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Prof. José Antonio García Fernández DPTO.

LENGUA Y LITERATURA- IES Avempace


jagarcia@avempace.com C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976 5186 66 - Fax: 976 73 01 69

Antón Chéjov (1860-1904), el sembrador de inquietudes

Antón Pávlovich Chéjov (Taganrog, Rusia, 1860 - Badenweiler, Baden-Wurtemberg,


Imperio alemán, 1904) vivió poco y revolucionó la literatura y el teatro con media
docena de obras. Se casó con Olga Leonárdovna Knipper, actriz que actuaba en sus
obras. Murió a los 44 años, de tuberculosis, una enfermedad que contrajo de sus
pacientes (era médico) y que le llevó a pasar grandes temporadas en balnearios
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curativos y lugares cálidos, como Niza (Francia), Yalta (Crimea) y Badenweiler


(Alemania).

En la escena, su obra más famosa es La gaviota (1896, estrenada en el


teatro imperial Alexandrinski de San Petersburgo fue un fracaso, pero en 1897 la
estrenó el Teatro de Arte de Moscú, de Constantin Stanislawky, creador del método natural de
interpretación, y fue un gran éxito), que aún hoy es muy leída. Además, también escribió cuentos y
novelas cortas de gran calidad. Se le encuadra dentro del naturalismo y está considerado un maestro
universal de la narrativa breve. Entre sus innovaciones, está el uso del monólogo, que luego retomaría el
rilandés James Joyce.

Aunque literato, su verdadera profesión fue la de médico, una actividad que influyó mucho en su
estilo, pues hay algo en él de científico. Él mismo dijo:

“La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”.

Se lo ha comparado al naturalista o al entomólogo que observa la naturaleza con curiosidad y


rigor y da cuenta de lo que ha visto. Él mira a los seres humanos y los retrata con veracidad y exactitud,
dando fe de sus angustias, sus esperanzas, su locura, su alegría…

Sus contemporáneos fueron grandes psicólogos: el noruego Henrik Ibsen (1828-1906) y el sueco
August Strindeberg (1849-1902) reaccionaron como él contra los excesos fantasiosos del romanticismo y
buscaron en el interior de los hombres y las mujeres reales, de carne y hueso, sometidos siempre a la
influencia del medio social. Pero los personajes de Chéjov no son seres torturados por pasiones oscuras.
Son personas normales, sensibles, acometidas interiormente por el mismo mal de la gran nación rusa en
aquellos tiempos del escritor: la abulia, la decadencia, la falta de ideales. El régimen zarista ya no daba
para más y, poco después del fallecimiento del literato, vendría la Revolución de Octubre (1917).

En las obras de Chéjov, como Ivanov (1887), La gaviota (1896), Tío Vania (1899), Tres hermanas
(1901), El jardín de los cerezos (1904), aparecen escritores con o sin éxito, actrices ya consagradas o a
comienzos de su carrera, empleados, terratenientes, médicos, maestros, políticos, burgueses más o
menos acomodados, criados…, todos ellos abrumados por la certeza de una existencia gris, de una vida
mediocre con la que anhelan romper, y todos ellos ilusionados con la esperanza del cambio y urgidos por
la necesidad de una transformación.

Hay en Chéjov un vaivén entre el pesimismo y el optimismo, una lucha del hombre contra la
desesperación. Para el escritor, este es el mensaje importante, más que la psicología profunda o la
espectacularidad teatral: la decisión del hombre entre continuar o abandonarse, un poco en la línea que,
con otros medios y métodos, seguiría otro dramaturgo, el irlandés Samuel Beckett.

Vivimos tiempos de tránsito, piensa Chéjov, de tensión entre el presente y el futuro. El tiempo
parece detenerse, hay una rara inmovilidad en el fluir de los días y el paso de las estaciones. Pero todo

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ellos es augurio de una era diferente. Con Chéjov tenemos esa sensación de la inminencia del cambio,
como ocurre con Pirandello, Pirestley, Ionesco, Brecht…

En La gaviota, el autor ruso reúne en una casa de campo a un grupo de contemporáneos y analiza
su combate interior entre la claudicación y la lucha por el futuro. El antecedente de esta técnica es Iván
Turguenev (1818-1883), en Un mes en el campo (1850), donde el objeto del drama es también un grupo.
Hay personajes más o menos importantes, incluso se podría hablar de un protagonista, pero lo que cuenta
es la pequeña colectividad, la microsociedad burguesa que se pone en escena, aquejada por una crisis
personal, moral y sentimental.
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En La gaviota (1896), obra en cuatro actos, las criaturas que pueblan la obra viven reunidas bajo el
símbolo de un pájaro estúpidamente sacrificado, sin otro objeto que el de matarlo, por aburrimiento. Poco
después del estreno de la obra, desde 1902, empezarán a aparecer las obras socialistas de Máximo Gorki:
Los pequeños burgueses, Los bajos fondos, Los veraneantes, donde se analiza la enferma sociedad
pequeñoburguesa desde la perspectiva revolucionaria. Entonces sí que empezaba una nueva era.

Sin embargo, La gaviota nos deja como lectores o espectadores una sensación incómoda,
agridulce. Y es que Chéjov no quería imprimir en sus obras una dimensión moral. Consideraba que la tarea
del artista era formular preguntas, no contestarlas. Era un sembrador de inquietudes. Como afirmó el
escritor:

"no deseo mostrar una convención social, sino mostrar a unos seres humanos
que aman, lloran, piensan y ríen. No podía censurarlos por un acto de amor."

En cuanto a su estilo, no le gustaba la retórica, era partidario del fluir


natural de la narración, de una escritura sin arte, aparentemente sencilla.
Cuando sus personajes hablan con afectación, es porque su educación y su
clase social los llevan a hablar así, pero no por el gusto del narrador.

La escritora ruso-francesa Irène Némirovsky escribió una biografía


sobre Chéjov, donde destaca la mala relación que tuvo con su padre, un rudo
tendero de su Tagenrog natal, un hombre de trato despótico que impuso a sus
numerosos hijos una disciplina férrea y que convirtió a Antón en un amante de la libertad. También
destaca que Chéjov, al igual que Dickens, tenía que escribir sin parar para mantener a su numerosa
familia, hermanos e hijos, pues todos dependían económicamente de él.

Chéjov ha influido mucho en los países anglosajones. En América, Arthur Miller, Tennessee
Williasm y Raymond Carver han utilizado sus técnicas en algunas obras. La escritora ruso-judío-francesa
Irène Némirovsky escribió una biografía sobre Chéjov, al que admiraba profundamente: La vie de
Tchékhov (1946, póstumo). Los orígenes humildes del escritor, cuyo abuelo había sido un siervo que
compró la libertad, le recordaban a la escritora los de su propio padre, León Némirovsky, un pequeño
judío de origen oscuro que llegó a ser un gran banquero. Además, Chéjov había sufrido (igual que Kafka
con el suyo) la violencia de su propio padre , un tendero de Taganrog. E Irène sufría un desarraigo similar
por el desafecto que sentía hacia su madre, Fanny Némirovsky. Chéjov, como Dickens, tuvo que mantener
a su familia, a sus seis hermanos, manirrotos y gastizos, y por eso escribía cuentos febrilmente más
preocupado de ingresar dinero que de la calidad literaria: "Mamá y papá tienen que comer", solía decir el
escritor con cierta sorna.

Némirovsky admiraba al hombre y al escritor, y analiza en su biografía la extensa obra narrativa y


teatral de aquel, así como su correspondencia; destacando los rasgos fundamentales, poniendo de relieve
su modernidad. Consideraba Némirovsky a Katherine Mansfield como la mejor heredera de Chéjov y cree
que su peor periodo es aquel en que imita sin disimulo a Tolstoi.

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Fragmentos de La gaviota (1896)

“TREPLIOV (Deshojando los pétalos de una flor).—¿Me quiere?... ¿No me quiere?... ¿Me quiere?... ¿No me
quiere?... ¿Me quiere?... ¿No me quiere?... No... (Riendo.) ¿Ves?; mi madre no me quiere. ¿Y por qué habría de
quererme? Ella lo que quiere es vivir, amar, vestir llamativamente; mientras yo sólo vivo, con mis veinticinco años,
para recordarle que ya no es tan joven. Cuando no estoy delante representa treinta y dos años, pero cuando estoy en su
presencia no puede negar que tiene cuarenta y tres. Por eso me detesta. Además, sabe que no valgo para el teatro. Ella
ama el teatro, imaginándose que sirve así a la humanidad, mientras que yo opino que el teatro actual es todo una rutina
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y está lleno de prejuicios y convencionalismos. Cuando veo al alzarse el telón una sala de tres paredes, y a esos grandes
y brillantes personajes, a esos sumos sacerdotes del arte representar gentes que comen, beben, hacen el amor, se pasean
o lucen sus vestidos, a la luz artificial del escenario...; cuando les veo, digo, intentando extraer una moral de sus frases
y de sus escenas vulgares; una mediocre y cómoda moral casera fácil de comprender; cuando me presentan bajo mil
formas diferentes lo mismo de siempre una y otra vez..., siento deseos de escapar, me escapo como se escapaba
Maupassant de aquella torre Eiffel que le aplastaba con su vulgaridad absoluta.
SORIN.—Sin embargo, no podemos prescindir del teatro.
TREPLIOV.—¡Pero necesitamos nuevas formas artísticas! Son necesarias nuevas
formas, y si no es posible crearlas, prescindamos en absoluto del teatro. Quiero a mi madre,
la quiero mucho, pero lleva una vida tan vana, exhibiéndose siempre con ese novelista, y
apareciendo siempre su nombre en los periódicos... Todo eso me cansa. Y a veces lamento,
como simple mortal que soy, tener una madre que es una actriz célebre, y me parece que, si
sólo fuera una mujer corriente, yo sería mucho más feliz. Tío, ¿puede haber situación más
necia y desesperada que la mía? Cuando, a menudo, recibe la visita de tantas celebridades,
escritores y artistas..., y yo me veo entre ellos, sólo convertido en una nulidad..., tolerado
solamente porque soy hijo suyo... ¿Quién soy yo...? ¿Qué represento...? Abandoné la
universidad al tercer año, debido a «circunstancias ajenas a nosotros», como dicen a veces los editores. No tengo
ninguna cualidad, ni un solo «grosch»: y mi pasaporte me describe como miembro de la baja clase media, nacido en
Kiev. Mi padre, aunque también famoso actor, pertenecía a la pequeña burguesía de la misma ciudad. Por eso, cuando
en su salón se reunían tantos artistas y escritores, y yo era objeto de su atención condescendiente, experimentaba la
sensación de que las miradas de todos ellos ratificaban mi nulidad. Leía sus pensamientos, y la humillación me hace
sufrir.
SORIN.—A propósito, dime por favor, ¿qué clase de persona es nuestro escritor? No es fácil catalogarle.
¡Siempre tan callado!
TREPLIOV.—Es un hombre inteligente, sencillo, un poco inclinado a la melancolía, según pienso. Un
hombre realmente honrado. Todavía le falta bastante para cumplir los cuarenta, pero ya ha alcanzado la celebridad, y
está satisfecho de la vida. En cuanto a sus escritos..., ¿cómo te diría yo...? Son muy agradables e inteligentes, pero...
después de haber leído a Tolstoi o Zola, no te quedan ganas de leer a Trigorin.
SORIN.—Debo admitir que admiro a los escritores, muchacho. Hace años, ¿sabes?, deseaba ardientemente
dos cosas: casarme y ser novelista. Ninguna de las dos las he conseguido. Sí, incluso ser un literato de segunda fila
debe ser agradable...” (Chéjov, Antón P., La gaviota. Trad.: Manuel de la Escalaera, pról.: Álvaro del Amo. Madrid,
Unidad Editorial, 1999, acto I, pp. 17-19)

“NINA.—¡Has cambiado!
TREPLIOV.—Es cierto, pero ha sido desde que tú has dejado de ser la que eras. ¡Cambiaste tanto para
conmigo!... Me miras con frialdad y parece que hasta mi presencia te molesta.
NINA.—¡Te has vuelto tan irritable últimamente!... ¡Y hablas siempre de un modo tan incomprensible y como
por medio de símbolos! Seguramente esta gaviota será también un símbolo, sólo que..., tienes que perdonarme, no lo
comprendo. (Pone la gaviota sobre el banco.) ¡Soy demasiado simple para comprenderte!
TREPLIOV.—¡Empezó aquel anochecer, cuando mi obra fracasó tan estúpidamente! Las mujeres no perdo-
nan el fracaso. ¡He quemado todo! ¡Hasta el último trocito de papel! Si supieras lo desgraciado que me siento... ¡Y tu
frialdad hacia mí es terrible, inexplicable! ¡Ha sido como si un día, al despertarme, hubiese visto que el lago se secaba
o se filtraba en la tierra! Acabas de decir que eres demasiado sencilla para comprenderme. Dime, ¿qué es lo que tienes
que comprender? ¡Mi obra no gustó! Desprecias mi inspiración y ahora me consideras un ser vulgar, como hay
muchos. (Dando una patada en el suelo.) ¡Qué claro!... Se diría que me habían introducido un clavo en el cerebro. ¡El
diablo se lo lleve, junto con mi orgullo! Con ese orgullo que me chupa la sangre..., ¡que me la chupa como una
serpiente! (Viendo a TRIGORIN, que se acerca leyendo un libro.) ¡Pero aquí viene el verdadero genio!... Pisa como
Hamlet y, también como él, lleva un libro entre las manos. (En tono de mofa.) «¡Palabras, palabras, palabras!»... Aún

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no se te ha acercado ese sol, y ya le sonríes y tu mirada se funde en sus rayos. No te molestaré más. (Sale
precipitadamente.)
TRIGORIN (Tomando notas en su libro).—-Toma rapé y bebe vodka. Siempre viste de negro. El maestro está
enamorado de ella...
NlNA.—¡Buenos días, Boris Aleksyeevich!
TRIGORIN.—¡Buenos días! Parece que las cosas se han puesto de tal forma que tendremos que marcharnos
de aquí hoy mismo, de manera inesperada. Y no parece probable que nos volvamos a ver. Lo siento... ¡No es frecuente
conocer a muchachas interesantes! Por mi parte ya he olvidado cómo se siente uno a los dieciocho o diecinueve años, y
no logro representármelo con claridad. Ésa es la causa de que, en mis novelas y cuentos, los personajes jóvenes
femeninos resulten poco reales y afectados. ¡Me gustaría, aunque sólo fuese por una hora, cambiarme por usted, para
saber lo que piensa y, en general, en qué consiste!
NINA.—Y a mí también me gustaría encontrarme en su lugar por un ratito.
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TRIGORIN.—¿Para qué?
NlNA.—Para saber lo que es sentirse un escritor inteligente y célebre. ¿Qué se siente cuando se es famoso?
¿Qué experimenta usted?...
TRIGORIN.—¿Que qué experimento? Quizá nada. Nunca he pensado en ello. (Tras reflexionar un instante.)
Sin duda, será una de estas dos cosas: o que exagera usted mi Celebridad, o que la celebridad no se siente en absoluto.
NlNA.—¿Y cuando lee lo que escriben sobre usted en los periódicos?
TRIGORIN.—Si me alaban, me resulta agradable, y cuando me critican, me paso un par de días de mal
humor.
NlNA.—¡En qué mundo tan maravilloso vive usted! ¡Si supiera cuánto le envidio!... ¡Qué diferente es el
destino de las demás personas! Unos no hacen otra cosa que arrastrar una existencia aburrida y oscura, idéntica a la de
tantos, y desgraciada para todos. En cambio otros, como por ejemplo usted, uno entre un millón, gozan de una vida
interesante, brillantísima y llena de sentido. ¡Qué afortunado es!
TRIGORIN.—¿Yo?... (Se encoge de hombros.) ¡Hum!... Habla usted de la felicidad, de una vida espléndida e
interesante, pero para mí todas esas palabras, y perdóneme, son como los
bombones de fruta, que nunca los como. ¡Es usted muy joven y muy generosa!
NINA.—Pero..., ¡su vida es maravillosa!
TRIGORIN.—¿Qué hay en ella de especialmente maravilloso?
(Consultando su reloj.) Tengo que escribir algunas cosas urgentes. Perdóneme,
no puedo quedarme más tiempo... (Riendo.) El caso es que ha dado usted en mi
punto flaco, y aquí me tiene excitado y comenzando a enfadarme un poquito.
¡Hablemos, pues! Hablemos de mi maravillosa y brillante vida. Bien, ¿por dónde
empezamos? (Tras un instante de reflexión.) Usted sabe lo que es tener una idea
fija, por ejemplo, cuando se le impone a uno, a la fuerza, un pensamiento que le
tortura haciéndole pensar día y noche...; por ejemplo, la luna. ¡Pues bien; yo
también tengo mi luna! Día y noche vivo dominado por una idea: «¡tengo que escribir, tengo que escribir, tengo
que...!». Apenas he terminado una novela, y sin saber por qué, tengo que comenzar una segunda, y luego otra, y otra...
Escribo febrilmente, sin darme tregua, y no puedo obrar de otro modo. ¿Y qué hay en todo esto, le pregunto yo, de
maravilloso o de brillante? ¡Qué vida tan buena la mía! Aquí estoy ahora, hablando animadamente con usted y sin
dejar, no obstante, de recordar en todo momento que hay una novela, a medio terminar, que me aguarda. Si, por
ejemplo, veo pasar una nube cuya forma recuerda la de un gran piano, pienso inmediatamente que debo describir en
alguna novela el paso de una tal nube con forma de piano. Huele a heliotropo..., y automáticamente tomo nota mental
de ello: «Olor empalagoso..., flor del color de la viudez..., mencionarlo en la descripción de un anochecer de verano...».
Cada una de sus frases o palabras, o de las mías propias, es atrapada por mí, y me apresuro a guardarla en mi despensa
literaria por si algún día me sirve para algo. Cuando termino una obra, corro a llevarla al teatro, y me voy a pescar. ¡Y
ésas son las ocasiones en las que debería relajarme y olvidarme de mí mismo, pero no! No puedo hacerlo, porque
dentro de mi cabeza comienza a dar vueltas otra especie de pesada bola de acero: ¡un nuevo argumento! De manera que
me apresuro a volver a mi mesa para de nuevo comenzar a escribir, a escribir y escribir... ¡Y eso ocurre siempre,
siempre! Yo soy el principal obstáculo para mi tranquilidad. Siento que estoy devorando mi propia vida, pues, para
conseguir la miel que luego entrego a unos pocos de los seres que pueblan el espacio, he de recoger antes el polen de
mis mejores flores, privándolas de él para siempre, destrozándolas y pisoteando sus raíces... ¿Acaso estoy loco? ¿Cree
usted que la actitud de mis amigos y allegados para conmigo es la que se tiene con una persona normal? «¿Qué está
escribiendo ahora? ¿Qué nueva sorpresa nos prepara?» ¡Siempre lo mismo, lo mismo!... Hasta que llega a parecerme
que todo, la atención que me dedican todos los que me conocen, sus alabanzas y su entusiasmo, son un puro engaño;
que tratan de engañarme como si se tratara de un loco. Y, a veces, incluso temo que se me acerquen a hurtadillas por la
espalda, me agarren y me lleven, como a Poprishchin1, a un manicomio. En cuanto a mis comienzos como escritor, los

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Personaje de Nicolai Gogol.

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mejores años de mi vida, el escribir fue un continuo tormento para mí. Un escritor de segunda fila, sobre todo cuando
la suerte no le acompaña, se considera a sí mismo inepto, insuficiente..., pensando que está de más. Sus nervios
desgastados se mantienen en continua tensión, y se pasa el tiempo buscando el contacto con gentes del mundillo
literario o artístico, pero sin ser aceptado ni advertido por nadie. Es incapaz de mirar a los ojos a los otros, franca y
valerosamente, como el jugador apasionado que se encuentra sin dinero. ¡Nunca he conocido a mis lectores, pero, sin
saber por qué, siempre me los he imaginado como predispuestos en mi contra y llenos de desconfianza! Sentía miedo al
público, me aterraba, y cada vez que se estrenaba una de mis obras, me parecía observar que los asistentes morenos me
eran hostiles y los rubios fríamente indiferentes. ¡Qué terrible era! ¡Qué sensación de martirio!...
NlNA.—Pero incluso así, los momentos de inspiración, el mismo proceso creador, ¿no le ha proporcionado
momentos de felicidad?
TRIGORIN.—Sí, mientras escribo paso ratos agradables. Y también me resulta grata la corrección de pruebas,
pero..., tan pronto como la obra ha salido de la imprenta, no puedo seguir soportándola. Inmediatamente descubro que
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no es lo que intentaba hacer, que he fallado, que más me valdría no haberla escrito, y me enojo y me deprimo...
(Riendo.) Y por otra parte, el público la lee y se limita a decir: «¡Sí, no está mal esto! ¡Tiene talento!... ¡Está bien
hecho, pero le falta mucho para ser un Tolstoi!...». O bien: «¡Una obra verdaderamente buena..., aunque, Padres e
hijos, de Turguenev, es mucho mejor!». Y así seguirán hasta el día de mi muerte; todo se reducirá al «no está mal» y al
«tiene talento», y no pasarán de ahí. Y cuando me muera, aquellos que me hayan conocido y pasen ante mi tumba,
dirán: «Aquí yace Trigorin. Fue un buen escritor, pero no tan bueno como Turguenev».
NlNA.—Ha de perdonarme, pero me niego a intentar comprenderle. ¡Lo que pasa es que está usted demasiado
mimado por el éxito!
TRIGORIN.—¿Por qué éxito? ¡Nunca me ha gustado mi propia obra! No me resulto agradable como escritor.
Pero lo peor de todo es que me parece que vivo envuelto en una especie de bruma, y a menudo ni yo mismo entiendo lo
que escribo. ¡Amo esta agua, estos árboles, este cielo! ¡Siento la naturaleza, que es la que excita en mí la pasión y el
invencible deseo de escribir! Pero, compréndalo, no puedo limitarme tan sólo
a ser un paisajista. Soy también un ciudadano, amo a mi país, a su pueblo.
Como escritor, comprendo que tengo el deber de escribir sobre ese pueblo,
sobre sus sufrimientos, su futuro; y también que debo hablar de la ciencia, de
los derechos del hombre, y etcétera..., etcétera... Y escribo sobre todo ello
precipitadamente, mientras todos se dedican a meterme prisas, a enfadarse, en
tanto yo me agito de un lado para otro como el zorro acosado por los perros.
¡Veo que la vida y la ciencia siguen adelante, mientras yo me quedo más y
más atrás constantemente, como un «mujik» cuando pierde el tren, y que al
final, sólo sé describir paisajes, y que en todo el resto de lo que escribo soy
falso hasta la medula de los huesos!
NINA.—Trabaja usted demasiado. No tiene ni tiempo ni deseos de
reconocer su propia importancia. ¡Puede usted estar descontento de sí mismo,
pero para los demás es grande y maravilloso! ¡Si yo fuese un escritor como
usted, entregaría a la masa toda mi vida, reconociendo al mismo tiempo que
la felicidad de esta masa consistía en sus esfuerzos por elevarse a mi altura!, y que una vez en ella, me llevarían en
carroza triunfal.
TRIGORIN.—En carroza triunfal, ¿eh? ¿Acaso soy yo algún Agamennon? (Ambos sonríen.)
NINA.—¡Por la dicha de ser un escritor, o una actriz, soportaría yo la repulsa de mi familia, la necesidad, la
desilusión, incluso vivir en una buhardilla y alimentarme sólo de pan negro! ¡Sufriría el propio descontento, y
reconocería mis imperfecciones, pero en cambio de ello exigiría la gloria..., la auténtica y estruendosa gloria!
(Cubriéndose el rostro con las manos.) ¡La cabeza me da vueltas! ¡ Ah!
LA VOZ DE ARKADINA (Desde la casa).—¡Boris Aleksyeevich!
TRIGORIN.—Me llaman... Seguramente habrá que hacer el equipaje. Pero no siento ningún deseo de
marcharme. (Volviendo la mirada hacia el lago.) ¡Qué vista tan espléndida! ¡Qué bien se está aquí!
NlNA.—¿Ve usted una casa con jardín en la otra orilla?
TRIGORIN.—Sí.
NlNA.—Perteneció a mi difunta madre. Allí nací yo. Toda mi vida la he pasado junto a ese lago, del que
conozco hasta el último rincón.
TRIGORIN.—¡Es un lugar maravilloso! (Reparando en la gaviota.) Pero ¿qué es esto?
NlNA.—Una gaviota. La ha matado Konstantin Gavrilovich.
TRIGORIN.—¡Qué hermoso pájaro! En serio que no tengo ganas de marcharme. ¿Por qué no persuade usted a
Irena Nikolayevna para que se quede? (Toma notas en su libro.)
NlNA.—¿Qué escribe usted?
TRIGORIN.—Sólo unas notas... Se me ha ocurrido un argumento. (Escondiendo el libro.) El argumento para
una novela corta: a la orilla de un lago, desde la infancia, vive una joven. ¡Exactamente igual que usted! Ama el lago

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como podría hacerlo una gaviota, y es libre y feliz como una de ellas. Pero un día llega un hombre de manera casual, la
ve y, por hacer algo, la destruye, como han destruido a ese pájaro. (Pausa. ARKADINA aparece en la ventana.)
ARKADINA.—¿Dónde está, Boris Aleksyeevich?” (Op. cit., acto II, pp. 46-53)

“MEDVIEDENKO (Llevándole del brazo). — He aquí una adivinanza para usted: «Por la mañana anda a cuatro
patas, al mediodía con dos, al anochecer con tres...».
SORIN (Riendo). — Justo! Y por la noche sobre sus espaldas. (A MEDVIEDENKO) ¡Puedo andar solo,
muchas gracias!...” (p. 63)

“TREPLIOV.—¡Nina, está llorando de nuevo! ¡Nina!


NlNA.—No se preocupe, me alivia. ¡Hace dos años que no lloraba! Ayer, al anochecer, vine al jardín para ver
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si aún seguía en él nuestro escenario. ¡Y aún está en pie! Rompí a llorar por primera vez, desde hace dos años, y sentí
un gran alivio. ¿Lo ve usted? Ya no lloro. (Le coge una mano.) ¡De manera que se ha hecho usted escritor! ¡Usted
escritor y yo actriz! Los dos hemos sido tragados también por el remolino. ¡Yo vivía aquí alegremente, como una niña!
¡Solía cantar al despertarme! Le quería a usted y soñaba con la gloria. ¿Y ahora?... Mañana temprano tendré que salir
para Yeliezt, en un vagón de tercera, entre los «mujiks». Y una vez en Yeliezt, los comerciantes enriquecidos me
importunarán con sus atenciones. ¡La vida es brutal!
TREPLIOV.—¿Y por qué ha de ir usted a Yeliezt?
NlNA.—He aceptado un contrato para todo el invierno. No me queda otro remedio que marcharme.
TREPLIOV.—¡Nina! La maldecía, la odiaba; rompí todas sus cartas y sus retratos, ¡pero ni un sólo minuto
dejé de saber que mi alma y mi corazón le pertenecían! ¡Que le pertenecían para siempre! ¡No está en mi poder el dejar
de amarla, Nina! Desde el mismo instante en que la perdí, desde que comenzaron a publicar mis escritos, la vida ha
sido insoportable para mí. ¡Soy un desgraciado!... ¡Se me figura que la juventud me ha sido de pronto arrancada, que
llevo ya noventa años sobre este mundo! ¡Grito su nombre, beso la tierra que usted
ha pisado!... ¡Donde quiera que miro me parece ver su rostro..., esa dulce sonrisa
suya, que iluminó los mejores años de mi vida!...
NlNA (Aturdida.).—¿Por qué habla así? ¿Por qué habla así?
TREPLIOV.—¡Soy un solitario! No cuento con ningún cariño que me
consuele, y me siento tan frío como si viviese en una mazmorra. ¡Y todo cuanto
escribo es seco y sombrío, falto de corazón! ¡Quédese aquí..., Nina! ¡Se lo suplico!
¡O permítame que vaya con usted! (NlNA se vuelve a colocar apresuradamente la
capa y el sombrero.) ¡Nina!, ¿por qué?... ¡Por el amor de Dios!... (Contemplándola
inmóvil mientras se cubre.) ¡Nina!... (Pausa.)
NlNA.—¡Mi coche me espera a la puerta de la finca! ¡No me acompañe,
saldré sola! (Llorosa.) ¡Déme un poco de agua!
TREPLIOV (Le sirve el agua).—¿A dónde va usted ahora?
NiNA.—A la ciudad. (Pausa.) Irena Nikolayevna está aquí, ¿verdad?
TREPLIOV.—Sí... El tío sufrió un ataque el jueves pasado, y le pusimos
un telegrama para que viniese.
NlNA.—¿Por qué ha dicho que besa la tierra donde yo he pisado? ¡Alguien debería matarme! (Se derrumba
sobre la. mesa.) ¡Estoy tan cansada!... ¡Ojalá pudiese descansar..., sólo descansar! (Levantando la cabeza.) Soy una
gaviota... No, no es eso. Soy una actriz. ¡Oh, sí! (Fuera de escena se oyen las risas de ARKADINA y TRIGORÍN.
NlNA escucha, corre luego hacia la puerta de la izquierda y se pone a mirar por la cerradura.) ¡Entonces, él también
está aquí!... (Vuelve junto TREPLIOV.) ¡Oh, bueno!... ¡No importa! Sí... Él no creía en el teatro; siempre se reía de mis
sueños... Y yo también, poco a poco, fui perdiendo mi fe en él; me fui desanimando... ¡Y todo ello unido a mi amor y
mis celos, y a la constante preocupación de mi hijito!... Me volví mezquina y vulgar; cuando actuaba lo hacía sin saber
cómo...; no sabía qué hacer con las manos, o cómo comportarme en escena. Perdí el control de mi voz... ¡Pero usted no
puede imaginarse lo que se siente, cuando se sabe que se está representando un papel de manera abominable! Soy una
gaviota. No, no se trata de eso. ¿Recuerda usted que un día mató una gaviota?... Un hombre llegó aquí casualmente y,
por hacer algo, mató a la gaviota. Un tema para una pequeña narración... No es eso. (Se frota la frente con la mano.)
¿De qué estaba hablando?... Sí, del teatro. ¡Ya no soy así! ¡Ahora soy una verdadera actriz, represento mis papeles con
inmenso placer..., con entusiasmo. ¡En escena se apodera de mí como una embriaguez, y me siento realmente
maravillosa! Pero ahora, mientras vivo aquí, ando..., ando interminablemente y, mientras ando y reflexiono, siento
cómo crece de día en día el poder de mi alma. Ahora, Kostia, creo saber que lo verdaderamente importante en nuestras
profesiones, tanto cuando se escribe como cuando se interpreta, no es la gloria, ni el brillar, ni todas esas cosas con las
que yo soñaba..., sino el aprender a soportar el sufrimiento. ¡Soportar la cruz y tener fe! Yo tengo fe ahora, y ya no
sufro tanto. ¡Y cuando pienso en mi vocación dejo de tenerle miedo a la vida!
TREPLIOV (Tristemente).—¡Usted ha encontrado su camino, sabe lo que desea! ¡Pero yo floto aún en un caos
de imágenes y de ensueños, sin saber a quién ni para qué servirán! ¡No tengo fe en nada, ni sé cuál es mi vocación!”
(acto IV, pp. 92-95)

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Prof. José Antonio García Fernández DPTO. LENGUA Y LITERATURA- IES Avempace
jagarcia@avempace.com C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976 5186 66 - Fax: 976 73 01 69

Bibliografía

 Chéjov, Antón P., La gaviota. Trad.: Manuel de la Escalera, pról.: Álvaro del Amo. Madrid, Unidad
Editorial, 1999.
 Wikipedia, voz “Antón Chéjov”.
 Chéjov, Antón P., cuentos en español y en versión digital,
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/chejov/ac.htm.

http://www.avempace.com/personal/jose-antonio-garcia-fernandez

JAGF, “Irène Némirovsky y El vino de la soledad”,


http://www.avempace.com/file_download/2596/IR%C3%88NE+N%C3%89MIROVSKY+Y+EL+VINO+DE+
LA+SOLEDAD.pdf .

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