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AMOR FATI Y ETERNO RETORNO

El “experimento con la verdad” con el que Nietzsche


quería reorientar la mala salud de Europa se basaba en un
diagnóstico de las distintas enfermedades y proponía la
transvaloración como terapia. Una élite de individuos debía
impulsar el cambio asumiendo los valores de una moral de
señores e iniciar así en ellos mismos esa reorganización de
los instintos conforme a la voluntad de poder afirmativa y
su movimiento esencial hacia la autosuperación. Pero así
como la moral nihilista encontró el mejor apoyo para su
justificación y para la eficacia de su incorporación en la
religión cristiana, Nietzsche plantea como clave de bóveda
de su experimento el pensamiento del “eterno retorno”.
Esta doctrina está destinada a ser, al mismo tiempo, el
nuevo centro de gravedad del hombre superior como
garantía de su salud, la máxima expresión del principio de
selección como prueba que distinguirá a los señores de los
esclavos del nihilismo pasivo, y el impulso último a la radi-
calización del nihilismo con el que éste se transformará en
“nihilismo consumado”.
Por tanto, el primer equívoco que debe deshacerse es el
de considerar el eterno retorno como la teoría nietzscheana
sobre la esencia verdadera del tiempo que se formula para
rebatir, a partir de ella, la concepción metafísica del tiempo
lineal. Es significativo que, en toda la obra publicada,
Nietzsche sólo habla del eterno retorno en algunos
discursos y aforismos y que en todos ellos se aluda a él con
una intencionada ambigüedad. Esto apunta a que el
pensamiento del eterno retorno no puede comprenderse
sino en virtud de la función que cumple en relación con los
objetivos del pensamiento de Nietzsche. Desde esta
perspectiva se comprende que éste no se refiera nunca al
eterno retorno como una “teoría”, sino que hable siempre
de “doctrina”, “profecía” o “anuncio”. Lo plantea como una
“experiencia”, es decir, como la base de la prueba misma
en la que consiste todo su experimento. En todo caso no
pretende ser una fórmula o un enunciado dirigido al

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entendimiento, sino la expresión de un reto y de una tarea
para la voluntad: lo decisivo no es su validez, su coherencia
o su verdad como teoría, sino su valor como fórmula de la
más alta afirmación de la vida que pueda imaginarse y, en
cuanto tal, como necesario instrumento de selección.
El primer sentido que el eterno retorno tiene es erigirse
en nuevo centro de gravedad para el hombre no nihilista.
En la cultura cristiana europea, el cetro de gravedad lo
constituía la idea de Dios. De ahí que, cuando ese Dios
“muere”, es decir, cuando pierde su vigencia y credibilidad
por el efecto corrosivo del escepticismo por el que esta
cultura ha descubierto ella misma su intrínseco nihilismo, la
reacción generalizada sea la de una gran conmoción y un
sentimiento de desorientación. Aunque el eterno retorno de
ningún modo está destinado a ocupar el lugar del Dios
cristiano muerto sino que su eficacia trata de ser la de
destruir cualquier posibilidad de que un ideal ocupe ese
lugar, Nietzsche piensa el eterno retorno como el nuevo
centro de gravedad capaz de asegurar el equilibrio y dar la
salud al individuo posnihilista.
La ley de la autosuperación consiste sustancialmente
en la reordenación --según el paradigma del arte clásico-
de un caos sometiendo una pluralidad de instintos o de
fuerzas a una forma. El aspecto principal de la existencia al
que esta ley debe ser aplicada es el de la temporalidad: hay
que poder reunir dentro de una forma la pluralidad de los
momentos del tiempo. Es un acto de dominio de la
temporalidad que se efectúa en el presente, pero impo-
niendo una interpretación, un sentido que reinterpreta el
pasado que nos ha conducido hasta aquí y reorienta
nuestro futuro articulando lo que es enigma y azar. Esto es
imponer una necesidad al tiempo, reunirlo en el presente
donde se encuentran, como en una encrucijada, el pasado y
el futuro.
El pasado no es “lo sucedido en sí”, que yace detrás de
nuestro presente, sino que, en cada momento de nuestro
presente, lo recreamos y lo reinterpretamos. Del mismo
modo, el futuro no es el ámbito de lo totalmente

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imprevisible y azaroso, sino la dimensión en la que
lanzamos un proyecto a partir de la previsión que nos
permite nuestro domino del presente y nuestra
reinterpretación del pasado.
Sea como haya sido, podemos querer nuestro pasado a
partir de las decisiones que podemos tomar en el presente
y de la voluntad con la que damos un sentido a nuestra vida
de cara al futuro. Este querer el pasado no es, pues, ni
resignación ni fatalismo, sino que es quererlo al
reinterpretarlo en íntima conexión con el presente y con el
futuro. Y esto es dar una necesidad al tiempo superando la
falsa idea de su linealidad tal como la ha enseñado la
metafísica y la religión cristiana. Es asumir un destino como
ley que reorganiza una y otra vez nuestra existencia
actualizando siempre de nuevo las metas por las que
discurre y haciendo posible así el despliegue del impulso de
autosuperación.
Esta toma de posesión de nuestra temporalidad no es
posible desde la concepción metafísica del tiempo como
tiempo lineal. El hombre nihilista no puede hacer, desde
esta creencia, ninguna síntesis autónoma de su proyecto
vital y, por eso, cuando ya no le sustenta la fe en el Dios
cristiano, se hunde en la dispersión de una vida
fragmentada en dimensiones y momentos atomizados. Es
víctima de un caos de determinaciones cambiantes e ines-
tables. Con el pensamiento del eterno retorno, en cambio,
lo que retorna es una y otra vez la decisión de reunir las
determinaciones temporales de pasado, presente y futuro
en un significado unificado con cuya evolución se desarrolla
la incesante conquista de uno mismo. Las tres dimensiones
del tiempo se dan a la vez en cada instante de la
temporalidad vivida, lo que hace que instante sea igual a
eternidad. Pues en cada instante presente se condensa la
totalidad del tiempo como eterno retorno a la vez del
pasado y del futuro. Esto es, a la vez, amor fati (amor del
destino) y afirmativa voluntad de poder por la que damos
un sentido a nuestra existencia. El eterno retorno es esta
experiencia, algo que deber ser vivido, asimilado como
nuevo centro de gravedad, incorporado como una condición
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de vida. Sólo en este nivel se muestra su coherencia y
función.
Por esta función que está destinado a cumplir,
Nietzsche lo equipara a una religión y lo hace para sugerir
que su interés y efectividad no dependen de su grado de
verdad, sino de la decisión y la cualidad del proceso en
virtud del cual se incorpora como condición de vida.
Podemos ver un sinnúmero de representaciones en la
religión cristiana sin ningún fundamento de veracidad
racional que, sin embargo, han sido incorporadas como
condición de vida. O sea, como lo pone de manifiesto el
efecto de las representaciones religiosas del cristianismo,
no es preciso que el eterno retorno se demuestre como la
verdadera realidad del tiempo. Ni siquiera le hace falta ser
una idea verosímil o probable, sino que lo que tiene que ser
es un eficaz instrumento de selección y de educación.
Nietzsche pone como ejemplo la condenación eterna, que
no ha necesitado nunca fundamento científico alguno para
producir un enorme efecto selectivo durante dos mil años.
Pero si el eterno retorno no es una teoría, sino una
doctrina que hay que aceptar por una decisión de la
voluntad más que mediante su comprensión racional ¿qué
sentido tienen entonces los textos en los que Nietzsche
parece esforzarse en aportar confirmaciones científicas?
Partiendo del hecho de que lo importante de esta doctrina
es su función como nuevo centro de gravedad, es preciso
pensar que con esa presentación científica lo que se pre-
tende es favorecer su recepción y difusión.
El hombre actual ya no es sensible al argumento de
autoridad incondicional que regía la coacción de la religión,
sólo acepta la autoridad de la ciencia. Esos textos no
tendrían como intención propiamente la de demostrar la
verdad científica del eterno retorno, sino simplemente la de
hacerla aceptable y convincente probando otro modo de
coacción que debe tener la fuerza suficiente para que sea
incorporada y, de este modo, cumplir su eficacia selectiva.
En este sentido la explicación “física” es que la totalidad de
las fuerzas que constituyen el universo permanece

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constante y que lo único que cambia es su movimiento
incesante de transformación. Habría, pues, una economía
de fuerzas como un juego espontáneo de aumentos y
disminuciones que discurriría a través de la formación, la
desintegración y la recomposición continua del universo.
La importancia de la doctrina del eterno retorno estriba
que que cumple las dos funciones más importantes de una
religión: da el apoyo más poderoso a la incorporación de la
nueva moral y hace de la felicidad producida por esta
asimilación el mayor atractivo para asumirla.
Además de nuevo centro de gravedad, Nietzsche
considera el pensamiento del eterno retorno como el gran
principio selectivo. Selectivo aquí no quiere decir sólo que la
decisión de aceptar la idea del eterno retorno se convierte
en adelante en el principio de discriminación entre hombres
superiores y nihilistas pasivos, sino que ese pensamiento
está llamado a convertirse en el principal instrumento para
favorecer el predominio de los hombres afirmativos y
neutralizar todo lo posible la expansión y prolongación del
nihilismo. ¿Por qué el pensamiento del eterno retorno es el
que mejor sirve como instrumento de selección contra el
nihilismo? Porque, a la vez que sirve a unos individuos como
nuevo centro de gravedad para entrar en posesión de su
proyecto de vida, radicaliza el nihilismo y el pesimismo
extremando la conflictividad interna que le es propia y, por
tanto, debilitando al tipo nihilista.
El pensamiento del eterno retorno es la antítesis misma
de la concepción dualista del mundo sobre la que se basan
los ideales de los débiles. Acaba con la división entre
mundo verdadero y mundo aparente, destruye toda
posibilidad de imaginar una teleología como sentido de un
plan metafísico que se desarrolla a través de la tiempo,
niega la distinción entre ser y deber-ser causante de la
escisión que desgarra la conciencia desdichada del indivi-
duo moral. En suma, abre el horizonte de una nueva
interpretación de la vida que contradice seriamente las
exigencias que el hombre nihilista tiene –como condiciones
de existencia- de un sentido suprasensible, de un deber-ser

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moral absoluto y de una esperanza de redención de las
miserias de esta vida, y, de este modo, le debilita como tipo
hasta ahora predominante: “Nunca se condenará
demasiado severamente al cristianismo por su idea de una
esperanza en la resurrección, impidiendo así el acto del
nihilismo, el suicidio. Lo ha sustituido por un lento suicidio,
poco a poco, una vida mezquina y pobre, pero duradera”.
En el polo opuesto a esta actitud de la Iglesia de ayudar a
mantener la decadencia es donde se situaría la pretendida
acción selectiva del eterno retorno.
Sería absurdo concluir que el pensamiento del eterno
retorno se arroga, sin más, el poder de destruir desde sus
cimientos la vieja cultura europea forjada por el platonismo
metafísico y la moral cristiana, de impulsar a las masas de
nihilistas al suicidio y de instaurar un mundo
completamente nuevo como por arte de magia. Desde el
punto de vista de su función como pensamiento selectivo
dentro del marco del experimento nietzscheano, tiene el
sentido de abrir el horizonte a un posible giro con el que
llegasen a instaurarse nuevos valores. Y esta acción tiene
que ser creadora y destructora: “He descubierto que Dios
es el pensamiento más destructivo y hostil a la vida”.
El pensamiento del eterno retorno es, en suma, al
mismo tiempo, creación y destrucción, el juego mismo de la
voluntad de poder en el que Nietzsche cree descubrir el
secreto más íntimo de lo dionisíaco. Su significado de
negación extrema de las condiciones de vida en las que
crece el nihilismo es el reverso de su verdadero rostro como
expresión de la suprema afirmación de la vida inherente a
la voluntad de eternidad.
También la moral de los señores va ligada a una
religión, a una vuelta al paganismo antiguo cuyos dioses
retornaría ahora para salvarnos de la moral cristiana como
consuelo, martirio, obsesión con el dolor, se abriría paso la
religión como serenidad y afirmación de la vida en su
totalidad simbolizada en la figura del dios Dioniso. Ya no se
identificaría la religión con la Iglesia en cuanto institución
de poder, sino como espiritualidad y vida interior que siente

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la vinculación del individuo a la tierra y le impulsa a
identificarse con la totalidad de todo lo que existe,
afirmándola y comprendiéndose parte de ella. Esta religión
promueve un amor espiritualizado y un profundo recono-
cimiento hacia la vida al enseñar al individuo a vivir
religado con la totalidad universal perfecta en todos los
momentos de su devenir. La eternidad a la que dice sí el
hombre dionisíaco es la del devenir creador y destructor, el
devenir como voluntad de poder, metamorfosis, cambio
como juego dionisíaco de creación y destrucción. El eterno
retorno es la fórmula por la que la voluntad de poder afirma
que se quiere a sí misma, que dice sí a su juego dionisíaco
hasta en sus aspectos más trágicos y negativos.
Eterno retorno, amor fati, inocencia del devenir son, en
suma fórmulas para expresar la indisolubilidad entre yo y
mundo, entre libertad y necesidad, la conciliación entre
azar y libertad sin reconciliarlos a la manera hegeliana, el
acuerdo de la voluntad de poder con ella misma.
La religión pagana no pretendía la moralización de la
sociedad. Su intención era exaltar una imagen de la
felicidad representada en sus dioses. No consistía en la
sacralización de ningún código moral que proclamara las ta-
blas de un bien y de un mal trascendentes, sino que era
expresión sublimada de impulsos eróticos que tienden al
amor universal y de una crueldad que se libera mediante
los sacrificios y rituales litúrgicos.
La religión cristiana, en cambio, que se concibe a sí
misma como moral, no cumple esta función de sublimación
de afectos de vida y de muerte. El sacrificio de animales es
sustituido por el sacrifico de los instintos y de los impulsos
corporales mediante la práctica del ascetismo, y la
solidaridad esencial con todo lo viviente es reemplazada
por la compasión que rige la cultura igualitaria y niveladora
del nihilismo. El desarrollo de la ciencia y de la técnica,
impulsados por los valores de su moral, han acabado por
convertir el mundo en un paisaje globalizado en donde
rigen las leyes del mercado y la política de la huida hacia
adelante. También la religión como Iglesia se ha acabado

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por integrar en esta dinámica económica y política y no hay
espacio ya para la exigencia de esa relación esencial con la
vida del cosmos a la que respondía la religión pagana.
¿Qué lenguaje hablará el hombre dionisíaco? ¿Cómo
expresará sy felicidad y el sentir de su amor y
reconocimiento a la vida? “Con el lenguaje del ditirambo”.
El ditirambo es el lenguaje de quien en su soledad dice sí
con su existencia a todo devenir, el canto de quien, a causa
de su riqueza de fuerza y de luz, se lamenta de no conocer
la felicidad de recibir, sino sólo la generosidad de dar. En él
se expresa, desde el placer, la aspiración a la unidad de los
opuestos –luz y oscuridad, alegría y sufrimiento, vida y
muerte-, unidad que se construye como ficción encarnada
en la melodía de la palabra cantada o el movimiento del
cuerpo que danza.
La felicidad dionisíaca que expresan los cantos de
Zaratustra es la de este extático silencio de identificación
con la vida en la embriaguez, instante de eternidad en el
que el mundo alcanza su perfección cuando es sentido
como perfecto, sin que sea tanto el individuo quien lo
afirma cuanto el mundo mismo el que, reflejándose en él,
se autoglorifica a través de él. Coincidencia entre el propio
ser y el ser de la vida como devenir de vida y muerte, amor
fati, entrega y desposesión de sí sin temor al abismo final,
sino tensión más bien hacia esa muerte feliz anticipada sin
melancolía ni nostalgia. Ditirambo, en fin, en el que, como
el coro griego de los sátiros del que nace la tragedia, se
celebra con canciones y danzas la metamorfosis de sí en
Dioniso, la identificación con el mundo en la la experiencia
suprema de su afirmación.

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