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LUIS VITALE

Introducción
a una teoría de la Historia
para
América latina

PLANETA
Buenos Aires, 1992

1
A mi querido amigo
Abraham Pimstein L.
permanente lector
y agudo crítico de
mis originales

2
“ Un sistema teórico se mantiene o se cae,
no sobre la base de algunas paredes,
sino por su capacidad de captar
los nuevos problemas que se presentan,
y en darles soluciones viables”

HORACE DAVIS

3
Nota preliminar

Esta aproximación a una teoría de la historia, que presentamos para la discusión, ha


surgido de mis nueve tomos de la Historia general de América latina, publicada en edición
limitada por la Universidad Central de Venezuela en 1984, en los que hay un mayor
desarrollo de los hechos empíricos y de la documentación utilizada. De todos modos, en la
presente obra estos hechos están considerados, como asimismo la bibliografía fundamental,
que el lector encontrará al final de cada capítulo.

Capítulo I

Necesidad de una
teoría de la historia
para la investigación

4
de las formaciones sociales
latinoamericanas

Basada en la concepción unilateral de la historia y el modelo eurocéntrico de desarrollo,


la historiografía tradicional ha bloqueado el análisis teórico de las especificidades de América
latina. El resultado es que no tenemos una teoría de la historia para estudiar las
particularidades de América latina y el Caribe. No hemos podido todavía precisar los períodos
de transición de nuestra historia, carecemos de una teoría que explique la incidencia de la
relación etnia-clase en nuestro subconsciente indo-afro-latino, y menos aún de una teoría de la
cuestión nacional que se deduzca de la especificidad de nuestra ruptura del nexo colonial y de
las posteriores formas de dominación y dependencia semicolonial.
Tampoco tenemos una teoría para explicar las particularidades de nuestros modos de
producción y las características específicas de nuestras formaciones sociales. Y ni que decir de
la falta de una teoría del origen y desarrollo de las clases sociales. de la conciencia de clase y
de la particularidad de nuestra lucha de clases. No contamos con una teoría de la formación
del Estado nacional y de las nuevas funciones que ha adquirido el Estado contemporáneo.
Carecemos de una teoría que oriente la investigación acerca del papel del mito en la historia
latinoamericana y de la propia religiosidad popular. Ni hablar de la ausencia de fundamentos
epistemológicos para estudiar la ideología y el pensamiento filosófico, social y político. Falta,
en fin, una teoría que contribuya a explicar el modo en que se dio en América latina la
medición sociedad humana-naturaleza y las formas de opresión de nada menos que el 50 por
ciento de la población: las mujeres, esa mitad invisible de la historia.
Esa teoría -- que nunca será acabada sino que está en proceso permanente de creación --
surgirá del estudio de nuestra propia realidad y evolución histórica, fundamentado en una
epistemología específica y en un nuevo método de análisis. Las investigaciones empíricas de
la historiografía tradicional son insuficientes, porque las fuentes documentales fueron
procesadas desde el ángulo positivista y neopositivista. Necesitamos compulsar de nuevo esas
fuentes y descubrir otras que los historiadores burgueses ocultaron por obvias razones.
Las historias universales elaboradas hasta ahora no son tales, porque han sido
redactadas desde un punto de vista eurocéntrico. Tienen la apariencia de serlo porque
comienzan con la llamada Prehistoria y las primeras civilizaciones del “Medio y Lejano
Oriente”, obviamente lejano para los europeos. A partir de los imperios griego y romano, estas
historias, pretendientemente universales, se van tornando cada vez más eurocéntricas. Las
sociedades asiáticas y africanas desaparecen --no en la realidad sino de la historiografía
tradicional-- para reaparecer recién con la colonización de la era moderna, salvo el caso del
imperio musulmán, sólo analizado por su impacto en el sur de Europa. De nuestra América
hay sólo breves referencias a los imperios maya, inca y azteca, como si no hubiesen existido
milenarias culturas cazadoras-recolectoras y agroalfareras. Pareciera que para dichas historias
universales, la historia de América comenzara con el llamado “descubrimiento”.
Ni siquiera en la época moderna tales historias son realmente universales porque toda la
historia del “tercer mundo” se hace girar en torno a Europa, soslayando el proceso endógeno
de evolución de los pueblos asiáticos, africanos y latinoamericanos, con excepción de los
Estados Unidos. Cabría preguntarse si detrás de este enfoque no sigue pesando la concepción
hegeliana de los “pueblos sin historia”.
El resultado de esta manera de estudiar el pasado es que no existe una teoría realmente
universal de la historia. A lo sumo, podría hablarse de una teoría de la historia de contenido
eurocéntrico, en función del mundo mediterráneo y de Europa occidental. De hecho, resulta
una teoría europea de la historia mundial y no una teoría propiamente universal de la historia.
Inclusive las historias de las civilizaciones, como las de Durant, Croizet, Ber, Goetz y
otras, que aspiran a cubrir las diferentes culturas con especialistas por regiones, están
impregnadas de una concepción limitada que impide captar el proceso desigual, a articulado.
Combinado, específico-diferenciado y multilineal de la historia, presentando un rosario de
civilizaciones aisladas, sin perspectiva unívoca. Los que pretendieron esbozarla de manera

5
global, como Spengler y Toynbee, no pasaron más allá de la historia comparada morfológica,
cayendo en la metahistoria, en la búsqueda del “alma de las civilizaciones” o del choque de
éstas para generar una “religión superior”,
Los porfiados hechos de la historia contemporánea han obligado a cambiar la
perspectiva de la Historia como disciplina. La toma de conciencia que comienzan a adquirir
algunos investigadores acerca de que Europa occidental no es más el centro del universo, junto
a la insurgencia anticolonialista de los pueblos asiáticos, africanos y latinoamericanos,
contribuye a replantear el estudio de la historia universal. Pelletier y Goblot han reconocido
hidalgamente: “por primera vez este mundo ya no es concebido solamente en las dimensiones
de Europa ni de la civilización europea como sucedió durante tanto tiempo”.1 Y más
explícitamente, Braudel: “Europa no es, ya no está en el centro del mundo”.2
Para completar esta toma de conciencia histórica faltaría analizar objetivamente qué era
Europa occidental antes de la era moderna y en qué estadio de la civilización estaban
Inglaterra, Francia, los Países Bajos y Alemania en el comienzo del medioevo, por ejemplo.
En rigor a la verdad mientras ellos estaban gateando en la historia, hacía varios siglos que en
nuestra América se había iniciado la revolución urbana desde Teotihuacán hasta el Cuzco,
mientras en Asia y Africa seguían haciendo historia civilizaciones milenarias. Un investigador
inglés ha reconocido sin rodeos que “Europa ha constituido durante la mayor parte de su
historia una zona de barbarie”.3
Se ha tomado a Europa occidental como modelo de desarrollo histórico, considerando
anómala la evolución de Asia, Africa y América latina. ¿Acaso Europa no ha podido
precisamente la excepción? Es el único continente que ha pasado por la secuencia culturas
“primitivas” -esclavismo-feudalismo-captalismo. ¿Por qué, entonces, fundamentar una teoría
de la historia sobre la base de un continente cuya evolución ha sido la excepción en la historia
universal? Una de las razones para justificar esta aberrante apreciación es que la sui gereris
evolución de Europa occidental dio paso a la conquista del mundo y, por ende, a la
mundialización de la historia.
El hecho objetivo es que a pocos años de finalizar el siglo XX no existe una
interpretación global del desarrollo de la humanidad. Esta ausencia de una historia realmente
universal sólo podrá superarse, a nuestro juicio, con el aporte de los historiadores de Asia,
Africa y América latina y el ulterior intercambio de ideas con los colegas norteamericanos y
europeos, tanto del Oeste como del Este, dispuestos a una nueva reflexión sobre su pasado,
única manera de elaborar una teoría del desarrollo global y específico de las sociedades
humanas.
Una teoría de la historia del Africa hecha por investigadores africanos, y una similar del
Asia por asiáticos, que puedan dar cuenta de las particularidades de sus culturas, junto a una
labor parecida de los investigadores latinoamericanos, constituirían un gran paso para la
elaboración de una teoría universal de la historia. La evolución de la humanidad vista desde la
perspectiva de cada una de las regiones del llamado “tercer mundo” significaría de hecho una
ruptura epistemológica con la hasta ahora considerada historia universal, terminando con el
eurocentrismo deformador de la realidad. Ya lo había dicho Juan Jacobo Rousseau en el
capítulo VIII del Essai sur l´origine des langues: “ El gran defecto de los europeos es que
filosofan acerca del origen de las cosas de acuerdo a lo que ven a su alrededor (...). Para
estudiar al hombre se requiere una perspectiva más amplia; para descubrir las propiedades es
necesario empezar por las diferencias”.
Tenemos que comenzar por rescatar los enfoques de maestros latinoamericanos, como
Simón Rodríguez, quien ya en la primera mitad del siglo XIX decía: “ en lugar de pensar en
medios, persas o egipcios, pensemos en los indios (...) más cuenta nos tiene entender a un
indio que a un Ovidio”.4 Esta afirmación tan rotunda no significaba un menosprecio por la
cultura universal sino que constituía un llamado de atención para que comenzara a estudiarse
la especificidad de nuestra historia.
José Martí retomó esta senda al manifestar a fines del siglo XIX: “La universidad
europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América de los incas acá, ha de
enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia (...) ingrese en nuestras

6
repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser de nuestras repúblicas”.5 Más explícito aún fue
José Carlos Mariategui al señalar en 1928: “ ni calco ni copia”,6 en el intento más
sobresaliente por encontrar las particularidades de nuestra historia americana, rompiendo con
la recurrencia de los investigadores al traslado mecánico del modelo de evolución europeo.
Más recientemente mi maestro José Luis Romero advirtió que “el esquema de las
corrientes ideológicas de Europa occidental no puede servirnos de modelo (...) quizás ha sido
Latinoamérica más original de lo que suele pensarse, y quizá más originales de lo parecen a
primera vista ciertos procesos que, con demasiada frecuencia, consideramos como simples
reflejos europeos”.7
Plantear la necesidad de una teoría propia para el estudio de la historia latinoamericana
no significa obviamente dejar de lado minimizar los aportes de los historiadores de otros
continentes. Por el contrario, se trata de incorporar sus contribuciones teóricas más relevantes,
aplicándolas de manera creadora a nuestra realidad. Lejos de nosotros la pretensión de
menospreciar siglos de investigación de la historiografía europea y sus aportes metodológicos,
sin los cuales todo intento de formular una teoría de la historia latinoamericana partiría de
cero. Sólo alertamos sobre la necesidad de no trasladar sus esquemas al estudio de nuestra
historia; apliquemos creadoramente sus aportes a la realidad americana en pos de una teoría
que dé cuenta de nuestra particular evolución.

NOTA
1
ANTOINE PELLETIER y JEAN-JACQUES GLOBOT: Materialismo histórico e historia de las civilizaciones, De. Grijalbo, México, 1975,
p.15

2
FERNAND BRAUDEL: Le monde contemporaine, Ed. Belin, París, 1963, p.143.
3
ERIC HOBSBAWM: Du féodalisme au capitalisme, en Recherches enternationales, París, nº 37, p.217.
4
SIMON RODRIGUEZ: Obras completas, Universidad “Simón Rodríguez”, Caracas, 1975, t. I, pp.66 y 288.
5
JOSE MARTI: Antología mínima, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1972,t.I , p. 244
6
JOSE CARLOS MARIATEGUI: Ideología y política, Lima, 1969, vol. XIII, p 246.
7
JOSE LUIS ROMERO: Latinoamérica, situaciones e ideologías, Ed. del Candil, Buenos Aires, 1967,pp.26 y 55

7
Capítulo II

Acerca de una epistemología


específica para el estudio de
la historia latinoamericana

Nos permitimos reflexionar sobre la necesidad de crear una epistemología


específica para la investigación de la historia latinoamericana porque las utilizadas hasta
el momento están inspiradas en el modelo europeo, creadas desde el análisis de las
sociedades industrializadas, sin tomar en cuenta las particularidades de las formaciones
asiáticas, africanas y latinoamericanas.
Más aún, estimamos que las categorías del materialismo histórico, manejadas con
un criterio eurocéntrico, deban ser recreadas a la luz de la realidad latinoamericana.
Concretamente, nos referimos a la necesidad de definir con mayor precisión las categorías
de análisis, que constituyen problemas epistemológicos graves, por su carácter de
unidades de significación, para el estudio de nuestra historia. Son conocidos los errores
cometidos por haber trasladado de modo mecanisista a nuestra realidad las categorías de
clase, Estado y cuestión nacional. En consecuencia, tenemos planteado el desafío de
generar los postulados epistemológicos específicos para enriquecer la investigación de
nuestros particulares procesos. La especificidad o tendencias generales que se han dado
en la historia de otros continentes: enfrentamientos sociales, revoluciones, períodos de
transición, etcétera.
El proceso de abstracción de la realidad, que permite el enriquecimiento de las
categorías de análisis, debe ser siempre determinado, como dice Galvano del la Volpe al
criticar las abstracciones indeterminadas.1 Ese es uno de los errores más graves cometidos
por los investigadores en general. Es necesario, entonces, superar el tipo de abstracción
indeterminada, supuestamente aplicable a cualquier sociedad, reemplazándola por
abstracciones determinadas que emanen de la propia realidad latinoamericana. Lo
concreto, decía Marx, “es la síntesis de las múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad
de lo diverso”.2

La operación cognoscitiva de lo concreto a lo abstracto y de éste a un concreto


enriquecido es, ante todo, el resultado de la contrastación de las categorías con lo real.
Mas si estas categorías son indeterminadas no habrá posibilidades de captar las
particularidades de América latina.

REDEFINICION DE LAS CATEGORIAS


DE ANALISIS EN FUNCION
DE LA ESPECIFIDAD LATINOAMERICANA

Con el fin de precisar el alcance de las categorías que pasaremos a analizar, nos
permitimos clasificarlas en dos grandes bloques: a) las categorías concretas, y b) las
categorías dialécticas de análisis, La confusión que hacen generalmente los metodólogos
sobre esta cuestión epistemológica central nos ha obligado a realizar dicha separación de
categorías, conscientes de que no están escindidas en la praxis investigativa.

A) LAS CATEGORIAS CONCRETAS

Una de las categorías concretas que es necesario redimensionar en la historia


latinoamericana es la relación sociedad-naturaleza, superando la concepción dualista

1
tradicional. Hay que replantear el concepto de Historia en la perspectiva de la
interrrelación entre el quehacer humano y la naturaleza, sin caer por supuesto en una
metafísica de la naturaleza. En rigor, existe una sola historia ininterrumpida de la
naturaleza y la humanidad a partir de la a parición del hombre, aunque ambas tengan
dinámicas internas distintas. Esta “segunda naturaleza” está socialmente medida por la
producción humana de bienes materiales, pero a su vez condiciona en importante medida
la producción por la incidencia del clima, las aguas, el régimen de lluvias y la calidad de
las tierras, es decir, la ecobase y su relación con la productividad de los recursos
naturales.
Así podríamos explicar aspectos de la historia latinoamericana, soslayados hasta
ahora, como el comportamiento de las culturas aborígenes con la naturaleza, el inicio del
deterioro ambiental provocado por la colonización hispano-lusitana el debilitamiento de
los ecosistemas a raíz de la monoproducción implantada por el capitalismo primario
exportador del siglo XIX y el posterior proceso de industrialización dependiente que ha
conducido a la crisis ecológica más grave de la historia. No es igual, entonces, estudiar la
relación sociedad-naturaleza en Europa o Estados Unidos que en América latina, donde
los recursos naturales han sido apropiados por las metrópolis. Tenemos que aplicar esta
categoría de análisis a la luz de nuestra especificidad de subcontinente colonizado en
función de la formación social capitalista mundial.
Por otra parte, la particularidad de los modos de producción que se han dado en
América latina y el Caribe obliga a precisar sus diferencias con los otros continentes.
Ante todo, es necesario aclarar el significado de la categoría modo de producción,
pues algunas corrientes, como el estructuralismo althusseriano lo consideran como
omniabarcante de todas las manifestaciones de la sociedad, confundiéndolo con la
formación social, cuando en rigor sólo tiene relación con la estructura económica, es decir
con la forma de producir con determinadas fuerzas productivas y ciertas relaciones de
producción.
América latina no atravesó por los mismos modos de producción y formaciones
sociales que Europa no tampoco por los mismos períodos de transición. El modo de
producción comunal de las culturas agroalfareras- que es importante revalorar por cuanto
algunos le niegan carácter de modo de producción basados en que esta categoría sólo es
aplicable a las sociedades de clases- y el modo de producción de las formaciones sociales
inca y azteca -que caracterizamos de comunal-tributario- fueron yugulados por un factor
exógeno: la invasión ibérica. Esta colonización no estableció un modo preponderante de
producción sino variadas relaciones de producción precapitalista y embriones
procapitalistas como el salariado minero. Por eso es fundamental precisar las
características de este período de transición que culminó en el siglo XIX en el modo de
producción capitalista, diferenciándolo de otros períodos de transición de la historia
universal.
En América latina no se dieron los mismos períodos de transición que en Europa,
donde hubo largos siglos de transición entre el modo de producción esclavista y el feudal
y entre éste y el capitalista. Nosotros hemos detectado un primer período de transición
entre el modo de producción comunal de las culturas agroalfareras y el de las formaciones
sociales inca y azteca, expresado en las culturas Olmeca, Teotihuacán, Tolteca, Maya,
Cochasquí, Mochica, Huari, Chimú, Tiahuanaco y otras, donde comenzaron las primeras
desigualdades sociales. Otro período de transición se abre, por vía exógena, con la
conquista hispano-lusitana, hasta culminar en el modo de producción capitalista de la
segunda mitad del siglo XIX, luego de pasar por lo menos por dos formaciones sociales:
la colonial y la republicana. Tenemos, pues, el desafío de redefinir en la historia
latinoamericana la especificidad de sus períodos de transición.
Esta es una problemática clave para remontar las dificultades que se nos presentan
para establecer una periodización de la historia adecuada a nuestras especificidades de
desarrollo, superando el criterio tradicional de Prehistoria, Antigüedad, Edad Media,
Moderna y contemporánea o la periodización por siglos o gobierno. “No hay en el campo

2
de la historia un problema metodológico de mayor importancia que la periodización”,
decían Lucien Febvre y Henry Berr, porque -agregaríamos nosotros- es la síntesis de los
cambios cualitativos de las formaciones sociales y los modos de producción.
La tarea de periodizar es sumamente compleja en América latina porque, al igual
que Asia y Africa, es necesario considerar la fase de colonización debe contemplar no
sólo la instancia regional, sino también la internacional, es decir, la integración de
América latina a la formación social capitalista mundial.
La periodización debe tener homogeneidad teórica y un criterio común para todas
las fases con el fin de evitar que un período sea calificado por lo económico y otro por lo
político o cultural. Nosotros preferimos utilizar como criterio común las formaciones
sociales con sus relaciones de producción y de dependencia colonial y semicolonial en el
intento de periodización, que es más que una cronología o secuencia temporal. Periodizar
la historia tomando sólo en cuenta los modos de producción podría conducir a un
reduccionismo unilateral. Por eso estimamos que la periodicidad debe englobar tanto los
modos de producción como las formaciones sociales, incluyendo sus períodos de
transición y, al mismo tiempo, las relaciones de dependencia instauradas en América
latina con la colonización ibérica y el posterior proceso de semicolonización europea y
norteamericana, como lo explicitaremos en un capítulo especial.
¿Con qué categoría global de análisis hay que investigar nuestra particular
evolución histórica? Fue una de las preguntas epistemológicas centrales que nos
formulamos en el proceso de elaboración de nuestra Historia general de América latina.
La categoría de desarrollo desigual y combinado nos permitió un primer abordaje, pero
en el transcurso de la investigación notamos que era necesario complementarla con las
categorías de articulado, específico-diferencial y multilineal, porque tomadas en su
conjunto nos podrían dar cuenta con mayor precisión de una de las tendencias generales
más importantes del desarrollo histórico.
El desarrollo desigual no sólo se ha dado en la era capitalista sino también en las
sociedades precapitalistas como puede apreciarse en indoamamérica comparando el
estadio cultural de las formaciones sociales inca y azteca con las comunidades cazadoras-
recolectoras y agroalfareras de esa misma época. El desarrollo desigual permitió a los
españoles y portugueses imponer sus formas de colonización y, ulteriormente, al
capitalismo europeo, especialmente inglés establecer las reglas del mercado internacional
a las nacientes repúblicas latinoamericanas. Durante la fase imperialista se ahondó la
diferencia entre las naciones altamente industrializadas, exportadoras de capital
financiero, y los países coloniales y semicoloniales, que “contribuyeron” con su
excedente económico al afianzamiento del capital monopólico metropolitano.
Este desarrollo desigual -ya analizado por Marx y Lenin- adquiere diversas formas
combinadas. Por eso, analizando la Rusia zarista, Trotsky insistió en un desarrollo
combinado que se expresaba en la interrelación entre las formas más modernas del
capitalismo con las relaciones de producción más retrasadas. Esta combinación
contradictoria podemos comprobarla actualmente en América latina, donde siguen
existiendo miles de talleres artesanales al lado de fábricas con las más alta tecnología y
concentración obrera.
El desarrollo desigual y combinado se registra no sólo en la economía, sino
también en la formación y evolución de las clases sociales, cuyos segmentos se
entremezclan, particularmente en el sector dominante, al compás del desarrollo capitalista
y de la disputa por la hegemonía en el bloque de poder. Esta tendencia puede apreciarse
en la propia Colonia, donde los terratenientes se hicieron mineros y la burguesía
comercial invirtió en tierras y minas. En el plano de las relaciones de producción se
combinaron formas esclavistas con serviles y hasta asalariadas embrionarias. Inclusive el
esclavismo en América latina y el Caribe fue distinto al grecorromano, al producirse en el
momento de despegue del capitalismo mercantilista y mantenerse en Cuba, Puerto Rico y
Brasil hasta fines del siglo XIX, cuando era manifiesta la preponderancia del modo de
producción capitalista. “Una formación combinada - sostiene Novack - amalgama

3
elementos derivados de distintos niveles de desarrollo social. Por lo tanto su estructura
interna es altamente contradictoria. La oposición de sus componentes no sólo imparte
inestabilidad a la formación sino que orienta su desarrollo ulterior”.3
El desarrollo desigual y combinado se refleja, asimismo, en la relación etnia-clase
y en el sincretismo de culturas en las que se combinan costumbres y creencias de
formaciones sociales anteriores con las que provienen de otras, generalmente de carácter
exógeno. Esta determinación es clara en América latina colonial, pero también puede
observarse en la penetración cultural impuesta por Europa occidental y Estados Unidos
durante los siglos XIX y XX. En todo caso, el desarrollo desigual es preexistente a
cualquier forma combinada.
A nuestro juicio, el desarrollo desigual y combinado adquiriría mayor precisión si
se lo complementara con las categorías de articulado, específico-diferenciado y
multilineal.
Introducimos el concepto de articulado porque establece una clara interrelación
recíproca entre las formas denominadas modernas y atrasadas, eliminando cualquier
apreciación de coexistencia estática o de dualismo estructural entre ellas. En la actualidad
latinoamericana se articulan variantes de economía de subsistencia indígenas y
campesinas con el mercado capitalista, como puede comprobarse en las regiones andina y
mesoaméricana. Razón tenía Rosa Luxemburgo cuando sostenía que el sector
precapitalista es funcional al sistema, remarcando la integración forzada y la
subordinación de todas las relaciones de producción al modo preponderante de
producción. El concepto de articulado permite, asimismo apreciar en toda su dimensión la
complementariedad condicionada por el régimen de dominación de clases de las diversas
relaciones de producción, tanto a nivel nacional como internacional. En síntesis, la
mundialización de la economía capitalista y su incidencia en América latina podría ser
mejor comprendida complementando lo combinado con las diversas formas de
articulación. Del mismo modo, podríamos entender mejor los fenómenos de transferencia
y aculturación que, iniciándose como exógenos, se constituyen rápidamente en elementos
activos internos de las formaciones sociales.
Estos desarrollos desiguales, articulados y combinados tienen, así mismo, un
carácter específico-diferenciado. Es fundamental analizar lo que se articula y combina en
las formaciones históricas de desarrollo desigual, pero también lo que las diferencia. No
existe unidad ni diversidad. Por eso, lo específico-diferenciado se convierte en una
categoría clave para investigar la multiplicidad de los procesos en nuestro subconsciente
indo-afro-latino
La singularidad es parte de la generalidad. No puede haber tendencias generales de
los procesos históricos sin contemplar la especifidad de las determinaciones singulares.
“No es que no haya que distinguir”, decían Pelletier y Goblot, “lo universal de lo
particular (...). Las particularidades -las condiciones, las circunstancias, el medio- no
pueden pues reducirse a la 'lógica universal' del desarrollo social, ni deducirse de ella,
pero tampoco pueden ser separadas de ella, ni serle opuestas, ni simplemente agregársele
como su complemento, como un accesorio empírico”.4
De este modo se verá más clara la singular historia de América latina,
abruptamente incorporada al sistema mercantilista mundial desde la colonización
hispano-lusitana y, posteriormente, al sistema capitalista. A su vez, entenderemos las
heterogeneidad de cada uno de los países de América latina, considerada por algunos
autores común subcontinente homogéneo.
La categoría de continuidad histórica debe ser manejada teniendo siempre en
cuenta la discontinuidad y el desarrollo desigual, articulado, combinado y específico-
diferenciado, insistiendo más en la unicidad contradictoria de los procesos concretos que
en una continuidad supuestamente lineal.
A la concepción unilinealista o unilineal de la historia hay que oponerle la real
multilinealidad de los procesos de evolución de las sociedades. Precisamente, el curso
diferente que sigue cada una de ellas es lo que determina su especificidad. El desarrollo

4
multilineal de las culturas precolombinas fue cortado drásticamente por la conquista
ibérica, pero sigue expresándose en la existencia de pueblos agroalfareros, aunque
subordinados a la sociedad global dominante.
Sin embargo, adscribirse acríticamente al concepto de multilinealidad puede
conducir a negar las tendencias generales de la historia en función de un “relativismo
histórico” abstracto. Adherirse a un evolucionismo multilineal generalizado en todos los
tiempos, incluyendo el contemporáneo, significaría soslayar la interconexión e
interdependencia de procesos que, dentro de la diversidad, aceleran la continuidad-
discontinuidad histórica. Es necesario, entonces, analizar el desarrollo de las culturas y la
pluralidad de sus líneas de evolución, criticando la concepción unilineal de la historia sin
caer en otra forma de dogmatismo que conduce, en aras de un muestrario inconexo de
evoluciones multilineales, a una forma de ininteligibilidad del proceso de unicidad
contradictorio de la historia.
Una categoría de análisis que es fundamental precisar es el tipo de capitalismo que
ha existido en América latina.
Este capitalismo no tuvo la misma génesis ni la misma configuración que el
europeo, pero eso no significa negar su existencia, como lo han pretendido ciertos
partidarios de las tesis feudalista y señorial. La categoría de capitalismo primario
exportador, que desarrollaremos en próximos capítulos, podría contribuir a una más
adecuada caracterización destinada a precisar la especificidad de nuestro capitalismo de
los siglos XIX y gran parte del XX. Con la redefinición del concepto de industrialización
en América latina, desde los obrajes textiles de la colonia y las industrias artesanales del
siglo XIX hasta el proceso de sustitución limitada de importaciones y su actual reemplazo
por las industrias de exportación de tradicionales, de acuerdo a la división internacional
del trabajo impuesta por los centros hegemónicos.
La categoría de plusvalía debe ser complementada para poder explicar la magnitud
del plustrabajo en América latina. Además de la plusvalía que se extrae al proletariado
hay que considerar también el plusproducto expropiado a millones de indígenas y
esclavos negros, así como a los huasipungueros, inquilinos, peones acasillados y otras
relaciones de producción mal definidas como feudales. Ya Marx había llamado la
atención acerca de este problema con relación al trabajo esclavo y servil bajo la fase
mercantilista, como factores de acumulación originaria de capital.
El proceso de acumulación interna en América latina durante los siglos XIX y XX
fue también específico porque, paralelamente con la expansión de la frontera interior y la
apropiación del plustrabajo proveniente de las relaciones semiserviles, existió la
explotación del proletariado agrícola y minero por nuestro particular capitalismo primario
exportador y, ulteriormente, del proletariado manufacturero. Si bienes cierto que la
plusvalía pasó en gran medida al capital monopólico internacional, la burguesía criolla
acumuló un significativo porcentaje a través de las explotaciones agropecuarias, mineras
e industriales. Llamamos la atención acerca del proceso interno de acumulación de
capital, soslayado por quienes ponen exclusivamente el acento en la fuga del excedente
hacia las metrópolis, porque es la única forma de explicarse la consolidación de la clase
dominante nativa, sus contradicciones interburguesas las variadas formas de dominación
política, sus roces con las metrópolis y sus reacomodos en las relaciones de dependencia.
La dependencia no es una teoría sino una categoría de análisis, que sirve para
explicar el período latinoamericano que se inicia con la colonización europea. Hay que
aplicarla teniendo en cuenta cada fase histórica porque no es igual la dependencia del
período colonial que la de los siglos XIX y XX. A esta categoría hay que despojarla de
la ideología de ciertos dependentólogos, superando la metodología estructural
funcionalista, el dualismo centro-periferia y las omisiones respecto del proceso de lucha
de clases en el interior de cada país. Es necesario también reestudiar otra manifestación
de la dependencia: la deuda externa, que cruza toda la historia latinoamericana a partir de
su independencia política formal, ya que el pago de sus servicios absorbió entre el 20 y el

5
50 por ciento de las exportaciones, mediatizando el proceso de desarrollo en una medida
no debidamente evaluada aún por los historiadores.
La cuestión nacional debe ser definida en relación a las especificidades de América
latina, desde la revolución anticolonial contra España. La gesta de la independencia
planteó tan claramente la cuestión nacional que llama la atención la ausencia de trabajos
teóricos sobre un tema que recién empezó a plantearse en el siglo XX, a raíz de la lucha
antiimperialista. Por lo demás, sólo fue abordado respecto de las inversiones extranjeras,
minimizando la importancia de la cuestión nacional en relación con la deuda externa y la
opresión de las nacionalidades indígenas.
La categoría de clase debe también ser aplicada en consonancia con la estructura
social de América latina. Sólo así podremos comprender la complejidad de nuestros
enfrentamientos de clase, distintos en muchos aspectos de los procesos de lucha de clases
en Europa y Estados Unidos. Esto es válido tanto para el estudio del siglo XX como del
siglo XIX, e inclusive de la Colonia, porque el origen y evolución de las clases en
América latina fue distinto al europeo. Por eso hay que redefinir a las clases sociales
durante la Colonia, mal calificadas de castas por algunos historiadores, y esclarecer el
concepto de burguesía en el siglo XIX, que no por surgir del capitalismo primario
exportador - y no industrial como el europeo - deja de ser burguesía. Cabe también
redefinir el tipo de burguesía equívocamente llamada “nacional”, en el siglo XX, como
asimismo ampliar el concepto de clase trabajadora a todos los asalariados, incluidas las
capas medias que venden su fuera de trabajo - y no sólo al proletariado - para poder
entender las diversas manifestaciones de la lucha de clases tan específica de nuestra
América.
No se trata solamente de enriquecer el concepto de clase sino de investigarlo
creadoramente con la categoría etnia-clase, problema clave para comprender nuestro
subcontinente indo-afro-latino. Sin la categoría etnia-clase, que desarrollaremos más
adelante, sería imposible entender la historia de las zonas mesoamericana y andina en lo
que atañe a las culturas indígenas y la de la región caribeña en lo referente a las etnias
negras, y sus respectivos mestizajes.
Ni qué decir de la necesidad de precisar las categorías Estado y Estado-nación, que
en América latina tienen una génesis distinta a la de Europa. La incomprensión de esta
especificidad ha conducido a negar la existencia del Estado hasta fines del siglo pasado,
porque la formación de nuestro Estado nacional no habría cumplido los requisitos del
modelo europeo. Si esta falencia es notoria respecto de la formación del Estado-nación,
más evidente es la ausencia de una conceptualización de la categoría de Estado en
relación a las formaciones sociales inca y azteca y del propio Estado durante la época
colonial, como veremos más adelante.
La política instrumentada por los Estados llamados nacionales nos plantea la
redefinición de cultura nacional. ¿Existió en América latina una verdadera cultura
nacional? Quizá hubo más bien una mezcla de manifestaciones culturales que
respondieron a diversas vertientes: unas, al patrón cultural europeo, y otras, que
expresaron formas contestatarias de afirmación autóctona, mientras los indígenas y
negros seguían desarrollando sus propios comportamientos culturales. Si bien es cierto
que la cultura predominante de una sociedad es impuesta por la ideología de la clase
dominante, sería una grave omisión histórica ignorar la contracultura contestataria de los
oprimidos y explotados expresada en su literatura, pintura, cerámica, música y danza
popular, fenómeno estudiado de manera insuficiente por nuestros historiadores del arte,
como si no tuviera incidencia en el conjunto de la formación social.
Inclusive tendríamos que redefinir las corrientes de pensamiento surgidas en
América latina. Es efectivo que muchas de ellas fueron copia del positivismo y
neotomismo europeos, pero hubo otras que se gestaron en consonancia con nuestras
especificidades, como el ideario latinoamericanista, que va desde Bolivar al Che Guevara,
el marxismo de Mariátegui, la teología de la liberación y, en menor medida, la ideología
de los movimientos populistas. El pensamiento social latinoamericano tiene, pues,

6
aspectos originales que deben ser revalorizados para poder comprender nuestros
particulares procesos de cambio.
Hay que redefinir el papel del mito en la historia latinoamericana porque
numerosas ocasiones ha actuado como fuerza motriz, tanto de los cambios progresivos
como regresivos. No nos referimos a los mitos sobre el origen de la vida y la simbología
animal, sino fundamentalmente a aquellos que han tenido repercusión en los procesos
sociales. En tal sentido, podría citarse el papel del mito incaico en las rebeliones
indígenas de la Colonia y la época republicana, en las que interesa más la fuerza social
del mito que dilucidar si efectivamente el incario fue una sociedad igualitaria. En rigor a
la verdad, el imperio incaico fue, junto al azteca, la primera sociedad de clases en
Indoamérica, pero lo que rescatan los líderes del movimiento indígena es el respeto que
tuvieron ante el uso comunitario de las tierras del ayllu y calpullis. Es mito porque
encubre parte de la verdad, pero no por ello es irreal.
Vulgarmente se estima que el mito es una especie de auto engaño, cuando en
realidad es un ideal o una aspiración activa que persigue una forma de realización
histórica. El mito es parte del pasado, pero tiene tanta vigencia y factibilidad de
concretarse que se convierte a veces en una fuerza social del presente. El pensamiento
mítico es una forma de pensamiento social que concibe proyectos presentes y futuros por
analogía con hechos relevantes del pasado, generalmente reprimidos por el sistema de
dominación.
José Carlos Mariátegui fue uno de los primeros en comprender la importancia del
mito para las luchas de clases de América latina. “Para él -dice Rafael Herrera- el mito es
algo concreto y humano. Los motivos religiosos se han desplazado de los cielos a la tierra
(...). El mito, para Mariátegui, se identifica con la fe, la voluntad y el optimismo.”5
Influido por Sorel, Mariátegui sostenía que “ el mito mueve al hombre en la historia.”6
De ahí su intento de utilizar el mito social para movilizar a los indígenas del Perú; aunque
era consciente de la imposibilidad de resurrección del llamado “ socialismo incaico” o de
un retorno a las relaciones antiguas de producción, reivindicaba las formas comunitarias
indígenas anteriores a la conquista española.
El mito social no es, pues, una cuestión abstracta y meramente mágico-religiosa,
sino que juega un papel activo en ciertas luchas sociales, que es necesario detectar a
través de investigaciones desprejuiciadas.
La religiosidad popular es otra categoría que debe ser enriquecida de acuerdo a la
praxis concreta latinoamericana. Su manejo adecuado permitiría entender muchos
procesos de lucha desde la Colonia hasta la actualidad, pasando por la Virgen de
Guadalupe en la revolución anticolonial de Hidalgo y Morelos y el sincretismo de un
indígena del siglo XX, como Quintin Lame, que utilizó en Colombia las enseñanzas
igualitarias de Jesús para luchar contra los terratenientes.
Los movimientos sociales de América latina deben ser redefinidos con su
especificidad. La relevancia que ha adquirido esta temática, a raíz de la emergencia de
movimientos sociales nuevos, como el feminismo, los derechos Humanos, el ecologismo,
y los trabajadores de la cultura, obliga al historiador a reexaminar las características de
los antiguos movimientos sociales. Aunque algunos de éstos como el movimiento obrero,
han sido objeto de acuciosos estudios falta una investigación exhaustiva de los
movimientos indígenas y campesinos a escala latinoamericana, como asimismo de las
protestas de los habitantes de los barrios pobres, desde las huelgas de los inquilinos (1907
en Argentina, 1925 en Panamá) hasta las luchas de las poblaciones o barriadas urbano-
periféricas pobres surgidas con la masiva migración campo-ciudad entre 1930 y 1980.
Falta, asimismo, una investigación global y por países de uno de los movimientos sociales
más importantes el siglo XIX: el artesanado, cuyas luchas rebasaron en más de una
ocasión las reivindicaciones gremiales al participar activamente en las revoluciones de la
década de 1850 en Bolivia, Chile, Colombia y Venezuela.
Estos movimientos se combinaron frecuentemente con las luchas regionales que
abarcaron a decenas de miles de personas. En tal sentido, es necesario también redefinir

7
la categoría de regionalismo, que adquirió características distintas a las de otros
continentes. El tema ha sido estudiado en relación a las guerras civiles del siglo XIX, pero
las protestas regionales constituyen una constante en la historia latinoamericana. Más
aún, hay un fenómeno poco estudiado: es la tendencia a la regionalización de los
movimientos sociales y políticos, desde el levantamiento de Túpac Amaru (1780), que
abarcó la zona andina, el de los comuneros de Colombia y Venezuela (1781), las guerras
de la Independencia (Bolivar por el norte y San Martín por el sur) hasta la regionalización
de los procesos en Centroamérica y el Caribe (1928 - 33), en el Cono Sur a principios de
la década de los 70 y actualmente en la región centroamericana y en le proceso de
redemocratización de Argentina, Brasil, Chile y Paraguay.
Esta tendencia forma parte del ideario latinoamericanista de unidad, categoría que
es fundamental porque constituye una fuerza motriz que viene del fondo de nuestra
historia. América latina es el único subcontinente que tiene una tradición unitaria de
lucha y vocación permanente de unidad. La historia universal no presenta un fenómeno
de esta trascendía en Asia, Africa menos Europa; sus intentos de unificar nacionalidades
fueron ejecutados sobre la base de la conquista y sometimiento de los pueblos de los
imperios egipcio, asirio, persa, griego, romano, carolingio y otomano, hasta la expansión
colonial de Europa. El único caso que pudiera aproximarse a nuestra América es el
mundo musulmán constituido a partir del siglo VII, pero su idea de unidad, basada en una
religión común, entró en crisis desde el siglo XVI aproximadamente. Asia fue escenario
de imperios formados a base del doblegamiento de culturas por parte de los Estados hindú
y chino. La posterior conquista y colonización por los imperios agravó esta falta de
unidad, aunque en un momento la revolución anticolonial permitió un acercamiento,
particularmente en las naciones del Lejano Oriente. En Europa nunca hubo una vocación
unitaria. Los intentos del imperio romano, carolingio y napoleónico estuvieron
fundamentados en una política de fuerza. En la actualidad, le CEE inicia aparentemente
un proceso en tal sentido, pero que aún no tiene una configuración definida.
Por el contrario, los pueblos latinoamericanos han mostrado - desde la época
colonial, por lo menos - una tendencia sostenida hacia la unidad, especificidad que debe
ser revaluada por su incidencia en el pasado y su proyección futura.
La participación de los movimientos sociales en la lucha política plantea la
necesidad de redefinir la categoría sujeto social en la historia latinoamericana,
considerando no sólo como factor subjetivo a los partidos políticos sino también a las
vanguardias sociales de esos movimientos, donde se entrecruzan cuestiones de clase, de
sexo y de etnia. Hay que redimensionar el concepto de lo político, no restringiéndolo a
los gobiernos y partidos sino ampliándolo a todas las manifestaciones sociales y
culturales que a menudo se politizan en el proceso de sus luchas contra el Estado y la
clase dominante. La política viene a ser el punto de condensación de la lucha de clases,
por lo cual una de las tareas del historiador es descubrir las diferentes maneras de hacer
política, tanto de los partidos como de los movimientos sociales, manejando sin ningún
reduccionismo las categorías de clase, etnia, sexo y colonialismo interno y externo.

B) LAS CATEGORIAS DIALECTICAS.

Las categorías dialécticas de análisis de mayor uso en el quehacer del historiador


son la totalidad, la contradicción, el cambio cualitativo, la unicidad, la unidad en la
diversidad, la continuidad-discontinuidad, la casualidad, la contingencia o el azar, la
necesidad, la esencia y la apariencia, la mediación, la acción recíproca, la concomitancia,
la conexión, la interrelación y otras.
La dialéctica no es una ciencia sino un método de análisis. Tampoco es el código
de las siete leyes formulado por Stalin, destinado a enchalecar la realidad en las
susodichas leyes en busca de su confirmación en la historia, para fabricar una filosofía
llamada “materialismo dialéctico”. La dialéctica es el método del materialismo histórico,
manejado no como mera “inversión” o puesta “sobre sus pies” de la dialéctica hegeliana

8
sino en ruptura epistemológica con ésta, al fundamentarse en los porfiados hechos de la
realidad.
La contradicción, por ejemplo, debe encontrarse en los procesos reales, que es
donde está. No hay contradicción sino dentro de los fenómenos “ in situ”, es decir, donde
se da la real unidad de los contrarios. De aquí que toda contradicción en la historia sea
específica. Su universalidad se expresa en lo que es propio a cada región o país. Hay que
buscar entonces en la historia latinoamericana el carácter específico de sus
contradicciones, evitando la aplicación mecánica de las contradicciones suscitadas en
Europa o Estados Unidos. Determinar el momento preciso en que las contradicciones de
una sociedad se expresan en un salto cualitativo es una de las tareas más difíciles para un
historiador.
La categoría de casualidad y, sobre todo, la controversia relación causa-efecto
deben ser manejadas con sumo cuidado para no caer en el mecanismo, especialmente en
los procesos de génesis. “ La capacidad genética de la causa - sostiene Bagú - varía
enormemente. La dinámica interna de una situación relacional, al alterarse, puede cambiar
de modo radical la magnitud de la acción de una misma causa que incida repetidas veces.
Al modificarse, asimismo, otros elementos externos - como la contigüidad, que puede ser
mayor o menor - es probable que se altera la capacidad dinámica del agente causal. Así
como no hay causas segregadas de conjuntos (un fenómeno militar o un fenómeno
financiero no existen por sí mismos), así también es absolutamente excepcional la
aparición de una cadena causal que incida sobre la situación relacional sin conexión con
otra cadena causal. Lo normal es el entrecruzamiento de varias cadenas causales.”7
El problema en la historia es interrelacionar las cadenas causales endógenas y
exógenas. Aunque todo proceso societario se desarrolla “in situ”, concurren factores
exógenos, como ocurrió con la incidencia del capitalismo en su fase superior -el
imperialismo- sobre los países latinoamericanos desde fines del siglo XIX. No se trata de
establecer de manera mecánica si la causa prioritaria es la exógena, como lo hicieron
algunos teóricos de la dependencia, sino analizar su impacto en el desarrollo interno de
cada país. En algunos casos, como el de la conquista y colonización de América latina por
España y Portugal, el factor exógeno fue determinante, pero pronto se abrió un proceso
interno que terminó con la independencia política. Descubrir la causalidad de los hechos
históricos es uno de los quehaceres centrales del investigador, porque de lo contrario la
Historia sería una descripción de sucesos inconexos, donde no se sabría el cómo y el
porqué de los acontecimientos.
La categoría de totalidad, clave para toda ciencia, en el caso de la Historia como
disciplina, adquiere una magnitud que a veces aparece como inabordable, pero es
ineludible si se quiere comprender el conjunto de las manifestaciones de la formación
social. La Historia total no consiste, como dice Vilar, en “decirlo todo sobre el todo”, sino
en decir aquello de que “ el todo depende y aquello que depende el todo”. De no
proceder así la investigación, una concepción holística abstracta impediría captar los
factores determinantes de la totalidad. Los hechos históricos tienen un carácter apariencial
hasta que no se los articula como expresiones de esa totalidad que es la formación social.
Sin embargo, no basta decir que se investiga con la categoría de totalidad. La
degeneración de este concepto- ha dicho Karel Kosik - “ha desembocado en dos
trivialidades: que todo está en conexión con todo y que el todo no es más que la suma de
las partes”.8 No se trata, como lo hacen los gentilistas, de captar las “partes” para
aprehender el “todo”, ni de confundir la totalidad, que es una categoría de análisis, con el
concepto metafísico del “todo”, sino de analizar las totalidades relativas y determinadas
de cada proceso histórico.
No hay totalidades inmóviles ni uniformes, sino variables y heterogéneas. En y
entre una formación social y otra hay discontinuidad, desigualdad, diversidad y
especificidad. Por eso, una formación social expresa la síntesis articulada de la totalidad
histórica concreta. En ella no hay elementos indiferenciados sino precisamente diferentes,
aunque articulados en la unicidad contradictoria de los procesos históricos. Sus

9
manifestaciones parciales están impregnadas de la estructura global de una sociedad
determinada: “la categoría de totalidad - afirma Lukács - no supera en modo alguno sus
momentos en una unidad indiferenciada”.9
La aplicación de la categoría de totalidad en América latina debe partir del hecho
objetivo de que nuestra historia, desde la colonización del siglo XVI hasta el presente,
está integrada a la formación social capitalista mundial. No se puede comprender la
historia colonial ni la de los siglos XIX y XX sin estudiar el mecanismo de dominación
europea y, posteriormente, norteamericana.
La categoría de totalidad debe ser aplicada no sólo a nivel mundial sino también al
contexto latinoamericano del país que se estudia. Los historiadores hacen a veces un
enfoque global de la formación social capitalista mundial, per generalmente descuidan el
análisis del contexto latinoamericano en la situación de cada país, omisión sumamente
grave que en nuestro subcontinente los procesos han adquirido un carácter regional.
La instrumentación de la categoría de totalidad no es fácil, ni siquiera dentro del
país de estudio. La interrelación de los factores económicos con los sociales, políticos y
culturales puede aparecer no tan dificultosa en el papel, pero su implementación es
compleja a la hora de procesar la información. No se trata de analizar por separado cada
uno de los aspectos de una sociedad y luego establecer las correlaciones, sino de ver
cómo esas manifestaciones son expresión de la totalidad; cómo la economía condiciona
pero, a su vez, es influida por las políticas de los gobiernos; cómo éstos y los Estados son
expresión de la clase dominante, pero en un momento del proceso adquieren una relativa
autonomía; cómo las diversas manifestaciones de la cultura no son fenómenos separados
de la economía, las clases y la política, sino la expresión del conjunto de la formación
social.
Por eso, no debe escindirse de modo unilateral la estructura de la llamada
superestructura: porque forman parte de esa misma totalidad; están íntimamente
relacionadas, interinfluenciándose recíprocamente. Por eso, la “superestructura” no es un
simple reflejo de la estructura, ni es “variable” dependiente de la estructura, considerada
arbitrariamente como “variable” independiente. Entrecomillamos “superestructura”
porque su significación es equívoca. Marx la utilizó algunas veces tomándola de la
palabra latina “ super-estructura”; otras veces empleó el término alemán “Uberbau”, que
significa la parte superior de un edificio, aunque “desde el punto de vista arquitectónico -
dice Ludovico Silva - no es propio llamar 'Uberbauo' superestructura a la parte superior
de un edificio, ya que éste es, todo él, una sola estructura”.10
La “superestructura” es parte indisoluble de la formación social, cuya “base” es la
estructura ecnómico-social, que obviamente no es un “objeto” sino el producto de entes
organizados en sociedades determinadas. Esos seres humanos son los mismos que actúan
en las manifestaciones denominadas superestructurales, de tal modo que la separación
entre estructura y superestructura es una abstracción hecha por el investigador para poder
explicar el funcionamiento totalizante de la formación social. Si bien es cierto que “en
última instancia”, decía Engels, el comportamiento de las instituciones está condicionado
por la estructura ha sido el resultado de la actividad humana; no está por encima ni es
independiente de la praxis humana.
El criterio mecanicista de que la superestructura es un mero reflejo de la estructura
ha conducido a minimizar el papel que juegan la política, el derecho, la religión los
valores y las normas de la sociedad. La política no es sólo la expresión condensada de la
economía, sino también del enfrentamiento social. El derecho codifica de manera
ostensible la relación entre las clases, como lo ha demostrado Thompson para la
Inglaterra moderna. Una historia del Derecho en América latina mostraría que esa
manifestación “superestructural”, tan subestimada por ciertos autores marxistas,
estableció una normatividad que permeó hasta nuestra vida cotidiana.
Thompson analizó también la incidencia de la normatividad moral en el conjunto
de la formación social: “Los valores no son ‘pensados’ ni ‘pronunciados’; son vividos, y
surgen en los mismos nexos de vida material y de relaciones materiales que nuestras

10
ideas. Son las necesarias normas, reglas, expectativas, etc., aprendidas (y ‘aprehendidas’
en nuestros sentimientos) en el marco del ‘habutus’ de vivir; y aprendidas en primer lugar
en el seno de la familia, en el trabajo y en el interior de la comunidad inmediata (...). Esto
no equivale a decir que los valores son independientes de la coloración de la ideología;
las cosas, evidentemente, no son así, y ¿cómo podrían serlo si la propia experiencia se
estructura según las pautas de clase? (...). Los valores, en no menos medida que las
necesidades materiales, serán siempre un ámbito de contradicciones, de lucha entre
valores y concepciones de la vida alternativa (...). El materialismo histórico y cultural no
puede explicar la ‘moralidad’ despachándola como interés de clase cubierto con un
disfraz (...). La conciencia afectiva y moral se expone en la historia y en la lucha de clases
a veces como inercia escasamente articulada (costumbre, superstición), a veces como
conflicto articulado entre sistemas de valores contrapuestos y con distintos fundamentos
de clase”.11
Una utilización de este enfoque renovador de la categoría de moralidad, aplicado a
nuestra América, permitiría comprender el papel contracultural desempeñado por la moral
indígena en oposición a la de los colonizadores, así como el papel contestatario de los
principios de clase de los trabajadores en relación a la hipocresía de la moral burguesa,
como factores activos del enfrentamiento social, sin soslayar el hecho de que la moral
predominante de una sociedad es, en definitiva, la ética impuesta por la clase dominante,
incluida la Iglesia católica, de tanta influencia en la vida cotidiana de nuestros pueblos.
Tanto el derecho como las normas de la moral y los valores de una sociedad no
son una mera expresión superestructural, sino que cruzan toda la formación social, desde
las relaciones de producción y de propiedad hasta las formas concretas de la lucha de
clases, de la política y del propio pensamiento. La “revolución de los criterios”, en el
México de fines de la década de 1920, es una muestra elocuente del papel activo que
puede jugar esa “superestructura” tan poco valorada.
El afán de encontrar estructuras en todas las manifestaciones de la sociedad ha
conducido al formalismo estructuralista a desvirtuar y relativizar la categoría marxista de
estructura, como apunta certeramente Alberto Pla.12 Los aparatos estatales o privados, los
partidos políticos, las iglesias y otras manifestaciones institucionales no forman parte de
la estructura sino que son unidades o conjuntos de esa superestructura que está
condicionada por lo socioeconómico, aunque tenga una autonomía relativa y un
funcionamiento dinámico expresado en complejas mediciones.
Por lo demás, la propia estructura económica no es homogénea ni estática, sino que
tiende a desestructurarse para dar lugar a nuevas estructuras, sobre todo en tiempos
revolucionarios de transición a otro. Cada estructura tiene su génesis: es generada, se
desarrolla y engendra otra.
El conocimiento de la estructura económico-social es básico, pero no agota el
estudio de la formación social, pues además de clases existen etnias y sexos, cultura,
política e ideología, incluyendo variadas expresiones de la cotidianidad.
La vida cotidiana condensa aspectos relevantes de esa totalidad que es la formación
social y su relación con la naturaleza, porque expresa el comportamiento de quienes
forjan tanto la estructura como la superestructura. “Es en la vida cotidiana - dice Henri
Lefebvre - donde se sitúa el núcleo racional, el centro real de la praxis.”13 En ella se
refleja crudamente la alienación humana, al mismo tiempo que da paso a formas de
desalienación y contracultura. Por eso las clases dominantes tratan de regimentar la vida
cotidiana, de planificarla y controlarla, especialmente en el sector de los explotados y
oprimidos, tanto en las pautas de consumo como en el “tiempo libre”. Procuran que lo
cotidiano sea funcional al sistema, sobre todo en la familia, donde la mujer es sujeto y
víctima de la cotidianidad. Justamente la crítica a esta cotidianidad es uno de los puntos
de partida para configurar proyectos alternativos de sociedad.
La vida cotidiana de una determinada formación social, entendida por algunos
autores como modo de vida, es capaz de sobrevivir en muchos aspectos en otros
regímenes sociales y políticos distintos, como puede apreciarse en América latina en la

11
república burguesa que reemplazará a la Colonia y en la propia república socialista de
Cuba. Incluso dentro de cada formación social pueden existir varios modos de vida, como
el de los indígenas en América latina por ejemplo, que han conservado sus costumbres
hasta la actualidad, aunque son permanentemente hostilizados y discriminados por el
modo de vida que impone la clase dominante.
El estudio del modo de vida permite analizar la praxis social y la forma como los
seres humanos actúan en el trabajo, en las relaciones familiares y de amistad, cómo
manifiestan sus emociones y sentimientos, sus necesidades e insatisfacciones, el quehacer
de los niños, jóvenes y adultos, sus fiestas, su sexualidad, en fin, las múltiples
manifestaciones de la vida urbana y rural. El riesgo del historiador es caer en el
empirismo, como le ha sucedido a ciertos colaboradores de los Annales. No se trata, pues,
de hacer una historia por separado de cada uno de los aspectos de la cotidianidad, sino de
analizar cómo inciden en el cambio en el orden conservador de una sociedad,
contribuyendo a abrir la “perspectiva de una historia total del hombre”.14 Así podría
percibirse tanto la verticalidad con la horizontalidad de las relaciones humanas como
expresiones de la totalidad.
Sólo con este concepto de totalidad concreta podremos captar la relación dialéctica
entre lo sincrónico y lo diacrónico, terminando con el criterio de que lo sincrónico es el
momento de confluencia de “las estructuras” y de que lo diacrónico sólo expresa el
transcurrir de los sucesos históricos en el tiempo, al decir de aquellos estructuralistas que
priorizan lo sincrónico. Tanto el uno como el otro son expresados por la totalidad de la
formación social. No se puede explicar lo sincrónico si no se estudia la génesis de un
proceso, su continuidad y discontinuidad. El esfuerzo de Topolsky, uno de los
historiadores de la nueva escuela de Poznan,15 por tratar de clasificar las “leyes”
históricas en tres categorías: sincrónicas, diacrónicas y sincrónico-diacrónicas, no alcanza
a hacer un corte epistemológico con el historicismo ni menos con el estructuralismo .
en rigor, tanto en lo sincrónico como en lo diacrónico se expresan la estructura y la
superestructura, y ambas pueden analizarse tanto en el nivel sincrónico como en el
diacrónico.
Por otra parte, es necesario esclarecer qué se entiende por proceso de estructura y
por proceso de coyuntura. Si bien es cierto que un proceso de estructura es aquel
relacionado con las tendencias generales de una sociedad en un tiempo relativamente
largo, y que proceso de coyuntura es el que se da en un período corto, ambos forman
parte de una misma totalidad y de esa unicidad contradictoria de la historia entre
continuidad y discontinuidad.
Por eso, nos parece arbitraria la separación que hace Braudel entre el tiempo de la
historia episódica, el tiempo de la historia coyuntural y el tiempo de la historia estructural
para las fases de corto, mediano y largo plazo respectivamente.16 No hay tres historias,
sino una historia interrumpida que transcurre en ciertos tiempos en una formación social
histórica determinada, donde cada coyuntura condensa procesos de estructura que se
venían dando desde mucho antes.
En ciertas coyunturas- sostiene Alberto Pla - se “ articulan diversas variables y se
producen hechos salientes. La coyuntura es la forma en que se manifiestan hechos
importantes (acelerados) de esos cambios profundos (...). Para entender el movimiento
histórico hay que articular por lo menos dos tiempos: el largo y el corto.”17 a veces un
proceso de coyuntura agrava la crisis de estructura, como por ejemplo la baja del precio
del petróleo en la década del 80, para los países exportadores de América latina(México,
Venezuela y Ecuador ), o permite superarla en casos de revolución social, como sucedió
en Cuba.
Lo importante para la explicación de los hechos históricos de trascendencia es
determinar cuáles son sus causas de estructura y cuáles sus cadenas causales de
coyuntura. La revolución por la Independencia de América latina, por ejemplo, se
produjo a raíz de causas de estructura, como la opresión colonial y otras contradicciones

12
que, combinadas con causas de coyuntura como la invasión napoleónica de España,
estallaron en un proceso que condujo a la revolución anticolonial.
La coyuntura precipita procesos de estructura generados desde larga data en una
formación social determinada, cambiándolos progresiva o regresivamente. En tal sentido,
una de las tareas más complejas del historiador es definir las fases o períodos de ascenso,
retroceso o estancamiento, de revolución, reforma o contrarrevolución.
Hemos puesto énfasis en el análisis de las categorías con el fin de precisar los
fundamentos epistemológicos para el estudio de América latina y el Caribe porque en
muchos historiadores existe el criterio de que la epistemología es un quehacer
especializado de los metodólogos, sociólogos y filósofos. En rigor, no puede haber
investigación sin basamento epistemológico como dice Rigoberto Lanz : no hay teoría sin
estudio epistemológico (...). Cada saber se configura según las reglas de verdad, de
acuerdo a un criterio de lo real, a partir de ciertos registros formales, acudiendo a
determinados parámetros de racionalidad. Este conjunto de elementos - incluyendo las
cuestiones de método- sintetizan el estatuto epiestemológico del discurso”.18
Nuestra epistemología es irreductiblemente opuesta a los campos metodológicos o
“epistemes” de Foucault, que más que una historia del conocimiento son una
“arqueología del saber” configurada no según la realidad sino sobre un esquema
apriorístico, meramente especulativo. En este “juego de abalorios”, al decir de Abraham
Pimstein,19 la historia debe amoldarse a la supuesta “arqueología”, convirtiéndose en un
malabarismo de palabras y representaciones. Este formalismo organiza “el saber” de
acuerdo a las respectivas “epistemes”, determinando qué es ciencia y qué es ideología.
Como cada período histórico sólo admite una “episteme”, el resto es eliminado porque
afectaría la homogeneidad de la representación foucoliana, cayendo así en una variante de
estructuralismo que no toma en cuenta para nada los hechos de la formación social.
No obstante la crítica que hacen Castels y De Ipola a las “practicas teóricas” del
estructuralismo, cometen un grueso error al decir que “la epistemología materialista
representa un aspecto del materialismo dialéctico en el dominio de la práctica
teórica”.20Sólo se puede caer en este desliz si se acepta acríticamente la existencia de un
supuesto “materialismo dialéctico”, base de una codificada filosofía marxista.
La epistemología del materialismo histórico no forma parte de ninguna filosofía,
como lo dijeron hasta el cansancio Marx y Engels. Es la caja de herramientas para tratar
de explicar de manera global la realidad, también totalizante, de las formas sociales.
Una aproximación a la teoría del conocimiento, de la cual forma parte la
epistemología, podría contribuir a un mayor esclarecimiento de esta problemática central.

ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE


TEORIA DEL CONOCIMIENTO
Y VERDAD HISTORICA

El problema de la verdad histórica polarizó durante décadas a las corrientes


absolutistas y relativistas. Mientras las primeras sostenían la posibilidad de alcanzar la
verdad absoluta, las segundas opinaban que todo conocimiento histórico era tan relativo
que no era posible alcanzar ningún tipo de verdad.
Esta última corriente terminó en el “presentismo”, es decir, estudiar la historia con
la óptica del presente. Precursor de esta concepción fue Benedetto Croce: el historiador,
quiéralo o no, proyecta su ideología al pasado, “dado que un hecho es histórico en tanto
es pensado, y ya que nada existe fuera del pensamiento, no puede tener sentido alguno la
pregunta ¿cuáles son los hechos históricos y cuáles los hechos no históricos?.”21 La
historia quedó así reducida a un idealismo subjetivo, sólo existente en el pensamiento del
investigador. La crítica de Croce a la supuesta imparcialidad de los positivistas e
historicistas de la escuela de Ranke fueron correctas, pero su concepción de que existen
tantas versiones de la historia como corrientes historiográficas lo condujo a un

13
relativismo gnoseológico. De este modo, sostiene Adam Schaff, “el subjetivismo radical y
el extremado relativismo del presentismo de Croce privan a la Historia de su estatuto
científico, que es precisamente lo que busca este autor. Cierto que ha intentado huir de
sus consecuencias destructoras de su relativismo refugiándose en la doctrina del Espíritu
absoluto, pero nada podía hallar fuera de un apéndice eclético a su subjetivismo.”22
R.G. Collingwood, H.E. Barnes y C. Becker adaptaron el relativismo crociano a las
urgencias de la política norteamericana haciendo una historia funcional y presentista,23 a
lo cual Charles Beard le adosó manifiestamente “el espíritu del partido”. La crítica de éste
a la aparente imparcialidad de Ranke es aguda, mas recae en el idealismo subjetivo al
sostener que los hechos de la historia deben ser seleccionados de acuerdo al modo de
pensar del investigador que, al fin de cuentas, es el verdadero creador del pasado. Se llega
así a poner en el mismo plano la historia real con las ideas subjetivas acerca de la historia,
que por lo demás deberían ser funcionales a los objetivos de la contemporaneidad.
En rigor, sólo existe un proceso de aproximaciones sucesivas a la verdad. La
Historia, como disciplina, avanza a través de verdades parciales y cambiantes, que se van
enriqueciendo a medida que las nuevas explicaciones y conclusiones son verificadas por
la realidad. El reconocimiento de que la verdad es relativa no significa relativismo
filosófico, para el cual lo verdadero y lo falso siempre son subjetivos, y niega así el
proceso de acumulación de conocimientos - decía Lenin en Materialismo y
empiriocriticismo- sobre el relativismo es condenarse, fatalmente bien al escepticismo
absoluto, al agnosticismo y a la sofística, bien al subjetivismo. El relativismo, como base
de la teoría del conocimiento, es no sólo el reconocimiento de la relatividad de nuestros
conocimientos, sino también la negación de toda medida o modelo objetivo, existente
independientemente del hombre, medida o modelo al que se acerca nuestro conocimiento
relativo.”
De ahí lo transitorio de cada verdad lograda: transitoriedad que dialécticamente
niega la afirmación precedente, pero apoyándose en ella. Ese caminar a la verdad no tiene
fin. No se trata de que a través de verdades parciales se llegue a la verdad llamada
absoluta, porque no hay ninguna verdad absoluta a la cual llegar, como dijera Engels: “Si
alguna vez llegare la humanidad al punto de no operar más que con verdades eternas,
habría llegado con eso al punto en el cual se habría agotado la infinitud del mundo
intelectual (...) con lo cual se habría realizado el famosísimo milagro de la finitud de lo
infinito.”24
El historiador, como todo el que incursiona en el campo del conocimiento, está
condicionado por una realidad objetiva: la formación social histórico-concreta, con su
estructura económica y de clases, y una política, un Estado y una ideología determinados,
en un momento preciso de la lucha de clases. Su obra tendrá, pues, un condicionamiento
social insoslayable.
La escuela historicista formada por Leopoldo Ranke, que influyó decisivamente a
la mayoría de los historiadores latinoamercanos hasta bien entrado el siglo XX, se
autoproclamó objetiva - según la versión positivista de la relación objeto-sujeto
investigador- en el quehacer de recolectora de datos y expositora acrítica de la hsistoria-
batalla. Sin embargo, sería una ingenuidad creer que no hacía ideología. Negarse a
interpretar la historia constituía de hecho una forma de ideología o de reforzamiento de la
ideología de la clase dominante. Ni qué decir de la ideología que transmitía el conde de
Gobineau en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853), concepción
que abrió el camino para que se identificaran razas con naciones, con el fin de justificar
las guerras de conquista. Más sutil fue el mensaje ideológico de Ratzel al sostener que el
medio geográfico, especialmente el clima, condiciona la evolución de las sociedades,
afirmación que recogió Henry Buckle para explicar los contrastes de la progresista
Inglaterra, anglosajona y de clima adecuado, con los atrasados países del Asia y Africa:
En fin, una Historia de la historiografía que explorara a fondo las motivaciones de las
obras de Spengler, Toynbee, Goetz, Berr y otros encontraría, sin duda, los contenidos
ideologizantes de sus discursos. Los de Bartolomé Mitre, Diego Barros Arana, Francisco

14
Encina, Alcides Arguedas, Mariano Paz Soldán, José Gil Fortoul y otros consagrados por
las academias nacionales de la historia de América latina son tan cristalinos que
justifican, sin mayores encubrimientos, el genocidio de millones de indígenas y negros en
aras de la ideología del progreso.
La ideología tiene una estrecha relación con la teoría del conocimiento y la verdad
histórica. La ideología como fenómeno mental de inversión de la realidad histórica. La
ideología como fenómeno mental de inversión de la realidad al servicio del quehacer de
una clase o fracciones de ella, de una posición filosófica o de partido conduce a
racionalizaciones deformadas de la realidad. Aunque es impuesta por la clase dominante
para enmascarar sus intereses, no significa que sea un mero engaño, pues por su grado de
cohesión social y vivencia es asumida por la mayoría de la sociedad, aunque rechazada
por una minoría que toma conciencia de sus alienantes proyecciones políticas y
culturales.
La ideología no es una reproducción mecánica de las relaciones de producción sino
una forma de encubrir la realidad o una especie de conciencia social - llamada “falsa” por
algunos - a través de múltiples mediaciones, como puede apreciarse en los mensajes
subliminales de los medios de comunicación de masas destinados a moldear el “hombre
unidimensional”, al decir de Marcuse. La ideología - dice Vincent- es “un fenómeno
objetivo que manifiesta cierto tipo de relaciones de los hombres entre sí y con sus
productos y se expresa en cierta configuración de la conciencia social.”25
La llamada “falsa conciencia” - que no por ser falsa deja de ser real, a tal punto que
permea la existencia de los propios oprimidos- es una de las manifestaciones
superestructurales más importantes de la formación social. “ Para el pensador dialéctico -
apunta Goldmann- las doctrinas forman parte integrante del hecho social en sí y sólo
pueden ser separadas de él por una abstracción (...).¿Cómo comprender el crédito o la
familia fuera de su génesis y cómo separar esta génesis de la evolución de las teorías
sobre la legitimidad del interés, sobre el pecado de la usura, sobre el matrimonio y sobre
la vida familiar.”26
Es errónea la contraposición que hace el althusserianismo entre ideología y ciencia
-apreciación que deriva de un criterio positivista del conocimiento- puesto que la ciencia
también puede reproducir ideologías. De ahí su íntima relación con la teoría del
conocimiento.
La ideología puede ser analizada tanto desde el punto de vista genético en cuanto a
su origen y desarrollo de clase, como por su incidencia en la praxis cognoscitiva.
Obviamente, no existe una correspondencia mecánica entre la clase a la cual pertenece el
investigador y su ideología; menos cierto aún es que cada obra o pensamiento tiene un
interés de clase. Si bien es verdad que la ideología se manifiesta abierta o
encubiertamente en los historiadores de origen burgués, no podemos dejar de señalar que
las obras históricas de numerosos militares de izquierda están recargadas de ideología,
deformando o acomodando la historia en función de la estrategia política contingente de
su partido. La polémica de la década de 1960 en América latina acerca del carácter de la
colonización y de la formación social republicana puso de manifiesto que ciertos autores
insistían en la definición feudalista con el objeto de reforzar la línea de revolución
deocratico-burguesa, antifeudal y agraria.
Otro factor que condiciona al investigador y mediatiza su quehacer es el papel que
ejerce el Estado y las propias estructuras de poder de las universidades, tanto públicas
como privadas. Es sabido que estas instituciones estimulan determinadas investigaciones
en consonancia con las necesidades de la clase dominante. A veces son los propios
investigadores los que sugieren estudios funcionales a las urgencias del Estado. Las
instituciones - dueñas de la infraestructura y del financiamiento - presionan de un modo
tal que los investigadores hacen mecanismos de autorrepresión en la selección de los
temas. La división jerárquica y vertical “que rige la institución” - anota Enrique
Florescano - concentra el uso de los recursos materiales y sociales en grupos pequeños y
poderosos, para que perpetuarse distribuyen poder y beneficios entre quienes se adhieren

15
a las políticas asumidas (...). La separación entre el sistema productivo y las otras, entre la
fabricación y el producto, procedimiento típico del trabajo intelectual, opera entonces
contra la misma capacidad del investigador para ejercer el dominio pleno de su actividad
y de las condiciones sociales y científicas que lo determinan. Mantener esta separación es
echar un velo más sobre el sistema actual, que bajo la ficción de neutralidad científica y la
pluralidad de corrientes declara la ‘ libertad del discurso’, pero monopoliza la dirección y
administración del proceso productivo.”27 Esta situación se da no sólo en los institutos de
investigación dominados por la intelectualidad burguesa, sino también en los centros
controlados por la izquierda dogmática, donde se imponen sectariamente líneas de
investigación teñidas de ideología.
Estamos en desacuerdo con Schaff cuando emplea el término ideología proletaria o
ideología científica, porque constituye una contradicción con la categoría marxista de
ideología. Menos compartimos su afirmación de que “el marxismo es una ideología” y
que la ideología proletaria “es una superación de la ‘falsa conciencia’ de la ideología
burguesa”.28 Además de confundir pensamiento proletario-revolucionario con ideología,
Schaff parece no advertir que el problema de superar la “falsa conciencia” no es un acto
voluntarista. La ideología es un fenómeno objetivo destinado a racionalizar la realidad en
función de los intereses de una clase e inclusive de sectores burocráticos emergentes en la
fase de transición al socialismo, como puede comprobarse en la ideologización de la
historia que han hecho investigadores de la Academia de Ciencias de la URSS en
consonancia con los interés de la capa burocrática de turno.
La deformación gnoseológica de la realidad histórica no es necesariamente por los
monopolizadores del poder, sino que es el producto de sofisticadas mediaciones que se
dan entre la estructura de la formación social y las múltiples manifestaciones de la
superestructura de la formación social. Es obvio que mayores deformaciones del proceso
histórico harán los ideólogos que defienden los intereses de la clase dominante que los
que luchan a favor de los explotados y oprimidos. Menos deformación de la historia del
protagonismo social femenino efectuará una teoría de la emancipación de la mujer que
un ideólogo del patriarcado.
La historia, como proceso objetivo, es analizada por el investigador, sujeto
sometido al condicionamiento de su tiempo y del estadio concreto de la lucha de clases.
Quiera que no, sus temáticas de estudio están en general motivadas por el anhelo de
encontrar las raíces de la crisis de su contemporaneidad y de su compromiso de esclarecer
ante su pueblo aquello que ha encontrado como verdad histórica verificable. Manifiéstelo
o no, el historiador trabajará en su telar con algún objetivo relacionado con su
contemporaneidad, ya sea para desmizitificar el papel de las clases dominantes o
justificarlas racionalizando sus acciones.
El sujeto-agente investigador nunca es imparcial o neutral, ni siquiera en la
elección del tema, aunque debe procurar ser lo más riguroso posible en la verificación de
sus asertos. Nadie aborda una investigación sin una concepción del mundo o una posición
política, no necesariamente partidista, y sin una teoría y un método para orientar su labor
heurística y hermenéutica.
El método - en bloque inescindible con la teoría y las categorías epistemológicas -
le permite al historiador utilizar las técnicas más funcionales para interrogar
adecuadamente los datos empíricos. Una teoría sin estudio de lo fáctico no tiene bases
sólidas, y una investigación sin teoría es una acumulación de datos sin mayor
significación.
De este modo podrá descubrir qué hay de ideología o de verdad en los documentos
oficiales de los gobiernos, parlamentos e instituciones como la Iglesia, las Fuerzas
Armadas y las asociaciones corporativas de la clase dominante latinoamericana. Nunca
olvidar que una época no debe ser juzgada solamente por la conciencia que ésta tenga de
sí misma, decía Marx en el prefacio a la Contribución a la crítica de la Economía
Política.La historia real una vez elevada al plano delpensamiento -señala Adolfo Sánchez
Vázquez- “no es ya la historia como la vivieron suspropios actores o como la viven hoy -

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ideal y retrospectivamente- quienes buscan en ella pilares ideológicos para apuntalaar
supresente (...).La historia sólo puede ser ciencia o condición de salirse de lo vivido o
deseado, es decir no quedándose en mera ideología.”29
Una de las tareas heurísticas es entonces detectar la ideología que penetra los
documentos de las instituciones, teñidos frecuentemente de autoritarismo, racismo y, a
veces, de paternalismo para buscar un mínimo de consenso destinado a justificar las
acciones de la clase dominante o de una de sus fracciones en el gobierno o en la oposición
liberal, conservadora y radical de nuestra historia latinoamericana.
Los documentos constituyen la principal prueba histórica, pero no bastan para
reconstruir el pasado porque, además de no reflejar otros aspectos de la formación social,
no son neutrales ni objetivos respecto de su contemporaneidad. Por eso el historiador, una
vez verificada su autenticidad y confiabilidad, debe confrontarlos con otras fuentes, como
pueden ser las estadísticas, sin caer en la mal denominada “historia cuantitativa”, que no
es historia sino una técnica econométrica, hoy renovada por la computación. También
puede utilizar otras fuentes, a veces menos ideologizadas, como la novela, el teatro, la
poesía gauchesca e inclusive intimista, la pintura, las artesanías, los graffitis, la letra de
las músicas populares y, para las décadas recientes, el cine, la televisión, los videos y,
sobre todo, los periódicos y revistas.
Aunque no constituyen una prueba, son testimonio invalorable para investigar la
vida cotidiana porque reflejan con mayor riqueza que los documentos oficiales las
costumbres de los pueblos. Es más de una época histórica el arte expresó sentires que no
era posible canalizar por otras vías, ya fuera por autorrepresión o por temor a represalias.
“Las obras de arte -apunta Pierre Francastel- aportan un material de información tan
preciso como cualquier otro cuando se trata de saber cómo han actuado los hombres y
cómo han juzgado en un momento preciso (...) son testigos de un tipo particular de
racionalidad.”30
A diferencia de otras disciplinas del saber en que pueden exponerse los resultados
de la investigación sin necesidad de seguir un ordenamiento temporal en el método de
exposición, el historiador debe seguir el hilo de la historia y, al mismo tiempo, explicarla.
A veces cae en una aparente discontinuidad entre descripción e intrepretación debido a
que tiene que narrar el hecho histórico y, a la vez, explicitarlo. Si a esto le sumamos la
necesidad de teorizar sobre lo interpretado, comprenderemos cuán compleja es la tarea de
combinar en la Historia, como disciplina, el método de investigación con el de
exposición. Describir interpretando y teorizando es, en suma, el difícil oficio del
historiador.

NOTAS
1
GALVANO DELLA VOLPE: Rousseau y Marx, Ed. Política, La Habana, 1965, y Clave de la dialéctica histórica, Ed.
Proteo, Buenos Aires , 1965.
2
CARLOS MARX: Elementos fundamentales para la crítica de la Economía Política (Grundrisse), Ed. Siglo XXI,
Madrid, 1972, t. I, p.21
3
GEORGE NOVACK: Para comprender la historia, Ed. Pluma, Buenos Aires, 1975, p. 124
4
ANTOINE PELLETIER y JEAN-JACQUES GOBLOT: Materialismo histórico ... op.cit., p.73.
5
RAFAEL HERRERA R.: Mariátegui y la revolución permanente, Ed. Pensamiento y acción, Lima, 1980, p. 147.
6
JOSE CARLOS MARIATEGUI: ‘’El alma matinal ‘’, en Obras Completas, Lima 1972, vol. III, p. 18.
7
SERGIO BAGU: tiempo, realidad social y conocimiento, Ed. Siglo XXI, novena edición, México, 1982, p.101.
8
KAREL KOSIK: Dialéctica de lo concreto, Ed. Grijalbo, México, 1976, p. 58.
9
GEORGE LUKACS: Historia y conciencia de clase. Ed.Grijalbo, 2da. Edición, México, 1975, p. 14
10
LUDOVICO SILVA: Teoría y práctica de la ideología, Ed.Nuestro Tiempo, México, 1975, p. 27.
11
EDWARD P. THOMPSON : Miseria de la teoría, Ed.Crítica, Barcelona, 1981, pp.268 a 270. Del mismo autor:
Tradición, revuelta y conciencia de clase, E d. Crítica, Barcelona, 1979, y La formación histórica de la clase obrera, Ed.
Laia, Barcelona, 1977.
12
ALBERT PLA: La historia y su método, E d. Fontamara, Barcelona, 1980, p. 24.
13
HENRI LEFEBVRE: La vida cotidiana en el mundo moderno, Alianza editorial, Madrid, 1972,p. 44.
14
HENRI LEFEBVRE: Más allá del estructuralismo , E d. La Pléyade, Buenos Aires, 1973, p. 126.
15
J. TOPOLSKY: Metodología de la investigación histórica, E d. Península, Barcelona, 1973.

17
16
FERNAND BRAUDEL: La historia y las ciencias sociales, Alianza editorial, Madrid 1970.
17
ALBERTO PLA: La historia... ,op. Cit., p. 35.
18
RIGOBERTO LANZ: El marxismo no es una ciencia, E d. UCV, Caracas, 1980, p. 185
19
ABRAHAM PIMSTEIN: Foucault o el jugador de abalorios, mieo, Caracas, 1981.
20
MANUEL CASTELLS y EMILIO DE IPOLA: '' prácticas epistemológicas y ciencias sociales '', en Revista
latinoamericana de Ciencias Sociales, nº 4, Santiago de Chile, 1973.
21
BENEDETTO CROCE: Teoría e historia de la historiografía, E d. Imán, Buenos Aires, 1953.
22
ADAM SCHAFF: Historia y verdad, E d. Grijalbo, México, 1974, pp. 132 y 133.
23
R. G. COLLINGWOOD :Idea de la Historia, FCE, México, 1952.
24
FEDERICO ENGELS: Anti-Dürhing, E d. Grijalbo, México, 1977, p. 204.
25
JEAN MARIE VINCENT: Fetichismo y sociedad , E d. ERA, México, 1977, p. 204
26
LUCIEN GOLDMANN: Las ciencias humanas y la filosofía, E d. Nueva Visión, Buenos Aires, 1975, p. 48.
27
En CARLOS PEREIRA y otros: Historia ¿ para qué?, E d. SigloXXI, 5ta. Edición, México, 1984, p. 23.
28
ADAM SCHAFF: Op. Cit., pp. 207 y 208.
29
ADOLFO SANCHEZ VAZQUEZ: Estructuralismo e historia. México, 1974.
30
PIERRE FRANCASTEL: ‘’Arte e Historia’’, en E. BALIBAR y otros: Hacia una nueva historia, Ed. Akal, Madrid,
1976,pp.76 y 77.

18
CAPÍTULO III

La Historia
como disciplina
del conocimiento

Uno de los principales argumentos que se esgrimen para negarle el carácter de ciencia a
la Historia - y por extensión a las disciplinas relacionadas con el estudio de las sociedades
huanas, como la Antropología, Economía, Sociología, etc.- es su imposibilidad de formular
leyes, en contraste con las ciencias naturales.
Sin embargo, las recientes investigaciones epistemológicas han demostrado que ni
siquiera las ciencias llamadas exactas están en condiciones de establecer leyes ciento por ciento
seguras. Por eso actualmente se prefiere hablar de carácter hipotéticos de las mismas o de leyes
con un alto margen de probabilidad para el conjunto de los fenómenos, aunque de limitada
aplicación a los hechos particulares. De ahí la crisis de las leyes mendelianas sobre genética y
de otras teorías sobre la física, como aquellas que conociendo la velocidad de un electrón no
pueden precisar su ubicación en un instante dado, por la indeterminación e impredecibilidad de
los procesos. Muchas de las virtudes que se le atribuían a las ciencia están cuestionadas;
formaron parte de una ideología impuesta por la clase dominante con la finalidad de convencer
de que todos los problemas de la sociedad capitalista iban a ser resueltos con el “progreso
científico”. La falencia de esta argumentación es tan manifiesta que hoy existe en el mundo más
cesantía, hambre, miseria y alienación humana que cuando se inició este siglo preñado de la
idea de progreso.
Las investigaciones “científicas” está cada día más al servicio de una economía de guerra
que amenaza con extenderse alas galaxias, llegándose a crear “departamentos de marketing para
comercializar hasta los más peligrosos ensayos (...) la conquista del espacio exterior,
considerada como uno de los ‘monumentos’ de la ciencia actual, en la cual participan los más
valiosos grupos de científicos, muestra hasta qué unto se ha ‘ militarizado’ la investigación
científica.”1
Las ciencias llamadas exactas han logrado notables avances, pero sus análisis tan
particulares han reforzado la tendencia al parcelamiento de la realidad. El proceso de
proliferación de ciencias superespecializadas es relativamente reciente; para ser más precisos
data de fines del siglo pasado. Los griegos tenían una concepción global para el estudio de la
realidad; los presocráticos, como Anaximandro y anaxágoras, explicaban la totalidad a través de
las fuentes energéticas, como la luz solar, el agua y otros elementos de la naturaleza. Platón,
Aristóteles y, más tarde, Galeno “consideraban el universo como un organismo, es decir, un
sistema armonioso y regulado a la vez según las leyes y los fines”.
“ Ellos mismos se concebían como una parte organizada del universo, una especie de
célula del universo-organismo”.2
A pesar de la contracorriente religiosa y el oscurantismo medieval, surgieron en la Baja
Edad Media investigadores de la talla de un Roger Bacon. El renacimiento italiano gestó al
hombre más integral y de pensamiento más totalizador que se haya dado en la historia de la
humanidad: Leonardo da Vinci, artista, matemático, artesano, inventor, dibujante, pintor,
escultor y un sinfín de actividades, como expresión de un genio que procuró por todos los
medios captar la globalidad del mundo de su época.
Todavía en el siglo XVII se trataba de abarcar el máximo del campo de la ciencia
conocida. Newton fue matemático, astrónomo, óptico, mecánico y químico, como muchos
científicos de su tiempo. “A consecuencia de esta universalidad- dice John Bernal- los
científicos o ‘ virtuosi’ del siglo XVII pudieron dar la imagen más unitaria de la ciencia que la
que sería posible en épocas posteriores.”3
El sistema capitalista, urgido de descubrimientos científicos para lograr un rápido
despegue, estimuló la proliferación de especialidades como la química para la industria textil, la
física y la ingeniería mecánica para el avance industrial. La ciencia aplicada databa de muchos
siglos, pero logró un auge notable en el siglo XIX con la invención del teléfono, la electricidad,
el ferrocarril y el barco a vapor. Desde el momento en que la ciencia comenzó a ser el motor
principal de los avances técnicos se fragmentó en tantas especialidades como requería el proceso
productivo. Esa es la época en que la ciencia es institucionaliza, entra por la puerta ancha de la
universidad y adquiere rango académico bajo el postulado de “ciencia pura”: “La ciencia no
consiguió transformar tanto a las universidades como éstas la transformaron a ella. El científico
fue menos un iconoclasta visionario que un sabio transmisor de una gran tradición (...): La
ciencia académica de la época dependía en último término de sus éxitos en la industria”.4 Esta
dependencia se ha acentuado en el presente siglo. El Estado y las empresas monopólicas
financian las principales investigaciones, cuyos fines no son precisamente académicos. En
síntesis, mientras más se desarrolla la sociedad industrial, más especialidades científicas alienta,
reforzando la tendencia al parcelamiento de la realidad.
La ciencia es, pues, producto de su tiempo y del régimen de dominación político que
impone una determinada división del trabajo, hecho que obliga a las epistemologías a
replantearse constantemente sus fundamentos. Cuestionar la ciencia -cada vez más
institucionalizada- no significa de ningún modo negar la necesidad de producir conocimientos
verificables y, sobre todo, socializarlos para evitar el monopolio del saber de quienes hacen uso
y abuso del conocimiento.
Rigoberto Lanz anota que “ la ciencia -hasta donde puede hablarse de ella en singular-
solo existe como continuidad dialéctica del saber. No hay ninguna fuerza inmanente
(intemporal) que funde un estatuto independiente para el devenir del saber (...). resulta
incorrecto referirse a la epistemología en singular. Esto es: no existe una epistemología situada
por encima de los modelos de análisis específicos que configuran hoy el conjunto del
pensamiento humano. Existe en todo caso un cuadro de epistemologías referidas directamente a
las matrices teóricas (marxismo, positivismo lógico, etc.). Perteneciente a la vieja tradición
academicista la creencia en una epistemología ‘científica’, es decir, colocada objetivamente al
margen de las disputas teóricas. Tal creencia proviene por lo general de un supuesto anterior: la
ciencia es una entidad suprahistórica y extraideológica que adquiere su propia dimensión en el
ámbito del saber genérico”.5
El problema, entonces, es discutir no sobre la definición de ciencia en general, sino acerca
de la naturaleza de cada disciplina del saber. No existe una ciencia sino varias, y cada una de
ellas con una epistemología, métodos y técnicas distintas. La Historia emplea una teoría y una
lógica distintas de las de las ciencia naturales porque tiene que analizar contenidos diferentes -
sociedades en permanente cambio- y, por lo tanto, laborar con una epistemología distinta.
Al terrorismo ideológico-cientificista, ejercido por quienes cada día se parecen más a
tecnólogos que a investigadores integrales pretendiendo erigirse en jueces de lo que es y no es
ciencia, hay que responderle no con la conciliación epistemológica ni con la adopción ambigua
de sus técnicas para justificarse como científicos, sino con investigaciones probadas en la
realidad y con una producción de conocimientos menos ideologizadas.
Por lo demás, no existe una ciencia social de carácter universal ya que -como hemos
dicho- sus conceptos y categorías han sido elaborados en función de las necesidades de la
sociedad europea y norteamericana, ignorando a más de las tres cuartas partes de la humanidad.
El paradigma de estas ciencias sociales eurocéntricas es lamentablemente tomado como modelo
por los investigadores del llamado “tercer mundo”: “las ciencias sociales de los países
dependientes -afirmaba Antonio Carcía- no constituyen un cuerpo autónomo sino un simple
transplante de piezas integradas a la cultura y al sistema de valores de la nación metropolitana.
La Economía, la Sociología, la Antropología y la Teoría Política se exportan desde el centro a
los países de la periferia del sistema, en procura de su identificación ideológica con la nación y
las clases en el que ejercen la hegemonía, en el nivel del sistema o en el de los países
dependientes. Estos constituyen los sutiles engranajes de una alineación que se produce a través
de la Teoría Científica que elaboran, refinan, especializan y arman con un enorme aparato
documental, los centros rectores de la nación metropolitana.”6
Hay que decirlo de una vez por todas y con todas sus letras: estas ciencias sociales tienen
un aparato conceptual inadecuado para el análisis de las formaciones asiáticas, africanas y
latinoamericanas. Su eurocentrismo les ha impedido ver las particularidades de estas
formaciones sociales y, por ende, conceptualizar a un nivel realmente universal. Un investigador
africano decía: “El dato que informa la teoría social moderna en el momento de su constitución
y de su auge no es un dato universal, sino solamente europeo y occidental”.7 No por mera ironía
preguntaba J. Needham : “¿no es también un bárbaro este europeo?.”8 El sueco G Myrdal
admite que “la Teoría Económica es en gran medida una racionalización de los intereses que
predominan en los países industrializados, en donde ella se inició y fue desarrollada más tarde”.9
El francés Jean Cheneaux llegó a reconocer que el conocimiento de otras culturas “permitiría
una cimentación realmente universal a cada una de nuestras ciencias humanas, cuyo
equipamiento conceptual y cuyos datos básicos no salían hasta ahora, y con muy pocas
excepciones, del estudio de Europa occidental”.10
Era obvio, pero pocos se atrevían a decirlo: el análisis de las clases, del Estado, de los
modos de producción, de los partidos políticos y de la vida cultural, hechos por las ciencias
sociales de Europa y Estados Unidos, no tiene un carácter universal. Tuvo que estallar la
revolución en Europa oriental, China, Vietnam y luego en el propio hemisferio occidental (Cuba
y Nicaragua) para que aparecieran en su plena desnudez las supuestas teorías sobre la
funcionalidad y el modo de controlar las anomalías.
El deseo de que las disciplinas relacionadas con el estudio de la sociedad fueran
consideradas ciencias por el mundo académico condujo a un vasto sector de investigadores
sociales a tratar de encontrar leyes que rigieran la vida de las sociedades. Esta posición,
planteada por algunos pensadores evolucionistas, fue llevada a su extremo por ciertos
dogmáticos, sediciendiente marxistas, en la era de Stalin. No obstante las reiteradas autocríticas,
todavía persisten autores de tendencia estructuralista que buscan afanosamente las susodichas
leyes para legitimar no sólo a las leyes sociales sino también al marxismo, que es algo más que
una ciencia.

¿QUE ES LA HISTORIA?

La discusión sobre si la Historia es una ciencia sólo tiene sentido en la medida que sirva
para definir su campo epiestemológico y poder así mejorar su método de análisis y sus técnicas
de investigación.11 Mientras los academicistas siguen discutiendo sobre el status científico de la
Historia, tratando de legitimar sus investigaciones mediante un sincretismo ecléctico entre teoría
y metodología, se ha producido de hecho un notable avance en el conocimiento del pasado. Lo
que interesa verdaderamente es la producción de conocimientos12 con contenidos que
contribuyan a explicar el devenir de las sociedades, mediante procedimientos verificables.
Puede haber historiadores que cumplan con los requisitos establecidos por la metodología
tradicional, per la ideología que manejan los conduce a encubrir la realidad al servicio de
proyectos pasados y presentes de la clase dominante. ¿Acaso no fueron consagradas como
verdades para las academias nacionales de la historia las conclusiones de un Barros Arana, un
Bartolomé Mitre o un Ricardo Levena? ¿Y descalificadas las obras de un Mariátegui por
cuestionar las supuestas verdades de la historiografía oficial?
Por consiguiente, lo que debe preocuparnos no es si una producción histórica es calificada
de científica por un autonombrado tribunal del saber, sino si ha sido capaz de explicar, con
pruebas los procesos de cambio de la sociedad estudiada, si ha manejado correctamente las
fuentes y las ha sometido a la crítica heurística, si ha logrado probar sus hipótesis de trabajo y
verificado sus asertos, si ha utilizado adecuadamente el método inductivo-deductivo para la
prueba histórica, si ha sacado una correcta inferencia de los procesos trascendiendo la mera
anécdota o suma de informaciones, si ha logrado relacionar con precisión los hechos en la
búsqueda de una explicación global, si ha efectuado estudios comparativos con procesos
similares ocurridos en un país analizado o en otros, si ha hecho una contribución a la
comprensión de las tendencias generales de los procesos, si ha logrado en su esfuerzo de síntesis
mostrar cómo y por qué acaecieron los fenómenos estudiados, si ha sido consecuente con la
teoría o el cuerpo epistemológico escogido y, finalmente, si su trabajo constituye un aporte
original al proceso de acumulación de conocimiento.
La Historia, como disciplina, estudia los cambios o metamorfosis de las formaciones
sociales en permanente transformación en el espacio y el tiempo. La noción de espacio y tiempo
interesa especialmente al historiador en cuanto tiene relación con la sociedad, es decir el espacio
social, el territorio ocupado por los pueblos y su relación con la naturaleza. El espacio social no
es sólo el territorio nacional sino también el internacional, tanto el mercado local como mundial,
especialmente a partir del siglo XVI, en que la historia se fue haciendo universal, y los
continentes asiático, africano y americano, cada vez más dependientes de Europa.
Respecto del tiempo, al historiador le interesa el tiempo social, es decir el período
histórico de desarrollo de cada sociedad. El tiempo cronológico es continuo, lineal, el tiempo
como desarrollo es heterogéneo, discontinuo. “La concepción althusseriana de un ‘único tiempo
de referencia continuo’, en realidad conduce a conclusiones falsas porque no establece una
distinción clara entre la incuestionable (e indispensable, pensemos en las fechas) existencia de
dicho tiempo como terreno de la historia, y su no pertenencia como principio común
organizador de las diversas medidas del desarrollo histórico (...). En lo que al materialismo
histórico insiste sobre todo es en el carácter internacional de los modos de ‘producción y en la
necesidad de integrar los tiempos de cada formación social particular en una historia general
mucho más compleja del modo de producción dominante en ellos. Los problemas teóricos y
técnicos que implica la reunión de temporalidades históricas diferenciales en un tiempo social
único son tremendas.”13
Es necesario también considerar otra dimensión del tiempo: la que tiene que ver con la
continuidad de una cultura, con la permanencia de ciertas costumbres y creencias, como es el
caso de la continuidad milenaria cultural de las etnias indígenas de la zona andina y
mesoamericana. Es un tiempo no lineal ni mensurable fácilmente como el de un gobierno.
Otra dimensión del tiempo es la intensidad, según Sergio Bagú: “Lo específicamente
humano es que su tiempo también se organiza como multiplicidad cambiante de combinaciones,
como velocidad variable de cambios. A esa dimensión del tiempo la llamamos intensidad. La
intensidad de lo social consiste en la producción y transmisión de efectos con muy variable
dinamismo (...). La riqueza de las combinaciones, la velocidad de los cambios -es decir, el
tiempo organizado como intensidad- están tejidos con decisiones, con opciones entre
posibilidades.”14
La historia, como disciplina, no relata el mero suceder de los hechos en el tiempo y en el
espacio sino que explica el cómo y el por qué de las transformaciones, sobre todo el salto
cualitativo de los cambios, cuya percepción es clave para el oficio del historiador. Analiza tanto
las situaciones como el movimiento y la dinámica de las formaciones sociales, explicando cómo
los hechos concretos se expresan en tendencias generales de la estructura a largo plazo y en
procesos de coyuntura, básicamente en el enfrentamiento de clases, que es donde se condensan
todas las manifestaciones contradictorias de las sociedades de clase.
La tarea del historiador no consiste en hacer una “historia de estructuras”, que reemplace
a la “historia de acontecimientos” como sentencian Ciro Cardoso y Héctor Pérez Brignoli,15 sino
en explicar la historia de las formaciones sociales, tanto de sus estructuras como de sus
manifestaciones individuales, políticas y culturales, puesto que lo singular -el papel del
individuo en la historia- refleja los aspectos de las determinaciones generales de la sociedad.
Lucien Goldmann apuntaba certeramente: “ una historia no podría comprender la estructura
social del imperio (napoleónico) si ignorara la intención subjetiva de sus dirigentes de borrar los
últimos recuerdos del período jacobino, de restablecer el orden social, la nobleza, la legitimidad
(...) hay que tener en cuenta tanto la coherencia humana y la fuerza creadora de los individuos
como la relación entre su conciencia individual y la realidad objetiva”.16 Similar apreciación
podríamos hacer en la historia latinoamericana sobre el papel desempeñado por Bolívar, Martí
o el Che Guevara.
La historia es, decía Pierre Vilar, “la ciencia del todo social, y no de tal o cual parte,
ciencia del fondo de los problemas sociales y no de sus formas, ciencia del tiempo y no del
instante”.17
El hecho histórico no es sólo el acontecimiento político, el dato, la anécdota o los
números de una estadística, sino el resultado de un complejo de elementos de carácter social.
Por ejemplo, el levantamiento de Túpac Amaru es un hecho histórico, al igual que la
Declaración de Independencia, porque condensan en ese momento procesos contradictorios que
se fueron incubando en la sociedad colonial. Pero el hecho histórico no es toda la historia, pues
es necesario interrelacionar los hechos para reconstruir la totalidad de la formación social.
Engels decía en carta a Bloch: “Hay innumerables fuerzas que se entrecruzan, una serie infinita
de paralelogramos de fuerza que dan origen a una resultante: el hecho histórico”.18 Es imposible
hacer Historia si no se conocen esos paralelogramos de fuerza, que están constituidos
básicamente por la estructura económico-social, el Estado, la ideología y la cultura. No se trata,
entonces, de explicar el hecho en sí, como lo hace el empirismo, sino analizar sus
interrelaciones con el conjunto de las manifestaciones societarias.
Al igual que otras disciplinas, la Historia es capaz de dar una explicación genética, que no
es mera cronología o enumeración de hechos en secuencia temporal, sino producto de la
interrelación de fenómenos que dan lugar a la génesis de un proceso. También aplica, como
otras ciencias, el método de abstracción y concretización; es decir, puede mediante la
abstracción de los fenómenos de la realidad hacer generalizaciones de procesos e inclusive la
regularidad de algunos de ellos, a contracorriente de la opinión de los pepperianos.
Sin teoría y epistemología específica no es posible jerarquizar, ordenar y seleccionarlos
hechos históricos, que ha simple vista aparecen inconexos. Dichos sucesos sólo pueden
procesarse adecuadamente si el historiador está premunido de una teoría, evitando en su rechazo
al empirismo caer en el formalismo teorizante. Por eso, Henri Pirene aconsejaba teorizar sobre
la base de un conocimiento concreto de la formación social investigadora.
Con este criterio, Marc Bloch y Lucien Febvre fundaron Annales d’ Histoire
Economique et Sociale, reactualizando las críticas a la escuela histórica rankeana que
hipervaloraba el hecho político sin buscar una explicación del mismo en la estructura social y
económica. Bloch puso de relieve la necesidad de estudiar la tecnología empleada por las
diferentes sociedades y, sobre todo, la utilización del método regresivo de análisis, es decir, la
reconstrucción del pasado, empezando la investigación por la fase de apogeo de una formación
social para poder rastrear su génesis: “Una institución como la servidumbre conviene abordarla
primeramente en su momento de plena expansión; si falta esto, nos exponemos a investigar los
gérmenes de las cosas que jamás existieron”.19 El uso de este método nos ha permitido detectar
la evolución del capitalismo primario exportador latinoamericano, retrocediendo desde el siglo
XIX hasta la Colonia, porque si hubiésemos seguido el camino inverso nos habríamos
encontrado con relaciones de producción circunstanciales que nos hubieran impedido
comprometer -como le ha pasado a quienes enfatizaron en el carácter feudal- las tendencias
principales de ese período de transición que se inaugura por vía exógena con la conquista
hispano-lusitana y culmina con la segunda mitad del siglo XIX con el predominio del modo de
producción capitalista indicado, siguiendo un proceso de desarrollo diferente al europeo.
La “Historia razonada”, inaugurada por Annales, constituyó un paso adelante en el
cuestionamiento de la historiografía tradicional, pero su campo epistemológico se ha hecho tan
difuso que, en definitiva, refuerza la tendencia a parcelar la globalidad de los procesos
históricos, poniendo el acento en aspectos económicos y sociales, escindidos a veces de lo
político y de la vida cotidiana, o viceversa, conceptualizando aspectos de ésta que no tienen
mayor relación con la totalidad.
A pesar de que los fundadores de Annales manifestaron la decisión de descubrir “series,
agrupando hechos hasta entonces separados”20, no lograron generar una teoría global para el
estudio de la formación social, ni tampoco una jerarquización de los factores que la componen.
Los fenómenos aparecen con la misma importancia en esa “historia viva”, tanto los económicos
y sociales como los políticos y culturales, sin un método coherente para interrelacionar esos
factores y señalar cuáles son los predominantes y cuáles los condicionantes.
Nadie podría desconocer la importancia de los trabajos publicados en los Annales sobre
historia rural, urbana, vida cotidiana y sociedad civil, pero detrás de ellos no hay una teoría
innovadora para el estudio de la historia. Lo que atrajo a los jóvenes investigadores fue su
“crítica de la historia tradicional y caduca, a la herencia fosilizada del historicismo
‘evélnémentielle’, y su actitud, en contrapartida, de abrir puertas y ventanas a la colaboración
con otras disciplinas vecinas, para ayudar a una renovación total de los métodos del historiador
(...). Pero los Annales no aportaron, al lado de este enriquecimiento metodológico, una
renovación teórica similar”.21
Esta deficiencia, anotada por un historiador que formó al principio en las filas de dicha
escuela, se encuentra de manera ostensible en uno de sus más destacados colaboradores:
Fernand Braudel. Su método interdisciplinario, su despliegue de conocimientos para abarcar las
diversas manifestaciones societarias deslumbra, pero no se percibe el hilo conductor que
interrelaciones los acontecimientos ni las tendencias principales de los procesos, salvo cierto
determinismo geográfico. Escribe latamente sobre historia económica, pero por falta de una
teoría no alcanza a desentrañar el funcionamiento de las tendencias centrales de la estructura y
su relación con lo social y lo político, al poner énfasis en el comercio y las curvas de precios,
omitiendo el análisis exhaustivo del proceso productivo y del destino del plusproducto.
Neopositivismo y eclesticismo vuelven a darse la mano para mediatizar el análisis dialéctico del
curso también dialéctico de la historia.

¿LEYES O TENDENCIAS DE LA HISTORIA?

La imposibilidad de establecer leyes, al estilo de las ciencias naturales, en el desarrollo de


las sociedades humanas constituye uno de los principales argumentos para negarle a la Historia
el carácter de ciencia, cuestionamiento cada día más endeble a la luz de la actual crisis de la
ciencia.
El intento de establecer leyes en la historia, con el fin de legitimar el status científico de
este quehacer, condujo a varias corrientes epistemológicas a forzar los hechos de la historia en
función de esquemas aprioristicos, generalmente de tipo ideologizante. Es conocido el callejón
sin salida al que arribó el dogmatismo cuando taxativamente estableció que, por una ley
histórica inexorable, todas las sociedades deben pasar por la secuencia comunismo “primitivo”-
esclaviso-feudalismo-capitalismo. Refiriéndose a la aplicación de este esquema la Cuba
prerrevolucionaria, Manuel Moreno Fraginals anotaba”: El libro de Historia que más se vendió
en Cuba -se editaron cerca de un millón de ejemplares- decía cosas como éstas, ya que había
que ajustar un esquema marxista a una realidad histórica: la etapa de la comunidad primitiva, ya
la tenemos resuelta; son los indios taínos que viven en Cuba. Hay esclavismo: son los esclavos
indios y los esclavos negros: Después vendrá el feudalismo, y lo solucionaron de una manera
genial: el patronato correspondería a esta etapa, ya que sirve de puente entre la esclavitud y el
movimiento asalariado. Entonces hay un feudalismo que comenzó el día 10 de enero de 1883 y
terminó el 15 de marzo de 1885. Resuelto el problema. Lógicamente, después vendrá el
capitalismo y ya tenemos escrita la historia de Cuba”.22
La concepción unilineal de la historia, planteada por el positivismo comteano, había sido
oportunamente rechazada por Marx : sus estudios sobre el capitalismo no constituían una “teoría
histórico-filosófica de la marcha general, impuesta a todos los pueblos”,23 sino un análisis
concreto de una sociedad determinada. Por eso, decía Engels: “es necesario reestudiar toda la
historia, deben examinarse en cada caso las condiciones de existencia de las diversas
formaciones sociales”;24 concepción compartida por Lenin: “no quedan en manera alguna
excluidas, sino que por el contrario, presuponen ciertas etapas peculiares de desarrollo tanto en
lo que hace a la forma como al orden de sucesión”.25
Es posible detectar regularidades en los procesos históricos como por ejemplo la lucha de
clases, siempre que se haga la salvedad de que comienza con el advenimiento de las sociedades
de clases y de que se expresa de manera multiforme en las diferentes formaciones sociales.
También puede señalarse que entre uno y otro modo de producción se producen largos períodos
de transición. Mediante el método comparativo se pueden descubrir regularidades en los
procesos revolucionarios y contrarrevolucionarios, especialmente a partir de la Revolución
Francesa y ulteriormente de la Revolución Rusa. Mientras para Hume “una regularidad es una
conexión constante (es decir repetible) entre fenómenos (observables o no, eso no importa en
esta conexión)”, para Marx “una regularidad es una conexión ‘interna’, es decir, se da entre un
fenómeno y su esencia”.26
Nuestra posición crítica a la posibilidad de establecer leyes en la Historia no significa
negar la factibilidad de detectar regularidades y tendencias generales en las sociedades, en la
economía, en la política e inclusive en la cultura. Esta posibilidad de abstraer tendencias
generales es precisamente una de las tareas fundamentales del quehacer de la Historia como
disciplina. Las tendencias generales pueden ser tanto de avance como de retroceso, progresivas
y regresivas, de ascenso y apogeo como de estancamiento y decadencia. Pueden darse a nivel
nacional como internacional.
Las tendencias generales pueden ser detectadas también mediante el estudio de los
fenómenos del presente, como lo plantea Schaff: “retrodecir”, así como se puede intentar”
predecir”, es un razonamiento “por recurrencia que ocupa un lugar de elección en el arsenal
científico que sirve al historiador para formular sus hipótesis sobre los acontecimientos
estudiados, a una especie de previsión recurrente proyectada hacia atrás sobre la historia (...). El
historiador obtiene gracias a esta retrodicción o previsión proyectada hacia atrás una hipótesis
fecunda para su investigación sobre los vestigios materiales de las antiguas culturas”.27
Esta metodología, practicada a veces sin decirlo por todo historiador comprometido con
el presente, es producto de un hecho también histórico: cada época se replantea una
reinterpretación del pasado a base de las experiencias de la lucha de clases del presente.
Las lecciones que abstrae el historiador de las experiencias de lucha de los pueblos
contemporáneos constituyen una herramienta importante para poder comprender la posible
dinámica de procesos análogos del pasado.
En determinadas esferas de la sociedad es más factible detectar tendencias generales que
en otras, como por ejemplo en economía, donde pueden abstraerse ciertas ondas tendenciales.
Los enunciados generales probabilísticos sólo tienen vigencia para períodos concretos en un
área específica de la sociedad; no sirven para ser aplicados mecánicamente a todas las
sociedades ni a todos los períodos. Siempre hay que tener presente que las tendencias generales
no constituyen toda la historia viva de una formación social, sino un intento del investigador por
entender los ejes centrales de desarrollo. No son otra cosa -decía G.Childe- que “descripciones
abreviadas del modo de realización de los cambios históricos”.28
De este modo se puede ordenar lo que en apariencia se presenta como caótico y
puramente azarístico. Significa abstraer de la evolución de las sociedades las tendencias
principales, enriqueciendo así la teoría de la historia, sin la cual no puede procesarse
adecuadamente lo fáctico.
La posibilidad de descubrir tendencias generales relevantes se da también a través del
estudio comparativo entre formaciones sociales, en lo posible de un mismo período histórico, y
ulteriormente de analogía con otras fases. Gordon Childe sostiene que los cortes consecutivos o
paralelos de distintas sociedades podrían “ser tratados como una prueba o como un ejemplo de
la historia generalizada. La comparación de los diversos cortes no permitiría descubrir la
existencia de aspectos recurrentes comunes a todos los casos examinados”.29
La historia comparada sirve, pues, para descubrir las tendencias generales de los procesos
y, al mismo tiempo, sus especificidades. Los abusos cometidos por Spengler y Toynbee en el
empleo de lo comparativo no deben ser motivo para desechar esa herramienta metodológica,
que es útil para ubicar las tendencias de avance como las de estancamiento o retroceso,
poniendo de manifiesto una de las regularidades más ostensibles de la historia: el desarrollo
multilineal de las sociedades. La Historia Comparada está en condiciones de mostrar que el
“progreso” ininterrumpido no es una ley de la historia, como pretendieron los positivistas
decimonónicos, ya que algunas sociedades involucionan y otras avanzan o son aplastadas por la
violencia de las más agresivas que, a veces, no son necesariamente las más adelantadas, como
ocurrió con los pueblos que invadieron el imperio romano. “La posibilidad de concebir teorías
comparativas -anotaba Gordon Childe- debería atraer la atención sobre un aspecto significativo
de la historia. Si la historia revela permanentemente progreso de la especie humana en conjunto,
revela asimismo el estancamiento, la decadencia y la extensión de muchas de las sociedades en
que la especie ha estado dividida o aún está dividida”.30
El método comparativo sirve para “superar la historia nacional y explicar el sentido de la
evolución”, decía Henri Pirenne. No consiste -alertaba Fustel de Coulanges- en buscar” entre
quince pueblos diversos, quince pequeños hechos, que interpretados de cierta manera concurren
a hacer un sistema. El método consiste en estudiar muchos pueblos en sus derechos, en sus
ideas, en todos sus hechos sociales, y desglosar aquello que tienen de común y diferente”.31
Consciente de los errores cometidos por el eurocentrismo en la ciencias sociales, Wright Mills
dijo: “sólo mediante estudios comparativos podemos llegar a conocerla ausencia de ciertas fases
históricas en una sociedad, lo cual es muchas veces absolutamente esencial para comprender su
forma contemporánea”.32
El método comparativo aplicado a la historia de los países latinoamericanos nos ha
permitido detectar tendencias generales, como el desarrollo desigual, articulado, combinado,
específico-diferenciado, multilineal; procesos similares de lucha de clases en sus fases
revolucionarias, reformistas y contrarrevolucionarias, con determinados mecanismos de acción
y reacción en los momentos de ascenso y retroceso social y político; variados y entremezclados
modos de producción, formas parecidas de desarrollo de nuestro particular sistema capitalista y
cambios similares en las relaciones de dependencia; procesos de industrialización temprana y
tardía y cambios discontinuos de la estructura agraria; procesos parecidos de deterioro ecológico
provocados por el tipo de capitalismo primario exportador y desarrollo industrial en función de
la formación social capitalista mundial; constantes formas de lucha nacional-antiimperialista y
agraria, que tienen la tendencia a transformarse en socialistas; impactos similares provocados
por la explosiva relación etnia-clase y la emergencia del protagonismo social de la mujer;
contradicciones entre la jerarquía eclesiástica y los cristianos de base y curas de avanzada que
aplican la religiosidad popular en la lucha social y política desde fines de la Colonia hasta la
actualidad; participación permanente de los militares en la política; crisis periódicas de las
superestructuras políticas tradicionales y recambios de carácter militar, populista,
socialdemócrata o democratacristiano; regularidades en las transformaciones relativas al Estado,
especialmente de sus funciones durante los siglos XIX y XX, regionalismo y tendencia a la
regionalización de los conflictos sociales dentro de una constante de lucha por concretar el
ideario latinoamericanista de unidad; tendencias que exponemos en detalle en los tomos de
nuestra Historia general de América Latina.
En síntesis, “distamos mucho de poseer una teoría del proceso histórico”, decía José Luis
Romero en uno de sus últimos trabajos. Esa “vida histórica” puede servir de referencia no sólo a
la Historia sin “al conjunto de las ciencias antropo-socio-culturales... Vida histórica no sólo es el
pasado sino la vida histórica viviente, que se proyecta en un flujo continuo a lo largo del tiempo
aún no transcurrido”.33 Por eso, insistía Romero, hay que precisar el sujeto histórico, analizar la
estructura histórica de cada sociedad y los pueblos que buscan su identidad.

PERIODIZACION DE LA HISTORIA
LATINOAMERICANA

Establecer una periodización adecuada es una cuestión clave para la comprensión de la


historia, porque condensa los cambios cualitativos experimentados en las formaciones sociales.
Ya lo decían Henri Berr y Lucien Febvre: “No hay en el campo de la historia un problema
metodológico de mayor importancia que el de la periodización”.34 Es fundamental porque
sintetiza las transformaciones significativas que han ocurrido en la historia, trascendiendo la
mera secuencia cronológica.
Uno de los problemas epistemológicos más complejos para intentar una periodización es
lograr una homogeneidad teórica o un criterio común para todos los períodos, evitando que uno
de ellos sea calificado por lo económico y otros por lo político o cultural.
Hemos optado por periodizar según los cambios cualitativos de las formaciones sociales,
con sus modos de producción y sus expresiones de dependencia colonial y semicolonial. Estas
relaciones de dependencia marcan nuestra historia desde la conquista ibérica hasta la actualidad.
Por eso, a partir del siglo XVI la periodización de la historia latinoamericana debe contemplar la
instancia internacional, es decir la formación social capitalista mundial a la que fuimos
integrados por el sistema de dominación colonial.
Estimamos que este criterio es más adecuado que la periodización por edades o por
sistemas de gobierno utilizada por la historiografía tradicional y más omnicomprensivo de la
totalidad social que la división orteguiana de la historia por generaciones y la spengleriana,
basada en el nacimiento, apogeo y decadencia de las civilizaciones.
También hemos dejado de lado el término Prehistoria. Para los investigadores que ponen
el acento en los hechos de la superestructura política y religiosa, que ven la historia como una
sucesión caleidoscópica de ascenso y caída de reinos, de árboles genealógicos y héroes
demiúrgicos, la “prehistoria” es una etapa pintoresca pero secundaria en la evolución de la
humanidad. La “prehistoria” es presentada como una época escindida del proceso de desarrollo
de la humanidad. El prefijo parece haber sido colocado con el fin de sugerir que la “prehistoria”
fue una etapa de preparación para la entrada en la historia. En rigor, todo es historia. Cualquier
manifestación de la actividad humana, antes o después de la escritura, constituye historia.
En el caso de América latina, es de suma importancia cuestionar el concepto de
“prehistoria”, porque se lo ha utilizado con el fin de soslayar la importancia que tuvieron las
culturas aborígenes de nuestro continente. Sin el estudio de la historia de estas culturas
aborígenes sería imposible explicar nuestra evolución, no sólo en la Colonia sino en los siglos
XIX y XX. Muchos siglos antes de la conquista hispano-portuguesa las comunidades indígenas
habían forjado su propia historia; una historia tan importante que sin su conocimiento es
imposible dar una explicación científica de la era colonial. La causa esencial de la rápida y
fructuosa colonización fue precisamente el grado de adelanto agrícola, alfarero y minero que
habían alcanzado los indígenas americanos. De no haber contado con indios expertos en el
trabajo minero resultaría inexplicable el hecho de que los españoles, sin técnicos ni personal
especializado, al comienzo de la conquista, hubieran podido descubrir y explotar los
yacimientos mineros, obteniendo en pocas décadas una extraordinaria cantidad de metales
preciosos para el proceso europeo de acumulación originaria de capital.
Los ecologistas han tratado de superar la clasificación tradicional de la historia, pero han
caído en una nueva unilateralidad, al tomar solamente en cuenta el deterioro de los ecosistemas.
Algunos, como Saint-Marc, han establecido tres grandes etapas: una, que va desde la
revolución agrícola hasta el surgimiento de la manufactura, caracterizada por la supeditación de
la economía al ritmo de las leyes naturales; otra, desde la Revolución Industrial, en que la
actividad económica escapa a las leyes de la naturaleza; y finalmente, la fase de la naturaleza,
que sería la que estamos viviendo, en la cual la escasez y fragilidad del espacio natural se han
constituido en el más dramático de los problemas para la supervivencia del hombre.
El marxismo ha superado estas clasificaciones unilaterales y, en muchos casos, sólo
basadas en análisis superestructurales, pero no ha logrado aún sistematizar una periodización de
la historia universal.
El dogmatismo sedicentemente marxista trató de encasillar la historia en modos sucesivos
de producción. El análisis hecho por Marx y Engels, en base a los modos de producción,
constituyó una revolución teórica en el campo de las ciencias sociales, pero ellos nunca
pretendieron periodizar la historia en etapas que obligadamente debían recorrer todos los
pueblos, como la pretendida secuencia comunismo “primitivo”-esclavismo-feudalismo-
capitalismo. Al referirse a la deformación del marxismo, Lenin decía que se lo ha mezclado con
el hegelianismo en forma arbitraria al pretender que “todo país debe pasar por la fase del
capitalismo (...). Ningún marxista ha visto jamás en la teoría de Marx una especie de esquema
filosófico-histórico obligatorio para todos”.35
Establecer una periodización para América latina es un problema complejo, ya que los
estudios históricos, hasta hace aproximadamente dos décadas, estuvieron signados por una
concepción de la historia fáctica, es decir, el relato de batallas, acontecimientos patrióticos,
héroes mitologizados al estilo Carlyle, hechos políticos hipertrofiados, nombres de presidentes
que se suceden en una visión caleidoscópica sin cualificación; en fin, una historiografía
tradicional, que ni siquiera tuvo las virtudes y la rigurosidad de un Ranke o un Mommsen.
El surgimiento de una nueva concepción de la historia en América latina es reciente. Se
han hecho algunos avances en el estudio global de la sociedad poniendo más énfasis en los
grandes procesos sociales y económicos. Sin embargo, la mayoría de ellos está impregnada de
una concepción “desarrollista”, en la que predomina el afán de obtener de la descripción
histórica una justificación para el modelo de industrialización y de la “moderna sociedad” en
contraposición a la “sociedad tradicional”, según palabras de Gino Germani.36
Se necesita, por consiguiente, un enfoque totalizante para esbozar una nueva
periodización de la historia latinoamericana. El problema es que toda periodización conduce a
variadas formas de unilateralidad, máxime si se trata de enfocar globalmente naturaleza y
sociedad humana. Toda periodización establece un corte cronológico, dejando la falsa impresión
de que pueblos como los indígenas dejaron de existir con la colonización española y portuguesa.
La verdad es que las culturas aborígenes no terminan con la conquista española ni durante la
represión de la República de los criollos, sino que han supervivido en un ecosistema hasta la
actualidad.
En un intento de superar la unilateralidad que conlleva en general toda periodización,
contemplamos la existencia de las siguientes formaciones sociales en la historia de América
latina:
Una primera fase de pueblos cazadores-recolectores, que se remonta a más de cincuenta
mil años, en la que es necesario analizar cómo era el medio natural antes de la aparición de los
seres humanos en el continente americano para poder entender su condicionamiento ecológico y
la forma en que se produjo su adaptación a la naturaleza.
El segundo período se inició aproximadamente unos cinco mil años a.C. con la revolución
neolítica de los pueblos agroalfareros y su modo de producción comunal. El tercero es un
período de transición entre el modo de producción comunal y las formaciones sociales inca y
azteca, proceso que se dio en las regiones mesoamericana y andina desde el primer milenio
antes de nuestra era con el surgimiento de las primeras desigualdades sociales. El cuarto se
registró también en la zona mesoamericana y andina en las formaciones sociales inca y azteca y
su modo de producción comunal-tributario.
El quinto período -la formación social colonial- se inaugura con la colonización hispano-
portuguesa, abriendo por vía exógena un período de transición que culminará en el siglo XIX en
un tipo particular de capitalismo, que hemos denominado primario-exportador.
El sexto período se inicia con la revolución anticolonial por la independencia y el
surgimiento de naciones formalmente independientes en lo político, pero descendientes del
mercado mundial (1804 - 1860), con excepción de Cuba, Puerto Rico y otras islas del Caribe
que siguieron siendo colonias, al igual que las Guayanas.
El séptimo período expresa la consolidación de la formación social capitalista primaria-
expotadora (1860 -1890). El octavo se abre con un cambio significativo en el carácter de la
dependencia al producirse la enajenación de gran parte de las riquezas nacionales y de la
soberanía de nuestros países. Por eso, lo hemos denominado formación semisolonial I en los
inicios de la fase imperialista (1890 - 1930). El noveno es la formación social semicolonial II
(de 1930 en adelante), en el que se pasa, bajo el imperio del capital monopólico internacional,
de la sociedad rural a la urbana-industrial y al agravamiento de la crisis ecológica.
Paralelamente se inicia históricamente una nueva fase con el período de transición al socialismo,
abierto con la Revolución cubana.

NOTAS
1
JOSE BALBINO LEON: ‘’La crisis científica del siglo XX y sus repercusiones en América latina’’, ponencia al II Encuentro de
Intelectuales Latinoamericanos, La Habana, diciembre 1985,pp.4 y 5.
2
GEORGES CANGUILHEM: El conocimiento de la vida, Ed. Anagrama, Madrid, 1976,p.101.
3
JOHN D. BERNAL: Historia social de la ciencia, Barcelona, 1974, t.I, p.373.
4
Ibid. T. I,pp425 y 437.
5
RIGOBERTO LANZ: El marxismo no es una ciencia, UCV, Caracas, 1980,pp.38 y 184.
6
ANTONIO GARCÍA: Hacia una teoría latinoamericana de las ciencias sociales del desarrollo, E d. La Rana y el Aguila,
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, 1972,p. 31
7
ANGUAR ABDEL-MALEK: La dialéctica social., Ed. Siglo XXI, México, 1972, p.46.
8
J. NEEDHAM: Le dialogue entre L’ Europe et l’Asie, París, 1968.
9
G. MYRDAL: teoría economía y regiones subdesarrolladas,Ed. FCE, México, 1959,p.115.
10
JEAN CHESNEAUX: Ponencia al coloquio ‘’sur les recherses des institus francais de sciences humaines en Asie’’, París, 1960
11
E.H.CARR decía: ‘’estas cuestiones de clasificación me turban menos, y no me preocupa demasiado que se me asegure que la
historia no es una ciencia’’ (¿Qué es la historia?, Ariel, sudamericana-Planeta, Buenos Aires, 1984,p.75)
12
No existe un ‘’modo de producción’’ de conocimientos análogo a los modos de producción que objetivamente se han dado en la
historia.
13
PERY ANDERSON: Teoría, política e historia, E d. Siglo XXI, Madrid, 1985, p. 83.
14
SERGIO BAGU: Tiempo, realidad social y conocimiento, Ed. Siglo XXI, novena edición, México, 1982, p. 116.
15
CIRO CARDOSO y HECTOR PEREZ-BRIGNOLI: "Dependencia y metodología de la historia en América latina’’, en Los
estudios históricos en América latina. ADHILAC, Quito, 1984,p. 39
16
LUCIEN GOLDMANN: Las ciencias humanas y la filosofía, Ed Nueva Visión, Buenos Aires, 1975, p. 19.
17
PIERRE VILAR: Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Ed. Crítica, Grijalbo, Barcelona, 1982, p. 42
18
Citado por VERE GORDON CHILDE: Teoría de la historia, Ed. La Pléyade, Buenos Aires, 1983, p. 132.
19
MARC BLOCH: Annales d’ Histoire Economique et Sociale, París, 1935, p. 16
20
LUCIEN FEBVRE: Combates por la historia, Ed. Ariel, Barcelona, 1970,p. 16.
21
JOSEP FONTANA LAZARO: ‘’ Ascenso y decadencia de la Escuela de los Annales ‘’, en E. BALIBAR; A. BARCELO y otros:
Hacia una nueva Historia, Ed. Akal, Madrid, 1976,pp. 114 y 115.
22
MANUEL MORENO FRAGINALS: La nueva historia cubana, citado por J. Fontana: Historia, análisis del pasado y proyecto
social, Ed. Crítica, Grijalbo, Barcelona, 1982,p. 223.
23
C. MARX Y F. ENGELS: ‘’ Sur les societés Précapitalistes’’, en Textos escogidos, Ed. Sociales, París, 1970, p. 351
24
C. MARX Y F. ENGELS: Epistolarios, E d. Grijalbo, México, 1971,p. 75.
25
V.I. LENIN: ‘’Nuestra Revolución’’, en Obras completas, t. XXXIII, p. 439, E d Cartago, Buenos Aires, 1969.
26
LESZEK NOWAK: ‘’La idealización: una reconstrucción de las ideas de Marx’’, en E. BAlLIBAR y otros: Teoría de la Historia,
Ed. Terra Nova, México, 1981,p. 211.
27
ADAM SCHAFF: Historia y verdad, E d. Grijalbo, México, 1974,p. 304.
28
VERE GORDON CHILDE: Teoría ...., op. Cit., p.135
29
IBID., p.103.
30
IBID,p. 109.
31
FUSTEL DE COULANGES: Questions historiques, Ed. Hachette, París, 1893.
32
WRIGHT MILLS: La imaginación sociológica, FCE, México, 1961.
33
JOSE LUIS ROMERO: La vida histórica, Sudamericana, Buenos Aires, 1988.
34
HENRI BERR y LUCIEN FEBVRE: History and historiography”, en Enciclopedia of social sciences, Nueva York, 1952, t. VII
35
V. I. LENIN : El contenido económico del popularismo, en Obras completas,1, 67 y 366, Ed, francesa, París, 1964.
36
cuando parecía haberse superado la clasificación tradicional de la historia latinoamericana en períodos que sólo tomaron en
cuenta los cambios en la superestructura política, Gino Germani propone en su libro Política y sociedad en una época de transición
seis etapas: independencia, guerras civiles, caudillismo y anarquía, autocracias unificadas, democracias representativas con
participación ‘’limitada’’ u ‘’oligárquica’’, democracias representativas con participación ampliada y democracias representativas
con participación total, periodización que soslaya los verdaderos cambios cualitativos de las formaciones sociales de América latina,
además de ser controvertible e insuficiente en la propia esfera política.
Capítulo IV

Modos de producción
y formaciones sociales
en América latina

América no atravesó por los mismos modos de producción y formaciones sociales que
Europa ni tampoco por los mismos períodos de transición entre un modo de producción y otro.
El modo de producción comunal de nuestras sociedades aborígenes y el modo de producción
comunal-tributario de las culturas inca y azteca fue cortado drásticamente por un factor
exógeno: la conquista española y portuguesa. La colonización no estableció un modo
preponderante de producción sino variadas relaciones de producción precapitalistas
(encomiendas, esclavitud, aparcería, medianería, inquilinaje, etc.) y embriones capitalistas ,
como el salariado minero, en una economía primaria exportadora, agropecuaria y minera,
integrada al mercado mundial capitalista en formación. Por eso, a nuestro juicio, la colonización
hispano-portuguesa abrió un período de transición hacia el capitalismo que se prolongó hasta la
primera mitad del siglo pasado. Dentro de ese período de transición hubo dos formaciones
sociales: la colonial y la republicana.
En el período de consolidación del modo de producción capitalista se dieron varias
formaciones sociales: una, republicana de la segunda mitad del siglo XIX, caracterizada por
mantenerse las riquezas nacionales en manos de la burguesía criolla, aunque nuestros países
seguían siendo dependientes del mercado mundial. Otra, la formación social primero inglesa y
luego norteamericana, durante el siglo XX, período en el que se da la transformación de la
sociedad rural en urbana y se inicia el proceso de industrialización dependiente.
Por otra parte, con el triunfo de la Revolución Cubana se abre en América latina la era
histórica de la transición del capitalismo al socialismo.
El tratamiento de la historia latinoamericana, tan compleja y diferente a la europea,
nostalgia a clarificar las categorías de modo de producción y la forma en que se combinan las
diferentes relaciones de producción en la formación económica. También nos parece importante
plantear la formación social como categoría teórica de la totalidad de la sociedad humana par
poder entender la dialéctica del desarrollo de las formaciones sociales historico-concretas
latinoamericanas.
De este modo aspiramos a contribuir a la discusión y elaboración de una teoría propia de
la historia latinoamericana, porque no podemos seguir recurriendo al modelo europeo para
explicar nuestra realidad. Este trasplante del esquema europeo condujo a sostener la tesis de que
América latina fue feudal desde la colonización hasta el siglo XX y que, por consiguiente, era
necesaria una revolución antifeudal, agraria y antiimperialista liberada por la burguesía
industrial y “progresista”, con el fin de realizar las tareas democrático-burguesas, estimulando el
desarrollo de la etapa que faltar por cumplir: el capitalismo.
El esclarecimiento de las categorías teóricas de modo de producción y formación social
no está alejado del acontecer político como pudiera suponer, sino que tiene un correlato político
fundamental para la elaboración de las estrategias de cambio.

MODO DE PRODUCCION

La sociedad humana está obligada a producir para asegurar subsistencia. En el proceso de


la producción son necesarios los elementos de la naturaleza (objetos de trabajo), los
instrumentos o medios de producción y el trabajador (sujeto del trabajo). Por ejemplo, para
producir telas se necesita un objeto de la naturaleza que es la materia prima, los instrumentos o
medios de producción son las máquinas, puestos en movimiento por el sujeto de la producción
constituida por hombres y mujeres.
Antes de pasar a una definición del modo de producción, es imprescindible comprender el
significado de las categorías fuerzas productivas y relaciones de producción.
Las fuerzas productivas han sido formadas con los elementos de la naturaleza, como las
materias primas, la tierra, la flora, la fauna, los suelos y el clima, que determinan en parte la
producción, por lo cual puede afirmarse que las fuerzas productivas están condicionadas en
cierta medida por la naturaleza. El concepto de fuerzas productivas se refiere, entre otras cosas,
al modo de apropiación de la naturaleza, al proceso de trabajo en que una materia prima se
transforma en producto. Las fuerzas productivas están constituidas también por los instrumentos
de trabajo (herramientas, utensilios, máquinas, etc.) o los medios de producción y la fuerza de
trabajo de los hombres que los fabrican y los ponen en movimiento. Las fuerzas productivas
expresan las interrelaciones entre los hombres, los instrumentos y la naturaleza con el fin de
producir para alimentarse y elevar sus condiciones de vida. Por eso, las fuerzas productivas no
son solamente las herramientas y las máquinas sino la manera en que se articulan todos sus
componentes con las relaciones de producción en un trabajo concreto.
Las relaciones de producción son los vínculos que se dan entre los hombres en el proceso
productivo, relación que está basada en la propiedad de los medios de producción. Así, tenemos
las relaciones de producción esclavistas establecidas entre el esclavista y los esclavos; las
feudales, entre los señores y los siervos; y las capitalistas, entre los burgueses y los obreros. Es
decir, son las relaciones que se dan entre los dueños de los medios de producción y los
trabajadores en el proceso de la producción. Las relaciones de producción determinan la
apropiación del excedente. En el régimen capitalista, la apropiación por los burgueses del
trabajo excedente se da en forma de plusvalía. En cambio, en el modo de producción comunal la
apropiación era colectiva. Precisamente, las clases sociales se originaron a partir del momento
en que un sector de la sociedad se apropió del excedente o de una parte de él, proceso que
condujo a la propiedad privada de los medios de producción.
Ahora, podemos pasar a una definición del modo de producción, corriendo todos los
riesgos del esquematismo. Se entiende por modo de producción la interrelación dialéctica entre
las fuerzas productivas y las relaciones de producción en el proceso productivo. Esto se da
como un todo y sus componentes no se pueden escindir. Como decía Marx en La miseria de la
filosofía: “ Las relaciones sociales están íntimamente vinculadas a las fuerzas productivas. “Lo
fundamental es la articulación en el proceso de producción de las fuerzas productivas y de las
relaciones de producción. Por eso, nos parece fútil el esfuerzo de algunos marxistas por
establecer la prioridad de unas sobre otras, como es el caso de Hindess y Hirst, para quienes las
relaciones de producción son “el elemento primario del concepto de modo de producción”.1 Por
lo demás, en ningún modo de producción, ni siquiera en el más consolidado, las relaciones de
producción son totalmente homogéneas, aunque una de ellas sea la preponderante.
Se ha dicho que las relaciones de producción corresponden al desarrollo de las fuerzas
productivas y que en un momento del conflicto de clases las fuerzas entran en contradicción con
las relaciones de producción, dando lugar al cambio social revolucionario. Mandel sostiene que
“si bien es cierto que hay correspondencia general entre el grado de desarrollo de las fuerzas
productivas y las relaciones sociales de producción, hay que afirmar que esta correspondencia
no es ni absoluta ni permanente. Puede producirse entre desarrollo de las fuerzas productivas y
relaciones de producción una doble desarticulación. Relaciones de producción determinadas
pueden convertirse en freno para el desarrollo de las fuerzas productivas: es el signo más claro
de que una forma social dada está condenada a desaparecer. Al contrario, nuevas relaciones de
producción, que son el resultado de una revolución social, pueden resultar adelantadas con
relación al grado de desarrollo de las fuerzas productivas de un país determinado. Este fue el
caso de la revolución burguesa que resultó victoriosa durante el siglo XVI en los Países Bajos y
de la victoriosa Revolución Socialista de octubre de 1917 en Rusia (...): Más bien que concebir
su interrelación como una correspondencia mecánica, habría que considerar que es la dialéctica
entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales la que determina en su mayor parte la
sucesión de las grandes épocas de la historia (...). La articulación entre la dialéctica y la lucha de
clases es evidente”.2
esta referencia a la lucha de las clases nos parece relevante para salirle al paso a un cierto
dogmatismo que insiste en establecer una correlación mecánica entre el desarrollo de las fuerzas
productivas y el estallido de la revolución. El triunfo de la revolución socialista en los países
semicoloniales -desde la URSS hasta Cuba, pasando por China, Corea del Norte y Vietnam-
demuestra que el nivel de la lucha de clases es determinante, no el grado de desarrollo de las
fuerzas productivas. Porque en definitiva, la lucha de clases es laque pone de manifiesto las
contradicciones en y entre los modos de producción que coexisten en la formación social.
Algunos autores, como Althusser, han tergiversado el concepto de modo de producción.
Su discípula, Marta Harnecker, llega a decir que el modo de producción “es un concepto teórico
y se refiere a la totalidad social-global, es decir, tanto a la estructura económica como a los otros
niveles de la totalidad social: jurídico-político e ideológico (...) todo modo de producción está
constituido por :1) estructura global, formada por tres estructuras regionales: estructura
económica, estructura jurídico-política (leyes, Estado, etc.), estructura ideológica (ideas,
costumbres, etc.), y 2) en esta estructura global, una de las estructuras regionales domina a las
otras.”3
esta interpretación del significado del modo de producción es claramente estructuralistas.
El modo de producción -interrelación entre las fuerzas productivas y las relaciones de
producción- se refiere estrictamente a la estructura económica de la sociedad. Precisamente, la
combinación de los diversos modos de producción constituye la formación económica. Por
consiguiente, es un error de las corrientes estructuralistas considerar la noción de
superestructura -política, Estado, ideología, etc.- como parte intrínseca del modo de producción,
aunque es obvio que un modo preponderante de producción siempre está condicionado el
desarrollo de la superestructura. El modo de producción no abarca la totalidad de las
manifestaciones de la sociedad. Harnecker confunde modo de producción con formación social.
Es sabido que los períodos de transición transcurren entre un modo de producción y otro.
Así, se han producido períodos de transición entre el modo de producción comunal y el
esclavista, entre el esclavismo y el feudalismo, entre el feudalismo y el capitalista y entre el
capitalismo y el socialismo. Esta secuencia de períodos de transición no se dio en la historia
latinoamericana, ni en la asiática y africana, aunque parcialmente se hayan registrado algunos de
ellos.
Una de las características de los períodos de transición es que son tanto o más
prolongados que en las fases de apogeo de los modos de producción. Entre el modo de
producción comunal y el esclavista transcurrieron unos cincuenta siglos. En este período se
dieron formaciones económica diversas, que Marx designó con el nombre de “forma antigua”,
“germánica”, “esclava”, y también el “modo de producción asiático”, caracterizado por un
embrión de Estado que no había cortado el cordón umbilical con la propiedad comunal.
Entre el modo de producción esclavista y el feudal transcurrió otro período de transición
de aproximadamente cinco siglos: desde el siglo III, en que entra en crisis el régimen esclavista
del imperio romano, hasta el siglo VIII, en que decanta el modo de producción feudal. Esta
periodización es válida sólo para Europa occidental. Entre el feudalismo europeo y el
capitalismo media un período de transición que dura unos cinco siglos, desde la crisis del
régimen feudal en le siglo XIII hasta la maduración del modo de producción capitalista en el
siglo XVIII.
Este análisis sobre la prolongada duración de los períodos de transición no significa hacer
la prognosis de que entre el capitalismo y el socialismo habrá un período de transición de siglos,
como han afirmado algunos autores.
La transición no es e resultado de una evolución lineal no homogénea de uno de los
modos de producción, que coexiste con otros, sino de las contradicciones sociales que hacen
emerger de manera preponderante uno de ellos.
Si bien es cierto que “no hay una teoría general de la transición”, al decir de Etienne
Balibar, creemos que es posible detectar tendencias generales en determinados períodos de
transición, comparando cómo se produjeron en distintas regiones en la misma fase histórica.
También es posible comprobar sus especificidades, como la de España respecto de Inglaterra y
Francia en la transición del feudalismo al capitalismo.
La fase de transición se caracteriza por la coexistencia de varios modos de producción,
sin que ninguno de ellos tenga una preponderancia decisiva, aunque ya comienzan a
configurarse las tendencias que determinarán el salto cualitativo a un modo preponderante de
producción. Precisamente, la transición es un proceso hacia un nuevo modo de producción. En
la fase de transición comienzan a reemplazarse las antiguas relaciones de producción por otras
que apuntan a un nuevo modo de producción. Pero las anteriores relaciones de producción se
resisten al cambio y entran en contradicción con el desarrollo de las fuerzas productivas. En los
períodos de transición -dice Mandel- “las relaciones de producción híbridas no son estructuras
que se autorreproducen de un modo más o menos automático. Pueden conducir, bien a la
restauración de la antigua sociedad, bien al advenimiento de un nuevo modo de producción”.4
A nuestro juicio, sólo la categoría de formación social puede arrojar luz sobre los
períodos de transición, porque la formación social incluye los diversos modos de producción.
Tentativamente, sostenemos que los períodos de transición corresponden a formaciones sociales
distintas, es decir, en cada período de transición se pueden dar una o varias formaciones
sociales. Asimismo, dentro de cada modo de producción pueden sucederse diferentes
formaciones sociales, por ejemplo: el modo de producción capitalista europeo se dio una
deformación social distinta en el siglo pasado a las que se produjo durante el presente siglo, bajo
el dominio del capital monopólico.
El análisis de la historia hecho por Marx en base a los modos de producción constituyó
una revolución teórica en el campo de las ciencias sociales. La existencia de los modos de
producción comunal, esclavista, feudal y capitalista no fueron para él “etapas” que
obligadamente debían pasar todos lo pueblos. A lo sumo esa secuencia de fases históricas se
registra solamente en las sociedades de Europa occidental; ni siquiera se aprecia en los Estados
Unidos de Norteamérica.

FORMACION SOCIAL

Para la mayoría de los autores, la formación social no es una categoría teórica, como lo
es el modo de producción, sino una realidad histórico-concreta. El modo de producción sería el
nivel teórico, y la formación social el aspecto empírico. Suret-Canales afirma que el modo de
producción es una noción teórica y la formación social “una noción descriptiva, indicadora, que
se refiere a un tipo de sociedad determinada”.5
A nuestro juicio, la formación social es también una categoría teórica porque permite
comprender la totalidad de la sociedad, la interinfluencia entre las llamadas estructura y
superestructura. Sólo a la luz de la categoría teórica de formación social se pueden explicar las
tendencias sociales, políticas, ideológicas, sobretodo, la lucha de clases, que es lo medular del
materialismo histórico. Y si no, ¿con qué categoría teórica analizaremos la totalidad de la
sociedad? La formación social, considerada como categoría teórica, podría contribuir al estudio
de problemas poco analizados, como la explotación de la mujer, las mediaciones entre la
estructura y la superestructura, las contradicciones interburguesas e intra partidos, las nuevas
funciones asumidas por el Estado capitalista contemporáneo, las tendencias de la lucha de clases
y de las principales revoluciones. Para analizar estos problemas no basta con la categoría
teórica de modo de producción.
En síntesis, para muchos autores la formación social es solamente una sociedad histórica
determinada. Para nosotros es una categoría teórica que permite analizar de manera totalizante
la sociedad, incluidas las formaciones sociales histórico-concretas.

FORMACION ECONOMICA
Y FORMACION SOCIAL
Otro error corriente es confundir formación económica con formación social. La primera
se refiere a la estructura y ala combinación social. La primera se refiere a la estructura y a la
combinación de modos de producción. En cambio, formación social es una categoría teórica que
sirve para investigar la sociedad global, incluida la formación económica.
Texier ha señalado correctamente que “el concepto de formación económica de la
sociedad no se identifica con el modo de producción, precisamente porque en una formación
económica coexisten varios modos de producción”6. Es decir, la formación económica es el
conjunto de relaciones de producción o la estructura de base de una sociedad determinada.
El concepto de formación económica está condensado por Marx en la Introducción
general a la Crítica de la economía política: “en todas las formas de sociedad existe una
determinada producción que asigna a todas las obras su determinado rango e influencia”. En la
formación económica pueden existir diferentes modos de producción, pero uno es el
predominante, salvo en los períodos de transición. Por ejemplo, en la Edad Media predominaba
el modo de producción feudal, pero existían otras relaciones de producción, como la esclavitud
y los colonos y terrazgueros más o menos libres.
La polémica entre Luporini y Sereni aclara las diferencias entre formación económica y
formación social. Luporini pone énfasis en la formación económica, dominada por un modo de
producción, mientras que Sereni considera la formación social como la categoría que engloba la
totalidad de la sociedad. Luporini manifiesta que “la especificidad misma de una determinada
formación social se define sólo en base a la especificidad de la formación económica que
incluya”.7
Por su parte, Sereni se apoya en una cita del libro de Lenin ¿Quiénes son los amigos del
pueblo? (1894), en la que se destaca a la formación social como una categoría fundamental del
materialismo histórico. Acaso -dice Sereni- “¿no está claro que un término como formación
social (o de la sociedad) lejos de estar confinado a la esfera económica representa la totalidad de
la vida social, en la unidad de todas las esferas, en la continuidad y, al mismo tiempo, en la
discontinuidad de su desarrollo histórico?”.8 Polemizando con otros autores, manifiesta: “si
alguien quisiera reducir la noción de formación social a la base económica nos encontraríamos
frente a la incongruencia de una ‘base’ de la base”.9
la rehabilitación hecha por Sereni de la formación social como categoría teórica, “le fija a
la ciencia histórica su objeto: la unidad del todo social, en su funcionamiento y su proceso”.10
El concepto teórico de formación social permite analizar globalmente la totalidad y
unidad contradictoria de la sociedad, cuyo basamento es el modo de producción preponderante
y la formación económica. Sólo la categoría teórica de formación social puede explicar
cabalmente la interrelación entre estructura y superestructura y develar la interpretación en la
globalidad societaria de lo económico, social, político y cultural. Creemos que no es
conveniente seguir utilizando la expresión formación económico-social (FES) sino solamente
formación económica, como parte de la formación social, en lo que se refiere a la combinación
y articulación de diferentes relaciones de producción.
La categoría teórica de formación social es fundamental para develar las características
generales y las tendencias de la estructura social, de la vida cotidiana, de los procesos
revolucionarios, de los períodos de derrota y ascenso del movimiento obrero, de la evolución de
los partidos, de las nuevas funciones que ha asumido el Estado, de las diversas manifestaciones
culturales, de los problemas de etnia y religión que se cruzan con la lucha de clases, de las
diferentes ideologías y de otras expresiones superestructurales. En fin, con la formación social,
como categoría teórica, se puede lograr una teoría más acabada de la lucha de clases, una teoría
política de las revoluciones y de otros problemas relevantes que requieren de un tratamiento más
riguroso y antidogmático.

FORMACION SOCIAL
HISTORICO-CONCRETA
La formación social como categoría teórica contribuye a investigar las formaciones
sociales concretas, a estudiar una formación social de un período histórico determinado. En esa
dialéctica de lo concreto a lo abstracto y de lo abstracto a lo concreto, el estudio de una
formación social histórica determinada enriquece la categoría teórica de formación social. Si a
través de la abstracción teórica que es el modo de producción podemos analizar el proceso del
capitalismo y otros sistemas, del mismo modo la categoría teórica de formación social nos
permite investigar con mejores herramientas las diversas formaciones sociales histórico-
concretas.
Un problema bastante complejo para el estudio de la formación social latinoamericana es
que a partir de la colonización española pasó a formar parte de una formación social más
amplia: la formación social capitalista mundial.

MODOS DE PRODUCCIÓN EN AMERICA LATINA.

Los primeros habitantes de América llegaron probablemente del Asia hace unos cien
millones de años pasando por el estrecho de Behring hacia Alaska. De allí bajaron hasta
América Central y del Sur. Estos pueblos recolectores, pescadores y cazadores no alcanzaron a
contra un modo de producción, pero crearon instrumentos y herramientas. Si bien es cierto que
no se organizaron para la producción sino para la recolección, no puede desconocerse que
hacían un trabajo, especialmente en lo relacionado con la caza mayor. Tenían también, un tipo
desorganización social para la pesca y la fabricación conjunta de utensilios, sobre todo en la fase
de semisedentarización. La caza mayor era un trabajo colectivo que involucraba al conjunto de
la horda, generando una embrionaria división de tareas.11 Esta organización social para el
trabajo y, sobre todo, la fabricación de herramientas de significativa tecnología -que de hecho
son instrumentos de producción- obliga a reflexionar acerca de la forma de producir de estos
pueblos, calificados ligeramente de meros recolectores, en esta era de la integración del hombre
a la naturaleza.

MODO DE PRODUCCION COMUNAL

Los pueblos agroalfareros indoamericanos generaron hacia el año 5000 a. C. un modo de


producción comunal que se basaba en una relación de producción y distribución colectivas
donde no existían explotadores no explotados y en unas fuerzas productivas fundamentadas en
la agricultura y en instrumentos para el trabajo en la alfarería y la elaboración de los metales.
El trabajo daba un valor que se expresaba en valores de uso. No existían la propiedad
privada ni las clases sociales. El hecho de que no existiera Estado no significaba falta de
organización y planificación embrionaria. Había una organización para la producción alfarera y
minera, para la siembra, la cosecha y, sobre todo, el regadío artificial.
Los avances más importantes del modo de producción comunal se registraron en la
agricultura, la domesticación de animales, la alfarería y la elaboración de los metales.12 La
agricultura facilitó la producción regular de alimentos. La alfarería fue una especie de
revolución industrial para los pueblos aborígenes, ya que por primera vez se fabricaban objetos
mediante procedimientos químicos: ollas, vasijas, jarros, etcétera. La tecnología de los indígenas
alcanzó su más alta expresión en la elaboración de los metales. Llegaron a conocer todas las
aleaciones y dominar las técnicas de martilleo, repujado y vaciado de mentales con una
tecnología propia tan avanzada como la de los europeos del siglo XV, que detallaremos en el
capítulo XI.
Según algunos autores, este régimen estaba basado en el matriarcado, aunque los
antropólogos modernos prefieren hablar de descendencia matrilineal. El destacado papel de la
mujer derivó de la importante función pública que desempeñaba, por cuanto ella era la que
cultivaba la tierra junto al hombre y trabajaba la alfarería y el telar.13
Lévi-Strauss sostiene en Antropología cultural que las comunidades agrícolas aborígenes
no tenían un modo de producción porque estos solamente se dan en las sociedades de clases.
Asimismo, la mayoría de los autores marxistas afirman que estos pueblos de tuvieron un modo
de producción, aferrándose a una clasificación hecha por Marx en la Crítica de la Economía
Política, donde solamente se citan los modos de producción asiático, antiguo (esclavista), feudal
y burgués (capitalista). Sin la intención de entrar a una exégesis de las obras de Marx, creemos
que su clasificación de los modos de producción -adelantada en la Crítica- debe
complementarse con un texto inédito en la vida de Marx y que hace pocas décadas se ha editado
con el nombre de Formaciones que preceden a la producción capitalista. En este trabajo, Marx
sostiene: “La entidad comunitaria tribal, la entidad comunitaria natural no aparece como
resultado, sino como supuesto de la apropiación colectiva (temporal) del suelo y de su
utilización .... Una condición natural de producción para el individuo viviente es su pertenencia
a una sociedad natural, tribu, etcétera. Esta es ya condición, por ejemplo, para su lenguaje,
etcétera. Su propia existencia productiva se da sólo bajo esa condición (...). El individuo nunca
se convierte en propietario sino sólo en poseedor (...). En tanto la existencia del productor
aparece como una existencia dentro de las condiciones objetivas a él pertenecientes, sólo se
efectiviza a través de la producción (...). Cuanto más tradicional el modo de producción mismo -
y éste perdura largamente en la agricultura, más largamente aún en la combinación oriental de la
agricultura y la manufactura- es decir, cuánto más permanece igual a sí mismo el proceso
efectivo de la apropiación, tanto más constantes son las antiguas formas de propiedad y con ello
la entidad comunitaria en general (...). (La unidad comunitaria) tiene su realidad viviente en un
modo determinado de la producción misma, un modo que aparece tanto como comportamiento
de los individuos entre sí cuanto como comportamiento activo determinado de ellos con la
naturaleza inorgánica, modo de trabajo determinado (el cual es siempre trabajo familiar, a
menudo trabajo comunitario). Como primera gran fuerza de producción se presenta la
comunidad misma, según el tipo particular de condiciones de producción (por ejemplo,
ganadería, agricultura), se desarrollan modos de producción particulares y fuerzas productivas
particulares, tanto subjetivas, que aparecen como propiedades de los individuos, como objetivas
(...). Con las guerras de conquista y la conversión de los vencidos en esclavos y el ansia de
intercambiar el plusproducto, etc., se disuelve el modo de producción sobre el cual basaba la
entidad comunitaria”:14
Este texto -donde hay referencias a la comunidad tribal en general y a las formas
orientales agrícolas- contienen interesantes sugerencias para la discusión sobre si hubo o no un
modo de producción en la comunidades agrarias aborígenes. En varias partes, Marx subraya el
carácter de la producción de esas culturas; la apropiación colectiva no sólo del suelo, sino de la
utilización, es decir, de su producto elaborado, porque el productor se efectiviza a través de la
producción. Sostiene que este modo determinado de producción perdura, señalando con toda
nitidez la existencia de fuerzas productivas, incluida la naturaleza, y de relaciones de
producción de carácter comunitario.15 Finalmente, es explícito al afirmar que este modo de
producción se disuelve con las guerras de conquista y la ambición de controlar e intercambiar el
excedente.
Meillassoux ha planteado que estas comunidades tenían un “modo de producción
doméstico”, categoría de análisis que se hace más confusa cuando el autor la prolonga hasta
nuestros días, por lo que no se sabe si se refiere a las comunidades agrícolas aborígenes o a
cualquier sociedad donde la familia juega un papel de reproducción de la fuerza de trabajo y
cumple tareas productivas, como las del pequeño propietario de la tierra o de un taller artesanal
que trabaja con su esposa e hijos.
Godelier, por lo menos, es más preciso en cuanto a épocas históricas al sostener que “en
las sociedades tribales”, el modo de producción podría ser llamado doméstico o familiar”.16 A
continuación intenta aclarar que “un modo familiar de producción no es sinónimo de producción
familiar”,17pero no se desarrolla su pensamiento, por lo que no sabemos qué quiere decir
realmente.
A nuestro modo de entender este concepto es impreciso porque no toma en consideración
al conjunto de la sociedad agroalfarera, donde no sólo se dio una forma familiar de producción
en cada parcela, sino también una producción colectiva del clan y de la tribu y una apropiación
y redistribución también colectiva del sobre producto social. Por lo demás, las tierras no eran de
posesión familiar sino de la comunidad.
Sostenemos que estas culturas tuvieron un determinado modo de producción y que el
concepto de modo de producción no puede estar limitado a las sociedades de clases. Con este
criterio el socialismo no sería un modo de producción.
Los requisitos para que exista un modo de producción no son solamente “la organización
del trabajo”, sino la articulación e interrelación dialéctica entre las fuerzas productivas y las
relaciones de producción en el proceso productivo, componentes que no se deben escindir, sino
que forman parte de un todo en la formación económica. Esta interrelación de las fuerzas
productivas y de las relaciones de producción se dio en las comunidades agroalfareras
indoamericanas, porque hubo una articulación de las fuerzas productivas (instrumentos,
apropiación de frutos de la naturaleza, tierras, etc.) y de las relaciones de producción (trabajo
comunal de los ayllus y calpullis combinado con trabajo en cada parcela), es decir, hubo un
régimen y una organización del trabajo; también una apropiación del producto y redistribución
del excedente, a través de los vínculos comunales que establecieron los hombres y mujeres de
aquella sociedad.18
En estas comunidades hubo un primer desarrollo de las fuerzas productivas al crearse
nuevos instrumentos, al desarrollarse el regadío artificial y los barbechos -una forma de
apropiación de la naturaleza- y al producirse el conocimiento de los cultivos y el manejo de la
tierra. La articulación de estas fuerzas productivas con las relaciones de producción se
expresaba en la organización del trabajo común y en cada parcela de los ayllus y calpullis, como
también en la apropiación del sobreproducto social, todo lo basado en la posesión colectiva de
la tierra y en la redistribución de lotes en usufructúa cada unidad doméstica. Este otro elemento
que compone un modo de producción, las relaciones de propiedad, también estaba presente en
las comunidades agroalfareras indoamericanas.
Las relaciones de producción estaban íntimamente ligadas a las líneas de parentesco. Esto
explica que el parentesco fuera la base para la redistribución del sobreproducto social. La mal
llamada comunidad “primitiva” no expresaba meras relaciones o formas de propiedad y
posesión de la tierra -como se ha dicho- sino fundamentalmente una mera manera de producir.
La redistribución igualitaria del proceso era para asegurar el sustento de la unidad
doméstica o para la reproducción de la familia, como asimismo para aumentar la productividad,
reivindicando el excedente en obras generales que beneficiaban a la comunidad. De este modo
se garantizaba la reproducción de las relaciones de producción y las fuerzas productivas,
condición básica para comprobar si estamos o no en presencia de un modo de producción.
Por todo esto, opinamos que las culturas agroalfafreras y minero-metalúrgicas
indoamericanas tenían un modo de producción comunal, entendiendo por comunal el trabajo
conjunto que efectuaban las unidades domésticas - como el ayllu en la zona andina y el calpulli
en Mesoamérica- dentro de la economía global de la tribu. Estas familias laboraban las parcelas
que en usufructo les había concedido la comunidad, pero realizaban actividades comunes -en las
que la producción era colectiva- y colaboraban con otras familias mediante un sistema
cooperativo de trabajo. Posesión común de ella en todo, especialmente en las parcelas.19
No estamos, pues, idealizando acerca de una producción totalmente colectiva y,
supuestamente dicha, “comunista”. Sin embargo, no era una producción meramente familiar,
sino que abarcaba al conjunto de la comunidad, mediante una producción de tipo cumunal,
donde las tierras eran de la colectividad. La unidad doméstica no era autónoma o autosuficiente,
sino que dependía de la comunidad, tanto en lo relacionado con la posesión de la tierra como en
la producción de cultivos comunes, y sobre todo, en la redistribución del sobreproducto social.
La familia destinaba a alguno de sus miembros para las labores generales de la comunidad,
como el regadío, desecación de pantanos, construcción de acequias, roturación de tierras,
etcétera. El excedente no era apropiado de manera particular por cada familia sino por la
comunidad, la cual lo destinaba a un fondo común de reserva que se utilizaba en caso de sequía,
y también para el ceremonial y obras de bien público. De este modo, se garantizaba la
reproducción del modo de producción comunal.
Los ayllus en la zona andina y los calpullis en México -muy anteriores ambos a la
dominación inca y azteca respectivamente- fueron la expresión societaria de las comunidades
agrarias aborígenes. Agrupaban a personas ligadas por lazos consanguíneos, primero, y luego
por líneas de parentesco. Tenían una misma etnia y un mismo tótem, como así mismo una
lengua y tradiciones comunes.
Los guaraníes del actual Paraguay se organizaron en comunidades llamadas “taba”,
distribuidas “en rudimentarias chacras colectivas denominadas ‘capiaes guaraníes’”.20 Esta
convivencia comunitaria y la tradición de la vida colectiva fue aprovechada por los jesuitas
para montar el proyecto de las Misiones.
El sobreproducto social permitió una división del trabajo más acentuada; algunos
miembros de los ayllus y calpullis pudieron dedicar parte de su tiempo a la elaboración de
productos no necesariamente destinados a la alimentación. Así, se generaron sectores
especializados en metalurgia, alfarería, tejidos, cestería, madera, cuero, plumas, etcétera. Los
artesanos, a pesar de su especialización, estaban plenamente integrados a la comunidad; su
trabajo formaba parte del modo de producción comunal; los objetos que fabricaban estaban al
servicio del ayllu o del calpulli, contribuyendo decisivamente a mejorar las herramientas e
impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas.21
En la región nuclear andina las comunidades de los ayllus acostumbraban no sólo realizar
un trabajo cooperativo -una especie de socialización del trabajo que combinaban con la
actividad familiar en cada parcela- sino que también la redistribución era en gran medida
colectiva. Más todavía, los miembros de cada unidad doméstica ayudaban a los otros en épocas
de siembra o cosecha, mediante el sistema de “minga” o “minka”, tradición que todavía se
mantiene en varias zonas de América latina. Los ayllus -inclusive bajo los incas- tenían la
costumbre de trabajar las parcelas o “tupus” de los ancianos y entregarles el fruto de este trabajo
solidario. Los inválidos y enfermos graves también eran ayudados en este mismo sentido
fraterno.
En estas sociedades reciprocidad y redistribución no eran antagónicas como en las
sociedades de clases, sino que se practicaba una real ayuda mutua, una reciprocidad muy
concreta. La redistribución no era un acto paternalista y “justo”, como diría Polanyi,22 otorgado
por la gracia de un poder gobernante “comprensivo”, sino el resultado de un acuerdo conjunto e
igualitario de los miembros de los ayllus y calpullis.
El trabajo en estas comunidades no era alienado, porque el proceso de producción -a
diferencia del sistema capitalista- no desbordaba al productor ni engendraba potencias
coercitivas extrañas a él. El fruto del trabajo le pertenecía; no originaba un poder independiente
ni ajeno que lo obligara a un determinado trabajo contra su voluntad o inclinación natural.
Sin embargo, su vida estaba condicionada por su impotencia relativa frente al medio
natural. El hombre, en la necesidad de configurar lo ignorado, comienza a vivir ya para los
símbolos, tótemes, tabúes y prohibiciones. En las prácticas mágicas se enajenaba; pero no era
una alienación primariamente psicológica, individual, sino una enajenación colectiva. La magia
era, en última instancia, la expresión de la insuficiencia de las fuerzas productivas para enfrentar
al medio.

LA TRANSICION DEL MODO DE


PRODUCCION COMUNAL A LAS
FORMACIONES PROTOCLASISTAS INCA
Y AZTECA

El primer período de transición en nuestra América se produjo entre el modo de


producción comunal y el modo de producción de las formaciones sociales inca y azteca. Sin
embargo, no todos los pueblos aborígenes atravesaron por este período de transición. La prueba
es que en el momento de la conquista hispano-lusitana la mayoría de nuestras culturas indígenas
estaba en la fase agroalfarera, manteniendo el modo de producción comunal; otros pueblos
seguían siendo recolectores, cazadores y pescadores, fenómeno que expresa diáfanamente el
curso multilineal de la historia.
No todas las comunidades atravesaron el período de transición en la misma época.
Mientras algunos pueblos pasaron esa fase en el primer milenio antes de nuestra era (olmecas:
800 - 200 a.C., Monte Albán: 300 a. C.- 100 d. C.); otros la vivieron en las primeras centurias
(San Agustín: hasta el siglo V; Teotihuacán: 100 a 800; primer imperio maya: 250 a 900 ;
Tiahuanaco: del siglo VIII al X) y otros comenzaron esa fase de transición después del primer
milenio (toltecas: siglos X al XIII; segundo imperio maya: siglos X al XIV; Huari: siglos XI y
XII, y chimú: del XI al XIII).
Eran formaciones sociales en las que se conservaba el modo de producción comunal
como forma predominante, aunque se habían acentuado las desigualdades sociales al punto de
generar las primeras estructuras de poder sobre la base del control y distribución del excedente,
de la preeminencia de ciertas líneas de parentesco y de la ideología mágico-religiosa manipulada
por los primeros sacerdotes, combinando en sus personas “lo tabú” y “lo sagrado” con el fin de
sustituir su cuota de trabajo comunitario por ejercicio de nuevas funciones.
En este período se generaron las diferencias sociales y formas de poder, como el
cacicazgo; los jefes regionales rebasaron el espacio local de las cominidades-base, rompiendo
los lazos consanguíneos y creando un sector dominante a nivel territorial que controlaba el
sobreproducto social. Los excedentes, que antes estaban dispersos en cada comunidad,
comenzaron a ser concentrados a nivel regional por los jefes y “shamanes” en proceso de
adquisición de rangos y jerarquías.23
Esta centralización del sobreproducto social fue haciéndose una necesidad de los ayllus y
calpullis para poder realizar las obras del ceremonial, el regadío artificial, la desecación de
pantanos; la construcción de acequias, diques, andenes y terrazas, que permitían el control de las
aguas de los ríos y lagos para aumentar la producción. A su vez, los jefes -aceptados y
respaldados por las comunidades- aceleraban esta centralización del excedente porque de esa
manera podían ejercer funciones decisivas en aquellos cultivos que, en general, favorecían a la
comunidad. Se dio así una situación contradictoria en que la comunidad daba voluntariamente
curso a la centralización del excedente, sin tomar conciencia de que a la postre ese paso sentaría
las bases de la dominación. El aumento del sobreproducto social fue el resultado de una relación
dialéctica entre las necesidades de la comunidad y las presiones de los jefes o líneas de
parentesco consideradas como superiores.24
“Los shamanes”, cuyo papel fue haciendo cada vez más religioso y menos mágico, se
fueron ubicando en sitiales privilegiados que los liberaban de los trabajos colectivos,
inaugurando así el proceso de diferenciación entre el trabajo manual e intelectual, como ocurrió
en Teotihuacán, Monte Albán y la cultura tolteca. En la sociedad olmeca -surgida entre
Veracruz y Yucatán- la estratificación social se produjo hacia el año 200 a. C., jugando un
papel importante los sacerdotes por su dominio de la astronomía, de las matemáticas y de una
forma de escritura jeroglífica. Los mayas también ejercieron un monopolio del saber,
acentuando la diferencia entre el trabajo manual e intelectual; el grupo dominante controlaba la
escritura ideográfica y el trabajo especializado de los famosos códices hechos en papel amate.
También crearon el número cero, recién incorporado por la civilización europea a través de los
árabes.
Los jefes locales comenzaron a desbordar su comunidad gentilicia, procurando unir
aldeas, ya sea por motivaciones económicas, religiosas o de política intertribal. El objetivo era
llegar a construir un poder central que consolidara la unidad de las comunidades y permitiera un
mayor control de la redistribución de excedentes. El principal intento, en este sentido, fue el de
las mayas del segundo imperio (900 a 1500), al constituir la Liga Mayapán.25
Estos cambios fueron la expresión del comienzo de la crisis del modo de producción
comunal de los pueblos agroalfafreros. Uno de los favores fundamentales que aceleró ese
proceso fue la acentuada división social del trabajo que se produjo a raíz del papel que
comenzaron a jugar los artesanos, especializados en alfarería, trabajos minerometalúrgicos y
confección de tejidos, como sucedió en Tiahuanaco, Huari y las culturas chimú y mochica. Los
artesanos de la cultura mochica (siglos VIII al X) crearon, una vez liberados de las tareas
agrícolas, una cerámica notable por su sentido realista, mostrando aspectos de la vida cotidiana
y personajes transportados en tronos, que expresaban una forma de estratificación social. La
cultura de Tiahuanaco produjo, entre los años 700 y 1000, artesanos a tiempo completo -
alimentados con el excedente agrario- capaces de levantar la maravillosa Puerta del Sol y de
crear una de las cerámicas más bellas, especialmente los vasos incorporados posteriormente por
los incas para modelar el recipiente sagrado llamado Kero.
También el crecimiento de las ciudades y aldeas -con sus templos, monumentos, palacios
y calles empedradas- jugó un papel importante en la crisis del trabajo comunitario y el comienzo
de la contradicción entre campesinos y citadinos. En esta fase se produjo la primera revolución
urbana de nuestro continente, con el surgimiento de ciudades como Toetihuacán, Lubaantún,
Huari, Chancha,26 cuya importancia destacaremos en le capítulo V.
La comunidad agraria comenzó a ser desplazada por formas organizativas urbanas, cuyos
miembros ya no estaban necesariamente unidos por lazos consanguíneos. La comunidad de las
ciudades se fue haciendo cada vez más territorial y menos gentilicia. Esta quiebra de los
vínculos de parentesco, junto al hecho de que no todos trabajaran en común, a raíz de la
acelerada división del trabajo, fueron los elementos determinantes en el nacimiento de la crisis
de convivencia de la comunidad.
Estas culturas de transición fueron el resultado de prolongadas disputas interétnicas y de
guarras intertribales: Las etnias sojuzgadas tuvieron que trabajar en las grandes obras públicas,
no sabemos si mediante trabajos forzados o algún sistema de mita o tributo en trabajo. Tampoco
está claramente configurada una clase o casta dominante. Existieron, sin duda, jefes y caciques
con relevante poder político, pero no es evidente todavía la existencia de una clase centralizada
y homogénea que ejerciera plenamente el dominio y la explotación de la comunidad. Por eso
tampoco es notoria la presencia de un Estado, salvo el caso de las mayas del segundo Imperio.
Sin embargo, éstos no lograron más que una centralización local. Las ciudades, como Chichén
Itzá , Uxma y otras, siempre conservaron su autonomía, llegando a la guerra para defender su
independencia.
Hasta tanto se demuestre la existencia de un poder centralizado, con un ejército
permanente y una organización territorial estable, con capacidad de sojuzgar e integrar etnias
imponiéndoles trabajos forzados al mismo tiempo que tributo, y una cierta legitimidad para
controlar y redistribuir grandes excedentes a cargo de una clase dominante que haya impuesto
un modo de producción nuevo, no se puede sostener ligeramente la existencia de un Estado.
Sobre la base de los antecedentes disponibles nosotros preferimos caracterizar como estructuras
políticas centralizadas a nivel local a algunas formaciones sociales en transición. En cuanto a su
modo de producción, continuó siendo el comunal, aunque alterado en parte por ciertas formas
de dominación y por el apremio en aumentar el excedente. Sin embargo, las relaciones de
producción siguieron siendo las mismas, es decir, las comunales del clan gentilicio, basadas en
la posesión de la tierra por parte de la comunidad.
Algunas de estas sociedades de transición se fueron extinguiendo, por razones que se
desconocen en la mayoría de los casos. Al parecer, Teotihuacán fue saqueada y abandonada,
hecho muy difícil de que ocurriera de haber existido un Estado centralizado. En todo caso se
sabría la existencia del Estado que salió vencedor. Tampoco se sabe por qué las mayas
abandonaron sus ciudades sin que hubieran sido derrotados por un Estado más poderoso; no es
convincente la hipótesis de una supuesta rebelión social que terminara con la clase dominante.
De Chavín, Mochica y Tiahuanaco se ignoran las razones de su extinción como centros de
poder.27 Sin embargo otras culturas, especialmente de México y Perú, culminaron su poderío de
transición hasta desembocar en las primeras sociedades de clase de nuestra América: los
imperios inca y azteca.28

MODO DE PRODUCCIÓN COMUNAL-


TRIBUTARIO DE LAS FORMACIONES SOCIALES
INCA Y AZTECA
Numerosos autores han calificado de modo de producción “asiático” a la forma de
producir de los incas y aztecas, aseveración que nos obliga a precisar el alcance de esta
caracterización
el modo de producción “asiático” fue detectado por Marx al analizar sociedades
orientales, especialmente de la India, en las cuales no había propiedad privada, pero existían
castas sociales y un Estado en plena evolución. El modo de producción “asiático” se basaba en
la producción comunal y en la planificación de trabajos como el regadío artificial y la
construcción de monumentos, centralizados por un Estado, dirigido por un estamento superior o
clase dominante.
Una minoría se apropiaba del excedente, a través de la tributación de la comunidad-base,
excedente que en elevada proporción era reinvertido en actividades necesarias para el conjunto
de la sociedad.
En el borrador que Marx no quiso publicar como preliminar de su Crítica de la Economía
política -conocido actualmente con el título de Formas que preceden a la producción
capitalista- se analizan varias formaciones, como la “antigua”, la “germánica” y también el
modo de producción asiático, en relación a las sociedades orientales que no habían cortado el
cordón umbilical con la propiedad comunitaria y la producción comunal, aunque en su seno
iban generándose los embriones de Estado y de casta.
“En las formas asiáticas -decía Marx- la unidad omnicomprensiva, que está por encima de
todas estas pequeñas entidades comunitarias, aparece como el propietario superior (...). El
plusproducto -que además se va determinando legalmente como consecuencia de la apropiación
efectiva a través del trabajo- pertenece entonces de por sí a esta unidad suprema. Por lo tanto, en
medio del despotismo oriental y de la carencia de propiedad que parece existir jurídicamente en
él, existe de hecho, como fundamento, esta propiedad comunitaria o tribal, producto sobre todo
de una combinación de manufactura y agricultura dentro de la pequeña comunidad, que de ese
modo se vuelve enteramente autosuficiente y contienen en sí misma todas las condiciones de la
reproducción y la plusproducción. Una parte de su plustrabajo pertenece a la colectividad
superior, que en última instancia existe como persona, y este plustrabajo se hace efectivo tanto
en tributo como en el trabajo común destinado a exaltar a la unidad, en parte el déspota real, en
parte a la entidad tribal imaginada, el dios (...). El carácter colectivo del trabajo mismo, lo cual
puede constituir un sistema formalizado como en México, en especial Perú, entre los antiguos
celtas, algunas tribus de la India (...). No hay propiedad sino sólo posesión de la tierra. Ello es
así porque los hombres se comportan en ella ingenuamente, tratándola como propiedad de
entidad comunitaria.29
Hemos destacado las frases de Marx referentes a la producción comunal -que no se
refieren solamente al Asia sino también a México y Perú- porque en la discusión sobre el tema
se ha puesto generalmente el acento en el carácter despótico del Estado y en la forma de
tributación. Este modo de producción no consistía solamente en el sistema hidraúlico y otras
tecnologías, sino fundamentalmente en las relaciones de producción, estimuladas por el sector
dominante para garantizar el tributo. Esas relaciones de producción, íntimamente vinculadas e
integradas a las fuerzas productivas, se basaban en el antiguo modo de producción comunal.
El mal tratamiento del modo de producción asiático -al enfatizar el papel del Estado en
lugar de la manera de producir- deriva de una confusión teórica entre formación social y modo
de producción. De ahí la utilización del dualismo despótico-comunitario. Chesneaux califica
como “despótico-aldeano” al modo de producción basado en el supuesto “dualismo de la
producción aldeana y la intervención económica del Estado”.30 En tal sentido, coincide con
aquellos autores que hablan de despotismo comunitario.
Por otra parte, Wittfogel escribió acerca del despotismo oriental, administrador de un
supuesto “modo de producción hidráulico”, como si los modos de producción se definieran por
la tecnología. Otros, como Wachtel,31 han llegado a sostener que la sociedad incaica estaba
basada en un “modo de producción estatal”, como si la superestructura -el Estado- fuera el
elemento fundamental para caracterizar el modo de producción.
Las nuevas rutas de investigación que entrega el manuscrito de Marx sobre las Formas ...
son inapreciables, pero no deben hacernos olvidar que formaban parte de un borrador que el
mismo Marx no quiso publicar porque requería un mayor tratamiento. El término modo de
producción “asiático” debe haber sido puesto provisoriamente, ya que es un nombre meramente
geográfico que no expresa, como otras denominaciones de Marx, relaciones de producción.
La calificación de modo de producción “andino” -adelantada por algunos autores, como
Enrique Vela, para caracterizar a la cultura incaica- tampoco es convincente porque reincide en
el mismo tiempo de denominación geográfica.
El modo de producción asiático fue estudiado por Marx para explicar el estancamiento de
ciertas sociedades asiáticas, especialmente la hindú.32 En cambio, un modo de producción
similar posibilitó un desarrollo de las fuerzas productivas y un avance económico en las
formaciones sociales inca y azteca.33 Estas culturas lograron un desarrollo agrícola tan
avanzado como el de los pueblos euro-asiáticos; una cerámica que resiste cualquier parangón;
un calendario tan preciso como el juliano y una minería y una metalurgia tan adelantadas como
las de Europa en el momento de la conquista de América.
Hace varias décadas que se discute acerca del modo de producción asiático, categoría
teórica que ha contribuido a romper la concepción unilineal de la historia. No por azar los
historiadores soviéticos se resistieron a su aplicación, ya que quebraba el esquema de Stalin
sobre la sucesión obligada y etapista por la cual debían atravesar todos los pueblos: comunismo
“primitivo”- esclavismo-feudalismo-capitalismo-socialismo.34 Por eso, en 1934, Kovalev
propuso que se estudiara el modo de producción asiático como una variante oriental para
justificar la política stalinista de apoyo a la “burguesía progresista” del Kuomintang.
Desde la década de 1960 algunos autores, como Godelier, consideran que el modo de
producción asiático fue una de las formas que adquirió el proceso de disolución del
comunitarismo, en la transición de las sociedades sin clases a las sociedades de clases.35
Hobsbawm sostiene que no era todavía una sociedad de clase o, por lo menos, lo era en su
forma más primitiva.36 Otros autores -como Mendel, Chesneaux, Pla y Bartra- caracterizan al
modo de producción asiático comun una sociedad de clases.37
Nosotros compartimos esta última posición y trataremos de demostrar que las
formaciones sociales inca y azteca fueron sociedades de clases, que sugerimos calificar como
protoclasistas. Es obvio que no tuvieron la característica esencial de otras sociedades clasistas -
como la esclava y la feudal- en las que claramente existió una clase dominante propietaria de la
tierra y de los medios de producción.
Las formaciones sociales inca y azteca se basaban en un modo de producción que nos
hemos permitido denominar comunal-tributario- La élite dominante de esas sociedades
usufructuó del modo de producción comunal de las culturas sometidas, imponiéndoles un
tributo y apropiándose de parte del excedente o plusproducto, es decir, apropiándose de una
parte de la fuerza de trabajo de las comunidades.
La caracterización de modo de producción comunal-tributario para las culturas inca y
azteca nos parece más precisa que el término modo de producción “asiático”. Por comunal
entendemos la actividad conjunta que efectuaban las unidades domésticas -ayllus o altépetles-
dentro de la tribu. Estos núcleos familiares trabajaban las parcelas que en usufructo les habían
repartido la comunidad, pero realizaban tareas comunes de manera colectiva y ayudaban a otras
familias a través de un sistema cooperativo o de “minga”.
Aunque el Estado había sometido a la comunidad-base, en las formaciones sociales inca y
azteca no se había cortado el cordón umbilical con la posesión colectiva de la tierra y la
producción comunal. No obstante, se generaron desigualdades sociales, acentuándose las
contradicciones entre campesinos y artesanos y entre ambos y la élite dominante -militares,
sacerdotes, funcionarios estatales-, que vivía del trabajo de las comunidades-base.
A pesar de haberse superado en algunas zonas la economía de subsistencia, las
comunidades seguían produciendo valores de uso. El comercio no estaba generalizado, salvo en
regiones del imperio azteca y, en menor medida, en el incaico. Esta actividad, que se había
iniciado con donaciones ceremoniales e intercambio de regalos dentro y fuera de la comunidad,
pasó a la etapa del cambio simple. De todos modos, el comercio significó el inicio de una nueva
división social del trabajo, la generación de un sector social, el de los “pochtecas” o
comerciantes aztecas, separado de la actividad productiva.
Roger bartra caracteriza de modo de producción tributario al modo de producción de los
aztecas: “Creo apropiado aceptar el término tributario propuesto por Ion Banu, ya que -en
efecto- el tributo constituye la clave que nos revela los resortes clasistas de la relación entre
comunidades aldeanas y Estado”.38
A nuestro juicio no basta con indicar que estos pueblos estaban sometidos a tributación,
sino que lo fundamental es señalar cuál era su forma de producir y bajo qué relaciones de
producción. El tributo en trabajo -que forma parte del área productiva- es una relación social
que contribuye a definir un modo de producción. Pero es insuficiente para caracterizar el de los
incas y aztecas, porque -sin dejar de lado la tributación- lo fundamental era la producción de
las comunidades-base- El tributo, tanto en trabajo como en especie, provenía de los ayllus y
calpullis, lo que nos ha permitido definir como modo de producción comunal-tributaria a la
forma de producir de las formaciones sociales inca y azteca.
Estamos en desacuerdo con la proposición de Samir Amin consistente en definir como
modo de producción tributario a todas las sociedades que se han denominado “asiáticas”,
porque en el modo de producción -y por extensión el incaico y azteca- el proceso productivo
descansaba en la comunidad-base y aleatoriamente en el tributo. El trasfondo de esta posición
“tributarista” está en que sus autores hipervaloran el papel del Estado y de la superestructura
política. Broda llega a decir que “ las instituciones políticas son la base de la organización
económica”.39 Nosotros no negamos el papel del Estado “asiático”, inca o azteca, como
programadores de obras públicas y recaudadores de tributos, pero esas actividades y otras, como
los gastos de culto y del ejército, se pudieron realizar gracias al excedente económico extraído
de las comunidades-base, que constituían el fundamento de la producción.
El modo de producción de las formaciones sociales inca y azteca estaba basado en el
ancestral modo de producción comunal. Considerar la forma comunal de producir es clave para
poder caracterizar el modo de producción comunal mediante la imposición del tributo. Como el
tributo, tanto en trabajo como en especie, obligaba a generar un excedente económico que
alteraba la tradicional economía de subsistencia, tenemos que convenir en que no se pueden
escindir las categorías de lo “comunal” y “lo tributario”. Formaban una categoría única y global,
el modo de producción comunal-y tributario, que no operaba con el dualismo comunal, por un
lado, y tributario por el otro.
Este modo de producción estaba articulado a nivel regional y estatal con otras relaciones
de producción menos preponderantes, como fueron las establecidas con el trabajo de los “yanas”
y “mayeques” en las tierras del Estado.
A diferencia del tributo feudal, que se basaba en el trabajo del siervo al servicio de un
señor, dueño de la propiedad privada de la tierra, la tributación bajo los incas y aztecas era
realizada por la comunidad-base, que aún conservaba la posesión comunal de la tierra. El tipo
de servidumbre en los imperios incaico y azteca no era de subordinación o dependencia personal
sino que se establecía directamente por el conjunto de la comunidad con el Estado.40 Era una
servidumbre de tipo colectivo, que algunos han asimilado erróneamente a la “esclavitud
generalizada” del modo de producción asiático.
La tributación en ambos casos significaba servidumbre, pero no toda la servidumbre es
necesariamente feudal, como lo señalaron oportunamente Marx y Engels. Entre los incas y
aztecas, las comunidades conservaron sus tierras y su modo comunal de producir; no estuvieron
sometidas a un régimen de vasallaje como los del Medioevo europeo, y su forma de tributación
y servidumbre fue distinta.
De todos modos, la apropiación del excedente por vía del impuesto-renta o tributo no
define claramente, en las formaciones inca y azteca, las relaciones de producción. Ante todo,
hay que rastrearlas en las formas comunales de producción. En rigor, no es el mismo tipo de
renta de la tierra de otras sociedades en que impera la propiedad privada sino de un impuesto
que se expresaba en renta o tributo de la comunidad-base al Estado.
Es significativo que esta formación social no haya liquidado los aspectos esenciales del
modo de producción precedente, como en los casos del feudalismo, que terminó con el modo de
producción esclavista, y del capitalismo, que hizo otro tanto con el feudalismo, aunque en
ambos supervivieran relaciones anteriores de producción. Lo peculiar del modo de producción
de los incas y aztecas radica en haber conservado gran parte del modo de producción
precedente. Sin embargo, la imposición del tributo -tanto en especies como en trabajo forzado a
través de un factor extraeconómico- obligó a producir un excedente que socavó las bases de la
antigua forma de producir. Los derechos de posesión del suelo que antes eran garantizados por
la comunidad-base ahora aparecen como concebidos por el soberano que dirige al Estado.
Aparentemente nada ha cambiado, porque las unidades domésticas -ayllu o altépetl- siguen
haciendo uso de la tierra. No obstante, el excedente, que antes se quedaba en la comunidad,
ahora debe ser entregado de manera multiplicada al Estado. El soberano inca y azteca no ha
expropiado las tierras, pero se erige como propietario simbólico, que otorga o reparte
graciosamente las parcelas en usufructo.41
Paralelamente al modo de producción comunal-tributario, los Estados inca y azteca
trataron de generar nuevas relaciones de producción a través del trabajo de los yanas, mayeques
y tlacotlis.
Estas nuevas relaciones de producción no se basaban en el trabajo de las comunidad, ya
que tanto los yanas del imperio incaico como los mayeques y tlacotlis del imperio azteca
estaban desarraigados de la comunidad gentilicia, aflojándose sus lazos con los ayllus y
calpullis. Se diferenciaban, asimismo, de la comunidad-base porque todo el producto de su
trabajo iba directamente al Estado y a la clase dominante.
Los yanas, mayeques y tlacotlis no trabajaban en las parcelas de ninguna comunidad-base
sino en las del Estado, del culto y del ejército. Producían artículos artesanales, generalmente de
lujo, y realizaban tareas agrícolas. Habían dejado de producir para sus comunidades y
elaboraban trabajos por encargo de la clase dominante. Sin embargo su productos aún no se
habían transformado en valores de cambio, porque no alcanzaron la fase de la producción
simple de mercancías o de la pequeña producción mercantil.
Mientras mayeques y tlacotlis llegaron a constituir un diez por ciento de la población
azteca, los yanas a penas sobrepasaban el dos por ciento de los habitantes del incario. Otra
diferencia entre el imperio azteca y el inca consistía en que en el primero el tributo en especies
era superior o igual al tributo en trabajo; por lo tanto, al haber menos mano de obra de los
calpullis para las actividades del Estado, los mayeques y tlacotlis debían realizar la mayoría de
las obras públicas, las que en el incario se efectuaban en gran medida por medio del tributo en
trabajo proporcionado por los ayllus.
Al tratar de asimilar la forma de producir de las formaciones sociales inca y azteca al
modo de producción “asiático” -sin advertir sus rasgos diferenciadores- la mayoría de los
investigadores ha descuidado el tratamiento de esas nuevas relaciones de producción
implantadas por los Estados inca y azteca, que si bien no fueron preponderantes alcanzaron a
jugar un papel importante en las postrimerías de los imperios.
La existencia de estas nuevas relaciones de producción era un síntoma de un proceso de
disolución de la producción comunal de los ayllus y calpullis; la expresión de una crisis de las
antiguas relaciones comunales de producción; de una crisis, en fin, de la tradicional economía
de subsistencia y de la comunidad gentilicia. La clase dominante de los Estados incaico y azteca
trabajaba indudablemente en esta perspectiva en el momento de la conquista española.
El excedente apropiado por la casta dominante era un comienzo de explotación del
hombre por el hombre. Este embrión de clase dominante surgió -en contraste con Europa-
directamente con el Estado, imponiendo tributos a los pueblos sometidos e intentando
redistribuir terrenos, base de un eventual proceso de implantación de propiedad privada de la
tierra, que no alcanzó a generalizarse.
En el imperio azteca42 se consolidó una estructura jerárquica de clases: por un lado, el
sector dominante integrado por los “pipiltzin” o nobles (guerreros, sacerdotes, jefes militares,
altos funcionarios) y por otro, los “macehualtin” (campesinos, pescadores, artesanos, etc.).
Además, había otro sector más explotado, los “mayeques”, que constituían un diez por ciento de
la población y cumplían tareas de servidumbre. Por último, estaban los “tlacotli”, que eran
prisioneros de guerra, aunque nunca fueron considerados como esclavos.
Entre los incas,43 también nos encontramos con las capas sociales privilegiadas, como los
“orejones” o nobleza (militares, sacerdotes, etc). Los “curacas” constituían una especie de
aristocracia secundaria, encargada de controlar a las tribus sometidas.44 En la formación social
incaica nos encontramos con un Estado centralizado, dirigido por el inca, una burocracia del
riego y una casta militar y sacerdotal que imponía tributos y prestaciones forzosas a los
pueblos.45

EL MODO DE TRANSICIÓN AL CAPITALISMO

La colonización hispano-portuguesa no impuso un modo preponderante de producción. Si


bien es cierto que nuestro continente fue incorporado al mercado mundial capitalista en
formación, no se establecieron de manera generalizada relaciones preponderantes de
producción.
Desde la colonización (sigloXVI) hasta mediados del siglo XIX hubo un período de
transición, con dos formaciones sociales: una la colonial y otra republicana, que inauguró una
fase histórica nueva l romper el nexo colonial en lo político, acelerando el proceso de transición
al capitalismo.

LA FORMACION SOCIAL COLONIAL

La especificidad del período de transición inaugurado con la Colonia consistió en que no


fue el resultado de un proceso histórico de creación del mercado mundial capitalista. De ahí la
importancia del capital comercial. Sin embargo, en América latina colonial no sólo hubo capital
comercial sino también un capital que se invertía en empresas minaras y agropecuarias. Junto a
la circulación de mercancías existía un proceso de producción de mercancías.
La formación económica tenía por objetivo la exportación de metales preciosos y
productos agropecuarios y mineros. La naturaleza comenzó a deteriorarse con la instauración
de una economía interesada solamente en le exportación. La economía agrícola de los indígenas
fue remplazada por la producción de materias primas destinadas al mercado mundial. Los
españoles y portugueses introdujeron el valor de cambio y un principio de economía monetaria
en una sociedad que sólo conocía el valor de uso y la economía natural.
Si bien es cierto que nuestro continente fue incorporado al mercado mundial, esto
conllevó automáticamente al establecimiento de relaciones generalizadas de producción
capitalista, aunque los principales centros mineros, base del excedente económico colonial,
fueran explotados con relaciones salariales y con una avanzada tecnología. Tampoco fueron
generalizadas las relaciones de producción esclavistas y serviles en todas las colonias.46 la
transición fue hacia un capitalismo primario agrominero exportador de base colonial, que sólo
se consolidó en el siglo XIX.
La transición no se produjo de un modo de producción a otro, sino que surgió
directamente de una conquista hecha por un imperio extracontinental. Esta característica
específica diferencia nuestra transición al capitalismo del camino recorrido por Europa en su
transición del feudalismo al capitalismo. En el occidente europeo ésta fue producto de una
maduración endógena de un nuevo modo de producción que se fue gestando a raíz de la crisis
del feudalismo, del fortalecimiento de la burguesía comercial y bancaria, la industria a
domicilio, el mercantilismo y, finalmente, de la Revolución Industrial. En cambio, en América
latina, el período de transición al capitalismo fue abierto abruptamente con la conquista,
realizada por una potencia extracontinental que estranguló el modo de producción de la
sociedad precolombina.
Es fundamental tener presente que el imperio que nos conquistó también estaba en una
fase de transición al capitalismo, en una época en que los países más avanzados de Europa
estaban recién en la fase mercantilista, antesala del modo de producción capitalista. De ahí la
importancia del capital mercantilista en el proceso de colonización. A la burguesía comercial le
interesaban los productos, cualesquiera fuesen las relaciones sociales bajo las cuales se
producían. Sin embargo, en América latina colonial no sólo hubo capital comercial sino también
un capital que se invertía en empresas mineras y agropecuarias, que dieron origen a una clase
dominante, no meramente comercial sino también productora, que implantó variadas relaciones
de producción, fundamentalmente precapitalistas. ¿De dónde provenían las mercancías que
intercambiaban los comerciantes de la colonia? Algún sector debía producirlas. Este sector
estaba constituido por los indígenas, negros y mestizos, cuya mano de obra era explotada por los
empresarios que invertían capitales en la producción minera y agropecuaria. En las colonias
iberoamericanas no sólo hubo un proceso de circulación de mercancías sino básicamente un
producción de mercancías a través de diversas relaciones precapitalistas de producción. El papel
del capital comercial era canalizar el excedente de nuestra economía de exportación y la
implantación de los artículos manufacturados de Europa.47
Durante la Colonia se establecieron diversas relaciones de producción, tanto
precapitalistas (encomienda, esclavitud, inquilinaje, aparcería, etc.) como capitalistas
embrionarias (salariado minero y agrícola), sin que ninguna de ellas fuera preponderante y
generalizada. Estas relaciones de producción se aplicaron de acuerdo con la condiciones
específica de cada región colonial. Octavio Ianni coincide en la “coexistencia de múltiples
relaciones de producción” y llama la atención acerca de que esto “no significa necesariamente
la vigencia de distintos modos de producción”; manifiesta que no quiere “negar la posibilidad
de que en América latina, o en algunos de sus países, se combinen diversos modos de
producción. A mi parecer, ésta es una cuestión abierta a la investigación”.48 Este problema clave
incita a una reflexión profunda, porque ha sido motivo de confusiones teóricas, tanto de
latinoamericanos como de europeos y norteamericanos. Nosotros opinamos que el problema
comienza a despejarse a partir de la consideración de que la conquista hispano-lusitana abrió un
período de transición al capitalismo. Y que, como todo período de transición no estableció un
modo preponderante de producción. En tal sentido, nos parece más riguroso hablar de la
combinación de diversas relaciones de producción que de los “diversos modos de producción”.
La encomienda, calificada de feudal por muchos autores, tenía más características de
esclavitud disimulada que de servidumbre feudal.49 A su vez, la esclavitud negra fue diferente
de la esclavitud grecorromana, a tal punto que en algunas zonas del Brasil, Venezuela o el
Caribe el empresario entregaba un pedazo de tierra a los esclavos para que se autoalimentaran.
“La esclavitud y la servidumbre -ha dicho Enrique Cardozo- recolocadas como necesarias
para la producción a gran escala en una fase del desarrollo del capitalismo y para la
comercialización en el mercado internacional. Tienen en común con la esclavitud antigua y con
la servidumbre feudal sólo su forma.”50 Junto con estos regímenes del trabajo colonial existían
pueblos indígenas, muchos de ellos no sometidos por los conquistadores, que conservaban la
posesión comunitaria de la tierra y formas comunales de producción.
La encomienda y la mita del siglo XVI fueron adquiriendo nuevos matices hasta
desaparecer por antieconómicas en el siglo XVIII.51 Durante este siglo se desarrollaron otras
relaciones precapitalistas de producción en el campo, como la medianería, la aparcería, el
inquilinaje y el arrendire, en las cuales el trabajador agrario no era un pequeño propietario ni un
asalariado, o a veces era ambas cosas. La mayoría trabajaba su pedazo de tierra y, al mismo
tiempo, vendía su fuerza de trabajo en calidad de peones-jornaleros.
Paralelamente comenzaron a surgir relaciones de producción capitalistas embrionarias,
especialmente en la minería.52 Si bien es cierto que no fueron preponderantes ni generalizadas
en todas las colonias, llamamos la atención acerca de un fenómeno no debidamente valorado:
los principales centros mineros -México y el Alto Perú-, que entregaron el grueso del excedente
económico colonial, se explotaron bajo relaciones salariales de producción y con un alto nivel
de tecnología y desarrollo de las fuerzas productivas.
Algunos autores, como Ciro Cardoso, dicen que durante la Colonia hubo “un modo de
producción dependiente”, con lo cual no se dice nada porque no se especifican las relaciones de
producción y las fuerzas productivas, que constituyen lo básico para definir un modo de
producción. Si sólo se enfatizara el carácter dependiente, habría que decir que ha existido un
solo modo de producción “dependiente” desde la Colonia hasta la actualidad, lo cual omitiría
los cambios cualitativos en las relaciones de producción de la Colonia de los siglos XIX y XX.
Otros autores siguen sosteniendo que la colonización tuvo un carácter feudal. La gran
propiedad territorial es uno de los argumentos que se han dado para demostrar el carácter feudal
de la colonización. Latifundios han existido tanto en el régimen esclavista como en el feudal y
capitalista. El latifundio de la época colonial -a diferencia del feudal- tuvo como objetivo la
producción en gran escala de productos agropecuarios y mineros.
Otro argumento para insistir en el carácter feudal de la colonización se refiere a la
explotación de los indios bajo el sistema de encomiendas. En rigor, la encomienda tuvo más
características esclavistas que feudales. Además, existen otros hechos, como el del crecimiento
de las ciudades y la descentralización del poder, a través del Estado monárquico, que
demuestran que la colonización no fue feudal. Tampoco fue capitalista. Durante la Colonia no
hubo un modo de producción preponderante, sino variadas relaciones de producción
precapitalistas y capitalistas embrionarias que, combinadas y articuladas, constituían una
formación económica en transición al capitalismo.
El fundamento de la fabulosa extracción de excedentes fue el trabajo semigratuito de las
masas explotadas esclavas y serviles y de los jornaleros sometidos al régimen del salariado.
Inclusive en estos casos, la extracción de la plusvalía absoluta no tuvo casi límites. El excedente
económico colonial que se apropiaron los imperios portugués y español provino
fundamentalmente de dos vertientes: de la renta o tributación en especies, trabajo o dinero que
estaban obligados a pagar los indígenas, y de la explotación del trabajo asalariado, esclavista y
servil en las minas, haciendas o plantaciones. 53
El excedente económico provino fundamentalmente de la minería, no sólo durante el
primer siglo de la conquista sino a lo largo de toda la Colonia.54 A nuestro modo de entender, el
papel de la minería ha sido subestimado por quienes pretenden sobredimensionar el peso de la
producción agraria y, por ende, de los terratenientes, con el fin de demostrar un supuesto
carácter feudal de la colonización.
El mito de una colonia preponderantemente agraria sólo ha servido para tergiversar el real
proceso de lucha de clases y de las contradicciones intra e interclases. Un análisis serio,
despojado de esta “ideología”, demuestra que la parte fundamental del plusproducto colonial fue
entregada por la minería. Las dos colonias más ricas del imperio español -México y Perú-
fueron mineras desde el siglo XVI hasta el XVIII. Lo mismo las capitanías generales de Chile y
Nueva Granada. Cuando Brasil se hizo minero en el siglo XVIII produjo más riqueza al imperio
portugués que en los dos siglos anteriores. Las colonias hispano-lusitanas no se estructuraron
sobre la base de la economía de subsistencia, sino sobre la explotación de productos mineros y
agropecuarios para el mercado mundial mediante el empleo de grandes masas de trabajadores
indígenas y esclavos negros.
Las vías de comunicación tuvieron generalmente como destino los puertos, mediante un
trazado de ciudades.55 que conectaba los centros de producción con los sitios de exportación. En
tal sentido cambiaron el paisaje latinoamericano, ya que las culturas aborígenes preexistentes a
la conquista habían diseñado los caminos en forma longitudinal para facilitar la comunicación
de las comunidades del interior.
En las colonias hubo un desarrollo desigual, articulado combinado y específico
diferenciado, expresado en la coexistencia de moderna tecnología minera con explotaciones
arcaicas en el agro; en el paralelismo de la economía monetaria con la natural, en la
contradicción incipiente entre campo y ciudad, en el contraste interrelacionado de las formas
productivas, en la especificidad y diferenciación entre las colonias y dentro de cada colonia, y
en las manifestaciones culturales antagónicas pero interpretadas del sincretismo cultural y
religioso de los negros, indios, mestizos, y blancos.
El desarrollo desigual se dio también entre las colonias. Unas, como México y Perú, se
integraron tempranamente al mercado mundial; otras lo hicieron tardíamente, como la
Argentina, Uruguay, Venezuela y Centroamérica.
La colonización portuguesa del Brasil fue distinta a la hispanoamericana. Ante todo, fue
más tardía, porque las primeras incursiones de los portugueses tuvieron por objeto la fundación
de factorías. Por otra parte, la colonización portuguesa se inició con preeminencia de
empresarios privados beneficiados con las capitanías hereditarias. Brasil contó con el aporte de
una migración masiva de portugueses, fenómeno que no se registró en las colonias
hispanoamericanas, a las cuales sólo arribaron menos de doscientos mil españoles entre 1509
y1790, cifra que contrasta con los tres millones de portugueses que llegaron a Brasil. Otra
diferencia radicaba en que la economía brasileña no se inició con la extracción de metales
preciosos sino con plantaciones, aunque en el siglo XVIII la diferencia se invirtió por el auge
del oro en Brasil.56 Finalmente, el Estado colonial en Brasil fue estructurado recién en al último
siglo de la Colonia, a diferencia de Hispanoamérica, donde se organizó en el siglo XVI.
Indoamérica no sólo contribuyó -forzadamente- al proceso de acumulación originaria de
capital en Europa, sino también al fortalecimiento de los Estados Unidos en la segunda mitad
del siglo XVIII, a través del “intérlope” o comercio de contrabando.57
Si bien es cierto que las colonias se estructuraron sobre la base de la economía de
exportación, no debe subestimarse el proceso de acumulación interna, factor clave para poder
explicarse la movilidad social, ni tampoco el mercado interno abastecido por las comunidades
aborígenes, el artesanado y las propias haciendas.
También se ha minimizado la importancia de los mercados regionales. Hubo colonias,
como la Capitanía General de Venezuela, que comerciaba más con México que con España.58 A
su vez, Nueva España mantenía un activo comercio con el Virreinato del Perú, lo mismo que la
Real Audiencia de Quito. En la zona del Caribe se estableció un mercado regional a base del
contrabando entre las colonias españolas, especialmente Cuba, con las anglofrancesas, al igual
que entre Santo Domingo y Haití. La Capitanía General de Chile tuvo un relevante comercio
con Perú a través de la exportación de trigo. El mercado regional más importante se generó
alrededor de la explotación de la mina e Potosí: de los obrajes quiteños venían las mantas; de
Tucumán, Salta y Jujuy, mulas y textiles; del norte chileno, cordobanes y mulas.59 Estos
mercados regionales tuvieron un papel relevante tanto en la economía de exportación como en
la estructuración de un mercado interno que favoreció el desarrollo de los agricultores y mineros
criollos, del artesanado y de la propia economía aborigen.
Para comprender la formación social es fundamental el cuestionamiento de la visión
historiográfica tradicional, que estableció de modo arbitrario un corte entre las culturas
aborígenes y la colonización ibérica, entre la llamada prehistoria y la historia, como si ésta
hubiera comenzado con la llegada de los europeos. En rigor, la teoría del “descubrimiento” de
América constituye otro de los tantos encubrimientos de la realidad histórica.
En el choque de las culturas europea e indoamericana se produjo un fenómeno de
desestructuración-estructración. La primera no fue tan absoluta ni la segunda tan rápida. Los es
pañoles y portugueses trataron de desestructurar las culturas aborígenes por la fuerza, pero se
vieron obligados a integrar los conocimientos que ellas tenían sobre el trabajo de la minería. El
proceso de continuidad-discontinidad se reflejó durante la Colonia en la presencia permanente
de lo indígena, cuya cultura y vida cotidiana supervivió de modo activo a nivel horizontal. A su
vez, los aborígenes incorporaron aspectos de la cultura europea, como variedades de cereales y
ganadería e inclusive de religión, que dieron lugar a una forma de sincretismo. Esta matriz
societaria se amplió con la incorporación de millones de esclavos negros que le dieron al Brasil
y a la zona del Caribe una importancia étnica y cultural específica.
Sin el estudio de la relación entre estas etnias y las clases sería imposible explicar la
particular lucha de clases que hubo durante la Colonia, especialmente la resistencia indígena
desde Cuauhtémoc y lautaro hasta Tupac Amaru, y las rebeliones de los esclavos negros. La
explotación de éstos y la apropiación de las tierras fueron los factores determinantes en el
surgimiento de la clase dominante.
El Estado colonial, que al igual que las clases y las manifestaciones culturales
desarrollaremos más a delante, tuvo precisamente la misión de garantizar el funcionamiento de
la economía de exportación y el régimen de dominación colonial.60 Para ello contó con el
respaldo de la Iglesia católica, que puso su orientación y sus sacerdotes al servicio de la
colonización, pues se trataba no sólo de catequizar un mundo virgen sino también de adquirir
nuevos bienes terrenales. No es puramente simbólica la figura de que la conquista de América
se hizo bajo el signo de la cruz y de la espada, aunque hubo excepciones, como la de Bartolomé
de las Casas, un precursor histórico de los derechos humanos.
Las actividades culturales estuvieron signadas por la alienación religiosa y el sistema de
dominación absolutista.61 Nunca estuvo más claro que la ideología predominante de una
sociedad es la ideología de su clase dominante. Sin embargo, continuaron existiendo el arte y la
cultura indígena y negra, con sus variadas expresiones de vida cotidiana, muy distinta a la de la
élite blanca.
Tan acostumbrados estamos a estudiar la Colonia como un fenómeno hispanoamericano
que frecuentemente nos olvidamos de la colonización inglesa, francesa y holandesa del Caribe
como si éste no perteneciera a nuestra América. Esa región no fue un mero escenario de lucha
entre piratas y corsarios sino otra de las partes de América conquistada por los europeos. A
partir del siglo XVII Inglaterra se apoderó de Barbados, San Cristóbal, Santa Lucía, Granada,
Dominica, San Vicente, Trinidad, Tobago, ST. Kitts, Antigua, Montserrat, Jamaica, Guyana,
procurando además arrebatarle Cuba, Puerto Rico y parte de Centroamérica a España.62
Holanda conquistó Curazao, Aruba y Guayana, además de colonizar el nordeste brasileño con
ingenios azucareros. Francia se apoderó de Haití, Guadalupe, Martinica y la otra parte de la
Guayana. En fin, las incursiones de los piratas y corsarios fueron parte de la lucha
intercapitalista por el control de algunas zonas americanas, tanto en lo territorial como en lo
comercial.63 En ellas no sólo hubo actividad mercantil sino también una fuerte inversión de
capital para implementar la economía de plantación. Esta inversión de capitales, hecha por los
europeos y también por Estados Unidos en el siglo XVIII, invita a reflexionar acerca de la
existencia de una forma de protoimperialismo en esta fase de acumulación originaria.

LA FORMACION SOCIAL REPUBLICANA

El período de transición al capitalismo se mantuvo hasta mediados del siglo XIX, aunque
en una nueva formación social cuando las colonias cortaron drásticamente el nexo con el
imperio español dando paso a la estructuración de repúblicas formalmente independientes.
La independencia fue resultado de la maduración de una crisis de una coyuntura especial:
la invasión napoleónica de España. La principal causa de estructura de ña revolución
separatista-colonial fue la existencia de una clase social cuyos intereses entraron en
contradicción con la metrópolis española. Esa clase controlaba a fines de la Colonia los centros
productivos fundamentales, pero el gobierno seguía en manos de los representantes de la
monarquía. Esta contradicción sólo podía ser superada en la medida en que los criollos tomaran
el control del aparato del Estado para imponer una nueva política económica de exportación e
importación.
Sostener que el libre comercio fue la causa esencial de la revolución por la
independencia, sin profundizar en los intereses de clase que estaban detrás de esta demanda, es
caer en el reduccionismo economista. La exigencia del libre comercio sólo puede ser explicada
por las aspiraciones de los productores criollos de lograr mayores exportaciones y mejores
precios. Sin la existencia de esta clase social hegemónica, la consigna de libre comercio no
habría sido causa suficiente de la independencia. Por eso es un error considerar las demandas
de tipo económico y desligada del resto de las aspiraciones de los criollos acomodados. La
independencia es impulsada por el conjunto de reivndicaciones que exige una clase dispuesta a
tomar el poder político -el aparato estatal-, única garantía para imponer sus aspiraciones
generales de clase en vías de ser dominante.
Su conciencia de clase “para si” se fue desarrollando no sólo en las acciones de protesta
contra el Estado colonial, sino también a través de la influencia de las ideas progresivas de la
época, expresadas fundamentalmente en al Revolución Francesa y el la lucha por la
independencia de los Estados Unidos. En Europa, el pensamiento liberal fue la bandera de lucha
de la burguesía industrial; en América latina, la ideología de los hacendados, mineros y
comerciantes. Allá sirvió para el proteccionismo industrial, acá para el libre cambio y la
exportación de productos agropecuarios y mineros.
La revolución por la independencia cambió la forma de gobierno, no la estructura
socioeconómica heredada de la Colonia. En rigor, no fue una revolución democrático-burguesa,
porque no realizó la reforma agraria ni fue capaz de crear las bases del mercado interno para el
desarrollo de una industria nacional. La única tarea democrática que cumplió la clase dominante
criolla fue la independencia política al romper con la condición colonial, reemplazando un
equipo de explotadores de allende por otro de aquende.
Limitado el proceso de liberación a la independencia política formal, muy pronto nuestros
países experimentaron un nuevo tipo de dependencia, especialmente económica, respecto del
mercado europeo. Con el fin de lograr mejores precios y una mayor demanda de sus productos,
la clase dominante nativa se comprometió a permitir la entrada indiscriminada de manufactura
extranjera, con lo cual anuló las posibilidades de desarrollo de una industria nacional.
De todos modos se aceleró la fase de transición al capitalismo con el afianzamiento de las
relaciones de producción capitalistas en las minas y algunas explotaciones agropecuarias,
aunque siempre combinadas correlaciones precapitalistas de tipo servil. La esclavitud fue
abolida durante la primera mitad del siglo XIX en la mayoría de los países, con excepción de
Brasil, Cuba y Puerto Rico, donde se mantuvo hasta la década de 1880.
Algunos historiadores han exagerado la magnitud de la crisis económica del período
posindependencia. Si bien es cierto que durante las guerras civiles hubo graves pérdidas de
ganado y en algunos países como México bajo la producción minera, especialmente de plata, en
otros países como la Argentina, Brasil, Chile, Ecuador y Venezuela se produjo un aumento de la
exportación agropecuaria y minera.
En Venezuela las exportaciones de cacao, tabaco y ganado se triplicaron: de 11 millones
de bolívares en 1831 a 32 millones en 1846. Las de café aumentaron de 115.000 quintales en
1831 a 330.000 en 1841. Los hatos de ganado crecieron de 5 millones a cerca de 10 millones de
cabezas en ese mismo lapso.64 En Ecuador las exportaciones de cacao aumentaron del 81.000
quintales (de cien libras) en 1810 a 157.256 en 1843, hasta empinarse a cerca de los 200.000
quintales a fines de la década de 1840.65También en Chile aumentaron las exportaciones
mineras hasta totalizar $ 7.807.106 en 1852, mientras las agropecuarias subían a $ 3.933.149, a
raíz de las ventas de trigo a California que aumentaron de $ 250.000 en 1848 a más de $
2.000.000 en 1852.66
De 1825 a 1870, en Brasil se dio un repunte azucarero en el nordeste y un avance
ganadero en el sur. Entre 1830 y 1850, las exportaciones subieron de tres millones de libras
esterlinas a más de cinco millones y medio.67
Durante las guerras de la independencia y las guerras civiles hubo una intensa movilidad
social en las propias fracciones de la clase dominante. Las crecientes necesidades de las
ciudades, del comercio interior y de la administración pública permitieron un crecimiento de las
capas medias. La nueva intelectualidad formó movimientos liberales de avanzada, como la
Sociedad de la Igualdad de 1850 en Chile. El artesanado superó la etapa de las corporaciones
cerradas, constituyendo agrupaciones más abiertas.
El proletariado minero se desarrolló en las explotaciones de plata y cobre. Comenzaron
las huelgas por el atraso en los pagos de los salarios, el maltrato y la poca seguridad en los
laboreos más peligrosos de las minas.
Los pequeños propietarios aumentaron con el reparto de herencias de propiedades
medianas entre numerosos descendientes. La medianería, la aparcería y el inquilinaje
continuaron siendo las principales relaciones precapitalistas de producción. Sin embargo, el
régien del salariado se fue implantando en las haciendas más modernas.
El desarrollo de las fuerzas productivas en los ingenios azucareros, en ciertas
explotaciones agropecuarias y especialmente en la minera -expresado en la industria fundidora
del cobre y en la introducción de una tecnología moderna para la explotación de la plata y el
azúcar- revelaron el carácter procapitalista de nuestra economía, cuya base era la producción y
no la mera circulación de mercancías. Es obvio que no estábamos en presencia del capitalismo
clásico de tipo industrial, sino de un régimen de producción capitalista incipiente basado en la
explotación minera y agropecuaria, que había generado una burguesía que se regía por la ley del
valor, la plusvalía y la cuota de ganancia. Hacía 1850 esta clase social introducía, como signo
de los nuevos tiempos, medios modernos de comunicación (ferrocarril y teléfono) e inauguraba
el sistema bancario.
Durante este período se aceleró el proceso de concentración monopólica de la tierra
mediante la conquista de zonas habitadas por las comunidades indígenas. Empero, la
consolidación de la propiedad latifundista no significa necesariamente un reforzamiento del
feudalismo. El latifundio latinoamericano estaba dedicado no a la pequeña producción agraria y
artesanal sino a la exportación en gran escala de productos para el mercado mundial capitalista.
El aumento de la demanda de materia prima, promovido por la Revolución Industrial
europea, produjo en América latina el desarrollo de un capitalismo incipiente, minero y
agropecuario, que se expresaba en nuevas relaciones sociales de producción y en la introducción
de maquinarias y nueva tecnología.
La primera mitad del siglo XIX fue una etapa preliminar de despegue de la economía
primaria exportadora que preparó las condiciones para el ulterior aumento de la producción. En
algunos países la minería se constituyó en el primer producto de exportación. En otros, como
Venezuela, Ecuador y Cuba, la economía de plantación fue preponderante.
El proceso de acumulación originaria de la burguesía criolla -que no se inició en la
República sino que venía desde la Colonia- se dio a través de varias vertientes. Una fue la
tierra, por medio de una doble apropiación: los terrenos que aún conservaban las comunidades
indígenas y las propiedades que el Estado distribuyó al término de las guerras de la
Independencia. Otro mecanismo de acumulación fueron los préstamos que los terratenientes y
la burguesía comercial y usuaria hacían al Estado, especulando además con los bonos de la
deuda pública interna; asimismo, arrendaban determinadas actividades públicas -como servicios
de correos, aduanas, etc.-, obteniendo significativas ganancias.
Sin embargo, la base de la acumulación continuó siendo la exportación agropecuaria y
minera, que después de la ruptura del nexo colonial significó un mayor ingreso, tanto por los
precios como por el ahorro en el pago de derechos de exportación, que habían sido muy
elevados bajo el dominio del imperio español. Este proceso de acumulación originaria de los
sectores exportadores se complementaba y reforzaba con el que realizaban las casas comerciales
criollas y extranjeras.
Si bien es cierto que hasta mediados del siglo XIX no existieron bancos formalmente
reconocidos por el Estado, funcionaban casas financieras que combinaban préstamos a interés
con la inversión de capitales en las explotaciones agropecuarias y mineras. Anticipaban
capitales a pequeños y medianos empresarios con la condición de que éstos les vendieran su
producción. Con frecuencia el anticipo consistía solamente en la entrega de instrumentos de
trabajo y mercaderías para la subsistencia. En otros casos las casas “habilitadoras” compraban
metales y productos agrarios a bajo precio, acumulando stocks que luego vendían a pingües
ganancias. Las casas comerciales también invertían en la industria molinera o daban créditos a
los dueños de molinos con la condición de que la comercialización quedara en sus manos, lo
mismo hicieron las casas comerciales de Caracas y Maracaibo con el café que se producía en los
Andes venezolanos. Otras casas prestamistas empezaron como consignatarias de corretajes y se
transformaron en empresas que emitían vales o billetes al portador.

LA CONSOLIDACION DEL MODO


DE PRODUCCION CAPITALISTA

No se puede comprender la historia de América latina si no se estudia la formación


mundial capitalista, porque desde la colonización hispano-lusitana nuestro continente pasó
abruptamente a formar parte de ese sistema de dominación internaciones. Esta es, a nuestro
juicio, la única metodología que puede ayudarnos a entender cabalmente el significado de la
expansión capitalista y los mecanismos de inserción de América latina en el mercado mundial.
A la luz de este enfoque globalizante podremos entender los planes de conquista territorial del
caitalismo europeo y norteamericano durante el siglo XIX en México, Centroamérica, el Caribe
y el Cono Sur. Del mismo modo la ideología de la clase dominante latinoamericana solamente
es explicable si se la estudia en relación a la avanzada social de América latina en el siglo XIX
sólo pueden comprenderse investigando las ideas socialistas y anarquistas europeas.
Nuestra América era parte integrante de la formación mundial capitalista, y en
consecuencia recibía; como continente subdesarrollado y dependiente, la influencia del centro
hegemónico. No en vano la historia se había hecho mundial.
Precisamente por ello es que cada crisis cíclica del capitalismo, como las de 1816, 1825,
1847, 1857, 1866, 1873 y 1889-90 repercutía directamente en los países ubicados en la periferia
del sistema.
La segunda mitad del siglo XIX significó un salto cualitativo en la formación social
latinoamericana porque fue la fase de consolidación del modo de producción capitalista en las
principales áreas de la economía.
El desarrollo del capitalismo se dio tanto en las empresas mineras como en las
agropecuarias y en las plantaciones, la inversión de capital financiero extranjero en las materias
primas, en ferrocarriles y telecomunicaciones reforzó el proceso capitalista.
No obstante esta realidad tan obvia, varios autores, entre ellos Ciro Cardoso, siguen
poniendo en duda la existencia de relaciones de producción capitalistas en la segunda mitad del
siglo XIX. Cardoso reconoce que la abolición de la esclavitud y las reformas liberales
permitieron un avance del capitalismo, pero “no significaron, sin embargo, el triunfo de
relaciones de producción capitalistas típicas, y aún casos como el argentino presentan
peculiaridades respecto de la evolución capitalista tal como la observamos en los países
centrales”.68 Una vez más, nos encontramos con aquel tipo de autor que se niega a reconocer el
capitalismo si no se cumplen todos los requisitos del modelo europeo, aunque para ello tenga
forzosamente que separar a nuestro continente del sistema capitalista mundial en un momento,
como la segunda mitad del siglo XIX, en que precisamente se dio la plena inserción de la
economía primaria exportadora latinoamericana en el mercado internacional.
Por su parte, Agustín Cueva trata, a contrapelo de la realidad histórica, de demostrar que
el capitalismo adviene en América latina gracias a la inversión de capitales extranjeros en la fase
imperialista de fines del siglo XIX, subestimando todo el proceso anterior de acumulación
capitalista criolla. Por eso se encuentra con graves escollos para demostrar el camino de la
acumulación originaria, sobre todo en “aquellas áreas donde se habían conformado estructuras
feudales de corte casi clásico”.69 Sin tomarse el trabajo de probar qué entiende por feudalismo
“clásico”, cita una serie de datos sobre expropiaciones de tierras en diversos países de América
latina, no advirtiendo que el proceso de acumulación originaria de los criollos fue en parte
interno, como resultado de un desarrollo capitalista incipiente que venía gestando desde el siglo
XVIII.
Inclusive las áreas con economía de subsistencia fueron forzadas a integrarse al circuito
capitalista, ya sea proporcionando mano de obra “alimentada en el sector doméstico, o de
alimentos de exportación producidos por campesinos alimentados con sus propios productos.
Esta economía de alimentación pertenece por lo tanto a la esfera de la circulación del
capitalismo en la medida que los provee de la fuerza de trabajo y alimentos”.70 Ya Rosa
Luxemburgo había señalado que “desde el año 30 hasta el 60 del siglo XIX, la construcción de
ferrocarriles y los empréstitos necesarios para ella sirvieron principalmente para el
desplazamiento de la economía natural y la difusión de la economía de mercancías.”71
La acumulación originaria, que se había iniciado en la Colonia, tuvo un ritmo acelerado a
raíz de las medidas adoptadas por los gobiernos liberales, especialmente las relacionadas con la
tierra. Una de ellas fue la expropiación de propiedades de la Iglesia en numerosos países
latinoamericanos. Otra forma de acumulación originaria fue la división de las tierras ejidales y
del Estado y, sobre todo, el despojo de las tierras que aún conservaban las comunidades
indígenas. Este nuevo etno y ecocidio le permitió a la burguesía criolla apoderarse de tierras
fértiles para aumentar su producción agropecuaria y, al mismo tiempo, “liberar” mano de obra
indígena, forzándola a vender la fuerza de trabajo que necesitaban los pioneros del capitalismo
agrario. Paralelamente, se coaccionó a los indios para que vendieran sus tierras al Estado o a los
particulares. El objetivo de los gobiernos era liquidar la propiedad comunal, reemplazándola por
la micro propiedad privada indígena, que atomizaba las relaciones étnicas.
De este modo, se aceleró el proceso de separación entre los trabajadores y sus medios de
producción, característica básica de todo fenómeno de acumulación originaria,72 que no sólo
consiste -como han argumentado numerosos autores- en el comercio colonial y la trata de
esclavos.
Expresiones del desarrollo capitalista de la segunda mitad del siglo XIX fueron la
mecanización del agro (trilladoras, segadoras, motores a vapor, máquinas de aserrar, etc.) y la
implantación del alambrado, que permitió delimitar claramente la propiedad privada. Como
reafirmación del proceso de consolidación de la propiedad territorial, grandes extensiones de
tierras fueron cercadas. El alambrado e constituyó así en el factor delimitador de la unidad
capitalista agropecuaria llamada estancia y en un signo de “progreso”, del cual se
enorgullecieron los gobiernos de la época.
El auge ganadero de la Argentina y el Uruguay se vio favorecido, asimismo, por la
introducción de los frigoríficos, superándose así la fase saladeril y del tasajo. Con la instalación
de los frigoríficos, las vacas y ovejas no sólo se valorizaron por su cuero sino también por su
carne, que recién entonces comenzó a ser faenada y aprovechada íntegramente.
El desarrollo de las fuerzas productivas se hizo notorio en la economía minera. Hornos de
fundición de cobre, nueva tecnología para la explotación de la plata en México y Chile,
modernas máquinas a vapor para la explotación del carbón, fueron indicadores relevantes de
este proceso de desarrollo del capitalismo.
La industria fundidora del cobre -en el período en que Chile se convirtió en el primer
productor mundial (1860 - 1870)- fue una de las empresas más importantes acometidas por la
burguesía latinoamericana. Los hornos de Guayacán, Tongoy y Los Vilos, financiados por
capitales nacionales, estaban a la altura de las fundiciones europeas, según testimonios de la
época. La fundición de Guayacán, alimentada por el cobre del cerro El Tamaya, contaba con 35
hornos y 400 obreros. La explotación del carbón de Lota y Coronel también alcanzó un alto
grado tecnológico.
La producción azucarera elevó sus tasas de productividad con la generalización de la
máquina de vapor, especialmente en Cuba, donde se pasó del 19 por ciento de ingenios
movidos por estas máquinas en 1846 al 70 por ciento en 1861. La explotación del tabaco se
acrecentó con la introducción de la máquina torcedora de cigarrillos en varios países del Caribe.
La hacienda, gestada en el último siglo de la Colonia, se convirtió en el principal
epicentro económico de numerosos países latinoamericanos; base de la economía
agroexportadora, utilizada tanto relaciones de producción capitalistas como precapitalistas. Se
desarrolló en función de las necesidades de materias primas del sistema capitalista
internacional, aunque en algunos países parte de su producción fue destinada a abastecer la
demanda interna de los centros mineros y de otras plantaciones.
La hacienda mexicana en el siglo XIX amplificó su papel al ser beneficiada con las
desamortizaciones de los bienes eclesiales y las nuevas expropiaciones de las tierras indígenas:
“con este proceso se destruía la vieja simbiosis entre hacienda y comunidad indígena, como ya
se había destruido la articulación privilegiada mina-hacienda. Dondequiera que las haciendas
llegaron a su máxima expansión, y en consecuencia las comunidades a su mínima expresión,
entraron en quiebra las relaciones sociales y económicas tradicionales.”73
Un índice importante del desarrollo capitalista del agro fue el auge de la industria
molinera, que ya trabajaba con el moderno sistema de cilindros. La concentración de capitales
en estas empresas molineras fue eliminando a los antiguos pequeños productores. La industria
molinera, creada sobre bases inequívocamente capitalistas, se afianzó en Chile, la Argentina y,
en menor medida, en otros países andinos. Su producción no estuvo destinada solamente a la
exportación -especialmente a California y Australia en la época del “boom” del oro- sino
también a abstener la creciente demanda del mercado interno.
Durante la segunda mitad del siglo XIX se produjo un aumento notable de las
exportaciones, fortaleciendo la plena integración al mercado mundial capitalista y, al mismo
tiempo, reforzando los lazos de dependencia. Es interesante destacar que la producción
agropecuaria no sólo creció a raíz de las exportaciones sino también por la ampliación del
mercado interno. Este crecimiento de la producción no ha sido debidamente apreciado por
aquellos investigadores que toman solamente en cuenta las cifras de exportación.
El sistema bancario, impuesto en la mayoría de los países latinoamericanos en la segunda
mitad del siglo XIX, fue la expresión en el plano de las finanzas de la política del liberalismo
económico. En algunas naciones se establecieron leyes de bancos en las que el Estado fijaba
algunas reglas de juego para los banqueros particulares encargados de la libre emisión de
moneda. Todas las fracciones de la burguesía se opusieron a cualquier intento de creación de un
banco nacional o central, estimulando sistemas bancarios de corte típicamente liberal en el que
se aludía toda fiscalización por parte del Estado. A veces el Estado establecía que las emisiones
no podían sobrepasar un cierto porcentaje del capital. De todos modos prestaba dinero a los
bancos a bajo interés, y ellos a su vez hacían préstamos a los particulares que cuadruplicaban las
tasas de interés que les exigía el fisco.
Los bancos discriminaban las líneas de crédito en función de los intereses específicos de
los sectores burgueses que representaban. Los mineros, plantadores y terratenientes crearon sus
propios bancos, lo mismo que la burguesía comercial. A partir de la década 1880-1890 se
intensificó el rito de creación de bancos extranjeros al compás de las inversiones de capital
financiero en el área productiva.
A contracorriente de los ideólogos de la economía primaria exportadora, en el siglo
pasado se dieron los primeros intentos de industrialización en algunos países latinoamericanos
como lo veremos en el capítulo XI. Durante la segunda mitad del siglo XIX se consolidaron las
relaciones de producción capitalistas, aunque siguieron superviviendo variadas formas de
semiservidumbre, como el concertaje, el inquilinaje, la aparcería. En Brasil y Cuba continuaron
las relaciones esclavistas hasta la década de 1880.
La “economía mundo”, al decir de Wallerstein, impuso de manera definitiva las formas
capitalistas de producción en una América latina ya plenamente insertada en el sistema global
de la economía. Las propias relaciones semiserviles de producción estaban en función de la
dinámica general capitalista.
El régimen del salariado que se había introducido en varias regiones desde los tiempos de
la Colonia se generalizó en la segunda mitad del siglo XIX, especialmente en las exportaciones
mineras, en las áreas más dinámicas de la agricultura y la economía de plantación, en la
industria molinera, en los aserraderos, en las obras ferroviarias, en las faenas portuarias, en la
incipiente industria y en las crecientes actividades urbanas no fabriles. El capitalismo agrario y
minero de América latina no comenzó como en Europa con la expansión del mercado interno y
del desarrollo industrial, sino en estrecha relación con el mercado externo.
Este proceso de desarrollo capitalista, que venía gestándose desde fines del sigo XVIII,
no se implantó de la noche a la mañana por decretos dictados desde arriba, como parecen
sugerirlo Cardoso y Pérez Brignoli al afirmar que la transición al capitalismo se efectuó a través
de tres procesos básicos: “la abolición de la esclavitud, la reforma liberal y la colonización de
áreas vacías”.74 Es sabido que la abolición de la esclavitud fue nada más que un acta formal de
defunción de una relación de producción que estaba ya obsoleta en la primera mitad del siglo
XIX, con excepción de Cuba y Brasil. Por ende, cuando se firman los decretos abolicionistas,
las relaciones esclavistas han sido ya reemplazadas por el salariado y variadas formas de
semiservidumbre. En cuanto a la tan mentada reforma liberal, no hizo más que profundizar un
proceso capitalista que se venía dando desde décadas anteriores, salvo las expropiaciones de
tierras de la Iglesia. Por lo demás, hubo muchos gobiernos autoritarios conservadores que, hijos
de su tiempo y de su clase, propugnaron, al igual que los liberales, el desarrollo capitalista que
requería la época. Finalmente, el argumento de la “colonización de áreas vacías” nos parece
poco serio si no se acompaña de un análisis de la acumulación originaria y de las relaciones de
producción con que fueron explotadas, además de que constituye una expresión no sólo de
desprecio sino de ignorancia de los miles de años de culturización de esas tierras, por las formas
comunales de producción de las comunidades indígenas, que nunca las dejaron “vacías”.
Toda la minería chilena -fundamento económico de ese país- trabajaba con personal
asalariado, tanto los 33.000 obreros de las minas de plata y cobre como los 5.400 del carbón y
los 13.000 del salitre. En las actividades agropecuarias laboraban en 1885 más de 200.000
jornaleros sobre el total de población activa campesina de 420.000 personas. La mayoría eran
fuerinos o temporeros, aunque había un importante sector del proletariado rural en calidad de
obreros permanentes. En algunas empresas, como las de Bunster, trabajaban 2.000 jornaleros y
en otras, como la de San Regis de Aconcagua, había 120 obreros permanentes de un total de 200
trabajadores. En la hacienda de Viluco trabajaban “200 peones sedentarios”.75 Los salarios
fluctuaban entre 0,25 y1 peso diario, casi la mitad de lo que percibían los trabajadores mineros.
El pago de salarios se hacía preponderantemente en fichas, hecho que ha inducido
erróneamente a varios autores a sostener que era una forma precapitalista de producción. Un
especialista del tema, Marcelo Segall,76 ha demostrado que el régimen de fichaje correspondía a
una relación capitalista de producción, siendo utilizada por el capitalismo europeo y
nortemaericano hasta fines del siglo XIX. En rigor, el salario era pagado en una ficha sólo
canjeable en la pulpería del patrón. El régimen de ficha-salario redoblaba la explotación por
cuanto la burguesía obligaba a los trabajadores a comprar a precios especulativos los alimentos
y vestimentas en las pulperías de los propios empresarios, con lo cual no sólo se apropiaban de
la plusvalía generada por el trabajo excedente sino también de parte del trabajo necesario, es
decir, el salario, que el obrero estaba obligado a gastar en las llamadas tiendas de despacho raya.
Por otra parte, en la industria molinera, en las obras ferroviarias y en la incipiente industria se
generalizó el régimen del salariado, aunque en algunas actividades agrícolas supervivían
relaciones semiserviles.
En México se afianzaron en algunas zonas las relaciones capitalistas, especialmente en
la minería de plata. Un riguroso estudio efectuado por Bazant en la hacienda de Bocas, en el
camino a Montarrey, muestra la actividad de 400 obreros permanentes y 500 eventuales.
Existían libros de contabilidad para peones estables, “muchachos”, “contratistas” (herreros,
pintores, etc.) y “parados”, es decir, os que fueron a la hacienda. Las “memorias de alquilados”
llevaban en orden cronológico las semanas trabajadas y los nombres de los peones eventuales y
sus respectivos salarios.77
aunque el nivel de consumo “global del campo mexicano -afirma Gutelman- tendía a
diminuir fuertemente durante la época porfidiana, la parte de su consumo individual que se
expresaba por una demanda monetaria que tendía a su vez a crecer paralelamente al proceso de
proletarización, es decir, paralelamente al aumento del número de asalariados ”.78 Por lo demás,
en México creció el sector del proletariado ferroviario, portuario y de la manufactura incipiente.
En Centroamérica comenzaron a introducirse relaciones salariales, especialmente en El
Salvador y Costa Rica. A pesar de que la mayoría de la producción cafetalera descansaba en una
producción de tipo familiar, las fincas contrataban jornaleros en tiempos de siembra y cosecha.
A fines del siglo XIX, las plantaciones bananeras de la United Fruit Company generalizaron las
relaciones de producción capitalistas de la zona atlántica. En El Salvador, a raíz de la flamante
inserción de la economía cafetalera en el mercado mundial, “el incipiente capitalismo agrario
disuelve las formas precapitalistas de explotación de la tierra.”79 El general Ezeta en 1890
obligó a los terratenientes a modernizar sus fincas: “fueron reducidas las ‘tareas’ en el campo y
se fijó precio único para la unidad. Hasta entonces la tarea se venía pagando a 18 centavos (...)
con los Ezeta la tarea se cumplía haciendo la faena en un área de diez brazadas por diez cuartas
y por ello se pagaba un colón”.80
En toda Centroamérica, con excepción de Costa Rica -asentada en la pequeña y mediana
propiedad- existían haciendas donde trabajaban minifundistas por un salario, como dice
Edalberto Torres-Rivas: “las migraciones estacionales de centenares de miles de campesinos
minifundistas que se desplazan en las épocas de cosecha en busca de trabajo (...) a las
plantaciones cafetaleras o se movilizan de unas zonas a otras para ganar temporalmente unos
salarios que por lo general son bajos”,81 La hacienda, que se desarrolla hacia 1850 -continúa
Torres-Rivas- Es “una empresa capitalista con un número más o menos importante de
trabajadores no especializados, que cultiva en forma extensiva una producción normalmente
destinada al mercado exterior, utilizando relativamente poco capitalista (...) el desarrollo
capitalista se afianza con el enclave bancario que establecen los capitales nortemericanos (...)
los salarios de los obreros bananeros son mayores en tres veces en relación al resto (...) ha
crecido un numeroso proletariado rural y de trabajadores ferroviarios y portuarios que giran en
torno del enclave bananero”.82
En Colombia existían núcleos obreros en las minas de oro, carbón y sal, en los puertos,
fábricas de tabaco, ferrocarriles y grandes haciendas, aunque en la mayoría de ellas supervivían
relaciones precapitalistas de producción, como el concertaje indígena y el de ex esclavos.
En Venezuela aumentó el número de obreros asalariados, a pesar de que la medianería y
la aparcería siguieron siendo los regímenes preponderantes de trabajo. Frecuentemente los
aparceros y medianeros se contrataban como peones asalariados. El núcleo más importante del
proletariado rural se dio en las explotaciones cafetaleras. Los salarios, pagados con fichas o en
metálico, variaban según las regiones y las épocas del año. Domingo Castillo anotaba que en la
segunda, mitad del siglo XIX el trabajo del peón estaba valorizado en “tres reales diarios”.83
En el estudio realizado por Carvallo y Ríos se demuestra un incremento del peonaje en
este período. “El trabajador vendía su fuerza de trabajo al hacendado a cambio de una
remuneración que generalmente incluía, como parte fundamental, la posibilidad de usufructuar
una porción de la tierra de la hacienda al apropiarse, para los fines de su propia subsistencia, del
producto de su trabajo en el conuco (...). Como suplemento más que como parte principal de la
remuneración, el peón podía recibir un pago que tomaba forma de diversas fichas, vales (...). El
usufructo del conuco no conllevaba la condición de aparcero, medianero o pisatario, como a
menudo se ha señalado, sino que generalmente estaba libre de toda forma de pago al hacendado
y cumplía la función de remuneración principal del trabajador.”84
Paralelamente en Venezuela los exportadores y las grandes casas comerciales empleaban
asalariados para el transporte de los sacos de café. Además de los obreros ferrocarrileros en las
explotaciones de oro de El Callao, en la zona de Guayana, que produjeron más de 120 millones
de bolívares entre 1875 y 1890, constituyéndose en el segundo rubro de exportación del café.
Mientras en la sierra ecuatoriana continuó rigiendo el sistema de concertaje, las
explotaciones de cacao -columna vertebral de la economía- se realizaban bajo relaciones
inequívocamente capitalistas mediante el empleo de sembradores que trabajaban a destajo y de
peones a quienes se pagaba un salario de tres pesos diarios. “El transporte, secado en el puerto,
ensacado y embarque que requiere una mano de obra urbana más o menos numerosa -los
llamados cacahueros- asalariada que las casas exportadoras contratan. En un primer núcleo del
proletariado.”85 La cacocracia, necesitada de la mano de obra, aceleró el proceso de
proletarización atrayendo a los campesinos de la sierra, migración simbolizada en una novela de
la época que lleva el sugestivo título de A la costa.
El jornalero regular de la plantación era soltero y se alojaba en la hacienda, algunas de las
cuales, como la de Tengual, tenían 300 peones en 1893. “Numéricamente, los jornaleros
representaban el contingente principal de la fuerza de trabajo en las plantaciones cacaoteras, y
no los sembradores, como muchas veces se ha querido indicar (...). este fenómeno es importante
para comprender el carácter marcadamente capitalista que asume el proceso”.86 No obstante, en
la sierra seguían imperando las relaciones precapitalistas a través del sistema de concertaje, que
se aplicaba con mayor o menor rigor, según la zona.
El desarrollo del capitalismo peruano fue a paso de tortuga. Los primeros núcleos
burgueses, surgidos al calor de la explotación de guano y salitre, dieron lugar a un proletariado
embrionario, pero entraron en crisis a raíz de su derrota en la Guerra del Pacífico. Las relaciones
precapitalistas mantuvieron su predominio hasta la invasión del capital monopólico extranjero a
fines del siglo XIX, como señala Quijano: “Solamente a partir de la implantación se inició de
manera estable y significativa la formación del proletariado”.87
Las relaciones de producción capitalistas en la Argentina se implantaron tanto en las
empresas agropecuarias como en las actividades urbanas. Al proletariado rural se le sumó muy
pronto el proletariado manufacturero de la temprana industrialización iniciada a fines del siglo
XIX.
En el Uruguay se generaron importantes sectores obreros en los saladeros y frigoríficos,
en las estancas y en los puertos. Hacía fines del siglo laboraban 70.000 obreros en la
manufactura, especialmente de cuero y calzado, textiles, alimentación y gráficos. En 1862, se
dictaron leyes de protección a los trabajadores del campo, fijándose un salario mínimo rural de
8pesos diarios.
A pesar de la supervivencia de la esclavitud, hasta de la década de 1880, en Brasil
coexistían fuertes núcleos obreros. Las explotaciones cafetaleras se aprovecharon de la
abundante mano de obrera liberada por la ley abolicionista para pagar bajos salarios. En otras
zonas, como San Pablo,! el gobierno promovió y financió un importante flujo migratorio de
origen europeo, exigiendo desde el comienzo el pago del salario en moneda”,88 Furtado sostiene
que “el hecho de mayor relieve ocurrido en la economía brasileña en el último cuarto del siglo
XIX fue, sin lugar a dudas, el aumento de la importancia relativa del sector asalariado”.89

EL CAPITALISMO DEPENDIENTE
DEL SIGLO XX
Desde fines del siglo XIX se produjo un cambio significativo en nuestra condición de
países dependientes. El capitalismo -en su nueva fase superior, el imperialismo- se apoderó de
gran parte de nuestras materias primas al invertir masivamente capital financiero en el área
minera y agropecuaria. América latina ya no sólo fue dependiente del mercado mundial, sino
que también perdió sus riquezas nacionales, tema que desarrollaremos en el capítulo VIII, sobre
dependencia.
La economía de exportación, controlada en la parte más significativa por el capital
monopólico extranjero, experimentó desde 1890 hasta 1930 una tendencia general al
crecimiento, que en nuestra América no es de ningún modo desarrollo autosostenido y
autosuficiente, ya que el grueso del excedente económico fue a parar a la metrópolis. En este
período -dice Furtado- América latina “ se transforma en un componente de importancia del
comercio mundial y en una de las más significativas fuentes de materia primas para los países
industrializados. En 1913, su participación en las exportaciones mundiales de cereales
alcanzaron al 17,9 por ciento, en las de productos pecuarios al 11,5 por ciento, en las de bebidas
(café y cacao) al 62,1 por ciento, en las de azúcar al 37,6 por ciento, en las de frutas y
legumbres al 14,2 por ciento, en las de fibras vegetales al 6,3 por ciento y en las de caucho,
pieles y cueros al 25,1 por ciento.”90
La argentina fue uno de los países que tuvo un mayor aumento en la producción. Su
exportación de cereales se sextuplicó y la de carne congelada creció en 27.000 toneladas a
376.000. la exportación cafetalera de Brasil aumentó a 4 millones de sacos (de 60 kg.) en 180 a
16 millones en 1914. Las exportaciones de salitre chileno subieron de 40 millones de pesos de
38 peniques en 1893 a 262 millones de pesos de 10,78 peniques en 1911. En 1915 se exportaron
2 millones de toneladas métricas de salitre, es decir, más del doble de lo que se había exportado
a principios de siglo. Esta cantidad subió a 2.500.000 toneladas a fines de la Primera Guerra
Mundial, pero decayó en la década de 1920 por el descubrimiento del salitre sintético. Mientras
tanto el cobre había adquirido el segundo lugar de los productores mundiales de dicho metal. La
producción minera del Perú y del estaño boliviano también creció, al igual que las exportaciones
de las economías de plantación de Centroamérica y el Caribe.
El proletariado urbano y rural, que se había consolidado desde mediados del siglo XIX,
experimentó un notable fortalecimiento en las primeras décadas del siglo XX. La generalización
de las relaciones de producción capitalistas, dinamizadas por la masiva inversión de capital
extranjero, determinó un crecimiento del proletariado minero, agrícola y de las plantaciones,
además del que trabajaba en ferrocarriles, tranvías, puertos, telecomunicaciones, transporte
terrestre y actividades terciarias.
En la zona del Caribe, el sector obrero más importante trabajaba en los ingenios
azucareros y en otras economías de plantación. En Chile y Bolivia era preponderante el
proletariado minero por la relevancia que tenían el cobre, salitre y estaño en la economía de
exportación. En Brasil se incrementaron las relaciones de producción capitalistas en la
incipiente industria y en las explotaciones cafetaleras. En Colombia se formó un fuerte
proletariado en el enclave bananero norteamericano. Aunque más lentamente, las explotaciones
agrarias Centroamérica experimentaron un crecimiento en los regímenes salariales de trabajo.
En la Argentina, el Uruguay y Chile no sólo creció el proletariado rural sino también el
manufacturero.
Durante este prceso, el imperialismo se apoderó del azúcar cubano, dominicano y
portorriqueño, del café centroamericano, con excepción de Guatemala donde hubo
preponderancia del capital alemán. El café brasileño siguió en manos de la burguesía criolla,
pero su comercialización quedó en manos del capital monopólico. También pasó a manos
foráneas la economía de plantación de cobre chilenos, además del estaño boliviano. El control
del petróleo mexicano y venezolano se repartió entre el imperialismo inglés y norteamericano.
Los países agropecuarios, como la Argentina y el Uruguay, lograron retener la posesión de las
riquezas nacionales. Pero su comercialización y sus frigoríficos fueron controlados por el capital
extranjero.
De 1890 a 1930 se produjo el proceso de conversión de la mayoría de los países
latinoamericanos, que pasaron de semicolonia inglesa a semicolonia nortemericana. Desde fines
del siglo XIX el imperialismo inglés comenzó a invertir en los servicios públicos y,
posteriormente, en las principales materias primas. La Primera Guerra Mundial (1914)
interrumpió la carrera inversionista de Inglaterra en América latina y colocó en primer plano a
su competidor por el control de las materias primas, Estados Unidos, cuyas inversiones se
aceleraron a tal ritmo que hacia 1930 había desplazado al imperialismo inglés en la mayoría de
nuestros países. De este modo, de semicolonia inglesa pasamos a convertirnos en semicolonia
norteamericana. Algunos países centroamericanos y de la región del Caribe ya eran
semicolonias yanquis desde la segunda mitad del siglo XIX o a principios del XX.
La formación social semicolonial consolidó el modo de producción capitalista a causa de
la fuerte inversión de capital extranjero, aunque superviven algunas relaciones precapitalistas de
producción en el campo, funcionales al sistema. Creció así el proletariado minero, rural y
urbano. Este cambio significativo en al estructura del proletariado tuvo su correlato social y
político en la agudización de la lucha de clases, la formación de los sindicatos y el nacimiento
de los primeros partidos obreros. El afianzamiento del modo de producción capitalista permitió
la irrupción de las capas medias, que comenzaron a exigir una mejor redistribución de a renta
nacional, alineándose con los primeros “movimientos populares” (Yrigoyen en la Argentina,
Alessandri Palma en Chile, Obregón y Calles en México, etcétera.)
A partir de la crisis mundial de 1929 y con el inicio de la industrialización empezó una
transición del capitalismo primario exportador a un capitalismo industrial dependiente. En este
período comenzó también la transición de la sociedad rural a la sociedad urbana industrial.
Esta fase tuvo un período de industrialización temprana en países como la Argentina, México,
Brasil, Chile y Uruguay, y en un período tardío de sustitución de importaciones en Perú,
Bolivia, Ecuador, Centroamérica, Venezuela y otros países del Caribe, en que la
industrialización comenzó después de 1950, estimulada por las nuevas funciones que asumió el
Estado, como lo veremos en el capítulo VIII.
En esta fase no solamente creció el número de trabajadores hombres sino también de
trabajadoras. Las mujeres fueron contratadas con salarios más bajos en as industrias, en los
comercios, en servicios públicos, llegando a constituir más del 20 por ciento de la población
denominada “económicamente activa”. En este período de configuración definitiva del
proletariado industrial los trabajadores afianzaron sus organizaciones sindicales, llegando a
crear poderosas centrales obreras únicas, como la CGT argentina. La COB boliviana, la CNT
uruguaya y la CUT chilena, que en ciertas oportunidades rebasaron los marcos del sindicalismo
economista para actuar como organismos políticos de clase.
En síntesis, la formación social semicolonial ha pasado de sociedad rural a sociedad
urbana, con un proceso de industrialización dependiente, expresión de un desarrollo capitalista
mediatizado por las metrópolis imperialistas. La dependencia de este particular proceso de
industrialización se acentuó a partir de la década de 1950, cuando el capital monopólico
internacional decidió invertir capitales en la industria. Así se produjo una asociación entre el
capital extranjero y el criollo, reforzando la condición semicolonial de nuestros países.
El notable crecimiento de las últimas décadas replantea un cambio significativo en la
caracterización de América latina. Hasta la década de 1930-40 la mayoría de los países eran
agrarios. Ahora deben ser caracterizados como urbanos.
Hay que hacer una distinción entre industrialización y urbanización. Si bien es cierto que
entre 1930 y 1950 la migración campo-ciudad se produjo principalmente a raíz del crecimiento
industrial, en las últimas dos décadas se observa que mientras la población urbana sigue
aumentando, el número de obreros industriales se ha estancado. El proceso de urbanización
continúa atrayendo mano de obra que es canalizada a través de las actividades comerciales,
financieras y de servicios.
La disminución del número de obreros fabriles no significa desindustrialización -como
han aseverado algunos investigadores- sino que es el resultado de una reconversión industrial
impuesta desde principios de la década del 70 por el modelo de exportación-importación. El
nuevo reajuste económico, dictado por las “necesidades” de la nueva división internacional del
capital-trabajo, determinó, por un lado, que la nueva mayoría de los países latinoamericanos
debía producir no sólo materias primas sino también estimular el desarrollo de industrias de
exportación no tradicionales y, por otro, importar masivamente artículos manufacturados,
aunque ello significara la quiebra de la industria liviana que desde hacía décadas trabajaba para
el mercado interno, a través del proceso llamado entonces de “sustitución de importaciones”,
que desarrollaremos en el capítulo XI.
El rápido avance de las industrias de exportación no tradicionales (metalmecánica,
petroquímica, automotriz, etc.) redobló la penetración del capital monopólico extranjero, que en
1980 ya controlaba en América latina más del 50 por ciento del capital industrial en general, y
casi la totalidad de las industria dinámicas de punta en particular. Esta variante de “crecimiento
hacía afuera”, basado en el desarrollo de las industrias de exportación no tradicionales, es
obviamente distinto al “crecimiento hacía afuera” de fines del siglo pasado y principios del
presente, fundamentado en la exportación de productos agropecuarios y mineros.
La aplicación del modelo exportación-importación condujo a que una parte sustancial de
los préstamos de la banca transnacional se invirtieran en importar artículos que bien pudieron
fabricarse en nuestros países. Es decir que la “ayuda” en préstamos -que hizo crecer
vertiginosamente la deuda externa, tema central que analizaremos más adelante- sirvió para
amortiguar la crisis de sobreproducción que durante la década de 1970 tuvieron las naciones
altamente industrializadas. Por eso existe una estrecha relación entre la reconversión industrial,
el peso cada vez más creciente del capital financiero y el salto cuanti-cualitativo de la deuda
externa.
El capital monopólico extranjero aprovechó la infraestructura energética y de transporte
que habían creado los Estados latinoamericanos y las exenciones tributarias dadas a la industria
para sus planes de internacionalización del capital, expresados ya en ese momento por un grado
avanzado de transnacionalización de la economía. Así se dio una inetrnacionalización del
mercado interno de cada uno de los países latinoamericanos, consolidando nuestra integración
forzada a la economía mundial.
El modo de producción capitalista se convirtió a partir de la década del 50 en el modo
preponderante de producción en el campo, aunque todavía subsisten relaciones de producción
precapitalistas en algunas explotaciones. El desarrollo del capitalismo agrario fue estimulado
por el proceso de industrialización, especialmente en el área de la agroindustria que elabora
ciertas materias primas del campo, descuidando la producción destinada al consumo popular.
Por eso aparece como contradictorio que un continente apto para la agricultura haya
tenido que incrementar la importación de productos alimenticios, hecho que hace muy
vulnerable a la mayoría de nuestros países en materia de alimentación cuando baja el ingreso de
divisas debido al descenso de la demanda y de los precios de las exportaciones. Este problema
adquiere una extrema gravedad si se considera que la población latinoamericana se duplicará
hacía el año 2000, aumentando de 321 millones en 1975 a más de 600 millones de personas, que
estarán concentradas fundamentalmente en las ciudades grandes y medianas.
No podemos cerrar este capítulo sobre los modos de producción sin señalar un fenómeno
de trascendencia histórica: en América latina ya no existe solamente el modo de producción
capitalista, pues el triunfo de la Revolución Cubana ha abierto el período de transición al
socialismo, por el cual comienza a transitar también la Nicaragua sandinista.

NOTAS
1
BARRY HINDESS y PAUL HIRTS: Los modos de producción precapitalistas, E d. Península, Barcelona, 1979. P. 16.
2
ERNEST MANDEL: Introducción al marxismo, E d. Akal, Madrid, 1977, p. 207
3
M. HARNECKER: Los conceptos elementales del materialismo histórico, 25a. Edición, Siglo XXI, México, 1974,p. 137.
4
E. MANDEL: Introducción al marxismo, op. Cit. , p. 208.
5
HINCKER y OTROS: El feudalismo, Madrid, 1976, p. 165.
6
JACQUES TEXIER: ‘’Desacuerdos sobre la definición de los conceptos’’, en Luporini y Sereni: El concepto de formación
económico-social, Cuadernos de Pasado y Presente, México, 1980, p.191.
7
CESAR LUPORINI: Marx según Marx, en Ibid. , p. 100.
8
EMILIO SERENI: La categoría de formación económico-social, en Ibid. , p.70.
9
IBID. , p.70.
10
CRISTINE GLUCKSMANN: Modo de producción, formación económica social, Teoría de transición a propósito de Lenin, en
Ibid.
11
LUIS FELIPE BATE: ‘’ Comunidades primitivas de cazadores-recolectores en Sudamérica’’ en Historia general de América,
OEA, Academia Nacional de la Historia de Venezuela, Caracas, 1983, t. I.
12
LUIS VITALE: La mitad invisible de la historia latinoamericana. El protagonismo social de la mujer, E d. Sudamericana-
Planeta, Buenos Aires, 1987.
13
Estos cambio significativos no fueron debidamente apreciados por la división clásica en la Edad de piedra y la Edad de los
Metales, establecida por C. Thompsen en 1836. Tampoco la clasificación de Morgan en salvajismo-barbarie-civilización, con sus
respectivos estadios inferior, medio y superior, logra aprehender ese cambio cualitativo, además de presuponer un desarrollo
unilineal de la historia.
14
CARLOS MARX: ‘’Formas que preceden a la producción capitalista’’;C. Marx: Elementos fundamentales de la Crítica de la
economía política, E d. Cuadernos de Pasado y Presente, México, 1978, pp. 52, 70, 72, 73, 74.
15
‘’ La comunidad misma representa la primera gran fuerza productiva’’; C. MARX: Elementos fundamentales de la Crítica de la
Economía Política, E d: Siglo XXI, Madrid, 1978.
16
M. GODELIER: Las sociedades ..., op. Cit., p.73
17
IBID., 73.
18
ARTURO MONZON: El calpulli en la organización social de los technocas, México, 1949.
19
ANGEL PALERM: Agricultura y sociedad Mesoamericana, Sepsetentas, México 1972.
20
FRANCISCO GAONA: Introducción a la historia social del Paraguay, E d. Arandú, Buenos Aires, 1967, p.22.
21
J.M. CRUXENT e I. ROUSE: Arqueología venezolana, IVIC; Caracas, 1996 y LAUTARO NUÑEZ : ‘’Desarrollo cultural
prehispánico del Norte de Chile’’, Rev. De Estudios Arqueológicos, Nº 1, Antofagasta, 1965.
22
KARL POLANYI: The great transformation, Ed. Farrar, Nueva York, 1944.
23
PEDRO CARRASCO y JOHANNA BRODA: Estratificación social en la Mesoamérica prehispánica, SEP-INAH, México,
1976.
24
WILLIAM SANDERS Y BARBARA PRICE: Mesoamérica: The evolution of the Civilizatión, Nueva York,1968
25
SILVANUS MORLEY : La civilización maya, FCE, México, 1947
26
ROGER BARTRA: Ascenso y caída de Teotihuacán, E d. Grijalbo, México 1975. H. ISBELL WILLIAM: ‘’ Huari y los
orígenes del primer imperio andino’’, en Pueblos y culturas de la sierra central del Perú, Lima, 1972
27
LUIS LUMBRERAS: De los pueblos, las culturas y las artes del Antiguo Perú. E d. Moncloa, Lima, 1969
28
LAURETTE SEJOURNE : Antiguas culturas precolombinas, E d. Siglo XXI, México, 1971.
29
CARLOS MARX: Formaciones económicas precapitalistas, E d. Cuadernos de Pasado y Presente, 6a. Edición, México, 1978,
pp. 53 y 54. Lo destacado es nuestro.
30
JEAN CHESNAUX: ‘’Perspectivas de investigación’’, en ROGER BARTRA: El modo de producción asiático, E d. Era,
México, 175,p. 121
31
NATHAN WACHTEL: ‘’La reciprocidad y el Estado inca: de Karl Polanyi a John Murra’’, en Sociedad e ideología, Instituto de
Estudios Peruanos, Lima, 1973, p.29
32
Nuevas investigaciones han demostrado que esta ‘’inmutabilidad’’ de la India era aparente. Durante muchos siglos se había
desarrollado de manera desigual una sociedad que antes de la conquista inglesa (siglo XVIII) extraía productos industriales y tenía
en algunas regiones un importante crecimiento agrícola, a pesar de que el regadío artificial era inferior al de China, que también
había sido hasta el siglo XVIII una sociedad próspera, tanto en manufactura como en agricultura, con avances científicos más
importantes que los de Europa. Ni que decir del Islam, que entre los siglos VII y XIII fue el meridiano de la Civilización. China y el
Islam estaban basados menos en la posesión y producción comunal que la India. LLamamos la atención acerca de la cautela que tuvo
Marx al referirse a la propiedad en Oriente: ‘’ en medio del despotismo oriental y de la carencia de propiedad parece existir en él
...’’. La reiteración de Marx en torno al ‘’despotismo oriental’’ corresponde a una tradición de los escritores europeos, de
Maquiavelo o Hobbes, Montesquieu y Hegel, quienes contrastaron la estructura del Estado europeo con el asiático, carente de la
noción de libertad al estilo occidental europeo.
33
Cuando Marx menciona en su manuscrito a Perú, comete un error al decir que ‘’la producción colectiva y la propiedad privada
colectiva, tal como se presenta, por ejemplo en el Perú, es manifiestamente secundaria, introducida y transmitida por tribus
conquistadoras’’ (‘Formas que preceden a la producción capitalista’’ en Marx y, Hobsbawm : Formaciones Económicas
precapitalistas, op. Cit. P. 69). Las investigaciones modernas han provocado que antes de los incas, en el altiplano peruano-
boliviano, en Chile, Ecuador y otras regiones, existió la posesión colectiva de la tierra y la producción comunal en los ayllus con
mayor amplitud que en la India, sociedad ya denominada de castas.
34
En 1938 se publicó la historia del PC de la URSS con un prefacio de Stalin donde se decretaban las cinco secuencias o etapas por
las cuales debían pasar todos los pueblos. Poco antes, uno de los intelectuales stalinistas, Iolki, había lanzado su anatema:’’La teoría
del modo de producción asiático está en contradicción (...) con los fundamentos de la doctrina marxista-leninista’’. (Citado por
BARTRA: Op. Cit., p. 98.)
35
MAURICE GODELIER: El modo de producción asiático, Eudocor, Buenos Aires, 1966, p. 37.
36
MARX Y HOBSBAWM: Formaciones ..., OP. CIT., P. 24
37
Para la sociedad europea, especialmente griega, el esclavismo fue la primera sociedad de clases. La crisis del modo de
producción comunal no siempre ha dado paso al modo de producción ‘’asiático’’, sino también a otros como el esclavista, lo que
confirma el curso multilineal de la historia.
38
ROGER BARTRA: El modo de producción asiático, Op. Cit. P. 214. Véase también p.231, donde reitera que la ‘’sociedad
azteca, en los siglos XV y XVI, tenía por base un modo de producción tributario (‘asiático’).
39
JOHANNA BRODA: ‘’Las comunidades indígenas y las formas de extracción del excedente, época prihespánica y colonial’’, en
ENRIQUE FLORESCANO: Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América latina, FCE, México, 1979, p. 59
40
Según Marx en el modo de producción asiático coinciden la renta con el impuesto:’’no existirá impuesto alguno distinto a esta
forma de renta de la tierra, porque la comunidad no se enfrenta con terratenientes privados sino con el Estado y tiene la propiedad
eminente’’ ( El capital, I, 430, Trad. W. Roces, FCE, México, 1946)
41
ROMAN PIÑA CHAN: Una visión del México prehispánico, UAMN, México 1967, y ALBERTO PLA: Modo de producción
asiático y las formaciones económico-sociales inca y azteca. E d. El Caballito, México, 1979.
42
MANUEL MORENO: La organización social y política de los aztecas, INAH, México, 1971.
43
R.T.ZUIMEDA: The Ceque System of Cuzco, Netherlands, Lieden, 1964
44
ALFRED METRAUX: ,Les incas E d. Du Seuil, París, 1962
45
WALDEMAR ESPINOZA: Los modos de producción en el imperio de los incas, E d. Mantaro, Lima, 1978.
46
ROLANDO MELLAFE: La esclavitud en Hispanoamérica, EUDEBA, Buenos Aires, 1964.
47
Hamilton sostiene en el libro citado que entre 1561 y 1630 las colonias españolas exportaron por valor de 113.056.040
maravedíes. Estas cifras aumentaron notablemente durante el siglo XVIII a raíz de las reformas borbónicas. Por ejemplo, en la
región andina la producción aumentó de 6,5 millones de pesos en 1774 a 10,5 millones en 1780. En el virreinato del Río de la Plata,
la exportación de cueros subió de 150.000 unidades en 1778 a 1.400.000 anuales a partir de 1783. En Venezuela, la exportación de
cacao aumentó de 14.848 fanegas en 1711 a 50.000 en 1760. La exportación de plata mexicana subió de 11 millones de pesos en
1770 a 27 millones en 1804. En síntesis, poco antes de 1810, las exportaciones hispanoamericanas sumaban 38 millones de pesos.
Estas cifras adquieren mayor relevancia si se compara con los Estados Unidos, que en 1791 exportaban 19 millones de pesos y ‘’que
Inglaterra exportaba a Francia, Alemania y Portugal por valor de menos de 26 millones’’ (CARLOS PEREYRA: La obra de
España en América, E d. Biblioteca Nueva, Madrid, P.275)
48
OCTAVIO IANNI: ‘’relaciones de producción y modo de producción’’, en Las clases sociales y crisis política de América latina,
Siglo XXI, México, 1977, p. 453.
49
SILVIO ZABALA: La encomienda indiana, Madrid, 1935
50
F. HENRIQUE CARDOZO: Las clases sociales y la crisis política de América latina, en ibíd., p.213.
51
ROBERT KEITH: ‘’Encomienda, Hacienda and corregimentes in Spanish America: a Structural Analysis’’, en Hispanic
Historical Review, t. LXV. U.S.A. 1971 y ANTONIO DE ULLOA: Noticias americanas, Impr. Real, Madrid, 1972,p. 279. Y
AQUILES PELEZ: Las mitas en la Real Audiencia de Quito, Impr. Del Ministerio del Tesero, Quito, 1947, pp. 67 a 69.
52
Según ENRIQUE SEMO: Historia del capitalismo en México. Los orígenes 1521 - 1763, E d. ERA, México, 1975, p. 136, en los
reales de minas ‘’aparecen los primeros obreros asalariados’’, desde mediados del siglo XVI. Humboldt decía en 1800:’’ en el reino
de Nueva España, a lo menos de 30 ó 40 años a esta parte, el trabajo en las minas es un trabajo libre’’. También se generalizó en el
Potosí, donde ‘’las nuevas condiciones de producción que impone la técnica del azogue convierten al salario por jornal en la relación
dominante de la fase de beneficio’’ (CARLOS SEMPAT ASSADOURIAN:’’ La producción de la mercancía dinero en la formación
del mercado interno colonial’’, en E. FLORESCANO: Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América latina, FCE,
México 1979,p. 253). Además, hubo asalariados agrícolas en Colombia, Venezuela, México, Quito, Chile y el Virreinato de la Plata.
53
MAGNUS MORNER y otros: Haciendas, latifundios y plantaciones en América latina, Siglo XXI, México, 1975, y F.
CHEVALIER: La gran propiedad en México desde el siglo XVI hasta comienzos del siglo XIX, Buenos Aires, 1961
54
según EARL HAMILTON: American Treassure and the Price Revolution Spain, Harvard Press, U.S.A., 1934, se extrajeron
181.370 kg. De oro entre 1503 y 1660, a los cuales habría que agregar 700.000 kg. De oro extraídos de Colombia, Chile, México,
Perú, Quito y Centroamérica desde 1660 hasta 1810. Según nuestros cálculos, para las colonias españolas. En Brasil, alcanzó a
800.000 kg. Entre 1700 y 1814, según Furtado y Simonsen. Estas cifras oficiales no consideran el contrabando. Humboldt estimó
que el total de oro y plata extraído fue de 4.851.156 pesos entre 1497 y 1803 (Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo
Continente, Caracas, 1956). La mina de Potosí producía 300.000 kg. De plata al año, en su apogeo del siglo XVII.
55
Las primeras ciudades se fundaron cerca de los lavatorios de oro (Santo Domingo, La Isabela, Quito, Popayán, Concepción,
etcétera). Otras fueron ciudades-fuertes. También se levantaron ciudades mineras, como Potosí que llegó a tener más de 120.000
habitantes, Zacatecas, con 40.000, Guanajuato con 55.000, Minas Gerais, Villa Rica (Ouro Preto). Otras crecieron como puertos y
centros mercantiles: Buenos Aires, Valparaíso, Guayaquil, El Callao, Veracruz, Cartagena, Río de Janeiro, Bahía, Recife, etcétera.
56
CHARLES BOXER: The Golden Age of Brazil, Berkeley, 1972, y CELSO FURTADO: La formación económica del Brasil,
FCE, México, 1962
57
PERRY ANDERSON: El Estado absolutista, E d. Siglo XXI, México, 1980. P.56; JOSE A. BENITEZ: Las Antillas,
colonización, azúcar e imperialismo, Casa de las Américas, La Habana, 1977, p. 111, y MANUEL MORENO FRAGINALS: El
Ingenio, La Habana, 1978, t. I, p. 66.
58
EDUARDO ARCILA FARIAS: Comercio entre Venezuela y México en los siglos XVII y XVIII, FCE, México, 1950.
59
CARLOS SEMPAT ASSADOURIAN: El sistema de la economía colonial, E d. Nueva imagen, México, 1970.
60
JOHN LINCH: Administración colonial española, EUDEBA, Buenos Aires, 1962. J.M.OTS CAPDEQUI: Instituciones
coloniales, E d. Salvat, Barcelona, 1959.
61
STANLEY Y BARBARA STEIN : La herencia colonial de América latina, E d. Siglo XXI, México, 1970
62
RAMIRO GUERRA SANCHEZ: Azúcar y población en las Antillas, La Habana, 1970
63
CARLO SCIPOLLA: Cañones y velas en la primera fase de la expansión europea, 1400 - 1700, E d. Ariel, Barcelona, 1965;
H.C. HARING: Los bucaneros de las Indias Occidentales en el siglo XVII, Caracas, 1950, y OLIVER OEXQUEMELIN: Historia
de los aventureros, filibusteros y bucaneros en América, Archivo General de la Nación, Santo Domingo, 1953.
64
RAMON VELOZ: Economía y finanzas de Venezuela, 1830 -1944, Impresores Unidos, Caracas, 1945; DOMINGO ALBERTO
RANGEL: Capitalismo y desarrollo. La Venezuela agraria, UCV, Caracas, 1981, y HECTOR MALAVE MATA: La formación
histórica del antidesarrollo en Venezuela, La Habana, 1976.
65
MANUEL CHIRIBOCA: Jornaleros y gran propietarios en 135 años de exportación cacaotera (1790 -1925), CIESE, Quito,
1980.
66
Dirección General de Contabilidad, Ministerio de Hacienda, Santiago, 1901; SERGIO SEPULVEDA: El trigo en el mercado
mundial, E d. Universitaria, Santiago, 1959,p.49, y LUIS VITALE, Interpretación marxista de la historia de Chile, E d. PLA,
Santiago, 1971, t. III, p. 141 a 157.
67
CELSO FURTADO: Formación económica del Brasil, FCE, México, 1962.
68
CIRO CARDOSO: ‘’Latinoamérica y el Caribe. Siglo XIX.’’, en Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América
latina. Op. Cit. P. 365. Lo destacado es nuestro.
69
AGUSTÍN CUEVA: El desarrollo del capitalismo en América latina, E d. Siglo XXI, México, 1978, p. 69.
70
CLAUDE MEILLASSOUX: Mujeres, graneros y capitales, E d. Siglo XXI, México, 1977, p. 137.
71
ROSA LUXEBURGO: Acumulación del capital, E d. Grijalbo, México, 1967, p.324.
72
Según Marx, una de las bases de la acumulación originaria es la ‘’expropiación que despoja de la tierra al trabajador, al productor
rural, al campesino’’. (C. MARX: El capital, E d. Siglo XXI, México, 1976, vol.III, p.895)
73
ANGEL PALERM: ‘’Apuntes para una discusión’’, en E.FLORESCANO: Ensayo sobre ..., op., cit., P.127
74
CIRO CARDOSO y H. PERES BRIGNOLI: Historia económica de América latina, E d. Crítica-grijalbo, Barcelona, 1979, t.II,
p.13.
75
HORACIO ARANGUIZ: ‘’La situación de los trabajadores agrícolas en el siglo XIX’’, en estudios de historia de las
instituciones políticas y sociales, Santiago, 1967, nº 2, p.25.
76
MARCELO SEGALL: ‘’Biografía de la ficha-salario’’, en Revista Mapocho, t.II, Nº 2, Santiago, 1964, Separata p. 5.
77
JAN BAZANT: ‘’peones, arrendatarios y aparceros en México. 1851-53’’, en el libro Haciendas, latifundios y plantaciones, E d.
Siglo XXI, México, 1975.
78
MICHEL GUTELMAN: Capitalismo y reforma agraria en México, E d. Era, México, 1974, p. 51.
79
MARIO SALAZAR VALIENTE: Esbozo histórico de la dominación en El Salvador, UNAM, México, 1075, p. 1.
80
ROQUE DALTON: Miguel Marmol. Los sucesos de 1932 en El Salvador, EDUCA, San José de Costa Rica, 1972, p. 35.
81
EDELBERTO TORRES-RIVAS : Procesos y estructuras de una sociedad dependiente, E d. PLA, Santiago, 1969, p. 62.
82
Ibid., p. 64 y 87.
83
DOMINGO CASTILLO: Memoria de Mano Lobo, Caracas, 1962, p. 127.
84
G. CARVALLO y J. RIOS: Notas para el estudio del binomio ..., op. Cit. p.19
85
ANDRES GUERRERO: Los oligarcas del cacao, El conejo, Quito, 1980, p. 23.
86
MANUEL CHIRIBOGA: Jornaleros y gran propietarios en 135 años de exportación cacaotera, op. Cit., p.187.
87
ANIBAL QUIJANO: ‘’Imperialismo, clases sociales y economía en el Perú’’, en Clases sociales y crisis política en América
latina, E d. Siglo XXI, México, 1977.
88
CELSO FURTADO: La economía latinoamericana, E d. Siglo XXI, México, 1979, p. 63.
89
CELSO FURTADO: Formación económica del Brasil, op. Cit., p. 158
90
CELSO FURTADO: La encomia latinoamericana, op. Cit., p. 69.
Capítulo V
La relación sociedad-
naturaleza y la historia del
deterioro ambiental
latinoamericano

Las ciencias sociales, y en particular la Historia, han soslayado la cuestión ambiental,


desconociendo la existencia de la base ecológica como condicionamiento de la economía y de la
sociedad global humana. Así como los investigadores de las ciencias naturales cometen el error
de no estudiar la sociedad humana, transformadora en gran medida de la naturaleza, los
científicos sociales incurren en un error similar respecto de la naturaleza. El resultado de este
parcelamiento en la investigación de la realidad es que todavía no existe una ciencia global
capaz de analizar esa totalidad que es el ambiente, es decir la relación naturaleza-sociedad.
La sociedad humana está condicionada de modo significativo, aunque no siempre
decisivo, por la naturaleza. A su vez, el hombre va modificando en parte y en forma creciente a
la naturaleza, a través de la producción. En rigor, la relación entre sociedad y naturaleza está
mediada por la producción. Desde la aparición del hombre, hay una naturaleza socialmente
mediada por la producción de bienes materiales, distinta a la naturaleza preexistente a la
humanidad. Esta “segunda naturaleza” sigue teniendo su dinámica propia, pero cada vez más
modificada por la acción de la sociedad.
Pablo Gutman señala que en el “proceso de la producción encontramos articulaciones
entre componentes naturales y sociales, de los que queremos destacar la apropiación de la
naturaleza como base material del proceso productivo, la técnica utilizada para transformar
materia natural en mercancías, y la generación de desperdicios. A cada articulación destacada
concurren dinámicas naturales y sociales. La ubicación concreta, es decir, histórica, del proceso
de producción analizado nos permitirá entonces adelantar una comprensión de estas dinámicas y
sus conflictos”.1
Está por investigarse aún la relación que existe entre la ecobase, los niveles de
productividad y la incidencia en el valor y la plusvalía, problemática sobre la cual llama la
atención Enrique Leff en su trabajo Ecología y capital: “Sin que Marx previera el uso de una
tecnología ecológica que incrementara y conservara la productividad natural de los recursos de
la tierra, sí observó la determinación de las fuerzas naturales sobre la formación del valor”,
especialmente en la renta de la tierra.
En fin, no se trata solamente de que la sociedad reconozca o considere a la naturaleza
como preexistente, sino que esta “segunda naturaleza”, mediada por el trabajo social, sigue
constituyendo un factor clave, ya que la ecobase condiciona en gran medida la producción e
incide en la ley del valor. La crisis ecológica actual, especialmente, la crisis energética son una
prueba palpable de este aserto. Es necesario reexaminar la forma en que los ecosistemas
condicionan, necesaria pero relativamente, el desarrollo de los diferentes modos de producción
y de los períodos de transición entre uno y otro modo de producción en la historia. Hay que
analizar cómo la ecobase -que determina la productividad posible de los recursos naturales en
una fase concreta del desarrollo histórico- afecta las condiciones de producción, es decir, la
incidencia en un momento dado de las fuerzas naturales sobre la formación del valor en cada
uno de los modos de producción de la historia. En síntesis, la naturaleza socialmente mediada
por la producción es la percepción humana de la naturaleza más evidente que conocemos.
Cualquier otra consideración alejada de esta realidad podría conducir a una forma de metafísica
de la naturaleza.
La relación sociedad-naturaleza ha sido analizada con un criterio dicotómico, bajo la
concepción del dualismo estructuralista, tanto por las ciencias sociales como por las ciencias
naturales. La ecología tradicional ni siquiera considera al hombre como parte del ecosistema; la
ecología humana, más actualizada, lo considera, pero como apéndice del mundo físico. Se
confunde evolución biológica con historia de la humanidad. Los seres humanos siguen
formando parte de lo biológico, pero se rigen por procesos distintos a los de la biología porque,
en gran medida, han roto con las leyes de la evolución natural.
Los escasos enólogos que han prestado atención al factor sociocultural lo han hecho en
forma abstracta y atemporal, cuando en rigor debe ser estudiado en sociedades históricas
concretas, porque las diferentes formaciones sociales han determinado un comportamiento
distinto con relación a la naturaleza.
No es lo mismo el papel de la economía, las clases sociales, el Estado, la cultura y la
ideología en los modos de producción comunitario, asiático, esclavista y feudal que en el modo
de producción comunal capitalista. La política económica del Estado contemporáneo ha
promovido una ideología especial con relación al consumo energético. El estudio de los
diferentes tipos de sociedades nos entrega información sobre la utilización de la energía,
tecnología, consumo de calorías y combustibles fósiles, del empleo de la energía huana en la
explotación del trabajo, del gasto de energía de los diferentes sistemas de transportes y sobre las
agresiones del ambiente, expresadas, entre otras cosas, en el paulatino deterioro de los bosques,
ríos y mares.
La Historia, como disciplina, debe estudiar la sociedad y su relación con la naturaleza,
trabajada y transformada por los seres humanos. Es un error escindir la historia en historia de la
humanidad e historia de la naturaleza. En rigor, ha habido una sola historia interrumpida desde
la aparición del hombre, cuyo trabajo y actividad social ha significado una transformación
humana de la naturaleza, en un sentido favorable o no. En la ideología alemana, Marx sostuvo:
“ sólo conocemos una única ciencia, la ciencia de la historia. La historia sólo puede ser
considerada desde dos aspectos, dividiéndola en historia de la naturaleza e historia de la
humanidad. Sin embargo, no hay que dividir estos des aspectos; mientras existan hombres, la
historia de la naturaleza y la historia de los hombres se condicionan recíprocamente”.2
En los Manuscritos económicos y filosóficos, Marx decía que “ la esencia humana de la
naturaleza no existe más que ara el hombre social (...). La sociedad es, pues, la plena unidad
esencial del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección, el naturalismo realizado del
hombre y el realizado humanismo de la naturaleza”.
Marx fue influido por Feuerbach en su concepto de naturaleza y en su crítica a Hegel.
Para Hegel, la naturaleza era un derivado de la idea. Basándose en Feuerbach, Marx sostiene la
prioridad de la naturaleza, pero de ninguna manera analiza esta realidad exterior al hombre
como un objetivismo inmediato. Marx se “atiene al monismo naturalista de Feuerbach sólo en
tanto también para él sujeto y objeto son naturaleza. Al mismo tiempo, supera el carácter
abstracto antológico de ese monismo relacionando la naturaleza y toda conciencia de ella con el
proceso vital de la sociedad (...) es suficientemente no dogmático y amplio como para evitar
que la naturaleza se consagre como entidad metafísica o se consolide como un principio
ontológico último”.3
En la última parte inconclusa de El capital, Marx analizó la relación del trabajo y del
dinero con las fuentes naturales, entre ellas la tierra (agricultura, subsuelo, etcétera). Más aún,
cuando Marx habla de las fuerzas productivas se refiere, en primer lugar, a la naturaleza, y
luego a la técnica y al régimen de trabajo. Esas fuerzas son obviamente productivas para el
hombre, y no metafísicamente per se como sostienen los que hipertrofian el papel de la
naturaleza, escindiéndola de la sociedad. En el tomo III de El capital manifestaba: “ No es la
fertilidad absoluta del suelo, sino más bien la diversidad de sus cualidades químicas, de su
composición geológica, de su configuración física, y la variedad de sus productos naturales, los
que forman la base natural de la división social del trabajo”. En la Crítica al programa de Gotha
sostenía que la naturaleza “es la primera fuente de todos los medios y objetos de trabajo”,4 mas
no le concebía de manera ontológica y abstracta sino en relación con la actividad humana.
Henry Lefebvre destaca el concepto marxista de que la naturaleza es la fuente del valor
de uso. “la naturaleza primera es la base de la acción, el medio del que emerge el ser humano
con todas sus particularidades biológicas, étnicas, etc., relacionadas con el clima, el territorio ola
historia, esa instancia entre la humanidad y la naturalidad.”5
Los manuales del materialismo dialéctico “ortodoxo” insisten en la separación entre
hombre y naturaleza, presentando al primero como producto de la evolución y espejo pasivo del
proceso natural. Lucio Coletti -en el prefacio al libro de Alfred Schmidt ya citado- señala que
“con Stalin y, en general, con el stalinismo, surgió sobre esta base la superstición de la
inconmovible objetividad de las leyes históricas, que actúan independientemente de la voluntad
de los hombres y no se diferencian en nada de las leyes de la naturaleza”.6 G. L. Klein en su
libro Spinoza in Soviet Philosophy, editado en 1952 en Londres, demuestra cómo el concepto
spinozaiano de sustancia ha influido en la concepción de la materia de la filosofía soviética.
Este criterio se basa en algunas ideas planteadas por Engels en Dialéctica de la
naturaleza, como la afirmación -a nuestro juicio mecanicista- de que las leyes del pensar
“surgen del seno de la naturaleza y reflejan sus caracteres”.7 tesis que posteriormente fue la base
de la indiscutible “teoría del reflejo” formulada por Lenin en su libro Materialismo y
empiriocriticismo.
Según nuestro entender, el concepto de naturaleza no sólo ha sido mal interpretado por
los epígonos del marxismo, sino también, y principalmente, por los partidarios del idealismo
filosófico, quienes anteponen la idea de la materia, como si ésta no fuera preexistente al hombre.
Por su parte, el positivismo -y su actual versión neopositivista- basado en el
pensamiento decimonónico de progreso, ha considerado a la naturaleza como algo que debe ser
“dominado” por el hombre. Su concepción antropocéntrica se remonta a Descartes, quien ya en
el Discurso del método manifestó que podemos emplear los elementos de la naturaleza y
“convertirnos así en señores y poseedores de la naturaleza”. Este afán de dominio de la
naturaleza se fue acentuando en la sociedad industrial, convirtiéndose en ideología.
La noción de progreso estuvo estrechamente vinculada con esta tendencia compulsiva al
dominio de la naturaleza por “el rey de la creación”. La explotación pertinaz de la naturaleza ha
comenzado a producir efectos alarmantes en la segunda mitad del presente siglo, a raíz del
creciente deterioro ambiental y el agotamiento de los llamados “recursos naturales”. Ahora, dice
Saint Marc, “la cuestión es dominar el dominio de la naturaleza”.8
El comportamiento depredador de la sociedad contemporánea respecto de la naturaleza es
el resultado de un largo proceso que procuraremos analizar a través de las diferentes fases de
nuestra historia americana.

LAS CULTURAS INDOAMERICANAS Y SU


RELACION CON LA NATURALEZA.

La flora y la fauna americanas se fueron configurando hace unos 500 millones de años,
mucho después del surgimiento del planeta Tierra, cuyos primeros indicios de vida se
remontarían a unos 3.000 millones de años.9 En el período de los reptiles las tierras se
subdividieron en dos grandes continentes: Laurasia (que comprendía América del Norte,
Groenlandia y Eurasia) y Gondwana (que abarcaba América del Sur, Africa, Oceanía y la
Antártida).10
América del Sur estaba conformada por dos sectores emergidos y un mar interior ubicado
en lo que hoy conocemos como cuenca amazónica. A fines del mesozoico o era secundaria
surgió la cordillera de la costa, apareciendo los primeros mamíferos; a comienzos de la era
terciaria surgieron los relieves de la Cordillera de los Andes y posteriormente el relieve
venezolano actual. Gabriel Pons sostiene que “Centroamérica no fue realmente como es.
Durante las eras primaria y secundaria parece que estaban unidos Cuba, Puerto Rico, Santo
Domingo y Jamaica con Honduras y México. Más tarde, en las eras terciaria y cuaternaria,
apareció el vulcanismo y con él emergió la costa del Pacífico”.11
La flora americana, que surgió de estos ecosistemas en permanente modificación, fue
determinante en el tipo de vida de los primeros seres humanos que cruzaron por el estrecho de
Berhing hace más de 50.000 años. La fauna era pobre en cuanto a animales de carga, salvo la
existencia de una variedad de caballos que luego se extinguió.
Estos pueblos cazadores-recolectores se adaptaron al medio, sin afectar la autorregulación
del sistema. No destruían masivamente las selvas ni las plantas. No exterminaban las especies
animales sino que consumían las que eran imprescindibles para subsistir, pues tenían una
etología propia respecto de la naturaleza. Si en algún caso la recolección de frutos y la caza
llegaban a afectar el balance ecosistémico, el daño era pronto reparable por cuanto estos
pueblos, que eran nómades, abandonaban el lugar, facilitando el proceso de autorregulación del
ecosistema. No es nuestra intención idealizar a estos pueblos ni presentar una imagen de plena
armonía entre ellos y la naturaleza, pero el análisis histórico muestra que en esta fase no se
registraron acciones humanas que desencadenaras alteraciones ecológicas irreparables.
En el tránsito a la sociedad agrícola, que en América se produjo hacia el quinto milenio
antes de nuestra era, introdujo cambios significativos en los flujos energéticos. El inicio de la
producción agraria permitió un cierto control de la transferencia de energía. La sociedad
agroalfarera comenzó a ejercer un dominio, aunque todavía relativo, de las cadenas tróficas,
aumentando, mediante la domesticación de los animales, los consumidores secundarios. Los
seres humanos descubrieron que a través del proceso agrícola y la domesticación de animales
podían “almacenar energía metabólica”.12
En este inicio del proceso de control de energía, las culturas agroalfareras utilizaron como
principales fuentes energéticas la quemazón de leña, instrumentos para aprovechar el viento, la
energía animal y humana y, fundamentalmente, el regadío artificial, que fue uno de los primeros
manejos de una fuente energética no metabólica. Estos pueblos tenían una dieta equilibrada:
combinaban las proteínas provenientes de los pescados, la llama, el guanaco y otros animales,
con hidratos de carbono como la yuca y la papa. El maíz, base de la dieta de la mayoría de las
culturas indoeuropeas, era un alimento bastante completo, aunque no dispusieron de leche de
ganado vacuno y ovino. Asimismo, la ausencia del buey y del caballo impidió un mayor uso de
la energía animal.
En la búsqueda de mejores tierras los pueblos agroalfareros hicieron las primeras
quemazones y talas de árboles. Fue el comienzo de la alteración del ambiente americano, pero
dada su escasa magnitud no alcanzó a provocar desequilibrios ecológicos significativos. Según
Lutzenberg, “la roza del indio complementaba apenas el producto de la caza y los frutos
silvestres, obtenidos en esquemas de explotación permanentemente sostenibles, sin degradación
del ecosistema”.13
Esta apreciación es compartida por Sanoja y Vargas en sus estudios sobre Venezuela: “La
técnica del cultivo más sobresaliente y difundida entre la formación agricultora es la
denominada roza y quema o agricultura itinerante (...). Geertz, al analizar el problema de la
agricultura de roza y quema en términos ecológicos, plantea que la característica positiva más
sobresaliente de dicha técnica es la de estar integrada a la estructura del ecosistema natural
preexistente, a la cual, cuando es de naturaleza adaptativa, ayuda incluso a mantener, Cualquier
forma de agricultura del ecosistema dado de tal manera que se pueda aumentar el flujo de
energía que necesita el hombre para subsistir”.14
A través de los motivos cerámicos y de los grabados en metal estos pueblos expresaban
su estrecha relación con la naturaleza, un esfuerzo de la mente humana por encontrar una
explicación del mundo y de la vida, para luchar contra lo desconocido apelando a las fuerzas de
la naturaleza y, al mismo tiempo, tratando de controlarlas. Arnold Hauser sostiene que “la
visión que la magia tiene del mundo es monística; ve la realidad en la forma de un
conglomerado simple, de un continuo ininterrumpido y coherente (...). La pintura era al mismo
tiempo la representación y la cosa representada, era el deseo y la satisfacción del deseo a la vez.
Era justamente el propósito mágico de este arte el que lo forzaba a ser naturaleza”.15
La conformación de los imperios inca y azteca produjo nuevas alteraciones en los
ecosistemas americanos. Gran parte de la organización social se estructuró en torno al regadío
artificial: construcción de terrazas, desecación de pantanos, canales y andenes para facilitar la
circulación del agua destinada a la producción agraria. La orientación compulsiva de esos
embriones de burocracia estatal, que forzaban a una mayor tributación de los pueblos sometidos
con el objeto de aumentar el excedente económico, condujo a las primeras alteraciones serias de
los ecosistemas naturales.
La cultura azteca y la incaica se diferencian en que la primera hizo uso del excedente de
agua en un medio anegadizo, llegando a crear las famosas “chinanpas”, y la segunda en un
medio árido. Ambas sociedades conocían el sistema de abono, la rotación y selección de suelos,
el tratamiento bioquímico de las semillas, la previsión meteorológica y prácticas alimentarias
con conocimientos del poder nutritivo de las plantas y animales, que permitieron a los incas
alcanzar una dieta per cápita de más de 2.400 calorías, relativamente superior a la de algunos
pueblos latinoamericanos del siglo XX.
En aquella época surgieron ciudades como Teotihuacán, con más de 100.000 habitantes,
Lubaatún con cerca de 50.000 y El Cuzco con más de 2.000, revolución urbana que nos plantea
varias reflexiones: ¿qué diferencia hubo entre estas ciudades aborígenes y las que surgieron
durante la época colonial y republicana respecto de los impactos ambientales? ; ¿pueden las
ciudades aborígenes americanas ser consideradas ecosistemas?
La mayoría de los ecólogos estiman que las ciudades no constituyen ecosistemas porque
básicamente no tienen autarquía, no se autorregulan y, por lo tanto, dependen de flujos de
energía ajenos. En tal sentido, las ciudades serían ecosistemas artificiales o fallidos.16
A nuestro juicio las ciudades aborígenes indoamericanas no tenían un alto grado de
consumo energético importado. Cada una de ellas tenía muchos árboles, plantas, lagunas,
arroyos y otros componentes autotróficos que proporcionaban energía propia. La ciudad
indígena tenía entrada y salida propia de energía, constituyendo una unidad indisoluble con el
campo. El consumo de agua era elevado como consecuencia del regadío artificial, pero aquellas
ciudades, a diferencia de las actuales, no tenían salida de agua contaminada ni desechos
imposibles de reciclar.
A los efectos de precisar la caracterización de estas ciudades indoamericanas como
ecosistemas con autarquía energética propia.17 Sería interesante hacer un estudio comparativo
con las ciudades griegas y romanas y entre éstas y las de la época moderna para comprobar en
qué momento comenzaron a convertirse en “heterotróficas”, es decir, en importadoras masivas
de flujos energéticos. En síntesis, se trata de estudiar la ciudad en su proceso histórico para
analizar en qué fase fue un ecosistema y cuándo dejó de serlo para convertirse en un ecosistema
artificial. Este estudio podría arrojar interesantes conclusiones no sólo sobre el pasado sino
también acerca del futuro de las ciudades, en función de una adecuada estrategia de
planificación ambiental, obviamente en una sociedad alternativa a la actual.

EL DETERIORO AMBIENTAL DURANTE LA


COLONIA Y LA REPUBLICA

Nuestra base ecológica condicionó en gran medida el tipo de colonización. La diferencia


entre la colonización inglesa de Norteamérica y la colonización hispano-lusitana de Meso y
Sudamérica no estuvo determinada por el llamado “espíritu de la raza” sino por los ecosistemas
diversos, los distintos medios geográficos, las riquezas minerales y la disponibilidad de mano de
obra que encontraron los respectivos conquistadores.
Los ingleses que colonizaron la zona este de lo que son actualmente los Estados Unidos
hallaron una naturaleza poco feraz, ríos que se desbordaban arrasando los cultivos y una
población indígena que no pudieron doblegar y explotar desde el conocimiento. No encontraron
metales preciosos ni una agricultura con regadío artificial como la de los mayas, incas y aztecas.
A los ingleses del Mayflower les hubiera regocijado descubrir oro, como a los españoles, pero -
sostenía Charles Beard- “la zona geográfica que cayó en sus manos no rindió al principio el
precioso tesoro”.18
En cambio los españoles encontraron una región exuberante en vegetación, metales
preciosos, zonas cultivadas con regadío artificial y abundante mano de obra que explotar. Uno
de los motivos de la rápida y fructosa colonización española fue el grado de adelanto agrícola,
alfarero y minero que habían alcanzado los aborígenes.
Los españoles aprovecharon las bases ecológicas para sus fines colonizantes expoliaron la
naturaleza y la mano de obra indígena. El ecosistema comenzó a deteriorarse aceleradamente
con la instauración de una economía interesada exclusivamente en la exportación de metales
preciosos y, más tarde, de productos agropecuarios y mineros. Los enclaves mineros, como la
fabulosa mina de plata de Potosí, constituyeron centros económicos que aceleraron la tal de
árboles para las fundiciones. Las explotaciones agrícolas de un solo producto, como el cacao, el
trigo, el azúcar, etc., agravaron los desequilibrios ecológicos porque los ecosistemas se hicieron
más vulnerables. Es sabido que la diversidad es una de las principales virtudes que garantizan la
estabilidad de los ecosistemas. Con la monoproducción implantada por los españoles y
portugueses los ecosistemas americanos comenzaron a hacerse más frágiles a medida que se
consolidaba la economía de exportación de los colonialistas.
La fauna del Caribe y del Pacífico también fue afectada por la voracidad de los
comerciantes ingleses, holandeses y norteamericanos. En efecto -dice Pedro Cunill-, bordeando
el Cabo de Hornos, en 1788 los barcos arponeros norteamericanos e ingleses iniciaron la
captura de cetáceos frente a las costas chilenas, llegando más tarde hasta la costa peruana (...).
Estimamos que entre 1788 y 1809 más de cinco millones de estos lobos marinos fueron
exterminados.”19
Las ciudades coloniales más grandes como Bahía, Recife, La Habana, Veracruz,
Portobelo, Buenos Aires, Montevideo, Valparaíso y El Callao se desarrollaron en función de la
economía de exportación. Estas ciudades cambiaron el paisaje y alteraron, en parte, el ambiente
al constituirse en los primeros ecosistemas no naturales que aparecieron en el espacio
latinoamericano. La sociedad humana comenzó a girar en torno al ecosistema no natural,
haciéndolo cada vez más dependiente de los flujos energéticos externos. Paralelamente se
fueron abandonando y aplastando las formas de convivencia integrativas al ambiente
practicadas durante siglos por las comunidades aborígenes.
Durante la época republicana se acentuó el deterioro ambiental, porque la clase
dominante criolla reforzó la economía de exportación agropecuaria y minera. La división
internacional del trabajo, acelerada por la Revolución Industrial, agudizó el proceso porque en
el reparto mundial impuesto por las grandes potencias a nuestros países, formalmente
independientes, les correspondió desempeñarse sólo como meros abastecedores de materias
primas básicas e importadores de productos industriales.
Así fue reforzado el carácter monoproductor, afectando la diversidad de los ecosistemas.
Se aceleró la devastación de bosques con el fin de habilitar tierras para la economía
agroexportadora y utilizar la madera para las fundiciones de cobre y plata. La propiedad
territorial, concentrada en grandes latifundios, fue dedicada a la crianza masiva de ganado o al
cultivo de determinados cereales y plantaciones, consolidándose un subsistema agrícola de
escasa diversificación.20
Durante el siglo XIX las empresas azucareras del Caribe arrasaron los bosques,
especialmente de Cuba, mientras la burguesía minera devastó parte de las reservas forestales de
México, Perú, Bolivia y Chile. También fue afectada la fauna terrestre, proceso que se puede
ejemplificar -dice Cunill- con la “chinchilla, pues entre 1895 y 1900 se exportaron más de
1.685.000 pieles de los parajes de Vallenar y Coquimbo (...).A los pocos años estaba
exterminada”.21
La expoliación de los ecosistemas estuvo en función de las ciudades y puertos por donde
salía y se procesaba la economía agrominera exportadora.

LA CRISIS ECOLOGICA DEL SIGLO XX

El proceso de industrialización por sustitución de importaciones, acelerado en América


latina desde las décadas de 1930 y 1940, fue uno de los principales desencadenantes de la crisis
ecológica más grave de nuestra historia. El desarrollo macrocefálico de las grandes ciudades
generó graves problemas de transporte, vivienda, agua, luz y comunicaciones. La
industrialización y la urbanización masiva provocaron un elevadísimo consumo de energía. Las
nuevas pautas del consumismo aceleraron el gasto energético, prohibiendo la adquisición de los
más variados y superfluos artefactos eléctricos.
La crisis ambiental se ha agravado en las últimas dos décadas a raíz de la instalación de
industrias altamente contaminadas y de reactores nucleares por parte de las transnacionales, que
desplazan dichas industrias desde las metrópolis imperialistas hacia las naciones del Tercer
Mundo con el fin de obtener mejores tasas de ganancia y, al mismo tiempo, acallar en esos
países los movimientos ecológicos de protesta contra la radioactividad. Mediante esta nueva
relocalización industrial a muchas empresas les “resulta ya más fácil y barato trasladarse a los
países en desarrollo que instalar el costoso equipo para controlar la contaminación, que sería
necesario de continuar en sus países de origen”.22
Las naciones altamente industrializadas están convirtiendo a nuestros países en depósitos
no sólo de productos tóxicos sólidos sino también en basureros nucleares. Al mismo tiempo ya
se han instalado reactores nucleares en Brasil, México, la Argentina y Venezuela. De este modo,
América latina ha entrado en la era del peligro radiactivo en gran escala, como ya ha sucedido
en Estados Unidos, en Europa occidental y oriental (Chernobyl) en 1987, en Brasil (Goiania)
con la contaminación del isótopo radiactivo cesio 137.
La deforestación continúa a un ritmo galopante en América latina: entre 5 y 10 millones
de hectáreas anuales. Uno de los mayores ecocidios se está cometiendo en la selva amazónica, el
principal abastecedor de oxígeno del mundo. Según el Dr. Kerr, director del Instituto de
Investigaciones de la Amazonía, en los próximos veinte años se habrá extinguido la parte
fundamental de las selva que provee la quinta parte del oxígeno al mundo, el 15 por ciento del
agua dulce y tercera parte de la madera del mundo. Las transnacionales han invadido la selva
amazónica en busca de minerales, madera y nuevas tierras para la explotación ganadera y la
agroindustria, levantando aeropuertos y ciudades artificiales en esta zona que, paradójicamente,
ha comenzado a llamarse “el desierto rojo del Amazona”.
Esta devastación del Amazonas ha modificado el régimen de lluvias, acelerando el
desbordamiento de los ríos tanto en el Brasil como en el Paraguay y la Argentina.
La contaminación del aire es ya crítica, al punto que varias ciudades -como San Pablo-
han sido declaradas en estado de emergencia debido a la nube formada por los miles de
toneladas de gases de monóxido de carbono expedidas por más de un millón de vehículos y
cerca de 100.000 fábricas. En marzo de 1985 los científicos mejicanos declararon que la
contaminación atmosférica de Ciudad De México estaba casi al límite (97,5 por ciento),
pronosticando que para el año 2000 no habrá posibilidades de seguir habitando en esa ciudad.23
Más preocupante aún es el descubrimiento en la zona austral de un “agujero” en la capa de
ozono que protege a la Tierra de los rayos solares ultravioletas.
La contaminación de las aguas marítimas ha provocado la extinción de muchas especies
y el casi agotamiento de la pesca de camarones, sardina y langosta. Los derrames de
hidrocarburos han sido la principal causa de esta contaminación, tanto en los mares como en los
ríos y lagos. Uno de los reservorios de agua dulce más grande de América latina, el lago
Maracaibo, está totalmente degradado, al igual que los ríos Orinoco y Caroní.24
Las tierras agrícolas han sufrido un grave deterioro a raíz del desarrollo del capitalismo
agrario en las últimas tres décadas. Casi todos los ecosistemas naturales han sido intervenidos,
convirtiéndose en agrosistemas con una alta mecanización a base de grandes flujos energéticos,
especialmente petroleros. La “revolución verde” debería llamarse “revolución negra” porque se
ha implementado gracias a un oso desmedido de petróleo, aprovechando su bajo precio hasta
principios de la década de 1980. Una trampa biológica de la “revolución verde” y de sus
cereales de alto rendimiento es la reducción en la diversidad genética de los cultivos: los
llamados híbridos, es decir, nuevas plantas obtenidas mediante la cruza de especies, tienen
elevados rendimientos, aunque con una base genética estrecha. Los cultivos son más
susceptibles a las plagas debido a la uniformidad biológica y a que grandes extensiones de
terrenos están sembradas del mismo producto, especialmente aquellos destinados a las empresas
agroindustriales.
El uso de plaguicidas a destajo ha provocado no sólo desequilibrios ecológicos en el
campo sino también graves repercusiones en la salud de la población, sobre todo por el uso del
DDT. Este crimen de las transnacionales que venden el DDT es consciente, porque dicho
producto está prohibido en Estados Unidos y Europa. Un testimonio campesino, titulado “¿Y
cómo no tener cólera?”, decía en Ecuador: “Oímos lo que dicen señores instituciones, pura
universidad, puro ingenieros y siguiendo a ellos compramos abonos y gastamos tanta plata. Y
en este tiempo el abono nos viene más flojo, caído las fórmulas. Un año se pone abono y sale
bueno. Otro año, con el mismo abono se pierde. Y más está pasando. Están tinturando la arena y
vendiéndonos como furadan. Y en el DDT le ponen harina flor”.25
La sobreutilización de los suelos, el sobrepastoreo y la devastación de los bosques ha
acelerado la erosión a casi el doble en los últimos treinta años, con lo cual ha aumentado la
sedimentación de los ríos; disminuye así el potencial de riego.
LAS CORRIENTES ECOLOGICAS

La crisis ambiental contemporánea ha dado lugar a la formación de nuevas corrientes de


pensamiento que hacen -en general- ideología, es decir, inversión de la realidad al servicio de
una determinada clase o fracción de clase.
Algunos teóricos burgueses han intentado presentar una visión apocalíptica de la crisis
ecológica. Esta posición catastrófica, estimulada por el libro Los límites del crecimiento de
Meadows y el informa del Club de Roma (1972) cae en el idealismo objetivo. La crisis
ambiental es gravísima, pero uno se pregunta qué se esconde detrás de este “terrorismo
ecológico”. Quizá el interés de obligar a un mayor sacrificio a los países dependientes, a
controlar la natalidad hasta métodos de esterilidad forzada, exagerando el llamado crecimiento
exponencial de la población que conduciría a la imposibilidad de alimentar tantas bocas en un
mundo en que ha bajado proporcionalmente la producción agropecuaria.
Tomando en cuenta sólo un criterio economicista, se ha llegado a plantear el “crecimiento
cero” y a manifestar la imposibilidad de que la sociedad socialista alcance la plenitud material.
Mandel ha señalado que “la referencia a la ‘inalcanzabilidad’ de la plenitud como último
argumento contra el socialismo-comunismo -¡bien conocida ya en el siglo XIX!- ha sido
reavivada por los discípulos de ‘la escuela del crecimiento cero’ y por los ecológistas que
argumentan que, con una población mundial hipotética de 10.000 millones de personas, la
abundancia de bienes materiales sería físicamente imposible o bien provocaría una catástrofe en
el ambiente”.26
A nuestro modo de entender, el concepto de plenitud va más allá de la abundancia
material y del consumismo, tiene directa relación con la salud, la cultura y la libertad integral en
una sociedad sin clases y sin Estado opresor.
Los teóricos del “terrorismo ecológico” quieren hacer creer que toda la población es
responsable de la contaminación. Por eso financian campañas publicitarias: para que la gente
compre productos destinados a evitar aspectos superficiales de la contaminación, ocultando la
verdadera raíz de la crisis ambiental. Se da así la paradoja de que los responsables de la
comunicación aumentan se tasa de ganancia vendiendo artículos descontaminantes. Se
instrumentan campañas para poner de manifiesto que “todo el mundo contamina, el verdadero
culpable es usted, soy yo, es la empleada doméstica, más que la fábrica. Ciertamente, todos
somos responsables, poco o mucho, pero ¿quién nos ha vendido el detergente no biodegradable,
el pesticida, la bencina, el envoltorio plástico?”.27 Contaminar para descontaminar y
descontaminar para contaminar se está transformando en un nuevo negocio para los capitalistas.
También existe un cierto “ecologismo” demagógico de los ideólogos burgueses, que
pretende arrebatar ciertas banderas al auténtico movimiento ecologista, parloteando acerca de la
contaminación y del conservacionismo.
No obstante su carácter reformista, el movimiento conservacionista fue el primero en
formar conciencia relativa acerca del desastre ecológico. Sin embargo, algunos sectores sólo
ponen acento en el valor económico de los recursos naturales.
Por otra parte, se ha desarrollado una importante corriente de pensamiento que hace una
despiadada crítica al hombre como depredador sempiterno de la naturaleza. Sus aportes son
relevantes para la comprensión del comportamiento del hombre en relación a la naturaleza,
como estimamos que se deberían tomar en cuenta las diversas fases del proceso histórico de la
sociedad humana, porque no es igual la actitud ante la naturaleza del aborigen de la sociedad sin
clases que la del ejecutivo de una transnacional.
Por consiguiente, es necesario considerar las responsabilidades de las clases dominantes,
a través de la historia, en la depredación de la naturaleza, señalando claramente que el sistema
capitalista, desde la primera Revolución Industrial, ha provocado los desastres ecológicos más
significativos, y que solamente el hombre podrá superar la crisis ambiental en un nuevo tipo de
sociedad.
Es correcto afirmar que la mayoría de las sociedades humanas han deteriorado el
ambiente; pero para no diluir lo concreto en lo abstracto, hablando en general del hombre,
habría que señalar taxativamente que el incremento del flujo de energía está en relación directa
con el proceso de acumulación capitalista mundial. El aumento de la composición orgánica del
capital, en favor del capital constante, ha determinado un consumo de energía jamás registrado
en la historia para hacer funcionar la moderna maquinaria. La internacionalización del capital ha
acelerado el flujo de energía también en los continentes asiático, africano y latinoamericano,
agotando los recursos renovables, artificializando los ecosistemas, devastando bosques y
contaminando el ambiente con las fábricas levantadas en las macrocefálicas urbes.
Otros caen en un dogmatismo energético, sin considerar qué clases sociales tienen el
control de la energía, de sus usos y abusos, y cómo los flujos energéticos están mediados por las
relaciones de poder.
Como reacción ante el deterioro ambiental provocado por la sociedad industrial urbana se
ha desarrollado una corriente premunida de una concepción metafísica de la naturaleza, que
postula la vuelta a la sociedad agraria, posición idealista que se desliza hacia un naturalismo
ingenuo sin destino. Es un hecho objetivo que la naturaleza no es la misma del pasado y que ha
sido profundamente transformada por la sociedad, en especial capitalista, mediante la inversión
de casi todos los ecosistemas naturales.
En América latina todavía no hay fuertes movimientos ecológicos de protesta como en
Europa. Sin embargo, en los lugares donde han comenzado a estructurarse, como Brasil, México
y Venezuela, contribuyen en forma significativa a la creación de una conciencia ambiental y a
poner de manifiesto las lacras del sistema capitalista. Estos movimientos son potencialmente
revolucionarios porque cuestionan no sólo el sistema de producción sino también la vida
cotidiana generada por la sociedad industrial. Al decir de Michel Bosquet, “la lógica de la
ecología es la negociación pura y simple de la lógica capitalista”.28
Otros autores plantean que la ecología ha superado la teoría de la lucha de clases,
pareciendo no advertir que la crisis ambiental acelerada por el sistema capitalista sólo será
superada a través del proceso de la lucha de clases, del enfrentamiento entre la clase explotada y
la explotadora, principal responsable del grave deterioro ambiental.
Es más urgente que nunca dar respuesta teórica, programática y política a la crisis
ambiental partiendo de una clara concepción acerca de la totalidad constituida por la naturaleza
y la sociedad humana. En definitiva, en torno a esta cuestión clave -que sólo será resuelta en el
terreno de la lucha de clases- se está jugando la supervivencia de la humanidad. El dilema
“socialismo o barbarie” planteado por Rosa Luxemburgo está más vigente que nunca.
Es innegable que los marxistas han descuidado el estudio del ambiente y han sido
sorprendidos -al igual que otros- por la gravedad de la crisis ecológica. Muchos han
reaccionado a la defensiva, negando la trascendencia de esta crisis o denunciando a los grupos
ecologistas como movimientos diversionistas que distraen la atención de las tareas de la lucha
de clases, como si la crisis ambiental provocada por la burguesía estuviera al margen de la lucha
de clases.
Uno se pregunta si esta falta de respuesta de los PC y de los grupos pro chinos a la
problemática ambiental y su negativa a respaldar los movimientos ecologistas se debe a que en
la URSS, los países del este de Europa y China existen similares problemas ambientales
desencadenados por la puesta en marcha de plantas de energía nuclear y otras altamente
contaminantes. En la URSS no se ha inventado todavía una tecnología distinta de la del
capitalismo, que no altere el funcionamiento sano de los ecosistemas, falencia que se puso de
manifiesto en el reciente desastre de Chernobyl.
Francisco Mieres -uno de los principales ambientalistas de Venezuela- ha señalado que
los países del llamado “socialismo real” se han visto “subyugados por los mágicos sortilegios
del industrialismo y, lo que es más grave, que ello se ha convertido en uno de los obstáculos
más duros para su avance y para el despliegue de un movimiento socialista genuino y pleno (...).
Hubo que desencadenar (en la URSS), con apoyo en la colectivización forzosa y con métodos
extremadamente centralizadores, una verdadera revolución industrial desfasada y condensada
(...). Se dan consecuencias similares a las que provoca la industria capitalista sobre el
ambiente, con las secuelas de contaminación y agotamiento precipitado de recursos no
renovables, así como modernización mecánica de la agricultura, con agravio a menudo del
potencial reproductivo del suelo y aguas y con notorias dificultades para asegurar el
abastecimiento alimenticio esencial. La creencia en la neutralidad social y ambiental de la
técnica así como en su omnipotencia frente a cualquier problema, ha conducido frecuentemente
a copiar o adoptar procedimientos y equipos foráneos, sin reparar en sus secuelas humanas
ambientales, las que a menudo sólo se revelan contraproducentes a largo plazo, cuando el daño
está hecho, a veces a manera irreversible (...). Este cuadro sociopolíticoambiental difícilmente
puede constituir el óptimo para un socialista. Sólo se puede aceptar y comprender como
prehistoria del socialismo, como fase de transición que necesariamente debe ser superada
substancialmente para asistir al advenimiento del socialismo pleno y genuino”.29
Luego de haber alentado un modelo de desarrollo basado en la industrialización por
sustitución de importaciones, la CEPAL, reconoce que no advirtió a tiempo el deterioro
ambiental que iba a provocar el crecimiento urbano industrial. En lugar de hacerse una
autocrítica de su proyecto desarrollista, uno de los teóricos, Aníbal Pinto, ha confesado en 1979:
“para un economista de mi generación, como para muchos que están en los escalones siguientes,
resulta inverosímil que durante tanto tiempo haya pasado desapercibido, sin introducirse ni
siquiera tangencialmente en nuestras discusiones, esta relación vital entre el hombre-medio o
sociedad-entorno físico (...). Absorbidos algunos economistas por las relaciones entre clases e
individuos, y otros por el fetichismo mercantil. Habían dejado de lado ‘el pequeño detalle’,
como habría dicho un contexto finito y en persistente agotamiento o deterioro”.30
Sin embargo, este barniz ambientalista no llega al fondo del problema. Sólo se hace para
proyectar un desarrollismo que considera el “medio ambiente” y la “variable” o dimensión
ambiental, con la finalidad de que el desarrollo provoque el mínimo impacto ecológico.
Antes que nada, es necesario aclarar que el ambiente no es “medio”, sino la totalidad
constituida por la naturaleza y la sociedad humana. Por eso, es un error hablar de medio
ambiente; la palabra “medio” debe utilizarse en relación a medio natural, medio geográfico,
etcétera. Es también incorrecto emplear el término “variable ambiental” porque el ambiente no
es ninguna variable sino el todo. El ambiente no es una variable del desarrollo económico sino a
la inversa. No se trata de incorporar esta nueva “variable” al análisis económico, sino de enfocar
globalmente el ambiente en el cual está incluida la sociedad humana y sus diversas
manifestaciones sociales, económicas, etcétera.
Cuando los teóricos de la CEPAL se refieren a la necesidad de incorporar la dimensión
ambiental, quieren expresar que toda planificación económica debe contemplar la “variable”
ambiental. En rigor, debería partirse de la planificación ambiental y dentro de ella considerar la
variable económica. Pero la CEPAL no plantea el problema de esta manera porque le interesa
fundamentalmente el “crecimiento sin deterioro” o lo que otros organismos internacionales han
denominado “el desarrollo con el mínimo daño permisible”, modelo de por sí falso, ya que es el
actual tipo de desarrollo capitalista el que precisamente ha conducido a la crisis ambiental más
grave de la historia.
Los teóricos de la CEPAL están ahora preocupados porque ha entrado en crisis el modelo
de desarrollo que se fundamentaba en la seguridad de un crecimiento exponencial, sin advertir
que los recursos naturales eran limitados y, en gran parte, no renovables. Está en crisis el tipo de
crecimiento urbano-industrial y la confianza en que la tecnología y la ciencia podrían resolver
todos los problemas, inclusive el deterioro ecológico.
Ahora la CEPAL sugiere que América latina dependa menos del petróleo, desarrolle
tecnologías que permitan un mayor uso de mano de obra, estimule un mayor reciclaje de los
desechos, administre los recursos naturales, instituya formas administrativas más
descentralizadas a través del apoyo a las comunidades locales, detenga el consumismo y la
expansión de las ciudades.31
Estas medidas no podrán ser implementadas por el régimen burgués latinoamericano,
porque si los países altamente industrializados no han encontrado sustitutos del petróleo, menos
lo podrá hacer el capitalismo dependiente. Menos chance aún habrá para impulsar actividades
económicas rentables que aumenten la tasa de empleo, ya que la tendencia de la burguesía
criolla, asociada al capital transnacional, es introducir una alta tecnología que absorbe cada día
menos trabajadores. Por otra parte, es utópico pedirle a la burguesía que administre los recursos
naturales, tomando en cuenta la dinámica propia de los ecosistemas. Y si no que le pregunten a
cómo han funcionado estos consejos áulicos a los habitantes de la Amazonía. Y más ilusorio
aún es sugerirle a la burguesía que apoye a las comunidades locales y que detenga el
consumismo y la expansión de las ciudades.
Los afanes de los ideólogos de la CEPAL están dirigidos hacia el llamado “crecimiento
sin deterioro ambiental”. El aumento de la producción -dice Osvaldo Sunkel- “ha menoscabado
con frecuencia la conservación de la naturaleza y tendido a crear en muchos casos una grave
situación ecológica. Podría parecer, en consecuencia, que la incorporación de la dimensión
ambiental tiende invariablemente a restringir las tareas de la producción, lo que implicaría
renunciar a elevar la productividad del trabajo y a congelar el crecimiento. Nada más erróneo
que poner ambas posiciones en los platillos de una balanza. Es ineludible, además, que ésta se
inclinará inexorablemente hacia un lado de la producción. Lo que realmente interesa en la
incorporación de la dimensión ambiental en el desarrollo son poder plantear, en forma creadora,
opciones de producción que cumplan con la función de mantener los ecosistemas y, por ende,
las condiciones ambientales”.32
Como puede apreciarse, se trata de conciliar lo inconciliable: desarrollo capitalista sin
deterioro ambiental. No obstante, Sunkel insiste: “Se procurará explotar las interrelaciones entre
desarrollo y medio ambiente, al menos en aquellos aspectos que resultan más relevantes desde el
punto de vista de la problemática del desarrollo”. Es evidente, entonces, que todo se reduce a
incorporar la “variable ambiental” en función de la tesis desarrollista.
Estos ideólogos plantean un estudio más acabado de los sistemas para determinar la
“oferta ecológica” potencial. Cabe preguntarse ¿quién cuantifica la “oferta ecológica” y quién
se la apropia?. Paralelamente, sugieren incorporar a las “cuentas nacionales” los recursos
naturales para registrar el monto del deterioro. ¿Acaso las cuentas nacionales no son
controladas por la misma clase social que provoca el deterioro? La aspiración de incorporar los
recursos naturales a las cuentas nacionales demuestra que lo único que realmente interesa a los
desarrollistas es cuantificar los recursos naturales para garantizar, con el “mínimo deterioro
ambiental”, una mayor explotación por parte del sistema capitalista.
En el trabajo de Sunkel se plantea también la fijación de estándares medioambientales (?)
que sirvan para determinar los niveles de contaminación “aceptables” y “la fijación de
prioridades por costo efectividad que sirva para seleccionar proyectos que solucionen el
problema de acumulación de estos niveles ‘aceptables’ de daño medioambiental”. Una vez más,
cabe preguntarse: ¿qué clase social fija estos niveles de contaminación “aceptables”?
Las sugerencias para un “crecimiento sin deterioro” se hacen en un momento en que es
irreversible la tendencia de las transnacionales a desarrollar en América latina industrias
altamente contaminantes no toleradas por los países metropolitanos y a implementar, en
asociación con el capital criollo y estatal, industrias de alto consumo energético. El nuevo
modelo de acumulación, basado en el crecimiento de las nuevas industrias de exportación no
tradicionales en América latina, va precisamente contra toda ilusión de un desarrollo sin
deterioro ambiental. El aumento de la inversión extranjera, de 18 a 38 mil millones de dólares
entre 1967 y 1975 en América latina, según cifras de la propia CEPAL, se ha dado precisamente
en las industrias que mayor impacto ambiental provocan. A las transnacionales que han
aumentado la inversión en bienes de consumo duradero, de 36,2 por ciento a 63,8 por ciento del
total entre 1950 y 1974, ¿se les puede pedir un crecimiento con el “mínimo daño permisible”?
Las burguesías criollas de América latina, asociadas al capital monopólico internacional,
seguirán ahondando la crisis ambiental. La lógica capitalista conduce a una maximización de la
ganancia cuya finalidad no es precisamente salvaguardar nuestros ecosistemas. La burguesía
podrá tomar medidas paliativas en relación a la contaminación y a ciertos recursos no
renovables, pero no está dispuesta a preservar el ambiente a costa de su tasa de beneficios y de
sus posibilidades de expansión.
Bajo las condiciones de explotación de los regímenes clasistas, en especial del
capitalismo con la avidez creciente por el mayor lucro, el deterioro ecológico está hipotecando
el porvenir de la especie humana; el mantenimiento ya irracional del sistema origina un riesgo
cierto para la mera sobrevivencia biológica del hombre en el planeta.
NOTAS
1
PABLO GUTMAN: ‘’Medio ambiente urbano,. Interrogantes y reflexiones’’, ponencia al Seminario sobre Industrialización,
Recursos Naturales y ambiente en América Latina, Cumaná, Venezuela, 1980, p. 7.
2
C. MARX: La ideología alemana, E d. Pavlov, México, s/f.
3
ALFRED SCHMIDT: El concepto de naturaleza en Marx, E d, Siglo XXI, Madrid, 1977, pp. 24-25.
4
C. MARX: Crítica al programa de Gotha, E d. Aguilera, Madrid, 1971, p. 13.
5
H. LEFEBVRE: La naturaleza fuente de placer, Madrid, 1978.
6
Ibid., P. 233.
7
NICOLA BALDINO Y OTROS: Lenin, ciencia y política, Buenos Aires, E d. Tiempo Contemporáneo, 1973, p. 13.
8
P. SAINT. MARC: Ecología y revolución, reimpreso por el Boletín OESE, Nº 7, Caracas, julio 1974.
9
WILLIAN SCHOP: ‘’ La evolución de las primeras células’’, en Scientific American, 1979, trad. De M.T. Arbelaez, El diario de
Caracas, 12 de agosto de 1979.
10
BJORN KURTEN : ‘’Evolución de las especies y deriva continental’’, en Scientific American, 1973.
11
GABRIEL PONS: Ecología humana en Centroamérica, San Salvador, 1970, p. 29.
12
JOSE BALBINO LEON.: Elementos para un análisis ecológico de la energía fósil, UCV, Caracas, 1976.
13
JOSE LUTZENBERG: Manifiesto ecológico, Mérida, 1978, p. 26.
14
MARIO SAJONA e IRIADA VARGAS: Antiguas formaciones y modos de producción venezolanos, E d. Monte Avila, Caracas,
1974, pp. 92 y 93.
15
ARNOLD HAUSER : Historia social de la literatura y el arte, E d. Guadarrama, Madrid, 1964, pp. 22 y 30.
16
EUGENE ODUM : Ecología, CECSA, México, 1978, p. 60.
17
Sugerimos esta caracterización en un seminario del Centro de estudios Integrales del Ambiente (CENAMB) de la Universidad
Central de Venezuela, efectuado en 1979, y la ampliamos en nuestro libro Hacia una historia del ambiente en América latina,
E. d. Nueva Sociedad /Nueva Imagen, México, 1983, pp. 57 a 62.
18
CHARLES BEARD: The Rise of American Civilization, E d. Mac Millan, Nueva York, 1961, p.11.
19
PEDRO CUNILL: ‘’Variables geohistóricas sociales en los procesos de degradación del uso rural de la tierra en América
andina’’, en Revista Terra, Caracas, 1978, Nº 3, p.18.
20
NICOLO GIGLO Y JORGE MORELLO: ‘’ Notas sobre la historia ecológica de América latina’’, ponencia al Seminario
Regional de CEPAL/PNUMA, Realizado en Santiago de Chile, noviembre 1979, p.40.
21
PEDRO CUNILL: Op. Cit., p.21.
22
ANTONIO ELIO BRAILOVSKY Y DIANA FOGUELMAN: ‘’Corporaciones multinacionales y medio ambiente’’, ponencia al
Seminario sobre Industrialización, Recursos y Ambiente en América latina, organizado por ILDIS, PNUMA, CLACSO y MARNR,
Cunamá, 1980, p.19.
23
Diario Unomásuno, México, 1º de marzo de 1985. Véase, asimismo, FRANCISCO SZEKELY: ‘’ Los problemas ambientales en
México’’, en El medio ambiente en México y América latina, E d. Nueva Imagen, México, 1978 p. 29.
24
FRANCISCO MIERES: ‘’ El deterioro ambiental en una sociedad petrolera dependiente: el caso de Venezuela’’, ponencia al
seminario de 1980, Cumaná, ya citado, p.9.
25
Testimonio en Ecuador agrario, E d. Conejo, Quito, 1984, p. 22.
26
ERNEST MANDEL: El pensamiento de León Trotsky, E d. Fontamara, Barcelona, 1980, 1980, p.153.
27
THEODORE MONOD: Ecología y revolución, Caracas, reimpreso por el Boletín OESE, Nº 8, 1974, p. 10.
28
MICHEL BOSQUET: Artículo en Ecología y revolución, Caracas, reimpreso por el boletín OESE, nº 7, Julio 1974.
29
FRANCISCO MIERES: Ponencia presentada al Seminario sobre Socialismo Real organizado por el MAS, Caracas 1981.
30
ANIBAL PINTO: ‘’Comentarios al artículo ‘ la interacción entre los estilos de desarrollo y el medio ambiente en América
latina’’’, revista de la CEPAL, nº 12, p. 55, diciembre , 1980.
31
Revista de la CEPAL, N1 12, p. 46, diciembre 1980.
32
Ibíd., pp. 49 y 50.
Capítulo VI
Las clases sociales
y la relación etnia-clase

Para la elaboración de una teoría de la historia latinoamericana es fundamental entender


la especificidad de sus clases sociales. Así podremos aproximarnos al estudio de sus peculiares
procesos de lucha de clases evitando cometer los errores de los historiadores y analistas
políticos que se trasladaron mecánicamente a nuestra América el modelo europeo de
comportamiento de las clases. En el capítulo sobre las formaciones sociales hemos tratado de
explicar el origen y desarrollo de las clases en América latina, que ampliaremos más adelante al
analizar otros movimientos sociales.

CONCEPTO DE CLASES SOCIALES

Los intereses más profundos de las clases se manifiestan a través de la lucha de clases. Es
un error suponer que primero se constituyen las clases y después entran en conflicto. Las clases
no existen sino en y por la lucha de clases. Clase, conciencia de clase y lucha de clases forman
un todo único e indivisible. La mayoría de los sociólogos se limita al estudio de lo abstracto de
la estructura social. Olvidando que las clases se expresan en la lucha de clases, que no es un
mero nivel o instancia social, sino el punto de condensación o la síntesis de las contradicciones
de una sociedad.
Las clases sociales constituyen el basamento que explica el trasfondo de los proyectos
políticos, de las manifestaciones culturales, de la ideología y del modo de vida. “Las clases
sociales -dice Lucien Goldmann- constituyen las infraestructuras de las visiones del mundo.
Cada vez que se trata de hallar la infraestructura de una filosofía, de una corriente literaria o
artística, llegamos, no a una generación, nación o iglesia, a una profesión o grupo social, sino a
una clase social y a sus relaciones con la sociedad. El máximo de conciencia posible de una
clase social constituye siempre una visión psicológicamente coherente del mundo que se puede
expresar en el plano religioso, filosófico, literario o artístico”.1
Numerosos autores han definido con acierto a las clases sociales según el papel que
juegan en un sistema histórico-concreto de producción social, su relación con los medios de
producción y la propiedad privada, la forma de apropiación del plusproducto social, las riquezas
e ingresos por el trabajo productivo e improductivo, en fin, según el mecanismo por el cual un
sector de la sociedad se apropia del trabajo de otros.
Sin embargo esta definición no agota la caracterización de las clases sociales porque falta
un factor importante: la conciencia de clase. Una clase no debe ser definida solamente por su
estructura o por la llamada clase “en si”. La categoría “clase en si” no se refiere a ninguna
expresión de conciencia sino solamente a la existencia de la clase como parte de la estructura de
una formación social. Siempre hay que distiguir entre la clase como estructura y la posición o
una fracción de ella, temática que desarrollaremos más adelante.
Es necesario analizar las clases y su estadios de desarrollo, su comprensión de la realidad
global y su proyecto histórico, es decir, su “conciencia para sí” o su conciencia política de
clases. Esto es válido para todas las clases, no sólo para el proletariado. De lo contrario no
podríamos comprender el papel jugado por la burguesía europea contra el feudalismo, y
tampoco el proceso de conciencia política de clase que condujo a la burguesía criolla a
plantearse la revolución por la independencia y la toma del poder político rompiendo con el
nexo colonial con España.
Para ciertas corrientes sociológicas, como el estructural-funcionalismo, sólo existe la
estratificación social.2 La confusión entre clase social y estrato no es ingenua sino que tiene por
finalidad barrenar el concepto marxista de las clases, ya que los estratos serían agrupaciones de
individuos que tienen características y valores comunes relacionados con el prestigio, el ingreso,
el poder, la educación, etcétera. La desigual distribución de estos valores -cuya evaluación
depende frecuentemente de la subjetividad del investigador- determina la clasificación de los
estratos, que deberían ser funcionales al sistema. De ahí, la división en la clase alta-alta, clase
alta, clase media alta, clase media baja y clase alta.
Estas “clases” -medidas más por su “altura” que por su participación en el proceso
productivo- no son homogéneas, ni tienen una base concreta de cohesión respecto de las
relaciones de producción. Es obvio que el objetivo del estructural-funcionalismo, especialmente
el norteamericano, es incorporar el problema de las clases como expresión fenoménica y no
estructural para poder explicar los comportamientos y conflictos “disfuncionales” al sistema
capitalista.
Esta misma escuela sociológica, retomando el enfoque weberiano, trata de velar la
existencia de las clases al replantear las categorías de estamento y casta, especialmente para los
regímenes precapitalistas, como si estas estratificaciones sociales hubieran dado origen a las
clases sociales recién con el advenimiento del sistema capitalista.
En rigor, las castas y los estamentos fueron el resultado de la existencia de desigualdades
y clases sociales. No hay por consiguiente, sociedades de castas sino sociedades de clases,
donde en algunos casos, como la India antigua, la desigualdad social se expresaba en castas con
atributos hereditarios. “Podemos plantearnos -dice Vilar- la posibilidad de que algunas clases
sociales que originariamente no tuvieron nada de hereditarias, llegaron a serlo por la presión de
las clases que tenían necesidad de encerrarse en esa condición(...). Pero si nos fijamos en el
vocabulario original, nos damos cuenta de que la India no ha tenido una división fundamental
muy distinta de la de los restantes indoeuropeos: sacerdotes (brahamanes), guerreros (rajás),
trabajadores”.3
El hecho de que la casta dominante haya procurado evitar la movilidad social llegando a
establecer la prohibición de casarse entre personas de distinto origen social y la regimentación
del trabajador forzado hereditario -que nace y muere en su casta- ha conducido a sostener que
las castas precedieron a las clases, cuando es sabido que precisamente la existencia previa de las
clases permitió posteriormente la estructuración de las castas y su legitimación jurídica, a través
de la justificación ideológica y religiosa de los privilegios hereditarios. Según Bagú, “una clase
puede transformarse en casta en una etapa de su evolución. Un sistema de castas puede estar
entretejido entre un sistema de clases”.4
De todos modos, es importante analizar la especificidad del enfrentamiento social en las
sociedades de clases cristalizadas en castas, porque tuvo características cualitativamente a la
lucha de clases en la sociedad capitalista.
Por otra parte, los webwrianos y estructural-funcionalistas prefieren hablar de estamentos
en lugar de clases sociales cuando se refieren a la sociedad europea en transición del feudalismo
al capitalismo, como si las clases no hubieran existido en el Medioevo, como si los señores
feudales y los siervos no hubiesen sido clases sociales. Estos estamentos, llamados entonces
“órdenes” -nobleza, clero, pueblo o “tercer estado” llano-, eran la expresión jurídico-política de
una sociedad de clases en transición al capitalismo. “Personalmente -afirma Vilar- no creo que
haya diferencias de naturaleza entre ellas sociedades de ‘órdenes’ (e incluso de ‘castas’) y de las
sociedades de clases. Sus diferencias se encuentran únicamente en el nivel de cristalización
jurídica (o consuetudinaria o mística) de las relaciones de función. Claro está que ello
constituye el interés científico e histórico de una clasificación de las sociedades con las
funciones cristalizadas, los privilegios legalizados y los cambios de una función a otra cargados
de dificultades, y sociedades en las que, en principio, el juego económico y social realiza
espontánea y libremente la distribución de bienes, funciones y autoridades. No hay que
confundir la India de castas, la China de los mandarines, la Francia de los ‘tres órdenes’, la
Inglaterra del siglo XIX y la Rusia soviética de los años 30”.5
La falta de una teoría afinada de las clases sociales para los regímenes precapitalistas
dificulta el análisis histórico, tanto de Europa como de Asia, Africa y América latina,
especialmente de su período colonial y republicano decimonónico.
La teoría de las clases ha sido elaborada fundamentalmente para comprender el
mecanismo de funcionamiento del sistema capitalista. Aunque Marx no alcanzó a realizar un
análisis sistémico de las clases sociales, planteó criterios básicos para definirlas. Entre ellos, la
propiedad privada de los medios de producción, la venta de fuerza de trabajo y las actividades
por cuenta propia. Así, se han podido detectar tres clases sociales en el capitalismo: la
burguesía, la clase trabajadora y la pequeña burguesía. Incluimos las capas medias asalariadas
dentro de la clase trabajadora porque, al igual que otros explotados, venden su fuerza de trabajo.
Hay que distinguir, pues, entre la pequeña burguesía -propietaria de algún medio de producción,
comercio o transporte- y las nuevas capas medias que solamente viven de un sueldo o salario.
Si bien es cierto que el proletariado genera mayor riqueza a través del trabajo productivo,
no por ello es el único sector de clase explotado, pues existen otros que haciendo trabajo
“improductivo” también son oprimidos. La distinción entre trabajo productivo e improductivo
es importante para saber cuál es el sector explotado que genera el plusproducto sustancial de
una sociedad,6 pero no es fundamental en el proceso de desarrollo de la conciencia política de
cambio social, como se ha demostrado en las revoluciones socialistas del presente siglo. Los
llamados trabajadores improductivos de Cuba y Nicaragua desempeñaron en la insurrección
popular un papel tanto o más revolucionario que quienes realizaban trabajo productivo.
Por otra parte, en la sofisticada industria contemporánea, luego de la denominada
“revolución científico-técnica”, resulta cada vez más difícil establecer la diferencia entre
trabajadores productivos e improductivos debido al papel que juegan las capas medias
asalariadas (técnicos, operarios de computación, etc.) que, al igual que los obreros, están
plenamente insertos en el proceso productivo.
En las sociedades altamente industrializadas la tendencia a la a la polarización entre dos
clases -burguesía y proletariado- es más ostensible que en los países semicoloniales
dependientes.7 De ahí la necesidad de profundizar creadoramente en la estructura de clases de
América latina, donde junto a la burguesía y al proletariado industrial existe un fuerte
proletariado rural, minero y urbano no fabril, un numeroso campesinado pobre, una vasta
pequeña burguesía rural y urbana, capas medias asalariadas en vertiginoso crecimiento, además
de comunidades indígenas, que también constituyen fuerzas motrices del cambio social.
La definición de las clases no se agota en América latina con los conceptos señalados más
arriba, sino que es necesario considerar la relación etnia-clase, especificidad que cruza nuestra
historia de los últimos cinco siglos. Los combates de los indígenas y negros no pueden ser
explicados solamente por la condición de clase, sino que es fundamental considerar su etnia. Sin
este complemento no sería posible analizar la lucha de clases durante la Colonia, por el papel
desempeñado por los indígenas y negros, mestizos, zambos y mulatos. Tampoco es posible
hacerlo para los siglos XIX y XX si no se considera la relación etnia-clase.

LA RELACION ETNIA-CLASE

Para comprender cabalmente la lucha de clases en América latina es esencial analizar la


relación etnia-clase, problema ignorado por la historiografía tradicional y soslayado por la
mayoría de los marxistas, a tal punto que desde los escritos pioneros de Mariátegui no hay
estudios serios sobre el tema. Se hace un análisis tan reductor que el de la etnia se diluye en un
problema exclusivo de clase. Sin el estudio de la relación etnia-clase es imposible explicar la
lucha de clases, el modo de vida y las diversas manifestaciones de nuestra cultura. Justamente,
la especificidad de América latina sólo puede entenderse a la luz de la relación etnia-clase.
La matriz societaria de los pueblos latinoamericanos estuvo constituida por los indígenas
y negros, quienes al cruzarse entre sí y con blancos dieron mestizos, mulatos y zambos. Es
imposible explicar la historia de Brasil, Cuba, Venezuela, Panamá y otras zonas del Caribe sin
considerar la etnia negra y su cultura afroamericana, como tampoco puede entender la historia
de México, Centroamérica y la región andina sin analizar su raíz indígena. En algunas regiones
caribeñas donde los aborígenes no alcanzaron a ser totalmente exterminados, como Venezuela
y Panamá, los indígenas siguieron jugando, junto a los negros, un papel importante en la
sociedad colonial y republicana.
Los historiadores tradicionales han puesto el acento en el mestizaje del indio con el
blanco, que expresaría una forma de europeización o blanqueamiento. Según Mosonyi, al poner
de relevancia el mestizaje indígena con el europeo “se ha tratado de opacar el mestizaje del
indígena con el africano”.8
Se está generando una cierta ideología del mestizaje que conduce a la desculturación. El
planteamiento acerca del mestizo profundamente hispanizado impide comprender gran parte de
nuestras culturas indígenas, que tuvieron milenios de historia antes de la llegada de los
españoles y que siguieron subsistiendo hasta la actualidad, sin atravesar por procesos de
mestizaje.
Para evitar análisis reductores y unilaterales, tanto de clase como de etnia en abstracto, es
necesario hacer un análisis del papel histórico de las etnias y las clases y su interrelación
dinámica.
Durante la sociedad precolombina las diversas etnias jugaron un papel decisivo, aunque
ya existían diferencias de clases en las formaciones sociales inca y azteca. A partir de la
conquista hispano-lusitana, la relación etnia-clase se configuró de manera multifacética porque a
las etnias indígenas se les sumaron las multietnias africanas. La explotación en las minas,
haciendas y plantaciones dio lugar a las primeras clases explotadas, bajo la forma de esclavitud
indígena y negra. Otro sector indígena, bajo el régimen de encomienda y mitas y,
posteriormente, los inquilinos, terrazgueros y aparceros, fueron explotados mediante relaciones
serviles de producción. Al mismo tiempo, un sector de indígenas y mestizos constituyó el
primer embrión del proletariado, cuando en las minas se impuso el régimen del salariado.
Durante el siglo XVIII importantes franjas de mestizos se hicieron peones de las haciendas en
crecimiento, además de artesanos y pequeños comerciantes en las ciudades. Por su parte, las
comunidades indígenas mantuvieron su forma común de producción, aunque alterada por el tipo
de economía impuesta por los colonizadores en las sociedad global.
Esta estructura de clases estaba íntimamente relacionada con las etnias; en los
movimientos indígenas, la lucha por la defensa de la tierra fue preponderante. En cambio, en las
luchas por el salario y mejores condiciones de vida lo fundamental fue el interés de clase.
En el sector negro, la condición de clase se fue acentuando por encima de la etnia, aunque
ésta seguía siendo importante, ya que inclusive en caso de manumisión el negro era igualmente
discriminado. En cuanto a reivindicaciones y métodos de lucha, existía una diferencia
importante entre indígenas y negros. Mientras éstos no tenían por objeto defender o
reconquistar tierras que nunca tuvieron en suelo americano, los indígenas siguieron
combatiendo durante siglos por las tierras que les arrebataron los conquistadores. Mientras los
negros fueron perdiendo su lengua materna y parte de su cultura africana a raíz de la brutal
explotación de los esclavistas, los indígenas conservaron su idioma y sus tradiciones culturales.
A pesar de estas diferencias, indígenas y negros, mestizos, zambos y mulatos lucharon
juntos contra sus enemigos comunes, tanto por razones étnicas como de clase, aunque más por
interese comunes de clase explotada. Los conflictos étnicos eran al mismo tiempo expresión de
fenómenos clasistas y adquirían una realidad propia, relativamente autónoma, que influía sobre
la dinámica de la lucha de clases, como ocurrió con la gran rebelión de Tupác Amaru.
Algunos autores, como Aldo Solari, han llegado a sostener que las relaciones entre
dominantes y dominados eran exclusivamente étnicas: “las relaciones entre colonizadores y
colonizados serían durante el tiempo colonial relaciones interétnicas”.9 Este soslayamiento de la
estructura de clases y, sobre todo, de la lucha real de clases, ha sido al parecer heredado de
Stavenhagen, quien afirma que “las relaciones de clase entre indios y españoles -incluyendo
criollos- se presentaban bao la forma de relaciones coloniales”.10
Stavenhagen confunde la ideología de dominadores -que enmascaraba las relaciones de
clase poniendo énfasis en la relación colonial para justificar la explotación de indios y negros -
con la estructura de clases que inequívocamente se generó en las minas, plantaciones y
haciendas.
Precisamente estas formaciones sociales plantean la necesidad de relacionar las categorías
de etnia y clase. Sería un error unilateralizar el análisis de los combates indios y negros
solamente desde un punto de vista de clase, puesto que muchos de estos movimientos no
podrían ser cabalmente comprendidos si no se tuviera en cuenta también la motivación étnica.
Más aún, la lucha conjunta que a menudo dieron indígenas, negros, zambos y mulatos no puede
explicarse si no es a través de los factores étnicos que los unían en el combate contra el blanco
conquistador y explotador. Y, a la inversa, considerar exclusivamente la variable etnia impediría
entender las razones de clase que impulsaron a un vasto sector de indígenas a realizar
movimientos reivindicativos por salarios, mejores condiciones de vida y de trabajo junto a los
negros, mestizos, zambos y mulatos. Estas variables estaban en general cruzadas e íntimamente
ligadas. Frecuentemente se daban movimientos combinados entre los indígenas de las
comunidades que se rebelaban en defensa de su tierra y los aborígenes que trabajaban en las
explotaciones españolas. En algunos casos, como el de la revolución haitiana (1795-1804), se
combinaron la revolución anticolonial, étnica y de clase.
Durante los siglos XIX y XX la relación etnia-clase continuó dando su impronta
específica a nuestro continente, priorizándose cada vez más las relaciones de clase sobre las de
etnia, especialmente a partir de la “segunda colonización” de la frontera, ya que los nuevos
despojos de tierra obligaron a los indígenas a entrar en un camino forzado de proletarización.
Proceso similar, aunque por distintos motivos, se dio con los negros que, al dejar de ser esclavos
se convirtieron en asalariados, en pequeños productores o en trabajadores bajo condiciones
semiserviles de producción. No obstante las leyes abolicionistas, continuaron siendo
discriminados y postergados dentro de la sociedad por los blancos, cualquiera fuese su
condición de clase.
Con la expropiación de las tierras y la venta forzosa de la fuerza de trabajo, la cuestión de
clase se combinó de manera entonces evidente con el problema étnico de las nacionalidades
indígenas. Algunos se hicieron pequeños propietarios, muchos jornaleros, y unos pocos obreros
industriales urbanos. No sólo comenzaron a enfrentar a la clase dominante como opresora de sus
etnias sino también a la burguesía como clase explotadora. La sociedad indígena se enfrentó
como un todo al sistema y al Estado burgués. En síntesis, la relación etnia-clase fue adquiriendo
nuevas formas a medida que evolucionaba el propio sistema de dominación capitalista.
Especialmente en el siglo XX, los conflictos étnicos han sido a veces expresión derivada
o encubierta de fenómenos clasistas, adquiriendo una dinámica relativamente autónoma que
influye sobre el conflicto de clases de manera particular.
Con la abolición de la esclavitud, un sector de negros se hizo proletario, otro campesino,
artesano o comerciante. Se produjo así una dispersión de este sector que cuando era esclavo
estaba compactado como clase. La condición de clase en la época contemporánea ha tomado
definitivamente preponderancia sobre su etnia, aunque para la ideología de la clase dominante el
color seguirá siendo un estigma, inclusive para la actividad laboral. En varios países ha
desaparecido la discriminación abierta, pero ha sido reemplazada por otra más sutil, que ha
medianizado la organización de los negros como etnia explotada y oprimida.
En cambio, sigue la lucha de los indígenas por su autodeterminación. La explicación es
que los indígenas han llevado una lucha ancestral por su tierra, conservando la identidad cultural
e idiomática. Por el contrario, los negros jamás fueron despojados de tierras que nunca tuvieron
en América, como lo hicieron los españoles y portugueses con los indígenas. Además los negros
han perdido su idioma africano, su identidad idiomática está dada por el español o portugués y,
en las Guayanas y Antillas, el francés, inglés u holandés. Su tradición cultural no es totalmente
africana sino un sincretismo que se fue generando en América latina, producto de una mezcla de
ciertas tradiciones afro, de formas no cristianas unidas con la religión católica y sectas
protestantes.
El concepto de etnia -asimilado peyorativamente con el de “raza”- se refiere no tanto al
color sino fundamentalmente a comunidades con costumbres, religión, lengua y tradiciones
comunes, solidaridad colectiva, etnociencia, arte y cultura propios. “La memoria histórica -
sostiene Bonfil- es consustancial a la identidad étnica y a su expresión política: la etnicidad. La
conciencia étnica es conciencia de la diferencia (...) reclama el derecho a la diferencia y a la
supresión de la desigualdad. La conciencia histórica, entonces, no sólo debe dar cuenta del
origen de la diferencia sino también del origen y desarrollo de la desigualdad.”11
La etnia es una expresión social y cultural que cambia más lentamente que las clases, pero
está inserta en el proceso de la lucha de clases desde que surgieron las sociedades de clases en
América. La etnia blanca europea se impuso por la fuerza sobre las etnias indígenas,
estableciendo un régimen de explotación y dominación de clase que pasó a ser fundamental, por
encima del color de la piel, pues también fueron explotados posteriormente los propios blancos
pobres, ya que en una misma etnia pueden darse diferentes sectores de clases.
A pesar de su relevancia, la lucha interétnica no fue primaria, sino que lo fundamental
residió en la explotación de clase impuesta por los dominadores colonialistas, quienes a su vez
utilizaron como colaboracionistas a ciertos caciques aborígenes y, luego, a capataces negros. La
ideología “racista” se configuró, precisamente, en función de la explotación de clase. Es obvio
que las etnias fueron anteriores a las clases, pero a partir de la conquista hispano-lusitana el
proceso histórico estuvo cruzado por la explotación de clase.
El análisis de estas sociedades debe fundamentarse en la práctica de las clases sociales en
la producción y la política, y no en las etnias, aunque éstas pueden desempeñar un papel
relativamente autónomo en determinados momentos del proceso social. En consecuencia, todo
enfoque de los problemas étnicos debe hacerse en el contexto de la lucha de clases, procurando
no caer en el reduccionismo de clase. El combate étnico, con sus especificidades y
reivindicaciones propias, forma parte en la época moderna del proceso de lucha de clases, ya
que su dinámica conduce a un enfrentamiento con la clase dominante y el Estado.
Existen ideólogos del “indigenismo oficial” y del etnopopulismo que, utilizando la
diferencia entre lo étnico y lo clasista, rechazan toda posibilidad de analizar la situación de
dominación de los grupos étnicos desde la perspectiva de la lucha de clases. El etnopopulismo -
convertido en algunos países en política estatal- pretende la restauración de la “pureza original”
de las etnias indígenas, para luego “reiniciar” su desarrollo integrado al Estado-nación.
Héctor Díaz Polanco sostiene con razón que todo grupo étnico oprimido adopta una
posición que lo enfrenta a la clase dominante en la sociedad contemporánea. Por ende, las
reivindicaciones étnicas no son incompatibles con las demandas clasistas de los explotados, ya
que sus miembros, de una u otra manera, están insertos en el sistema de relaciones de
producción y dominación impuestas por el capitalismo.12
El Estado trata de integrar a los indígenas mediante una política desarrollista y una
ideologizada unidad nacional, reafirmando su papel auroritario al determinar los criterios de
unidad nacional, de culto religioso, de estructura partidaria y de incorporación de la fuerza de
trabajo de las comunidades étnicas subordinadas, a las cuales siempre calificó de refractarias a
la manoseada idea del progreso.
Para justificar este atropello ancestral a las minorías étnicas se esgrime el concepto de
Estado-nación, de por sí contradictorio ya que en un mismo estado pueden convivir varias
nacionalidades. Estado y nación son categorías políticas distintas, que el capitalismo condensó
arbitrariamente en el llamado Estado-nación, autorrogándose la soberanía popular bajo la
república burguesa, cuando en rigor su autoritarismo, su comportamiento y finalidades chocan
con las etnias y sus respectivas nacionalidades. El concepto de soberanía es contradictorio con
el de solidaridad étnica, pues el Estado no respeta la autodeterminación de las minorías
nacionales. Puede imponer compulsivamente a las etnias una ciudadanía, por encima de la
existencia de nacionalidades aborígenes, pero en los hechos nunca logra alcanzar una real
unidad, como puede comprobarse en la evolución histórica de las regiones mesoamericanas y
andina, donde las etnias indígenas siguen resistiendo a la política autoritaria del Estado-nación.
En la era capitalista, las naciones pasaron a ser espacios territoriales delimitados,
organizados política y administrativamente por un Estado cuya misión es garantizar la
reproducción de las relaciones de propiedad, producción y dominación, imponiendo una cultura
supuestamente nacional. “La identidad social, como ideología unitaria de grupo -afirma Luis
Felipe Bate- adquiere una cierta estructura lógica como reflexión de los intereses del mismo.
Pero en esto hay también niveles de profundidad y objetividad. Cuando el grupo es una
comunidad social internamente dividida en clases, se otorga mayor fuerza a los símbolos
culturales de la unidad, a la representación de los fenómenos culturales compartidos. La
selectividad ideológica elude así evidenciar las contradicciones y diferencias internas,
ocultándolas en la conciliatoria apariencia unitaria de lo fenoménico como conjunto de
símbolos. De hecho, tal ideología responde fundamentalmente a los intereses de las fracciones
)o clases) del grupo que son capaces de hegemonizarla.”13 En nombre de la ideología
nacionalista, manipulada por la clase dominante, se aplasta a las minorías étnico-nacionales,
porque el objetivo de la clase dominante es hacer compatible la idea de nación única con
Estado.
En los países latinoamericanos de densa composición indígena, la cruzada racista
burguesa está destinada a “blanquear” la población o, en todo caso, a hacerla más mestiza. La
apología del mestizaje, efectuada inclusive por pensadores progresistas como Vasconcelos,
tiende a redoblar la discriminación contra las minorías nacionales. En los casos de Bolivia y
Guatemala, donde la población indígena es mayoritaria si se separa blancos de mestizos, una
minoría étnica ejerce su dominación, inclusive en los espacios territoriales ocupados por los
aborígenes, a quienes se acusa permanentemente de atentar contra la “unidad nacional”. Es una
de las más claras expresiones de colonialismo al interior de los países, que ha conducido en más
de una ocasión a razzias etnocidas en nombre del nacionalismo y de la “unidad nacional”. De
este modo, el Estado-nación es de hecho endocolonial, al practicar un endoracismo contra las
minorías nacionales.
A la inversa, se han dado etnias mayoristas -antiguamente oprimidas- que luego de tomar
el poder se constituyen en opresoras, como sucedió en Haití, donde la burguesía negra logró
desplazar a los mestizos, imponiendo la ideología de la “negritud” para consolidar la dictadura
de los Duvalier, tanto sobre los trabajadores negros como mestizos.
La ideología del Estado-nación marcha a contrapelo de la realidad. Según Stavenhagen
“existen muchos más grupos étnicos o etnias que Estados nacionales”, pues “hay en el mundo
entre 3.000 y 6.000 etnias”,14 mientras que sólo existen 150 Estados nacionales formalmente
registrados por las Naciones Unidas. En América latina había 27 Estados en 1980 y
aproximadamente 485 grupos étnicos.
Las cuestiones étnicas, puestas de relieve de manera explosiva en las últimas décadas,
vienen del fondo de la historia. Sacuden no sólo a los países del Tercer Mundo sino también de
Europa, como puede apreciarse en las luchas de los irlandeses, los vascos, catalanes y canarios,
además de las minorías nacionales de Europa oriental y la URSS. En los EE.UU, el conflicto
étnico se remonta a casi tres siglos con la importación de esclavos negros, agravando en las
últimas décadas por la migración de mexicanos, haitianos y puertorriqueños.
En Africa no sólo se da el “apartheid” en el sur sino también luchas entre etnias negras,
como son los casos de Nigeria, con su guerra de Biafra, Burundi, Ruanda, etcétera. Los choques
interétnicos son también noticias diaria en el Asia, con la permanente protesta de los kurdos,
reprimidos por Irán, Irak y Turquía. En el sudeste asiático se han producido numerosos
conflictos en Ceylán o SriLanka con los habitantes de lengua tamil, y en la India con los Sikhn.
Hasta la isla Fiji ha sido conmovida por la lucha por el orden en 1987 entre la minoría hindú
inmigrante u la mayoría aborigen fijiana. Ni qué decir de la gravedad de los enfrentamientos
inter e intraétnicos en el Medio Oriente, donde combaten no sólo árabes contra judíos, sino
también musulmanes entre sí.
En nuestra América las etnias aborígenes han resistido cinco siglos al colonialismo
externo e interno, tratando de defender sus tierras, lenguas, costumbres y cultura. Cuando parte
de sus miembros se han visto obligados a migrar a las ciudades grandes y medianas, procuran
conservar sus tradiciones, gestando una contra cultura respecto de la ideología impuesta por el
Estado que los discrimina. De este modo, etnia y clase forman una unidad, aunque no una
identidad, porque dicho sector trabajador reivindica su propia cultura, que es la misma de sus
hermanos que continúan viviendo en el campo.
El reforzamiento de la relación etnia-clase es un factor decisivo para que las etnias
oprimidas aborígenes puedan concretar una política de alianzas con los demás explotados de las
sociedad en un proyecto de cambio anticapitalista, que garantice el respeto y la
autodeterminación de las minorías nacionales. En tal eventualidad, las etnias indígenas, que
conservan la memoria histórica y la tecnología ancestral de sus comunidades, pueden contribuir
a la construcción de una sociedad alternativa con su forma colectiva de trabajo, su desarrollo
endógeno y su sabio comportamiento ante la naturaleza. En esa fase de transición al socialismo,
el Estado de los trabajadores deberá ser multiétnico y plurinacional para asegurar el desarrollo
autogestionario de las minorías nacionales a través de un estatuto legal que respete la cultura y
la autonomía política regional. Las clases, al igual que el Estado, son fenómenos transitorios
vistos en escala macrohistórica. Las etnias, aunque cambiantes, son más durables, razón por la
cual probablemente subsistirán por un tiempo imprevisible cuando se extingan las clases
sociales y el Estado.

LAS MANIFESTACIONES DE LA
CONCIENCIA DE CLASE

La falta de precisión en el manejo de la categoría de conciencia de clase ha dificultado el


análisis de la historia de nuestras clases sociales y la interpretación de los cinco procesos
revolucionarios más importantes en América latina: la revolución Mexicana, la Revolución
Boliviana (1952), la Revolución Cubana, el proceso revolucionario de masas durante la Unidad
Popular en Chile (1970-73) y la Revolución Nicaragüense.
En relación con estos procesos, cabe preguntarse: la Revolución Boliviana de 1952 que
culmina con la destrucción del ejército burgués, ¿es sólo la expresión de la conciencia de clase
de los mineros o es algo más? ¿Acaso esta conciencia no se eleva a conciencia política de clase
cuando se produce la dualidad de poderes entre la Central Obrera Boliviana y el gobierno? Y los
campesinos que entraron en lucha, ¿qué grado de conciencia de clase tenían? ¿O acaso la
conciencia de clase, como sostuvo Lukács, es un don exclusivo del proletariado?15 Con respecto
a la Revolución Mexicana, ¿cómo pretender la paradoja de que los campesinos tuvieron más
conciencia revolucionaria que la mayoría de los obreros?
La Revolución Cubana se inició sin presencia de un partido marxista revolucionario, sin
esa conciencia socialista revolucionaria que debía ser introducida “desde afuera” al proletariado.
Tenemos por tanto que dar respuesta a este fenómeno: los militantes del 26 de Julio que hicieron
la revolución, ¿qué conciencia de clase tenían? ¿Cómo llegaron a la conciencia política
revolucionaria de clase sin estar integrados a un partido marxista?
En Chile, la conciencia de clase, forjada desde fines del siglo pasado, se expresó en
procesos como la toma del poder local en Puerto Natales (1919), la “República Socialista” de
1932 y la presentación de candidatos de clase a la presidencia de la República (Recabarren en
1920, Venezuela en 1941, Allende en cuatro oportunidades). Su expresión más elocuente fue el
triunfo de Salvador Allende en 1970, elección en que los trabajadores votaron masivamente por
el socialismo. ¿ Esto es sólo conciencia de clase a secas o es algo más preciso: una conciencia
política de clase en desarrollo dialéctico revolucionario? Dos años después, se generan los
“Cordones Industriales” que plantean la lucha por el poder y exigen armas para el pueblo. ¿Esto
no significa un nuevo estadio o ascenso cualitativo en la conciencia de las masas trabajadoras
que va más allá de la pura conciencia de clase y de la conciencia política de clase? ¿Podría
llamarse a esto conciencia política revolucionaria de clase?
La Revolución Nicaragüense plantea nuevos desafíos teóricos, más complejos aún que los
de la Revolución Cubana. Uno de ellos es esclarecer cómo se fue fusionando la conciencia
antiimperialista que venía madurando desde los tiempos de Sandino con la conciencia
anticapitalista y revolucionaria de las masas que combatieron contra el Estado burgués
representado por la dictadura de los Somoza.
La necesidad de interpretar con mayor fineza estos procesos nos conduce a plantear una
serie de reflexiones en torno al problema de la conciencia de clase, que obviamente surge de la
realidad histórica y de su estudio concreto.
A nuestro modo de entender, hay que partir de una importante frase del Manifiesto
Comunista”: “La ideología predominante de toda sociedad es la ideología de la clase
dominante”. Por eso, no es posible conocer verdaderamente la historia del movimiento obrero
sin analizar el desarrollo del sistema capitalista y de la clase dominante.
Si bien los explotados logran desarrollar su conciencia de clase en la lucha contra los
patronos, continúan sufriendo la influencia de la ideología de la clase dominante en la vida
cotidiana, las costumbres, el consumo, la cultura, etcétera. Inclusive, con conciencia de clase, un
sector importante de las masas trabajadoras sigue influido por la ideología burguesa. El quiebre
de esta dominación ideológica se produce generalmente en los períodos revolucionarios.
No sólo es una traba la ideología de la clase dominante. También cumple un papel
mediatizador en la conciencia de clase la ideología del reformismo, del socialcristianismo y de
la socialdemocracia. El reformismo obrero burocrático es una forma de penetración de la
ideología burguesa en el seno del movimiento obrero. Por eso, todo análisis de la conciencia de
clase debe tener en cuenta el papel de freno que juegan las tendencias del reformismo burgués y
del reformismo obrero burocrático, tanto en relación a los obreros como a las demás capas
explotadas y oprimidas de la población.
Una cuestión metodológica fundamental para estudiar la historia del movimiento obrero
es analizar el desarrollo de la conciencia de clase en cada país y en cada período histórico de la
lucha de clases. Así, podremos apreciar si los partidos obreros latinoamericanos fueron capaces
de evaluar correctamente el real estado de conciencia de las masas, y si sus consignas agitativas
se iban ajustando a ese grado de conciencia. Esta metodología contribuiría a enriquecer la
historia crítica de los partidos de la izquierda latinoamericana. Como decía Trotsky: “Mal o bien
los partidos revolucionarios fundan su técnica en la observación de los cambios experimentados
en su conciencia de las masas”.16
Es sabido que la conciencia de clase -que es parte del factor llamado subjetivo- está
condicionada por el proceso objetivo de las relaciones de producción, y que en última instancia
la existencia social condiciona a la conciencia. Los tergiversadores del materialismo histórico
han pretendido hacer creer que esto significa que lo económico es lo único determinante. Ya se
encargó Engels en su carta a Bloch (1890) de salirle al paso a estos exégetas. “Las
ciurcunstancias”, decían los fundadores del marxismo en La ideología alemana. Precisamente,
para realizar estos cambios de estructura, los hombres, son explotados, necesitan desarrollar su
conciencia de clase.
Los creadores del materialismo histórico no alcanzaron a sistematizar su pensamiento en
relación a los problemas de la conciencia de clase. No existe ninguna obra de Marx o Engels
donde se haga un análisis a fondo y global de la llamada clase “en sí” y clase “para sí”.
La categoría clase “en sí” no se refiere a ninguna expresión de conciencia, sino
absolutamente a la existencia de la clase obrera como parte de la estructura de clases del sistema
capitalista. En cambio, clase “para sí” tiene relación directa con la conciencia de clase. Pero, a
nuestro juicio, es un concepto demasiado general que no permite analizar los matices de las
diversas manifestaciones de la conciencia de clase.
Según Mandel, Marx en sus primeros escritos “había expuesto un concepto subjetivo de
las clases, de acuerdo con el cual la clase trabajadora llega a ser clase únicamente a través de la
lucha”.17 En efecto, en Miseria de la filosofía, se afirma. “ Esta masa constituye ya una clase
frente al capital, pero no lo es todavía para sí misma. En la lucha, algunas de cuyas fases hemos
señalado, esta masa se une, se constituye en clase por sí misma”.18 Es decir, el proletariado llega
a constituirse en clase sólo a través de la lucha, definición que está más relacionada con el grado
de conciencia que con la estructura de clase. Este criterio se encuentra también en el Manifiesto
comunista, cuando en el capítulo “Proletarios y comunistas” se sostiene: “... en la lucha contra
la burguesía, el proletariado se constituye indefectiblemente en clase”.19
Para Marx, la conciencia de clase se va forjando en la lucha, en las movilizaciones
conjuntas, a escala nacional e internacional. Este vendría a ser el grado de conciencia
denominado “clase para sí”, aunque Marx no sistematiza ni desarrolla esta categoría. En otro
párrafo del Manifiesto comunista señala: “ El objetivo inmediato de los comunistas es el mismo
que el de todos los demás partidos proletarios: constitución de los problemas de clase”.20
Marx tampoco trata el tema de la introducción de la conciencia política desde afuera de la
clase trabajadora. Es obvio que el Manifiesto comunista y otros escritos políticos, sobre todo la
polémica con Bakunin en la Primera Internacional, tienen por objeto contribuir a la formación
de la conciencia política de clase del proletariado. Pero Marx no aborda el problema de
introducir en la clase obrera la conciencia revolucionaria desde afuera. Esta cuestión fue
apuntada por Kautsky y luego por Lenin, quien cita al entonces marxista alemán: “ La
conciencia socialista moderna puede surgir únicamente sobre la base de un profundo
conocimiento científico (...). Pero no es el proletariado el portador de la ciencia, sino la
intelectualidad burguesa (...) de modo que la conciencia socialista es algo introducido desde
afuera de la lucha de clases del proletariado, y no algo surgido espontáneamente de ella”.21
es posible que Lenin tuviera razón en la época del ¿Qúe hacer? (1902) en insistir en que
los intelectuales adheridos a la causa del proletariado introducían desde afuera de la clase las
ideas del socialismo, debido al retraso político de los obreros. Pero en la actualidad, en que los
Estados en transición al socialismo constituyen más del tercio de la humanidad y en que se han
desarrollado fuertes partidos obreros, ya no tiene mucho asidero esta tesis. Sostener hoy día esta
posición es caer en una línea cuasi sustitocionista.
En 1917, en un contexto histórico distinto al de ¿Qué hacer?, Lenin planteó la consigna
estratégica de “todo el poder a los soviets”, que expresaba que importantísimos segmentos del
proletariado -no sólo militantes del partido bolchevique- habían alcanzado una conciencia de
clase tan elevada que estaban en condiciones de derrocar a la burguesía y dirigir el país hacia el
socialismo. También reflejaba que el partido o partidos de la clase.
La conciencia de clase se desarrolla a través de la acción, en el conflicto social; pero no
necesariamente todas las acciones permiten llegar a una masiva conciencia revolucionaria de
clase.
No hay acción sin un cierto grado de conciencia de clase, no hay conciencia de clase sin
acción social de masas. El desarrollo de la conciencia de clase se da a través de un concierto
dialéctico entre la experiencia de la clase y la teoría revolucionaria en al lucha de clases.
No hay conciencia de clase dada de una vez y para siempre. La conciencia de clase va
cambiando y se expresa de diferentes maneras, porque el desarrollo de la conciencia de clase es
un proceso heterogéneo, desigual y contradictorio en el tiempo y en el espacio. El grado de
conciencia de clase de las masas trabajadoras no siempre es el mismo. Puede cambiar
rápidamente, sobre todo en períodos revolucionarios. Los diferentes sectores de la clase obrera -
decía Trotsky- “llegan a la conciencia de clase por caminos y momentos diferentes”.22 además,
señala Goldmann, “es necesario distinguir la conciencia posible de una clase de su conciencia
real en un momento de la historia”.23
Existen sectores proletarios con una conciencia de clase más desarrollada que otros. Por
eso, no se puede hablar de una conciencia de clase generalizada de todo el proletariado.
Estas apreciaciones pueden ser aplicadas en una nueva investigación del movimiento
obrero latinoamericano, tratando de analizar cada país el proceso de desarrollo desigual de la
conciencia de clase, que surge de nuestra condición de países semicoloniales. Por ejemplo, la
Revolución Mexicana de 1910-20 muestra claramente el grado desigual de conciencia entre
campesinado, que fue la vanguardia de la revolución, y sectores del proletariado que apoyaron
la ideología nacionalista burguesa y reformista, constituyéndose ésa en una de las causas
fundamentales de la derrota del proceso revolucionario. En un sentido inverso, en Bolivia puede
comprobarse que la conciencia de clase estaba más desarrollada en la revolución de 1952 en el
proletariado que en el campesinado. Esto fue un impedimento para concretar la alianza obreo-
campesina y facilitó la manipulación de sectores campesinos por parte del MNR y,
posteriormente, por Barrientos y por Banzer.
También es importante analizar en el movimiento obrero latinoamericano los momentos
en que el proletariado alcanzó la independencia política y organizativa de clase. Esto es clave
para investigar el proceso de desarrollo de la conciencia de clase. La independencia de clase se
va logrando en ruptura con la ideología del Estado y de la clase dominante. Adolfo Gilly señala
que “la clase obrera toma conciencia de sí misma cuando adquiere conciencia del Estado como
una realidad ajena e impuesta. Esto es el resultado gradual de una experiencia social colectiva,
por la cual deja de ver al Estado como el representante de toda la sociedad”.24 Las revoluciones
cubana y nicaragüense son las muestras más rotundas de cómo las masas explotadas fueron
adquiriendo conciencia del papel que jugaba el Estado, representado por los dictadores Batista y
Somosa.
El desarrollo de la conciencia de clase se alcanza también a través de las huelgas, de las
manifestaciones callejeras y de las ocupaciones de fábricas y latifundios. La huelga general
juega un papel decisivo para acelerar la conciencia política de la clase porque los trabajadores se
enfrentan no sólo a un patrón sino al Estado, representante de todos los patronos capitalistas.
También se puede medir el desarrollo de la conciencia política de clase por adhesión de los
trabajadores a las candidaturas socialistas y, fundamentalmente, por la participación en los
principales conflictos de clases.
Aunque la formación de la conciencia de clase se concreta en la lucha social de cada país,
influyen en ella los acontecimientos internacionales. La conciencia de clase se desarrolla no sólo
a base de la experiencia nacional sino también de las lecciones de las luchas obreras a escala
mundial. Sin ir más lejos, como sería el caso de analizar la influencia de las revoluciones Rusa
y China en el movimiento obrero latinoamericano, nos remitimos por ahora a la incuestionable
influencia de la Revolución Cubana en el aceleramiento de la conciencia de clase de las capas
explotadas de nuestro continente. También es evidente la influencia que ha ejercido la
Revolución Nicaragüense en la lucha de las masas latinoamericanas, sobre todo en El Salvador
y Guatemala.
Por otra parte, queremos plantear un problema muy complejo. Se trata de reflexionar
sobre si la conciencia de clase es sólo referida al proletariado o si corresponde a todos los
asalariados y explotados del campo y la ciudad. A nuestro juicio, las modernas capas medias
asalariadas van adquiriendo cada día más conciencia de clase. Lo mismo los semiproletarios del
campo. Y las mujeres que sin ser necesariamente proletarias, han comprendido la necesidad de
derrocar al sistema capitalista como condición sine qua non para lograr la liberación femenina,
¿acaso no tienen conciencia de clase? Y los campesinos, ¿qué conciencia de clase tienen? ¿Qué
conciencia es la de los indígenas del Perú, Bolivia o Guatemala que se han insurreccionado más
de una vez contra el régimen burgués? ¿Cómo calificar la conciencia de los indígenas de
Nicaragua, de esos que empuñaron las armas contra Somoza al grito de “Monimbó es el corazón
de la revolución?” También cabría preguntarse ¿qué grado de conciencia de clase tenían los
habitantes de los barrios populares de Santo Domingo que en 1965 se insurreccionaron y se
apoderaron de las calles del centro de la ciudad durante varios días?
Otro problema no esclarecido es cómo evolucionan las diversas manifestaciones de la
conciencia de clase en los países en transición al socialismo, enfoque que nos podría permitir
una aproximación a la problemática de la relación entre la conciencia de clase bajo el
capitalismo y las manifestaciones de esa conciencia en la fase de construcción del socialismo,
no es abstracto sino en la historia de un movimiento obrero de un país latinoamericano, como
Cuba.
Sería importante evaluar en qué medida la rebelión de los obreros polacos (1980-81) ha
contribuido a desarrollar la conciencia política de clase en sectores trabajadores
latinoamericanos. La decisión del proletariado polaco de no retornar al capitalismo y de luchar
por una auténtico socialismo, autogestionado, libre de la burocracia, refleja un alto grado de
conciencia política revolucionaria de clase, aunque con matices diferentes al proletariado de los
países capitalistas. Este combate por la revolución antiburocrática ha interesado vivamente a
sectores de trabajadores latinoamericanos y, en tal sentido, puede haber contribuido a desarrollar
la conciencia política de clase.
La conciencia de clase no es meramente psicológica. Al decir de Lukács, la conciencia de
clase no es “la conciencia psicológica de proletarios individuales ni la conciencia de su totalidad
(en el sentido de la psicología de las masas) sino en el sentido hecho consciente de la situación
histórica de la clase.”25
Después de haber analizado algunas de las expresiones de la conciencia de clase, nos
permitimos plantear la necesidad de investigar en el movimiento obrero de cada país
latinoamericano las especificidades que adoptan las diversas manifestaciones de la conciencia
de clase:
a) La “falsa” conciencia, como expresión de la ideología burguesa, que no por ser
“falsa” no es real y, frecuentemente, más activa de lo que se supone. El papel
mediatizador lo realiza la burguesía a través de la ideología que transmite
masivamente por medio de la cultura, la educación, los medios de comunicación de
masas, etcétera. La ideología burguesa también se divulga mediante su correa de
transmisión en el movimiento obrero: el reformismo pequeño burgués y el
reforzamiento obrero burocrático. De este modo se podría explicar cómo un
proletariado tan combativo, concentrado y organizado como el argentino, con alta
conciencia de lucha antipatronal, no haya podido, a causa del peso de la ideología
peronista, elevarse a una conciencia política de clase.
b) La conciencia de clase, manifestación primaria de la lucha contra el patrón y la
explotación económica capitalista. Algunos autores hablan de una conciencia política
de clase. Otros, se refieren a una conciencia empírica y pragmática.
c) Conciencia política de clase, significa un incremento cualitativo de la conciencia
primaria de clase. Es el momento en que los trabajadores, o un sector importante de
ellos, toma conciencia del papel que juega el Estado y la clase dominante; aspiran al
socialismo pero no ven con claridad la forma de derrotar al sistema capitalista. En tal
sentido, conciencia política de clase podría ser la masiva votación de los trabajadores
por Salvador Allende en 1970, respaldando la alternativa socialista; o la sorprendente
votación, superior al 25%, obtenida por la izquierda peruana en las elecciones para la
Asamblea Constituyente de 1978 y los actuales avances del PT de Lula en Brasil.
d) La conciencia política revolucionaria de clase, que irrumpe cuando los trabajadores
se proponen la conquista del poder. Esto se produce en los períodos revolucionarios,
como el cubano y el nicaragüense.
e) La conciencia socialista revolucionaria, que en general se desarrolla cuando
importantes sectores de la clase adoptan el programa del partido o los partidos en la
fase de transición al socialismo.

Con estas notas no pretendemos establecer una clasificación y menos una sistematización
acabada. Sólo aspiramos a plantear algunas manifestaciones de la conciencia de clase para ser
investigada en concreto en la realidad específica de cada país latinoamericano.
Estos grados o estadios de la conciencia de clase no están separados ni escindido. Se
entrecruzan, se interpenetran y se expresan a veces en la misma coyuntura sociopolítica, de
acuerdo al desarrollo desigual de la conciencia de clase en los diferentes segmentos de la masa
trabajadora. Por ejemplo, en la Cuba de Batista, pocos años antes del triunfo de la Revolución,
mientras un sector paraba para la insurrección popular y la toma del poder.
No hay un desarrollo lineal de la conciencia. No se da primero la conciencia política y
posteriormente la conciencia revolucionaria. El proceso es más complejo, heterogéneo y
contradictorio porque, insistimos, no se trata de la conciencia individual de cada trabajador sino
de la condición social e histórica de una clase o de capas de ella.
Si a esto agregamos el hecho objetivo de que además del proletariado existen otros
sectores de explotados, que tienen diversos niveles de conciencia de clase, como los
semiproletarios del campo, las modernas capas medias asalariadas, las mujeres, que sufren una
doble opresión, el problema se hace más complejo para determinar el entrecruzamiento de las
diversas manifestaciones de la conciencia de clase.
La clase trabajadora acelera su conciencia de clase para, paradójicamente, desaparecer en
definitiva como clase en la sociedad comunista.
Tanto la problemática de la conciencia de clase como la cuestión central de la lucha de
clases –íntimamente interrelacionadas- han sido escasamente abordadas por los científicos
sociales de América latina. Se ha dado más importancia a la teorización sobre el concepto de
clases que al estudio del proceso real de la lucha de clases. Numerosos sociólogos han hecho del
concepto de clases una categoría estática; otros, han llegado a un reduccionismo teórico sobre el
papel de las relaciones de producción, abstraídas del conflicto de clases. No se debe separar al
ser social de la conciencia social. La conciencia social, expresada en la lucha de clases, es una
manifestación del ser social. Cuando se analiza la historia, uno no se encuentra con clases
aisladas ni separadas estructuralmente, sino con el enfrentamiento de clases, o con clases que
conviven, contradictoriamente, formando parte de la unidad societaria. Por eso, lo fundamental
no es la historia de cada clase, aunque a veces puede hacerse la abstracción, sino la historia de la
lucha de clases, que es donde se condensan las contradicciones de la formación social.
En rigor, la interrelación entre estructura y superestructura –incluidas sus mediaciones-
se hace relevante en la lucha de clases. En el conflicto social se expresan todas las
manifestaciones de la formación social: estructura económica, situación coyuntural de la
economía, clases y conciencia de clase, bloques políticos, comportamiento del Estado y de la
fracción hegemónica de la clase dominante, ideologías, cultura, etnia, opresión de sexos,
dependencia, colonialismo, imperialismo.
No existe el riesgo de que la categoría de lucha de clases se convierta en un nuevo
reduccionismo porque no toma aspectos parciales de la realidad, sino una totalidad, constituida
por la formación social. La lucha de clases se da tanto en el piso social como en la cúspide del
Estado.
Nuestra posición crítica a la tradicional “historia-batalla” –que ignoró la lucha de clases-
no significa preferencia por los enfoques solamente económicos o sociológicos, ni menosprecio
por la historia política; por el contrario, prestamos la debida atención a lo político porque es en
ese plano donde se resuelve temporalmente y de modo inestable el conflicto social,
condicionado por la economía y estructura de clases, las que a su vez son modificadas por lo
político, como expresión de la lucha de clases.
Tampoco se han interesado por el estudio de la lucha de clases los ideólogos de la
Historia económica y social, plena de cuadros y estadísticas pero aséptica en el enfoque global
de la realidad. Con un mayor compromiso intelectual en relación a la sociedad, pero con similar
olvido de la lucha de clases, se han conducido los autores de la llamada teoría de la
dependencia, exceptuando a Weffort, Quijano y otros. Menos se han interesado por el estudio de
la lucha de clases modoproduccionistas, sólo interesados en descubrir modos de producción en
cuanta nueva relación de producción detectan. No se dan cuenta de que toda relación de
producción está directamente ligada a la lucha de clases; más aún, es producto de la lucha de
clases.
Por eso, nos parece erróneo el criterio de aquellos autores que como Charles Parain,
sostienen: “no se trata de negar el papel determinante de las luchas de clases en la historia. Pero
hay que tener en cuenta que ese papel no es determinante por sí solo, sino que tiene que estar en
estrecha relación con el desarrollo de las fuerzas productivas. Si no, se insiste más sobre un
modo de explotación del hombre por el hombre que sobre un modo de producción”.26 Este autor
parece no advertir que el proceso de lucha de clases abarca el conjunto de las manifestaciones
de la sociedad, entendiendo por lucha de clases solamente las manifestaciones de protesta de los
explotados.
Por otra parte, sostiene que esa lucha de clases tiene que estar en estrecha relación con el
desarrollo de las fuerzas productivas. Si los obreros y campesinos rusos, chinos, cubanos,
vietnamitas, nicaragüenses, etc.- hubieran esperado la maduración de la contradicción entre las
fuerzas productivas y las relaciones de producción, seguramente la revolución estaría en
barbecho. Precisamente, uno de los fenómenos más relevantes de la lucha en el siglo XX ha sido
que la revolución social no estalló en los países altamente industrializados. Se demostró así que
el nivel de la lucha de clases es lo determinante y no el grado de desarrollo de las fuerzas
productivas.
Esta ruptura con una previsión o diagnóstico que se hizo ortodoxo durante décadas,
congelando los análisis de la realidad –y lo que es pero cometiendo graves errores de estrategia
revolucionaria- ha permitido iniciar una nueva interpretación de los fenómenos de la lucha de
clases en Asia, Africa y América latina.
La caracterización de las clases y de la lucha de clases en las sociedades capitalistas
europeas y norteamericanas no puede significar la universalización de ese concepto de clase y
de lucha de clases, aplicable a todas las formaciones sociales.
Para una teoría de la lucha de clases en América latina, tanto de su historia como de la
coyuntura contemporánea, es fundamental partir de cada una de nuestras sociedades. La
supervivencia de relaciones de producción precapitalistas, aunque subordinadas al modo de
producción capitalista –sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX- permiten explicar los
poderosos movimientos campesinos, indígenas y urbanos populares, junto a los combates de la
clase obrera. La lucha de clases es la que pone de manifiesto las contradicciones en y entre las
diversas relaciones de producción.
No basta, entonces, estudiar la contradicción burguesía-proletariado. Hay que considerar
en una teoría e historia de la lucha latinoamericana a otros sectores de explotados, como los
campesinos, indígenas, artesanado, capas medias asalariadas, habitantes de los barrios urbano-
periféricos pobres y a los oprimidos, como las mujeres. Este fenómeno social nos obliga a
trabajar más finamente el conflicto de clases en América latina y las formas que adopta la lucha
de clases.
NOTAS
1
LUCIEN GOLDMANN: Las ciencias humanas y la filosofía, E d. Nueva Visión, Buenos Aires, 1972, p.86.
2
KINGSLEY DAVIS: y otros: La estructura de clases (antología), E d. Tiempo Nuevo, Caracas, 1970.
3
PIERRE VILAR Iniciación al vocabulario del análisis histórico, E d. Grijalbo, Barcelona, 1982, pp. 117 y118.
4
SERGIO BAGU: Tiempo, realidad social y conocimiento, op. Cit., p. 139.
5
PIERRE VILAR: op. Cit., p. 125.
6
El trabajo productivo (T.P.) en el sistema capitalista es el único que genera plusvalía directa; es trabajo material, productor de
capital. ‘’Todos los trabajadores productivos -escribía Marx- son trabajadores asalariados, mientras que todos los trabajadores a
salarios no son trabajadores productivos.’’ La diferencia entre ambos trabajadores reside en que “el trabajo excedente del obrero
productivo se concretiza en producto excedente, lo que significa en las condiciones capitalistas en plusvalía, mientras que el trabajo
excedente del obrero improductivo sólo disminuye los necesarios costos improductivos, y en consecuencia libera capital para el
empleo productivo’’ ( E. A
LVATER “Sobre el trabajo productivo e improductivo en revista Crítica de la Economía Política, E d Fontamara, Barcelona,
Septiembre 1977, nº 3, pp. 69 y 70). Los trabajadores improductivos tienen especialmente relación con el proceso global de la
reproducción del capital, incluída la esfera de la circulación, suscitando transferencia de plusvalía de un área a otra de la economía.
La distinción entre T.P. e I. Sólo tiene sentido en el modo de producción capitalista para determinar cuál es el sector que entrega
plusvalía -transformada en fuerza productora de capital- a través del trabajo material. No se trata de ver en la definición del T.P. sólo
la producción de bienes materiales, sino de plusvalía; porque el campesino o artesano también producen bienes materiales, pero no
se los considera trabajadores productivos porque no entregan plusvalía al capitalista, aunque sí de manera indirecta al sistema. En
síntesis, esta distinción sólo tiene vigencia para el régimen burgués, sobre todo para saber cabalmente el mecanismo de la
reproducción ampliada del capital y de su proceso de acumulación.
7
NICOS POULANTAZAS: Las clases sociales en el capitalismo actual, E d. Siglo XXI, México, 1977, e Instituto de
Investigaciones Sociales de la UNAM: Las clases Sociales en América latina, E d. Siglo XXI, México, 1983.
8
ESTEBAN MOSONYI: Identidad nacional y culturas populares. E d. La Enseñanza Viva, Caracas, 1982, p. 56.Para mosonyi no
tiene sentido decir que los africanos importados como esclavos pertenecían a culturas más adelantadas que los indoamericanos,
porque tenían líneas distintas de evolución.
9
ALDO SOLARI, R. FRANCO y J. JUTKOWITZ: Teoría social y desarrollo en América latina, E d. Siglo XXI, México, 1976, p.
401.
10
RODOLFO STAVENHAGEN: La dinámica de las relaciones interétnicas: clases, colonialismo y aculturación en América latina,
E d. Universitaria, Santiago, 1970, p. 187.
11
GUILLERMO BONFIL : “Historias que no son historia’’, en C. PEREIRA Y otros: Historia ¿para qué?, op. Cit., p.238.
12
HECTRO DIAZ-POLANCO: Etnia, clase y cuestión nacional, Cuadernos Políticos, México, nº 30, 1981.
13
LUIS FELIPE BATE: Cultura, clases y cuestión étnico-nacional. Juan Pablos Editor, México, 1984, p. 63.
14
RODOLFO STAVENHAGEN: op. Cit., p.45.
15
C. LUKÁCS: Historia y conciencia de clase, op. Cit., p. 66.
16
LEON TROTSKY: Historia de la Revolución Rusa, E d. Cenit, Barcelona, 1931, t. I, p. 14.
17
ERNEST MANDEL: La teoría leninista de la organización, E d. ERA, México, 1976, p. 15.
18
C. MARX: Miseria de la filosofía, E d. Nacional, México, 1966, p. 66.
19
MARX Y ENGELS: Manifiesto comunista, E d. Progreso, Moscú, 1976,p. 53.
20
íbid.
21
K. KAUTSKY: “El nuevo programa del Partido Socialdemócrata Austríaco’’, Revista Newe Zeit, 1901- 1902
22
L. TROTSKY: The estruggle against Fascism in germany, Pathfinder Press, Nueva York, 1971, p. 163.
23
LUCIEN GOLDMANN: Las ciencias humanas y la filosofía, op. Cit., p. 100.
24
A. GILLY: “La formación de la conciencia obrera en México’’, Rev. Coyoacán nº 7-8, p. 172, enero-junio 1980.
25
G. LUKACS: Historia y conciencia de clases, Ed. Grijalbo, México, 1978, p. 80.
26
CHARLES PARAIN: “Síntesis de la jornada de estudios”, en FRANÇOIS HINCKER y otros: El feudalismo, Ed, Ayuso, Madrid,
1974, p. 347
Capítulo VII

El Estado en América latina

A diferencia de otros autores, que solamente consideran la formación del Estado nacional,
intentaremos abordar otras expresiones estatales registradas en nuestra América, especialmente
bajo las formaciones sociales inca y azteca y la administración colonial. Centrar solamente el
estudio del Estado en la fase de formación y desarrollo del Estado-nación bloquearía la
comprensión de anteriores regímenes de dominación de clase, dejando la impresión de que
recién hubo formas estatales de control de la sociedad con el advenimiento de los Estados
nacionales.
Partimos del hecho histórico de que no siempre hubo Estado, aunque sí sociedad,
distinción clave para la elaboración de una teoría de Estado. Así como no siempre existió
Estado, también podrá extinguirse el actual, continuando la sociedad ya sin clases, “la sociedad
civil –decía Marx en la ideología alemana- trasciende los límites del Estado y la nación”. La
distinción entre sociedad civil y Estado no debe conducir al manido dualismo, según el cual la
sociedad civil sería el espacio de confrontación e inclusive de “consenso” de las clases y el
Estado sólo el encargado de asegurar ese consenso y la dominación de clase mediante sus
“aparatos ideológicos”.
Es sabido que el Estado surgió con la sociedad de clases y la instauración de la propiedad
privada, aunque hubo embriones de Estado, como los de modo de producción “asiático”, donde
la propiedad privada no era preponderante. El Estado es anterior al surgimiento del capital,
como lo demuestra el Egipto de los faraones, el imperio persa y la sociedad grecorromana.
Mandel sostiene que “es incorrecto querer deducir directamente el carácter y la formación del
Estado a partir de la naturaleza de la producción y circulación de mercancías”.1
El Estado burgués surgió a fines del siglo XVIII como resultado de la evolución del
Estado nacional absolutista, nacido en la Baja Edad Media, especialmente en Francia e
Inglaterra. Así se desarrolló el Estado como “capitalista colectivo ideal” o también como
“personificación ideal del capitalismo nacional global”, al decir de Engels. La unidad de la
burguesía en el Estado es una unidad contradictoria que ingresa y organiza la competencia entre
los capitalistas. El Estado no sólo cohesiona a las fracciones de la clase dominante sino también
integra las clases explotadas a través de la ideología burguesa, como han señalado Luckács y
Gramsci.
No todas las funciones del Estado son meramente superestructurales, ya que el Estado se
encarga de estimular las condiciones generales de producción que no puede asumir uno de los
capitalistas privados, como los medios de transporte y comunicaciones, el sistema monetario, la
regulación del mercado nacional, el orden jurídico y la reproducción de la fuerza de trabajo a
través de los planes de salubridad, vivienda y educación.
El Estado burgués garantiza la reproducción de las relaciones socioeconómicas y políticas
de una formación social. No deben escindirse sus funciones entre lo económico, social y
político porque el Estado es una de las formas principales de expresión de esa totalidad que es la
formación social. Por eso, para analizarlo cabalmente no basta una teoría económica o política,
sino una teoría global del funcionamiento de la formación social histórico-concreta.
Según Marx, el Estado es la “síntesis organizada de las relaciones de producción”. Es la
unidad básica institucional de la dominación de una clase; expresa la síntesis de la dominación o
el “punto de condensación” de la relación de fuerza entre las clases.
Es efectivo que el Estado es controlado por la clase dominante pero este control no es
mecánico, sino que existen ciertas mediciones; y el Estado es precisamente la institución que
canaliza estas mediaciones. Comenten un error aquellos tratadistas “marxistas” del Estado que
consideran que éste es un reflejo o consecuencia directa de la infraestructura económica. La
relación estructura-superestructura, de la cual se ha hecho mucho abuso “teórico”, constituye un
binomio dialéctico interrelacionado de esa totalidad que es la formación social. Sólo así puede
entenderse el papel del Estado no con un criterio “economicista” sino como agente especial de
la producción y reproducción social.
El Estado burgués tiene como función estimular y retroalimentar la ley del valor,
refinando las relaciones sociales. Así como existe el fetichismo de la mercancía, podría hablarse
del fetichismo del Estado, que expresa la alineación de los individuos en el capitalismo al
producirse una pertenencia impersonal al Estado-nación.
Estamos en desacuerdo con los que pontifican acerca de una creciente autonomía del
Estado. Existe una relativa semiautonomía del Estado –necesaria y funcional al sistema- sobre
todo en la esfera política y en instituciones como el parlamento. Pero no es una autonomía
respecto de la clase dominante, ni el Estado juega un papel de árbitro entre las clases, sino que
esa relativa semiautonomía es para realizar las tareas generales de reproducción social que no
pueden cumplir los capitalistas por separado, como la educación, la salud, el transporte, etcétera.
La relativa semiautonomía garantiza mejor las formas de dominación.
Hay que estudiar el Estado en proceso, como institución en permanente cambio. Es cierto
que “los gobiernos pasan y el Estado queda”, pero este quedar no es estático. Las estructuras del
Estado no son siempre las mismas; cambian de acuerdo a las alteraciones de la formación social
y a los intereses de la clase dominante. También cambian las fracciones que asumen el control
del Estado. Los cambios no son solamente derivados de las transformaciones económicas sino,
en lo fundamental, el producto de la lucha de clases. Por consiguiente, la teoría del Estado es
parte de la teoría de la lucha de clases.

EL ESTADO EN LAS FORMACIONES SOCIALES


INCA Y AZTECA

En estas formaciones sociales, el Estado nació de una manera distinta al de la sociedad


griega. Ya Marx y Engels habían esbozado dos formas de generación del Estado: una, la
europea, especialmente la griega, en que el Estado surgió para amortiguar y regular las
contradicciones de las fracciones de la clase dominante, que era propietaria de la tierra, de
esclavos y otros medios de producción y circulación de mercancías; y otra, la “asiática”, en que
la clase dominante se confundía con el Estado, a través del cual ejercía la explotación, ya que no
era poseedora de la tierra ni de los medios de producción.2
En las sociedades incaica y azteca el Estado surgió directamente con un sector dominante
que no tenía la propiedad privada de los medios de producción, pero que se fue consolidando a
través de privilegios en el reparto del excedente, en las guerras de conquista y las tareas
militares y de culto.3 Este Estado cohesionaba los intereses a veces contradictorios de la nobleza
de ciudades como Teotihuacán y Tlopocán, entre militares y sacerdotes y entre estos y la
burocracia funcionaria, especialmente de más bajo rango. El Estado inca y azteca impuso a los
explotados la ideología de la clase dominante a través del ceremonial y de la mitología heroica
de los primeros incas y soberanos aztecas. También buscó legitimidad y consenso, realizando
obras de beneficio de la colectividad, como el regadío, la construcción de obras públicas, y
garantizó la reproducción de las relaciones de las relaciones de producción utilizando factores
extraeconómicos.
El Estado inca o azteca tuvo una creciente autonomía, que se expresaba en las iniciativas
del soberano para realizar las obras y actividades que garantizan la reproducción comunal-
tributario.
A riesgo de caer en esquematismo, podríamos caracterizar al Estado inca y azteca como
un Estado teocrático-militar-burocratizado, basado en un modo de producción comunal-
tributario.
El Estado planifica o, mejor dicho, programa parte de la producción mediante la
organización del trabajo colectivo de la comunidad en las obras de interés general de la
sociedad.
Es discutible la hipótesis de Chesneaux de que el Estado en el modo de producción
asiático fuera el “organizador de la producción”, por cuento no tenía el control de los medios de
producción. Entre los incas y aztecas, la intervención del Estado en la economía de la
comunidad-base, en los ayllus y calpullis, era en la práctica insignificante. A lo sumo, podía
programar obras de regadío artificial y otras de carácter colectivo. En cambio, intervenía
directamente en la percepción de tributos y en la redistribución del excedente.
Coincidimos con carrasco en que el Estado controlaba la distribución del excedente, pero
diferimos con su afirmación de que en el imperio azteca “las instituciones fundamentales eran
las que organizaban la producción (...). Los medios fundamentales de producción estaban
controlados por el organismo político”.4 Carrasco confunde control de tributo y de las obras
públicas con participación activa –directa y decisiva- del Estado en la producción. El Estado
tuvo una política económica e inclusive promovió la producción en las tierras del soberano, del
culto y del ejército, pero la base de la producción siguió descansando en los calpullis, donde los
medios de producción eran la comunidad-base.
La clase dominante, a través del Estado, implementaba el culto religioso, las
monumentales obras del ceremonial y tenía el control del calendario y de la incipiente escritura.
No cumplía meramente una “función”, como dice Godelier ni tampoco actuaba “a título
personal y precario”, como sostiene Chesneaux.5
Uno de los fundamentos del Estado inca o azteca fue el ejército permanente, el
sostenimiento de una fuerza pública. Otro, el rígido control del territorio conquistado, que
facilitó la recaudación de tributos y el reclutamiento de los integrantes de los ayllus y calpullis
para los trabajos colectivos obligatorios.
A la cabeza del imperio estaba un soberano con poderes absolutos, conceptuados por los
súbditos como casi sobrenaturales, que, en base a una ideología masiva, se presenta como
protector y beneficiador de la comunidad, en una forma de consenso muy sui generis, porque si
bien es cierto que explotaba a la comunidad-base, no es menos cierto que reinvertía parte del
excedente en obras de bien común, como el regadío, andenes, acueductos, terrazas, diques y
construcción de edificios para el ceremonial y adoración de divinidades, como el Sol, la Luna, la
Tierra, el trueno y otros elementos de la naturaleza en cuyos poderes mágicos creía el pueblo.
Wachtel y Polanyi han tratado de explicar esta relación por medio de los principios de
reciprocidad y redistribución. Pla aclara que la reciprocidad se daba entre los miembros del
ayllu pero no entre el ayllu y el inca, donde no hubo una relación igualitaria sino una obligación
de tributar en trabajo.6 La redistribución, a cargo del Estado, se daba a través de la construcción
de tambos o depósitos de alimentos, obras de riego, carreteras y monumentos.
Wachtel manifiesta que la “reciprocidad repercute en la redistribución, pero como
intercambio desigual”.7 Evidentemente era una redistribución sobre la base de la desigualdad
entre el Estado incaico y los miembros del ayllu, por lo cual la reciprocidad no era tal, ya que
gran parte del excedente económico, que provenía del tributo extraído a la comunidad-base, se
destinaba a mantener a esa clase dominante parasitaria. Wachtel apunta con certeza: “ el
antiguo principio de reciprocidad ya no desempeña sino en función ideológica, que enmascara y
justifica las nuevas relaciones sociales.”8
El soberano estaba rodeado de otros funcionarios del Estado, de una burocracia
controladora del riego y de los tributos, de los sacerdotes y, fundamentalmente, de los jefes
militares, encargados del pillaje en las guerras y de garantizar la apropiación de la renta de la
tierra.
El Estado, a través de los sacerdotes, implementó una religión oficial, como parte de su
ideología de legitimación ante la comunidad-base. La magia de las sociedades igualitarias se
transformó en religión, proceso característico de las primeras sociedades.

EL ESTADO COLONIAL

Para comprender las características que adoptó el Estado nacional en América latina es
necesario remontarse a la administración colonial, porque los movimientos independentistas
heredaron parte de ese aparato administrativo. Estas instituciones surgieron directamente de la
conquista, como una prolongación del Estado monárquico absolutista. El papel de ese Estado –
no nacional sino colonial- era garantizar el funcionamiento de la economía de exportación,
imponer la ideología colonizante y el sistema de dominación imperial.
Este estado –mal llamado “indiano”- se fue configurando a través de un proceso
caracterizado por una creciente centralización impuesta por la monarquía española, que trató de
evitar en las colonias el surgimiento de un poder local o regional que pudiera cuestionar su
autoridad. Durante el primer siglo de la conquista, los reyes se vieron obligados a otorgar
ciertas atribuciones políticas a los colonizadores, pero estas concesiones fueron rápidamente
limitadas por medio de “un conjunto complicados de preceptos e instituciones: equilibrio de
poderes entre virreyes y las audiencias, instrucciones minusiosas a virreyes, presidentes,
capitanes generales y gobernadores; obligación de informar; necesidad de la real confirmación
para las resoluciones de alguna importancia adoptadas por estas autoridades, visitas y juicios de
residencia.”9
El estado colonial ejerció un abierto intervensionismo económico, al estilo de los Estados
absolutistas europeos. Es corriente el uso del término mercantilista para expresar una política
económica esencialmente cambiaría. En realidad, el mercantilismo ha atravesado por diversas
etapas. En los comienzos del siglo XVI otorgaba atención preferente a los fenómenos de la
circulación monetaria. En tal caso, el Estado debía intervenir para asegurar una mayor entrada
de oro y plata y una mínima salida de los mismos. Este mercantilismo temprano fue
transformándose a medida que se ensanchaba el mercado mundial. En el siglo XVIII ya no se
trataba solamente de acaparar metales preciosos sino de exportar productos manufacturados. Por
eso, el Estado colonial tuvo una relevante injerencia en las actividades económicas, apelando a
factores extraeconómicos para obtener una mayor cuota de exportación minera y agropecuaria.
La superestructura estatal aparecía como “sobredesarrollada” en relación a la estructura
socioeconómica.
Las instituciones coloniales representaban los intereses generales de la monarquía, de la
Iglesia, de los monopolios españoles, de los terratenientes y de la burguesía comercial y minera.
Sin embargo, hubo contradicciones entre los intereses de los representantes directos de la
monarquía y los de los sectores criollos, parapetados en el Cabildo.
El Estado imponía por arriba, administrativamente, una unidad que no existía realmente
en el conjunto de la sociedad civil. Las prioridades de la economía de exportación impidieron la
vertebración de un mercado que soldara las diferencias regionales. En algunas colonias, como
México y Brasil, hubo centros mineros que lograron vertebrar a su alrededor actividades
agropecuarias que facilitaron cierta integración económica. Pero esa unidad relativa fue
desapareciendo a medida que finalizaba el auge de la producción minera. Por lo demás, estos
procesos fueron una excepción en la economía colonial. Ninguna colonia logró una efectiva
unidad entre sus provincias, cuyas contradicciones se ahondaban por un regionalismo
exacerbado por los recelos de los Cabildos. Esta incapacidad del Estado indiano para integrar y
unificar territorialmente a cada colonia repercutirá en las guerras civiles que se desatarán
inmediatamente después de lograda la independencia.
Para establecer un control absoluto de las instituciones coloniales, la monarquía española
nombraba directamente no sólo a los virreyes, capitanes generales y gobernadores, sino
también a corregidores, oidores, alguaciles, tesoreros y veedores, quienes mandaban informes
individuales por separado al rey. Se estructuraron cuatro virreinatos: Nueva España, Nueva
Granada, Perú y, finalmente, el del Río de la Plata. Además, había varias capitanías generales:
Guatemala, Chile y más tarde Venezuela. También se crearon gobernaciones, intendencias y
audiencias para ejercer un control más centralizado.
Las reformas promovidas por los reyes Borbones reforzaron la centralización del Estado
no sólo metropolitano sino también colonial. Ante todo, modernizaron el ejército de las
colonias, nutriéndolo de soldados de carrera y de un mayor presupuesto. Se creó una nueva
institución: la Intendencia, encargada desde mediados del siglo XVIII de estimular la
producción, el comercio y la administración de aduanas. Su doble carácter, político y
económico-administrativo. Le permitía intervenir en los problemas de hacienda pública, la
agricultura, la minería, la adjudicación de tierras, persecución al contrabando, control de los
asientos del tabaco, etcétera. La Intendencia tenía, asimismo, atribuciones en relación al
ejército, ya que su misión era pagar los sueldos de los oficiales y preocuparse de los almacenes
militares, hospitales, transportes y fortificaciones. Sus poderes eran tan amplios que el capitán
general no podía ordenar el pago de ningún empleado sin consulta a la Intendencia.
Otras de las medidas de los reyes Borbones fue redoblar los impuestos estableciendo en el
siglo XVIII un mayor control fiscal, que le permitió a la corona triplicar las rentas entre 1750 y
1800. Se dieron prerrogativas a los comerciantes peninsulares para que fundaran compañías,
como la Guipuzcoana, que aceleraron las contradicciones con las capas criollas acomodadas.
Otra institución importante creada en el último siglo de la Colonia fue el Real Consulado
de Comercio, que tenía como función analizar el estado económico de cada colonia y sugerir
medidas para superar los problemas. En estos consulados hicieron sus primeros aprendizajes de
economía política criollos de avanzada como Manuel Belgrano y Manuel de Salas.
La Real Audiencia fue –después de los virreyes, capitanes generales y gobernadores- la
institución más representativa de la corona española. Era un tribunal de justicia, pero extendía
su acción a casi todas las esferas de la sociedad colonial, incluyendo legislación y gobierno.
Guardaba el sello del rey; ejercía derecho de inspección y control sobre las autoridades políticas
e inclusive eclesiásticas. Vigilaba a los corregidores y velaba por el cumplimiento de las Leyes
de Indias. Deliberaba con los virreyes, capitanes generales y gobernadores sobre cuestiones
políticas y administrativas, adoptando en conjunto resoluciones denominadas “auto-acordados”.
Las audiencias se entendían directamente con el rey. Los presidentes de las Reales Audiencias
de Quito y Guatemala asumían todas las funciones de gobierno y su subordinación a los virreyes
era meramente formal. La Real Audiencia llegó a tener roces con los cabildos y encomenderos a
raíz de la aplicación de las tasas de indios y del funcionamiento de las encomiendas.
El cabildo era la única institución en la cual podían expresarse los sectores criollos. La
imagen de que el Cabildo fue un organismo popular y democrático es otro de los tantos mitos de
la historiografía liberal. La gestación del Cabildo, su composición social y su política
demuestran que era una institución oligárquica. Para ser regidor había que tener inmuebles y
suficiente dinero como para rematar el cargo en subasta pública. Sólo podían asistir los vecinos
más acomodados y seleccionados previamente por las autoridades del Estado colonial.
Durante el primer siglo de la conquista, el cabildo llegó a conceder mercedes de tierras,
encomiendas y a tener la facultad de designar gobernador interino en caso de acefalía. La
monarquía española, consciente de que el poder político del Cabildo podía facilitar la
consolidación de oligarquías autónomas que menoscabaran el poder central, suprimió a fines del
siglo XVI las facultades que tenían los regidores para distribuir tierras y encomiendas.
Según algunos tratadistas, la importancia del Cabildo disminuyó en el siglo XVII. Es
efectivo que gran parte de sus funciones políticas quedaron limitadas a raíz de la creación de las
reales audiencias en la mayoría de las colonias hispanoamericanas. Sin embargo, la decadencia
del Cabildo no fue tan manifiesta en el área económica. Coincidimos con Sergio Bagú en que
“el Cabildo no dejó jamás de ser un factor de primera importancia en la determinación del
destino económico de la zona sobre la cual gobernaba. Las oligarquías se perpetuaron en sus
asientos y los utilizaron sistemáticamente para ampliar sus privilegios y restringir el acceso de
otros grupos sociales a la condición de poseedores. Ots Capdequi narra cómo los cabildos, a
pesar de lo que establecían las leyes y de las enérgicas y reiteradas instrucciones en contrario de
la corona, distribuyeron las tierras, incluyendo del ejido, los bienes de propios y las realengas o
baldías. Con lo cual se transformaron en eficaces agentes de multiplicación del latifundio.”10
El Cabildo era el organismo encargado de regular el comercio, los precios, los salarios y
el abastecimiento de la ciudad. Controlaba pesos, medidas y marcas; fijaba los aranceles de los
artesanos y se ocupaba de las obras públicas. Otorgaba monopolios de fabricación de algunos
artículos y concedía tierras suburbanas comprendidas en su jurisdicción.
Otra de las funciones del Cabildo consistía en atender las solicitudes de los interesados
para explotar minas. Las reiteradas concesiones de minas a favor de los propios regidores o en
beneficio de sus familiares obligaron al gobernador de Chile Ortiz de Rozas a nombrar a
mediados del siglo XVIII alcaldes de minas directamente dependientes de la autoridad central
“con el fin de corregir los abusos cometidos por los alcaldes ordinarios en el ejercicio de su
autoridad. Se explicaba, por otra parte, que en un asunto de tanto valor como era el laboreo de
minas, las tentaciones fueran muy poderosas”.11
Los integrantes del Cabildo actuaban con un criterio de clase cuando establecían
restricciones a determinados sectores de la población. Por ejemplo, las multas que imponía el
Cabildo a los comerciantes ambulantes tendían a favorecer a los comerciantes ricos, aunque
aparentan una encomiable preocupación de los regidores por el mantenimiento de los precios.
Las relevantes funciones económicas del Cabildo indujeron a Julio Alemparte a sostener
insólitamente que este organismo “planificaba y consagraba el carácter socialista del régimen
económico de la ciudad colonial”.12 Esta errónea generalización parte del criterio de considerar
al Cabildo como una institución por encima de los intereses de clase, soslayando el carácter
clasista del Estado colonial. El Cabildo no “planificaba” la economía -la cual es obvio que no
era de ningún modo “socialista”- sino que reglamentaba en parte el funcionamiento de las
actividades económicas en las ciudades. Esta reglamentación, dictada por un organismo de
clase, como era el Cabildo, estaba al servicio de la clase dominante, históricamente ajena al
servicio de la clase dominante, históricamente ajena a toda planificación económica y sólo
interesada en obtener las máximas garantías para la exportación de sus productos.
En Brasil colonial, las cámaras municipales tuvieron más autoridad que los cabildos
hispanoamericanos, representando los intereses de los empresarios del azúcar y de los
estancieros paulistas, especialmente en los siglos XVI y XVII. Sus poderes recién fueron
limitados cuando en el siglo XVIII la corona portuguesa hizo una efectiva reestructuración
administrativa, que dio lugar a un Estado colonial centralizado, aunque tardío en relación a
Hispanoamérica.

DIFERENCIA ENTRE LA FORMACIÓN


DEL ESTADO NACIONAL
EN EUROPA Y AMERICA LATINA

Los primeros Estados nacionales de Europa occidental, especialmente el inglés, el francés


y el español, comenzaron a gestarse entre los siglos XIII y XV, en la época de crisis del
feudalismo. Fueron Estados monárquicos absolutistas, respaldados por la burguesía comercial,
que aplastó los arrestos de autonomía de los señores feudales, a los cuales terminó convirtiendo
en nobleza cortesana. Es decir, el Estado nacional en Europa se constituyó sobre la base de la
derrota de los señores feudales y la centralización del poder político. Maquiavelo, en El
príncipe, justificó teóricamente la concentración del poder político en el monarca para superar
la atomización propia de la estructura feudal. Jean Bodin insistió en el papel centralizador del
Estado monárquico absolutista. En el Leviathan, de Hobbes y sobre todo en Locke, el Estado
era la personificación unitaria de una multitud de hombres, expresando el “poder común”.
Este proceso no se dio en América latina. En primer lugar, porque no hubo señores
feudales y, en segundo lugar, porque la monarquía española, a través del Estado colonial
centralizado, logró dominar cualquier intento autonomista de los encomenderos.
Posteriormente, una vez lograda la independencia, el Estado nacional no se constituyó sobre la
base de una lucha con supuestos señores feudales sino mediante la toma del poder por la clase
dominante criolla, cuya riqueza se fundamentaba en una economía primaria exportadora.
En Europa, el Estado monárquico absolutista derivó en un Estado burgués, luego de las
revoluciones inglesas y francesas de los siglos XVII y XVIII. El Estado nacional comenzó a
desarrollarse sobre la base de una economía nacional integrada, con un sólido mercado interno.
La burguesía naciente utilizó el Estado monárquico para acelerar la unidad económica, que
recién se consolidó con el triunfo de la Revolución Industrial en el siglo XVIII.
En otras zonas de Europa, el Estado nacional se formó tardíamente. En Alemania e Italia,
constituidas en Estado-nación en la segunda mitad del siglo XIX, la economía nacional
integrada fue la base material que promovió la unificación política de los diferentes principados,
ducados y condados. Esto ha sido claramente explicado por F.List al analizar el Zollverein o
unión aduanera, que precedió en varias décadas a la unidad política. Podríamos decir que
mientras en Alemania la unidad económica fue determinante para acelerar la formación del
Estado nacional, en Inglaterra y Francia lo decisivo fue la unificación política iniciada en los
siglos XIV y XV, aunque posteriormente la integración económica fue el basamento del Estado
burgués.13
En América latina el proceso de formación del Estado nacional fue distinto porque no
hubo una revolución democrático-burguesa, liderada por la burguesía industrial, que permitiera
crear una economía nacional integrada, con un fuerte mercado interno. Los Estados nacionales
se fundamentaron en una economía primaria exportadora; la burguesía criolla no estaba
dispuesta a realizar la reforma agraria; había renunciado crear una industria nacional, luego del
pacto neocolonial con las metrópolis europeas que consistía en importar indiscriminadamente
productos manufacturados a cambio de una mayor cuota de exportación agropecuaria y minera.
El Estado nacional que se formó en América latina era el tipo de Estado que precisamente
necesitaban los terratenientes y la burguesía criolla en alianza con el capitalismo europeo. Fue
un Estado burgués sin burguesía industrial.
Por eso nos parece fuera de contexto histórico las apreciaciones de quienes se niegan a
reconocer la existencia del Estado en América latina a mediados del siglo XIX, basados en que
éste no cumple con los requisitos que se dieron en Europa, sin aclarar a qué tipo de formación
del Estado nacional se refieren, si a la de Inglaterra, Francia y España entre los siglos XIII y XV
o a la de Alemania, que se inspiran en el modelo europeo niegan la formación del Estado
nacional latinoamericano en el siglo XIX, argumentando que no había un mercado nacional ni
una esfera única de producción global; tampoco, una estructura “moderna” de clases, ni una
“organicidad” de ellas; que no había un bloque ideológico que cohesionara la sociedad en torno
a valores y normas, que expresaran una “identidad nacional”, por la ausencia de una burguesía
industrial. Han llegado a sostener que la sociedad civil era inexistente y que el Estado, recién
formado a fines del siglo XIX y principios del XX, fue el artífice de la verdadera sociedad civil,
pareciendo ignorar que ésta es siempre preexistente al Estado.
Para llegar a estas conclusiones se desconoce olímpicamente la especificidad de América
latina, su economía primaria exportadora se estructura de clases diferente a la europea y, sobre
todo, las decenas de años de guerras de la independencia y de guerras civiles, que le dieron
características sui generis a la formación del Estado nacional.

LA FORMACIÓN DEL ESTADO NACIONAL

El Estado nacional en nuestra América surgió como resultado de las guerras de la


Independencia. Este proceso de formación fue distinto al europeo, porque no se dio sobre la
base de una burguesía industrial en lucha contra el feudalismo ni se creó como resultado de una
economía nacional integrada. Lo político fue el factor decisivo porque permitió la ruptura del
nexo colonial, condición sine qua non para la formación del Estado nacional en nuestro
continente. Obviamente, nuestros Estados, heredados de la estructura colonial, se basaron en
una economía primaria exportadora que desde el comienzo fue dependiente de la metrópolis
europeas en cuanto a la exportación de materias primas e importación de artículos
manufacturados.
La clase dominante criolla no partió de cero en la formación del Estado sino que se
apropió de parte de las instituciones del aparato del Estado colonial y de la experiencia de la
antigua burocracia funcionaria. Inclusive, numerosos encargados de las finanzas y de la
economía en las primeras juntas de gobierno eran especialistas españoles, luego se
nacionalizaron. El Estado republicano conservó parte del antiguo aparato estatal de la colonia,
pero inauguró un nuevo tipo de política económica: el libre comercio. La burguesía criolla
rompió con el monopolio comercial español y con su intervencionismo económico,
adhiriéndose a los postulados librecambistas del Estado liberal burgués, aunque sobre otras
bases y con una clase dominante diferente a la burguesía industrial europea.
En América latina, el Estado nacional adoptó aspectos del librecambismo para estimular
la economía agrominera exportadora, pero no toda la teoría decimonónica, porque la estructura
socioeconómica era distinta. Aquí no había condiciones para establecer la libre competencia,
como en la Europa industrial, ya que los terratenientes ejercían el monopolio de la tierra, y los
grandes comerciantes ejercían el monopolio de la tierra, y los grandes comerciantes el control
del comercio exterior e interior.
La independencia dio paso a la gestación de nuevas formas de Estado, luego de la toma
del poder político por la burguesía criolla. Al principio fue un Estado sumamente débil, tanto
por sus bases económicas como por la crisis política permanente que se vivió durante las
guerras de la independencia y las guerras civiles. Este proceso de formación del Estado nacional
se prolongó durante varios lustros, siendo su fase más crítica la transcurrida entre 1810 y 1825,
año en que fue derrotada la contrarrevolución. Las guerras civiles fueron la expresión de la
debilidad de las formas estatales, pero su desenlace permitió la consolidación del Estado-nación.
En medio de estas terribles luchas, denominadas “guerras a muerte”, los Estados en
formación tuvieron que creer y equipar ejércitos, formar una nueva burocracia funcionaria,
hacer una política exterior tendiente al reconocimiento de la independencia política, cohesionar
a las diferentes fracciones de la clase dominante, enfrentar las insurrecciones internas de
sectores indígenas y esclavos que apoyaban a los españoles, en fin, priorizar lo político. Era
obvio que en estas condiciones e Estado fuera débil y estuviera en permanente situación de
desequilibrio. En tal situación, sería absurdo pedirle prematuramente a nuestros Estados l
integración que tenían los Estados europeos. Si bien es cierto que el Estado-nación recién se
consolidó en la segunda mitad del siglo XIX, no puede omitirse el hecho de que existieron
formas de dominación estatal a nivel general o provincial, que fueron la expresión del dominio
de unas clases sobre otras. La ausencia de un Estado-nación formalmente constituido no
significa inexistencia de formas estatales de control de la sociedad civil.
El proyecto bolivariano de unidad de los pueblos latinoamericanos –que nunca se planteó
como una federación de repúblicas- fracasó debido a los mezquinos intereses de las burguesías
locales. Ni siquiera alcanzó a constituirse una federación permanente de Estado en la Gran
Colombia. Tampoco en el antiguo virreinato del Río de la Plata ni en Centroamérica, donde la
unidad en torno a la Capitanía General de Guatemala se hizo trizas.
Los Estados nacionales de América latina no surgieron de transformaciones
socioeconómicas como en Europa, sino de la necesidad política de la burguesía criolla de
consolidar la independencia y aplastar la contrarrevolución española.
Las guerras civiles impidieron la consolidación de los Estados nacionales durante varias
décadas. La rebelión de las provincias contra el centralismo de la capital se dio
fundamentalmente por el reparto de los ingresos fiscales y por el control de la Aduana, donde
se procesaban los impuestos de importación y exportación. La Aduana era el centro del aparato
administrativo. Controlar la Aduana significaba controlar gran parte de las entradas del Estado.
Las guerras civiles crearon una situación caracterizada de “anarquía” por muchos autores,
cuya sobrevaloración ha conducido a señalar que hasta fines del siglo XIX o principios del XX
no hubo estados nacionales el América latina. Sin embargo, debilidad no significa inexistencia.
No obstante sus debilidades, hubo formas embrionarias de Estado durante las guerras civiles.
Precisamente el excesivo centralismo de la capital fue el motivo de la rebelión del interior en
contra del poder central de una forma embrionaria de Estado.
Se ha confundido el poder local de los caudillos del siglo XIX con el que ejercieron lo
señores feudales en Europa. Y el error ha sido doble al sostener que los supuestos señores
feudales de América fueron la base del régimen federal. Para nosotros no existe ninguna base
objetiva sobre la que se pueda sostener una equivalencia entre nuestro caudillo rural y el señor
feudal europeo. Menos puede sostenerse que ese supuesto feudalismo dio origen al federalismo,
modelo político surgido del sistema republicano burgués, especialmente norteamericano.
Durante las primeras décadas de su existencia, los Estados nacionales vieron debilitadas
sus entradas con la reducción de las exportaciones a causa del proceso de reajuste comercial por
la búsqueda de mercados, que se suscitó con la ruptura del nexo colonial español. Los nuevos
Estados independientes se demoraron varios lustros en estabilizar su economía y regularizar las
ventas a los nuevos mercados europeos. La reinserción plena en el mercado mundial se alcanzó
recién en la segunda mitad del siglo XIX.
Los comerciantes y usureros criollos y extranjeros aprovecharon la situación para
convertirse en aprendices de banqueros, prestando dinero al Estado con elevados intereses y,
luego presionando para obtener de él jugosas concesiones y arriendos de actividades públicas,
como correos, aduanas, caminos, etc. Por eso, las finanzas de los Estados nacionales
dependieron al principio de los prestamistas criollos y de las casas comerciales extranjeras.
Es un mito de la historiografía liberal que nuestros gobiernos fueron civiles y
democráticos. En realidad, nuestros Estados fueron dirigidos en la mayoría de los países por
militares, incluidos aquellos, como Chile, que aparecen como los más civilistas y estabilizados.
De 1831 a 1851, el Estado chileno fue administrado por dos generales (Prieto y Bulnes), sin
considerar los gobiernos de los generales O'Higgins y Freire en la década de 1820. México fue
dirigido por los militares de Santa Anna desde mediados de la década de 1830 a 1860 (Paéz,
Soublette, Monangas). Ecuador también, desde al gobierno del general Flores en la década de
1830. Perú por varios militares, especialmente el mariscal Castilla; Bolivia, azotada por
pronunciamientos castrenses, al igual que la Argentina y Uruguay, fueron muestras elocuentes
del papel de relevante autónomo, concretando empréstitos extranjeros, exigiendo una mayor
tajada del presupuesto para el ejército, que en varios países pasó del 50 por ciento en concepto
de adquisición de armas, barcos, etcétera.
Los militares no constituían entonces un bloque homogéneo porque la institución Ejército
no había decantado aún, ni siquiera en su forma moderna de profesionalización. Además,
todavía se mantenía la tradición de lucha revolucionaria de la independencia, que permitió
movilidad social y el ascenso a generales de personas de origen popular. En fin, no era aún un
ejército de casta y por eso se dieron posiciones heterogéneas en el ejército. Mientras la mayoría
de los generales, convertidos en latifundistas a raíz del reparto y apropiación de tierras del
período independentista, se pusieron al servicio de la oligarquía conservadora, otros –de mayor
arraigo popular- fueron portavoces de la ideología liberal y federal (el chileno Freire, el
colombiano Obando, el argentino Dorrego, el venezolano Zamora, etcétera). De todos modos,
en la mayoría de los países los militares limitaron el ya restringido proceso de democratización.
En rigor, fortalecieron un Estado autoritario y cuasi militarizado.
En las naciones donde hubo mayor preponderancia liberal se adoptaron algunas medidas
progresistas, sobre todo en los primeros años que siguieron a las guerras de la independencia. Si
bien es cierto que varias de ellas fueron anuladas por posteriores gobiernos conservadores, en su
momento fueron la expresión del empuje de los líderes de la independencia, como Bolivar,
quien llegó a decretar la abolición de la esclavitud y de las relaciones serviles de producción.
El Estado haitiano fue no sólo el primero de América latina (1804) en independizarse
sino también el pionero en cuanto a ejecutar una política de intervención en la economía, en una
época en que imperaba el laissez faire. Afirmada la independencia con Dessalines, el Estado
expropió las tierras de los esclavócratas franceses y las concedió en arriendo a los libertos,
medida que se extendió a Santo Domingo, especialmente en la región del Cibao. Durante el
proceso de la independencia, el estado había confiscado ente un 65 y un 90 por ciento de las
tierras que habían pertenecido a los colonos galos y pasado a regular la producción.
La intervención del Estado en la economía se acentuó bajo el gobierno de Boyer,
reglamentado con mayor detalle el sistema de arriendo de las tierras que se entregaban a los
cultivadores. Así, el Estado nacional se convirtió en el principal estimulador del aumento de la
exportación de productos primarios, particularmente azúcar. “Los campesinos, como
comerciantes consignatarios extranjeros, tenían que redistribuir sus excedentes con el Estado,
vía impuestos fiscales directos o indirectos.”14
Al extender a Santo Domingo la lucha por la liberación de los esclavos, en 1821, el
Estado haitiano expropió nuevas tierras a los españoles y a la iglesia. “Con estas medidas de
expropiación o nacionalización de las propiedades territoriales de particulares y de la Iglesia, el
Estado pasó a controlar si no todas las tierras más importantes del país, por lo menos una
porción bastante considerable de las mismas, convirtiéndose así en el principal o uno de los
principales terratenientes del país.”15 La ocupación de Santiago, que se prolongó mas de dos
décadas, reforzó el papel del Estado haitiano no sólo en lo político sino también en lo
económico, mostrando en tan temprana época que el Estado desempeñó un papel relevante en el
fomento de la economía nacional.
Otro de los Estados que tuvo una injerencia importante en la economía fue Paraguay,
desde 1820 hasta 1865. El 73 por ciento de las tierras pertenecían al Estado, que además poseía
granjas agrícolas y de cría de ganado e invertía capitales en la construcción de astilleros,
sentando las bases de una de las primeras marinas mercantes nacionales. El Estado promovió
“arsenales, astilleros, fundiciones, telégrafo, ferrocarriles, que fueron construidos bajo la
dirección de 231 técnicos contratados en Europa.”16 Fue el Unico Estado sudamericano que
“rechazó el ofrecimiento ‘generoso’ de los empréstitos ingleses.”17
Los gobiernos de José Gaspar Francia, Carlos A. López y francisco Solano López
practicaron una política económica basada en el monopolio estatal de la propiedad de la tierra y
de la comercialización de los productos de exportación: la yerba mate y el tabaco. También se
preocuparon de diversificar la economía, promoviendo una incipiente industrialización. Esto ha
inducido a ciertos autores a establecer un paralelo con el experimento inicial de la dinastía
japonesa Meiji, aunque es necesario señalar que en Paraguay no existía feudalismo y que le
proyecto de industrialización fue más limitado.
Se logró el poder de la iglesia y establecer una sociedad de orden y trabajo, como lo anota
el viajero Grandsier: “El contraste es en todo concepto sorprendente con los países que he
cruzado hasta ahora: Se viaja en el Paraguay sin armas; las puertas de las casas apenas cierran...
no se ven mendigos, todo el mundo trabaja.”18
El Estado paraguayo, más que ningún otro, promovió la educación primaria: “en 1857 el
total de escuelas públicas era de 408 y el de alumnos 16.755... predominaban las escuelas
situadas fuera de los radios urbanos. El Paraguay mantuvo su crédito de desconocer casi por
completo el analfabetismo, con la particularidad de que, por lo general, a la mujer se le
enseñaba sólo a leer.”19
También rechazó la penetración del capital norteamericano, en particular de Hopkins,
quien pretendió instalar una empresa y fue expulsado por Carlos López. Los Estados Unidos,
por vía del presidente Buchanan, enviaron una poderosa escuadra de diecinueve buques con
doscientos cañones en enero de 1859 que llegó a la boca del río Paraguay.
El pensador argentino Juan Bautista Alberdi decía que Paraguay “no tenía deuda pública
extranjera, pero tenía ferrocarriles, telégrafos, arsenales, vapores construidos en ellos... El
Paraguay no tiene deuda pública, no porque le falta crédito sino porque le han bastado sus
recursos mediante el buen precio en que los invierte... Paraguay representa la civilización, pues
pelea por la libertad de los ríos contra las tradiciones del monopolio colonial; por la
emancipación de los países mediterráneos; por el noble principio de las nacionalidades.”20
Este desarrollo relativamente autosostenido fue finalmente aplastado por la Triple
Alianza (la Argentina, Uruguay y Brasil), coludida con el capitalismo británico. En el fondo
hubo un proceso forzado de crecimiento “hacia adentro”, debido al aislamiento a que fue
sometido el Paraguay por la oligarquía porteña de Buenos Aires que bloqueaba la libre
navegación de los ríos.
Un Estado nacional tempranamente consolidado, aunque con escasa injerencia en la
economía, fue el de Chile. Los gobernantes de los decenios 1830-60 han sido presentados por
Alberto Edwards y Francisco Encina como los creadores del Estado “en forma”, por encima de
las clases. En realidad, los gobiernos de la llamada “era portaliana” representaban los intereses
de la burguesía comercial y de los terratenientes, que exigían un Estado fuerte y centralizado. El
llamado Estado portaliano tuvo por finalidad garantizar el “orden social” y la expansión de la
economía triguera y minera. Este Estado se fundamentó en un poderoso ejército que triunfó en
la guerra de 1838 contra la Confederación Perú-Boliviana, otorgando la presidencia de la
República a dos militares que gobernaron veinte años; Prieto y Bulnes. El llamado Estado
“civilista” de Portales se basó precisamente en el poderío del ejército, desmintiendo así el mito
de la democracia y del civilismo en Chile. Fue un Estado autoritario que impuso el “orden” a
través de destierros y persecuciones a los hombres de pensamiento liberal. Su relativa
estabilidad, basada en la expansión de la economía minera y agrícola, fue quebrada por las
guerras civiles de 1851 y 1859; así se echa por tierra otro mito de la historia: el camino pacífico
de Chile y el respeto a su institucionalidad.
El Estado brasileño también fue otro de los Estados tempranamente consolidados,
fenómeno facilitado por el peculiar proceso independentista. Al haberse trasladado la monarquía
portuguesa al Brasil debido a la invasión napoleónica, se conservó íntegramente el aparato
estatal proveniente de la Colonia. De hecho no hubo guerra de la independencia. Posteriormente
se dieron levantamientos regionales, pero el Estado logró dominarlos con relativa facilidad. En
fin, pese a sus contradicciones internas, la América colonizada por Portugal logró mantener una
cierta unidad política y consolidó tempranamente las estructuras del Estado nacional. Reflejo de
este fortalecimiento institucional fue la creación de un sistema bancario más sólido que en otros
países. Su exponente fue el banquero de Río de Janeiro, el barón y luego Vizconde de Mauá.
En síntesis, la formación del Estado nacional en la mayoría de los países latinoamericanos
debe rastrearse desde la época de las guerras de la independencia. La existencia de estos
Estados, aunque embrionarios, se expresó en la adopción de medidas sobre libre comercio,
exportación-importación, abolición de la esclavitud, mayorazgos y fueros eclesiásticos,
expropiación de tierras eclesiales e indígenas, régimen impositivo, presupuestos nacionales,
empréstitos, etc., que no podrían haberse realizado sin la existencia de in mínimo de Estado.

LA CONSOLIDACION DEL ESTADO NACIONAL

Los Estados nacionales no se gestan en la segunda mitad del siglo XIX –como han
sostenido varios autores- sino que se consolidan. Arnaud sostiene que el Estado recién se
forma en esta fase a raíz de la integración económica en el mercado mundial t la introducción de
relaciones capitalistas de producción,21 procesos que a nuestro juicio venían desde muchas
décadas anteriores. Más aún, llega a decir que el Estado fue el que hizo surgir el capital,
afirmación que no resiste el menor análisis.
Otros autores –que ven nuestra historia a través del cristal europeo- han manifestado que
ni siquiera en la segunda mitad el siglo XIX se produjo la formación del Estado nacional.
Escritores dominicanos sostienen que el Estado surgió recién con la ocupación norteamericana
de 1915, cuando en rigor se había gestado, aunque muy débilmente, a mediados del siglo XIX.
El ecuatoriano Andrés Guerrero afirma que “la guerra civil de 1895 sella el proceso de
unificación y de constitución del Estado nacional”.22 Rafael Quintero comete el mismo error,
con el agravante de sostener que antes de 1895 había un “Estado feudalizante”.23
Aunque en Venezuela existen todavía investigadores que sostienen que el Estado nacional
recién se inauguró con el dictador Juan Vicente Gómez (1908-1935), gracias a la liquidación de
los caudillos del interior y a la formación del ejército profesional, creemos haber demostrado
que el Estado nacional se formó en la década de 1830 y se consolidó bajo la presidencia de
Guzmán Blanco.24 Numerosos autores confunden formación del Estado nacional con gobiernos
autoritarios y centralizados, atribuyendo a dictadores como Porfidio Diáz y otros llamados
“gendarmes necesarios” una vía bismarckiana para la formación de nuestros Estados nacionales.
La mayoría de estos autores confunden formación con consolidación del Estado nacional.
Una de las principales instituciones del Estado, el parlamento, comenzó a jugar en este
período un papel importante, porque las diversas fracciones de la clase dominante pudieron a
través de él defender mejor sus intereses y parcelas económicas. Como decía Marx, “la
república parlamentaria era algo más que el territorio neutral sobre el cual las dos fracciones de
la burguesía francesa, legitimistas y orleanistas la gran propiedad territorial y la industria,
podían convivir lado a lado con igualdad de derechos. era la condición inevitable de su
denominación común, la forma única de Estado en el cual sus intereses generales de clase
sometían a ellos las demandas de sus fracciones particulares y todas las clases restantes de la
sociedad”.25 Aunque la estructura de clases en América latina era distinta, el parlamento
comenzó a jugar desde el siglo pasado un papel de amortiguador de las contradicciones
interburguesas, redistribuyendo el presupuesto nacional en beneficio de las diversas fracciones
de la clase dominante representadas en el congreso.
El Estado nunca alcanzó a ser verdaderamente nacional, ya que las clases dominantes
enajenaron nuestra soberanía, subordinándola al capital extranjero y entregando nuestras
riquezas fundamentales. El Estado fue nacional en el sentido de que englobaba el territorio de
una nación y una lengua común, con excepción de algunos países donde hablaban paralelamente
lenguas indígenas, pero no lo era al ser incapaz de defender la autonomía económica, la
industrialización y creación del mercado interno. Así como no hubo una auténtica burguesía
nacional tampoco hubo un Estado verdaderamente nacional.
El Estado era débil, no existente. Kaplan sostiene que “el Estado integra parcialmente las
diferentes fuerzas y órdenes, se presenta como un equilibrio inestable. Carece de medios y de
condiciones favorables para la creación de la unidad efectiva (...) no puede imponer sus
instituciones, normas y decisiones sobre todo el territorio y sobre los sectores de la sociedad. Su
autoridad se va borrando a medida que pretende ejercerse sobre regiones alejadas del centro, y
coexiste con focos de poder sectorial que controla de modo meramente relativo (...) la
integración nacional no se completa. La centralización político-administrativa permanece
inacabada y vulnerable”.26
La consolidación de los Estados nacionales fue estimulada por las metrópolis europeas
que necesitaban Estados estables y capaces de garantizar la creciente demanda de materias
primas para una Europa en pleno desarrollo industrial. Esta consolidación se dio sobre la base
de las necesidades de materias primas para una Europa en pleno desarrollo industrial. Esta
consolidación se dio sobre la base de las necesidades de materias primas del capitalismo
europeo, y no del desarrollo industrial como había ocurrido en las metrópolis. El fortalecimiento
del Estado nacional no puede comprenderse si no se parte del análisis de que nuestro continente
se insertó plenamente en el sistema capitalista mundial a mediados del siglo XIX, como
resultado de un proceso que venía madurando desde la época colonial.
El Estado en América latina tuvo, desde la segunda mitad del siglo XIX, una cierto papel
“intervencionista”. Aunque practicaba el “dejar hacer, dejar pasar”, según la teoría librecambista
de la época, no por eso dejó de jugar un papel relativamente activo en el proceso de
acumulación capitalista, legando a invertir para “administrar la crisis” o, mejor dicho, para
enfrentar las repercusiones de las crisis cíclicas del capitalismo europeo en resguardo de los
intereses de la burguesía exportadora.
La mayoría de los investigadores ha menospreciado la relación del Estado con la
economía de nuestra América del siglo pasado. Parten de la premisa de que en la Europa
decimonónica el Estado no intervenía en la esfera económica, tesis cuestionada en recientes
estudios de autores alemanes, franceses e ingleses. Marx había puesto de manifiesto el papel del
Estado como promotor de la infraestructura vial y de telecomunicaciones, de leyes sobre el
régimen salarial, de decretos para establecer las reglas del juego de la competencia capitalista y
de fijación del sistema monetario. Ese Estado también promovía una política de prestaciones
sociales, como el Welfare State (estado de bienestar) inglés y en 1848 el National Health
Service (Servicio Nacional de Salud).
Uno de los pocos investigadores que se han ocupado del papel del Estado en la economía
durante el siglo pasado es Pascal Arnaud. Aunque estamos en desacuerdo con él en su
apreciación de que no existió Estado en las primeras décadas de la vida independiente, de que
el capitalismo latinoamericano advino recién en la segunda mitad del siglo XIX y de que el
cambio de las estructuras precapitalistas fue realizado “según la regulación capitalista a través
del Estado nacional primero y luego a partir de inversiones directas”.27
Durante la segunda mitad del siglo XIX, los Estados nacionales de América latina
estimularon el desarrollo de los puertos, servicios de correos, aduanas, ferrocarriles y
telecomunicaciones, garantizando la inversión de capitales extranjeros. Organizaron también el
sistema métrico decimal y el régimen monetario, dictando decretos particulares; reglamentando
su funcionamiento, obviamente en beneficio de los capitalistas criollos y extranjeros. En Chile,
por ejemplo, se dictó la ley de bancos en 1860, que dejaba en manos de particulares la libre
emisión de la moneda, pero el Estado fijó una limitación; las emisiones no podían sobrepasar
el150 por ciento del capital efectivo o pagado. El Estado prestaba a los bancos parte de los
fondos fiscales a un 2 por ciento de interés anual. En la Argentina, el Estado se hizo garante de
las cédulas emitidas por el Banco Hipotecario Nacional, fundado en 1886.
Los Estados reglamentaron y estimularon el trabajo asalariado en ciertas áreas que
interesaban a los empresarios mineros y agropecuarios. Decretaron la abolición de la esclavitud,
aunque favorecieron la entrada de inmigrantes chinos (culíes) para el trabajo servil en las
plantaciones del Caribe y en las salitreras, campos y minas de la costa del pacífico.
El Estado fijaba los derechos de exportación de las materias primas, controlaba las
entradas del fisco y redistribuía la renta aduanera en beneficio de las fracciones de la clase
dominante. Los gobiernos contrataban empréstitos extranjeros para solventar los gastos
militares o redistribuirlos a favor de la burguesía criolla. Sólo el Estado podía garantizar el pago
de esos empréstitos, poniendo como aval las entradas aduaneras, que en la mayor parte de los
países superaba el 50 por ciento de los ingresos fiscales. Cuando el Estado dejaba de pagar las
amortizaciones e intereses de la deuda externa se producían agresiones militares extranjeras,
especialmente de Francia e Inglaterra, como ocurrió en el México de Benito Juárez y en la
Venezuela de Cipriano Castro en 1902.
La mayoría de los autores ha caracterizado nuestro Estado decimonónico como un
Estado oligárquico, liberal o conservador, como si el Estado se pudiera caracterizar
unívocamente por la ideología del gobierno que lo administra. A nuestro modo de entender, hay
que señalar antes que nada el carácter de clase del Estado; precisar el carácter burgués del
Estado y a continuación complementarlo con otras categorías como dependiente, autoritario,
totalitario y oligárquico, categorías políticas que están determinadas por el tipo de gobierno que
administra el Estado.
Uno de los fundamentos para formular una teoría propia, latinoamericana de la
formación y desarrollo del Estado es definirlo tanto por su raíz de clase como por su relación de
dependencia respecto del capitalismo mundial. En tal sentido, opinamos que fue un Estado
burgués, que se hizo cada vez más dependiente hasta adquirir un carácter semicolonial a fines
del siglo XIX. En Estado burgués, sin burguesía industrial, administrado por la burguesía
minera y comercial en alianza con la llamada oligarquía terrateniente. Definirlo solamente como
Estado oligárquico conduciría a negar la esencia del Estado, como representante de todas las
fracciones de la clase dominante, al admitir que sólo un sector de ella –la oligarquía
terrateniente- era el beneficiario único del Estado, en detrimento de los intereses generales de
todas las fracciones de la clase dominante, amortiguando sus contradicciones e intereses
coyunturales a veces contrapuestos.
Por eso, resulta cuestionable la afirmación de Octavio Ianni al referirse al Estado
oligárquico postindependentista como una “nueva estructura de poder que corresponde a una
combinación de oligarquías o a una hegemonía de una oligarquía sobre las otras (...) las
sociedades latinoamericanas no se organizan plenamente en términos de relaciones de clase. A
pesar de ser sociedades organizadas para producir mercancías para el mercado capitalista
externo (...) las relaciones de producción interna no se configuran como relaciones de clases
sociales claramente delineadas como tales”.28 Para poder justificar su caracterización de Estado
oligárquico, Ianni no tenía necesidad de llegar a tanto. Las luchas de clases durante el siglo XIX
–y no la mera definición abstracta de lo que es una clase, basada en el modelo europeo-
constituyen un rotundo mentís a toda elucubración estructuralista acerca de que en América
latina las clases sociales no estaban delineadas y la sociedad no se organizaba en términos de
relaciones de clases.
Más fundamentadas parecen las afirmaciones de Kaplan sobre la existencia del Estado
oligárquico, aunque no compartimos su posición, porque sería admitir que el Estado expresa
directamente los intereses corporativos de un sector de la clase dominante. En todo caso, se
podría hablar de gobierno oligárquico, administrador del Estado burgués; es decir, que una
fracción de la clase dominante –la oligarquía- ejerce el papel hegemónico en el bloque de poder.
Cuando un sector de la clase dominante pretendió poner el Estado exclusivamente a su servicio
se desencadenaron conflictos armados interburgueses. Precisamente, las guerras civiles
demostraron que otros sectores de la clase dominante no estaban dispuestos a aceptar que el
Estado fuera administrado en beneficio de una sola fracción. La consolidación del Estado
nacional en la segunda mitad del siglo XXI fue, justamente, el resultado de una transición
política entre las fracciones de la clase dominante.
Este Estado se hizo cargo de la conquista y colonización de territorios que aún
conservaban los indígenas. Los ejércitos –reorganizados y ya profesionalizados en algunos
países- fueron los encargados de aplastar la secular rebelión aborigen, quedando bajo el control
del Estado las nuevas tierras surgidas de la ampliación de las fronteras interiores. Más todavía,
en los casos de la Argentina y Chile, ambos Estados se pusieron de acuerdo para hacer una
campaña coordinada de exterminio de pampas y mapuches en la década de 1880. En América
latina, a diferencia de los Estados Unidos de Norteamérica, la “conquista del oeste” no fue obra
de los colonos privados sino directamente de los ejércitos de los Estados nacionales, que en esta
expansión de la “frontera” terminaron entregando a los capitalistas agrarios la tierra arrebatada a
los indios. Este comportamiento del Estado muestra no sólo hasta dónde puede llegar el régimen
arrebatante de dominación, sino el hecho objetivo de que las etnias no son reductibles al Estado
nacional. Se aplastó a los indígenas, pero no se resolvió la cuestión nacional, el derecho a la
autodeterminación de las nacionalidades aborígenes.
Los Estados promovieron leyes de inmigración, reglamentando y fijando las zonas donde
debían instalarse los inmigrantes, a través de contratos que se firmaban con las compañías
colonizadoras.
Es poco conocido el hecho de que algunos Estados nacionales, como el Perú y Chile,
llegaron a nacionalizar y estatizar materias primas en manos del capital monopólico extranjero
que comenzaba a apoderarse de nuestras riquezas naturales.
En Perú, los gobiernos de Prado y Pardo, que habían tenido una experiencia nefasta con
las empresas particulares que explotaban el guano, procuraron realizar una política económica
distinta con el salitre. El presidente Manuel Pardo dictó el 18 de enero de 1873 un decreto
estableciendo el estanco del salitre, que obligaba a los productores a vender su producción al
Estado. Los salitreros sabotearon esta medida, negándose a dar informaciones sobre el monto
real de la producción e inclusive a vender salitre al Estado. El 28 de mayo de 1875 Pardo
promulgó una medida tendiente a la estabilización del salitre. Esta ley prohibía la adjudicación
de terrenos a particulares y establecía en su artículo 3º : “ Se autoriza al Poder Ejecutivo para
adquirir los terrenos y establecimientos salitrales de la provincia de Tarapacá, adoptando con
este objeto las medidas legales que juzgue necesarias. Se le autoriza, igualmente, para celebrar
los contratos convenientes para la elaboración y venta del salitre”. Daba atribuciones al Estado
para contratar un empréstito de siete millones para construir líneas férreas. Los propietarios
quedaban obligados a vender sus salitreras al Estado, con todas las instalaciones e instrumentos
de explotación. La ley de Pardo no constituían una nacionalización total porque
momentáneamente las salitreras quedaban a cargo de sus antiguos dueños en calidad de
“contratistas”. Esta medida hizo decir al economista chileno Valdés Vergara que “el Estado era
dueño de las salitreras sin ser industrial”.29
La medida de Pardo, audaz y progresista para su tiempo, afectó poderosos intereses
económicos nacionales e internacionales, alcanzando a expropias el 70 por ciento de las
salitreras que estaban en manos de ingleses, alemanes, italianos, chilenos y peruanos. El 22 de
marzo de 1878, el gobierno del general Prado, que había sucedido a Pardo, resolvió comprar
todas las salitreras, dando un plazo de cuarenta días a los particulares que se resistían a vender
sus empresas al Estado. A nuestro juicio, las leyes de Pardo y Prado sobre el salitre fueron
importantes medidas nacionalistas burguesas, no debidamente evaluadas aún por la
historiografía.
Otro caso excepcional de intervencionismo del Estado en la economía fue el de Chile
bajo el gobierno de José Manuel Balmaceda. A mediados de 1889 formuló las bases de una
política nacionalista, fundamentada en la necesidad de frenar el acelerado proceso de
penetración del imperialismo inglés en el salitre. Con el fin de quebrar el monopolio que
ejercían los capitales británicos en el salitre, propuso la formación de compañías salitreras
nacionales, cuyas acciones fueran transferibles a empresas extranjeras. Si bien es cierto que esta
medida no significaba el monopolio estatal del salitre, por cuanto éste iba a pasar a manos de
capitalistas nacionales, Balmaceda declaró el 8 de marzo de 1889 que “el Estado habrá de
conservar siempre la propiedad salitrera suficiente para resguardar con su influencia la
producción y su venta, y frustrar en toda eventualidad la dictadura industrial de Tarapacá”.
Meses después, el 1º de julio de 1889, señalaba en el mensaje al Congreso Nacional: “ Es
verdad que no debemos cerrar la puerta a la libre competencia y la producción de salitre en
Tarapacá, pero tampoco debemos consentir que aquella vasta y rica región sea convertida en
una simple factoría extranjera”. En síntesis, la política de Balmaceda no asumió en ningún caso
el carácter de una nacionalización. Su objetivo básico era que esta riqueza nacional quedara en
manos de capitalistas chilenos. Lo progresivo de esa política en aquella época fue frenar la
penetración del capital financiero extranjero con el objeto de permitir el desarrollo de un
capitalismo nacional en el área fundamental de la economía chilena, puesto que el salitre
proporcionaba en 1890 más del 50 por ciento de las entradas totales del fisco.
También la política de Balmaceda sobre los ferrocarriles formaba parte de su proyecto
nacionalista. Uno de los objetivos básicos de Balmaceda era quebrar el monopolio de los
ferrocarriles salitreros que ejercía Mr. North, “el rey del salitre”. El 9 de marzo de 1889, en un
discurso pronunciado en Iquique, Balmaceda dijo: “Espero que en época próxima todos los
ferrocarriles de Tarapacá serán propiedad nacional; aspiro a que todo Chile sea dueño de todos
los ferrocarriles que crucen su territorio.”30
Aunque Balmaceda no alcanzó a expropiar los ferrocarriles de las empresas salitreras
foráneas, en octubre de 1888 envió un proyecto de ley para nacionalizar varios ferrocarriles del
Norte Chico, pertenecientes en su mayoría a inversionistas ingleses. Finalmente, queremos
destacar que Balmaceda propuso la creación de un banco del Estado, proyecto que no alcanzó a
concretarse porque sectores capitalistas chilenos, coludidos con el imperialismo inglés,
desencadenaron la guerra civil que provocó la caída de su gobierno en 1891.
En contraste con aquellos autores que sostienen la existencia de un Estado feudal o
semifeudal en el siglo XIX, nosotros opinamos que los Estados nacionales en América latina
eran burgueses, aunque de características distintas a los europeos. Para precisar mejor esta
caracterización, sostenemos que eran Estados burgueses administrados por gobiernos
oligárquicos y autoritarios que expresaban, a través del totalitarismo, no la fuerza sino la
debilidad de la estructura socioeconómica de un capitalismo primario exportador, desinteresado
de la industrialización y de expandir el mercado interno y con una economía en la que
coexistían relaciones de producción capitalistas con precapitalistas, dentro de un modo de
producción preponderantemente capitalista. Como decía Marx: “En la medida en que el capital
es débil, aún descansa sobre las muletas de los antiguos modos de producción, o de aquellos que
desaparecerán con su ascenso”.31
El Estado burgués, comandado por la burguesía comercial y minera y la oligarquía
terrateniente liberal y conservadora, tenía marginada y oprimida a la mayoría de la sociedad
civil. Obviamente, no era el tipo de “Estado del pueblo” creado por las revoluciones
democrático-burguesas europeas. En esta seudodemocracia sólo podían votar los que tuvieran
un bien raíz. Era un Estado de excepción permanente”, al decir de Poulantzas. No tenía el más
mínimo consenso de la población, sino solamente el de la minoría terrateniente y comercial.
Era una variante de Estado burgués sin revolución democrático-burguesa, que actuaba
como expresión del capitalismo primario exportador de la clase dominante en el interior y
mediador entre esta clase local y el capitalismo extranjero. Pierre Salama sostiene que la “
discusión según la cual el Estado no puede ser un Estado capitalista por encontrarse sus aparatos
influenciados, ya sea por las clases medias, o por hacendados o latifundistas que representan
modos de producción ‘precapitalistas’, desemboca muy rápido en un callejón sin salida porque
oculta el tipo de relación que estos aparatos de Estado sostienen con los aparatos de Estado de
las economías capitalistas del centro”.32
Basados en el carácter autoritario de nuestros Estados, algunos autores opinan que
adoptaron la forma bismarckiana del Estado alemán en el momento de su estructuración
definitiva en la década de 1870. Según Kalmanovitz, “la configuración del Estado alemán, fruto
del desarrollo capitalista, conservando los privilegios de los terratenientes que aplasta al
campesinado y establece la opresión política de las masas, es el verdadero paradigma de la
formación del Estado nacional en América latina.”33 Esta comparación es francamente
desacertada porque el Estado alemán, impulsado por Bismarck, se gestó sobre la base de un
desarrollo capitalista industrial, aunque tolerando a los terratenientes. En cambio, en América
latina el Estado nacional fue formado por la burguesía minera y comercial y la oligarquía
terrateniente que, basadas en una economía primaria exportadora, se opusieron al desarrollo de
la burguesía industrial.
En síntesis, el Estado en América latina del siglo XIX, en su calidad de representante del
capitalismo primario exportador, tenía un carácter burgués. Quienes lo definen como
oligárquico confunden Estado con gobierno, ya que era un Estado burgués gobernado por
distintas fracciones, entre ellas la oligarquía terrateniente. Este Estado era promotor del proceso
de acumulación capitalista interno. Aunque parte del excedente era drenado a las metrópolis
europeas, no debe menospreciarse el hecho de que otra parte quedaba en manos de los
capitalistas nacionales. En este sentido, la mayoría de los autores no ha advertido que el Estado
republicano surgido con la independencia significó una ruptura con el tipo de acumulación de la
época colonial, en la que casi todo el excedente iba a parar a las arcas de la corona española.
Los Estados nacionales de América latina trataron de garantizar una cierta acumulación interna,
aunque el tipo de economía primaria exportadora dependiente significó una transferencia al
exterior de parte del excedente económico por la vía de los precios y el control del transporte
que ejercían las potencias extranjeras.

EL ESTADO CONTEMPORANEO

Desde la década de 1930, los Estados latinoamericanos han asumido nuevas funciones,
interviniendo de manera cada vez más activa en la economía; primero, estimulando el proceso
de industrialización por sustitución limitada de importaciones, luego creando industria básicas,
como el acero, y más tarde invirtiendo capital estatal en las industrias de exportación no
tradicionales, fenómeno que a menudo se confunde con el llamado capitalismo de Estado.
Así se ha pasado del Estado fomentista y mediador-distribuidor, según Tomás Vasconi,34
al estado “empresario” y organizador de la producción tanto de materias primas como de
siderurgia y nuevas industrias de exportación no tradicional (petroquímica, metalmecánica,
electrónica, etc.), a través de un proceso creciente de asociación del capital estatal con el capital
monopólico internacional, que de hecho comanda el proceso general de acumulación.
Antes de la década de 1970, el Estado invertía en empresas que fundamentalmente
producían insumos y en industrias básicas (acero) con la finalidad de vender la producción a
bajo precio para beneficiar a las empresas privadas, tanto nacionales como extranjeras. Esta
línea de inversión continua, per ahora el Estado también ha asumido la administración de
empresas rentables, como son las industrias de exportación no tradicionales. En síntesis, el
Estado, sin dejar de ser mediador y redistribuidor de la renta nacional en beneficio de las
diversas fracciones burguesas, se ha convertido en empresario y organizador de la producción.
De este modo, el Estado ha dejado de ser una mera “superestructura” política. En países
como Brasil, México y Venezuela controla más del 50 por ciento de la inversión bruta
territorial. A fines de la década de 1980 se inició un acelerado proceso de privatización de
empresas, que comandado por el neoliberalismo ha jibarizado ciertas funciones del Estado en la
economía.
Hoy más que nunca, el Estado aparece como una relación social de explotación y
dominación, haciendo más evidentes las mediciones entre la economía y la política. Algunos
autores califican este proceso de “derivación del Estado a partir del capital”35, sobre todo por la
creciente articulación entre los Estados semicoloniales, como los de América latina, y las
metrópolis imperialistas, dado el papel ostensible que juega el capital financiero internacional.
Esta relación se ha estrechado cada vez más a raíz del proceso de endeudamiento externo.
El Estado en América latina ya no sólo cumple funciones relacionadas con la emisión de
moneda y otorgamiento de créditos a través de los bancos centrales, como en el pasado, sino que
especula con las divisas fuertes, devalúa y revalúa la moneda a su arbitrio, el que generalmente
coincide con los intereses de la fracción dominante en el poder. El capital-dinero o capital
monetario manejado por el Estado contribuye a la acumulación capitalista y sirve al ciclo de
redistribución de la renta.
El Estado en los países latinoamericanos ejerce una influencia determinante en el circuito
de la deuda externa. Negocia y contrata empréstitos, y en la última década se ha hecho cargo de
los préstamos otorgados a las empresas privadas criollas e inclusive extranjeras. Es, por
consiguiente, el único aval ante la banca transnacional.
Como expresión de dominación de clase, el Estado capta y redistribuye los préstamos
extranjeros a favor de las fracciones más importantes de la burguesía, pasando de este modo a
desempeñar la función de deudor externo y acreedor interno.36
Nuestros Estados desempeñan, entonces, el papel de articuladores del proceso de
acumulación capitalista de las empresas transnacionales, del capital financiero mundial y de las
fracciones burguesas criollas.37 Por eso cometen un error aquellos autores que, con el fin de
poner de manifiesto la relativa autonomía del Estado, establecen una división artificial entre
Estado y economía. El Estado contemporáneo es parte orgánica del proceso de acumulación
capitalista; no es pasivo sino activo y dependiente de la ley del valor. El capital estatal y el
capital privado son dos formas de un mismo proceso de valorización del capital, ambas sujetas a
la ley del valor.
El nuevo papel que juega el Estado en la economía ha inducido a numerosos autores y
políticos a señalar que estamos en presencia del surgimiento del Capitalismo de Estado en
América latina.
A nuestro juicio, el capitalismo no tiene apellido. Es un modo de producción único e
indivisible, aunque se puede distinguir entre capital estatal y capital privado. Pero el capital
estatal, bajo el régimen de dominación burguesa, está siempre al servicio de la acumulación
privada capitalista. La propiedad privada del producto es la base del régimen capitalista. En
definitiva, los Estados latinoamericanos, aunque tengan más inversiones que el sector privado,
actúan en función de las exigencias del capital privado. En varios países latinoamericanos existe
un fuerte capital estatal, pero no es un supuesto capitalismo de Estado. Se ha confundido capital
estatal con el llamado capitalismo de Estado. Es erróneo el concepto de que el capital estatal
absorbe el capital privado. “Lo más cerca que el capitalismo ha estado nunca del capitalismo de
Estado fue –dice Miliband- en la Alemania nazi (...) pero, incluso en este caso, el capitalismo no
se transformó bajo los nazis en capitalismo de Estado.”38
La mayoría de los partidos de centro y de izquierda en América latina respaldan el nuevo
papel del Estado, considerándolo un fenómeno progresivo que va contra la empresa privada
capitalista y echa las bases para una ulterior etapa socialista. Esta ideología fabricada por los
eurocomunistas y socialdemócratas europeos hace varios años y hoy vemos que, junto con las
empresas estatales, está más fuerte que nunca la empresa privada francesa, italiana e inglesa. Se
aplaude el desarrollo del llamado “capitalismo de Estado”, no advirtiendo que precisamente la
política económica de las transnacionales es asociarse con un fuerte capital estatal en las
industrias de exportación no tradicionales, estimuladas por la nueva visión internacional del
capital-trabajo. Al parecer ignoran el papel de clase del Estado y que la plusvalía es apropiada
por la clase burguesa en su conjunto, tanto en las empresas privadas como en las estatales, a
través de la existencia de transferencia.
Se pontifica, asimismo, acerca de la existencia de un capitalismo monopolista de Estado
en varios gobiernos civiles y militares. Esto, que es erróneo para los países altamente
industrializados, se convierte en una falacia para nuestros países semicoloniales. Si el Estado
expresara solamente al capital monopólico dejaría de cumplir precisamente su papel de
representante de diversas fracciones de la clase dominante, dejaría de jugar el papel de
cohesionador y regulador de esas fracciones y perdería legitimidad ante los otros sectores
burgueses no monopólicos. El hecho de que en un gobierno de turno favorezca los intereses del
capital monopólico y de que esta fracción se convierta de un capitalismo monopolista de Estado,
porque con esa caracterización se está tirando por la borda la teoría marxista del Estado, que
señala que éste no representa a una sola fracción de clase sino al conjunto de los sectores de la
clase dominante.
No hay “capitalismo de Estado” distinto del capitalismo. Lo que existe es una diferencia
entre el capitalismo librecambista del siglo XIX y el capitalismo actual con intervención activa
del Estado en la economía.
Lenin utilizó el término “capitalismo de Estado” para señalar que el Estado obrero de la
época de la NEP (Nueva Política Económica) se vio obligado a dejar funcionar ciertas empresas
capitalistas, pero bajo el control del gobierno soviético; en el fondo, eran empresas capitalistas
supervisadas por el Estado obrero.
Alberto Pla sostiene que “en la polémica sobre la expresión capitalismo de Estado se
busca la autoridad de Lenin para interpretaciones que estimamos equivocadas. Partamos
entonces de Lenin. En el folleto sobre Capitalismo de Estado (1918) lo identifica
explícitamente con intervención del Estado en la economía (...). Al criticar a Bujarin. Lenin
dice con motivo de algunos párrafos de aquel sobre ‘la teoría económica del proceso de
transición’: ‘ difícilmente sería justa la definición de capitalismo de Estado, de capitalismo sin
acciones ni trust (y quizá sin monopolios)’. Y ante la afirmación de Bujarin de que el
capitalismo de Estado es la unión del Estado burgués con trust capitalistas, Lenin acota que ‘es
una tautología’. Después de la crisis de 1929, Trotsky dirá en La revolución traicionada:
‘Capitalismo de Estado presenta la ventaja de no ofrecerle a nadie un significado preciso’ (...).
El sentido de la expresión en Lenin está claro, y él mismo lo explicita, es decir, no hay tal
capitalismo sino que es una forma de decir que en el período de transición subsisten formas
capitalistas, con intervención estatal y estatizaciones”.39

¿ESTADO MILITAR O DICTADURA MILITAR?

Nos parece equivocado el criterio de algunos autores latinoamericanos que señalan la


existencia de un Estado militar al referirse a las dictaduras militares, especialmente del Cono
Sur. Estos analistas no hacen la distinción entre gobierno y Estado. A nuestro modo de entender,
se trata de dictaduras militares que administran el Estado burgués semicolonial. Es cierto que se
fundamentan en la teoría de la “seguridad nacional”, en la contrainsurgencia y en la represión,
pero eso no significa que hayan constituido un nuevo tipo de Estado, sigue siendo un Estado
burgués, más totalitario, que ha militarizado la sociedad, pero al servicio de los mismos
intereses capitalistas que los otros Estados burgueses regidos por la llamada democracia
representativa. Tanto en unos como en otros se ha impuesto la política de acumulación mundial
de las transnacionales, la asociación del capital criollo con el capital monopólico internacional.
La prueba de que no se ha registrado un cambio cualitativo en el carácter del Estado en
que cuando ha caído cualquier dictadura militar, el Estado sigue funcionando y actuando en
representación de los mismos intereses de clase, como lo hemos visto en Ecuador, perú,
Argentina, Brasil, Uruguay y Chile.
Hecha la distinción entre Estado y gobierno, podemos ahora analizar algunas
características de las dictaduras militares de las décadas de 1970 a 1980.
A diferencia de gobiernos militares del pasado, ejercidos por un caudillo del ejército,
ahora las Fuerzas Armadas intervienen como institución para superar la crisis de conducción
política de los partidos tradicionales de la burguesía, actuando de hecho como un partido
“militar”.
La izquierda latinoamericana, salvo excepciones, ha llegado a caracterizar de Estado
fascista a las dictaduras militares. Estas son totalitarias, pero no siempre el totalitarismo es
fascismo, aunque siempre el fascismo es totalitarismo. El fascismo alemán e italiano fue la
expresión de la dictadura del gran capital financiero a través de un gobierno totalitario, que tuvo
como elemento social específico el apoyo a la pequeña burguesía fanatizada y orgánicamente
militante en el partido fascista o nazi. Es decir, en el fascismo existe un factor social clave: el
apoyo y la movilización de la pequeña burguesía fanatizada en contra del proletariado. Este
fenómeno social relevante no se ha dado en las dictaduras militares de América latina, por lo
cual sería erróneo hablar de fascismo o de Estado fascista.
Uno de los objetivos de las dictaduras militares es la represión masiva. De este modo, se
tiende a contrarrestar de manera drástica los factores que agudizan la tendencia descendiente de
la tasa de ganancia. La liquidación de los sindicatos más combativos significa el intento forzado
de terminar de manera abrupta con la presión obrera por los aumentos de salarios, uno de los
factores claves que acelera la tendencia a la baja de la tasa de ganancia.
Bajo las dictaduras militares no funciona el tradicional parlamento burgués; disminuye o
llega incluso a desaparecer la actividad de los partidos burgueses. Entonces, la burguesía se
expresa a través de sus instituciones de clase, como las corporaciones de la industria, el
comercio, etcétera. La burguesía respalda en algunos países las dictaduras militares para
resguardar sus intereses al precio de cierta renuncia al ejercicio directo del poder por la vía
tradicional de sus partidos.
Las dictaduras militares reprimen a los sectores sindicales más combativos pero, al
mismo tiempo, tratan de establecer una política de control o “estatización sindical”, regimentada
verticalmente.
En síntesis, las dictaduras militares son una forma de gobierno del Estado burgués
latinoamericano, no una nueva forma de Estado, ni militar ni fascista. La tríada Estado
“oligárquico” –Estado “populista” –Estado “militar”, además de ser sociológicamente errónea,
bloquea el análisis de clase y del carácter dependiente de nuestros países.

CARACTERIZACION DEL ESTADO


LATINOAMERICANO

Ernest Mandel califica de semicoloniales a nuestros Estados latinoamericanos y los


considera como una variante del Estado burgués. A continuación agrega que el control de la
economía es imperialista, pero el personal político que dirige el Estado latinoamericano tiene
un cierto margen de autonomía, haciendo una distinción entre la naturaleza de clase del Estado y
la composición del personal dirigente, que ejerce el poder coyunturalmente.
Esta caracterización de siemicolonial del Estado burgués latinoamericano nos parece
correcta, porque es consecuente con la definición que hemos hecho de que nuestros países son
semicoloniales, con un desarrollo capitalista desigual, articulado, combinado y específico
diferenciado.
Considerando la distinción que existe entre Estado y gobierno, hay que agregar a la
definición de semicolonial el carácter específico que tiene cada gobierno latinoamericano, ya
sea dictadura militar, civil autoritario, “nacional- popular”, bonapartista “clásico” o sui generis
u otras variantes de dictadura burguesa. Por eso es un error de O’ Donnel40 hablar de Estado
“populista” o Estado “borucrático-autoritario”, sin precisar su carácter burgués y semicolonial
dependiente.

EL PRIMER ESTADO EN TRANSICION AL


SOCIALISMO EN AMERICA LATINA

Nuestro estudio de los Estados nacionales sería incompleto si no señaláramos que con la
consolidación de la Revolución Cubana surgió el primer Estado en transición al socialismo.
Este Estado no nació inmediatamente después del derrocamiento de la dictadura de
Batista en enero de1959, sino que el desplazamiento del gobierno burgués de Urrutia por el
movimiento 26 de julio generó un gobierno obrero-campesino, presidido por Fidel y el Che
Guevara, que echó las bases del primer Estado en transición al socialismo en América latina.
Es importante tener presente que este Estado no se instaura de manera automática luego
del triunfo de la revolución socialista, sino que transcurre en un período en que supervive cierta
institucionalidad burguesa. Si bien es cierto que el triunfo de la revolución socialista logra
destruir uno de los soportes principales del Estado burgués, como es el ejército, el proceso de
consolidación del nuevo Estado fue lento. Esta experiencia, vivida por la Revolución Cubana en
sus primeros años, volvió a repetirse en Nicaragua, donde el proceso revolucionario contra
Somoza logró el derrocar al Estado burgués.

NOTAS
1
ERNESTE MANDEL: El capitalismo tardío, ed ERA, México, 1979, .464.
2
Engels plantea claramente los dos caminos para el surgimiento del Estado en el Anti-Dühring y en la carta del 27/10/1890 a C.
Schmidt. Esto ha conmovido la fe de los dogmáticos de siempre, para quienes el surgimiento del Estado sólo podía darse si se
cumplían las condiciones socioeconómicas que se dieron en Europa, características que pretendieron imponer como universales.
Con el estudio de los Estados Inca y azteca, podemos contribuir a enriquecer la teoría del Estado, aportando nuevos elementos de
análisis en relación al surgimiento del Estado en momentos en que todavía no existían clases consolidadas ni propiedad privada
generalizada de los medios de producción.
3
JOHN MURRA: La organización económica del Estado inca, Ed, Siglo XXI, México, 1978, pp. 52 y 59.
4
PEDRO CARRASCO: “La economía prehispánica de México”, En E FLORESCANO: Ensayos sobre el desarrollo económico de
México y América latina, FCE, México, 1979, p. 17.
5
JEAN CHESNEAUX: El modo de producción asiático, Ed,Grijalbo, México, 1973, p. 46
6
ALBERTO PLA: Modo de producción asiático y las formaciones económicosociales inca y azteca, Ed. El caballito, México,
1979, p. 124.
7
NATHAN WACHTEL: “La reciprocidad y el Estado inca: de Karl Polanyi a John Murra”, en Sociedad e ideología, Inst. de
Estudios Peruanos, Lima, 1973, p. 62.
8
Íbid., p. 75.
9
J.M. OTS CAPDEQUI: Instituciones, Ed Salvat, Barcelona, 1959.
10
SERGIO BAGU: estructura social de la colonia, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1952, p. 80.
11
DOMINGO DE AMUNATEGUI S.: El Cabildo de La Serena (1678-1800), Santiago de Chile, 1928, p.106.
12
JULIO ALEMPARTE: El Cabildo en Chile colonial, Santiago, 1940, p. 186.
13
REINHARD BENDIX: Estado nacional y ciudadanía, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1974.
14
JULIO CESAR RODRIGUEZ y ROSAJILDA VELEZ: El precapitalismo dominicano de la primera mitad del siglo XIX, Ed.
Univ. Autónoma de Santo Domingo, 1980, p. 111.
15
Ibíd., p.118.
16
EFRAIM CARDOZO: Breve Historia..., op. Cit., p. 76.
17
FRANCISCO GAONA: Introducción a la historia gremial y social del Paraguay, op. Cit., p. 78.
18
EFRAIM CARDOZO: Breve historia .... op. Cit., p. 66.
19
Ibíd., p.78.
20
JUAN BAUTISTA ALBERDI: Obras completas, Buenos Aires 1887, VI, pp. 340 y 342.
21
PASCAL ARNAUD: Estado y capitalismo en América latina. Casos de México y la Argentina, México, 1981.
22
NDRES GUERRERO: Los oligarcas del Cacao, Ed El conejo. Quito, 1980, p.13.
23
RAFALE QUINTERO: El mito del populismo en el Ecuador, FLACSO, Quito, 1980, p. 92.
24
LUIS VITALE: Estado y estructura de las clases en la Venezuela contemporánea, Taller Pio Tamayo UCV, Caracas, 1984.
25
C. MARX: Selectividad workeed, p. 153, citado Por E. MANDEL: El capitalismo tardío, op. Cit.
26
MARCOS KAPLAN: Formación del Estado nacional en América latina, Ed . Universitaria, Santiago de Chile, 1969, p. 185 y
186.
27
PASCAL ARNAUD: Estado y capitalismo..., op. Cit., p. 148 y 235.
28
OCTAVIO IANNI: La formación del Estado populista en América latina, Ed. ERA, México, 1975, p. 71.
29
FRANCISCO VALDES V.: Problemas económicos, Santiago de Chile, 1969, p. 186.
30
JULIO BAÑADOS: Balmaceda. Su gobierno y la revolución de 1891, París 1893, 1, p. 265.
31
C. MARX: Grundrise, p. 651, cit. Por E. MANDEL. El capitalismo tardío, cap. XV, op. cit.
32
PIERRE SALAMA: “El imperialismo y la articulación de los Estados-nación en América latina”, en Revista Críticas de la
economía política, vol. II, p. 11, México enero-marzo 1977.
33
SALOMON KALMANOVITZ: Ensayos sobre el desarrollo del capitalismo dependiente, Ed. Pluma, Bogotá, 1977, p. 186.
34
TOMAS VASCONI: Venezuela: del Estado mediador-distribuidor al Estado organizador de la producción, Taller Experimental
de Investigación Militante, UCV, Caracas, 1978.
35
J. M. VICENT: L’Etat contemporaine et le marxisme, Ed. Maspero, París, 1977, y J. HOLLWAY: State and Capital: a Marxist
Debate, Londres, 1978.
36
LUIS VITALE: Historia de la deuda externa latinoamericana y entretelones del endeudamiento argentino, Ed. Sudamericana,
Buenos Aires, 1986, p. 310.
37
TILAN EVERS: El Estado en la periferia capitalista, Ed, Siglo XXI, México, 1979, y HEINZ SONNTAG y otros: El Estado en
el capitalismo contemporáneo, Ed. Siglo XXI, México 1977.
38
RALPH MILIBAND: El Estado, Ed. Siglo XXI, México, 1978.
39
ALBERTO PLA: La historia y su método..., op. Cit., pp.111 y 112.
40
GUILLERMO O’DONNEL: Reflexiones sobre las tendencias generales de cambio en el Estado burocrático-autoritario,
CEDES, Buenos Aires, 1975.
Capítulo VIII
Las fases históricas
de la dependencia

La dependencia no es una teoría, como han pretendido ciertos autores, sino una categoría
de análisis. Sirve para analizar parte de la historia latinoamericana, especialmente aquella que se
inicia con la colonización hispano-lusitana. Hay que aplicarla tomando en cuenta la
especificidad de cada región o país en una época histórica determinada, porque no fue igual la
dependencia del período colonial que la del siglo XX, cuyo análisis debe hacerse a la luz de la
teoría del imperialismo.
Cabe destacar que la dependencia, como categoría de análisis, ha enriquecido la teoría del
imperialismo, especialmente en aquellos aspectos en que ésta no dedicaba la atención suficiente
a la dinámica propia de los países coloniales y semicoloniales.
Sobre la teoría del imperialismo se ha escrito de manera exhaustiva desde la época de
Hobson, Hilferding y Lenin, pero desde el punto de vista de las metrópolis. Aunque autores
como Sweezy, Mandel, Frank y otros han hecho aportes nuevos, todavía es insuficiente el
estudio de los mecanismos económicos y políticos que han sufrido y sufren los países
oprimidos. Ni siquiera Lenin alcanzó a profundizar en el problema, salvo algunas
consideraciones puntuales y, sobre todo, relevantes apreciaciones políticas en las discusiones de
los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista.
Quien trató con mayor profundidad el tema fue Rosa Luxemburgo. Por encima de sus
cuestionados análisis acerca de la realización de plusvalía y del desarrollo capitalista en los
países altamente industrializados, a nosotros nos interesan sus contribuciones para la
comprensión del funcionamiento de las economías latinoamericana, asiática y africana. Ella
señaló con claridad los objetivos del capital monopólico en los países coloniales y
semicoloniales: control de las materias primas fundamentales, incorporación de mano de obra
barata mediante la liquidación de las comunidades aborígenes; integración de ciertas relaciones
precapitalistas al régimen capitalista mundial, convirtiéndolas en funcionales al sistema; venta
indiscriminada de artículos manufacturados con el fin de asfixiar las industrias artesanales
nativas; ampliación del capitalismo a las áreas de economía natural, introduciendo los
ferrocarriles y otros medios modernos de comunicación y transporte para desintegrar las
economías de subsistencia y generalizar la economía de mercado.1
Al aplicar la dependencia como categoría de análisis, es necesario despojarla de la
ideología de ciertos autores, dejar de lado la metodología estructural-funcionalista, el dualismo
centro-periféria y, sobre todo, superar las omisiones relacionadas con el proceso de la lucha de
clases al interior de cada zona o país. El concepto centro-periferia tiene cada día menos
vigencia ante una “racionalidad” capitalista que prefiere trasladar cierto tipo de empresas,
especialmente contaminantes, electrónicas, etc., del centro a la llamada periferia.
Algunos dependentólogos unilateralizaron el análisis poniendo el acento en el carácter
exógeno de nuestra economía, en detrimento del estudio de las relaciones de producción y del
conflicto de clases. Se dio así una polémica nebulosa sobre el papel de los factores externos e
internos, sin ver que ambos formaban parte de un mismo proceso, que obviamente se dio al
interior de cada región dando lugar a diversas manifestaciones de la lucha de clases. Los
fenómenos externos pasaron a integrarse y a conformar en cierta medida los procesos internos,
cuyas formaciones sociales quedaron incorporadas al sistema mundial. La dependencia fue
precisamente la expresión de la subordinación colonial, sobre la base de variadas relaciones de
producción cuyo estudio ha sido descuidado por la mayoría de los ideólogos de la dependencia.
Las relaciones de dependencia se expresaron tanto a través de la opresión colonial y étnica
como de la explotación de clase.2
A su vez, los críticos de esta “teoría”, al hipertrofiar su enfoque en la producción, con el
fin de motejar de circulasionista a ciertos autores, inauguraron un nuevo tipo de reduccionismo,
que pretende interpretar la historia da través de la hipervaloración de las relaciones de
producción. Al reduccionismo dependentista le opusieron el reduccionismo
monoproduccionista. Su labor “creadora” no ha pasado más allá de recomendaciones acerca del
método para definir un modo de producción, con lo cual no se ha avanzado ni un centímetro en
el análisis concreto de las formaciones sociales latinoamericanas. Algunos
“monoproduccionistas” más imaginativos se han dedicado a rebuscar variadas relaciones de
producción de la Colonia con el fin de descubrir algún nuevo modo de producción que no está
en el índex de los epígonos de Marx.
América latina ha sido dependiente desde la colonización portuguesa y española. Sin
embargo, no basta sostener que nuestro continente ha sido siempre dependiente. Esta
generalización sólo puede revelar su contenido concreto en la medida que se definan los rasgos
específicos y los cambios cualitativos registrados en las diversas fases de la historia
latinoamericana, que se expresan en “situaciones de dependencia” distintas, como diría Weffort.
Todo análisis tiene que partir de la consideración de que América latina, desde el siglo
XVI, pasó a formar parte de un sistema mundial, que derivó claramente capitalista en el siglo
XVIII.
Si no se enfoca globalmente esta totalidad, no podremos entender el proceso de
acumulación ni las características específicas de la dependencia de América latina colonial.
Hay que superar la polémica entre los factores externos e internos de la dependencia y la
crítica reductora de los monoproduccionistas a supuestos circulacionistas que se atrevieron,
como André G. Frank, a pensar con un concepto de totalidad la historia mundial, más allá de
los criterios provincianos y localistas. El proceso latinoamericano de producción, circulación y
apropiación fue un todo único integrado al mercado mundial en formación. No se pueden
escindir las relaciones de producción de las formas histórico-concretas de circulación y
apropiación del capital, so pena de analizar en abstracto las formas serviles, esclavistas y
salariales, como si fueran estructuras iguales en todos los tiempos. A su vez, no basta con
señalar que América latina producía para el mercado exterior, sino que es fundamental examinar
también el tipo de relaciones de producción que se empleaba en dicha economía primaria y
exportadora.
Poner énfasis en que todo se reduce a la explotación por vía del mercado mundial, como
de éste fuera deus ex machina, ha conducido a sobrevalorar la importancia del intercambio
desigual, cuando lo básico es la extracción de plusvalía hecha tanto por los capitalistas criollos
como por los extranjeros. No sólo hay que explicar cómo se transfiere el valor del exterior sino
fundamentalmente su proceso de realización en el país dependiente.
Este descuido analítico ha imposibilitado la comprensión de los fenómenos de
acumulación al interior de cada país. Obnubilados por la salida del excedente que sin duda
contribuyó a la acumulación originaria que se dio en América latina durante la Colonia y,
especialmente, en los siglos XIX y XX, permitiendo la generación de una burguesía
directamente relacionada con la producción.
Este error es producto de un abusivo manejo del binomio metrópolis-satélite, que
oscurece el análisis el análisis específico de las clases en cada uno de nuestros países y el
funcionamiento concreto de las relaciones de producción. Los procesos de luchas de clases en
América latina no son meros reflejos de la relación “metrópolis-satélite” sino el resultado de una
dinámica social entre los trabajadores y los patrones criollos y extranjeros. No es obviamente un
enfrentamiento entre “estructuras” dominantes y dominadas sino un abierto enfrentamiento de
clases al interior de cada formación social.
Hay que evitar el enfoque unilateral de la dependencia, que sólo mira desde el ángulo de
la nación colonizante. Exceptuando la época colonial, la dependencia fue el resultado de un
pacto neocolonial entre el capitalismo europeo y después norteamericano y las clases
dominantes criollas, interesadas en seguir profitando de la economía primaria exportadora.
Obviamente, los más beneficiados fueron los capitalistas de la metrópolis, que impusieron las
reglas del juego en el precio de las materias primas y los artículos manufacturados, ahogando la
posibilidad de creación de una industria nacional, en la que tampoco estaba interesada la
burguesía criolla. El Estado-nación sirvió también para reproducir las diversas manifestaciones
de la dependencia. Esta dialéctica de la dependencia pone de manifiesto la estrecha relación
entre explotadores nacionales y extranjeros, al mismo tiempo que explica los fenómenos de la
lucha de clases y la interrelación entre las tareas antiimperialistas y las anticapitalistas.
El concepto de dependencia estructural expresa la profunda subordinación de nuestra
América a las metrópolis, desde la colonización española y portuguesa hasta el actual proceso
de semicolonización. A la vez, pone de relieve el carácter de necesidad que tuvo y tiene la
opresión colonialista para el desarrollo del propio capitalismo europeo y norteamericano. La
inserción de América latina, Asia y Africa en el mercado mundial no fue una mera anomalía del
sistema capitalista, sino que formó parte de su modo de producción capitalista “puro”, que
hubiera sido contaminado por formas precapitalistas y economías primarias coloniales de
exportación. La dialéctica de la dependencia muestra la interpretación recíproca de la metrópolis
dominante con el país dominado. La primera necesita del segundo, como éste de aquella,
aunque siempre predomina la sociedad opresora. América latina, al igual que Asia y Africa, ha
sido y es parte de la historia mundial del capitalismo a partir del siglo XVI.
No hay una relación de causalidad externa entre los países metropolitanos y los llamados
satélites, sino una íntima interdependencia en la base de la cual está la extracción de plusvalía
en el país oprimido.
La dependencia estructural –no “estructuralista”- no fue dada de una vez y para siempre;
fue cambiada desde la Colonia hasta el siglo XX, adoptando matices específicos en cada país o
región de América latina.
Nos parece poco riguroso el empleo del concepto “modo de producción capitalista
dependiente” porque supone la existencia de un modo de producción capitalista diferente.3 El
modo de producción capitalista tiene un carácter mundial unívoco, en el que las naciones
imperialistas explotan a los países coloniales y semicoloniales.
La mayoría de los dependentistas pone acento demasiado unilateral en lo económico.
Creemos que, además de analizar la enajenación económica de nuestros países, es necesario
estudiar la dependencia semicolonial en sus manifestaciones políticas y culturales. La
investigación del proceso de dependencia política es clave para el diseño de una estrategia
correcta, como lo advirtieron en su momento Manuel Ugarte, José Ingenieros y otros que la
sufrieron en carne propia, como César Augusto Sandino.
La dependencia política no es producto de una relación mecánica entre infraestructura u
superestructura, pues tiene variadas manifestaciones: una, es el resultado de la relación
dialéctica entre la inversión del capital monopólico y la política económica de los gobiernos de
los países oprimidos, mediada por los préstamos, privilegios aduaneros, obras de infraestructura,
negocios comunes e influencias sobre la burguesía criolla, ganadas a través de las granjerías.
Existe otro tipo de dependencia política más profunda, que deviene de una intervención
militar directa del imperialismo, como fue el caso de las invasiones de principios del siglo XX a
Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, Haití, Nicaragua y, últimamente, a Granada y
Panamá. Otra manifestación de dependencia política ha sido el fenómeno de alienación política
sufrido por los países latinoamericanos a través de pactos militares o de organismos
supraestatales, como la OEA, que imponen políticas semicolonizantes.
Es importante también investigar los procesos de doble dependencia, como los de Cuba,
Puerto Rico, Brasil, etc., que experimentaron una dependencia colonial y, al mismo tiempo, una
dependencia económica de otra metrópolis. Paraguay de principios del siglo XX es otro caso de
doble dependencia, ya que un país latinoamericano, como la Argentina, ejerció un ostensible
dominio a través de la inversión de capital en las explotaciones madereras, junto con Inglaterra.
No basta decir que América latina es y ha sido dependiente. Es necesario señalar ante
todo las características específicas de las diferentes etapas del proceso histórico de la
dependencia. Durante más del 95 por ciento de nuestro tiempo histórico, cubierto por las
culturas aborígenes, no fuimos dependientes ni “subdesarrolladas”. La primera fase de la
dependencia se inició con la colonización hispano-portuguesa. Roto el nexo colonial, a partir de
1810, se abrió una nueva dependencia, caracterizada por una subordinación al mercado mundial
y a los servicios de la deuda externa, pero con la especifidad de que las riquezas nacionales
estaban en manos de la clase dominante criolla. La tercera fase empezó con la era del
imperialismo, el que a través de la inversión de capital monopólico se apoderó de nuestras
principales materia primas, de la banca y de los medios de transporte y comunicación,
convirtiéndonos en semicolonias, primero inglesa y luego norteamericanas, aunque los países
de Centroamérica y el Caribe ya eran semicolonias norteamericanas desde principios del siglo
XX.
La calificación de semicolonia, soslayada por la mayoría de los autores, permite precisar
la transformación cualitativa que se registró en las formaciones sociales latinoamericanas desde
fines del siglo XIX.

DEPENDENCIA COLONIAL

L integración de América latina al mercado mundial y su forma colonial de subordinación


a la monarquía hispano-lusitana configuró el inicio del proceso histórico de la dependencia a
nuestro continente.
Esta primera fase de la dependencia no es asimilable a la conceptualización actual de
“centro-periferia” porque en aquella época la relación “metrópoli-satélite” tenía un contenido no
sólo económico sino fundamentalmente político. La condición colonial estaba determinada tanto
por lo económico como por el carácter subordinado del Estado Indiano, de modo que lo colonial
permeaba todas las relaciones socioeconómicas y políticas.
La dependencia se expresaba no sólo entre las colonial y la metrópolis, sino también entre
las colonias más ricas y las más pobres, de acuerdo a la programación hecha por la corona
española. Así se configuró una forma especial de opresión y explotación de Nueva España sobre
Centroamérica y las Antillas españolas; del Virreinato del Perú sobre la Capitanía General de
Chile y la Real Audiencia de Quito, y de Buenos Aires sobre la Banda Oriental. El papel jugado
por estas “submetrópolis coloniales” agudizaba la opresión que sufrían las colonias más pobres,
doblemente explotadas por los epicentros monárquicos y las colonias más prósperas.
Esta doble dependencia se expresó también, aunque de modo diferente, en brasil, que no
sólo sufría una dependencia colonial de Portugal sino que, al mismo tiempo, era indirectamente
dependiente de Inglaterra. Desde principios del siglo XVIII, la monarquía lusitana había pasado
al área de dominación británica, a raíz del Tratado de Methuen, fenómeno que repercutió en el
control del mercado brasileño. Esta manifestación de doble dependencia fue una especificidad
de Brasil, no sufrida por las colonias hispanoamericanas, sometidas verticalmente a una sola
dependencia.
El comercio colonial jugó un papel importante en la fase de acumulación originaria de la
era mercantilista, aunque es obvio que un modo de producción no se define por la circulación de
mercancías. Las relaciones de producción, implantadas en función del proceso mundial de
acumulación de capital, jugaron un papel decisivo en el proceso productivo colonial. Las
formas serviles, semiserviles y esclavistas cumplieron en América latina colonial un papel
distinto al desempeño en otros regímenes precapitalistas. En nuestro continente, el plusproducto
extraído a los indios, negros y mestizos o el excedente producido con relaciones de producción
precapitalistas, contribuyó a la acumulación capitalista mundial, del mismo modo que la
plusvalía extraída a los asalariados en los principales centros mineros.
Las condiciones de reproducción de estas relaciones de producción en América latina
dependieron, en cada colonia, del sistema mercantilista internacional. Del mismo modo, la
inversión de capital y el desarrollo de las fuerzas productivas en las minas, plantaciones e
ingenios se hicieron en función de las necesidades del mercado mundial.
El papel del capital comercial debe analizarse en función de cada formación social
histórico-concreta. El capital comercial de la formación social europea de los siglos XVI y XVII
cumplió un papel diferente al del capital comercial de la época romana, porque fue decisivo en
la acumulación de capital que dio lugar a nuevas relaciones de producción.
La conquista de América fue un triunfo no sólo de la burguesía comercial hispano-
portuguesa, sino también de los banqueros genoveses, flamencos y alemanes y, ulteriormente,
del capital mercantil inglés y francés. Capital no significa necesariamente modo de producción
capitalista, pero sería ahistórico ignorar el papel del capital comercial moderno en la génesis del
sistema capitalista, como le ha ocurrido a varios críticos dogmáticos del supuesto
circulacionismo. En tal sentido, Enzo del Búfalo y Edgar Paredes han señalado con certeza que
“no podemos coincidir con Assadourian, y con los que como él ven en el capital comercial de
esa época una mera premisa histórica del capitalismo (...). el capital comercial que impulsa la
conquista de América debido a su articulación con determinadas relaciones de producción, tiene
un carácter particular y no se puede ser confundido con cualquier capital comercial. En este
aspecto, la objeción a la tesis ‘capitalista’ comparte con ésta la misma falta de rigor teórico”.4
El enfoque que hemos hecho en nuestros libros y ensayos no ha sido de tipo
“circulacionista”, porque es obvio que un modo de producción nos e define por el intercambio
comercial sino por las relaciones de producción y su articulación con las fuerzas productivas en
un proceso productivo concreto. Siempre hemos puesto el acento en la producción y no en la
mera circulación de mercancías.
Si hemos insistido en que la producción estuvo destinada al mercado mundial en
formación, no fue porque creyéramos que el solo hecho de comercializar le daba un carácter
capitalista, sino porque la incorporación a ese mercado tuvo una dinámica que favoreció la
implantación de las primeras relaciones de producción capitalista.
Lo básico, era el sistema de producción, reproducción y acumulación del capital que
impusieron los colonizadores. Las variadas relaciones de producción establecidas en la Colonia
estuvieron subordinadas a ese objetivo.
La circulación, la apropiación y la distribución eran muy importantes en la fase
mercantilista. El monopolio comercial español, a través de los bajos precios que fijaba a los
productos coloniales y a la especulación de los artículos manufacturados, imponía a las colonias
la balanza comercial deficitaria, que era la expresión de la transferencia de valor y del deterioro
de los términos del intercambio. A través del monopolio comercial y de la usura, la corona se
apropiaba de una plusvalía que no era reinvertida, salvo excepciones, en el aparato productivo
colonial. El sistema de circulación estaba íntimamente ligado al mercantilismo capitalista de
aquella época, reflejando la realización externa del excedente.
Las especificidades que tuvieron cada una de las colonias en cuanto al tipo de producción
que les fue asignado estuvieron en relación con las necesidades de las metrópolis, de acuerdo al
proyecto general de acumulación. Algunas colonias, como la Capitanía General de Chile, la
Real Audiencia de Quito y el norte argentino, tuvieron que producir lo que necesitaban los
centros claves de la acumulación de capital, como la famosa mina de plata de Potosí. El sistema
colonial funcionaba como un todo, con una relativa programación de la economía
latinoamericana en su conjunto. El Estado colonial era el encargado de ejecutar esta política
económica y la Iglesia católica de justificarla ideológicamente.
Las monarquías española y portuguesa –que debían responder a los desafíos del
mercantilismo europeo, en pleno proceso de transición al capitalismo- impusieron en nuestro
continente un tipo de economía al servicio de los apremiantes intereses de acumulación de
capital, apropiándose del excedente tanto por vía fiscal (tributos, impuestos, diezmos, etc.)
como por el monopolio comercial y la explotación de la mano de obra.
Ciro Cardoso propone la categoría de “modos de producción dependientes”, basado en
que “las formaciones sociales de América colonial se caracterizaron por estructuras irreductibles
a los modos de producción elaboradas por Marx”.5 Admite que es “posible identificar un cierto
número de modos de producción coloniales que, por una parte, fueron dominantes en relación a
vastas áreas y numerosas formaciones sociales (el modo de producción esclavista colonial, por
ejemplo, fue dominante en Brasil, Las Antillas, Las Guayanas, el sur de Estados Unidos y partes
de América española continental), en las cuales coexistieron con modos de producción
secundarios; pero, por otra parte, la dependencia, que tiene como uno de sus corolarios la
transferencia de una parte del excedente económico a las regiones metropolitanas, por
circunstancias del proceso genético evolutivo de las sociedades en cuestión, es un dato
inseparable del concepto y de las estructuras de dicho modo de producción”.6
Al sostener que en América latina hubo “estructuras irreductibles a los modos de
producción elaboradas por Marx”, Ciro Cardoso pretende diluir la teoría de los modos de
producción elaborada por Marx, quien en reiteradas oportunidades manifestó que esos modos de
producción no se daban en forma pura. En nuestra América se dieron varios modos de
producción, como lo hemos visto en el capítulo IV.
Ninguna de las relaciones de producción fue preponderante ni generalizada en América
colonial. Hubo efectivamente colonias que en particular tuvieron relaciones de producción
preponderantes, como la esclavitud negra en las regiones que mencionaba Cardoso, pero en
otras lo dominante fue la encomienda, y en otras el inquilinaje, la medianería, la aparcería e
inclusive, el salariado en la minería de México, Potosí y Chile.
La categoría de “modo de producción dependiente”, planteada por Ciro Cardoso, quiere
decir todo sin precisar nada, porque no especifica las relaciones de producción y su articulación
con las fuerzas productivas. Su “modo de producción dependiente” es tan impreciso que podría
aplicarse tanto a los modos de producción de las colonias de los siglos XVI al XIX como a los
modos de producción contemporáneos de Asia, Africa y América latina. De aceptar este método
de análisis, habría que decir también que la América latina del siglo XX tiene un modo de
producción dependiente, con lo cual no hemos avanzado un paso en la investigación de la
especificidad de la dependencia en la formación socialcolonial y en las que le sucedieron hasta
el siglo XX, donde se produjo un cambio cualitativo en el carácter de la dependencia.
La caracterización de Ciro Cardoso se hace más confusa cuando al tratar el tema de la
esclavitud, manifiesta: “el modo de producción esclavista colonial tenía un carácter de modo de
producción dependiente, ya que desde el comienzo las funciones sociales correspondientes
fueron dependientes, periféricas y deformadas.”7 ¿Era un modo de producción esclavista o un
modo de producción dependiente? Ciro Cardoso confunde modo de producción con formación
social. La formación social de la colonia era dependiente; lo colonial cualifica el carácter de la
dependencia de esa fase, pero es necesario definir claramente cuáles eran las relaciones de
producción. En América latina colonial no se generalizó un modo de producción preponderante
sino que se dieron variadas relaciones de producción precapitalistas y capitalistas embrionarias,
al servicio de una economía primaria exportadora para un mercado mundial capitalista en
formación.
La formación económica, resultante de la combinación de las diversas relaciones de
producción, formaba parte de una formación social del tipo colonial, que era la forma en que se
expresaba concretamente la dependencia en aquella fase histórica.

LA ESPECIFICAD DE LA DEPENDENCIA
EN EL SIGLO XIX

Limitado el proceso de liberación a la independencia política formal, nuestros países


cayeron bajo una nueva forma de dependencia. En lugar de profundizar un camino a la
revolución democrático-burguesa, que posibilitara una real liberación nacional mediante la
industrialización y la reforma agraria, la burguesía criolla prefirió consolidar los rasgos
aberrantes de nuestra economía, heredados de la Colonia, reforzando la función de países
productores y exportadores de materias primas.
Rotos loa lazos con España, la clase dominante necesitaba otros mercados para la
colocación de sus productos agropecuarios y mineras. Lo encontró en las metrópolis europeas,
en pleno avance industrial. Para asegurar mejores precios y mayor demanda de sus productos
plasmó un pacto neocolonial por el cual se comprometió a permitir la entrada indiscriminada de
manufactura extranjera. De este modo, quedó sellada la dependencia, desperdiciándose una
oportunidad histórica para iniciar un proceso autónomo de industrialización, que en aquella
época era todavía posible.
Sin embargo, se ha exagerado al afirmar que nuestro continente pasó de su condición de
colonia española o portuguesa a la de colonia inglesa. Esta caracterización no resiste un análisis
riguroso porque es obvio que desde principios del siglo XIX nuestros países fueron
políticamente independientes. Tampoco se convirtieron automáticamente en semicolonias,
porque las riquezas nacionales se mantuvieron en manos de la burguesía criolla.
Lo específico de la dependencia de América latina en el siglo XIX radicaba en que las
tierras y las minas estaban en manos de los diversos sectores de la clase dominante. Esta
situación recién varió a fines del siglo pasado con el inicio de la fase imperialista y la
consiguiente inversión de capital financiero extranjero que se apoderó de las riquezas nacionales
básicas transformando a nuestros países en semicolonias.
La caracterización de semicolonia permite precisar la transformación cualitativa que se
operó a fines del siglo pasado. Este cambio significativo en nuestra condición de países
dependientes, producido hacia 1890 al iniciarse la etapa imperialista, expresa que entre el
período en que fuimos colonia española y en el que llegamos a ser semicolonia inglesa o
norteamericana existió una época que tuvo características peculiares. Esta época, que cubre casi
todo el siglo XIX, se caracterizó por una dependencia de la economía primaria exportadora
respecto del mercado mundial.
La plusvalía extraída a los trabajadores latinoamericanos por la burguesía criolla se
realizaba en el mercado mundial mediante la venta de las materias primas. Una parte sustancial
se apropiaban los capitalistas nacionales y otra iba a parar a las metrópolis, en concepto de
compra de los productos manufacturados y del transporte de las materias primas, por carecer
nuestros países de marina mercante nacional.
Esta porción de la plusvalía era drenada hacia las metrópolis europeas a través de los
fluctuantes precios de nuestros productos fijados por el mercado mundial y también por la
acción de los mecanismos financieros, como los empréstitos e intereses de las deudas contraídas
por los gobiernos latinoamericanos. La parte de la plusvalía que quedaba en manos de los
capitalistas criollos, en lugar de ser utilizada para la creación de una industria nacional fue
reinvertida en tierras, minas e importación de maquinaria destinada solamente a las necesidades
inmediatas de la producción agropecuaria y minera, además de la porción gastada en mansiones,
viajes a Europa y artículos suntuarios.
La burguesía criolla se consolidó sobre la base del aumento de la demanda de materias
primas por parte de una Europa en plena Revolución Industrial. La división internacional del
capital-trabajo agudizó el proceso de dependencia porque en el reparto mundial, impuesto por
las grandes potencias, a nuestros países les correspondió jugar el papel de meros abastecedores
de materias primas básicas y de importadores de productos industriales.
La demanda del mercado internacional permitió un desarrollo del capitalismo criollo,
pero dialécticamente reforzó los lazos de dependencia. El centro homogéneo impuso las reglas
del juego, estimulando la evolución de un capitalismo dependiente. Mientras la producción
minera y agropecuaria de América latina aumentó en términos aritméticos, las nuevas relaciones
de dependencia fueron creciendo en forma cuasi geométrica.
La estrecha subordinación al mercado mundial, resultante no sólo de nuestra condición de
exportadores de materias primas sino también de importadores de productos manufacturados,
configuró un tipo específico de dependencia.
Durante gran parte del siglo XIX, América latina pudo conservar sus riquezas nacionales
porque el desarrollo capitalista europeo no se fundamentaba todavía en la inversión del capital
financiero en las zonas periféricas sino en sus propias naciones, en pleno proceso de
industrialización. Los países llamados “satélites” contribuían al desarrollo de las metrópolis,
abasteciendo sus necesidades de materias primas, hecho que permitió a la burguesía europea
desplazar hacia la industria capitales que antes destinaba a la agricultura y minería. La compra
de materias primas a bajos precios y la venta de productos manufacturados a elevados precios
en América latina permitió a la burguesía europea aumentar su plusvalía y reinvertirla en las
áreas económicas más promisorias de sus respectivos países.
Las metrópolis europeas no colocaron capital productivo, con excepción de las
inversiones norteamericanas en el azúcar cubano, y de las inglesas en las minas de México,
Chile y el norte argentino, que terminaron siendo poco rentables.
Las formas de penetración foránea fueron en general indirectas, especialmente a través de
empréstitos, ya sea para que los Estados latinoamericanos “sanearan” su hacienda pública,
aumentaran la importación o financiaran las obras de infraestructura. Las metrópolis europeas
fueron imponiendo progresivamente lazos de dependencia a los países latinoamericanos
mediante el sistema crediticio, el control del transporte marítimo, la exportación de maquinarias
para la explotación minera y agropecuaria y la introducción del ferrocarril y el telégrafo, además
de la venta de artículos manufacturados.
José Luis Romero ha dicho certeramente que “si en el marco de la economía mercantil era
importante, Latinoamérica pasó a ser mucho más importante en el marco de la economía
industrial.”8 América latina se convirtió entonces en un continente clave para Europa y Estados
Unidos, no sólo por la materia prima sino por constituir un mercado fundamental para la venta
de sus artículos manufacturados.
La inserción plena de la economía latinoamericana en el mercado mundial, estimulada
por la nueva división internacional del capital-trabajo, la modernización de los puertos, el
aumento de las vías férreas y de las líneas telegráficas, la introducción de nueva tecnología y,
fundamentalmente, la generalización de las relaciones de producción salariales, aceleraron el
desarrollo de un modo de producción capitalista, obviamente distinto al capitalismo industrial
europeo. Fue un capitalismo primario exportador, productor de materias primas para el mercado
internacional, un capitalismo dependiente de los países metropolitanos, que a medida que se
afianzaba se hacía más subordinado a los países llamados centros. La demanda del mercado
internacional permitió un desarrollo del capitalismo criollo, pero dialécticamente reforzó los
lazos de dependencia.
La consideración de esta totalidad, signada por la relación metrópolis-país dependiente,
permite hacer un tratamiento de conjunto de las relaciones de producción, que forman una trama
inescindible del intercambio y la realización del capital en el proceso general de acumulación.
Por eso, nos parece irrelevante la crítica de los “monoproduccionistas” en torno a los procesos
de circulación del capital. André G. Frank aclara que “en la medida en que las relaciones de
producción –pero en relación con el intercambio y la realización- son el criterio pertinente, es la
transformación de las relaciones de producción, circulación y realización, mediante su
incorporación en el proceso de acumulación del capital, lo que constituye, en principio, el
criterio relevante de existencia del capitalismo”.9
En la segunda mitad del siglo XIX todavía las riquezas nacionales se encontraban en
manos de la clase dominante criolla. Esta peculiaridad es fundamental para comprender el
desarrollo endógeno del capitalismo primario exportador latinoamericano, fenómeno que han
descuidado los “dependentólogos” que sólo manejan el cuestionado e insuficiente binomio
centro-periferia. En nuestro continente se desarrolló una burguesía criolla –abusivamente
llamada nacional- con capitales propios, que extraía y reinvertía la plusvalía mediante un estilo
propio de acumulación de capital. En tal sentido, al teoría marxista de valor-trabajo, que nos
explica sin ambigüedades el proceso de apropiación de plusvalía, es más precisa que la noción
de excedente económico.
A pesar de la clara existencia de relaciones de producción capitalistas en la segunda mitad
del siglo XIX, los “monoproduccionistas” se resisten a reconocer esa forma de realización del
capitalismo en nuestra América, porque no coincide con el “modelo” de desarrollo capitalista
industrial europeo. No alcanza a comprender que en América latina hubo un particular
desarrollo capitalista, inserto en el sistema capitalista mundial, que adoptó la forma de un
capitalismo primario exportador.
El denominado “crecimiento hacia fuera”, generalización que alienta falsas ilusiones
acerca de un supuesto crecimiento que conlleva la declinación porque se dio sobre la base de
una economía distorsionada y subordinada, monoproductora y carente de una industria nacional,
estructura que facilitó la fuga “hacia fuera” de gran parte de la plusvalía.
La burguesía criolla concedió grandes facilidades al capitalismo europeo para la
internación masiva de sus productos industriales, que aplastaron a la incipiente artesanía local.
Rosa Luxemburgo decía que “la ruina de la propiedad comunal era una condición previa para
lograr el disfrute económico del país conquistado (...) la segunda condición es la ampliación de
la acción del capitalismo a las sociedades de economía natural (...) un importante capítulo final
de la lucha contra la economía natural es el de separar la industria de la agricultura, la
eliminación de las industrias rurales”.10
La dependencia se acentuó también con la importación de tecnología avanzada para
renovar el aparato productivo de las empresas mineras y agrícolas, con la instalación de
ferrocarriles y líneas telegráficas, además de los repuestos y materiales necesarios para las obras
de infraestructura, relacionadas con el proceso de urbanización. Gran parte del excedente
económico fue a parar por estos conductos a manos de los capitalistas europeos, especialmente
ingleses.
La dependencia se expresó, asimismo, en la necesidad de recurrir a los barcos extranjeros
para la exportación de nuestras materias primas. El pago de fletes era una forma de fuga de la
plusvalía. Los modernos buques europeos, con casco metálico y motor a vapor perfeccionado,
desplazaron a los escasos buques nacionales del comercio exterior de cabotaje.
El comercio al por mayor estaba controlado en forma casi exclusiva por las casas
extranjeras radicadas en el país, que no se limitaban a importar artículos manufacturados sino
que también jugaban el papel de intermediarias en la exportación de los productos
agropecuarios y mineros.
La brusca variación de los precios de las materias primas en el mercado mundial puso al
desnudo el carácter subordinado de nuestra economía, que se agravaba con las crisis cíclicas del
capitalismo decimonónico. En relación a los problemas que creaba a nuestros países la fijación
de los precios de las materias primas por el mercado internacional, Sarmiento escribía a Posse
en 1864: “el ganado y sus productos como industria exclusiva y única del país, tiene el
inconveniente de que su precio no lo regulamos nosotros, por falta de consumidores sobre
terreno, sino que nos lo imponen los mercados extranjeros, según la demanda”.11 Esto era el
resultado de la política económica de una oligarquía que, en vez de fomentar la industria
nacional, se enriquecía “mirando parir vacas” al decir del mismo Sarmiento.
La devaluación monetaria fue otra resultante de nuestra condición de país atrasado y
dependiente. La adopción del patrón oro, impuesto por los bancos europeos, fijó un sistema
cambiario basado en la convertibilidad internacional que acentuó la dependencia de nuestros
países. Las casas exportadoras e importadoras y la burguesía criolla agrominera fueron
altamente favorecidas con la depreciación de la moneda nacional, ya que recibían libras
esterlinas por la venta de sus productos de exportación y pagaban salarios, impuestos y otros
gastos en moneda devaluada.
La política de empréstitos internacionales agudizó el proceso de la dependencia. Este
sistema crediticio permitió a las metrópolis no sólo cobrar altos intereses, sino también
presionar sobre los gobiernos para obtener mayores ventajas comerciales, so pretexto del
incumplimiento de los compromisos. Por eso, la historia de la deuda externa es parte
consustancial de la historia del proceso de la dependencia.
Al respecto, Alberdi decía: “la América del Sur, emancipada de España, vive bajo el yugo
de su deuda pública. San Martín y Bolívar le dieron su independencia, los imitadores modernos
de esos modelos la han puesto bajo el yugo de Londres”.12
El proceso de acumulación de capital, que hasta la década de 1880 era en parte nacional,
experimentó un cambio significativo con la penetración del capital financiero extranjero en el
inicio de la era imperialista mundial. Las riquezas nacionales comenzaron a pasar a manos de
los empresarios extranjeros, iniciándose el proceso de semicoloniazación de América latina y
progresiva desnacionalización de sus riquezas.
El carácter de la dependencia experimentó un cambio cualitativo a fines del siglo XIX
con la inversión de capital financiero extranjero en las principales actividades económicas.
Hasta ese entonces, el capitalismo europeo no había efectuado inversiones directas significativas
en las actividades productoras.
Las inversiones de Inglaterra en el exterior subieron de “800.000.000 de libras esterlinas
en 1871 a 3.500.000.000 en 1913. Esta última cifra representa para Inglaterra un ingreso
mínimo de 200.000.000 de libras; sólo entre los años 1887 y 1889, en la industria minera, la
inversión llegó a 127.680.870 libras”, de las cuales 14.277.000 correspondieron a
Latinoamérica.13
Las riquezas nacionales pasaron a manos de los capitalistas europeos y norteamericanos;
en algunos casos compradas a la burguesía criolla, en la mayoría, obteniendo concesiones de los
Estados para abrir nuevas áreas de explotación, especialmente en la minería y las plantaciones.
Mientras Estados Unidos redoblaba su inversión en Centroamérica y el Caribe, Inglaterra
hacía fuertes inversiones en la industria azucarera del Brasil, entre 1875 y 1885, en las minas de
salitre en Chile y de oro en el Ecuador y en los frigoríficos de Uruguay y la Argentina,
penetrando impetuosamente en el aparato productivo de México, bajo Porfidio Díaz.
EL CAMBIO CUALITATIVO DEL CARÁCTER
DE LA DEPENDENCIA

Si desde la época colonial hispano-lusitana América latina quedó incorporada a la


formación social capitalista mundial a través del mercado internacional, en la era imperialista no
sólo formó parte de ese mercado sino también del proceso productivo mundial capitalista.
No puede entenderse nuestra historia y la del propio sistema capitalista si no se analiza
como una totalidad en la que el fenómeno de acumulación constituye un solo proceso
interrelacionado a escala mundial. A partir de entonces, la economía se hizo mundial o, mejor
dicho, el proceso productivo se hizo mundial, porque en cuanto a mercado ya lo era desde hacía
varios siglos. Y también la política se hizo mundial. Las áreas que restaban por colonizar fueron
repartidas para sí por las grandes potencias capitalistas.
América latina sufrió un proceso de colonización en Centroamérica y el Caribe y de
semicolonización generalizada en el resto de los países. La inversión masiva de capital
monopólico condujo a la enajenación de parte de nuestra soberanía nacional. También fuimos
incorporados al circuito de la cultura occidental a través de modernos medios de comunicación
de masas, como la radio. Así, la burguesía logró por primera vez en la historia masificar su
ideología a nivel mundial.
El carácter de la dependencia cambió cualitativamente con la penetración imperialista de
fines del siglo pasado. La inversión de capital monopólico, especialmente británico, transformó
a nuestros países en semicolonias.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, el capitalismo inglés comenzó a invertir
capitales en los servicios públicos y, posteriormente, en las principales materias primas. A
principios del siglo XX, la mayoría de los capitales correspondían a inversiones directas en los
fundamentales centros de producción minera y agropecuaria, aunque hubo también capitales
franceses, norteamericanos y alemanes.
Las inversiones inglesas en ferrocarriles subieron de 820 millones de dólares en 1890 a
2.500 millones de dólares en 1926; en la minería aumentaron de 60 millones de dólares en 1890
a 110 millones de dólares en 1926. En resumen, en todo el sector privado, incluyendo banca y
servicios públicos, las inversiones inglesas aumentaron de 1.100 millones de dólares en 1890 a
4250 millones de dólares en 1926.
Las inversiones norteamericanas en el sector privado latinoamericano subieron de 146
millones de dólares en 1897 a 2.410 millones en 1929; en el sector secundario, de 3 millones de
dólares a 231 millones; en el terciario, de 15 millones a 198 millones, y en ferrocarriles y
servicios públicos, de 139 millones de dólares a 706 millones de dólares en las fechas
mencionadas.14
Los países latinoamericanos se convirtieron en semicolonias, al pasar las principales
riquezas nacionales a manos del capital monopólico extranjero. En la Argentina, los ingleses se
apoderaron de los frigoríficos y de la comercialización de los productos agropecuarios. El
principal producto de exportación chileno, el salitre, era de propiedad británica. En Bolivia, el
estaño quedó en manos inglesas, al igual que la madera paraguaya y el petróleo venezolano
hasta la década de 1920. En México, hubo un control parejo de la economía por parte de los
ingleses y norteamericanos. En conclusión, la mayoría de los países sudamericanos pasaron a
ser simicolonias inglesas.
En cambio, casi todos los países centroamericanos y caribeños se convirtieron en
semicolonias norteamericanas desde fines del siglo XIX, sufriendo ocupaciones prolongadas
que los transformaron en cuasi colonias. Tal fue el caso en Cuba, desde 1900 hasta la
derogación de la Enmienda Platt en la década de 1930. La especificidad de la dependencia en
Cuba consistió en pasar directamente de colonia española a neocolonia norteamericana.
Mientras la mayoría de las naciones latinoamericanas sufrió una dependencia de carácter
económico en las primeras décadas del siglo XX, Cuba sufrió una aguda enajenación de su
soberanía política que la convirtió en un país más que semicolonial. Puerto Rico también fue
otra isla que pasó de colonia española a neocolonia norteamericana, luego de la invasión de los
“marines”.
Haití y República Dominicana vieron afectada su soberanía durante varios años por la
ocupación de tropas norteamericanas, que consolidaron la penetración del capital monopólico.
La dependencia colonial fue tan manifiesta que las aduanas y los cuerpos de seguridad de ambos
países pasaron a ser administrados y dirigidos por Estados Unidos. La ocupación de Nicaragua,
más prolongada que las anteriores –de 1909 a 1933- tuvo también claros objetivos de dominio
territorial, pues Estados Unidos, no satisfecho con el canal de Panamá, pretendió consolidar su
monopolio del transporte marítimo mediante la construcción de otro canal por los lagos de
Nicaragua.
Panamá fue afectado por un tipo especial de dependencia, expresado en un enclave
colonial en una parte de su territorio. Esta colonia siu generis dentro de un país que recién
había accedido a la independencia política marcó el subdesarrollo dependiente para el resto del
siglo. Panamá no sólo perdió parte de su superficie, sino también su más importante riqueza.
Las tarifas del tránsito comercial por el Canal.
En síntesis, estas intervenciones militares muestran la mistificación de aquellos ideólogos
proimperialistas que han pretendido presentar a Estados Unidos como una ponencia no
colonialista, diferente a los imperios europeos.
La pugna entre el imperialismo yanqui y el europeo se decidió a favor del primero a fines
de la década de 1920, aunque el imperialismo inglés siguió ejerciendo gran influencia en países
como la Argentina, Uruguay y Brasil y reteniendo el dominio colonial de Guyana, Jamaica,
Granada, Barbados, Trinidad Tobago y otras islas del Caribe, además de las Islas Maldivas que
había conquistado en 1833 y del enclave colonial en Guatemala, llamado Bélice. Una de las
excepciones que escapó al dominio norteamericano e inglés fue precisamente Guatemala, donde
el capitalismo alemán logró controlar la producción y comercialización del café.
Los franceses se batieron en general en retirada después de la Primera Guerra Mundial,
dejando escasas inversiones en América latina: México y Argentina. Conservaron sus colonias
en las islas antillanas y en Guayana, al igual que los holandeses.
La plusvalía extraída por el capital monopólico en este nuevo tipo de semicolonización,
iniciado con la fase imperialista, significó un salto cualitativo en la acumulación capitalista
mundial. Al mismo tiempo, nuestra economía primaria exportadora se hizo más dependiente de
las fluctuaciones del mercado internacional, y los excedentes fueron a parar en mayor grado a
las metrópolis que habían invertido capital en esas materias primas.
En un proceso de desnacionalización sin precedentes en la historia latinoamericana, la
burguesía criolla hizo entrega de las principales riquezas nacionales a las empresas
imperialistas. El capital extranjero no sólo se apoderó de las materias primas sino que acentuó el
control del intercambio comercial, que venía ejerciendo desde el siglo XIX, y del sistema
financiero.
Este proceso de semicoloniazción suscitó como contrapartida un poderoso movimiento
nacional-antiimperialista, expresado en manifestaciones públicas, en luchas armadas y en el
surgimiento de un pensamiento antiimperialista o en un embrión de doctrina nacionalista, que
en algunas organizaciones e individuos quedó en el nivel antiimperialista y en otros se hizo
también anticapitalista.
La dependencia comenzó a expresarse también en el plano político. Desde fines del siglo
XIX, Estados Unidos procuró crear una organización continental a modo y semejanza del
panamericanismo planteado en la doctrina Monroe, con el fin de asegurar su predominio y
desplazar la influencia del capitalismo europeo, especialmente el británico.
James Blaine fue el ejecutor de esta política continental que se inició con la Conferencia
Panamericana de 1889, realizada en Washington. Sin embargo, el proyecto encontró desde el
comienzo la resistencia de algunos países, como la Argentina, estrechamente vinculados a los
negocios de la city londinense. Su delegado, Roque Sáenz Peña, levantó en dicha Conferencia la
consigna de “América para la humanidad”, en contraposición a la fórmula yanqui de “América
para los americanos”.
No obstante, Estados Unidos prosiguió con su plan a través de las Conferencias
Panamericanas de 1901 (México) y 1910 (Buenos Aires), donde la Oficina Internacional de
Repúblicas Americanas se transformó en la Unión Panamericana. Algunos países
latinoamericanos reiteraron su decisión de que los conflictos interamericanos no fueran
resueltos por este organismo, sino por la Corte Internacional de La Haya, con el fin de
contrapesar con los europeos las tendencias expansionistas de Estados Unidos.
La Primera Guerra Mundial –y con ella el inicio de la decadencia imperial europea-
reforzó la importancia geopolítica de los Estados Unidos en nuestra América. En la Conferencia
Panamericana de 1923, efectuada en Santiago de Chile, se replanteó la idea de una organización
interamericana, promovida por varios países filonorteamericanos, aunque siempre con reservas
de las naciones del ABC (Argentina, Brasil y Chile).

LA NUEVA DEPENDENCIA SEMICOLONIA

La guerra de 1914 irrumpió la carrera inversionista de Inglaterra en América latina y


colocó en primer plano a su competidor por el control de las materias primas: Estados Unidos.
Sus inversiones se aceleraron a tal ritmo que hacia 1930 había desplazado al imperialismo inglés
en la mayoría de nuestros países. De este modo, de semicolonia inglesa pasamos a convertirnos
en semicolonia norteamericana. Algunos países centroamericanos y de la región del Caribe ya
eran semicolonias yanquis desde hacía cerca de medio siglo.
Después de la Segunda Guerra Mundial el imperialismo norteamericano no solamente
invirtió en las materias primas sino también en la industria latinoamericana, que se había
desarrollado a partir de la década de 1930. Hacia 1960, la parte fundamental de la industria
latinoamericana, especialmente aquella dedicada a la elaboración de productos de consumo
durable, había pasado a manos del imperialismo yanqui, con el cual se asoció la burguesía
industrial criolla.
Este proceso es de todos conocido y ha sido subrayado por numerosos autores; pero
queremos llamar la atención sobre el nuevo carácter de la dependencia, que se expresó no
solamente en el plano económico. A partir de la Segunda Guerra Mundial se registró también un
proceso de semicolonización política, caracterizado por la firma de pactos militares entre los
gobiernos latinoamericanos y Estados Unidos y por la creación de organismos panamericanos
que afectan la soberanía política de nuestro continente. Las conferencias de Río de Janeiro de
1943 y 1947 ataron a nuestros países a la política internacional norteamericana. En 1948 se dio
un paso decisivo en este plan yanqui de semicolonización política al crearse la OEA, organismo
supranacional que no tiene un mero carácter consultivo sino que también ejecutivo.
En este proceso de enajenación de parte de su soberanía nacional, los países
latinoamericanos sufrieron un salto cualitativo en sus relaciones de dependencia con el
imperialismo. Si bien es cierto que antes de la Segunda Guerra Mundial eran semicolonias, no
existían organismos supranacionales que los obligaran, por ejemplo, a entrar en guerra o a
acatar la política internacional del Departamento de Estado ni a permitir la instalación de bases
militares yanquis y la entrada de todo tipo de misiones norteamericanas.
América latina en la década de 1980 es más semicolonial que hace un siglo. Este proceso
de semicolonización creciente tiene no solamente un carácter económico sino también político.
El imperialismo norteamericano no sólo controla las materias primas y la industria, sino que ha
logrado también, a través de los pactos militares y de la OEA, alienar parte de nuestra soberanía
nacional. La dependencia ha experimentado un cambio significativo en la última década con el
crecimiento cuali-cuantitativo de la deuda externa.
Los teóricos de la dependencia han dejado de lado la definición de países semicoloniales
que formuló Lenin en su teoría sobre el imperialismo al distinguir dos tipos de países oprimidos:
los coloniales y los semicoloniales. Con lo acontecido han las últimas décadas en Asia y Africa,
también podría agregarse la categoría de países neocoloniales; es decir, naciones que lograron la
independencia política formal, pero cuya economía siguió siendo controlada por el capital
financiero extranjero y por pactos políticos como el SEATO en Asia.
Los países latinoamericanos entran en la clasificación de semicoloniales; es decir, países
que lograron la independencia política, pero que desde el siglo pasado han sufrido un proceso de
semicolonización por parte del imperialismo europeo primero y del norteamericano después.
La definición de países semicoloniales ha dejado de ser utilizada por la mayoría de los
marxistas, quienes se han inclinado por la definición de país dependiente. La palabra
dependiente lo dice todo pero al mismo tiempo es imprecisa. Un país dependiente puede ser
tanto una colonia como una semicolonia o una neocolonia; también existe dependencia e
interdependencia entre países capitalistas o entre los llamados “socialistas”, hoy en plena crisis.
El concepto de semicolonial, corresponde a nuestros países latinoamericanos, le otorga
una mayor precisión al carácter concreto de la dependencia. Por otra parte, es más riguroso
señalar que nuestros países tienen un desarrollo capitalista atrasado, desigual y combinado,
dentro de esa unidad contradictoria –que es la sociedad global- en lugar de utilizar el término
subdesarrollo. Todo proceso implica un desarrollo, ya sea atrasado o adelantado.
Existen países capitalistas llamados “subdesarrollados” como Colombia, por ejemplo, y al
mismo tiempo países en transición al socialismo, como Corea del Norte, que también podrían
ser denominados “subdesarrollados”. Lo que define a los países no es el grado de
“subdesarrollo”, sino el hecho de que uno (Colombia) es un Estado burgués y el otro no (Corea
del Norte) está en un período de transición al socialismo. A nuestro modo de entender, primero
hay que señalar la característica esencial del país, si es capitalista o no, y después definir el
grado de atraso.
En América latina, todos los países, con excepción de Cuba, son semicoloniales,
categoría que expresa concretamente su carácter dependiente, pero unos tienen un mayor
desarrollo capitalista que otros. Sin embargo, poner solamente el acento en el desarrollo
capitalista ha conducido en muchos casos a minimizar el atraso agrario. La polémica contra
quienes sostenían la tesis de que nuestros países eran feudales o semifeudales es correcta y
permitió grandes avances en el análisis de la realidad social latinoamericana. si bien es cierto es
innegable que el modo de producción de nuestros países es preponderantemente capitalista,
existen sectores de la economía en que todavía subsisten ciertas formas precapitalistas de
producción, que son alentadas por el propio régimen burgués, necesarias al mismo e integradas
compulsivamente al sistema capitalista, a la luz de la teoría de Rosa Luxemburgo.
En síntesis, América latina es un continente semicolonial (como categoría concreta del
grado de dependencia respecto del imperialismo), de un desarrollo capitalista desigual,
articulado, combinado y específico-diferenciado.
A pesar de su atraso, la mayoría de los países no son agrarios sino urbanos, en algunos
casos, industrial-urbanos y en otros industrial-urbano-mineros, con excepción de algunos países
centroamericanos donde predomina la economía de plantación.
Las relaciones de dependencia y de explotación son relaciones de y entre clases. Por eso,
la opresión de los países semicoloniales ejercida por los centros imperialistas no es en rigor una
relación entre Estados sino fundamentalmente entre clases, expresión del proceso de lucha de
clases. En consecuencia, la categoría de dependencia no basta para explicar la totalidad de las
manifestaciones de las formaciones sociales latinoamericanas y menos la especificidad de cada
una de ellas. Si bien es cierto que en esta relación el capital monopólico extranjero se apropia de
una parte sustancial del plusproducto, otra porción queda en manos de la burguesía criolla,
proceso de acumulación interna no debidamente valorizado por los ideólogos de la dependencia,
al priorizar de manera absoluta la transferencia de valor de la nación oprimida a la opresora,
soslayando la apropiación interna.
Esta apropiación de parte de la plusvalía por la clase dominante nativa y del mercado
interno por ella creado explica sus márgenes de negociación con los centros imperialistas y sus
posibilidades coyunturales de crecimiento económico. Es sabido que no debe confundirse
crecimiento económico con desarrollo, pero dicho crecimiento relativo debe ser contabilizado
para no incurrir en el error de hablar de manera abstracta sobre “subdesarrollo.”
El carácter estructural de la dependencia semicolonial sólo puede ser explicado por una
teoría que supere la discusión entre circulacionistas y produccionistas, englobado producción-
circulación-apropiación-acumulación, tanto externa como interna, en un solo proceso único e
indivisible. Si alguna duda existía acerca de la importancia de los fenómenos de circulación y
distribución, ella ha quedado despejada con la creciente significación que ha adquirido el
proceso de endeudamiento externo.

LA DEUDA EXTERNA

Durante nuestra historia republicana hemos tenido que soportar el peso de la deuda
externa, cuyos servicios de pago por concepto de amortizaciones e intereses se llevaron en el
siglo pasado entre el 20 y el 30 por ciento de las exportaciones, porcentaje que subió al 40 en el
siglo XX y a más del 60 en el decenio 1975-85.
Es decir, toda la historia latinoamericana está cruzada por la variable principal e la deuda
externa, como factor mediatizador del proceso de acumulación interna. En 1955 su monto
ascendía a 4.036 millones de dólares, cifra que subió a 12.000 millones en 1965.15
El servicio de la deuda externa aumentó de 454 millones de dólares en 1956 a 1.980 en
1967, totalizándose en dicho período 8.578 millones de dólares por dicho concepto. La deuda
externa siguió aumentando de manera exponencial: de 107.280 millones de dólares en 1977 a
389.216 millones a fines de 1985. No obstante haberse pagado intereses de un 57 por ciento de
la deuda en ese lapso, la misma aumentó en un 34 por ciento. En 1969 se pagaban 2.500
millones de dólares de intereses; en 1985, la sideral cifra de 32.400 millones, según informe de
la CEPAL.
Los servicios de la deuda externa, las importaciones indiscriminadas, las remesas
enviadas al exterior por las multinacionales y la fuga masiva de capitales de la burguesía criolla
convirtieron a nuestros países en retroalimentadores de la economía imperialista. La Reserva
Federal de los Estados Unidos reconoció en 1985 que los capitales depositados por los
latinoamericanos en los bancos de ese país alcanzaban a 208000 millones de dólares y cerca de
90.000 millones en bancos europeos, es decir más de los 2/3 de la deuda externa de América
latina y el Caribe.16
Desde mediados de 1986 se ha comenzado a implementar la denominada “capitalización
de la deuda”, según la cual los bancos acreedores se hacen cargo de la deuda externa, exigiendo
en cambio que los activos de las principales empresas del Estado pasen a manos del capital
financiero internacional; ni qué decir de la estafa que significa la compra de bonos de la deuda
externa a menos de la mitad de su valor. De este modo, se está implementando uno de los
procesos de descolonización más graves de nuestra historia.
El salto cuanti-cualitativo de la deuda externa ha determinado un cambio significativo en
el carácter de la dependencia. A la enajenación de gran parte de nuestras riquezas básicas, que
desde fines del siglo pasado comenzaron a ser controladas por el capital monopólico extranjero,
se suma ahora una deuda, de por sí impagable, que refuerza las relaciones de dependencia y nos
subordina de un modo nuevo al capital financiero, a través de otro tipo de renta: la renta
financiera.
La dependencia actual no se reduce al intercambio desigual del comercio de exportación e
importación y al control de las materias primas e industrias, sino que se expresa también en la
alienación de las monedas nacionales al servicio de una economía mundial “dolarizada”, y en
una deuda tan fabulosa que compromete la soberanía nacional, hipotecando indefinidamente
nuestras exportaciones y riquezas básicas. Actualmente, el capital transnacional se lleva más
dólares por concepto de servicios de la deuda externa que lo remesado por ganancias de su
capital invertido en el área productiva.
NOTAS
1
ROSA LUXEMBURGO: La acumulación del capital, Ed Grijalbo, México, 1976, p. 284 y sigs.
2
No todos los que han tratado el tema de la dependencia tienen la misma concepción ideológica ni los mismos proyectos políticos.
Por un lado están los “desarrollistas” –como Sunkel, Pinto, Prebisch y, en general, los cepalinos-, que quieren reformar el sistema
por dentro a través de frustrantes planes con tintes nacionalistas; y por otro, los que aspiran a un cambio revolucionario del sistema
por el camino de la revolución socialista, como Anibal Quijano y André G. Frank. Sería injusto hacer una amalgama de posiciones,
considerando a todos los dependentistas en un solo bloque. Existen profundas diferencias entre Weffort y Theodoreio Dos Santos y
entre éstos y Fernando Henrique cardoso, por lo cual no puede hablarse en general de una interpretación homogénea de la
dependencia.
3
Una destacada estudiosa de los problemas de la dependencia, Vania Bamnirra señala que el modo de producción capitalista
dependiente no existe, sino sólo “las formaciones económico-sociales capitalistas dependientes (VANIA MABIRRA: Teoría de la
dependencia: una anticrítica, Ed ERA, México, 1978, p 26.)
4
ENZO DE BUFALO y EDGAR PAREDES: El pensamiento crítico latinoamericano, Ed. Nueva Sociología, México, 1979, pp.
57 y 58.
5
CIRO F. S. CARDOSO: “Sobre los modos de producción coloniales de América latina”, en Modos de producción en América
latina, op. Cit., p. 142.
6
Ibíd., p. 142.
7
CIRO F.S. CARDOSO: “El modo de producción esclavista colonial en América latina”, en Modos de producción en América
latina, op. Cit., p. 224.
8
JOSE LUIS ROMERO: Latinoamérica, situaciones e ideologías, Buenos Aires, 1967, p.48.
9
A.G. FRANK: La acumulación mundial. Ed, Siglo XXI, Madrid, 1979, p. 236.
10
ROSA LUXEMBURGO: Acumulación de capital, op. Cit., p. 285.
11
DOMINGO F. SARMIENTO: Epistolario entre Sarmiento y Posse, Museo Histórico Sarmiento, Buenos Aires, 1946, t. XXIX, p-
52.
12
JUAN B. ALBERDI: Escritos económicos, Ed. La Facultad, Buenos Aires, 1920, p. 407.
13
HERNAN RAMIREZ N.: Historia del imperialismo en Chile,. Ed, Austral, 2º edición, Santiago, 1970, p.95.
14
NACIONES UNIDAS: Forgein Capital in Latin American y el financiamiento exterior de América latina, U.S. Departament of
Commerce; Statistical, diversos años.
15
DRAGOSLAV AVRAMOVIC: Economic Growth and External Debt, John Hopkins Press, USA, 1964, p. 104. Además BIRF:
External Public Debt, Past and Proyected Amounts Outstanding, USA, enero 1969
16
Para un mayor desarrollo de este tema, véase nuestro libro: Historia de la deuda externa latinoamericana y entretelones del
endeudamiento argentino, Ed. Sudamericana´Planeta, Buenos Aires, 1986.
Capítulo IX
La cuestión nacional
En América latina

La cuestión nacional ha sido tratada por los analistas latinoamericanos casi


exclusivamente en relación a la dominación imperialista del siglo XX, cuando es obvio que
debe abordarse desde el proceso de la independencia y las formas de dependencia durante al
siglo pasado.
Esta problemática es particularmente importante para Cuba y puerto Rico –que siguieron
siendo colonias hasta fines del siglo XIX- y las colonias inglesas, francesas y holandesas del
Caribe, además de las Guayanas, a las cuales consideramos como parte de nuestro continente
expoliando, a pesar de que hablen un idioma distinto. La actitud asumida por estas colonias, una
vez independizadas de los imperios europeos, en el sentido de mirar a Latinoamérica, como lo
hicieron Manleym Bishop y otros, muestra que sus pueblos se consideran parte de nuestra
historia, que comenzó desde que esas islas y la tierra firme de las Guayanas fueron culturizadas
por los aborígenes de nuestro continente.
Respecto de la cuestión nacional en el siglo XX, existen relevantes aportes sobre la lucha
nacional-antiimperialista, pero poca claridad acerca de las minorías oprimidas, como los negros
y las diferentes variantes de mestizaje.
La lucha por la independencia política en América latina planteó tan claramente la
cuestión nacional que llama la atención la ausencia de trabajos teóricos sobre el tema. Nuestra
ruptura con el nexo colonial español, portugués y francés (Haití) fue un paso histórico tan
importante como el de las naciones que se formaron en Europa en la segunda mitad del siglo
XIX y de la misma trascendencia que la independencia de las naciones asiáticas y africanas en
el siglo XX.
Resulta entonces extraño que haya investigaciones acerca de la cuestión nacional en la
Europa del siglo pasado y en el Asia y Africa contemporáneas, pero casi ninguna sobre América
latina. Recién en las primeras décadas del presente siglo comenzaron a aparecer debates sobre la
cuestión nacional, entendiendo por ésta básicamente la lucha antiimperialista.
De todos modos queda por analizar la cuestión nacional en el momento de la ruptura del
nexo colonial y durante la república del siglo XIX. Cabría preguntarse por que no ha sido
investigado hasta ahora este tema de primerísima importancia. Esta omisión teórica hay que
buscarla, a nuestro juicio, en la concepción eurocéntrica de la mayoría de los investigadores
latinoamericanos, quienes aplicaron mecánicamente el esquema europeo sobre la formación del
Estado-nación. Como este proceso no se dio en la misma manera en América latina, lisa y
llanamente optaron por ignorarlo. Recién se acordaron del problema nacional cuando la III
Internacional puso al orden del día la lucha antiimperialista, relegada a segundo plano en
nuestro continente por la II Internacional.
Marx y Engels plantearon la cuestión nacional en la época ascendente de la burguesía, en
el momento en que ya se habían formado los Estados-naciones de Europa, como Inglaterra,
Franca, etc., y se estaban gestando otros (Alemania, Italia, Polonia y los de Europa Oriental). Si
bien es cierto que no alcanzaron a formular una teoría sistemática, apuntaron algunos criterios
sobre la cuestión nacional de Europa. En el Manifiesto comunista no hay una sola línea sobre la
cuestión nacional y colonial de Asia, Africa y América latina. Como decía Trotsky, los
problemas de la estrategia revolucionaria en los países coloniales y semicoloniales no son
tratados ni siquiera someramente en el Manifiesto comunista. “En la medida en que Marx y
Engels consideraban que la revolución social ‘en los países civilizados más avanzados cuando
menos’, sería cuestión de unos cuantos años, para ellos que el problema colonial se resolvía
automáticamente no como consecuencia de un movimiento independiente de las nacionalidades
oprimidas, sino como consecuencia de la victoria del proletariado en los centros metropolitanos
del capitalismo.”1
No es extraño, entonces, que Marx –preocupado por las posibilidades de la revolución
europea- no hubiera apreciado debidamente la lucha por la independencia política
latinoamericana y que, inclusive, haya criticado a Bolívar, pues no creía en la posibilidad de que
la clase dominante criolla pudiera llegar a crear Estados-naciones con un desarrollo capitalista a
la medida de los tiempos. Su rechazo de la tesis de Hegel, que prioriza el papel del Estado en la
generación de la sociedad civil, lo condujo a cuestionar la guerra latinoamericana de
independencia. Era una forma de rechazo a la idealización del Estado-nación, estimulada por
Hegel, conque las revoluciones democrático-burguesas magnificaron los logros de la entonces
llamada “identidad nacional”. Marx criticaba la concepción hegeliana del Estado y contraponía
el internacionalismo proletario al nacionalismo burgués, recalcando que el proletariado no era
nacional sino universal.
Por razones políticas de oposición a Napoleón III y al zarismo que alentaban la formación
de naciones en Europa oriental, los creadores del materialismo histórico deprimieron la
importancia de esas nacionalidades, llegando s decir, en términos hegelianos, que eran “pueblos
sin historia”, concepto no sólo discriminatorio y restrictivo sino también ambiguo. Engels
sostuvo que esos pueblos de Europa oriental “no han sido capaces de construir Estados, y que
no tienen ya bastante fuerza para conquistar su independencia nacional”.2 Para Marx y Engels lo
fundamental era derrotar los planes de expansión del zarismo. Estaban “atentos a la evolución
de una situación en la cual el espectro del paneslavismo, de una Rusia policía de Europa, se
perfilaba cada vez más amenazador y más fatal para la revolución.
“El movimiento de las nacionalidades se reduce, a partir de ahí, a una maniobra de la
corte vienesa o a una manifestación de Rusia”.3 Por eso no apoyaron a los pueblos eslavos ni
tampoco a Mazzini en Italia: por temor a que cayeran bajo la influencia de Napoleón III y del
zarismo.
Este enfoque coyuntural, sobrepolitizado y apegado a la contingencia, pasó sin examen
crítico al arsenal del marxismo, siendo recogido por la socialdemocracia para apuntalar su
análisis socialdarwinista de la cuestión nacional. Sin embargo, los fundadores del materialismo
histórico alcanzaron a apuntar ideas importantes en relación a la revolución polaca de 1846 y
1863: “convierte a la revolución agraria en la condición de la liberación nacional. La
interdependencia entre lo nacional y social es orgánica y dialéctica y, a fin de cuentas, la
democracia agraria es imposible sin la conquista de la existencia nacional”.4
En una reunión de la I Internacional se aprobó un voto de apoyo a Polonia porque “no
existía ninguna contradicción entre los objetivos internacionalistas de la AIT y la reivindicación
de la autodeterminación de una nación”.5 Los anarquistas se opusieron por estimar que ese
acuerdo favorecía a la clase dominante y a la nobleza polaca. Bakunin planteó en el Congreso
de Basilea de 1869 la lucha por la destrucción de los Estados nacionales y la formación de un
Estado internacional de trabajadores. Mientras tanto, había que reconocer que “toda nación era
un hecho natural y debía disponer sin limitaciones del derecho natural a la independencia, según
el principio absoluto de la libertad”.6
Marx y Engels plantearon sin reservas su apoyo a la autodeterminación de Irlanda,
respaldada entusiastamente por las hijas de Marx, Eleonor y Jenny, y por la compañera de
Engels, Lizzie Burns, de origen irlandés. Asimismo, en 1853, apoyaron la revolución de los
Taipig (China) y cuatro años más tarde la lucha anticolonialista de la India, iniciada por los
soldados y las masas populares, aunque canalizada por fracciones de la clase dominante,
proceso calificado por Marx de “auténtico movimiento nacional”.7 Engels había caracterizado la
lucha antibritánica de los chinos como “germen popular por la sobrevivencia de la nación
china”.8
En síntesis, las opiniones de Marx y Engels sobre la cuestión nacional fueron cambiando
de acuerdo a la coyuntura política mundial, pero siempre en función de los intereses históricos
del proletariado. En algunos casos, como Alemania, Polonia e Irlanda, acertaron, pero en otros
(Europa oriental) se equivocaron, al igual que en sus apreciaciones circunstanciales sobre
Bolívar y México. Tomadas en conjunto, se puede llegar a la conclusión de que los fundadores
del materialismo histórico no tenían una teoría acabada sobre la cuestión nacional.
Este vacío fue llenado en gran parte por Lenin, quien debió criticar la concepción de los
socialdemócratas austríacos consistente en que la esencia de una nación estaba en su estructura
psicológica-cultural y que un Estado plurinacional integrado por unidades nacionales era una
maniobra burguesa, correspondiendo sólo el otorgamiento de una autonomía cultural.9 Su
principal teórico, Otto Bauer, planteaba que era necesario transformar las naciones sin historia
en naciones históricas, en un intento de remedo de Hegel.
Lenin rechazó la posición socialdemócrata, haciendo contribuciones decisivas sobre los
países oprimidos, coloniales y semicoloniales, pero no analizó el problema nacional en nuestra
América, focalizando su atención en la “cuestión de oriente”, clave de la estrategia de la III
Internacional. En su trabajo sobre El derecho de las naciones a disponer de ellas mismas, Lenin
señalaba que el triunfo definitivo de la burguesía sobre el feudalismo dependía de la conquista
del mercado interno, de “la unión en el seno de un mismo Estado de territorios en los cuales la
población habla la misma lengua y la eliminación de todo obstáculo que trabe el desarrollo de
esta lengua y su consagración por la literatura (...) la formación de los Estados nacionales, que
satisfacen mejor a esta exigencia del capitalismo moderno, es pues una tendencia propia a todo
movimiento nacional (...)esto quiere decir solamente que los marxistas no pueden perder de
vista los poderosos factores económicos que generan las tendencias a la creación de los Estados
nacionales. Esto quiere decir que, el programa de los marxistas, la libre determinación de las
naciones no puede tener, desde el punto de vista histórico-económico, otra significación, en
tanto Estado, que la formación de un Estado nacional”.
Tanto para Lenin como para Trotsky, “la lengua es el más importante instrumento de
vinculación entre los hombres y, en consecuencia, de vinculación en la economía. Se convierte
en lengua nacional cuando la victoria de la circulación mercantil unifica una nación. Sobre tal
base se erige el Estado nacional, que es el terreno más cómodo, corriente y ventajoso para el
desenvolvimiento de las relaciones capitalistas”.10 Trotsky, más cuidadoso, no habla de eliminar
“todo obstáculo que trabe el desarrollo de la lengua”, por entender que constituiría una
manifestación de autoritarismo y falta de respeto a las minorías nacionales. No obstante, insisten
unilateralmente en el factor económico como el desideratum para generar el Estado-nación,
tomando como modelo a Europa occidental.
Trotsky aclara que esta situación cambió en la fase imperialista cuando surgieron los
movimientos nacionalistas e independentistas en Persia, los Balcanes y la India, pero no
establece ninguna relación entre esos movimientos y las luchas anticolonialistas de loa pueblos
latinoamericanos contra España y Portugal. En todo caso Trotsky, al igual que Lenin, fueron
decididos partidarios del derecho de las nacionalidades a su autodeterminación. El partido
bolchevique “prometía resistir con firmeza todo tipo de opresión nacional, incluida la retención
forzada de una nacionalidad en los límites de un Estado común”.11
En el II y IV congresos de la Internacional Comunista, realizados en 1922 y 1924
respectivamente, los delegados de oriente, especialmente Tan Malaka, M.N. Roy y Ho Chi
Minh, exigieron un claro pronunciamiento sobre la cuestión nacional en los países coloniales y
semicoloniales, criticando la posición de los partidos europeos de izquierda, para quienes la
liberación de las colonias sobrevendría recién con el derrocamiento del capitalismo en los
centros imperialistas.12
Stalin reforzó la tendencia al esquematismo y a reafirmar la idea de que era
imprescindible el desarrollo capitalista burgués para que un territorio pudiera ser considerado
nación. Su opúsculo Los problemas de las nacionalidades y la socialdemocracia definía
taxativamente a la nación como “una comunidad humana, estable, históricamente constituida
sobre la base de una comunidad de lengua, de territorio, de vida económica y de formación
psíquica que se traducen en una comunidad de cultura”.13 Pocos marxistas se atrevieron a
cuestionar dicha caracterización, en vista de los elogios de Lenin a este trabajo de Stalin. Uno
de los escasos revolucionarios en salirle al paso a esta definición ha sido Michael Löwy, para
quien Stalin es tan esquemático y rígido que llega a decir: “la ausencia de uno solo de estos
índices basta para que la nación deje de ser nación”. La definición de Stalin –dice Löwy- parece
presuponer al comienzo lo que no es más que el final de un proceso-
La definición de Stalin es equivocada al considerar que una comunidad “estable”
constituye ya una nación. En la antigüedad existieron comunidades estables, como la de los
principados arameos, que no formaron propiamente naciones. Si bien es cierto que la lengua es
decisiva para la conformación de un Estado-nación, no podemos dejar de señalar que en muchos
casos la lengua oficial ha sido impuesta de manera forzada a pueblos que hablaban de otra
forma y formaban parte del mismo Estado. Por otra parte, tampoco es precondición de la
formación de un Estado la existencia de un mercado interno, ya que la mayoría de los Estados-
naciones de Africa, Asia y América latina se han formado teniendo una economía primaria
exportadora, dependiente del mercado mundial.
En cuanto a la territorialidad no siempre es una condición sine qua non para formar
“históricamente una nación”, puesto que varios Estados-naciones se han formado fragmentando
territorios o apoderándose de otros, cuestión que no es obviamente “histórica”. Además, es muy
discutible la afirmación de Stalin de que la nación se “traduce en una comunidad de cultura”. El
desarrollo multilineal de la historia demuestra que no siempre una nación tiene una misma
cultura. Advirtamos que en un Estado-nación pueden existir varias culturas paralelas a la
existencia de una cultura oficial, como las actuales culturas indígenas y de las comunidades
negras. Hoy menos que nunca existe una cultura “nacional” en Asia, Africa y América latina,
ya que es evidente que las transnacionales de los medios de comunicación han impuesto las
pautas culturales extranjeras, aunque los sectores populares se defienden con una contracultura
propia.
Finalmente, cuestionamos el criterio de que lo económico es procondición para la
formación de una nación. No fue así en la gestación de los Estados modernos –Inglaterra,
Francia y España entre los siglos XIV y XVI- ni tampoco en el nacimiento de las naciones
latinoamericanas del siglo XIX y de las asiáticas y africanas del XX. En todos esos casos el
factor político y social fue lo determinante. La afirmación de que una economía nacional
integrada por el mercado interno es precondición del Estado-nación sólo es válida para la
Alemania y la Italia del siglo XIX.
Estas apreciaciones tan contradictorias muestran que el concepto de nación es uno de los
menos precisos en la historia. A nuestro modo de entender, los factores que contribuyen a
formar una nación están entrelazadas en un proceso histórico cambiante, en el que
coyunturalmente uno ovarios factores –el económico o el político y social- juegan un papel
preponderante. La nación es una relación social y política histórico-concreta que se modifica
continuamente. El concepto de nación, como el de identidad nacional o cultural, hay que
analizarlo en su desarrollo histórico, pues se va configurando en y por el proceso. La nación
debe analizarse en el momento histórico que surge, con sus contradicciones, con sus
contradicciones, con su unidad –a veces forzada- en la diversidad, que es lo único permanente,
con su desarrollo desigual, heterogéneo, diferenciado y combinado. No se trata de reivindicar la
nación por los elementos de autonomía cultural o por una forma de ser psicológico-cultural,
como lo hizo Otto Bauer para justificar la corriente judía del marxismo austro-húngaro.
Es necesario distinguir entre Estado-nación y nacionalidades porque dentro de un Estado-
nación pueden existir varias minorías nacionales oprimidas, como es el caso del actual Estado
español, donde existen nacionalidades como la vasca, catalana, etc., que tienen su propia
lengua; algo similar ocurre en Ceylán, con los que hablan lengua tamil, y con los kurdos,
oprimidos por los Estados-naciones de Irak e Irán. Este problema ha hecho crisis en 1889 hasta
el la URSS, Yugoslavia y otros países no capitalistas de Europa oriental.
Uno de los factores claves de una nacionalidad es su origen geohistórico y su conciencia
de pertenecer a una colectividad más amplia que la local. Obviamente, el Estado jugó un papel
decisivo en la constitución de la nación. No por azar, los ideólogos de la burguesía acuñaron el
término Estado-nación, jamás utilizado en anteriores formaciones sociales. Egipto, Sumeria,
Persia, India, China, Grecia y Roma tuvieron Estados configurados sobre la base de la conquista
de pueblos que nunca adquirieron conciencia nacional. El concepto de Estado-nación surgió en
la Europa moderna, especialmente después de la Revolución Francesa, ligado al desarrollo de
un modo de producción específico con fuerte base industrial y campesina, donde la cuestión
agraria estuvo íntimamente relacionada con la cuestión nacional. Hasta principios del siglo XIX
había confusión entre Estado (forma política) y nacionalismo (ideología política), según Pierre
Vilar.14
Es un error tomar como modelo la génesis del Estado-nación europeo para determinar si
en Africa, Asia o América latina se está o no en presencia de un Estado-nación. La formación
del Estado-nación no es un privilegio de los países capitalistas avanzados, con industria y
mercado interno, sino que también pueden constituirse en naciones los pueblos atrasados y
coloniales que rompen con las metrópolis. Los pueblos colonizados, como los de América
latina, fueron gestando su conciencia nacional a través de un proceso que culminó en la ruptura
con España, Portugal y Francia (Haití). No existe ningún criterio abstracto, por encima del
proceso histórico real, para decir cuándo un pueblo está maduro o no para independizarse y
estructurarse en nación.
Por lo demás, el Estado-nación no es un valor supremo o principio absoluto, como
pensaba Hegel, sino un producto histórico transitorio, que así como apareció cuando la sociedad
civil tenía milenios, también desaparecerá cuando no existan las clases.

LA CUESTION NACIONAL
EN AMERICA LATINA

El problema nacional en nuestra América latina, ha sido solamente estudiado en relación


a la contemporaneidad, omitiéndose el análisis del significado del surgimiento de las repúblicas
a principios del siglo XIX. Esta falta de análisis de la cuestión nacional, desde sus orígenes, ha
impedido comprender el significado del Estado-nación de la época republicana.
La cuestión nacional de esa época abarca varios aspectos fundamentales: la opresión
colonial, la revolución por la independencia y la formación de los Estados nacionales. Las
nacionalidades étnicas oprimidas y la supervivencia colonial en Cuba, Puerto Rico Antillas y
Guayanas.
Nuestra cuestión nacional se remonta a la colonización hispano-portuguesa, que yuguló el
proceso de evolución multilineal de las culturas aborígenes y el desarrollo de los Estados inca y
azteca, dividiendo el continente en etnias y costumbres diferentes. A pesar de las formas
brutales de explotación, los indígenas siguieron manteniendo su lengua, su etnia y sus
costumbres. Los conquistadores sometieron a nuestros aborígenes, pero nunca pudieron
asimilarlos totalmente a la sociedad colonial. La opresión fue tanto de clase como cultural y de
etnia. Por eso, para estudiar la cuestión nacional en nuestra América, desde sus orígenes, es
fundamental contemplar la relación etnia-clase. Sin una profunda comprensión de la dialéctica
etnia-clase no es posible analizar a conciencia el problema nacional en América latina. Esa es
una de las tantas diferencias de nuestra cuestión nacional con la de los países europeos. El
novelista y antropólogo peruano José María Arguedas ha señalado “que el zar ruso podía
entenderse con el siervo de la gleba, mientras que esto no sucede entre nosotros, precisamente
por la diferencia de clase y cultura entre dominantes y dominados, por falta de identidad”.15
Nuestra cuestión nacional se diferencia de la asiática porque los pueblos chino e hindú
lograron, a pesar de la colonización europea, mantener casi íntegramente su etnia, su lengua y
sus costumbres. Esta identidad de etnia y cultura fue decisiva en China a la hora de la lucha por
la liberación nacional y social, y en la India de Gandhi al romper con el imperio inglés.
Nuestra condición colonial sentó las bases del problema nacional, expresado en germen
por los sectores descontentos de la burguesía criolla y fundamentalmente por las rebeliones de
los indígenas, negros y mestizos, que no eran minorías sino mayorías aplastantes.
Durante la Colonia se fue gestando una conciencia nacional de la opresión. Cuando esta
conciencia anticolonial maduró a través de un largo proceso, favorecido por la coyuntura de la
invasión napoleónica, se produjo la ruptura con el imperio español. Esta revolución político-
separatista es necesario inscribirla inequívocamente en el curso histórico de la lucha
anticolonialista por la autodeterminación de los pueblos.
Pero la clase dominante criolla que tomó el poder no cambió la estructura
socioeconómica heredada de la colonia. Solamente cumplió una tarea democrático-burguesa: la
independencia política formal. Fue incapaz de iniciar u proceso de industrialización y de
reforma agraria, manteniendo el tipo de economía primaria exportadora que reforzó nuestra
dependencia del mercado mundial capitalista. La burguesía criolla se quedó mitad de camino en
la marcha hacia la libre determinación, porque la autodeterminación sólo se logra cuando se
alcanza una real independencia económica, un Estado nacional basado en una economía
integrada, autosuficiente y autosostenida.
La burguesía criolla resolvió a medias la cuestión nacional. Se independizó de los
imperios coloniales pero dejó sin solución los problemas de las minorías nacionales y
oprimidas. Realizó la tarea democrático-burguesa de cortar con el nexo colonial, pero negó los
derechos democráticos a las minorías nacionales y étnicas. Los indígenas y negros continuaron
siendo tan explotados como en tierras que le quedaban, y los negros, mantenidos en el régimen
esclavista. Cuando se decretó la abolición de la esclavitud, la condición social del negro cambió
al pasar de esclavo a peón, artesano o pequeño agricultor, pero se mantuvo en la práctica la
discriminación racial. Cabe una distinción entre los indígenas, como minoría nacional en países
como Brasil, Cuba, Puerto Rico y Antillas, donde constituía la mayoría de la población. A
diferencia de los indígenas, los negros nuca constituyeron una nacionalidad en nuestra América
porque no estaban arraigados a la tierra ni tenían una lengua común, además de pertenecer a
etnias africanas diferentes. Si en la época en que fueron esclavos no constituyeron una
nacionalidad, menos podría hablarse de ella cuando fue decretada la abolición de la esclavitud,
que aceleró su dispersión. En cambio, los indígenas se mantuvieron en gran parte en sus
regiones de origen, reclamando y luchando por sus tierras, conservando su lengua y las
tradiciones culturales de su etnia. Esta diferenciación no significa que el problema de los
negros oprimidos no forme parte de la cuestión nacional en el siglo XIX. Es parte de ella, pero
en una forma distinta a la de las minorías indígenas.
La burguesía criolla fue incapaz de resolver la cuestión nacional, indígena y negra, que
con los mestizos –en gran parte también discriminados- constituían la mayoría de la población.
Si a esto agregamos el pacto neocolonial de la burguesía con Europa, que impidió la
industrialización a cambio del aumento de la cuota de exportación, y su tenaz oposición a
realizar la más moderada de las reformas agrarias, comprenderemos que el proceso de
constitución del Estado-nación estuvo mediatizado desde el momento en que cada uno de
nuestros países se convirtió en república formalmente independiente.
La persistencia de problemas nacionales irresueltos, como la variedad de etnias y lenguas,
fue un obstáculo para el desarrollo de una literatura nacional masiva en el siglo XIX. Mientras
en Europa el Estado burgués pudo crear una unidad cultural y una literatura nacional, en
América latina sólo se generó una literatura para una élite en un idioma –español o portugués-
que era leído por un sector reducido de la población. Nuestra literatura colonial fue ibérica, no
indo-afro-latina. La del siglo XIX tampoco tuvo raíces nacionales, salvo excepciones, sino que
fue una mezcla de influencia cultural española, portuguesa, francesa e inglesa.
La revolución haitiana triunfante en 1804 fue la única en acometer a fondo la solución de
la cuestión nacional. Conquistó la independencia política, como asimismo la liberación de los
esclavos, terminando con la discriminación de los negros y mulatos, aunque en la fase
imperialista el proceso de liberación se enajenó hasta llegar a la dinastía de los Davalier.
Otras colonias ni siquiera alcanzaron la independencia. El problema nacional de Cuba.
Puerto Rico, Antillas Menores y Guayanas pasó fundamentalmente durante el siglo XX por la
lucha independentista, como bien lo comprendieron Martí, Betances, Hostos y otros. La
cuestión nacional se planteó entonces de manera diferente a la de principios del siglo pasado
porque la lucha por la independencia se dio en la fase imperialista, donde se trataba no sólo de
romper el nexo colonial con España sino también de evitar caer en manos del imperialismo
norteamericano, una nueva forma de dependencia más que semicolonial.
Es esos países antillanos no existían minorías indígenas, pues éstos habían sido
exterminados por los españoles, sino solamente sectores negros oprimidos, quienes junto con
los mulatos constituían la mayoría de la población. Conquistada la independencia, la burguesía
cubana no logró resolver esta cuestión nacional, que se prolongó hasta que un día “un
comandante mandó a papar”.
MARTI Y EL ANTICOLONIALISTA
ANTIIMPERIALISTA

José Martí sabía que no bastaba con romper el vínculo colonial español sino que también
era necesario quebrar la dependencia económica respecto de los Estados Unidos. Dicha
dependencia había ya rebasado el intercambio comercial a fines del siglo XIX, expresándose en
el control de los ingenios azucareros y de la producción tabacalera como resultado de las fuertes
inversiones de capital monopólico. Por eso en anticolonialismo de Martí era, a la vez,
antiimperialismo. Precisamente allí reside la principal diferencia entre la lucha anticolonialista
de los revolucionarios de 1810 y la lucha por la liberación nacional de Martí. Por haber vivido
fases distintas de la dominación capitalista, podemos decir que Bolívar fue anticolonialista,
mientras que Martí no sólo fue eso en su combate contra el imperio español, sino que también
fue antiimperialista, porque Cuba sufría al mismo tiempo la opresión de Estados Unidos. Con
esta afirmación, no tratamos de minimizar la gesta de Bolívar sino de ubicarlo en su preciso
momento histórico, en que todavía no se había producido el advenimiento de la fase superior del
capitalismo. Bolívar alertó sobre los peligros de caer en una nueva dependencia, luego de la
ruptura con España, denunciando a Estados Unidos y a las potencias europeas como posibles
dominadores de nuestro continente.16 Pero sería un error histórico considerarlo como
antiimperialista, afirmación en la cual han incurrido varios autores y corrientes políticas
contemporáneas. En cambio Martí, hijo de su tiempo y de la transición a la fase imperialista, fue
uno de los primeros latinoamericanos a quienes con justeza puede calificarse de
antiimperialistas.
Fue, sin duda, el antiimperialista más consecuente de su tiempo. Como ningún otro
luchador de América latina, Martí percibió el hondo significado del proceso de inversión de
capitales que se inauguraba con el imperialismo. Pudo comprender mejor que otros
latinoamericanos esta etapa superior del capitalismo porque era nativo de un país en el que las
riquezas fundamentales ya habían pasado a manos del capital monopólico a fines del siglo
pasado, proceso que recién se asomaba en el resto de las repúblicas latinoamericanas.
Martí comprendió la cuestión nacional mejor que cualquier marxista de su época. Cuando
los socialistas, tanto europeos como latinoamericanos, seguían repitiendo las afirmaciones de
Marx y Engels en torno al problema de las nacionalidades –no dándose cuenta de que éstas se
referían a la coyuntura europea, sin pretender exigirse en teoría- Martí redescubrió nacional para
América latina.
Durante el siglo XIX la cuestión nacional clave para nuestros países latinoamericanos fue
la ruptura del nexo colonial con España. U seguía siéndolo para Cuba y Puerto Rico, todavía
colonias a fines de ese siglo, pero para Martí la cuestión nacional no se agotaba en la lucha
contra España sino que tomaba una nueva dimensión al tener que enfrentar, al mismo tiempo, al
imperialismo norteamericano. En tal sentido, se adelantaba en dos décadas a las apreciaciones
de Lenin sobre la cuestión nacional. Sin alcanzar la sistematización de una teoría, Martí hizo
apreciaciones tan relevantes sobre el tema que puede ser considerado como el precursor de la
teoría de la cuestión nacional para América latina.
Sin ser marxista comprendió antes que los marxistas latinoamericanos que la cuestión
nacional no se limita al problema antiimperialista sino que también abarca a las minorías
nacionales oprimidas. De ahí su insistencia contra la discriminación racial y por la igualdad de
los seres humanos por encima de sus etnias. En su lucha contra los cubanos blancos que
marginaban a los negros, a los mismos negros que después de haber explotado como esclavos
seguían oprimiendo como asalariados, Martí comprendió que la cuestión nacional en Cuba no
sólo era la lucha anticolonial y antiimperialista, sino también la defensa incondicional de las
minorías oprimidas. Esta “minoría” negra y mulata que en Cuba alcanzaba casi el 50 por ciento
de la población sólo podía ser ganada para el combate anticolonial en la medida que la
vanguardia política comprendiera que eso significaba fundamentalmente luchar por sus
derechos igualitarios. Por eso el Partido Revolucionario Cubano de Martí no le sacó el bulto al
candente tema negro, causando estupor en las filas de la burguesía.
En sus viajes por México y Guatemala, Martí se interiorizó de la problemática indígena
como parte de la cuestión nacional. Junto con su compañera, guatemalteca, recorrió las
comunidades indígenas y escuchó lenguas aborígenes diversas, expresión de etnias diferentes,
dándose cuenta de que constituían nacionalidades, minorías marginadas y oprimidas. Esta
vivencia fue decisiva para su consecuente lucha por la igualdad de los negros en su país.
El ideario anticolonialista-antiimperialista de Martí no se limitaba a su país. Su
nacionalismo revolucionario abarcaba también a Puerto Rico, por estimar que la ruptura de la
doble dependencia de España y los Estados Unidos de ambos países era fundamental para que
Cuba y Puerto Rico pudieran tener un despegue autónomo. Según los autores del Pensamiento
revolucionario cubano, “la acción política martiana discurrió por una estrategia bien precisada.
Encaminada a lograr la independencia de Cuba y Puerto Rico, las que, constituidas en
Repúblicas, servirían de muro de contención a la expansión de Estados Unidos hacia el sur del
continente, a la vez que serían las promotoras de una unidad latinoamericana, que incluiría las
estructuras políticas y que equilibraría la situación de desbalance de este hemisferio. Dentro de
esta estrategia general, la independencia de Cuba no era más que el paso inicial por lo cual no es
posible agotar en él la obra política martiana”.17
En un artículo de 1885, Martí denunciaba los planes de expansión de Estados Unidos en
Puerto Rico y Cuba. Además, alertaba sobre el tratado que acababan de “firmar los Estados
Unidos con Santo Domingo, en virtud del cual, como en el tratado con Cuba y Puerto Rico,
cuanto acá sobra y no tiene por lo caro dónde venderse, allá entrará sin derechos, como acá los
azúcares. Y vendrán los Estados Unidos a ser, como que les tendrán toda su hacienda, los
señores pacíficos y proveedores forzosos de todas las Antillas. Y como sin querella con Francia
e Inglaterra no hubieran podido poner estorbo al canal del istmo de Panamá, por donde querían,
como quien aprieta a su seno con un brazo, abarcar esta parte de arriba de nuestra América,
intentan ahora, con asentimiento imprevisor acaso de nuestra propia gente, pasar el brazo por el
corazón de la América Central”.18
Consecuente con su expresión “de América soy hijo y a ella me debo”, Martí hizo una
profecía: “los pueblos de América son más libres y prósperos a medida que se apartan de
Estados Unidos (...). Jamás hubo en América, de la Independencia acá, asunto que requiera más
sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que
los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus
dominios en América hacen a las naciones americanas de menor poder (...). De la tiranía de
España supo salvarse América española, y ahora, después de ver con ojos judiciales los
antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es verdad, que ha llegado para la
América española la hora de declarar su segunda independencia”.19

LA CUESTION INDIGENA Y NEGRA

LA cuestión nacional no solamente se limita al proceso de semicolonización, agudizado


por la inversión de capital extranjero y la deuda externa, sino que abarca también el problema de
las minorías nacionales. Los Estados y las burguesías criollas, responsables directos del envío
de ejércitos para aplastar a los aborígenes, redoblaron la opresión de las comunidades indígenas,
con el agravante de que éstas no constituían minorías nacionales en Mesoamérica y la región
andina, sino que con los mestizos eran la mayoría de la población. Junto a ellos estaban los
negros, zambos y mestizos que también eran aplastantes mayorías en Brasil y la región del
Caribe, aunque no tenían la misma reivindicación de la tierra que levantaban los indígenas.
La brutal y sangrienta ofensiva de esta “segunda conquista” ha inducido a ciertos autores
de tendencia prohispánica a magnificar las medidas de protección dictadas por la monarquía
española a favor de los indígenas. Es efectivo que los gobiernos criollos surgidos de la
independencia desautorizaron las medidas de Bolívar y terminaron con los resguardos
indígenas, pero esto no puede significar de ninguna manera una justificación del etnocidio
español.
La burguesía criolla no solamente se apoderó de las tierras que les quedaban a los
aborígenes sino que también fue creando toda una ideología en torno al trabajo y la
discriminación racial para justificar y racionalizar la opresión. En un artículo aparecido en
México en 1865, titulado “la cuestión india”, se manifestaba: “¿Cómo podríamos explotar
nosotros a un indio que no tiene nada? ¿Su trabajo? Sepan que nosotros les pagamos todavía
mucho más que su valor (...) aumentar su salario sería un error fatal. Si el indio ganara tres
reales por día, trabajaría solamente tres días a la semana, para ganar nueve reales como
ahora”.20 Un ideólogo de la burguesía mexicana, Eduardo Ruiz, decía a mediados del siglo XIX:
“¡Es en vano que se hayan abierto las puertas de la civilización al indio!”.21
Numerosas comunidades indígenas conservan actualmente su propio modo de
producción, aunque se ven obligadas a establecer relaciones con la sociedad global; esto influye
en su economía de subsistencia y hasta en algunas pautas de consumo.
Existe una relación colonial de la sociedad global respecto de los indígenas,
“independientemente de que en la superestructura ideológica de la sociedad nacional se niegue
oficialmente cualquier proposición discriminatoria”.22
El Estado burgués aspira a que los indios dejen de ser indios y se integren
incondicionalmente a la sociedad nacional. Muchos partidos sedicentemente de izquierda
preconizan planes similares de incorporar a las comunidades indígenas a la economía nacional
capitalista. No sólo son “desarrollistas” los burgueses, sino también los reformistas. Ambos
practican el paternalismo y la llamada “cogestión” y “participación”, que implican en definitiva
la disolución de la comunidad étnica y cultural.
No se respeta que cada etnia tenga derecho a la autogestión y a la autodetermianción y
autodesarrollo de su identidad cultural y lingüística. Se les expulsa de sus zonas sin ninguna
consideración por el equilibrio ecológico.
Por eso, el criterio de suplantar a las comunidades indígenas fue denunciado por la
Declaración de Barbados (1971): “Cuando elementos ajenos a ellas pretenden representarlas o
tomar la dirección de su lucha de liberación, se crea una forma de colonialismo que expropia a
las poblaciones indígenas su derecho inalienable a ser protagonistas de su propia lucha (...).
Reafirmamos aquí el derecho que tienen las poblaciones indígenas que experimentan sus
propios esquemas de autogobierno, desarrollo y defensa, sin que estas experiencias tengan que
adaptarse o someterse a los esquemas económicos y sociopolíticos que predominan en un
determinado momento.”23
Las denominadas oficinas “indigenistas” y las misiones evangélicas pronorteamericanas
refuerzan la ideología burguesa desarrollista, provocando la división entre indígenas “creyentes”
y “no creyentes”.
Frente a esta nueva edición del colonialismo interno, ha surgido una respuesta de los
propios indígenas en pos de la autodeterminación y de la aplicación creadora de la autogestión.
Durante la década de 1970 se han consolidado una serie de movimientos y de organizaciones
que se autodefienden como étnicas, como el Consejo Nacional de Pueblos Indígenas, el
Movimiento de Identidad Nacional de Venezuela y la Alianza Nacional de Profesionales
Indígenas Bilingües de México. En la Argentina: la Asociación Indoamericana (AIRA) y el
Centro de la Mujer Aborigen.

Después de haber ignorado la cuestión indígena o de haber tenido una posición sectaria
según la cual todo se resolvería con la revolución socialista, los primeros partidos comunistas se
decidieron a abortar el problema.
En la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana, celebrada en 1929, se
presentaron varias posiciones: una, la de Mariátegui –aunque no estuvo presente-, que sostenía
la necesidad de ligar el problema indígena con la lucha por la tierra, y que la formación de un
gobierno autónomo indio no contribuiría a la formación de un estado indio sin clases;
visualizaba que este Estado indio podría constituirse en una traba para acumular fuerzas para la
revolución socialista. El punto de vista de Mariátegui era correcto desde un enfoque global
político-estratégico, pero tuvo pocos errores en relación a las cuestiones centrales de la
autodeterminación. “Creemos que la palabra de orden que hará del indio un aliado del
proletariado no indio en la lucha de sus reivindicaciones, no debe ser la palabra de orden de la
autodeterminación india, sino la palabra de orden que plantea a los indios sus reivindicaciones
de clase oprimida y explotada: eso podrá transformarlos en aliados del proletariado alógeno, eso
podrá llegar a darles un espíritu de clase, tarea fundamental de la propaganda marxista (...) en
otras palabras: hay que tener en cuenta el problema racial, pero hay que supraditarlo al
problema de clase”.24 Otros propusieron luchar por la república Aymará, Quechua y cualquier
otra manifestación política de autodeterminación.
José María Arguedas señaló tres fases en el movimiento indígena peruano del siglo XX:
a)la del novecientos, encabezada por Julio C. Tello, que idealizaba el incario; b)la de Mariátegui
y Valcárel, Clorinda Matto de Turner y Dora Mayer, que plantearon la cuestión étnica y social,
ligando el problema indígena a la cuestión de la tierra; c) la corriente liderada por Ciro Alegría y
el mismo Arguedas, que además de lo social, destaca los aportes culturales indígenas,
incluyendo una franja de mestizos, como parte de la peruanidad, sin idealizar el incario ni al
indio como proletario. Para Arguedas, las culturas aborígenes se mantienen vigorosas: “Los más
recientes censos parecen demostrar que, por ejemplo, en el Perú la lengua quechua en lugar de
extinguirse, se fortalece, gana prestigio.”25
En relación a la cuestión negra, hay una discriminación sofisticada y una campaña
subliminal contra todo aquel de color. En palabras de Mosonyi : “el endorracismo venezolano
es muy oculto. Se trata de una concepción de racismo que impide o por lo menos posterga
mucho el surgimiento claro y nítido de mecanismos de defensa que lleven a formas
organizativas completas”.26
Es una situación en parte diferente a la del siglo XIX. Antes de la abolición de la
esclavitud, los negros constituían una minoría discriminada, t en algunos países del Caribe una
mayoría. Después de las leyes abolicionistas la discriminación continuó bajo otras formas. Los
negros, zambos y mulatos fueron oprimidos por razones supuestamente raciales.
Sidney Mintz sostiene que “se corre un riesgo al definir la situación de los pueblos
afroamericanos por su marginalidad. Estos pueblos están marginados desde el punto de vista de
su acceso a la total participación en la sociedad (...). Pero no están marginados desde el punto de
vista de su contribución al orden económico. De hacho, su marginalidad como ciudadanos es
una función de las políticas racista (...). Es esta y otras formas, el papel de los afrolatinos no es,
en lo más mínimo, marginal sino, por el contrario, un componente esencial y central de la
organización económica de las sociedades racistas”.27
Superviven corrientes de pensamiento que siguen considerando la cuestión nacional
desde el punto de vista psicológico-cultural. A nuestro juicio, algunos de esos aspectos parciales
deben ser integrados a una concepción global del problema nacional, con un enfoque de clase,
porque la cuestión nacional en la presente etapa imperialista sólo será resuelta con la toma del
poder por los trabajadores. Esta perspectiva política de clase no significa diluir la cuestión
nacional en los problemas de clase –como ocurrió con los anarquistas y marxistas
latinoamericanos de las primeras décadas del siglo XX- sino que la lucha de clases, y no la
unidad nacional en abstracto, es la única posibilidad de solucionar los problemas de las
minorías, de los sectores oprimidos y, fundamentalmente, de la dominación colonial.
En muchas ocasiones se ha contrapuesto el concepto de lucha de clases al de nación. Si es
un error considerar solamente las clases, dejando de lado el problema nacional, más grave aún
es contemplar sólo la nación, ignorando las contradicciones de clase. La cuestión nacional no es
un problema meramente “ideológico” sino estructural, que deviene del carácter colonial y
semicolonial de Asia, Africa y América latina.
Finalmente, queremos poner de manifiesto que la cuestión nacional en América latina y el
Caribe ha cobrado en el siglo actual una nueva dimensión con la agudización de la deuda
externa. A las antiguas y siempre permanentes consignas de nacionalización de las empresas
extranjeras y de ruptura de los pactos económicos y militares. Alienantes de la soberanía
nacional, se suma ahora otra tarea antiimperialista: el no reconocimiento de la externa. Hay que
incorporar, pues, la deuda externa a la cuestión nacional a través de un acuerdo procesamiento
teórico. No basta con repetir viejos slogans, sino que es necesario comprender la incidencia de
la internalización del capital y de la transnacionalización bancaria en los países dependientes
semicoloniales en esta era de la dolarización de la economía mundial para abordar la cuestión
nacional con nuevas luces.

NOTAS
1
LEON TROTSKY: “Noventa años del Manifiesto comunista”, en La era de la revolución permanente, Juan Pablos Editor,
México, 1973, p. 297.
2
Citado por GEORGES HAUPT y CLAUDE WEILL: Marx y Engels frente al problema de las naciones, Ed. Fontamara,
Barcelona, 1978, p. 27. Consultar, asimismo, ROMAN ROSDOLSKY: El problema de los pueblos “sin historia”, Ed. Fontamara,
Barcelona, 1981.
3
Íbid., p.36.
4
Íbid. , p.58.
5
Íbid., p. 64.
6
Íbid., p.65.
7
C. MARX: Der Aufstand in der Armme, cit. Por DEMETRIO BOERSNER: “Marx, el colonialismo y la liberación nacional”, Rev.
Nueva Sociedad, mayo-junio 1983, Caracas, p.85.
8
Íbid., p. 85.
9
OTTO BAUER: La socialdemocracia y la cuestión de las nacionalidades, 1907, citado por RODOLF SCHLLESEINEGR: La
internacional Comunista y el problema colonial, Cuadernos de pasado y Presente, Buenos Aires, 1974, p. 34
10
LEON TROTSKY: Historia de la Revolución Rusa, Ed. Aloer, Lima, 1981, t. II p. 298.
11
Íbid., t. II, p. 300
12
“Manifiestes, Thèses et Résolutions des quatre premier congrés mondiaux de l’international Communiste, París, 1934; HO CHI
MINH: Escritos políticos, Inst. Cubano del Libro, La Habana, 1973; F. CLAUDIN: La crisis del movimiento comunista, Ed Ruedo
Ibérico, París, 1970
13
JOSE STALIN: El marxismo y la cuestión nacional, Barcelona, 1977.
14
PIERRE VILAR: Iniciación..., op. Cit., p. 171
15
Citado por RAFAEL HERRERA ROBLES: Mariátegui o la revolución permanente, Ed. Pensamiento y Acción, Lima, 1980, p.
126.
16
LUIS VITALE: La contribución de Bolívar a la economía política latinoamericana, Universidad Central de Venezuela, Caracas,
1984.
17
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA: Pensamiento revolucionario cubano, op. Cit., t.I, p. 45.
18
Publicado en La nación, 22/2/1885, Buenos Aires.
19
JOSE MARTI: “nuestra América” (1889), en Antología mínima, op. Cit., t.I, p. 238
20
El Pájaro Verde: “La cuestión india”, 14/9/1865, cit. Por ROBERT JAULIN: El etnocidio a través de las Américas, Ed. Siglo
XXI, México, 1976, p. 57.
21
Íbid., p.63.
22
GUILLERMO BONFIL BATALLA: “Las nuevas organizaciones indígenas”, en Indianidad y descolonización en América latina,
Nueva Imagen, México, 1979, p. 27.
23
Declaración de Barbados, en Indianidad y descolonización... , op. Cit.
24
“Primera Conferencia Comunista Latinoamericana”, en Revista La Correspondencia Sudamericana, Buenos Aires, 1929, p. 265.
25
JOSE MARIA ARGUEDAS: Formación de una cultura nacional, Ed, Siglo XXI, México, 1975, p. 188. Además JULIO
COTLER: Clases, Estado y nación en el Perú, IEP, Lima, 1978; SINESIO LÓPEZ: “De imperialismo a nacionalidades oprimidas”,
en Nueva historia del Perú, Ed. Mosca Azul, Lima 1980; CARLOS FRANCO: “Identidad política e identidad nacional”, en Perú:
identidad nacional, CEDEP; Lima, 1980; ALBERTO FLORES GALINDO: “Los intelectuales y el problema nacional”, en Siete
ensayos: 50 años en la historia, Ed. Amauta, 1979.
26
ESTEBAN MOSONYI: Identidad nacional y culturas populares, Caracas, 1982, p. 107.
27
SIDNEY MINTZ: “Una reflexión desprevenida”, en Africa en América latina, Ed, Siglo XXI, México, p. 394.
,Capítulo X

La cuestión agraria y minera


Y la renta del suelo

El tratamiento del problema agrario y minero es clave para poder comprender la historia
latinoamericana, ya que su evolución económica ha sido condicionada por las explotaciones
agropecuarias y mineras, hasta el siglo XX inclusive. Sin el estudio de esta problemática
tampoco puede entenderse cabalmente la estructuración de las clases sociales y los
enfrentamientos políticos intra e intercalases.
Desde la conquista ibérica nuestra historia está cruzada por la disputa de la tierra y las
minas: millones de indígenas, que luchan en defensa de sus tierras; sectores de la burguesía
criolla que, además de arrebatarles las tierras a los aborígenes, chocan entre sí por el control de
las mejores tierras y minas; finalmente, en el siglo XX, la inversión en dichas áreas del capital
monopólico extranjero, que motiva como respuesta la demanda por la nacionalización de las
minas y las tierras. Los proyectos de reforma agraria y de nacionalización de la minería,
esbozados en el siglo XIX e implementados en el presente, constituyen una prueba inequívoca
de que la cuestión agraria y minera ha estado en el centro del conflicto social latinoamericano.
Por eso llama la atención la escasa importancia que las ciencias sociales han prestado al
procesamiento teórico de la renta del suelo.
Antes de analizar la incidencia de América latina de la renta del suelo –que no sólo se
refiere a la tierra sino también a las minas- creemos conveniente hacer algunas precisiones sobre
el tema.
En primer lugar, es necesario aclarar que no existe una disciplina específica para el
tratamiento de los problemas agrarios y mineros. Ni la economía ni la sociología han logrado
crear una epistemología para el estudio concreto de la cuestión agraria y minera, razón por la
cual hay que recurrir a formulaciones históricas, sociológicas y económicas de carácter general.
En segundo lugar, la teoría de la renta del suelo que conocemos fue formulada por los
teóricos de la economía política a principios del siglo XIX para ser aplicada fundamentalmente
a los países capitalistas de Europa occidental; vale decir, es la teoría de la renta del suelo en su
forma capitalista. Si bien es cierto que la renta absoluta del suelo –que se fundamenta en la
propiedad de la tierra- se dio en regímenes precapitalistas de producción, adquirió nuevas
dimensiones en el sistema burgués con el desarrollo de la renta diferencial, cuya apropiación
esta determinada no por la propiedad territorial sino por la situación, fertilidad del suelo y
productividad como resultado de la inversión de capital.
Por consiguiente debe manejarse con sumo cuidado esta teoría de la renta del suelo en el
estudio de la historia económica latinoamericana, sobre todo desde la época colonial hasta la
segunda mitad del siglo XIX. Inclusive, para el siglo XX debe evitarse la aplicación mecánica
de la teoría europea de la renta del suelo en su forma capitalista, porque tenemos especificidades
–derivadas de nuestra economía primaria exportadora- en cuanto a la aplicación de la renta
diferencial. No debe olvidarse que los clásicos de la economía política del siglo XIX crearon la
teoría de la renta diferencial basados en el desarrollo del mercado interno. De ahí la necesidad
de recrearla en América latina tomando en cuenta la incidencia del mercado internacional.

EL PROCESO HISTORICO DE APROPIACION


DE LA TIERRA Y LA ESPECIFICIDAD DE LA
RENTA DEL SUELO EN AMERICA LATINA

Nos permitimos dividir el proceso de apropiación de la renta del suelo en América latina
en tres fases: 1) la renta absoluta de la tierra, de carácter no capitalista, desde la Colonia hasta la
segunda mitad del siglo XIX; 2) la renta diferencial de la tierra en su forma capitalista,
combinada con la renta absoluta, desde fines del siglo XIX hasta 1950 aproximadamente, y 3) el
predominio de la renta diferencial a raíz del desarrollo generalizado del capitalismo agrario a
partir de 1950.
El surgimiento de la propiedad privada territorial –fundamento de la renta absoluta de las
tierras y las minas- se remonta en Indoamérica a la conquista hispano-lusitana. Los
conquistadores ibéricos se apoderaron por la violencia de las tierras de los aborígenes y luego se
las repartieron bajo la figura jurídica de “mercedes de tierras”. La propiedad territorial nació
fundamentalmente de la merced de tierras y no de la encomienda, ya que ésta no daba derecho a
la propiedad del suelo sino solamente a la explotación de la mano de obra indígena. Sin
embargo estas categorías socioeconómicas no estaban escindidas; la encomienda
complementaba la merced de tierras; éstas habrían carecido de valor sin el trabajo humano.
Los usurpadores de la tierra aborigen se apropiaron de la renta absoluta no sólo a través
del recargo en los precios de los productos de exportación, sino también arrendando el suelo: al
principio por un canon pagado en trabajo o en especies y luego en dinero, relación de
producción expresada en el régimen de aparcería, “arrendire” e inquilinaje que sustituyó el
deprimido sistema de encomiendas a mediados a mediados del siglo XVIII.
En las explotaciones mineras también se produjo una apropiación de la renta absoluta,
tanto por el recargo de la misma en los precios de los productos de exportación como en el
arrendamiento. Según Silvio Zabala, en algunas minas de México se implantó el sistema de
arrendamiento.1 En Chile los empresarios mineros atrajeron mano de obra mestiza mediante la
“dobla” y el “aprovechamiento de la labor”. La primera consistía en autorizar a los trabajadores
“independientes” a extraer metal durante el día, debiendo ceder la tercera parte de la producción
al dueño de la mina. El otro régimen consistía en el “aprovechamiento” de una veta por una
cantidad determinada de días”.2
Roto el nexo colonial con España, la clase dominante criolla acrecentó su renta del suelo
con el despojo de las tierras que aún quedaban en manos de las comunidades aborígenes. La
llamada expansión de la frontera interior o las “campañas al desierto” consumaron el despojo.
En varios países la renta absoluta pasó de manos de la Iglesia católica a la burguesía
liberal. Los casos más sobresalientes fueron los de México, bajo Benito Juárez; Guatemala,
durante el gobierno de Justo Rufino barrios; El Salvador, presidido por Rafael Zaldívar, y la
tradicional Colombia, donde en la segunda mitad del siglo XIX se expropiaron los llamados
“bienes de manos muertas”.
Los terratenientes usufructuaban de la renta absoluta, alquilándola por un canon a
terrazgueros, arrendatarios, pisatarios y aparceros. Los campesinos sin tierra, especialmente los
mestizos y ex esclavos negros, aceptaron esta forma de arriendo pagado en trabajo, en especies
y, a veces, en dinero, porque era la única posibilidad que tenían de disfrutar de una casa y de un
pedazo de tierra que cultivar. En Argentina, Brasil y Uruguay tuvieron que someterse a este
sistema de arriendo la mayoría de los inmigrantes pobres europeos.
Mientras que en el pago de la renta en especies el terrateniente se apropiaba de una parte
de la producción, en el régimen de renta en dinero –para el pago del canon- el terrateniente se
apoderaba del plustrabajo en su forma monetaria.
En el fondo, una parte de las luchas campesinas ha tenido por finalidad reducir el monto
el pago de la renta minera ya sea cargándola en los precios del cobre, salitre, plata, oro y estaño
que exportaban o arrendándola a los empresarios capitalistas e inclusive a los trabajadores
independientes, llamados pirquineros en Chile. Pero generalmente el dueño de las minas era al
mismo tiempo el que las explotaba, percibiendo la renta minera en base a un porcentaje sobre la
producción. En este porcentaje no sólo incluía la renta absoluta sino también la renta diferencial
que obtenía de la ubicación de las minas –especialmente las más próximas a los puertos de
exportación y bosques- y de sus vetas más productivas.
De manera similar la fertilidad de los suelos, su ubicación y la inversión de capitales en el
agro facilitó una mayor apropiación de la renta diferencial de la tierra. Precisamente la clave del
despegue de la burguesía agropecuaria argentina en la segunda mitad del siglo XIX fue la
fabulosa renta diferencial extraída de la “pampa húmeda”, que convirtió a la Argentina en el
mayor y más competitivo de cereales y carnes del mundo, junto con los Estados Unidos y
Australia. En contraste con otros países de América latina, con excepción del Uruguay, la renta
diferencial en Argentina fue determinante en el auge exportador y en el proceso de
acumulación, distribución y consumo. Los ganaderos y agricultores produjeron a más bajo
costo; pero dialécticamente esta renta diferencial hizo más crónica la dependencia estructural de
Argentina. La renta diferencial de la tierra pudo dar tan altos dividendos porque además de la
fertilidad de los campos y la inversión de capitales, la burguesía agropecuaria implantó
oportunas relaciones de producción capitalistas.
Guillermo Flichman señala que a estos factores debe agregarse la competitividad a escala
internacional: “El hecho de producir para el mercado mundial en condiciones altamente
competitivas otorgó a la clase social que poseía la tierra una importancia clave, decisiva (...). La
peculiaridad del desarrollo de la Argentina, el papel primordial de la renta del suelo en el origen
de la acumulación interna, ha signado las características de nuestro desarrollo capitalista”.3
Los cafetaleros de Centroamérica, Colombia, Venezuela y Brasil, los cacaoteros del
Ecuador y los azucareros con Cuba y República Dominicana también usufructuaron de la renta
absoluta y diferencial de la tierra. Su proceso de acumulación capitalista fue el resultado tanto
de la explotación de la mano de obra asalariada y semiservil como de la apropiación de la renta
agraria. Por eso el estudio de la renta del suelo es fundamental para poder comprender la cuantía
de la acumulación interna, fenómeno descuidado por los teóricos de la dependencia.
Esta situación cambió en el siglo XX con el traspaso de parte de las riquezas nacionales a
manos del capital monopólico extranjero. La renta del suelo, especialmente la minera, fue
entonces apropiada por las empresas imperialistas.
El proceso de industrialización por sustitución limitada de importaciones, acelerado a
partir de la década de 1930, coadyuvó al desarrollo del capitalismo agrario, aunque en algunos
países continuaron persistiendo relaciones precapitalistas de producción como el concertaje,
pongaje etcétera.
Este desarrollo del capitalismo agrario se vio favorecido con la implementación de
reformas agrarias en México, especialmente bajo Cárdenas en la década de 1930; Bolivia
(1953-55); Guatemala (1944-54); Venezuela, Chile y Perú en la década de 1960. Estas reformas
agrarias tuvieron como uno de sus objetivos, mediatizar la incidencia de la renta absoluta de la
tierra sin suprimir el derecho de propiedad. Las luchas del campesinado, iniciadas a veces para
disminuir el pago de esta renta, terminaron cuestionando la propiedad terrateniente al exigir la
expropiación y reparto de la tierra. “El traspaso de la tierra es, simultáneamente, un traspaso del
instrumento de captación de la tierra. En adelante, el plustrabajo que constituía el contenido de
la renta apagada al ex propietario de la tierra que queda, aparentemente, en manos del
campesino beneficiario de la reforma agraria.”4
Desde mediados de la década de 1960 se dio un neto predominio de la renta diferencial
sobre la absoluta a raíz del desarrollo generalizado del capitalismo agrario en casi todos los
países de América latina. Muchos de sus productos de exportación se vieron beneficiados por
los precios del mercado mundial; es decir, por factores externos que no tienen relación con el
grado de explotación de los trabajadores rurales.
En las décadas de 1970 y 1980 crece notoriamente la agroindustria, elaboradora de las
materias primas del campo. Se dio, así una integración de los procesos productivos agropecuario
e industrial, que adquirió un carácter francamente oligopólico, predominando las empresas
transnacionales, asociadas al capital criollo. Se entremezclaron entonces la burguesía
agroindustrial con la agrocomercial y con la burguesía agropecuaria propiamente dicha;
controlaban desde la producción hasta la elaboración y la comercialización de los productos del
campo.
Si bien es cierto que el proceso de sustitución limitada de importaciones dio un
importante impulso a la agricultura, en los hechos ésta ha quedado subordinada a las áreas más
dinámicas de la economía, en particular a los oligopolios industriales, subordinación también se
expresa en el régimen desigual de transacciones y compraventas entre el sector agrícola y el
industrial, determinando una mayor transferencia de valor que en el pasado del área rural al
sector financiero e industrial exportador. De este modo una parte sustancial de la renta agraria
ha pasado a ser apropiada por el capital financiero y agroindustrial.
El desarrollo del capitalismo agrario ha cambiado las relaciones de producción,
provocando un aumento notable del proletariado rural, tanto en las grandes haciendas como en
las medianas, a través de un nuevo sujeto social: el contratista, que se hace cargo –con su propio
personal- de la siembra, arado y recolección de la cosecha. De más está decir que el propietario
de la tierra que hace el acuerdo con el contratista sigue gozando de la renta agraria.
Paralelamente, los estados latinoamericanos entregan tierras, créditos y maquinarias a los
empresarios del campo, más interesados en la explotación que en la propiedad de la tierra; vale
decir, en el usufructo de la renta diferencial, además de su cuota de ganancia. El auge de las
exportaciones rurales no tradicionales,5 como frutas, flores, etc., durante las décadas de l 70 y
del 80 muestra predominio en América latina de la renta del suelo en su forma capitalista,
aunque todavía supervivan la renta absoluta y el régimen parcelero en las producciones de tipo
familiar.
El crecimiento del proletariado rural, que también ha cambiado en cuanto a su
composición de sexo por la masiva integración de la mujer a las empresas capitalistas del agro,
no sólo facilita la alianza obrero-campesina, sino también permite una mayor difusión de
políticas de colectivización. Por consiguiente en el campo latinoamericano ya no sólo es factible
plantear la tarea democrático-burguesa de reparto de la tierra, sino también la tarea socialista de
colectivización a través de la socialización de las empresas agropecuarias de mayor desarrollo
capitalista.
Respecto de la minería, la nacionalización del período mexicano por Cárdenas, del estaño
boliviano en 1952, del cobre chileno bajo el gobierno de Salvador Allende y del petróleo
venezolano por Carlos Andrés Pérez, replanteó la discusión acerca de la renta minera, hasta
entonces soslayada por la minería de los investigadores, con excepción de Rafael González
Cedeño y B. Momer en Venezuela. Analistas y políticos de corte nacionalista llegaron a
manifestar que el Estado había dejado de usufructuar la renta minera, argumentando que ésta
sólo tiene vigencia cuando las minas se mantienen en manos privadas. Al no advertir que el
mercado mundial del petróleo, del cobre y otros minerales concurren los propietarios privados,
caen en la ingenuidad de creer que los Estados –que han nacionalizado las minas- deben
renunciar al sobrecargo o plusbeneficio de la renta minera.
En los países latinoamericanos en transición al socialismo, como Cuba, nadie podría
exigirle al gobierno de Fidel Castro que renunciara a la renta agraria azucarera. Los precios del
azúcar están determinados por un mercado mundial, controlado por los países imperialistas, que
obviamente contemplan la renta del suelo en el costo de los productos.
El problema de la renta del suelo no sólo es decisivo para el estudio del proceso de
acumulación capitalista sino también para los países en transición al socialismo. Una vez
nacionalizada las tierras y las minas, el Estado se ve obligado a cargar la renta del suelo y los
productos agropecuarios y mineros de exportación. Si agregan la renta absoluta y diferencial a
sus costos, sería un error del Estado en transición al socialismo no hacer lo mismo.

NOTAS
1
SILVIO ZABALA: Ensayos sobre la colonización española, Ed. EMECE, Buenos Aires, 1944, p. 170
2
LUIS VITALE: Interpretación marxista de la Historia de Chile, Ed. Prensa Latinoamericana, Santiago, 1969, t. II, p. 76.
3
GUILLERMO FLICHMAN: La renta del suelo y el desarrollo agrario argentino, Ed, Siglo XXI, Buenos Aires, 1982, pp. 76.
4
MICHAEL GUTELMAN: Estructuras y reformas agrarias, Ed. Fontamara, Barcelona, 1978, p.170
5
LUIS VITALE: “La inserción de las exportaciones no tradicionales de América latina en la nueva división mundial del trabajo
durante la fase superior de transnacionalización del capital”, en Revista Confrontación, Buenos Aires, marzo 1987, nº 3, p. 66.
Capítulo XI
El proceso
De industrialización

Una teoría de la historia de América latina debe servir para explicar también por qué
nuestros países recién accedieron a la fase industrial bien entrado el siglo XX; qué razones hubo
para que no pudieran transitar esa vía en el siglo XIX, cuando otras naciones tan retrasadas
como las nuestras fueron capaces de comenzar la industrialización en aquella temprana época.
Esa teoría de la historia debe procurar asimismo, dar cuenta de los motivos de fondo que
posibilitaron en inicio de la industrialización en la primera mitad del presente siglo, explicando
por qué las metrópolis capitalistas, hasta entonces enemigas de la industrialización en los países
semicoloniales dependientes, permitieron nuestro particular desarrollo manufacturero. Y
finalmente, en qué estadio se encuentra este proceso de industrialización dependiente
Así podría explicarse parte del trasfondo de nuestra historia republicana, rebasando el
marco de la mera anécdota o sucesión de presidentes contados por una historiografía incapaz de
interpretar qué fuerzas e intereses sociales estuvieron precisamente detrás de esos gobiernos.
Influidos ideológicamente por el modelo europeo de desarrollo industrial, los
historiadores, economistas y sociólogos latinoamericanos –en su mayoría- han menospreciado
la importancia de la artesanía indoamericana procolombina, los obrajes textiles de la época
colonial y los intentos de industrialización del siglo XIX, poniendo sólo de relieve el proceso de
sustitución de importaciones del presente sigo.
Corresponde entonces revalorizar la significación histórica de estos embriones
manufactureros, ya que hasta fines del siglo XIX América latina tuvo posibilidades de
desarrollar una industria propia, como lo había hecho la India hasta la colonización inglesa y
como lo pudo hacer el Japón de los Meiji en la segunda mitad del siglo XIX.

ANTECEDENTES

Si bien es cierto que la artesanía de las culturas americanas no puede considerarse una
industria, expresaba un avance tecnológico de tal envergadura que sus trabajos en metales se
encontraban en un estado igual o superior a la de la Europa del siglo XV según Alberto Durero
y E.Nordenskjörld. Los aborígenes de México, Colombia y el altiplano peruano-boliviano
conocían casi todas las alteraciones de los metales,1 la soladura, el enchapado por martilleo, el
repujado, etc., llegando a tener hornos propios de fundición, que llamaban “guairas”2
Los españoles lograron en breve lapso poner en explotación las minas porque contaron
con la experiencia indígena en el trabajo minero-metalúrgico. La explotación de la plata,
especialmente del fabuloso cerro de Potosí, aumentó con la introducción de la amalgama,
descubierta en 1555 por Bartolomé de Medina en México. Este aporte hispanoamericano no ha
sido debidamente evaluado porque, en rigor, “se anticiparon casi dos siglos y medio a los
grandes metalurgistas de la Europa central al crear y practicar industrialmente los beneficios de
amalgamación de las minas de plata”.3
La manufactura artesanal criolla se desarrolló en el siglo XVIII teniendo como
antecedente la notable cerámica indoamericana y los trabajos en tejido, hilado y cestería de los
aborígenes. El aislamiento de las colonias en el siglo XVII obligó a las autoridades a promover
la creación de obrajes textiles en Quito, Perú, Chile y México. Este incipiente desarrollo de la
industria artesanal fue afectado por el contrabando y las reformas borbónicas, que permitieron la
entrada de manufacturas que hacían competencia a los obrajes criollos.
Este hundimiento de las industrias artesanales del interior de las industrias artesanales del
interior se agudizó durante la independencia, porque la clase dominante criolla, interesada
solamente en la economía primaria exportadora, no sólo descuidó la industria sino que otorgó
facilidades al ingreso de manufacturas europeas que aceleraron la quiebra de las industrias
artesanales nativas como las de calzado, alfombras, tejidos, alfarería, etcétera.
A pesar de la oposición de los ideólogos de la economía primaria exportadora, durante el
siglo XIX se llevaron a cabo algunos intentos de protoindustrialización, especialmente en
Paraguay, México, Chile, Brasil y la Argentina.
En Paraguay, bajo el gobierno de los López, se desarrolló la industria maderera, textil y,
sobre todo, una incipiente industria pesada al crearse la fundición de Ibicuy. Paraguay avanza –
dice León Pomer-, “construye ferrocarriles, telégrafos, fábricas de pólvora, de papel, loza,
azufre y tintas”.4 Este avance industrial fue cortado a raíz por la guerra de la Triple Alianza.
En México, Lucas Alamán y Estevan de Antuño crearon el banco de Avío, con un millón
de pesos, para fundar centros siderúrgicos nacionales; proyecto retomado en 1842 por la
Dirección General de Industrias. Según Gilberto Argüello “hacia 1846 el capital invertido en
textiles era de unos doce millones de pesos (...) en 1847 se fundaron 4 fábricas modernas e
hilados en Puebla con ocho mil husos (...) hacia 1850 los telares mecánicos podían producir
1.231.500 piezas y los manuales 1.350.000”.5 Aunque se abandona la política proteccionista, la
industria nacional vuelve a crecer entre 1860 y 1870.
En Chile, surgieron fundiciones, como la Balfour Lyon (1846), Klein (1851), Lever,
Murphy y cía. (1860), San Miguel (1870) y Libertad (1877). Las fábricas textiles de Bellavista
Tomé y El Salto se crearon en 1865 y 1870 respectivamente, al igual que las de cerveza, fideos,
talabarterías, etcétera. En rigor, no hubo un proceso de sustitución de importaciones sino que
dichas industrias se levantaron en función de las necesidades de herramientas y repuestos que
tenían los mineros y hacendados para su economía primaria exportadora, a pesar de los
esfuerzos que hizo el presidente Balmaceda por promover la industria. En Brasil, a partir de la
década de 1180, se crearon fábricas textiles en Bahía, San Pablo y río de Janeiro. En la
Argentina, en 1895 existían 23.000 establecimientos con 170.000 trabajadores.

EL PROCESO DE SUSTITUCION LIMITADA DE


IMPORTACIONES EN ELSIGLO XX

Si bien es cierto que el proceso de industrialización por sustitución de algunas


importaciones se generalizó después de la década de 1930, en los países que hemos mencionado
hubo un cierto desarrollo industrial previo que no debe menospreciarse para poder entender el
ulterior despegue manufacturero.
La crisis mundial de 1929 fue un momento clave en el proceso de industrialización por
sustitución limitada de importaciones, porque provocó en Latinoamérica una brusca
disminución de los ingresos de divisas, con las cuales se importaban los artículos
manufacturados. Los Estados resolvieron entonces fomentar la industria de sustitución de
importaciones otorgando franquicias arancelarias. Las burguesías agraria y comercial
comenzaron a desplazar capitales hacia el área industrial.
El despegue industrial se hizo a base de abundante y barata mano de obra, es decir de
capital variable. Así se generaron numerosas industrias sin necesidad de invertir capital
constante en cantidades significativas. Este tipo de industria liviana o ligera, especialmente
textil, metalúrgica, calzado, alimentación, etc., no provocó contradicciones con el imperialismo
ya que tenía que comprar obligadamente maquinaria a los monopolios extranjeros, además de
insumos, royalties y asistencia tecnológica. Precisamente uno de rasgos que caracteriza nuestra
condición de países dependientes es el de la importación de maquinaria. Al imperialismo le
convenía el desarrollo de nuestra industria ligera porque constituía un nuevo mercado para la
colocación de los productos de su industria pesada. No olvidar que lo básico para el monopolio
contemporáneo no es la exportación de artículos de consumo, sino la venta de bienes de capital.
En rigor, nunca hubo una real sustitución de importaciones, puesto que la industria
latinoamericana surgió desde sus inicios con evidentes signos de dependencia respecto de la
importación de máquinas-herramientas.
Esta fase de industrialización temprana, fundamentada en gran parte en capitales nativos
respaldados por el Estado, tocó fondo a mediados de la década de 1950, cuando se produjo un
desplazamiento de las inversiones imperialistas del área de las materias primas a la industria
latinoamericana.
La alternativa escogida para superar la crisis de acumulación de capital es la industria
liviana fue promover el desarrollo de las industrias dinámicas e intermedias; entendemos por
industrias dinámicas aquellas que producen bienes de capital (automotriz, metalmecánica, etc.)
y bienes de consumo durable (línea blanca, televisores, aparatos electrónicos), y por industrias
intermedias, las que alteraba la composición orgánica del capital de las manufacturas montadas
en la primera mitad del siglo, la burguesía latinoamericana aceleró la asociación con el capital
monopólico internacional en el área de la industria.
Esta decisión estaba estrechamente vinculada con la nueva política de inversiones del
imperialismo yanqui en América latina, que había comenzado a desplazas sus capitales a la
industria, sin abandonar sus tradicionales inversiones en el sector de las materias primas, como
se demuestra en el siguiente cuadro.

INVERSIONES DE LOS ESTADOS UNIDOS


EN AMERICA LATINA

(millones de u$s)

1951-52 1965
Petróleo 1.912 3.034
Manufactura 1.774 2.741
Comercio y varios 1.393 1.600
Minería y fundición 686 1.114

En 1967, estas inversiones en la industria manufacturera alcanzaban ya al 32,3 por ciento


del total del capital estadounidense en América latina y el Caribe, según el estudio de la OEA:
El financiamiento externo para el desarrollo de América latina, Washington, 1969, p. 3. En
síntesis, las inversiones norteamericanas en nuestra América sumaban 22.211 millones de
dólares en 1975, de acuerdo con la CEPAL: Estudio económico de América latina, Nueva York,
1975.
En México el capital norteamericano controlaba en 1972 el 45 por ciento de los activos
industriales en general y el 87 por ciento en ciertas ramas de bienes de capital e industrias de
consumo durable. En Brasil, en dicho año, los Estados Unidos controlaban más del 50 por
ciento de la industria en general y el 74 por ciento de las industrias de punta, especialmente
petroquímica y automotriz, este fenómeno fue analizado por Aníbal Quijano en una
investigación sobre el Perú. “mientras que en el período anterior, el imperialismo radicaba
fundamentalmente en la propiedad y el control de la producción extractiva minero-agropecuaria,
en ‘enclaves’ que sólo geográficamente pueden ser considerados parte de la economía nacional,
en la actualidad tiende a desplazar el énfasis de su penetración y de su control en los sectores
manufactureros urbanos y en el comercio, sin que ello signifique el abandono de sus sectores
tradicionales de control.”6
Las inversiones norteamericanas en la industria chilena, que alcanzaban solamente a 6
millones de dólares en 1940, aumentaron notoriamente a partir de 1960. Algunos autores han
estimado esta inversión en cerca de 100 millones de dólares. Es difícil cuantificar el total porque
se formaron empresas “nacionales” que eran subsidiarias o estaban controladas por firmas
extranjeras que penetraban sigilosamente a través de estas sociedades “nacionales” para
aprovechar las franquicias y exenciones a la industria del países.
Como resultado de la tendencia del imperialismo a invertir capitales en las áreas
fundamentales de la industria, se produjo un gradual desplazamiento de la manufactura de
bienes de consumo no durable por las industrias dinámicas o intermedias, que crecieron a un
ritmo dos o tres veces mayor que las tradicionales. Este fenómeno se reflejó en el número de
obreros y empleados ocupados en las diferentes ramas de la producción industrial. Mientras el
proletariado de las industrias dinámicas se duplicó e inclusive se triplicó en ciertos países, la
clase obrera de la industria ligera o liviana se estancó. El ritmo de aumento del número de
obreros en la industria metalmecánica y, el general, en la industria dinámica aumentó durante
las décadas de 1950 y 60, pero comenzó a estacionarse en la década del 70 a medida que
aumentaba la composición orgánica del capital a favor del capital constante, que era la base para
la expansión monopólica de este tipo de industria. El ritmo de crecimiento industrial entre 1960
y 1070 fue del 6,9 por ciento como promedio anual, según estadísticas de la CEPAL, 1972; en
particular, se desarrolló impetuosamente la industria metalmecánica –duplicándose entre 1950 y
1978-, mientras “la producción de acero aumentó 15 veces durante el mismo período”.7 La
producción de bienes intermedios aumentó en el lapso del 22 al 39 por ciento y la de bienes de
capital y productos de consumo durable de 8 a 21 por ciento en los países más industrializados
de América latina y al 17 por ciento en el resto.8
La inversión de capital monopólico extranjero en la industria dio un nuevo carácter al
proceso de la dependencia. Ya no se trataba solamente de que el imperialismo se apropiara de
las materias primas básicas, sino también de que pasaba a ser dueño de las ramas fundamentales
de nuestra industria. La burguesía industrial latinoamericana, dependiente desde sus inicios de la
importación de maquinaria extranjera, se asoció al capital monopólico internacional, que no
solamente se conformaba con la venta de maquinaria sino que además pasó a controlar
directamente la industria a través de una inversión masiva de capitales. El imperialismo
aprovechó las obras de infraestructura generadas por los Estados nacionales, a costa del
sacrificio de nuestros pueblos, y las exenciones arancelarias otorgadas a la industria criolla para
implementar sin mayores gastos la internacionalización de su capital en los mercados internos
latinoamericanos.
Los países de industrialización tardía –como Venezuela, perú, Bolivia, Paraguay,
Ecuador, Centroamérica y el Caribe, con excepción de Cuba- iniciaron su proceso de sustitución
de algunas importaciones en el momento en que el capital monopólico internacional comenzaba
a desplazar capitales a la industria. Por consiguiente la burguesía nativa nació asociada al capital
industrial foráneo. Si en los casos de industrialización temprana, donde había surgido una
burguesía industrial con capitales criollos, se podía dudar de su carácter nacional, en los países
de industrialización tardía no quedó ninguna duda acerca del carácter proimperialista de esta
burguesía nativa. Por lo demás, la burguesía de los países de industrialización temprana ya se
había asociado durante la década del 60 con el capital transnacional. A esa real expresión
quedaba reducido el papel “progresista” que el reformismo le había asignado a la burguesía
industrial latinoamericana.
El fenómeno de urbanización se agudizó con el notable crecimiento de la población
latinoamericana y caribeña, que se triplicó entre 1950 y 1985. Oleadas de campesinos se
trasladaron a las ciudades ante las nuevas perspectivas de trabajo en la industria, el comercio y
otras actividades urbanas. Las grandes ciudades de América latina aumentaron entre quince y
veinte veces en las últimas cuatro décadas, corriente migratoria que no ha disminuido a pesar de
que el nuevo tipo de industria absorbe menos cantidad de mano de obra, debido a la alta
tecnología que emplea como resultado de la gran inversión de capital constante proveniente de
las empresas multinacionales. Por eso, una vez más insistimos, no debe confundirse
urbanización con industrialización. Aunque ésta jugó en su momento un papel relevante en el
crecimiento de las ciudades.
La actividad industrial pasa a convertirse en una de las bases principales de la
acumulación de capital, constituye una nueva forma de realización de la plusvalía en América
latina, distinta a la del anterior período agro-minero exportador. Como esta actividad industrial
es implementada tanto por la burguesía criolla como por el capital monopólico internacional,
América latina y el Caribe pasan a cumplir no sólo el papel de proveedores de materias primas
sino también de mercado para la expansión de bienes de capital de las empresas multinacionales
en las áreas más importantes de la industria latinoamericana.
EL NUEVO MODELO DE EXPORTACION
IMPORTACION Y LAS INDUSTRIAS DE
EXPORTACION NO TRADICIONAL

Esta fase, que comienza aproximadamente a mediados de la década del sesenta y se


prolonga hasta la actualidad, se caracteriza por la abrupta implantación del modelo de
exportación-importación impuesto por la nueva división internacional del trabajo y por el
crecimiento cuanti-cualitativo de la deuda externa, problemas centrales que no fueron previstos
por los ideólogos del desarrollismo, cuya teoría de hecho ha entrado en acelerada crisis.
El nuevo reajuste económico dictado por las “necesidades” de la “lógica” del capital
transnacional determinó, por un lado, que la mayoría de los países latinoamericanos debía
estimular el desarrollo de las industrias de exportación no tradicionales y, por otro, que debían
importar masivamente artículos manufacturados, aunque ello significara la quiebra de la
industria liviana que desde hacía décadas trabajaba para el mercado interno.
Entonces comenzó a hablarse del agotamiento del proceso de sustitución de
importaciones. En rigor, no hubo agotamiento de un tipo de desarrollo industrial que nunca
alcanzó a desplegarse con plenitud; en primer lugar porque nació dependiente de la máquina-
herramienta importada y en segundo lugar porque fue cortado drásticamente por el nuevo
modelo transnacional de exportación-importación.
La CEPAL –que no previó este proceso ya que afincaba su modelo de desarrollo en la
sustitución de importaciones- tuvo que reconocer que en 1978 se incrementa en América latina
“el valor de las importaciones de 14.442 millones de dólares para los combustibles y de 25.304
millones de dólares para las importaciones de manufactura con respecto al valor que hubieran
tenido a precios de 1970”.9
Para ilustrar la trascendencia del monto de las importaciones mencionaremos por el
momento sólo los casos de la Argentina y Chile. En el primero, la importación de artículos
manufacturados bajo la dictadura de Videla creció un 46,5 por ciento en 1979 y 41,5 por ciento
en 1980. “De importar insumos –dice Antonio Elio Brailovsky- necesarios por la falta de una
adecuada industria de base, el país pasó a importar bienes de consumo prescindibles: grabadores
de Taiwán, juguetes de Hong-Kong, quesos de Holanda, galletitas de Alemania Federal,
jamones de Suecia, arvejas de Canadá, tomates de España. Se pretendió que la industria
argentina tenía que ser tan eficientes como para poder competir en condiciones ventajosas con
todos los productos que se fabricaran en el mundo, los que además, ingresaban a la Argentina
con un doble subsidio: el de su propio gobierno –otorgado en todo el mundo a las
exportaciones- y el que le proporcionaba nuestro país al mantener artificialmente sobrevaluado
el peso”.10
En Chile –país utilizado como conejillo de Indias tanto para el experimento monetarista
con los “Chicago boys” como del modelo exportación-importación-, las compras de artículos
industriales foráneos aumentaron de 2.758 millones de dólares en 1974 a 5.680 millones en
1980,11 tendencia que se ha mantenido en los últimos años de dictadura militar pinochetista.
Este ingreso masivo de manufacturas extranjeras aceleró la crisis de la industria llamada
“nacional”. De ahí las protestas de los industriales que trabajaban con el mercado interno,
quienes desde 1976 –por boca de Orlando Sáez, presidente entonces de la Sociedad de Fomento
Fabril- hicieron público su malestar por la entrada indiscriminada de manufacturas que hacían
competencia a las elaboradas en el país. Impotentes para oponerse a la nueva relocalización
industrial y al redespliegue de las transnacionales, los empresarios chilenos de la industria
liviana optaron por convertirse, en buena medida, en importadores de artículos manufacturados,
como los antiguos textiles Yarur Sumar, y/o desplazar capitales a la industria de exportación no
tradicional.12
La CEPAL admitió en 1981 que un porcentaje de las importaciones –en toda América
latina y el Caribe- “sobrepasa las necesidades efectivas y favorece los intereses generales y la
rentabilidad de la empresa matriz”.13
Este modelo, generalizado a mediados de la década del 70, de acuerdo a la nueva división
mundial del trabajo –probado con “éxito” en Corea del Sur, Tailandia, Filipinas, etc.- provocó
en casi todos los países de América latina y el caribe la quiebra de gran parte de la industria
ligada al mercado interno.
Paralelamente emergieron las industrias de exportación no tradicionales, redoblándose de
este modo la injerencia del capital monopólico extranjero.
Con el fin de ilustrar el impetuoso avance de las industria de exportación no tradicionales,
nos permitimos señalar los siguientes casos. En Brasil, el porcentaje de las industrias de
exportación no tradicionales subió de un 15,2 por ciento en 1970 a 29,9 por ciento en 1975 en el
total de las exportaciones,14 porcentaje que ha aumentado notoriamente en la última década. En
Chile, las exportaciones no tradicionales –metalmecánica, petroquímica. Óxido de molibdeno,
cobre semielaborado, conservas, madera, celulosa, etc.- se ha expresado en el crecimiento del
índice de producción industrial, sobre todo a partir de 1979, con un 124 por ciento, tomando
como base 100 el año 1973.15 En la Argentina las industrias de exportación no tradicionales –
aceites, curtiembre, petroquímica, pieles, alimentos procesados, automotriz y metalmecánica-
aumentaron de 500 millones de dólares en 1982 a más de 2.000 millones en 1986.
En otros países, como Venezuela, México y Brasil, se ha acelerado la asociación del
capital monopólico con el estatal a fin de desarrollar las industrias de exportación no
tradicionales. Estos proyectos marcan la tendencia central del desarrollo industrial
latinoamericano en los años que restan del siglo XX, estrechando así la relación entre la
corporación transnacional, las burguesías criollas y el Estado llamado nacional.
Sin embargo el incremento de las industrias de exportación no tradicionales en América
latina y el Caribe choca con las barreras proteccionistas establecidas por los Estados Unidos y
Europa occidental precisamente una de las principales peticiones de los presidentes
latinoamericanos es que se abran esos mercados, señalando que no será posible pagar los
servicios de la deuda externa si no se obtienen más divisas a través del crecimiento de las
industrias de exportación no tradicionales, hecho que no podrá efectivizarse si se mantienen las
trabas aduaneras impuestas por el neoproteccionismo de los países altamente industrializados.

NOTAS
1
PAUL RIVET y H. ARDANSAUX: La metallurgie en Amérique precolombiene, Univ. De París, Inst. D’ Ethnologie, 1946, p.
108.
2
MODESTO BARGALLO: La minería y la metalurgia en l América española durante la época colonial, FCE, México, 1955, p.
41.
3
Íbid., p. 351.
4
LEON POMER: La guerra del Paraguay, Centro Editor de América latina, Buenos Aires, 1987, p. 45.
5
GILBERTO ARGÜELLO: “El primer medio de siglo de vida independiente”, en México, un pueblo sin historia, Univ. Autónoma
de Puebla y Nueva Imagen, México, 1983, pp. 117 y 118.
6
ANIBAL QUIJANO: Naturaleza, situación y tendencias de la sociedad peruana contemporánea, mimeo, 1967,
7
CEPAL: Informe de 1979 del secretario ejecutivo Enrique Iglesias, publicado por revista Hoy, Santiago de Chile, 8 de enero de
1980, p.38.
8
Cuadernos de la CEPAL, Santiago de Chile, 1973.
9
Cuadernos de la CEPAL, Santiago de Chile, noviembre 1981.
10
ANTONIO ELIO BRAILOVSKY: Historia de la crisis argentina, Ed. De Belgrano, Buenos Aires, 1982, p. 197.
11
“Eco-survey”, Carta Semanal, nº 976, del 27/101980
12
LUIS VITALE. Los movimientos sociales ponen en jaque a la Junta Militar de Chile, Ed. Recabarren, Buenos Aires, 1985, p.20.
13
CEPAL: Las relaciones económicas externas de América latina en los años 80, Santiago de Chile, 1981, p. 36.
14
Informe CEPAL, Nueva York, 1975.
15
Informe de la Sociedad de Fomento Fabril, Santiago, 1980.
Capítulo XII
La mitad oculta
de la historia:
las mujeres

El tema es de tanta trascendencia para una teoría de la historia que el estudio a fondo y
desprejuiciado de esta mitad ignorada de la humanidad, arrojará, sin duda, nuevas luces sobre la
historia global, haciendo más proliferantes de los contenidos de cada formación social.1
Obviamente, no puede hacerse una historia de la mujer sin un análisis de la formación social,
pero no alcanzaremos a desentrañar la genuina historia de las transformaciones sociales si se
sigue desconociendo la otra cara de la Luna. Es hora de admitir que la historiografía ha ocultado
el protagonismo de la mujer. Los aportes que se hagan para poner de relieve su participación en
la economía y los movimientos sociales, políticos y culturales contribuirán sin duda a la
elaboración de una teoría de la historia universal mientras no se integren los aportes de los
estudiosos de América latina, Asia y Africa, tampoco habrá teoría de la historia mundial de la
mujer hasta que las investigadoras del denominado “tercer mundo” –conscientes de las
especificidades de sus continentes- discutan con las europeas y norteamericanas los
fundamentos globales y particulares de las dominaciones de clase y sexo.
Una historia de la opresión y las luchas de la mujer latinoamericana debe partir del hecho
objetivo de que en nuestras tierras la evolución de las sociedades siguió un camino diferente al
europeo.
En nuestra América no se dio la familia esclavista ni feudal porque aquí no hubo un modo
generalizado de producción esclavista y feudal. Se pasó del modo de producción comunal a un
período de transición abierto por la colonización europea que culminó en la segunda mitad del
siglo XIX en un capitalismo primario exportador. Inclusive, durante la Colonia y gran parte de
la República no se dio de manera uniforme el tipo de familia nuclear europea, porque nuestra
matriz societaria indígena y negra siguió permeado la vida cotidiana y la relación familiar.
Recién en el siglo XX se configura un tipo de familia similar al europeo, aunque con
especificidades étnicas.
La mujer latinoamericana sufre los mismos problemas de explotación económica y
opresión cultural que las mujeres de otros continentes. Reproduce gratis la fuerza de trabajo sin
que el sistema invierta un peso. La especificidad de la mujer –poder dar vida- fue uno de los
principales fenómenos de la naturaleza que el hombre inspiró a controlar cuando se dio cuenta
del proceso de procreación. La institucionalización del patriarcado dio aparente legitimidad a
dicho control.
El patriarcado es más que una expresión del régimen de dominación en la familia; es una
institución para controlar la reproducción de la vida y de la fuerza de trabajo, condicionando
para ello tanto el comportamiento sexual como el social de la mujer.
La mujer es objetivamente mediadora entre la naturaleza y la cultura, mediadora entre la
vida y la sociedad, por su condición de reproductora. En última instancia, la reproducción –que
en términos demográficos determina las leyes de población- es fundamental para el proceso
productivo, por cuanto condiciona la disponibilidad de fuerza de trabajo, que es la única que
engendra valor.
Como puede apreciarse, no basta estudiar la producción porque en ella no se agota la
formación social, sino que también es fundamental analizar la reproducción de la vida y de la
fuerza del trabajo, fenómenos considerados “naturales” y descuidados por la economía política,
tanto clásica como marxista.
Una de las primeras desigualdades sociales se produjo con la división del trabajo por
sexo. Este comienzo de la opresión femenina, anterior a la propiedad privada y al surgimiento
del Estado, no fue el resultado directo de su condición de reproductora de la vida, sino de un
prolongado proceso social, que empezó con un simple reparto de tareas para transformarse
después en una clara división del trabajo en las sociedades agroalfareras y, especialmente, en las
formaciones inca y azteca.
La apropiación del trabajo femenino se fue consolidando en América latina durante la
Colonia y la República. En este proceso específico de acumulación no debe confundirse trabajo
doméstico con reproducción simple y menos con reproducción ampliada de capital. De todos
modos, existe una contribución doble de la mujer al proceso de acumulación: como asalariada y
como dadora indirecta del valor a través del trabajo no retribuido del hogar; además de realizar
un trabajo no remunerado en las pequeñas explotaciones agrarias y artesanales.
La mujer latinoamericana también ha sido integrada a las empresas transnacionales,
entregando plusvalía en ellas y en las nacionales asociadas al capital extranjero Constituye el
principal ejército industrial de reserva de mano de obra que permite al capitalismo bajar el
salario real. Por eso, el proceso de acumulación del capital monopólico mundial no puede ser
explicado de manera cabal si se toma en cuenta el grado de explotación de las mujeres.
En cuanto al trabajo doméstico, que también transfiere valor al sistema, hay que hacer
algunas precisiones sobre su especificidad en América latina. Ante todo, no habría que asimilar
las labores de la mujer en las comunidades agroalfareras –e inclusive en los ayllus y calpullis
incas y aztecas- con el trabajo doméstico implantado en la Colonia y la República. Quienes
postulan el discutible concepto de “modo de producción doméstico” para todos los períodos de
la historia confunden modo de producción comunal con trabajo doméstico.
El trabajo doméstico se relaciona con la producción de la vida y de la fuerza de trabajo, la
crianza de los hijos, las tareas de cocina, lavado, planchado y elaboración de algunos valores de
uso. La reproducción de la fuerza de trabajo –antes que ésta se convierta en mercancía- es
trabajo pretérito o acumulado. en el caso de la reposición diaria de la fuerza de trabajo es
contribución permanente. Por eso el trabajo doméstico tiene proyección social; no es meramente
privado, aunque ésa sea su apariencia. No es un simple complemento de la reproducción
ampliada del capitalismo, sino una condición sine qua non de un sistema que se beneficia del
trabajo no remunerado de la mujer en el hogar. Entra, por consiguiente, en la esfera de las
actividades funcionales al sistema.
Para Wally Seccombe, la relación del trabajo doméstico con el sistema capitalista está
medida por la mercancía fuerza de trabajo a partir de su reproducción, confundiendo
procreación de hijos con el momento en que éstos, ya adultos, venden su fuerza de trabajo. A
nuestro juicio, el trabajo doméstico efectiviza su relación con el mercado a través de la
reposición diaria de la fuerza de trabajo, ya sea del esposo o de los hijos. Dicha autora sostiene,
asimismo, que el trabajo doméstico es trabajo abstracto que crea valor, pero de un carácter
privado, fuera del ejercicio de la ley del valor.2 Nos parece que confunde la ley del valor-trabajo
con valor, al igual que Harrison cuando afirma, por otros motivos, que el trabajo doméstico no
crea valor porque no produce mercancías. Advertida del error, en artículos posteriores
Soccombe reconoció que el trabajo doméstico crea un cierto tipo de valor.
La teoría del valor-trabajo sirve para explicar la apropiación de la plusvalía, pero es
insuficiente para dar cuenta de la forma en que es expropiado el trabajo de la mujer en el hogar.
A nuestro juicio, no cabe aplicar la teoría de la plusvalía al trabajo doméstico, ya que en esto no
se dan las reglas del juego capitalista: trabajo necesario y trabajo excedente. Si bien es cierto
que no hay extracción de la plusvalía en el hogar por parte del hombre respecto del trabajo
doméstico de la mujer, nadie puede negar que ésta realiza un trabajo. Y todo trabajo produce
valor.
El valor no se desdobla en valor de uso y valor de cambio, como han dicho lectores
superficiales de la obra de Marx. El valor es inescindible. Lo que ocurre es que el producto del
trabajo puede ser utilizado como valor de uso o valor de cambio. Si la mujer que trabaja en el
hogar produce un valor, independiente de la forma asalariada, cabe preguntarse cómo se
manifiesta ese valor. La clave para estudiar este problema teórico se encuentra en el concepto de
“determinaciones de valor” que Marx no trata sistemáticamente, pero que señala claramente en
algunos párrafos de El capital.3
En la producción de valores de uso, como ocurre con ciertas tareas domésticas, existe una
“materialización del trabajo humano”. De ahí que el valor que produce la mujer en el hogar se
transfiere indirectamente, y en última instancia, al régimen de dominación de clase, sin que éste
tenga que desembolsar un centavo para la reproducción de la vida y la reposición diaria de la
fuerza de trabajo.
La apropiación-expropiación de las labores domésticas de la mujer va más allá de la
enajenación del trabajo. Alcanza su mayor significación en la inhibición de la identidad integral
de la persona mujer, puesto que ella pasa a ser alguien que “no hace nada”, cuando en rigor su
trabajo es funcional al sistema patriarcal y de clase.
En el trabajo doméstico –considerado tarea inherente, inmanente y “natural” de la mujer-
intervienen factores extraeconómicos, derivados de la presión ideológica del patriarcado. El
amor a la familia –institución cultural- es elevado a una forma de ideología encubridora de la
explotación económica de la mujer que trabaja, sin ser remunerada, por amor al esposo y a los
hijos, como si fuera la única razón de su existencia.
La familia nuclear es la célula básica de la sociedad civil, cada día más regimentada por
un Estado que difunde masivamente la ideología de la clase dominante. Es fundamental estudiar
en la historia de América latina cómo la familia ha sido utilizada –en lo económico e
ideológico- por el Estado, la Iglesia y las Fuerzas Armadas como una de las principales correas
de transmisión de la ideología de la clase dominante en la sociedad civil, alienando a la mujer en
el papel de transmisora de dichos valores.
No siempre la mujer desempeñó este papel en América. Los españoles y portugueses
procuraron por todos los medios desestructurar la gens aborigen, para formar el tipo de familia
nuclear europea, fenómeno que se consolidó durante los siglos XIX y XX.
La represión de la sexualidad femenina se remonta a los orígenes del régimen patriarcal.
La monogamia y la ideología de la fidelidad y castidad surgieron para asegurar la paternidad,
reprimiendo así la genuina sexualidad femenina.
Una de las especificidades que se observa en la historia de la mujer latinoamericana
consiste en que sus reivindicaciones específicas están estrechamente ligadas con la lucha
cotidiana por el agua, la vivienda, la educación, la salud y el transporte, problemas que en gran
medida no enfrenta el feminismo europeo. De ahí que rápidamente se combine la lucha
feminista con el combate social, adquiriendo el proceso un marcado carácter político.
El feminismo ha logrado definir los matices de la lucha antipatriarcal y anticapitalista. El
patriarcado constituye un régimen de dominación que aparentemente se fue autonomizando
respecto del modo de producción, aunque siempre fue y es funcional a él. Estableció una
dinámica propia en la relación de poder de la pareja, independientemente de que el hombre
fuera también explotado por otros hombres. La implantación del patriarcado es uno de los
fenómenos sociales más trascendentes de la historia universal, a tal punto que ha sobrevivido a
todos los modos de producción y sociedades de clases y se resiste a desaparecer en la fase de
transición al socialismo.
El movimiento feminista latinoamericano no es tan nuevo como se supone, ya que sus
primeras manifestaciones se remontan a la segunda mitad del siglo XIX, en las luchas por el
derecho al voto y al divorcio, que comienzan a concretar en el siglo XX organizaciones como el
Consejo Nacional de Mujeres del Uruguay (1916), liderado por Paulina Luisi; el grupo Rosa
Luxemburgo y al Alianza Femenina (1920)de Ecuador, creada por Nela Martínez; la Unión
Feminista Nacional de la Argentina (1918), promovida por Julieta Lanteri y Alicia Moreau; el
Movimiento de Emancipación de la Mujer Chilena (1936), orientado por Elena Caffarena, y
otros similares en Perú, Cuba, Puerto Rico, Venezuela y Bolivia. En algunos países (Brasil,
Argentina, Chile y Uruguay) se llegó a la fundación de partidos feministas. Pero estas
organizaciones entraron en crisis a medida que fueron logrando algunas conquistas, como el
derecho al voto, que en países como Ecuador (1924) se obtuvo antes que en muchas naciones
europeas.
Después de casi tres décadas de estancamiento, el feminismo latinoamericano resurgió a
principios de los años sesenta, logrando crear grupos autónomos que practican una nueva forma
de hacer política al tratar de que aspectos importantes de “lo privado” sean motivo de discusión
pública. Desde principios de la década de 1980 os grupos feministas han empezado a consolidar
sus lazos con el sector de las mujeres más oprimidas: indígenas, obreras y campesinas y a
relacionarse con otros movimientos sociales.
El feminismo puede llegar a ser más radical que otros movimientos y partidos porque va
más allá de la lucha contra el capitalismo, al luchar también por la liquidación de cualquier
manifestación de patriarcado, inclusive durante el período de transición al socialismo. Visualiza
una utopía, que es motor de cambio y de esperanza, utopía realizable porque se ha puesto en
marcha un movimiento que expresa los intereses de la mitad de la población.

NOTAS
1
Esta parte es reproducción parcial del último capítulo de nuestro libro: La mitad invisible de la historia. El protagonismo social de
la mujer latinoamericana, Ed. Sudamericana-Planeta, Buenos Aires, 1987.
2
WALLY SECCOMBE: “El trabajo doméstico en el modo de producción capitalista”, en El ama de casa bajo el capitalismo, Ed.
Anagrama, Barcelona, 1975.
3
C. MARX: El capital, trad. W. Roces, FCE, México, 1946, t. I, vol. II, pp. 79, 80, 85, 922, 923, 968, a 970, 975 a 978.
Capítulo XIII
Ideología, vida cotidiana y el
Papel del mito social en la
Historia latinoamericana

Estas categorías son el resultado de la dominación ejercida por el Estado y la élite


gobernante, pero a su vez van configurando aspectos relevantes de la sociedad civil.
A veces, los investigadores olvidan que la superestructura cumple un papel muy activo en
el conjunto de las manifestaciones de la formación social, incluidos los fenómenos económicos
y sociales. Con fines analíticos pueden hacerse una separación entre estructura y
superestructura, para poder analizar en detalle las diversas expresiones de la formación social,
pero siempre debe tenerse presente que ambas forman parte de la totalidad, y que entre ellas hay
una relación dialéctica y una infraestructura activa permanente. Si bien es cierto que la
estructura social y económica condiciona el resto de las manifestaciones de la sociedad, no debe
minimizarse la incidencia que tiene la superestructura en la lucha de clases. Por ejemplo, una
historia del derecho en América latina podría probar que esta expresión de la superestructura
estableció normas que repercutieron de manera permanente en el comportamiento de nuestras
sociedades. Algo similar puede decirse de los valores que permean la vida de nuestros pueblos;
han sido impuestos por la clase dominante, pero juegan un papel activo en la vida cotidiana y en
los conflictos sociales.
Las ideologías que han imperado en la historia de las sociedades latinoamericanas pueden
ser estudiadas tanto desde el punto de vista gnoseológico como sociológico, para explicar el
papel funcional que han desempeñado en cada período histórico. Desde el ángulo gnoseologico,
la ideología tiende a encubrir la realidad; sociológicamente desempeña un papel real en la lucha
de clases. Por eso es importante escribir una teoría de las ideologías, que contribuya a elaborar
una historia social de las ideologías latinoamericanas, con el fin de dar cuenta no sólo del
pensamiento sino del papel que jugó cada ideología en los procesos sociales y políticos.
Así podría descubrirse la ideología que está detrás de los documentos oficiales y
declaraciones de las autoridades de gobierno y personeros de la clase dominante. Una época no
debe ser analizada solamente por la conciencia que ésta tenga de sí misma, a través de sus
documentos, sino por el conjunto de las manifestaciones de la formación social.
La ideología contribuye a generar el imaginario social. Por ejemplo, los ideólogos del
siglo pasado trataron de crear un imaginario acerca del significado de “civilización y barbarie”,
con el fin de imponer un modelo de sociedad moderna. En el fondo, el imaginario tiene un
carácter coercitivo, destinado a cohesionar no sólo a la clase dominante sino al conjunto de la
sociedad en torno al proyecto político y cultural de la burguesía o de una de sus fracciones.
La ideología cumple un papel tan activo que se va configurando la conciencia social de
los pueblos. Y no por ser “falsa conciencia” deja de ser real. Por eso, las ideologías forman parte
indisoluble del fenómeno social, y son de una efectividad tal que, por ejemplo, en el caso de la
mujer la ideología ha sido una de las bases de su secular opresión.
La ideología es un fenómeno objetivo que tiende a “racionalizar” el comportamiento
humano en función de la clase dominante, no de una manera burda ni maquiavélica, sino a
través de mediaciones.

LA VIDA COTIDIANA

Una teoría de la historia para América latina debe considerar las manifestaciones más
importantes de la vida cotidiana para explicar el comportamiento de los pueblos ya que en el
diario vivir se expresa de manera tangible la praxis de los seres humanos. “La vida cotidiana –
dice Agnes Heller- es el conjunto de las actividades que caracterizan las reproducciones
particulares creadoras de la posibilidad global y permanente de la reproducción social. No hay
sociedad que pueda existir sin reproducción particular. Y no hay hombre particular que pueda
existir sin su propia reproducción. En toda sociedad hay, pues, una vida cotidiana: sin ella no
hay sociedad.”1
Si bien es cierto que la vida cotidiana está condicionada por el modo de producción, la
estructura de clases y las normas dictadas por el Estado, tiene una dinámica propia. Por
consiguiente, es necesario emplear un método de investigación específico capaz de analizar ese
diario vivir que desborda la economía y la política, y que a su vez tiene incidencia sobre éstas.
De ahí que la clase dominante procure por todos los medios reglamentar la cotidianidad, sobre
todo de los explotados y oprimidos, a través de la educación, los códigos civiles y los medios de
comunicación.
En la vida cotidiana es donde se expresa con mayor amplitud la sociedad civil, pues se
dan las manifestaciones más espontáneas de los seres humanos en busca de los pequeños
resquicios de libertad y autonomía personal. La cotidianidad expresa la alienación humana pero
también formas de desalienación, de protesta contra el medio y de rebelión por necesidades
insatisfechas, que en algún momento del proceso histórico estallan o se canalizan por distintas
vías.
Los valores de la vida cotidiana no son meramente pensados sino fundamentalmente
vividos. Se generan en la vida material de las comunidades y se encarnan en nuestros
sentimientos. Son tan arraigados que la vida cotidiana de un período histórico supervive en
muchos aspectos en otras formaciones sociales. Por ejemplo, durante el siglo XIX se
mantuvieron en América latina formas de cotidianidad heredadas de la Colonia.
En una misma formación social pueden coexistir varios modos de vida, tanto de sectores
de clase como étnicos. Es obvio que las comunidades indígenas tienen una vida cotidiana
secular muy distinta al resto de la sociedad; diferenciación que también se da en algunas
comunidades negras. Podría decirse que en la vida cotidiana de las etnias es donde se expresan
más claramente sus diferencias con el régimen de dominación. Sus costumbres, su religión, sus
danzas, su arte y medicina propia siguen constituyendo una forma de resistencia y de
reafirmación de su identidad cultural. De ahí, la importancia de estudiar la vida cotidiana de los
pueblos indoamericanos, única manera de poder comprender su continuidad cultural y sus
formas de resistencia a la cultura de dominación. Los siglos de lucha que mantienen los
aborígenes americanos no son solamente por la defensa y reconquista de sus tierras, sino
también por conservar las diversas manifestaciones de su vida cotidiana, desde la lengua y la
religión hasta la forma de alimentarse, trabajar, divertirse y hacer el amor.
Aunque en una formación social existan varios modos de vida, uno de ellos es el
predominante: es el que impone la ideología de la clase dominante. Los sectores explotados y
oprimidos están condicionados en su diario existir por el régimen que impone la clase
dominante, pero generan manifestaciones contraculturales, ya sea en las fiestas o el deporte, que
les ayudan a supervivir. Un estudio más a fondo de las revoluciones podría demostrar que los
pueblos se alzaron no sólo por cuestiones políticas sino también en pos de formas alternativas
de cotidianidad.
El estudio de la vida cotidiana es tan importante que puede detectar quiénes tienen una
actitud conformista y qué sectores sociales cuestionan el tradicional modo de vida. En tal
sentido, habría que investigar el impacto de la masiva inmigración europea de fines del siglo
pasado y comienzos del presente en sociedades como la argentina, uruguaya y brasileña.
Aunque algunas capas de inmigrantes se incorporaron a la clase trabajadora de estos países, la
mayoría nutrió las filas de la moderna burguesía. Quizá las aspiraciones de todo inmigrante por
tener una casa propia, hijos que se reciban de doctores, ingenieros o abogados, seguridad y
estabilidad personal, fueron configurando un modo de vida que explicaría la tendencia al
conservadurismo político que se observa en vastas capas de la población de dichos países.
Existe una relación dialéctica entre la vida cotidiana y comportamiento político; la vida
cotidiana es condicionada por la situación económica y política, pero a su vez incide sobre ellas.
La ocupación del “tiempo libre” es otro de los aspectos importantes de la vida cotidiana.
En los deportes, las fiestas, los juegos, los paseos, el cine, la televisión, los bailes, la lectura de
diarios y revistas se manifiesta tanto la alienación como la desalienación de las mujeres y los
hombres. Se enajenan en actividades impuestas por la clase dominante con el fin de que las
personas se evadan de sus problemas reales, pero al mismo tiempo expresan formas de protesta,
cuestionando el sistema de dominación política.
También es importante estudiar la vida cotidiana en las ciudades macrocefálicas, porque
en ella se incuba no sólo el conformismo sino también manifestaciones contraculturales respecto
de los ruidos infernales, el transporte, los trámites burocráticos, la despersonalización, la
hostilidad, el egoísmo, la vida amorosa condicionada por los quehaceres de la urbe, que conduce
a variadas formas de represión y autorrepresión sexual.
Las nuevas escuelas históricas, especialmente Annales, han comenzado a dar suma
importancia a los fenómenos de la vida cotidiana. Este giro de la investigación social es positivo
en la medida en que no se caiga en el empirismo, en el estudio del detalle de cómo eran los
carruajes y la vestimenta de determinada sociedad. No se trata, a nuestro juicio, de hacer una
historia por separado de los distintos aspectos de la cotidianidad, sino de analizarlas
globalmente para ver cómo inciden en el cambio social o en el mantenimiento del orden
establecido. En tal sentido, la investigación de la vida cotidiana en las culturas indoamericanas,
en la Colonia, en la República del siglo XIX y en la contemporaneidad arrojará bastantes luces
sobre el comportamiento de nuestros pueblos, terminando con toda forma de reduccionismo
analítico.

EL PAPEL DEL MITO SOCIAL EN LA HISTORIA

El mito se convierte en una fuerza motriz de la historia cuando el pasado que simboliza
tiene vigencia en el presente. Nos referimos al papel del mito social, no a los mitos sobre los
orígenes de la vida ni a los de carácter mágico-religioso, que si bien tienen incidencia en la vida
cotidiana no alcanzan proyecciones políticas en el enfrentamiento de clases. En cambio, el mito
social –que es parte de un pasado de luchas comunes- constituye una relevante fuerza histórica
porque expresa la continuidad de las luchas de un pueblo o una comunidad.
El mito social representa una forma de pensamiento social que, recreando el pasado, se
proyecta en el presente y el futuro. Por eso, el mito social expresa un ideal histórico por alcanzar
que a veces linda en la utopía.
Estos mitos pueden ser tanto progresivos como regresivos, respecto de la
contemporaneidad. En tales casos, el historiador debe saber detectar el papel que juega un mito
en determinada época histórica, analizando qué fuerzas sociales representa en dicha coyuntura
histórica.
Uno de los mitos progresivos ha sido el del incario, al motorizar movimientos como el de
Túpac Amaru. Los cientos de miles de indígenas que participaron en esa lucha no reivindicaban
las desigualdades del imperio incaico –hecho histórico comprobado- sino la continuidad de las
formas comunales de producción y convivencia social, cortadas drásticamente por la invasión
española. El retorno al incario se convirtió entonces en un mito como expresión de la resistencia
aborigen a la conquista ibérica. De ahí que en el estudio del papel que desempeña el mito en la
historia no interesa tanto la claridad que los participantes tengan sobre el pretérito, sino el
imaginario social que se hayan hecho de dicho pasado para impulsar las luchas de su presente.
El mito social se replantea cuando una coyuntura histórica hace factible la movilización
de fuerzas, como sucedió con el levantamiento de Tupác Amaru.
Una de las causas de coyuntura fue el aumento de los tributos por parte de la corona
española, entonces en manos de los reyes Borbones, y la obligación de comprar productos
importados, cuya distribución estaba a cargo de los corregidores.
La rebelión de Tupác Amaru en 1780 fue la culminación de una serie de levantamientos
ocurridos desde mediados del siglo XVIII, como el de Juan Santos Atahualpa, que se decía
descendiente de los incas.
Estas experiencias de lucha de sus hermanos, que recogían la tradición secular de sus
antepasados, permitieron a José Gabriel Condorcanqui diseñar un programa y una estrategia de
combate contra los españoles, fundamentándose en el legado incaico. Nacido el 24 de marzo de
1740, había quedado huérfano de sus padres, Miguel Condorcanqui y Rosa Noguera. Pronto
comenzó a usar el apellido de Tupác Amaru, en memoria del Inca Tupác Amaru I, que dirigió
en 1572 la resistencia contra los españoles en Vilcamba. Se casó muy joven con Micaela
Bastidas, quien “fue su lugarteniente más inmediata y, a veces, su inspiradora”.2
El movimiento se inició el 4 de noviembre de 1780 con el apresamiento del corregidor
Antonio de Arriaga de la provincia de Tinta, donde se había criado Tupác, a 25 leguas del
Cuzco. Prestamente, Tupác estableció su cuartel general en Tungasuca, obligando al corregidor
a redactar una carta dirigida al cajero colonial en la que ordenaba entregar todos los fondos y las
armas. De este modo, Tupác Amaru, montado en su caballo blanco y vestido de terciopelo
negro, “dirigida la actividad insurreccional enviando cartas a los caciques principales a los
cuales les encargaba (...) la detención de los corregidores”.3
El 17 de noviembre de 1780 logró derrotar en Sangarará a un ejército de más de 600
españoles. En lugar de avanzar hacia el Cuzco, como le aconsejaba su compañera Micaela,
prefirió regresar a Tungasuca. Cuando se decidió a tomar Cuzco, la vieja capital incaica del
Tahuantisuyo, ya los españoles habían recibido refuerzos suficientes como para derrotarlo el 21
de marzo de 1782, y someterlo al tormento de atar sus extremidades a caballos para
descuartizarlo.
El programa de Tupác Amaru planteaba puntos importantes a favor de los oprimidos,
como lo demuestra una carta que le dirigió al cacique Chuquihuanca: “Tengo comisión para
extinguir corregidores en beneficio del bien público, en esta forma que no haya más
corregidores en adelante, y como también con totalidad se quiten minas en Potosí, alcabalas,
aduanas y muchas otras introducciones perniciosas”.4
Tupác Amaru luchaba también por la eliminación de la mita en los obrajes textiles. Luego
de su alzamiento en Tinta, “mando abrir en su presencia el obraje de Pomacanchi, ordenó que se
abonara a los operarios lo que el dueño les adeudaba y los bienes restantes los repartió entre los
indios”.5
El objetivo de Tupác se hizo claramente político al proclamarse rey de Perú, Quito, Chile
y Tucumán, abriendo una dinámica de lucha anticolonial, que de hecho lo convirtió en uno de
los precursores de la independencia.
A veces los héroes populares se convierten en mito social. En tales casos, el historiador
debe también interesante más por el imaginario social de los pueblos que por el conocimiento
cabal que tienen de esos héroes. Los sectores populares rescatan de ese pasado lo que realmente
les interesa para sus luchas del presente. Por ejemplo, Simón Bolívar, San Martín y otros líderes
de la independencia pudieron haber cometido errores, pero lo que los pueblos rescatan de ellos
es la lucha anticolonial coordinada a nivel continental contra el imperio español y su ideario de
unidad latinoamericana. Ese imaginario social se diferencia del que ha pretendido fabricar la
burguesía con esos mismos héroes, sacralizados en estatuas y monumentos vacíos de contenido.
Otro ejemplo es el de Ezequiel Zamora en Venezuela, quien al frente de miles de
indígenas, negros y mestizos llevó adelante un combate popular por la igualdad social y la
democracia a mediados del siglo XIX, con tanta convicción que hasta el día de hoy es
paradigma los explotados de Venezuela. Lo mismo podría decirse de Emiliano Zapata y
Francisco Villa en México, donde se los recuerda, no por las debilidades que tuvieron en cuanto
a estrategia de poder, sino por su combate decidido a favor de los campesinos. Un caso más
claro aún por su vigencia contemporánea es el de Sandino; tampoco tenía una clara estrategia de
poder, pero su gesta antiimperialista fue capaz de movilizar en 1970 a decenas de miles de
nicaragüenses contra la dictadura de los Somoza hasta lograr un triunfo que abrió las puestas
para el inicio de la construcción del segundo país en transición al socialismo en América latina.
Significado similar tiene para el Ecuador un Eloy Alfaro; un Camilo Torres para
Colombia; Manuel Rodríguez, Recabarren y Salvador Allende para Chile; José Artigas para el
Uruguay. Ni que decir de la trascendencia histórica continental de un Che Guevara.
Por consiguiente, una teoría de la historia para América latina debe procesar el papel del
mito social y de los héroes populares en la lucha de clases para dar cuenta de las motivaciones
no sólo económicas sino también de las especificidades ideológicas y culturales de cada pueblo,
expresadas en sus propias tradiciones de lucha.
OTROS TIPOS DE MITOS

Por su parte, la burguesía fabrica mitos para encubrir la realidad y tergiversarla en


función de sus intereses de clase. A modo de ilustración, analizaremos tres mitos: el
“descubrimiento” de América, la “raza superior” y la “madre patria”.
Estos tres mitos están estrechamente ligados porque forman parte de una misma
concepción euro y etnocéntrica, basada en una ideología hispanófila. Cuando los españoles
llegaron a nuestro continente, hacía milenios que los aborígenes habían creado culturas, cuya
relevancia hemos analizado en el capítulo IV. Si alguien “descubrió” América fueron los
primeros hombres que cruzaron por el estrecho de Behring hace cien mil años
aproximadamente. Los europeos antes del viaje de Colón, desconocían la existencia de nuestras
culturas porque los avances de la náutica no eran suficientes para iniciar aventuras
transoceánicas.
En consecuencia, el retraso de los medios de comunicación fue lo determinante en la
ignorancia de los europeos respecto de la existencia de las culturas indígenas americanas. Colón
no descubrió nada, como tampoco los portugueses, ingleses, franceses, belgas y holandeses
descubrieron Asia y Africa. Tanto los pueblos americanos como los afro-asiáticos habían
generado culturas milenarias antes de la llegada de los europeos descubrieron América y otros
continentes fue por una razón cargada de contenido ideologizante: justificar la conquista y la
colonización.
De ahí, el origen del llamado “Día de la Raza”. El más elemental análisis muestra que al
ancestro indígena es necesario agregarle dos etnias desde el siglo XVI: la europea,
especialmente española y portuguesa, y la negra, proveniente del Africa.
De estas tres etnias la fundamental fue la indígena autóctona porque constituyó la
mayoría aplastante de la población a pesar del exterminio que hicieron los llamados
descubridores. La cruza de español y portugués con la mujer indígena dio lugar a otra variedad
étnica: los mestizos. Mientras tanto, se reproducía la etnia aborigen pura. Paralelamente, la
importación de esclavos negros significó un flujo étnico determinante para países como Brasil,
Cuba, Venezuela y, en general, las islas del Caribe. Un nuevo mestizaje produjo zambos y
mulatos. A fines de la Colonia, la mayoría de la población era indígena, negra y mestiza. Los
españoles, portugueses y otros europeos, además de los blancos criollos, eran una ínfima
minoría. Pues bien, ¿qué base científica existe para conmemorar el “Día de la Raza”? Ninguna,
sólo la perpetuación de una concepción ideologizante, inspirada en el etno y eurocentrismo,
manipulado en este caso por la tendencia hispanófila.
Esa misma ideología está detrás del mito fabricado en torno a la “Madre patria”. Nadie
puede negar la importancia de España y Portugal en la llamada “colonización” de América
latina. Pero si se tratara de ubicar una madre simbólica no cabría duda de que ella está en el
ancestro milenario de nuestras culturas aborígenes: la Pachamama, la madre tierra.
No puede ser “Madre Patria” la que exterminó el 75 por ciento de la población aborigen y
aplastó el proceso creativo de nuestras culturas indígenas, como no lo fue para los millones de
negros desarraigados de su tierra africana, para quienes en todo caso la madre patria es Africa.
Tampoco fue “madre patria” para las variantes étnicas que generó el mestizaje. Ni siquiera fue
“madre patria” para la mayoría de los criollos que tuvieron que enfrentar a las monarquías
hispano-lusitanas en lucha por la independencia. Las naciones latinoamericanas que surgieron
de ese proceso trataron de crear una “patria grande”, inspiradas en el proyecto bolivariano, y
terminaron construyendo “patrias Chicas”, como consecuencia de los intereses mezquinos y
provincianos de las burguesías criollas. Esas élites dominantes fueron, precisamente, las que
comenzaron a mediados del siglo XIX a levantar el mito de la “madre patria”, con la intención
de limar las asperezas de las guerras de la independencia y reiniciar el intercambio comercial
con España.
En síntesis, sin desconocer la importancia de España y Portugal, no podemos seguir
aceptando el mito de la “madre patria”, porque no corresponde a la verdad histórica. Somos
pueblos que venimos haciendo historia desde milenios antes de la llegada de los europeos y que,
inclusive después de la colonización hispano-lusitana, tenemos un desarrollo multiétnico tan
manifiesto que resulta absurdo atribuirnos una madre común española.
La inferioridad de los indígenas fue otro de los mitos fabricados por el etnocentrismo.6 A
las mistificaciones de los colonizadores, hechas para justificar el exterminio y la inicua
explotación, le siguieron los raciocinios de los filósofos de la Ilustración. Hume opinaba que
todos los habitantes de los trópicos y de los círculos polares eran razas inferiores. Buffon
sostenía que la naturaleza, al negarle al indígena el amor, lo ha maltratado y achicado. Kant
afirmaba que los pueblos americanos no podían alcanzar la civilización porque carecían de
pasiones, estímulos y afectos; no eran fecundos ni se preocupaban de nada esos indios
perezosos. A principios del siglo XIX, Hegel todavía opinaba que “sólo en América existen
salvajes tan torpes e idiotas como los fueguinos y los esquimales”.7 Estas y otras falacias fueron
utilizadas por los colonizadores para legitimar sus formas de explotación y reforzar su falsa
conciencia.

NOTAS
1
AGNES HELLER: La revolución de la vida cotidiana, Ed. Península, Barcelona, 1982, p. 9.
2
BOLESLAO LEWIN: Tupác Amaru, Ed. Siglo XX, Buenos Aires, 1973, p.35
3
Íbid., p. 81.
4
Íbid., p.66.
5
Íbid., p.67.
6
PERROT Y OTROS: Etnocentrismo e historia, Ed. Nueva Imagen, México, 1980
7
ANTONIO GERBI: La disputa del nuevo mundo, Ed. FCE, México, 1952.
Capítulo XIV
Identidad y unidad
Latinoamericana

Los latinoamericanos experimentamos la sensación de pertenencia a una tradición


histórica cultural común y de unidad, como no se da en otros continentes, fenómeno que plantea
el problema de nuestra identidad.
El concepto de identidad es sumamente complejo, pues puede ser abordado desde el
ángulo psicológico o histórico-cultural. Desde este último punto de vista identidad significa
autoconciencia de pertenecer a una nación, a una clase, etnia o idiosincrasia cultural. Expresa
por lo tanto la singularidad o diferencia con otros pueblos, la diversidad, como resultado del
desarrollo desigual, articulado, combinado, específico-diferenciado y multilineal de la historia.
La conciencia colectiva de la identidad, siempre en desarrollo, se refleja en variadas
formas de autoafirmación y ruptura. Embrionariamente, la identidad latinoamericana surgió
como rechazo a la colonización española y portuguesa, y luego como respuesta a la dependencia
estructural impuesta por las metrópolis imperialistas. Al decir de Franz Fanon, el colonialismo y
las relaciones de dependencia aceleran contradictoriamente la conciencia social de identidad. La
identidad latinoamericana no se desarrolló como mero mecanismo de defensa ante las formas de
colonialismo, sino como autoafirmación destinada a generar proyectos de liberación y de
sociedad alternativa.
Por eso, la identidad de nuestros pueblos es un proceso en desarrollo, que ha tratado de
ser abortado, deformado y mediatizado por el colonialismo externo e interno, el
neocolonialismo cultural y las diversas formas de aculturación. La identidad es lo que es y lo
que se va construyendo; es un proceso permanente y contradictorio de cambio, de creación y
recreación.
Hay unidad en la diversidad de cada país o región de América latina, porque conviven
diferentes etnias, especialmente la indígena, que tienen a su vez su propia identidad. Existe,
asimismo, una identidad de clase, que tampoco es contradictoria con la aspiración hacia la
unidad e identidad latinoamericanas. Sentirse obrero ecuatoriano, boliviano, chileno o argentino
es también sentirse explotado latinoamericano. Las identidades particulares de región y nación
tampoco son incompatibles con el sentimiento de unidad latinoamericana.
Por eso, hay que promover el estudio de la historia regional, con una metodología global
que integre el análisis regional a la formación social nacional y latinoamericana. Para ello, es
necesario redimencionar el concepto de región, dándole un contenido más histórico-
latinoamericano, sin restringirlo a los límites geográficos. Así se podrán comprender mejor las
especificidades de cada país.
La unidad latinoamericana se expresa a veces en los fenómenos de regionalización de los
conflictos sociales. Esta tendencia se inició con la rebelión de Tupác Amaru, que abarcó la
región andina, desde Ecuador hasta el norte argentino, es decir el antiguo imperio incaico. Otra
expresión de la regionalización de los procesos sociales fue la expansión del levantamiento
anticolonial haitiano a la zona del Caribe, especialmente a las costas venezolanas, donde se alzó
José Leonardo Chirino, junto a los esclavos y los indígenas en 1795. Ni que decir de la
regionalización de las guerras de independencia en la zona andina (campañas de Simón Bolívar
por el Norte y de San Martín por el sur). En la década de 1830-40 Francisco Morazán estuvo a
punto de concretar una Centroamérica unida.
La primera regionalización de la revolución en el siglo XX se produjo entre 1925 y 1933
en la zona centroamericana y caribeña, impulsada por Julio Antonio Mella en Cuba y por
Augusto Cesar Sandino en Nicaragua; en 1928 se registraba el levantamiento de los trabajadores
colombianos de las bananeras, que Raúl Mahecha trató de coordinar con la huelga de los
petroleros, precisamente el mismo año en que se registra el gran movimiento de protesta contra
la dictadura de Juan Vicente Gómez en Venezuela. Frustrados transitoriamente estos procesos,
la tendencia a la regionalización de los conflictos no se detuvo; en 1932 la revolución
salvadoreña, dirigida por Farabundo Martí, y en 1933 el movimiento nacional antiimperialista,
liderado en Cuba por Antonio Guiteras. No por azar se formó entonces la Liga Antiimperialista
de las Américas, presidida por el pintor mexicano Diego Rivera y el venezolano Salvador de la
Plaza, redactores del periódico El libertador.
Esta tendencia a la regionalización resurgió con nuevas fuerzas a principios de la década
de 1970, al producirse en el Cono Sur una serie de procesos concomitantes: triunfo de Salvador
Allende, Asamblea Popular y gobierno nacionalista de Torres en Bolivia, el “cordobazo”
argentino y las huelgas generales del Uruguay. Para detener este avance también se regionalizó
la contrarrevolución: golpes militares en Bolivia (1971), en Uruguay (julio de 1973), en Chile
(septiembre 1973) y, finalmente, en Argentina (marzo 1976).
Si alguna duda existía acerca de esta tendencia histórica, quedó despejada con el triunfo
de la revolución nicaragüense, que desde 1979 abrió un rápido proceso de regionalización de los
conflictos en todos los países centroamericanos, especialmente en Guatemala y El Salvador.
La división de la sociedad en las clases sociales y etnias oprimidas cuestiona el pleno
desarrollo de la identidad latinoamericana. Un trabajador so se identifica con su patrón por más
que pertenezcan a la misma nación. El motor de la historia sigue siendo la lucha de clases y no
controvertida “unidad nacional”. En nombre de ésta se ha sacrificado los intereses de las clases
explotadas y de sectores oprimidos de la sociedad, como los indígenas y las mujeres. Apelando
a la “argentinidad” o la “chilenidad”, los militares han justificado los genocidios más masivos
de nuestra historia.
Por eso creemos conveniente distinguir entre unidad nacional e identidad. Mientras la
consigna de “unidad nacional” es ideologizante, el concepto de identidad nacional es una
categoría objetiva, ya que nadie podría negar el sentido de pertenencia que los habitantes
experimentan por su país. Y si este país es oprimido, como es el caso de todos los países
latinoamericanos, la identidad juega un papel dinámico en la lucha por la liberación respecto de
las metrópolis imperialistas opresoras.
Por consiguiente, no sólo hay una identidad de clase y de etnia oprimida sino también una
identidad de país oprimido y, por extensión, de subconsciente subyugado. En América latina se
da, entonces, una identidad de clase y de etnia, y una identidad de subconsciente oprimido, que
acelera la toma de conciencia tanto nacional-antiimperialista como anticapitalista. La
conciencia colectiva de identidad rebasa, pues, el marco de las psicologías y ontologías del
llamado “ser nacional”, pues lo que une a los pueblos latinoamericanos es su situación de
opresión social y política.1
No se trata –dice Leopoldo Zea- de “un renacimiento sino de un nacimiento de una
identidad que se ha sido engendrada en la relación conquistador, colonizador-colonizado”.2
Una teoría de la historia para América latina debe dar cuenta de las principales fases de
esta lucha por la unidad latinoamericana. Iniciada con los precursores de la independencia,
como Eugenio Espejo, Picornall, Gual, España, y, fundamentalmente, Francisco de Miranda,
fue continuada en el fragor del combate anticolonial por Simón Bolívar, José de San Martín,
José Artigas, Mariano Moreno, Bernardo Monteagudo, José Miguel Carrera, Bernardo
O’Higgins, Cecilio del Valle, Simón Rodríguez, Francisco Morazán y otros. A mediados del
siglo XIX, hubo un resurgimiento del ideal bolivariano, expresado en el Congreso
latinoamericano de 1847, en los pensamientos de Francisco Bilbao, Eloy Alfaro, Felipe Varela
y Juan Bautista Alberdi, en la Unión Americana de 1862 y el Congreso Americano de 1864.
Más tarde, emerge el pensamiento nacional-antiimperialista con José Martí, Eugenio
María Hostos, Ramón Betances, José Enrique Rodó, José María Vargas Vila, Manuel Ugarte,
José Ingenieros, Rufino Blanco Fombona y los líderes de la Reforma Universitaria de 1918-22 y
la Unión latinoamericana de 1925, quienes comprendieron que la dependencia de nuestros
países no sólo era económica sino también se expresaba en fenómenos de semicolonización
política, implementados por Estados Unidos a través de las Conferencias panamericanas.
Al mismo tiempo surgían los precursores del marxismo latinoamericano: Luis Emilio
Recabarren, Salvador de la Plaza, José Carlos Mariátegui y Julio Antonio Mella, quienes
plantearon que la unidad latinoamericana sólo podría alcanzarse mediante la liberación tanto
nacional como social, proyecto político que décadas después cobrara nuevo impulso con la
praxis del Che Guevara y el triunfo de las revoluciones cubana y nicaragüense.
Esta lucha por la identidad latinoamericana se va configurando no sólo en los
enfrentamientos políticos sino también en la creatividad de los trabajadores de la cultura, a
través de sus pinturas y cantos a la vida y la solidaridad, como asimismo de quienes tienen la
responsabilidad de decir la verdad histórica, desmistificando todo aquello destinado a mediatizar
la conciencia colectiva de identidad y unidad latinoamericana.

NOTAS
1
ARTURO ANDRES ROIG: Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, FCE, México, 1981, p. 280 y siguientes. Además
MARIO AGOGLIA: “Cultura nacional y filosofía de la historia de América latina”, en revista Cochasquí, Quito, nº 3, p. 5.
2
LEOPOLDO ZEA: “Nuestra América y una formulación del humanismo”, en revista Cochasqui, Quito, nº3, p. 5.

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