Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Thomas Schneider
[Tomado de: Schulz, Regine y Matthias Seidel (Eds.), Ëgypten, die Welt der Pharaonen, Colonia,
Könermann Verlagsgesellschaft, 1997, págs. 322-329]
La monarquía fue un pilar fundamental para la cultura del antiguo Egipto. Incluso los
emperadores romanos se sometieron en Egipto a sus tradiciones, siendo el emperador Decio (249-251
d.C.) el último en presentar ofrendas en el pronaos del templo de Edfú consagradas al dios Khnum
tres milenios y medio después de las primeras trazas que tenemos documentadas de una monarquía
egipcia. Aunque en este largo período se transformó el concepto de esta institución, sus características
fundamentales permanecieron inalteradas.
Con la subida al trono, el rey se convirtió en un «hombre desempeñando el papel de un dios»
(E. Hornung), sucesor del dios Horus en la tierra «en el trono del (dios) Geb». La personalidad
individual y temporal del monarca y la imagen ideal intemporal de la ideología estaban fundidas en
su persona. La tensión entre el derecho y la realidad no estaba en contradicción con el concepto
egipcio de la monarquía, sino que coincidía con la doble naturaleza del faraón, que abarcaba aspectos
tanto humanos como divinos.
La monarquía en la Historia
En lo referente a la continuidad de los rasgos fundamentales de la ideología monárquica y del
concepto ritual de la Historia, durante los tres milenios de la cultura egipcia se pueden reconocer
notables cambios en la concepción de la monarquía.
El nacimiento de la monarquía egipcia nos es palpable en los primeros intentos que surgen
en la segunda mitad del IV milenio a.C. Las primeras tumbas supuestamente reales de Hierakónpolis
(decoradas con pinturas) y de Abidos (con hallazgos de cetros y nombres de reyes tempranos), paletas
monumentales y mazas decoradas, además de la forma original de la piedra de Palermo (que contiene
las listas de los reyes hasta la V Dinastía) documentan la existencia de una monarquía y de una
ideología monárquica desde como mínimo 3200 a.C.
Comparada con la investigación más antigua, la ampliación de nuestra perspectiva actual, derivada
de estos hallazgos, ha hecho que el surgimiento de la monarquía egipcia «sea menos notable, pero
más comprensible» (J. Baines). También la evaluación de la posición del rey desde el Imperio
Antiguo se ha visto modificada en la investigación egiptológica. Mientras que anteriormente se
suponía que el rey era considerado en el Imperio Antiguo como un dios y se evaluaba la posterior
evolución histórica como un proceso de pérdida continua de su divinidad y de creciente humanización
de su cargo, hoy es evidente que también el rey del Imperio Antiguo era considerado como humano.
De forma ideal cumplía él su papel pero de forma tan perfecta que era equiparable con los dioses y
su ser podía identificarse con ellos, sobre todo con el del dios Sol. Desde Amenofis 111
(1388-1351/50 a. C.) el rey, el igual al dios-Sol Re, era ya en vida adorado como un dios.
En un texto de tiempos de Ramsés II (decreto de Ptah-Tatenen), el rey es designado algo así
como «el viviente (dios creador) Khnum», como «divino rey, (...) que surgió como (joven dios-Sol)
Khepre, cuyo cuerpo es Re, que nació de Re, que ha engendrado a Ptah-Tatenen»; aquí es «hijo»,
«imagen» y «encarnación» del dios que le ha entronizado, «portador de la doble corona, hijo de la
corona blanca, heredero de la corona roja, que unifica las Dos Tierras en paz».
El Imperio Medio subrayó la absoluta necesidad de la monarquía para asegurar el bienestar
del estado y de la sociedad. En las Enseñanzas para el rey Mei¡kare se encuentra una constatación
notable: «la monarquía es un buen cargo». Entonces -y más aún durante el Imperio Nuevo-, las
acciones del rey ya no se consideran como algo sobreentendido, sino que se han de fundamentar y se
caracterizan frecuentemente como acontecimientos históricos de carácter único. Así, sobre las
conquistas del faraón Tutmosis I se dice que las mismas «no se pudieron encontrar en los anales de
sus antecesores, desde los tiempos de los seguidores de Horus (los reyes del Período Protodinástico)».
Aquí adquiere una relevancia especial la crónica del faraón Ramsés II sobre la batalla de Qadesh,
cuya intención, fue evidentemente la de preparar el tratado de paz con el imperio hitita, único en la
Historia.
En esta crónica se hace patente también otra tendencia que podemos constatar desde el
Imperio Nuevo: la divinidad intervenía cada vez más en la Historia, ello hizo que se fuera mermando
la importancia de la monarquía y condujo, en tiempos de la XXI Dinastía, a la instauración de la
teocracia tebana del dios Amón.
Los reyes del Período Tardío fomentaron en una medida hasta entonces desconocida la
orientación de la cultura egipcia basándose en el pasado. Ellos y sus súbditos vivieron entonces
conscientes «en un espacio lleno de recuerdos que abarcaba milenios, que (...) está ante sus ojos
imponentemente visible y (...) esclarecido cronológica e históricamente hasta el último rincón» (J.
Assmann). En este período se produce también la asimilación del nombre egipcio de Per-aa, «la gran
casa», usado para designar al rey; arraigado posteriormente en la tradición hebráica, conduciría por
último a la adopción del concepto «faraón» en las lenguas modernas.
El verdadero final de la monarquía egipcia lo representó la victoria del cristianismo: éste vino
a sustituir la anterior creencia en un rey que velaba por el bienestar en este mundo, hijo del dios-Sol,
por la fe en el Salvador e Hijo de Dios, Jesucristo.
Anteriormente se suponla que la monarquía del antiguo Egipto, cuyos rasgos fundamentales
imprimieron también su carácter al reino de Meroe en Sudán, constituyó el punto de partida para la
instauración de la monarquía sacralizada en África (G. Lanczkowski). Más aún, incluso se decía de
ella que fue una de las «corrientes subterráneas» contenidas subyacentemente en la imagen del
monarca grecorromano y, con ello, también de forma mediata en la propia de la monarquía medieval
con su característica concepción de la «Gracia de Dios» y de la doble naturaleza corporal del rey (S.
Morenz). A ello se replica hoy -partiendo de la universalidad de la idea de la monarquía- que la misma
más bien pudiera haber adoptado en cada uno de los diversos lugares los respectivos rasgos culturales
diferenciadores.