hegel decir que cuando se comienza a filosofar hay que bañarse en esa sustancia
spinozista en la que naufraga cualquier determinación. Puede que también el propio Feuerbach
haya iniciado por ahí su carrera filosófica, pero de lo que se trata es de que la filosofía misma no
acepte en ningún sentido ese comienzo:
El comienzo de la filosofía no es Dios ni lo absoluto ni el ser como predicado de lo absoluto o de la
idea: el comienzo de la filosofía es lo finito, lo determinado, lo real. Lo infinito no puede en absoluto
ser pensado sin lo finito. ¿Se puede pensar la cualidad, definirla sin pensar en una cualidad
determinada? Así pues, lo primero no es lo indeterminado, sino lo determinado; luego la cualidad
determinada no es más que la cualidad real; la cualidad real precede a la cualidad pensada (ibídem).
Es preciso, pues, detener el sistema hegeliano en su mismo comienzo, impedir incluso la
posibilidad de que llegue a comenzar. Hegel comienza la Ciencia de la Lógica por el puro ser. Ese
ʺpuro serʺ, absolutamente indeterminado, es el único que no presupone nada y, por tanto, es el
único comienzo lógico posible. Pero este ser ʺsin ninguna determinaciónʺ no permite que nada sea
pensado en él. Tan pronto como intentamos concebirlo se nos ha convertido en la pura nada. Pero
la nada es también ʺla ausencia de determinación, y con esto es en general la misma cosa que es el
puro serʺ. Esta inquietud por la que el ser pasa a la nada y la nada al ser es la verdad de ambos, su
verdadero concepto: el devenir. El devenir consiste en el continuo desaparecer del ser en la nada y
la nada en el ser, pero él mismo es el tranquilo reposar de esa inquietud del ser y la nada. En el
devenir lo que desaparece es precisamente la desaparición misma. Pero esta desaparición no
puede ser un recaer en la nada de la cual ha surgido.
Este resultado es el haber desaparecido, pero no como nada; entonces sería sólo una recaída en
una de las determinaciones ya eliminadas, y no un resultado de la nada y del ser. Es la unidad del
ser y la nada que se ha convertido en tranquila simplicidad. Pero la tranquila simplicidad es el ser,
sin embargo precisamente ya no por sí, sino como determinación del todo (WL, V: 113/97).
De este modo, la consideración lógica de la determinación en Hegel la hace aparecer desde el
primer momento en el despliegue del todo. El devenir que ʺdesaparece como desapariciónʺ es el
ser determinado (Dasein). Pero éste, a su vez, es el resultado de ese despliegue que el puro ser ha
iniciado al comienzo.
Se puede decir que, para Feuerbach, y para tantos otros críticos de Hegel, las cartas han quedado
decididas ya para todo el sistema hegeliano: la determinación es un derivado, nunca un Facktum. Se
ha comprobado en el capítulo anterior que este prodigio especulativo no tarda mucho en mostrar
su verdadero rostro lógico: no puede haber determinación sin constitución de un Selbst, es decir, sin
convertirla en momento de una totalidad que sea un sí mismo. La lógica subsiguiente del Dasein, en
efecto, alumbra el concepto de infinito verdadero como ser para sí.
La crítica de Feuerbach consiste –como ya se ha dicho– en impedir que este proceso especulativo
se ponga en marcha, y centra su atención, por tanto, en la primera línea de la Ciencia de la Lógica.
La Lógica sostiene: hago abstracción del ser determinado; no atribuyo la unidad del ser y de la nada
a un ser determinado. Si el entendimiento halla ridícula y paradójica esta unidad es porque
sustituye el ser puro por un ser determinado y es evidente entonces que existe una contradicción
cuando el ser debe ser la nada (Feuerbach, 1839: IX, 36/37).
Como es notorio, en este texto Feuerbach está reproduciendo la forma en la que filosofía hegeliana
sale al paso de elementales objeciones a su punto de partida, como puede comprobarse, por
ejemplo, en el § 88 de la Enciclopedia:
No demuestra un gran talento ridiculizar la proposición: el ser y el no ser son una sola cosa, alegando
consecuencias absurdas arbitrariamente derivadas. Si el ser, se dice, y el no ser son idénticos, mi
casa, mis bienes, respirar el aire, esta ciudad, el sol, el derecho, el espíritu, Dios, son y no son y me
es indiferente que sean y no sean. Pero, ante todo, en estos ejemplos se empieza por sustituir el
ser y el no ser, puros y abstractos, por seres particulares y cosas que tienen una utilidad para mí, y
se pregunta si a mí me es igual que tales cosas sean o no sean. [...] Cuando se sustituye al ser y la
nada por contenidos concretos, se cae en el error habitual del pensamiento irreflexivo, que
consiste en representarse otra cosa de aquello de lo que se habla. Aquí se trata sencillamente del
ser y la nada abstractos.
Pero semejante autodefensa es para Feuerbach una mera insistencia en la estafa inicial. El texto
que antes interrumpimos continúa así:
Mas el entendimiento responde a su vez: sólo el ser determinado es ser; el concepto de ser
comprende el concepto de la determinación absoluta. Del ser mismo obtengo el concepto de ser;
pues todo es un ser determinado, por ello es que puedo oponer también, dicho sea de paso, la
nada, que significa: no algo opuesto al ser, dado que siempre inseparablemente vinculo el algo con
el ser. Quitar al ser la determinación es como que deje de ser del todo. Que se me diga entonces
que ese ser es la nada, no tiene nada de sorprendente. Se advierte aunque no se lo diga. Si se quita
al hombre lo que lo hace hombre, se me puede probar sin dificultad que no es un hombre. [...] De
igual modo, también el concepto de ser, en tanto se separa el contenido del ser, ya no es el
concepto de ser. El ser es tan diverso como las cosas. El ser es uno con la cosa que es. Retirar el ser
de una cosa significa retirarlo todo. El ser no se deja separar para sí. El ser no es un concepto
particular: al menos para el entendimiento lo es todo (Feuerbach, 1839, IX: 37/37).
En resumen, no es el ser el que pasa a la nada, es el filósofo (hegeliano) el que, a fuerza de vaciarlo
de su sentido, le obliga a convertirse en nada. Se comprobará enseguida que en este punto las
críticas del viejo Schelling caminan en la misma dirección (capítulo 6).
El sistema de Hegel comienza por el ser puro y simple porque comienza por una deliberada
ausencia de presupuestos. Comenzar presuponiendo un presupuesto es, en efecto, un
contrasentido, no es en verdad un comenzar auténtico. Y sin embargo, denuncia Feuerbach, por
evidente que esto resulte es, en realidad, el camino por el que se introduce el más portentoso de
los presupuestos, a partir del cual se desarrollará todo el sistema hegeliano: el presupuesto por el
cual la determinación no puede irrumpir más que por derivación, como momento de un
despliegue. O lo que es lo mismo: el presupuesto por el cual queda negada de principio la ʺfunción
sensibilidadʺ, el carácter dado de la determinación en general. La protesta de Feuerbach es más
gráfica que cualquier posible comentario:
¿O bien será por azar que la filosofía hegeliana no comience también por un supuesto? ʺ¡No! Ella
empieza por el ser puro; no se inicia por ningún comienzo particular; sino por lo indeterminado
puro, por el comienzo mismo.ʺ ¿Verdad? Sin embargo, que la filosofía deba comenzar, ¿no es ya un
supuesto? [...] ¿Por qué al comienzo no puedo renunciar precisamente al concepto de comienzo?
¿Por qué no puedo referirme de modo inmediato a lo real? Hegel comienza por el ser, es decir, por
el concepto de ser y por el ser abstracto. ¿Por qué no puedo empezar por el ser mismo, vale decir,
por el ser real? (1839, IX: 22‐23/22‐23).
Se comprobó en el capítulo anterior que convertir lo finito en momento es precisamente
convertirlo en ideelL Ello a su vez implicaba que ninguna determinación, ninguna finitud podía
resultar legítima si no era en el engranaje propio de una Aufhebung, lo que obliga, como decimos, a
cualquier determinación a generarse por vía negativa en el dispositivo de un sí mismo que se
despliega. No hay pues, a todo lo largo y ancho del sistema hegeliano, ninguna positividad que no
sea el resultado de la negación, de la negación de la negación. Esta afirmación que se conquista
negando negaciones es –como comprobamos el concepto mismo de ser para sí. Y en la realidad
espiritual Hegel localiza precisamente la ʺpaciencia del conceptoʺ, el riguroso y meticuloso trabajo
que obliga a generar cada determinación.
Sin embargo, Feuerbach no ve aquí ʺpacienciaʺ alguna, sino más bien una descarada pereza. La
positividad en cuestión tiene más bien la particularidad de no necesitar del aburrido y laborioso
quehacer de la investigación, tal y como se puede decir por ejemplo de nuestra comunidad
científica que tiene ʺpacienciaʺ, sino que se ofrece a la carta para el filósofo en virtud del milagro de
la doble negación. Por un ʺverdadero milagro de arbitrariedad especulativaʺ –nos dice Feuerbach–
la filosofía ha logrado convencerse de que lo finito es negativo: negar lo finito se convierte por
tanto en una arbitraria positividad, la positividad ʺfilosóficaʺ del sistema hegeliano, donde nada es
positivo sino como momento y despliegue de lo mismo. La pretendida falta de supuestos del
comienzo de la Lógica esconde el presupuesto insólito de que todo es el ʺuno y todoʺ, y de que, por
consiguiente, ʺtodo está en todoʺ. Esconde, pues, el presupuesto, precisamente, de lo Absoluto. Y
de nuevo nos encontramos por tanto ante una aparentemente inofensiva afirmación, ʺel todo es lo
verdaderoʺ, que no puede ser entendida más que afirmando con toda radica‐ lidad que ʺsólo lo
espiritual es realʺ.
ʺRenunciar al comienzo precisamente al concepto de comienzoʺ, como dice Feuerbach, es, por
tanto, lo mismo que afirmar la sensibilidad. Pero no sólo la sensibilidad como ʺfacultadʺ del
hombre, sino como ʺfacultadʺ de la razón, lo que no es en absoluto lo mismo. Que la razón misma
tenga esa ʺfacultadʺ – utilizando una metáfora puramente mítica o antropológica– es afirmar la
finitud de la razón. Es decir, es tanto como afirmar que el horizonte de la determinación es un
Facktum. Es, en último extremo, aceptar que la razón siempre se enfrenta a ʺun todo complejo
siempre ya dadoʺ. Semejante fórmula ha dado –como es sabido– mucho juego a la relectura
althusseriana de la cuestión materialista. Pero por el momento nos interesa retener tan sólo lo
siguiente: la afirmación de la sensibilidad equivale simplemente a la negativa a entender la
complejidad como el despliegue o la expresión de un simple original. Es decir, una tal decisión por
la sensibilidad consiste precisamente en la negativa a aceptar la proposición con la que Hegel ha
definido el idealismo: la presentación de lo finito como ideal, como lo puesto por el principio.
5.3. El comienzo fenomenológico
Sin embargo, como es obvio, el empeño por defender los derechos de la sensibilidad contra el
comienzo lógico no hace sino precipitarnos en el interior del sistema hegeliano por otra vía
distinta: la Fenomenología del Espíritu. Al fin y al cabo ¿no es Hegel, precisamente, quien más se ha
empeñado en no dar por supuesto lo absoluto? En la Fenomenología se trata de partir de la
conciencia tal y como a ella le venga bien hacer la experiencia de sí misma, incluso si a ella le viene
bien precisamente negar cualquier posibilidad de elevarse por encima de lo más particular y
determinado que se ofrece a los sentidos. Y en modo alguno se trata ahí de refutar esta pretensión
desde un supuesto saber más elevado al que llamaríamos ciencia. Al contrario, la estratagema
hegeliana consiste en obligar a la conciencia a realizar la experiencia de lo que ella misma afirma y
quiere afirmar como ʺcerteza sensibleʺ. La conciencia afirma: ʺEsto, aquí, ahora, esʺ. Y se niega a
presuponer ninguna mediación, ninguna abstracción, ningún concepto que unlversalice o resuma
esta infinita riqueza por la que puede ser señalada cada partícula de polvo o cada hoja de un
arbusto. Hegel se limita a preguntar a la certeza sensible qué sabe cuando pretende saber lo que
sabe. Y es ella, y no Hegel, la que responde siempre, para su propia sorpresa, con la misma
monótona universalidad: ʺEsto, aquí, ahora, esʺ. En su pretender fijar lo más particular, lo más
diverso, lo más rico, no logra sino repetir una y otra vez lo mismo, pues todo es un ʺestoʺ. La certeza
sensible dice, en realidad, lo más universal.
Y, en efecto, cuando la conciencia intenta decir lo que sabe cuando pretende fijar lo particular, no
logra sino expresar un concepto: precisamente el concepto de universal, el primer concepto que es
alumbrado en la Fenomenología, y que notoriamente coincide con la primera noción de la que parte
la Lógica: el puro ser. Lo que la certeza sensible logra poner en juego es un simple que pretende ser
esto, pero al que le da igual ser esto o eso, porque todo lo dice de la misma forma: es el esto
universal, en realidad el todo, pero un todo sin vida ni paciencia, el todo de la pereza y la
ignorancia, un todo que solamente es todo porque le da lo mismo ser esto o lo otro, un todo que
es todo por mera indiferencia (cfr. Phä, III: 85/65). Así que es la propia certeza sensible la que
comienza por señalar lo absoluto, precisamente cuando pretende no señalarlo, cuando pretende
estar fijando en su más concreta particularidad una determinada y específica brizna de hierba. Y es
que hace falta mucho trabajo conceptual, mucho instrumental abstracto, mucha mediación teórica
para fijar la especificidad de una brizna de hierba. Todavía Kant desesperaba en su tiempo de que
alguna vez pudiera nacer un Newton de la hierba. Para la certeza sensible todas las plantas son
hierbas; hace falta toda una ciudad científica de botánicos para fijar realmente esa especificidad
que la certeza sensible señala diciendo ʺestoʺ. En realidad, ella no señala más que lo absoluto, si
bien bajo una forma supremamente perezosa, como si se tratara de un Dios indiferente que se
limitara a encogerse de hombros ante la opción de ser esto más bien que eso, un Dios que lo fuera
todo porque le cansara distinguirse de la menor determinación.
Lo que la certeza sensible nombra todo el rato no es sino ʺel absoluto en el que todos los gatos son
pardosʺ. Ese absoluto por el que el romanticismo ha suspirado como si se tratara de lo más difícil y
lejano es, en realidad, lo más cercano, lo más pobre, lo más sensible. Para la certeza sensible ʺtodo
está en todoʺ de forma inmediata, porque ella es incapaz de dar cuenta de ninguna determinación
frente a alguna otra. Mientras el quehacer conceptual de la ciencia sabe lo mucho que cuesta aislar
la más mínima determinación, la conciencia sensible pretende todo el tiempo charlar sobre
particularidades pero siempre acaba por preguntarse perpleja ¿pero de qué estamos hablando?; y
siempre tiene que conformarse con encogerse de hombros alumbrando, en realidad, el primer
paso de la Ciencia de la Lógica: ʺHablábamos... de todo y de nadaʺ. Igual que existe una ʺanchura
vacía, hay también una profundidad vacíaʺ (Phä, III: 19/11); las profundidades absolutas buscadas
por el romanticismo no son, a la postre, sino la superficialidad de la que se pretendía apartar. Los
enamorados del absoluto en nada se distinguen de los que chapotean en la ciénaga cotidiana de la
sensibilidad.
Es por lo que, sin ningún tipo de paradoja, Hegel se puede permitir redactar el Prólogo a la
Fenomenología en clave de homenaje a la experiencia. La experiencia es precisamente lo más difícil,
de ningún modo es el comienzo. La pretensión romántica de ʺelevarʺ a los hombres por encima de
la experiencia y el presente es un contrasentido: el hombre siempre está, en realidad de forma
muy espontánea, ʺen las nubesʺ, elevado por encima del presente y la experiencia. El último
indígena del último rincón del planeta conoce muy bien el mundo supraterrenal relatado por sus
mitos y sus exigencias anímicas. Lo que llama la atención en el ʺhombre de la calleʺ no es su
mezquino interés por lo particular, sino muy al contrario, la vacía e insulsa abstracción de todos sus
decires: su problema no es que hable de cosas muy determinadas, sino, al contrario, que nunca se
sabe de qué está hablando. Lo propio de la doxa –Platón lo ha señalado suficientemente– es
precisamente que siempre cambia de tema, que dice que nos va a hablar de una cosa y nos habla
siempre de otra, sin que nunca sepamos tampoco fijar esta otra. La doxa habla de todo y de nada.
Es la doxa, precisamente, la que jamás tiene verdaderas experiencias, pues su relato es
completamente abstracto, como el relato de los niños que se limitan a contarlo todo señalando en
su cabeza cosas que nunca aciertan a decir: ʺY entonces ocurrió eso, y luego, eso”.
La humanidad ha tenido, en cambio, que recorrer un largo y metódico camino para alcanzar la
experiencia, la atención al presente. Ha sido preciso que todo el Renacimiento pusiera manos a la
obra para estar seguros por una vez de alguna experiencia elemental y de semejante
acontecimiento no ha surgido una tertulia de mercado sino nada menos que la física moderna.
Venir a suspirar ahora por unas ʺgotas de divinidadʺ en el parco desierto de la experiencia no es
clamar por un mundo más elevado, sino sencillamente echar de menos la mentalidad más común.
No es Hegel quien decide partir de lo absoluto, como si una decisión spinozista le hubiera decidido
a comenzar sentando ʺesa sustancia en la que naufraga toda determinaciónʺ; en 1807, Hegel está
ya convencido de que es la conciencia sensible la que sin decisión alguna, de forma completamente
espontánea, se limita a chapotear en ese océano de la ausencia de determinación. La experiencia
no es patrimonio de la conciencia sensible, como tampoco lo es la determinación: su patrimonio es,
por el contrario, el absoluto más abstracto, el universal más indiferente a cualquier determinación.
Feuerbach, por supuesto, combatirá este comienzo fenomenológico con tanto vigor como el lógico.
Y el argumento fundamental consistirá en negar que la Fenomenología sea verdaderamente una
fenomenología.
¿Hegel ha engendrado la idea, o el pensamiento, partiendo de la alteridad del pensamiento o de la
idea en general? ¡Veamos! El primer capítulo contiene: ʺLa certeza sensible o el esto y el pretender
fijarʺ. Hegel designa el momento de la conciencia en que el ser sensible y singular tiene para ella
un valor de ser verdadero y real, pero para revelarse de pronto a manera de ser universal. ʺEl aquí
es un árbolʺ; mas continúo y digo: ʺEl aquí es una casaʺ. La primera verdad desapareció. ʺEl ahora
es nocheʺ; pero no se demorará en decir: ʺEl ahora es díaʺ. La primera verdad propuesta ha
devenido ahora ʺtrivialʺ. El ahora se revela así como un ahora universal, un múltiple (negativo)
simple. Lo mismo ocurre con el ʺaquíʺ. El aquí mismo no desaparece, subsiste con la desaparición
de la casa, del árbol, etc., indiferente a que sea casa o árbol. El aquí se demuestra en su momento
como simplicidad mediatizada o universalidad (Feuerbach, 1839, IX: 43/43).
¿Por ese modo se prueba lo universal como real?, pregunta Feuerbach. Sí, para el pensamiento que
ya está seguro a priori de ser lo real. Sí, para el pensamiento que ya está convencido de antemano
de que se podrá abrir a la Ciencia de la Lógica. Pero, la conciencia –protesta Feuerbach– no se deja
engañar: ʺEl aquí –¿por qué no el aquí‐existente? –, el ahora –¿por qué no el ahoraexistente?ʺ
(ibídem).
La misma contradicción, el mismo conflicto no mediatizados que encontramos en el comienzo de la
Lógica, nos salen al paso aquí en el comienzo de la Fenomenología; el conflicto entre el ser que aquí
se toma como objeto y el ser como objeto de la conciencia sensible. El aquí fenomenológico en
nada se distingue de otro aquí que yo señalé; si éste se revela también como un aquí universal, es
de hecho un aquí universal. Por el contrario, el aquí real, se distingue justamente de otro aquí de
manera real, es un aquí exclusivo. ʺPor ejemplo, el aquí es el árbol. Doy media vuelta y esa verdad
ha desaparecido.ʺ Así es, en efecto, en la Fenomenología, donde la media vuelta no cuesta más que
una palabreja; mas en la realidad en que debo hacer actuar mi pesado cuerpo, el aquí se me revela,
aún detrás de mí, dotado de una existencia muy real (1839, IX: 44‐45/45).
Es de este modo que se hace patente que Hegel no está refutando el aquí real, sino el aquí lógico,
el ahora lógico; como gusta decir Feuerbach: un aquí sin espacio, un ahora sin tiempo. No está
refutando el aquí y el ahora, sino el pensamiento del aquí y elabora. No está mostrando la no verdad
del ser singular señalado por la certeza sensible, sino la no verdad del ser singular como
representación lógica. La Fenomenología hegeliana no es fenomenología. ʺLa fenomenología no es
sino Lógica fenomenológica. Sólo desde este punto de vista se puede disculpar el capítulo de la
certeza sensible, [porque] comienza no por el ser otro que el pensamiento, sino por el pensamiento
del ser otro del pensamiento, en el que el pensamiento está naturalmente seguro por anticipado de
su victoria sobre el adversarioʺ (ibíd., 46/46).
5.4. El materialismo frente al paradójico saldo de la crítica de Feuerbach
En el intervalo entre 1843 y 1845 –quizá sea más importante decir en el recorrido que le ha llevado
desde Alemania a París y Bruselas– Marx ha variado sustancialmente de postura frente a
Feuerbach. El elogio inicial de sus vigorosos ataques a Hegel vuelve aún más desconcertante el que
en adelante se vaya a acusar a Feuerbach precisamente de ʺretoño del sistema hegelianoʺ, junto
con Strauss, Stirner y Bauer. Comienza a sospecharse en Hegel, ya entonces, una paradójica
capacidad para revivir y engordar con el ataque frontal de sus adversarios más radicales; después
de todo, no de otro modo que el propio absoluto hegeliano, capaz de ser lo mismo en su ser otro,
necesitado, en realidad, de lo otro para poder ser sí mismo. El mundo feuerbachiano no es sino el
ser para sí del sistema hegeliano en su conjunto.
ʺ¿Cómo es posible que el impulso gigantesco dado por Feuerbach resultase tan infecundo en él
mismo?ʺ, preguntaba Engels tiempo después (1886, II: 353/52). Lo sorprendente es la forma tan
descarnada en la que la respuesta de Engels da la razón a Hegel: ʺSencillamente, porque Feuerbach
no logra encontrar la salida del reino de las abstracciones, odiado mortalmente por él, hacia la
realidad viva. Se aferra desesperadamente a la naturaleza y al hombre; pero en sus labios, la
naturaleza y el hombre siguen siendo meras palabras. Ni acerca de la naturaleza real, ni acerca del
hombre real, sabe decirnos nada concretoʺ. Resultado que hegelianamente hablando, podría
decirse, se veía venir. Engels reprocha a la reivindicación feuerbachiana de la sensibilidad las dos
notas básicas con las que Hegel ha definido a la certeza sensible: pretende ser concreta y es la más
abstracta, pretende ser rica y es la más pobre.
Este Feuerbach que predica en cada página el imperio de los sentidos, la sumersión en lo concreto,
en la realidad, se convierte, tan pronto como tiene que hablarnos de otras relaciones entre los
hombres que no sean las simples relaciones sexuales, en un pensador completamente abstracto.
Para él, estas relaciones sólo tienen un aspecto: el de la moral. Y aquí vuelve a sorprendernos la
pobreza asombrosa de Feuerbach, comparado con Hegel. En éste, la Ética o teoría moral es la
filosofía del Derecho y abarca: 1) el Derecho abstracto; 2) la moralidad; 3) la Ética que, a su vez,
engloba la familia, la sociedad civil y el Estado. Aquí, todo lo que tiene de idealista la forma lo tiene
de realista el contenido. Juntamente a la moral se engloba todo el campo del Derecho, de la
Economía, de la Política. En Feuerbach es al revés. Por la forma, Feuerbach es realista, arranca del
hombre; pero como no nos dice ni una palabra acerca del mundo en que vive, este hombre sigue
siendo el mismo hombre abstracto que llevaba la batuta en la filosofía de la religión (1886, II:
349/46).
De este modo, lo que se ha presentado como la más tozuda batalla contra Hegel se convierte en el
mejor homenaje que puede hacerse a la primera figura de la Fenomenología del espíritu. Feuerbach
con su negativa a aceptar primero el comienzo lógico y después el comienzo fenomenológico ha
convertido el conjunto completo de su filosofía en este último. Pues, en verdad, sin la resistencia de
la certeza sensible a salir de sí misma, la Fenomenología no se pone en marcha. Irónicamente,
Hegel podría saludar los Apuntes de Feuerbach como el primer texto que se toma en serio la
gravedad del comienzo fenomenológico en la certeza sensible, de modo que el supuesto
adversario se convertiría así en el mejor de los alumnos.
Se puede permanecer indefinidamente en la línea de la frontera sin cesar de repetir: ¡concreto!
¡concreto! ¡real! ¡real! Es lo que hace Feuerbach, quien hablaba también de la sociedad y del Estado,
y no cesaba de hablar del hombre real, del hombre que tiene necesidades, del hombre que no es
más que el conjunto de sus necesidades desarrolladas, de la política y de la industria (Althusser,
1965a: 256/203).
Feuerbach critica a Hegel por habernos hecho creer que partía del ser otro que el pensamiento,
cuando en realidad no partía sino del pensamiento del ser otro que el pensamiento. En realidad es
un reproche que a medias se le puede hacer a Hegel pues él no ha pretendido disimular nada:
sencillamente se ha limitado a preguntar a la conciencia qué sabe y qué dice cuando pretende
estar ante lo otro de ella misma. La crítica habría que dirigirla, en todo caso, a la propia conciencia
que tiene esa pretensión.
Lo extraordinario, por tanto, es que el reproche de Feuerbach se vuelve contra él mismo. Frente al
concepto y la especulación hegeliana, Feuerbach exige lo positivo, lo real, lo sensible, lo existente.
Pero ni el concepto de ʺlo positivoʺ es nada positivo, ni el concepto de lo sensible es nada sensible.
Hegel podría muy bien preguntar a Feuerbach qué dice cuando dice lo que dice, igual que hacía
con la propia certeza sensible. Feuerbach exige la determinación frente a lo indeterminado. Pero el
concepto de determinación no es ninguna determinación en especial: es precisamente lo
indeterminado mismo. Lo que precisamente encontramos en Feuerbach es una impresionante
indigencia de determinaciones, frente al prodigioso paraíso de minuciosas distinciones que recorre
el sistema hegeliano. A la postre, viene a decir el diagnóstico de Engels, Hegel es mucho menos
ʺhegelianoʺ que sus críticos. Combatir un Hegel imaginario puede ser una forma de no ser
hegeliano, pero es con toda seguridad una manera de convertirse en una pieza de su sistema.
El fracaso general de la izquierda hegeliana en su enfrentamiento con Hegel –ya diagnosticado
antes en Stirner y problematizado ahora en Feuerbach– no prueba que Hegel tenga razón, sino que
existe alguna oscura dificultad en la que nunca se repara a la hora de enfrentarse a él, por lo que
su sistema parece transfigurarse en un tramposo ingenio que se alimenta de sus detractores. De
hecho, Hegel no sólo ha reabsorbido a sus oponentes, sino que ha convertido al conjunto entero
de la historia de la filosofía en una exposición de su sistema. Como el absoluto hegeliano,Hegel no
tiene enemigos: es lo que es en su ser otro. El modo en que la especulación hegeliana afronta
cualquier crítica consiste en dar la razón al adversario: en darle incluso –y sobre todo– más razón
de la que él mismo pretende tener.
Feuerbach no ha sido tan ingenuo de criticar el comienzo lógico hegeliano para ser devorado a sus
espaldas por el comienzo fenomenológico. La gravedad del problema consiste en que incluso
habiendo presentado una respuesta convincente a este último, no puede evitar que sus propios
textos funcionen como Hegel había previsto. Todo ello sigue abocándonos a pensar que cuando se
critica a Hegel no sólo se trata de refutar unos determinados textos filosóficos, porque hay algo en
el propio lenguaje que funciona hegelianamente y que es capaz de tomar la palabra incluso en las
críticas más certeras. El idealismo puede que no sea, en efecto, una mera postura en la historia de
la filosofía, sino una realidad en este mundo que si bien no es, como Hegel pretendió, su verdad, sí
puede muy bien ser una ilusión perfectamente necesaria e inevitable.
6
El asalto a la razón hegeliana. Schelling a partir de 1809

6.1. Recapitulación
El episodio al que acaba de asistirse proporciona la ocasión de recapitular respecto a lo poco que
estas páginas llevan ganado con vistas a aislar un posible sentido del término materialismo. Se
comenzó, sencillamente, por levantar alguna suerte de perplejidad referente a esta postura
filosófica que en manos de Engels o Bakunin parecía coincidir con un sentido común más bien
romo. Por su parte, la situación seguida a través de Marx y Engels en 1845 aporta en resumen una
definición puramente negativa en cuya indigencia, sin embargo, no hemos vacilado en apoyarnos:
ser materialista tiene que ver con ʺno ser idealistaʺ; y por ʺidealistaʺ hemos entendido ʺalgoʺ,
siguiendo el texto de La ideología alemana, que tiene que ver con Hegel y que, por otro lado, parece
que ha contaminado a todo el universo teórico alemán bajo la forma de una ʺilusión hegelianaʺ.
Materialismo, en este sentido, quiere decir ʺpensar en el afuera de Hegelʺ, donde Hegel nombra
más que nada una dolencia a la que en determinadas condiciones lo teórico resulta, al parecer,
propenso. Hemos visto ya que, tras una larga tradición marxista hegeliana, ésta es la forma en la
que empiezan a plantearse las cosas en el ámbito teórico francés, a partir de 1965 y del seminario
Lire le Capital, advirtiendo, pues, que lo que fundamentalmente hay que replantear en la cuestión
del materialismo son las relaciones Hegel‐Marx.
No obstante, la dificultad y el aparente fracaso de las radicales críticas al universo hegeliano por
parte de la izquierda hegeliana –que, incluso cuando aciertan en el corazón mismo del idealismo,
se hunden todavía más en él– nos ha inducido una cierta precaución al respecto, y el siglo XX, como
vimos, no ha hecho más que hacerse más y más precavido según iba profundizando en su
relectura de Hegel. Es también por este motivo por el que se volvió a dirigir la mirada a la en un
tiempo olvidada polémica del viejo Schelling con el sistema hegeliano.
6.2. La intervención de Schelling
La elemental ecuación de la que nosotros mismos estamos partiendo, en la que buscamos un
pensamiento capaz de entender a Hegel, de alguna manera en pie de igualdad, y, al mismo tiempo,
firmemente decidido a denunciar su potente y escondido engranaje, parece también abocarnos a
considerar la intervención del último Schelling como la primera y, quizás en sus tiempos la única,
capaz de enfrentarse en serio y en su propio terreno a la dificultad de situarse en el exterior del
sistema hegeliano. Hasta tal punto tiene que ser así que Schelling reprocha a Hegel haber
triunfado en Alemania a base de convertir en sistema un error de su propia filosofía de juventud,
por lo que, de alguna manera, la crítica explica también el tortuoso itinerario del pensamiento
schellingniano.
En efecto, durante su docencia en Múnich (1822‐ 1840), Schelling ha tratado a Hegel como un
epígono de su propia filosofía, un epígono que, sin embargo, ha logrado suplantarle y, de alguna
forma, eclipsar su liderazgo teórico, en otro tiempo indiscutible. En 1809, cuando publica su Tratado
sobre la esencia de la libertad humana y se sume en un desconcertante silencio editorial hasta 1854,
Schelling tiene treinta y cuatro años, cinco menos que Hegel, su gran amigo de otros tiempos; ha
escrito ya una obra monumental, en la que ha evolucionado vertiginosamente siempre ʺde cara al
gran públicoʺ, según el famoso comentario de Hegel, quien, mientras tanto, trabajaba en un oscuro
anonimato hasta la publicación en 1807 de la Fenomenología. Es sobradamente conocido que esta
obra supuso la ruptura de la amistad entre los dos grandes pensadores; Hegel no había nombrado
a Schelling al despreciar aquel absoluto romántico que es como la noche en la que todos los gatos
son pardos, pero al no hacerlo había abierto ambiguamente las puertas a que se leyera entre líneas
una larvada alusión que Schelling consideró más una calumnia que un malentendido involuntario.
Podemos considerar el Tratado de 1809 como la primera respuesta de Schelling, no tanto a la
alusión de Hegel como al camino en el que éste había introducido desde entonces a la filosofía.
Pero esta obrita pasa desapercibida y mientras que Hegel se apodera del universo ideológico
alemán, Schelling, en parte deprimido por la muerte de su esposa Carolina y en parte enredado en
un problema inacabable, se dedica a la docencia y deja de publicar hasta el fin de sus días. No
obstante, la rivalidad con Hegel no sólo es una cuestión de amargo resentimiento; sus críticas a la
filosofía de su “antiguo discípuloʺ vienen a confirmar que el motivo de su silencio reside, en
realidad, en haberse negado a alimentar una ambigua solución de facilidad sugerida en su primera
producción y de la que, en cambio, Hegel habría sacado un gran partido tan sorprendente como
monstruoso. En sus lecciones de Munich y en un prólogo a Víctor Cousin (1834), Schelling ha hecho
un minucioso balance del giro fatal que Hegel ha infligido en la filosofía alemana al adueñarse de
ella, y en 1841, cuando la izquierda hegeliana comienza a alborotar de forma preocupante para las
instancias gubernamentales, es llamado a Berlín a ocupar la propia cátedra de su antiguo rival, con
el encargo políticamente explícito de ʺextirpar las raíces del dragón hegelianoʺ. Kierkegaard,
Bakunin, Engels y Burckhardt se encontraban entre los muchos oyentes que desertaron
desilusionados de sus lecciones (cfr. Löwith, k., 1939: 130‐136/165‐173). Ya en 1834, Heine había
hecho de Schelling un retrato que perduraría durante mucho tiempo sin que aquel postrero
desquite berlinés lograra impedirlo: ʺEl odio y la envidia ocasionaron la caída de los ángeles, y es
demasiado cierto, por desgracia, que el despecho de ver a Hegel cada vez más alto en la
consideración pública, condujo al pobre Schelling al estado en que hoy le vemos [...] Schelling ha
traicionado a la filosofía y la ha vendido a la religión [...] No queremos excusarle; ningún motivo de
piedad o de prudencia nos induce a callar: el pensador que en otro tiempo desarrolló en Alemania
con el mayor atrevimiento la religión del panteísmo, el que proclamó en voz más alta la
santificación de la naturaleza y la reintegración del hombre a sus divinos derechos, ese pensador se
hizo apóstata de su propio pensamiento; abandonó el altar que él mismo había consagrado; volvió
a las criptas religiosas del pasado; y ahora predica un dios exterior al mundo, un dios personal que
ha cometido la locura de crear el mundo” (Heine, 1834, III: 432 y 633/182 y 108). Fue sólo cuando a la
propia tradición marxista le llegó el turno de intentar extirpar de sí misma ʺlas raíces del dragón
hegelianoʺ cuando la palabra de Schelling volvió a ser atendida en los círculos del materialismo (cfr.
por ejemplo Albiac, G., 1979). Mientras tanto, la impresionante obra de Xavier Tilliette (1969) había
contribuido con mucha eficacia a resituar la Spätphilosophie de Schelling, insertándola en los
antecedentes de la crítica al idealismo hegeliano por parte de la fenomenología y el positivismo (II:
98 y 193) y obligando al marxismo a volver hacia allí su mirada: ʺEn último término, Schelling
parece ser el antídoto necesario a la hegemonía hegeliana, tanto más cuanto que se eleva a su
mismo nivel. No es, pues, un intruso en la discusión interminable con el idealismo que ha dirigido
todo el siglo XX y determinado el curso de su pensamientoʺ (II: 497).
6.3. Hegel como instaurador de un "nuevo wolffianismo"

No puedo contemplar eso que se llama filosofía hegeliana, en lo que a ella le pertenece de
verdad, más que como un episodio de la historia de la filosofía moderna, y ciertamente
como un triste episodio. No es preciso continuarla, sino romper por entero con ella,
considerarla como inexistente.

F. W. J. Schelling
A ojos de Schelling el ʺepisodioʺ hegeliano ha nacido de una encrucijada en la que se había
estancado desconcertada su propia Filosofía de la Naturaleza, cuyo método había quedado ya
delimitado y aplicado en su obra de 1800, Sistema del idealismo trascendental. Schelling había
desarrollado exitosamente –contra la forma de proceder de Fichte– una especie de ʺhistoria
trascendental del yoʺ en la que el concepto y el pensamiento se veían necesariamente involucrados
en un proceso objetivo. Este proceso, del que Schelling afirma tener una importancia crucial para la
física –y que constituye a su vez una física especulativa paralela–, contenía un desarrollo que
mostraba convincentemente y con gran elegancia el paso de la pura materia a su concepto, la luz,
como la primera subjetividad que existe fuera de nosotros, de modo que a partir de ahí se veía a la
naturaleza conquistar cada vez más distintas realidades, como el magnetismo o la electricidad, el
organismo y la vida. Esta evolución hacía emerger lo humano, como lo ideal que ahora se enfrenta
ya a la totalidad de lo real, en tanto que saber, explicando así también la inmortalidad del alma
como ese momento en el que ya no es posible para el sujeto sumergirse de nuevo en la materia. Lo
ideal puro sigue entonces progresando como historia, manifestándose en el arte, la religión y la
filosofía como espíritu absoluto, es decir, como Dios.
Esto no es, por supuesto, ni siquiera un esbozo de la filosofía de la naturaleza, sino una forma de
resaltar el punto que Hegel convertiría en un lema especulativo y que, por el contrario, para
Schelling señala un cierto callejón sin salida en el que había que tomar una difícil decisión, muy
distinta a la hege‐ liana (cfr. 1836: 193 y ss.). Dios aparece como resultado y sometido a un devenir.
Si Schelling encuentra aquí, a la postre, un grave escollo es porque el proceso en cuestión ha sido
pensado como un desarrollo efectivo y real. De este modo, se hace preciso pensar un tiempo en el
que Dios no era como tal, lo que repugna tanto a su concepto como a la conciencia religiosa. Y
entonces la única escapatoria es negar ʺque haya existido un tiempo semejante, es decir, se explica
que aquel movimiento, aquel acontecer, es un acontecer eternoʺ (ibíd., 194). Ahora bien, para
Schelling, esta posibilidad desemboca muy alejada de la interpretación hegeliana:

Sin embargo, un acontecer eterno no es un acontecer. Por consiguiente, toda la representación de


aquel proceso y movimiento es ilusoria, no ha sucedido propiamente nada, todo se ha desarrollado
únicamente en el pensamiento; todo este movimiento no era en realidad más que un movimiento
del pensamiento. Aquella filosofía [su propia Filosofía de la Naturaleza] hubiese tenido que
comprender esto; así se hubiese colocado fuera de toda contradicción, pero precisamente con ello
renunciaría a su pretensión de objetividad, es decir, debería reconocerse como una ciencia en la
que no se habla de existencia, de aquello que existe efectivamente, y, por consiguiente, tampoco se
habla de conocimiento en este sentido, sino sólo de relaciones que asumen los objetos en el puro
pensamiento. Y puesto que la existencia es siempre lo positivo, o sea lo que es puesto, asegurado y
afirmado, ella debería reconocerse como filosofía puramente negativa, pero precisamente con ello
debería dejar libre fuera de sí el espacio para la filosofía que se refiere a la existencia, es decir, para
la filosofía positiva, y no pretender pasar por la filosofía absoluta, por la filosofía que no deja nada
fuera de sí (ibíd., 195).

En esta ʺfilosofía positivaʺ trabajará Schelling sin descanso hasta el fin de sus días, intentando así
completar el proyecto anunciado en 1809 de un sistema de la libertad. Pero, entretanto, ha habido
en este desenvolvimiento teórico una interferencia desgraciada que ha hecho perder a la filosofía
alemana un tiempo precioso. Se trata, en efecto, del ʺepisodio hegelianoʺ. Hegel ha tenido un
mérito indudable: en su Ciencia de la Lógica ha aislado el elemento puramente lógico de la filosofía
de la naturaleza, mostrando que, efectivamente, en ella no se trataba más que de las relaciones del
pensamiento consigo mismo, apartando toda referencia y toda mezcla con la positividad. Hegel
distinguió así de forma radical entre devenir lógico y devenir real. Ahora bien, esta ʺaportaciónʺ se
convirtió inmediatamente en una receta envenenada, pues Hegel, en lugar de abrir entonces el
espacio para una filosofía positiva, revistió a lo lógico mismo con todas las antiguas pretensiones
de la filosofía de la naturaleza, atribuyéndole una fertilidad real y efectiva. En lugar de limitarse a
desenmascarar el método de Schelling como ʺmeramente lógicoʺ e impotente para el tratamiento
de lo positivo, lo mostró efectivamente como lógico, pero confirió a lo lógico mismo la virtud de la
positividad. Y de este modo, toda su filosofía puede resumirse en un sacar partido de un error de
juventud de Schelling; y en lugar de abrir en Alemania las puertas de la positividad, la filosofía de
Hegel se convirtió en pura filosofía negativa, sólo que con la absurda pretensión de agotar el
sistema general de las ciencias filosóficas.
Schelling acusa, pues, a Hegel, en primer lugar de haberle arrebatado la autoría de su método:
ʺEste método era para mí algo tan propio (mi propiedad particular) y tan natural, que casi no me
puedo vanagloriar del mismo como de un descubrimiento, pero precisamente por eso no puedo
dejar que me lo arrebaten ni puedo permitir que otro se jacte de haberlo descubiertoʺ (1836: 166).
En segundo lugar –como expone en el Prefacio a Cousin (1834)–, le recrimina haber aplicado este
método en un lugar al cual no estaba destinado y en el que resulta sencillamente absurdo:

Alguien llegado más tarde [Hegel], al que la naturaleza parecía haber predestinado <a fundar> un
nuevo wolffianismo para nuestro tiempo, ha despachado este elemento empírico de un modo, por
decirlo así, instintivo, al poner en el lugar de lo vivo, de lo efectivamente real –a lo que la filosofía
anterior [la de Schelling en 1800] había atribuido la propiedad de transitar a su contrario (al objeto)
y desde ello regresar a sí mismo–, el concepto lógico, al que adscribe, por una extraña ficción o
hipostasiándalo, un necesario automovimiento semejante. Esto último fue su invención, como
corresponde para admiración de cabezas indigentes, así como el que precisamente este concepto
en su comienzo quedara determinado como el puro ser. Tuvo que conservar el principio del
movimiento, pues sin él no se podía mover del sitio, pero modificó su sujeto. Este sujeto fue, como
ya hemos dicho, el concepto lógico. Puesto que éste era el que supuestamente se movía, llamó
dialéctico al movimiento, y como en el sistema anterior el progreso no era, en ningún caso,
dialéctico en este sentido, este sistema, sólo al cual le debía el principio del método, es decir, la
posibilidad de hacer un sistema a su manera, no tenía, según él, absolutamente ningún método;
<era> la manera más simple de arrogarse la peculiar invención del principio del sistema (1834, IV E:
456‐457).

En virtud de este método Hegel hace ʺengordarʺ su sistema mediante un juego de manos ilegítimo,
cuya raíz reside en pretender que el comienzo de la Lógica sea un verdadero comienzo y un
comienzo que verdaderamente comienza. Hegel inicia la Lógica sin presupuestos, por el puro ser
vacío de toda determinación. Pero el comienzo no es, en realidad, tan pobre e indeterminado como
Hegel pretende. Y no sólo porque, como apunta Schelling, presupone el sentido de la cópula ʺesʺ
en la primera tesis ʺel ser puro es la pura nadaʺ; no sólo porque presupone toda la lógica ordinaria
como la gramática misma del texto, e incluso la numeración ordinaria. El puro ser está habitado
desde el principio por una inquietud. Gracias a ella se transforma en la pura nada en cuanto
intentamos pensarlo. Pero, pregunta Schelling, ¿de dónde procede esa inquietud? Proviene del
pensamiento que piensa el puro ser, pero tan sólo por una razón: porque ese pensamiento no
puede resignarse a pensar semejante pobreza y ello es porque está acostumbrado a un ser rico y
concreto: el ser determinado. En resumen: la necesidad de progresar no emana de la vacía
abstracción, sino del pensamiento del filósofo (cfr. 1836: 201). La cosa presenta su gravedad: Hegel
ha pretendido no partir de ninguna intuición de lo absoluto y la Lógica no puede, por su parte,
basarse en ningún sentido en la intuición sensible. Sin embargo, señala Schelling, el sistema lógico
no se pone en marcha más que por el recuerdo que el filósofo tiene de la intuición sensible de lo
determinado, que ahora separa del puro ser. Es por lo que la Lógica no se conforma con decir
simplemente ʺserʺ, sino que tiene que añadir de inmediato ʺsin ninguna determinaciónʺ. Y es éste
innecesario y por completo injustificable añadido el que introduce esa inquietud que es en realidad
el verdadero punto de partida. Lo que a ojos de Schelling es tanto como reconocer que Hegel
tampoco ha podido prescindir en el comienzo de la intuición y el ser determinado. Pues es sólo en
la medida en que el pensador tiene recuerdo de ese ser por lo que la Ciencia de la Lógica puede
comenzar y el puro ser puede ser un comienzo y no sencillamente una abstracción inerte. De este
modo, Schelling, puede resumir ʺel verdadero sentidoʺ del sistema hegeliano con estas palabras:

Una vez que he puesto el puro ser, busco algo en él y no encuentro nada, pues me he prohibido a
mí mismo encontrar nada en él precisamente por el hecho de que lo he puesto como puro ser,
como el mero ser en general. Por consiguiente, no es que el ser se encuentre a sí mismo, sino que
yo lo encuentro como la nada y lo expreso en la proposición ʺel puro ser es la nadaʺ (1836: 204).

La ilusión general es doble, pues, por una parte, Hegel ha sustituido el pensamiento por el concepto
imaginándose que éste puede moverse por sí mismo, sin sujeto pensante. Pero, además, la
apariencia de este movimiento no surge de ninguna necesidad interna del propio concepto, sino de
lo que a este concepto le ha sido arrebatado por el propio pensamiento, es decir, por todo el
mundo efectivo que éste debería haber pensado y hacia el cual se dirige en realidad. Lo que mueve
todo el sistema hegeliano es su terminus ad quem. La primera filosofía de Schelling se había situado
desde el comienzo ʺen la naturaleza, y, por tanto, en lo empírico y la intuiciónʺ (ibíd., 208). Es fácil
percatarse de la violencia que tenía que suponer la pretensión de elevar a lo puramente lógico el
método que tenía absolutamente ʺla naturaleza como contenido y la intuición natural como
compañeraʺ. Al negar la intuición no se ha logrado más que sobrentenderla continuamente y, se
puede incluso afirmar, que la Lógica no podría haber dado un paso sin este sobrentendido
(ibídem).
6.4. Un desierto lógico sin oposición real. El nihilismo
A este tipo de reproches la filosofía hegeliana siempre puede responder que no hay
prestidigitación alguna en la forma en la que el resultado, el final, es capaz de ʺinquietarʺ al
comienzo. Lo que hay es, por el contrario, todo el sistema hegeliano. Lo que hay es determinación y
absoluto. Pero entonces, tal y como habíamos comprobado en el capítulo anterior, es siempre, de
algún modo, la facticidad de la determinación la que anima un sistema que consiste en un
autosuprimirse obsesivo de la facticidad de lo fáctico. Y entonces la pregunta que queda en el aire
es qué se gana y qué se pierde, qué se juega en realidad, en la decisión de no comenzar por ese
verdadero comienzo que es supuestamente el final.
Para Schelling el saldo final de la apuesta hegeliana es claro; Hegel nos ha hecho desembocar en
un nuevo wolffianismo, al que se ha pretendido vanamente insuflar vida mediante un método
impracticable en el terreno puramente racional. Pero este terreno es, en realidad, un completo
desierto. En el medio lógico falta toda ʺoposición efectivaʺ, toda ʺluchaʺ, toda ʺresistenciaʺ, toda
ʺdisonancia realʺ (1836: 207 y 211). La crítica de Schelling reproduce aquí temáticas muy cercanas al
reproche general que Kant lanzara contra la filosofía wolf‐ fiana y también, como se verá, a las que
más tarde Althusser dirigiera al propio Hegel (cfr. capítulo 9).

Allí (en la filosofía hegeliana) el punto de partida se comporta frente a lo que le sigue como un
simple minus, como una carencia, un vacío que se rellena y por ello ciertamente se supera
(aufheben) en tanto que vacío; pero hay ahí tan poca cosa que superar, como la que hay que
superar cuando se llena un vaso vacío. Todo ocurre de lo más pacíficamente –entre el ser y la nada
no hay oposición, no se hacen nada el uno al otro. La transferencia del concepto de proceso al
movimiento dialéctico, donde sólo es posible un avance monótono, casi soporífero, pero en
absoluto lucha alguna, pertenece por tanto a aquel abuso de las palabras que es, por cierto, en
Hegel un gran medio para ocultar la carencia de vida verdadera (ibíd., 207).

Hegel no avanza, pues, sino a base de ʺmetáforas congeladasʺ a imitación de la anterior filosofía de
la naturaleza. Ésta también tenía, sin duda, su lugar para lo lógico, para el concepto en tanto que
tal. Desde luego que no había en ella ningún lugar posible para los conceptos en el sentido
hegeliano, pues ʺya se ha dicho que ella estaba desde el principio en la naturalezaʺ; pero ella
ʺperseguía a la naturalezaʺ hasta el momento en que de ella emergía el yo, y con él el puro
pensamiento; allí los conceptos son como el acta de una historia trascendental que ya ha quedado
atrás. El absurdo hegeliano es, al contrario, haber partido de lo abstracto, convirtiendo al concepto
en un comienzo; de este modo, trastoca lo que en realidad no es sino el recuerdo conceptual de
una historia real en la verdadera historia, confundiendo el puro pensar con el pensamiento
efectivo, pues ese pensamiento ya no tiene nada que pensar, es sólo pensamiento del
pensamiento, y en el fondo, por tanto, puro nihilismo. La filosofía entera, entonces, con toda su
supuesta ʺpacienciaʺ equivale ʺal mero trabajo de fijar algo que no se deja fijar, porque es nadaʺ
(1836: 205).
6.5. Devenir lógico y devenir real
Ahora bien, la decisión hegeliana de comenzar con lo lógico introduce en el interior del conjunto
del sistema hegeliano un problema irresoluble en el momento de dar razón del surgimiento de la
naturaleza misma. De hecho, como ya se constató, Schelling ha reconocido también a Hegel en
este punto el importante acierto de distinguir entre devenir lógico y devenir real. Su sistema tiene,
pues, dos partes, una ideal (la lógica) y otra real (la filosofía de la naturaleza y la filosofía del
espíritu). Pero esto no ha valido a Hegel para distinguir una filosofía negativa de una filosofía
positiva, sino para constatar, al final de la lógica, que no puede conformarse con tener la Idea
divina consumada como resultado lógico, sino que quiere tenerla también, otra vez, como
resultado real, si bien, de todos modos, a partir de lo lógico. Este hilo de con‐ tinuidad es el tributo
pagado al wolffianismo inicial. Se exige consecuentemente que sea la Idea la que pase a la
naturaleza. Pero una vez que en la Idea ha tenido lugar ya toda presencia, la naturaleza entera no
puede en verdad representar otra cosa que la agonía del concepto. La filosofía, que tuvo sus
comienzos en una reflexión sobre la phúsis, se va a encontrar ahora, en el interior de este insólito
ʺepisodioʺ, con el derecho de recriminar a la naturaleza ʺpor no saber permanecer firme en sus
determinacionesʺ; ahora ʺla impotencia de la naturaleza pone límites a la filosofíaʺ, ella es sólo lo
abstracto, vacío y exterior, incapaz de apoderarse de sus propias determinaciones (cfr. Enz § 250); la
propia inmensidad del cielo estrellado sobre nosotros, que Kant comparara con la ley moral, puede
conmover al sentimiento, pero no dice nada a la razón; no hay en esa ʺerupción de luzʺ mayor
motivo de admiración racional que el que pueda sugerir un hormiguero o un sarampión (Enz §§ 276
y 341).
Es el saldo inevitable obtenido de una filosofía que, habiendo en el comienzo considerado
superflua la naturaleza misma como dada, ve ahora a ésta regresar como un gigante tanto más
grande cuanto más superfluo. La Idea, que al final de la lógica era ya sujeto y objeto, era ya como
lo ideal también lo real.

No tiene, por consiguiente, ninguna necesidad de llegar a ser más ni de otra manera real, que
como ya es real. Por tanto, si se admite que algo parecido ha tenido lugar, no se admite a causa de
una necesidad inherente a la Idea, sino tan sólo porque la naturaleza existe (1836: 222).

A este respecto, no valen para Schelling ninguno de los ʺpretextosʺ hegelianos. Se dice que la Idea
no está contrastada y que necesita salir de sí misma para hacerlo. Pero, pregunta Schelling, ʺ¿para
quién hay que contrastar la Idea? ¿Para ella misma? Sin embargo, ella es la Idea segura y cierta de
sí misma, y sabe de antemano que no sucumbirá a la alteridad; para ella este conflicto no tendría
ningún sentidoʺ. Si la Idea necesita contrastarse es sólo para dejar tranquilos a los filósofos
hegelianos que, de lo contrario, habrían hecho el ridículo con una filosofía ʺque no supiese nada
del mundo efectivoʺ, de la naturaleza y la historia. Las metáforas de Hegel, como era de esperar, se
multiplican en este pliegue entre lo lógico y lo real: se dice que la Idea se ʺdecideʺ a transformarse
en naturaleza, que la Idea ʺdesprendeʺ la naturaleza.

[Mientras] el sistema avanzó dentro de lo meramente lógico, el auto‐ movimiento del concepto (¡y
de qué concepto!) se mantuvo, como era de prever. [Pero] en cuanto tiene que dar el difícil paso a la
realidad, rompe totalmente los hilos del movimiento dialéctico, pues se hace necesaria una
segunda hipótesis, a saber, que a la Idea, no se sabe por qué, como no sea para interrumpir el
tedio de su mero ser lógico, se le ocurra o le venga a bien dejarse descomponer en sus momentos
y poner la naturaleza en libertad (1834: 457).

Aquel proceso por el cual el sujeto cae de inmediato en su contrario para luego recuperarse como
espíritu había sido ya explotado y aplicado ampliamente por la filosofía de la naturaleza. Ahora
bien, este proceso es algo que ʺse puede pensar de algo vivo y real, pero del mero concepto no se
puede pensar ni imaginar, sino solamente decir”, y esto es lo que se limita a hacer Hegel con sus
heladas metáforas.
No hay, pues, forma de comprender qué debe mover a la Idea ʺa rebajarse de nuevo a mero ser y a
dejarse desmoronar en la mala exterioridad del espacio y del tiempoʺ. El Dios de toda filosofía
racional es un Dios final, un Dios que ʺno puede tener futuroʺ, que ʺno puede comenzar nadaʺ, que
no puede ser jamás el principio eficiente de algo. Es un Dios, de alguna manera, inútil, que, al igual
que el Dios de Aristóteles, vuelve inútil a la teología misma, tal y como subrayó Pierre Aubenque
(1962), obligando a la filosofía a desenvolverse en un espacio segundo, en el que germinará la física.
Aquel Dios de Aristóteles no crea, se limita a dejar ser: no ha podido impedir que el mundo exista,
ni puede impedir que todo allí tienda hacia él, pero en sus alturas astronómicas permanece en su
soledad ignorante de todo este movimiento, sin ser capaz siquiera de pensar otra cosa que no sea
sí mismo. Schelling tampoco quiere este Dios. Pero lo que de ninguna manera puede aceptar es la
estratagema hegeliana por la que se intenta satisfacer en el Dios de Aristóteles todas las
aspiraciones de la naturaleza y de la historia, convirtiéndolas en su necesaria mediación consigo
mismo. Si el Dios de Aristóteles era inútil, el de Hegel padece, en realidad de la misma enfermedad.
Es un Dios que no conoce ningún ʺsábadoʺ, un Dios que no puede descansar, que tiene que crear
constantemente el mundo como un acontecimiento eterno; pero este Dios del obrar eterno y
continuo tampoco puede hacer más que lo que ya ha hecho, tampoco puede ʺcrear nada nuevoʺ,
sencillamente juega sin tregua a la enajenación para reencontrarse de nuevo tan sólo a sí mismo.
Comparando en detalle dos ediciones de la Enciclopedia hegeliana, Schelling logra aislar ciertos
intentos de Hegel de pensar un verdadero acontecimiento en el paso de la Idea a la naturaleza,
tendente a invertir la causa final como causa eficiente y pretendiendo así dar razón de una
"creación libre del mundo". Hegel afirma, coherentemente, que lo último es también aquello de lo
que procede lo primero y que, por tanto, lo que aparece como resultado es, en realidad, más bien,
el principio. "Ahora bien –comenta Schelling–Lówith, 1939: 131/166). Pero –, si esta inversión fuera
posible de la manera como quiere Hegel, y si él no sólo hubiese hablado de esta inversión, sino que
la hubiese ensayado y planificado efectivamente, entonces él mismo habría puesto ya al lado de su
primera filosofía, una segunda filosofía que sería inversa a la primera, la cual hubiese sido
aproximadamente lo que nosotros proponemos bajo el nombre de filosofía positivaʺ (1836: 227).
Mas Hegel no tiene en absoluto esa intención y semejante proyecto, sencillamente así ʺdichoʺ,
resulta patentemente un absurdo, pues obligaría tan sólo a leer su sistema al revés, haciendo a
cada momento posterior el principio efectivo del anterior, de modo que llegaríamos por ejemplo a
concebir ʺal hombre como causa eficiente o productora del mundo animal, el reino animal como
causa productora del reino vegetal, el organismo, en general, como causa de la naturaleza
inorgánica, etc., y quién sabe hasta dónde habría que continuar, quizás hasta la Lógica,
remontándose al puro ser que es igual a la nadaʺ, de modo que también al final no se habría
producido, en realidad, nada.
6.6. El tributo ʺwolffianoʺ de la definición hegeliana de realidad

Eres nunca nuevo y nunca viejo, [...] siempre obrando y siempre en reposo, siempre
recogiendo y nunca necesitado, [...] siempre buscando y nunca falto de nada. [...] Amas y no
sientes pasión; tienes celos y estás seguro, te arrepientes y no sientes dolor; te encolerizas y
estás tranquilo.

San Agustín
La Lógica ha definido lo real como ʺla unidad inmediatizada de la esencia y la existencia, de lo
interior y lo exteriorʺ (Enz § 142). Con ello Hegel ha transferido a toda la realidad una definición que
la tradición filosófica había reservado sólo para Dios (cfr. Löwith, 1939: 131/166). Pero lo crucial
reside en sopesar cómo la realidad misma paga su tributo al vestirse con la definición de lo divino.
Nos ocuparemos de investigar este tributo (que Schelling, ha tildado de ʺwolffianoʺ, en apartado
10.2), mostrando que, como ya había advertido Kant, eso equivaldría a suprimir en lo real toda
oposición efectiva. La realidad resultante, también lo advirtió Feuerbach con energía, aparece
entonces purificada de todo aquello que la hace realidad, del mismo modo que en Dios la teología
sólo había sido capaz de pensarlo todo a fuerza de nihilizarlo.

La filosofía especulativa ha hecho del desarrollo, separado del tiempo, una forma, un atributo de lo
absoluto. Separar el tiempo del desarrollo es ciertamente una verdadera obra maestra de
arbitrariedad especulativa, y la prueba terminante de que los filósofos especulativos han realizado,
en efecto, con su absoluto lo mismo que los teólogos con su Dios, quien posee todas las pasiones
humanas sin pasión, ama sin amor, se encoleriza sin ira. ¡El desarrollo sin tiempo vale tanto como un
desarrollo sin desarrollo! (Feuerbach, 1842, IX, 252‐253/75).

Hegel ha comenzado por el ser sin el ser, y en adelante toda su filosofía puede resumirse en un
monótono ʺquerer el ser sin el enteʺ (Löwith, 1939: 132/167). En efecto, la consistencia profunda de
la dialéctica hegeliana consiste en una ininterrumpida afirmación del ser como lo ente, es decir, de
lo ontológico como lo óntico. De ahí que lo que en Kant fuera sólo condición de posibilidad
aparezca ahora como realidad, y lo que allí fuera filo‐sofía, aparezca ahora como el saber. Aquello
en lo que consiste ser es mostrado como debiendo ser lo ente mismo.

En el lugar de lo mero ente (el más alto de todos los conceptos racionales, lógicos) la filosofía
mencionada ha puesto el puro ser, el abstracto de un abstracto, del cual se podría decir sin duda
que es un concepto puro, es decir, vacío; pero justamente por eso en un sentido muy distinto <se
podría decir que es> nada, como en <el sentido> que ella misma da, a saber, algo así como lo
blanco sin algo blanco o lo rojo sin algo rojo. Poner el ser como lo primero significa ponerlo sin lo
ente. ¿Pero qué es el ser sin lo ente? Aquello que es, es lo primero, el ser sólo lo segundo,
impensable por sí solo. Utilizado del mismo modo, el concepto de mero devenires un pensamiento
completamente vacío, es decir, un pensamiento en el que nada se piensa (Schelling, 1834: 459).

La realidad, pues, no se deja pensar en Dios, ni la física se convierte simplemente en una mediación
de la teología, sin transferirle todo el esfuerzo ine‐ fabilizador y nihilizador que la teología negativa
había antaño vertido sobre lo divino. Desde que el ser se nos ha convertido en nada, no podemos
ya estar seguros en adelante de que toda la paciencia de la determinación no esté instalada en un
terreno nihilizado. En realidad, el itinerario mismo del sistema hegeliano sólo prueba que una vez
que nos hemos desembarazado de lo empírico en el comienzo, éste tiene que volver a entrar tarde
o temprano por la puerta trasera, y éste es el verdadero sentido de que la Idea tenga finalmente
que desprender de sí la naturaleza. La necesidad de este paso se entiende sólo comprendiendo
que ʺlo que de hecho demostró Hegel es sólo que con lo puramente racional no se llega a la
realidadʺ (Löwith, 1939: 132/168), por lo que la exigencia del aludido tránsito se confunde con el
retorno inevitable de lo escamoteado en el comienzo. Pero esta restauración de lo real como
naturaleza llega ya demasiado tarde, porque la efectividad no emerge de esta manera sino cortada
por el patrón de lo lógico y, además, no podrá ya descansar hasta reencontrarse de nuevo en lo
puramente lógico, como filosofía.

Una filosofía que no posee en sí misma ningún principio pasivo, que especula sobre la existencia sin
tiempo, sobre la existencia sin duración, sobre la cualidad sin sensación, sobre el ser sin ser; sobre la
vida sin vida, sin carne ni sangre, tal filosofía de lo absoluto en general, tiene en su unilaterali‐ dad
radical, necesariamente, como su contrario, a lo empírico (Feuerbach, 1842, IX: 253/76).

En el Dios hegeliano, como en el universo mítico, nada puede suceder o todo ha ocurrido ya. Todos
los choques materiales, todas las oposiciones reales, toda la efectividad desplegada en la
exterioridad, junto con todos los charcos de sangre de la historia han comenzado por no ser sino
pura lógica. Y si tras semejante despliegue de medios se ha producido por un momento la
apariencia de un acontecer efectivo ha sido tan sólo para regresar al medio lógico. El sistema de
Hegel, en efecto, comienza con lo lógico, con el ʺpacíficoʺ y ʺsoporíferoʺ desplegarse del concepto;
pero, a la postre, toda la filosofía del espíritu culmina en un espíritu absoluto que encuentra la
verdad final de todo en la filosofía, regresando de algún modo al pacífico éter conceptual, donde el
espacio y el tiempo son de nuevo suprimidos o ʺpurificadosʺ. Si la historia de la filosofía es la
verdad de la Historia universal y lo que verdaderamente se ha jugado en ella, es porque
previamente se había exigido a un elemento puramente lógico ser capaz de sacar de sí la
naturaleza y la historia.
6.7. La historia y el mal
Ya desde 1809 y apartándose decididamente de este posible itinerario teórico, Schelling había
buscado una fórmula que impidiera a la noción de absoluto nihilizar lo real como el Dios de los
teólogos había nihilizado todas sus determinaciones. En esta ocasión, Schelling ha echado mano de
Jacob Böh‐ me, distinguiendo entre divinidad y Dios e intentando pensar, de este modo, algo que
ʺen Dios no es Diosʺ. Ello le ha obligado, en primer lugar, a pensar a Dios como una atmósfera no
meramente lógica. Si Dios ha sido entonces pensado como amor ha sido para asegurar un medio a
la relación o la oposición real. No hay vida si no hay lucha, y la oposición meramente ʺdialécticaʺ, es
decir, meramente lógica, no puede ser considerada como un verdadero combate; el más grandioso
de los campos de batalla es, en cambio, el amor. Éste instaura un reino en el que la dependencia no
destruye la autonomía de los dependientes; él es, más bien, el milagro por el que ʺdos seres que
podrían existir por sí mismos no pueden, sin embargo, vivir el uno sin el otroʺ. De esta manera, si
bien hay que afirmar que ʺsin duda existe un sistema en el entendimiento divino, Dios mismo no es
sistema, sino que es vida”. Dios no ha querido contrariar la pasión de su propio fondo, de lo que ʺen
Dios no es Diosʺ, para no destruirse a sí mismo como amor. Pero, entonces, lo creado tiene que ser
a su vez creador; lo contrario sería afirmar que Dios ha creado, pero que no ha creado nada, a
excepción de su propio acto de crear. Panteísmo y acosmis‐ mo se identifican así llevados del
nihilismo inevitable de un exceso de creación, en el que la creación crea tanto que no puede
sencillamente dejar ser a lo creado. Schelling se esfuerza en que Dios sea creador de algo. Es esto lo
que obliga a Schelling a concebir que, si bien todo tiene que ser en Dios, no todo en Dios es Dios.
El amor es, en verdad, pensado como la esencia de la cópula ʺesʺ, que en primer lugar tiene que
ponerse a prueba en la sentencia ʺDios es todoʺ (cfr. Heidegger, 1936: 195‐196). Sólo el amor es
capaz de pensar la cópula como una ʺdependencia de independientesʺ, como un
ʺcondicionamiento de incon‐ dicionadosʺ; y, en efecto, así es como el amor viene a habitar, a través
de la cópula, cualquier juicio, en tanto que copertenencia de diversos. Lo contrario a este universo en
el que, como quería Kant, hay siempre ʺsíntesisʺ, es el mundo puramente analítico de las
consecuencias sin consecuente, de los principios que agotan en él la totalidad de sus
consecuencias, un mundo en el que no hay ser más que como una minuciosa y fatigosa refutación
de todo lo ente, cuya paciencia no encuentra ningún ʺsábadoʺ.
Ahora bien, la autonomía de lo creado tiene que ser pensada, entonces, como libertad para el bien
y para el maL De este modo, el Tratado sobre la esencia de la libertad humana recorría el camino que
va de la necesidad formal de la libertad a la posibilidad del Mal, expuesta de inmediato como la
posibilidad del hombre, que presupone, a su vez, la posibilidad del ser creado, y por consiguiente,
la posibilidad de la creación. Sólo desde esta última posibilidad puede trazarse un sistema de la
libertad como el perseguido por el idealismo y sólo desde ella es posible para la razón ver más allá
del reino de las consecuencias sin consecuente. Como ha advertido Schelling, no se trata, pues, de
ʺabjurar de la razónʺ sino de proporcionar algo que razonar. El hombre aparece así, como en Hegel,
si bien en un sentido muy distinto, como una pieza fundamental, sin la cual no podría revelarse
Dios. Heidegger lo ha resumido con estas palabras: ʺEl hombre, este Otro que es preciso que sea
como tal, a fin de que Dios pueda revelarse en general gracias a él, si él se revelaʺ (ibíd., 282).
Se podría decir que si Schelling tiene un máximo interés en responder a 1a envenenada alusión del
Prólogo de la Fenomenología (1807) con un tratado sobre la posibilidad del Mal es porque de alguna
forma ha entrevisto perfectamente el camino por el que Hegel acabaría por introducir a la filosofía
de la historia. Schelling, como Kant, se ha negado a que la Historia universal fuera una Teodicea.
Resolver la teodicea en una teología consecuente, como ha hecho Hegel, mostrando que Dios no
podría ser Dios sin ʺcargar con todo el peso del malʺ, le ha parecido desde el primer momento no
sólo una blasfemia teórica, sino un camino peligroso en el que todo acontecer realmente efectivo
quedaría nihilizado y toda oposición real –incluso las que se obstinan en un estado de perpetua
indecisión sin desenlace– resuelta en una mera interiorización espiritual. Lo que Schelling no ha
podido admitir en la obra de Hegel de 1807 es la filosofía de la historia universal que
necesariamente iba a derivarse de ella.
7
Marx como Galileo
de la historia

Toda su vida, basta aquel momento, habia tenido por cierto, con la mayor probidad, que el
materialismo era un hecho. Pero se diferenciaba de los otros materialistas precisamente en
esto: que prefería un hecho incluso al materialismo.

G. K. Chesterton
7.1. El materialismo como pereza del idealismo
Se intentó demostrar (capítulo 2) que la verdadera polémica de Marx con Stirner se plantea en el
terreno de la investigación histórica y que sólo a partir de la constatación de su deficiencia
interviene la cuestión del idealismo o el materialismo. Lo que escandaliza a Marx en el tratamiento
stirneriano del continente historia es que todos los contenidos en los que tendría que ocuparse el
trabajo de una ciudad científica, aún por constituir, no son allí reclamados más que bajo la
condición – teóricamente degradada– de ejemplos.
Los contenidos en cuestión, es decir, cada determinación en la que la investigación científica
tendría que detenerse, ingresa en la obra de Stirner como ejemplo del conocido engranaje
hegeliano de la enajenación y su posterior superación mediante una reapropiación de lo
exteriorizado. Pero, de este modo, la determinación, todo aquello que en Hegel había quedado
emplazado en la condición de momento, aparece por el lado del materialismo bajo la misma
estructura, sólo que en una versión envilecida y mezquina. El ejemplo stirneriano responde a una
especie de edición basura del momento hegeliano. En este sentido, si hubiera, contra Hegel, que
considerar materialista a Stirner, ʺmaterialismoʺ no tendría aquí otro significado que el de un
idealismo perezoso, en el que toda la riqueza y complejidad de los momentos hegelianos aparecería
toscamente resumida en forma de una enumeración de ejemplos.
Es comprensible entonces que lo que en Hegel eran momentos de un despliegue racional dialéctico
de lo absoluto, en Stirner no pueda presentarse, a ojos de Marx, más que como momentos del
despliegue de la ignorancia, y que su reproche ʺmaterialistaʺ general a la izquierda hegeliana se
agote especialmente en acusarla de ignorante. Ahora bien, el paralelismo no es tan gratuito si se
atiende a que la ignorancia también introduce su absoluto. Ella misma no nombra en principio sino
lo indeterminado que desconoce y en esta forma, de alguna manera, el todo; y, en la medida en
que la ignorancia no se limita a callar, el tratamiento profundo que puede hacer de cualquier
determinación sólo puede consistir en obligar al todo inicialmente nombrado –así sea con el
nombre de Dios, de Hombre o incluso de Historia– a desenvolverla como momento. Stirner, ʺque
ha basado su causa en la Nadaʺ, se limita, pues, tan sólo a desarrollar la versión nihilista del
idealismo que Jacobi ya había diagnosticado y denunciado en general hacía tiempo en el curso de
la filosofía alemana. Dios, Hombre, Historia o Nada no son en cualquier caso más que formas en las
que la ignorancia nombra el horizonte en el que ʺtodo está en todoʺ para ella, ya que precisamente
es incapaz en tanto que ignorante de distinguir allí determinación alguna. Para la ignorancia,
ʺnaturalezaʺ no puede sino nombrar el espacio de todas las cosas que ignora de la física. Cuanto
más pretenciosa y cuanto más ignorante es la ignorancia, más pretende estar diciendo algo cuando
dice, ʺpor ejemploʺ, que la naturaleza dilata los cuerpos, hace caer las piedras o al ámbar atraer
limaduras de papel.
7.2. La ignorancia como maestro epistemológico
Pero el mismo problema surge también en el interior de la comunidad científica cuando se pregunta
si semejantes nociones adelantadas por la ignorancia pueden o no rendir algún servicio teórico. La
pretensión de hacer fecunda una ignorancia nombrada se continúa entonces en una versión
epistemológica. En cualquier caso se estará solicitando a un ahí en el que ʺtodo está en todoʺ la
virtud de sacar de sí la determinación, como si se pretendiera que la ciencia debiera aprender de la
forma en la que se despliega o se comporta la ignorancia. Pretender que el ahí en cuestión tenga
por nombre la Nada es tan sólo una forma de llevar al límite el problema, obligando a lo
indeterminado a sacar de sí toda determinación. Un proyecto semejante es, sin duda, el sistema
hege‐ liano, que desde el principio ha logrado inquietar al puro ser y la pura nada obligándoles a
decir todo lo que tienen que decir. Y esto es precisamente lo único que ha podido ser llamado
idealismo, como aquel sistema capaz de mostrar la manera en la que la determinación habita su
principio indeterminado como momento de él. Pero, a modo de basurero, la ignorancia misma, en
la medida en que no calla, se comporta, aventajando así con mucho a las ciencias positivas, de
forma idealista. Y en esto ha reparado Marx cuando ha dirigido la acusación de idealismo no tanto
a los idealistas como a la ignorancia misma, hasta el punto de defender, como materialista, a Hegel
contra los toscos bocetos históricos que los materialistas pretendían oponerle. Lo que Marx y
Engels vinieron a mostrar es que no se podía combatir el minucioso nihilismo del sistema
hegeliano con el nihilismo perezoso de la ignorancia.
Si el método de Marx ʺno ha partido del hombreʺ, ha sido porque se ha negado a aceptar ningún
servicio teórico que la ignorancia pudiera prestar a su investigación. El antihumanismo marxista ha
surgido al constatar la indiferencia de llamar Dios, Hombre o Historia al lugar en el que todo está
en todo, es decir, al punto de partida de la ignorancia absoluta. Feuerbach había denunciado que el
secreto de la filosofía especulativa era la teología; pero al buscar en el humanismo el secreto de la
teología no ha hecho sino localizar en el hombre un teólogo más potente. Decir que el hombre es
la causa de la pobreza, el paro, la guerra, las crisis cíclicas de sobreproducción, la inflación o el
terrorismo no es obviamente sino hacer un catálogo de las cosas que todavía ignoramos. Pero lo
mismo ocurría cuando se afirmaba que ʺla historia nos traerá el socialismoʺ o cuando la historia
aparece como la causa de que ciertas formaciones sociales desaparezcan o de que haya
inevitablemente eso a lo que llamamos progreso. Con ello no tenemos obviamente saber alguno,
ni idealista ni materialista, sino tan sólo un modo de desenvolver nuestra manera de ignorar las
cosas. Naturaleza, Historia, Hombre, son, en principio, nombres de nuestra ignorancia y nada más.
A partir de ellos la ignorancia recorre siempre con rapidez una geografía que la ciencia visita con
tediosa lentitud. La paciencia idealista aprendió con Hegel a detenerse en la seriedad de la
determinación, pero, con todo, siguió compartiendo con la ignorancia el presupuesto fundamental
de que las determinaciones en cuestión lo eran de la totalidad previamente nombrada, que de este
modo se desenvolvería en sus momentos. Su búsqueda de una ignorancia epistemológica, capaz
de un desenvolvimiento racional, llevó al idealismo a nombrar la totalidad sin presupuestos,
entendiéndola al comienzo como el puro ser. En adelante, su tarea no podía consistir sino en
mostrar que en aquello en lo que consiste ser tiene lugar todo, y que, por consiguiente, toda
determinación tiene que ser generada a partir de un principio tal. Es por ello por lo que la tradición
marxista pudo siempre pensar que había una profunda solidaridad entre el idealismoy la simple
ideología, denunciando el sistema de Hegel como la mistificación racional del catálogo de lo que la
ignorancia se limitaba a señalar.
De este modo, las pretensiones de lo ideológico inspiran inevitablemente una determinada manera
de fundar la sociología o la historia. Marx ha señalado (1845: 53 y ss./50 y ss.) que toda clase social
intenta hacer pasar sus ideas, así como sus intereses, como las ideas y los intereses del conjunto de
la sociedad. La historia aparece entonces como supuestamente dominada o movida por ideas cada
vez más generales, hasta que finalmente resulta fácil abstraer de las diferentes ideas que
intervienen en la historia y se disputan el espacio social, la ʺidea de la ideaʺ, la Idea misma,
considerando a ésta como el principio rector de la Historia, que en su despliegue especulativo
asumiría el papel de motor de todo desarrollo. Pero esta manera de entender la historia en tanto
que regida o gobernada por las ideas, que surgirían a su vez como autodeterminaciones sucesivas
de la Idea, es, también, una indicación que la ideología brinda a la ciencia como camino a seguir.

Así consideradas las cosas, es perfectamente natural también que todas las relaciones existentes
entre los hombres se deriven del concepto de hombre, del hombre imaginario, de la esencia del
hombre, del hombre por antonomasia. Así lo ha hecho, en efecto, la filosofía especulativa. El propio
Hegel confiesa, al final de su Filosofía de la Historia, que ʺsólo considera el desarrollo ulterior del
concepto” y que ve y expone en la historia la ʺverdadera teodiceaʹ (1845: 58/54).

Y la estructura teórica sigue siendo la misma por mucho que se cambie el nombre de este principio
rector al que la ciencia debe reclamar sus determinaciones. Nada cambia en realidad en esta matriz
especulativa que la teoría toma prestada de la ignorancia y la ideología por hablar de Dios, de
Hombre o de Historia. Fue con vistas a desconectar esta última posibilidad por lo que Althusser
acuñó su famosa fórmula sobre la historia como un proceso sin sujeto ni fines. Lo importante era
recalcar que la historia misma no es sino una forma de nombrar lo que ignoramos en el espacio
histórico y que, consiguientemente, la historia no actúa, ni es astuta, ni persigue sus propios fines;
que ella es más bien el continente inerte en el que se dan cita todos los proyectos, los sujetos, y las
astucias que las formaciones históricas son capaces de poner en juego, y que ni siquiera este juego
es capaz de dar razón de lo que es un acontecimiento histórico (cfr. 1965a, cap. 3. Anexo).
Pero ello equivale a afirmar que si bien es posible encontrar leyes en la historia no hay ni puede
haber leyes de la historia. Es posible, en definitiva, investigar la ley fundamental de una
determinada sociedad histórica, pero no tendremos ahí un ley de la historia, sino una ley de esa
sociedad. Todo ello no presenta, después de todo, más misterio, como más tarde se comprobará,
que el hecho de que la física haya podido encontrar leyes de la velocidad o de la electricidad, pero
nunca una ley de la naturaleza, en virtud de la cual ésta actuaría o se desenvolvería en tales
realidades. Lo interesante es señalar que lo que aquí se ventila, entre idealismo o materialismo, es
ante todo una negativa de la teoría a seguir el camino que la ignorancia le ha inspirado, de modo
que la ciencia se niega a entender al modo en que la ideología entiende, renunciando a los
servicios teóricos que las nociones de ésta pretenden brindarle. La ideología es el punto de partida
de la ciencia –¿qué otro podría tener?, ¿desde dónde se dirigiría la ciencia hacia las cosas sino
desde la forma en la que la ideología las señala y las vive?–, pero ésta no aprende de ella, sino
contra ella.
7.3. Marx y Galileo
Marx y Engels no solicitaban tanto una intervención materialista en la historia de la filosofía, como
la constitución de una ciudad científica capaz de hacerse cargo del continente historia. Es así que
Althusser pudo entender a Marx como un Galileo de la historia.
Si consideramos, en efecto, los grandes descubrimientos científicos de la historia de la humanidad,
parece que podemos comparar lo que llamamos las ciencias, como otras tantas formaciones
regionales, a lo que llamaremos los grandes continentes teóricos. [...] Antes de Marx, únicamente dos
grandes continentes habían sido abiertos al conocimiento científico por cortes epistemológicos
continuados: el continente Matemáticas con los griegos (por Tales o aquellos que designa el mito de
este nombre) y el continente Física (por Galileo y sus sucesores). Una ciencia como la química,
fundada por el corte epistemológico de Lavoisier, es una ciencia regional del continente física: todo
el mundo sabe ahora que se inscribe en él. Una ciencia como la biología, que acaba de dar fin, hace
solamente una decena de años, a la primera fase de su corte epistemológico inaugurado por
Darwin y Mendel, integrándose a la química molecular, queda comprendida también en el
continente de la física. La lógica en su forma moderna, entra en el continente matemáticas, etc. Es
verosímil, en cambio, que el descubrimiento de Freud abra un nuevo continente, que comenzamos
a explorar (1969: 20/32).

Pues bien, Marx habría abierto un nuevo y tercer continente científico: el continente Historia. Para
muchos esto será mucho decir y, en ese sentido, es posible discutir cuanto se quiera. Sin embargo,
las interpretaciones que realmente enviciaron para siempre la lectura de Marx fueron las que
denunciaron que en este punto se le concedía a este gran pensador demasiado poco. Resultaría
pertinente aquí y muy interesante, si los límites de este libro no lo impidieran, discutir con
Schumpeter (1942), o con Saumelson (1987) sobre si Marx siguió un camino equivocado o no con
su teoría del valor y su forma de entender el ensamblaje de lo económico y lo social en la
modernidad; es, por el contrario, completamente estéril discutir con Bloch, Schaff, Lukács o
Garaudy, o sin ir más lejos, con ciertos textos ʺautocríticosʺ del propio Althusser.
Lo importante es resaltar que esta caracterización obliga a plantear la polémica sobre el
materialismo como dependiendo del proyecto de instituir una especie de física de lo histórico. El
propio Engels (Carta a Karl Schmidt, 1890) insistió muy contundentemente en este problema:
La concepción materialista de la historia también tiene ahora muchos amigos de ésos, para los
cuales no es más que un pretexto para no estudiar historia. Marx había dicho a fines de la década
del 70, refiriéndose a los ʺmarxistasʺ franceses que ʺtout ce que je sais, c’est queje ne suis pas
marxisteʺ [...] En general, la palabra ʺmaterialistaʺ sirve en Alemania, a muchos escritores jóvenes,
como una simple frase para clasificar sin necesidad de más estudio todo lo habido y por haber; se
pega esta etiqueta y se cree poder dar el asunto por concluido. Pero nuestra concepción de la
historia es, sobre todo, una guía para el estudio y no una palanca para levantar construcciones a la
manera del hegelianismo. Hay que estudiar de nuevo toda la historia, investigar en detalle las
condiciones de vida de las diversas formaciones sociales, antes de ponerse a derivar de ellas las
ideas políticas, del derecho privado, estéticas, filosóficas, religiosas, etc., que a ellas corresponden.
Hasta hoy, en este terreno se ha hecho poco, pues ha sido muy reducido el número de personas
que se han puesto seriamente a ello. Aquí necesitamos fuerzas en masa que nos ayuden; el campo
es infinitamente grande, y quien desee trabajar seriamente, puede conseguir mucho y distinguirse.
Pero, en vez de hacerlo así, hay demasiados alemanes jóvenes a quienes el lema del materialismo
histórico (todo puede ser convertido en lema) sólo les sirve para erigir a toda prisa un sistema con
sus conocimientos históricos, relativamente escasos –pues la historia económica está todavía en
mantillas–, y pavonearse luego, muy ufanos de su hazaña (Marx/Engels, Schriften, II: 454/II: 518‐
519).
Es una manera muy precisa de insistir en que el desplazamiento que Marx ha intentado operar
respecto al universo hegeliano no consiste en una toma de postura materialista en el interior de la
historia de la filosofía, sino en la apertura de un lugar exterior a ésta, en el que ha pretendido
sentar los cimientos de una ciudad científica capaz de encontrar sus objetos en el espacio histórico.
No se trata de reivindicaciones feuerbachianas de la positividad ni de la materialidad, sino de la
constitución de un posible nuevo objeto físico. Hegel no ha tropezado con ningún escollo respecto
a la naturaleza o la positividad, sino, en todo caso, respecto de la física de Newton; asimismo, no es
posible oponer a su concepción de la historia una nueva filosofía de la historia; de lo que se trata es
de abrir un espacio teórico en el que una física de lo histórico pueda proceder no hegelianamente.
Queda abierta la cuestión, a la espera de su constitución efectiva, de si esta ʺfísicaʺ de lo histórico
puede ser entendida o no como una región específica de la física misma, especificidad que sería,
sin duda, muy insólita, o de si la disciplina teórica en cuestión no respondería al título de physica
más que en el sentido de la filosofía segunda aristotélica. Terminaremos más bien este libro
abriendo la pregunta que reclama una ontología regional del ser histórico.
7.4. A propósito de un supuesto materialismo histórico
Marx no funda nada parecido a un materialismo dialéctico; pero tampoco algo así como un
materialismo histórico, si por ello hemos de entender precisamente una ciencia de la historia
universal. Ello no quiere decir que Marx no haya pretendido en alguna ocasión fundar semejante
cosa y desde luego habría que explicar por qué la tradición marxista en muchas ocasiones no ha
querido leerle de otra forma. Pero el hecho es que, en un determinado momento de su itinerario
teórico, Marx ha invertido todo su trabajo en aislar ʺla ley fundamental de la sociedad modernaʺ y
que la única obra, por otra parte monumental, que ha querido legar a la comunidad teórica la
mayor parte de su vida ha quedado resumida en este proyecto.
La paradoja de que Marx haya centrado su atención en ʺsacar a la luz la ley económica que rige el
movimiento de la sociedad modernaʺ (Kap, II.5: 13‐ 14/vol. 1:8), hasta el punto de dejarnos en la
absoluta indigencia respecto a una posible concepción materialista de la historia o una filosofía
materialista en general, y también, por cierto, respecto al famoso ʺmétodoʺ dialéctico, comienza a
hacerse patente en 1965 a raíz del mero examen de sus textos fundamentales en el entorno del
seminario Lire le Capital; y esta constatación es la que fuerza a Althusser, Balibar y tantos otros a
dar prioridad a la fórmula según la cual Marx habría sentado los cimientos de una física del espacio
histórico, por encima de otras presentaciones clásicas en las que aparecía como fundador del
materialismo dialéctico o del materialismo histórico.
El problema ha surgido, en primer lugar, al descubrir que en El capital nada funciona
dialécticamente –a excepción de una metáfora y la retórica de un capítulo. Esto no puede ser
demostrado aquí, pero se impone recordar que es algo que quedó demostrado con contundencia
por el mero hecho de leer el texto en cuestión (cfr. 1965b, Balibar, cap. IV).
Por otra parte, la disolución del espejismo dialéctico dejó chocantemente al descubierto el hecho
de que en Marx no era posible encontrar ninguna teoría de la sucesión de los modos de
producción en la historia, ni ninguna ley que presidiera este desarrollo. La aludida metáfora por la
que el modo de producción capitalista había aparecido como la negación del modo de producción
feudal y el comunismo como la negación de la negación (Kap, II.5, 609/vol. 1: 954), resultaba
quedar desconcertantemente desautorizada por la exposición misma del capítulo en cuestión, en
el que precisamente Marx se había ocupado de engranar la prehistoria del capitalismo en la
historia de la sociedad feudal renunciando a cualquier servicio dialéctico. Al mismo tiempo, se
hacía cada vez más patente que la tradición marxista había confundido por entero el sentido de la
contradicción interna del modo de producción capitalista, al entender que exigía su resolución o
superación en el comunismo. Marx había demostrado una contradicción ten‐ dencial en el interior
sincrónico del capitalismo entre el inevitable aumento de la masa de valores producidos, e incluso,
del plusvalor, y una necesaria disminución correlativa de la tasa de ganancia. Esta contradicción,
que no podía sino hacerse cada vez más intensa en la acumulación creciente de capital,
demostrada a su vez como una necesidad interna del modo de producción, había inspirado todo
tipo de retóricas hegelianas en virtud de las cuales una intensificación cuantitativa tenía que
producir en un determinado momento un salto cualitativo a otro modo de producción. El problema
surgió al constatar, mediante la mera lectura del texto, que esta contradicción no satisface para
Marx en absoluto esta expectativa; lejos de ser el motor de un ciclo histórico entre dos modos de
producción, lo que encontramos ahí, mucho más modestamente, es la explicación física del
carácter nece‐ sariamente cíclico del modo de producción capitalista, es decir, el trasfondo
estructural de las crisis cíclicas del capital. Marx no descubría, como tantas filosofías de la historia lo
habían hecho ya, que la historia fuera cíclica, sino más bien que el capitalismo podía permanecer
eternamente estancado en una estructura contradictoria, en virtud de que a la consistencia
estructural en cuestión le correspondía un desenvolvimiento cíclico que lejos de anunciar su
necesaria superación, formaba parte de los dispositivos propios de su permanencia. La historia no
tenía nada que decir sobre la posibilidad de que el capitalismo permaneciera indefinidamente en
esa situación, la lucha de clases fuera capaz de forzar en ella un paso a otra consistencia estructural
y otro consiguiente modo de producción, o sencillamente el conflicto se resolviera en una estúpida
apocalipsis nuclear. Ni la historia contenía ninguna ley al respecto, ni, lo que es más grave, el
propio modo de producción capitalista contenía en su interior ninguna necesidad de probarse a sí
mismo en su superación, agotando todas las posibilidades de su devenir contradictorio hasta
convertirse en otra cosa.
Con ello quedaba invalidado cualquier proyecto de encontrar en el concepto del capital una
interioridad preñada de un comunismo por venir. La cosa quedaba todavía más clara al atender a
las relaciones entre el modo de producción capitalista y la sociedad feudal de cuyas entrañas
parecía haber surgido. Aquí también, salta a la vista que ʺallí donde una ‘lógica dialéctica’ resolvería
bien el problema, Marx se atiene obstinadamente a principios lógicos no dialécticosʺ (1965b, II:
179/298). En el capítulo sobre la acumulación primitiva de capital, lejos de encontrar una ley que
resuelva con elegancia el tránsito al modo de producción capitalista, Marx nos relata un conjunto
de historias exteriores e independientes entre sí, historias que se encontraron en un espacio
común, generando una combinación de la que ninguna de ellas estaba preñada. En ningún sentido
ocurre que la prehistoria del capital se confunda con la historia del modo de producción feudal.
Este nuevo orden económico, nos dice Marx, ʺsalió de las entrañas del orden económico feudal; la
disolución de uno desprendió los elementos del otroʺ (kap, II.8: 669/893). Balibar era muy oportuno
al resaltar la importancia crucial de que el tránsito fuera pensado no a nivel de las estructuras, sino
al nivel de los elementos (1965b, II: 187/304). La necesaria evolución de la estructura feudal no
alumbra la estructura‐capital, sino que se resuelve en su disolución. Es esta disolución la que deja
en estado ʺflotanteʺ para la historia una serie de elementos que al entrar en nuevas relaciones van a
convertirse en el proletariado y el capital. Es relevante, además, que Marx aborda la prehistoria de
estos dos elementos separadamente, demostrando la independencia de los caminos de formación
de cada uno. Sólo con esta independencia tomada por base puede Marx pasar al examen de las
distintas interrelaciones en las que ambas historias se disputaron la materialidad finita puesta en
juego por la historia. Marx nos relata, en suma, una complicada coyuntura. Ello no debe hacernos
creer que respecto a la prehistoria del capitalismo sólo cabe una exposición empírica. Es cierto que
lo que hace Marx es demostrar que el feudalismo y el capitalismo sólo pueden ser comprendidos
en un plano sincrónico, estudiando la consistencia necesaria de su permanencia y sin encontrar en
ella ningún traspaso del uno al otro. Lo que define el carácter capitalista de una formación social es
una estructura capaz de dar cuenta de una supuesta reproducción eterna de las mismas
condiciones. Ella es la que hace que el capital sea capital. Si, pese a todo, la sociedad capitalista, por
ejemplo, tiene o puede tener un fin, ello será en la medida en que en la historia se dan cita otras
estructuras capaces de disputarse el espacio histórico en una sincronía más general. Siempre hay,
por ejemplo, en cada formación histórica, una coexistencia de varios modos de producción. Pero si
es posible encontrar esta ʺsincronía más generalʺ que habría de ser capaz de desestructurar lo que
el capital estructura, eso no impide que lo llamado a disolverse sea, precisamente, capital y no
cualquier otra cosa, y de este Ser puesto en juego para desaparecer, sólo puede dar razón una
estructura capaz de explicar –en un sentido ciertamente muy platónico– la permanencia eterna de
semejante realidad. De la propia disolución, sin embargo, tiene que dar cuenta una sincronía más
amplia, capaz de hacerse cargo de otros poderes definidores y capaz de definir esa situación como
un tránsito.
En Sin vigilancia y sin castigo (1992), realicé un repaso más minucioso de este problema, que ahora
puede darse por dispensado. Marx estudia aquello que hace capitalista a la sociedad capitalista, es
decir, la estructura que por sí misma podría convertir el capitalismo en un efecto eterno, pero no
los dispositivos estructurales que logran hacer de la sociedad capitalista, precisamente, una
sociedad. En el engendro estructural de la sociedad moderna, en su sincronía general, si ésta
pudiera trazarse, se dan cita, obviamente, un número impresionante de matrices estructurales
capaces de generar ʺsociedadʺ ahí donde el mercado de capitales es impotente para generar otra
cosa que ʺmercadoʺ, así como de generar un ʺefecto‐culturaʺ, del que una antropología de la
sociedad moderna tendría que ocuparse; dispositivos, en suma, todos ellos, que coexisten con el
capitalismo y que pertenecen algunos a modos de producción anteriores o a realidades inevitables
del ʺefecto‐hombreʺ que nos interpelan desde la prehistoria; y, lo que es todavía más grave, en
tanto es precisamente el quid de la cuestión de nuestra herencia ilustrada, la sociedad moderna se
ha levantado sobre la base de un proyecto de acoplar todo este amasijo de realidades con un lugar
vacío de todas ellas, el ʺlugar de cualquier otroʺ, una patria de los seres racionales, ahí donde los
dis positivos de la historia aparecen como exigencias y, por tanto, como leyes, como deberes capaces
de interperlarnos no ya desde la prehistoria, sino más bien desde la eternidad. También Santiago
Alba Rico, en su obra Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del mercado (1995) ha
mostrado, en el mismo sentido, los oscuros caminos por los que una sociedad regida por el
mercado de capitales, logra ser, pese a todo, una ʺsociedad de hombresʺ, en la que, por ejemplo, la
categoría de fuerza de trabajo personificada no puede evitar acoplarse con un indigenismo muy
peculiar, y el concepto, en principio puramente económico, de ʺreproducción de la fuerza de
trabajoʺ se ve forzado a ensamblarse con el parentesco, la familia, la realidad tribal, la lengua
materna y la Nación, mostrándose, en definitiva, que en la sincronía general de la sociedad
capitalista no puede obviarse la profunda eficacia estructural de que sus habitantes sean, además
de obreros o capitalistas, Edipos capaces de producir una maraña de tejidos rituales y simbólicos
de los que sólo una antropología del mercado bien hecha, y que Marx jamás pudo ni tan siquiera
indicar, podría dar cuenta algún día.
7.5. Antievolucionismo y ausencia de memoria en el continente historia
En los dos últimos capítulos del libro I de Das Kapital‐ La llamada acumulación originaria y La teoría
moderna de la colonización‐) Marx nos describe, pues, la genealogía de los elementos que,
desprendidos de la disolución del modo producción feudal, se combinaron para formar la nueva
edad capitalista. Se trata del conocido proceso por el que, por una parte, la población queda
separada de sus condiciones sociales de existencia, el momento de la expropiación originaría que
transformó a la población en una masa de desocupados, por primera vez libres de todas las
servidumbres de su anterior pertenencia a la comunidad, pertenencia que, con todo, era la
garantía de acceso a las condiciones comunales de existencia. Se trata, en este caso, de la historia
de la separación entre el trabajador y sus medios de producción, proceso en el que la población se
liberaba de un golpe de sus servidumbres feudales al mismo tiempo que de sus condiciones de
subsistencia. La bolsa de población así ʺliberadaʺ no es en absoluto el proletariado moderno, sino
una muchedumbre de mendigos que habían visto desintegrarse su modo de producción a la vez
que sus lazos serviles comunitarios, y de la que tuvieron que ocuparse todo tipo de instituciones de
beneficencia seglar y eclesiástica. Es tan sólo por el encuentro con el ʺhombre de los escudosʺ, el
cual se ha constituido por otras vías, estudiadas por Marx separadamente, por lo que esta masa
informe desgajada del antiguo régimen se transforma en la nueva clase social proletaria. Ni la
historia del capital ʺoriginarioʺ (historia del capital usurario, del capital mercantil, de la expoliación
de los bienes eclesiásticos, etc.) nos entrega al trabajador libre, ni ambos elementos hacen otra
cosa, en principio, que compartir una determinada coyuntura histórica. El encuentro entre ambas
realidades es descrito por Marx como un ʺhallazgoʺ estructural que generará un nuevo modo de
producción. Como afirmó Balibar, ʺeste hallazgo, evidentemente, no implica ningún azar; significa
que la formación del modo de producción capitalista es totalmente indiferente al origen y la
génesis de los elementos que necesita, ʹencuentraʹ y ʹcombinaʹʺ (1965b, II: 192/308). La antigua
estructura no se transforma por sí misma para dar lugar a una nueva edad; por el contrario,
desaparece como tal, poniendo en libertad unos elementos que se combinarán generando una
nueva configuración de la que la anterior no estuvo jamás preñada en su interior y que tampoco
conservará superada en su interioridad. También en esta ocasión tuvieron razón Althusser y Balibar
al distinguir tajantemente la historia marxista de la hegeliana mediante la constatación de la
ausencia radical de memoria que caracteriza a la primera.
En suma, es ante todo preciso señalar el carácter ʺradicalmente antievolucionista de la teoría
marxista de la historia de la producción y la sociedadʺ (1965b, Balibar, cap. II). En ella no
encontramos ʺni movimiento de diferenciación progresivo de las formas, ni incluso línea de progreso
cuya ʺlógicaʺ se emparentaría con un destino; Marx nos dice claramente que todos los modos de
producción son momentos históricos, no nos dice que estos momentos se engendran unos a otros: por
el contrario, el modo de definición de estos conceptos fundamentales excluye esta solución de
facilidadʺ (1965b, II: 112/246). Lo reseñable es que, de forma no menos misteriosa a como ocurre
en cualquier continente de la física, para el estudio de la ley fundamental de la sociedad moderna,
Marx ha producido unos instrumentos conceptuales cuya eficacia teórica puede y debe ser
contrastada respecto a otros modos de producción en el mismo continente de la historia. No es en
absoluto imposible, desde luego, que existan ʺconceptos generales de la ciencia de la historiaʺ,
pero no hay ni puede haber jamás ʺuna historia en generalʺ (1965b, II: 114/247).
7.6. Marx, contra una teoría general del curso histórico
La lectura detallada de los capítulos en cuestión deja pocas dudas respecto a la importancia y la
exactitud de esta interpretación. Pero el propio Marx, respecto a ellos, se ha pronunciado en
ocasiones de forma muy radical, aludiendo a ellos para hacer notar su decidida negativa a asumir
el dudoso mérito de haber fundado una ciencia de la evolución histórica. En la larga polémica sobre
el porvenir de la comuna rural rusa, en la que tanto Marx como Engels se vieron involucrados
repetidamente, se había planteado el problema de si Rusia debía ʺempezar por destruir la
commune rurale para pasar al régimen capitalista o si, por el contrario, podía ‐sin experimentar las
torturas de este régimen‐ apropiarse de todos sus frutos dando desarrollo a sus propias
condiciones históricasʺ, de modo que, precisamente, esta reliquia neolítica sirviera de base para la
construcción del comunismo. En orden a esta posibilidad, Rusia podría supuestamente ahorrarse la
expropiación de las condiciones de existencia social que había sido descrita por Marx en el capítulo
de la acumulación originaria basándose en el ejemplo inglés. Ciertos escritores rusos habían
desautorizado esta vía, citando al propio Marx en su defensa y afirmando con él que el aludido
proceso, ʺque hasta ahora sólo se ha realizado plenamente en Inglaterraʺ, es ʺel mismo
movimiento que recorren todos los otros países de la Europa occidentalʺ (Kap, II.7: 634/953‐954).
No obstante, Marx (Carta 1877), interviene sorprendentemente para desautorizar con energía esta
utilización de su propio texto. Afirma que la única aplicación que puede hacerse de sus palabras es,
en efecto, mucho más modesta: ʺSi Rusia tiende a transformarse en una nación capitalista a
ejemplo de los países de la Europa occidental no lo logrará sin transformar primero en
proletariados a una buena parte de sus campesinos; y en consecuencia, una vez llegada al corazón
del régimen capitalista, experimentará sus despiadadas leyes, como la experimentaron otros
pueblos profanos. Esto es todoʺ. Sin embargo no lo es para su bienintencionado intérprete:

Él se siente obligado a metamorfosear mi esbozo histórico de la génesis del capitalismo en el


Occidente europeo en una teoría historico‐filosó‐ fica de la marcha general que el destino le
impone a todo pueblo, cualquiera sean las circunstancias históricas en las que se encuentre, a fin
de que pueda terminar por llegar a la forma de la economía que le asegure, junto con la mayor
expansión de las potencias productivas del trabajo social, el desarrollo más completo del hombre.
Pero le pido a mi intérprete que me dispense. (Me honra y me avergüenza a la vez demasiado.)

Acto y seguido, Marx pasa a advertir que ʺsucesos notablemente análogosʺ conducen en la historia
a resultados completamente distintos. Alude al destino de los plebeyos de la antigua Roma, que en
su origen habían sido campesinos libres y que en el curso de la historia del imperio fueron
expropiados y separados brutalmente de su propiedad comunal. Además, al mismo tiempo que
ellos se convertían en una masa ʺenteramente libreʺ (de sus servidumbres comunales y también de
sus condiciones de existencia), en el imperio romano se concentraba en ciertas manos una gran
propiedad financiera. La situación es, en lo fundamental, idéntica a la descrita en Inglaterra a partir
del siglo XV. Ahora bien, los ʺproletariadosʺ romanos no se transformaron en trabajadores
asalariados, ʺsino en una chusma de desocupados más abyectos que los ʹpobres blancosʹ que hubo
en el Sur de los Estados Unidos, y junto con ello se desarrolló un modo de producción que no era
capitalista, sino que dependía de la esclavitudʺ. Lo que se impone para la teoría de la historia es,
pues, concluye Marx, ʺestudiar por separado cada una de estas formas de evoluciónʺ y
comparándolas, encontrar la clave de esos fenómenos, en lugar de inventar ʺun passe‐partout
universal de una teoría historico‐filosófica general cuya suprema virtud consiste en ser
suprahistóricaʺ.
7.7. El álgebra del capital y las coordenadas metódicas que la hicieron posible
Si Rusia tiene que convertirse en un país capitalista... no lo logrará sin la expropiación general de la
propiedad comunal del campesinado. No hay mejor forma de constatar que el estudio de Marx se
ha centrado en el aislamiento de ʺaquello en lo que consiste el capitalʺ, y no de cómo tiene que
proceder el curso histórico. Marx ha estudiado la forma‐capitalʹ sin la cual ninguna realidad puede
ser llamada capitalista. En los dos aludidos capítulos del Libro I, que Althusser consideró con el
tiempo, cada vez más, el verdadero ʺcorazónʺ de su obra (1982b, 572), logra sacarse a la luz la base
estructural sin la cual ninguno de los elementos que se dan cita en la sociedad moderna lograrían
constituir un modo de producción capitalista. El capital, viene a demostrarse, no es una cosa, sino
una relación social: ni el dinero, ni la propiedad privada de medios de producción, ni siquiera la
existencia de una masa de población trabajadora, son capaces de generar algo así como
capitalismo. No hay capital más que cuando esta masa de población ha sido previamente
expropiada de sus condiciones de existencia, separada de la tierra y obligada a concurrir por su
propia voluntad en un mercado de fuerza de trabajo. Y aún así, todavía es necesaria la existencia de
un mercado posible, capaz de absorber la producción, y la necesidad por parte de la población de
acudir a ese mercado, cosa que tampoco se da mientras ésta disponga de medios de producción
propios o comunales. Sea como sea, Marx ha investigado ʺaquello que hace capital al capitalʺ, en el
sentido platónico exacto en el que un Sócrates podía preguntar por aquello que hace bellas a las
cosas bellas o zapato al zapato.
Es desde las coordenadas de esta base estructural – aisladas al final del libro I– desde las que, en
realidad, Marx pone en marcha su método teórico, que en este sentido es más que nada
sorprendentemente cartesiano. Pues, en efecto, la expropiación generalizada de las condiciones de
existencia social tiene por consecuencia inmediata las famosas primeras líneas de El capital: ʺLa
riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como
una inmensa acumulación de mercancías, y la mercancía individual como la forma elemental de esa
riquezaʺ (Kap, II.8: 63/vol. 1: 43). Si la población en general carece de medios de producción no
tiene más remedio que acudir al mercado para subsistir, de igual forma que, paralelamente, la
clase propietaria de los medios de producción no tiene otro interés en la producción que el de
destinarla al mercado. Sólo desde esa base ocurre, por primera vez en una formación social
histórica, que la riqueza en general aparezca necesariamente como mercancía. A partir de este
momento se va a poner en marcha todo el engranaje –que no viene al caso aquí intentar
reproducir– de leyes capaces de intentar agotar aquello en lo que consiste el capital. Lo importante
es reparar en que la minuciosa construcción de este embrollado complejo procede en manos de
Marx siguiendo un camino muy semejante al seguido por Descartes al transformar la geometría en
álgebra o por Galileo en la fundación de la física moderna. La apertura de un espacio capitalista es
paralelo a la constitución de las coordenadas cartesianas en las que cualquier figura geométrica va
a poder ser recorrida en todos sus puntos mediante la relación algebraica de dos variables (xe y,
para un espacio de dos dimensiones). Marx busca, efectivamente, un punto absolutamente
abstracto a partir del cual puedan construirse las distintas configuraciones de las formas mercancía
y lo encuentra en el valore orno tiempo de trabajo (simple y abstracto) socialmente necesario
cristalizado en una mercancía. Es con esta unidad tomada por base con la que va construyendo las
leyes que se dibujan en el espacio abstracto del capital, del mismo modo que Descartes va aislando
las ecuaciones correspondientes a las distintas figuras geométricas. Con ello, como es evidente, no
estamos acotando ninguna ley de la historia ni de la sociedad, sino entresacando aquello que está
necesariamente contenido en el hecho de que el capital sea capital, y por tanto, aquello que una
sociedad tiene necesariamente que cumplir si ha de ser una sociedad capitalista, lo que desde
luego no ocurrirá jamás sin que en ella se hayan sentado las bases que han abierto el espacio
algebraico en cuestión.
7.8. Conclusiones
De cualquier forma, lo que debe ser constatado es que si bien Marx encuentra leyes de la sociedad
moderna en tanto que ésta es la sociedad capitalista, en ningún sitio es posible encontrar en su
obra alguna ley que lo sea de la historia misma. Marx ha hecho, o ha pretendido hacer, una física
del capitalismo de la sociedad capitalista, eso es todo.
No corresponde a este libro ni exponer ni juzgar la construcción teórica levantada por Marx en las
coordenadas del espacio‐capital. Tampoco es cuestión de demostrar nuestra afirmación de que el
proceder de Marx es, en realidad, estrictamente acorde con el de Descartes y Galileo, y en general
con el de la física matemática moderna. Lo que sí que corresponde a nuestro problema es plantear
cómo, si esto fuera efectivamente así, es decir, si Marx se hubiera limitado, como hemos afirmado,
a abrir a la investigación científica el continente de la historia mediante la fundación de una física
del capitalismo de la sociedad capitalista, esto tendría algo que ver con la cuestión del
materialismo y por qué, incluso, la polémica con el idealismo es crucial en este punto.
En primer lugar, la caracterización de Marx como Galileo del espacio histórico exige ciertas
consideraciones sobre el problema político que en general plantea siempre la apertura científica de
un nuevo continente, y, en particular, sobre la problemática específica que se plantea respecto a la
historia en especial. Pero tampoco puede ser introducida aquí esta consideración, de la que ya me
ocupé en el texto antes citado (Fernández Liria, C., 1992). El conocimiento, hemos dicho, es
conocimiento en tanto que no añade nada a lo real: pero a lo real no le es en absoluto igual ser o
no conocido. Todas las revoluciones científicas han dejado tras ellas una hilera de hogueras
encendidas y de condenas en los tribunales, y se puede entender fácilmente que si los triángulos
rectángulos consistieran en una monumental injusticia geométrico‐social, de modo que al
demostrar el teorema de Pitágoras la pizarra se riñera de sangre, los profesores de matemáticas,
hoy día, estarían todos en la cárcel. Así ocurre precisamente en el espacio histórico, en donde la
búsqueda de en qué consiste ser esto o lo otro siempre pone al descubierto el poder interesado en
que las cosas sean precisamente las que son.
8
Física y teología
8.1. Estado de la cuestión del materialismo y razones para volver la mirada hacia Kant
El caso de Feuerbach y la crítica de Engels (apartado 5.4) vinieron a demostrar que no se puede
refutar a Hegel mediante reivindicaciones de la sensibilidad, la materialidad o la positividad. Hegel
ha demostrado, en la primera figura de la Fenomenología, que la certeza sensible acaba por
convertirse en una determinada manera de gestionar el Todo, bajo la forma de un universal
indiferente. Su verdad es precisamente esta indiferencia, a través de la cual se introduce la
totalidad, si bien de forma completamente abstracta. Su patrimonio no es la realidad efectiva, sino
una suerte de Todo para pobres en el que lo concreto no es más que una pretensión infundada de
la ignorancia. Por otra parte, en los capítulos 3 y 4 hemos intentado hacer ver que la sentencia
idealista ʺsólo lo espiritual es realʺ es la consecuencia inevitable del emplazamiento de la verdad en
el Todo. Ahora bien, no es, pues, mediante afirmaciones de la sensibilidad como se refuta que ʺel
todo es lo verdaderoʺ. No será en Feuerbach en donde se encontrará una puesta a prueba del
impulso teórico que encierra esta afirmación, sino en la Dialéctica trascendental de Kant.
Al mismo tiempo, hemos mostrado en el capítulo anterior que en el materialismo de Marx todo se
juega en torno a la fundación de una física respecto al continente historia. Al menos de este modo
tenemos por ambos lados localizado el verdadero problema como algo que tiene que decidirse
respecto a las relaciones entre la física y la totalidad; o dicho de otra forma, el campo de batalla
entre idealismo y materialismo tiene que decidirse, según nos vemos obligados a concluir, en el
mapa de las relaciones posibles entre física y teología. También en este sentido nuestra
investigación desemboca inevitablemente en la Crítica de la razón pura.
8.2. Ciencia de la Lógica y Dialéctica trascendental
Nos vemos compelidos, por tanto, a desplazar nuestra mesa de operaciones a la consideración de
las relaciones entre Hegel y Kant, en un intento, también, de imaginar una posible respuesta
kantiana al asunto debatido. La siguiente referencia de Hegel es inevitable para introducir la
cuestión:
De ordinario se conceptúa la dialéctica como un procedimiento extrínseco y negativo, que no
pertenece a la cosa misma, sino que tiene su fundamento en la simple vanagloria, como una manía
subjetiva de hacer tambalear y disgregar lo permanente y verdadero, o por lo menos que no
conduce sino a la vanagloria del objeto tratado dialécticamente. Kant elevó mucho más la dialéctica
–y esto constituye uno de sus méritos más grandes– al quitarle toda la apariencia de acto arbitrario
que tenía según la representación ordinaria, y la presentó como una operación necesaria de la
razón. Mientras se entendía la dialéctica sólo como un arte de crear espejismos y suscitar ilusiones,
se había supuesto sencillamente que ella jugaba un juego falso y que toda su fuerza se fundaba
sólo en el ocultamiento del fraude; que sus resultados eran subrepticios y de apariencia subjetiva.
Evidentemente las exposiciones dialécticas de Kant, en las antinomias de la razón pura, no merecen
muchas alabanzas, cuando se las examina cuidadosamente; pero la idea general, que él puso como
fundamento y valorizó, es la objetividad de la apariencia y la necesidad de la contradicción, que
pertenece a la naturaleza de las determinaciones del pensamiento. Primeramente esto acontece, es
verdad, en cuanto estas determinaciones son aplicadas por la razón a las cosas en sí; pero
justamente lo que ellas son en la razón y con respecto a lo que existe en sí, constituye su
naturaleza. Este resultado, comprendido en su lado positivo, no es más que la negatividad interior de
aquellas determinaciones, representa su alma que se mueve por sí misma, y constituye en general
el principio de toda vitalidad natural y espiritual. Pero, al detenerse sólo en el lado abstracto y
negativo de lo dialéctico, el resultado es sencillamente la conocida afirmación de que la razón es
incapaz de reconocer el infinito; extraño resultado, puesto que, mientras lo infinito es lo racional, se
dice que la razón es incapaz de conocer lo racional (WL, V, 52/52).
Así pues, el paradójico mérito de Kant se resume en haber afirmado que cuando la razón actúa de
conformidad con su naturaleza, el resultado es, sin embargo, sorprendentemente ilegítimo,
desembocando, por consiguiente, en la absurda afirmación de que ʺla razón es incapaz de conocer
lo racionalʺ. La razón no puede evitar proceder dialécticamente; de hecho, la contradicción es una
operación necesaria consustancial a la disposición racional, del mismo modo que pertenece a su
esencia, como una ʺinclinación naturalʺ, el hacer metafísica, enredándose en polémicas en las que
nadie puede salir victorioso.
El ʺabsurdoʺ de que la razón genere espejismos cuando actúa precisamente como tiene que actuar
no representa para Hegel, obviamente, nada meritorio, como tampoco, por demás, merecen
muchas alabanzas las exposiciones dialécticas de Kant. Pero Kant había heredado el término
ʺdialécticaʺ como sinónimo de sutileza sofística, en el sentido de que se trataba de un
procedimiento puramente subjetivo para crear apariencias de verdad en el error. Frente a ello,
Kant demostró que la lógica de la apariencia era una operación necesaria de la razón y que, por
tanto, había una ʺobjetividad de la aparienciaʺ. Ahora bien, según el texto de Hegel, parecería que a
Kant le hubiera faltado el valor para concluir lo inevitable: si procediendo según su propia
naturaleza, la razón se contradice, lo que es preciso concluir es que la realidad misma es
contradictoria, pues, de lo contrario, en efecto, es inevitable afirmar que la razón no puede conocer
lo racional.
Hegel parece así pensarse a sí mismo como surgiendo de un mero saber aceptar el lado positivo de
la dialéctica kantiana, rechazando su inconsecuencia. Ahora bien, si bien es cierto que se puede
diagnosticar muy oportunamente la opción hegeliana desde la Dialéctica trascendental, semejante
opción no es posible desde Kant y no es en absoluto una cuestión de valentía, de modo que no se
puede asegurar que el texto de Hegel dibuje en realidad ninguna verdadera coyuntura kantiana. La
alternativa no está entre un timorato agnosticismo y un valeroso reconocimiento de la capacidad
de conocer de la razón; el asunto se juega –es lo que se trata ahora de mostrar– a la hora de decidir
las relaciones entre la física y la teología.
Lo decisivo es preguntarse qué ocurriría en el interior de la Crítica de la razón pura si se aceptara,
como quiere Hegel, la legitimidad del proceder dialéctico de la razón y, por tanto, el carácter
contradictorio de lo real.
8.2.1. Lógica general
Kant, de acuerdo con la tradición, distingue respecto a la lógica general una parte analítica y otra
dialéctica. La analítica expone la forma del pensar, independientemente de que el contenido sea
puro o empírico. Puesto que ningún conocimiento puede ser verdadero si no está de acuerdo con
esta forma del pensar, pues, de lo contrario, sería contradictorio, hay que afirmar que la lógica es
una conditio sine qua non, esto es, una condición negativa de toda verdad. Pero la lógica no pasa de
aquí. Carece de medios para detectar un error que no afecte a la forma, sino al contenido (KrV, A 60,
B 84).
Esto significa que la lógica es adecuada para exponer la verdad –una verdad que ya hemos
encontrado por otros medios–, pero no para llegar a ella. Ésta es la razón por la que Descartes
había distinguido tajantemente el método para encontrar la verdad de la lógica. La lógica, al sólo
ocuparse de la corrección formal de los razonamientos, prescinde del valor de verdad de las
premisas y las conclusiones, de modo que, como es obvio, un razonamiento puede ser
perfectamente correcto y, sin embargo, concluir algo falso a partir de alguna premisa que también
lo era. Utilizando como premisa mayor la afirmación de que ʺtodos los animales que viven en el
mar son pecesʺ, puedo concluir muy bien que la ballena es un pez de acuerdo con reglas lógicas
perfectamente válidas. La lógica trata por igual las verdades que los errores, preocupándose tan
sólo por la corrección de los razonamientos. Por eso, Descartes denunciaba que, a lo largo de la
historia del saber, la lógica había servido más para conservar errores que para descubrir verdades,
puesto que, a partir de una premisa falsa sentada, por ejemplo, por Aristóteles, la tradición había
podido deducir lógicamente una larga cadena de razonamientos perfectamente válidos, de manera
que, una vez olvidada la vieja premisa, no había forma de distinguir, bajo tanta envoltura de
corrección, el motivo de la falsedad de la conclusión. Respecto a la verdad, que es lo que interesa al
método, la lógica es, pues, peligrosa. Y también inútil; pues una razón lo suficientemente atenta a
lo que hace no necesita consultar las reglas de la lógica, antes bien, al consultarlas constantemente
no puede sino distraerse de su verdadero cometido, del mismo modo que si al hablar pensáramos
para cada frase en las reglas de la gramática no lograríamos sino balbucear, corriendo más peligro
de equivocarnos que si centramos nuestra atención en lo que queremos decir.
La lógica general es un canon para la razón; contiene las reglas que toda verdad tiene que cumplir
necesariamente, pero en absoluto es un método para dar con estas verdades; se trata de una
condición meramente negativa de toda verdad. Pero, el estar en posesión de las reglas de la lógica
despierta una fuerte tentación de hacer pasar cualquier cosa por verdadera, de modo que el error
más flagrante, expuesto con corrección lógica, puede hacerse pasar por una poderosa verdad.
Entonces la lógica deja de funcionar como mero canon y ʺes empleada como organon destinado a la
producción efectiva, al menos en apariencia, de afirmaciones objetivasʺ (A 61, B 85). Así utilizada no
para exponer verdades, sino para producirlas, la lógica general recibe el nombre de dialéctica.
La pretensión de servirse [de la lógica] como de un instrumento (organon) encaminado a extender
o ampliar, al menos ficticiamente, los conocimientos, desemboca en una pura charlatanería (A 61, B
86).
8.2.2. Lógica trascendental
Con el paso desde la lógica general a la lógica trascendental, el problema ya no es sólo el mero
pensamiento, sino también el conocimiento. La lógica trascendental no prescinde de todo contenido,
pues excluye los conceptos de origen empírico; considera, por tanto, las leyes del entendimiento en
tanto que se refieren a priori a objetos. Esto sólo lo puede hacer basándose en las condiciones de
posibilidad de los objetos de la experiencia. Estas condiciones son, como sabemos, la forma de la
experiencia y no sólo del mero pensamiento, por lo que toda objetividad tiene que ceñirse a ellas.
Ello implica que la lógica trascendental constituye una lógica de la verdad, ʺpues ningún
conocimiento puede estar en contradicción con ella sin perder, al mismo tiempo, todo contenido,
esto es, toda relación con algún objeto y, consiguientemente, toda verdadʺ (A 63, B 87).
La lógica general estudia la concordancia del pensamiento con el propio pensamiento y a esto le
llamamos rectitud (Richtigkeit). Pero la rectitud en el pensar no es en absoluto ninguna garantía de
concordancia con el objeto, y es sólo a esta última concordancia a la que podemos llamar verdad. Si
la lógica trascendental es pura, lo es, por tanto, en un sentido muy distinto que la lógica general,
pues estudia las reglas del pensamiento puro en tanto que ellas permiten pensar el objeto de
forma a priori. La lógica general sólo vale ʺpara todos los objetosʺ en tanto que hace abstracción de
ellos, resultando indiferente a cualquier relación objetiva. La lógica trascendental estudia, en
cambio, el referirse puro a la objetividad. En este sentido, centra su atención en las condiciones de
posibilidad del objeto; aquí ʺpuroʺ significa ʺno empíricoʺ, y no indiferencia a la cuestión de la
objetividad.
No obstante, la analítica trascendental, presentando ciertas condiciones a priori de la verdad,
tampoco puede proporcionar la verdad misma. Ella expone la forma de la verdad, al igual que la
lógica clásica exponía la forma de la corrección, pero, en cualquier caso, no puede proporcionar su
materia, su contenido. La filosofía trascendental jamás pretende ocupar el lugar del saber mismo.
Ella sigue respondiendo a la inspiración propia del término filo‐sofía como ʺamor por el saberʺ, se
ocupa de las condiciones de posibilidad del conocimiento, pero no pretende producir este
conocimiento. Sin una intuición que le proporcione el contenido, cualquier proceder lógico es
completamente vacío. Los conceptos puros del entendimiento pueden referirse a la intuición pura
y, de este modo, proporcionar ciertos conocimientos que valdrán en lo sucesivo para cualquier
posible objeto de la experiencia. Pero esto sólo ocurre en la medida en que su materia les es,
entonces, proporcionada por la propia forma de la intuición, y entonces tales conocimientos ‐
sintéticos a priori‐ no pueden tener validez más que en los límites de la experiencia posible. La
lógica trascendental no puede producir ningún conocimiento si el contenido no le viene dado en la
intuición pura. En este sentido hay que afirmar que la analítica trascendental es un canon del uso
empírico, pues si bien ninguna verdad empírica puede contradecir sus principios sin perder toda
referencia a la objetividad, estos principios no pueden servir, sin embargo, para proporcionar por sí
mismos verdad empírica alguna.
8.2.3. La ilusión trascendental
Pero, al igual que ocurría en la lógica general, ʺresulta muy atractivo y tentadorʺ el servirse de los
principios lógico trascendentales para producir conocimientos sin que materia alguna haya sido
dada en la intuición, de manera que los conocimientos puros del entendimiento pueden pretender
así aplicarse a objetos que caen más allá de los límites de la experiencia posible. De este modo, el
canon se transforma en un organon. Aquí, igual que antes, lo significativo es que lo lógico mismo se
convierte en un instrumento capaz de conocer por sí sólo. Al no serle proporcionado el contenido ni
por la intuición empírica ni por la intuición pura, lo lógico tiene entonces la necesidad de
proporcionarse a sí mismo un contenido que pensar, con la esperanza de que a ese pensar pueda
considerársele un conocer dicho contenido. Tales contenidos que no son proporcionados por la
experiencia ni obtenidos de la forma de la experiencia no pueden sino ser considerados Ideas de la
razón. El conocimiento resultante merece entonces el título de metafísica.
El problema es que la Crítica va a demostrar que los conceptos puros del entendimiento –las
categorías– son meras formas de leer la serie del tiempo, es decir, formas puras de referirse a la
intuición. Pero las categorías son aquello en lo consiste el concepto. Por tanto, puesto que pensar
es utilizar conceptos y los conceptos consisten en las categorías, no podemos pensar nada sin
pensarlo sometido a ellas. Tampoco podemos, pues, pensar las Ideas de la razón sin utilizar las
categorías, con lo cual aplicamos lo que en realidad es una forma de leer lo dado a algo que no
puede sernos dado, aplicamos una forma de la experiencia a algo que no puede ser objeto de
ninguna experiencia posible. El resultado es lo que Kant llama una ilusión trascendental
En este espejismo navega la metafísica, obteniendo como síntoma fatal de su ilusión cognoscitiva
que puede demostrar tanto sus tesis como sus antítesis, de modo que toda ella se mueve sin
posibilidad de reposo en el elemento de la contradicción.
Este espejismo es inevitable porque la razón en su propio proceder natural encuentra
necesariamente unos contenidos que no le son proporcionados por la intuición, y una vez sentados
estos contenidos –las Ideas–, no puede evitar el pensarlos del modo aludido, utilizando categorías
que no tienen validez fuera de los límites de la experiencia. Es por este motivo que el espejismo en
cuestión no se asemeja a las ilusiones lógicas, meros errores del razonamiento con apariencia de
corrección que desaparecen una vez que se presta la necesaria atención, sino que son más bien del
tipo de las ilusiones ópticas, como las producidas por la refracción de la luz en el agua, que
persisten una vez desvelado el origen del error. La ilusión trascendental es una ilusión natural a la
razón, tal y como, en efecto, subrayaba el texto de Hegel.
Es preciso, entonces, preguntarse por la causa de que la razón no pueda renunciar a esos
contenidos que no están respaldados por ninguna intuición.
8.2.4. Lo incondicionado
Hay un proceder legítimo de la razón que no tiene nada que ver con el que la Crítica ha descrito
como propio del entendimiento. Para el entendimiento los conceptos son reglas para recorrer,
reunir o enlazar las intuiciones. De este modo, el entendimiento produce conocimientos, es decir,
juicios sintéticos. Pero los conceptos pueden ser tomados también como conjunto de notas, sin
pensar en ellos referencia alguna a la intuición, y producir juicios mediante el juego lógico con
estas notas. Puedo afirmar que los cuerpos son extensos sin referencia alguna a la intuición,
escudriñando tan sólo la definición misma de cuerpo. Naturalmente, los juicios que resultan de
este proceder son meramente analíticos y no pueden ser considerados como conocimientos, puesto
que no aportan nada que no supiéramos ya por entender el concepto que hace de sujeto de esta
proposición que, en realidad, no propone nada. Pero este proceder es, sin embargo, la base para
enlazar lógicamente unos conocimientos con otros, mostrando que unos pueden funcionar como
premisas de otros que son sus conclusiones. Es preciso el concurso de la zoología para decidir
sobre un juicio como ʺla ballena es un pezʺ; pero es perfectamente racional concluirlo de que
ʺtodos los animales que viven en el mar son pecesʺ y de que la ʺballena vive en el marʺ. Así no
decidimos nada sobre la validez zoológica de la conclusión en tanto que conocimiento, pero el caso
es que a la zoología no le resulta en absoluto indiferente este tipo de proceder. Sin él, su
comportamiento como ciencia se limitaría a la recolección de verdades completamente aisladas
entre sí, yuxtaponiendo unos juicios a otros según los fuera confeccionando el entendimiento. La
ciencia no sólo produce juicios, sino que también los ordena en razonamientos, subsumiendo los
conceptos más particulares en los más generales. La ciencia conoce, pero también razona. Gracias a
ello la experiencia puede no solamente ser ʺdeletreadaʺ sino también ʺleídaʺ como un texto
coherente (A 314, B 370).
Este proceder analítico de la razón es el silogismo. Mediante él, un conocimiento dado es remitido
a sus condiciones como conclusión de unas premisas. Juan es mortal puede ser concluido de la
premisa de que todos los hombres son mortales. Pero esta premisa misma es la conclusión
necesaria de que los hombres sean animales y los animales mortales. Igualmente puede
obtenerse, mediante un nuevo prosilogismo esta premisa como conclusión si subsu‐ mimos la nota
animal en el concepto más general de ser vivo. Esta progresiva unidad sistemática que se obtiene
ascendiendo en la cadena silogística en busca de la condición de la condición, y la necesidad que
tiene la razón de considerar siempre posible la continuación de esta serie, hace que ella se base, en
realidad, en el supuesto inevitable de que si se da lo condicionado tiene que darse también la serie
completa de todas las condiciones, es decir, un incondi‐ cionado a partir del cual sería posible
derivar todo conocimiento.
Ahora bien, esto sólo significa que la razón se obliga a buscar siempre juicios más generales
respecto a los juicios que posee y que, por tanto, piensa cada cosa como si ella fuera integrable en
una totalidad. Al hacerlo no puede evitar concebir la totalidad en cuestión y es entonces cuando le
aplica conceptos que no tienen objetividad alguna fuera de los límites de la experiencia, generando
el espejismo trascendental.
La comunidad científica no puede renunciar a ordenar sus conocimientos en una creciente
totalidad, porque se lo impone la naturaleza misma de la razón, en la forma de un imperativo de
completa unidad sistemática que la investigación tiene que trabajar sin descanso. Pero el proceder
de la razón que contiene tal exigencia es un proceder puramente analítico, de modo que aquí se
trata tan sólo de un ordenamiento de los conocimientos según la idea de una totalidad y en
absoluto del conocimiento de esa totalidad. La exigencia de la razón en este punto regula el curso de
la investigación cognoscitiva, pero no produce ningún conocimiento. En adelante, Kant va a
mostrar que cuando el concepto pretende referirse temáticamente a ese incondicionado
necesariamente presupuesto, de modo que lo que se pretende entonces es conocer algo de él, el
proceder lógico se convierte en dialéctico dando lugar a paralogismos o antinomias.
8.2.5. La teogonia como exigencia dialéctica de la teología. La decisión hegeliana
Es aquí donde es preciso medir la verdadera rentabilidad del texto de Hegel citado. Al tener la
valentía de afirmar que puesto que la razón se comporta en este caso con arreglo a su naturaleza y
que es también con arreglo a ella que se enreda en contradicciones, es preciso concluir que lo real
mismo es conocido de esa forma y que lo real es, así, contradictorio, no sólo se está legitimando el
valor cognoscitivo de la contradicción, sino que de modo fundamental se está convirtiendo a todo
saber racional en teología. Desde el interior de la crítica kantiana lo que se está haciendo es erigir a
la razón en un organon capaz de producir conocimientos. Pero la razón no ha proporcionado otro
contenido de iure que el de la totalidad incondicionada, es decir, lo absoluto. Si la razón conoce –así
sea dialécticamente– conocerá precisamente ese ʺobjetoʺ y no otro. Mientras tanto, la
sistematización de los conocimientos que aporte el entendimiento, como juicios que tratan de tal o
tal objeto –el que hace las veces de sujeto de los predicados– no será una mera sistematización sino
más bien una refutación de su pretensión de estar tratando de ese sujeto. Sistematizar es tanto,
entonces, como mostrar que las determinaciones en juego lo son de derecho de lo absoluto y,
entonces, el problema será más bien mostrar cómo es que el absoluto puede pasar o presentarse
en esa determinación. De esta manera, si la razón, operando por meros conceptos, es capaz de
conocer, este conocimiento no puede ser sino teología, pero una teología además que no progresa
más que a fuerza de reabsorber –conservar en su supresión (Aufheben)– cada determinación en la
divinidad, de modo que el Dios en cuestión es también uno muy particular: un Dios capaz de ser
cualquier determinación. La teología en juego, por ende, tiene que ser, al mismo tiempo, una
teofanía, un mostrarse de Dios en cada determinación conquistada. Pero ello implica que Dios es en
el acto mismo en el que la teología sabe lo que es, por lo que el conocer de la razón se convierte en
una teogonia cuyo dispositivo profundo consiste en mostrar, en cada determinación, a Dios, por lo
que también se puede decir que la teología misma es, en realidad, la teodicea en la cual todo lo
ajeno a la divinidad es mostrado como la forma que tiene Dios de ser el que es. La cosmología, la
psicología, y también la física y la historia misma no son sino las tareas a las que se enfrenta la
teodicea para ir desenvolviendo la teología misma.
Una comunidad científica tiene por único negocio conocer.
En ella, cada investigador se concentra en el objeto de su especialidad, produciendo juicios que
tienen la particularidad, al contrario de lo que ocurre, en cambio, en el exterior de la Academia, de
que se sabe con precisión de lo que tratan, se sabe, por tanto, que tratan de su sujeto y no de otro
aludido por ambigüedad, oscuridad o confusión. Con todo, los departamentos especializados están
ordenados sistemáticamente y cada especialista sabe que su objeto se relaciona con el de los
demás por distintos caminos, algunos conocidos y otros desconocidos todavía. En cualquier caso,
los juicios conquistados por aquí y por allá pueden ser ordenados analíticamente en condiciones
cada vez más generales, de modo que el interés recíproco entre las tareas de los distintos
investigadores responde a la convicción de estar estudiando una misma y única realidad. Esta
realidad única puede ser pensada como aquello hacia lo que se dirige la creciente cohesión entre
los distintos conocimientos. Pero si en esta coyuntura alguien viniera a contar qué es a su vez esa
realidad en la que todos piensan se diría que ese intruso de la comunidad científica está haciendo
ʺmetafísicaʺ. Lo que Hegel ha hecho no es, obviamente, legitimar esa intervención. Más bien se ha
ocupado de mostrar que esa unidad no puede ser pensada sin el paciente detenerse en cada
determinación que es trabajado en los distintos compartimentos científicos. Pero el hecho es que
precisamente por ello la ciencia en su conjunto se convierte en un desenvolvimiento de los
distintos capítulos de lo teológico. La ciencia es ciencia en la medida en que es teología, y mientras
no logra mostrarse como tal se puede decir que está todavía estancada en su prehistoria. La
dificultad que encierra hacerse cargo de en qué debe consistir esta peculiar teología coincide con la
complejidad misma de todo el sistema hegeliano y al respecto no valen malas elucubraciones
metafísicas. Pero a la postre, lo que sí es posible saber desde el interior mismo de la Crítica de la
razón pura es que si el proceder especulativo de la razón que para Kant era una ilusoria dialéctica,
puede ser pensado como legítimo, entonces no se trata tan sólo de que lo real sea contradictorio
sino de que Dios mismo es la única realidad a conocer y que ella no puede consistir sino en ʺun
pensamiento que se piensa a sí mismoʺ, lo que de alguna manera tiene que llevarnos a concluir
que se juegue lo que se juegue en lo real se tratará siempre de lo que un concepto determinado
pueda poner en juego. El concepto ya no será tanto la producción teórica que pretende hacerse
cargo de lo real que transcurre en el espacio y el tiempo, como la realidad misma que
transcurriendo en lo lógico ha hallado, por algún motivo del que la lógica tendrá que hacerse
cargo, un ahí físico en el que desenvolverse. Lo lógico, en este caso, tendrá que ser capaz de
generar lo estético, dando cuenta del aparente absurdo o exceso de que las cosas, además de ser
en Dios, sean también en el espacio. Desde el interior de la Crítica de la razón pura podría decirse
que al legitimar el uso dialéctico de la razón lo primero que ocurre es que la Estética trascendental
pierde su autonomía y, en realidad, colapsa sobre sí misma, reapareciendo después como una de
las tareas que el concepto ha de desplegar lógicamente.
8.2.6. El entendimiento como detentador de la facultad de conocer. La esterilidad de lo
lógico
Kant ha impedido esta posibilidad al afirmar y demostrar que el conocimiento es patrimonio del
entendimiento. ʺEl entendimiento es, para decirlo así en términos generales, la facultad de los
conocimientosʺ (B 137). No hay conocimiento más que en la referencia de la representación al
objeto. El entendimiento remite conceptos a conceptos en el juicio, pero, en último término, todo
este proceder sería completamente vacío si no hubiera un límite en el cual el concepto remitiera a
una intuición. Conocer es pensar algo que se da. Un conocimiento es un juicio; un razonamiento,
en cambio, es una ordenación lógica de conocimientos. En este sentido se puede afirmar que la
razón es una ʺsimple facultad subalterna destinada a conferir cierta forma a unos conocimientos
dados, cierta forma que se llama lógica y a través de la cual se subordinan unos a otros los
conocimientos del entendimientoʺ (A 305, B 362. SN). La razón, entonces, nunca se refiere
directamente a ningún objeto, ʺsino al entendimiento, a fin de dar unidad a priori, mediante
conceptos, a los diversos conocimientos de ésteʺ (A 302, B 359). El entendimiento es la facultad del
conocimiento, la razón es la facultad de la unidad de los conocimientos.
Todo ello implica que el saber tiene que buscar la unidad sistemática a base de conocer más y
mejor las cosas, pues la unidad misma perseguida no es objeto posible de ningún conocimiento.
ʺEn efecto, la razón pura lo deja todo para el entendimiento, que es el que se refiere de inmediato a
los objetos de la intuiciónʺ (A 326, B 383). Ella ʺse reserva únicamenteʺ la tarea de conducir a la
máxima unidad posible los conceptos del entendimiento. De este modo, la razón permanece
completamente ociosa y estéril si el entendimiento no le proporciona conocimientos que ella
encuentra como dados. Es sólo cuando se encuentra con un conocimiento cuando ʺse ve obligada a
suponer completa y dada en su totalidad la serie ascendente de las condicionesʺ (A 332, B 389). Por
el contrario, la serie descendente de los episilogismos le resulta a la razón completamente
indiferente. Es sólo el entendimiento, apoyado en la intuición, el que hace descender la serie de las
consecuencias. ʺEs fácil ver que la razón pura no persigue otro objetivo que el de la absoluta
totalidad de la síntesis por el lado de las condiciones y que la absoluta completud por el lado de lo
condicionado no es de su incumbenciaʺ (A 336, B 393). De este modo, Kant no puede aceptar
ninguna posible solución, por ingeniosa que se pretenda, al problema de la derivación de lo
determinado a partir de la totalidad, pues este problema es, para él, una mera arbitrariedad. En
definitiva, ello no es sino la consecuencia directa de haber afirmado la vaciedad de lo lógico sin
referencia a la intuición, es decir, su esterilidad. Para Kant, como para Sócrates, la mera lógica, como
comadrona de toda verdad, es, por sí misma, estéril (cfr. más adelante, capítulo 11).
Esta esterilidad de lo lógico que liga el conocimiento al entendimiento –llamando así a la razón en
tanto que funciona por referencia a la intuición– separa a la física de la teología, impidiendo a ésta
erigir al medio y al despliegue lógicos en la verdad de lo espacial y lo temporal.
Ahora bien, que el conocimiento sea patrimonio del entendimiento es equivalente a afirmar que el
ser sólo se predica legítimamente de las cosas, que son ellas y no Dios las que son efables, y que
ʺconocimientoʺ es algo que sólo puede referirse de derecho respecto a ellas. Éste es el motivo por
el que la física comienza preguntando por la naturaleza y acaba siempre encontrando leyes
respecto a la gravedad, el calor o la electricidad. Su saber nunca consiste en saber que la
naturaleza es o se muestra como gravedad o electricidad. En vano se buscará en el interior de la
física una ley que tenga semejante forma, una ley que tenga por sujeto a la naturaleza misma. Se
investiga la naturaleza y se sabe sobre la electricidad o la gravedad. Y solamente a base de este
saber sobre las cosas físicas puede afirmarse que la física recorre cada vez más intensa y
extensamente el espacio o la apertura que la ignorancia nombró al comienzo como ʺnaturalezaʺ, tal
y como si se tratara ahí de un ente o super‐ente que fuera lo que realmente hubiera que conocer.
Esto es tanto como afirmar que el conocimiento es siempre de iure conocimiento de alguna cosa. Se
conoce la gravitación, o la sociedad moderna en su ley fundamental, la electricidad o la estructura
profunda de la lengua; de este modo conocemos sin duda, cada vez mejor, la naturaleza o la
historia. Pero, precisamente, ninguno de esos conocimientos lo es de iure ni de la naturaleza ni de
la historia. Si admitiéramos esta última posibilidad lo que estaríamos haciendo, en realidad, es
considerar que ahora sabemos algo sobre lo que supuestamente sabía la ignorancia al comienzo
de nuestra investigación. ʺNaturalezaʺ, ʺHistoriaʺ, ʺHombreʺ no son sino la forma en la que una
ciencia nombra su objeto cuando todavía no sabe nada de él; en cuanto logra saber algo empieza a
saber sobre la gravedad, la electricidad o la sociedad moderna. Pretender que esos conocimientos
son de todos modos de la naturaleza o de la historia no viene sino a señalar que la ignorancia no
era inútil y que en realidad era ella la que tenía razón desde el principio, de modo que, finalmente,
quizás hubiera convenido preguntarle a ella en lugar de trabajar en la experiencia.
8.3. Física y teología
La verdadera encrucijada que ha atravesado el saber desde los tiempos de la Academia de Platón
podría resumirse en este texto de Hegel:
Hubo un tiempo en el que toda ciencia era una ciencia acerca de Dios; nuestro tiempo, por el
contrario, tiene como característica el saber de todas y cada una de las cosas y ciertamente de una
cantidad ilimitada de objetos, pero nada acerca de Dios (VorPhRel: 60 // I: 6).
El problema profundo es que el esfuerzo de la física por saber de la totalidad o la naturaleza a
fuerza de saber de las cosas físicas no se limita a dejarse integrar en una Enciclopedia capaz de
mostrar cada saber como un momento teológico, es decir, que las ciencias mismas, por su misma
manera de proceder, fustran toda esperanza de ser reintegradas en una única ciencia acerca de
Dios. Si lo que se pretende es que ʺtoda cienciaʺ sea ʺuna ciencia acerca de Diosʺ el método
matemático no puede ser el que la comunidad científica pone en juego cotidianamente. El logro de
Hegel ha sido precisamente sacar a la luz el armazón lógico que haría posible cada ciencia como
teología. De hecho, Feuerbach no descubría en realidad ningún secreto cuando identificaba en
general la filosofía especulativa con la teología; y no solamente porque eso ya lo había hecho el
propio Hegel; desde la Dialéctica trascendental kantiana sabemos muy bien que una filosofía
especulativa no podía tener otro resultado que el de identificar el patrimonio científico en general
con la teología, si bien a precio de introducir en este patrimonio una modificación sustancial.
Éste es el motivo por el que, para Hegel, en la mentalidad ilustrada no sólo hay un error filosófico,
sino un desatino científico general. No es sólo que no se haya sabido interpretar adecuadamente el
resultado de los esfuerzos de la comunidad científica, sino que estos esfuerzos mismos caminan en
una mala dirección. El verdadero conocer conoce lo absoluto y lo contrario es pretender que ʺlo
que puede ser conocido no es lo verdadero sino lo falso, es decir, el ser contingente y perecedero;
que lo que constituye el objeto de la ciencia es el elemento exterior o histórico, las circunstancias
accidentales en medio de las cuales esa pretendida verdad se ha manifestadoʺ (Hegel, 1818, X:
402/12). Lo que saca de quicio a Hegel no es obviamente que se preste atención a lo contingente o
lo exterior; lo malo es que la atención que se le presta no es capaz de mostrar esa realidad efectiva
como manifestación de la necesidad. Lo que Hegel no puede sino despreciar como un camino
ʺbárbaroʺ y ʺtorpeʺ –como el emprendido por el propio Newton– es el que se construyan conceptos
para conocer lo contingente como contingente, de modo que logren quizá sentarse condiciones que
lo contingente tenga que cumplir necesariamente, pero sin que esa necesidad logre volver
necesario a lo contingente mismo.
La comunidad científica ilustrada no ha errado por dirigirse a lo falso, pues el propio absoluto vive
precisamente de lo falso como vive de la muerte, el mal y la separación; su error, desde el punto de
vista hegeliano, ha sido empeñarse en encontrar una verdad de lo falso como falso, produciendo
como resultado una paralización de la falsedad que bloquea impertinentemente el engranaje de la
Aufhebung. Los arañazos de verdad que la física de Newton ha infligido a la naturaleza son, por eso,
más que nada, un inoportuno estorbo añadido a la Enciclopedia que paralizan irritantemente lo
que estaba destinado a ser como momento.
ʺEn nuestros días –continúa diciendo Hegel–, la filosofía crítica ha venido a prestar apoyo a esta
doctrina en cuanto pretende haber demostrado que nada podemos saber de lo eterno y lo
absoluto.ʺ De este modo, al parecer, la filosofía crítica es responsable de que no se acepte como
saber más que la erudición y la investigación histórica, ʺafirmando que el conocimiento de la
verdad nos es rehusado y que lo que nos es dado a conocer es el ser contingente y fenoménicoʺ.
Sin embargo, no es la erudición o el historicismo lo que verdaderamente incomoda a Hegel, sino el
hecho, mucho más real, de que la filosofía crítica haya convertido el saber en un patrimonio de la
física, manteniendo respecto a él una distancia que el mismo término de ʺfilo‐sofíaʺ se encarga de
conservar.
La filosofía trascendental ha negado, precisamente, que las condiciones de posibilidad del saber –
aquello en lo que consiste el ʺesʺ de todo S es P– puedan constituir el saber mismo, es decir, que
pueden erigirse en principio a partir de lo cual derivar lo óntico. La finitud de la razón no tiene nada
que ver con el escepticismo, sino más bien al contrario, con una apertura del horizonte de la física.
Pero ello implica que, en adelante, la ciencia tiene objetos y que cualquier determinación lo es de
esos objetos y no de Dios. El que la razón pueda sistematizar los conocimientos en una unidad no
implica en absoluto que lo conocido sea esa misma unidad, ni que haya posibilidad alguna de
seguir el camino inverso, derivando o desplegando lo conocido a partir de un principio tal.
Este panorama es –según Hegel– el verdadero legado de la filosofía crítica: ʺNunca, desde el tiempo
en que ha comenzado a alcanzar un rango distinguido en Alemania, se había presentado la filosofía
bajo un aspecto tan vergonzoso, porque jamás una doctrina tal, un tal abandono del conocimiento
racional, había alcanzado proporciones tales ni se había mostrado con igual arroganciaʺ (1818, X:
403/13). A sus ojos, Kant ha cargado de orgullo a la ignorancia. Bajo la pretendida humildad
ilustrada, en efecto, Hegel no descubre sino presunción y soberbia. Quien denuncia como
arrogante la pretensión de conocer lo infinito ʺqueda sumido en la vanidad, pues pone lo divino
como la impotencia de retornar a sí mismo, mientras que él mantiene su propia subjetividadʺ
(VorPhRel : 191 // I: 201). ʺAntes, la impotencia de la razón iba acompañada de dolor y de tristezaʺ; si
la filosofía crítica ha tenido éxito ha sido porque se ha acogido ʺcon entusiasmo esta doctrina de la
impotencia de la razón, por la cual la propia ignorancia y nulidad adquieren importancia y vienen a
ser como el fin de todo esfuerzo y de toda aspiración intelectualʺ (1822, X: 403/13).
Sin embargo, desde el punto de vista socrático la realidad es muy distinta. Nos ocuparemos de este
problema en detalle en los capítulos 11 y 12. La ilustración no ha venido a otorgar a la ignorancia el
derecho a ʺdarse importanciaʺ, sino que ha mantenido una brecha insalvable entre saber e ignorar
con el resultado de dejar la palabra a una física difícil de caracterizar de ʺnulidadʺ. Es más bien
Hegel quien se ha inscrito en la tradición de la docta ignorancia, apelando a su fertilidad negativa y
encontrando en la doble negación el engranaje profundo de cualquier positividad. Si puede
afirmar, contra la mentalidad ilustrada, ʺpor mi parte, saludo e invoco la aurora de este espíritu, del
cual sólo he de ocuparme, porque sostengo que la filosofía tiene un objeto, un contenido real y
este contenido es el que quiero exponer a vuestra vistaʺ, es porque está seguro de haber
encontrado la forma de desenvolver una teología capaz de contener la física como corresponde a
un Dios que ha tenido en el mundo su fertilidad. En este esquema general no hay lugar posible
para una apertura física del continente historia, pues la historia cumple la función de ser el retorno
a Dios a partir de lo físico. Una física de lo histórico no haría, al contrario, más que abortar el
engranaje teológico, volviendo impotente a la divinidad e hiriendo de muerte el punto neurálgico
en el que Dios puede ser espíritu libre.
8.4. El lugar del materialismo
El imposible lugar de Marx en el universo hegeliano del que tuvo que arrancarse tiene que ver con
este proyecto. El verdadero afuera de Hegel apunta siempre a la producción de conceptos capaces
de apropiarse teóricamente de lo ʺexteriorʺ y ʺcontingenteʺ, y Marx ha dirigido su atención,
además, a lo histórico, un punto especialmente sensible en la inflexión hegeliana. El término
ʺmaterialismoʺ ha venido aquí a cuento con vistas a cuidar del lugar de la filosofía segunda,
cuidado que se resume en bloquear toda ontología común a Dios y al mundo. El mayor mérito de
Althusser fue advertir que lo que se estaba jugando en la cuestión del materialismo era el lugar de
la comunidad científica, en este caso, respecto del continente historia. Supo hacer ver que,
respecto a este proyecto, Marx no tuvo ni un Aristóteles ni un Kant a su disposición. En el
continente histórico el trazado de demarcación entre lo teológico y lo físico era todavía inasible y
Marx tuvo que diagnosticar en la filosofía en general una enfermedad teológica que en realidad
sólo afectaba al universo hegeliano alemán. Lo importante era mostrar que la sistematicidad
creciente de los instrumentos teóricos de investigación histórica no convertía a la historia en la
unidad misma conocida. De allí que hayamos insistido en el capítulo 7 en que Marx elabora
conceptos capaces supuestamente de dar cuenta de la ley fundamental de la sociedad moderna
pero no encuentra ninguna ley de la historia.
8.5. Lo que ni siquiera es real
Cuando Althusser presenta ʺla inmensa revolución teórica de Marxʺ a partir de la introducción de lo
que él considera grandes conceptos cruciales contra la epistemología de la Historia hegeliana,
como el ʺconceptoʺ de coyuntura –¡que se dice, además, ʺtomado de Leninʺ, sin ahorrarse por el
camino ciertas referencias a Mao e incluso a Stalin! – es difícil no verse sumido en una cierta
perplejidad, pues la elementalidad de tan insignes categorías raya, sin duda, como señalara
Foucault, en una mentalidad de ʺsargento cucharónʺ. Lenin no sabía gran cosa de Hegel, pero
resulta obvio que sabía bastante de coyunturas políticas. Pero, una de dos, o Lenin fue un genial
pensador de coyunturas ‐en el mismo sentido en que puede demostrarse una cierta ineptitud
hegeliana al respecto, por lo mismo que Hegel era un pésimo geógrafo– o fue el genial inventor del
concepto de coyuntura que luego esgrimió contra el universo hegeliano. Esta segunda posibilidad
no encaja en ningún texto de Lenin, que, antes bien, siempre tendió a creerse muy hegeliano, con
el mismo desatino con el que se creyó, por ejemplo, muy antikantiano; Lenin no había entendido
una línea de la historia de la filosofía y, en realidad, ni falta que le hacía. Pero Althusser sí esgrime
el concepto de ʺcoyunturaʺ contra Hegel. Ahora bien, una coyuntura es más bien aquello para cuya
comprensión hay que producir ciertos conceptos, cierto instrumental teórico. Apuntalar el
concepto de coyuntura contra los conceptos hegelianos es sencillamente denunciar la ineptitud del
procedimiento hegeliano para pensar coyunturas.
Lo importante no es que Lenin pretendiera o no refutar el procedimiento de la especulación
hegeliana mediante una reivindicación de semejante hallazgo teórico, como si se tratara de repetir
el episodio feuerbachiano por el que se reivindica lo positivo frente a lo lógico sin más carta de
presentación que el mero concepto lógico de positividad. Lo importante es que Lenin, como Marx,
ha producido un instrumental teórico capaz de prestar atención precisamente a eso que en Hegel
era meramente ʺcoyunturalʺ, mera ʺacumulación de circunstanciasʺ; lo relevante es que su esfuerzo
teórico ha producido conceptos idóneos para trabajar epistemológicamente en un horizonte que
para Hegel ni siquiera podía llamarse real: ʺLa filosofía no considera en general nada que no sea;
tan sólo lo que es (lo que es real, no lo que aparece, lo que existe meramente) es racional; pues la
filosofía no se ocupa de algo tan impotente que no posea la fuerza de encaminarse hacia la
existenciaʺ (VorPhRel: 125). Son esos conceptos, y no el cua‐ si‐concepto de coyuntura, los que
rechazan toda invitación para entrar en el sistema hegeliano, y ante los que la especulación
hegeliana se detiene irritada.
ʺAquí se encuentra lo irremplazable de los textos de Lenin: en el análisis de la estructura de una
coyuntura [Rusia, 1917]ʺ (1965a: 181/147). El que tanto Marx como Lenin hayan producido
conceptos capaces de apropiarse teóricamente de lo que en Hegel no era ni siquiera real, significa
que su análisis logra asegurarse de que no trata en cada caso más que de lo que está tratando; y
de ahí la pertinencia de afirmar que lo que se está estudiando es una ʺcoyunturaʺ. Ese horizonte de
la determinación ʺni siquiera realʺ, en Hegel, se limitaba a aportar a la especulación un único
concepto: el concepto de naturaleza. Un concepto, en efecto, que refutaba por el mero hecho de
serlo todo el horizonte de supuestas determinaciones que estaba en juego en cada caso. El
concepto de naturaleza se hace cargo de la naturaleza, al igual que el concepto de universal es
capaz de desgajarse como resultado de la pretensión de la certeza sensible en la Fenomenología. Lo
coyuntural no es más que ʺla impotencia de la naturaleza para permanecer fiel al concepto en el
curso de su desarrolloʺ; ʺla riqueza infinita y la pluralidad de formasʺ, unidas a su ʺcontingenciaʺ y
ʺarbitrariedadʺ no es ningún objeto para la filosofía, al contrario, es la ʺimpotencia que pone límites
a la filosofíaʺ y ʺresulta del todo impertinente exigir al concepto que conciba tales contingencias o
exigir, como se ha pretendido, que las construya o las deduzcaʺ (Fnz § 250). Pero con este
irrefutable golpe de estado especulativo, Hegel ha inefabilizado de principio el derecho teórico que
reclaman todos los conceptos producidos por la física, de modo que la apertura physica del mundo
tiene que ser reintegrada –no sin cierto mal humor– por otros caminos de la Enciclopedia; nadie
tiene por qué dudar del éxito obtenido en este proyecto, pero el hecho es que ʺesos caminosʺ no
son ya los de la física y algo habrá que hacer con esta discordancia. El hallazgo de Lenin y Marx, en
este sentido, no es haber reivindicado el concepto de aquella apertura, sino el haberse situado en
ella para trabajarla conceptualmente: su supuesto ʺhallazgoʺ se resume en que se han integrado en
el proyecto de una física del continente historia.
La física –sea de la naturaleza, de la historia, del lenguaje, o de lo que sea en el ʺmundo sublunarʺ
aristotélico– consiste en trabajar el horizonte de lo que en Hegel ʺni siquiera es realʺ. Lo
característico del preguntar ʺfísicoʺ es que considera que lo que aparece en ese horizonte puede
ser investigado, es decir, que semejantes determinaciones son posibles sujetos legítimos del juicio.
El mundo entero de lo contingente, de la ʺprodigiosa acumulación de circunstanciasʺ, de lo
ʺcoyunturalʺ, no contenía, para Hegel, determinación alguna si ésta no era capaz de convertirse en
momento de lo que en ese y en cualquier otro horizonte era en realidad siempre y en todo caso
tratado en realidad. Es por este motivo, y no por ningún otro, por el que ʺlo concreto de una
situación políticaʺ no es permeable a la especulación hegeliana más que como ʺla contingencia en
la que se realiza la necesidadʺ (1965a: 180/146), cosa que, en efecto, se ha repetido muchas veces.
Pero lo que tiene que ser repetido todavía muchas veces más es que si eso acontece en Hegel es
porque en él el sujeto del juicio no es tal más que por delegación del verdadero sujeto siempre
tratado de antemano al tratar de cualquier cosa: que en Hegel una cosa no es una cosa más que si
aparece como momento y que, por tanto, el juicio no trata de las cosas más que en la medida en
que trata de algo que sea capaz de ser lo que es desplegándose en tales determinaciones. Ese
ʺalgoʺ siempre ya tratado es –como toda la historia de la filosofía ha sabido– el ser, de ahí que el
juicio no pueda hacerse cargo de ninguna determinación sin decir precisamente ʺesʺ. Ahora bien,
todo ello equivale a afirmar que una determinación no es ʺrealʺ, es decir, no es legítimamente
tratada por un juicio, más que en la medida en que ese juicio sea capaz de no tratar la cosa en
cuestión más que en tanto trate del ʺesʺ, de tal modo que la cópula se convierte así en el verdadero
sujeto de investigación. Ello significa que lo ontológico y lo óntico coinciden en el quehacer del
juicio. Ello implica, consiguientemente, que lo ontológico –el seres también lo óntico –el ente– y que
por tanto no hay física, sino siempre, en el fondo, ontología; ontología que, por su propia
pretensión de agotar en general lo óntico, es, en realidad, la verdadera teología, la ontoteología, ya
que sólo Dios puede ser capaz de ser el ente y el ser, el ente supremo que hace ser a todos los
entes como sus momentos. Como ya comprobamos, la coherencia – inusitada en la historia de la
filosofía– del sistema hegeliano ha consistido en mostrar que esto implica también que la teología
tiene que ser al mismo tiempo teofanía, teogonia, teodicea y, por lo mismo, cosmología, física,
religión, y tantas otras cosas más.
8.6. El sujeto del juicio y lo coyuntural
Pero lo que ahora interesa resaltar es que la separación entre lo óntico y lo ontológico es idéntica a
la apertura de un espacio para la física. O lo que es más grave y mucho más inquietante: que no se
logra separar lo ontológico de lo óntico, y que, consiguientemente, no se deja de hacer teología,
más que en la medida en que la física logra asentar su investigación. Tenemos noticia de esta
ʺseparaciónʺ, por primera vez, en la fundación aristotélica de una física, es decir, de una apertura
ʺsegundaʺque sería precisamente la tierra labrada por el jui‐ cio. En suma, es propio de la ilusión
trascendental inevitable para la ignorancia el no trazar esa separación y no se arregla nada con
reivindicarla mientras la ignorancia no se transforme en saber. Este punto es de primordial
importancia en nuestro hilo conductor, pues indica que la física no sólo tiene que discutir con un
determinado saber al arreglar sus cuentas con la teología, sino que tiene también que discutir de
teología con la ignorancia. Este misterio, del que nos ocuparemos más adelante (apartados 11.3 y
11.4), explica de algún modo que Marx, desde el momento en que intenta sentar los fundamentos
de una física de lo histórico, no se preocupe especialmente de discutir con los textos hegelianos,
sino que más bien se empeñe en denunciar una ilusión hegeliana en la conciencia natural del
pueblo alemán.
Hemos comprobado antes que lo característico del horizonte ʺfísicoʺ es que constituye una alétheia
de las cosas y no de un ser que se desenvolvería en ellas. Todo esto puede parecer quizá muy de
altos vuelos ʺmetafísicosʺ, pero el problema es que produce sus efectos precisamente en lugares
que a nadie le parecen tales. Hay en estas disquisiciones una afirmación fundamental que afecta a
la epistemología más elemental: un físico no está convencido de la verdad de una proposición más
que en la medida en que está seguro de que esa proposición no trata más que lo que trata, es
decir, del sujeto de la proposición en cuestión. Está seguro de haber encontrado una ley de la
electricidad en la medida en que puede demostrar que el juicio que la expresa no trata más que de
la electricidad y no, por ejemplo, de la naturaleza en uno de sus momentos. La garantía a la que se
agarra el físico es precisamente su capacidad de mostrar por algún procedimiento que él ha
encontrado una ley de los graves, o de la electricidad, o de la transmisión genética, y no de la
naturaleza, pues, en este último caso, lo relevante sería haber encontrado la ley que hace a la
naturaleza mostrarse como electricidad, de modo que el juicio en cuestión tendría a aquélla por
verdadero sujeto de iure.
Esta cuestión está tanto menos decidida cuanto más en la prehistoria se encuentra una ciencia
particular, tal y como es el caso en el espacio histórico. En este sentido hay que medir el acierto de
Althusser al resumir el hallazgo de Lenin de esta forma:
A través de Lenin y contra la tesis especulativa (hegeliana, pero heredada por Hegel de una
ideología más antigua ya que se encuentra así formulada en Bossuet) que considera lo concreto de
una situación política como la ʺcontingenciaʺ en la que se ʺrealiza la necesidadʺ, somos capaces de
dar el comienzo de una respuesta teórica a esta cuestión real. Vemos que la práctica política [y
teórica] de Lenin no tiene por objeto la Historia universal, tampoco la Historia general del
Imperialismo. La Historia del imperialismo es sin duda problematizada en su práctica, pero no
constituye un objeto propio.
Ello no tiene nada que ver con una supuesta modestia de las pretensiones teóricas leninistas,
dirigidas al ʺanálisis concreto de una situación concretaʺ o a ʺla estructura de una coyunturaʺ, ni con
ello se está diciendo para nada que lo que Lenin se propone es un análisis puramente coyuntural. A
no ser que llamemos ʺfísicaʺ a eso de ʺanálisis puramente coyunturalʺ, lo que, a lo mejor, tendría su
interés: en efecto, no hay lugar para la física, como bien mostró Aristóteles, más que porque hay
una coyuntura ontológica entre la filosofía primera y la filosofía segunda, una coyuntura entre lo
que está por encima de la Luna y lo que está por debajo, entre el movimiento circular que imita el
reposo de un ser capaz de ʺser lo que esʺ y el movimiento sublunar en el que el ser ʺse dice de
muchas manerasʺ. No es preciso decir que, para llegar a estas conclusiones, no hay que barajar
ninguna supuesta competencia de Lenin en cuanto físico de la coyuntura en cuestión. Aunque
Lenin no hubiera producido más que desatinos, el caso es que Althusser acertó plenamente en
señalar que el lugar teórico en el que se había situado Lenin para plantear sus tesis y sus errores
era el lugar de la filosofía segunda aristotélica. Y ello significa, tan sólo, que Lenin no encara la
coyuntura en cuestión como un momento de la Historia, o del Imperialismo, sino como el
ʺmomento actualʺ en la historia. Este ʺenʺ es el que inspiró a Althusser para referirse a la historia
como un ʺcontinente descubierto o abiertoʺ para la investigación teórica por Marx (y Lenin). Es por
lo que, pese a lo mucho que ha circulado la expresión en la propia tradición althusseriana, no
pueda afirmarse que Marx haya fundado una ʺciencia de la historiaʺ, y que la expresión correcta
sea, en efecto, la propuesta por el propio Althusser: Marx abrió el continente historia a la
investigación teórica (apartado 7.3).
Esto es así porque cuando se producen los conceptos capaces de permitir una apropiación teórica
de una coyuntura –es decir los conceptos capaces de conocerla– se puede tener legítimamente la
esperanza de haber producido unos conceptos capaces de permitirnos investigar otras coyunturas
y, en cualquier caso, susceptibles de ser modificados, variados, transformados o completados para
el estudio de otros casos en el mismo continente. Incluso el hecho de que puedan mostrarse
absolutamente ineptos para el estudio de otro ʺmomentoʺ o ʺlugarʺ histórico es precisamente una
garantía de su derecho de pertenencia al patrimonio conceptual de los instrumentos teóricos de
las ciencias históricas. Pues un concepto bien hecho es precisamente un concepto que es capaz de
indicar cuándo puede ser aplicado y cuándo no al análisis de una determinada realidad. Ningún
físico del ADN pretende que sus conceptos tengan por qué valer para el estudio de la caída de los
graves, pero el hecho mismo de que pueda interesarle una conversación al respecto para acotar la
superfluidad o relevancia mutua de estas dos investigaciones demuestra que éstas son sendas en
el mismo ʺcontinenteʺ. Del mismo modo, ninguno de los conceptos producidos en la obra de Marx
trata sobre la historia. Por el contrario, si tienen alguna relevmcia científica es porque tratan de lo
que tratan en cada caso –el valor, las clases, los modos de producción o lo que sea–, de tal modo
que permiten recorrer el continente historia cada vez más extensamente, acotando dónde pueden
ser aplicados y dónde no.
Sólo viene al caso hablar aquí de ʺmodestiaʺ si se advierte que la ciencia consiste
fundamentalmente en trabajar esta modestia y es eso lo que la separa con un abismo
infranqueable de la ideología y la actitud de la conciencia precientífica. Allí donde Omhs encontró
una ley de la electricidad, la conciencia común tuvo la inmodestia de encontrar una ley del mundo,
el momento privilegiado de una naturaleza que en su esencia más profunda debía de consistir en
electricidad, de modo que el amor era fácilmente interpretado como una atracción eléctrica
positiva y el odio como la negativa, y lo mismo ocurría con cualquier otra realidad en la que la
imaginación decidía detenerse, de modo que se inventaron incluso recetas eléctricas para regular
la vida matrimonial o el espacio político.
8.7. El instrumento, como distintivo de la investigación teórica materialista. El sistema
cerrado y el sujeto de
La proposición científica La ciencia trabaja la experiencia construyendo sistemas minuciosamente
cerrados. Bachelard ha mostrado muy bien cómo este modo de proceder repugna vivamente a la
mentalidad precientífica al bloquear todas las sugestivas ensoñaciones derivadas de ʺla idea de
una correlación total de los fenómenosʺ y atentar contra el valor irrenunciable de una ʺconcepción
unitaria del Universoʺ (1938a: 218‐222/258‐262). Pero la construcción de sistemas cerrados es
también impertinente para la consistencia lógica de la filosofía especulativa. A fin de cuentas, un
sistema cerrado viene a garantizar al científico que el objeto tratado, el sujeto del que se va a decir
esto o lo otro, ha sido aislado de la totalidad, de modo que la ventaja perseguida es la de estar
seguros de que sólo se está hablando de él y no más bien dejando vivir a un todo más relevante.
Tal y como antes se planteó (apartados 4.5 y 4.8), un sistema cerrado se cuida ante todo de que las
relaciones no puedan metamorfosearse en infinitas.
El sistema cerrado es el proceder mismo del entendimiento, que trabaja la muerte, paralizando la
vida de la totalidad, y en este sentido es incluso una necesidad de la filosofía especulativa. El
problema surge, para Hegel, cuando la comunidad científica se empeña en poner todas sus
esperanzas de sistematización en la perseverancia en este trabajo, negando a la especulación el
derecho de unificación del mismo modo que antes se lo negara a la mentalidad pre‐ científica. Es obvio
que para la comunidad científica la solución totalizadora de la ignorancia común no elude menos,
ni tampoco más, el problema a resolver que una solución especulativa.
Veamos, por ejemplo, cómo describe Bachelard un experimento respecto a la combustión del
carbono. Se trata de un fenómeno del que también podría ocuparse el ministerio, reuniendo
grandes industriales que consideren el precio del carbón y discutan sobre la productividad, y al que
también está acostumbrada la conciencia natural al ver consumirse un tronco navideño. Pero en el
laboratorio ʺse trata de obtener un pequeño filamento de carbono puro, tan puro como se puedaʺ
y luego de estudiar su combustión ʺen una atmósfera de oxígeno puroʺ.
¿Pero ¿a qué presión? A la presión de un milésimo de milímetro. Ahora bien, si ustedes reflexionan
sobre ello, cuando un químico o un físico les habla de una presión de un milésimo de milímetro,
¡cuánto ha trabajado ya! ¡No es con la ley de Mariotte y Gay Lussac que se puede comprender la
fineza, la precisión, la suma de técnicas que debe lograr una presión de un milésimo de milímetro!
Entonces, para estudiar ese mecanismo de la combustión del carbono, ven ustedes lo que es
preciso: estamos ante sabios que exigen un diploma de pureza para el carbono, un diploma de
pureza para el oxígeno y un control de presión extremadamente fino. [...] Aquí estamos ante una
ampollita. ¿Y qué hay ante esta ampollita? Toda una sociedad de físicos. Pertenecen por lo menos a
tres clases: hay químicos, físicos y cristalógrafos, [...] van a cooperar tres culturas imbuidas de
racionalismo (1950: 56-7/54).
En suma, la ciudad científica en su conjunto es el instrumento necesario para encerrar un fenómeno
en una ampollita. La sistematicidad científica que permite a todos esos sabios entenderse y
cooperar no tiene en este caso otro objeto que el de tener la seguridad de que lo que se está
estudiando es la combustión del carbono y no ninguna otra cosa. Se espera, sin duda, que los
resultados teóricos sirvan para aclarar muchas otras realidades pero sólo en la medida en que en
ellas sea igualmente posible aislar lo que ellas tienen de combustión. Estamos enteramente
alejados de la mentalidad platónica que prohibía no utilizar en el mundo teórico otro instrumento
que la regla y el compás. Bache‐ lard ha dicho que un instrumento es un ʺteorema cosificadoʺ, una
ʺteoría materializadaʺ (cfr. Canguilhem, G., 1968: 191‐192): ʺLa ciencia piensa con sus aparatos, no
con los órganos de los sentidosʺ. Y en efecto, así como lo que se espera de cualquier proposición
científica es que no trate más que de lo que dice tratar, un aparato de investigación ʺse define por
las perturbaciones que impide, por la técnica de su aislamiento, por la seguridad que ofrece de que
pueden despreciarse influencias bien conocidas, en una palabra, por el hecho de que encierra un
sistema cerradoʺ. Un instrumento ʺes un conjunto de pantallas, de estuches, de inmovilizadores,
que conservan el fenómeno encerradoʺ (1938a: 222‐223/262).
8.8. El laboratorio teórico de Marx
En otro lugar (Fernández, C., 1992) me ocupé ya de mostrar que la obra de Marx dispone todo su
instrumental teórico con vistas a encerrar el capital en un laboratorio –que, respecto a la historia,
en la que no se pueden realizar ʺexperimentosʺ, tiene que confiar siempre en el mero trabajo de la
abstracción–, de tal modo que no se queda tranquilo hasta que éste ha quedado confinado en un
círculo aparentemente tautológico: ʺEl capital produce... capitalʺ. En resumen, ésta es toda la
conclusión de Marx, y es cierto que ʺen resumenʺ todos los intrincados itinerarios científicos le
parecen a la ignorancia ʺtautológicosʺ. Sin embargo, esta ʺtautologíaʺ es una prisión estructural
bien real para la sociedad capitalista. Pero la mentalidad precientífica no puede evitar una cierta
desilusión: no se conforma con que el capital sea ʺdeterminante en última instanciaʺ en el seno de
un complejo ensamblaje de otras estructuras que producen sociedad, cultura, pobreza, guerras o
incluso suicidios llevados por la desesperación y tantas otras cosas más, sino que se empeña en
entender el capital como un foco de responsabilidad universal que extendería tanto más su eficacia
cuanto más se ignore el modo en que lo hace. Condensando, pues, todas las potencias de la
ignorancia en lo que parece una investigación, se concluye que el capital sólo ʺen última instanciaʺ
es el alma de nuestra sociedad moderna, con la satisfacción así del logro ʺmaterialistaʺ de haber
retrasado la apoteosis triunfal del idealismo. Para Marx, en cambio, el capital no produce sino las
necesidades de la producción de capital: aquello en lo que el capital consiste. La (re)producción de
capital se muestra así, por ejemplo, como reproducción ampliada de plusvalor relativo. Si la
gramática de esta producción llega, en determinadas condiciones, a poner a la humanidad en una
situación, por ejemplo, de guerra mundial inminente, eso sólo significa que el capital ha
desplegado unas necesidades estructurales en las que provocar y declarar la guerra se hace, para
otras instancias, inevitable. Pero la guerra misma no es una necesidad del capital; es una necesidad,
si se quiere, de los hombres o los Estados que viven en las condiciones capitalistas de producción.
De hecho, para el capital no existen las guerras; ahí donde los hombres ven grandes matanzas para
el capital no existen sino mercados para su reproducción ampliada. Todo el trágico colorido
humano de la batalla es, en la gramática del capital, estrictamente ʺinvisibleʺ. Y lo que se impone
para el trabajo teórico tampoco es conectar la matriz estructural del capital con ese mundo
colorista de las evidencias vividas, sino ensamblar ese ʺsistema cerradoʺ con otros ʺsistemas
cerradosʺ aislados por otras disciplinas, hasta trazar el mapa de los lugares estructurales en el que
finalmente la realidad tiene que acomodarse. Hay ciertos ʺpaisajes estructuralesʺ en la historia que
son tan ʺinhumanosʺ que el mayor de los horrores para el hombre se convierte en una solución
deseable. Las guerras son, por ejemplo, una insensatez humanamente hablando, pero, en
determinadas condiciones no es cuestión de que sean o ʺracionalesʺ o ʺinsensatasʺ: comienzan a
ser ‐como lo fue la OTAN– algo ʺrazonableʺ y así se lo suele parecer a quienes las decretan y a
quienes participan en ellas. Marx no descubrió lo atroces que son las guerras o lo mísera que es la
miseria (tampoco descubrió que el capital producía lo uno y lo otro), sino todo lo contrario: aisló
una topología estructural en la que las guerras no son sino meros mercados, el hambre un motivo
de salud económica en una sociedad que depende a vida o muerte de su economía, la
sobreproducción de riqueza un motivo de crisis y la lógica del genocidio tan sólo un imperativo
ʺliberalʺ de la lógica de los negocios.
Apéndice:
Física y conocimiento
Respecto al itinerario que partiendo de una posible preocupación interior a la obra crítica de Kant
ha recorrido el impulso idealista alemán hasta Hegel es difícil expresarse con la rigurosa concisión
y con el mismo acierto de Felipe Martínez Mar‐ zoa, al que, al menos en lengua castellana, se le
debe más que a nadie el haber abierto la historia de la filosofía a una interpretación general por
primera vez compatible con los textos clásicos, y, en particular, el haber trazado con precisión las
verdaderas fronteras que el idealismo se empeñó en traspasar. Este Apéndice no intenta otra cosa
que reconstruir la postura de Marzoa, para acotar con ella el tipo de cuestión que funciona como
premisa en nuestro hilo conductor.
Marzoa ha diagnosticado el origen del idealismo en el proyecto de resolver lo que en Kant sería
una ʺconsecuente inconsecuenciaʺ a la que nunca se renunció (cfr. 1995, § 2). Ésta no puede ser sin
más suprimida sino más bien mostrada de manera que ella misma consista en su propia supresión.
El problema es introducido en torno a la interpretación de los distintos sentidos de la palabra
sujeto. Sujeto, en tanto que hupokeímenon, nombra ʺlo que subyaceʺ, lo que ʺestá ya ahíʺ y en este
sentido es aquello de lo que se trata. ʺSujetoʺ es, en este sentido, el sujeto de la proposición del que
se dice que ʺesʺ esto o lo otro, es decir, ʺsujetoʺ es ʺlo que esʺ, el ente. Pero, al tratar de éste o de
aquel sujeto hay, sin embargo, algo siempre ya tratado, algo que, precisamente, siempre ʺestá ya
ahíʺ, algo que ʺsubyaceʺ a todo tratar de esto o de aquello como siendo esto o lo otro. En todo ʺalgo
es algoʺ, en todo mostrarse de algo como algo, es, de alguna forma ya tratado el ʺesʺ, el ser. El ʺesʺ
implica que algo es reconocido como siendo un ente, una cosa y que, por tanto, no se le puede
aplicar cualquier predicado, sino precisamente aquellos que le corresponden. El ʺesʺ no dice qué
hay que decir de ʹ la cosa, lo único que dice es que no todo vale respecto a ella y que si valen unos
predicados es por lo mismo que se puede mostrar que no valen otros. El ʺesʺ, por tanto, implica
que cualquier predicado, sea el que sea, tiene que poder formar contexto con los demás, es decir,
que puede ser integrado en un único contexto con el resto de los predicados, de modo que unos
puedan, en efecto, o bien acomodarse, en el caso de que estemos hablando de enunciados válidos,
o bien corregir o desplazar a los otros. Pero, el que todos los enunciados puedan formar contexto
unos con otros implica que pueden ser interpretados de iure como enunciados de un único
enunciante. Este ʺúnico enuncianteʺ es, pues, también, el ʺsujetoʺ, que se nos presenta ahora como
el sujeto cognoscente.
La importancia del acierto de Marzoa reside en mostrar que aquí no tenemos una dispersión
accidental de sentidos de la palabra ʺsujetoʺ sino una tensión, una ʺconsecuente inconsecuenciaʺ
en la que se mantiene enraizado todo el pensar kantiano. El ser es ʺaquello de lo que siempre y en
todo caso se trataʺ al tratar de ʺlo que se trataʺ (el ente). Pero, en este sentido, el verdadero ʺsujetoʺ
debería ser pensado como el ʺesʺ, es decir, como aquello que precisamente nunca ocupa el lugar
de sujeto en la proposición. Nos vemos obligados a concluir, pues, que ʺel sujeto no es el sujetoʺ.
ʺImporta destacar que no se trata de juego de palabras alguno, pues no hay en ello dos sentidos de
la palabra ʹsujetoʹ, sino uno solo, a saber, aquello de lo que se trata, y lo que la fórmula dice es que
aquello de lo que siempre y en todo caso se trata precisamente no puede ser aquello de lo que se
trataʺ (1995: 22). Esto es, en definitiva, lo que marca la otra separación fundamental: que el sujeto
no sea jamás el sujeto es lo que le hace aparecer como sujeto cognoscente y jamás como lo
conocido. Lo conocido y lo cognoscente, lo ente y el pensar, no se funden jamás en el horizonte de
esta ʺconsecuente inconsecuenciaʺ. No hay aquí sutura alguna posible de la brecha entre lo real y
su conocimiento. Tal y como se planteó en los apartados 4.8 al 4.10, la coincidencia entre la razón y
lo real se explica por la capacidad de la razón de penetrar en los misterios de la realidad que le es
dada, y no por su capacidad de genererla.
Todo ello no es sino una manera de decir –y también de aclarar– que ʺaquello en lo que consiste ser
no puede ser ello mismo lo enteʺ, es decir, de mantenerse suspendido en la diferencia ontológica
entre ser y ente. Una vez que la modernidad ha convertido la cuestión del ente en la cuestión de la
validez –en el sentido de que ente es precisamente aquello de lo que trata el enunciar válido o
legítimo, el enunciar objetivo–, aquello en lo consiste ser, entendido como aquello en lo que
consiste la validez misma, es interpretado como aquello en lo consiste el enunciante de iure, que,
como hemos comprobado, tiene que ser entendido como único. Es entonces cuando la diferencia
entre ser y ente es reinterpretada en la fórmula ʺel sujeto no es el sujetoʺ; es decir, que el sujeto en
sentido ontológico, como lo que está implicado en aquello en que consiste ser, no es nunca el
sujeto en el sentido de ʺaquello de lo que se trataʺ en el enunciar válido, o sea, el ente.
Que el sujeto no es nunca el sujeto, que el ser no es el ente, implica, si se quiere, ʺque no hay
sujetoʺ (1995: 26). Implica que el sujeto trascendental kantiano, en tanto que es aquello en lo que
consiste la validez, no es, en principio, nada. Es la estructura de la nada en la que cual puede
mostrarse el ente, la estructura del ahí del ser (del Dasein). Lo que se esconde en la palabrita ʺesʺ no
es lo verdaderamente ente, el sujeto, sino nada. Con ello se hace justicia al Faktum de que son las
cosas las que se muestran, que son sólo ellas las que pueden ser dichas en el enunciar válido, las
que pueden ser conocidas. Es en este sentido que Heidegger pudo separar las tareas de la ciencia y
la filosofía, en su famosa conferencia ¿Qué es metafísica?, diciendo que la primera se ocupa del ente
ʺy nada másʺ, mientras que la segunda interroga precisamente a este ʺnada másʺ, a la nada.
Por otro lado, el que el sujeto sea nada es lo que le permite aparecer como sujeto cognoscente, en
tanto que el conocimiento es, precisamente, una nada que se añade a lo real sin añadirle,
lógicamente, nada. El sujeto psíquico que proyecta conocer es sin duda un ente empírico como
cualquier otro. Pero el sujeto de iure que enuncia, pongamos por caso, los juicios de la física no es
nadie ni es nada. Vimos en el apartado 3.9 a Althusser caracterizar el conocimiento como una
adición a lo real que no le añadía nada. Insistimos entonces en que, si bien hay aquí, sin duda, un
misterio, éste no es otro que el del conocimiento mismo, y, en general, el de la misteriosa
ʺaportaciónʺ griega a la historia universal. ʺEl autor –ha dicho también Althusser, pero nadie en la
historia de la filosofía tiene ningún interés en contradecirle–, en tanto que escribe las líneas de un
discurso que pretende ser científico está completamente ausente, como sujeto, de su discurso
científico (ya que todo discurso científico es por definición un discurso sin sujeto)ʺ. La cosa no
plantea tampoco mayor problema descrita por Sánchez Ferlo‐ sio: ʺLa modestia es un rasgo propio
de la ciencia, no ya porque el científico se lo proponga, deontológicamente, como una virtud, sino
porque, siendo lo más característico de su actividad el mantenerse volcado totalmente hacia el
interés por el objeto, tiende a sumirse de manera espontánea, en mayor o menor olvido de sí
mismoʺ.
La diferencia ontológica abre una separación necesaria entre el saber y la filosofía, pues esta última
investiga el en qué consiste ser, mientras que el saber se ocupa de decir lo que es y qué es. El saber
trabaja respecto a lo óntico, la filosofía es, en cambio, ontología, investigación que se dirige hacia el
ʺesʺ y que, por tanto, pretende explicitar aquello que subyace siempre a todo decir algo como algo,
es decir, las condiciones de posibilidad del saber.
A este respecto, y como ya se apuntó, Marzoa condensa el proyecto idealista en lo siguiente: ʺSe
pretende que la consecuente inconsecuencia en cuestión se suprima, lo cual desde luego no puede
consistir en que simplemente no la haya, pues Kant no se la ha sacado de la manga, sino en que
ella misma de algún modo consista en su propia supresiónʺ (1995: 22). Se trata de que el sujeto sea
efectivamente el sujeto, lo que ʺes ni más ni menos que la pretensión de absolutoʺ. En principio,
esto entraña que el ʺesʺ deja de ser meramente la cópula y pasa a convertirse en lo efectivamente
siempre tratado en el tratar de cualquier cosa, es decir, que se transforma en el sujeto
verdaderamente tratado. El ser asume entonces el papel de lo ente, que ahora no puede aparecer
ya como cualquiera sino como el verdadero ente, en referencia a los sujetos virtuales tratados en
cada caso. De alguna forma, queda dicho, entonces, que todo juicio trata verdaderamente del ʺesʺ,
lo que es lo mismo que decir que todos los juicios tratan en el fondo de un lo mismo, de un hen kai
pán. Es por eso por lo que toda determinación aparece de iure como determinación de lo absoluto,
un absoluto, que, de todos modos, tiene que tener la capacidad de mostrarse en cada momento
como siendo, en cada caso, el sujeto del juicio en cuestión. Esto equivale, como dice Marzoa, a
afirmar que, para el idealismo, cualquier ente y todo lo ente en general tiene que acontecer y tener
lugar –en el sentido de que tiene que poder ser generado ahí– en aquello en lo que consiste ser. El
ser se convierte en lo verdaderamente ente, y el problema en adelante es más bien mostrar cómo
lo verdaderamente ente puede generar en su interior a los entes.
Al convertir el acontecer mismo de la cópula en todo acontecer, el idealismo suprime la radicalidad
de la diferencia entre ser y ente, pero con ello suprime también la sustancialidad misma del
conocimiento como mero conocimiento. En adelante, el problema ya no será el hecho mismo del
conocimiento como la cuestión de cómo el sujeto, lo verdaderamente ente, puede generar o
producir los distintos sujetos o entes de los que el juicio trata en cada caso. Lo que tenemos
entonces ya no es tanto el problema del conocimiento como el problema de cómo lo mismo puede
pasar por lo otro y regresar a lo mismo sin deshacer su identidad. El conocimiento no es, en todo
caso, sino la vía en la que este recorrido se hace posible. Pero, entonces, el sujeto en tanto que
cognoscente es, a la vez, lo real mismo que hay que conocer, y en este sentido también es, pues, lo
absoluto.
Por el contrario, el que aquello en lo que consiste ser no sea ello mismo lo ente implica que aquello
de lo que en cada caso se trata no puede ser derivado ni construido a partir de un principio, sino
que viene dado, que es ʺalgo con lo que nos encontramosʺ, un Faktum. Esto es lo que ha mantenido
Kant de forma radical afirmando que todo contenido viene dado para la razón y que no hay ningún
dispositivo aprio‐ rístico que pudiera proporcionárselo a sí mismo. Es cierto que el hecho de que el
verbo ser tenga algún sentido hace que el Faktum en cuestión sea precisamente un ius, una validez,
pero, de todos modos, el ʺque haya en general validezʺ sigue siendo un Faktum, aquel del que parte
la filosofía y sobre el que investiga las condiciones de posibilidad. De esta manera, la interrogación
filosófica sólo puede ʺponerse en caminoʺ hacia los principios, a partir de lo dado, pero nunca
seguir el camino inverso, construyendo o derivando lo ente a partir de lo ontológico. Es en este
sentido en el que Marzoa saca oportunamente a colación el término griego epagogé, como
característico del proceder ontológico de la filosofía.
El término epagogé se. refiere a un ʺponerse en camino hacia los constitutivos onto‐ lógicos al cual
no le corresponde en momento alguno un camino de vuelta o algo así como construcción de la
cosa desde esos constitutivosʺ. Si aquí es especialmente significativo resaltar la unidireccional del
proceso es porque ʺsi hubiese tal camino de vuelta, entonces ya no se trataría de constitutivos
ontológicos, sino de componentes ónticos o causas ónticasʺ (1995: 22). En efecto, si lo físico no es
un Faktum a partir de lo cual solamente se puede emprender la investigación de sus constitutivos
ontológicos, sino algo que es posible derivar de un principio ontológico, el nacer y el perecer físicos
pierden peso respecto al nacer o el surgir ontológico, de modo que la física debe orientarse más
bien a este último. Pero, entonces, lo que se proyecta ya no es una ontología meramente sino más
bien algo así como una super‐física, o como venimos diciendo, una teología capaz de engendrar la
física en su interior. Lo que tenemos ya no es un encaminarse hacia al ser desde el ente, sino un
planteamiento de la cuestión de cómo lo verdaderamente ente ha podido engendrar, causar o
tener en general por consecuencia a lo simplemente ente, es decir, el proyecto de generar algo así
como la ʺverdaderaʺ física de lo real, mostrando cómo cualquier determinación surge, desaparece
y se conserva en lo absoluto.
Así se aclara el motivo por el que, al abandonar el camino epagógico, la interrogación filosófica
idealista tiene que proponerse que la filosofía deje de ser un mero ʺamor por el saberʺ y
convertirse en el saber mismo (Phä, III: 14/9). Ya no se trata de investigar las condiciones de
posibilidad de un Faktum, sino de generar a partir del principio ese Faktum en cuestión, mostrando,
así pues, su verdadero acontecer; lo físico ya no es aquello que, necesariamente, primero se
encuentra la razón y respecto a lo cual se encamina hacia sus constitutivos ontológicos, sino que,
siendo lo generado por el principio, esta generación misma tiene de iure que convertirse en la
verdadera física. Pero cuando la investigación ontológica cesa de dirigirse hacia las condiciones de
posibilidad del saber y se convierte en el propio saber, ella misma, junto con la propia física, se
transforman en teología.
La ʺposición fundamentalʺ del idealismo puede, pues, ser resumida en un abandono del camino
epagógico, o si se quiere, fenomenológico: ʺEsto comporta que lo a priori no puede ser obtenido
epagógicamente, porque no es la validez de un contenido, sino que es ello mismo a la vez el
contenido; lo a priori tendrá lugar, pues, en sí mismo y a partir de sí mismo, esto es, en la génesis.
Sólo una cosa tiene lugar, a saber, el tener‐lugar mismo, y el tener‐lugar es la génesisʺ (1992: 63).
9
Dialéctica y sobredeterminación

Marx no era más ʺmaterialista dialécticoʺ de lo que Hegel era ʺidealista dialécticoʺ; el
concepto de movimiento dialéctico, concebido por Hegel como una ley universal –y así
aceptado por Marx–, hace que los términos ʺidealismoʺ y ʺmaterialismoʺ no tengan sentido
como sistemas filosóficos.

H. Arendt
9.1. Las posiciones de Althusser
En el seno de la tradición marxista, Althusser incidió en los dos ejes que han dirigido nuestra
investigación hasta el momento. Por una parte, al comparar a Marx con Galileo y, por otra, al
separar a Marx de Hegel, dejó al desnudo el problema de las relaciones entre física y teología en el
seno de la comunidad científica, problema que también había encontrado un tratamiento
impresionante en la obra de Pierre Aubenque (1962) sobre Aristóteles.
Su obra fundamental fue Pour Marx (1965a). Hoy día, esa breve colección de artículos sorprende a
veces por evidente, otras por timorata, otras por la aparente elementalidad de sus inofensivos
propósitos, sorprende, sobre todo, que pudiera levantar semejante escándalo. Se trataba en todo
caso de fechar los textos de Marx, de distinguirlos de los de Engels, de separar lo publicado por el
autor del material en calidad de borrador o simplemente desechado. No era para armar tanto
griterío. Estaba sin duda la cuestión del humanismo, sobre la que aún hoy se sigue desvariando a
menudo. Pero, en manos de Althusser, el antihumanismo teórico de Marx era una constatación casi
puramente académica, incontestable por elemental. La reacción frente a esta obse vación
althusseriana por parte del mundo intelectual marxista y no marxista no inaguró ningún verdadero
debate teórico; consistió en un ataque de histeria puramente religiosa que reclamaba la
excomunión de Althusser por haber atentado contra el pilar de la religión mejor asentada de
occidente, el hombre, un concepto al que en vano se podía pedir que nos aclarara gran cosa
respecto, por ejemplo, a la ley fundamental de la sociedad moderna, pero que actuaba enseguida
como un poderoso cimiento para cualquier labor de la imaginación.
Pero, para los marxistas, el texto de Althusser tocaba el nervio fundamental de su universo teórico:
el concepto de dialéctica. En realidad, pese a los intentos de Althusser por disimularlo, el artículo
Contradicción y sobredeter‐ minación hería de muerte ese concepto en cualquiera de sus versiones,
expulsando el dispositivo dialéctico de la obra marxiana con tal contundencia que, en ocasiones, es
verdad, había que comprender a Marx mejor que el propio Marx. Pese a que Althusser camufló –sin
duda que también para sí mismo– su descubrimiento manteniendo la noción de una dialéctica
ʺmaterialistaʺ, el escándalo en el seno del universo marxista no parecía tener precedente. Y sin
embargo, ahora que todo ese universo ha sido barrido por el viento, puede leerse con serenidad el
artículo de Althusser y descubrir que, a la postre, su descubrimiento fue de una simplicidad y de
una evidencia pasmosa. Althusser se limitó a señalar en dirección a la noción que Hegel había
considerado ʺel concepto fundamental de la filosofíaʺ y que le había permitido afirmar que ʺtoda
filosofía es un idealismoʺ: la noción de infinito verdadero y la consiguiente idealidad de lo finito.
Althusser no citó nunca esta famosa afirmación de la Ciencia de la Lógica, pero todo el diagnóstico
que hizo de la dialéctica hegeliana acertaba con precisión en el corazón del idealismo. Así lo
reconocieron con cierta sorpresa, por cierto, algunos buenos conocedores de Hegel que nada
tenían que ver con el marxismo y que en ocasiones pertenecían a tradiciones más bien tomistas: a
Althusser, que ʺhabía tenido que ser marxista fuera del marxismoʺ, se le hacía justicia, también,
fuera del marxismo.
Esto sentado, Althusser se limitó a proceder en consecuencia y mostrar que muchos de los
esquemas teóricos en los que navegaba la tradición marxista no eran compatibles con el rechazo
materialista de dicha fuente del idealismo, y, entre ellos, el esquema mismo de la dialéctica. La
inquina y la mala fe, pero, sobre todo, la flagrante ignorancia que se desató contra este escueto
descubrimiento de Althusser da una idea de que en esta constatación académicamente irrefutable
se estaba en realidad jugando algo muy importante en el terreno de las batallas ideológicas.
Althusser había tocado dos fuentes fundamentales dé nuestra mitología, el hombre y la dialéctica,
y esto no se le perdonó y hoy –que corren tiempos más difíciles a este respecto– se le perdona cada
vez menos.
Las tesis más molestas de Althusser no tenían nada de asombroso. Lo asombroso fue que
implicaran una intervención teórica tan encarnizada. El elenco de disparates, bellaquerías y
sinsentidos que se presentaron como objeciones demuestra la indigencia teórica de la atmósfera
marxista del momento y en particular lo poco que habían sido leídos Hegel y, menos aún, Marx.
Por enfrentarse a toda esa basura con un ramillete de escuetos argumentos bien fundamentados
Althusser se ganó, desde luego, el título de Sócrates del siglo XX.
Ello no nos aclara la razón que convirtió las tesis de Althusser en tan peligrosas para tanta gente
marxista y no marxista. Lo único que había hecho Althusser era separar a Marx de Hegel. Tiene que
haber algún motivo por el que un siglo XX que, al menos intelectualmente, ha soportado resignado
a sus mar‐ xistas no haya podido, sin embargo, tragar sin griterío con un ataque a Hegel de este
tipo. Lo que viene a demostrar que en realidad el mundo intelectual occidental no ha avanzado
gran cosa respecto a la situación descrita por Marx en La ideología alemana, y que la enfermedad
hegeliana que entonces infectaba a la izquierda y derecha alemanas ha tenido una larga y
persistente herencia entre nosotros.
9.2. Contradicción y sobredeterminación
El artículo de Althusser comenzaba sentando que el materialismo no es lo inverso del idealismo.
Mostró el absurdo de buscar cualquier tipo de simetría entre el materialismo y el idealismo, ni
siquiera una simetría semejante a la que había funcionado entre racionalismo y empirismo. Con
ello, se cortaba el camino a todas las sugerentes mitologías que una famosa frase de Marx había
alimentado en la tradición marxista: ʺLa dialéctica, en Hegel, estaba cabeza abajo. Es preciso
invertirla para descubrir el núcleo racional encubierto en su envoltura místicaʺ (Kap, II.8: 55/vol. 1:
20). Lo que se había mostrado en el seminario Lire le Capital, era que no solamente la dialéctica en
Hegel no estaba cabeza abajo, sino que, en realidad, la dialéctica no está en absoluto en El capital,
ni al derecho ni al revés, porque en esa obra nada funciona dialécticamente, a excepción quizá de
tres o cuatro metáforas escuálidas y algún coqueteo retórico en la redacción del famoso capítulo
sobre el fetichismo (cfr. capí‐ tuo 7). La dialéctica no es algo así como un ʺmétodoʺ que pueda ser
aplicado por aquí o por allá, ya sea a las ideas, ya a la materia.
En efecto, la tradición marxista se había querido materialista por haber trasladado la contradicción
hegeliana al terreno material de la lucha de clases, de la tensión entre relaciones de producción y
desarrollo de las fuerzas productivas, de la confrontación fundamental entre capital y trabajo. La
intervención de Althusser consistió en advertir que semejante traslado no era compatible con la
naturaleza y el carácter de la dialéctica hegeliana y que, consecuentemente, no se trataba, pues, de
un ʺtrasladoʺ sino de enteramente otra cosa.
La contradicción hegeliana no es un mero tipo de oposición entre realidades, sino la verdad de
cualquier tipo de oposición. Una oposición, como en general cualquier relación, no es comprendida
en su verdad más que cuando ha sido posible entenderla como ʺdiferencia internaʺ, como ʺrelación
infinitaʺ, mostrando uno de los términos opuestos como siendo capaz de ser la relación misma.
Este prodigioso dispositivo es, como sabemos, una eficacísima maquinaria asimiladora de toda
exterioridad. En él cualquier realidad se muestra como espiritual, lo que es como decir que se
muestra como pura interioridad, pues el espíritu, en efecto, es lo que no tiene exterior. Ya
discutimos más arriba que en realidad la tesis de que sólo lo espiritual es real viene de suyo desde
el momento en que se advierte que, como dice el § 377 Ztz de la Enciclopedia, ʺun algo
completamente otro no existe de ningún modo para el espírituʺ. Esto es equivalente a decir que el
espíritu es lo único que puede servir de ʺejemploʺ (Enz § 96 Ztz) del absoluto, pues, el absoluto es
precisamente lo que no puede tener otro. Entender una relación o una oposición como espiritual
es, pues, entenderla desde el punto de vista del absoluto, sub specie aeter‐ nitatis, entenderla en su
verdad.
He aquí por qué Althusser acertaba muy bien al afirmar que lo característico de la contradicción
hegeliana es que no puede nunca estar ʺsobredeterminadaʺ; es decir, que no puede ella misma ser
afectada por las instancias que ella es capaz de mediar. Semejante posibilidad de ser afectada por
su exterioridad es sencillamente absurda hegelianamente hablando pues, en realidad, la
contradicción no es sino la verdad de ese exterior. Todo horizonte de facticidad, el conjunto de las
circunstancias, contingencias y relaciones externas, como la geografía misma en último término, es
en todo caso expresión, despliegue o fenómeno de una realidad que es pura interioridad y que por
mucho que se tome el paciente trabajo de detenerse frente a cada determinación lo hace
únicamente para reconocerse a sí misma, o si se quiere, para vivir como espíritu, es decir, como
libertad. En las estrategias de esta astuta paciencia hay apariencias de sobredeterminación, como
se puede comprobar, por ejemplo, en la Filosofía de la Historia. Ahí vemos a Hegel prestar una
minuciosa atención al vasto conjunto de determinaciones concretas que componen una sociedad
histórica: leyes, religiones, costumbres, usos, regímenes financiero, comercial y económico, sistema
de educación, artes, filosofía, etc. Pero, ʺsin embargo, ninguna de estas determinaciones es en su
esencia exterior a las otras, no solamente porque constituyen todas juntas una totalidad orgánica
original sino, más aún y sobre todo, porque esta totalidad se refleja en un principio interno único,
que es la verdad de todas las determinaciones concretasʺ.

Así, Roma: su gigantesca historia, sus instituciones, sus crisis y sus empresas, no son sino la
manifestación en el tiempo y luego la destrucción del principio interno de la personalidad jurídica
abstracta. Este principio interno contiene en él, como ecos, todos los principios de las formaciones
históricas superadas, pero como ecos de sí mismo, y a ello se debe que no tenga sino un centro,
que es el centro de todos los mundos pasados conservados en su recuerdo, razón que explica que
sea simple. Y en esta simplicidad misma aparece su propia contradicción: en Roma, la conciencia
estoica, como conciencia de la contradicción inherente al concepto de la personalidad jurídica
abstracta, que apunta sin duda al mundo concreto de la subjetividad, pero yerra el tiro. Esta
contradicción hará estallar a la misma Roma y producirá aquello que la continuará: la figura de la
subjetividad en el cristianismo medieval. Toda la complejidad de Roma no sobre‐ determina en nada
la contradicción del principio simple de Roma, que no es sino la esencia interior de esta infinita
riqueza histórica (Althusser, 1965a: 101/83).

Si el principio interno de Roma dejara de concebirse como una idea –la personalidad jurídica
abstracta– y uno se esforzara en entenderlo como algo material, aludiendo por ejemplo a su base
económica, estaríamos sencillamente malentendiendo por completo lo que Hegel quiere decir con
eso de ʺprincipio internoʺ. Si es interno es espíritu. Espíritu no quiere decir otra cosa que eso: la
posibilidad de entender una relación de exterioridad como interioridad en lo que ella tiene de
absoluto. Hegel nunca pone demasiados reparos en llamar materia al principio interno;
simplemente señala que toda su filosofía consiste en mostrar cómo la materia es espíritu; en el
fondo es la propia inquietud de la naturaleza toda la que se encarga de demostrarlo, buscando
incansablemente su descanso o su plenitud en la psique y el espíritu.
Por eso, Althusser era muy oportuno al señalar que la cuestión no residía en si la dialéctica había
de aplicarse a la materia o al espíritu. En realidad, en Hegel, ʺespírituʺ no significa sino aquello que
es resultado de un proceso dialéctico. Espíritu no significa sino la capacidad de ser lo mismo en lo
otro, es decir, la explicitación de uno mismo en la negación, en la contradicción. Este llegar a ser lo
que se es mediante la contradicción determina ya que lo que se es tiene que ser espíritu. Si la
materia llega a ser lo que es mediante la contradicción es que, en sentido hegeliano, la materia es
espíritu. Y cualquier juego de palabras a este respecto no variará la situación. De ella sólo puede
escaparse negando que los términos de la contradicción sean el uno despliegue del otro. Pero
entonces la contradicción sencillamente deja de ser una contradicción: se convierte en una burda
oposición o enfrentamiento entre dos cosas exteriores la una a la otra.
La contradicción es la interioridad de un exterior. Esa interioridad sólo puede ser el absoluto mismo
en uno de sus momentos, pues sólo para el absoluto, para el todo, es interior todo lo exterior. Y
todo Hegel ha mostrado que esta interioridad, este absoluto, sólo puede ser el espíritu, el ser para
sí en todo ser otro.
De todo ello hay sin duda que deducir que una realidad contradictoria es espiritual por definición,
así nos empeñemos cuanto queramos en llamarla materia. Althusser lo vio con toda claridad, si
bien no quiso dar el paso –tan kantiano– de sustituir enteramente el concepto de contradicción por
el de ʺoposición realʺ. El materialismo dialéctico, siempre tan orgulloso de no ser mecanicista, se
convertía así en tanto más idealista cuanto más lograba el propósito de no ser mecanicista. Y a este
respecto el ʺestructuralismoʺ tampoco resultaba mucho más dialéctico, pues estaba claro que no se
trataba ahí sino de establecer una Mecánica de los fenómenos lingüísticos. El caso es que este
enemigo del hegelianismo que fue Althusser había acertado mucho mejor que nadie en
comprender a Hegel. Pues en realidad era Hegel mismo el que había demostrado el absurdo de un
supuesto materialismo dialéctico. No hay dialéctica sino hay un ahí posible para la ʺdiferencia
interiorʺ, para la diferencia ʺcapaz de ser su diferenciadoʺ y la materia es, por definición, la pura
exterioridad del ʺpartes extra partesʺ. De ahí que, en todo caso, lo que habría que decir es que ha
sido Hegel quien concienzudamente ha ʺaplicadoʺ el ʺmétodo dialécticoʺ a lo material. En efecto,
cada vez que Hegel se ha topado con una exterioridad, con una materialidad, ha hecho
precisamente lo que tan orgu‐ llosamente ha dicho la tradición marxista que hizo Marx: entenderla
dialécticamente, buscar en ella un lugar en el que lo mismo fuera lo otro, entenderla como
internamente contradictoria y, por consiguiente, como espiritual. Así, por ejemplo:
Suele decirse que, en la historia de la filosofía, deben ser tomadas en cuenta las circunstancias
políticas, la religión, etc., porque ejercen gran influencia sobre la filosofía de cada época, como ésta
sobre ellas. Pero, cuando se parte de categorías como las de ʺgran influenciaʺ, contentándose con
esto, lo que se hace es enfocar ambos factores en una conexión externa y situarse en el punto de
vista de que cada uno de estos lados tiene existencia propia y sustantiva. Aquí nos proponemos, sin
embargo, enfocar esta relación con arreglo a otra categoría, no según la de la influencia que cada
uno de los factores ejerce sobre el otro. La categoría esencial es la de la unidad de todas estas
diversas formas, ya que es un espíritu y solamente uno el que se manifiesta y se plasma a través de
estos diversos momentos (Hegel, VorGeschPhil, XVIII: 70/52‐53).
Categorías como la de ʺgran influenciaʺ han avergonzado siempre al materialismo. Pero en ellas no
se encuentra sino el resumen abstracto de una determinación de exterioridad. Cualquier resultado
positivo trabajosamente conquistado por medio, por ejemplo, de la medida es, en su concepto,
impresionantemente pobre. Especificar el ʺtérmino medioʺ de ciertas relaciones fue para la
escolástica un minucioso trabajo de cirujano especulativo. Para el espectador no comprometido, no
hay allí, en cambio, sino un cuasiconcepto en juego: el concepto de lo que no es ni carne ni
pescado, el concepto de lo que no hay más remedio que medir porque no se puede determinar
mediante una nota conceptual. El concepto de cantidad, podría decirse, hace muy poca justicia al
vasto universo de las cantidades.
Al utilizar categorías como la de ʺgran influenciaʺ nos situamos, dice Hegel, en un punto de vista
puramente externo, afirmando que cada uno de los términos tiene ʺexistencia propia y sustantivaʺ.
Pero afirmar la existencia propia y sustantiva de tales determinaciones es precisamente negar que
lo finito sea ideell, es decir, negar el principio fundamental del idealismo. ʺEl idealismo de la filosofía
no consiste más que en esto: no reconocer a lo finito como un verdadero existenteʺ (WL, V:
172/136). El concepto de sobredeterminación de Althusser, como punta de lanza del materialismo,
venía entonces muy oportunamente a salvar la originariedad de la exterioridad. Por ello, convenía
en especial insistir en que respecto a Hegel hay en Marx un cambio en la elección de las metáforas
harto significativo: lo que en Hegel es esfera, en Marx es edificio. Ello se debe a que Marx ha
sustituido la problemática de generar la complejidad a partir de un centro simple –capaz de
reflexión– por una tópica de las instancias y eficacias en juego. Dadas, por ejemplo, una instancia
económica y una instancia ideológica, la cuestión no reside en ser materialista por considerar a la
primera determinante. El materialismo se ha decidido antes de eso, al considerar esas instancias
como dadas. Es decir: lo que el materialismo veta contra el idealismo es la posibilidad de considerar
una de las dos instancias como generada en la otra, como si la una fuera el puro fenómeno, el
despliegue o la expresión de la otra. Althusser acertó con agudeza al descubrir contra toda la
tradición marxista que la cuestión no estaba entre optar por la primacía de lo económico o lo
ideológico, sino en impedir que uno de los dos términos se arrogase el papel de ʺrelación infinitaʺ.
Pero si las instancias están dadas, entonces el juego entre ellas no puede ser pensado en términos
de una única determinación. Será legítimo buscar la instancia determinante más o menos ʺen
última instanciaʺ, pero esa instancia será siempre afectada por las instancias que ella determina. En
el modelo tópico, toda determinación está sobredeterminada.
9.3. Materialismo y dialéctica
La estructura de la verdad que se deduce de la definición del idealismo hegeliana es la de
sermomento‐de. A la postre, lo que vino Althusser a mostrar fue, en primer lugar, que si Marx tenía
que ser materialista tenía que desenvolver su labor de investigación en un éter enteramente
distinto. Y en segundo lugar que, en realidad, aquella matriz de la verdad hegeliana era ni más ni
menos que la dialéctica, con lo que el marxismo no tenía más remedio que optar entre
materialismo o dialéctica. Pese a los intentos de Althusser de disimular la gravedad de esta opción
mediante la fórmula límite –a la que acabó renunciando en los años ochenta– de una ʺdialéctica
materialista no hegelianaʺ, lo que se leía en su artículo era más bien que el intento de conciliar
materialismo y dialéctica era un completo absurdo. Y la cosa podía haberse presentado, con todo
derecho, de forma más espectacular: en realidad, ʺmaterialismoʺ no significaba nada fuera del
rechazo de la dialéctica.
Esta constatación es la que, de nuevo, nos va a conducir, en el capítulo siguiente, a retroceder hacia
Kant. La consistencia de la dialéctica consiste en convertir, en general, el negocio de la
determinación en momento del todo, transformando, como se comprobó, al todo en el sujeto de
iure de toda determinación. El papel de la cópula ʺesʺ en el juicio sufre así una modificación,
pasando a señalar el lugar del verdadero sujeto tratado al tratar del sujeto en cada caso
mencionado. Ello implica, naturalmente, que toda verdad tiene que ser de inmediato superada, por
el mero hecho de que trata de lo que trata y no de lo que tenía que tratar: una verdad se prueba en
su convertirse en otra verdad que surge de ella, de modo que el juicio es cada vez más el
dispositivo mismo en el que toda verdad aparece y desaparece, el dispositivo que convierte toda
determinación en momento de algo que siempre ha estado presente en él. Si, pese a todo, la
cópula, en tanto que lo siempre ya tratado, funciona como cópula y no como sujeto es porque este
peculiar sujeto –en estricta coherencia hegeliana– no podría serlo sin un dispositivo capaz de
desplegar cada determinación como momento de una reflexión, de una interiorización espiritual
cada vez más profunda. Y en efecto: esto es lo que ha mostrado Kant que ocurriría si la dialéctica
no mostrara en la desesperación de la contradicción lo ilegítimo de semejante proceder
especulativo. Esta encrucijada debería haber obligado a la tradición materialista a trazar una
ecuación inevitable entre ser materialista y escandalizarse por el proceder dialéctico de la razón. El
escándalo kantiano frente a las antinomias de la razón tenía que haberse mostrado – como a la
postre se mostró tras un siglo de vacilaciones, acusaciones internas de presuntas recaídas en el
idealismo y dolorosas autocríticas‐ como– el punto de partida en el que había que haberse negado
a penetrar en la senda del idealismo.
9.4. El horizonte de la acumulación de circunstancias
La ʺsobredeterminaciónʺ althusseriana daba cuenta de forma muy espectacular de ciertas
perplejidades famosas en los análisis históricos del marxismo. El hecho, por ejemplo, de que la
contradicción entre capital y trabajo hubiera estallado en la Revolución rusa, en un país semifeudal,
en el que capital y proletariado eran prácticamente una anécdota. La contradicción entre relaciones
de producción y fuerzas productivas, encarnada en la contradicción entre capital y trabajo, había
puesto a Europa y el mundo entero en una situación revolucionaria. Pero la revolución anunciada
por esa contradicción acontece precisamente donde esa contradicción está prácticamente ausente
y sub‐ desarrollada. Todo ello demostraba que la contradicción por sí misma era incapaz de
provocar un desenlace revolucionario si no se sumaban a su eficacia una multitud de eficacias
distintas, en ocasiones enteramente ajenas, una ʺprodigiosa acumulación de circunstanciasʺ,
ʺmuchas de entre ellas necesariamente y paradójicamente extrañas, aún más, absolutamente
opuestas a la revoluciónʺ (1965a: 98/80). De modo que, por paradójico que resulte, es la
exterioridad más ʺcontingenteʺ y más ʺexteriorʺ, en el sentido de que es más bien inercia y reacción
frente a lo revolucionario, la que determina precisamente el estallido.
Una vez más, el concepto esgrimido contra el idealismo choca por su parquedad. La revolución no
aconteció sino por una ʺprodigiosa acumulación de circunstanciasʺ. Fuera del enfrentamiento con
la dialéctica hegeliana, el concepto ʺacumulación de circunstanciasʺ no aparece siquiera como un
concepto, sino más bien como una constatación de sentido común. Althusser parece empeñarse en
hacer pasar por un hallazgo conceptual lo que no es sino la constatación de que una tentación
lógica ha fracasado a la hora de comprender el asunto en cuestión. Pero el homenaje rendido a
Lenin no reside en que fuera capaz de inventar semejante pseudoconcepto. Lo que realmente ha
hecho Lenin, valiéndose supuestamente de ciertos instrumentales teóricos de Marx, es producir los
conceptos capaces de hacerse cargo teóricamente de aquello que en Hegel no sería sino lo
contingente, la inmensa acumulación de circunstancias que acompañaba a lo que verdaderamente
había que comprender porque era la realidad y la razón de semejante panorama. El caso es, a la
postre, que Lenin se ha ocupado de pensar lo que en Hegel ni siquiera merecía ser pensado.
9.5. El pasado y las ʺsupervivenciasʺ históricas
El tipo de entramado de realidad que impide al tejido de la verdad ser investigado dialécticamente
y que Marx y Lenin habrían considerado el objeto propio de la investigación científica en el
continente de la historia puede ser ilustrado por el siguiente de Althusser:
Cuando en esta situación entra en juego, en el mismo juego, una prodigiosa acumulación de
ʺcontradiccionesʺ, de las que algunas son radicalmente heterogéneas, que no todas tienen el
mismo origen, ni el mismo sentido, ni el mismo nivel o lugar de aplicación, y que, sin embargo, ʺse
fundenʺ en una unidad de ruptura, ya no se puede hablar más de la única virtud simple de la
ʺcontradicciónʺ general. Sin duda, la contradicción fundamental que domina todo este tiempo (en
el que la revolución está ʺal orden del díaʺ), está activa en todas esas ʺcontradiccionesʺ y hasta en
su ʺfusiónʺ. Pero no se puede, sin embargo, pretender con todo rigor que esas ʺcontradiccionesʺ y
su ʺfusiónʺ sean su puro fenómeno, ya que las ʺcircunstanciasʺ o las ʺcorrientesʺ que la llevan a cabo
son más que su puro y simple fenómeno. Surgen de las relaciones de producción, que son, sin
duda, uno de los términos de la contradicción, pero al mismo tiempo, su condición de existencia; de
las superestructuras, instancias que derivan de ella, pero que tienen su consistencia y eficacia
propias; de la coyuntura internacional misma que interviene como determinación y desempeña su
papel específico. Ello quiere decir que las ʺdiferenciasʺ que constituyen cada una de las instancias
en juego (y que se manifiestan en esta ʺacumulaciónʺ de la que habla Lenin) al fundirse en una
unidad real, no se ʺdisipanʺcomo un puro fenómeno en la unidad interior de una contradicción
simple. La unidad que constituyen con esta ʺfusiónʺ de ruptura revolucionaria, la constituyen con su
esencia y su eficacia propias, a partir de lo que son y según las modalidades específicas de su acción.
Constituyendo esta unidad, constituyen y llevan a cabo la unidad fundamental que las anima, pero,
haciéndolo, indican también la naturaleza de dicha unidad: que la ʺcontradicciónʺ es inseparable de
la estructura del cuerpo social todo entero, en el que ella actúa, inseparable de las condiciones
formales de su existencia y de las instancias mismas que gobierna; que ella es ella misma afectada
en lo más profundo de su ser, por dichas instancias, determinante pero también determinada en
un solo y mismo movimiento, y determinada por los diversos niveles y las diversas instancias de la
formación social que ella anima; podríamos decir: sobredeterminada en su principio (1965a: 98‐
99/81)
ʺHay una manera de invertir a Hegel, dándose el aire de engendrar a Marx.ʺ Consiste, nos dice, en
hacer jugar la Astucia de la Razón a contrapelo, haciendo que todo lo que en Hegel constituía lo
político y lo ideológico hunda sus raíces en la sociedad civil y en su secreto económico. De este
modo, Marx habría encontrado en lo económico la verdad del cuerpo social y, lo que en Hegel
serían los momentos desplegados de la Idea, consistiría en Marx en un despliegue de los
momentos sucesivos de la Economía. Pero, el caso es que Marx no ha invertido a Hegel sino que ha
suprimido precisamente el esquema mismo fenómeno‐ esencia‐verdad de... Es precisamente por eso
por lo que no se puede esperar que las superestructuras –tengan la naturaleza que tengan– se
ʺdisipenʺ con el avance de lo infraestructural. ʺUna revolución en la estructura no modifica ipso facto
en un relámpago [...] las superestructuras existentes, y en particular las ideologías, ya que tienen
como tales una consistencia suficiente para sobrevivir fuera del contexto inmediato de su vida.ʺ Jamás
la dialéctica económica juega al estado puro. Jamás se ve en la Historia que las instancias que
constituyen las superestructuras, etc., se separen respetuosamente cuando han realizado su obra o
que se disipen como su puro fenómeno, para dejar pasar, por la ruta real de la dialéctica, a su
majestad la Economía porque los Tiempos habrían llegado. Ni en el primer instante ni en el último,
suena jamás la hora solitaria de la última instancia (1965a: 113/93).
Lo que de paso contribuía, pues, a arrojar luz sobre otro de los enigmas con los que la práctica
teórica y política del marxismo se había estrellado insistentemente: la cuestión de las
supervivencias, en concreto de las supervivencias feudales en el modo de producción capitalista, en
el interior, pues, de la sociedad moderna.
En efecto, el siglo XX ha demostrado en multitud de frentes teóricos y campos de estudio que en el
engendro que llamamos sociedad capitalista se dan cita en un complicado ensamblaje una
pluralidad muy vasta de dispositivos que generan sus efectos de forma relativamente
independiente y sin pedir permiso, podría decirse, a la ʺley fundamental de la sociedad modernaʺ –
estudiada por Marx en Das Kapital–. Ya comentamos en el capítulo 7 que, para empezar, el
dispositivo capaz de generar el capitalismo de la sociedad capitalista ha tenido que ensamblarse
con algún dispositivo capaz de generar sociedad. En este último dispositivo capaz de generar el
efecto‐sociedad se dan cita a su vez mil viejas cuentas pendientes de la humanidad que nos
interpelan desde la prehistoria. El mero hecho de que en la sociedad capitalista sigamos hablando
lenguas maternas, por ejemplo, nos habla de que tiene que haber dispositivos capaces de insertar
sexo y lenguaje, y de que tiene que ser posible después rastrear la forma en la que los Edipos
resultantes logran ser, de todos modos, habitantes posibles para una sociedad capitalista. En el
engendro de la sociedad moderna encontramos así piezas feudales e incluso neolíticas, y, mucho
más aún, meramente naturales. En cuanto al tema que ahora nos preocupa, el hecho es que la
tozuda resistencia de las llamadas ʺsupervivenciasʺ de otros modos de producción a desaparecer
no tiene nada que ver con una virtud hegeliana por la que el presente superaría el pasado
ʺconservandoʺ lo eliminado en su interior. Precisamente todo demuestra lo contrario: esas
ʺsupervivenciasʺ superviven pesando como el plomo en relaciones de pura exterioridad, y otras
veces pueden ser borradas del mapa sin que la historia se conmueva ni exterior ni interiormente. El
pasado no es la interioridad del presente: en ocasiones le acompaña tozuda e inertemente,
pudiendo convertirse en obstáculo o en pieza, generando reactivaciones o, lo que es todavía más
inquietante, no generando absolutamente nada, al modo en que ciertas comunidades indígenas
del planeta no han sido reclamadas por el siglo XX más que por su propia perseverancia en existir
desde los tiempos más remotos. En Hegel, por el contrario, el pasado no es nunca opaco y nunca es
obstáculo. ʺEs siempre digerible porque ha sido digerido de antemano. Roma puede reinar muy bien
en un mundo impregnado de Grecia: la Grecia ʹsuperadaʹ sobrevive en sus recuerdos objetivos:
esos templos reproducidos, esa religión asimilada, esa filosofía repensada. Siendo ya Roma sin
saberlo, cuando se encarnizaba en morir para dar a luz su futuro romano, jamás obstaculiza Roma
en Romaʺ (1965a: 115/95).
Pero el texto de Althusser no puede comprenderse como una reivindicación de los conceptos que
él mismo pone en juego –ʺcoyunturaʺ, ʺacumulación de circunstanciasʺ, ʺsobredeterminaciónʺ,
ʺinerciaʺ, ʺopacidadʺ...– como si en ellos se condensara la ʺrevolución teórica de Marxʺ. La
característica de estos conceptos es que ni siquiera se les puede considerar tales. Althusser no
tiene ni la menor intención de caer en el vicio feuerbachiano de atacar a Hegel reclamando la
positividad frente al concepto lógico sin disponer para ello de otro patrimonio que el concepto
lógico de lo positivo. Althusser lo que hace es señalar que el trabajo de Marx (y de Lenin) parte de
otro sitio que el de Hegel, que se interesa precisamente en lo que él no se interesa –en lo que
Hegel considera meramente ʺcoyunturalʺ, mera ʺacumulación de circunstanciasʺ, ʺinerciaʺ o
ʺexterioridadʺ–, y que precisamente su investigación lo primero que hace es producir unos
instrumentos teóricos capaces de hacerse cargo de eso que la dialéctica hegeliana suprimía‐
conservando, mediante ese peculiar instrumento teórico que es el concepto de Aufheben. Lo
importante es mostrar que en Marx la Historia ʺprogresa por el lado maloʺ, por el lado de las
ʺexcepcionesʺ, y que en muchos casos la excepción es precisamente la regla misma. Como se verá,
hay aquí implicado mucho más de lo que ya parece a simple vista: lo importante es que en Marx la
Astucia de la Razón en la historia no es sino la astucia de la razón para conocer la historia. Si hay
que ser astuto para abrir al conocimiento teórico la historia es precisamente porque, al contrario
de lo afirmado por Hegel, la razón no es una astucia dela propia historia. Ese agujero de ʺnadaʺ que
Grecia abrió en la Historia y al que la Ilustración llamó ʺrazónʺ, puede, sí, conocer, y puede también,
sin duda, exigir. Ninguna de las dos aperturas (teórica y práctica) que la razón introduce en la
historia convierte a la historia misma en un despliegue de lo racional, ni nada puede convertir a
ninguna de sus ʺastuciasʺ en un signo de ʺla mano de la Providencia en la historia universalʺ
(VorPhGesch, XII: 28‐29/50).
10
Contradicción y oposición real

Hemos venido afirmando que la cuestión del materialismo y el idealismo tiene que ser decidida en
orden a considerar la transformación que el objeto investigado sufre por el hecho de ser pensado
en la totalidad. Es éste el motivo de nos vieramos compelidos a plantear el problema desde la
dialéctica trascendental de Kant. En el capítulo anterior, por otro lado, hemos seguido a Althusser
para sacar a la luz la transformación que experimenta la noción de oposición al ser integrada en el
engranaje hegeliano de la totalidad. Intentaremos hacer ver ahora que el problema es más antiguo
de lo que se creyó, y que es posible entender esta polémica como una nueva edición de un
episodio crucial en el que, precisamente, Kant se apartó del universo leibniciano‐wolffiano.
10.1. Oposición real y oposición lógica

Decir que la contradicción es motora es, por lo tanto, en teoría marxista, decir que implica
una lucha real, afronta‐ mientos reales situados en lugares precisos de la estructura del
todo complejo.

Louis Althusser
“Alguien venido después, al que la naturaleza parecía haber predestinado a fundar un nuevo
wolfianismo para nuestro tiempo…” Hemos aludido ya a lo significativo y acertado de este
diagnóstico de Schelling respecto al universo instaurado por Hegel en el ámbito teórico alemán
(apartado 6.3).
El mundo especulativo wolffiano había sido ya diagnosticado y, a raíz de este diagnóstico,
desintegrado desde sus cimientos, por obra de Kant. Lo importante para nuestros objetivos es
constatar ahora lo siguiente: el conjunto teórico que Althusser considera una revolución teórica sin
precedentes operada por Marx se enfrenta al universo especulativo hegeliano mediante la
problematización del mismo tipo de asunto que Kant, al menos desde 1763, ha considerado clave
contra el universo metafísico wolffiano. Circunstancia crucial de inestimable trascendencia que, en
primer lugar, da testimonio de la justeza del temprano diagnóstico de Schelling respecto a la
filosofía hegeliana, y que, en segundo lugar, nos proporciona la confirmación de que, si Althusser
ha tenido razón, Marx habría acertado respecto de ese “nuevo wolffianismo de su época” por incidir
en el mismo tipo de razones ya esgrimidas por Kant en su momento.
En efecto, lo que Althusser presenta como la gran revolución teórica de Marx ha sido, como hemos
visto, la distinción radical entre oposición lógica y oposición real. Pero esto coincide con la vía
seguida por Kant en 1763 contra el mundo racionalista, en su artículo Intento de introducir en la
sabiduría del universo el concepto de magnitudes negativas.

Una cosa se opone a otra: una de ellas suprime lo que ha sido puesto por la otra. Esta oposición es
doble: o lógica en virtud de la contradicción, o real, es decir, sin contradicción (Kant, 1763: 171).

En la contraposición lógica, según Kant, encontramos la antítesis entre dos predicados A y no‐A, y
su resultado es la nada pura, el puro vacío de pensamiento. En la contraposición real hallamos algo
bien distinto: un barco, por ejemplo, que es empujado por el viento en una dirección determinada
con una determinada velocidad y que, al mismo tiempo, es empujado en sentido contrario con una
fuerza idéntica por una corriente, se encuentra sometido a dos fuerzas contrarias que se anulan en
un sentido completamente distinto del lógico. El resultado no es un vacío de pensamiento sino una
realidad perfectamente específica y determinable a la que llamamos “reposo”. Pero el “reposo” es
una magnitud como cualquier otra, exactamente igual que el cero no es sino un número más.
No es extraño que, Althusser, al arrancar el análisis marxista del universo dialéctico hegeliano haya
insistido también, muy especialmente, en que lo fundamental es que la matriz teórica puesta en
juego sea capaz de hacerse cargo no sólo del desarrollo, sino del no desarrollo. La matriz de la
sobredetermina‐ ción que nos propone tiene, como pretende Kant contra el universo wolffia‐ no, la
virtualidad de ser capaz de hacerse cargo del “cero”, del “reposo”, del “no desarrollo”, sin convertirlo
en un vacío lógico o una necesaria ocasión dialéctica para la Aufhebung. De ahí que Althusser no
cese de insistir en que lo que él llamaba todavía la “dialéctica marxista” tenía la particularidad de
poder “pensar lo que constituye la ‘cruz’ de la dialéctica hegeliana: por ejemplo, el nodesarrollo, el
estancamiento de las ʹsociedades sin historiaʹ, sean éstas primitivas o no; por ejemplo, el fenómeno
de las ‘supervivenciasʹ reales, etc.” (1965a: 223/181). Pero, también, el hecho sorprendente. de que
la revolución proletaria –que ha acontecido en Rusia, donde apenas hay proletariado– no se haya
producido en Alemania, Inglaterra o Estados Unidos, allí donde la oposición había alcanzado su
máximo desarrollo.
Lo característico del desarrollo hegeliano, afirma Althusser, es que “dependiendo integralmente de
este supuesto radical de una unidad originaria simple” se desenvuelve únicamente “por la virtud de
la negatividad”. Si Marx hubiera procedido según esta matriz hegeliana, la “prodigiosa
acumulación” de enfrentamientos y oposiciones que determinan una coyuntura histórica moderna
encontraría una condensación suficiente en las virtudes negativas de la oposición más
determinante, la oposición entre “Capital” y “Trabajo”, en la cual el capital funcionaría como la
negación del trabajo y viceversa, de modo que esta contradicción fundamental absorbería en su
compleja interioridad el conjunto de determinaciones puestas en juego en las formaciones sociales
capitalistas. Es decir, la sociedad moderna estaría habitada por un enfrentamien‐ to real que se
resumiría en su misma esencia en una contradicción entre un A y un no‐A, en una “repugnancia
lógica” que se desenvolvería en virtud de los dispositivos de la negatividad hegeliana: enajenación‐
exteriorización, negación de la negación, Aufhebung, etc. Frente a la concepción hegeliana de la
contradicción, Althusser insistió en la desigualdad característica de la contradicción marxista, capaz
de “poner en juego contrarios que no se han obtenido afectando a uno de ellos con el signo
opuesto al del otro” (1975: /148).

La clase obrera no es el negativo de la clase capitalista, la clase capitalista afectada con un signo
menos, privada de sus capitales y de sus poderes; y la clase capitalista no es la clase obrera
afectada con un signo más, el de la riqueza y el poder. No tienen la misma historia, no tienen el
mismo mundo, no tienen los mismos recursos, no realizan la misma lucha de clases (ibíd. /149).

Hemos comentado ya en el apartado 7.4 la importancia de observar que Marx aborda la formación
de estas dos clases sociales separadamente y que su combinación en el modo de producción
capitalista es entendida como un ʺhallazgoʺ estructural. Esta exterioridad irreductible de los dos
elementos fue, en efecto, la que inspiró a Althusser sus últimos esfuerzos sistemáticos bajo el título
de un ʺmaterialisme de la rencontreʺ (1982b).
Por otro lado, si la contradicción entre las clases fuera entendida por Marx a la manera hegeliana,
la garantía del tránsito a otros modos de producción residiría entonces en la máxima acentuación
de la repugnancia lógica en cuestión, que, agotando todo recurso para mantenerse en la
contradicción, acabaría por convertirse en otra cosa capaz de funcionar como Aufhebung.
El problema es que si el enfrentamiento determinante de la sociedad moderna es pensado como
ʺoposición realʺ y no como ʺrepugnancia lógicaʺ las cosas pueden funcionar según esa misma
apariencia, pero pueden también funcionar de modo completamente distinto, sin que sea posible
decidir uno u otro desenlace operando por meros conceptos. En ese caso, la negatividad puesta en
juego remite siempre a fundamentos positivos que pueden sumarse o restarse, anularse
recíprocamente total o parcialmente en sus efectos. No hay, dice Kant, cosas negativas. En la
oposición real ʺuno de los opuestos no es el contradictorio del otroʺ sino ʺalgo positivoʺ, no ʺuna
simple negación del mismoʺ, sino ʺalgo a él opuesto como afirmativoʺ (loc. cit. 175). ʺCaer no se
distingue de subir simplemente como no‐a de a, sino que es algo tan positivo como el subir y que
sólo cuando se lo pone en conexión con él implica el fundamento de una negaciónʺ (ibídem).
Por otro lado, para que podamos hablar de oposición real, dice Kant, es preciso que las
determinaciones en conflicto se hallen ʺen el mismo sujetoʺ. Esto es, precisamente, lo que hace que
fuerzas ajenas que podrían ignorarse no puedan sin embargo hacerlo, teniendo que entrar en
relaciones de oposición, de suma o de resta: que pueden aplicarse sobre el mismo sujeto y que, en
último término, tienen que disputarse un suelo que es siempre finito. Es en el mismo sentido que
Althusser afirma que para comprender los destinos de las oposiciones en una coyuntura dada es
preciso atender a cómo en ʺesa situación entra en juego, en el mismo juego, una prodigiosa
acumulación de contradiccionesʹ, de las que algunas son radicalmente heterogéneas, que no todas
tienen el mismo origen, ni el mismo sentido, ni el mismo nively lugarʺ, llamando aquí
ʺcontradiccionesʺ a enfrentamientos específicos entre realidades que desplegados en una tensa
red se disputan entre sí un stock finito de realidad (1965a: 98/78). El poder de lo negativo no surge
así de la contradicción lógica, ni de la mera ausencia o carencia de lo positivo, sino del hecho de
que muchas positividades tengan que repartirse lo que hay.

Siempre que existe un fundamento positivo y la consecuencia, sin embargo, es cero, hay una
oposición real, es decir, que ese fundamento positivo está en conexión con otro fundamento
positivo, que es la negativa del primero (Kant, 1763: 177).

De este modo, si la correlación de fuerzas entre capital y trabajo en un determinado país ofrece
como saldo posible, pongamos por caso, la ʺinminente victoria del proletariadoʺ, y, sin embargo,
ésta no se produce, dejando las cosas como están, puede darse por supuesto que habrá otros
ʺfundamentos positivosʺ que son capaces de intervenir en la misma coyuntura anulando mediante
una ʺresta realʺ el efecto esperado. Es claro que Althusser razona según esta lógica de la ʺoposición
realʺ, en principio muy elemental, cuando critica a los socialdemócratas alemanes del siglo XIX que
creían ser llevados, en corto plazo, al triunfo socialista ʺpor pertenecer al Estado capitalista más
poderoso, en plena expansión económicaʺ y encontrarse ellos mismos ʺen plena expansión
electoralʺ, recordando lo siguiente:

Olvidaban que todo ello ocurría en una Alemania armada de un poderoso aparato de Estado y que
contaban con una burguesía que, desde hacía mucho tiempo, se había tragado ʺsuʺ revolución
política a cambio de la protección policiaca, burocrática y militar de Bismarck y luego de Guillermo,
a cambio de los beneficios gigantescos de la explotación capitalista y colonialista, rodeada de una
pequeña burguesía chauvinista y reaccionaria. Olvidaban que esta purificación tan simple de la
contradicción [Capital‐ Trabajo] era simplemente abstracta: la contradicción real se confunde de tal
modo con estas ʺcircunstanciasʺ que no es discernible, identificable ni manejable sino a través de
ellas y en ellas (1965a: 97/79).

Supuestamente, el mayor desarrollo del capital ʺen plena expansiónʺ había producido el máximo
desarrollo de su correlato proletario, que, ʺen plena expansión electoralʺ podía así ganarle la
batalla. Sin embargo, este efecto, que no se produce, introduce un =0 en la coyuntura. Este cero no
es la vaciedad de un absurdo lógico incomprensible, ni tampoco, precisamente, la ocasión para un
pasar dialéctico a otra cosa. Es un verdadero cero que tiene que ser explicado haciendo intervenir
otros fundamentos positivos que hayan conseguido restar de los efectos sumados por el
proletariado. Lo que indica precisamente que, comprendiendo la situación en términos de
ʺoposición realʺ, Althusser tiene razón en afirmar que se hace preciso entonces pensar en términos
de sobredeterminación. Sólo en una realidad en la que es posible la sobredeterminación ocurre que el
reposo o el cero no tiene por qué indicar una carencia sino indicar a otra fuerza positiva que haya
conseguido anular los efectos de las otras. Pues, tal y como afirma Kant: ʺLa supresión de la
consecuencia de un fundamento positivo, reclama siempre también un fundamento positivoʺ (loc.
cit. 177)
Por otra parte, el resultado de una oposición entre capital y proletariado puede dar lugar a un cero
(es decir alguna especie de empate) que no tiene nada de absurdo lógico: puede ser un pacto
social o un estancamiento o incluso una huelga en la que nadie puede vencer. El problema es que
dos fuerzas que se oponen y se anulan en sus consecuencias sólo pueden hacerlo así si –como dice
Kant– ʺlas determinaciones en conflicto se hallan en el mismo sujetoʺ. De lo que se deduce que, en
nuestro caso, capital y proletariado se están enfrentando respecto algo que no son ellos mismos, por
ejemplo, respecto a la toma del aparato de Estado o la opinión pública que podría otorgar una
victoria electoral.
En este universo ʺno meramente lógicoʺ la simple ʺcarenciaʺ tampoco encierra nada de
contradicción: remite, simplemente, respecto de un determinado efecto posible, a la ausencia de
ʺfundamento positivoʺ (Kant, 1763: 178). Así es el caso, aludido antes por nosotros, de ciertas
comunidades indígenas que han podido permanecer olvidadas por toda necesidad de desarrollo y
de todo conflicto con él, permaneciendo estancadas en el neolítico sin que ello implique dialéctica
ni absurdo lógico alguno. El problema de las ʺsupervivenciasʺ del pasado en el presente es, sin
duda, mucho más amplio y difícil, pero el caso es que tiene que ser abordado, según Althusser, en
un terreno en el que el no desarrollo puede ser una carencia, o una posible anulación entre fuerzas
contrarias, o incluso, en determinados momentos, una fuerza eficaz como la inercia para producir,
en conexión con otras fuerzas, efectos destructores en una configuración social, al modo, por
ejemplo, en que el propio estancamiento campesino de la estepa rusa se convierte, en
determinadas circunstancias, en una pesada carga inerte que vuelve insostenible cualquier
solución no revolucionaria a la difícil coyuntura de 1917.
A la postre, el texto de Kant termina por afirmar que ʺse requiere un principio tan real para
suprimir algo que existe, como para producirlo si no existeʺ. Todo el mundo entiende que cuando
algo no es es porque le falta la razón positiva para ello. Y cuando algo que ya es, deja de ser, hace
falta, precisamente, un fundamento positivo de su desaparición. En definitiva, Kant está negando
toda potencia a lo negativo que no esté respaldada por una eficacia positiva. O lo que es lo mismo,
está negando a la mera negación lógica toda eficacia real, y afirmando, por contra, que si lo
negativo tiene eficacia real es por la disposición –siempre coyuntural– de las realidades positivas
entre sí.
El racionalismo ha partido de la base de que de iure toda verdad de hecho tiene que poder ser
convertida en verdad de razón, lo que implica tanto reducir lo empírico a algo puramente lógico
como, para que esta reducción sea posible, concebir que lo empírico era ya desde el principio, de
algún modo, algo conceptual, si bien confuso y oscuro. Ello resultaba equivalente a pensar toda
determinación en Dios y desde el punto de vista de Dios, para el que nada es un mero hecho y
nada es meramente empírico. El problema que ha planteado Kant surge de la observación de que,
de esta manera, no puede ser pensada de iure ninguna oposición entre realidades positivas, sino
sólo entre lo positivo y su negación. Así, si Leibniz no puede pensar una oposición entre una
realidad A y otra B es porque tal cosa no puede ser pensada por meros conceptos. En el medio lógico
no hay oposición entre realidades, sino entre realidad y negación: el ser no se opone nunca al ser,
sino sólo al no ser. Hay negación cuando falta la razón para que algo sea puesto. De este modo,
comenta Kant, Leibniz intentó construir ʺun mundo hecho de pura luz y sombra, sin tener en
cuenta que para colocar un espacio en la sombra hace falta que haya allí un cuerpo, o sea algo real
que resista a la luz y la impida entrar en el espacioʺ (1791: 282). En el universo resultante, el mal no
es sino la ausencia de bien; el dolor, la ausencia de placer; el vicio, la ausencia de virtud; el reposo,
la falta de fuerza motriz. De este modo, el O y el mal en general se convierten en la misma cosa.
Hay mal porque no hay bien.
Kant, en cambio, ha insistido en que algo puede estar en reposo no por la ausencia de fuerza
motriz, sino por la oposición real de fuerzas contrapuestas en el espacio. Pero, no se pueden
pensar direcciones en el espacio contrapuestas mediante meros conceptos. Es decir, tal cosa es
impensable si se considera que el medio lógico es el verdadero espacio de las cosas. En lo lógico
nunca hay contraposición entre A y B sino entre A y no A. La crítica de Kant incide en el mismo
sentido que la de Althusser cuando recuerda contra el pensamiento hegeliano que el capital no es
la mera negación del trabajo y cuando acusa a Hegel de haber pensado una historia sin geografía.
10.2. Dios y la oposición real
10.2.1. Kant, Hegel y el dogmatismo clásico
En una línea enteramente opuesta a la que acaba de trazarse, la tradición marxista hegeliana
intentó valerse de este opúsculo de Kant para localizar en él un avance hacia el pensamiento
dialéctico, en el sentido de que gracias a él se habría centrado la atención en lo negativo,
señalándose, además, que el resultado de la oposición no era simplemente un absurdo, sino, en
todo caso, una realidad, una positividad. Este desatino ya fue denunciado por Gérard Lebrun tanto
en su libro Kant et la fin de la métaphysique (cap. VII), como en La patien‐ te du Concept (cap. VI). La
introducción en filosofía del concepto de magnitud negativa no representa en absoluto un preludio
del hegelianismo. Antes bien, la pregunta clave que mueve todo el texto de Kant en su polémica
con el dogmatismo clásico de Wolff es radicalmente refractaria al universo teórico de Hegel: ʺ¿Qué
debe ser el ʹserʹ finito y mundano en relación al Ser infinito para que se pueda encontrar en él una
relación incompatible, en todos los sentidos, con el Ser infinito?ʺ (1970: 195). La aludida ʺrelaciónʺ
es, precisamente, la oposición real, imposible de no reconocer en este mundo, pero impensable,
sin embargo, de forma radical, en Dios. Pese a todas las simpatías hegelianas que pueda despertar
la introducción de las magnitudes negativas en filosofía, el verdadero punto crucial entre Kant y
Hegel se juega tan sólo respecto al saldo que va a tener en la teología la incidencia de esta noción.
En primer lugar, es preciso señalar, como hizo Lebrun, que el opúsculo de Kant no anuncia en
absoluto la positividad de lo negativo. Muy al contrario, el efecto es una crítica y un
replanteamiento de la positividad del ser mundano; ¿qué ser es éste que puede destruirse
positivamente en su realidad? Al introducir las magnitudes negativas, lejos de prefigurar a Hegel,
Kant traza una separación insuperable entre lo finito y lo infinito.
En un sentido, es cierto, Kant permanece, al contrario que Hegel, en el interior del pensamiento
clásico‐dogmático. En el mismo sentido exacto que Sartre, esta vez directamente contra el
pensamiento dialéctico y desde la fenomenología, haría en El ser y la nada la siguiente profesión de
dogmatismo: ʺEn una palabra, lo que es preciso recordar aquí contra Hegel, es que el ser es y la
nada no esʺ (1943: 51/51). Lebrun tiene razón al señalar aquí algo así como ʺel mínimo de
dogmatismo que es preciso mantener para no ser hegelianoʺ, y no cabe duda, en efecto, de que
Kant acepta este mínimo. Y es verdad, que a este respecto, Kant habría resultado a los clásicos
quizá sorprendente, pero no incomprensible. Él habla su mismo lenguaje, mientras que Hegel
habría inventado una sintaxis ininteligible capaz de tratar lo negativo como positivo. ¿Se equivoca
entonces Schelling al acusar a Hegel, precisamente, de nuevo wolffiano? Hemos intentado mostrar
que el artículo de Kant podría muy bien haber sido esgrimido althusserianamente contra Hegel, en
el mismo sentido en que fue concebido contra Wolff. La razón profunda de este paralelismo es que
lo ʺdogmáticoʺ no residía fundamentalmente en no conceder positividad a lo negativo; lo
dogmático que en verdad está en juego consiste en no aceptar otra negatividad que la negatividad
lógica. Desde el siglo XX, y fundamentalmente respecto al sentido de la revolución teórica de Marx,
el hecho de que Hegel haya conferido a la negatividad lógica una fecundidad positiva –ajena por
completo al mundo clásico– no prueba en absoluto que Hegel no pueda ser un nuevo clásico, sino
más bien que Hegel ha encontrado un procedimiento lógico lo suficientemente fecundo para
sustituir ciertas metáforas inoportunas del racionalismo, como la armonía preestablecida, por
dispositivos racionales explícitos. Empero, su preocupación es enteramente clásica. Como denunció
Schelling, la ʺinnovaciónʺ hegeliana ha consistido en transferir a lo lógico un método que sólo tenía
sentido para lo real y efectivo (cfr. capítulo 6). Con ello no se ha apartado de la vía wolffiana, sino
que más bien ha construido un nuevo Wolff infinitamente potente. Pero el saldo final sigue siendo
el mismo: no hay en Hegel, ha dicho Althusser, como Kant dijera del racionalismo, lugar para la
oposición real. Hay ahora, sí, apariencia de oposición real, pues Hegel ha conseguido ʺintroducir lo
negativoʺ en la divinidad. Pero este negativo que no es positivo más que a base de negaciones, por
mucho que no convierta la oposición en una nada o vacío lógico, le abre las puertas de la divinidad
tan sólo a condición de introducir en ella una nihilización de la que la superación dialéctica es el
síntoma distintivo, a fuerza de trivializar la superficie de determinaciones exteriores en la que, sin
embargo, se ocupa mientras tanto toda la comunidad científica.
Al no aceptar otra negatividad que la negatividad lógica, el mundo wolf‐ fiano había negado que en
Dios y desde el punto de vista de Dios hubiera privaciones. El balance crucial de la nueva lógica
hegeliana tiene que resolverse en pesar si la oposición real kantiana –en la que en realidad navega
toda la física– es ahora accesible en tanto que lógica o si no se ha hallado más bien un
procedimiento más potente, paciente y cuidadoso de nihilizarla y mantenerla marginada de toda
consideración epistémica.
A la postre, Hegel está mucho más cerca del mundo clásico que Kant. El diagnóstico de Lebrun es
correcto al afirmar que la verdadera ruptura pasa entre el dogmatismo y su reformulación
dialéctica por una parte y Kant por la otra. Hegel reprocha, sin duda, a los clásicos el no haber
sabido hacer nada con la negación. Pero en Kant, el remedio es peor que la enfermedad, porque si
introduce lo negativo es sólo a costa de negar cualquier continuidad entre lo finito y lo infinito,
entre Dios y el mundo. Al menos, los clásicos habían convertido todo el universo de las privaciones
en una pura imaginación antropocéntrica y habían afirmado, como Spinoza, que las cosas eran en
Dios. Para Hegel, su error reside en no saber mostrar cómo son las cosas en Dios, viéndose
obligados a convertir lo finito en una mera apariencia, o en una verdad provisional destinada a
convertirse algún día en verdad de razón, pero de este modo mantuvieron pese a todo la
continuidad entre lo infinito y lo finito, en lugar de operar con la vanidad y la soberbia ilustrada,
pretendiendo desgajar la propia finitud de lo absoluto y sentando, así, tanto la impotencia de Dios
para retornar a sí mismo como el derecho a la pereza y el desfallecimiento en la búsqueda del
asiento necesario de la finitud en lo divino. De lo que se trata es de aceptar lo finito en lo infinito,
para lo que es preciso incluir lo negativo en lo divino, y, en general, también el error, el mal y la
apariencia. De ahí que, si para Hegel, el Dios de los clásicos fallece en el Ideal de la razón kantiano,
lo hace sólo porque, de hecho, los clásicos no habían sido capaces de hacer vivir lo negativo en él.
Si Kant tiene razón en matar a ese Dios es sólo para que resucite en la nueva lógica hegeliana. El
problema de Spinoza y los clásicos es que en ellos, según la expresión de Hegel, ʺel ser se oscurece
más y más, y la noche, lo negativo, es el punto extremo de la línea en que no se retorna jamás a la
primera luzʺ. Pero el que ellos no hayan sabido encontrar el camino de retorno a esa primera luz,
mostrando que en realidad ese camino es precisamente su forma de iluminar, les llevó
sencillamente a ignorar la realidad del espíritu y a confundir ese oscurecimiento de lo negativo con
el proceder de una ilusión que la verdad tenía que deshacer a su modo. Kant, en cambio, no ha
prestado atención a lo negativo más que para prohibirle todo retorno a la ʺprimera luzʺ (1970: 201).
Kant ha excluido toda ontología común de lo finito y lo infinito. Por eso, Hegel tiene que juzgar con
mucha más dureza a Kant y la filosofía crítica que al universo racionalista, pues a sus ojos es como
si aquél hubiera convertido en sistema lo que en éste no era sino una incompetencia.
Una vez desautorizada la versión ʺprehegelianaʺ del artículo de Kant leído por la tradición marxista,
lo que Lebrun no ha querido hacer y tampoco supo hacer Althusser, aunque éste no por eso dejó
de caminar en esa dirección, es servirse de este texto para diagnosticar, como Schelling, a Hegel
como un nuevo wolffiano, señalando sobre la base de ello algún paralelismo entre la crítica de
Marx y la de Kant. Es patente que para Hegel la repugnancia lógica no es un absurdo o vacío lógico.
El wolffianismo con el que tuvo que enfrentarse el Marx leído por Althusser no es el mismo con el
que se enfrentara Kant. Para el wolffianismo la contradicción produce un cero que es un absurdo, y
su negativa a pensar otra oposición que la oposición lógica le impide pensar un conflicto de
realidades que tenga por resultado una magnitud como cualquier otra. Para Hegel, la contradicción
produce, en cambio, un tránsito. Pero lo que viene a mostrar Althusser es que este ʺtránsitoʺ
conserva, en realidad, algo del cero racionalista. Este tránsito es sólo posible como interiorización.
Y las determinaciones que arrastra están nihilizadas en su exterioridad y su eficacia para la
sobredeterminación, de modo que no son nunca un verdadero acontecimiento físico, sino más bien
algo siempre más profundo, pero también menos tosco y grosero que la efectividad material. Es
por eso que Balibar acertó también en su aportación al seminario Lire le Capital al señalar el punto
de ruptura fundamental entre Marx y Hegel ʺa propósito de una teoría del tránsitoʺ, mostrando –tal
y como ya se comentó (apartados 7.5 y 7.6)– que ʺallí donde una lógica dialéctica resolvería
fácilmente el problema, Marx se obstina siempre en soluciones no dialécticasʺ.
10.2.2. Armonía preestablecida y dialéctica
El problema profundo de Leibniz, a ojos de Kant, es que el ámbito instaurado por el principio de
razón suficiente no ha sabido superar el dominio de los juicios puramente analíticos, donde no hay
ninguna relación que no sea meramente conceptual. No hay, así, ningún ʺalgo másʺ posible para el
concepto, de modo que para la forma general del concepto, para el concepto del concepto no hay
propiamente nada que sea verdaderamente otro, por lo que queda abierto un espacio de verdad
que puede ser considerado absoluto. Pero en ese espacio, Leibniz se ve obligado a construir el
mundo a base solamente de afirmaciones y negaciones.
No ha de extrañar que ante semejante empresa no pueda competir con Hegel, quien ha logrado
mostrar el carácter positivo que la contradicción tiene como ser para sí, y, en último término, como
absoluto libre, como espíritu. Pero, en cualquier caso, la empresa en cuestión es la misma. La
dialéctica hegeliana viene a resolver exitosamente el mismo problema al que pretendía dar
respuesta la armonía preestablecida de Leibniz. Ésta fue descrita por Kant como ʺla ficción más
prodigiosa que jamás haya excogitado la filosofíaʺ; para Schelling (1836: 122) se trataba, incluso, de
una mera broma para divertir al gran público. La armonía preestablecida es el saldo racionalista
que es preciso concluir de que todo esté en todo y de que, por tanto, cada sustancia tenga que
agotar el todo y no tener, pues, ninguna comunicación con las otras. No hay, entonces, apunta
Kant, ʺninguna razón por la que los accidentes de una sustancia tengan que fundarse en otra
sustancia externa y de la misma especie por lo que hace a su estado. De modo que, aun cuando
como sustancias del mundo tengan que estar en comunidad, ésta tiene que ser meramente ideal,
incapaz de todo influjo real (físico), ya que ello implica la posibilidad de interacción como si ésta se
entendiera a partir de su mera existencia (cosa que sin embargo no es así)ʺ (1791: 284). Esta
conclusión es inevitable para Kant desde el mismo momento que se ha pretendido ʺexplicar y hacer
concebible todo a partir de meros conceptosʺ. La armonía preestablecida es el primer síntoma de
un universo en el que, habiendo sido suplantado el espacio y el tiempo por el desplegarse de lo
lógico, es imposible la sobredeterminación. Los accidentes de una sustancia no pueden deberse a
ningún influjo exterior, ni las sustancias pueden afectarse exteriormente, porque, en realidad, todo
es interior desde el principio y, como corresponde a la idea misma de absoluto, todo despliegue no
puede ser sino una interiorización más profunda. Pero al resolver a la postre toda determinación
en una interiorización, no nos hemos limitado a invertir la cosa, como si ahora diera igual decir
Dios que Naturaleza: hemos suprimido una relación, la relación ʺfísicaʺ o ʺrealʺ entre las cosas. El
saldo de la armonía preestablecida no debe ofuscar el hecho de que Hegel no ha partido de un
punto distinto y de que no se encuentra tampoco con un problema distinto: en adelante jamás se
tratará para la filosofía de ʺinflujosʺ o ʺgrandes influenciasʺ o determinaciones que se dejan
ʺafectarʺ por otras determinaciones, sino de una totalidad capaz de generar mediante diferencias
internas todos esos supuestos efectos. El reproche de Althusser a la concepción histórica hegeliana
coincide con el de Kant al mundo leibniziano‐wolffiano: al hacer de lo lógico, esto es, de Dios, el
verdadero espacio de las cosas, se ha dado al traste con la posibilidad de una pluralidad exterior
capaz de interactuar con eficacia real, es decir, con la posibilidad de entender un ʺtodo complejo y
estructurado siempre ya dadoʺ. No hay estructura más que cuando hay una anterioridad de la
complejidad. El todo hegeliano, origen de toda determinación y de toda estructura, no tiene
estructura a su vez. La ficción de Hegel, mucho más ʺprodigiosaʺ que la de Leibniz, estructura, pero
no tiene estructura.
10.2.3. La complejidad del acontecer físico
Kant investiga lo que está implicado en la complejidad del acaecer, tanto para la metafísica como
para la propia ciencia natural. Éste es impensable sin ciertas relaciones muy simples y sencillas,
pero de las que, sin embargo, es imposible dar cuenta partiendo de meros conceptos. Así por
ejemplo la rela‐ ción de causalidad. Una cosa es que una conclusión se derive de sus premisas, o
que una consecuencia se derive de su fundamento conceptual, y otra bien diferente que algo sea
derivado de otra cosa distinta. Sólo a esto último llamamos causalidad. En el primer caso tenemos
una relación lógica, en el segundo una relación real, y no hay para Kant continuidad alguna entre
una y otra problemática. La derivación lógica depende del análisis de los meros conceptos. Aquella
derivación ʺrealʺ a la que llamamos causalidad no puede ser justificada analíticamente ni por el
análisis más potente. En ella hay un proceder sintético, por el que una cosa –que entendemos
perfectamente en su concepto‐ da lugar a otra que también entendemos perfectamente en su
concepto, sin que el concepto de la primera contenga ninguna referencia al paso de una a otra
cosa. En suma: palabras como ʺcausaʺ y ʺefectoʺ o ʺfuerzaʺ y ʺactoʺ expresan ʺque, por el mero
hecho de existir algo, tiene necesariamente que existir algo distinto de eso, pero no que, como
correspondería al razonamiento lógico, por el hecho de pensarse algo se tiene que pensar
necesariamente otra cosa, en el fondo idéntica a aquelloʺ (Cassirer, 1918: /95).
Se ha señalado en este momento kantiano (1763) la primera afirmación de un marcado dualismo
(Cassirer, 1918: /95). En adelante, en la obra de Kant no hay ontología común posible para lo finito
y lo infinito, la ontología se separa radicalmente de la teología, impidiendo al análisis interiorizar la
síntesis, impidiendo que el concepto pueda valerse por sí mismo para alcanzar lo real, abriendo así
una brecha insalvable entre dos tipos de representaciones: intuición y concepto. El mismo dualismo
separa dos ámbitos de validez: lo teórico y lo práctico. Esta insistencia kantiana en la separación –
idéntica a la de Aristóteles (cfr. Aubenque, 1962) – se expresa ya en 1763, contra el universo
leibniziano‐wolffiano en un dualismo que expresa en el fondo la prohibición de confundir mediante
ningún recurso posible la cosa con el conocimiento de la cosa. Y es, por demás, esta separación la
que proporciona al conocimiento la especificidad que le es propia, diferenciándole del mero
pensamiento válido.
Se hace preciso así distinguir trascendentalmente dos lugares fundamentales. Por una parte, el
lugar en el que se dan o hay las cosas, al que Kant llama sensibilidad. Por otra, el lugar en el que se
piensan las cosas, es decir, el entendimiento. Juzgar consiste en comparar y relacionar conceptos.
Estos conceptos pueden ser, así, idénticos o diferentes, concordar u oponerse, ser interiores o
exteriores, pueden ser determinables o ser una determinación. El problema es que estas
comparaciones pueden plantearse en ambos lugares trascendentales y en uno y otro caso no se
está haciendo la misma cosa. Podemos comparar nuestras representaciones en el lugar en el que
se dan las cosas o en el lugar en el que sencillamente son pensadas. Es decir, puedo estar
limitándome a comparar conceptos entre sí; pero si lo que quiero saber es si las cosas son iguales o
diferentes, concordantes u opuestas, entonces tengo el deber de distinguir mediante la reflexión si
estoy comparando en la sensibilidad o en el entendimiento (KrV, A 263, B 319).
Leibniz intelectualizó el mundo al no reconocer otras diferencias en él que no fueran aquellas por
las cuales un concepto se sigue de otro. No advirtió que la sensibilidad introduce sus propias
diferencias y que dos cosas cuyo concepto es idéntico pueden, sin embargo, ser distintas, por el
mero hecho de ocupar lugares distintos en el espacio o el tiempo. De esta manera, convirtió lo
puramente lógico en el verdadero espacio‐tiempo de lo real, o dicho de otra forma, convirtió a Dios
en el único lugar posible de las cosas. Con ello, Dios se convierte en el principio lógico del mundo y
lo real mismo, regido tan sólo por el principio de identidad, debe ser pensado como derivando de
Él como una conclusión de sus premisas. Es en esta forma de pensar la relación entre Dios y el
mundo en la que vimos a Schelling (apartado 6.7) denunciar un reino de consecuencias sin
consecuente, en el que había creación, pero nada creado, pues el principio se identifica en realidad
inevitablemente con aquello de lo que es principio, pudiéndose decir que puesto el principio
tenemos necesariamente la serie de sus consecuencias. Un Dios así no puede concederse ningún
ʺsábadoʺ, jamás puede descansar (1836: 189), pues su creación se agota en Él y lo creado no posee
ni autonomía ni, por supuesto, libertad para el bien y para el mal.
A esta aberración teológica se suman, en opinión de Kant, otras aberraciones que repugnan al
sentido común y cierran el paso al objeto de la física. No poder pensar el cero como una magnitud
como cualquier otra impedía el desarrollo matemático más elemental y también convertía en
absurdo el reposo físico como consecuencia de fuerzas contrarias. Pero incluso el sentido común
tiene que protestar ante el principio de los indiscernibles, inevitable desde el momento en que no
admitimos otra diferencia que no sea por meros conceptos. Dos objetos idénticos son
ʺindiscerniblesʺ si los consideramos como objetos del entendimiento puro y, por lo tanto, no son
dos, sino uno. Pero si los consideramos como fenómenos en la sensibilidad, entonces podemos
incluso permitirnos el lujo de prescindir de todas sus pequeñas diferencias, porque sabemos que
tienen una diferencia numérica por el mero hecho de ocupar lugares distintos en el espacio. De
hecho, dos espacios idénticos son exactamente iguales y sumados suman el doble, y ninguna
mentalidad común se dejará jamás persuadir de que dos gotas de agua idénticas tienen por eso
que ser la misma.
Al no ser lo empírico, para el racionalismo, un lugar de diferente naturaleza que lo lógico,
tratándose ahí tan sólo del mínimo de concepto, del concepto en estado de confusión, las
relaciones de interioridad y exterioridad cambian también de significado. Pensado por meros
conceptos, lo ʺinteriorʺ es ʺaquello que carece de relación con algo distintoʺ. Éste es el motivo por el
que, en Hegel, para el espíritu no puede haber algo verdaderamente otro. La interioridad es lo
absoluto, y por eso lo real en tanto que absoluto sólo puede ser espíritu. Pero la cosa cambia si
esta relación es pensada en el lugar en el que se dan las cosas, en la sensibilidad. Lo ʺinternoʺ no es
allí sino una relación más. Sabemos, por ejemplo, que hay fuerzas que impiden la penetración en
una sustancia y a esa cualidad le llamamos ʺmateriaʺ. Una sustancia es un conjunto de relaciones
de exterioridad e interioridad y no hay sustancia más que en la composición. Leibniz, por el
contrario, al convertir las sustancias en algo puramente interior –por representárselas sólo por
meros conceptos– las tuvo que convertir en mónadas, en sujetos simples dotados de la facultad de
representación, que no podían tener relación alguna con ninguna otra cosa, de modo que, para
pensar una comunidad de sustancias tuvo que recurrir a la ficción de la armonía preestablecida.
10.2.4. Espacio y unidad
Pero, al igual que antes hemos presentado la dialéctica hegeliana como un arreglo de cuentas con
la fórmula de la armonía preestablecida, todo el quehacer teórico de la física puede ser
considerado como el ajuste propiamente kantiano, sólo a partir del cual se plantean las preguntas
propias de la crítica.

Si, por el contrario, se admite la intuición pura del espacio como aquello que a priori está a la base
de todas las relaciones externas, constituyendo un solo espacio, entonces todas las sustancias
están enlazadas gracias a él en relaciones que hacen posible el influjo físico y constituyen un todo;
de ese modo todos los seres, como cosas en el espacio, constituyen en su conjunto un solo mundo,
sin que pueda haber mundos separados entre sí; si este principio de la unidad del mundo fuera
aducido por simples conceptos, sin poner a la base aquella intuición, no podría de ninguna manera
ser probado (Kant, 1791: 284, SN).

El espacio, lejos de ser lo lógico degradado o enajenado, es más bien, así, el suelo de toda
comunidad de sustancias y el responsable teórico de toda unidad real y efectiva en el mundo
externo, es decir, de la unidad resultante de los enlaces físicos. Si Dios o lo absoluto son pensados
como el verdadero espacio de las cosas, entonces, tal y como era de esperar ya desde Aristóteles,
lo primero que desaparece es el objeto de la física. Es imposible, por meros conceptos, poner en
libertad el mundo físico. No puede sorprender, pues, que en el retrato althusseriando de Marx
como Galileo del continente historia, tengamos ya una primera imagen espacial y que Althusser
haya podido conceder una importancia primordial al hecho de que Marx prescinda siempre de los
sugestivos servicios del dispositivo de la Aufhebung, poniendo en su lugar toscas metáforas
espaciales, es decir que, en suma, haya sustituido el proceder especulativo por el trazado de una
tópica de instancias sociales. Ello no es sino el signo de que lo que se ha buscado en la historia ha
quedado enmarcado en el ámbito del ʺinflujo físicoʺ y que, en efecto, cuando Marx distingue en lo
histórico una ʺbase material que ha de poder ser estudiada con la exactitud propia de la ciencia de
la naturalezaʺ está inscribiendo su investigación en el ámbito general de la física moderna.
Por otra parte este texto arroja luz suficiente respecto al modo en que la comunidad científica está
interesada en la unidad. Si como se comprobó (apartado 8.2), todo científico está interesado en el
derecho a remontarse en la cadena silogística hacia las condiciones de las condiciones y, en último
término, hacia la búsqueda de la unidad, y ello pese a que su investigación efectiva progresa más
bien a base de separar unos objetos de otros utilizando ʺsistemas cerradosʺ, es porque, de todos
modos, se sabe a priori que todas las cosas tienen que compartir un mismo espacio y, por
consiguiente, acomodarse entre sí y disputarse un único mundo, sin que puedan existir ʺmundos
separados entre síʺ. Si está interesado en la ordenación sistemática de su investigación con la de
otros departamentos es porque, en primer lugar, cuando se ha acotado y delimitado el tema del
que se habla, se está siempre interesado en hablar con otros que también han acotado su propio
tema, pues sólo en este caso en realidad se sabe de qué se está hablando y de si, por tanto, los dos
asuntos tienen o no algo en común; y, en segundo lugar, porque, en tanto que cosas en el espacio,
el influjo físico de unas con otras es siempre un nuevo objeto de investigación obligatorio, en el
que la comunidad científica no puede renunciar a intentar trazar el mapa de la estructura compleja
del todo. Hemos visto ya que los científicos se interesan más unos a otros cuanto más se distancian
sus investigaciones y que la unidad sistemática no se desarticula, sino que progresa con este
trabajo por la separación.
Pero, con esta peculiar unidad puesta a la base, no se puede ʺdecir que todas las realidades estén
en armonía por el hecho de no haber contradicción entre sus conceptosʺ (A 282‐3, B‐338‐9). La
unidad resulta más bien tanto de la oposición como de la concordancia. Por el contrario, cuando el
todo es pensado a partir de meros conceptos, en el todo intelectualizado del racionalismo, no
puede haber oposiciones ni privaciones. Se cree posible, de este modo, ʺunir toda realidad en un
ser, sin temor a oposición alguna, ya que no conocen otra que la contradicciónʺ. En Dios nada se
opone a nada. Si no se atiende más que a las distinciones entre conceptos, todas las cosas pueden
ser resumidas en una unidad, sin necesidad de atender a ninguna oposición. Muy distinta es la
tarea que se propone la comunidad científica, que pretende unir todas las cosas en el espacio y el
tiempo, pues en este horizonte de unidad las cosas se unen y se oponen según relaciones
específicas que tienen que ser exploradas en cada caso.
Esto último, desde luego, también lo hace a su modo Hegel. La verdad hegeliana no huye
espantada, como sabemos, ni siquiera ante el mal o el error. Pero el resultado de su exploración
consiste siempre en mostrar que lo que en cada caso hemos tomado por maldad o falsedad debe
ser reinterpretado en el marco de un engranaje lógico que no implique semejantes relaciones de
exterioridad como las sugeridas por esos términos. No se debe afirmar ʺque lo falso sea un
momento o incluso parte integrante de lo verdaderoʺ (Hegel, Phä, /27). Pero ello es porque, en el
fondo, una vez que se ha mostrado tal cosa, lo falso o lo malo ya no aparecen como tal y ʺno
debieran ya emplearse aquellos términos allí donde se ha superado su ser otro […]; lo falso no es
ya en cuanto que falso un momento de la verdadʺ. ʺNo hay lo falso, como no hay lo malo.ʺ La
peculiaridad de la oposición dialéctica es, como ha señalado Althusser, que no puede estancarse
como tal oposición ni resolverse en un cero, implicando siempre un tránsito capaz de reabsorberla.
Hegel ha inventado una lógica paciente, pero el reproche kantiano vertido sobre el todo
intelectualizado de Leibniz le interpela por encima de todo historicismo hermenéutico, pues, en
cualquier caso, esa paciencia no es ni siquiera compatible con la paciencia de la física.
10.3. El Ideal de la razón: el teísmo y el espacio
El tiempo es, junto con el espacio, el único englobante (Inbegriff) que funciona en la Crítica de la
razón pura. El único ens realissimum es la experiencia.
Esto viene a significar que hay saber en la medida en que Dios está ausente. Las cosas son en el
espacio y el tiempo en tanto que, precisamente, no son en Dios; podría decirse, aclarando lo que
afirmamos antes (apartado 4.6), que el lugar del saber depende de que la investigación no pueda
dejarse guiar por la sentencia de San Pablo ʺen Dios vivimos, nos movemos y existimosʺ. Sin
embargo, hemos mostrado que ni la razón ni la comunidad científica pueden ni obviar la cuestión
de la unidad ni dejar de interesarse en ella. La totalidad, como incondicionado y absoluto, es una
necesidad que la razón no puede dejar de plantearse. Por una parte, la serie de los silogismos
hipotéticos remite a una totalidad del mundo fenoménico. Esta Idea de la razón ha sido criticada en
sus pretensiones en el examen de las antinomias de la razón. Pero, el problema de la totalidad
surge por otro camino cuando se investiga el Ideal de la razón, es decir, la posibilidad de la
determinación completa de cada cosa.
Ello requiere que cada cosa ha debido ser confrontada con todos los predicados posibles,
excluyendo los que no le convienen, lo que obliga a pensar algo así como un stock de todos los
contenidos, un stock de toda la realidad, respecto a la cual delimitar cada cosa particular. Esta
noción de totalidad es en principio caracterizada como el conjunto o el englobante (Inbegriff) de
todo lo real en el cual todas las cosas quedarían determinadas de modo omní‐ vodo, agotando
todas las determinaciones posibles, por afirmación o negación. A este lugar, que no es otro que
aquel desde el que es posible adoptar el punto de vista sub specie aeternitatis, es al que,
obviamente, la tradición ha llamado Dios, a diferencia de la otra aludida totalidad a la que se ha
llamado Mundo.
Las cosas son en esta totalidad como las figuras en el espacio, es decir, que lo mismo que
operando con los lugares en el espacio formamos todas las figuras espaciales, sería operando por
acotación en este stock de toda realidad como formaríamos todas las realidades. En el espacio las
cosas son aquí o allí, en la omnitudo realitatis las cosas son no sólo cúbicas, sino también blancas,
saladas, sólidas, etc., y además no son esféricas o cónicas, negras, rojas o amarillas, dulces o
agrias, líquidas o gaseosas, etc. Este stock de realidad es el presupuesto de la determinabilidad, por
lo que es absurdo pensarlo como compuesto por las diferentes determinaciones. Y en este sentido
también, la metáfora del espacio presta sus servicios adecuadamente, porque, si bien cualquier
espacio particular no puede surgir sino de una delimitación del espacio infinito, es absurdo
considerar a éste como el resultado de la suma o la composición de los espacios finitos. Del mismo
modo, si bien toda cosa puede quedar delimitada por exclusión de ciertos predicados en el
conjunto de todos ellos, resulta imposible pensar esta totalidad presupuesta como resultado de la
suma de estas delimitaciones.
Sin embargo, el espacio, aun no siendo un compuesto, sí es divisible y esto ya no puede convenir a
Dios como omnitudo realitatis. Bruscamente, Kant abandona, entonces, la metáfora del espacio (A
579, B 607). Ella había sido sugerida por la propia disposición lógica del silogismo disyuntivo, pues,
parecía que, en efecto, toda realidad tenía a partir de éste que ser derivada mediante acotamientos
y exclusión de predicados. Pero si en un sentido lógico es preciso hacer esa presuposición, en
absoluto quiere ello decir que la razón pueda decidir sobre la realidad de un ser semejante para
luego derivar de él las determinaciones por acotamientos sucesivos. El ente señalado por el Ideal
de la razón es un pleno de positividad. Precisamente por eso, en tanto que están excluidos de él
todos los predicados negativos, todos aquellos que no pueden coexistir, ha podido ser pensado
como un individuo, como un ʺobjeto particularʺ, como un único. Ha sido pensado, además, como el
ser originario, respecto al cual todo ser finito se considera derivado, pero ahora resulta
impracticable la vía lógica de esta derivación.
Kant abandona la consideración de Dios como omnitudo realitatis, es decir, como englobante
ʺespacialʺ de todos los seres, y constata entonces que sólo queda disponible la metáfora de Dios
como fundamento. La diversidad de las cosas, ahora, ya no es concebida como descansando en un
acotamiento de la totalidad, sino como consecuencia de un principio único. En cualquier caso, nada
se ha dicho sobre la existencia o realidad de un ser que responda a semejante idea. Con todo, esta
metáfora, si se quiere entenderla así, sí que constituye una ficción necesaria de la razón. Y lo
importante es saber por qué, de esta manera, se confiere al teísmo, contra el panteísmo, una
legitimidad en el uso de la razón que, aunque sea meramente simbólica, se afirma no obstante
como necesaria e inevitable.

El ideal del que hablamos no se basa en una mera idea arbitraria, sino natural. Por ello pregunto:
¿por qué la razón considera toda posibilidad de las cosas como derivada de una única posibilidad
básica, es decir, como derivada de la posibilidad de la realidad suprema, y presupone luego que
ésta se halla contenida en un ser originario particular? (A 581, B 609).

Estas preguntas han quedado respondidas ya en la coherencia anterior de la Crítica de la razón


pura. Pero aquí interesa especialmente ahondar en los motivos por los que la ilusión trascendental
en cuestión y lo que ella tiene incluso de legítima para la razón –cosa que será tratada en el
ʺApéndice sobre el uso regulativo de las ideas de la razónʺ– tiene que estar levantada sobre el
modelo del fundamento y no del englobante de todas las realidades. Si puede ser incluso inevitable
y fructífero para la razón actuar como si todas las cosas fueran consecuencias de un único principio,
al que la ilusión trascendental llamará Dios, no es, sin embargo, posible para la razón actuar como
si las cosas fueran en Dios. Sería muy fácil pretender aquí que en estas páginas Kant se está
salvaguardando de posibles acusaciones de spinozismo. El problema es que esta argucia
hermenéutica no hace justicia a Kant, pero tampoco, como se verá, al propio Spinoza (cfr. apartado
11.1.2).
10.4. Paréntesis sobre el teísmo y algunas consecuencias morales
Hemos visto a Heine denunciar al viejo Schelling por haberse refugiado en un vergonzoso teísmo,
proclamando la existencia de un Dios ʺque ha cometido la locura de crear el mundoʺ. Ahora, el
impulso de Schelling puede ser encarado desde otro punto de vista mucho menos extravagante
para el buen sentido materialista. Schelling ha distinguido la divinidad de Dios con la intención de
poder abrir a la razón todo un espacio que ʺen Diosʺ no sea, sin embargo, Dios. Ha sido, en
cualquier caso, su peculiar intento de cuidar de un claro en el que la oposición real no quedara
nihilizada.
En los apartados 6.6 y 6.7 hemos asistido a cómo la crítica de Schelling al sistema hegeliano se
centró, desde 1809, en orden a advertir que, al ser pensado en Dios, el mundo entero de las
determinaciones sufría una modificación sustancial que suprimía en él la oposición física y moral. El
racionalismo había sido muy pronto denunciado, y lo seguiría siendo hasta 1854, como incapaz de
sobrepasar un universo de consecuencias sin consecuente, en el que no había sino derivación, pero
nada derivado, un universo nihilizado e inefabilizado en el que la definición de realidad como
identificación entre la esencia y la existencia trasladaba insensatamente todos los problemas de la
definición de Dios a la realidad misma. Schelling había hecho depender la posibilidad de la libertad
de que Dios pudiera descansar, es decir, de la autonomía de lo creado, y, por ello mismo, de la
posibilidad del mal. Para ello, era preciso, ante todo, que la historia no pudiera ser entendida como
una Teodicea, o más profundamente, que la teodicea no explicara a Dios, que no pudiera
convertirse en la teología consecuente, que, por tanto, Dios no tuviera así que ʺcargar con todo el
peso del malʺ. El universo ʺwolffianoʺ de la especulación hegeliana, como el mundo leibniziano en
su momento, suprime la complejidad física de la oposición real, pero, al tiempo, impide la apertura
del claro de la razón práctica, obligando al bien a generarse en el mal y destruyendo la raíz misma
de la exigencia moral en la historia. Éste es el motivo escondido por el que en el sistema hegeliano
hay también una sutura especulativa entre lo teórico y lo práctico, y también, como ya se
comprobó –y una cosa no es, por complejo que sea sacar a la luz esta articulación, sino
consecuencia de la otra–, entre lo ideológico y lo científico. Estos síntomas ya denunciados por
Schelling en el pensamiento dialéctico afloraron en toda su gravedad en el seno del marxismo
hegeliano, ante el que se levantaron no pocas voces escandalizadas desde las filas de una cierta
sensatez kantiana, tal y como pueden mostrar las siguientes declaraciones de protesta por parte de
Hannah Arendt: ʺA través de estos métodos fantasiosos [tendentes a borrar la frontera entre lo
teórico y lo práctico en el concepto de prâxis ʹmarcianaʹ], usted ha eliminado la distinción y al
mismo tiempo ha hecho aquel truco hegeliano en que un concepto, en sí mismo, empieza a
desarrollarse a través de su propia negación. No, no se da así. El bien no se desarrolla en el mal, y
el mal no se desarrolla en el bien. En esto soy implacableʺ (1979: 160).
Arendt no tenía ninguna duda de que un vicio hegeliano semejante procedía del propio Marx.
Indudablemente, en todo caso, la tradición marxista merecía estos reproches. Estamos intentando
mostrar que, sin embargo, Marx tuvo que arrancar al universo hegeliano un lugar en el que el
pensamiento dialéctico no podía tomar la palabra y que ello ocurrió en la investigación respecto a
la sociedad moderna que le ocupó la mayor parte de su vida. Pero ello no quiere decir que haya
muchos otros textos de Marx a los que bien pueda arrojarse una reflexión de este tipo:

No comparto el gran entusiasmo de Marx por el capitalismo. En las primeras páginas del Manifiesto
comunista podemos encontrar el mayor elogio del capitalismo que jamás hayamos leído. Y esto en
un momento en que ya el capitalismo estaba siendo duramente atacado, especialmente por parte
de la denominada derecha. Los conservadores fueron los primeros en sacar a colación tales
críticas, que más tarde fueron asumidas por la izquierda, y también naturalmente por Marx. […] Por
supuesto, la crueldad del capitalismo de los siglos XVII, XVIII y XIX era también arrolladora. Y hay
que tenerlo presente al leer el gran elogio del capitalismo de Marx. Estaba rodeado por las más
horribles consecuencias de este sistema y, a pesar de ello, pensó que era una gran cosa. Era
también hegeliano y naturalmente creía en el poder de lo negativo. Pues bien, yo no creo en el
poder de lo negativo, de la negación, si constituye la terrible desgracia de otra gente (1979: 168‐
169).

De cualquier forma, tal y como expusimos en el apartado 7.7, el ʺgran entusiasmoʺ de Marx por el
capitalismo también le llevó a concentrar todas sus energías teóricas en comprenderlo, en lugar de
limitarse a condenarlo. Ya insistimos en que Marx no se empeñó en hacer recuento de los males
causados por el capital, sino que más bien se ocupó de mostrar la maldad intrínseca de unas
condiciones capitalistas en las que todos esos males que ofenden la sensibilidad de los hombres
son siempre remedios o soluciones para otras amenazas mayores. Denunció, pues, la difícil
coyuntura de una sociedad moderna en la que el espacio de lo político, al que siempre alude
Hannah Arendt, se encontraba fatalmente secuestrado por las necesidades imperiosas de una base
económica de las que la subsistencia de la población depende a vida o muerte, hasta el punto de
que se ha dado en llamar ʺdemocraciaʺ o ʺEstado de derechoʺ a la mera superfluidad de la instancia
política, siempre libre de hacer todo en unas condiciones en las que no hay nada que hacer.
Así pues, la irritante retórica hegeliana de la tradición marxista quizás apuntara a un problema más
grave que el de la mera teodicea de una filosofía de la historia capaz de justificar cualquier crimen
por el advenimiento de un reino futuro del bien. Parece más bien, hoy día, una irresponsabilidad
seguir insistiendo en esta solución de facilidad a la hora de entender el desgraciado itinerario de
nuestro siglo XX.
Al aislar del modo expuesto su objeto teórico en la historia, Marx había más bien abierto la
reflexión moral en un pozo oscuro que es el verdadero reverso tenebroso de la Ilustración,
obligando a la razón práctica y al imperativo categórico a hacerse cargo no sólo de las relaciones
humanas, sino también de las relaciones que los hombres establecen con sus condiciones
materiales de existencia y con las leyes y necesidades del modo de producción que las administra.
Los escondidos engranajes en los que en esta encrucijada se han ensamblado lo político y lo moral
en los dos últimos siglos, generando sin duda realidades monstruosas inéditas, como el stalinismo,
hacen al marxismo, desde luego, responsable, pero, mucho más radicalmente, son la verdadera
cuenta pendiente de la acción política ilustrada y lo no pensado de su reflexión moral; y, en este
sentido, tales monstruos son más que nada los hijos legítimos de la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre sobre la que se edificó la sociedad moderna. La gravedad de las propias
paradojas subrayadas por la obra de Hannah Arendt sirve de testigo de este fondo no resuelto del
pensamiento ilustrado, que, por otra parte, jamás habría logrado hacerse patente si Marx no
hubiera logrado aislar en lo histórico un entramado de necesidades que ni eran naturales ni eran,
tampoco, en ningún sentido, necesidades humanas, si bien, en cambio, sí que eran capaces de
dirigir y matar hombres con tanta o mayor eficacia que el clima o los terremotos. Es precisamente
en este terreno en el que es posible encontrar leyes que no son naturales, que tampoco son
morales, y que, sin embargo, afectan a todo planteamiento moral e incluso exigen dirigir
políticamente la acción moral, en una suerte de compromiso siempre difícil de abordar para la
razón práctica, en el que hemos estado considerando que se movió la investigación de Marx en el
sentido de una física especial de lo histórico.
10.5. Estética trascendental y argumento ontológico

Pregunté a la tierra y me dijo: ʺNo soy yoʺ; y todas las cosas que hay en ella me confesaron
lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron:
ʺNo somos tu Dios, búscale sobre nosotrosʺ. Interrogué a las auras que respiramos, y al aire
todo, con sus moradores, me dijo: ʺEngáñase Anaxímenes: yo no soy tu Diosʺ. Pregunté al
sol, a la luna y a las estrellas. ʺTampoco somos nosotros el que buscasʺ, me res‐ pondieron.
Interrogué, finalmente, a la mole del mundo acerca de mi Dios, y ella me respondió: ʺYo no
lo soyʺ.

San Agustín
Al mantener la realidad de las magnitudes negativas, es decir, al entender la realidad misma como
un tejido en el que es siempre posible la oposición real, Kant ha impedido que Dios pueda ser
entendido como el englobante de toda realidad, pues si bien es cierto que las magnitudes
negativas tienen un fundamento positivo y que la oposición real da lugar a algo a su vez positivo,
no es menos cierto que también hay en ella la supresión de ciertas posibilidades e incluso de
ciertas realidades. ʺAhora bien, sería inconcebible que en la omnitudo realitatis el encuentro entre
dos determinaciones produjese una supresión de realidadʺ (Lebrun, G., 1970: 195). Hay que
reconocer, entonces, que todo ese tejido de realidad se encuentra fuera de Dios, fuera del todo de la
realidad. Esta contradicción es el embrión del teísmo que nos obliga a pensar a Dios no como un
englobante, como el conjunto de toda realidad, sino más bien como lo más alto, como la suma, en
todo caso, de todas las perfecciones posibles. En efecto, la oposición real, considerada ahora como
efectiva, impide que coincida el concepto de la plenitud de realidad con el concepto del conjunto de
toda realidad.
Que el todo de la realidad tenga fuera de sí precisamente a toda realidad, es, sin duda, un
escándalo. Es precisamente lo que nos obliga a pensar la co‐pertenencia de todas las cosas entre sí
como basada en la dependencia de todas ellas de un fundamento común. Si se postula un
fundamento no es ya más para derivar de él las cosas, sino para cohesionar al máximo todo lo
empírico entre sí. La cuestión ya no es la pertenencia de lo finito a lo infinito sino la copertenencia
de todo lo finito. Pero esta nueva retórica de la razón es la consecuencia de que las cosas no
puedan ser entendidas como modos de lo divino, debido a la presencia en ellas de oposiciones
reales, y, por lo tanto, el recurso a este teísmo simbólico viene a conferir al mundo finito una
autonomía y consistencia propias. Dios, como plenitud de realidad, es pensado como vacío de todo
contenido real.
Lo que verdaderamente se ha jugado en esta apuesta ha sido toda continuidad entre lo
indeterminado y lo determinado. Ya no es cuestión de hacer compatible el principio de que toda
determinación es negación y, por tanto, limitación, con la indeterminación como plenitud de
realidad. Pues las cosas determinadas han encontrado otro espacio que la divinidad para ser como
sustancias. La búsqueda desesperada de un recurso para que lo indeterminado encuentre la
potencia de sacar de sí la determinación es completamente ajena a Kant. La oposición real,
demostrada como real y efectiva, ha obligado a pensar las cosas en el espacio, y no en lo divino.
Dios mismo, por consiguiente, ajeno a toda limitación y toda negación, como lo indeterminado, ya
no es más una plenitud de toda realidad, sino un lugar enteramente vacío. Con vistas a respetar la
efabilidad de las cosas tal y como ella es, Kant ha tenido que aplicarse al máximo en la tarea de
inefabilizar a Dios.
El hecho de que podamos siempre ascender en la serie de los silogismos disyuntivos hacia una
unidad puede hacer pensar que cualquier contenido debería poderse obtener por división
disyuntiva del todo de la realidad. Pero esta presuposición tiene que ver con el derecho a ascender
en la cadena silogística; si, a la inversa, se pretendiera descender por ella, convirtiendo la
presuposición en un auténtico desarrollo, la desilusión sería completa, pues la unidad de la que se
pretendería partir se encontraría desconcertantemente vacía de toda determinación.
¿En qué medida, sin embargo, la postura de Kant respecto al Ideal de la razón y la consiguiente
brecha abierta entre lo finito y lo infinito queda expuesta a una reformulación más potente de lo
infinito? Kant opta por el modelo del fundamento contra el modelo de la omnitudo realitatis porque
observa que la plenitud de realidad tiene que ser simple, pues excluye toda negación, y por tanto,
no puede ser divisible. Hegel siempre podría, sin duda, mostrar que no hay repugnancia alguna en
pensar un simple que necesite ser otro para ser idéntico a sí mismo. Basta con pensar a Dios como
espíritu, es decir, con pensar lo lógico no sólo como identidad, sino como identidad capaz de
retornar a sí, capaz de saberse. De esta manera, Dios aparece entonces no sólo como sustancia,
sino también como sujeto, como libertad.
Convertir el espíritu y no meramente lo lógico en el verdadero ʺespacioʺ de las cosas no tiene
menos el inconveniente de suprimir como absoluto el darse mismo de las cosas y convertirlo más
bien en uno de los juegos del concepto. Pero ¿por qué mantener a cualquier precio la
heterogeneidad radical entre concepto e intuición? ¿Por qué mantener la consistencia de una
oposición real como la kantiana que nos obliga a pensar las cosas como dadas en el espacio y el
tiempo y no optar, por ejemplo, por la realidad de la oposición dialéctica hegeliana, que tendría
entonces la ventaja de permitirnos restaurar la teología en el interior mismo de la física? ¿En qué
campo de batalla se juega verdaderamente la necesidad de optar por una u otra decisión? Vamos a
intentar mostrar en adelante que aquí como en todo el ámbito del saber la única cuestión relevante
reside en que, respecto a una determinada cuestión en juego, logre mostrarse que aquello que se
da por sabido sigue en realidad sin saberse, que lo que tomábamos por una solución no era sino
una forma de imaginar el problema, que, por consiguiente, puede aún demostrarse que hay un
problema a resolver ahí donde una pretendida respuesta lo escamoteaba, y todo ello no puede
lograrse más que demostrando conocer más y mejor. La verdadera heterogeneidad que Kant se ha
empeñado en afirmar de forma radical es la que se da entre ignorancia y saber. Al inefabilizar a
Dios y considerar lo indeterminado no como plenitud de realidad sino como vacío, ha cerrado, ante
todo, las puertas a toda posible vía de fertilidad de la ignorancia. En adelante, el saber ignorar no
está, para Kant, preñado de ningún saber. Saber ignorar es, como lo era para Sócrates, saber
preguntar. Pero saber preguntar es tanto como reconocer un mundo ya dado al que dirigir la
pregunta, por lo que la heterogeneidad entre saber e ignorar reaparece de inmediato como
heterogeneidad entre concepto e intuición. Si hay algo que saber es sólo en la medida en que las
cosas se dan. Si se ha inefabiliza‐ do a Dios es para otorgarles a ellas la palabra.
Inefabilizar a Dios es cuidar de un sitio en el que la indeterminación sea vacía, es decir, en el que
ignorar sea pura y simplemente ignorar sin posibilidad de tránsito ni superación. Ese lugar, sin
duda, hay que llamarlo Sócrates, o si se quiere, razón. Una razón que carece de toda fertilidad real
es una razón finita. Pero el que la razón no pueda engendrar lo real no significa que no pueda
conocerlo. Un ignorar que no pretende hacerse pasar por saber es, por el contrario, el único lugar
del mundo en el que es posible recibir la presencia de las cosas. A aquello en lo que consiste este
recibir lo llamamos espacio y tiempo.
Un tránsito lógico a lo real, que no sea sencillamente el mero investigar al que como todo resultado
puede llamarse conocer, exige pensar una fertilidad efectiva de lo lógico y, como hemos visto, una
fertilidad, pues, de lo indeterminado. Ello implica, en el mapa trazado por la Crítica de la razón pura,
que la lógica trascendental llegara a adquirir una potencia suficiente para anular el lugar de la
estética. Está claro que esta potencia o fertilidad tendría que provenir de la Dialéctica
trascendental, de modo que la razón especulativa ya no se limitara a pensar y adquiriera, de
pronto, la facultad de conocer. Se puede decir muy oportunamente que no se llega a comprender
nada de Kant hasta que se ha entendido diáfanamente que basta deslegitimizar la crítica kantiana
al argumento ontológico para que toda la obra colapse haciendo desaparecer de golpe la Estética
trascendental. Negar el argumento ontológico es negar todo tránsito lógico de lo conceptual a lo
realmente efectivo (que no sea la mera investigación, cuyo único efecto real es el conocimiento). Y
ello supone, en primer lugar, que entonces lo realmente efectivo no puede encontrar como tal su
estancia en lo lógico, obligándonos a concluir que lo lógico no puede suplantar, ni siquiera sub
specie aeternitatis, al espacio físico. Negar el argumento ontológico es afirmar que el espacio
sensible es el único espacio de lo real.
La concepción de la existencia kantiana como posición absoluta ha roto, en efecto, todos los hilos de
continuidad con el dogmatismo. En virtud de ella, el ser finito ha quedado individualizado y no es
posible pensarlo en adelante como modo de la divinidad. Cualquier modo de aceptación del
argumento ontológico está, por el contrario, abocado, a ojos de Kant, a encontrar su coherencia
más estricta en el spinozismo:

Como se había despojado a todas las cosas de su posibilidad singular y separada para existir, se
terminó por quitarles también la existencia separada y por no concederles más que la inherencia
en un sujeto. El spinozismo es el verdadero desenlace de la metafísica dogmática (citado por
Lebrun, 1970: 192).

Si, por el contrario, la existencia es pensada como ʺposición absolutaʺ, se hace preciso pensar
principios heterogéneos para lo inteligible y para el fenómeno, es decir, para la esencia y la
existencia. Kant rompe con el postulado de continuidad de la metafísica dogmática, abriendo una
brecha entre lo finito y lo infinito. Lo finito ya no es más un oscurecimiento, o un alejamiento de la
luz. Pues el mundo finito está hecho de una indisolubilidad de la luz y la sombra que puede
subsistir por ella misma.
Frente a semejantes cosas ʺrealmente efectivasʺ que no pueden ser entendidas como modos, la
indeterminación ya no es más su verdadero lugar. Es tan sólo el lugar en el que se ignora lo que
son. Un lugar al que hay propiamente que llamar ignorancia, y no ninguna otra cosa, ni comienzo
ni principio, porque de todos modos tampoco puede ser llenado de ellas, sino, todo lo más, del
saber de ellas.
La Estética trascendental impide a Dios convertirse en el verdadero espacio de las cosas. O lo que
es lo mismo: impide –como todo el materialismo ha exigido siempre de forma más o menos
irritante– al concepto suplantar lo real. Ello viene a querer decir que el concepto encuentra siempre
ya dado algo a lo que referirse. Y que, por tanto, no puede erigirse en principio de lo real, un
principio que, como quería Hegel, sería solamente superado o refutado por el desplegarse de las
cosas como momentos en él engendrados lógicamente. Althusser, en sus últimos escritos, tan sólo
insistía repetitivamente en este punto: ser materialista equivale a afirmar que todo ha comenzado
ya de antemano.

A la vieja pregunta: ʺ¿cuál es el origen del mundo?ʺ esta filosofía materialista responde: ʺ¿la nada (le
néant)?ʺ – ʺnadaʺ (ríen) – ʺcomienzo por nadaʺ – ʺno hay comienzo, porque nunca ha existido nada
antes que cualquier cosaʺ; pues ʺno hay comienzo obligado para la filosofíaʺ – ʺla filosofía no
comienza por un comienzo que sea su origenʺ, al contrario, ʺtoma el tren en marchaʺ, y, a pulso,
ʺsube en el vagónʺ que circula por toda la eternidad, como el agua de Heráclito, delante de ella. […]
Diremos seguidamente que el materialismo del encuentro (de la rencontre) se sostiene en una
cierta interpretación de una única proposición: ʺhayʺ (ʺes gibt”, Heidegger) y sus desarrollos o
implicaciones, a saber: ʺhayʺ = ʺno hay nadaʺ; ʺhayʺ = ʺsiempre ya ha habido nadaʺ, es decir, ʺalgoʺ,
el ʺsiempre yaʺ, del cual he hecho hasta ahora un uso muy abundante en mis ensayos que no
siempre ha sido percibido (1982b: 559).

10.6. Conclusiones
Nada de lo que se ha pretendido hasta aquí hace otra cosa que intentar apartarnos de Hegel y de
una historia de la filosofía que en él desemboca, desplegando, en realidad, su propio sistema. En
principio, de todos modos, no parece que haya nada en el lugar teórico desde el que esta otra
historia de la filosofía se desarrolla que nos autorice a hablar de ʺmaterialismoʺ, a excepción de
que, desde que se inició esta discusión a partir de la intervención de Marx, nos hemos visto
compelidos a hallar un dispositivo capaz de arrancarnos de una ilusión ʺhegelianaʺ propia de la
ideología alemana. Más bien, o quizá sea precisamente esto lo que haya que aclarar, nos hemos
tropezado con una tozudez socrática para acallar la ignorancia, con un empeño aristotélico en
cuidar una cierta apertura ʺsegundaʺ como lugar de la ʺefabilidadʺ, y muy especialmente lo que
hemos hecho es abrir las puertas a Kant.
Nadie como Kant, en efecto, ha mantenido tan insistentemente una tesis absolutamente
incompatible con la definición hegeliana de idealismo. Kant no ha seguido el camino que luego
recorrería Feuerbach al reclamar los derechos de lo positivo contra Hegel. Su tarea ha sido
defender –y en esto coincide exactamente con la decisión fundamental de Aristóteles– una
apertura en la que sólo las cosas tienen el privilegio de ser efables, sentando, al tiempo, una
efabilidad que en ningún sentido puede ser la de la divinidad. Lo que equivale a afirmar que el
juicio no trata más que de lo que trata y que la cópula es el indicativo de que esto es así y en modo
alguno lo verdaderamente tratado, lo siempre o inevitablemente tratado, el auténtico sujeto del
cual el sujeto virtual de cada caso no sería sino momento, despliegue o expresión. Pero ello lo que
hace realmente es romper cualquier línea de continuidad entre ignorancia y saber, separar, incluso
sub specie aeternitatis, cualquier capacidad de la docta ignorancia para convertirse en sabiduría. Y a
la postre, semejante decisión es la que afirma lo que el materialismo mismo se ha empeñado –
incluso de la chocante mano de un Bakunin– en afirmar desde el comienzo de estas páginas: que el
conocimiento de lo real es sólo el conocimiento de lo real y nada más. Esta afirmación puede sin
duda ser resumida en la defensa de la finitud de la razón, es decir, en la defensa de una razón
cognoscente frente a una razón creadora.
El que la oposición entre idealismo y materialismo se nos venga deslizando desde el comienzo
hacia la distinción entre ignorancia y saber encuentra, por tanto, en la decisión kantiana más
genuina una imprescindible orientación. Kant no ha reivindicado los derechos de la intuición
sensible contra la posibilidad del idealismo: lo que ha hecho es establecer un lugar en el que la
palabra podía quedar otorgada, de derecho, a Newton. Y en este ʺsaber dejar la palabra a otroʺ es,
en realidad, en el que sí es posible buscar una genuina definición de lo que llamamos, contra el
idealismo, sensibilidad.
11
Esterilidad socrática y fertilidad de la ignorancia

Dios es Aquel de quien la ignorancia es verdadera sabiduría.

Escoto Erígena

SÓCRATES: […] Me ocurre en esto igual que a las comadronas, que soy estéril en sabiduría.
Muchos, en efecto, me reprochan que siempre pregunto a otros y yo mismo nunca doy
ninguna respuesta acerca de nada por mi falta de sabiduría, y es, en efecto, un reproche
acertado. La causa es que el dios me obliga a este menester con los demás, pero a mí me
impide engendrar.

Teeteto, 150c
La investigación del materialismo ha venido a decidirse en la consideración de las relaciones que es
preciso establecer entre lo físico y lo teológico, y esta encrucijada, a su vez, ha situado en primer
plano el tipo de relación que es preciso pensar entre teodicea y teología. En el mismo movimiento
teórico se ha mostrado que en tales problemáticas siempre hay en juego un modo de establecer el
corte entre ignorancia y saber, en el cual la tradición materialista althusseriana, siguiendo el
impulso de Marx en 1845, insistió obstinadamente en la separación entre lo ideológico y lo
científico. Ahora es el momento de desentramar el sentido de estas cuatro articulaciones.
11.1. Conocimiento y creación
11.1.1. El lugar de la razón
Según Schelling el problema general de todos los sistemas filosóficos ‐que, pese al ʺepisodioʺ
hegeliano, aún no puede darse por resuelto en 1836‐ reside en aclarar ʺel tipo de unidad que Dios
forma con el mundoʺ (117). Mientras no logre darse una respuesta satisfactoria a este misterio, la
palabra panteísmo no querrá decir nada determinado, y ningún sistema filosófico tendrá derecho a
hacer este reproche a Spinoza, del mismo modo que es absurdo censurar a un general por no
haber ganado una batalla si no se está en condiciones de mostrar la manera en la que se hubiera
obtenido la victoria. La afirmación ʺtodo es Diosʺ puede inspirar, sin duda, distintos tipos de
panteísmos, pero la afirmación ʺDios es todoʺ, recuerda Schelling, es el problema fundamental de
todos los sistemas filosóficos y semejante cuestión sigue sumida en la oscuridad, por mucho que se
haya avanzado desde el planteamiento spinozista.
Esto es lo que verdaderamente está en juego, desde sus orígenes, en las relaciones entre el
idealismo alemán y Spinoza, unas relaciones marcadas todavía en las Lecciones de Munich (1822‐
1836) por estas aseveraciones de Schelling: ʺEl sistema spinozista será siempre, en cierto modo, el
modelo … Nadie puede esperar alcanzar la verdad y la perfección en filosofía, si no ha caído al
menos una vez en la vida en el abismo del spinozismoʺ. La sustancia de Spinoza es ʺhasta el
presenteʺ el centro en torno al cual se mueve la historia de la filosofía, pero también, añade
Schelling, ʺla prisión del pensamientoʺ. Para él, Spinoza condensa perfectamente todos los
términos del problema, si bien no nos ha proporcionado ningún resultado teórico acabado del cual
podamos servirnos.
Pero ¿cómo explicitar el problema que plantea la unidad entre Dios y el mundo y que, condensado
en la frase ʺDios es todoʺ, condensa el quehacer de la historia de la filosofía? Estamos, una vez más,
frente al problema de las relaciones entre lo infinito y lo finito, es decir, frente al problema de la
imposibilidad de pensar convincentemente las relaciones entre el todo y la determinación. La
alternativa reside en si es posible o no pensar un tránsito lógico entre Dios y las criaturas, entre Dios
y el mundo o, lo que en el fondo es lo mismo, se trata del problema de si hay algún procedimiento
lógico de generar lo realmente efectivo.
Se podría suponer, en principio, que el mito religioso de la creación apunta precisamente a este
tránsito y que la cuestión residiría en buscar intermediarios –los atributos y los modos
subordinados en Spinoza, por ejemplo– entre lo lógico y lo real. Sin embargo, Schelling es muy
consciente de que precisamente Spinoza se ha obstinado en cerrarse a una solución de este tipo.
La realidad es que el mito de la creación divina del mundo, como todos los mitos, no se sabe muy
bien a qué señala, y la filosofía no puede hacer sino proponer distintas posturas teóricas que
supuestamente logran hacerse o no cargo del mismo problema. En cuanto al problema del tránsito
entre lo lógico y lo real, es evidente, como bien señala Schelling, que Spinoza no plantea semejante
cuestión o que, en todo caso, no proporciona respuesta alguna. La pregunta ʺ¿cómo proceden o
han procedido las cosas de Dios?ʺ es ajena a su planteamiento. En Spinoza cada cosa finita no nos
remite más que a otra cosa finita y así hasta el infinito. Hay enlaces entre las cosas, jamás enlaces
entre las cosas y Dios. Si habiendo preguntado ¿por qué hay en general cosas? nos remitimos al
sistema de Spinoza no encontraremos otra indicación que la de que ʺeso sólo se sabe por
experiencia, ya que a él no se le ocurriría, por decirlo así, poner afecciones en la sustancia infinita,
si previamente no hubiera encontrado las cosas en la experienciaʺ (1936: 113). Quizás haya quien
pretendiera que en Spinoza las cosas finitas no tienen ninguna verdad, puesto que sólo Dios es en
sentido propio. A lo que Schelling responde:

De acuerdo, pero al menos que se me explique su existencia no efectiva, tan sólo aparente. O se
dice que ʺtodo ser finito, en cuanto tal, no es más que un no‐ser, límite (=negación)ʺ; estoy de
acuerdo, pero entonces que se me expliquen estas negaciones, y ciertamente a partir de la
sustancia, pues esto se debe exigir (114).

Pero, en lo que a semejante inquietud se refiere, Spinoza no nos proporciona sino una metáfora:
las cosas se siguen eterna y necesariamente de Dios como el teorema de Pitágoras se sigue de la
naturaleza del triángulo rectángulo. Esto es una afirmación y nada más que una metáfora
geométrica, pues Spinoza ʺno indica la especie y el modo de esta conexión necesariaʺ (1836: 107).
Lo que efectivamente está dado en todas partes son conexiones temporales entre las cosas y la
propia filosofía de Spinoza nos incita a atender a este género de enlace y no a la conexión
necesaria con Dios, con lo que la pregunta respecto a la relación de Dios con estos mismos enlaces
en general queda en suspenso. Los propios atributos divinos –el pensamiento y la extensión
infinitos‐ no son pensados en su derivación de la divinidad sino que son admitidos sencillamente
por experiencia: Dios es pensamiento y extensión porque hay pen‐Sarniento y extensión. ʺAunque él
llama al alma el concepto del cuerpo, no tiene otra razón que la experiencia para afirmar la
existencia del alma, así como para poner además de lo extenso también el pensamiento infinito. Si
opone el pensamiento a lo extenso, hay que atribuirlo al influjo irresistible de la realidad efectivaʺ
[que le obliga en este sentido a dar razón de lo que hay sencillamente porque lo hay] (1836: 110).
Puede parecer que Schelling está señalando algo así como una limitación en el sistema de Spinoza
para la que él mismo tuviera una respuesta acabada. Pero es sabido que la propia obra de Schelling
es cualquier cosa menos una respuesta acabada (cfr. apartado 6.2). Schelling había tenido una
respuesta en su primer esplendor editorial, capaz de sustituir el necesitarismo de la sustancia ciega
spinozista por una sustancia viva capaz de hacerse cargo de sus determinaciones. Pero es el propio
Schelling el que se apartará de este camino, sumiéndose a partir de 1809 en un silencio editorial en
el que no cesó de rumiar una ʺfilosofía positivaʺ que se hiciera cargo de lo que su brillante
acabamiento del sistema de Spinoza había más que nada escamoteado, mientras que Hegel
edificaba un sistema capaz de dar respuesta a lo que Spinoza jamás había preguntado y a lo que,
quizá, no había que preguntar. En definitiva, la sospecha es la siguiente: el problema del tránsito
entre lo lógico y lo real tal vez no sea la traducción legítima de la cuestión que pregunta por la
unidad entre Dios y el mundo.
En vano puede pretenderse resumir en pocas páginas el largo recorrido en el que, de Schelling a
Hegel y del joven al viejo Schelling, estas dos cuestiones se articulan de un modo u otro. Pero hay
en esta problemática un núcleo profundo que nunca dejará de afectarnos y que, en distintas
versiones, también ha recorrido la polémica general de nuestro siglo en tanto que seguimos siendo
herederos de Grecia. Eso a lo que llamamos razón es el único recinto en el mundo que no
pertenece al mundo, en el sentido de que no es una pieza de este mundo ni nada que pueda
engranarse con él, en el mismo sentido exacto que hemos afirmado que Grecia no es una mera
civilización histórica en la historia, precisamente porque fue capaz de introducir en la historia algo
que, por mucho que esta introducción tenga su historia, no era en absoluto histórico. En la razón
las cosas están presentes, igual que decimos que están presentes en el tiempo o que tienen una
presencia temporal, pero no para nacer o perecer, sino para ser verdaderas o falsas, eternamente
verdaderas o eternamente falsas. En lo teórico las cosas se muestran en un elemento ajeno al
espacio y se suceden en un tiempo que no es temporal. Por eso decimos que las cosas no sólo
suceden, sino que también son algo. Y distinguimos, por ejem‐ pío, una anterioridad lógica que no
tiene nada que ver con una anterioridad temporal.
La presencia de las cosas en la eternidad de lo lógico, es decir, su presencia en ese agujero de
divinidad al que llamamos razón plantea una perplejidad inicial –de la que nació y se ha alimentado
siempre toda la historia de la filosofía– por el sencillo motivo de que las cosas son ya presentes en
tanto que dadas en el espacio y en el tiempo. En este último sentido las cosas ocurren, en el primer
sentido no ocurre nada, o mejor dicho, lo único que ocurre es que las cosas son (o pueden ser)
conocidas. O mantenemos esta dualidad originaria, que separa el ser de las cosas del saber de las
cosas, o no la mantenemos. Pero en este último caso se hace preciso pensar algún dispositivo
lógico por el que pueda darse cuenta, en un sentido precisamente lógico, de la existencia de las
cosas en el espacio. Las cosas son en el espacio y son en lo lógico. Pero pudiera ocurrir que su
presencia lógica fuera más verdadera que su presencia espacial, o que la primera fuera capaz de
dar razón de la segunda, que el espacio mismo fuera una degradación del espacio lógico, o que
éste fuera capaz de derivar o sacar de sí por algún procedimiento a aquél. Lo lógico se convierte así
en el verdadero y único espacio de las cosas, ya que el espacio mismo no deja de ser, después de
todo, algo lógico –degradado, confuso o derivado.
11.1.2. Teísmo y materialismo
Se entiende que empeñarse en cuidar de la citada dualidad arroja un sentido muy distinto: las
cosas son en el espacio, no en lo lógico; en lo lógico sólo son sabidas. La razón, pues, el único
agujero de divinidad o eternidad que alberga este mundo, puede ser de iure dos cosas bien
distintas: el lugar del conocimiento del mundo o el verdadero lugar, el verdadero espacio, de este
mundo. Podemos entender que la razón es una estancia para las cosas en la que éstas se muestran
como verdaderas o falsas y llamar a este efecto ʺconocimientoʺ. Pero también podemos entenderla
como la verdadera estancia de las cosas, de modo que el espacio sensible se convierte en una
apariencia, confusión, copia o derivación del espacio lógico, un espacio lógico al que ahora
convendrá llamar, en efecto, Dios. En un caso tenemos a Dios como lugar de toda realidad, en el
otro tenemos el conocimiento de lo real. En un caso, como se ha dicho a menudo, también en estas
páginas, tenemos una razón infinita, en el otro, inevitablemente, una razón finita que tiene fuera de
sí todo lo real.
Parece entonces que el dilema puede plantearse entre una razón creadora y una razón
cognoscente. Ahora bien, no podemos dejarnos llevar de las sugerencias míticas del término
ʺcreaciónʺ sin problematizarlas conceptual‐ mente, que es precisamente lo que hace Schelling.
Pues, en efecto, en un cierto sentido, la creación no une tanto como separa. Schelling, desde 1809
en adelante, no ha dejado de diagnosticar este problema respecto a Spinoza y el propio Hegel.
También Kant había mostrado con contundencia la dificultad que introduce en filosofía la
aceptación del término creación. Convertir a Dios en el verdadero espacio de todas las cosas, en la
omnitudo realitatis, es sin duda conferir a lo lógico la capacidad de proporcionarse a sí mismo todo
contenido y éste es el sentido en el que se habla de razón creadora, ya que, para una razón tal,
nada está dado. Es de este modo que se ha podido afirmar con fundamento que semejante opción
sustituye la problemática del conocimiento por la de la creación.
Ahora bien, en otro sentido muy distinto, la apuesta por la finitud de la razón no tiene por qué y
acaso no pueda prescindir de los servicios teóricos profundos de la metáfora de la creación. No hay
propiamente ʺcreaciónʺ, es decir, libre decisión, en la forma en la que se deriva el teorema de
Pitágoras de la naturaleza del triángulo rectángulo. En un Dios concebido como el espacio lógico de
todas las cosas no hay creación, sino derivación necesaria de cada determinación. Hemos visto a
Schelling observar que fuera de esta metáfora geométrica nada más podemos encontrar al
respecto en Spinoza. Antes bien, Spinoza insiste en que los únicos enlaces reales que pueden
conocerse son los enlaces entre las cosas finitas, no entre éstas y Dios. De este manera, las
determinaciones no se enlazan más que con otras determinaciones y jamás con la totalidad misma.
Ello fue lo que antes (apartado 8.2) nos obligó a pensar una totalidad vacía de toda determinación y
a afirmar que el todo de la realidad tiene fuera de sí la totalidad de lo real. Por este camino, la
relación misma que hay entre la totalidad y las cosas finitas se demostró como impensable en
términos de omnitudo realitatis: Dios no es el verdadero espacio de todas las cosas. La única
ʺmetáforaʺ o el único ʺsímboloʺ que puede representar por analogía esta conexión sin destruir la
conexión entre las cosas finitas en tanto que verdadera conexión es la imagen de la causalidad por
libertad. Si Dios ha creado el mundo por libertad, entonces, precisamente, la conexión necesaria no
puede ser buscada más que entre las cosas, sin que sea posible pretender dar cuenta de la
conexión de éstas con Dios mismo. Se puede decir que Kant se ve obligado a recurrir a la metáfora
de la creación para salvar la física, pues la física procede, en efecto, siguiendo hasta el infinito los
enlaces entre cada cosa. Pero la cuestión es si Spinoza, que también ha salvado el espacio para la
física a su modo, puede en realidad hacerlo de otra manera. La insistencia de Spinoza en afirmar
que jamás haya otro enlace que entre los modos finitos no hace sino afirmar el punto de partida
que obliga a Kant a instituir un ʺteísmo simbólicoʺ. La totalidad de lo real sólo puede ser pensada:
es una idea, no una cosa o una ʺsupercosaʺ; su consistencia es puramente lógica. Si, con todo, es
una idea lógica inevitable, entonces el problema es que la idea de la totalidad de lo real tiene fuera
de sí toda la realidad, ya que la realidad es, precisamente, en el espacio, y no en lo lógico. Y, de este
modo, no hay enlace posible que pueda ser pensado entre las cosas y la totalidad, sino que, en
efecto, sólo pueden recorrerse y perseguirse enlaces entre las cosas.
Podría muy bien, en este sentido y desde el Ideal de la razón kantiano, investigarse un obligado
teísmo subyacente a la postura spinozista. Por eso mismo ha acertado Schelling al afirmar que en
absoluto se sabe qué se llama a Spinoza cuando se le llama panteísta. Schelling ha sido muy
sensible a este problema: Spinoza no sólo no da razón de ningún tránsito lógico entre Dios y lo
realmente efectivo, más bien lo prohibe tozudamente, por lo que, a su entender, el ʺinacabadoʺ
sistema spinozista deja un agujero muy relevante para pensar la creación por libertad.
Aquí hunde sus raíces más profundas la tardía reivindicación del empirismo por parte de Schelling.
La temática de la libre creación del mundo por parte de Dios implica, para empezar, que la
existencia del mundo no pueda de iure ser conocida más que a posteriori y que la filosofía racional
no pueda en un determinado momento sino callarse para abrir las puertas a una filosofía positiva
que, en cierto modo, tiene que ser entendida como un nuevo Gran Empirismo. Sobre el correlato
de una libre creación no puede haber más que una ciencia de la experiencia.

Hay un concepto superior y un concepto inferior del empirismo. Ahora bien, si lo más alto a lo que
ciertamente la filosofía puede llegar, según el consenso general incluso de aquellos que hasta
ahora piensan otra cosa, fuese precisamente concebir el mundo como algo producido y creado
libremente, entonces, según esto, la filosofía sería, respecto al punto esencial que pudiera o
debiera alcanzar precisamente en cuanto alcanza la meta suprema, ciencia de la experiencia, no
quiero decir en sentido formal, sino en sentido material, o sea, que su misma meta suprema sería
según su naturaleza lo experimental (1836: 169).

La cuestión reside entonces en una problemática muy diferente a la anteriormente planteada. El


problema es cómo hacerse cargo de la totalidad de lo real una vez que la razón se ha afirmado
como cognoscente y no como creadora. Si la razón (entendimiento) conoce, es decir, si la presencia
de las cosas en la eternidad de lo lógico es sólo su conocimiento, entonces las cosas no son en lo
lógico sino en el espacio (y no se suceden lógicamente, sino temporalmente). Que la razón es una
razón cognoscente es una afirmación equivalente a decir que el espacio sensible es el verdadero
espacio de las cosas, o lo que es lo mismo: el concepto no puede pensar nada si las cosas no se dan
además de ser pensadas. Pues bien, una vez afirmada la razón como cognoscente y
consiguientemente el espacio como verdadero lugar de las cosas no hay ninguna posibilidad de
representación entre las cosas y la totalidad que la imagen de la libre creación. Si tenemos que
hablar aún de Dios en este lugar que sólo porque Dios está ausente es posible conocer, en la
naturaleza sensible que se extiende en el espacio y transcurre en el tiempo, entonces Dios no
puede representar un tránsito lógico a las cosas, sino que tiene que aparecer como voluntad libre.
Una vez más, como ya hizo en su momento Santo Tomás, hay que recurrir al teísmo para salvar el
lugar de lo phy‐ sico –pues entonces todavía estaba claro que evitar el panteísmo era, ante todo,
evitar el acosmismo– La única otra opción posible, en todo caso, es la del propio Aristóteles:
afirmar la separación entre el Dios y el mundo en todos los sentidos, paralizar al Dios hasta el punto
de que éste ignore el mundo y en lugar de crearlo se limite, simplemente, a dejarlo ser, sin poder
impedir, empero, ser imitado por la totalidad de lo physico (cfr. Aubenque: 1962).
A lo que llamaríamos, por el contrario, ʺpanteísmoʺ sería a toda pretensión teórica de hacer de Dios
el verdadero espacio de las cosas, de modo que las cosas no sean verdaderamente conocidas más
que ahí donde verdaderamente son, en el medio lógico, convirtiendo al espacio sensible en un
mero intermediario confuso. Pero, entonces, la razón no se puede decir que, en la profundidad de
su quehacer, sea propiamente cognoscente, pues lo lógico mismo sería entonces capaz de generar
las cosas conocidas y el ser de las cosas coincidiría con su conocimiento; y sólo en este sentido
negativo que nos obliga a pensar en el límite lo que sería una razón no meramente cognoscente es
por lo que entonces hablamos de una razón ʺcreadoraʺ. De ahí que el panteísmo consista
propiamente, como ha sabido ver Schelling, en la pretensión de trazar un tránsito lógico hacia la
efectividad de lo real.
En resumen, una vez sentada la divinidad de la razón o, si se quiere, la eternidad de lo racional,
entonces ésta puede ser pensada originariamente como conocimiento o como (verdadero) espacio
de las cosas.
Se interprete como se interprete a Spinoza, la aparente contradicción que hay en el hecho de que
existan enlaces temporales entre cosas finitas y de que, sin embargo, las cosas se deriven
eternamente de Dios como un teorema se deduce de la naturaleza del triángulo, sólo puede
interpretarse así: la presencia eterna de las cosas no es su presencia efectiva (real), sino su
conocimiento. Las cosas, en definitiva, son en el tiempo, no en la razón. La razón es sólo un ahi
para las cosas en tanto que conocidas. El conocimiento se dirige y se propone, no obstante, la
verdad de las cosas, no un supuesto velo de maya, por lo que la citada articulación entre las dos
presencias de las cosas no afirma, en realidad, otra tesis que lo siguiente: las cosas, además de
presentes en el espacio y el tiempo, son, también, cognoscibles.
De todo ello hemos de tomar nota respecto a nuestra investigación, concluyendo, en primer lugar,
que el materialismo debe de tener que ver con algo así como un tomarse en serio el conocimiento
como conocimiento. Toda la dificultad reside en reconocer que el conocimiento es sólo
ʺconocimientoʺ, al tiempo que se le concede al conocimiento su insólita especificidad. En segundo
lugar, quizá se haga patente que la tradición materialista buscó de manera muy desencaminada
sus raíces en la historia de la filosofía y que el hilo rojo de su verdadero armazón teórico debería
haber sido rastreado más bien bajo el signo retórico del teísmo.
11.2. Lo lógico como pregunta
Lo que viene a concluirse entonces es que el famoso ʺtránsito lógicoʺ entre Dios y el mundo, o
entre la idea de todo y la determinación, no es otro que la investigación. Precisamente porque no
hay tal tránsito, el tránsito en cuestión se llama conocimiento. Si lo lógico pretende ser otra cosa
que la mera estructura de la nada, hay que partir de que el mundo ha comenzado siempre ya para
lo lógico. Pero entonces no hay ninguna realidad en el tránsito lógico a lo real, o lo que es lo
mismo, la única realidad de semejante tránsito es esa realidad insólita a la que llamamos conocer.
Aristóteles ordenó perfectamente el problema: las cosas se mueven, luego son cognoscibles. Pero
las cosas se mueven en el espacio – o para Aristóteles: ʺpor debajo de la Lunaʺ–, no en lo lógico. El
pensamiento puede moverse en el terreno lógico para conocer las cosas porque precisamente las
cosas no se mueven en ese terreno. Las cosas acontecen, el pensamiento piensa. Gracias a esta
dualidad hay, en efecto, un acontecimiento más en este mundo absolutamente peculiar: el
conocimiento.
Pero, una vez sentada de esta manera la naturaleza del ʺtránsitoʺ en cuestión, el difícil problema de
pensar la unidad entre Dios y el mundo, que Schelling ha explicitado como el problema general de
toda la historia la filosofía, se resuelve en la cuestión de las relaciones entre ignorancia y saber. Y
en verdad la historia del amor por el saber no ha podido tener, en efecto, otro ʺquehacerʺ
profundo.
El problema de cómo lo lógico se proporciona la determinación es el problema de cómo logramos
en general saber algo. Lo lógico no es sino una pregunta posible en este mundo, pero lo
importante, precisamente, es que es una pregunta. El espacio abierto en el que se ha movido toda
la historia del saber ha sido la pregunta socrática ʺqué es…ʺ. Lo lógico interroga el mundo de una
forma enteramente insólita porque pregunta a las cosas ahí donde no se pretende hacer nada con
ellas, ahí donde, en efecto, el desinterés ha pretendido poner entre paréntesis todos los
aconteceres. Saber es ese extraño negocio con las cosas que consiste en no negociar nada con
ellas. Es, si quiere decirse así, el negocio de la determinación. Las cosas entregan su determinación
cuando ya no entregan por ejemplo alimento para los hombres o calor para el ambiente. Lo lógico
es más bien ese ʺambienteʺ –que no se calienta en absoluto– en el que las cosas sólo pueden
entregar su determinación –como ʺcalorʺ, por ejemplo.
La forma sintáctica de esta interrogación inaugura un verbo insólito que no expresa ningún ocurrir
ni ningún pasar ni ninguna producción real: el verbo cópula, el ʺesʺ. Así entendido el universo
lógico como pregunta, la cuestión de cómo lo lógico se proporciona a sí mismo las
determinaciones equivale, en definitiva, al problema de cómo es que la ignorancia logra
transformarse en un saber de algo determinado, es decir, de cómo puede en general contestarse a
una pregunta del tipo ¿qué es A?: de cómo puede pasarse de la convicción indeterminada de que
algo tiene que ser algo a la determinación que ese algo es. Para el saber la única cuestión relevante
es la de cómo convertir la indeterminación de la ignorancia en saber determinado. Idéntico
problema a aquel en el que el idealismo ha resumido el quehacer propio del que depende si se da
o no una filosofía, pero con la diferencia de que aquí lo lógico no es el arkhé a partir del cual se ha
derivado o se deriva lo real, sino tan sólo el problema en el que está comprometido cualquier
interrogar el mundo en el seno de nuestra comunidad científica, pues, en ese paso no está en
cuestión lo real sino el conocimiento de lo real (no se trata de que ocurra nada, a excepción de ese
misterioso ocurrir que supone saber qué es lo que está ocurriendo).
11.3. Materialismo, ignorancia y saber

Si consiguiéramos alcanzar esto plenamente, habríamos alcanzado la docta ignorancia. Así,


pues, a ningún hombre, por más estudioso que sea, le sobrevendrá nada más perfecto en la
doctrina que saberse doctísimo en la ignorancia misma,, la cual es propia de él. Y tanto más
docto será cualquiera cuanto más se sepa ignorante.

Nicolás de Cusa
En la historia de la filosofía nadie ha estado interesado, como suele imaginarse fuera de ella, en
cuestiones de mala metafísica que pretenden decidir si las ideas son más reales que las cosas, si
todo se mueve o el movimiento es una apariencia sensorial, o cosas por el estilo. Ni el idealismo ni
el materialismo son tampoco opciones respecto a estas preguntas. La historia de la filosofía ha
pretendido sencillamente saber (como historia de la ciencia) y en todo caso preguntarse cómo es
eso de que es posible saber. Desde el comienzo de estas páginas hemos visto, por ejemplo, a Marx
reprochar a Stirner o Feuerbach que en realidad no sabían cuando decían saber, y por eso y no por
otro motivo les ha misteriosamente llamado idealistas. De tal modo que tampoco podemos
considerar ahora el idealismo como una especie de afirmación creyente en un tránsito real desde lo
lógico a las cosas determinadas. Más bien nos hemos arrinconado en la tesitura de pensar el
idealismo como una cierta forma de buscar la determinación en el saber. Lo que tiene que estar en
juego es una específica manera de entender cómo debe proceder la ignorancia en su búsqueda del
conocimiento. El problema es y ha sido qué debe hacer la ignorancia cuando ha aprendido a
preguntar lógicamente. Y sólo a partir de ese momento pueden separarse dos posibilidades a las
que quizá puedan convenir el nombre de materialismo o de idealismo. Una pregunta como la
citada de Bakunin al comienzo de estas páginas –si son antes las cosas o las ideas– no tiene
siquiera una formulación sintácticamente posible en el seno de la historia de la filosofía.
Es por eso que la cuestión ʺmaterialistaʺ –se ha insistido ya en esto repetidamente– nunca reside en
criticar a Hegel con reivindicaciones de lo material o lo positivo, o con supuestas inversiones. La
cuestión se ha jugado, al contrario, en un ʺvolver a Kantʺ, regresando, en realidad, a la forma en la
que queda planteado el negocio de la determinación en la Dialéctica trascendental, en tanto que
ahí se hacía justicia al proceder teórico en el que navega la física en general, en el sentido, en
efecto, que inspiraba los reproches hegelianos antes citados respecto a que Kant “no había
aportado nadaʺ a esa comunidad (apartado 4.6). La razón de que esto tenga que ser así es que
Marx se ha situado precisamente en el lugar en que lo que era preciso era conquistar una apertura
física del continente historia. Pues a Marx no le ha interesado –por lo menos a partir de un cierto
momento– ser ʺmaterialistaʺ, sino abrir a la investigación científica ʺla ley fundamental de la
sociedad modernaʺ. Es en este proyecto en el que ha considerado fundamental no ser idealista. Si
materialismo quiere decir algo –por ejemplo en Marx–, tiene que ser explicitado en la problemática
de este proyecto y con respecto a otra posibilidad –abierta en ese caso por Hegel– para este mismo
proyecto.
Cuando pregunto a las cosas qué son, qué es A o qué es B, qué es Roma o cuál es la ley
fundamental de la sociedad moderna, lo que hago es proponer para ciertas determinaciones, que
son en el espacio y transcurren en el tiempo, un lugar en lo teórico en el que tienen que mostrarse
como eternamente verdaderas o eternamente falsas –lo que evidentemente no tiene nada que ver
con que sean eternamente durables–. Lo que semejante pregunta ʺsocráticaʺ introduce en este
mundo es un lugar lógico para las cosas, un lugar del que, como hemos dicho, sólo Grecia supo
cuidar. La caída de una piedra, el siglo de Peri‐ cles o la Revolución francesa suceden en
determinadas circunstancias y pasan durando más o menos tiempo. Pero la sintaxis misma por la
que pretendo que además de pasar son algo cuando pasan hace que yo pueda decir cosas
eternamente verdaderas o eternamente falsas sobre la Revolución francesa o la caída de aquella
piedra olvidada por la historia. Lo teórico introduce en el mundo un punto de vista sub specie
aeternitatis, no porque pretenda detenerlo para siempre, sino porque pretende conocerlo. Por eso,
como ya hemos venido insistiendo, la teoría no es sencillamente una cosa más que ha pasado por
el mundo entre las cosas que han pasado, sino que el efecto teórico ha acontecido de un modo
absolutamente peculiar que pretende ser precisamente el conocimiento de lo que ha pasado. Nada
impide, desde luego, preguntarse qué pasó cuando fue conocido lo que pasó, pero la cuestión
seguirá siendo siempre si ese ʺfue conocidoʺ añadió a este mundo una cosa más entre las cosas –
ciertas palabras y ciertos trabajos neuronales, por ejemplo– o lo que se añadió fue precisamente
ʺconocimientoʺ. En este último caso hay que decir que a las cosas se les añadió de pronto una
particular ʺnadaʺ que desde luego causó sus efectos, pero unos efectos también bien misteriosos e
insólitamente específicos: ¿cómo es, se podría preguntar, que ocurren cosas cuando se añade a
ciertas cosas no más cosas, sino una particular nada lógica que permite conocerlas?, ¿cómo es que
el conocimiento interviene en lo real? O dicho de otro modo: ¿qué fue lo que Grecia añadió a este
mundo? Para la antropología o la arqueología añadió una nueva cultura, es decir, una cosa bastante
complicada. Para Occidente –si se quiere llamar así a todos los pueblos que se han querido
herederos de la filosofía‐ el misterio griego consiste precisamente en haber añadido a este mundo
histórico una ʺnadaʺ.
Lo que ahora interesa resaltar es que una pregunta ʺsocráticaʺ cualquiera solicita en este mundo
un lugar lógico para la determinación. Ese lugar lógico, contenido en la propia sintaxis de la
pregunta, es la cópula ʺesʺ, que se vierte sobre el mundo para ser llenada de contenido. Hemos
dicho antes que sólo entonces la cosa entrega su determinación, su ser A o B, su eÎdos. A este
apropiarte del eÎdos de una cosa –por ejemplo, decíamos, de la determinación ʺcalorʺ, algo
completamente distinto de ese apropiarte que sería el ʺcalentarteʺ–lo llamamos saber, es decir,
responder a la pregunta en cuestión. El preguntar lógico indica que no sabemos lo que es esa cosa
que, sin embargo, señalamos. La señalamos de manera indeterminada – que encierra muchos
comercios que mantenemos con ella cuando nos calienta, nos quema, nos alimenta, la rezamos,
veneramos o des–preciamos‐ y buscamos una determinación. Pues bien, es aquí y no en ningún
otro sitio referente a la existencia de Dios o la preeminencia de lo material donde tenemos que
distinguir lo que puede separar el idealismo del materialismo.
Hemos visto afirmar a Hegel (apartados 4.1 a 4.3) que la proposición ʺlo finito es ideal constituye el
idealismoʺ. ʺIdealʺ es lo puesto en el principio, lo que es ʺmomentoʺ del principio. Lo finito es lo
determinado, lo que tiene límites. La determinación tiene que aparecer así como momento de lo
indeterminado. Pero, si como ahora venimos mostrando, lo lógico es precisamente la ʺpregunta‐
cópulaʺ que se vierte sobre el mundo precisamente porque ignoramos la respuesta, este ʺesʺ es, en
realidad, lo que la ignorancia sabe. El ʺpuro serʺ que se despliega en sus momentos en la Lógica
hegeliana plantea, en verdad, ese sacar a la luz lo que la ignorancia sabía sin saberlo. El idealismo
viene, pues, a indicar que la respuesta debe buscarse en un dejar a la pregunta desenvolverse, y
esto es, sin duda, una posible interpretación de lo que ocurre entre Sócrates y el esclavo cuando se
trata de mostrar el conocimiento como recuerdo (Menón, 82c). Lo importante es, por tanto,
entender la forma en la que el idealismo concibe la naturaleza de la respuesta. Toda determinación,
toda respuesta, es concebida como momento en el despliegue de lo que ya sabía la pregunta, es
decir, de lo indeterminado.
Es en este sentido en el que nos parece que Marzoa ha acertado admirablemente en el punto nodal
que se juega entre Kant y el idealismo al remitirse al comienzo de la Wissenschaftslehre 1804, con
esta consideración: ʺParti–mos ‐nos dice allí Fichte–de que ʹhay verdadʹ, esto es, no que la verdad
sea esto o aquello (eso sería en todo caso lo que habrá que ver), sino meramente de que la hay;
sólo esto tomamos como punto de partida, y de sólo esto, ya que sólo esto es absolutamente
seguro de entrada, habremos de obtener todo cuanto sea verdadʺ (1992: 56). El idealismo en
general se ha negado a que la mera constatación de que ʺhay verdadʺ no tenga otra fertilidad que
las reglas lógicas para conocer, una mera condición negativa para la verdad, y no, de algún modo,
la verdad misma como capaz de contener ʺen síʺ toda verdad determinada; es decir, se ha negado a
que la lógica no posea ninguna fertilidad óntica.
Aquí reside, para nosotros, la posibilidad de confirmar planteamientos que antes hemos venido
dejando en suspenso: la frontera que ha quedado borrada verdaderamente por el idealismo es la
diferencia entre ignorar y saber. De la supresión de esta diferencia emanan todas las demás
supresiones de aquellas oposiciones que para el idealismo comenzaron por ʺnaufragar en la
sustancia spinozistaʺ: sujeto‐objeto, finito‐infinito, ser‐nada, materia‐espíritu...
La cópula ʺesʺ es para Sócrates una pregunta dirigida al mundo: esa peculiar forma de interrogar a
la que llamamos lógica. Se trata de una pregunta precisamente en virtud de la esterilidad misma de
lo lógico. Por saber que las cosas son no sé todavía nada de la cosas. Pero, quizás entonces puedo
razonar como jamás Sócrates razonó: si el puro ser no es sino el nombre de mi ignorancia, si el
mero ser no es sino la forma que tengo de nombrar que nada sé, ya no tengo tan sólo una
pregunta; tengo, también, una primera fecundidad por la que el puro ser se me ha convertido en la
pura nada. Y tengo, por lo mismo, el tránsito de una cosa en la otra, la noción de devenir. El devenir
mismo es la quietud de este traspasarse del ser en la nada, luego él mismo es de nuevo el ser del
principio, pero ahora surgido de él y conteniéndolo, por tanto, como determinación: lo que tengo
es ahora el ser determinado, pero de forma aún abstracta, que sólo llegará a concretar una
primera determinación como ser para sí. Y así sucesivamente la fecundidad lógica irá
desenvolviendo el saber en la ignorancia inicial, mostrando a la postre que lo que había al principio
no era tanto una pregunta como la respuesta misma que aún no se reconocía como tal.
Ahora bien, nunca Sócrates razonó de esta manera. Muy por el contrario, declaró que el saber de
su ignorancia era por completo estéril, es decir, que no consistía en otra cosa que en su saber
preguntar. Jamás confundió la pregunta con la respuesta y se negó siempre a imaginar o intentar
confeccionar alguna mediación de la ignorancia consigo misma que pudiera convertir la pregunta
en el saber por lo preguntado. Su virtud –por la que le distinguió el oráculo como el más sabio de
Grecia– consistió en saber mantener con tozudez la esterilidad de su ignorancia. Pues, en efecto, el
problema es que la ignorancia nunca se vive ignorante, nunca se contempla a sí misma como
estéril. Nadie ignora callando. El esfuerzo de Sócrates y su tragedia consistió en la defensa de la
esterilidad del ignorar contra una ignorancia que tenía toda la fertilidad de la dóxa, toda la
fecundidad edípica de la opinión, de la palabra de los mortales nacidos del sexo.
Quizá conviniera preguntar a Lacan –que tanto aprendió de Hegel– la forma en la que la palabra
vivida de los hombres –que viven siempre como Edi– pos–es capaz de generar tantas palabras
sobre tantas cosas que se ignoran. De dónde emanan las determinaciones que la ignorancia vivida
de los mortales desenvuelve como momentos de ese ignorar que ignora incluso su ignorancia. De
todos modos, la ignorancia es un indeterminado que despliega sus determinaciones, y, por tanto,
un absoluto que es capaz de ser lo mismo en su ser otro, ignorando más cuanto más habla,
permaneciendo en sí mismo pese a todos su perpetuo estar fuera de sí. Por este camino o por otro
más potente, habría, a la postre, que dar la razón a Heidegger en su interpretación de Kant: ʺLa
Dialéctica trascendental no es ninguna otra cosa que una interpretación ontológica de la metafísica
natural, es decir, de la estructura fundamental de lo que nosotros llamamos la concepción del
mundo (Weltanschauung) natural del hombreʺ (1928, XXV: 198).
Decir que la ignorancia funciona hegelianamente, que tiene una fecundidad hegeliana–contra la
que Sócrates no cesó de enfrentarse– no es sólo una metáfora; pues, al fin y al cabo, es lo que ha
demostrado Hegel en la Fenomenología del Espíritu. Es precisamente la conciencia natural, como
certeza sensible, la que comienza pretendiendo saber lo más determinado, cuando en verdad no
sabe sino lo único que sabe Sócrates: el puro ser. La conciencia señala por doquier lo más
determinado y sólo sabe lo más indeterminado: esto, aquí, ahora, es. Pero para ella este saber no
es una pregunta, sino una pretensión que pretende la más rica determinación de lo concreto y
realmente efectivo. Y lo reseñable es que, para Hegel, tampoco se trata aquí de una separación
entre pregunta y respuesta, sino de una desigualdad entre lo pretendido y lo realmente sabido.
Esta desigualdad, y no la socrática, será la que empujará a la conciencia por todo el recorrido de la
Fenomenología. No una separación entre ignorancia y saber, sino una desigualdad entre dos
saberes, pues la ignorancia, desde el principio, ha comenzado sabiendo.
Acaso, en verdad–como puede diagnosticarse por el episodio lacaniano–Hegel haya dado en el
clavo –de forma en realidad impresionante, en la Fenomenología– sobre cómo funciona la
ignorancia en la conciencia natural. En este sentido, podría decirse que Sócrates discutió con Hegel
sin saberlo cuando se enfrentaba al ignorar doxático de sus conciudadanos, de modo semejante a
como Marx asegura estar discutiendo con una ʺilusión hegelianaʺ cuando discute con la conciencia
alemana de su época –pues Marx no sólo discute con textos de filósofos, sino con una consistencia
ʺideológicaʺ de la que Alemania parece más bien respirar sin necesidad de escribir nada.
Pero hay otra posibilidad de la ignorancia que Sócrates no podía combatir, porque de algún modo
nació con él, si bien a sus espaldas. Sócrates conoció la fertilidad natural o mítica (es decir, poética)
de la ignorancia, pero no tuvo que enfrentarse jamás a su fecundidad epistémica. No podía
enfrentarse a una historia de la filosofía que sólo después de él comenzaría a escribir Platón. De
ahí que, si bien las aventuras de la desdichada conciencia de la Fenomenología le habrían sin duda
sonado familiares, un desarrollo lógico de la ignorancia o lo indeterminado–como el antes
ensayado en su boca a partir del puro ser–le era completamente ajeno. Para tomar conciencia de
semejante posibilidad tendría que haber encontrado, como quiere Platón, algún viejo Parmé‐ nides
o algún extranjero de Elea que no pretendiera saber lo que no sabía sino que pretendiera
convencerle a él mismo de que su esterilidad lógica escondía, en realidad, una prodigiosa
fecundidad que iba a tener, por demás, una larga herencia –que no fue la suya–en la historia de la
filosofía.
El saber de Sócrates era una pregunta. Convertir esta pregunta en el comienzo lógico de una
respuesta equivale a exigir a la cópula ʺesʺ que sea capaz de arrojar por algún procedimiento la
determinación interrogada. Lo meramente lógico, entonces, deja de ser una pregunta y se
convierte en el sujeto capaz de desplegar en sus momentos las distintas determinaciones antaño
buscadas por las calles de Atenas. Pero esto equivale a decir que el sujeto por el que se ha
preguntado, y para el que se busca un predicado, no es jamás el verdadero sujeto, o, por algún
procedimiento, no es sujeto de ningún juicio más que por fecundidad del verdadero sujeto: el ʺesʺ
contenido en la pregunta que lo señalaba. Y, en efecto, así comprobamos antes (capítulo 8) que
debería ocurrir si se cae en la cuenta de que, en cualquier respuesta, está contenido aquello que
aportaba la pregunta: el ʺesʺ. Toda respuesta tiene la forma S es P. Por lo que puede decirse, sin
duda, que aquello que es subiectum o hupokeímenon, aque‐ llo que siempre de derecho subyace está
presupuesto de antemano en todo poner A o B, es el ʺesʺ que ya aportaba la pregunta lógica. El
sujeto de iure es, pues, la cópula. Pero el sujeto es precisamente, en cada caso, aquello de lo que se
dice que es esto o lo otro, es decir, el ente ¸ de modo que hay que concluir que el ente de iure es,
precisamente el ser. Lo que era una pregunta se ha convertido en el verdadero ente. Y, al tiempo, en
esta conversión se ha generado una pregunta bastarda que antes no existía: la de cómo lo
verdaderamente ente se relaciona con los entes, con las cosas que no son lo verdaderamente ente,
pero que, de algún modo, han tenido que ser ʺcreadasʺ, ʺemanadasʺ o tienen que ʺparticiparʺ de él.
Ésta sería la forma en la que, por alguno de los procedimientos que luego ensayaría la historia de
la filosofía, Sócrates habría descubierto que no sólo era el más sabio por no conceder ninguna
fertilidad doxática a su ignorancia, sino por estar en posesión de una fertilidad lógica de su saber
ignorar. Pero él más bien se ha limitado a dejarse vapulear por el viejo Parménides y no ha
emprendido jamás este camino. Muchos siglos después, Hegel homenajeará esta famosa
conversación imaginada por Platón como ʺel mayor monumento de la dialéctica antiguaʺ. Para
Hegel ya no cabrá duda respecto a la fecundidad epistémica de lo lógico. ʺToda determinación lo es
de iure del absolutoʺ o, lo que es lo mismo, ʺlo lógico es capaz de engendrar (concebir o ʹdar a luzʹ,
como parturienta y no como comadrona) lo realʺ. En la igualdad de estas dos ecuaciones reside el
trasfondo hegeliano. Ello no implica, después de todo, sino que por saber preguntar Sócrates tenía
ya en sus manos un ʺesʺ, un ser indeterminado, ʺvacío de toda determinaciónʺ, que estaba preñado
de una inquietud que, tras convertirle en nada, podría devenir lógicamente por cualquier
determinación. Es por lo que Felipe Martínez Marzoa ha podido oportunamente concluir el capítulo
de Hegel en su Historia de la Filosofía con estas palabras: ʺEl es expresa lo que llamamos la
experiencia o la autosupresión de la diferencia, y en el es está todo, o él es todo lo que hay. He aquí
una nueva expresión de que la lógica es todo, pues lo ʹlógicoʹ, el nada‐más‐quelógica, es lo
concerniente a la forma del enunciado y aquí no hay nada más que, en efecto, la forma del
enunciado, el esʺ (1994,II:210).
11.4. La materialidad de la pretensión de absoluto: lo ideológico
La ilusión teológica no es sólo, por tanto, una disposición de la razón que haya tenido por resultado
los textos de la metafísica, sino una inclinación natural de todo discurso vivido hacia la metafísica.
En el fondo, lo vivido no sólo piensa, sino que piensa hegelianamente. Las aventuras de la
conciencia en la Fenomenología del Espíritu, y la complicada dialéctica que ahí se da cita entre el
ʺpara la concienciaʺ y el ʺpara nosotrosʺ (ʺlos que sabemos absolutamenteʺ), no pueden dejar de
arrojar luz sobre la estructura profunda de lo ideológico.
El conjunto del sistema hegeliano nos ha mostrado el destino que necesariamente está abocada a
correr toda pretensión de absoluto. Pero el ser mismo no tiene esa pretensión. Una obra como El
ser y la nada de Sartre se explica, en efecto, desde esta convicción: ʺLo real es un esfuerzo abortado
por alcanzar la dignidad de causa‐de‐ sí. Todo ocurre como si el mundo, el hombre y el hombre‐en‐
el‐mundo no llegaran a constituir sino un Dios fallidoʺ (1943: /754). Para Sartre es un hecho que si
el ensí debiera fundarse, no podría ni siquiera intentarlo salvo haciéndose conciencia; también es
innegable ʺque la conciencia es de hecho proyecto de fundarse a sí misma, es decir, proyecto de
alcanzar la dignidad del en‐sí‐ para‐sí o en‐sí‐causa‐de‐síʺ (1943: /752). Pero no podemos valemos
de ello: ʺNada permite afirmar, en el plano ontológico, que la nihilización del en‐sí en para‐sí tenga
por significación, desde el origen y en el seno mismo del en‐sí, el proyecto de ser causa de síʺ. Nada
permite, pues, traspasar al ser mismo en general la pretensión del ser‐para‐sí. Éste es el motivo por
el que el ser‐en‐sí‐para‐sí aparece tan sólo como una pasión inútil –imputable sólo al para‐sí–y por
lo que el hecho de que la conciencia habite el ser, si bien logra abrir un mundo, no logra, sin
embargo, constituir sino una especie de Hegel abortado.
Pero este mundo sí está habitado por muchas vocaciones de absoluto. Lacan ha mostrado que el
yo dispara la cadena significante a partir, precisamente, de una pérdida absoluta y con la
pretensión de restaurar con ella la unidad perdida. El yo es la ʺenfermedad mental de la
humanidadʺ, el ʺsíntoma humano por excelenciaʺ. El yo se comporta efectivamente como un
teólogo hegeliano que no quisiera ahorrarse ninguna de las aventuras de la religión efectiva. Pero
la religión misma, como realidad histórica, la cultura, vertebrada por la mitología, el psi‐ quismo,
con todos sus rituales neuróticos, y en general toda palabra vivida, o quizá, si Freud tiene razón,
toda palabra nacida del sexo, persigue un silencio en el que todas las determinaciones naufraguen
en una plenitud, un ahí en el que la aventura general del ser pueda constituir un absoluto. Religión,
cultura, psiquis‐ mo, ideología, son, en realidad, la materialidad de lo absoluto en este mundo.
En este sentido, si Marx ha combatido una ilusión hegeliana para abrir el continente histórico a la
investigación científica es porque, en el fondo, lo ideológico mismo siempre toma la palabra
hegelianamente. La estructura de los obstáculos epistemógicos con los que se encuentra la
investigación científica no es, en efecto, menos compleja o profunda que el sistema hegeliano. Si
hemos visto coincidir a Heidegger y Lacan al diagnosticar la inclinación natural de la razón
mostrada por Kant en la Dialéctica trascendental como la enfermedad mental de la especie
humana o como la estructura fundamental de toda Weltanschauung, al tiempo que, como se
mostró (apartado 8.2), la opción hegeliana podía ser muy bien prevista desde estas páginas de la
Crítica de la razón pura, es preciso concluir que la ciencia tiene que verse obligada a combatir las
pretensiones de la metafísica en el seno mismo de la conciencia espontánea, y que, además, la
potencia discursiva allí encerrada es de carácter hegeliano.
El idealismo aparece, de este modo, más que como una mera corriente en la historia de la filosofía
como la estructura profunda del obstáculo epistemológico fundamental de la comunidad científica,
al tiempo que como su verdadero y único punto posible de partida. El empirismo habría en especial
desconocido fatalmente esta realidad por la que, en el mismo saco que la experiencia espontánea,
viene siempre, también, el idealismo más potente.
Por otra parte, ésta es la ocasión para recordar que la ciencia no sólo combate ilusiones, sino
realidades muy específicas. La ilusión, el error y la apariencia, como la ideología en general, tienen
también sus materialidades discursivas propias, tal y como acabamos de apuntar. Éste es el motivo
de que la tradición materialista althusseriana no se cansara de advertir que la verdad nunca es un
antídoto suficiente frente al error y que, desgraciadamente, la materialidad ideológica sólo puede
ser anulada por otra materialidad ideológica de signo contrario. Demostrar el error no es hacerlo
desaparecer y vencer un argumento jamás ha impedido a ningún Calicles azotar al vencedor. La
ciencia se conforma con vencer en la eternidad de lo lógico; en el tiempo, ese lugar ni siquiera
existe, y no tiene mayor fuerza que la que la comunidad científica haya logrado arrancar
materialmente a la historia.
11.5. El materialismo y los intentos de dinamizar el mundo inteligible
11.5.1. Hegel y Aristóteles
Para que lo lógico pueda adquirir la primacía que acaba de explicitarse (apartado 11.3) es preciso
concederle una fertilidad semejante a la que el cristianismo representó a su modo en el misterio de
la Trinidad, es decir, en el nacimiento del Hijo y la problematicidad de la identidad y unicidad divina
surgida en consecuencia. Nadie como Hegel supo sacar partido de lo que antes llamamos
(apartado 3.4) ʺel dispositivo Jesúsʺ, el misterio fundamental por el que ʺel lógos se ha hecho carneʺ.
La izquierda hegeliana estuvo especialmente interesada en reconocer en este ʺdispositivo Jesúsʺ un
ʺdispositivo Humanidadʺ, convirtiendo la Historia en el lugar en el que lo lógico alcanzaba su
efectividad, y en el que, de este modo, Dios y el mundo se reconciliaban e identificaban como
espíritu y libertad; pero con ello no hacían sino tensar el pensamiento hegeliano en su posibilidad
más propia. Lo que estamos intentando diagnosticar es más bien que en uno y otro caso se trata
siempre de conceder a una ignorancia epistemólogica inicial una fecundidad lógica respecto al
saber efectivo, de manera que no nos puede extrañar que el reproche de Marx hacia los trabajos
de la izquierda hegeliana se dirija tan minuciosamente a señalar y denunciar que en cada una de
sus respuestas lo que tenemos es una ignorancia transfigurada de otra forma. No estamos frente
al problema de juzgar desde la filosofía los misterios de la religión, sino ante el problema de cómo
un determinado ʺdispositivo Jesúsʺ es capaz de gestionar las relaciones entre el saber y el ignorar.
En conexión a esta temática clave, puede resultar muy instructivo atender a las relaciones que
Hegel ha establecido con la obra de Aristóteles, en la cual, precisamente, la inmovilidad del primer
motor excluye de principio cualquier dispositivo de este tipo. Pierre Aubenque (1974) diagnosticó
certeramente una doble vertiente en la postura de Hegel frente al Estagirita. Por una parte, se
rinde a Aristóteles el mayor homenaje cerrando la Enciclopedia con el famoso texto de la Metafísica;
en el mismo sentido apuntan las elogiosas alusiones del Prólogo de la Fenomenología. Pero, por
otro lado, tan pronto como Hegel se dispone a leer con detenimiento a Aristoteles –como ocurrre
en las Lecciones– el homenaje se convierte en una severa crítica: Aristóteles no satisface ninguna de
las grandiosas expectativas en él encerradas.
Lo interesante es resaltar que mientras que en los homenajes hegelianos no descubrimos sino un
viejo malentendido –que tenía una larga tradición hermenéutica–, debemos, en cambio, a Hegel el
habernos abierto los ojos respecto a la obra de Aristóteles precisamente cuando éste es más
duramente criticado y precisamente contra la interpretación tradicional citada.
En el homenaje de la Enciclopedia, Hegel hace decir a Aristóteles que Dios es ʺactividad que se
dirige a sí mismaʺ –allí donde Aristóteles dice ʺel acto por síʺ, ʺel acto propiamente dichoʺ–y
ʺpensamiento que se piensa a sí mismoʺ, y que en ello reside ʺla vida eterna y mejorʺ (cfr. Met
1072b). Es la tendenciosa traducción de Hegel la que permite convertir al Dios aristotélico en una
prefiguración del Saber absoluto, de tal modo que, en esta supuesta mediación de Dios consigo
mismo, se cuela oportunamente toda la labor especulativa desplegada en la Enciclopedia. El
ʺpensamiento que se piensa a sí mismoʺ es, de este modo, la definición final de un absoluto que ha
tenido que mediarse con toda la realidad para mediarse y coincidir finalmente consigo mismo. De
ahí deriva, en efecto, la interpretación que hace Hegel de la crítica de Aristóteles a la teoría de las
Ideas platónica: ʺLas Ideas y los Números de Platón, siempre en reposo, no hacen nada para pasar
a la efectividad (Wirklichkeit): a diferencia del Absoluto de Aristóteles, que, en su reposo, es al
mismo tiempo la actividad absolutaʺ (VorGeschPhil, XIX: 159/II, 262). Pero, tal y como señala
Aubenque (1974: 106‐107), Hegel no hace de este modo sino combatir a Platón con más de lo
mismo, pues la interpretación del Aristóteles que utiliza como contrapunto es completamente
ʺplatonizanteʺ o ʺneoplatónicaʺ: ʺʹDinamizandoʹ así el acto aristotélico (el cual, precisamente, se
oponía a la dúnamis), atribuyendo a lo Divino las palpitaciones de una Vida que sería a la vez
exteriorización y retorno a sí, Hegel ha cometido el error de tomar al pie de la letra lo que, para
Aristóteles, no es más que una metáfora necesariamente inadecuadaʺ. Hegel convierte el mundo
sublunar en momento de la mediación de la vida pura y eterna de Dios, y, en su búsqueda de un
absoluto capaz precisamente de esta mediación, queda encerrado en los límites de un
aristotelismo neoplatónico.
En 1962, Aubenque había más bien mostrado cómo la consistencia del pensamiento aristotélico
consiste mucho más en un trazado topológico de niveles cosmológicos, que primero son aceptados
como puros hechos y para los que sólo después se busca una mediación ʺexteriorʺ. La metáfora de
Aristóteles sobre Dios no va en la dirección de unificar estos niveles en la vida divina, sino que, por
el contrario, es confeccionada para separarlos. Dios no piensa el mundo al pensarse a sí mismo –de
tal modo que una buena teología contendría la física en su seno–, ni es legítimo ver en esta
ʺfórmula límiteʺ el anuncio de una actividad que sería capaz de desplegarse en todo lo real. ʺLa
totalidad de lo empírico aristotélico es de alguna forma distributiva y no colectiva: si todo es
pensado en su determinación, el todo en tanto que tal no es pensado en su unidadʺ (1972: 109‐
110).
Pero el caso es que es precisamente Hegel quien mejor ha caído en la cuenta de esta particularidad
del ʺno‐ sistemaʺ aristotélico, denunciándola como una insólita deficiencia. En el momento en que
Hegel deja de utilizar a Aristóteles para sus propios fines y decide exponerlo en su conjunto, el
balance contribuye muy eficazmente a arrancar su obra de la interpretación neoplató‐ nica que
dominaba en los homenajes. Hegel se ha negado a inventar con la tradición una coherencia
sistemática a la que Aristóteles se sustrae, por lo que podríamos decir que el auténtico
aristotelismo asoma por primera vez gracias a las críticas hegelianas. Hegel ve con toda claridad
que Aristóteles no ha sabido –o no ha querido– valerse de las posibilidades de unidad sistemática
que le brindaba la caracterización de Dios como ʺpensamiento de pensamientoʺ. En toda su obra
encontramos más bien una mera ʺyuxtaposiciónʺ (Nebeneinan‐ der) de partes y de ciencias, una
topología rapsódica, como ʺrapsódicaʺ es su propia lista de categorías.

Este modo de proceder no presenta brillantez alguna, ya que no parece elevarse hasta la idea … ni
reducir a ella lo concreto y detallado. Pero, si bien Aristóteles, de una parte, no destaca
lógicamente la idea en general …, no es menos cierto que, por otra parte, en él aparece también lo
uno absoluto, la idea de Dios, como algo particular, ocupando su lugar al lado de los demás,
aunque sea toda la verdad. Es algo así como si se dijera: ʺExisten las plantas, los animales, los
hombres, y además, también existe Dios, el ser más eminente de todosʺ (VorGeschPhil, XIX: 151/II
255).

Por haber sido el primero en comprobar –lo que para él era una deficiencia– la ausencia de toda
función arquitectónica de la teología del Primer Motor en el texto aristotélico, señalando la no
fecundidad para la realidad efectiva de la fórmula ʺpensamiento de pensamientoʺ, debe serle
reconocido a Hegel el mérito de haber arrancado a Aristóteles de la prisión de la tradición
comentarista. De ahí que Aubenque pueda rendirle este homenaje: ʺSe podrían multiplicar los
textos aristotélicos, comprendidos incluso los que no cita Hegel, que confirmarían la verdad de la
interpretación hegeliana: en especial los que afirman la incomunicabilidad de los géneros, la
imposibilidad de una ciencia universal, la homonimia del ser, la dualidad mal rematada de una
metafísica general y de una metafísica especialʺ (1974: 113). Porque, en efecto, releida la cuestión
desde el siglo XX, Hegel, negando a Aristóteles las virtudes sistemáticas que la tradición le confería,
le ha separado, ante todo, de su propio sistema, proporcionándonos de alguna manera el antídoto
contra su propio pensamiento (al menos si hemos de seguir aceptando la ecuación de la que
partimos en el apartado 3.1). Demarcando lo que separa a Aristóteles del idealismo, Hegel ha
puesto en libertad para nosotros lo que es, en realidad, su mayor virtud: el haberse negado
tozudamente a una posibilidad lógica que sólo Hegel mismo llegó a explotar hasta sus últimas
consecuencias, pero que tenía ya su tradición en tiempos del Estagirita y que –para Hegel– era ya,
en su raíz, ʺhegelianaʺ sin saberlo.
Hegel acertó, también, al constatar que la ʺexigencia de sistemaʺ sólo fue satisfecha en el
helenismo estoico, si bien, como puede comprobarse en la Fenomenología, ello no podía ocurrir
más que en un sentido puramente formal, a riesgo, esta vez, de renunciar a todos los contenidos y
determinaciones, es decir, a todo ese vasto horizonte en el que se había comprometido
sobriamente, pero con el valor que tiene el entendimiento para mirar lo muerto cara a cara, la
decisión aristotélica. Harán falta todavía muchos episodios en la historia de la filosofía para que el
sistema mismo pueda hacerse cargo de lo que el estoicismo expulsó y Aristóteles trabajó a fuerza
precisamente de no ser sistemático. Pero, una vez planteadas así las cosas, el camino que lleva en
la historia de la filosofía hacia el sistema hegeliano es tan inexorable como el que recorre la
conciencia de la Fenomenología hacia el saber absoluto.
11.5.2. La vida de Dios
En el artículo que venimos citando, Aubenque resumió la deformación hegeliana de la ʺtopologíaʺ
aristotélica en una ʺdialectizaciónʺ de corte neo‐ platónico que consiste en lo siguiente: Hegel
habría aplicado al motor inmóvil de Aristóteles ʺel pasaje bien conocido del Sofista (248e) de
Platónʺ:

¡Y qué, por Zeus! ¿Nos dejaremos tan fácilmente convencer de que el movimiento, la vida, el alma,
el pensamiento, no tienen realmente ningún sitio en el seno del ser universal, que él no vive ni
piensa y que, solemne y sagrado, vacío de intelecto, se queda allí plantado, sin poder moverse?

Lo que estamos intentando mostrar es que el materialismo ha consistido siempre, a riesgo de dejar
de serlo, en negarse a recoger este guante lanzado por el extranjero del Sofista. Pues está muy
claro que Hegel puede convertir la historia de la filosofía en el despliegue histórico de su propio
sistema recogiendo con cuidado todos los momentos en los que se ha aceptado de un modo u otro
la invitación de conceder vida y alma a la divinidad de lo teórico. El materialismo tiene que ver
precisamente con defender la esterilidad de lo lógico, es decir, tal y como se vino antes a concluir, la
esterilidad de la docta ignorancia. Y esto es tanto como negar a lo lógico cualquier fecundidad real,
y por tanto, negarle precisamente toda vida y todo devenir, lo que, en realidad, supone al mismo
tiempo afirmar su eternidad – cosa que la tradición materialista, siempre obsesionada con negar la
existencia de Dios o la inmortalidad, entendió con mucha dificultad–. Schelling, en cambio, sí fue
especialmente sensible a este problema, cuando critica la Ciencia de la Lógica acusando a Hegel de
haber aplicado en el medio lógico un método que estaba pensado para un terreno muy distinto, la
filosofía de la naturaleza, otorgando así a lo lógico una fecundidad que sólo tiene lo real. Por eso,
también, Althusser tiene el máximo interés en que la idea de perro no ladre ni la idea de círculo sea
redonda. Y sintomáticamente, acabamos de ver a Hegel reprochar a las Ideas y a los Números de
Platón su inmovilidad, el que no sean capaces de ʺhacer nada por pasar a lo real y efectivoʺ.
Al huir de todo lo que sonara a eternidad, el materialismo común hacía sitio en su interior, más
bien, al embrión de todo idealismo, viéndose obligado a realizar la consistencia meramente lógica
por algún procedimiento. Por eso desconcertó tanto y, sin embargo, fue tan acertado, el
alineamiento de Althusser en las filas del antihistoricismo husserliano. La autonomía y eternidad de
la consistencia lógica como el aire mismo en el que se desenvuelve lo teórico era, precisamente, la
única forma de evitar que lo lógico devorase en su interior la realidad efectiva, por lo que, en
efecto, tal y como Althusser no cesó de afirmar, el historicismo y el psicologismo se convertían en
los primeros enemigos a los que el materialismo tenía que enfrentarse.
Antes identificamos la esterilidad socrática como la garantía a la que el materialismo no puede
renunciar. Pero ¿qué garantiza, en suma, esta garantía? Lo que se dice cuando uno se niega a
conceder vida alguna o devenir a las Ideas no tiene nada que ver con separar el mundo o lo real en
dos realidades, por una parte la del devenir y por otra la del ser inmóvil del que las cosas sensibles
y móviles sólo serían copia o sombra o degradación. Lo que se está haciendo es afirmar una
separación muy distinta: la separación entre lo real y el conocimiento de lo real. Lo que se está
diciendo es que lo lógico (es decir, lo eterno, lo eternamente verdadero o eternamente falso, lo que
no está en el tiempo ni es una cosa más en el tiempo) es sólo el lugar del conocimiento y nada más.
Que ʺno pasa nadaʺ en el mundo inteligible –que allí ni el perro ladra ni el círculo rueda–quiere
decir sencillamente que las cosas pasan en la realidad y no en el conocimiento de lo real, y que, en
todo caso, el conocimiento cambia algo en lo real sólo porque le añade su conocimiento, no por
otra cosa más profunda. En el mismo sentido, vimos a Kant distinguir el lugar en el que se dan las
cosas y el lugar en el que se piensan las cosas; el primero, la sensibilidad, es el sitio en el que ʺhay
las cosasʺ, en el segundo no están las cosas, sino tan sólo la forma que permite pensarlas.
Estas separaciones fundamentales, como la de Platón o Kant, y también la de Aristóteles, no trazan
una frontera en lo real, dividiéndolo –como quiso entender Nietzsche– en una mundo aparente y
otro verdadero, sino que marcan las fronteras en las que consiste y por las que puede circular la
razón y el lenguaje, distinguiendo entre hablar, pensar, imaginar, conocer o decidir.
El Platón que ha inmovilizado el mundo inteligible no sólo no ha dividido el mundo en dos,
negando al mundo de los hechos sensibles el horizonte del verdadero acontecer; muy al contrario,
lo que ha afirmado es que las cosas no ocurren más que en el mundo sensible, que las cosas pasan
realmente en aquel mundo que se toma a veces por un mundo de sombras e imágenes. Lo que sí
ha separado radicalmente ha sido, en primer lugar, el mundo del conocimiento del mundo.
Negarse a vivificar el espacio lógico en el que navega el conocimiento es tanto como afirmar que
una cosa es que las cosas ocurran y otra bien diferente que sean conocidas. Por eso, como saben
muy bien los antropológos y los psicoanalistas, lo que diferencia a un sueño de un conjunto
científico de teoremas es que en el primero siempre hay algo que estudiar, algo que ha ocurrido o
pasado ahí, mientras que quien despierta del mundo etéreo de la teoría para regresar al mundo de
las cosas no dice que ha estado soñando, sino que, precisamente, ha estado conociendo esas cosas
en cuestión; lo único que científicamente se espera que haya ocurrido ahí es que se haya conocido
más y mejor.
Y, en segundo lugar, en la medida que deja la palabra a Sócrates, Platón ha tenido el máximo
interés en distinguir entre conocer y opinar. La palabra vivida de los mortales es, al fin y al cabo,
una cosa más entre las cosas, que tiene que ser distinguida de la utilización del lenguaje para
cuidar de un lugar en el que se otorga a la cosa el único derecho a la palabra.
Un malentendido fundamental en la interpretación del primer khorismós ha viciado la
interpretación de esta doble articulación, permitiendo adjudicar a Platón no se sabe qué decisiones
ʺidealistasʺ. Por el contrario, la inmovilidad del mundo inteligible es más bien la garantía de un
tozudo materialismo en Platón, que no vendrá a ser corregido más que a raíz de ciertas
invitaciones procedentes de Elea, por la intervención de un viejo Parménides y un inquisitivo
extranjero. Lo que afirma la inmovilidad de las ideas es que la astucia de lo inteligible no es más
que la astucia que hay que poner para conocer el mundo, no la astucia del mundo mismo: la
ʺastucia de la razónʺ es sólo cognoscitiva. La razón no es la astucia profunda de lo real, como ha
querido Hegel, sino, tan sólo, la ʺastuciaʺ–si se quiere hablar así– que nos permite conocer lo real.
Se ven las cosas más claramente si se atiende a qué ocurre una vez que se ha aceptado la invitación
del extranjero del Sofista. Porque lo que ocurre entonces es que el conocimiento deja de ser
propiamente el mero conocimiento y se convierte más bien en un efecto secundario de un
problema más profundo, apuntado precisamente en la cuestión de cómo vive y qué puede ser la
vida de lo divino. La fecundidad de lo lógico vivificado ha sido míticamente nombrada por las
religiones en el mito de la creación, si bien, como se comprobó, esta comparación puede ser
utilizada filosóficamente con muy distintos fines (apartado 11.1). La historia de la filosofía
procedente de Elea se ha hecho cargo de este problema por dos vías muy bien determinadas. En
primer lugar, si lo lógico –lo eterno– tiene que ser fecundo, la ignorancia tiene que poder saber al
ignorar y sabrá más cuanto más ignore. En segundo lugar, lo que tenemos en el misterio del
conocimiento no es tanto el misterio del conocimiento, cuanto el misterio en el que lo real se
genera a sí mismo. Lo fuera del tiempo –lo eterno–, entonces, ya no apunta a algo así como el
conocimiento, sino al lugar en el que están todas las cosas, de modo que regresaríamos de nuevo a
la aseveración paulina ʺen Dios vivimos, nos movemos y existimosʺ. El problema en adelante ya no
es mostrar el misterio del conocimiento, sino el misterio de la vida de Dios, el misterio por el que
Dios puede vivir en su ser otro sin dejar de ser él mismo. Lo que se busca entonces ya no es sólo
decir qué son las cosas, sustituyendo la sintaxis del relato por la sintaxis del verbo cópula, sino un
relato originario de un acontecer eterno y privilegiado.
11.6. Idealismo, poesía y filosofía

Lo que nos hace padecer el presente es la modestia mal ubi‐ cada. La modestia se ha
mudado del órgano de la ambición y se ha instalado en el órgano de la convicción, al que no
estaba destinada. El hombre estaba destinado a dudar de sí, pero no de la verdad; ha
sucedido precisamente lo contrario. … Estamos en camino de producir una raza de hombres
mentalmente demasiado modestos para creer en la tabla de multiplicar.

G. K. Chesterton
11.6.1. Consistencia teórica y consistencia histórica
En este punto preciso, mito y filosofía vuelven a darse la mano, encontrando en la temática de la
vida de lo absoluto un territorio muy específico en el que dejan de distinguirse. El
redescubrimiento de este territorio por parte de los inicios del idealismo alemán, en 1796, fue, de
hecho, saludado por Schelling, Hegel y Hólderlin como un acontecimiento que anunciaba,
significativamente, una ʺmitología de la Razónʺ: ʺLa poesía recibe de este modo una más alta
dignidad, vuelve a ser al final lo que era al principio–maestra de la humanidad, pues ya no hay
filosofía, ya no hay historia, sólo la poesía sobrevivirá a todas las demás ciencias y artesʺ (Holderlin,
1796. Escrito conjunto con Schelling y Hegel, conocido como El más antiguo programa del idealismo).
La peculiaridad de este territorio así acotado para la razón es que en él ya no se contraponen
narración mítica y reflexión lógica. Un mito es el relato primigenio de ciertos acontecimientos
únicos, protagonizados o padecidos por personajes excepcionales y que ocurren en un tiempo
inmemorial y prestigioso. El mito sustrae el tiempo de los acontecimientos del tiempo de los
hombres y se lo otorga illo tempore a los dioses y los héroes. Lo que para los hombres es
costumbre, repetición ritual de lo que sucedió por primera vez, para los héroes fue acontecimiento.
Uno de esos acontecimientos primordiales es siempre, invariablemente, la fundación de la lengua
materna para un determinado pueblo histórico: los antepasados míticos ʺpusieron su nombre a las
cosas y así fundaron nuestra lenguaʺ, por lo que puede afirmarse también que lo que para los
hombres es gramática, para ellos fue frase. Ellos hablaron, en el límite del lenguaje mismo, de un
modo tal que cada frase fundó su propia gramática, al igual que cada una de sus acciones,
realizadas más allá del bien y del mal, decidió lo que en adelante sería nuestra moralidad. Lo que
para nosotros es estructura, para ellos fue suceso. De ahí que el relato mítico se confunda con la
cosmología: todo el horizonte de los eÎdos que puede dar razón de en qué consisten las cosas, todo
el mundo de la determinación, fue para los dioses y los héroes el resultado de su actividad. Ellos
habitaron el arkhé, del mismo modo que nosotros habitamos el mundo así fundado.
Pues bien, en este sentido, tienen razón los tres amigos del Stifi de Tubinga en diagnosticar que
una mitología racional no podría sino poetizar al relato primigenio por el que la razón ha sido,
supuestamente, capaz de otorgarse para sí el mundo de las determinaciones, abriendo una
monumental incógnita para la historia de la filosofía subsiguiente. Lo que se busca ya no es lo
lógico frente a la narración. La alternativa ya no es poesía o filosofía, sintaxis del relato o sintaxis
del ser, sino, de nuevo, un relato primigenio: el relato de cómo vive Dios, de cómo vive lo lógico
mismo. El sistema racional se va a convertir en la poesía por antonomasia y Dios se convertirá en el
relato mismo. El proyecto del idealismo es así presentado como una ʺnueva religiónʺ: ʺMientras no
hagamos estéticas, es decir, mitológicas, las ideas, ningún interés tienen para el pueblo, e
inversamente: mientras que la mitología no sea racional, el filósofo tiene que avergonzarse de
ella.ʺ
Gracias al inolvidable trabajo de Havelock (Prefacio a Platón, 1963) y de la escuela que nació de él,
podemos reconocer como muy antigua la encrucijada en la que se disponen tales posibilidades
teóricas. El siglo V griego viene marcado por una compleja coyuntura que sólo logra hacerse
patente al advertir que Grecia había sido hasta el momento y, aún seguía siéndolo de forma
general, una cultura oral, en la que, de forma no más misteriosa que en cualquier otra cultura de
las estudiadas por la etnografía, la poesía era el único archivo de la palabra y el verso, la danza y el
acompañamiento musical la única materialidad del discurso disponible. El ideal del rey filósofo de
Platón, como aquel modelo político en el que se trata precisamente de que gobierne la razón, de
que gobiernen, pues, las leyes, aparece de este modo mucho más cercano a nuestra realidad
ilustrada que la propia realidad política de la Grecia clásica, en la que la figura del rey poeta es la
predominante y en la que–como ocurre en general en todas las sociedades en las que la escritura
alfabética no existe o no ha logrado letrar a la población– la voz del gobierno e incluso la voz militar
no encuentra otra posibilidad mnemotécnica que la poesía. Homero –la épica en general y también
el teatro ático en su momento– funcionó, de este modo, para los griegos como la verdadera
enciclopedia tribal del pueblo histórico griego. Havelock demostró fehacientemente cómo la
tecnología verbal de la oralidad obliga al discurso a ceñirse a los límites del relato, de modo que
incluso los datos geográficos tienen que ser inscritos en el marco de una aventura animada que
contrasta vivamente con la neutralidad y sequedad de los listados que luego pudieron ser
conservados en la enciclopedia escrita.
En el seno de esta paideia de la oralidad, basada en el verso, la música y la danza como único
recurso mnemotécnico, la irrupción de la escritura conllevó la posibilidad de que discurso y poesía
se divorciaran por primera vez, de modo que el relato, y en este sentido, el tiempo, dejó de ser la
única sintaxis posible. Así surgió la posibilidad de una sintaxis lógica, en virtud de la cual las cosas ya
no sólo pasaban y ocurrían sino que también eran algo que podía ser dicho. Si el tiempo es la
sintaxis de la oralidad, la sintaxis de lo lógico es la eternidad. Se aclaraba así que Platón viera en el
teatro y la poesía la competencia más perniciosa para los trabajos de la Academia, y que, en la
República, hubiera incluso propuesto censurar o prohibir la poesía homérica y el teatro, así como
determinados ritmos musicales. Una cultura oral no puede ni recordar ni pensar proposiciones
matemáticas, pues su propia tecnología verbal sería incapaz de conservar, por ejemplo, el teorema
de Pitágoras sin dramatizar la relación entre los catetos y la hipotenusa, es decir, sin relatarlo como
un acontecimiento más o menos privilegiado.

Igualmente imposible resultará una epistemología capaz de optar entre lo lógicamente (y por
tanto, eternamente) verdadero y lo lógicamente (y por tanto, eternamente) falso. … En una cultura
oral todo ʺconocimientoʺ se hallará sometido al condicionamiento del tiempo, lo cual viene a ser
como afirmar que en dicha cultura no puede darse el ʺconocimientoʺ tal y como nosotros lo
entendemos ahora. Es a ese rasgo de la mentalidad homérica al que se dirigen tanto Platón como
otros pensadores preplatónicos,solicitando que el discurso del ʺdevenirʺ –la interminable sucesión
de hechos y sucesos– sea reemplazado por el discurso del ʺserʺ –el de las expresiones que, en jerga
moderna, llamaríamos analíticas, libres de todo condicionamiento temporal. En la filosofía griega,
el enfrentamiento entre el ser y el devenir no arranca, en principio, del tipo de problemas lógicos
característicos del pensamiento más elaborado, ni mucho menos lo ponen en marcha la metafísica
o el misticismo. El enfrentamiento entre ser y devenir se produce por primera vez cuando cristaliza
la demanda de que la lengua y la mente de los griegos rompan con el legado de la poesía, ese flujo
rítmico de imaginería aprendida de memoria, sustituyéndolo por la sintaxis del discurso científico –
con independencia de que éste sea de orden moral o de orden físico (1963: /174).

De este modo, la problemática Ser y Devenir no es una oposición lógica o metafísica, sino una
brecha abierta entre filosofía y relato, o, si se quiere, entre matema y poema. La separación
platónica entre dóxay epistémeabre, en realidad, una diferencia, de la que nació eso que llamamos
razón occidental, entre ʺcontar el mundoʺ y ʺconocerloʺ. Borrar la frontera entre lo histórico y lo
científico es sencillamente negar a la ciencia la sintaxis de la que ha nacido. Obviamente esto no
tiene nada que ver con el hecho evidente de que la ciencia tiene, como cualquier otra realidad, su
historia. Pero el camino de búsqueda de la verdad, en adelante, no coincide con el camino de la
verdad misma encontrada. La historia del teorema de Pitágoras no decide nada sobre su verdad o
falsedad, y no es el historiador sino el matemático quien tiene allí la palabra. La crítica de Husserl al
his‐ toricismo y al psicologismo no hacía, en este sentido, sino reproducir en el siglo XX una
coyuntura en la que la filosofía, desde sus orígenes, no ha cesado de explicar que su consistencia
sintáctica no es temporal:

En general, los fines de la vida son de dos especies: unos para el tiempo, otros para la eternidad. La
ciencia es un título de valores absolutos, intemporales. En interés del presente no podemos
sacrificar la eternidad. Las cosmovisiones pueden litigar, sólo la ciencia puede decidir y su fallo lleva
el sello de la eternidad. La personalidad se dirige a la personalidad. Pero la ciencia es impersonal.
Sus colaboradores no necesitan sabiduría, sino talento para la teoría. Sus contribuciones
enriquecen el tesoro de valideces eternas que llegará a constituir la felicidad de la humanidad
(Husserl, E., 1910‐1911:/105‐106).

Sin embargo, Husserl, al igual que Althusser, ha tenido que enfrentarse a una posibilidad inédita en
el no reconocimiento de la eternidad de lo lógico, un historicismo peculiar que ha sido, no tan
paradójicamente como podría parecer, la consecuencia directa del tratamiento vertido por el
idealismo alemán sobre la consistencia lógica. Pues el idealismo no ha negado esa eternidad; más
bien lo que ha hecho ha sido encontrar un recurso por el que la eternidad misma de lo racional
volvía a tender sus brazos hacia el poema histórico, como una respuesta genial a la incógnita
planteada en 1796 bajo el título de una mitología racional. El idealismo ha encontrado en lo
espiritual la posibilidad de una eternidad capaz de moverse y retornar sobre sí misma, convirtiendo
la historia misma en un drama lógico, fórmula, en realidad, no menos sorprendente que la de un
lógos hecho carne. Es por eso por lo que el historicismo criticado por Husserl y Althusser en las
filosofías de la historia, con todas sus cosmovisiones y sus espíritus del pueblo, presenta una nueva
cara: pero el que la mitología retornara en esta ocasión bajo forma racional no les impidió
descubrir cómo se había igualmente atentado contra la consistencia misma de lo teórico, borrando
la frontera entre lo ideológico y lo científico.
11.6.2. Lo lógico como el mito verdadero
La composibilidad lógica del mundo introduce en él lo intemporal. Así diagnosticábamos antes el
descubrimiento fundamental por el que debemos a Grecia la historia de la filosofía y de la ciencia:
las cosas no sólo pasan o suceden, sino que también son algo. De ahí que Havelock y su escuela
acertaran plenamente en resaltar que la batalla fundamental en la que están enfrascados Sócrates
y Platón, por encima de su polémica con los sofistas, es la ʺmuy antigua desavenencia entre
filosofía y poesíaʺ (Rep, 607 b). La poesía edifica el relato de lo que hay. Su sintaxis es la narración y,
en último término, el tiempo. Un mito es el relato de lo que sucedió y de lo que sucede. En el
horizonte poético las cosas se entrelazan unas con otras porque se cruzan en el espacio y en el
tiempo de un modo que puede ser contado o relatado. La composibilidad de las cosas mediante el
verbo ser es, en cambio, intemporal.
Pero lo eterno en el mundo podría ser el lugar en el que todas las cosas se mueven, viven y existen.
Y en ese sentido, la composibilidad lógica se convierte en el verdadero relato que acontece en este
mundo. Lo único que queda entonces por explicar es por qué, entonces, las cosas suceden en el
tiempo además de suceder en lo lógico, lo que míticamente hablando es tanto como preguntar por
qué Dios, que lo es todo, se ha hecho acompañar de un mundo sin por eso dejar de ser todo. Todo
ello implica que, en adelante, la filosofía asume el cometido de contar las cosas de modo que relato
y lógica dejen de contraponerse, mostrando que, en efecto, la lógica misma es el verdadero relato.
Lo que en el plano mítico significa que la vida de Dios resume o se hace cargo de todo acontecer en
el mundo. Pero este hacerse cargo implica, también, desde luego, como ya vimos denunciar a
Schelling en 1809, hacer cargara Dios con todo el peso de la naturaleza y el mal.
La esterilidad de lo lógico, por el contrario, convierte la eternidad en el vacío absoluto. Lo lógico es,
en ese sentido, un agujero de nada abierto en un mundo que discurre fuera de él. La
composibilidad lógica del mundo, entonces, no es en absoluto el acontecer mismo de lo real, sino
sencillamente el conocimiento de lo real. Insistimos de nuevo en que el punto crucial a partir del
cual estas dos posibilidades lógicas divergen no es una decisión temática o metafísica. Hemos
derivado antes todo el problema de la relación misma que se establece entre la ignorancia y el
saber. Sócrates introduce la exigencia de composibilidad lógica en el mundo introduciendo en las
calles la pregunta ¿qué es A? Pero afirma que con ello sólo ha introducido la ignorancia y se niega a
que esa ignorancia sepa otra cosa que su propia ignorancia. Precisamente por eso tiene la forma
de pregunta. Introducir lo lógico en el mundo es introducir una forma específica de preguntar, que
no busca cosas o partes de las cosas, sino aquello en lo que las cosas consisten, aquello que son.
Pero lo lógico pregunta al mundo precisamente porque no es capaz de producirlo en su interior. Y
es así por lo que el efecto de este preguntar da lugar en el mejor de los casos a un conocimiento.
Si, por el contrario, la pregunta misma pretende saber queda postulado que el ʺesʺ de las cosas es
la verdadera cosa en su verdadero acontecer: Dios en uno de sus momentos. La cuestión ya no es
propiamente la cuestión del conocimiento, sino la cuestión de cómo Dios ha tenido que pasar por
ese momento para ser lo que es. Lo lógico ya no es el lugar del conocimiento de las cosas, sino el
lugar mismo de las cosas.
Y, de algún modo, esta posibilidad también había sido prevista en la situación griega a la que nos
hemos referido. En la obra de Platón se cruzan respecto a la cuestión de aquello que significa saber
e ignorar, varias tensiones en una difícil coyuntura. Sócrates y los sofistas, frente a los poetas,
representan la Ilustración helénica que pretende arrancar a la oralidad y el mito el monopolio de la
paideia griega. La alternativa separa entonces la sintaxis narrativa de la sintaxis lógica. Pero por
otra parte, Platón mismo siente la tentación de convertir la sintaxis lógica en la verdadera
narración. Si antes los textos de Platón habían utilizado mitos para explicar lo que no había forma
de hacer entender, ‐la nueva consistencia de lo teórico–, a partir del impulso del Parménides, la
teoría empieza más bien a proponerse como único medio de contar, por una vez, un mito
verdadero.
La lógica, por sí misma, no puede saber sino negando, lo que convierte al poder de lo negativo,
para toda la herencia de este impulso platónico en el que Sócrates ha perdido ya todo
protagonismo, en el verdadero poder que mueve este mundo. La ignorancia sólo está segura de
ignorar, y por tanto no tiene otra vía para hacerse cargo de las determinaciones que la negación. Si
la ignorancia tiene que saber es, entonces, porque toda determinación es negación. La teología
negativa es el momento histórico que mejor se hizo cargo de este problema que reducirá todo
quehacer lógico en la negación. Del mismo modo, hemos visto a Schelling calificar el ʺepisodioʺ
hegeliano como una mera sofis‐ ticación de esta teología resumida en el título inquietante de
ʺfilosofía negativaʺ. Si lo lógico tiene que ser fecundo, esta fecundidad sólo puede ser la fecundidad
de lo negativo: lo lógico no puede aprehender lo que es, sino meramente ʺlo que no se puede no
pensarʺ (Schelling, 1834, IV E: 459). Pero si no queremos el ʺmero serʺ, si solicitamos el ser que es o
existe, lo lógico tiene que pedir prestada a otro su fecundidad y entonces esta fecundidad no puede
tener otro nombre que sensibilidad. Pero una razón sensible, una razón finita es una razón
cognoscente, ya no una razón creadora.
11.7. La materialidad de lo lógico
11.7.1. El conocimiento como realidad material
Lo que ahora interesa señalar es que, tras haber separado insistentemente la lógica y lo real, se
hace preciso aislar la realidad misma de lo lógico. Lo que más podría escandalizar a Hegel es ver
tratado el conocimiento como una mera facticidad entre otras, como una realidad ʺyuxtapuestaʺ a
las demás. Así es como hemos visto que ocurría con el Dios de Aristóteles, según su opinión en
este caso acertada. Aristóteles ha colocado lo universal ʺcomo un particular másʺ, no ha sabido
hacer vivir lo particular en lo universal.

Parece como si se limitase a filosofar sobre lo concreto, sobre lo particular, sin destacar qué es lo
absoluto, lo general, qué es Dios, pues pasa siempre de unos detalles a otros …. Aunque para ello
recorra toda la masa del mundo de las representaciones, sólo parece buscar lo verdadero en lo
particular, sólo parece reconocer una serie de verdades particulares (VorGeschPhil, XIX: 151/11,
255).
El universal aristotélico es inerte, es una realidad más en la realidad. Lo mismo que dice Hegel del
Dios de Aristóteles puede decirse del conocimiento: el conocimiento es una realidad más entre
todas las demás. Pero lo es como conocimiento, sin perder su especificidad. La separación que antes
hemos afirmado tiene que ser mostrada como la causa profunda que hace al conocimiento,
precisamente, tener unas condiciones materiales de existencia, ser una realidad tan material como
cualquier otra, al tiempo que conserva su asombrosa especificidad: su realidad consiste en no ser
nada real, en ser el conocimiento de lo real. Es por el contrario si se busca una ʺmediaciónʺ capaz
de suplir el khorismós cuando el conocimiento no sabe permanecer como mera realidad
yuxtapuesta a las cosas de este mundo, y se arroga el papel de espacio de todo lo real, de
verdadero t ó pos en el que toda efectividad es ʺeliminada y conservadaʺ, es decir, en vida de la
totalidad.
Fue marcadamente en este punto ‐intentando, por demás, arrancar a Marx del universo hegeliano‐
en el que Althusser ‐que había tan ʺhusserlianamen‐ teʺ combatido toda concepción historicista de
lo teórico, afirmando la eternidad de lo lógico‐ inventó, para un público atónito, el concepto de
ʺpráctica teóricaʺ, especialmente diseñado para resaltar que todo proceso teórico tiene condiciones
materiales de existencia y que el discurso lógico posee como cualquier otro su materialidad
discursiva. Althusser fue en general muy mal comprendido a este respecto y hoy lo es todavía más.
Pero su descubrimiento, aquí como en otros casos, no tenía nada de nuevo, y no sólo por ceñirse
estrictamente a la literalidad marxiana de la Introducción de 1857, sino porque el problema había
recorrido toda la historia de la filosofía desde el seno de la Academia de Platón, encontrando su
momento más crucial en los aspectos del ʺpseudosistemaʺ aristotélico destacados críticamente por
Hegel. Toda la temá‐ 2JI tica ʺestructuralistaʺ y ʺfoucaultianaʺ respecto a las condiciones de
existencia del saber o el discurso, fundamentalmente en un pensamiento francés obsesionado con
poner un pie fuera de Hegel, no había surgido de la nada. Es desde los comienzos profundos de la
historia de la filosofía como es preciso comprender que aquellos que afirmaran la ʺeternidad
sincrónicaʺ de lo teórico–siendo tan desafortunadamente acusados de pretender detener la
historia o paralizar el movimiento a golpe de estructura‐ fueran los primeros en aceptar la tesis
foucaultiana de que ʺcualquier cosa no puede decirse en cualquier épocaʺ, y fueran también los
mismos que más atención prestaron al estudio de la historia de las ciencias atendiendo,
precisamente, a las condiciones materiales de la discursividad. Idénticas observaciones se podrían
hacer a la escuela de Havelock antes citada, que, como hemos comprobado, ha investigado
minuciosamente las condiciones de existencia del discurso lógico, centrando su atención en la
escritura, y comparándolas con la materialidad discursiva de la oralidad, que encuentra en el verso,
en la rítmica repetitiva del sistema nervioso y en el cuerpo mismo su imprescindible soporte
material.
Una ley científica es, como cualquier otra proposición, algo que se dijo en un determinado
momento de la historia, un descubrimiento que coincidió o derivó de otros que también tuvieron
su historia y que operaron como condiciones de existencia para la producción de este tipo de
verdades. Pero el orden de la búsqueda de la verdad, hemos dicho, no coincide con el orden de la
verdad: la historia de esa proposición no añade nada a su verdad o falsedad. En ella, la historia no
ha hecho sino sentar las condiciones en las que podía ser pronunciado un enunciado que es
eternamente verdadero o eternamente falso, y la historia de la ciencia subsiguiente no puede, en
todo caso, sino disputar sobre esta verdad o falsedad eternas, mostrando por ejemplo que sólo en
determinadas condiciones euclídeas o limitadas es eternamente verdadera, siendo eternamente
falsa fuera de esos límites. Ninguna verdad deja de ser absoluta por ser relativa a sus axiomas y
mucho menos por haber sido pronunciada en la historia.
En este sentido, hemos afirmado que la consistencia lógica es ajena –inde–pendiente– del espacio
y el tiempo, incluso cuando se trata de decir algo consistente sobre una realidad temporal o
histórica, como la Revolución francesa. Aquí la asunción de la ʺeternidadʺ o ʺdivinidadʺ de lo lógico
coincide con la necesidad de separarlo de toda realidad: lo lógico no es una cosa más en este
mundo porque un transcurrir o despliegue lógico no es un transcurrir físico o histórico. Ahora bien,
esta separación radical entre lógica y realidad puede traducirse, como ya se vio, en dos
problemáticas distintas, una de las cuales es la del conocimiento, mientras la otra nos impele a
conservar la huella de esta separa‐ ción en la distinción entre lo verdaderamente real y lo
meramente real. En este último caso, lo lógico adquiere una fecundidad que lo convierte en el
lugar de todas las cosas, un ʺlugarʺ que sustituye el ʺespacioʺ por la ʺrazónʺ, de modo que
ʺlocalizarʺ se convierte de este modo en causar y dar razón. Es cierto que la ʺseparaciónʺ, entonces,
se desvanece, al tiempo que lo lógico se vivifica y se hace pasar por el verdadero acontecer, pero
permanece el rastro de la separación en la afirmación de que lo lógico no es, de todos modos, una
vida más, sino la vida del todo, que el transcurrir lógico no es una temporalidad en lo temporal,
sino la verdad del tiempo, etc. De modo que puede afirmarse: si lo lógico cobra vida, entonces su
vida es superior en dignidad a cualquier otra vida, es el lugar de toda vida, el lugar de todas las
cosas en general. Si lo lógico fuera algo real, no sería una realidad cualquiera, sino la realidad
misma sub specie aeternitatis. Su efecto no sería el conocimiento, sino algo así como la generación
misma de lo real.
Sólo si lo lógico –lo eterno– permanece incapaz de cualquier fecundidad real, es decir, sólo si
permanece completamente separado de la vida de las cosas, entonces su eternidad se muestra
como mero conocimiento y no como ese verdadero tópos de las cosas en el que localizar sería tanto
como razonar. Mientras el concepto de perro no ladre, el concepto de perro no será sino el intento
de conocer lo que son los perros.
Pero, precisamente por esta separación radical entre lo real y su conocimiento, el efecto lógico
llamado conocimiento se convierte en una realidad más entre otras, una realidad que ya no ocupará
el lugar de verdadera historia, sino que, sencillamente, tendrá su historia en la historia. Como ya
hemos visto desde el capítulo 3, no hay aquí más contradicción, paradoja o dificultad que la de
comprender la peculiaridad y especificidad de ese efecto‐razón que Grecia vino a ʺsumarʺ a la
historia de la civilización y la naturaleza. La separación absoluta de lo real es precisamente la que
impide a lo lógico ser lo real mismo sub specie aeternitatis, y por tanto lo que permite al efecto
conocimiento ser una realidad más entre otras, cuya especificidad es precisamente la aludida
separación. Si suprimimos o mediamos la separación, en cambio, hacemos algo muy distinto que
convertir el conocimiento en una realidad cualquiera más –como la ciudad universitaria es una
realidad entre otras‐: porque, sin la separación, lo lógico no sabe ser una mera realidad, se
convierte en el lugar de toda realidad. Lo lógico no es nada real, y por eso el efecto lógico llamado
conocimiento es una realidad más entre las realidades –cuya especificidad es, precisamente, la de
no ser nada real a excepción de ser el conocimiento de lo real.
Lo único que puede ʺpasarʺ en el mundo inteligible es que se conozca lo que hay que conocer.
Hemos visto que las Ideas no pueden tener propiedades épicas. Que ocurran cosas es algo que
sólo puede pasar en el mundo de las cosas. Las cosas ocurren en el tiempo y el espacio, eso es
todo. En el espacio lógico no pasa nada. Pues bien, ésta es la garantía de que en el mundo hay una
cosa especial que pasa de forma muy especial: el conocimiento. Desde la ocurrencia del extranjero
de Elea se ha sospechado, en cambio, lo siguiente: en ese lugar del conocimiento podría ocurrir
algo que fuera la transcripción racional de todos los mitos, de todos los aconteceres y relatos... un
relato privilegiado, épica de todas las épicas.
11.7.2. Instrumento y abstracción. El ʺdiscurso del métodoʺ de 1857
La Introducción generala la crítica de la economía política de 1857 fue caracterizada por Althusser
como el ʺDiscurso del métodoʺ de Marx y utilizada para mostrar la forma en la que éste se había
separado en un mismo movimiento del empirismo ‐anulando de paso el falso problema de una
teoría del conocimiento‐ y de Hegel. El modelo teórico que propuso Althusser para la comprensión
de este texto fundamental no ha sido suficientemente tomado en serio, pero era esencialmente
correcto. Althusser había aprovechado la ocasión para concebir el proceso del conocimiento como
un modo de producción peculiar que lo que se propondría producir serían, precisamente,
conocimientos. Esto fue lo que obligó a introducir el concepto de una práctica teórica. En toda
producción hay una materia prima de la que se parte, unos medios de producción determinados y
un producto elaborado al que se llega como resultado. El problema surgía al pensar las
peculiaridades de una práctica que lo que se propone es producir un efecto tan extraño como un
conocimiento.
Lo importante era resaltar, como hacía Althusser, que, en el momento de designar la materia prima
de la práctica teórica hay por parte de Marx una coincidencia de principio con Hegel,
absolutamente primordial, que le separa de todo posible empirismo. El proceso teórico no parte de
lo concreto y camina hacia lo abstracto, sino que ʺse eleva de lo abstracto a lo concretoʺ. Por otra
parte, Marx nos ha dicho que ese proceso consiste en un trabajo de elaboración que transforma
ʺintuiciones y representaciones en conceptosʺ, de lo que Althusser sacaba la conclusión inevitable
de que la intuición y la representación directamente vivida era entendida por Marx como el
máximo nivel de abstracción. Así, como conceptos, el concepto de ʺfrutaʺ o el concepto de
ʺpoblaciónʺ o de ʺtrabajoʺ son meras abstracciones, producidas por prácticas no teóricas, prácticas
agrícolas, mágicas, tribales, económicas, etc., que forman el entramado de lo vivido. Estas
abstracciones, sin embargo, señalan supuestos objetos y realidades concretas que son
precisamente los que se ha propuesto conocer. Un concepto ideológico nos hace tomar conciencia
de un conjunto de hechos y realidades existentes, pero sin proporcionarnos los medios para su
conocimiento. La ideología no es conocimiento, sino conciencia del mundo y su correlato es, pues, el
mundo vivido; su horizonte es práctico‐social, no teórico. Para la ideología las cosas son prágmata,
sólo para el comportamiento teórico, que se limita a verter sobre ellas la pregunta ¿qué es..?., las
cosas son entes. Este tejido de practicidades que es la ideología está trenzado con imágenes y, sin
duda, con conceptos, pero éstos son completamente abstractos; el problema es que la ideología
toma este horizonte imaginario y abstracto por el mundo mismo, sin sospechar que, en el caso de
que el comportamiento científico se vertiera sobre él específicamente, lo que saldría a la luz no
sería el mundo, sino un sueño más a estudiar por la antropología o la mitología.
Pero el trabajo teórico trabaja esas abstracciones, también, a propósito del objeto real señalado, con
la pretensión de producir su conocimiento. El conocimiento discute, pues, con el conocimiento
anterior y, en último término, con conceptos aportados por prácticas no teóricas, puramente
ʺideológicasʺ, a propósito del objeto real y concreto, pero sin poder jamás partir de él. Todo ocurre,
en efecto, ʺen el pensamientoʺ, con la intención de generar una ʺapropiación teóricaʺ de lo concreto
real, es decir, con la intención de producir un ʺefecto conocimientoʺ.
No es preciso insistir mucho en que el término intuición no funciona aquí como en Kant, si bien la
postura general de este texto puede ser caracterizada, como hicimos en el apartado 4.10, como
muy kantiana. Pues aquí no se trata de una intuición ʺciegaʺ sin concepto, es decir, no se trata de
un elemento constitutivo o trascendental del saber, si no de una realidad, de un saber, en concreto
de esa realidad a la que llamamos ideología. Es decir, lo que está en juego es un horizonte en el
que la intuición pretende saber. El drama es, en efecto, el que permite a Hegel disparar todo el
desarrollo de la Fenomenología a partir de la certeza sensible, a la que trata como mera intuición y a
la que, sin embargo, pregunta –cosa que no haría nunca Kant– qué sabe, qué dice cuando señala a
un esto concreto; es obvio que entonces la intuición que señala lo concreto no sabe, sin embargo,
sino lo más abstracto: en realidad, saber, no sabe nada.
El proceso teórico parte siempre de este horizonte tejido de abstracciones. Pero, advierte Marx, el
conocimiento ʺes un producto del pensar y del concebir, de ninguna manera un producto del
concepto que piensa, que se engendra a sí mismoʺ. O sea, entre la abstracción inicial –que
Althusser llamó Generalidad I (G I)– y la abstracción capaz de apropiarse teóricamente de lo
concreto (G III) hace falta pensar un trabajo teórico que en modo alguno puede ser entendido
como una fecundidad dialéctica o un desarrollo propio de la G I. La fecundidad de la G I es, desde
luego, innegable, y acaso pueda funcionar como Hegel pretende, pero su producto no es el
conocimiento sino ese hablar de la ignorancia que pretende siempre saber y que termina por
constituir ese macizo de evidencias al que llamamos ʺideologíaʺ. Para que la G I se transforme en G
III, es decir, para que se produzca el corte que separa a lo ideológico del resultado científico, hace
falta la intervención de unos conceptos de naturaleza enteramente distinta, producidos
específicamente por la práctica teórica para poner fuera de juego las evidencias propuestas en el
punto de partida y para trabajar todo ese material abstracto inicial en orden a producir conceptos
capaces de dar cuenta de qué es lo que se estaba desde el principio señalando. Estos nuevos
conceptos abstractos que entran en juego –lo que Althusser llamó G II– no provienen de ninguna
fecundidad que la G I contuviera ʺen síʺ: son los que componen lo que suele llamarse una ʺteoríaʺ o
un ʺmétodoʺ científico, y han sido producidos por un trabajo completamente ajeno y exterior al
trabajo que lo real vierte sobre sí mismo y a la forma en la que lo ideológico elabora sus
representaciones. Estos conceptos son el producto específico de la comunidad científica que ha
trabajado en unas condiciones materiales de existencia determinadas y que, en cada momento
histórico, ha logrado proponer unos medios de producción teóricos capaces en cada caso de
producir el corte entre lo ideológico y lo científico.
Esta exterioridad material de la G II es la que separa radicalmente a Marx de Hegel. Es verdad que
el proceso teórico no parte de los datos concretos que sólo podrían provenir de lo directamente
vivido para encaminarse hacia el conocimiento por medio de la abstracción científica. Un concepto
científico es siempre mucho más concreto que cualquiera de las vacuas abstracciones que propone
la experiencia vivida. El mito empirista de unos puros datos de realidad desde los que se iniciaría el
proceso teórico ha sido destruido al señalar que esos supuestos datos tan particulares y concretos
son siempre nociones generalísimas y vacías de contenido que otras prácticas han siempre ya
puesto en juego por otros caminos. La antropología, entre otras ciencias, podría muy bien
ocuparse, por ejemplo, de las prácticas alimentarias, las técnicas agrícolas, los rituales mágicos, las
creencias religiosas, etc., que se han dado cita en la elaboración de un concepto como el de ʺfrutaʺ,
que para la botánica no sería sino una abstracción inutilizable.
Ahora bien, también es cierto que, a propósito de los objetos reales señalados por este tipo de
abstracciones, no hay ninguna línea de continuidad entre la G I y la G III, es decir, entre la vivencia
de lo real y el conocimiento de lo real. Y tampoco hay ningún posible trabajo de la historia que
pudiera originar en la G I el surgimiento de una G II capaz de transformarla en G III. La historia de
la ideología y la historia de la ciencia están constantemente en diálogo y operan la una y la otra
muchas veces y en muchos sentidos como condición de existencia la una de la otra; pero están
separadas por un corte fundamental que hace que desde ningún punto de vista se pueda convertir
a la segunda en la maduración profunda de la primera. La ciencia no trabaja como lo hace la
historia misma –y las ideas no son, después de todo, sino realidades en la historia–, ni su trabajo es
la continuación suprema o la culminación del curso histórico. La ciencia es el resultado del trabajo
de elaboración de conceptos de la comunidad científica y ésta no trabaja concentrando todas las
potencias históricas, sino arrancando a la historia misma un recinto para trabajar autónomamente,
y en último término, arrancándole una asignación de recursos económicos y materiales para un
trabajo teórico que la historia por sí misma jamás llegaría a realizar.
De este modo, confirmando lo ya expuesto en el apartado 4.10, llegamos ahora a la conclusión de
que es precisamente la eternidad de lo lógico en tanto que atmósfera en la que realmente se
mueve la comunidad científica, arrancándose al tiempo histórico, lo que, no tan paradójicamente,
garantiza precisamente la comprensión de la materialidad de lo teórico y de la propia historia de la
ciencia en tanto que tal, de modo que ésta no pueda reducirse a una condensación o continuación
privilegiada de la historia en general. En el apartado aludido advertíamos ya cómo, por el contrario,
lo más característico del idealismo era haber pensado una eternidad lógica lo suficientemente
potente para albergar en sí el tiempo histórico, de tal modo que, en una versión inédita y
sorprendente, era en cualquier caso el historicismo el que volvía a tomar la palabra, borrando,
también por este camino, la frontera entre lo ideológico y lo científico.
El acierto de Althusser fue insistir en entender la llamada G II como ʺmedios de producciónʺ al
tiempo que se reseñaba la dificultad implícita en que estos medios de producción se propusieran
producir precisamente conocimientos. Los medios de producción teórica no son medios técnicos, es
decir, medios para producir un objetivo predeterminado. Es una fuente de errores teóricos muy
habitual utilizar esos medios como un ʺmétodoʺ que puede ser aplicado en cualquier sitio con tal
de que produzca las modificaciones esperadas en el objeto, como, por ejemplo, cuando la tradición
marxista se empeñó en ʺaplicarʺ el método dialéctico a la naturaleza, satisfecha así de que,
mediante ese filtro metódico, todo apareciera naturalmente animado por la contradicción; todo ese
empeño no produjo ningún conocimiento, sino que añadió un mito más a este mundo, una
colección de imágenes en la que toda una tradición se permitió soñar dialécticamente.
El medio de producción teórica se propone conocer lo señalado por la materia prima de
abstracciones propuestas por la experiencia, no se propone modificar éstas para que tengan una
forma predeterminada. El objetivo de la práctica teórica es el conocimiento y, por tanto, sólo puede
proponerse producir teóricamente el objeto que ya existe realmente, producir, pues, un efecto‐
conocimiento. El ʺconcreto de pensamientoʺ que es su resultado y que aparece como conocimiento
del objeto real propuesto, no es modelado por esos medios de producción más que a propósito de
ese objeto real, que, en realidad, es o debería ser el único ʺmétodoʺ de iure de la investigación. Así
ocurre con todos los instrumentos científicos. Éstos se caracterizan, ante todo, por no ser
instrumentos técnicos –aunque sean técnicamente complejísimos–. Se caracterizan, más bien, por
todo lo contrario: por poner fuera de juego otros instrumentos que siempre toman la palabra
cuando se señala ideológicamente un objeto, cuando se vive un objeto o cuando simplemente se lo
ve (con los ojos, un instrumento, en efecto, también muy complejo, muy eficaz técnicamente, pero
muy criticado en cuanto a su competencia teórica, al menos desde que Descartes logró
transformar en álgebra la geometría); un instrumento científico sirve para anular todos los
instrumentos inconfesados que se proponen a la investigación teórica y que, con la promesa de
proporcionar conocimientos, elaboran siempre, mediante ocultos dispositivos, resultados técnicos
cuyos productos serán siempre imágenes o representaciones de cualquier tipo. Es obvio que el
famoso telescopio de Galileo y, aún más, el impresionante desarrollo técnico que lo ha convertido
en el Hubble de nuestros días, no tenía por función producir una interferencia entre nosotros y el
cielo, sino, al contrario, suprimir todas esas interferencias ʺtécnicasʺ que por el funcionamiento de
nuestro ojo nos separan de la Luna. Lo mismo hace cualquier teoría científica respecto a la
complicada maquinaria de nuestro tejido de vivencias. Toda la técnica desplegada por la
comunidad científica no tiene otro objetivo que el de poner fuera de juego los instrumentos de la
imaginación, la fábrica de todos los sueños sobre el mundo. Por eso, un concepto es todo lo
contrario de una imagen en este mundo. La ciencia no produce un sueño más para este mundo.
Produce, como hemos venido diciendo, una nada en la que el mundo puede mostrarse. Preci‐
samente porque la ciencia siempre trabaja la nada., su trabajo nunca es ni puede continuarse en
modo alguno desde el tiempo histórico en el que transcurren sus objetos. Precisamente porque el
científico parte siempre de un papel completamente en blanco, desde el que sentar sus axiomas,
no puede esperar que la continuación del curso histórico sobre su mesa de trabajo haga sus
descubrimientos por él. Y precisamente por eso, también, depende tan a vida o muerte de todas
las victorias históricas en las que otros científicos lograron arrancar a la historia ese recinto en el
que se espera que la historia no intervenga.
Quizá sean estas reflexiones suficientes para hacer patente que la aseveración del historicismo
vulgar que siempre insiste en que no hay nada que no tenga su historia es la peor forma de
defender la historia de la ciencia. Si todo es histórico, entonces, es verdad, ʺtodo es históricoʺ, pero
no hay historia de la ciencia, porque no hay ciencia. Es por lo que recordábamos antes que los
mayores logros en materia de la historia de la ciencia provinieron del lado de una epistemología
materialista –a la que a veces se llama estructuralista– que previamente había insistido con tozudez
en combatir cualquier forma de historicismo y que entre la obra de Bachelard o Canguilhem y el
famoso librito de Kuhn no había tenido duda de cómo elegir (cfr. Balibar, E., 1991: 53).
12
Academia y materialismo

Si la evolución significa simplemente que algo positivo llamado mono, se convirtió, muy
lentamente, en algo positivo llamado hombre, entonces no hay problema ni para la religión más
ortodoxa, porque un Dios personal puede hacer las cosas tanto lenta como rápidamente, en
especial si como el Dios cristiano está fuera del tiempo. Pero si evolución quiere decir algo más,
significa que no existe cosa tal como un mono a convertir, ni como tal un hombre en el cual ser
convertido. Significa que no existe tal cosa como una cosa. A lo más existe una sola cosa, el flujo
del todo y de la nada. Esto es un ataque no contra la fe, sino contra la mente; no es posible pensar
si no hay nada que pensar.

G. K. Chesterton
12.1. Platón y la coyuntura académica
Puesto que nuestra cuestión no puede ser resuelta más que en consideración a la contraposición
entre dos formas posibles de entender las relaciones entre saber e ignorar, demostrando que cada
una propone un quehacer matemático específico a nuestra comunidad científica, se hace preciso
esbozar ahora una especie de arqueología de la polémica entre materialismo e idealismo. Este
esbozo tendría que situarse en el interior de la Academia de Platón, mostrando ahí alguna
coyuntura real o posible entre dos posibilidades de orientar los trabajos académicos presididos por
el famoso friso ʺno entre aquí quien no sepa matemáticasʺ. Esta ʺarqueologíaʺ puede tener su
apoyatura histórica y ésta tendría que ser investigada; pero nuestra intención es más bien mostrar
que los restos arqueológicos en cuestión serían, en todo caso, piezas ontológi‐ cas imprescindibles
que siempre están inevitablemente en juego cuando se trata de distinguir el saber del no saber.
12.1.1. Los ʺamigos de las ideasʺ y la función sensibilidad
Como quiera que lo interpretemos, en la evolución del pensamiento de Platón hay sin duda un
momento en el que éste comienza a sentir una profunda incomodidad ante la pluralidad eidética
en la que se desarrollan los trabajos matemáticos de la Academia. Platón parece regodearse en la
destrucción progresiva de todas las convicciones hasta entonces defendidas en sus diálogos,
presentándonos de pronto a un joven Sócrates inexperto y pudoroso frente a la serenidad con la
que un Parménides anciano se complace en encerrarle en las más incómodas aporías.
Posteriormente, ya en el Sofista, los representantes más sobresalientes del momento más conocido
y repetido académicamente de la sabiduría platónica han pasado a ser llamados con cierta
superioridad paternalista ʺlos amigos de las ideasʺ, y permanecen boquiabiertos frente a un
extranjero de Elea, ante el que Sócrates guarda un silencio para muchos desconcertante. Es
corriente, aunque no demasiado serio, interpretar esta contraposición entre los ʺamigos de las
ideasʺ y ʺlos hijos de la tierraʺ como el intento platónico de soslayar el idealismo y el materialismo
respectivamente; la verdad es que las enseñanzas del extranjero tendrán un destino muy distinto
en la historia de la filosofía, encontrando sus discípulos y herederos más bien en los eslabones más
firmes en los que el pensamiento hegeliano quiso reconocerse.
Hegel rinde homenaje al Parménides de Platón en el Prólogo a la Fenomenología considerándolo
como ʺel mayor monumento de la dialéctica antiguaʺ. Se interprete como se interprete esta obra
de Platón, lo que sí es indudable es que Hegel descubrió en ella el origen de un problema con una
herencia muy determinada en la historia de la filosofía y de la cual él mismo se valió para convertir
esta historia de la filosofía en el sistema de la filosofía, viniendo a mostrar, a la postre, que toda la
tradición filosófica ha sido el esfuerzo interior del propio sistema hegeliano por desplegarse en el
tiempo.
Respecto a este más o menos injusto recurso hegeliano lo que interesa, poniendo entre paréntesis
toda discusión, es atender a las incómodas particularidades que de un modo u otro desagradaron
a Platón en el mundo teórico de los ʺamigos de las ideasʺ. Y en este punto hay una vieja anécdota
de inusitada trascendencia para la herencia de la encrucijada académica que de Platón a Hegel ha
marcado también nuestra coyuntura teórica: nos interesa especialmente la figura de Eudoxo,
personaje que había irritado tremendamente a Platón por utilizar un péndulo para ayudarse a
deducir quién sabe qué teorema. Pese a que Platón le acusara de huir del mundo inteligible para
refugiarse como esclavo fugitivo en las oscuridades de lo sensible, a los ojos de la comunidad
matemática actual Eudoxo no habría cometido ningún sacrilegio. Su objetivo no era generalizar la
ley a partir de la regularidad sensible, sino ayudarse a encontrar el camino en el que la ley de la
regularidad sensible podía ser efectivamente deducida. Semejante recurso no ha escandalizado a la
historia de las matemáticas, pero sí despertó en Platón un mal humor de trascendentales
consecuencias para nuestra enciclopedia del saber.
Según los testimonios de Diógenes Laercio (Vidas de filósofos, VIII) y Plutarco (Vidas paralelas,
Marcellus; Qu. conv. 718e‐f) puede inferirse, o más bien, imaginarse, que Eudoxo –que había llegado
incluso a dirigir la Academia mientras Platón viajaba a Siracusa, precisamente en el momento en
que entraba como alumno Aristóteles– fue expulsado de la Academia por Platón, y tras
estacionarse en Egipto y Cízico,
regresó de allí a Atenas acompañado de un gran número de discípulos, sólo por dar envidia a
Platón, como quieren algunos, porque en sus principios éste lo había despedido.
Plutarco nos cuenta que, en concreto, ʺPlatón reprochó a Eudoxo, Arquitas y Menecmo, que se
empeñaran en trasladar la duplicación del cubo a medios instrumentales y mecánicos, como si
intentaran tomar dos medias proporcionales del modo que se pudiera, al margen de la razón; pues
así se perdía y destruía el bien de la geometría, que regresaba de nuevo a las cosas sensibles y no
se dirigía hacia arriba, ni se apoderaba de las imágenes eternas e incorpóreas, en cuya presencia el
dios es siempre diosʺ. En la Academia no estaba permitido utilizar otros instrumentos sensibles que
la regla y el compás, y, por tanto, la resolución de teoremas mediante ayudas o inspiraciones
mecánicas, como péndulos o cubos de madera, tenía que escandalizar vivamente a Platón. El hecho
es, sin embargo, que las aportaciones de Eudoxo a la historia de la matemática fueron
impresionantes comparadas con el escuálido legado de Platón (cfr., por ejemplo, Hull, L. W. H.,
1959) quien, sin embargo, había presidido su enseñanza con el famoso friso ʺno entre aquí quien
no sepa matemáticasʺ.
Es verdad que las relaciones entre Platón y Eudoxo no están en absoluto historiográficamente
claras. Que ni siquiera es seguro que Eudoxo dirigiera la Academia y mucho más discutible es que
la escuela de Eudoxo –prófuga de la Academia– tenga algo que ver con los famosos ʺamigos de las
ideasʺ mencionados en el Sofista, si bien hay estudiosos que han defendido esta última posibilidad
(cfr. Gutrie, W. K. C., 1978, V, nota 274). Si aquí queremos imaginar la historia de esta forma no es,
por supuesto, en tanto que historiadores, sino en la medida en que, de algún modo, es posible
mostrar que el reproche platónico a los amigos de las ideas no es, en el fondo, diferente al vertido
sobre los procedimientos geométricos de Eudoxo.
Lo que, en un determinado momento, comenzó a incomodar a Platón no fue que los amigos de las
ideas se mancharan con el mundo del devenir –más bien sabemos ya cómo el Sofista hace todo lo
posible por introducir el devenir en el reino de lo eidético– El origen de su malestar tenía que ver
con que la dignidad de la palabra inteligible se viera incomodada por la necesidad de recorrer un
espacio, por muy inteligible que se pretendiera éste, y de trabajar en ese espacio construyendo sus
ideas con campesina paciencia, arañando aquí y allá precarias sendas en el mundo inteligible que
no se internaban en él por la misma puerta y que lejos de reunirse en una unidad común inteligible
se iban distanciando más y más unas de otras según se desarrollaban. Si para aislar alguna nueva
ley era preciso introducir un péndulo en la Academia, nada podría evitar que cualquier objeto del
universo reclamara el mismo derecho sin preocuparse de garantizar en lo más mínimo su
legitimidad. De ahí que las primeras aporías en las que vino a plasmarse esta encrucijada de lo
teórico tuvieran que ver con el hecho de que el viejo Parménides preguntara al joven Sócrates si
habría que introducir en el mundo eidético ideas del pelo, el barro o la basura.
A semejante derecho a ingresar en el mundo inteligible sin pedir permiso y sin haber sido
previamente invitado por ninguna instancia lógica le llamamos sensibilidad. Y ello tiene poco que
ver con lo que suele reclamarse bajo el título de empirismo o de positivismo. Tiene que ver más
bien con el hecho innegable de que, en el interior de la ciudad científica –en cuyo umbral sigue en
pie el platónico ʺno entre aquí quien no sepa matemáticasʺ– la distribución de los departamentos,
de las facultades, de las secciones de investigación, incluso la asignación de recursos y becas ha
sido siempre resultado del derecho a ser estudiadas que ciertas realidades han exigido. En absoluto
se ha pedido a ninguna instancia gubernamental que genere esa diversidad; se le ha pedido que
sepa recorrer ese espacio para proporcionarle un recinto compa‐ tibie con cierta asignación de
recursos. Si en el último rincón de nuestra ciudad científica encontramos a un filólogo estudiando
las peculiaridades gramaticales de la lengua dogon a nadie le cabrá duda de que los únicos
responsables de que semejante objeto haya pedido asilo en el mundo inteligible son los propios
dogones que no han sabido impedirse existir en algún lugar perdido del continente africano. Si
algo más allá, cruzando la carretera que da a la facultad de matemáticas, encontramos a alguien
redactando una tesis doctoral sobre el comportamiento de ciertos números complejos, e incluso si
tenemos la seguridad de que a ambos personajes les sería muy rentable almorzar juntos algún día
en el comedor frecuentado por los investigadores de no sé qué diminuta fracción del genoma
humano, seguros de que con un poco de tiempo se entenderían a las mil maravillas y con suerte
llegarían a arrojarse mutua luz sobre sus respectivos objetos de estudio, no por eso se nos ocurrirá
en absoluto pensar que en algún lugar recóndito de esa misma ciudadela científica, en el
departamento, pongamos por caso, de óntoteología, podría localizarse una doctrina en el que las
matrices del matemático, los genomas del biólogo y los fonemas dogones del lingüista fueran algo
así como los distintos momentos de un lo mismo que ahí residiría. Tampoco a la instancia
gubernamental que otorga el presupuesto a cada suburbio de la ciudad científica se le ocurriría ni
por asomo buscar un departamento al que pedir consejo una vez hubiera demostrado éste
ocuparse de un lugar privilegiado y absoluto en el que todo está en todo y en el que, por tanto,
cada determinación podría quedar legitimada en la medida en que fuera capaz de aparecer como
momento de semejante omnitudo realitatis. Ni las matrices, ni los fonemas, ni los dogones, ni los
genomas han pedido permiso a ese supuesto departamento para penetrar en el mundo explorado
por la comunidad de académicos. Más bien han encontrado siempre la solicitud, quién sabe si
imprudente, de ciertos ʺamigos de las ideasʺ, dispuestos a abrir las puertas a tales objetos en el
umbral del ʺno entre aquí quien no sepa matemáticasʺ porque, independientemente de que resulte
complicado ser amigo de un dogon, incluso considerando a semejante personaje como una sucia
realidad sensible bastante criminal por sus costumbres –tanto al menos como el péndulo de
Eudoxo–, es imposible no ser amigo, en cambio, del eidos‐morphé que exige el derecho de ser
comprendido en ese mundo teórico cuyo umbral ha traspasado ya desde el mismo momento en
que África y sus habitantes no han sido capaces de impedirse a sí mismos existir.
El mundo en el que se habían internado los amigos de las ideas era un mundo que había que
recorrer, que explorar, que investigar. Husserl, en Ideen, § 22, no tuvo reparos en reconocerse en
este universo eidético, al que consideró como propio de ʺrealistas platonizantesʺ, postulando un
realismo de las ideas, un positivismo de lo necesario.

Si positivismo quiere decir tanto como fundamentación absolutamente exenta de prejuicios, de


todas las ciencias en lo ʺpositivoʺ, en, pues, lo que se puede aprehender originariamente, entonces
somos nosotros los verdaderos positivistas (Husserl, 1913: § 20).

Los ʺamigos de las ideasʺ también han tenido su herencia. Hegel ha sido la culminación de una
tradición que arrancó del malhumor parmenídeo frente a ciertos acontecimientos internos en el
seno de la Academia. La herencia del extranjero de Elea, independientemente, como decimos, de la
interpretación que queramos volcar sobre el Sofista, ha sido, en efecto, muy bien utilizada por
Hegel para ordenar una historia de la filosofía a su medida. Pero la herencia de los amigos de las
ideas ahí nombrados no ha tenido menos importancia, y en Hegel no es difícil descubrir respecto a
Newton el mismo mal humor parmenídeo que despertó Eudoxo en Platón. Pero no sólo el mal
humor ha tenido su continuación histórica. También hay una paradoja que se repite
sorprendentemente. La historia de las matemáticas es fundada por Eudoxo fuera de la Academia
de Platón, fuera, precisamente, de un lugar en el que estaba prohibido entrar si no se sabía
matemáticas. Habría mucho que meditar a este respecto, pero, sobre todo, porque todo hace
sospechar que la misma sorprendente paradoja se repite entre nosotros. Hemos visto la prodigiosa
dificultad para no ser arrastrados por un camino u otro en el interior de la Enciclopedia hegeliana.
El fracaso de Stirner o de Feuerbach ha llegado a hacernos sospechar que siempre que cerramos
las puertas a Hegel lo que hacemos es encerrarnos a nosotros mismos en su interior. Y, sin
embargo, Newton no sólo no ha sido devorado por la maquinaria hegeliana, sino que los intentos
de Hegel por encontrarle un lugar en las ciencias filosóficas fracasan o por lo menos le hacen
mascullar un bien conocido por antiguo malestar, Feuerbach entra en Hegel arrastrado por su
propio empeño de combatirlo. Newton no entra pese a todos los esfuerzos que Hegel invierte para
buscarle sitio en su sistema.
Sin ánimo de improvisar una genealogía del mal humor en la historia de la filosofía es significativo
comparar la actitud de Hegel ante Newton o de Platón ante Eudoxo, con el alegre homenaje que
Descartes hace de Galileo: ʺHace filosofía mucho mejor de lo que es común, pues trata de examinar
cuestiones físicas por medio de razonamientos matemáticos… En esto estoy enteramente de
acuerdo con él y defiendo que no existe ningún otro medio para alcanzar la verdadʺ (A Mersenne, 11
de octubre de 1638). Lo mismo podría decirse de Kant respecto a Newton. Lo interesante es
advertir que la acritud platónica o hegeliana intenta vanamente cerrar las puertas de la historia de
las matemáticas en un caso y de la historia de la física en otro, y en el fondo, por el mismo motivo,
no poder admitir que la razón tenga que conformarse con una pluralidad de lo necesario que no
pueda ser a su vez resumida en una necesidad. Hay en ello un cierto monoteísmo celoso que nos
retrotrae a un mucho más antiguo malhumor frente a la pluralidad innecesaria y contingente,
cuando Dios prohibe a Moisés llegar a la tierra prometida por haber golpeado dos veces en la
piedra de la que había de manar el agua.
Por estúpido que pueda parecer este paralelismo es, sin embargo, de vital importancia para
nuestro hilo conductor, pues, en realidad, señala muy certeramente el itinerario que intentamos
comprender desde el principio, aquel que arrancó a Marx y Engels del universo de la ideología
alemana y les llevó a fundar su propia escuela en el exterior del ʺverdadero socialismoʺ, en
Bruselas, París y Londres. Un itinerario, en efecto, en el que Althusser ha centrado –definiéndolo
como una ʺvuelta atrásʺ– todo el núcleo de la revolución teórica de Marx (1965a: 73/62). Todo el mal
humor historicista y humanista frente al Marx que Althusser rescató para el siglo XX puede ser
perfectamente ordenado en esta línea de acritud que venimos describiendo. Marx, como Eudoxo,
es un exiliado de la historia de la filosofía. Si el cuento que hemos imaginado tiene algún viso de
realidad, Platón influenciado por ciertas preocupaciones teóricas procedentes de Elea, habría
expulsado de la Academia el hogar en el que se fraguaba la historia de las matemáticas. Estas
mismas preocupaciones, homenajeadas por Hegel, habían instaurado en Alemania un ʺnuevo
wolffianismoʺ, una nueva Elea en la que Newton despertaba mal humor y de la que Marx habría
tenido que apartarse para ʺabrir –como un nuevo Galileo– el continente historia al pensamiento
científicoʺ. Por el mismo motivo, Althusser y ʺtoda una generaciónʺ, frente a la tradición del
materialismo dialéctico, tuvo que ʺaprender a pensar en marxista fuera del marxismoʺ, guiados por
el rigor de Canguilhem y enfrascados en la lectura de una lista de filósofos que en 1986 era
enumerada de la siguiente forma: ʺDe Aristóteles a Husserl, pasando por Descartes, Kant y Hegelʺ
(Althusser, 1986: 27).
Desde el principio hemos centrado nuestra atención en comprender la mutación de actitud teórica
–en la que debe ser buscado el sentido del título ʺmaterialismoʺ– que hace a Marx apartarse del
universo ideológico alemán y aplicarse en el estudio de la economía. Sea como sea, la coyuntura
teórica que separa Alemania de Bruselas tiene que estar necesariamente trazada en el seno de la
Academia de Platón, en la que en un determinado momento se otorga la palabra a Elea y se hace
callar a Sócrates y los amigos de las ideas, y en la que se ha expulsado, también, a Eudoxo y sus
discípulos. El hecho de que Aristóteles entrara en la Academia ʺen tiempos de Eudoxoʺ, se
interprete como se interprete, no deja también de ser un símbolo muy eficaz, teniendo en cuenta
que tan insigne alumno no sólo no tenía nada contra los péndulos o los cubos de madera, sino que
iba a fundar un nueva escuela, el Liceo, en la que se abrieron las puertas a todo tipo de animales
horrorosos, y en la que, ante todo, se constituyó el lugar teórico de la física. También Aristóteles
considera primordial para llevar a término esta tarea criticar precisamente las posibilidades
platónicas introducidas por el extranjero de Elea, la teoría de los números Ideales. Nos ocuparemos
de esta cuestión más adelante (apartado 12.3.1). Quizás ahora sea posible aislar algún itinerario
común a todos estos episodios, que siempre nos aleja de Elea para hacernos desembocar en la
historia de las ciencias.
12.1.2. El Gran Empirismo del mundo inteligible
Este Gran Empirismo, que se reclama heredero de Bacon y que ʺnada tiene que ver con ese pobre
dominio de pequeños análisis y estériles redichos psicológicosʺ (Schelling, 1836: 269), ha buscado,
sin duda, a la manera en que el empirista busca hechos, pero su peculiaridad es que lo que ha
buscado son esencias. Contra el todopoderoso sistema hegeliano, Schelling había declarado no
tener miedo del título de ʺempiristaʺ, tal y como Husserl declara no tener reparo en reconocerse en
el paradójico título de ʺrealista platónicoʺ. El uno y el otro supieron rescatar, contra las lecciones
hegelianas de historia de la filosofía, una bien poblada tradición en la que reconocer su derecho a
cultivar un ʺempirismo de lo aprioriʺ (cfr. Tilliette, X., 1969, II: 46 y ss.; Schelling, VI E: 130) marcado
fundamentalmente por dos famosos hitos de la historia de la filosofía que Hegel había
contemplado con ironía, como si de lo que se tratara fuera de solventar alguna afrenta a la ciencia
en ellos contenidos. El primero era la rapsódica enumeración de las categorías que nos ofrece
Aristóteles. El segundo, la a sus ojos incomprensible ligereza con la que Kant pretende remediar la
deficiencia limitándose a poner un poco de orden gracias a la confección lógica de la tabla de los
juicios.

Ahora bien, el tomar la multiplicidad de las categorías, del modo que sea, como algo que se
encuentra, partiendo por ejemplo de los juicios, y aceptarlas así, constituye, en realidad, una
afrenta a la ciencia: ¿dónde podría el entendimiento poner de manifiesto una necesidad, si no
pudiera hacerlo en él mismo, que es la necesidad pura? (Phä, III: 182/146).

Sin embargo, queda abierta otra posibilidad de afrontar el problema, que Aubenque recalcó
respecto a Aristóteles: ʺEl carácter disperso, arbitrario, indeterminado, que a menudo se le
reprocha a la tabla aristotélica de categorías, no es imputable tanto a Aristóteles como al propio
ser; si la tabla de categorías es una ʹrapsodiaʹ, acaso sea porque el ser mismo es ʹrapsodia)ʹ […].
Decir que está en la naturaleza misma de tal problema [¿qué es el ente?] el ser siempre debatido e
investigado significa reconocer que la tabla de categorías está condenada a no ser jamás otra cosa
que una rapsodia, sin poder nunca constituirse en sistemaʺ (1962, /179).
Lo que la brillante corrección hegeliana –iniciada por Fichte– introducía era, en realidad, una forma
de eclipsar todo el horizonte en el que lo necesario aún aparece de hecho, en el que la idea tiene
que ser buscada, rastreada, encontrada, ahí donde la dilucidación matemática de aquello‐que‐está‐
siem‐ pre‐ presupuesto‐de‐antemano en las cosas aparece como trabajo teórico, o si se quiere,
como investigación. En suma: todo el laborioso camino por el que había discurrido aquel Gran
Empirismo, desde el trabajoso cultivo del Jardín Eidético por parte de los amigos de las ideas, hasta
el episodio de la filosofía positiva del último Schelling, ahora enfrentada a los argumentos
todopoderosos del nuevo extranjero hegeliano, ese ʺalguien llegado despuésʺ que parecía ʺhaber
sido llamado a instaurar un nuevo wolffianismo para nuestro tiempoʺ.
No es el momento de intentar siquiera una reproducción exhaustiva de este recorrido. El
ʺempirismo de las ideasʺ en el que queremos reconocer a los amigos de las ideas puede
presentarse como testigo de un lugar en el que aún se concebía el discurso científico como
necesitado de un soporte material, sometido a un modo de existencia en el que no había parto
teórico sin dolor. Un mundo –radicalmente refractario a las tentaciones hegelianas– en el que no
había teoría sin trabajo teórico, siendo éste de una naturaleza a la que habría desconcertado
vivamente la impetuosa ligereza de la supuesta ʺpaciencia del conceptoʺ hegeliana.
Respecto a la controversia referente a la crítica platónica a los ʺamigos de las ideasʺ somos de la
misma opinión de Guthrie (1984, V: /155), cuando afirma que ʺyo no veo cómo alguien puede dudar
que Platón está preparando al lector para una modificación de su propio pensamientoʺ. Es preciso,
sin duda, distinguir con energía los diálogos de Platón en los que Sócrates es el personaje principal
de los diálogos a partir del Parménides, en los que se ha introducido la preocupación que antes
hemos resumido en boca del extranjero del Sofista (l48e; cfr. apartado 11.5.2). La introducción del
devenir en el mundo inteligible viene a arrancar de él toda la facticidad de lo necesario que sólo
empíricamente podía ser recorrida. Todo hace pensar que Platón sólo en un determinado
momento cae en la cuenta de que la inmutabilidad de lo eidético había convertido su doctrina en lo
que más tarde resultó adecuado llamar un ʺempirismo de lo a prioriʺ o un ʺrealismo de las ideasʺ, o
si se quiere, una fenomenología. En todo caso, pese a sus críticas a los amigos de las ideas y sus
posteriores ensayos ʺeleáticosʺ –que intentaron proporcionar a la eternidad de lo lógico la vida y el
movimiento capaz de suplantar el movimiento físico mismo–, Platón no iba a librarse en el futuro
de un reproche hegeliano hartamente significativo:

Platón procedía, en conjunto, de un modo empírico, al hacerse cargo de ésta y de la otra


representación y recorrerlas y analizarlas (VorGeschPhil, XIX: 247/334).

Pero, ʺesta manera vaga y empírica de procederʺ, continúa diciendo Hegel, ʺse manifiesta aún con
mayor fuerza en Aristótelesʺ.

[Para que quepa hablar de sistema] es necesario que se establezca un principio y se lo desarrolle
de un modo consecuente a través de lo particular. […] La lógica aristotélica es más bien lo contrario
de eso. Recorre la serie de los vivos y los muertos, se enfrenta a su pensamiento objetivo, es decir,
comprensivo, y lo capta al comprenderlo; todo objeto es, para ella, un concepto desintegrado en
sus determinaciones, aunque luego se encarga de articular y hacer coherentes estos pensamientos,
convirtiéndose así en especulativa (ibídem).

Aquí, como tantas otras veces, Hegel nos indica con sus críticas la naturaleza de la empresa teórica
que fundamentada por Aristóteles como ʺfilosofía segundaʺ iba en adelante a ser el aire del que ha
respirado toda la comunidad científica occidental.
La cuestión no se ventila pues entre lo meramente fáctico y lo necesario. El ʺempirismoʺ que está
aquí en juego y del que abomina el idealismo tiene más que ver con lo que antes llamamos con
Marzoa actitud epagógica de la interrogación filosófica (cfr. capítulo 8. Apéndice). Hegel, al igual
que Fichte, está llamando ʺempíricoʺ no a lo meramente fáctico y contingente, sino a todo aquello
que, por necesario que sea, tiene el carácter de algo con lo que la razón ʺse encuentraʺ sin poder
construirlo o derivarlo de un principio. ʺFichte opta por llamar ʹempíricoʹ a lo que en sentido
kantiano no es en modo alguno empírico, sino a priori, sólo que encontrado como Facktum; Fichte
reclamará el paso de esa ʹevidencia fácticaʹ a la ʹevidencia genéticaʹ, paso con el que lo llamado
ʹempí‐ ricoʹ dejará de tener tal carácterʺ (1992: 54). En efecto: ʺEn Kant la averiguación de las
condiciones de posibilidad tiene el carácter de que siempre ya hay aquello cuyas condiciones de la
posibilidad se han de investigar y este ʹsiempre ya hayʹ implica incluso que no se lo puede construir
a partir de las condiciones de la posibilidad, lo cual tiene la doble vertiente de que, por una parte,
lo válido, lo ente, el contenido, es siempre contingente, y, por otra parte, el propio ʹen qué consisteʹ
de la validez misma, la possibilitas cuyos requisita buscamos cuando hablamos de las ʹcondiciones
de posibilidadʹ, es ciertamente necesario en el sentido de que es de antemano obligatorio para
toda posible situación, pero es fáctico, no en el sentido de quaestio facti en contraposición a
quaestio iuris, puesto que es precisamente un ius, pero sí en el sentido de que es algo con lo que
nos encontramos y hacia lo cual el filósofo se comporta fenomenológicamenteʺ (1995: 22). Para el
idealismo el quehacer de la filosofía consiste en reducir toda necesidad o legitimidad con la que se
encuentre la razón a momento en el despliegue de un único principio, y por ello, ʺtoda pluralidad
no reductibleʺ, que no se deje ʺsuprimir como pluralidadʺ, será ʺempíricaʺ. Por eso, se puede decir
ʺque Kant procede ʹempíricamenteʹ al constatar que hay dos modos de validez de discurso [teórico
y práctico], que hay dos componentes en el conocimiento [intuición y concepto], que hay dos
aspectos de la forma de la sensibilidad [espacio y tiempo], que hay cuatro tríadas en la tabla de
categorías, etc.ʺ (1992: 56). Lo característico del proceder epagógico es que, precisamente por
encaminarse hacia lo ontológico a partir de algo que tiene el carácter de Faktum, lo ontológico
aparece inevitablemente como una pluralidad de principios, entre otras cosas porque el mismo
carácter de Faktum exige distinguir de antemano dos principios capaces de dar cuenta tanto de lo
necesario –que entonces aparece como condición de posibilidad– como de lo contingente. Ya en el
apartado 4.5 señalamos el corazón del proyecto idealista en la noción hegeliana de ʺrelación
infinitaʺ, en virtud de la cual toda dualidad es entendida como la capacidad de uno de los términos
para ser el otro, por lo que la dualidad es, en realidad, suprimida como tal y transformada en la
interioridad y el ʺretorno a síʺ de una unidad.
12.1.3. El vaciado del mundo inteligible y la inefabilidad divina
En Sofista (216‐217) Platón ha llamado ʺdivinosʺ a los filósofos. Ahora bien, Platón no ha esperado a
la visita de ningún viejo Parménides ni de ningún extranjero de Elea para afirmar la divinidad del
mundo inteligible. El mundo en el que habita el genio ateo del científico es un mundo divino sin
Dios, un pensamiento divino no teológico. Tenemos que centrar nuestra atención en este tipo de
efabilidad trabajada, investigada, explorada, en la que se desenvuelve efectivamente lo teórico. Se
trata de una efabilidad atiborrada de ideas, repleta de contenidos, pero, de alguna forma, de una
efabilidad huérfana en la que lo necesario se entrega a retazos y en la que, según ha ido
trabajando la Academia, cada vez más se ha ido abandonando la esperanza de verla engrendrarse
por sí misma en un único discurso. Los amigos de las ideas se habían internado en un mundo
inteligible en el que lo necesario era un hecho que fuera necesario, en el que la ley era un hecho
que fuera ley; utilizando una expresión husserliana, se trataba del mundo que tenía por horizonte a
la necesidad de hecho.
Con todo, el mundo de la necesidad es siempre un más allá de nuestro mundo, del mundo vivido. Y,
en efecto, se trataba de un ʺmás alláʺ, en tanto que la mera formulación de la pregunta teórica
¿qué es?, ¿qué es un caballo, qué es una lanzadera, qué es la virtud?, actúa como un poderoso
compromiso capaz de poner entre paréntesis todo el universo de lo vivido. Si queremos nombrar el
ser hemos de purificar nuestro discurso de todos nuestros pareceres, de todas nuestras razones,
hasta que la cosa misma interpelada ya no nos parezca nada. Escapar así, podríamos decir, al
destino edípico de la palabra, al triángulo parricida y tribal de los pronombres personales, en el
que siempre hablan los hombres, hasta que allí, donde faltan todas las razones, la cosa misma
tome la palabra y aparezca, precisamente, lo racional. El camino es, en verdad, una epokhé de todas
las razones de los hombres, de todo lo razonable tribal, cuya intención es dejar la palabra
únicamente a las razones de la cosa.
Por el hecho de que se haga preciso de un modo u otro hablar en este punto de ʺmás alláʺ, suele
ser común, en el basurero comentarista, hacer responsable a Platón de dividir el mundo en dos,
convirtiendo supuestamente ʺeste mundoʺ en un reino de puras apariencias. El problema de esta
interpretación es que ni siquiera es equivocada, porque no quiere decir nada, pues no está en
absoluto claro lo que decimos con eso de ʺeste mundoʺ. El ʺmás alláʺ en cuestión no nombra
obviamente un ʺmás alláʺ del universo físico sino un más allá del nosotros mismos que nos separa
de él. Uno no puede sorprenderse de que tengamos cariño a nuestro mundo vivido, pero eso sólo
demuestra un comprensible interés por vivir nuestras vivencias, no por el mundo mismo y ni
siquiera por las vivencias en cuestión, que en ese sentido serían objeto de la psicología o la
antropología, donde tampoco hay nada que ʺvivirʺ. La conciencia psíquica o ideológica no siente
ninguna inclinación por estudiar el mundo más que a condición de que sea ella quien lo habite.
Pero el interés de la razón es muy distinto, pues su compromiso es por el contrario decir lo que es
independientemente de quién lo viva. Hegel, en este punto, ha marcado perfectamente la
diferencia:

El hombre ama el sentimiento porque ahí sólo tiene su particularidad ante sí; se produce la
constante reminiscencia del yo, mientras que quien vive en la cosa misma, ya sea la ciencia, el arte,
el derecho, la religión, se olvida de sí mismo (VorPhRel, 157 // I: 269).

¿Por qué habría que suponer que ʺnosotrosʺ somos un buen ahí para ʺeste mundoʺ? Sócrates y
Platón demostraron minuciosamente lo contrario, pero también todo el neolítico estudiado por la
antropología es una prueba irrefutable de que ese ʺnosotrosʺ al que llamamos ʺculturaʺ es, contra
lo que parece a menudo a los interesados, el ahí, precisamente, de un más allá de este mundo. Es
el hombre de la antropología el que siempre ha vivido en las nubes, entre dioses, quimeras y
fantasmas, no el hombre de Platón o Sócrates. Y puestos a hablar de nihilismo, no es posible
encontrar una maquinaria capaz de producir nada más eficazmente que la denominada cultura.
Ella misma es, en realidad, una nada minuciosamente generada a fuerza de robar a los hombres el
tiempo y el espacio para otorgárselo a los antepasados míticos, de modo que toda cultura consiste
de algún modo en afirmar que sólo hubo mundo e historia una vez, la primera vez, y que en
adelante todo es más bien liturgia, costumbre y repetición. Allí donde se suele decir que Platón
ʺdividió el mundo en dosʺ no hay otro khorismós que el que separa el conocimiento de la opinión y
la vivencia. En realidad, el khorismós, lejos de ser una decisión ʺmetafísicaʺ de Platón, ha quedado
decidido mucho antes por la propia literalidad de la palabra ʺfilosofíaʺ en tanto que ella nombra
precisamente un ʺsaber por saberʺ que pone entre paréntesis todos los motivos para decir lo que
se dice. Semejante imperativo, que pretende siempre situarse ʺmás alláʺ o ʺmás acáʺ de todo
interés o vivencia personal, tribal, ideológica o técnica, es el que separa el comportamiento
precientífico de la actitud científica o teórica:

Lo uno y lo otro es un conocer en el sentido de un desvelamiento del ente antes velado, de un


descubrimiento del ente antes encubierto, de la apertura del ente hasta entonces cerrado. Pero, el
conocer científico se caracteriza porque el Dasein existente se propone como tarea libremente
escogida desvelar por desvelar el ente que era ya antes accesible de una manera u otra. El libre asir
la posibilidad de un tal desvelamiento –en tanto que tarea para la existencia– es por sí mismo, en
tanto que asir el desvelamiento del ente en sí mismo, una decisión de ligarse libremente al ente y
desvelarlo como tal. Por esta elección de la tarea, es el ente mismo, en lo que es y en el modo en
que es, quien es libremente adoptado como la instancia misma que reglamentará en lo sucesivo el
comportamiento del investigador. De golpe, desaparecen todas las finalidades que gobiernan el
empleo del ente desvelado y conocido, desaparecen los límites que restringen la investigación
concluida en una intención técnica planificada –la lucha tiene por única apuesta el ente mismo, no
persigue más que el arrancarlo a su retraimiento y a restituirlo precisamente así en su derecho
propio, es decir, no se propone más que dejar ser al ente lo que éste es en sí (Heidegger, 1928:
GEXXV, 25).

También el Prólogo de la Fenomenología ha diagnosticado muy bellamente cómo el hombre


siempre ha tenido por patrimonio un más allá de este mundo y cómo la historia tuvo que
desplegar una dura disciplina para obligarle a prestar interés al suelo que pisaba, conquistando lo
que, en realidad, ha sido lo más difícil: la experiencia:

Hubo un tiempo en que el hombre tenía un cielo dotado de una riqueza pletórica de pensamientos
y de imágenes. El sentido de cuanto es radicaba en el hilo de luz que lo unía al cielo; entonces, en
vez de permanecer en este presente, la mirada se deslizaba hacia un más allá, hacia la esencia
divina, hacia una presencia situada en lo ultraterrenal, si así vale decirlo. Para dirigirse hacia lo
terrenal y mantenerse en ello, el ojo del espíritu tenía que ser coaccionado; y hubo de pasar mucho
tiempo para que aquella claridad que sólo poseía lo supraterrenal acabara por penetrar en la
oscuridad y el extravío en que se escondía el sentido del más acá, tornando interesante y valiosa la
atención al presente como tal, a la que se daba el nombre de experiencia ( Phä, III: 16‐17/11).

Vimos también a Havelock (1963) definir la intervención de Sócrates, unida a la de los sofistas,
como una Ilustración helénica que operó contra el imperio de la poesía. A partir de entonces,
Grecia se embarcó en ʺun juego tan arriesgado como fascinante, por el que las luchas de los héroes
homéricos se traducían a enfrentamientos entre conceptos, categorías y principiosʺ (1963: 277). Los
conceptos no sustituyeron a las cosas, sino a los dioses y los héroes. El espacio matemático
sustituyó al Olympo. La Academia compitió con el Teatro y el Rapsoda. La prosa de las Ideas intentó
desplazar al relato épico. Havelock mostró, asimismo, el paralelismo entre la crítica de Platón a la
opinión y los sentidos y su ataque a la poesía; si se rechaza la experiencia es sólo porque la
experiencia está poetizada por una paideia homérica que aprisiona el discurso en los límites del
relato. De este modo, el philodoxoi es dibujado por Platón como un aficionado al teatro, los
espectáculos y los rapsodos. Pero no es necesario frecuentar los teatros para vivir en la opinión;
basta, en efecto, con percibir pues que la experiencia misma llevaba entonces el sello trascendental
de todos los requerimientos de la paideia oral, como ahora se podría decir que lleva el sello de
nuestra enseñanza primaria alfabetizada. Así pues, lo único que demostraría la crítica de Platón al
ʺmundo sensibleʺ es que la propia experiencia tiene que ser arrancada a la opinión, cosa que toda
la historia de las ciencias experimentales ha venido finalmente a demostrar fehacientemente.
Lo racional había aparecido en Grecia como un desembarazarse del ropaje doxático de la palabra,
como un desembarazarse de la intercambiabilidad doxática de los pronombres personales que es
el secreto edípico de la palabra, de esa palabra a la que llamamos opinión. Al desnudar de todos
sus ropajes doxáticos el ahí en el que ha de entregarse el ser, abandonamos precisamente lo
vivido, nos situamos, pues, frente a una apertura, que no hemos de sentir temor en denominar
ʺmísticaʺ o, si se quiere, ʺdivinaʺ. Pero se trata de una efabilidad mística asequible, explorada e
investigada, poblada, como decíamos, de todos los logros y conquistas del laborar de la Academia,
o a la postre, de la comunidad científica. Y es precisamente esta última la que ha entregado a la
humanidad el patrimonio de la experiencia.
Si, inspirándonos por un momento –y sin mayor compromiso especial– en la Historia de un error de
Nietzsche, damos ahora un salto al interior de la filosofía cristiana asistiremos, en efecto, a un
progresivo alejamiento de este ʺmás alláʺ (1887: /51‐52). El mundo verdadero –dice Nietzsche–,
antes asequible al sabio, se convierte ahora en promesa, ʺse promete al pecador que hace
penitenciaʺ. Pero el cristianismo no sólo aleja este más allá. Al tiempo, lo vacía de sus contenidos
científicos. No por eso lo deja despoblado o lo abandona al silencio. Los ángeles, en Santo Tomás,
ocupan estrictamente el lugar de los universales platónicos: el anterior mundo de esencias de la
vida científica aparece ahora poblado de ángeles y santos de vida beatífica. Igual que las esencias
platónicas, los ángeles ʺcarecen de sexoʺ, ʺagotan su especieʺ, su ʺuniversalʺ, al carecer de
composición con la materia, principio de individuación. Su composición con la existencia les hace
todavía efables, pero tal efabilidad, sencillamente, ya no es la de las sendas conquistadas por los
amigos de las ideas en su cotidiano laborar teórico en el recinto de la Academia. A través de una
laboriosa historia de vaivenes y recursos, se podría decir que el cristianismo ha sustituido el mundo
entero de las matemáticas y de la física –con el cual habría vuelto a conectar nuestra Academia
moderna– por las imágenes beatíficas con las que los pintores medievales se esforzaban por
representar un Cielo cada vez más claro, cada vez más luminoso, cada vez más parecido al
aburrimiento vacío de la nada y la plenitud. El cristianismo transformó el trabajo teórico de lo
matemático en trabajo pictórico, entendiendo éste, a su vez, como el espejismo provisional de un
orden para nosotros incapaz aún de identificarse con el propio desarrollo necesario del Espíritu, es
decir de Dios.
Sin embargo, bien mirada, la mística cristiana era en cuanto a su estructura inteligible ʺfilosofíaʺ y
ʺmatemáticaʺ. Sólo que no basta ser matemático para descubrir, pongamos por caso, el teorema
de Pitágoras. La matemática cristiana sólo podía ser una matemática de la constante afirmación del
ser como ente, un anhelo por el ser sin el ente, una matemática que más y más se iría convirtiendo
en una matemática de la nada que hipostasiaba su plenitud óndea en un orden en sí que se iba
alejando de nosotros a medida que maduraba nuestra razón. Una matemática transida por el
anhelo justificatorio de un Dios que había cometido la inconsistente locura de crear el mundo, un
Dios imposible, que, aburrido de su mero ser lógico, había intentado escapar al Tedio,
enajenándose hegelianamente en la naturaleza.
Con todo, esta matemática teológica era, estrictamente, matemática. De hecho, los místicos
cristianos supieron reconocerse muy bien en el tipo de apertura del ser que los griegos localizaron
en el paso de la dóxa a la epistéme. La diferencia es sólo la de un relevante vaciado de lo místico. El
trabajo científico se transformaría en comunión con Dios. Lo teórico en beatitud. El sabio en santo.
Las ideas en ángeles. Lo verdaderamente significativo –y esto es muy relativo– es el abandono y el
desinterés hacia esa ʺefabilidadʺ incómoda de los amigos de las ideas que permanecía amenazada
desde el Parménides por la inefabilidad del Uno, cada vez más poderosa, cada vez más necesaria en
la filosofía cristiana, cada vez más capaz de arrinconar la ciencia en la provisionalidad de un orden
para nosotros con el que sólo lograría reconciliarse sinceramente en la epifanía hegeliana.
12.2. Monoteísmo e ignorancia
12.2.1. Primera vía (en atención a la cuestión histórica)
Pero habíamos dejado a Platón incomodado por la pluralidad inerte de las ideas. Hay que regresar
todavía a este punto, donde pueden rastrearse los primeros efectos que el monoteísmo causó en el
espacio inteligible. Los orígenes de la teología, en efecto, pueden ser buscados en el efecto
epistemológico resultante de una interferencia en cierto modo fáctica y exterior: la interferencia
entre el trabajo científico abierto por Grecia en un espacio de divinidad en el que un preguntar
absolutamente desinteresado buscaba lo racional más allá de todas las razones de los hombres y
los mortales, y el monoteísmo religioso, respecto al cual, hay quien ha querido oír noticias de su
peculiar importancia en la formación del propio Platón. En este sentido, Platón habría abandonado
el mero cultivo socrático de lo inteligible, obligando a esa palabra divina, ajena tanto a Dios como a
los mortales, a insertarse en una previa concepción monoteísta tomada de las religiones orientales.
En efecto, tal y como señala con cierto detalle Rodolfo Mondolfo (1983), las culturas orientales
habían desarrollado, en el terreno de la especulación religiosa, ciertos conceptos que, pese a su
envoltura mítica, podían resultar extremadamente relevantes para la filosofía griega.

Recordemos los principales: 1) la idea de la unidad universal, afirmada entre egipcios y


mesopotámicos, bajo la forma de unidad divina, en vagas formas de panteísmo (ʺel dios de los
innumerables nombres, que crea los propios miembros, que son los Diosesʺ; ʺEl Uno único, padre
de los padres, madre de las madresʺ; ʺsuma de las existencias y de los seresʺ, del cual surge todo el
devenir, que luego refluye en él); 2) la cosmogonía, concebida en sus distintas exposiciones, como
pasaje de la unidad caótica indistinta primordial a la distinción de los seres, es decir, como pasaje
del caos (Caos acuoso en Babilonia, Num en Egipto) y de las tinieblas al orden y a la luz (con Marduk
en Babilonia y Ra en Egipto), etc, etc. [O bien, por ejemplo:] El Sol, Aton Ra, es el espíritu que sube
sobre las aguas y da lugar así a la primera tríada cósmica, de la cual se deriva después toda la
enéada divina de los elementos y de las potencias cósmicas (I: 12).

Estos y muchos otros elementos pudieron llegar al mundo helénico y prehelénico desde la cultura
clamítica a la egipcia, desde las culturas microasiáti‐ cas a la sumeria. En el momento que nace la
filosofía en las colonias de Asia Menor, Mileto, Samos o Efeso ʺhabían intensificado sus relaciones
directas con el Egipto e indirectamente con la Mesopotamia y el Irán, especialmente a través de
Fenicia y Lidiaʺ. No podemos detenernos en valorar si Platón sintió especial seducción por algún
germen monoteísta importado de las religiones orientales. Pero es posible afirmar que el universo
teológico oriental con el que Grecia estuvo en contacto fue el origen de muchas reformulaciones
filosóficas que tuvieron enorme peso en el pensamiento griego. Sin duda que Platón consideraba
adecuada la reprimenda que el viejo sacerdote egipcio hace a Solón: ʺSolón, Solón, vosotros los
griegos sois siempre niños; un griego nunca es viejo. Porque no guardáis ninguna opinión antigua
procedente de ninguna antigua tradición, ni tenéis ninguna ciencia encanecida por el tiempoʺ
(Timeo, 22b).
12.2.2. Segunda vía (en atención a las exigencias de la razón)
Al margen de interferencias históricas, hay otro tipo de interferencia que puede plantearse a priori.
El monoteísmo religioso penetró en Grecia de la mano de la filosofía debido a que ésta supo
responder a ʺlas necesidades del espíritu y alma humana: la necesidad de un Dios que satisficiera a
la vez las exigencias del pensamiento científico y las aspiraciones de la conciencia individualʺ. Ésta
es la vía seguida por Festugière (1946), quien distingue en Grecia dos tipos de religión. Por una
parte, la ʺreligión cívicaʺ, de carácter social, para la que los dioses eran los protectores de la ciudad,
pero que resultaba absolutamente inepta para responder ʺa las preguntas que el hombre reflexivo
se plantea acerca de la acción de lo divino en el mundo, de las relaciones entre lo divino y lo moral
o del sentido del destino humanoʺ, ámbito de problemas que designa bajo el título de ʺreligión
individualʺ. Sin duda que este tipo de preocupaciones son, con propiedad, helenísticas; en virtud de
ellas, Alejandro afirmó que los hombres no debían distinguirse en helenos y bárbaros, sino entre
buenos y malos, y que todos los pueblos estaban llamados a fundirse en uno solo: la Ciudad del
Mundo, gobernada por un Dios Cósmico. Pero Festugière tiene toda la razón en afirmar que la
acción política de Alejandro por sí sola no lo explica todo. La ʺreligión individualʺ, en realidad, había
triunfado mucho antes:

(Pese a la condena de Sócrates) el triunfo de la religión cívica no es sino un triunfo aparente. En


realidad, ha vencido la religión individual. Ha vencido con Platón, que debe considerarse,
rigurosamente, el verdadero iniciador del pensamiento religioso helenístico. […] Lo que el hombre
reflexivo pedía era un Dios que fuese a la vez Primer Principio del orden cósmico y sostén y símbolo
de las nociones fundamentales sobre las que se asienta la civilización: Verdad, Justicia, Belleza,
Bien. En otros términos, lo que se quería era un Dios que fuese plena y absolutamente el Ser, el Ser
inmutable, el Ser verdadero. Y precisamente toda la filosofía de Platon consiste en reconocer la
preeminencia de ese Ser, que es la Idea platónica, y, en la cúspide las Ideas, el Bien‐ Uno que las
unifica (Festugière, A. J., 1946: /13).

No se trata ahora de perder de vista que estamos intentando comprender una supuesta crisis
interna en la estructura epistemológica de la Academia de Platón. Si el problema de las
interferencias entre el monoteísmo religioso y el mundo inteligible de la comunidad científica es,
para nosotros, algo más que un mero divertimento histórico es, al contrario, para recordar el
motivo por el que hemos ido a desembocar en la Grecia de Sócrates y Platón desde la Alemania
que Heine nos describiera en 1834 (cfr. capítulos 1 y 3). Desde la discusión de Marx con el universo
hegeliano estamos intentando aislar los efectos epistemológicos que introduce la ignorancia por el
mero hecho de ignorar, seguros de que la ignorancia, precisamente, no se reduce al silencio, sino
que más bien contribuye a llenar de palabras –que también tienen su estructura y su método– el
espacio del discurso. Hemos visto a Marx hacer a la izquierda hegeliana no tanto un reproche de
idealismo como un reproche de ignorancia, que, por demás, ha extendido al conjunto de la
ideología alemana. La ignorancia aparece como mito, y no hemos de olvidar que, en el mismo
sentido que Marx, Heine ha hablado de que Alemania se encuentra poseída por una nueva religión
que es ya un ʺsecreto a vocesʺ: el panteísmo. El problema de las interferencias de derecho entre
religión y filosofía es fundamental para nosotros, pues ambas consisten en cultivar un espacio de
divinidad, y así como la ignorancia común es espontáneamente religiosa, una ignorancia
epistémica no podría sino introducir en lo inteligible un monoteísmo racional capaz de inquietarse
frente a toda pluralidad eidética. Por esta inquietud, que ya tambaleó la Academia de Platón, ha
transcurrido la línea de la historia de la filosofía que ahora estamos intentando abarcar.
12.2.3. Tercera vía (en atención a la constitución interna de lo epistemológico)
Ahora bien, a la hora de explicar el cambio de actitud de Platón respecto a los ʺamigos de las ideasʺ
no basta, sin embargo, con apelar a accidentes históricos o a los derechos reclamados a la filosofía
por una religión ilustrada. Lo importante es mostrar que la decisión platónica ensarta de alguna
forma en la constitución misma de lo epistemológico.
Un matemático que como el esclavo de Menón deduce el teorema de Pitágoras, construyendo un
cuadrado doble que otro sobre la diagonal de éste, hace renuncia explícita del espacio humano en
el que diversos objetos semejantes o parecidos a cuadrados o triángulos se le enfrentan en cuanto
sujeto capaz de opinar, de observar, de vivir. De hecho, el cuadrado buscado no se construye ante
sus ojos más que cuando él ya ha declarado que él nada sabe de todo eso y que no tiene nada que
opinar ni nada que decir, que los cuadrados ésos que Sócrates le había mostrado sobre las
baldosas del suelo ya no le parecen nada. El esclavo –aneu logou–, ingresa, así, en un espacio en el
que ciertos objetos puramente teóricos se hacen permeables a una palabra que ya no es la suya, ni
la de todos los hombres en su conjunto, ni, en general, la de ninguna cosa ente: esa palabra es la
razón. El esclavo‐matemático deja de hablar y comienza a razonar. Inmerso en sus laboriosas
deducciones, en las que se somete precisamente a una palabra que ya no es la suya, alcanza así la
libertad de poner en libertad al ser, y renunciando de este modo al destino edípico de los mortales
alcanza la divinidad inmortalizándose en el ahí eterno del triángulo rectángulo.
Ahora bien ¿acaso siente la tentación de representarse a Dios en el triangulo rectángulo y,
abandonando toda ulterior investigación, postrarse ante él y dirigirle sus oraciones? Esta pregunta
puede parecer fantástica o ridicula, pero ha de reconocerse que el punto de partida de semejante
esclavo matemático no debía ser en principio refractario a esta posibilidad, tanto más cuanto que
estamos buscando precisamente una interferencia epistemológicamente relevante entre religión y
saber.
Ello hace que convenga ver las cosas más de cerca. La búsqueda socrática de la ignorancia no es al
mismo tiempo, necesariamente, la explotación científica de esa ignorancia. De hecho, Sócrates
ante Teeteto se confiesa estéril para esta última empresa. Precisamente por ello, Sócrates recurrió
al diálogo convirtiéndose en comadrona de aquellas mentes capaces todavía de ʺdar a luzʺ, de
concebir. Sócrates distinguió, sin duda, dos tipos de ignorancia: la ignorancia de aquel que no sabe
pero cree saber, doblemente ignorante al ni siquiera saber de su ignorancia, y la ignorancia del que
sabe que nada sabe, una ignorancia laboriosa, duramente conquistada contra el imperio de las
evidencias de la palabra vivida de los mortales. Esta ignorancia es una sabia ignorancia, pero para
Sócrates sigue, con todo, y esto es lo importante, siendo ignorante: jamás pretendió que
constituyera la sabiduría misma. Se trata, por el contrario, de una sabiduría que se limita a saber su
ignorancia, y que por definición nada encuentra en ella: ni triángulos rectángulos, ni nada; se trata
tan sólo del presupuesto de un trabajo teórico que no sólo no ha concluido, sino que ni siquiera ha
comenzado. Y todavía más radicalmente: esta ʺdocta ignoranciaʺ no tiene la menor pretensión de
profundizar en sí misma hasta sufrir alguna mutación dialéctica capaz de convertirla en saber.
Con todo, dicha ignorancia es, en sí misma, ajena por entero a la ignorancia de los hombres, a la
forma en la que tienen los hombres de ser ignorantes: hasta el esclavo de Menón –reducido en su
esclavitud a un mínimo de ʺhumanidadʺ–, creía saber ciertas cosas y comenzaba por doblar el lado
del cuadrado, introduciendo lo único que de personal y humano es posible introducir en lo
racional: un error. En tanto esta ignorancia es por completo ajena a los mortales es ya de por sí una
ignorancia que comparte con la ciencia el mismo espacio, el mismo suelo divino: nada obliga a que
este suelo sea cultivado por la ciencia en exclusiva. Así, si bien es cierto que existe una palabra
exclusivamente racional y en este sentido divina, no menos es cierto que existe una ignorancia
enteramente racional: una ignorancia segura de sí misma, una docta ignorancia que no es la de los
mortales, una ignorancia divina. Y mientras la palabra racional trabaja aquí y allá, separándose en
distintas sendas que, contra todas las esperanzas de unificación, siempre parecen distanciarse más
y más, perdiéndose en una especie de ʺpositividad inteligibleʺ inabarcable e inagotable, la
ignorancia racional, por el contrario, está segura de ser Una e idéntica a sí misma como la nada.
12.2.4. La razón como obstáculo epistemológico
Ya desde los trabajos del aludido Platón es posible rastrear en detalle el destino de esta tentación
por la superioridad monoteísta de la ignorancia. La pluralidad eidética, presupuestaria en el trabajo
socrático, comenzó muy pronto a hacerse explícitamente refractaria a las esperanzas monoteístas
platónicas, al menos mientras las ideas siguieran siendo inertes e incapaces de tomar a su cargo
esta pluralidad puramente exterior. Las Ideas son varias y, por añadidura, no se contienen ni se
engloban mutuamente, pareciendo más bien que el desarrollo científico tiende a distanciarlas. Tras
la aventura hegeliana, de la mano de Marx, la fenomenología y las analíticas de la finitud, del
acotamiento y determinación del efecto‐hombre llevado a cabo por la antropología y el
estructuralismo, de la nueva lectura de la historia de la filosofía plasmada en la obra
heideggeriana, los desarrollos del psicoanálisis y otros tantos acontecimientos teóricos que han
removido el suelo sobre el que se asentaba la ciudad científica, el siglo XX ha cobrado una perfecta
conciencia de esta circunstancia, resumida en la muerte de Dios, del hombre y también, como se
ha visto ya (apartados 7.1 y 7.2), de la historia misma. Nuestro siglo ha tomado buena nota de la
sospecha de Foucault: ʺQuizás el saber no está hecho para unificar sino para hacer tajos.ʺ Gaston
Bache‐lard también advirtió insistentemente a este respecto:

Se repite también frecuentemente que la ciencia es ávida de unidad, que tiende a unificar
fenómenos de aspecto distinto, que busca la sencillez o la economía en los principios y en los
métodos. Esta unidad la encontraría muy pronto, si pudiera complacerse en ella. Por el contrario, el
progreso científico marca sus más puras etapas abandonando los factores filosóficos de unificación
fácil (1938a: 16/18).

Bachelard ha contribuido a mostrar que un éxito científico siempre consiste en deshacer una previa
pretensión de unidad de la ignorancia. También Hegel sabía muy bien que la unidad es, más que
nada, la noche que siempre se tiene de antemano y que el trabajo del entendimiento siempre
tiende a separar y matar la vida de la totalidad. Esto es algo que hemos aprendido de él más que
de nadie: es la ignorancia y no el saber la que aporta el hén kaí pân en el que naufragan todas las
determinaciones. Pero Hegel tampoco habría aceptado nunca que el negocio mismo de la verdad
consistiera en cualquier tipo de separación. Si bien es cierto que lo absoluto no puede pasarse sin
la diferencia, no es menos cierto que esta diferencia no presenta su verdad más que como
diferencia interna, y en el fondo es ésta la que echa en falta en los ʺno sistemasʺ de Platón y
Aristóteles, cuando les reprocha, como hemos visto, proceder ʺde modo empíricoʺ y, en el mismo
sentido, se queja de que Newton haya ʺacostumbrado a la física a una barbarie categorialʺ (Enz §
276). Éste es el motivo por el que Bachelard no sólo aparta a la comunidad científica de las
pretensiones de unidad de la ignorancia, sino también de las propuestas de unificación que
provienen del saber filosófico. La ciencia no sólo encuentra sus obstáculos epistemológicos
amasados de ignorancia; para ella, la razón misma es un obstáculo.

En resumen, la ciencia instruye a la razón. La razón debe obedecer a la ciencia […] La aritmética no
está fundada sobre la razón. Es la doctrina dela razón la que está fundada sobre la aritmética
elemental. Antes de saber contar yo no sabía apenas qué era eso de la razón (Bachelard, G., 1940:
144).

No puede sorprendernos ya que la razón misma aparezca como el obstáculo epistemológico


fundamental, habida cuenta de la manera en que nuestra exposición ha sentado la primacía del
Facktum del conocimiento, por una parte, y señalado, por otra, el dispositivo metódico que la razón
pretende por sí misma introducir en el saber.
La sola idea de generar un discurso que unificara en un origen común los objetos de nuestra
comunidad científica, de manera que, por poner el caso, pudiéramos deducir del mismo sitio las
ecuaciones de transformación de la masa en energía y la estructura de las relaciones de
parentesco, el cálculo de matrices o la ley del valor o la gramática del tojolabal, sería considerada
hoy día un sinsentido. Ni siquiera, pues, en el mundo teórico parece posible culminar lo que, ya en
los tiempos de Platón, comenzaba a presentarse tan sólo como un proyecto y una esperanza
frustrada: que como decía Anaxágoras ʺtodo esté en todoʺ. La realidad teórica actual muestra más
que nunca que la comunidad científica se une separando sus objetos. Pues, en efecto, la paradoja –
perfectamente ya problematizada en Kant (apartado 8.2.4)– es que los científicos se interesan
mutuamente tanto más cuanto más se separan sus investigaciones y cuando más seguros están de
no estar estudiando lo mismo que el departamento vecino; es sólo de este modo que, al contrario
que los debates o las tertulias, los diálogos en la comunidad científica logran ser fructíferos.
Pues bien, es también en este sentido que la palabra racional se revela más y más indigna del
espacio del que ella misma parte: la ignorancia racional. La efabilidad racional, en suma –y de ahí su
incomodidad–, depende de la habilidad de Sócrates como comadrona, del circunstancial evento de
que un extranjero pase o no pase por la ciudad, de los efectos del vino en la trama del diálogo, de
la voluntad política de Calicles que puede levantarse enfurecido o incluso mandarte azotar, del
tribunal de los atenienses o incluso, hoy día, de las subvenciones del gobierno; además, esa
efabilidad racional tiene el imperdonable inconveniente de precisar de un soporte material, la
escritura, contra el que ya el Fedro había descargado todo su rencor. La mítica pureza de una
amistad por el saber detenida en saber su ignorancia, no puede ser sino empañada, enturbiada y
dificultada por una pluralidad eidética a no ser que ésta sea capaz de desplegarse por sí misma en
sus determinaciones. Una divinidad que necesita ser trabajada es como un Olympo proletario. La
aprensión ante esta divinidad impotente, incapaz de completar un Dios, germina en el
pensamiento de Platón y se dirige más y más contra lo que él mismo llama despectivamente la
teoría de los ʺamigos de las ideasʺ. Mientras la religión monoteísta triunfa ʺen los límites de la
razónʺ, el cultivo de lo racional en la Academia parece, al menos en determinados momentos, no
ofrecer más que pluralidades cada vez más aisladas y exteriores. Y quizás el reproche de
ʺempirismo eidéticoʺ, que antes leímos en boca de Hegel, Platón haya llegado a planteárselo a sí
mismo; después de todo, ¿por qué la episteme va a ser menos monoteísta que su amago sensible,
la religión?
Mientras esa comunidad científica en la que Eudoxo no paraba de meter la pata con sus escuálidos
péndulos, metedura de pata de la que es heredero nuestro patrimonio científico, mientras los
ʺamigos de las ideasʺ se comprometían en arañar sendas en lo teórico, la fe monoteísta
permanecía, en cambio, segura de la invulnerabilidad y completitud de su sabiduría, segura de su
ʺdocta ignoranciaʺ, aventajando así a la ciencia en dignidad e infalibilidad. La esterilidad científica
se representa a sí misma en el Dios del monoteísmo: en el Uno. Y al igual que Dios contiene en sí su
creación, la representación teológica de la ignorancia (el Uno) se imagina contener la sabiduría por
entero. Al teólogo competerá, en todo caso, la labor de aislar la matemática de esta ignorancia que
de por sí ha de ser ya todo el saber. Desde los números ideales de Platón, pasando por el
neoplatonismo y la filosofía cristiana, esta esperanza se ha alimentado a sí misma hasta su epifanía
hegeliana, sin encontrar otro obstáculo que el impertinente e inoportuno, trabajoso y cansado,
pero seguro, avanzar de una historia de las ciencias siempre fiel a la original modestia socrática,
capaz de aguantar que la pluralidad inteligible de los triángulos rectángulos, las leyes físicas e
históricas y el conocimiento en general, se muestre siempre incapaz de exponerse a sí mismo con
la elegancia especulativa de una sola palabra capaz de diferenciarse internamente. La historia de la
teología es, así, la historia de una voluntad teórica decidida a instalarse en una ignorancia
epistemológica tanto más segura de ser sabia como comprometida logre estar en su ignorancia.
Una voluntad que quiere la verdad, pero que huye como de la peste de cualquier verdad
determinada: pues la Verdad (ahora identificada con Dios) está más segura de alcanzarlo todo
cuanto más segura está de haberse por completo vaciado.
Por su parte, y frente a este mero horror supersticioso a lo determinado, la filosofía hegeliana –y
éste es su verdadero prodigio y la clave del éxito sin precedentes que le permitió exponerse a sí
misma en clave de homenaje a la experiencia y la finitud del entendimiento– no representó en este
sentido sino el metódico exorcismo de la amenaza de la determinación en el saber: la paciente
producción teórica de una determinación inofensiva, nihilizada en sí misma, pero lo
suficientemente potente para conjurar, ʺsuprimida y conservadaʺ, el blasfemo progreso de una
historia de la ciencia cada vez más fuerte y cada vez menos nostálgica de no estar exponiendo a
Dios. Hoy ya no puede extrañar que la Enciclopedia hegeliana se muestre muy segura de haber
arreglado sus cuentas con la naturaleza, con el concepto de naturaleza más bien, y que, sin
embargo, a Hegel siga resultándole muy incómoda la física de Newton. El primer éxito es su
novedad, pero la citada incomodidad es, como estamos viendo, muy antigua. Si, siguiendo una
tradición partidista pero habitual entre los comentaristas, identificamos la historia de la filosofía
con la historia de esta voluntad teológica, entonces la filosofía se muestra a los ojos del científico
como el intento de ʺrepresentarʺ la ignorancia como conteniendo por algún ingenioso
procedimiento –ya se llame ʺparticipaciónʺ, ʺanalogíaʺ, ʺcreaciónʺ, ʺemanaciónʺ o ʺdialécticaʺ– el
conjunto entero de los contenidos de una labor científica ya culminada a priori. En este sentido,
Bachelard acertó totalmente en definir la ʺfilosofíaʺ como la ʺpereza del científicoʺ.
12.3. La estructura de ʺteodiceaʺ del no‐desarrollo científico
Ni ahora, ni en el marco general del presente libro, es factible intentar reproducir la forma en la
que la efabilidad teológica del ser y esa otra efabilidad de lo necesario a la que hemos llamado
positiva han seguido caminos ajenos, ignorándose en ocasiones y entrando en otros momentos en
aparatosos conflictos o arreglos de cuentas eclécticos más o menos precarios. Hay que señalar, eso
sí, que el nervio fundamental de semejante investigación tendría que proponerse el seguimiento
de la historia de la teodicea, de la justificación de Dios ante el Mal, en tanto que lo que siempre ha
estado en cuestión es pensar el tipo de misteriosa unidad que permite a Dios ser todo a pesar del
mundo. Arrancando en Platón, tendría que detenerse especialmente en Aristóteles, donde
precisamente habría que resaltar –como hizo Pierre Aubenque en 1962– la completa ausencia de la
problemática de la teodicea, supuestamente en contraste con ciertas preocupaciones platónicas y
ciertos eslabones perdidos del universo neoplatónico. Tras la inabarcable reelaboración de esta
problemática plasmada en la historia de la teología negativa, y su reconversión escolástica en la
reconstrucción tomista del orden en sí mediante una nueva utilización de la metáfora platónica de
la participación (cfr. Artola, 1963), habría que asistir a la nueva encrucijada en la que dicha cuestión
arranca de nuevo para la modernidad en la cuestión crucial del panteísmo y el acosmismo. De
nuevo, la cuestión de la teodicea es extirpada del ámbito de cuestiones de la razón teórica en Kant,
quien merece bien en este sentido el título de Aristóteles del mundo moderno. Y por algún motivo
que es precisamente el que sí perseguimos nosotros aislar, la historia se repite también en esta
ocasión: el idealismo alemán no viene a ensanchar el hueco abierto por Kant en el progreso de la
teodicea, sino a continuarlo desde más acá de Kant, hasta su culminación definitiva. El trágico
episodio de la filosofía del último Schelling, intentando retroceder más bien al punto kantiano que
Hegel había pasado por alto, muestra perfectamente que todo este inacabable universo de
preocupaciones podía resumirse desde el principio en el título Razón y Mal.
Es desde el telón de fondo del título Razón y Mal como hay que intentar seguir los pasos de la
efabilidad no teológica del ser, buscando aquí y allá dónde la historia del pensamiento se ha sabido
comprometer en aquella divinidad sin Dios, inagurada, según hemos más que nada imaginado, por
los ʺamigos de las ideasʺ.
Pero esta búsqueda tiene también un posible reverso. Puede igualmente emprenderse desde el
otro lado, desde el lado –podría decirse– del adversario, siguiendo los caminos por los que la
ignorancia racional trabaja en la historia del pensamiento. En efecto, la ignorancia no es sólo el
negativo del saber, el océano inerte y silencioso que éste iría poco a poco cubriendo de
continentes. La ignorancia habla, la ignorancia trabaja, introduciendo un discurso y, en cierto
modo, una ciencia, la teología. Toda la historia de la teología ha sido siempre perfectamente
consciente de que a la ignorancia se lo debe, en cierta manera, todo, pues, desde la Metafísica de
Aristóteles sabemos que ahí donde Dios mismo no sea el teólogo, el camino histórico de semejante
ciencia está abierto solamente para la negación y que de Dios, que ha dicho de sí mismo ʺYo soy el
que soyʺ sólo podemos saber lo que estamos seguros de ignorar.
En la autocontemplación de la ignorancia racional, resumida en el Absoluto y el Uno frente al
balbucear dóxatico de los mortales, la ignorancia funda y posibilita la apertura mística en cuyo
lugar natural se gestarán las inquietudes teológicas.
Es preciso aquí insistir en hablar de inquietud, de la teología como inquietud. Porque la
contemplación mística de la ignorancia nunca reposará hasta lograr resumir y condensar en su
consecuente y paradójicamente fértil inefabilidad la efabilidad fáctica, innegable y positiva del ser.
Es por lo que tiene que ser posible –como acabamos de apuntar– recorrer los caminos en los que
trabaja la ignorancia siguiendo los pasos de la teodicea.
12.3.1. El saber en la encrucijada de dos posibilidades matemáticas
Prefiero una concreción que diga algo a una abstracción que lo diga todo.
Sören Kierkegaard
La cuestión del idealismo ha sido fundamental para la historia de la filosofía desde sus comienzos;
pero ello ha ocurrido tan sólo en la medida en que el idealismo ha contenido una propuesta
específica para trabajar el asunto de la determinación. El idealismo ha sido una concreta manera de
entender lo que acontece en el hecho de que algo se muestre como algo y un indicativo sobre la
forma en que la teoría debía hacerse cargo con vistas a gestionar ese negocio, resumido en la
palabra alétheia. Fuera de esta cuestión, la polémica con el idealismo no ha hecho sino barajar
metáforas y proponérselas a la imaginación; pero con ello abandonamos la historia de la filosofía.
Lo crucial, por tanto, jamás ha sido qué hacer con la existencia de Dios, la inmortalidad del alma o
la eternidad del mundo, sino qué hacer con la ignorancia cuando lo que se pretende es saber.
Nada de esto tendría sentido –ni lo habría tenido la filosofía misma– si no hubiera, desde el
principio, dos matemáticas posibles en juego. El saber no puede surgir más que del trabajo que la
ignorancia vierte sobre la propia ignorancia. Y sería un milagro, sin duda, que una ignorancia
trabajada lograra mutarse en saber si no fuera por ese privilegio –en el que se resume eso a lo que
llamamos razón– que tienen los hombres de saberse ignorantes. Desde ese mismo momento, la
ignorancia trabaja la ignorancia comparando el saber con el saber. ʺNo afirmaríamosʺ, dice
Aristóteles, ʺque dos y tres son igualmente pares, ni yerran igualmente el que cree que cuatro son
cinco y el que cree que son mil. Si, pues, no yerran igualmente, es evidente que uno de los dos
yerra menos, de suerte que se acerca más a la verdadʺ (Met, IV, 4, 1008b, 35). El saber surge
siempre de un hacerse cargo de lo que se ignora y lo primero que sabe es, precisamente, que se
ignora. El idealismo hunde sus raíces, como se ha intentado mostrar, en una determinada manera
de entender el trasfondo de esta relación entre saber e ignorar. En este sentido, cualquiera que sea
la forma en la que entendamos los términos materialismo o idealismo, la polémica entre estas dos
supuestas escuelas no puede consistir en otra cosa que en intentar mostrarse mutuamente que se
sigue ignorando lo que se pretende saber. Así se comprobó que operaba Marx respecto a la izquierda
hegeliana. Pero, si en éste como en otros casos la ignorancia combatida merece el título general de
ʺidealismoʺ, tiene que ser porque desde el comienzo ha habido una determinada posibilidad
matemática que ha podido responder, a la postre, a semejante título.
No ha de resultar ni partidista ni sorprendente que se coloque esta posibilidad matemática del lado
de la ignorancia, pues basta repasar su historia para comprobar que ésta fue precisamente su
propia opción, desde la teología negativa a la docta ignorancia, acabando en cualquier caso por
mostrar en Hegel que la Enciclopedia entera podía ser elaborada a golpe de negación.
Hemos intentado mostrar que materialismo e idealismo, entendidos como dos maneras distintas
de trabajar la ignorancia desde el sabernos ignorantes, se enfrentaron ya en el seno de la
Academia de Platón como dos matemáticas contrapuestas que, en adelante, no cesarán de medir
sus fuerzas frente a la determinación. Su verdadero campo de batalla ha sido la historia de la
ciencia, en la que el saber ha ido abriendo nuevos continentes a la investigación y sancionando
determinadas proposiciones como eternamente verdaderas o eternamente falsas –en el sentido en
que Bachelard ha podido decir ʺla noción de calor específico es una noción científica para siempre
que entra como elemento constitutivo en una historia de la física sancionadaʺ.
Para Sócrates, el saber ignorar ha consistido en un saber interrogar. Lo indeterminado no habita en
este sentido el saber más que para obligarle a solicitar una determinación. Pero la forma en la que
la ignorancia recorre el mundo de parte a parte, abarcándolo a fuerza de indeterminación,
contrasta entonces con la lentitud y la modestia con la que el saber conquista cada determinación.
Es de este modo como, paradójicamente, la ignorancia tiene al todo por patrimonio, mientras que
el saber no logra conquistar más que determinaciones aisladas, según va paseando su pregunta
por aquí y por allá entre péndulos y cubos de madera. Estar en posesión del todo no es desde
luego un gran logro mientras sea a base de indeterminación. Pero el caso es que hay ahí una
pregunta legítima que puede inspirar todo un posible camino matemático, comprometido en trazar
la forma en la que el todo de la realidad puede contener o desplegar cada determinación. Es
legítimo, en suma, buscar la determinación en ese nuevo espacio aportado por la mera ignorancia,
en lugar de recorrer un espacio físico que siempre permanecerá inabarcable.
Míticamente, las religiones han acotado una pregunta de este tipo en el misterio por el que Dios
contiene en sí su creación. Del mismo modo que ʺDios contiene en sí su creaciónʺ la filosofía afirma
que hay un ahí teológico en el que la ignorancia tiene que poder contener en sí todo el saber, en
una representación que ella se basta para aportar: el Uno. Hemos dado la razón a Schelling (cfr.
apartado 11.1) al afirmar que el problema general de todos los sistemas filosóficos ha sido el de
aclarar el tipo de relación que puede ser pensada entre Dios y el mundo o entre el todo y la
determinación. En el fondo, semejante cuestión no plantea más que el enigma de la relación entre
el patrimonio de la ignorancia y el patrimonio del saber, una vez constatado que la ignorancia
comienza por estar en posesión del todo a fuerza de indeterminación. La razón, que por sí misma
nada puede conocer, ʺpreparaʺ, sin embargo, ʺel terreno al entendimientoʺ, proporcionándole la
idea de unidad sistemática (KrV, A 657 B 685). Kant se hizo cargo a su manera de esta relación en la
que han navegado todos lo; sistemas filosóficos. El Idealismo, por su parte, se comprometió en la
tarea de encontrar una matemática que diera cuenta de la relación entre ignorancia y saber de
modo que en ella fuera identificable, precisamente, el saber mismo, la enciclopedia de las ciencias.
En principio, la docta ignorancia no ha podido hacer otra cosa que señalar el lugar de esta
matemática. Así lo hizo Platón mediante las nociones de participación y de imitación. Ambas
apuntan al doble problema de cómo las Ideas son predicables unas de otras y de cómo son
predicables de lo sensible. Es decir, se trata de aclarar el sentido de la palabra ser cuando decimos
que ʺel hombre es animalʺ o que ʺSócrates es hombreʺ. Aristóteles afirmaría más tarde que hablar
de participación es ʺpronunciar palabras vacías y hacer metáforas poéticasʺ (Met, A, 9, 991a 21).
Pero Platón está muy lejos de haberse dado por satisfecho con meras metáforas. Antes bien, su
propia obra ha inaugurado un camino en la historia de la filosofía que puede resumirse en el
intento por lograr que la noción de participación deje por fin de ser una metáfora. Mientras que
para Aristóteles el término ʺparticipaciónʺ no hace sino añadir una metáfora inútil al verdadero
problema, para Platón esta metáfora señala aquello que tiene que ser matematizado en general.
Para Aristóteles el problema es el ser y la noción de participación introduce una violencia en el
lenguaje que suplanta precisamente a la cópula, pues no decimos ʺSócrates participa de la
Humanidadʺ, sino ʺSócrates es hombreʺ. Platón rechaza la noción, pero acepta la conveniencia del
alejamiento del problema, buscando una matemática en la que el problema del ser siempre habrá
sido suplantado por una problemática más profunda: cómo lo Uno puede engendrar lo múltiple, o,
como diría Schelling andando el tiempo, ¿cómo proceden o han procedido las cosas de Dios? Es
decir, mientras que el problema del ser nos circunscribe en un horizonte en el que las cosas finitas
se enlazan con cosas finitas, el problema de la participación nos sitúa tan pronto como intentamos
aclararlo frente a la cuestión de cómo lo finito se relaciona con la totalidad.
En resumen, todo el esfuerzo de la filosofía platónica se centra en la organización de un sistema
racional capaz de sustituir al problema que antes había señalado mediante metáforas y relatos
míticos. Ésta es la interpretación que defendió, entre otros, Léon Robin (1908), respecto al último
Platón y, en particular, respecto a sus doctrinas no escritas. La teoría de los Números ideales habría
venido a producir las mediaciones necesarias para responder a la pregunta ʺsi lo Uno ¿por qué lo
Múltiple?ʺ. Los Números son leyes capaces de dar cuenta de la participación de las Ideas entre sí;
son tipos de la organización interna de cada Idea. Pues, si las Ideas participaran indistintamente de
todas las demás, todo sería predicable de todo y por tanto no habría inteligibilidad de ningún tipo.
Por su parte, ʺla relación de lo Sensible con la Idea repite, en un estado de dependencia y
complicación más elevado, la relación de las Ideas con los Números idealesʺ (1908: 591). En este
sentido, Robin habría acertado con lo que sería un importante eslabón histórico perdido para la
historia de la filosofía y que nos conduciría hacia la doctrina neoplatónica de la emanación.
Aristóteles, por su parte, se habría enfrentado precisamente no tanto a una supuesta teoría de las
ideas como a esta preocupación platónica en general que, a su ojos, tenía la particularidad de
cambiar el problema del ser por otra problemática heredera de relatos mitológicos y puras
metáforas.
Según Pierre Aubenque (1962), Platón se habría ido planteando cada vez más el problema de los
mediadores ʺy a esta exigencia respondía sin dudacomo el propio Aristóteles subraya– la teoría de
los números y las magnitudes que permitían reconocerle a la Idea, matemáticamente determinada
ella misma, una acción informadora sobre lo sensible, por mediación de las estructuras
matemáticasʺ. Pero para Aristóteles ʺno existe, entre lo eterno y lo corruptible, esa relación sutil de
inteligibilidad, determinada además por las mediaciones matemáticas, que Platón llamara
participaciónʺ. Hay en el corpus aristotélico una constante fundamental:

La desconfianza hacia todo pensamiento que pretende instalarse de entrada en la totalidad, o que
pretende –como esos malos dialécticos de que habla el Filebo, que ʺunifican a tontas y a locasʺ–
llegar a ella demasiado pronto. Cualesquiera que sean las formas técnicas que adopte, el
argumento de Aristóteles contra esas doctrinas será siempre el mismo: al querer captar la unidad
del ser, se cae en la infinitud, o sea, en el no‐ser; en la confusión entre el sery el no‐ser vienen a
parar todas las filosofías de la totalidady ésa es la irrecusable señal de su fracaso. Esto no sólo es
válido para los sofistas o los platónicos, que sólo alcanzan la universalidad o la unidad al precio de
la vacuidad del discurso; sino que un argumento paralelo se encuentra en la polémica de
Aristóteles contra los físicosy los teólogos, ya se trate del Uno de Parménides, del Infinito de
Anaximandro, de la Mezcla primigenia de Anaxágoras, o incluso de la Noche de Hesíodo. De todos
ellos podría decirse lo que Aristóteles dice en particular de Anaxágoras, cuya tesis todas las cosas
están unidas acaba por convertirse en esta otra: nada existe en realidad. ʺEstos filósofos parecen
hablar de lo indeterminado, y, creyendo hablar del ser, en realidad hablan del no‐ser (Met, I, 2, 982a
8)ʺ (1962: 213/206).

El hecho de que Aubenque haya demostrado fehacientemente que la utilización que Hegel hace de
Aristóteles (cfr. apartado 11.5.1) está marcada por un signo neoplatónico tiene que arrojar
necesariamente algo de luz sobre la forma en la que el sistema hegeliano es, a su vez, una
respuesta impresionante a la aludida preocupación platónica. Se entiendan como se entiendan las
relaciones entre los dos pensadores, ha sido el propio Hegel el que ha reconocido que la pregunta
de la que depende ʺsi se da o no se da una filosofíaʺ es ʺ¿cómo el infinito sale de sí mismo y llega a
la finitud?ʺ (WL, V: 168‐169/134). El concepto de infinito verdadero muestra desde luego que la
pregunta está inadecuadamente formulada, pero eso no varía el hecho de que, para Hegel, como
para el idealismo en general, la filosofía misma se sostiene en esa preocupación. Tras tanto
esfuerzo histórico por racionalizar las metáforas platónicas, resulta incluso simpático que Schelling,
como vimos, acuse a Hegel de proceder arrastrado por meras ʺmetáforas congeladasʺ.
Es patente, pues, que la herencia de la inicial preocupación platónica por superar el carácter
metafórico de la noción de participación se ha ocupado de trabajar una matemática teológica, bien
entendido que esta teología alimenta su efabilidad en la problemática de la teodicea. La teodicea,
en efecto, no ha sido más que el campo de batalla en el que se ha descubierto para la historia de la
filosofía que una teología bien hecha tenía que agotar la física en su interior. Dios no podía ser Dios
sin el mundo y el mundo tampoco podía destruir a Dios, de modo que lo señalado por la noción de
participación tenía que hacerse un lugar entre el panteísmo y el acosmismo. La teología realizada
como teodicea viene a sustituir y digerir en su seno toda la problemática de la ontología en la que
Aristóteles se detuvo obstinado. Pero lo importante es que la ontología no se transforma en
teodicea más que a condición de anular el lugar de la física como disciplina autónoma. La teología,
en tanto que teodicea, ha buscado un procedimiento en el que lo verdaderamente ente agote todo
lo óntico instalando mediaciones entre el ser y el ente. Son a estas mediaciones a las que se dirige
su esfuerzo más o menos matemático. Frente a ello, el esfuerzo de la física no puede sino ser
provisional o desencaminado. Por el contrario, al negar toda solución de continuidad entre el ser y
el ente, la ontología otorga a la física el patrimonio de la efabilidad óntica. Ahora bien, la docta
ignorancia no puede desplegar entonces otra labor enciclopédica que preguntar a la física, se las
arregle como se las arregle ésta.
Nietzsche había señalado que la significación profunda de la filosofía alemana, culminada en
Hegel, se resumía en pensar un panteísmo en el que el mal, el error y el sufrimiento no fueran
sentidos como argumentos contra la divinidad (La voluntad de poden n.° 416). Sabemos ya que
Hegel ha logrado sistematizar toda la eficacia de las metáforas recogidas en la historia de la
filosofía de modo que la pluralidad, la finitud y la determinación sean la clave de un sentido de
unidad más alto que la obtenida por la pura abstracción, encontrando precisamente en todo el
horizonte de mal, la apariencia y la falsedad, la posibilidad de resolver en la historia la cuestión de
la totalidad como espíritu y libertad efectiva. La pluralidad en general, incluso en su forma natural
de inerte exterioridad vacía, nunca ha supuesto para Hegel un aprieto; ha operado más bien como
el resorte que permite a la lógica alcanzar lo concreto y cobrar efectividad en lo espiritual. El
problema no ha residido, ni para Hegel ni para Platón, en los péndulos, ni en las inabarcables
cordilleras montañosas, ni en la pluralidad de lo natural en la que rige la pura exterioridad; el
problema ha sido que, mientras tanto, esa pluralidad estuviera siendo trabajada por otra
matemática que no tenía sus mismas pretensiones y que caminaba en otra dirección y hacia otro
resultado.
12.3.2. El problema del conocimiento como último efecto de la teología negativa y la
ignorancia racional
Tarde o temprano, hemos concluido, la ignorancia es hegeliana y nos hace hegelianos. Ello quiere
decir que nuestro trabajo como historiadores de la filosofía se ve compelido como entre la espada
y la pared ante dos posibles opciones: la de aceptar una servidumbre básica hacia las Lecciones de
Historia de la Filosofía de Hegel, o la de comprometerse sencillamente a contar bien, de una vez, la
historia de la ciencia. El punto crucial a este respecto consiste, sin duda, en valorar las
consecuencias de la separación que nuestro archivo académico ha operado entre historia de la
filosofía e historia de la ciencia en el pensamiento moderno y contemporáneo.
A raíz de esta separación que desplaza el conocimiento al espacio de lo científico y obliga al espacio
de lo filosófico a contemplar el conocimiento allí donde él ya no está, de modo que sólo se sopesan
ya las potencias discursivas de la ignorancia –lo que el último Schelling llamara ʺfilosofía negativaʺ–,
el transcurrir cotidiano de lo académico se compromete en dos problemas: uno, como decimos, el
de entender la historia de la filosofía desde la Enciclopedia hegeliana, la cual había asimilado muy
bien el concepto de naturaleza, y también el concepto de positividad, pero no había podido, en
cambio, digerir la física newtoniana, sentenciando de este modo la separación entre filosofía y
ciencia positiva; otro, el problema del conocimiento, que debería ser interpretado en este sentido
como el callejón sin salida de una teología monoteísta que ya no quiere aceptarse a sí misma como
tal.
La ignorancia racional, contemplándose a sí misma, se autoposee y se constata como Una e
Idéntica consigo misma, pese a toda determinación y diferencia, superior a toda determinación y
diferencia, las cuales aparecen entonces como necesariamente generadas, emanadas o creadas en
la autocontemplación de lo superior. La ignorancia, es lo que hemos estado discutiendo, tiene una
potencia discursiva propia y, por tanto, es capaz también de generar realidad, en tanto que el
discurso de la ignorancia necesita también de unas condiciones fácticas materiales en las que
pronunciarse: la existencia misma de nuestras facultades de filosofía y teología es prueba de ello.
La ordenación de nuestro archivo académico depende en gran medida de la potencia discursiva de
la ignorancia. Frente a una sabiduría que se autoposee y se completa enteramente en la docta
ignorancia, el laborar efectivo de las ciencias positivas no puede para el académico de la filosofía
sino resultar incomprensible y sospechoso. Es de esta sospecha como surge un problema que, a
nuestro entender, y por duro que resulte decirlo, jamás existió en la historia de la filosofía,
tratándose más bien de un espejismo de la historia de los comentaristas: el problema del
conocimiento, el cual se convertirá en lo sucesivo en uno de los cometidos específicos centrales del
academicismo y la bibliografía comentarista. Nuestras facultades de filosofía en las que se
pretende reflexionar sobre la historia del saber en un espacio que previamente se ha negado a sí
mismo cualquier conocimiento determinado han quedado, así, ancladas en un sin‐ sentido
paralizante y ficticio. De ahí que resultara un acontecimiento monumental en la historia de la
filosofía la intervención hermenéutica de Heidegger y, entre nosotros, la publicación de la Historia
de la filosofía de Felipe Martínez Marzoa (1973) en la que el problema del ʺcriterioʺ del conocimiento
como tal no aparece en parte alguna.
Por mi parte, en otros lugares (Fernández, C., 1992) me he ocupado ya de mostrar las vías por las
que el asunto del criterio del conocimiento fue convertido en uno de los pseudoproblemas
comentaristas más irritantes. Creo que podría afirmarse que en la historia efectiva del saber todos
han estado siempre bien seguros de que el único criterio posible del conocimiento es el
conocimiento. Tal fórmula sólo es tautológica para aquel que pretende ponerla a prueba sin utilizar
conocimiento alguno. De esta forma sí que es cierto que la fórmula ʺel criterio del conocimiento es
el conocimientoʺ se transforma subrepticiamente en otra, esta vez, sí, tautológica y desconcertante:
que la ignorancia sea el criterio de la ignorancia. Fuera de aquellos para los que el conocimiento es
como un saco vacío referido a unas ʺcosasʺ respecto a las cuales estamos supuestamente en
directa convivencia, a nadie se le ocurriría la peregrina pretensión de comparar la adecuación del
conocimiento con la cosa, comparando el conocimiento con la cosa. La historia de la ciencia
comprueba diariamente esa ʺadecuaciónʺ, como es evidente, por una vía muy distinta:
comparando nuestro conocimiento de la cosa con nuestro conocimiento de ella. Conocemos la
cosa si de verdad la conocemos, y si nos entra alguna duda al respecto, lo mejor es que intentemos,
sencillamente, conocerla mejor. Para quien en verdad se molesta en conocer, lo que no es el caso
precisamente de los filósofos del conocimiento, el conocimiento actúa como un poderoso
correctivo del conocimiento, ordenándolo, reformulándolo, obligándole a cambiar sus supuestos, a
modificar sus preguntas, a observar más o mejor, etc. El saber se adecúa al saber, y, por ello
mismo, en efecto, se apropia cada vez mejor de la cosa. Independientemente del tratamiento que
adoptara la cuestión en la filosofía de Husserl, creo que éste acertaba enteramente al escribir, en
1907:

Los conocimientos no siguen sin más a los conocimientos como poniéndose en fila, sino que
entran en relaciones lógicas los unos con los otros: se siguen unos a partir de los otros,
ʺconcuerdanʺ mutuamente, se confirman –como reforzando los unos la potencia lógica de los
otros–. De otro lado, entran también en relaciones de contradicción y de pugna, no concuerdan,
son abatidos por conocimientos seguros, rebajados al nivel de meras pretensiones de
conocimiento. Nacen las contradicciones, quizá en la esfera de las leyes de la forma puramente
predicativa: hemos sucumbido a equívocos, hemos cometido paralogismos, hemos calculado o
contado mal. Si es esto lo que sucede, restauramos la concordancia formal, deshacemos los
equívocos, etc. O bien, las contradicciones perturban el nexo de motivaciones que fundan la
experiencia: unos motivos empíricos entran en pugna con otros. ¿Cómo salimos entonces del paso?
Pues bien: sopesamos los motivos que hablan a favor de las diversas posibilidades de
determinación o explicación. Los más débiles han de ceder a los más fuertes, los cuales, a su vez,
están en vigencia justo en tanto que resisten, o sea, mientras que no tienen que rendirse en un
combate lógico semejante ante nuevos conocimientos que aporten una esfera de conocimientos
ampliada. Así prospera nuestro conocimiento natural. Se va adueñando cada vez mejor y en mayor
medida de lo que efectivamente existe y está dado […] Así surgen y crecen las distintas ciencias
naturales (1907: 18).

Sería muy interesante mostrar que lo que nos está contando aquí Husserl como algo que es
evidente y que sólo merece ser dicho de pasada coincide curiosamente con aquel texto de Marx de
1857 en el que la tradición marxista quiso ver la absolutamente novedosa fundación de la
metodología marxista, supuestamente diferente y contrapuesta a las despectivamente llamadas
ciencias burguesas. Tiene algo de trágico el que ese famoso seminario de Althusser, Lire le Capital,
se rompiera la cabeza para llegar a descubrir una verdad tan insólita y novedosa como que el
conocimiento es el criterio del conocimiento, que la verdad es index sui, como solía decirse en
aquellos tiempos spinozistas. Pero no es el momento de reiniciar esta discusión. Lo importante era
resaltar que nuestro archivo académico general, al separar la historia de la filosofía de la historia de
la ciencia, se ha comprometido en el inútil proyecto de localizar un criterio del conocimiento
rebuscando tan sólo en el saco de la ignorancia. Es natural que el problema resulte, a la postre,
irresoluble.
Visto desde el otro lado, desde el compromiso efectivo en la historia del trabajo científico, el
problema muestra enseguida su carácter imaginario. La epistemología es, sin más, la historia
efectiva de las ciencias. El mérito de Bache‐ lard no fue haber hecho este descubrimiento, sino
sencillamente el de habérselo recordado a los filósofos, o mejor, a los comentaristas. Una teoría del
conocimiento es un sinsentido. El corte que separa lo epistémico de lo no epistémico es definido
por Bachelard como la superación efectiva y siempre determinada de obstáculos epistemológicos
siempre específicos para cada caso. La única forma de recorrer esta especificidad del corte, en la que
se encierra todo el misterio del criterio, es reconstruir en cada caso el desarrollo científico histórico que
lo originó. Es decir, el problema del conocimiento acaba por resolverse en la tarea de contar bien de
una vez la historia de la ciencia. Es allí y no en ningún otro sitio como se puede constatar cómo el
conocimiento corrige al conocimiento.
12.4. ʺSócratesʺ como título del materialismo
Cuanto llevamos planteando puede ya arrojar ciertas conclusiones con vistas a aclarar lo que en
verdad se estaba jugando en el enfrentamiento entre Marx y la ideología alemana (capítulos 1 y 2).
Hemos intentado mostrar que la apelación a una ʺilusión hegelianaʺ en el universo teórico alemán
no tiene tanto que ver con la influencia académica de Hegel como con la estructura misma de la
ignorancia –en un momento, además, en el que Marx y Engels se proponen precisamente fundar
algo así como un ʺmaterialismo históricoʺ que no puede ser entendido más que como una especie
de ʺfísicaʺ de lo histórico. Hemos afirmado que hay ʺalgoʺ que funciona hegelianamente en la
ignorancia, incluso antes de que ésta plasme su fecundidad en textos filosóficos (cfr. apartados
11.3 y ll.4). Yes por ello que nos vemos obligados a desembocar en la tesis de que las ciencias
menos desarrolladas serán tanto más hegelianas cuanto menos desarrolladas estén.
La matriz básica de este no desarrollo, capaz de explicar su paradójica fecundidad, es la teodicea.
Porque ¿podríamos considerar las Lecciones de filosofía de la historia universal hoy en día como la
fundación de una ciencia de lo histórico? Todo hace pensar –como señaló Marx– que esas lecciones
representan más bien lo que en adelante se llamará una ʺfilosofíaʺ de la Historia y que el problema
está precisamente en eso de ʺfilosofíaʺ. Pero ésta tampoco recorre cualquier itinerario filosófico
posible, sino uno muy concreto explicitado por el propio Hegel como Teodicea.
Quizá parece entonces que nos vemos compelidos a otorgar el título de materialismo
exclusivamente a nuestra comunidad científica, heredera al parecer de un cierto empirismo ʺamigo
de las ideasʺ. Pero ni la física ni la matemática, ni alguna supuesta ciencia de lo histórico, tienen por
qué necesitar de semejante título. Es en la propia historia de la filosofía en la que se hace preciso
dar razón de su sentido. Y por ahora no sabemos más que lo que no ha hecho el idealismo. El
idealismo se ha negado a otorgar a otro el derecho a la palabra. Eudoxo nos ha valido como
símbolo de Galileo o Newton, o también de Adam Smith, Ricardo o Quesnay, y de toda la realidad
teórica que, tras apartarse del universo de la izquierda hegeliana, Marx y Engels van a descubrir en
Bruselas o Londres.
Precisamente porque la ignorancia habla, doxática y epistémicamente, y también porque ella
misma es capaz de introducir, por su propia consistencia, una posibilidad matemática capaz de
competir con la trabajada por la comunidad científica, existe, en el interior de la historia de la
filosofía, un quehacer teórico que tiene que ocuparse de velar por la efabilidad propia del saber,
impidiendo a la efabilidad en la que navega la ignorancia apropiarse del lenguaje y la palabra. El
cuidado de esta efabilidad a la que llamamos saber es la definición misma de la filosofía. Kant ha
dejado la palabra a Galileo y Newton porque su investigación se ha dirigido hacia las condiciones
de posibilidad, es decir, hacia aquello que es preciso saber de antemano para que la cosa pueda ser
como ellos saben que es. Newton ha preguntado por la gravitación. Kant ha preguntado por el ʺesʺ
que permite decir cosas como que la fuerza ʺesʺ masa por aceleración. Pero Kant jamás ha
pretendido que las condiciones de posibilidad de lo válido sean ellas mismas lo válido, jamás ha
buscado una línea de continuidad entre la investigación del ser y la del ente. No hay en Kant,
podríamos decir, ninguna matemática posible para mediar la diferencia ontológica. Es en este
sentido que puede decirse que Kant ha invertido su esfuerzo teórico en cuidar de un lugar en el
que es otro el que tiene que hablar. Su filosofía ha cuidado del saber, pero jamás ha pretendido,
como declara Hegel, que la filosofía pueda ser el saber mismo.
ʺCuidar de un lugar en el que se deja la palabra a otroʺ es, en realidad, la definición de ese
personaje llamado Sócrates. Sócrates, ʺque no sabe nadaʺ, no consiste en otra cosa que en dejar la
palabra a otro, a Teeteto. ¿Acaso para que hable Teeteto? No. Lo que distingue a Teeteto de Calicles
o Polo es que él no tiene tampoco nada que decir. En el desarrollo de un diálogo socrático, la
pregunta ¿qué es…? actúa como un minucioso dispositivo que va poniendo fuera de juego todo lo
que los interlocutores tienen que decir, con la esperanza de que, a medida que el asunto mismo
tratado deje de parecerles esto o lo otro, sea la cosa misma en cuestión la que se muestre como
esto o aquello. El diálogo consiste, en definitiva, en edificar un ahí en el que la cosa pueda
mostrarse a la palabra. Un ahí, en efecto, del es, un ahí del ser, pues lo que ha solicitado la pregunta
socrática al mostrarse de las cosas ha sido precisamente el ʺesʺ. Esta violencia que los
interlocutores se hacen a sí mismos para dejar en libertad a la cosa tratada es más o menos
aparatosa según el interpelado esté bien o mal dispuesto a renunciar a su interés por decir una u
otra cosa. Si Teeteto es un interlocutor dócil en este sentido es porque suele prestarse gustoso a
conceder a la cosa el derecho a la palabra. Ello puede resultarnos más o menos misterioso pero es
una realidad a la que estamos enteramente acostumbrados: ʺdejar la palabra a la cosaʺ no es más
que aceptar el compromiso de que la palabra se refiera, como predicado, al sujeto; no es más que
la estructura misma del juicio S es P. En orden a esta disciplina del juicio es por lo que Bachelard
pudo definir el espíritu científico como un compromiso de ʺaridez voluntariaʺ. Todo el instrumental
teórico y técnico de un laboratorio se encarga de velar por este compromiso que hace del
aburrimiento absoluto el requisito imprescindible que figura como friso de entrada de nuestra
ciudad científica. Quien lo traspasa sabe que, en adelante, él ya no tiene nada que decir, que todos
los predicados posibles se refieren de iure a la cosa investigada. Il ne faut pas voir la réalité telle queje
suis (Paul Eluard). El problema es que, como dijo Bachelard, ʺbasta con que hablemos de un objeto
para creernos objetivosʺ; y sin embargo, antes de que el instrumental teórico intervenga, ocurre
siempre que ʺel objeto nos designa a nosotros más de lo que nosotros lo designamos a él, y lo que
tomamos por nuestros pensamientos fundamentales sobre el mundo son a menudo confidencias
de la juventud de nuestro espírituʺ (1938b: 9).
¿Y qué hay que decir respecto al papel de Sócrates o al papel que cumple el propio friso de la
Academia? Sócrates se encarga de velar por esta sintaxis capaz de poner en libertad el mostrarse
de la cosa interpelada. Su cometido es cuidar del ser como cópula para que el ente se muestre en
su ser, en la palabra de su interlocutor e incluso a pesar de él mismo. A este cuidado tenemos que
llamarle ontología. Ontología es cuidar de lo que Sócrates cuidó.
Que la sintaxis lógica o la razón ʺdeje la palabra a la cosaʺ es lo que llamamos función sensibilidad y,
en principio, ello no quiere decir más que esto: que la razón o el ʺesʺ no puede proporcionarse a sí
misma la cosa que ahí tiene que mostrarse. Por ello, ʺcuidarʺ del ʺesʺ como cópula es cuidar de una
Dimensión en la que las cosas se dan. El concepto de ʺrelación infinitaʺ de Hegel, como vimos, viene
a dejar atrás esta concepción neolítica de la verdad, que equipara la labor lógica a una labor de
pastores y campesinos, de modo que la Dimensión misma se convierte en todo lo que en ella tiene
que aparecer. Ya no se trata de cuidar de la relación, sino de mostrar que uno de los dos términos
de la relación puede ser concebido como siendo la relación misma. Ello es tanto como decir que la
cópula es, en realidad, el verdadero sujeto de todo juicio, y que, por tanto, ella no puede consistir
sino en suprimir (y conservar) en cada caso al sujeto que pretendía arrogarse ese papel.
Frente a ello, ʺmaterialismoʺ no puede significar otra cosa que una determinada forma de hacerse
cargo del título ʺSócratesʺ, como un lugar en el que las cosas pueden mostrarse. Una determinada
forma, por demás, que consiste en hacer justicia y tomarse radicalmente en serio la diferencia
entre saber e ignorar que las repetidas alusiones a la esterilidad por parte de Sócrates contribuyen
a recordar.
13
Materialismo e Historia

La constitución de 1795, de igual manera que las ante‐ riores, está hecha para el hombre.
Ahora bien, no hay hombres en el mundo. Durante mi vida, he visto franceses, italianos,
rusos, etc.; sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero, en cuanto al
hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es en mi total ignorancia
Joseph de Maistre
13.1. Tránsito a la cuestión de los efectos de la ignorancia racional en las ciencias
humanas
Si, según el modo expuesto, la ignorancia trabaja hegelianamente y produce sus efectos
epistemológicos, las ciencias menos desarrolladas han de ser las más propensas a funcionar según
la matriz teológica antes descrita. Es así que las ciencias del hombre culminaron su prehistoria en
Hegel, quien, en efecto, había significativamente convertido la Historia universal en Teodicea.

[La filosofía de la historia] es, por tanto, una Teodicea, una justificación de Dios. […] Es en la historia
universal donde la masa entera del mal aparece ante nuestros ojos (en realidad, en ninguna parte
hay mayor estímulo para tal conocimiento conciliador que en la historia universal). […] La evidencia
filosófica es que […] Dios tiene razón siempre; es que la historia universal representa el plan de la
Providencia (VorPhGesch, XII: 28‐29/56‐57).

La superación de los efectos hegelianos en las ciencias históricas no puede, entonces, ser un
arreglo de cuentas ʺfilosóficoʺ, en el sentido académico que suele darse a esa palabra. Por mucho
que se insista en la superación de la filosofía hegeliana, las ciencias humanas no dejarán de ser
hegelianas hasta que no sean ciencias, es decir, hasta que no hayan logrado abrir a la investigación
teórica esos continentes que la ignorancia ha visitado siempre de antemano. Tras un siglo de
investigaciones antropológicas a lo largo y ancho de un planeta que cien años antes había sido
abarcado, aldea por aldea, por la conquista colonial, nada puede resultar más chochante, por
ejemplo, que leer hoy los fundamentos geográficos con los que Hegel abre las Lecciones de filosofía
de la Historia, en los que la raza negra se relaciona con la oscura noche de un absoluto en el que
todos los gatos son pardos, como corresponde a un continente infantil en el que la historia todavía
no ha comenzado, y la forma del continente americano se relaciona con un silogismo de término
medio muy estrecho, materializado en el istmo de Panamá.
Se ha comprobado en capítulos anteriores que éste es uno de esos contados momentos en los que
Federico Engels dijo algo enteramente acertado. Lo que hace derrumbarse al sistema hegeliano no
es que él no tenga razón pues toda razón se pone siempre de su lado; lo grave para el sistema
hegeliano es que después de Hegel todavía quede algo por conocer. El camino que se abre ahora
delante de nosotros debería, pues, intentar pensar el problema de cómo trabaja o ha trabajado la
ignorancia en el continente de la historia, o si se quiere, de las ciencias humanas.
13.2. Materialismo y ciencias humanas
Las ciencias históricas son las ciencias menos desarrolladas. En ellas se echa en falta la
matematización rigurosa a la que han accedido las ciencias físicas. ¿Qué debe entenderse por esta
falta? ¿Se sabe qué es eso que falta cuando se señala en las ciencias históricas la carencia de
matematización? Hay algunas precisiones de Lévi‐Strauss que resulta oportuno recordar:

No existe ninguna relación entre las nociones de ʺmedidaʺ y las de ʺestructuraʺ. Las investigaciones
estructurales han aparecido en las ciencias sociales como una consecuencia indirecta de ciertos
desarrollos de la matemática moderna, que han otorgado creciente importancia al punto de vista
cualitativo, alejándose así de la perspectiva cuantitativa de la matemática tradicional. En distintos
campos: lógica matemática, teoría de los conjuntos, teoría de los grupos y topología, se ha
comprendido cómo problemas que no comportaban solución métrica podían igualmente ser some
tidos a un tratamiento riguroso. […] Excesivamente ocupados en medir, habríamos descuidado el
hecho de que las nuevas matemáticas introducen la in dependencia entre la noción de rigor y la
noción de medida... Con estas matemáticas nuevas aprendemos que el reino de la necesidad no se
confunde inevitablemente con el de la cantidad (1958: 360/297).

La cuestión puede radicalizarse. Lo importante no es sólo advertir que el rigor matemático no se


limita al estudio de lo cuantitativo. Lo que interesa es saber qué es aquello por lo que pregunta el
preguntar matemático, ya se trate o no de lo cuantitativo. Las advertencias de Lévi‐Strauss estaban
en este sentido previstas por ciertas consideraciones heideggerianas:

Desde hace mucho estamos habituados a pensar bajo lo matemático los números. Lo matemático
y los números están evidentemente en alguna relación. Lo cuestionable es esto: ¿existe esta
conexión porque lo matemático es algo numérico, o a la inversa porque lo numérico es algo
matemático? Esta alternativa es la verdadera (1935/36, XLI: 71).

Ta mathémata es lo que se puede aprender y enseñar. ʺAprender es un modo (Art) del ʹtomarʹ
(Aufnehmens) y del apropiarseʹ (Aneignens)ʺ (ibídem). El giro de Marx que hemos venido citando es,
por cierto, prácticamente el mismo: el conocimiento es ʺun modo (Art) de apropiarse (anzueignen) lo
concreto, de reproducirlo como un concreto espiritualʺ. Y también el antes citado de Hus‐ serl: la
ciencia natural ʺse va adueñando (bemächtigt) cada vez mejor y en mayor medida de lo que
efectivamente existe y está dadoʺ. ¿Pero de qué se apropia en las cosas lo matemático?

Lo matemático, tomado en su sentido original [es] aprender a conocer aquello que ya siempre se
conoce de antemano (ibídem).

Aquello que en la cosa rige de antemano es la cosidad de la cosa, lo que hace cosa a la cosa. Lo que
en el ente rige de antemano es el ser. De este modo, la ciencia no se hace matemática en la Edad
Moderna, sino que la ciencia moderna puede reconocerse en una significativa transformación –y
en cierto sentido limitación– de lo matemático porque el proyecto original del saber era desde el
comienzo matemática. El compromiso matemático consiste en el empeño de que el pensar
permanezca en el horizonte del ser: lo matemático ha de proporcionar la ʺefabilidadʺ precisa para
que la pregunta ʺ¿qué es...ʺ pueda desenvolverse y buscar sus respuestas.
Con vistas al problema que nos ocupa sería, pues, conveniente interrogarse del siguiente modo:
¿es que significa algo preguntar qué es... en el espacio histórico? La pregunta qué es... –qué es un
zapato, qué es el paro o qué es el capital– ¿puede ser formulada con sentido en el terreno
histórico? Se dirá que por supuesto. Sin embargo, toda nuestra filosofía de la historia ha opinado
más bien lo contrario. La cuestión puede plantearse de nuevo en otra forma: ¿existe algo
ʺmatemáticoʺ en lo político? Acaba de comprobarse más arriba que esto no supone cambiar
inesperadamente de pregunta, sino sencillamente pensar en lo que se ha preguntado. Empero, así
formulada, la respuesta afirmativa resulta mucho menos espontánea. Y es posible seguir
convirtiendo en odiosa e incómoda nuestra tan familiar pregunta qué es: ¿hay algo que siempre se
sepa de antemano en lo político? Es decir: nos preocupa saber qué ocurre con el ser –con aquello
que ʺrige siempre ya paraʺ cada cosa (hupárkhein + dativo)– ahí donde el ser es el poder. ¿Qué
puede significar alétheia en el continente historia?
Todos estos interrogantes preguntan, en realidad, si hay algo en la historia que no sea historia.
¿Hay alguna ausencia de la historia en la historia? Se ha comprobado ya que los esfuerzos de
Althusser y Balibar en torno al concepto de causalidad ausente, resuelto finalmente en el concepto
de causalidad estructural, iban encaminados a aislar en lo histórico el poder definidor con el que
una estructura define a sus elementos; no se buscaba, después de todo, como algunos pensamos,
algo muy distinto a lo que en la tradición aristotélica se llamaba causa formal. Una estructura es,
ante todo, ha dicho Althusser, el principio de inteligibidad de sus efectos: ʺEstas formas, como tales,
son justamente formas en cuanto son principios de realidady principios de inteligibilidad de sus
efectos; pueden ser perfectamente conocidas, y en este sentido, son la razón transparente de los
hechos que surgen de ellasʺ (1965a: /98). Cuando se pregunta en general qué es esto o lo otro, se
busca siempre una especie de ausencia cósica en la cosa, eso a lo que llamamos eîdos, es decir, eso
por lo que hemos preguntado al preguntar por su ser. Se repitió hasta el cansancio que el concepto
de estructura no aportaba nada a la cosa, excepto si acaso una suerte de pedantería afrancesada.
Sin embargo, esa ʺnadaʺ tenía más de griega que de francesa. Se trataba de aportar a la cosa una
nada en la que era imposible comerciar o entrar en relaciones históricas con ella. La causalidad
estructural no encerraba otro misterio que éste: el concepto de estructura es que la estructura es el
concepto. Con ella no se buscaba una interioridad de la cosa a la que pudiera llamarse su esencia,
siempre contaminada por un enjambre de accidentes: la estructura de algo no es un algo esencial
interior a ese algo, sino sencillamente su conocimiento.

La ʺinterioridadʺ no es sino el concepto, no es lo ʺinterior realʺ del fenómeno, sino su conocimiento.


[…] Si lo ʺinteriorʺ es el concepto, ʺlo exteriorʺ no puede ser sino la especificación del concepto,
exactamente como los efectos de la estructura del todo sólo pueden ser la existencia misma de la
estructura (1965b, II: 69/207).

Lo que se llamó el conocimiento estructural no era sincrónico por ser estructuralista, sino por ser
conocimiento. Nadie quería ver entonces que se trataba de una sincronía muy determinada y
además muy antigua y nada original: la sincronía del conocimiento teórico.

Lo que es visualizado por la sincronía no tiene nada que ver con la presencia temporal del objeto
como objeto real, sino que, por el contrario, concierne a otro tipo de presencia y a la presencia de
otro objeto: no a la presencia temporal del objeto concreto, no al tiempo histórico de la presencia
histórica del objeto histórico, sino a la presencia (o ʺtiempoʺ) del objeto del conocimiento del análisis
teórico mismo, la presencia del conocimiento. Lo sincrónico, entonces, no es más que la concepción
de las relaciones específicas existentes entre los diferentes elementos y las diferentes estructuras
de la estructura del todo, es el conocimiento de las relaciones de dependencia y de articulación que
forman un todo orgánico, un sistema. Lo sincrónico es la eternidad en el sentido spinozista o
conocimiento adecuado de un objeto complejo por el conocimiento adecuado de su complejidad
(Leer, I, 134, 118).

La eternidad sincrónica del conocimiento teórico fue sin duda un descubrimiento de Marx, fechado
en 1857, pero en el sentido de que Marx descubrió entonces algo que toda la historia de la filosofía
había sabido desde siempre aunque los historiadores de la filosofía lo hubieran olvidado a
menudo. Pero los lectores y los críticos de Althusser no fueron mucho más agudos a este respecto
que el propio Althusser, y rizaron el rizo convirtiendo ese hallazgo en una imposición althusseriana
a Marx. Fue así como se empezó a hablar de la escuela ʺestructuralistaʺ en el marxismo. Lo que se
temía en esta supuesta escuela era que la eternidad sincrónica de lo teórico paralizara la historia,
que la sumiera en el determinismo, en el fatalismo, en el mecanicismo, en el antihumanismo. Y, de
este modo, el estructuralismo pasó a ser una escuela que defendía todas estas tesis que sus
comentaristas temían como consecuencias de lo teórico. Pero lo que verdaderamente se temía era
lo teórico y no sus consecuencias imaginarias.

[El antihumanismo teórico] –se quejaba irónicamente Althusser– es una tesis seria siempre que se
la lea seriamente y que, ante todo, se tenga seriamente en cuenta una de las dos palabras que la
misma incluye –al fin y al cabo no se trata del diablo–: la palabra teórico. He dicho y he repetido que
el concepto de hombre no desempeñaba ningún papel teórico en Marx. Pero parece que teórico no
significaba nada para aquellos que no querían escuchar esa palabra (1975: /160).

Con todo, el estructuralismo pasó a convertirse en algo así como la ʺescuela de mis temoresʺ.
Testimonios como el de Lévi‐Strauss, la supuesta autoridad en la materia, resultaban entonces más
que nada desconcertantes:

Actualmente, el estructuralismo, o lo que se pretende designar por ese nombre, ha sido


considerado algo completamente novedoso y revolucionario, aunque yo pienso que esto es
doblemente falso. En primer lugar el estructuralismo no tiene nada de nuevo en el campo de las
humanidades: se puede seguir perfectamente esta línea de pensamiento desde el Renacimiento
hasta el siglo XIX e inclusive hasta nuestros días. Pero esta opinión también es errónea por otro
motivo: lo que denominamos estructuralismo en el campo de la lingüística o de la antropología, o
en el de otras disciplinas, no es más que una pálida imitación de lo que las ciencias naturales han
venido realizando desde siempre. La ciencia tiene apenas dos maneras de proceder: o es
reduccionista o es estructuralista. No estoy intentando formular una filosofía, ni siquiera una
teoría. Desde niño me he sentido incómodo ante lo irracional y desde entonces he intentado
encontrar un orden por detrás de aquello que se nos presenta como el desorden (1978: 27‐28).

Todo esto no parece que dé mucho miedo ni que pueda levantar demasiado escándalo. Sin
embargo, lo que sí es una inquietante cuenta pendiente que nos interpela desde Grecia es la idea
de que lo teórico penetre en el espacio de lo político. Y aunque en nuestro siglo no se vaya a
condenar a muerte a nadie por introducir lo teórico en las conversaciones de los zapateros, todo
un abanico de filosofías de la historia han reaccionado escandalizadas ante este proyecto. Se
comprenderá dónde está el problema si se atiende a aquello hacia lo que se dirige el preguntar
teórico. Preguntamos teóricamente cuando preguntamos qué es. El problema está en el ʺesʺ. Se
sabe dónde reside el inconveniente de introducir eso del ʺserʺ: al igual que aquello en lo consiste el
zapato no es ningún zapato, aquello en lo que consisten las cosas históricas no es a su vez ninguna
historia.
La pregunta misma nos encamina hacia el ser y nos aleja de la historia. ¿Cómo interpretar este
alejamiento?
Primero conviene detenerse en cómo lo interpretaron sus detractores. Si el ser nos aleja de la
historia, se dijo, lo primero que debe hacer un pensamiento histórico es tomar distancia con
respecto a él. Así fue como la filosofía de la historia podría ser ordenada según las distintas
precauciones contra el ser que desplegó: en la historia nada es, todo ʺse haceʺ, ʺse eligeʺ (o en una
especie de espejo negro foucaultiano: todo acontece, se produce, se constituye mediante esos
dispositivos microscópicos que son las capilaridades del poder). Había, como se dijo, que
desconfiar de la voluntad de verdad: ¿qué discursos se pretenden acallar, reprimir o censurar
cuando se dice ʺesto es científicoʺ o ʺesto es verdadʺ?
Un ejemplo. Hemos planteado: ¿qué significa preguntar qué es en el continente historia? La
pregunta en Sartre adquiere un carácter muy incómodo, ya que precisamente el ser, en el espacio
humano, no puede ser sino un resultado engañoso de lo que él había denominado ya desde El ser y
la nada como mala fe. Una cuestión que dio mucha lata por aquel entonces: Sartre no podía
aceptar sin más que la pregunta ¿qué es la clase obrera? o ¿qué es un obrero? tuviera una sintaxis
teórica correcta. La pregunta para él sería más bien ¿cómo la libertad se elige a sí misma en la clase
obrera? Por cierto que, en Sartre, esta pregunta no tiene una respuesta ingenua y sencilla: al
contrario, la respuesta es ʺinfinitamente complejaʺ, debe remitirse a la ʺtotalidad vivida del obreroʺ.
El problema es, precisamente, que la ciencia no es jamás, por definición, una aventura
ʺinfinitamente complejaʺ. Es esto algo que le recordaría Levi‐ Strauss en esa memorable polémica
de El pensamiento salvaje: ʺUna historia verdaderamente total se neutralizaría a sí misma: su
producto sería igual a ceroʺ (1962: 341/373).
Esto no quiere decir que la ciencia sea necesariamente ʺreduccionistaʺ y ʺparcialʺ. Sencillamente
quiere decir que la ciencia responde siempre a preguntas específicas, que la ciencia responde
siempre a una pregunta, a cada pregunta, y que quiere responder tan sólo a esa pregunta y no a
otra o a todas. Por eso, a propósito de la misma cuestión, Marx comienza por distinguir dos
preguntas. La causalidad estructural que nos define como obreros y el proceso histórico que
produjo esa causalidad estructural. Ninguna de ellas tiene nada que ver con cómo los cuerpos se
eligen a sí mismos como obreros atendiendo por la mañana al despertador o sometiéndose a mil
controles y disciplinas microscópicas durante el día – problemas planteados por otras preguntas,
también, sin duda, muy legítimas–. Un obrero que se niega a atender al despertador o que se
decide por la indisciplina no deja por eso de ser obrero; se convierte, todo lo más, en un obrero en
paro. En cuanto al proceso que generó semejante poder definidor que se impone, al parecer, sin
ʺejercicio de poderʺ alguno, hay que advertir que tampoco es toda la historia, sino una historia, y
muy determinada, diferente además de aquella otra que nos define como obreros en la
contemporaneidad. Esa historia que produjo la proletari‐ zación del trabajo humano no sucede
todos los días para constituirnos como obreros, desde que suena el despertador hasta que poco a
poco vamos proletarizando nuestro tiempo, bajo la presión de mil micropoderes, mil disciplinas y
controles (cfr. Fernández, C., 1992). Esa historia no es una cosa entre las cosas históricas, no es un
ejercicio histórico entre los ejercicios históricos. Esa historia ya no es, simplemente, una historia.
¿Hay, pues, algo en la historia que no es historia? Siguiendo el ejemplo anterior, podría
preguntarse: ¿qué es, en qué consiste, la eficacia que proletariza el tiempo histórico? ¿Por qué tipo
de eficacia se está preguntando? A lo que hay que responder: se pregunta por aquella eficacia
capaz de posibilitar que la pregunta ¿qué es un obrero? tenga una posible respuesta. Y de ahí que
no encierre misterio metafísico alguno la afirmación de que, en suma, estamos preguntando por el
ser en el que consiste ser obrero.
Por supuesto que aquello que no es historia en la historia sigue siendo, de todas formas, algo
histórico: pero es precisamente el ser histórico, y lo que ahora viene al caso es atender a eso del
ʺserʺ. La historia no sólo produce más historia. Hemos visto intentar captar el ser en una especie de
causalidad ausente, buscar el ser en la ausencia histórica, en lo que no es historia en la historia. Si
esto parece misterioso es porque la historia, tan escurridiza, tan humana, nos ha hecho creer que
las cosas sólo se hacen, funcionan y discurren, haciéndonos olvidar (en un sentido ciertamente muy
platónico) que también son algo en la historia. Y son algo y, por tanto, no lo son todo. En la historia
no todo está en todo. El proyecto idealista, al contrario, en sus diversas cristalizaciones, ha buscado
siempre situarse en un lugar en el que la historia comulgue en general consigo misma. Y ese lugar
sólo podía ser, a la postre, el hombre, mónada de la Historia. Que el resto del desarrollo camine
siempre hacia una ʺFundamentación de la Razón dialécticaʺ, sartreana o no, ya no tiene nada de
asombroso: si es posible pensar un Absoluto en el que toda la historia esté en la historia, es ya cosa
decidida que la historia sólo puede seguir siendo histórica, es decir, continuar su curso histórico, a
fuerza de contradicciones consigo misma. La única efabilidad histórica posible será, pues, la
dialéctica. Pero, al tiempo, la única historia posible será la historia vivida.

Esta promoción de las preocupaciones personales a la dignidad de problemas filosóficos corre


demasiado el riesgo de llegar a una suerte de metafísica para modistillas, aceptable como
procedimiento didáctico, pero muy peligrosa si interfiere con esa misión que se asigna a la filosofía
hasta que la ciencia sea lo suficientemente fuerte para reemplazarla, que consiste en comprender
al ser no en relación a mí, sino en relación a sí mismo (Lévi‐ Strauss, C., 1955: 61/62).

Comprender al ser en relación a sí mismo es precisamente el objeto del pensar teórico. Lo que se
ha escamoteado es el ser del ser histórico, eso que habíamos llamado lo sincrónico en la historia.
En realidad, lo que se ha hecho ha sido robar a la historia su pasado: la eficacia ausente que el
pasado histórico tiene en la historia. La historia, en efecto, no sólo se hace, no sólo transcurre, no
sólo acontece, también edifica, también construye resultados históricos que son las condiciones
siempre invivibles sobre las que ya siempre de antemano comienza cualquier historia vivida.
Antes preguntábamos: si la consideración del ser en la historia nos aleja de la historia ¿cómo
interpretar este alejamiento? Se vislumbra la respuesta: la eternidad de lo sincrónico nos aleja de la
historia para encaminarnos hacia el conocimiento de la historia.
Esto habría resultado muy tranquilizador si no se hubiera descubierto inmediatamente en este
conocimiento de la historia algo que resultaba sospechoso. Lo sospechoso era que se dijeran cosas
como éstas que Althusser no paró de repetir hasta el final de sus días:

[El historicismo] impide alcanzar un valor científico y por lo tanto objetivo, o sea, teóricamente
independiente de su tiempo. En mis ensayos he citado a Spinoza: ʺel concepto de perro no muerdeʺ
(o lo que es lo mismo, el concepto de perro no es canino). Yo agregaba que el conocimiento del
azúcar no es azucarado, que el conocimiento de la historia no es histórico; es decir, los conceptos
teóricos que permiten el conocimiento de la historia no están sometidos al relativismo histórico
(1986: 95‐96).

Así pues, lo que seguía siendo sospechoso para la filosofía de la historia era que el conocimiento
seguía siendo aquí pensado como el conocimiento teórico, y que, también en este caso, así se
tratara aquí no sólo de un devenir, sino –siendo el caso de lo histórico– de un devenir humano, lo
teórico tenía que ser husserlianamente entendido como un asunto a tratar con la eternidad. Quizás
la historia pasa de forma más enigmática a como pasan las cosas físicas, pero el éter en el que
navega lo teórico para apropiarse más y mejor de lo histórico no por eso deja de ser el de lo
eternamente verdadero o lo eternamente falso.
Con ello se conforma el conocimiento. El conocimiento no pretende sino conocer y le basta con que
la eternidad sea la superficie en la que investiga y trabaja. Pero cuando la ignorancia protesta
contra esta eternidad es sólo porque pretende una eternidad más poderosa, capaz de condensar y
resumir en una representación toda la efabilidad a investigar. La inefabilización del ser a la que
acabamos de asistir puede imaginarse que lucha contra cualquier suerte de divinidad de lo teórico,
pero la historia de la teología negativa ha demostrado muy bien que ello sólo se hace para obligar
a lo divino a completar un Dios.
Hace ya mucho tiempo que estamos acostumbrados a ver las leyes de la física detenidas en el
tiempo sin tiempo de lo matemático y nadie se ha rasgado las vestiduras diciendo que los físicos
quisieran detener el tiempo o negar su realidad. Pero cuando las ciencias históricas insistieron en
que sus conceptos no operaban histórica sino lógicamente, todo fueron gritos histéricos diciendo
que se nos robaba el devenir. No es difícil advertir que tanto griterío no reclamaba tanto el devenir
como algo que los espectadores de las ciencias históricas necesitaban mucho más: el Uno de la
efabilidad histórica, un posible ahí en el que condensar la totalidad de lo histórico, así fuera
bautizado con el nombre de hombre o, simplemente, de historia. Lo único que se defendía era el
derecho de ciertas atractivas abstracciones a dirigir la investigación histórica. Tras el empeño de
que la historia sea el aquí y el ahora en el que reconocer lo humano late el deseo de que haya así,
al menos, un punto en el que todo esté en todo en la historia. El hombre es la totalización siempre
cambiante de la historia y su concepto mismo tiene así la supuesta ventaja de llevar en su seno el
devenir. Tenemos entonces un lugar en el que podemos instalar nuestra inquietud hegeliana: un
lugar en el que la historia comulga en su totalidad consigo misma. El hombre, mónada de la
Historia, se traga toda la machaconamente repetida dificultad de las ciencias humanas en una
inefabilidad que sin embargo posee la infinita dignidad de contenerlo todo de derecho.
Historicismo y humanismo representan uno de los caminos en los que la ignorancia ha desplegado
su fecundidad en el continente historia. Pero las potencias discursivas de la ignorancia –cuyo
funcionamiento hemos pretendido recorrer en los capítulos anteriores–hace tiempo ya que dejaron
de esforzarse en ser explícitas. Hoy, a nadie se le ocurriría irrumpir en la polémica general del
pensamiento histórico reivindicando tan sólo su ignorancia y su potencial teológico. Pero que hoy
nadie esté dispuesto a asumir el papel de Nicolás de Cusa, no significa que la ignorancia opere
según distintos efectos, y la teología del hombre, si bien ha sido más grosera, no ha tenido en el
fondo una estructura diferente. Si el historicismo ha protestado contra toda suerte de eternidad, ha
sido tan sólo para depositar en el hombre todas sus inquietudes teológicas.
Del lado idealista la ignorancia racional ha trabajado explícita y conscientemente, produciendo, por
demás, sistemas teológicos de inigualable poder discursivo y de incomparable belleza. Pero lo que
nosotros hemos planteado es que la ignorancia siempre trabaja discursivamente en el saber,
incluso cuando este trabajo no es explícitamente elaborado. De ahí que, del otro lado, del lado
ʺmaterialistaʺ, como suele decirse, se haya estado muy lejos de encontrarse a salvo de la teología.
Ahora bien, los recursos teológicos por parte del materialismo, precisamente por no ser
conscientemente elaborados como tales, han sido mucho más entorpecedores del desarrollo de las
ciencias humanas, y también ocurre que son mucho más difíciles de diagnosticar, entre otras cosas
porque son más numerosos y menos espectaculares.
No es posible hacer un inventario de los efectos teológico‐materialistas, pues su estructura
epistemológica se extiende tanto como se extiende la ignorancia. El historicismo, el humanismo, la
ilusión hegeliana denunciada por Marx en el materialismo alemán, el famoso método dialéctico del
materialismo engelsiano, son sólo algunos aspectos de este problema. Pero hacía falta tener el
temple descarado e irritable de Foucault para advertir que la renuncia a estos recursos estaba muy
lejos de haber acallado el proceder tenaz de la ignorancia, mostrando cómo se podía seguir siendo
hegeliano no sólo sin necesidad de sistema, sino incluso sin necesidad de la dialéctica. Así ocurrió,
de pronto, que todos aquellos modelos de explicación que la mejor de las tradiciones marxistas
había desplegado a modo de diques de contención contra Hegel se desvelaban, en el fondo, como
aparatosas soluciones de facilidad en las que siempre comenzaba tomando la palabra la ignorancia
y siempre acababa por otorgarse a Hegel el derecho de sacar las conclusiones.
Así por ejemplo pasaba con el esquema estructurasuperestructura, con la teoría del Estado como
instrumento de la clase dominante y, en general, con toda mentalidad ʺde la sospechaʺ dispuesta
siempre a traducir, a interpretar; a reducir la realidad a un vasto horizonte de enmascaramientos de
un discurso latente que se pronunciaría y se impondría en el orden profundo de recónditas
eficacias. Pese a lo que Foucault había mantenido en 1964, su pensamiento se dirigía más y más
contra la idea de una realidad transparente y engañosa en la que todo se comunicaría mediante el
vínculo mágico de la interpretación: la realidad no se expresa en estructuras cada vez más
superficiales hasta enmascararse finalmente en el discurso contaminado de la conciencia. El
esquema ocultamientoenmascaramiento no es sino la idea de una comunión mística de realidades
mediante la cual la razón pretende ahorrarse el trabajo teórico de decidir cómo se ensamblan y
coexisten dos estructuras independientes. Foucault arremetió sin vacilar contra toda idea de
ʺenmascaramientoʺ que nos presentara una realidad de elementos preñados y estructuras
embarazadas en la que la ciencia no tendría más misión que la de facilitar el parto de la verdad.
Había que ser, decía, ʺmás modesto y menos fisgónʺ:

Con frecuencia, los análisis de textos históricos tienen por finalidad buscar lo ʺno dichoʺ del
discurso, el ʺinconscienteʺ del discurso. Parece pertinente abandonar esta actitud y ser a la vez más
modesto y menos fisgón, porque cuando se examinan los documentos uno se sorprende al
comprobar con qué cinismo la burguesía del siglo XIX decía fielmente lo que hacía, lo que iba a
hacer y por qué lo hacía (1975: 87‐88).

Aplicando el oído con cuidado al discurso manifiesto no logramos escuchar el murmullo silencioso
de otro discurso más profundo que se expresase encubierto: todo lo más aparecen las reglas
autónomas de construcción de este discurso manifiesto, ensambladas en una compleja red con
otros discursos que le son ajenos y con los que coexiste entre interferencias, choques y desarrollos
paralelos sin que ninguna expresividad pueda reducir este campo de batalla a una unidad. Donde
la interpretación concluye con un único discurso latente‐ manifiesto lo único que se esconde es un
complejo entramado por el que dos discursos se ensamblan entre sí.
El materialismo había acabado con la comunión mística hegeliana de lo real en una interioridad
espiritual que la historia no haría sino expresar y desenvolver; pero como resultado nos habíamos
encontrado con la paradoja de una materia que siempre que necesitaba ensamblarse consigo
misma lo hacía desenvolviéndose en expresividades igualmente espirituales. De pronto, resultaba
que estudiar una superestructura se reducía a remitirla a una infraestructura de la que
supuestamente habría emanado como si del olor de un perfume se tratara, y de este modo, cuando
todo el mundo decía rechazar la idea de un espíritu que se determinara a sí mismo
autónomamente, a nadie parecía molestar, mientras tanto, una materia que desplegara
espiritualmente sus determinaciones. Está muy bien que los científicos sospechen de las
evidencias, pero la sospecha, en sí, no es un método científico y la comunidad científica no es una
ʺescuela de la sospechaʺ (cfr. Fernández, 1992).
Sin duda que no faltaban en el seno del marxismo quienes también habían reaccionado ante los
abusos de este modelo insistiendo en la ʺrelativa autonomíaʺ de las superestructuras, de los
fenómenos ideológicos, del poder de Estado, etc. Pero, Foucault solía reaccionar con sarcástica
crueldad ante estas rectificaciones de sensatez que delataban hasta qué punto se había ya
cometido una estupidez irremediable. La raíz del mal seguía ahí: se seguía suponiendo que era una
cuestión de ʺabusosʺ, y la magia reduccionista de la expresividad y el enmascaramiento pretendía
ser exorcizada con el talismán de simples referencias a esta autonomía parcial. La maquinaria de la
ignorancia seguía funcionando como explicación, y el engranaje mismo de esas autonomías
legitimadas por decreto seguía siendo ignorado sin remordimiento. Se podría seguir enumerando
ejemplos de estas soluciones de facilidad: aquello, por ejemplo, nos dice Foucault, que se llama sin
reírse la ʺteoríaʺ del eslabón más débil, la fascinación que introduce en nuestros análisis teóricos la
noción de represión, la sospechosa utilización de ciertas muletillas agradecidas como el término
ʺrepresentaciónʺ según el cual decimos por ejemplo que el padre representa el poder del estado en
la familia y que el poder del estado representa los intereses de la clase dominante...
Lo mismo podría decirse de la forma casi mágica con la que en el discurso marxista –y hablamos
del mejor de los marxismos– funcionaba el concepto de ʺen última instanciaʺ. Todo aquello que no
era sino un mito inconcebible parecía que dejaba de ser mito en cuanto se limitaba a serlo al final.
Lo que estaba claro que ignorábamos parecía que ya lo ignorábamos menos por ignorarlo en
última instancia. El que los sujetos y las sujeciones sociales fueran económicos ʺtan sólo en última
instanciaʺ no nos acercaba ni un paso a la comprensión del engranaje de la sujeción social con lo
económico.
Y el caso es que este engranaje, mientras tanto, estaba ya siendo muy bien estudiado ante las
narices de la tradición marxista. Karl Polanyi es sólo un ejemplo, pero un ejemplo muy bueno.
Polanyi había insistido en un hecho que, por evidente que parezca, había interesado muy poco a la
tradición marxista: la sociedad capitalista, además de ser capitalista, es y necesita ser a toda costa
sociedad. Luego es imprescindible distinguir entre las relaciones sociales de producción y las
relaciones sociales que generan la posibilidad de lo social mismo, al tiempo que preservan y
protegen a la sociedad de las leyes de su economía. Investigar los recursos sociales que generan lo
social parece sin duda una fórmula tautológica y estéril, cuando no idealista. El marxismo nos había
acostumbrado a la idea de que lo social no era sino una abstracción si se lo consideraba sin tener
en cuenta los intereses de clase que lo atraviesan. Y en efecto, lo social es tanto más abstracto
cuanto más nos hemos negado a preguntarnos en qué consiste lo social y en qué consisten estos
recursos generadores de sociabilidad. Una vez más el asunto parece tanto más tautológico cuanto
más lo ignoramos. Por el contrario, Polanyi –como más tarde Gode‐ lier y tantos otros– no paraba
de insistir en la necesidad de una antropoeco‐ nomía que supiera coordinar el trabajo etnológico
con la investigación económica. La razón es muy sencilla: lo social tampoco se identifica con su
historia, y mucho menos es posible pensarlo como constituido a partir de las relaciones sociales de
producción quién sabe si por emanación, por participación o por dialéctica. Más bien hay que decir
que lo social introduce su propio tema en la historia y lo intenta acomodar en ella en la medida en
que puede.
De este modo, el marxismo, dirá Polanyi, empeñado en entenderlo todo como intereses de clase,
ha olvidado tomar en consideración los intereses de la sociedad misma. Y es que al marxismo le
interesaba sobre todo la historia, y la lucha de clases era, sin duda, el motor de la historia. El
problema es que, incluso la historia, muchas veces, se mueve y se determina más por sus inercias
que por sus motores: ʺEl destino de las clases viene determinado con más frecuencia por las
necesidades de la sociedad que por las necesidades de las clasesʺ. Así, por ejemplo, lo que el
marxismo había llamado supervivencias feudales fueron, en realidad, para Polanyi, las funciones
protectoras que desplegó el cuerpo social contra las exigencias del motor de la historia, el cual
amenazaba precisamente con destruir los dispositivos generadores no sólo de la sociedad feudal,
sino de la sociedad misma. Y el caso es –y esto es fundamental– que estas funciones protectoras
tuvieron a la postre efectos tan aparatosos que sin ellos es imposible concebir el panorama de
nuestra realidad socioeconómica actual. Ahí está el hecho de que los Estados modernos jamás
hayan sabido ser Estados sin ser a la vez Naciones, y el hecho de que finalmente, como bien
demostró históricamente Hannah Arendt, la Nación triunfara sobre el Estado, cosa que la llamada
explosión de los nacionalismos actual ha hecho todavía más patente. Sería surrealista, aparte de
sumamente ignorante, empeñarse en leer este panorama que ya es casi del siglo XXI como el
entresijo de una abigarrada profusión de supervivencias feudales, en la que nacionalismos,
integrismos, racismos y tribalismos de todo tipo habrían resurgido de las entrañas de la historia.
Ahora bien, es imposible deducir del capitalismo la necesidad de la nación: bien sabían esto los
librecambistas del pasado siglo. Sin embargo, la soberanía territorial ha sido una pieza
absolutamente imprescindible de la sociedad capitalista y no porque ésta no tenga otro remedio
que albergar en su seno la pertenencia feudal y campesina a la tierra u otras supervivencias inertes
del feudalismo o incluso el neolítico, sino porque no tiene otro remedio que ser sociedad.

En ocasiones se ha propuesto como explicación la teoría de los ʺresiduosʺ, según la cual


instituciones u órganos que no corresponden a ninguna función pueden continuar existiendo por
inercia. Sería, sin embargo, más exacto decir que una institución no sobrevive nunca a su función –
cuando parece hacerlo se debe a que desempeña cualquier otra función, o muchas otras, que no
coinciden con la ʺfunción originalʺ–. Es así como el feudalismo y el conservadurismo agrícolas han
mantenido su fuerza durante el tiempo en que han servido para limitar los efectos desastrosos de
la movilización de la tierra. En esta época, los librecambistas habían olvidado que la tierra formaba
parte del territorio nacional, y que el carácter territorial de la soberanía no era simplemente
consecuencia de asociaciones sentimentales sino de las realidades materiales, incluidas las de
orden económico. A diferencia de las poblaciones nómadas, el agricultor se implica en mejoras
localizadas en un espacio específico. Sin dichas mejoras la vida humana se convierte en algo
elemental, muy próxima a la de los animales. ¡Qué gran papel jugaron esos perfeccionamientos en
la historia de los hombres! Las tierras aradas y cultivadas, las viviendas y otras construcciones, los
medios de comunicación, las múltiples instalaciones necesarias para la producción, la industria y
las minas, todas esas mejoras permanentes y asentadas que enraîzan una comunidad humana en
el lugar en el que habita no pueden improvisarse, sino que son el fruto de un trabajo paciente,
constante y progresivo de generaciones, por lo que la colectividad no puede permitirse el lujo de
tirar por la borda ese patrimonio y comenzar de nuevo desde cero. De ahí el carácter territorial de
la soberanía que impregna nuestras concepciones de la política (1944: /297).

Lo mismo puede decirse cuando ocurre lo contrario, cuando el desarrollo histórico destruye y
corroe sin remedio los dispositivos generadores del cuerpo social. En estos casos, explica Polanyi,
el término ʺexplotaciónʺ contribuye muy deficientemente a explicar la realidad histórica. Así por
ejemplo, el punto de vista de la explotación económica explica muy mal la causa de las hambrunas
que sobrevinieron en la India al implantarse el libre mercado.

La causa de la degradación no es, como muchas veces se supone, la explotación económica, sino la
desintegración del entorno cultural de las víctimas. […] La catástrofe que sufre la comunidad
indígena es una consecuencia directa del desmembramiento rápido y violento de sus instituciones
fundamentales. Dichas instituciones se ven dislocadas por la imposición de la economía de
mercado a una comunidad organizada de forma completamente distinta; el trabajo y la tierra se
convierten en mercancías, lo que no es, una vez más, más que una fórmula abreviada para
expresar la aniquilación de todas y cada una de las instituciones culturales de una sociedad
orgánica. […] Podemos recordar el célebre ejemplo de la India. En la segunda mitad del sigloXIX, las
masas hindúes no murieron de hambre a causa de la explotación, sino que perecieron en gran
número porque fueron destruidas las comunidades de los pueblos hindúes (1944: /257).

Aquí puede comprobarse cómo el hecho de añadir que la explotación económica sólo es
determinante ʺen última instanciaʺ no contribuye en nada a hacernos comprender ni la realidad de
la cultura ni la forma de su degradación. Y sin embargo, esta degradación tuvo, en primer lugar,
efectos económicos inconmensurables. En segundo lugar, efectos históricos tan descomunales que la
historia del siglo XX puede ser leída repasando los distintos mecanismos proteccionistas con los que
la sociedad intentó defenderse de su economía, o si se quiere, de su historia. No por otro motivo
Keynes representa una pieza fundamental en la comprensión de nuestro siglo.
He intentado hacer ver que, en estos casos, como en tantos otros, la cuestión no se debatía entre
idealismo y materialismo, o entre humanismo o antihumanismo, sino entre ignorancia y saber. Lo
único que distinguió a este respecto al idealismo del materialismo fue que mientras el primero era
consciente de explotar teológicamente su ignorancia (que entonces era la docta ignorancia), los
materialistas, mientras tanto, ignoraban sus recursos teológicos tanto como ignoraban su
ignorancia.
13.3. Sociedad moderna y oposición real
13.3.1. Materialismo y razón práctica
Hemos comenzado afirmando que la prehistoria de las ciencias humanas culmina con Hegel al
sacar a la luz la teodicea como estructura fundamental de la historia. Ahora bien, al deshacer esta
solución de facilidad no nos encontramos frente a un arreglo mejor con el que podamos concluir,
sino que más bien abrimos un problema más complejo y difícil, que acota los límites de este libro
mediante una especie de noúmeno negativo. La intervención de Schelling frente al proceder del
sistema hegeliano nos ha enseñado, a lo largo de esta investigación, a considerar el título de Razón
y Mal como el horizonte desde el cual formular la pregunta pertinente: ¿qué significa pensar lo
histórico?, ¿qué significa ser en el horizonte de lo histórico? No existe una apertura propia de lo
histórico allí donde se obliga a la historia misma a culminar la teleología natural, convirtiendo al
mal en una estrategia del bien y a las ciencias históricas en los distintos capítulos de una grandiosa
teodicea. El mismo movimiento que ha obligado a separar ignorancia y saber, vaciando a Dios del
mundo o pensando en el límite algo que ʺen Dios, no sea Diosʺ, obliga a separar el bien del mal,
introduciendo otra legalidad que no tiene que ver con lo que es, sino con lo que debe ser, y que no
exige determinados actos o movimientos en este mundo sino, más bien, otro mundo. La
consistencia del idealismo, en efecto, convierte, como ya se ha comprobado, a la física en una
estrategia de la teología, pero, al mismo tiempo, suprime también la separación real entre
naturaleza e historia, al postular un dispositivo físico lo suficientemente potente para reabsorber el
mal en un desenvolvimiento más general y profundo. Al confundir el trabajo de lo teórico con el
trabajo de la historia, el idealismo supera todo el ámbito de problemas en el que la razón práctica
se detiene perpleja e incapaz de concebir ninguna línea de continuidad posible entre el bien y el
mal. De este modo, toda la insistencia materialista en ʺnaturalizarʺ el curso histórico ha corrido
siempre el peligro de borrar la frontera fundamental que le separaba del idealismo, mientras que
las pretensiones revolucionarias que lo atravesaron estaban, antes bien, muy necesitadas de una
apertura distinta y sin continuidad con la legalidad física, en la que pudiera exigirse que el mundo
fuera radicalmente otro. El materialismo debería entonces haber comprendido que la imposibilidad
de mediar ignorancia y saber, no solamente coincidía con la separación entre lo real y su
conocimiento, sino también con la separación entre razón teórica y razón práctica.
En realidad, este libro ha tratado mucho del tiempo, pero muy poco de la historia. Se ha apuntado
cómo, respecto a la historia, y contra Hegel, Marx ha desenvuelto su investigación en el horizonte
de la ʺoposición realʺ en el que la física trabaja la complejidad del acontecer efectivo, negándose,
ante todo, a convertir la historia en su conjunto en la bisagra en la que lógica y naturaleza habrían
de reconciliarse en una unidad espiritual. La historia puede y debe ser investigada al modo físico y,
en efecto, siempre es posible encontrar en toda formación social una ʺbase materialʺ, una
ʺestructura económicaʺ, en el sentido de algo ʺque puede ser estudiado con la exactitud de la física
matemáticaʺ (Marx, Shriften, I: 373). Pero lo que hemos mostrado en los capítulos anteriores es que
este proyecto ha tenido que ser violentamente arrancado del sistema hegeliano y frente a la
posibilidad de hacer aparecer la historia como una teodicea. Para otorgar consistencia a la física en
el continente de la historia ha sido necesario poner la teodicea fuera de juego, separando el bien
del mal, también en términos de oposición real, y produciendo de este modo una apertura
autónoma para la razón práctica. Hemos intentado hacer ver que la separación entre ideología y
ciencia obligaba a separar también, en otro sitio, a la razón teórica de la razón práctica, y, por tanto,
a la naturaleza de la historia, constituyendo dos géneros de legalidad que no pueden continuarse el
uno al otro. La razón práctica trabaja por una patria de los seres racionales en la que la legalidad
física no tiene nada que aportar ni tampoco nada que decidir: la legalidad del Derecho no es la
culminación ni la Aufhebung de ningún proceso natural. Al anular el lugar que Hegel había
reservado a la apertura histórica como reconciliación de Dios con todas las aspiraciones de la
naturaleza, Marx –alineando su investigación con la física en vez de obligarla a culminar‐ la– no ha
podido impedir que se abriera a sus espaldas un género de legalidad que en absoluto compete a la
ciencia natural. De allí que, mientras su investigación teórica se perfilaba en el horizonte de la física
matemática como cualquier otra investigación natural, un trabajo paralelo de las exigencias de la
razón práctica atravesara toda su obra esforzándose con intensidad en una suerte de compromiso
revolucionario muy difícil de ensamblar con precisión. En efecto, es patente que el propio Marx ha
vacilado muchas veces a la hora de entender este compromiso entre lo teórico y lo práctico, desde
el famoso desatino de las Tesis sobre Feuerbach, hasta las múltiples recaídas en posturas hegelianas
que salpican toda su obra; es de este aspecto confuso de su producción de donde se ha obtenido el
filón de textos que permitieron a varias generaciones de marxistas trazar una línea de continuidad
entre Hegel y Marx, elaborando fantásticas teorías sobre la necesidad natural del curso histórico,
en el que el sacrificio de millones de seres humanos acabó finalmente por ser entendido como un
mero aspecto físico tangencial. Asimismo, se ha podido ridiculizar a un marxismo que pretendía
predecir la historia como se predice un eclipse, pero que, al tiempo, había considerado necesario
crear un partido político para producirlo.
Con todo, Marx dejó explícitamente abierta una pregunta cuya gravedad nunca hemos dejado de
recoger: la de cómo se han ensamblado en la sociedad moderna esas dos legalidades; al tiempo
que quedaba planteado lo que una exige a la otra, pensando además este último problema muy
eficazmente en términos, también, de oposición real. En este sentido, no se ha tratado tan sólo de
criticar a Hegel, sino de plantear una cuestión no resuelta en términos kantianos. Esta cuestión es,
en realidad, la encrucijada fundamental sobre la que se levanta todo el edificio trascendental de la
sociedad moderna y de la herencia griega en general (cfr. apartado 10.4). El que en esta apertura
no física del mundo que es la historia Marx haya descubierto leyes ʺque pueden ser estudiadas con
la exactitud de la física matemáticaʺ, introduciendo un meollo de oscuridad entre las claridades del
Derecho, no resuelve el problema en una negación de esta apertura en la que inconscientemente
soñó la Ilustración, sino que, por el contrario, plantea más bien un nuevo problema más complejo:
el de cómo la apertura histórica se ensambla y arregla sus cuentas con la apertura física del mundo
y con lo que en la historia misma puede ser estudiado físicamente. Pensar este problema en
términos de oposición real implica reconocer en él no sólo una cuestión teórica o académica, sino
una confrontación en la que dos legalidades se disputan efectivamente el espacio finito o, si se
quiere, el territorio, sobre el que se levanta la sociedad moderna.
13.3.2. La sociedad moderna y su conciencia desdichada

Seguro que hoy ya no existen muchas personas dispuestas a prescindir de las antiguas
libertades liberales, y en especial de la libertad de expresión y de prensa.Pero seguro que
tampoco quedarán muchas en el continente europeo que crean que se vayan a mantener
tales libertades allí donde puedan poner en peligro a los dueños del poder real.

Cari Schmitt
El que todo en la historia tenga que ser juzgado moralmente no quiere decir en absoluto que haya
que buscar en la moral la explicación profunda de lo histórico. Si bien en este punto Marx dispone
las cosas más que nada a la manera kantiana, es sólo después de haber trabajado respecto a lo
histórico al modo de Galileo, presentando al universo ilustrado un mundo de leyes con el que nadie
había contado y, en virtud de las cuales, todos los sueños de la Ilustración se han ido convirtiendo
uno por uno en pesadillas. No es posible exigir nada distinto de lo que la Ilustración exigió a la
historia: que la razón sea capaz de gobernar. Pero las exigencias de la Ilustración se han hecho
carne con demasiada facilidad en la imaginación de la sociedad moderna, generando una nueva
versión de la conciencia desdichada hegeliana en la que el Derecho no logra jamás constituir un
Estado, pero sí alimenta muy eficazmente una religión. Desde hace ya décadas, la noción de
democracia ha generado su propia mitología, colmando nuestras aspiraciones políticas y teóricas,
y originando en nuestras conciencias una plenitud ʺeuropeaʺ –civilizada– que hiela el pensamiento
y convierte en vana toda capacidad de preguntar más. Pendiente sólo del presente, henchida de
evidencias, segura de que su dignidad reside en el seco e incontestable derecho de ser ya
sencillamente un ʺhechoʺ, la democracia del primer mundo se contempla a sí misma cada vez con
más orgullo y cada vez con menos reflexión. Se vive a sí misma como arquetipo y eîdos, se propone
como ʺmodeloʺ a los países en ʺvías de desarrolloʺ y a los países del Este, para los que nos
convertimos, de la noche a la mañana, en el submundo ʺinteligibleʺ del planeta. El concepto se ha
hecho carne en nosotros: hemos sido y somos la eucaristía de este siglo, no se sabe si por milagro
o por eficacia hegeliana. Resulta ocioso pensar, en efecto, cuando se está seguro de que el
pensamiento existe en carne y hueso en algún sitio. Sobre semejante fe, el cristianismo comenzó
en su tiempo por sustituir la exploración matemática de la verdad por la búsqueda de ese
rinconcito en el que la carne y la sangre habían afirmado ser ʺla verdad y la vidaʺ. Desde la misma
convicción, las democracias occidentales se han convertido en la Meca del éxodo de aspiraciones
políticas internacionales. En ellas habita, de facto, aquello que tras los muros de la historia aún no
es más que deber ser: somos lo inteligible, pero ya no porque – como antaño ocurrió en Grecia–
seamos la cuna del trabajo teórico y de las exigencias morales, sino porque el pensamiento existe
en nosotros, porque somos tierra santa. Esta nueva aventura de la conciencia desdichada es mucho
más hegeliana que cristiana: tan sólo algunos ʺteólogos de la liberaciónʺ siguen prefiriendo creer
en un crucificado antes que en la epifanía en carne y hueso de todas las exigencias de la razón que
brindan las democracias occidentales.
Ahora bien, si hay algo que ha demostrado el siglo XX es que tanta evidencia fáctica no goza tan
siquiera de la garantía por la que los positivistas suelen otorgar su asentimiento a los hechos
constatados. A un lado y otro del Atlántico, la democracia sólo ha estado asegurada cuando a su
vez estaba asegurado el respeto por los intereses de ese capital que Marx se ocupó tanto de
estudiar. Puede que nada impida lo contrario, pero, en cualquier caso, jamás se ha comprobado.
Todavía no ha habido ni una sola ocasión en que la victoria electoral de una opción capaz de
atentar contra la propiedad privada de las condiciones de trabajo no haya sido inmediatamente
corregida por un golpe de estado o por una guerra financiada por los propios intereses que el
espacio público había decidido poner en cuestión. Es un hecho que la sociedad moderna no ha
respetado las decisiones de la instancia política más que en la medida en que éstas han sido
superfluas. Casos como el de Chile, Nicaragua o Argelia, o como el de España en 1936, son, en
realidad, el paradigma del itinerario político en el que se adentró la sociedad moderna,
supuestamente guiada de la mano ilustrada, y servirán siempre para recordar que, por ahora, no
se ha llamado democracia más que a un paréntesis que sólo permanece abierto mientras ésta no
atente contra nada de importancia, asunto sobre el que, a finales del siglo XX,sólo Pinochet ha
insistido en incidir, al declarar que estaba dispuesto ʺa respetar los resultados democráticos,
siempre que no ganara ninguna opción de izquierdasʺ. Cuando Pinochet abandonó el poder éste
no se devolvió a los que democráticamente habían ganado las elecciones en 1973, sino que,
simplemente, entre aplausos internacionales, se saludó la resurrección de la crucificada
democracia, por mucho que esta vez volviera a nosotros manchada por el miedo y el exterminio
civil capaces de asegurar el triunfo electoral a los mismos demócrata‐cristianos que no habían
vacilado en sacrificarla dieciséis años antes al perder las elecciones. En España se tardó bastante
más en lograr el mismo resultado: una guerra civil y cuarenta años de dictadura. Más allá de los
Pirineos, la guerra mundial que azotó a Europa salvó finalmente la democracia, pero, al tiempo,
había tomado las medidas para que el movimiento obrero fuera contundentemente sacrificado. El
nazismo fue vencido. La revolución, pese a que colaboró muy eficazmente en la resistencia
democrática, fue sencillamente exterminada.
La historia de la democracia moderna ha ʺtoleradoʺ muy bien ciertas formas de dictadura como
razonables. El propio Juan Pablo II no se equivocaba de intereses al repartir la señal de la cruz –si
bien sí parece que cometió una torpeza de consideración histórica– cuando en los años ochenta
subrayó las ventajas de la dictadura chilena sobre la polaca en virtud del carácter meramente
provisional de la primera. Los polacos se liberaron poco después de su correspondiente yugo
dictatorial y se ahorraron además un baño de sangre en la empresa. Los chilenos, en cambio,
cuando en 1973 intentaron amortiguar la dictadura económica que los atenazaba, vieron su país
convertido en una carnicería que aseguró la dictadura económica con los refuerzos de una militar.
Estas últimas son, en efecto, provisionales: se desvanecen –en unas pocas décadas– en cuanto la
ininterrumpida dictadura económica vuelve a quedar salvaguardada de cualquier irresponsable
episodio democrático por el que la instancia política hubiera decidido dirigir su atención hacia el
suelo mismo sobre el que se levanta el espacio público, dispuesta a gobernar, por una vez, algo de
lo que dependa realmente la vida de los hombres.
13.3.3. Sobre el edificio trascendental de la sociedad moderna

El proletariado es aquella clase social que no participa de la plusvalía, que no posee y que
no conoce ni familia, ni patria, etc. El proletariado se convierte en una nada social. De él
solo puede ser cierto que, al contrario del burgués, no es nada más que humano.

Cari Schmitt
Lo queramos o no, nuestro espacio político nacional e internacional sigue estando atravesado
trágicamente por dos modelos incompatibles a los que Occidente no ha podido renunciar. Los
llamaré, para abreviar, el modelo del Rey filósofo y el modelo del Rey poeta. Esto quiere decir que,
en algún sentido, sigue presente para nosotros la encrucijada fundamental del siglo V griego en la
que reflexionaron Sócrates y Platón (cfr. apartado 11.6). Y no obstante, en otro sentido, la sociedad
moderna no se encuentra en absoluto en la misma situación. Este sí y este no merecen algunas
reflexiones que quizá puedan valemos ahora de conclusión.
El ideal platónico del Rey filósofo lo leemos en la República y, en principio, afirma que es a los
filósofos a los que corresponde gobernar, ya que son ellos los que saben qué es lo hay que
gobernar, los que son capaces de gobernar realidades y no meras apariencias, convirtiendo, por
tanto, al propio gobierno en una mera apariencia de gobierno. Según Platón va escarmentando al
estrellarse contra la clase política, va matizando, como es sabido, este proyecto: ya no se trata tanto
de que los filósofos gobiernen cuanto de que, al menos, los gobernantes aprendan filosofía. Y, a
raíz de lo mal parado que sale Platón en Siracusa, el mensaje es cada vez más modesto: ya que los
gobernantes no aprenden filosofía, por lo menos que no maten a los filósofos, como han hecho
con Sócrates.
Entre nosotros, este ideal del Rey filósofo es presentado a veces como una ocurrencia utópica de
Platón bastante extravagante. Y sin embargo, todo eso que llamamos Estado de Derecho,
Democracia constitucional, División de poderes, etc., no es sino la herencia estricta de ese ideal.
Que ʺgobiernen los filósofosʺ no tiene obviamente nada que ver con que gobiernen los profesores
de filosofía. La filosofía representa la extraña pretensión de que el hombre tenga la capacidad de
decir y obrar ahí donde no se trata a sí mismo como espar tano, ateniense o persa, ahí donde ni
siquiera se trata a sí mismo como hombre, sino, simplemente, como ser racional. Al tratarse como
ser racional, el hombre tiene la particularidad de decir y exigir determinadas cosas sin que nadie las
diga o las exija en tanto que ateniense, espartano o persa; y por eso, a ese lugar se le puede llamar
también el lugar de ʺcualquier otroʺ. Que ʺgobiernen los filósofosʺ es, por tanto, equivalente a decir
que nadie gobierne, o lo que es lo mismo, que gobiernen las Leyes.
Las Leyes son el ʺlugar de cualquier otroʺ y, por lo tanto, por definición, no el lugar de los
espartanos, atenienses o persas. Y por eso, andando el tiempo, el producto genuino del modelo del
Rey filósofo no tiene nada de extravagante: es, en realidad, la Declaración universal de los
Derechos del Hombre, en virtud de la cual todo hombre tiene derechos por el mero hecho de serlo,
independientemente de que sea ciudadano, esclavo, griego, bárbaro, católico o protestante, mujer
u hombre, negro o blanco.
El modelo al que se enfrentaba este ideal platónico sí es, en cambio, completamente extravagante
para nosotros –y sin embargo, como puede comprobarse, no nos es tan ajeno como querríamos o
pretendemos–: el Rey poeta. Ya se aludió paginas atrás (cfr. apartado 11.6) a que la poesía no
siempre ha sido lo que es para nosotros, algo que tiene que ver con la literatura. En todas las
culturas no alfabetizadas la poesía ha sido precisamente el lenguaje del poder y el verso la sintaxis
de la ley. Esto es algo a lo que los antropólogos están muy acostumbrados. Si a cualquier
informante indígena se le pregunta qué es una ley o dónde residen las leyes, es decir, a qué
obedece y cómo sabe a qué obedecer, remitirá a algún anciano de la comunidad que las sepa
recitar, pues, en efecto, las cosas se recuerdan en verso, no en prosa. El anciano recitará, por su
parte, una serie de poemas, de relatos ejemplares, de mitos que rigen las costumbres de esa
comunidad. Un miembro de la comunidad se identifica como tal en tanto que es capaz de recordar
lo que hay que recordar. La poesía no sólo es un aparato legal, es un aparato legal que identifica
naciones: hombres ʺverdaderosʺ –como suelen nombrarse a sí mismos los indígenas– frente a los
que no lo son, ya que, por algún motivo, no recuerdan las mismas cosas y hacen otras siempre
incomprensibles o repugnantes. El gobierno de los poetas no sólo tiene una ley de extranjería, sino
que, incluso, bajo su autoridad, ʺlos límites de la humanidad terminan siempre en los límites de la
tribuʺ (Lévi‐Strauss). Ningún antropólogo se sorprende, en efecto, de que, por ejemplo, el mir
siberiano, la escuálida e insignificante aldea campesina rusa, se nombre a sí misma con un término
que significa ʺuniversoʺ.
Según uno de los modelos, el hombre se ha querido gobernado por la Ley, es decir, por una
palabra que se pretende la palabra de nadie, igual que un teorema se pretende el discurso de
nadie. Esta palabra puede quizá fundar un Estado, pero no una Nación. En el otro caso, se trata de
una palabra que permite, precisamente, a un pueblo no ser cualquier otro, generando una
identificación colectiva, que podría quizá ser la base de una Nación, pero no de un Estado.
El problema es que no sólo ha sido Platón quien nos ha interpelado desde el siglo IV griego en
tanto que meros hombres o seres racionales y no en tanto que espartanos, atenienses o persas.
Hay una ʺtercera fuerzaʺ entre la Ley y la Poesía que también nos ha interpelado al margen de
cualquier prejuicio tribal. Desde que la sociedad moderna es la sociedad moderna, esta otra
instancia es la economía capitalista. Ella ha convertido el mundo en el ʺlugar de cualquier otroʺ con
mucha más eficacia, si bien de forma también más sanguinaria y genocida, que la instancia política
ilustrada, generando efectos bastardos cuyo poder destructor ha superado con mucho –por
primera vez desde que el hombre es hombre– al poder destructor de la naturaleza.
El mercado de capitales que ha convertido a este mundo en una aldea global tampoco es
nacionalista o racista, como bien saben esas decenas de multinacionales que han suplantado hace
tiempo incluso el mapa de las naciones –hay, en efecto, empresas multinacionales con más
habitantes que muchos países–. El mercado tampoco pregunta a nadie si es negro o blanco,
hombre o mujer, cristiano, católico, espartano o persa. Pregunta si tiene dinero y se comporta,
mucho mejor que los hombres, al margen de todo prejuicio racista o tribal –en el régimen del
ApartheidXos japoneses eran, por ejemplo, legalmente considerados como ʺblancos honoríficosʺ.
En este ʺotroʺ ʺlugar de cualquier otroʺ que ha suplantado al anterior, no ha germinado algo así
como la ocasión republicana, sino la proletarización masiva de la humanidad.
El orden económico internacional nos reclama, en efecto, en tanto que sujetos independientes de
su identidad cultural. Siempre ha formado parte de la ideología liberal hoy triunfante en la
economía internacional el considerar a las identidades culturales e incluso a la nación misma como
derivadas de oscuros prejuicios tribales destinados a ser abolidos por la historia. Cuanto más
profunda y densa es una cultura, más difícilmente se pliega a los mandatos y necesidades ciegas y
automáticas del mercado autorregulador. Cuanto más compleja es una cultura, más inerte es al
desarrollo y más interfiere en la lógica de éste, y es así que puede decirse de ella que está más
cercana al salvajismo. Lo que el liberalismo económico nos proponía y nos sigue proponiendo es
ingresar en la historia y ser en ella sencillamente hombres. La dificultad ha sido invariable y
trágicamente la misma: los seres humanos, en tanto meros seres humanos, al margen de todo
prejuicio tribal, no están protegidos por ningún cuerpo político y se ven compelidos a poner su
esperanza de supervivencia en una Declaración de los Derechos humanos que no sólo no ha dado
nunca de comer a nadie, sino que tampoco ha logrado protegerlo más que en las fosas comunes
de las dictaduras de todo el planeta.
Sin embargo, si hay una utopía que se haya verdaderamente derrumbado en los albores del siglo
XXI más aún que las supuestas pretensiones del llamado socialismo real, es precisamente este
sueño del liberalismo económico (cfr. Polanyi, K., 1944). Según este sueño, hace ya mucho que
debería haber terminado la historia de los pueblos y comenzado la Historia de la Humanidad. Y sin
embargo, hoy día basta abrir los periódicos para comprobar que el panorama político internacional
es el contrario del esperado: asistimos al resurgir de los nacionalismos, de los conflictos étnicos, de
los integrismos religiosos y fascistas, de la xenofobia y el racismo, de los fundamentalismos
militares y carismáticos. Asistimos al irritante y desconcertante espectáculo de unos pueblos que,
en una realidad de multinacionales, luchan tozudamente por ser kurdos, vascos, chiítas,
musulmanes, croatas, palestinos o armenios. La defensa de los derechos del hombre se vuelve
problemática cuando vivimos en un mundo en el que da la impresión de que nadie tiene ganas de
ser hombre, de que nadie tiene ganas ya de ser sencillamente un ser humano. Precisamente en el
momento en el que el mundo se ha convertido en uno solo, parece que nadie tiene la menor
intención de ser ciudadano del mundo y opta por su barrio, su tribu, su pueblo o su nación contra
la historia. Se podría decir que lo que más aflora en el ocaso del sigloXX es la inmensa capacidad de
anacronismo del ser humano . Es como si la historia hubiera adelantado mucho más que el hombre
y ya sólo tuviera que cargar con él como una carga inerte, tozuda y neurótica. Parece como si hoy
día no hubiera sino dos opciones posibles: o ser un hombre en la historia o ser chamula, armenio,
croata o kurdo contra ella. Y parece que los pueblos de la tierra han optado por esta última
posibilidad –por procedimientos más o menos integristas que pueden gustarnos más o menos,
pero que en cualquier caso necesitan igualmente ser comprendidos.
¿Qué es posible aprender de todo ello? La sociedad moderna se entiende a sí misma desde un
ilustrado lugar de cualquier otro que, sin embargo, ha sido ocupado por entero y para sus propios
fines por una instancia que la Ilustración no pensó y que tuvo que esperar al esfuerzo de Marx para
preocupar de forma masiva a la humanidad, interpelándola política y moralmente.
Ello ha generado unas paradojas en la realidad de la sociedad moderna tan espectaculares como
ella misma. El siglo XX no ha encontrado nada especial que respetar en el hombre abstracto para el
que se constituye la Declaración universal de los Derechos del Hombre. La realidad de lo que era
un hombre absolutamente liberado de todo, excepto de la historia, liberado de su cuerpo político,
de su costumbre, de su patria, de su tierra, de sus condiciones de existencia, de su nación, de su
familia, la encarnaron los tres millones de apátridas exiliados o deportados que en los albores de la
segunda guerra mundial recorrían Europa. Ellos eran los únicos que sencillamente eran hombres y
que nada en ellos los hacía parecer franceses, alemanes o húngaros. Y la historia, como expone
Hannah Arendt, no encontró nada sagrado en la abstracta desnudez de esos seres humanos
(Arendt, H., 1951, cap. 9). No encontró otro rincón en el que instalarlos que el campo de
concentración, la prisión o la cámara de gas. Desde entonces los hombres saben muy bien que
nada hay tan peligroso como ser tan sólo un ser humano en la historia. Y no es extraño que hayan
empezado a sospechar de la promesa de una libertad que sólo puede liberar la libertad, y hayan
comenzado más bien a plantearse cómo elegir su servidumbre, cómo elegir algún tipo de
servidumbre–así sea religiosa, cultural, tribal o nacional– en la que al menos sea posible
salvaguardar un rincón en el que desenvolver la anacrónica sincronía en la que consiste la
producción etnológica de humanidad. Lo único que queda de un hombre sin nación, sin pueblo, sin
patria, sin familia, sin costumbres, es su abstracta desnudez de ser humano. Una vez desprovisto
de su protección tribal o nacional frente a la historia, desprovisto de todo cuerpo político protector
–y en último término de un banco central que amortigüe las arremetidas del mercado de
capitales–, el hombre tan sólo puede esperar que las organizaciones de derechos humanos
lamenten su situación. Pero estas organizaciones, que precisamente porque vigilan los cuerpos
políticos constituidos jamás logran constituirse en un cuerpo político a su vez, siempre llegan, por
definición, demasiado tarde. Reivindican al hombre en los cementerios clandestinos. Por más que
se exprima la abstracta desnudez del ser humano, lo único que logra hacerse patente en ella es el
color de su piel, que siempre suele ser más oscuro que el deseable, de tal modo que Arendt o
Schmitt no dudaron en establecer una paradójica solidaridad entre la proclamación de los
Derechos del Hombre y el surgimiento del racismo.
En estas condiciones, en las que el mercado internacional ha ocupado el lugar ilustrado de
cualquier otro, la Declaración universal de los Derechos del Hombre es impotente para fundar
ningún cuerpo político y su eficacia política es irrisoria. Así que no es extraño que, fuera de las
zonas residenciales del primer mundo, a nadie se le ocurra la pretensión de parecer un mero ser
humano. El hombre busca dispositivos proteccionistas más o menos serviles que le permitan, más
bien, defenderse de ese lugar de cualquier otro llamado mercado en el que tan sólo tiene derechos
una vez que ya está muerto. De ahí, que el modelo del Rey poeta sea visto con nostalgia e inspire
todo tipo de apuestas nacionalistas. Por eso, tenía razón Regis Debray al constatar una especie de
termostato antropológico que se activa reivindicando viejos arcaísmos, de forma más o menos
histérica, cuanto más el mundo se va convirtiendo en uno solo (cfr. 1981, Introducción /15‐ 65).
Y lo que es más grave: mientras tanto, el modelo político del Rey filósofo se ha convertido en la
coartada mistificadora de esta realidad, es decir, en lo que el marxismo llamó la ʺdemocracia
formalʺ que encubría una dictadura de clase que se iba endureciendo día a día más y más. Y aquí
hay que decir como el viejo Parménides –después de haber demolido con toda clase de aporías la
teoría de las ideas– le dice al joven Sócrates: ʺPues de todos modos, Sócrates, no podemos
renunciar a las ideasʺ. No podemos renunciar a la filosofía, ni a la idea dé que gobiernen las leyes,
porque renunciar a eso sería renunciar en realidad a la idea misma de gobierno y de lo político.
Pero tampoco es posible dejar de ver que la modernidad ha convertido esa idea en una ideología y
en la coartada de una realidad que, precisamente, la convierte en imposible.
Este panorama esquizofrénico ha hecho incluso que ʺtener razónʺ se haya convertido en algo
teóricamente equivocado y moralmente condenable. Es muy fácil escribir hoy día inquisitivos
artículos sobre cómo la categoría de ʺpuebloʺ no es una categoría política legítima, porque el
ʺpuebloʺ no es un interlocutor posible en el lugar de cualquier otro, en el que no hay ʺpueblosʺ sino
ʺciudadesʺ, por la misma razón que no hay ʺindígenasʺ sino ʺciudadanosʺ. Una buena lógica
arendtiana siempre aparece cargada de razón. Pero, siempre la tiene en unas condiciones en las
que tener razón es una estafa y, además, una estafa prepotente, falta de toda piedad y de toda
moralidad. Lo que siempre se echará de menos de la tradición marxista es su capacidad de
reconocer los problemas más graves ahí donde todo el mundo ha visto las más eficaces soluciones.
13.3.4. Algunas conclusiones e incertidumbres
Tal y como expusimos al comienzo de este libro (cfr. capítulos 1 y 3), el idealismo vino marcado en
sus orígenes por la admiración ante la Revolución francesa, que apareció como un acontecimiento
sin igual en el que la razón, por primera vez en la historia, abarcaba toda la tierra y la tomaba a su
cargo, reconciliando a Dios con la naturaleza. Era una forma de retomar el viejo programa
platónico de que la razón gobernara el mundo. Pero el proyecto pertenece de derecho a eso que
llamamos Ilustración y no al Idealismo. Éste, por su parte, pensando en unas condiciones en las
que lo teórico no iba acompañado de ninguna revolución capaz de remover las entrañas del
planeta, surgió más bien de la hipóstasis alemana de esta exigencia, realizándola en un aquí y un
ahora capaz de condensar todos los esfuerzos de la historia en un absoluto, de modo que la
historia misma en su conjunto –a través de una especie de ʺdispositivo Jesúsʺ o de nueva
encarnación– se convertía en la facticidad de la razón. En verdad, el impulso jacobino se había
enfrentado a una realidad mucho más compleja que ese milagro especulativo, siempre consciente
de que la razón no podía tomar a su cargo el mundo más a que través de una dictadura educativa
que, por un camino u otro y en un complejo juego de instancias dispuestas en clave de oposición
real, siempre acababa instaurando alguna suerte de Terror. La herencia genuina de este
jacobinismo empeñado en otorgar a la razón –y en consecuencia al espacio político– el derecho a
gobernar, ha quedado desconcertantemente materializada en nuestro siglo en la pavorosa
dictadura educativa maoísta, en el proyecto trotskista de militarizar el trabajo y,
consecuentemente, cualquier flujo social, o en la propia realidad del stalinismo, en la que un
totalitarismo policial se encargó del mismo cometido, instituyéndose en garantía de cumplimiento
de la planificación económica y social decidida por la instancia política.
Esta herencia tenebrosa del impulso ilustrado no puede eclipsar el hecho de que la herencia
práctica del impulso idealista tampoco ha seguido caminos menos inquietantes. Las exigencias de
la razón práctica obligan a sentar unas condiciones en las que el espacio político pueda tener
eficacia sobre lo social y lo económico. Pero si el jacobinismo ilustrado jamás ha dejado de
enfrentarse a ese problema, generando todo tipo de aberraciones históricas inéditas, la pretensión
de ver encarnadas las exigencias de la razón mediante una mitología racional o una razón
mitológica acabaron por desembocar –haciendo así de Heine un verdadero profeta– en la
revolución nacional‐socialista, sustituyendo el terror por el exterminio y viniendo a demostrar que,
para una humanidad decidida a gobernar, soñar no ha sido más inofensivo que actuar. Una vez que
la razón ha adquirido realidad en forma de mitología, el mito acaba por ser más importante que la
propia razón; y puesto que la razón se había encarnado, esta vez, en algo universal los enemigos
del mito no aparecían como meros opositores políticos, sino como carne inexplicablemente
sobrante de la totalidad y destinada a ser aniquilada en tanto que enemiga de la humanidad.
Este último punto es el que no puede dejar de inquietarnos a la hora de juzgar nuestros estados
democráticos, pues la matriz de nuestra conciencia política sigue mucho más los pasos desdichados
del idealismo que los del jacobinismo. Si se ha apartado de éste no ha sido por haber construido
una habitación racional en la que otorgar a lo político la eficacia para gobernar en el marco de esas
leyes que el socialismo real ignoró y que el nazismo y el fascismo decidieron anular, sino porque ha
descubierto que, en determinadas condiciones y recintos privilegiados, los sueños de la razón –
aunque sigan hundiendo sus raíces en un inconsciente basura en el que aún agoniza la mayor
parte del planeta– ya no necesitan del recurso al terror: la impotencia de las leyes para gobernar es
casi imperceptible ahí donde el mundo que debe ser gobernado no las viola demasiado. El
idealismo construyó un sueño en el que la historia entera aparecía como carne de la razón. Hoy día,
la razón se ha hecho carne, más modestamente, en el quince por ciento de la población mundial. El
milagro de la encarnación, como hemos intentado mostrar en este libro, siempre acaba por
construir algún género de teodicea y también ha ocurrido así en estos dos casos: la del idealismo
fue, cuando menos, grandiosa; la nuestra, es preciso reconocer que es más bien hipócrita.
Las leyes están hechas para el hombre en tanto que ser racional. Ahora bien, para que la ley no sea
solamente un mito hace falta sentar unas condiciones en las que pueda tener eficacia política:
construir efectivamente una ciudad para los seres racionales. La tragedia de la Edad Moderna es
que, si bien fue capaz de construir un cuerpo jurídico –probablemente irrenunciable–, no logró, sin
embargo, construir una sociedad que pudiera regirse por él. Y, sin embargo, el hombre en
abstracto para el que la ley iba dirigida se había de todos modos encarnado en otro sitio, en el
espacio universal del mercado y la proletarización. La razón adquirió un cuerpo en unas condiciones
que, al tiempo, le robaban todo ejercicio, en solidaridad con un dispositivo económico que sólo le
hacía un sitio en este mundo mientras nada fuera razonado y que sólo le otorgaba libertad a
condición de que no hubiera nada que liberar, a excepción del mercado. Ésta ha sido la nueva
conciencia desdichada propia de la Edad Moderna: el Hombre, en toda su abstracta desnudez, está
ahí, encarnado, sometido a toda la fugacidad agresiva de la sensibilidad, que hoy viaja a la
velocidad de la luz siguiendo los flujos de capital. Y a la postre, lo que la contemporaneidad ha
mostrado hasta sus límites más genocidas ha sido el portentoso peligro de robar a la racionalidad
el espacio político ahí donde se han generado unas condiciones que –como la razón misma exigía–
no tratan al hombre más que en tanto hombre, en tanto universal.
Hemos estudiado en este libro los peligros teóricos de obligar a la ignorancia racional a hacerse
cargo del cuerpo del saber en su conjunto, reconociendo en ellos la mutación que siempre hace
pasar lo ideológico por lo científico. Al realizar la docta ignorancia, se obliga al saber a funcionar
como un cuerpo teórico sin sensibilidad, sin materia, sin receptividad, en la que la lógica de los
contenidos logra funcionar fácticamente como una ideología racional, pero no como una ciencia.
Pero esta empresa tiene una vertiente práctica que afecta muy profundamente al proyecto desde el
que se pretendió constituir la sociedad moderna; pues cuando se proporciona un cuerpo a la razón
sin concederle la capacidad de gobernar, las leyes y el derecho también sufren su peculiar
mutación ideológica, generando una industria imaginaria que acaba por encubrir o justificar todo
aquello que estaban destinados a enderezar. El Derecho se convierte, entonces, en un mito como
cualquier otro, en el mito propio de la sociedad contemporánea.
La respuesta práctica o política a todos estos interrogantes nunca se ha presentado tan difícil como
ahora. Pero si de lo que se trata es de sentar, al menos, las condiciones en las que pueda pensarse
el problema, hay que insistir en que eso no se logrará sin volver a emprender un camino como el
que hemos trazado en el apartado 7.4, reconociendo en él las investigaciones de Marx. Es preciso,
ante todo, trazar la sincronía general de todas las instancias que se dan cita en el interior de la
sociedad moderna, prestando especial atención al hecho de que ella ha sido la única que hasta el
momento ha decidido políticamente continuar el camino de la primera ilustración helénica,
empeñándose en acoplar el fundamento de su realidad en un lugar que no pertenece a ningún
pasado remoto, ni en general a ningún momento histórico en el que pueda fecharse alguna suerte
de revelación, sino que la interpela desde la eternidad de las exigencias prácticas de la razón.
Bibliografía
Sistema de citas y referencias
Normalmente, y teniendo en cuenta la condición de accesibilidad general perseguida por la
colección, en esta bibliografía aparece primero la edición original utilizada y, después, la referencia
de una traducción castellana disponible. Las obras citadas se identifican por la fecha o, en caso de
tratarse de obras clásicas muy mencionadas, por una sigla especificada en la bibliografía. La barra
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