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Goldmann Lucien Introduccion A La Filosofia de Kant PDF
Goldmann Lucien Introduccion A La Filosofia de Kant PDF
filosofía de Kant
Luden Goldmann
Amorrortu
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Introducción a la
filosofía de Kant
Luden Goldmann
Amorrortu editores
Buenos Aires
Director de la biblioteca de filosofía, antropología y religión,
Pedro Geltman
Mettsch, Gemeinschafl und W elt in der Pbilosopbie Imma-
nuel Kants, Lucien Goldmann
© Europa Verlag, 1945
Traducción, José Luis Etcheverry
9
Confesado esto, creo sin embargo que logré dilucidar entonces
ciertos aspectos esenciales del pensamiento kantiano, en espe
cial la importancia del período precrítico, la unidad que pre
senta la evolución de ese pensamiento y el lugar fundamental
que la idea de totalidad ocupa dentro del sistema de la filoso
fía crítica. De esa manera pude obtener una imagen bastante
novedosa de la filosofía de Kant, lo que me permitió poner
de relieve tanto la índole cuanto el origen de la deformación
neokantiana.
Sin embargo, debo admitir que mi libro, si bien se centró en
la idea de totalidad, descuidó por desgracia otra idea dialéctica
que reviste particular importancia: la idea de la identidad del
sujeto y del objeto, en cuya elaboración la filosofía de Kant
constituyó una etapa no desdeñable. Es lo que a menudo se
designa —empleando una imagen tomada del propio Kant—
bajo el título de «revolución corpenicana». Pero también en
este caso, a mi juicio, el sentido y la importancia de esta «re
volución» sólo podrían comprenderse en su significación ver
dadera a partir de las posiciones hegeliana y marxista.
En Kant, la revolución copernicana implica tres ideas cuyo de
sarrollo ulterior en el pensamiento filosófico y científico ha si
do fecundo en extremo, pero que solo a la luz de ese desarro
llo pueden juzgarse y comprenderse, a saber:
10
afirmarse que el marco más general dentro del que esas refle
xiones se sitúan tiene un carácter kantiano.
3. La idea según la cual el hombre crea (aunque para Kant
sólo en parte) el mundo que él percibe y conoce en la expe
riencia. Es la célebre subjetividad trascendental del tiempo,
del espacio y de las categorías. Pero como es evidentísimo que
esa creación no podría atribuirse al individuo empírico, Kant
se vio obligado a limitarla a las estructuras formales y a con
ferirle un carácter abstracto y trascendental. Conocemos el des
tino que tuvo esta concepción en el neokantismo y, en nues
tros días, en el pensamiento de Husserl y la fenomenología.
11
deudor de un pensamiento con el cual jamás estuve de acuer
do: el existencialismo. Filosofía propia de un período de cri
sis de las sociedades occidentales, el existencialismo hizo de
los límites de la existencia individual, la muerte, la angustia
y el fracaso sus temas centrales. Y fue en nombre de la tra
dición clásica — de Kant, de Hegel y de Marx— como yo le
opuse, junto con la mayoría de los pensadores dialécticos, la
existencia de un sujeto colectivo, transindividual, y la posibi
lidad de una esperanza inmanente e histórica que sobrepasa
los límites del individuo.
Pero no es menos cierto que hoy, en una época en que el pen
samiento filosófico está en vías de regresar a un racionalismo
abstracto y formalista, o bien al irracionalismo, retrospectiva
mente se advierte que el pujante desarrollo del existencialismo
tuvo al menos el mérito de aproximar a la vida real y concreta
de los hombres el pensamiento filosófico de su tiempo, inclui
do el de quienes no aceptaban sus posiciones.
Mediante su influencia explícita — pero también difusa— ,
contribuyó a que se volviese a interrogar a los escritores y fi
lósofos, desde una nueva perspectiva, acerca de lo que podría
llamarse el sentido existencial de sus escritos. Asi considerado
—y no obstante la distancia que me separa de cualquier pen
samiento existencialista— , el presente libro es tributario de
un clima intelectual que aún hoy me parece válido y al que no
se debería abandonar con demasiada ligereza.
En una época en que tantos espíritus brillantes e inteligencias
notables abandonan la tradición humanista, negando al sujeto,
y se orientan hacia un estructuralismo formalista o hacia la va
lorización de lo irracional; en una época en que la crisis de las
estructuras económicas y sociales de nuestras sociedades pare
ce acompañarse de una crisis no menos radical del pensamiento
filosófico y de las ciencias humanas, quiero yo formular la es
peranza de que este libro ayude a algunos de sus lectores a
nadar contra la corriente.
12
Prólogo a la primera edición
13
en 1945, sigo considerando a Lukács como el pensador filosófi
co más importante del siglo xx; pienso, sin embargo, que se
lo juzga mejor diciendo que es un gran ensayista y no un pen
sador sistemático. Ahora bien, ensayista significa — según su
propia definición— precursor, el que anuncia un sistema pero
no lo construye. Pese a tener plena conciencia de la importan
cia de su obra y de la enorme deuda de reconocimiento que
tengo hacia él, vacilaría hoy en ponerlo en pie de igualdad con
Kant, Hegel y Marx, tal como lo hice a lo largo de este libro.
En tercer lugar, debo confesar que mis esperanzas — por lo que
se refiere al porvenir inmediato— no se han realizado. En lu
gar de un mundo y de una comunidad mejores, amenazadoras
nubes cubren el horizonte. La eventualidad de otra guerra mun
dial forma parte del orden normal de las cosas. Si un día es
talla, nadie se sorprenderá.
En medio de esta depresión y de esta inquietud, las condicio
nes no son favorables, evidentemente, para una filosofía del
optimismo y de la esperanza. Las filosofías nihilistas y deses
peradas se difunden cada vez más, y — lo que no es menos
inquietante— de todas partes se elevan voces representativas
que niegan la herencia del humanismo clásico en nombre de
las exigencias del presente y del futuro inmediato.
Hay un hecho abrumador, frente al cual ya no se puede cerrar
los ojos: el humanismo atraviesa hoy una crisis que amenaza
su propia existencia y exige una rigurosa toma de conciencia.
¿Qué gravitación pueden tener todavía las obras de Kant o
de Pascal, de Goethe o de Racine en la era de las armas ató
micas? ¿Qué pueden darnos todavía, y sobre todo qué pue
den impedir?
No tenemos el derecho de contentamos con nuestra «buena
conciencia». Cuando pierde el contacto con la realidad, la con
ciencia pierde al mismo tiempo todo valor real, convirtiéndose
en una pusilanimidad o una escapatoria.
Frente a la tradición humanista se alzan fuerzas reales que
también hablan en nombre de un cierto futuro, de una cierta
cultura. Y algunas de esas fuerzas, por virtud de su propia
realidad, implican valores. Lo real es racional, según la famo
sa expresión de Hegel.
Si no obstante reedito mi libro, ello se debe a que considero
que esta crisis, pese a su gravedad, es pasajera, convencido de
que un día los hombres lograrán conferir un sentido racional
a la vida y un sentido humano al universo. Todo lo que es ra
cional es real, decía Hegel, y como él sigo creyendo en la
victoria final del hombre y de la razón. Y a esa victoria habrán
14
contribuido aun las fuerzas contrarias que hoy parecen pre
valecer.
Sin duda, el camino será más largo que lo que creimos. Pero
la vía que lleva hacia el puerto sigue siendo la misma que
Pascal, Kant, Hegel, Marx y tantos otros abrieron, y que más
que nunca debemos proseguir.
1948
15
Introducción
17
del cual se vuelve comprensible y coherente la posición de los
distintos sistemas filosóficos ante los problemas de epistemo
logía, de moral y de historia. Justamente, se trata de lo que,
en lenguaje kantiano, debería llamarse metafísica. Para apun
talar esta posición podemos invocar desde ya, y antes de cual
quier otro desarrollo, el testimonio más probatorio: el del
propio Kant.
Al comienzo de la Antropología, en el capítulo titulado «Acer
ca del egoísmo», distingue Kant tres tipos de egoísmo, a los
que luego analiza en la obra: «El egoísmo puede contener
tres pretensiones: la del entendimiento, la del gusto y la del
interés práctico, es decir que puede ser lógico, estético o prác
tico».1 Y luego de estudiar esas tres formas, concluye:
«Al egoísmo no puede contraponerse más que el pluralismo,
es decir, la manera de pensar que consiste en no considerarse
ni comportarse ya como un ser que contiene en sí todo el uni
verso, sino como un simple ciudadano del mundo. Esto aún
forma parte de la antropología. Pero en lo que atañe a esta
misma distinción según conceptos metafísicos, ella cae por
completo fuera del dominio de la ciencia que hemos de abor
dar aquí. En efecto, si se tratase solamente de saber si en
cuanto ser pensante tengo razones para admitir, además de mi
propia existencia, la de un conjunto de seres que se encuentran
en comunidad conmigo (conjunto llamado universo), esa sería
una cuestión, no ya antropológica, sino exclusivamente me
tafísica».1
2
No pretendemos hacer decir a este texto más que lo que el
autor expresó realmente; sin embargo, nos parece que dos
ideas se desprenden de él:
1. Para Kant, el egoísmo, el problema «hombre y comunidad
humana», tiene tres aspectos: lógico, estético y práctico, di
visión que corresponde exactamente a la de las tres Críticas.3
2. El estudio de estas tres formas de egoísmo, y sobre todo
de las relaciones del hombre con «un conjunto de otros seres
que se encuentran en comunidad con él (conjunto llamado uni
verso)», contiene dos partes, una de las cuales, según Kant,
1 E. Kant, Gesmmelte Schriften, Berlín, Georg Reimer, 23 vols., 1910
1935, vol. V III, pág. 168. (En adelante se citará G. S .; al final del libro
el lector encontrará los índices de cada uno de los volúmenes de esa
edición de los escritos de Kant.)
2 G. S., vol. V II, pág. 130.
3 «Lógico» tiene aquí el sentido de «teórico».
18
pertenece al dominio de la antropología (hoy diríamos de la
sociología) y la otra al de la metafísica.
19
losófico-metafísico. Pero el primero ya fue estudiado en nu
merosas obras, mientras que el segundo — que sepamos— so
lo fue abordado, y aun de manera parcial e indirecta, en dos
libros brillantes, pero casi olvidados hoy.56
Por lo tanto, a la inversa de lo que tal vez esperan la mayo
ría de los lectores, y a fin de circunscribirnos a lo esencial,
dejaremos de lado precisamente los escritos sociológicos y polí
ticos de Kant, y centraremos nuestra atención en los trabajos
«filosóficos» en sentido estricto, ante todo en las tres Críticas
y los pasajes correspondientes de las obras póstumas. Cabe
agregar, sin embargo, que sería imposible establecer una sepa
ración neta entre esos dos grupos de escritos; además, entre los
fragmentos sociológicos y políticos se encuentran pasajes en
extremo interesantes y a veces proféticos; pero no podemos
citarlos aquí, pues de lo contrario nos saldríamos de los lími
tes que nos hemos impuesto.0
II
Podría presentarse otro malentendido con relación a nuestro
método de exposición. Habríamos podido tratar las cuestiones
5 E. Lask, «Fichtes Idealismus und die Geschichte», en Gesammelt*
Werke, Tubinga, 1923, vol. I, y G. Lukács, Geschichte und Kíassenbe-
wusstsein, Berlín, 1923.
6 Otaremos dos pasajes poco conocidos pero actuales, donde Kan: habla
del peligro del nacionalismo alemán entonces incipiente: «Al menos
hasta el presente, no ha sido propio del carácter alemán la prédica de la
vanidad nacional. Justamente, es un rasgo que sienta bien a sus talentos
no tener esa vanidad y aun reconocer más los méritos de los otros pue
blos que los suyos propios» (G. S., vol. XV, n° 1351). «Del espíritu
nacional alemán. Puesto que es intención de la Providencia que los pue
blos no se fusionen, sino que, por una fuerza repulsiva, entren en con
flicto unos con otros, el orgullo y el odio nacionales son necesarios pa
ra separar a las naciones. Por eso un pueblo ama a su país más que
a los otros, sea por motivos rel;giosos, creyendo que todos los de
más, por ejemplo los judíos y los turcos, son malditos, sea porque se
atribuya el monopolio de la inteligencia, en cuyo caso el resto de los
pueblos será, a sus ojos, torpe o ignorante, o el del coraje, por lo cual
todos deberán temerle, o el de la libertad, dando por supuesto que los
otros son pueblos de esclavos. Los gobiernos gustan de esta locura. Este
es el mecanismo de organización del mundo, que nos une y nos separa
instintivamente. No obstante, la razón nos prescribe esta ley: puesto que
los instintos son ciegos, pueden dirigir, por cierto, lo que hay de animal
en nosotros, pero deben ser reemplazados por las máximas de la razón.
Por eso esta locura nacional debe ser exterminada y reemplazada por el
patriotismo y el cosmopolitismo» (G. S., vol. XV, n° 1353).
20
que nos hemos propuesto, permaneciendo exclusivamente en
el terreno epistemológico, ético y estético, lo cual impondría
evitar cualquier referencia empírica, y sobre todo sociológica.
En tal caso nuestra obra habría sido más erudita y acorde con
los hábitos universitarios, tanto más cuanto que ese método
es el empleado por Kant en sus tres Críticas y por Lask en
la obra citada, que constituye uno de los más brillantes análi
sis que se han hecho del idealismo alemán.
Si a pesar de ello nos decidimos a invocar sin reservas la so
ciología, ello se debe a que nos creimos obligados a no des
deñar nada de lo que puede contribuir a esclarecer mejor el
problema, y también como consciente reacción contra ciertas
manifestaciones de la filosofía contemporánea, en que el esti
lo «metafísico» con que se analizan los problemas trae como
principal consecuencia, a nuestro juicio, oscurecerlos en gran
medida y esfuminar las influencias y los parentescos.
Baste con un ejemplo, que por lo demás es importante con re
lación al tema que tratamos. Atañe a una de las obras más
conocidas entre las aparecidas en los últimos años: El ser y
el tiempo, de Martin Heidegger. Es imposible comprender ese
libro sin saber que constituye en gran parte — quizá de mane
ra implícita— una discusión con Lask y sobre todo con Histo
ria y conciencia de clase, de Lukács. En este último, sin em
bargo, la filosofía, la sociología y la política se entremezclan
de manera casi inextricable, mientras que Heidegger traspuso
toda la discusión al plano «metafísico».
Un historiador del pensamiento contemporáneo difícilmente
comprendería el existencialismo, y en todo caso se forjaría
una idea falsa de sus orígenes, si ignorara esas relaciones v
desdeñara la influencia que la vida política de 1914 a 1919
ejerció sobre lo que nos gustaría llamar el «nuevo círculo de
Heidelberg».7 Si hemos mencionado esos hechos es porque a
7 Para distinguirlo del antiguo círculo de Heidelberg (Windelband,
Rickert). Lask, manifiestamente el alma de este circulo, murió en 1915,
durante la guerra; según las conclusiones que se pueden sacar del ar
ticulo necrológico de Rickert, se había hecho enviar al frente de modo
más o menos voluntario. Al parecer, una evolución hacia la «conciencia
verdadera», hacia la «vida auténtica» habían llevado a Lask y a Lukács
hacia «la acción», hada la «comunidad». Al primero, hacia la comu
nidad patriótica y nacional, al segundo, hacia la comunidad revoluciona
ria de dase. Lask lo pagó con su vida; Lukács, con un largo silencio
en d plano filosófico, que apenas acaba de interrumpir hace algunos
años. Heidegger, en cambio, evolucionó hacia la «ontología» y se con
virtió en el filósofo de la angustia, del «ser para la muerte» y en el pen
sador más célebre de una sociedad decadente. Sobre Lask, cf. los ar
tículos necrológicos de Rickert, reproducidos como prefacio en Gesam-
21
menudo deberemos referirnos a Lask, Lukács y Heidegger: era
importante que el lector tuviera un conocimiento aproximado
de sus relaciones mutuas.
III
22
Veremos también (y es preciso insistir siempre en ello a fin
de evitar malentendidos especialmente graves) que él sabía de
lo no histórico que el pensamiento burgués contiene y era
consciente del valor humano eterno de la libertad; y con todas
sus fuerzas defendió esa libertad contra la mística del senti
miento y de la intuición, cuyos peligros reconoció y desenmas
caró de manera magistral, más de cien años antes de que apare
cieran los Bergson, los Scheler, etcétera.8
Como es natural, no tenemos el derecho ni la intención de con
fundir todo bajo el término de «burguesía clásica». Según el
país, la época y el individuo, hay entre los pensadores de que
trataremos diferencias esenciales, que justamente constituyen
lo específico en la obra de cada uno; ahora bien, esos elemen
tos específicos son los que habremos de determinar. Pero a
nuestro juicio sólo podremos aprehenderlos dentro de lo que
les es común como base de su pensamiento. Por ello nos pare
ció que una manera «puramente metafísica» de tratar nuestro
tema, depurada de cualquier análisis sociológico, habría sido
mucho menos clara, y entonces era mejor evitarla.
IV
23
Primera parte
1. La filosofía clásica y la burguesía
occidental
27
vísta? ¿Es posible cultivar la filosofía y al mismo tiempo re
conocer la legitimidad de una «sociología del pensamiento»?
Y una tentativa semejante, ¿no está condenada de antemano
al fracaso?
Como quiera que fuere, esas preguntas deben plantearse. Por
nuestra parte pensamos que una «sociología del pensamien
to» no implica contradicción; en efecto, si bien existe siempre
una sola verdad filosófica objetiva, más o menos indepen
diente del tiempo y del espacio, la posibilidad de conocerla
depende de las condiciones sociales en que el pensador vive.
Y si bien el individuo, puede como tal, cambiar su posición
y ampliar sus perspectivas, ello es mucho más difícil y casi
siempre imposible en el caso de todo un grupo social, una
nación, una dase, etcétera.
Se nos objetará sin duda que en materia intelectual se trata de
individuos y no de grupos sociales. ¿Debe aceptarse, sin em
bargo, una afirmación tan absoluta? No lo creemos. El indivi
duo cuyas ¡deas, por muy justas que sean, se opongan a los in
tereses sociales y a las condiciones de existenda de todos los
grupos que lo rodean y en los que vive, no pasará de ser un
solitario «original», genial quizá, pero en todo caso trágico y
desconocido, y que además languidecerá casi siempre por cau
sa de lo que le habrá faltado: la comunión y el contacto con
los demás hombres. ¿Y quién sabe cuántos individuos genia
les vivieron en el pasado sin que nada pudiera llegarnos de su
pensamiento por la simple razón de que no ejerció ninguna
influencia ni dejó huella alguna?
El pensador verdaderamente grande es el que ha logrado al
canzar el máximo de verdad posible 2 a partir de los intereses
y de la situación social de un grupo cualquiera, formulándola
de una manera que le procure un alcance y una eficacia reales.
En efecto, así en filosofía como en la vida del espíritu en ge
neral, solo es importante lo que contribuye a transformar la
existencia humana; y la existencia humana no es la de un so
litario, sino la de la comunidad y, dentro de esta, la de la
persona humana, ya que es imposible separarlas.
Por ello cualquier trabajo que se proponga estudiar un sistema
filosófico del pasado debe tomar ante todo en consideración
las relaciones entre los elementos fundamentales de ese siste
ma y las condiciones sociales en que vivían los hombres entre 2
2 La expresión «el mayor conocimiento posible» indica ya que el pen
sador debe encontrarse en la vanguardia del grupo, señalarle su camino
y no adaptarse al pensamiento real y empírico de sus miembros. Cf. la
distinción de Lukács entre conciencia «real» y conciencia «posible».
28
quienes aquel nació y se desarrolló. Y ello aun si, como su*
(¿de en el presente estudio, ese análisis sociológico sólo puede
hacerse de manera por completo esquemática y general.
II
La visión del mundo de Kant constituía ya en su tiempo —y
lo ha seguido siendo hasta hoy con la sola interrupción del
período negeliano— el sistema filosófico más representativo
de la burguesía alemana.3 Y casi todos los pensadores alemanes
importantes, aunque no fueran ya kantianos, al menos partie
ron de Kant y de la necesidad de adoptar una posición clara
frente a sus ideas. Baste pensar en Fichte y en Hegel, y en
nuestros días en Lask, Lukács y Heidegger.
Por lo tanto, si queremos comenzar nuestro trabajo con un
análisis de las condiciones sociales en que se formó el sistema
kantiano, debemos estudiar en primer lugar el nacimiento y
la evolución de la burguesía europea en general, y luego de
la burguesía alemana en particular.
La visión del mundo que caracterizó a la burguesía europea,
desde el siglo x n hasta el xvm , procedió de un concepto fun
damental: la libertad; y a partir de él se desarrollaron todos
los otros.
«El aire de la ciudad hace del hombre un ser libre». He ahí el
principio adoptado ya por las primeras pequeñas ciudades, que
se desarrollaban con dificultad en medio de la sociedad feudal,
y libertad fue también la primera palabra del inflamado discur
so con que la burguesía francesa anunció al mundo la Declara-
cin de los Derechos del Hombre.
Sin duda, la burguesía europea actuó más de una vez en el cur
so de su historia de manera contraria a la libertad: en efec
to, ella creó el absolutismo y la monarquía absoluta sería ini
maginable sin el apoyo del tercer estado. Pero ello respondía
a pasajeras necesidades históricas de la lucha contra el feuda
lismo, lo cual explica que la mayor parte de los ideólogos de
la burguesía nunca consideraran contradictorias esas acciones.
El segundo elemento constitutitvo de la burguesa cosmovi-
sión fue el individualismo. Por lo demás, no es sino la otra cara
3 No obstante, es preciso distinguir entre el pensamiento de Kant y el
de los neokantianos, pues son dos visiones del mundo esenrídmenie
diferentes desde el punto de vista de su contenido y de su realidad
histórica.
29
de una libertad llevada hasta el extremo, pues el individuo es
el hombre liberado de todos los vínculos y limitado únicamen
te por la obligación de respetar la libertad de sus semejantes.
Por último, a la libertad y el individualismo debemos agregar
como su consecuencia la igualdad jurídica, puesto que allí don
de existen privilegios el individuo no es por entero Ubre.
Libertad, individualismo, igualdad jurídica-, he ahí los tres
elementos fundamentales de la visión del mundo que creció
con la burguesía europea y que esta desarrolló. Más tarde en
contraron expresiones variadas en los diferentes dominios de
la vida del espíritu; de eUas, nos interesan principalmente aquí
las que poseen carácter filosófico.
En este ámbito, esos tres elementos encontraron una forma
de expresión privilegiada en el racionalismo, y otra, menos
importante y sobre todo menos radical, en el empirismo y el
sensualismo desarrollados sobre todo en Inglaterra.
Racionaüsmo significa ante todo libertad y, con mayor exacti
tud, libertad en un doble sentido: a) con relación a cualquier
autoridad y coacción exteriores, y b) con relación a nuestras
propias pasiones, que nos atan al mundo exterior.
La pretensión de ilustrar, mediante los innumerables ejemplos
que nos ofrece la historia de la filosofía, la recurrencia del ra
cionalismo en el pensamiento burgués nos llevaría demasiado
lejos. Baste con mencionar algunos hechos bien conocidos,
como la renovación del platonismo durante el Renacimiento,
el reflorecimiento de la ética estoica, las estrechas relaciones
que la filosofía moderna mantiene con las matemáticas en
Descartes, Leibniz y Spinoza, la «duda metódica» de Descartes,
su Tratado de las pasiones, etc.; y como en esta obra tratamos
de la filosofía de Kant, nos permitiremos citar un pasaje de
la Critica de la razón pura:
30
Pero el racionalismo significa también la ruptura de los víncu
los que existían entre el individuo, por una parte, y el uni
verso y la comunidad humana, por la otra. Pues tan pronto
como cada individuo decide de una manera autónoma, inde
pendiente y sin relación alguna con los otros hombres acerca
de lo que es verdadero, bueno o bello, ya no hay sitio para el
todo que sobrepasa a aquel, para el universo. El universo y
la comunidad humana pasan a ser entonces realidades exterio
res, atomizadas y divididas, a las que es posible contemplar
y observar, de las que a lo sumo se pueden «estudiar cientí
ficamente las leyes» pero que carecen de cualquier relación
humana y viviente con el sujeto, con el hombre.
Esta actitud atomizante y disolvente del espíritu se expresa
de la manera más clara en la Monadologia de Leibniz pero no
se la encuentra menos en Descartes o Malebranche, y aun la
Antropología de Kant comienza con estas palabras:
31
hombres son por naturaleza iguales. No hay privilegio en el
conocimiento de los teoremas geométricos o frente a las obli
gaciones morales. «El buen sentido es la cosa mejor distribui
da en el mundo ( . . . ) La razón es por naturaleza igual en to
dos los hombres», escribía ya Descartes, y también Kant se
mostró siempre hostil hacia los privilegios derivados del na
cimiento o la situación social.
Estas pocas observaciones, breves y superficiales, nos intro
ducen ya en el corazón de la filosofía kantiana. Podemos com
prender ahora, en efecto, la razón por la cual, entre las dos
categorías fundamentales de la existencia humana — a saber: la
libertad y la autonomía del individuo, por una parte, y por la
otra la comunidad humana, el universo, la totalidad como sen
tido y producto de esa libertad en la acción de los hombres
libres— , los principales predecesores de Kant (con la única
excepción de Spinoza) solo podían reconocer la primera.
A nuestro juicio, Kant fue el primer pensador moderno que
volvió a reconocer la importancia de la totalidad como cate
goría fundamental de la existencia, categoría que conservó
sin embargo para él siempre un carácter protíemático. La
importancia de Kant reside ante todo en el hedió de que su
pensamiento expresa de la manera más clara las concepciones
del mundo individualistas y atomistas, retomadas de sus pre
decesores y llevadas hasta sus últimas consecuencias; pero
reside también en que precisamente por ello su pensamiento
encuentra los últimos límites de tales concepdones, límites
que para Kant se convierten en los de la existencia humana
como tal, del pensamiento y de la acción del hombre en ge
neral; y reside también en que Kant no se detiene (como lo
hicieron la mayoría de los neokantianos) en la comprobación
de esos límites, sino que ya da los primeros pasos, sin duda
vacilantes pero decisivos, hacia la integración en la filosofía
de aquella segunda categoría — el todo, el universo— , con lo
cual abre la vía para la evolución posterior que, a través de
Fichte, Hegel y Marx, ha llegado hasta Lask, Sartre, Heideg-
ger, Lukács, el personalismo francés moderno, el marxismo
contemporáneo, y que aún está lejos de haber terminado.
III
32
guntamos por los rasgos específicos de este pensamiento en
los diferentes países de Occidente: Inglaterra, Francia y so
bre todo Alemania*
La evolución económica y social de la burguesía en esos tres
países fue diversa en extremo, y esa diferencia debe repercu
tir, como es evidente, en el conjunto de la cultura nacional así
como en el pensamiento filosófico en particular. Sin duda, In
glaterra fue el país más avanzado desde el punto de vista econó
mico y político. La burguesía había alcanzado muy tempra
namente el poder económico y, después de 1648 y 1688, poseyó
también el poder político. Por virtud de esta evolución rápida
y precoz, el pensamiento inglés adoptó formas mucho más
realistas y, sobre todo, mucho más radicales que el del conti
nente europeo.
Merced a su rápido crecimiento, la joven y poderosa burgue
sía inglesa tropezó con una nobleza aún fuerte, capaz de ofre
cerle resistencia y sobre todo de desplegar una gran actividad
económica. Era imposible desalojar por completo esa nobleza
de la vida económica y política, como ocurriría más tarde en
Francia. (Por el contrario, muchas veces la burguesía necesitó
aliarse con la nobleza en su lucha contra el absolutismo
de la monarquía.) Por ello e! conflicto entre esas dos clases
opuestas culminó, pese a las dos revoluciones de 1648 y de
1688, en un compromiso, del cual ha surgido la Inglaterra
de hoy.
Un compromiso es una limitación de los deseos y esperanzas
iniciales, aceptada bajó la presión de la realidad exterior. Don
de la estructura económica y social de un país ha nacido esen
cialmente de un compromiso entre dos clases opuestas, la
visión del mundo de los filósofos y los poetas será también
mucho más realista y menos radical que en los países donde
una lucha prolongada ha mantenido en la oposición a la cla
se ascendente.
He ahí, a nuestro parecer, una de las razones principales ex
plicativas de que el pensamiento filosófico de la burguesía
inglesa se haya hecho empirista y sensualista, y no racionalis
ta, como en Francia.
Ya liberado el individuo de los vínculos políticos y eclesiásticos,
su dependencia de las percepciones exteriores y de su propia6
6 Naturalmente, un estudio completo debería tomar en consideración
también otros países occidentales, ante todo Holanda, que tuvo una im
portancia capital no solo en la historia económica y en la historia de la
pintura, sino también en la historia de la filosofía: Descartes y Spinozg
vivieron allí.
33
sensibilidad, de sus sentimientos e instintos, parecerá mucho
menos peligrosa a los pensadores ingleses que a los raciona
listas del continente europeo.
Esta actitud resultaba además reforzada por otros dos facto
res, que, por otra parte, no eran más que sus consecuencias.
En primer lugar, por la ausencia de fuertes tradiciones racio
nalistas, fruto natural del escaso desarrollo y el rápido desen
lace de la lucha entre la burguesía y la nobleza. Y luego, por
el hecho decisivo de que los pensadores ingleses más impor
tantes — Locke, Berkeley, Hume— escribieron en una épo
ca en que la burguesía, habiéndose apropiado del poder po
lítico, ya no se encontraba en la oposición, como en cambio le
ocurrió en Francia en tiempos de Descartes o en Alemania
en tiempos de Kant.
Sólo una clase que ya gozara del poder podía permitirse res
ponder la pregunta fundamental acerca de las relaciones entre
los elementos constitutivos dt) universo mediante la afirma
ción de que aquellas no son, a priori, necesarias, aunque de
todos modos se establecen de hecho por el hábito, la asocia
ción de imágenes, etc. En efecto, no se puede tomar por fun
damento un hecho más que si este ya ha sido reconocido de
manera efectiva y universal. Ello quedaba excluido para los
países en que aún se esperaba la realización futura de esas re
laciones, o bien meramente se la deseaba.
En Europa continental, y ante todo en Alemania, donde el sur
gimiento del orden social burgués y del Estado democrático
era todavía problemático y en todo caso se difería hacia un
lejano futuro, afirmar que la libertad de los individuos no
garantiza la realización de un conjunto armonioso y necesario,
que no existen leyes a priori del pensamiento y de la acción
que aseguren necesariamente el acuerdo entre los individuos
racionales y libres, debía considerarse una herejía que cuestio
naba los valores más sagrados, y en todo caso, un escepticismo
peligroso.
Solo más tarde — en Francia, poco antes de la Revolución, y
en toda Europa occidental, principalmente en la segunda mi
tad del siglo xix— , y una vez que la burguesía hubo conquis
tado ya el poder político, pudo el pensamiento continental, no
obstante todas las tradiciones contrarias, experimentar crecien
te simpatía por el empirismo i este se convirtió entonces en
la corriente de pensamiento preponderante hasta el momento
en que la profunda crisis del siglo xx modificó una vez más la
situación y abrió las puertas a las tendencias místicas e irra
cionalistas que dominan el pensamiento europeo contemporáneo.
34
IV
35
en gran número de principados soberanos de magnitud desigual,
cuya exigüidad debía necesariamente ahogar toda vida espiri
tual nacional. El descubrimiento de América y el consiguien
te desplazamiento de las rutas comerciales del Mediterráneo
hacia el Océano Atlántico detuvieron y ahogaron los conatos
de florecimiento económico que en los siglos XV y xvi habían
aparecido en Alemania, por ejemplo en la Liga Hanseática.
La Guerra de los Treinta Años devastó y empobreció el país.
Con muy raras excepciones (Hamburgo y Leipzig), la vida
económica alemana ingresó en un período de pleno estanca
miento y aun de declinación. Desde el punto de vista político,
social y económico, Alemania era «enferma» y anormal. Como
es natural, todas esas circunstancias constituían un obstáculo
enorme para el surgimiento de una cultura nacional. Siempre
debe recordarse que todavía bajo Federico el Grande, tanto en
la corte como en la Academia de Berlín se hablaba principal
mente francés, y que Leibniz, el primer gran filósofo alemán,
que dominaba a la perfección su lengua materna, se vio obli
gado a escribir en francés para asegurar a sus obras un públi
co cultivado. ¿Podríamos imaginar a Descartes o a Locke
escribiendo en alemán el Discurso del método o el Ensayo?
Todas esas razones nos inducen a pensar que las palabras «nor
mal» y «enfermo» caracterizan del mejor modo posible la di
ferencia entre la evolución política, económica y social de
Francia y Alemania, al menos para el período comprendido
entre 1648-1871.
Sin duda, esas diferencias repercutirían también en la vida
espiritual y, sobre todo, en el pensamiento filosófico de am
bos países. En efecto, lo que caracteriza a los hombres verda
dera y seriamente enfermos es que piensan ante todo en su
enfermedad y en el medio para curarla, a la inversa de las
personas sanas, que nunca piensan —o raras veces lo hacen—
en su propia salud, y cuya atención se dirige ante todo hacia
el mundo exterior.
Y esa es también la diferencia esencial que separó, durante
más de dos siglos, las dos grandes culturas europeas, la ale
mana y la francesa; al mismo tiempo, ello nos explica la ra
zón por la cual, en el curso de las últimas décadas y cuando
la enfermedad se extendió por toda Europa occidental, el pen
samiento francés se aproximó al alemán por dos senderos di
ferentes. Por una parte, los filósofos del sentimiento, como
Bergson, se volvieron hacia los místicos alemanes, hacia Sche-
lling y en parte hacia Schopenhauer (o bien, Sartre se inspi
ró en Heidegger); por otra parte, el personalismo y el mar-
36
xismo, cuya penetración comienza en Francia, son corrientes
de pensamiento que, aun sin tener clara conciencia de ello, se
acercan mucho a los prohlemas del humanismo alemán, si
bien procuran (estamos en el siglo xx) ir más allá que este.
Desarrollándose en medio de una sociedad «sana», el pensa
miento francés se dirigió ante todo hacia el mundo exterior,
al que se propuso conocer y comprender. La verdad teórica, la
epistemología, la matemática, la psicología y la sociología, he
ahí los problemas y preocupaciones principales de la filosofía
francesa. Por el contrario, el pensamiento alemán, propio de
una sociedad enferma, se dirigía principalmente hacia sí mis
mo, hacia su propia enfermedad y los medios de curarla. Todo
los grandes sistemas filosóficos alemanes parten del proble.
ma de la moral, del problema «práctico», casi desconocido
para los filósofos franceses hasta Bergson.
Baste con citar algunos ejemplos célebres y característicos.
Hablando de sí mismo, Montaigne escribe: «Los otros forman
al hombre, yo lo narro». Descartes, el primer filósofo fran
cés moderno y el más importante, se interesa ante todo por la
física, la matemática y la epistemología. Busca lo verdadero;
en última instancia, el bien es secundario para él. ¿Acaso no
declara que se contenta con una moral provisional, cuya pri
mera regla impone aceptar las opiniones más moderadas de
quienes nos rodean, sin que él intentara nunca reemplazar
la por una ética definitiva? De igual modo, las «causas oca
sionales» de Malebranche, el «esfuerzo» de Maine de Biran,
la «Identidad» de Meyerson y aun, en buena medida, la «intui
ción» de Bergson; en suma, todo lo que los filósofos france
ses aportaron de novedoso, he ahí otras tantas categorías fí
sicas, psicológicas y sobre todo epistemológicas; en modo al
guno son categorías éticas.
En Alemania, por el contrario, ya en Leibniz sería difícil iden
tificar la mónada — que es consciente, refleja el mundo y tien
de a un máximo de claridad— con un átomo físico. Nos pare
ce claro que es preciso ver en ella un reflejo de la persona hu
mana, y que ya en Leibniz el problema moral ocupa un lugar
preponderante. Pero después de él ya no caben dudas. El pri
mado de la razón práctica en Kant; la célebre escena del Faus
to de Goethe, donde Fausto traduce logos por «acción»; la
Tathattdlung (acción creadora) de Fichte; la «voluntad» de
Schopenhauer o el Zaratustra de Nietzsche: en todas partes
es lo «práctico», la voluntad, la acción, lo que constituye el
problema central y el punto de partida de los grandes sistemas
filosóficos alemanes.
37
Esa diferencia no es menos notable en el plano literario. La
novela y la literatura francesas en general (con escasas excep
ciones, de las que Pascal es la más importante) son ante todo
realistas, psicológicas y a veces históricas y sociológicas. Ha
blando del hombre, se quiere principalmente analizarlo y com
prenderlo. Los autores procuran saber lo que el hombre piensa,
siente o hace, pero no lo que debe hacer.
Basta evocar las principales obras de Goethe, Schiller, Hol-
derlin o Kleist para percibir ai punto aquella diferencia. Aquí
se trata casi siempre de lo ideal, de lo que debe ser; en lengua
je filosófico: de problemas morales.
El racionalismo francés es ante todo epistemológico; su inten
ción es científica y ontológica, y constituye una visión contem
plativa del mundo. En cambio, en sus formas más elevadas,
el racionalismo alemán, aun compartiendo los rasgos filosófi
cos generales del racionalismo, se indina prindpaímente ha
cia lo práctico y lo moral.
Otra consecuencia de esa evoludón sodal y económica dife
rente fue la diversidad de situación de los escritores y filósofos
humanistas en ambos países. En toda Europa —en Francia
y Alemania, así como en Italia, Inglaterra u Holanda— , el
desarrollo del pensamiento humanista (racionalista o empiris-
ta) estuvo ligado de manera estrecha con d desarrollo eco
nómico de cada país, es dedr con el crecimiento de una bur
guesía comercial e industrial. La existenda, o por el contra
rio la ausencia, de ese tercer estado determinó también la
situación de los escritores humanistas o místicos en la socie
dad respectiva.
En Francia, los autores humanistas y racionalistas estaban or
gánicamente ligados con su público y con d conjunto de la na
ción. Formaban parte de ella y expresaban sus pensamientos
y sentimientos; ser escritor no era más que un oficio entre mu
chos otros. Un Montaigne, un Racine, un Descartes, un Mo
liere o un Voltaire son la expresión más perfecta de su país
y de su época. Tras sus escritos están todos los sectores cultos
de la nación; por ello sus ataques son tan peligrosos y sus sá
tiras tan mortíferas para aquellos a quienes apuntan. «Lo ridícu
lo mata en Francia», reza un viejo proverbio que caracteriza
excelentemente ese estado de cosas.
En Alemania la situadón es la opuesta. Como el gran retraso
del desarrollo social y económico y la ausencia casi completa
de una burguesía comercial e industrial fuerte habían im
pedido durante más de dos siglos el nacimiento de poderosas
corrientes de pensamiento humanistas y racionalistas, Alema-
38
nia era proclive de manera predominante al misticismo y a los
desbordes del sentimiento y la intuición. Por eso en este país
los autores y pensadores humanistas y racionalistas carecían de
todo contacto verdadero con el público y la sociedad que los
rodeaban.
La soledad es el tema fundamental que de continuo aparece
en la biografía de los grandes humanistas alemanes. El viejo
Leibniz, Lessing, Holderlin Kleist, Kant, Schopenhauer, Marx,
Heine, Nietzsche y tantos otros, ¡cuán solos se elevan en me
dio de la sociedad alemana que no los comprende y con la
cual no logran entrar en contacto!
Por eso hay entre ellos tantas existencias frustradas. Holder-
lin, Nietzsche y Lenau se vuelven locos; Kleist se suicida;
Klopstock, Winckelmann, Heine, Marx, Nietzsche viven en
el extranjero, en un exilio más o menos voluntario; Kant y
Schopenhauer llevan una vida de extravagantes que los aísla
de su medio; Lessing muere en ese perdido rincón de Wolfen-
büttel, donde su pobreza lo lleva a ligarse con un déspota lo
cal, avaro y caprichoso.
En este punto, Goethe parece ser la única excepción verdade
ra; pero si pensamos en su huida a Italia y en la manera como
nos ha descripto, en el Tasso, la vida del poeta genial en la
Corte, aun esa excepción se vuelve muy problemática. Heine
comparó cierta vez, en su Historia de la filosofía y de la teo
logía en Alemania, los humanistas alemanes con esos caracoles
que guardamos en alguna parte, en una habitación, lejos de su
verdadero medio natural. Perciben todavía los movimientos
lejanos del mar, las épocas de flujo y de reflujo; se abren y
se cierran siempre, pero, en medio de un mundo por completo
ajeno, esos movimientos están fuera de lugar y quedan des
pojados de significación.
Por el contrario, los escritores místicos del sentimiento mantu
vieron siempre en Alemania un contacto muy estrecho con
su sociedad y su época. A parta de Jacob Bohme, pasando por
Hamann, SchelJing y los románticos, hasta llegar a pensado
res recientes como Rilke, George, Heidegger, etc., apenas si
hubo entre ellos alguna «existencia tronchada». Los román
ticos poseen casi siempre apetecibles oficios burgueses, son
funcionarios; y por paradójico que pueda parecer esto en Ale
mania, son justamente los místicos, los extáticos y los soña
dores de lo «absoluto» quienes soportan mejor la realidad cir
cundante más miserable y sofocante.
Se podría escribir toda la historia de la filosofía y de la litera
tura alemanas desde el punto de vista del combate entre esas
39
dos corrientes: la humanista y la mística.7 Es esa una lucha
que está muy lejos de haber terminado (piénsese, por ejemplo,
en Rilke, George, Thomas Mann, Heidegger, en cuanto a los
místicos; y en Karl Kraus, Bertolt Brecht, Erich Mühsam,
Georg Lukács en cuanto a los humanistas); más bien, a con
secuencia de la extensión general de la crisis y de la enferme
dad social, ha pasado a ser en nuestros días uno de los pro
blemas fundamentales de la cultura europea.
Una última observación a propósito de este análisis: lo que
acabamos de exponer explica también por qué hay en Alema
nia tan pocos escritores satíricos y cómicos. Reír, decía Berg-
son, es una actitud puramente intelectual. Pero solo se puede
reír de lo que ha sido ya virtualmente vencido, aplastado; se
ríe cuando el futuro está abierto, cuando el escritor tiene todo
el pueblo tras de sí. Por eso la risa se ha hedió en Francia ca
si una virtud nacional.
Y por la misma razón los racionalistas y humanistas alemanes
jamás pudieron reír. Su combate era demasiado trágico, y su
posición, demasiado solitaria y amenazada. Empeñados, solos,
en una lucha contra la sociedad y el pueblo entero, perdbien-
do cada vez más su propia debilidad y la fuerza del adversa
rio, la risa habría sido para ellos algo fuera de lugar, y cuando
a veces un humanista alemán da en reír, su sátira emite un eco
7 Edmond Vermeil hizo ya una primera tentativa en este sentido en su
excelente obra Allemagne, essai d'explication.
Desde luego, no todos los filósofos y poetas alemanes son dasificables
en una u otra de estas dos corrientes, como lo son Kant, Goethe y Schi-
11er o Schelling y Novalis. Muchos están influidos, de las maneras más
diversas, por ambas corrientes a la vez. Para no citar más que algunos
de los más célebres, Kleist está desgarrado por la lucha que libran en él
las dos visiones del mundo; Schopenhauer, cuyo pesimismo puede ser
considerado ante todo expresión de la desesperanza de la burguesía ale
mana humanista y democrática después de la caída de Napoleón, que
parecía el fin definitivo de la Revolución Francesa, se inclinó, precisa
mente a causa de esa desesperanza, hacia las tendencias místicas y reac
cionarias, que tienen enorme importancia en su sistema, y por eso mís
ticos contemporáneos como Bergson y Thomas Mann pudieron inspirar
se en él. Otros, como Fidite y, sobre todo, Wilhelm von Humboldt,
fueron en su juventud humanistas consecuentes, pero después, principal
mente bajo la influencia de la derrota de Jena, se hicieron partidarios
de la mística del Estado prusiano y del nacionalismo alemán. Por fin,
en otros, como en Hegel, las dos visiones del mundo se encuentran en
tremezcladas, pero apenas sintéticamente reunidas. A menudo se puede
distinguirlas y separarlas en la misma página.
Por otra parte, la serie de «existencias desgarradas» continúa todavía
en nuestros días. Basta pensar en el absoluto aislamiento de un Karl
Kraus o en el suicidio de escritores, en verdad menos importantes, co
mo Stefan Zweig, Kurt Tucholski y Em st Toller.
40
trágico, como en Heine o, en la literatura moderna, en Karl
Kraus.
En apariencia, todas estas consideraciones nos han alejado de
Kant y de su filosofía. No obstante, nunca estuvimos tan
cerca de él, pues solamente ahora podemos comprender la ra
zón por la cual su filosofía pudo nacer en Alemania y solo
en ese país.
Con Descartes, Locke, Hume y los otros pensadores franceses
e ingleses, Kant compartía la defensa de la libertad individual
y de la igualdad de todos los hombres racionales. Sin embargo,
lo separa de ellos ante todo la respuesta que da a esta segunda
cuestión: una vez alcanzada esa libertad y esa igualdad, «¡có
mo se establecerá el acuerdo entre los elementos del universo,
la armonía y la concordancia entre los individuos?
Dos respuestas se le ofrecían: la de Descartes, en Francia, y
la de Leibniz-Wolff, en Alemania; era la respuesta dogmática.
Y en Inglaterra, principalmente la de Hume: la respuesta es
céptica.
Para la burguesía francesa rad'cal, que no dudaba del futuro
—ni tenía, por lo demás, razones para dudar de él— , la ar
monía del universo no constituía un problema. La libertad de
los individuos la realizaría necesariamente de manera inmedia
ta y por añadidura.
La matemática universal debía establecer el acuerdo teórico;
la moral estoica del deber, el acuerdo práctico; y, como hemos
dicho, se concedía importancia mucho menor a este último,
porque parecía algo espontáneo.
La burguesía inglesa era mucho menos radical. Creía tan poco
en la matemática universal como en la moral estoica del
deber. Es lo que Kant denominaba escepticismo. Por otra par
te, esa actitud escéptica era también mucho menos peligrosa en
Inglaterra que en Europa continental. En efecto, la burguesía
gozaba ya del poder. Podía descansar entonces en el hecho de
que, si no necesario, el acuerdo era empero real. Si no se te
nía la seguridad de su carácter a priori, al menos se la tenía de
su realidad. Por eso era posible renunciar a las ideas innatas
y contentarse con el asociacionismo, el acuerdo efectivo de
las imágenes. Y si en el plano ético era preciso renunciar a
las exigencias de la moral estoica del deber, percatándose de
que ella superaba las fuerzas del hombre, al menos se podía
objetar que el utilitarismo epicúreo y sensualista garantizaba
un acuerdo que, aun no siendo necesario, era siempre real
y efectivo.
En la Alemania atrasada ambos puntos de vista resultaban a la
41
postre insostenibles. La sociedad liberal y el Estado democrá
tico estaban aún demasiado lejos y las fuerzas que se oponían
a su realización eran demasiado poderosas como para que fue
ra posible entusiasmarse y dejar de ver sus defectos y limi
taciones.
Por otra parte, tampoco la simple comprobación de un estado
de hecho podía bastar a los humanistas alemanes, pues aún des
conocían por completo semejante «hecho». Aquella posición
debía parecerles un escepticismo peligroso; y justamente por
que no compartían las ilusiones del racionalismo dogmático,
la posibilidad de sobrepasar ti escepticismo empirista debía
convertirse para ellos en una tarea urgente y vital. Por ello
fue en la Alemania atrasada donde pudo nacer el sistema kan
tiano, que reconoció con claridad la esencia del hombre en la
sociedad burguesa designándolo como un ser «social-asocial», y
redujo la armonía y el acuerdo a los elementos puramente
formales, viendo perfilarse, en el plano del contenido, todos
los antagonismos eventuales que el futuro reservaba. Y por
ser este análisis más claro y profundo el resultado de una si
tuación «enferma», pudo él afirmar el primado de la razón
práctica, tener conciencia de los límites con que tropieza aún
el hombre libre e independiente, y comprender así la necesi-
dad de superarlos. Y todas esas razones explican que hoy, cuan
do los límites de la sociedad burguesa se han vuelto más pal
pables que nunca, y cuando la enfermedad y la crisis se han agu
dizado en todas partes, el sistema kantiano se nos aparezca co
mo una de las expresiones más profundas y actuales de la filo
sofía clásica. Y por cierto que podemos tomarlo todavía hoy
como punto de partida, a condición — claro está— de supe
rarlo transitando el camino que ¿1 nos ha abierto. Sin embargo,
antes de dar por concluido este capítulo, debemos considerar
una objeción posible. Kant no fue el único representante del
pensamiento clásico que tuviera conciencia clara de los límites
del individuo. Además de la obra de Goethe, esta visión del
hombre y de su existencia domina también la obra de los dos
grandes clásicos franceses: las tragedias de Racine y los escri
tos de Pascal.
Si nos atuviéramos solo a su visión del mundo, podríamos
agrupar a Descartes y Comedle por un lado, y a Kant, Goethe,
Racine y Pascal por el otro. Ahora bien, ¿cómo se concilia
esto con el análisis que acabamos de esbozar? Si la fÜosofía
de Kant sólo era posible en Alemania, ¿cómo el poeta y el pen
sador franceses pudieron llegat a la misma visión del mundo?
Es que las líneas generales que hemos bosquejado no han de
42
entenderse como un sistema rígido y definitivo. Si lleváramos
el análisis más lejos, no tardaríamos en encontrar toda una
serie de diferenciaciones. Así, la burguesía francesa no consti
tuye un bloque compacto; dentro de ella hay una multiplici
dad de grupos a cuya situación económica y social diferente
corresponden, como es natural, matices ideológicos distintos.
La diferenciación principal separa el tercer estado en sentido
estricto de la nobleza de toga. Esta, de origen burgués, había
obtenido títulos de nobleza por virtud de los cargos que ocu
paba en el Estado; su existencia económica y su tradición, en
tonces, la ligaban de manera estrecha con la monarquía abso
luta. Sus orígenes burgueses, su antagonismo con la nobleza
de corte, el desprecio mechado de envidia que este estamento
laborioso, que cumplía una función social efectiva y tenía per
fecta conciencia de ese hecho, experimentaba con relación a
la vida de goce y libertinaje de la nobleza cortesana, todo ello
debía inducirle a aspirar a un mundo mejor, a una sociedad
reformada. Mas por otra parte ella estaba, como acabamos de
decir, ligada de manera demasiado estrecha con la monarquía
absoluta como para adoptar realmente una actitud revolucio
naria y contribuir a la transformación social. La visión trágica
del mundo, que discierne la grandeza del hombre en sus as
piraciones y su pequenez en la imposibilidad de realizarlas, y
que en Alemania era la ideología de las capas burguesas más
avanzadas, en Francia solo podía desarrollarse en una parte
muy precisa de esa burguesía: en la nobleza de toga. El orga
nismo que expresó con máxima claridad esa ideología fue
Port-Royal, y ciertamente no es casual que de allí salieran los
dos grandes trágicos franceses, el pensador Pascal y el poeta
Racine.
Entre Racine, por un lado, y Kant y Goethe, por el otro, subsis
ten empero diferencias considerables. Racine siente y vive los
límites del individuo en todo lo que ellos tienen de trágico.
En la literatura universal no hay quizás otro poeta que los ha
ya expresado de manera tan sombría y fatal. Y pese a ello no
alimenta la esperanza ni siente la necesidad de sobrepasarlos.
Sus héroes tropiezan con sus límites y mueren a causa de ellos,
pero no los superan. Ningún Dios, ninguna eternidad los ayu
da a ir más allá de sí mismos. Con nítida conciencia e impla
cables, ellos marchan a enfrentar su destino. Como dijo Lukács:
«Dios no es más que espectador; nunca interviene en la ac
ción». Y a su vez esos límites aparecen en su forma más ele
mental, casi diría la más simple. No como barreras entre el
hombre y la comunidad humana o entre un hombre y el uni-
43
verso, sino como barreras entre un hombre y otro, y a veces
entre los miembros de una misma familia.8
8 Esto no vale, sin embargo, para las dos últimas tragedias escritas por
Racine después de un silencio de doce años, quizá bajo la impresión de
los acontecimientos ocurridos en Inglaterra; nos referimos a Esther y
Atbalie. En ellas no solo Dios interviene en la acción, sino que el pue
blo mismo está representado por el coro. Y, por cierto, no es por mero
azar que Dios y el pueblo entran juntos en las tragedias de Racine.
Pero en estas dos tragedias, precisamente, los límites del hombre solo
se encaman en su forma mística y trascendente y no en toda su pro
fundidad y fatalidad concretas.
Por eso, en nuestra opinión, el arte de Racine alcanzó su apogeo en las
tragedias anteriores: Andrómaca, Berenice y Fedra, y no en Esther y
Athdie.
El pueblo, la comunidad humana, Dios, como posibilidades de sobre-
asar los límites y el aislamiento del individuo, eran, todavía en la
francia del siglo xvtt, imposibles de captar y realizar en el plano filo
sófico y artístico en toda su riqueza y profundidad humanas. (Pascal
constituye, es preciso reiterarlo, la única excepción).
AA
2. La categoría de totalidad en el
pensamiento kantiano y en la
filosofía en general
46
y de Goethe, de la Crítica del juicio y del Fausto, donde el
hombre no alcanza la totalidad más que en la apariencia sub
jetiva y no en la realidad concreta y auténtica.
47
3. Por último, la visión del mundo para la cual, según la ex
presión de Kant, el universo y la comunidad humana forman
un todo «cuyas partes, en cuanto a la posibilidad misma de su
existencia, suponen ya su composición en el conjunto», y en
que la autonomía de las partes y la realidad del todo no se
encuentran solamente concilladas, sino que constituyen condi
ciones recíprocas; la visión del mundo en que, en lugar de las
soluciones parciales y unilaterales del individuo o de la colec
tividad, aparece la única solución total: la de la persona y de
la comunidad humana.
Hoy sería difícil mencionar un representante consecuente de
esta filosofía, puesto que ella se encuentra en plena gestación;
un largo camino ya ha sido recorrido gracias a las obras de
Kant, de Hegel, de Marx y, en nuestros días, de Georg Lukács.
A nuestro parecer, el desarrollo de esta filosofía es la principal
tarea del pensamiento moderno.
II
Antes de pasar al análisis propiamente tal del pensamiento
kantiano, queremos precisar todavía nuestro pensamiento res
pecto de la interpretación que de él han dado dos autores ya
citados: Emil Lask y Georg Lukács.
A decir verdad, Lukács habla mucho más de la filosofía clá
sica en general que de Kant en particular; bien entendido, se
refiere también a los neokantianos. Su crítica al neokantismo
es sin duda fundada, pues este ignoró la importancia de las
ideas de totalidad, de comunidad humana y de universo en
Kant. Sin embargo, Lukács apenas advierte (o no insiste bas
tante en ello) hasta qué punto, cuando critica a los neokan
tianos, no hace más que sostener, en contra de la interpreta
ción trivial de los epígonos, pensamientos que se encontraban
ya en el propio Kant, siquiera esbozados en sus elementos;
por otra parte, y llevado por su crítica a los neokantianos, aun
en los casos en que se refiere a Kant suele poner el acento en
lo que lo separa de él: la imposibilidad en que, según este, el
hombre se encontraría de realizar la totalidad (tesis que se
explica muy bien por la situación social de Alemania en el si
glo xviii ); y al propio tiempo Lukács suele descuidar el he
cho, al menos tan importante como aquel, de que la necesidad
absoluta de alcanzar y realizar la totalidad constituye el punto
de partida y el centro del pensamiento kantiano. En Lask, el
48
problema es más complicado. Que sepamos, ningún neokan-
tiano captó la teoría kantiana del conocimiento de manera tan
precisa como este pensador hoy casi olvidado; no solo es
ejemplar su conocimiento de los textos: el espíritu mismo de
toda una parte de la filosofía crítica (la lógica, la estética tras
cendental y la analítica, de la Crítica de la razón pura) muy
difícilmente podría expresarse mejor que él lo ha hecho en las
pocas páginas que consagra a Kant en su libro sobre Fichte.
Sin embargo, para que podamos discutir sus análisis debemos
indicar ante todo el sentido de los dos conceptos importantes
que él introduce y de que hemos de servirnos en lo que sigue.
Nos referimos a la distinción entre la lógica emanatista y la
lógica analítica.
49
vación: Lask parece convencido de que toda lógica analítica
debe llevar a una separación consciente entre la íorma y el
contenido; ello es justo en general y sobre todo cuando se
trata de Kant, mas no por eso constituye una necesidad abso
luta, como lo demuestra el ejemplo de Descartes.)
50
Además, el análisis que presenta Lask de la filosofía de la his
toria de Kant nos parece discutible; Lask cree poder interpre
tar esta filosofía como por completo racionalista y atomista,
pues a su juicio la categoría de totalidad solo aparecería en
Hegel. En este punto subestima sin duda el esbozo de una
comprensión de la historia como totalidad, que domina, al
menos como programa, en Ideas para una historia universal
con intención cosmopolita.
En realidad, también la filosofía de la historia de Kant es un
ensayo de conciliación de ambas categorías: la universalidad
racionalista y atomista y la totalidad concreta *
En Kant, como en Hegel, es una sola y misma lógica la que
preside la filosofía de la naturaleza y la filosofía de la historia.
Por eso el proyecto de Lask de reunir la lógica analítica de la
física kantiana con la filosofía emanatista de la historia, d.-
Hegel, nos parece lo menos filosófico de su libro, por lo de
más notable.
Es verdad que en la tercera parte de su obra vuelve Lask so
bre esta cuestión y admite que, en el terreno sociológico, en
contramos en Kant un desarrollo claro de la categoría de tota
lidad. Pero cuando lo compara con el período final de Fichte,
dirige a aquel dos reproches que a nuestro juicio caracterizan,
por el contrario, la superioridad de Kant y el retroceso de
Fichte:
51
tantas expresiones de la categoría de la totalidad, nos parecen
pertinentes en extremo.
Si empleáramos el lenguaje de Heidegget podríamos afirmar
que para este el hecho de ser en el mundo constituye una de
las categorías fundamentales de la existencia, mientras que pa
ra Kant lo es por el contrario la tarea de crear un mundo. En
fin, creemos que la mayor diferencia entre el mundo de Hei-
degger y el de Kant consiste en que para el primero el mundo
espiado, mientras que para Kant es una tarea por realizar.
Es ya tiempo, luego de esta larga introducción, de abordar el
estudio de las obras del propio Kant.
52
3. El período precrítico
53
«Una parte debe ser mutua y homogénea con relación a su
complemento en el todo; por lo tanto, el efecto no puede ser
una parte de su causa y pertenecer con la causa al mismo todo.
El pensamiento no es una parte del hombre sino su efecto».'
54
«En una caldera llena de agua en ebullición hay más calor que
en una cucharada de ella, pero no un calor mayor. Dos asnos
tiran de un carro con más velocidad, pero no con una velo
cidad mayor.
»Si varios in d iv id u o s n o p u ed en reu n irse d e m anera d e crear
u n g ra d o m ay o r ( . . . ) M ás v irtu d , u n a v irtu d m ay o r; m ás
b ien estar, u n b ie n e sta r m ayor».5
O bien:
55
Sería importante seguir de una manera detallada el desarrollo
de la idea de totalidad en Kant hasta el nacimiento de la fi
losofía crítica, pero ello sobrepasaría los límites de nuestro
trabajo. Deberemos contentarnos aquí con enumerar de mane
ra sucinta las principales etapas cuyo conocimiento nos parece
indispensable para la comprensión de esta filosofía.
Sin embargo, antes queremos destacar dos hechos, ya observa
dos por Lask, y que atañen a la importancia de la categoría
de totalidad en el idealismo alemán:
56
finita de las partes. Esta contradicción dialéctica constitutiva
de un conocimiento en el cual las partes no pueden compren
derse sino a partir del todo que las envuelve, y el todo sólo
puede conocerse a través del conocimiento efectivo de las par
tes, será uno de los problemas más fecundos del pensamiento
kantiano, sobre cuyo desarrollo influirá hasta el nacimiento de
la filosofía crítica. (Otra idea, que por el momento nos limi
taremos a mencionar, pero que trabajó también durante mu
cho tiempo, es que en el pensamiento matemático, donde el
todo es la condición necesaria para el conocimiento de las par
tes, los cambios deben ser continuos.)
Ese punto de vista encontró su expresión más clara en 1756,
en la Monadologia physica.° Es verdad que el problema del
universo había sido planteado un año antes, en Principiorum
primorum cognitionis metapbyúcae nova dilucidatio. Kant
anunciaba en el prefacio de esa obra que establecería «dos
nuevos principios de gran importancia para el conocimiento
metafísico», y que con ello abriría «un camino desconocido
aún»; cumple esto en la tercera y en la última parte de la obra.
Esos dos principios son:
57
«La armonía preestablecida de Leibniz se derrumba por com
pleto con mi afirmación; y no. como suele suceder, por moti
vo de las causas finales, que parecen indignas de la Divinidad
y que las más de las veces ofrecen una ayuda incierta, sino por
su imposibilidad interna. Pues de lo que hemos demostrado
se sigue inmediatamente que el alma humana, cuando se la
arranca de su ligazón con las cosas exteriores, es en absoluto
incapaz de cambiar su estado interior».11
58
reconstruir la metafísica sobre un nuevo fundamento, más só
lido, y oponiéndose de manera consciente a Leibniz y su Aío-
ttadologia, a Wolff y a Malebranche, Kant partía de la idea del
iodo, del conjunto, del universo.
Pero en el año siguiente apareció la Monadologia pbysica, que
inició de manera nítida la evolución que llevaría a Kant a la
elaboración de la filosofía crítica. La idea principal de la obra,
como lo muestra ya el título de Metaphysicae cum geometría
iunctae usus in pbilosopbia naturali, estaba constituida por la
distinción entre dos formas diferentes de conocimiento, la
«metafísica» y la «geometría», que se reúnen en la filosofía na
tural.
Para evitar cualquier malentendido acerca del sentido de esos
términos digamos que aquí «metafísica» significa el conoci
miento de los cuerpos por oposición al conocimiento geomé
trico del espacio, y que «filosofía natural» significa la reunión
de ambos en lo que Kant llamará más tarde experiencia.
Examinemos con algún detenimiento ambas formas. En cuan
to a los cuerpos, los resultados de la Nova dilucidatio, apare
cida un año antes, parecen totalmente olvidados. Ya no se tra
ta del universo ni de la dependencia recíproca de las mónadas.
En todas las cuestiones esenciales Kant adopta ahora el punto
de vista de Leibniz. El principal argumento contra este, la de
pendencia recíproca de las mónadas, a que Kant concedía tan
ta importancia en el escrito anterior, pierde aquí casi todo
su peso; y para acentuar ese hecho Kant escribe desde el co
mienzo del primer parágrafo:
59
vale más ahora para cualquier realidad y cualquier conocimien
to en general, sino solo para la geometría y el espacio. A jui
cio de Kant, en efecto, la situación es aquí exactamente la
inversa.
Estos pasajes muestran hasta qué punto son erróneas las teo
rías que ponen en el punto de partida de la filosofía crítica la
distinción psicológica de las facultades del alma o la distinción
epistemológica entre la sensibilidad y el entendimiento.
A nuestro juicio, el verdadero punto de partida es la cuestión
epistemológica del todo y de las partes, del conocimiento geo
métrico y analítico. Eli? inspiró a Kant la separación entre el
conocimiento del espacio y del tiempo, por una parte, y por
la otra el de los cuerpos, separación a partir de la cual nacie
ron, gracias a un enorme trabajo de pensamiento, las otras dis
tinciones: entre la sensibilidad y el entendimiento; entre la
facultad de conocer, el sentimiento de placer y displacer, y la
facultad de desear; entre el entendimiento, la facultad de juz
gar y la razón.
Sin embargo, ¿cómo llegó Kant a este planteo del problema?
Se ha querido ver en ello la influencia de las discusiones acer-
60
ca del espacio entre los partidarios de las teorías de Leibniz
y los de las teorías de Newton. Los escritos de Kant serían
un intento de hallar una posición intermedia entre las
dos teorías opuestas. Para Leibniz, que partía de los indivi
duos, de las mónadas como ó nica realidad auténtica, el espa
cio era relativo: la relación entre las mónadas. Newton, el fí
sico, afirmaba la existencia de un espacio absoluto sin el cual
no podía existir cuerpo alguno y todavía menos relaciones en
tre ellos. Adoptando una posición intermedia, Kant habría in
tentado conciliar la monadología y el espacio absoluto.
También a nosotros nos parece fuera de duda que Kant llegó
a su posición bajo la influencia de las discusiones entre los par
tidarios de Leibniz y los de Newton. Por lo demás, sería un
increíble milagro que un filósofo encontrara sus problemas
fuera de las preocupaciones de su época. Pero la grandeza de
Kant consiste en que reconoce y dilucida los elementos uni
versales contenidos en esos problemas y les confiere carácter
filosófico, desarrollando en ellos las premisas esenciales de cual
quier conocimiento ulterior.
Es posible y aun probable que Kant tomara de Newton la idea
del espacio absoluto. Pero que esta idea se transformara en él
en la categoría de totalidad, aplicada luego por él sucesivamen
te a los problemas físicos, teológicos y antropológicos: he ahí
la garra de león que ya se hacía sentir desde 1755, sin esperar
—como se ha sostenido— la Disertación de 1770.
Cabe mencionar aún una diferencia entre ambos escritos, a
raíz de su importancia para el pensamiento posterior de Kant;
consiste en que la Nova dilucidatio habla del cambio de las
partes en el todo y merced a este, mientras que la Monadología
physica menciona la existencia de las mónadas. Es posible
que Kant viera en esa distinción el camino que permitiría
conciliar los puntos de vista de ambos escritos. Sea como
fuere, es ese un problema que le preocupará mucho tiempo.
Antes de dar fin a este parágrafo, nos queda por mencionar
uno de los elementos más importantes del pensamiento pre
crítico de Kant, ignorado en la mayoría de los trabajos escritos
sobre el tema. Es la estrecha relación entre los conceptos de
espacio y de tiempo, ya enteramente elaborados, y la idea de
divinidad, relación esta que es posible seguir hasta los um
brales del período crítico. En los escritos publicados aparece
de manera explícita una sola vez, y ello con muchas reservas
en una nota de la Disertación,17 donde Kant menciona la posi-
17 Ibid., vol. II, pág. 409.
61
bilidad de que espacio y tiempo sean manifestaciones sensibles
de la divinidad. Con mucha reticencia expresa: «Si nos fuera
permitido franquear un poco las fronteras de la certidumbre
apodíctica . . .», y hacia el final « . . . me parece sin embargo
más aconsejable que nos mantengamos en la tierra firme de
los conocimientos asequibles a la mediocridad de nuestro es
píritu, evitando internamos en la alta mar de semejantes bús
quedas místicas».
En la Obra Póstuma esta idea se reitera con frecuencia mu
cho mayor. Citemos algunos pasajes característicos:
62
II
63
mentó común de su existencia, un entendimiento divino»; y
por la Monadologia physica sabemos que el espacio es «el fenó
meno de las relaciones exteriores de las mónadas reunidas en
unidad».21
Suponiendo ahora que Kant admita todavía los dos escritos, de
ello resulta lógicamente que el espacio es la manifestación en
el plano de los fenómenos del entendimiento divino, lo cual,
como ya señalamos, se dirá de manera expresa en varios pasa
jes de la Obra Póstuma y también en una nota de la Diserta
ción inaugural. Sin embargo, queda abierta una cuestión: ¿cuál
es la relación entre las mónadas y el entendimiento divino?
Dos respuestas consecuentes son posibles, pero ambas presen
tan dificultades muy grandes. La concepción trascendente, se
gún la cual la armonía de las mónadas es introducida desde el
exterior por el entendimiento divino, y que lleva al racionalis
mo atomista o al empirismo-, y la concepción inmanente, que
identifica el entendimiento divino con el conjunto de las mó
nadas, es decir con el universo, y que si se la desarrolla hasta
sus últimas consecuencias lleva, a través del panteísmo spi-
nozista, hasta la dialéctica hegeliana.
Vimos ya que Kant rechaza de manera categórica la primera
respuesta, la armonía preestablecida de Leibniz, las causas oca
sionales de Malebranche; en efecto, a su juicio ellas implican
un atomismo radical y la renuncia a la categoría de totalidad.
La solución más natural habría sido la concepción opuesta: el
punto de vista de la inmanencia. Y sin duda ella coincidía mu
cho más que la primera con la orientación del pensamiento
kantiano. Pero aquí resurgía una vieja dificultad con la que ya
habían tropezado los eleatas y a la que nadie (salvo Herádito)
había dado aún respuesta satisfactoria: el problema del cambio.
Parecía evidente a los filósofos que las categorías designan
algo absoluto, eterno e inmutable. Pero si se adoptaba el pun
to de vista inmanentista de manera consecuente, por fuerza se
tropezaba con la contradicción entre las categorías eternas e
inmutables y la realidad empírica cambiante, contradicción que
solo podía resolverse de dos maneras: o bien reduciendo la
realidad empírica a pura apariencia, tal como después de los
eleatas habían hecho los platónicos, o bien admitiendo que
las categorías mismas pueden variar, cosa que después de He-
ráclito nadie había osado hacer; Hegel será el primero que
retome esa afirmación, y así llegará al método dialéctico.
Pero Kant no tuvo la osadía de avanzar tan lejos. Vio clara-
64
mente que una filosofía de la totalidad, consecuente, implica
ba la inmanencia, y que esta lo llevaría a través del panteísmo
spinozista a la idea ae un Dios cambiante y a la dialéctica; a
causa de ello, precisamente, se negó a seguir ese camino.
Kant nunca proporcionó un análisis explícito del spinozismo,
pero ya al comienzo del escrito sobre El único fundamento de
prueba posible encontramos un pasaje muy característico y
al cual damos gran importancia, aunque el pensamiento de
Spinoza se mencione allí sólo a título de ejemplo. Kant, en el
desarrollo de la crítica a la prueba ontológica de la existencia
de Dios, quiere demostrar que la palabra «es» muy a menudo
designa solo una relación lógica entre el sujeto y el verbo, y
no una existencia real.
¿5
detenernos en la cuestión de las relaciones entre el pensamien
to precrítico de Kant y la filosofía dialéctica de Hegel.
En el centro del método dialéctico de Hegel se encuentra la
categoría de totalidad. No podemos entrar aquí en un análisis
detallado de esta filosofía, pero creemos que ello se desprende
de cada obra de Hegel. Y lo que distingue a Hegel de todos
los filósofos posteriores a Heráclito — nos sentimos tentados
de decir: lo pone por encima de ellos— es el hecho de que en
él las categorías fundamentales mismas no son eternas, rígidas,
ni están dadas de una vez por todas, sino que se realizan en
la evolución y a través de ella. Si quisiéramos enumerar los
caracteres principales de la idea de totalidad en Hegel, debe
ríamos hacerlo del siguiente modo: la totalidad es
66
lín, publicada en 1764 pero escrita en 1762, con el título In
vestigación sobre la claridad de los principios de la teología
natural y de la moral. Aunque el título no se refería a la filo
sofía de la naturaleza, la obra comenzaba con un capítulo acer
ca de la distinción, que tanta importancia había adquirido para
Kant, entre «la manera de alcanzar la certidumbre en los co
nocimientos matemáticos y la manera de alcanzarla en filoso
fía». Sabemos ya que en la primera domina el pensamiento
emanatista, y en la segunda, el pensamiento analítico. Pero
juzgamos importante el título del parágrafo segundo de este
primer capítulo: «La matemática en sus análisis, pruebas y
deducciones considera lo general bajo los signos, in concreto;
la filosofía lo considera a través de los signos, in abstracto»?*
Aun si en el texto se acuerda importancia quizás excesiva a
los «signos», nos parece claro que estamos aquí frente a la
distinción entre la totalidad concreta y el dato empírico abs
tracto, que tanta importancia alcanzará en el pensamiento de
Hegel.
En cuanto al otro escrito, aparecido en 1763 y titulado En
sayo de introducir en filosofía la noción de cantidades negati
vas, intenta esclarecer la distinción entre la negación lógica,
por una parte, y por la otra la negación matemática y real, y
muestra que si la negación lógica no es más que lo contradic
torio de la afirmación, las negociaciones matemáticas y reales
tienen tanta realidad como los elementos positivos. Las con
tradicciones lógicas son inconcebibles; las oposiciones mate
máticas y las contradicciones reales son efectivas. Deborin, en
sus investigaciones sobre la historia de la dialéctica, ya había
observado que tenemos aquí una de las primeras expresiones
de lo que más tarde será en Hegel la teoría de las contradic
ciones dialécticas y la crítica de la razón formal.
Ahora bien, no por ello se convirtió Kant en un pensador
dialéctico, sino que fue el creador de la filosofía crítica. Le
cerró el camino de la dialéctica el hecho de que no pudo deci
dirse a romper con la tradición platónica y racionalista ni ad
mitir una totalidad sometida a la evolución, un «Dios some
tido a perpetuos cambios».
De este modo, ya que rechazaba — aunque por razones dife
rentes— las dos únicas posiciones consecuentes desde el punto
de vista lógico: la concepción trascendente de Leibniz y de
Malebranche y la concepción inmanente de Spinoza, Kant de
bía buscar una tercera fórmula, intermedia. A partir de ello24
67
podremos comprender El único fundamento de prueba posi
ble de una demostración de la existencia de Dios.
III
Debemos confesar, sin embargo, que este escrito nos parece
en cierta medida más confuso y vacilante que el resto de las
obras de Kant. Y él mismo, por otra parte, parece advertirlo.
El prefacio se empeña en subrayar que no se trata de un tra
bajo definitivo, sino solo preparatorio. No aporta una prueba,
sino solamente «un fundamento de la única prueba posible
para una demostración de la existencia de Dios».38
Pero semejante falta de precisión y de elaboración es tan ex
traña en Kant que debemos preguntarnos si la razón de ella
no es más profunda y más objetiva que las «otras preocupa
ciones» que «no le dejaron el tiempo necesario».
En efecto, creemos que esa falta de claridad proviene de que
en el establecimiento de su «fundamento de prueba» parte del
concepto de todo, de universo, y que ello lo lleva a su pesar
hacia una posición muy próxima al spinozismo pan teísta, del
cual ya no puede diferenciarse más que verbalmente. Y son
esos esfuerzos continuos por evitar el panteísmo inmanente
los que lo llevan a emplear expresiones que no responden a
conceptos definidos con claridad y que por eso parecen a pri
mera vista confusas, vacilantes y en ocasiones hasta escolásti
cas. En el análisis de esta obra deberemos distinguir dos ele
mentos diferentes: a) la discusión de las concepciones de otros
filósofos, y b) «el único fundamento posible de una prueba
de la existencia de Dios», del propio Kant.
En páginas anteriores consideramos ya las discusiones con
Leibniz, Malebranche, Wolff y Spinoza. La primera parte de
esta nueva obra contiene la crítica de la prueba ontológica de
la existencia de Dios, de Descartes. La crítica enteramente ela
borada de esta prueba, retomada más tarde en la Crítica de la25*
68
razón pura, se ha hecho célebre en la literatura filosófica. «La
existencia no constituye un predicado o una determinación de
una cosa cualquiera», sino «la posición absoluta de ella»; por
eso nunca se podrá probar la existencia mediante el análisis
de un concepto.
Espacio mucho mayor se concede, en la segunda parte, a la
discusión de la prueba físico-teológica. Es un análisis teórico
penetrante, que, si exceptuamos algunos ejemplos que como
es natural han envejecido, a nuestro juicio conserva aún hoy
toda su validez.
Kant distingue dentro de la dependencia de las cosas con re
lación a la divinidad dos clasificaciones dicotómicas que, desa
rrolladas de manera consecuente, llevan a dos concepciones
opuestas de la divinidad: la concepción inmanente y la con
cepción trascendente:
69
Dios sino solamente de su existencia, difícil sería señalar lo
que aún nos separa del panteísmo.
Ahora bien, ¿cuál es ahora la actitud de Kant frente a la de
pendencia moral y sobrenatural de las cosas contingentes con
relación a la voluntad divina? En principio, negativa.
«Es una regla admitida por los filósofos o, mejor, por el sim
ple buen sentido: no hay que considerar algo como milagro o
hecho sobrenatural a menos que haya una razón muy grande».2*
70
consideraba im posible u n a respuesta científica, p o r lo q u e se
creía o b ligado a a d m itir la in terv en ció n so b ren atu ral d e la pro*
videncia d iv in a, d e la v o lu n ta d trascen d en te d e D ios. E ra n :
71
creación divina la aptitud, no solo de desarrollarse, sino de
procrear realmente los individuos semejantes a ellos mismos».32
b. Aun en la producción de las acciones humanas más libres,
las «reglas naturales» tienen enorme importancia:
72
Que se nos entienda bien. No queremos por cierto tomar par
tido en la discusión entre las biologías mecanicistas y vitalistas,
y afirmar o negar las posibilidades futuras de una explicación
de la vida a partir de la materia inorgánica. Nos limitamos a
comprobar que hoy, para el científico positivo que se atenga
a los resultados de sus experiencias, el problema permanece
abierto; por lo tanto, no hay razón alguna para reprochar a
Kant que no haya podido ni querido afirmar, hace 180 años,
la posibilidad de semejante explicación.
Y nos parece tanto más importante subrayar que las restric
ciones de Kant tienden, ambas, a disminuir la intervención
trascendente de la divinidad en nuestro universo, rechazán
dola hacia el origen de las cosas. Otra coincidencia curiosa y
digna de señalarse es que el ejemplo de matrimonios y suici
dios escogido por Kant será mucho más tarde el tema de una
obra de Durkheim — El suicidio— , que contribuiría a fundar
la sociología científica francesa.
73
V
IV
74
Peto este ser cuya existencia es necesaria no puede ser una
cosa individual y limitada, pues lo que «la no-existencia quita
a una cosa, no es lo que está puesto en ella, sino algo por com
pleto diferente; de la supresión de la existencia nunca resulta
entonces contradicción».41 Por el contrario, «aquello cuya ne
gación o supresión aniquila toda posibilidad es absolutamente
necesario».42
Nos parece harto evidente que la prueba de la existencia de
Oios se desarrolla aquí a partir de la totalidad, de la universi-
tas que contiene en sí, no solo todo lo real, sino también todo
lo posible. Resta un problema: ¿cómo es posible que Kant no
arribe al Dios inmanente del panteísmo, sino que al contrario
parezca firmemente convencido de haber hallado un fundamen
to de prueba para la existencia de un Dios trascendente, del
Dios de la religión cristiana? Pues también ello es evidente:
en modo alguno quiere Kant que su Dios se confunda con el
universo:
75
vemos para nada el modo en que esa concepción suprimiría
o superaría, aunque fuera solo en parte, las dificultades con
que Kant había tropezado. Quedará siempre el problema de
saber cómo un Dios inmutable, puramente positivo y despro
visto de toda contradicción, puede constituir el fundamento
de la posibilidad interna de un mundo de cosas cambiantes y
que posee atributos negativos y contradictorios.
En este punto, sin embargo, es preciso consignar todavía una
consideración que no cobrará toda su importancia sino más
tarde, en el período crítico, pero que sin duda desempeña ya
cierto papel en el pensamiento kantiano.
Lo que separa a Kant del panteísmo y de la inmanencia no son
solo los problemas del cambio y de los atributos negativos y
contradictorios; es también —y quizá principalmente— la con
vicción de que una concepción inmanente estaría obligada a
elegir entre la totalidad y los individuos, y debería optar por
aquella o estos sin poder conciliarios nunca.
Si lo inmanente dado es un todo, un universo, entonces los in
dividuos, las mónadas, carecen de verdadera realidad; y si por
el contrario la tienen, entonces el todo ya no es un universo
sino solo un compuesto de mónadas. Kant quería a toda costa
conservar ambos elementos y reunirlos en una síntesis.
No podemos abordar aquí la discusión de este problema. Sin
embargo, nos parece que la hipótesis de un Dios trascenden
te no es más apta que las otras para resolverlo. Pues el pro
blema que en tal caso se plantea sigue siendo el mismo, en
una forma apenas cambiada: ¿cómo el Dios único, eterno e
inmutable puede engendrar individuos innumerables, autóno
mos y cambiantes?
Como quiera que fuese, Kant pudo alimentar cierto tiempo
(y ello ocurrió sin duda) la ilusión de haber hallado un nuevo
punto de vista sintético e intermedio entre la trascendencia
absoluta y la inmanencia pura. Pero tarde o temprano debía él
reconocer su error y abandonar esta concepción; como sabe
mos, ello se produjo poco tiempo después.
No obstante, para nosotros era esencial advertir la considera
ble importancia que ya en este primer escrito teológico de
Kant cobra la idea de totalidad, del todo, y el modo en que
es precisamente en virtud de ella como su pensamiento se dis
tingue de las concepciones de la divinidad sustentadas por la
mayoría de sus predecesores (Descartes, Leibniz, Aristóteles).
Aunque todo esto parezca harto evidente, principalmente si se
piensa en los pasajes antes citados en los que Kant pone en
relación la divinidad con el todo, queremos mencionar aún un
76
argumento que figura en una obra posterior de Kant, la Criti
ca de la razón pura.
Dentro de la dialéctica trascendente, el capítulo segundo del
libro segundo habla de «El ideal trascendental», es decir, de
la idea de Dios. Las secciones 4, 5 y 6 tratan «De la imposibili
dad de una prueba ontológica, cosmológica y físico-teológica
de la existencia de Dios»; probablemente la mayoría de los
lectores las conozcan, si no en su texto original, sí por alguno
de los innumerables estudios que se les han consagrado. Los
neokantianos apenas pararon mientes en el hecho, harto extra
ño, de que el escrito de 1763 se refiriera a cuatro pruebas de
la existencia de Dios, mientras que aquí Kant solo reconoce y
discute tres. Menos aún repararon en que ya las secciones 2
y 3, tituladas respectivamente «Del ideal trascendental» y «De
los fundamentos de prueba de la razón especulativa para infe
rir la existencia de un ser supremo», tratan de una prueba
semejante, que corresponde en buena parte a la cuarta prueba
de 1763. La única diferencia es que ahora Kant habla de ma
nera más clara, y casi en cada línea, del todo y de la totalidad.
¿Sería excesiva audacia admitir que Kant analiza y desenmas
cara aquí sus propias «ilusiones» del período precrítico, y
que puede exponer ahora sus antiguos razonamientos de ma
nera mucho más precisa, justamente porque, habiéndolos so
brepasado, no teme ya aproximarse demasiado al panteísmo?
Argumentos puramente exteriores hablan en todo caso en fa
vor de esta hipótesis. Tal, por ejemplo, la expresión «funda
mento de prueba» que se encuentra tanto en el título de la
obra de 1763 como en el de lo sección 3, o bien el lugar que
ocupa este análisis, antes de las otras tres pruebas.
Sin embargo, esos no son más que argumentos exteriores. Exa
minemos un poco mejor el contenido de esas dos secciones.
Sobre todo la segunda podría citarse aquí íntegra, hasta tal
punto se refiere de manera explícita al todo y a la totalidad.
Kant distingue en ella, en primer lugar, la determinación ló
gica de los conceptos (abstractos) de la determinación integral
de las cosas singulares (concretas):
77
«Por virtud de este principio, toda cosa es entonces referida
a un correlato común, a saber, a la posibilidad total que ( ma
teria de todos los predicados posibles) si se encontrara en la
idea de una cosa única, probaría una afinidad de todo lo posi
ble por la identidad del fundamento de su determinación total.
La determinadon de todo concepto está subordinada a la uni
versalidad ( universalitas) ( . . . ) pero la determinación de una
cosa lo está a la totalidad (universitas) o al conjunto de to
dos los predicados posibles»/*11
Kant habla aquí de una manera mucho más clara que en 1763.
Lo esencial del fundamento de las pruebas está en la relación
de toda cosa con la totalidad, la universitas. Esto se repite y
destaca varias veces en diferentes formas: «Toda diversidad
de las cosas no es más que una manera igualmente múltiple
de limitar el concepto de la realidad suprema que constituye
su sustrato común, así como todas las figuras solamente son
posibles en cuanto diferentes maneras de limitar el espacio in
finito».4®
78
dental sobrepasaría ya los límites de su destinación [ Bestim-
mung] y de su admisibilidad».4”
Y esta segunda sección remata con un pensamiento que reviste
suma importancia para comprender la filosofía crítica. En efec
to, luego de haber analizado en esos términos el antiguo fun
damento de prueba y desnudado la ilusión dialéctica que lo
engendra, Kant se pregunta si de todos modos ese razona
miento no es natural y si, implícitamente, el empleo empírico
de la categoría de totalidad no podría, fuera de esta ilusión
dialéctica, tener un fundamento epistemológico legítimo. Y
llega a la conclusión de que ello realmente ocurre en el cono
cimiento empírico de los fenómenos, donde «nada es para nos
otros un objeto si no supone el conjunto de toda la realidad
empírica como condición de su posibilidad».4950
La tercera sección comienza resumiendo una vez más el razo
namiento de El único fundamento de prueba:
«Si existe alguna cosa, cualquiera que esta sea, es preciso acor
dar también que hay algo que existe necesariamnte».5152
79
Además, aun si admitimos «que, primeramente, de cualquier
existencia dada (aunque solo fuese de la mía) se puede infe
rir con validez la existencia de un ser absolutamente necesa
rio; en segundo lugar, que debo considerar como absoluta
mente incondicionado un ser que contiene toda realidad ( . . . )
en modo alguno es posible inferir de ello también que el con
cepto de un ser limitado ( . . . ) contradiría por causa de ello
la necesidad absoluta».64
Y después de haber demostrado que el razonamiento que parte
de la idea de totalidad para inferir la existencia de un Dios
único no es impecable desde el punto de vista lógico, Kant
remata el capítulo con la perspectiva de una prueba prácti
ca y moral de la existencia de Dios.
Esperamos haber demostrado de manera convincente que el
escrito teológico de 1763 partía en buena parte de la idea de
totalidad, y que esta había adquirido una importancia excep
cional aun en ese estadio del pensamiento de Kant. Por vir
tud de ella se separó de la mayoría de sus predecesores — Des
cartes, Leibniz y Aristóteles— , y a ella debió el hecho de
convertirse en un pensador verdaderamente independiente y
original. No obstante, lo que lo separó de una filosofía conse
cuente de la totalidad fue el parentesco peligroso que ella pre
sentaba con el panteísmo de Spinoza y la concepción inmanen
te de la divinidad.5455
80
V
Tres años después de El único fundamento de prueba apareció
un escrito que representa una etapa en extremo importante,
no solo en la historia del pensamiento kantiano, sino en la del
idealismo alemán en general: Los sueños de un visionario acla
rados por los sueños de la metafísica.
En él por vez primera se aplica directamente el punto de vista
de la totalidad al conocimiento del hombre, y ello conduce a
la elaboración, todavía rudimentaria, es cierto, de las principa
les categorías de la filosofía crítica posterior, a saber:
81
«El reino de las sombras es el paraíso de los fantaseadores ( . . . )
En él, ellos encuentran un país ilimitado donde pueden esta
blecerse a gusto: vapores hipocondríacos, cuentos de criadas
y milagros de convento no les mezquinan materiales. Los fi
lósofos trazan el plan y lo cambian de nuevo, o bien lo recha
zan según su costumbre.
»Solo la Roma sagrada posee en él provincias provechosas:
las dos coronas del reino invisible sostienen la tercera, como
la diadema frágil de su majestad terrestre, y las llaves que
abren las puertas del otro mundo abren al mismo tiempo por
simpatía los cofres del mundo actual».58
82
Pero esas no eran más que razones exteriores. ¿No hay en el
origen de esta obra una necesidad filosófica más profunda?
Así lo creemos, y juzgamos que es el título mismo el que lo
indica: Las sueños de un visionario aclarados por los sueños
de la metafísica. El visionario es Swedenborg, pero ¿quién es
el metafísico? Leyendo el escrito se comprende que es el propio
Kant. El había esperado todo lo que nos describe en la segunda
parte, y fue buscando la confhmarión empírica y positiva de
sus propias esperanzas como se interesó en las extrañas his
torias de Swedenborg. Y si escribió toda una obra sobre ese
tema, no solamente se debe a que Swedenborg resultó ser
nada más que un visionario exaltado; se debe también, y aun
principalmente, a que ahora el propio Kant duda de la justifi
cación y legitimidad de sus propias esperanzas y, pesaroso, debe
decidirse a reconocer que quizás, y aun muy probablemente,
ellas no eran más que «sueños». Pero que en modo alguno
había renunciado por completo a sus sueños, lo prueba la ma
nera detallada con que Kant nos los describe; lo prueban
también sus conclusiones, tan poco categóricas, y sobre todo
el hecho de que retoma esos conceptos (comunidad, mundo
inteligible) en la filosofía crítica, si bien es cierto que en for
ma modificada.
Podríamos citar aquí toda la segunda parte de la obra, pero
la falta de espacio nos obliga a contentarnos con algunos ejem
plos. En la primera parte, Kant explica el significado del tér
mino «espíritu» y comprueba que por virtud de la existencia
de seres vivos estamos convencidos, «si no con la limpidez de
una demostración, al menos con el presentimiento de un en
tendimiento bien ejercitado, de la existencia de seres inmate
riales a cuyas leyes particulares de acción llamaremos pneu
máticas, y en tanto en cuanto los seres físicos son causas in
termedias de sus efectos en el mundo material, las llamaremos
orgánicas».*1
83
ligazón y comunidad recíprocas ( . . . ) de suerte que su rela
ción a través de la materia es solamente fortuita y reposa en
una disposición divina particular, en tanto que su comunidad
es natural e indisoluble».63
Se podría imaginar entonces que «el alma humana aun en esta
vida se encuentra dentro de una comunidad indisoluble con
todas las naturalezas inmateriales del mundo de los espíri
tus ( . . . ) de la cual ella empero no es consciente en cuanto
hombre, mientras todo va bien».64
Habría allí una separación estricta y neta. En cuanto alma hu
mana atada a un cuerpo, ella no tendría conocimiento ni re
cuerdo algunos del mundo inteligible de los espíritus, y a la
inversa, en cuanto parte integrante del mundo inteligible no
tendría acceso alguno al mundo material. Poseería así una
suerte de «doble personalidad», imagen que el propio Kant
emplea en otro pasaje a título de ilustración.
¿Pero cómo llegó el metafísico a semejantes sueños y esperan
zas? Lo indujo a ello el conocimiento de la comunidad huma
na real, de lo que Kant llamará más tarde la «naturaleza so-
cial-asocial» del hombre:
84
que somos dependientes, en los móviles más secretos, de la
regla de la voluntad general, y de ello resulta, dentro del mundo
de todas las naturalezas pensantes, una unidad moral y una
constitución sistemática según leyes puramente espirituales».67
85
te hombres que tuvieran ciertas relaciones y algún conoci
miento de ese mundo de los espíritus. Tales hombres aparece
rían a los otros, a los hombres normales, como soñadores y vi
sionarios, pero precisamente constituirían la confirmación más
preciosa de la legitimidad de las esperanzas metafísicas. Por
eso Kant analizó en detalle la obra de Swedenborg.
La tercera parte nos muestra sin embargo el reverso de la me
dalla. También es posible que las afirmaciones fantasiosas del
visionario no se funden en un conocimiento real del mundo
de los espíritus, sino que sean el efecto mucho más trivial de
simples perturbaciones orgánicas, así como los desarrollos me-
tafísicos podrían ser, no la expresión de esperanzas bien fun
dadas, sino solo de los deseos subjetivos del pensador:
86
La segunda parce contiene el análisis de la obra de Sweden-
borg; muestra que él no es rnás que un visionario exaltado,
que no posee un conocimiento real del mundo de los espíritus,
por lo cual es incapaz de comunicarlo a los otros.
Dijimos ya que a nuestro juicio Los sueños de un visionario
constituyen un momento decisivo, no solo dentro de la evolu
ción del pensamiento kantiano, sino del idealismo alemán en
general; en esa obra, en efecto, el punto de vista de la totali
dad se aplica de manera directa al conocimiento del hombre y
de la vida humana, con lo cual se elaboran las ideas fundamen
tales del idealismo alemán en el plano de la filosofía moral,
la filosofía de la historia y la filosofía de la religión:
Con todo ello, Kant abre el camino seguido hasta hoy por el
pensamiento humanista, y a lo largo del cual por otra pgrte
este progresa aún en nuestros días.
87
VI
88
sueños de un visionario encontramos todavía (aunque por
el momento en sentido negativo) ciertas ideas fundamentales
de la estética crítica.73
Pero todos esos elementos permanecían aislados y no habían
sido reunidos aún en un sistema de conjunto. Por el contrario,
aparecían como por entero independientes unos de otros, y su
reunión debía tropezar con dificultades insuperables mientras
Kant no se decidiera a realizar una separación radical y gene
ral entre la totalidad formal y la totalidad concreta referida
al contenido. (Siempre que no quisiera o no pudiera aceptar
una concepción inmanente y dialéctica.) En un fragmento
póstumo el propio Kant nos dice hasta qué punto todos esos
problemas le aparecieron entonces difíciles y complicados:
«Al comienzo veía esta doctrina como bajo una luz crepuscu
lar. Intenté con gran seriedad probar ciertas proposiciones al
mismo tiempo que sus contrarias, no para fundar una doctrina
escéptica sino porque temía una ilusión del entendimiento y
a fin de descubrir en qué consistía. El año 1769 me aportó
una gran luz».74
89
1. La distinción que Kant establece entre el entendimiento y
la razón ( «uso real y lógico del intelecto») no está desarrolla
da por completo.
2. Todavía no se trata, como luego en la Critica de la razón
pura, ante todo de la distinción entre dos facultades del es
píritu, sino entre los dos mundos a que ellas corresponden. Na
turalmente, la distinción entre las dos facultades se encuentra
desarrollada de manera implícita.
3. También sería inexacto afirmar que la distinción entre el
mundo sensible y el mundo inteligible se establece aquí por
primera vez. Como vimos, ya constituía el punto central de
Los sueños de un visionario.
90
Kant entendió entonces que el reconocimiento de la totalidad
perfecta, referida al contenido, no puede alcanzarse en el plano
de lo sensible, aunque la razón la exija de manera absoluta.
Era uno de los puntos de partida de su sistema.77
Nos dice luego que, en la definición de mundo, es preciso to
mar en cuenta tres elementos:
Tenemos entonces:
91
está fundada aún, dentro del pensamiento de Kant, en la de
los dos elementos sensoriales.
Con el objeto de designarlos, Kant emplea ya los términos
phaenomenon y noumenon, cosa «tal como aparecen» y «tal
como son».
En el plano de la sensibilidad, se distingue entre la intuición
pura, cuyos principios son el espacio y el tiempo, y que funda
la matemática pura (geometría pura, mecánica, aritmética, etc.)
y la intuición empírica, portadora de las sensaciones y que está
en la base de las ciencias de la naturaleza, de la física y la psi
cología.
En el plano del intelecto se distingue entre su empleo lógico
(el entendimiento de la filosofía crítica), que unido a la sen
sibilidad engendra la experiencia, y su uso real (la razón de la
filosofía crítica), que tiene por objeto el conocimiento de la
totalidad. Los conceptos intelectuales más elevados son, en el
plano teórico, Dios; y en el plano práctico, la perfección moral..
A primera vista Kant parece haber llegado en este escrito casi
a la filosofía crítica. Pero subsiste aún una diferencia consi
derable: Kant infiere aquí, a partir de lo sensible, de los fenó
menos, lo inteligible, los noúmenos.
Como se sabe, la mayoría de los neokantianos reprocharon a
Kant sobre todo el hecho de que se contradijera, por cuanto
habría afirmado que la causa es una categoría del entendimien-i
to, válida solamente dentro de la experiencia sensible, y al
mismo tiempo la habría empleado más allá de esta experiencia,
cuando admitía la cosa en sí como causa necesaria de los fe
nómenos.
Probablemente sea en la Disertación inaugural donde más se
acerca Kant a ese punto de vista, si bien la diferencia entre el
pensamiento de Kant y la interpretación neokantiana es muy
grande aun en esa obra; en efecto:
92
2. Pero aquí, en la Disertación inaugural, ese razonamiento
en modo alguno es contradictorio, pues las categorías del en
tendimiento no han sido todavía elaboradas y reconocidas co
mo tales, y en consecuencia el empleo del concepto de causa
no está aún limitado a la experiencia.
A partir de la Crítica de la razón pura ese razonamiento se
abandonará; más aún: será invertido. El sistema crítico no
infiere de los fenómenos la cosa en sí, sino a la inversa, de la
cosa en si, de lo inteligible, el carácter fenoménico de toda rea
lidad empírica-, ello no obsta para que Bruno Bauch, por ejem
plo, reproche a Kant todavía en 1923 una contradicción lógica
que solo existe en su propia imaginación y que ante todo prue
ba cuán mal ha comprendido e! pensamiento kantiano.
Consignemos por último que Kant entrevió ya entonces la po
sibilidad de invertir su razonamiento:
93
Segunda parte
1. La filosofía crítica y sus problemas
I
Debemos comenzar con una cuestión biográfica: el silencio cg
si completo que en la obra de Kant siguió a la Disertación inau-
97
gural, puesto que entre 1770 y 1781, fecha en que apareció
la Critica de la razón pura, Kant publicó solamente cuatro pe
queños opúsculos carentes de importancia filosófica.
Para ello hubo ante todo, sin duda, una razón puramente ex
terior. Kant obtuvo una cátedra que le permitió librarse de las
preocupaciones materiales más apremiantes. Basta un conoci
miento aun superficial de las obras kantianas para comprender
cómo ha debido su autor violentarse para publicar, antes de
la Disertación inaugural, todos esos ensayos tan inacabados
donde penosamente procura alcanzar alguna claridad. Kant,
quien junto a Spinoza y Marx es quizás el pensador más rigu
roso y probo de la filosofía moderna; ese hombre que en lo
sucesivo no publicaría nada que no le pareciese definitivo y
sólidamente demostrado, sin duda debió decidirse a dar a la
estampa aquellos escritos con un sentimiento de disgusto.
Pero la publicación era para él una necesidad exterior urgente,
pues era pobre1 y carecía de fortuna personal. Hasta los cua
renta y seis años vivió del producto de sus lecciones, a las que
se sumó desde 1766 el magro sueldo de un empleo absorbente
de bibliotecario auxiliar.
Su única esperanza de seguridad material era la perspectiva de
una cátedra universitaria, y solo las publicaciones le permiti
rían llegar a ella. No tenía opción. Pero desde 1770 su sitúa-
ción materia] estuvo bien asegurada y pudo dilatar toda pu
blicación hasta el momento en que, ya elaborado su sistema,
pudiera ofrecer al lector una obra que juzgara definitiva.
Sin embargo, todo ello es aún secundario y no basta para ex
plicar ese silencio; en efecto, vimos que en la Disertación
inaugural ya había hallado Kant un sistema más o menos ge
neral. Esos once años de silencio debieron de tener, entonces,
una causa más importante. Es el encuentro con las ideas de
David Hume.
Se ha intentado (por parte de Alois Riehl sobre todo) situar
la influencia de Hume sobre Kant mucho antes, en el período
precrítico. Entendemos que ese intento ha fracasado por
completo, aunque por lo demás todos los datos aportados por
Riehl nos parecen exactos o, al menos, verosímiles. En efecto,
aun si es cierto que antes de 1770 Kant conoció los escritos
de Hume y habló de ellos en sus cursos, según el testimonio
de Herder; aun si es cierto que, en sus propios escritos, de
manera consciente o no, empleó expresiones tomadas de Hu-
1 Aunque él lo haya negado más carde para salir al paso de una publi:
cación indiscreta.
98
me, no vemos todavía en ello la prueba de una influencia de
cisiva y profunda del pensador inglés. La influencia de un pen
sador sobre otro no data de la primera lectura ni del instante
en que este le toma una o varias fórmulas, sino solo del mo
mento en que las ideas del primero se convierten en objeciones
o contribuciones esenciales para el pensamiento del segundo.
Ahora bien, es indudable que ello no sucedió respecto del Kant
del período precrítico.
Ese período del pensamiento kantiano está dominado, como
vimos, por las discusiones con el racionalismo dogmático: con
Leibniz y Wolff, Descartes, Malebranche y Spinoza. Por el con
trario, no hay huellas de una toma de posición respecto del
empirismo.
En el período crítico, en vez, la situación es muy otra. Tanto
en los escritos teóricos como en los prácticos hallamos innúme
ros pasajes que se refieren de manera explícita o implícita a
Hume y aparecen ante todo como una polémica contra él.
¿Qué había sucedido? ¿Por qué la filosofía de Hume, el em
pirismo, alcanzó en ese momento tan grande importancia?
La respuesta no es difícil si recordamos que Hume había di
rigido sus ataques contra el concepto de causa, y que ya en las
primeras obras kantianas, pero en especial en la Disertación
inaugural, todo el edificio del mundo inteligible descansaba
en ese concepto. Kant enseñaba, en efecto, que puesto que la
forma del mundo sensible (el espacio y el tiempo) debe tener
una causa, existe necesariamente un mundo inteligible, un
Dios.
La «causa» no es más que una manera de designar la asocia
ción de las representaciones empíricas. Por lo tanto no es le
gítimo, fundándose en ella, inferir la existencia de una cosa
que no esté dada empíricamente: tal lo que afirmaba Hume.
Y menos aún podía la filosofía de Hume admitir la segunda
posibilidad mencionada por Kant: la de inferir, del mundo in
teligible, el mundo sensible. Hume negaba en efecto, con su
concepción atomista del mundo, la existencia y la posibilidad
de cualquier totalidad (excepción hecha de la matemática;
volveremos sobre esto).
Es evidente que Kant advirtió la importancia del empirismo y
de las objeciones esenciales que de este podían extraerse en
contra de su propia doctrina. Ello le indujo a aclarar su posi
ción frente a Hume. A juzgar por los once años de silencio,
esa discusión interior fue larga y laboriosa, y absolutamente
nada sabemos del modo en que se desenvolvió, pues las cartas
a Marcus Herz, que datan de esa época, no nos dicen gran cosa.
99
Lo mejor que podemos hacer es juzgarla por sus resultados,
es decir, por la Crítica de la razón pura. Y desde el comienzo
debemos comprobar que, bajo el peso de los argumentos em-
piristas, Kant se vio constreñido a introducir modificaciones
esenciales en su sistema. En lo sucesivo renuncia a todo uso
trascendente del concepto de causalidad. Esta pasa a ser una
categoría del entendimiento, y su uso ya no es legítimo sino
exclusivamente dentro de la experiencia. Si a partir de ese mo
mento Kant se pronuncia tan a menudo en contra de cualquier
transgresión de esos límites, ello significa una toma de posi
ción, no solo contra Descartes, Leibniz y Wolff, sino también
y ante todo contra su propia doctrina, tal como se expresaba
en la Disertación inaugural. Ahora bien, ¿qué había sido del
otro tipo de inferencia, el que partía de la totalidad, de la
universitas, para llegar a los fenómenos?
En el curso del período precrítico, en las discusiones con los
racionalistas dogmáticos, los filósofos admitían la existencia
de un vínculo real y necesario entre los elementos del universo,
es decir, la existencia efectiva de la totalidad. H e ahí un punto
ele partida implícito, común a todos y que nadie ponía en
duda.
Por eso Kant podía objetar a Leibniz y a Malebranche que ese
vínculo no puede establecerse sólo desde el exterior, mediante
una armonía preestablecida o una acción divina continua, y que,
por consiguiente, para ser verdaderamente real debe encon
trarse en los elementos mismos. Podía también objetar a Des
cartes que era ilegítimo inferir, del concepto, la existencia, y
a Spinoza, que la totalidad no podría contener los elementos
individuales y limitados desde el momento en que ella es in
mutable, y estos, cambiantes. Y vimos ya las dificultades con
que tropezó posteriormente, cuando se trataba de enunciar de
manera positiva qué era esa totalidad de la cual no podía pre
dicarse de manera cabal la trascendencia ni tampoco la inma
nencia.
Esta vez, frente a Hume, Kant advierte que el empirismo acep
taba o al menos podía aceptar todos esos argumentos, pero
que de ellos extraía una conclusión en extremo peligrosa: no
existe totalidad, ni en el plano teórico ni en el plano práctico.
No la hay en el plano teórico, puesto que el saber humano no
conoce más que ligazones de hecho, que resultan del hábito y
de la asociación de imágenes. No la hay en el plano práctico,
pues no tenemos el derecho de inferir, de lo que es, la posi
bilidad de una existencia mejor o más elevada, por cuanto que
el dato empírico es la única fuente legítima y verdadera de co-
100
nocimiento. Ahora bien, la posibilidad misma de un sistema
trascendental dependía de la refutación de esa tesis.
Pero también en este,punto debió Kant hacer grandes conce
siones. Jamás había pretendido que la universitas, la totalidad
referida al contenido, fuera asequible a nuestro conocimiento
de manera inmediata. Además, en la Disertación inaugural
había escrito que una conclusión fundada en esa afirmación no
le parecía «tan clara». En lo sucesivo renunciará a toda totali
dad dada, existente fuera de nosotros, que el hombre no deba
crear sino sólo conocer. He ahí la influencia decisiva de Hume
sobre Kant.
Mas no por ello había triunfado el empirismo. En efecto, la
totalidad conservaba toda su realidad y toda su importancia.
Solo que hasta entonces Kant la había buscado en una falsa
dirección. Ella no es exterior a! hombre, sino que se encuentra
en él; no es dada y existente, sino fin supremo que confiere
al hombre su dignidad de tal. Es idea trascendental, postulado
práctico.
Ese es el sentido del célebre pasaje sobre la «revolución co-
pemicana». La subjetividad trascendental de la experiencia ya
había sido claramente reconocida en la Disertación inaugural.
Pero la idea nueva es la que se expresa en este pasaje:
101
«mal radical». Sin embargo, pese a toda la perspicacia de su
espíritu, probablemente no había previsto que un día se invo
carían las «verdaderas consecuencias» de su filosofía para de
fender ese «mal radical», aunque más no fuese en el terreno
teórico.
En la refutación del empirismo quedaba todavía algo por ha
cer. Se debía probar que la totalidad, lo suprasensible en sus
diferentes formas, lo absoluto, el mundo inteligible, no son
imposibles ni inaccesibles. En efecto, Kant fue un pensador
demasiado profundo para contentarse con la solución fácil de
una separación radical entre la teoría y la práctica, el pensa
miento y la acción. Bien sabe que el hombre no puede tender
seriamente hacia la realización de una idea si la conoce como
irrealizable. El empirismo debía ser refutado en la medida
exacta en que afirmaba eso, y para lograrlo se requería una
crítica de la facultad humana de conocer.
Respecto del sistema crítico en su forma actual, el empirismo
contenía dos afirmaciones peligrosas:
102
i
en responder todas las objeciones que se le podrían hacer des
de ese punto de vista, aun si Hume no las expresó, así como
en averiguar todas las consecuencias posibles del empirismo,
aun si Hume no llegó tan lejos.
Esto se aplica sobre todo a las matemáticas. Kant insiste en
ello constantemente. Hume había concentrado sus ataques en
la causalidad, pero seguía admitiendo la validez apodíctica de
los juicios matemáticos, que él consideraba analíticos. Es lo
que Kant rechaza. Los juicios matemáticos son tan sintéticos
como las explicaciones causales, y las objeciones que Hume
opone a la causalidad podrían ser esgrimidas también, por un
empirista consecuente, en contra del valor apodíctico de la
matemática. Y solo semejante argumentación probaría el ca
rácter atomista de la experiencia y, por tanto, la imposibili
dad de un sistema trascendental. Pero esa argumentación que
daría contradicha por la ciencia y la experiencia universal, que,
por su parte, prueban la certidumbre apodíctica de la mate
mática.3 La realidad, lo dado, no es entonces atomística; cons
tituye una totalidad, si no material y perfecta, al menos for
mal. Las sensaciones son dadas dentro del todo del espacio y
del tiempo. Hay una intuición pura. Una vez admitido esto,
no hay más que deducir, de la necesidad de una experiencia
ya reconocida como posible, el carácter a priori de las catego
rías en general y de la causalidad en particular.
Kant debió podar mucho el antiguo sistema de la Disertación
inaugural, y fue consciente de ello. Pero en los puntos esen
ciales, Hume y el empirismo quedaban refutados. Después de
lo que acabamos de decir, se comprenderá con facilidad el sen
tido del célebre pasaje de los Prolegómenos, el único que ci
taremos entre los innumerables desarrollos referidos a Hume:
103
a una meditación continua, ir más lejos que el hombre pene
trante al que debimos la primera chispa de esa luz».45
II
104
puesto, se veían a través de la propia lente. En Marburgo se
prefería con ese fin a Platón; en Heidelberg, a Hegel, y en
Viena, a Karl Marx.6
La consecuencia más nefasta de ese movimiento fue que sus
representantes lograron que sus pensamientos se confundieran
con la filosofía de Kant; de ese modo, cuando después de 1920
despertó en Europa una necesidad real de filosofía, el propio
pensamiento kantiano quedó cuestionado a los ojos de los me
jores espíritus. En otro sentido, no puede negarse que los neo-
kantianos más importantes, como Windelband, Cohén, Lask y
Cassirer, realizaron una contribución seria en filología e histo
ria, y aun en teoría del conocimiento. Pero eso no era filoso
fía, y todavía menos filosofía kantiana.
Naturalmente, es imposible ignorar por completo a los neo-
kantianos, pues su interpretación domina aún en el espíritu de
muchos lectores. Por otra parte, sería monótono volver de con
tinuo sobre ella en la exposición de los diferentes capítulos
de la filosofía crítica, ya que casi todos sus errores derivan de
un mismo «malentendido» fundamental que puede ser muy
bien explicado sociológicamente.
Preferimos entonces consagrar en este capítulo introductorio
un parágrafo a los neokantianos, lo que nos evitará volver a
ellos en lo que sigue. Examinamos ya en el primer capítulo
las condiciones sociológicas que presidieron la formación de la
filosofía kantiana. En una época en que la burguesía inglesa
había conquistado el poder económico y político casi un siglo
y medio antes, y creado un Estado democrático; en una época
en que en Francia la crítica intelectual y social obtenía grandes
triunfos y en que la burguesía estaba a punto de destronar al
absolutismo, el desarrollo económico de Alemania presentaba
enorme atraso, lo que había determinado el nacimiento de un
organismo social y político por completo anormal. Pero ese
carácter patológico del cuerpo social permitió justamente a los
elementos progresivos de la burguesía alemana alcanzar un
conocimiento filosófico mucho más claro y profundo que el
del resto de Europa.
105
lucha engendra por fuerza. Al racionalismo optimista de los
franceses se podía oponer, en Alemania, una visión clara de las
insuficiencias reales del orden social burgués e individualista
que estaba en vías de nacer en Europa.
106
3. Puesto que el hombre no puede progresar hacia lo absolu
to sino a través de las sensaciones dadas y contrariando las in
clinaciones de sus sentidos, debe crear el máximo de lo que
le resulta asequible, es decir, un conocimiento experimental
coherente en el plano teórico y una vida conforme al impera
tivo categórico en el plano práctico.
Pero este doble fin no es pata Kant más que un remedio a
falta de otro mejor, una limitación trágica. El conocimiento de
un intelecto arquetipo no se regirla por leyes generales ni una
voluntad santa por el imperativo categórico.
107
biernos más o menos socialistas posteriores a 1918. El ejército,
la diplomacia, los cargos importantes del Estado permanecie
ron en manos de los Junker hasta 1932. Y durante ese lapso,
a causa de su juventud, que la hacia menos tributaria del pa
sado, la industria alemana pudo adoptar las formas técnicas
más avanzadas y superar de ese modo en mucho a la industria
de Francia y aun de Inglaterra. De tal modo nació el tipo del
especialista alemán, que tan bien conocemos hoy. Técnico emi
nente en su disciplina, organizador perfecto, disciplinado has
ta el extremo, siempre obediente a sus superiores, duro con
sus subalternos, carente de horizontes abiertos, de pensamien
to personal, de humor y sobre todo de independencia y de
ansia de libertad, cosas estas que son casi espontáneas en In
glaterra y en Francia.
Por cierto, todo ello debía influir de manera decisiva sobre la
vida del espíritu: el arte, la ciencia y la filosofía. Desde 1870,
aproximadamente, Alemania comienza a tener los profesores
de filosofía más eruditos del mundo, pero pierde casi por com
pleto el espíritu filosófico. Nieizsche y Marx, los últimos gran
des filósofos alemanes, viven en el extranjero.
El neokantismo es la «filosofía» de esta época. Toda una serie
de profesores de filosofía, habiendo descubierto en la obra
kantiana un análisis exacto del hombre moderno, convocaron
al «retorno a Kant». Con ello, y aún en el plano exterior, no
se entendía un retorno a toda la filosofía kantiana, sino solo
a la «Estética» 7 y a la «Analítica». Y aun esas partes fueron
desnaturalizadas por completo. En efecto, lo que en Kant era
conciencia de una limitación trágica del hombre pasó a ser en
los neokantianos un hecho normal, incuestionado, e implícita
mente una apología. Los mínimos detalles de esas partes del
sistema kantiano fueron disecados y analizados en centenares
de libros, con un gasto extraordinario de trabajo y erudición.
Pero el espíritu mismo del pensamiento kantiano había desa
parecido.
Desde ese punto de vista limitado y apologético, en efecto, la
dialéctica debía aparecer por completo incomprensible. Todo
lo referido a la cosa en sí, al intelecto arquetipo, al sumo bien,
al mundo inteligible, era para la gran mayoría de los neo-
kantianos un libro cerrado. Pero ¡oh contrariedad! en esa obra
de Kant, a quien se había declarado el máximo genio de la
filosofía, se tropezaba en cada página con tales problemas. Era
preciso entonces liquidarlos de una manera o de otra, y cada
108
escuela escogió para ello, según su temperamento, una vía di
ferente. Se podía por ejemplo ignorar la dialéctica, lo que era
tanto más fácil cuanto que la mayoría de los lectores no leían
por sí mismos los textos originales, o carecían de espíritu
crítico. Sin embargo, ello estaba vedado a muchos profesores
neokantianos dada la conciencia profesional imperante en las
universidades alemanas. Se halló entonces otra solución. En
Marburgo se prefirió suprimir la dialéctica probando que no
se trataba más que de «conceptos límites». En Heidelberg
fueron más decididos, y la presentaron como una superviven
cia del período dogmático o sencillamente como un absurdo.
Después de lo que acabamos de decir sería inútil analizar en
detalle los diferentes escritos neokantianos, lo que por lo de
más requeriría toda una biblioteca. Nos limitaremos a tomar
dos ejemplos, considerando la «cosa en sí» en dos profesores
representativos de las escuelas de Marburgo y de Heidelberg.
Escogemos para ello a Hermann Cohén y Bruno Bauch. La di
ferencia con respecto a los escritos de Kant se muestra a pri
mera vista. En la Crítica de la razón pura, la «Estética tras
cendental» y la «Analítica trascendental» comprenden, en la
edición de la Academia de Berlín, poco menos que 200 pági
nas; la «Dialéctica» abarca por sí sola 230. En el libro de
Hermann Cohén, que lleva el significativo título de La teoría
kantiana de la experiencia8 (y no del conocimiento), el aná
lisis de las dos primeras ocupa 420 páginas, y el de la «Dia
léctica», 54. En Immanuel Kant de Bauch,® la crítica del co
nocimiento se expone en 181 páginas, y la parte sobre el co
nocimiento racional (Vemunjtserkenntnis) abarca solo 29.
Y la situación se aclara por completo cuando consideramos el
contenido de esas páginas. Hermann Cohén se esfuerza por
explicar, de todas las maneras posibles e imaginables, que la
cosa en sí no es, a decir verdad, cualitativamente diferente del
estudio experimental y científico de lo dado. Se aferra al uso
«regulador», que interpreta a su manera:
109
Sin duda, Cohén piensa particularmente en las ciencias natu
rales descriptivas. Kant habría debido «preguntarse si la des
cripción de la naturaleza no podía ser el factum para el valor
trascendental de las ideas» (pág. 517). «La cosa en sí es, por
consiguiente, la expresión de todo el ámbito científico y de la
coherencia de nuestros conocimientos» (pág. 518). «Ante to
do, renunciemos a suponer que lo absoluto sobrepasa la ex
periencia» (pág. 521 y sig.). En otro libro, afirma sencilla
mente que «la ley es la cosa en sí».10
Por poco que se conozca la obra de Kant, resultará desconcer
tante leer semejantes afirmaciones. Kant subraya centenares
de veces, sin equívoco posible, que las leyes de las ciencias me
cánicas, así como los principios de las ciencias descriptivas,
resultan de la subsunción de las percepciones sensibles bajo
los conceptos del entendimiento por obra de nuestra facultad
de juzgar. La cosa en sí es justamente lo que permanece inac
cesible para todas las facultades de conocer, y que sólo podría
ser conocido por un intelecto arquetipo; es aquello hacia lo
cual debe tender sin descanso nuestra razón sin poder alcan
zarlo nunca. Pero Hermann Cohén no podía sencillamente
comprender eso, y mucho menos atribuirlo al gran pensador
que era Kant. Intenta «salvar» a este, y vimos el resultado.
Bruno Bauch toma el camino opuesto. Es claro para él que el
entendimiento y la razón, la ley y la experiencia, por una parte,
y por la otra la cosa en sí, son conceptos esencialmente y cuali
tativamente diversos. De allí infiere que la cosa en sí es un
absurdo. Cedámosle la palabra:
110
Se tiene la impresión de que Kant, por desdicha, vivió en épo
ca demasiado temprana. Con que sólo hubiera asistido a unos
pocos cursos de Bruno Bauch, probablemente se habría con
vertido en un verdadero filósofo. Se comprende que Bauch
emplee el mismo estilo para referirse al sumo bien:
El sumo bien
111
hombre (según Kant, del hombre en general; según Marx y
Lukács, del hombre actual, que vive en una sociedad atomi
zada e individualista). El hombre debe tender siempre hacia
ese conocimiento, aunque le resulte por completo inasequible.
En cada momento, la extensión cuantitativa de nuestra expe
riencia es, en cierta medida, el precipitado, el resultado de ese
esfuerzo hacia un conocimiento superior, cualitativamente di
ferente. (Se comprende la importancia que debió adquirir pa
ra Hegel y Marx la idea de que las diferencias cuantitativas se
transforman en diferencias cualitativas.)
En una palabra, justamente en la época en que las investiga
ciones etnográficas mostraban la enorme diferencia entre el
pensamiento de los primitivos y el nuestro, los neokantianos
confundieron el pensamiento del hombre en la sociedad actual
con el pensamiento en general, lo que desde el punto de vista
epistemológico constituía una regresión aun respecto de Kant
y de Hegel.
112
el pasado o al menos hacia el presente. Las ideas fundamen
tales de la filosofía de la historia de Kant, «la sociedad de los
ciudadanos del mundo», la «paz eterna», han desaparecido,
reemplazándoselas por una filosofía abstracta de los valores,
sustituible a voluntad por la apología de la sociedad actual o,
al menos, por un contenido «científico» cualquiera.
Lo dicho debería bastar para demostrar cuánto interesa hoy,
en momentos en que renace el interés por la filosofía, diluci
dar el verdadero sentido del pensamiento kantiano liberándolo
de ese malentendido.
En lo que sigue np volveremos a referirnos a los neokantianos.
Después de lo qué acabamos de decir, el lector podrá retomar
con facilidad esta crítica y aplicarla por sí mismo a aquellos
neokantianos que le interesen particularmente.
III
Una cuestión muy importante para nosotros hoy, luego de la
evolución de los últimos treinta años, es la de las relaciones
entre el pensamiento kantiano y la mística intuicionista.
( Conscientemente y adrede no empleamos el término «filoso
fía».) En su obra filosófica, Kant nunca profundizó ese pro
blema, abstracción hecha de algunas observaciones ocasiona
les acerca de la Schwármeret (extravagancia, misticismo). Y
ello se justifica, puesto que jamás se le ocurrió considerar el
intuicionismo como una filosofía. Las concepciones del mundo
a las que se opone (empirismo, escepticismo, dogmatismo ra
cionalista, estoicismo y epicureismo) tenían al menos en co
mún con su propia visión del mundo el mínimo que juzgaba
necesario para calificar de filosófico un sistema de pensamien
to. Estas concepciones reconocían la razón como autoridad su
prema y defendían implícitamente la libertad del individuo.
En la época moderna la intuición no había encontrado todavía
ningún filósofo de envergadura.1213 Schelling debía ser el pri
mero, aunque es verdad que hizo escuela. Por ello debemos
atribuir importancia tanto mayor a un pequeño artículo pu
blicado por Kant sobre la mística intuicionista, que hoy nos
parece el mejor escrito sobre el tema.1* En su polémica con
12 A menos que se cuente a J. Bohme entre los filósofos, como es ha
bitual después de Schelling.
13 «¿Qué significa orientarse en el pensamiento?», G. S., vol. V III,
pág. 131.
113
Moses Mendelssohn respecto del spinozismo de Lessing, F. H.
Jacobi había invocado a Kant. Se sabia que este sentía gran
estima por Jacobi, y que incluso había aconsejado a sus ami
gos de Berlín «evitar cualquier ataque ofensivo» contra él.
Para prevenir un posible malentendido publicó en la Berltner
Monatsschrift1415un artículo que no responde solamente a Ja
cobi, sino que sigue siendo válido para los sistemas de Sche-
lling, Bergson, Scheler, etcétera.
Kant comienza estableciendo que «se trata de saber» si para
conocer a Dios (Kant escribe «los objetos suprasensibles»;
hoy diríamos «lo absoluto» o, mejor, para emplear una expre
sión de Lukács, «para llegar a la conciencia verdadera») de
bemos dejamos guiar por la «sana razón», como quería Men
delssohn, o por la Schwarmerei, «renunciando por completo a
la razón». Deja a Jacobi una escapatoria, pues no quiere atri
buirle «la intención de preconizar un método tan malo de pen
samiento».16 Luego anuncia:
114
Pues «el concepto de Dios y aun la fe en su existencia no pue
den encontrarse más que en la razón, solo pueden tener su
fuente en ella y no pueden venimos de una inspiración ni de
una enseñanza exterior, por grande que sea su autoridad».17 Y
a continuación formula Kant su respuesta a Jacobi.
Después de lo que acabamos de decir es normal que esa res
puesta no tenga carácter filosófico, sino que sea sociológica,
política y aun profética. Kant dice allí simplemente que el ro
manticismo del sentimiento, en su protesta contra la razón a
nombre de la libertad del individuo, pone al contrario en peli
gro la verdadera libertad, que es uno de los valores supremos
del hombre. Lo único que en 1786 Kant no podía prever es que
ciento cincuenta años más tarde habría círculos y aun gobier
nos que cultivarían conscientemente esa concepción del mun
do para hacer desaparecer la libertad. Esta respuesta tiene, a
nuestro juicio, importancia suficiente para que la citemos in
extenso: 18
115
ausencia de cualquier imposición exterior, ciertos ciudadanos
se erigen como tutores respecto de otros ciudadanos, y cuando
en lugar de argumento, mediante fórmulas de fe obligatorias
acompañadas del temor angustiante ante el peligro de una in
vestigación personal, saben proscribir, merced a una impresión
oportuna ejercida sobre el espíritu, todo examen de la razón.
»En tercer lugar, se entiende también por libertad de pensar
el sometimiento de la razón exclusivamente a las leyes que se
da a sí misma. A esta libertad se opone la máxima de un uso
de la razón carente de ley ( uso que pretende, como sueña el
genio, ver más lejos que si se ajustara a los límites de tales
leyes). De ahí esta consecuencia natural: si la razón no quiere
someterse a la ley que ella misma se imparte, es preciso que
padezca el yugo de las leyes que otro le impondrá: en efecto,
sin ley nada puede persistir por mucho tiempo, ni siquiera el
mayor absurdo. La consecuencia inevitable de esta proclama
da ausencia de ley en el pensamiento (de una emancipación
respecto de las restricciones impuestas por la razón) es que la
libertad de pensar encuentra en ello su pérdida, y como esto
no sucedió por causa de una desgracia sino por el delito de un
verdadero orgullo, la libertad se ha perdido atolondradamente,
en el auténtico sentido del término.
»Tal es aproximadamente la marcha de las cosas. El genio se
complace primero en su audaz vuelo, luego de haber repudia
do el hilo con el que la razón lo conducía antaño. Bien pronto
seduce también a los otros mediante sentencias imperiosas y
brillantes promesas; parece haberse puesto por fin en el trono
que una razón lenta y dificultosa honraba tan mal, pero lo hace
sin dejar de hablar su lenguaje.
»A la máxima entonces admitida de la invalidez de una razón
soberanamente legisladora la llamamos nosotros, hombres vul
gares, una extravagancia [Schwarmerei]; pero para esos fa
voritos de la buena naturaleza esa es la iluminación. Sin em
bargo, como entre ellos no puede tardar en engendrarse una
confusión de lenguaje, ya que solo las prescripciones de la
razón son universalmente válidas y ahora cada uno se abando
na a su inspiración propia, esas inspiraciones interiores deben
entonces llevar a hechos garantizados mediante testimonios
exteriores, es decir tradiciones, que al comienzo eran todavía
escogidas, pero que con el tiempo han pasado a ser enseñan
zas obligatorias; en una palabra, de ello debe nacer el total
sometimiento de la razón a los hechos, o sea, a la supersti
ción, porque esta al menos se deja conducir a una forma legal
y, de ese modo, a un estado de equilibrio.
116
»No obstante, como la razón nunca deja de tender hacia la
libertad, debe suceder por fuerza, si esta razón da en quebran
tar sus vínculos, que su primer uso de una libertad que por
largo tiempo permaneció sin ejercicio degenere en abuso, y que
una confianza temeraria en la independencia de su facultad
respecto de cualquier restricción se trueque en una fe en la
soberanía exclusiva de la razón especulativa, que admitirá
únicamente lo que pueda justificarse mediante razones objeti
vas y una demostración dogmática, rechazando con temeridad
todo el resto. La máxima de la independencia de la razón res
pecto de su propia necesidad (la renuncia a una fe racional)
se llama entonces incredulidad', no una incredulidad históri
ca, que en modo alguno puede concebirse como deliberada ni
por tanto como imputable (considerando que cada uno, quiéra
lo o no, está forzado a creer en un hecho suficientemente com
probado, así como en una demostración matemática), sino una
incredulidad racional, un estado penoso del espíritu humano
que quita a las leyes morales primero toda su fuerza como
móvil del corazón, y con el tiempo toda autoridad, y prepara
la manera de pensar que se llama impiedad, es decir, el prin
cipio de no admitir ya ningún deber. Pero en este punto in
terviene la autoridad para impedir que la sociedad caiga en el
mayor desorden. Y como el medio más pronto y eficaz es pre
cisamente el mejor a sus ojos, deniega la libertad de pensar y
somete este negocio, como todos, a los reglamentos del país.
Es así como la libertad de pensar, cuando llega hasta querer
emanciparse de las leyes mismas de la razón, termina por ani
quilarse con sus propias manos.
»Amigos de la humanidad y de lo más santo que existe para
ella, admitan ustedes lo que les parezca más digno de fe des
pués de un examen atento y sincero, ya se trate de hechos o de
razonamientos; pero no impugnen ustedes a la razón lo que
hace de ella el bien más alto sobre la Tierra, el privilegio de ser
la piedra de toque de la verdad. De otra manera, indignos de
esta libertad, no podrán ustedes dejar de perderla y además
arrastrarán a ese infortunio a todos quienes, sin esa desgracia,
habrían estado dispuestos a usar legalmente de su libertad,
poniéndola al servicio del bien de la humanidad [Wellbeste]».
En los últimos 25 años hemos podido ver hasta qué punto era
justa la visión de Kant y cuán estrechos son los lazos que unen
el irracionalismo y la mística de la intuición y de los sentimien
tos con la supresión de las libertades.
117
IV
Debemos examinar todavía, en este capítulo introductorio, al*
gunas cuestiones importantes de terminología y de filosofía.
En primer lugar, el propio término «razón». A causa de la
preponderancia alcanzada por los neokantianos, a quienes es
capaba por completo el sentido que ese término tenía en Kant,
aquel se alteró gravemente. Hoy se entiende por razón una
facultad puramente teórica de conocer; a lo sumo, una sabidu
ría práctica. Kant la concibe de muy diverso modo. Desde el
comienzo la razón no es para él puramente especulativa, y a
partir de 1790 pasa a ser una facultad de conocer exclusivamen
te práctica. Como nos lo dice un cuadro de la Crítica del jui
cio,1* su principio no es la legalidad de la naturaleza sino el fin
final de la libertad humana.
Lo mejor sería designarla como la facultad espiritual comuni
cable que nos hace tender hacia la realización de los fines su
premos del hombre. Quizá podríamos expresar esto mismo de
manera más feliz con el término «espíritu» o con el «logos»
de Hegel, si el siglo xix no hubiera debilitado y desleído el
sentido de esos conceptos.
Por nuestra parte mantendremos el término empleado por
Kant; por ello era necesaria esta reflexión.
Universitas y universalitas (comunidad y universalidad): Emil
Lask fue el primero en indicar la importancia eminente de
esos dos conceptos para la comprensión del pensamiento kan
tiano, y aun de la filosofía moderna en general.
Sería difícil exponer aquí, en unas pocas líneas, algo más que
lo esencial de la cuestión. Para hacerlo deberíamos explicar
primero ese fenómeno fundamental de la sociedad burguesa
individualista que Marx denominó «el fetichismo de la mer
cancía», y Lukács, «reificación».20 Sin embargo, procuraremos
dar a nuestra exposición la mayor claridad posible.
El hombre no crea su conocimiento en completa independen
cia. Depende de lo dado, se lo llame «sensible» o de otro mo
118
do. Comprobar esto es afirmar al mismo tiempo el carácter
insostenible de un racionalismo radical.
No es fácil establecer en qué consiste eso «dado». Lask ob
serva con razón que solo es posible determinarlo de man:ra
negativa como lo que no está formado, lo que carece de for
ma; ahora bien, tan pronto como hablo o pienso acerca de
eso, le impongo una forma. Lo llamaremos entonces materia
del conocimiento, y dejaremos abierta la cuestión de si se tra
ta de una cualidad pura, únicamente asequible al sentimiento,
tal como la entendía Bergson con su noción de los datos in
mediatos de la conciencia, o bien de una corriente de la con
ciencia, como la concebía William James, o aún de algo ya
estructurado, según piensa la psicología de la forma. Parece
de todas maneras verosímil que respecto de un ser no social
(animal o niño recién nacido) es imposible hablar de una dife
renciación entre teoría y práctica, entre saber y obrar. Con la
vida social surge al punto esa diferenciación, y al mismo tiem
po la posibilidad de una separación entre la teoría y la prácti
ca: es la experiencia. La vida social, que significa división del
trabajo y acción común, implica la posibilidad de una comuni
cación entre las conciencias. Ahora bien, lo dado, la materia
sin forma, cambia con cada individuo; no hay dos sensibilida
des idénticas. Si dos personas se encuentran en una misma ha
bitación, cada una verá de modo diverso la misma mesa, se
gún que se encuentre a la derecha, a la izquierda, delante o
detrás. Pero la comunicación entre las conciencias supone al
menos que cada uno transforme su propio dato inmediato, su
propia materia, de manera que el otro comprenda lo que le
es comunicado y pueda referirlo a lo que a él le es dado, a la
materia de su aprehensión inmediata; pero implica también
la posibilidad de que cada uno comprenda la materia propia
de su conocimiento como un aspecto parcial del conocimiento
común, y comprenda su conocimiento como dependiente del
de todos los hombres. Llamamos experiencia al resultado de
esta transformación de la materia, que — subrayémoslo— con
duce por lo menos a la posibilidad de una comunicación mutua,
pero que eventualmente podría llevar a un verdadero conoci
miento común. En epistemología llamaremos «forma» a los
principios generales de esta transformación, de la materia no
informada, en experiencia.
De allí se sigue que todo empirismo radical es imposible para
un ser que viva en sociedad. No solamente llevaría al solipsis-
mo, sino a la renuncia a cualquier pensamiento. De ello se
sigue también que la vida en sociedad disocia la unión origi-
119
nana e inmediata entre la sensibilidad y la acción individual.
Entre ambas se insinúa la transformación del dato inmediato
en conocimiento comunicable: el mundo teórico. La unidad en
tre la teoría y la práctica no puede en lo sucesivo restablecerse
más que sobre una base superior, para la comunidad y en el
interior de ella. (Lo que Lukács llama «la conciencia ver
dadera».)
Ya hemos dicho que los principios de la forma de una expe
riencia — para designarlos emplearemos de aquí en más el tér
mino kantiano de categorías— no son rígidos ni eternos. Entre
el mínimo que hace posible la comprensión recíproca de los in
dividuos y el máximo que correspondería a una comunidad
ideal, hay naturalmente cierto número de tipos fundamenta
les posibles. Las investigaciones de los últimos años mostra
ron que el predominio de un sistema de categorías en un lu
gar y una época dados está determinado sobre todo sociológica-
mente,21 es decir por la estructura social. El filósofo y el epis-
temólogo se interesan, como es natural, en los sistemas de ca
tegorías del pasado (véanse, por ejemplo, las investigaciones
de Durkheim y de Lévy-Bruhí acerca del pensamiento de los
primitivos), pero ante todo en los del hombre actual y — en
la medida en que pueden decir algo sobre ellos— en los de
una comunidad ideal.
Pero como esta comunidad nos resulta aún desconocida y co
mo hoy es realizable solo de manera parcial (según Lukács,
por ejemplo, en la solidaridad de clase), no podemos enunciar
sino vagas generalidades acerca de las categorías que corres
ponderían a su pensamiento. Por ejemplo:
120
mejor y con la mayor facilidad a cualquier materia dada o po
sible para transformarla en experiencia.
121
Hegel, Marx y Lukács con el método dialéctico y también
Lask con la lógica emanatista) intentaron aportar algunas pre
cisiones sobre este tema. Arrancaron de la evidente insuficien
cia del pensamiento actual cotidiano y sobre todo científico,
de su impotencia para unificar lo general y lo individual, lo
absoluto posible con el dato real. Todos reconocieron que esta
insuficiencia se debe a la ausencia de la categoría de la totali
dad, de la universitas, que debe ser fundamental para un pen
samiento que pretenda superar esta limitación. Por desdicha no
podemos detenernos más en esta cuestión, pero citaremos al
gunas líneas de Kant respecto del intelecto arquetipo, que
anuncian ya la dialéctica hegeliana:
122
tagonismo resultante del deseo de comprar barato y vender ca
ro. Pero lo que de todos modos une a los hombres, el hecho
de que el comprador sólo tiene sentido si existe un vendedor
y reciprocamente, debe realizarse pese a su conciencia y en con
tra de ella, en una forma reificada. La circunstancia de que la
producción es a pesar de todo un hecho social se expresa so
lamente en el precio de las mercancías. En la bolsa, «el trigo
sube», «el acero baja», etc. El hombre ha desaparecido. Lukács
ha intentado demostrar el modo en que esta reificación se ma
nifiesta en todos los dominios de la vida. Tiene que aparecer
también en el campo de la lógica y de la teoría del conocimien
to. En este, recibe el nombre de «ideas innatas», «reminiscen
cia», «a priori», etc.; es la universalitas, la validez general en
sus más diversas formas. Que se nos entienda bien. Habrá
siempre y en cualquier orden social juicios que reclamen la
adhesión de todos los hombres. Pero si de estos juicios (o de
su significación) se quita cualquier relación con lo empírica
mente dado (como en Descartes o en el apriorismo kantiano),
o bien con el hombre concreto (como en Rickert, Lask, Hus-
serl, etc.), entonces nos encontramos frente a una rdficación
de la verdad y del pensamiento en general.24 Así como en la
bolsa el trigo o el acero suben o bajan por sí solos, también en
Rickert la significación es por sí misma «verdadera» o «falsa»
y cualquier relación con el hombre se suprime bajo la imputa
ción de psicologismo.
Es verdad que en los grandes clásicos esta reificación adopta
otra forma. En ellos el juicio no se separa del sujeto sino de la
materia, de lo sensible. La matemática universal da pie a
la esperanza de que, en la sociedad monádica y atomizada, los
individuos independientes unos de otros podrán llegar empe
ro en su pensamiento a idénticos resultados.25 Es la armonía
preestablecida, la intervención divina; pero no por ello es me-
123
nos una reificación. Y justamente porque la comunidad per
manece oculta y opaca, ella debe aparecer bajo la forma de
una potencia exterior abstracta y reificada (ideas innatas, a
priori, imperativo categórico, etc.) y no como acción huma
na concreta y transparente.
No insistiremos aquí en el aspecto ético y práctico de esta di
ferenciación entre la totalidad concreta ( universitas) y la uni
versalidad reificada ( universalitas)■ es más fácil de compren
der, y aún volveremos sobre ello.
Esta diferencia entre universitas y universalitas, totalidad con
creta y universalidad a priori y reificada, constituye una de las
piedras angulares de la filosofía teórica y práctica de Kant. La
universalidad a priori es lo que caracteriza al hombre dado,
finito. Determinar sus posibilidades y sus límites es una de
las tareas más importantes de la filosofía crítica; la totalidad,
la universitas no es dada hoy más que en el plano formal (es
pacio y tiempo) y solo podría alcanzar su realización perfecta
en un estado superior, suprasensible; en el intelecto arquetipo,
en la voluntad santa, en el conocimiento de la cosa en sí, etc.
Es evidente que Kant no sobrepasó la reificación;26 pero la
describió con exactitud y fijó sus límites.
Algunos (Rickert y Lask) ver. en ello su mayor mérito; otros
(Hegel, Lukács), una razón para las críticas más acerbas. Igual
mente podría reprochársele que escribiera en 1790 y no en
1940, o que viviera en Kónigsberg y no en París. Esa polé
mica nos parece por completo ociosa y en todo caso secunda
ria. Lo importante es despejar el auténtico espíritu de la filo
sofía crítica, purificándolo de las interpretaciones erróneas o
falsas, y avanzar por el camino abierto por Kant en la medida
de nuestras fuerzas y posibilidades.
124
Podríamos comenzar de diferentes maneras. Lo que mejor co
rrespondería a la lógica del sistema sería hacerlo por el lado
práctico, aunque, bajo la influencia de la discusión con Hume,
el propio Kant haya empezado por la parte teórica y en espe
cial por aquella respecto de la cual Hume había planteado sus
dificultades: el análisis de la experiencia. Kant se percata muy
bien de ello; escribe:
125 •>
»A la primera pregunta responde la metafísica; a la segunda,
la moral; a la tercera, la religión, y a la cuarta, la antropología.
En el fondo podría referirse todo ello a la antropología, puesto
que las tres primeras preguntas remiten a la cuarta».
126
2. ¿Qué puedo saber?
127
«Es sin duda conforme al deber que el comerciante no recar
gue el precio al cliente inexpeito; nunca lo hace el comercian
te sagaz, quien por el contrario establece un precio fijo, igual
para todos, de modo que un niño pueda hacer en un negocio
tan buena compra como cualquiera. El cliente es entonces leal
mente servido; pero ello en modo alguno basta para que crea
mos que el comerciante ha procedido por deber y principios de
probidad; es su interés el que lo exige, y aquí no puede su
ponerse que él además debió experimentar una inclinación
directa hacia los compradores para no otorgar preferencia, por
afecto, a unos en perjuicio de otros. Por tanto, su acción no
se cumplió por deber ni por inclinación, sino solo en vista del
interés propio».
Nuestro alumno, que por cierto no había leído una sola línea
de Kant, había comprendido sin embargo las consecuencias
últimas de su pensamiento mejor que la mayoría de los neo-
kantianos. En efecto, es evidente que no es ese un ejemplo
cualquiera: el comerciante «leal» constituía la célula funda
mental del orden social burgués e individualista en vías de na
cimiento entonces en Europa y que aún impera hoy. El ejem
plo atañe a la esencia misma de esa sociedad y no a un fenó
meno secundario.
I
El destino del hombre es aspirar a lo absoluto; he ahí el pos
tulado fundamental de la filosofía crítica, su punto de parti
da, que ella no tiene la posibilidad ni el deseo de probar. En
lenguaje kantiano: es un postulado que carece de «deducción».
En la Crítica de la razón pura Kant no lo afirma de manera
explícita desde el comienzo,* y ello sin duda porque, bajo la
influencia inmediata de la discusión de los argumentos de
Hume, quiere ante todo negar al entendimiento cualquier pre
tensión de probar la imposibilidad de lo absoluto. Pero en el
prefacio de la segunda edición repara, al menos en parte, esta
omisión en un breve pasaje:
128
nado que la razón exige necesariamente y con derecho en las
cosas en sí para todo lo condicionado y a través de la serie
de las condiciones».23
II
129
1. £1 acento recae aquí sobre «indeterminado» y «empírico».
De ello se sigue, invirtiendo la proposición, que el objeto
integramente determinado de una intuición no empírica es
la cosa en sí. De hecho los textos avalan ese sentido. Por
ejemplo:
130
como ( . . . ) “ todo lo contingente existe como efecto de otra
cosa” ( __ ) etc. Ahora bien, pregunto yo de dónde tomará
esos enunciados sintéticos, puesto que los conceptos deben
valer en tal caso para las cosas en sí mismas ( noúmeno) y no
con referencia a una experiencia posible ( . . . ) Nunca podrá
probar su afirmación; más aún, ni siquiera podrá ( . . . ) jus
tificarse».8
131
jeto no es más que una quimera de ciertos críticos, de la cual
no encontramos huellas en los escritos de Kant.
III
Libertad y necesidad. Debemos confesar que, a nuestro juicio,
Kant dio a este problema la respuesta más clara y menos equí
voca que hayamos hallado en toda la historia de la filosofía.
Constituye el único fundamento posible de toda filosofía de
la historia materialista o idealista, así como de cualquier socio
logía científica y de las ciencias del hombre en general, en la
medida en que realmente quieran ser ciencias y no metafísica
materialista vulgar o exaltación intuicionista.
Pero como la deformación metodológica actual de las ciencias
del hombre dificulta mucho la comprensión de este proble
ma, intentaremos elaborar aquí lo más claramente posible el
punto de vista kantiano tal como lo comprendemos, de una ma
nera puramente sistemática, sin fastidiosas referencias filoló
gicas.0 Solo hacia el final consignaremos los puntos en que qui
zá nos hayamos apartado de una interpretación filológica es
tricta.
Sabemos que ya en la época precrítica910 Kant distinguía, den
tro de lo dado, tres dominios diferentes: el mecánico, el bio
lógico y el espiritual. Este último se convertirá luego, en la
filosofía crítica, en el mundo inteligible de la libertad.
En el conocimiento de las ciencias mecánicas el entendimien
to trata con objetos determinados exclusivamente por el pasa
do. Los acontecimientos producidos en el mundo hasta hoy
determinan por entero — abstrayendo de la influencia actual
ejercida por la vida y el espíritu— el estado y los movimien
tos de todos los elementos de la materia inerte en el momento
presente. Por cierto que Kant sabe, y lo repite de continuo,
que nuestro conocimiento conceptual limitado nunca podría
llegar a la determinación integral, aunque fuese de un objeto
inerte. No obstante, es aquí donde el conocimiento abstracto
y conceptual del entendimiento se acerca más a lo empírica
mente dado.
9 Los textos más importantes son: Crítica de la razón pura, fi. 556 y
sig., G. S., vol. I I I , pág. 360 y sis.; Crítica de la razón práctica, I,
«Examen crítico de la Analítica», ibid., vol. V , pág. 89 y sig.; Crítica
del juicio, Crítica del juicio téleológico, ibid., vol. V , pág. 89 y sig.
10 Cf. El único fundamento de prueba y Los sueños.
132
Algo muy diferente ocurre en biología cuando se trata de
conocer el mundo orgánico. Aquí no sólo el todo está determi
nado por las partes, sino que a la inversa las partes están tam
bién determinadas por el todo en sus funciones y relaciones.11
El individuo orgánico nos aparece como si «contuviera una
finalidad interior»: en él, «todo es a la vez fin y medio».1112
Ahora bien, nuestro entendimiento no es capaz de concebir el
todo antes que las partes más que por «analogía con las cau
sas finales». No podemos concebir un todo que determine las
partes y sus relaciones recíprocas si no admitimos al mismo
tiempo un ser trascendente en cuya conciencia exista ya antes
un concepto de ese todo, de acuerdo con el cual él organice
conscientemente las partes. Así, por un lado cualquier explica
ción mecánica de la vida orgánica es insuficiente y debemos
agregarle otro principio, un principio teleológico según fines,
en virtud del cual pensamos la naturaleza como productor
consciente, que realiza «técnicamente su propio poder».
Pero por otro lado este no debe ser más que un principio pro
blemático y regulador del juicio reflexivo, y nunca debe con
vertirse en un principio constitutivo del juicio determinante.
Es decir que debemos considerar lo orgánico como si fuera un
fin interno de la naturaleza, pero nunca debemos admitir que
sea de hecho el producto de una causa que obre de manera
intencional. En efecto, podríamos concebir que un entendi
miento superior que conociera el todo antes que las partes
comprendiera igualmente lo orgánico de una manera inmanente
sin intervención trascendente. El finalismo en biología, por
tanto, no puede ser más que un auxiliar necesario para nues
tro entendimiento limitado y analítico, pero no un medio de
comprender realmente la vida orgánica.
Para nosotros no hay, a juicio de Kant, más que una posibilidad
de constituir la experiencia a partir del dato empírico. Y esa es
la manera de establecer relaciones y de explicar propia de las
ciencias mecánicas. Por lo tanto, debemos servirnos también de
ella en el campo de la vida orgánica y progresar todo lo que
podamos por esta vía en la explicación de los fenómenos. Solo
cuando ella no basta, cuando tropezamos con una unidad y
133
una estructura que no soportan ya una explicación mecánica,
al menos provisionalmente, debemos apelar a una manera fina
lista de considerar los fenómenos, pero no a una explicación
teleológica.
Aquí interviene un importante problema de método, plantea
do y resuelto por Kant con ocasión de la libertad, poro que
queremos abordar desde ahora porque nos parece posible darle
también en este punto una solución análoga.
Entre el dominio de la materia inerte, donde el todo está de
terminado por las partes y el presente por el pasado, y el do
minio de la vida orgánica, donde el todo del organismo indi
vidual y el de la especie determinan las partes y donde, por
consiguiente, el presente es al mismo tiempo causa y efecto,
existe una diferencia cualitativa esencial. Ningún desplaza
miento ni composición de partículas de materia inerte, por
complicado que sea, permitirá nunca producir un individuo
orgánico viviente.18 Y sin embargo entre los objetos inanima
dos y los seres vivos hay en la naturaleza una acción mutua
ininterrumpida.
Pero, dada esta acción recíproca, ¿cómo es posible someter el
conjunto de la naturaleza a una explicación determinista? ¿No
hallamos con harta frecuencia, en los libros de vulgarización,
el aserto de que la menor interrupción de la causalidad me
cánica bastaría para suprimir toda posibilidad de explicación
determinista y aun simplemente científica del universo?
Por ello es importante destacar que ese aserto es inexacto, y
juzgamos que no es uno de los menores méritos de la filosofía
crítica el haber sido la primera en advertirlo.
Es cierto, no obstante, que la mínima posibilidad de interven
ción de lo arbitrario, la indeterminación absoluta, bastaría pa-13
13 Naturalmente, los biólogos nunca deben dejar de buscar el medio de
producir la vida a partir de la materia inerte. Kant lo pide de modo
implícito cuando dice que se «debe llevar lo más lejos posible la expli
cación mecánica». Si ello se lograra, nada esencial cambiarla en la po
sición de Kant. No habría entonces más que dos dominios radicalmente
separados: el de la materia y el del espíritu, tal como ya lo había ad
mitido Descartes. Entre la materia inerte y la materia orgánica subsis
tiría siempre una diferencia cualitativa, de ningún modo rígida sin em
bargo, pero que implica transiciones y superposiciones en los casos lí
mite. No obstante, algo debe quedar claro; el problema de la produc
ción de la vida es un problema de física y química; para el biólogo la
vida será siempre una premisa de su ciencia. Por el momento, sin em
bargo, no tenemos gran cosa para oponer al escepticismo kantiano; en
efecto, aunque hayan pasado 130 años desde entonces, la biología no
parece haber hecho todavía progresos decisivos en la solución experil
mental de este problema.
134
ra imposibilitar cualquier explicación científica coherente. Pe
ro lo orgánico (y como más adelante veremos, lo espiritual)
no es algo arbitrario ni indeterminación absoluta. Antes bien,
es un orden estricto y riguroso, aunque no mecánico. Por lo
demás, todos los representantes serios del finalismo tienen
perfecta conciencia de ello. Dentro de un orden teleológico,
por ejemplo, las cosas y acontecimientos serían tan necesarios
como dentro de un orden mecánico. Solo que su necesidad
estaría determinada por el futuro, por el fin; no por el pasado,
como sucedería en un orden mecánico. £1 azar (Bergson lo
mostró muy bien) no es más que el aspecto de un cierto or
den considerado desde el punto de vista de un orden diferen
te. Pero además del orden mecánico a que la materia inerte
está sometida, a juicio de Kant, y del orden teleológico que,
también según él, tiene valor constitutivo únicamente respecto
del reino práctico de la razón y la libertad,14 puede existir
todavía un tercer orden casi incomprensible para nuestro en
tendimiento finito: el de la materia viva dominada por las to
talidades del individuo orgánico y de la especie. Hoy debería
mos agregar quizás el orden estricto de la probabilidad esta
dística, que según la mayoría de los físicos rige en cierta es
cala la materia inerte.
Ahora bien, todos esos diferentes órdenes pueden abordarse
desde el punto de vista de uno solo de ellos a condición de
considerar todos los factores regidos de manera exclusiva por
los otros órdenes como una constante a la que naturalmente
se debe conocer con toda la precisión posible, pero que ya no
se tiene que reducir o explicar.
Tanto en el pensamiento científico como en la vida cotidiana
encontramos muchos ejemplos de esa integración de órdenes
diversos dentro de la perspectiva de cierto orden dado. Por
ejemplo, la psicología y la sociología científicas pueden esta
blecer leyes causales más o menos exactas justamente porque
admiten que el hombre es un ser espiritual cuya acción se ri
ge, en mayor o menor medida, por fines conscientes y volun
tarios, y lo admiten como un hecho, como una constante que
ya no es preciso analizar ni explicar. Para esas ciencias se tra
ta solamente de establecer del modo más preciso posible la
influencia de las condiciones exteriores sobre la conciencia,
la voluntad y la acción de los hombres, y a la inversa, la in
fluencia que esa conciencia, esa voluntad v esa acción ejercen
sobre el medio. Tarea esta sin duda mucho más difícil, pero
14 Y no para el dominio orgánico.
135
que no difiere por esencia de la que es propia de las ciencias
naturales y aun físico-químicas.
Precisamente en virtud de ello las ciencias del hombre no de
ben proceder por comprensión simpática ni por intuición, sino
mediante un estudio empírico, y experimental en la medida
en que las circunstancias lo permitan, estudio que sin embar
go, puesto que su objeto es mucho más complejo, no podrá
por el momento alcanzar sino un conocimiento menos preciso
y menos riguroso que el logrado por las ciencias naturales y
físico-químicas.
De igual modo, hay reglas técnicas y prácticas regidas por el
fin y por el futuro, y hasta es posible encontrar repertorios
de ellas en ciertos libros, por ejemplo en un manual de sabidu
ría política, en un tratado de medicina o en un libro de coci
na. Ahora bien, la causalidad mecánica u orgánica se presenta
en esas obras integrada solo de manera implícita, como cons
tante a la que no se trata de reducir ni de explicar sino sola
mente de conocer con la mayor exactitud posible. En efecto, la
regla práctica y técnica tiene justamente por fin enseñarnos la
manera en que el hombre puede alcanzar sus fines, a pesar de
esos órdenes extraños y a través de ellos. Que el político o el
médico son hombres, y que como tales pueden enamorarse o
morir, y que la casa donde se cocina puede derrumbarse a
consecuencia de un terremoto, he ahí circunstancias que los
autores de esas obras no ignoran por cierto, pero de las que se
ría impertinente hablar en un tratado de política, de medicina
o de arte culinario; se trata de constantes conocidas con ma
yor o menor exactitud, a las que no es preciso analizar con
gran detalle.1315
15 Contra la eventual objeción de ciertos «marxistas» que tienen tanto
miedo por la palabra «constante» como los racionalistas por la palabra
«variable», recalcaremos aún:
a. Que esta «constancia» no es sino el orden mismo del cambio, orden
que el hombre supone necesariamente en cada una de sus acciones;
b. Que este orden nunca puede ser conocido de manera definitiva sino
siempre con mayor o menor precisión, y que, por eso mismo, su conoci
miento debe ser mejorado constantemente mediante el análisis de la si
tuación concreta. En este terreno Hegcl y Marx lucharon con justicia
contra todo intento de esquematización. Pero rechazar en general el
postulado de la regularidad significa renunciar a toda ciencia y a toda
acción eficaz En este caso, ni siquiera podría cruzar la calle por temor
a que una salamandra de los tiempos primitivos me saliese al paso para
conducirme a algún mundo encantado. Precisamente, el romanticismo
místico, al romper todo contacto con la realidad, construyó un mundo
como el de los cuentos de Hoffmann. El materialismo histórico supone
sin duda una constante postulada, pero nunca conocida del todo. Por
136
También es evidente que por virtud de la acción que los dife
rentes órdenes ejercen unos sobre otros, esas reglas técnicas
deben ser mucho más complejas y menos precisas que nor
mas puramente prácticas o éticas, que abstraen de cualquier
influencia de la realidad sensible sobre la voluntad pura.
Y en la relación entre el orden de probabilidad estadística de
la física cuántica y el orden de la causalidad mecánica clásica,
el problema debería ser aún más simple, pues ya no se trata
de dos órdenes diversos por esencia, por cuanto que el segun
do no es más que un caso particular del primero.
Luego de estas observaciones acerca de los vínculos entre el
orden mecánico y el orgánico será más fácil comprender la
concepción kantiana de la libertad práctica e inteligible.
El destino del hombre es aspirar a un estado superior, a lo in
condicionado. Cada una de sus acciones puede cumplirse con
miras a realizar ese destino —y en tal caso será libre—, o bien
se rige por otro motivo u otra causalidad — y en ese caso no
será libre—. No hay una tercera posibilidad.
La libertad humana es posible y real: lo sabemos por la exis
tencia de la ley moral. Esta es la ralio cognoscendi de la liber
tad, que por su parte es la ralio essendi de aquella.
Es verdad que Kant no se forja ilusiones sobre el hombre de
la sociedad burguesa e individualista y que se inclina más bien
al pesimismo; por eso insiste de continuo en que quizá no en
contremos en la realidad empírica ninguna acción realmente
libre. No obstante, ello no puede valer como refutación de la
libertad como tal. En efecto, iodo hombre, aun el que nunca
realizó una acción moral y efectivamente libre, reconoce un
imperativo, una ley moral, y por virtud de ese hecho al me
nos la posibilidad de obrar libremente.
Ante todo, sin embargo, es preciso destacar que el dominio
de la razón y de la libertad no es el de lo arbitrario, sino que
constituye para el hombre un orden estrictamente determina
do por el futuro y por el fin supremo.
A esta aspiración a lo absoluto, inmanente al hombre, llama
Kant su carácter inteligible. Aparece en todas partes y siempre
donde existe un hombre, y por ello no es creada, no varía y
permanece extratemporal. La captamos de manera inmediata
tan pronto como nos situamos en el punto de vista del impe
rativo, de la acción moral. No nos resulta empero asequible
en el plano teórico y contemplativo, puesto que cualquier dato
137
empírico se encuentra ya bajo la influencia de la causalidad
biológica y mecánica, y por ello mismo es ya fenómeno. Por
lo tanto lo único que podemos captar en el plano teórico es
el carácter empírico del hombre.
El carácter inteligible, la aspiración a un estado superior, cons
tituye el dominio práctico del espíritu. Forma un orden nue
vo, el tercero además de la causalidad mecánica y de la vida
orgánica; y por cuanto sabemos hoy de manera positiva, nin
guna complicación conocida de la materia inerte u orgánica
puede crear una chispa de espíritu.18 Este es algo original, cua
litativamente nuevo.
Las acciones reales y empíricas del hombre participan por lo
tanto de dos dominios diferentes, a saber, el de la autonomía
práctica del espíritu y el de la heteronomía mecánica y bioló
gica. Kant llama al primero causalidad por la libertad, porque
el principio determinante de la acción es interior y está situa
do en el mundo inteligible, en el futuro (en la realización del
reino de los fines); al segundo, en cambio, llama heteronomía,
porque la acción está determinada por el mundo exterior y por
el pasado. Por ello toda acción humana puede abordarse desde
dos puntos de vista diferentes:
138
el reino de la libertad inteligible no es arbitrario, ya que cons
tituye un orden riguroso porque en él no impera el azar sino
la causalidad por la libertad, es al menos concebible que se
pueda calcular con precisión la influencia que cualquier fe
nómeno dado, temporal y empírico, ha de tener sobre la efi
ciencia empírica de la voluntad inteligible, y de modo seme
jante la resistencia exterior — o bien la ayuda— que el mun
do en que se actúa opondrá — o bien aportará— a los fines
de aquella. Para emplear un lenguaje moderno diríamos que,
suponiendo conocidos todos los elementos empíricos (lo cual
en la práctica nunca es posible), se podría en cada caso ligar
los fenómenos empíricos del pasado con la acción empírica
que el hombre se propone cumplir, mediante una función ma
temática en la cual el carácter inteligible, la libertad del hom
bre, estaría contenido de manera implícita como una constan
te. Y justamente por ser una constante se encuentra la libertad
siempre amenazada por el peligro de desaparecer en la reifica-
ción. La sociología empirista considera que esa constante no
es esencial y carece de interés. Le basta encontrar una ley más
o menos exacta que ligue los acontecimientos consecutivos.
Para el filósofo, ello en ningún caso es suficiente.
Imposible hallar mejor ilustración de esta diferencia que el
ejemplo de la trayectoria de una piedra, tomado por Kant de
Spinoza. Todavía hoy ciertos sociólogos empiristas siguen afir
mando que la única diferencia entre la causalidad mecánica y
la causalidad humana reside en el hecho de que la primera es
inconsciente mientras que la segunda se cumple con conciencia.
Una piedra que cae creería, si tuviera conciencia, que sigue
libremente su trayectoria. Kant se vale de este ejemplo para
precisar su concepción. La voluntad de la piedra se engendra
ría solo una vez lanzada ella,17 mientras que en el hombre exis
te una voluntad libre originaria, a la que por cierto influencias
empíricas exteriores pueden oponer obstáculos, pero nunca su
primir. La acción empírica más perversa es también el resul
tado de una doble determinación: la de la voluntad libre inte
ligible y la de la influencia empírica del mundo exterior. Ese
mundo inteligible de la libertad constituye el supuesto (po
dríamos decir, quizás, el a priori) de todas las ciencias del
hombre, y separa estas de las ciencias de la naturaleza, del
17 Para ser del todo exactos sería preciso agregar, quizá, que la volun
tad de obedecer la gravitación, preexistente en la piedra, habría sido
suscitada también desde el exterior por la existencia de otra masa cual
quiera.
139
mismo modo como el supuesto implícito de la vida separa la
biología de la química y de la física.
140
tido de nuestra exposición. En todo caso, las tesis fundamen
tales de Kant sobre este punto nos parecen justas:
IV
Una cuestión casi tan difícil como la anterior es la doctrina
del mal radical en el hombre. En relación con ella procurare
mos probar dos hechos:
141
grar en su sistema la doctrina del mal radical. Por eso ella
puede aparecer a veces como una suerte de «concesión».
Los textos presentan notable claridad, lo que nos permitirá
ser breves.2021El mal radical consiste «en la cohabitación del
principio del mal con el del bien ( . . . ) en la naturaleza hu
mana». Hay en el hombre, junto a una «disposición hacia el
bien», una «inclinación hacia el mal».
Un ser en el que rigiera con exclusividad el principio del bien
sería una voluntad santa. Pero el hombre está expuesto tam
bién a la influencia de la sensibilidad, a la heteronomía. En la
medida en que esta sale al encuentro de la voluntad moral li
bre como un principio superable o ya superado, el hombre no
es por cierto una voluntad santa, pero tampoco es por ello un
ser malo; es solamente débil y, podríamos decir, finito.
Pero la sensibilidad tampoco actúa de manera mecánica. «La
libertad del arbitrio tiene esta constitución, propia de ella: no
puede ser determinada a la acción por ningún motivo que el
hombre no haya admitido en su máxima».81 En consecuencia,
para que una inclinación sensible lleve a la acción debe ser
aceptada primero por la voluntad consciente, integrada en la
máxima de esta. Ahora bien, ios hombres tienen dos tipos de
máximas:
a. Las buenas, que les inducen a dejarse determinar exclusiva
mente por fines inteligibles.
b. Las malas, que les inducen a dejarse determinar por cual
quier otro móvil.
142
«La maldad o, si se prefiere, !a corrupción del corazón huma
no es la inclinación del libre arbitrio hacia máximas que rele
gan, en favor de otros motivos (no morales), el motivo de
la ley moral».22
143
el segundo aspecto del pensamiento de Kant: la aspiración a
un mundo mejor y la esperanza en su advenimiento. Más ade
lante volveremos sobre esto.
Hasta aquí todo parece claro. Pero en este punto comienzan las
dificultades. En efecto, dada la tajante separación que hay en
el sistema kantiano entre la libertad inteligible, comprensible
solo en el plano práctico, y la influencia de la sensibilidad, li
mitada al mundo de los fenómenos, no es posible concebir có
mo los principios inteligibles buenos y los principios heteróno-
mos malos pueden luchar entre sí por la dominación del hom
bre, y sobre todo cómo los motivos heterónomos se convier
ten en máximas de una voluntad a la vez inmoral y libre. A
decir verdad, el mal no encuentra sitio en lo sensible, donde
no sería más que obstáculo, ni en lo inteligible, que es el do
minio exclusivo de la libertad práctica.
Huelga analizar en sus detalles las explicaciones de Kant so
bre este punto. La conclusión es clara:
V
Ya en la Introducción citamos la frase de Kant según la cual to
da la cuestión consiste en «determinar los elementos del pro
blema: ¿cómo es posible que el alma esté presente en el uni
verso tanto en las esencias materiales como en las otras de la
misma especie que ella?», y también ese otro pasaje donde
Kant nos enseña que «el alma humana, cuando es arrancada
de su relación con las cosas exteriores, se vuelve absolutamen
te incapaz de mudar su estado interior».
En este capítulo, y hasta aquí, nos hemos referido al hombre,
en singular. Ello era necesario, puesto que una exposición debe
25 lb id ., pág, 43.
26 lbid.
144
tener un punto de partida. Pero quedaba sobrentendido que
ese hombre aislado no existe, que el hombre no puede «tener
un yo» más que dentro de la comunidad con los otros hombres
y a través de ella, y por medio de la relación común de esta
con el mundo exterior. Ahora nos referiremos, por lo tanto, a
la comunidad humana, y como queremos atenemos en la medi
da de lo posible a la tradición kantiana y neokantiana, empeza
remos por el aspecto epistemológico del problema.
Por desdicha, también aquí la influencia de los neokantianos
tuvo un efecto desastroso, y ante todo es preciso devolver a los
problemas fundamentales su sentido original.
En su teoría del conocimiento, todos los grandes clásicos de la
filosofía —Descartes, Leibniz, Hume— partieron de la misma
cuestión que Kant resume en una fórmula genial: «¿Cómo son
posibles los juicios sintéticos a priori?». O sea: ¿cómo son
posibles juicios que amplíen nuestro conocimiento y al mismo
tiempo sean necesarios y rigurosamente universales?
Para comprender el sentido y la importancia de esta pregunta
debemos detenernos en ciertas consideraciones ya esbozadas en
varios pasajes de este libro. En toda sociedad debe existir un
mínimo de comunidad teórica, afectiva y moral para que sea
posible la vida en común (y esta vida es sobre todo actividad).
Una manada de lobos, una colmena de abejas o un hormigue
ro no constituyen sociedades por cuanto en ellos la vida en
común se funda solamente en una adaptación recíproca de ca
rácter instintivo, y no en un pensamiento y una acción comunes.
Esta idea constituye uno de los fundamentos de la filosofía
kantiana. Kant afirma de continuo que muchas mónadas autó
nomas nunca pueden formar un mundo si sus relaciones mutuas
no están ya incluidas en la existencia de cada una de ellas. Y
precisamente en ello reside su superioridad con relación a io
dos los racionalistas dogmáticos que le precedieron y que solo
admitían una ligazón exterior entre los individuos (armonía
preestablecida, causas ocasionales, etcétera).
Henos aquí en el centro del problema. En efecto, no fue por
azar ni por falta de penetración que Descartes, Leibniz y Ma-
lebranche desconocieron la cohesión interna de las partes den
tro del todo. Esta carencia estaba condicionada por la situa
ción social de la burguesía, cuya ideología expresaban esos fi
lósofos. Por su estructura fundamental, el orden social burgués
tiende a suprimir toda comunidad entre los individuos, o al
menos a velarla. Como es natural, subsiste toda una serie de
comunidades particulares, concretas, que colman la vida de
cada individuo aislado. Pero estas aparecen en definitiva como
145
fortuitas. El hombre está dividido, y las partes que lo vinculan
con la comunidad concreta aparecen como apéndices de lo que
¿1 tiene de «fundamental». El hombre en general permanece
fuera de cualquier comunidad. En calidad de alemán o de in
glés pertenece a una nación; como padre, a una familia; como
jugador de fútbol, a un club deportivo. Pero en cuanto «hom
bre» parece algo por completo independiente, un ser sin rela
ciones, que descansa enteramente en sí mismo.
Y no debe olvidarse, como lo hacen ciertos marxistas, la influen
cia positiva que ese hecho ejerció sobre la evolución del espí
ritu humano. Ya indicamos en el primer capítulo que primero
fueron el comercio, la producción de mercancías y el individua
lismo desarrollado sobre sus bases los que permitieron al hom
bre lograr una de las más importantes conquistas del espíritu
humano: la libertad individual. Ahora queremos destacar que
también fue el comercio el que hizo posible el nacimiento del
pensamiento filosófico en las costas asiáticas de Jonia y luego
en Atenas y la Magna Grecia. Y ello no, por cierto, en el sen
tido de que la filosofía sería un producto del comercio, sino
porque en una sociedad fundada en la venta y compra los ca
racteres y relaciones que tienen su fundamento en las par
ticularidades concretas del individuo desaparecen ante los ca
racteres generales y abstractos de comprador y de vendedor.
Por ello el pensamiento también pudo dirigirse hacia los ca
racteres generales y abstractos del «hombre».
Fue porque el ateniense o el espartano, el rico o el pobre, el
hombre o la mujer habían desaparecido ante el carácter general
de comprador o de vendedor que el pensamiento pudo plantear
se los problemas generales del hombre como tal. Y esa fue una
victoria inmensa del espíritu sebre lo biológico y lo colectivo.27
El hombre había penetrado por fin en los problemas fundamen
tales. Había nacido la filosofía.
Desde entonces, la filosofía solo pudo vivir allí donde fue po
sible fijar la atención en el hombre como tal y comprender sus
particularidades solo en función del hombre en general. (En
la Edad Media hay, por ejemplo, una verdadera filosofía cris
tiana porque el cristianismo es en algunas de sus formas una
religión universal, centrada en el hombre en general.)
Expresiones como «filosofía alemana» o «francesa», «burgue-
27 Empleamos el término «colectivo» por oposición a «comunidad».
Esta oposición corresponde en parte a la que establece Kant entre «an
tropológico» y «filosófico», a la de Hegcl entre el «en sí» y el «en y
para sí» y a la de Marx y Lukács entre conciencia falsa y conciencia
verdadera.
146
sa» o «proletaria» no tienen sentido más que en la medida en
que se proponen mostrar que se trata de una filosofía nacida
entre los alemanes o los franceses, los burgueses o los prole
tarios, o bien que los puntos de vista a que llega solo fueron
posibles por la situación social o económica de esos grupos.
En ningún caso pueden indicar que la filosofía no se ocupa
más que de los problemas propios de los franceses o de los
alemanes, de los burgueses o de los proletarios, ni que sus re
sultados solo serían válidos para estos. En ese sentido, una fi
losofía alemana, burguesa, proletaria, etc., sería tan contradic
toria como la cuadratura del círculo. A lo sumo se podría ha
blar de ideología, de propaganda política, etc.28 Pero todo esto
no forma más que un aspecto de las ideologías individualistas.
Ahora pasamos a considerar el otro aspecto, la reificación.
Si las visiones individualistas del mundo pusieron al hombre
como tal en el centro del interés, posibilitando así la filosofía,
también lo vaciaron de toda relación y de toda comunidad
28 Y por eso no se puede hablar de una filosofía de la intuidón o de
la vida. Lo biológico, la vida, es justamente lo que no basta a la filoso
fía, lo que debe primero transformarse y aparecer en la forma superior
de la comunidad humana, de la razón, del espíritu, para que una filo
sofía sea posible. En la crítica intuidonista del racionalismo abstracto
había buena parte de verdad (volveremos sobre el tema). Pero los crí
ticos intuicionistas no llevaron adelante un progreso ni una profundiza
ción de estos problemas; no proveyeron de un contenidos-vivo y con
creto a la forma abstracta de la razón. Por el contrario, representaron
una regresión, y aún una regresión tan profunda, que lo colectivo y lo
biológico reemplazaron al espíritu y que ya ni podría hablarse de filo
sofía. Desde este punto de vista, la diferenda entre la «raza» de los
nacional-socialistas y el «instinto» de Bcrgson no es esencial. Precisa
mente, Kant había visto este peligro y por eso su rechazo categórico de
todo sentimiento que no tenga su origen en «el respeto de la ley». Di
gámoslo de una vez en un lenguaje sencillo: el hombre que ayuda a otro
únicamente porque le resulta simpático, porque lo conoce, o bien porque
es un compatriota ( Volksgenosse), etc., muy bien puede en otra oca
sión hacer lo contrario si se trata de un hombre carente de esas cuali
dades. Y hasta podrá quedar impasible ante hechos de barbarie o de in
justicia, y quizá participe en ellos o, al menos, les dé su consentimiento.
No por azar la mayoría de estos «filósofos» aprueban a su manera la
amistad, d amor a la patria o a la familia, pero rechazan el amor a la
humanidad como algo abstracto e inauténtico, cuando es justamente el
esfuerzo hada la comunidad humana universal, reificada en Kant en «el
respeto de la ley», el que eleva todos los otros sentimientos del nivel
estrictamente biológico al del espíritu. Sin ese esfuerzo, ellos se trans
forman en fervor brutal, egoísmo familiar, chovinismo, etc. Por cierto,
la misma ley kantiana es, en buena parte, abstracta y reificada. Pero esa
es otra cuestión. Por abstracto y reificado que el espíritu pueda ser en
una visión d d mundo, siempre sigue siendo espíritu, y no hay derecho
a sustituirlo por lo colectivo o lo biológico.
147
concreta. El mundo frente al cual se encontraban los raciona
listas dogmáticos era un mundo de mónadas independientes,
que no tenían en común más que su forma. Y aun esta forma
común aparecía como una realidad misteriosa y suprasensible,
cuyo origen no se podía escrutar ni, menos aún, comprender
(como idea innata, reminiscencia de una vida anterior, a prio-
ri, etc.). Ahora bien, todas las grandes filosofías compartie
ron el esfuerzo de captar al hombre entero, tanto en su forma
cuanto en su contenido. Por eso el problema de la relación en
tre la forma abstracta y el contenido concreto se convirtió en
el problema central de la filosofía clásica.
Mencionamos ya las dos direcciones en que la filosofía clási
ca se esforzó por hallar la unidad de la forma y del contenido.
Una de ellas, el racionalismo, confiaba en hacer entrar todo el
contenido en la forma pura (matemática universal), convir
tiendo así la comunidad puramente formal de los individuos en
una comunidad material que incluiría todo el pensamiento del
hombre. El empirismo, por el contrario, pretendió disolver la
forma en el contenido, con la esperanza de poder fundar una
jcomunidad, ya que no necesaria, al menos de hecho. Kant
fue el primer filósofo que desenmascaró sin miramientos esas
dos ilusiones, proporcionando una imagen exacta del hombre
dentro del orden social burgués e individualista.
Solo ahora podemos comprender el sentido de la pregunta que
constituye el fundamento de la filosofía clásica: «¿Cómo son
posibles los juicios sintéticos a priori?»,
¿Cómo hombres aislados e independientes, que no se refieren
unos a otros y solo reconocen a su propia razón como juez e
instancia suprema, logran a pesar de ello y necesariamente com-
drenderse? ¿Cuál es el mínimo de supuestos comunes que de
ben admitir aun dos hombres que emiten afirmaciones por
completo contrarias para poder comunicarse y entablar un diá
logo (en el sentido más lato del término)? ¿Cuál es el mínimo
de comunidad que existe en todo diálogo y hace de los hom
bres, no mónadas independientes, sino seres que pertenecen
a un solo todo mayor, a una sola comunidad, a un solo mundo?
Ahora se aclara el primer texto de Kant que hemos citado en
este libro, y que se refería a las tres formas del egoísmo ( teóri
co, estético y práctico), cuyo análisis debía ser en parte «me-
tafísico» y en parte «antropológico». La cuestión del egoísmo
metafísico, que consiste en saber si tengo derecho a reconocer
«fuera de mi propia existencia, la existencia de un conjunto
de seres que se encuentren en comunidad conmigo (llamado
universo)»; esa cuestión, decimos,es idéntica en su aspecto teó
148
rico a la de la posibilidad de los juicios sintéticos a priori, y ha
encontrado en esta fórmula su expresión más concisa y exacta.
¿Hasta dónde puede llegar en general en el hombre «el egoís
mo del entendimiento, del gusto y del interés práctico»? Pa
ra responder a esta pregunta escribió Kant las tres Críticas,
Pundamentación de la metafísica de las costumbres y Princi
pios metafísicos de la ciencia natural.
Y además, ¿hasta dónde llega de hecho el egoísmo en el inte
rior de esos límites posibles, dentro de un medio y en una épo
ca dada? He ahí una pregunta de antropología empírica. Kant
le aportó algunas precisiones, pero conscientemente dejó a sus
sucesores el cuidado de proporcionar las respuestas.
En verdad podríamos considerar elucidado este punto y pro
seguir nuestro estudio si la interpretación neokantiana no hu
biera suscitado los más graves malentendidos, que nos obligan
a detenernos un tanto para examinar con mayor atención al
menos los puntos esenciales.
Desde una perspectiva neokantiana, nuestra posición constitu
ye sin duda uno de esos «psicologismos» tan denostados. Abs
trayendo de las opiniones personales que sobre la teoría del
conocimiento sustentaban los profesores alemanes de los si
glos xix y xx, y ocupándonos solo de su interpretación de la
filosofía kantiana, es necesario que efectuemos las siguientes
observaciones:
149
«Precisamente es eso lo que más desea el escéptico; en efecto,
en tal caso toda nuestra comprensión a través de una presunta
validez objetiva de nuestros juicios no seria más que vacía ilu
sión, y no faltarían personas que se negasen a admitir 30 esa ne-
cesidad subjetiva (que debe ser sentida). Como mínimo sería
imposible discutir con alguien acerca de algo que dependería
meramente del modo en que su sujeto está organizado».
150
comunidad humana real, sabemos que esta solo puede fundar
se en la actividad, en la acción común de los hombres. Ahora
bien, toda acción es transformación del mundo exterior. Debe
relacionarse con un objeto común, y la función del conocimien
to teórico es justamente transformar en objeto común lo dado
de manera inmediata, que es informe y difiere de un individuo
a otro.
Pero, en la filosofía de Kant, conocimiento y acción, teoría y
práctica, se encontraban separados casi por completo; la impo
sibilidad de aprehender su unidad constituía, como tantas ve
ces lo hemos repetido, su límite último. En esas condiciones,
la relación entre el aspecto humano y el aspecto objetivo del
conocimiento debía volverse incomprensible, y ambos elemen
tos debían coexistir en el sistema, ajenos el uno al otro.
Pero es propio de los grandes pensadores el percibir, al menos
de manera confusa, los límites de su visión; para los epígonos,
en cambio, todo es claro y nada suscita problemas.
Al respecto, una carta de Kant a J. S. Beck31 acerca de la
«atribución primaria» («la relación de una representación co
mo determinación de un sujeto con un objeto diferente de
ella, con lo cual esa representación pasa a ser materia de cono
cimiento y no es ya un simple sentimiento») reviste a nuestro
juicio particular importancia, sobre todo porque la forma epis
tolar, de expresión más libre, nos permite comprender mejor
el pensamiento concreto de Kant. Escribe el filósofo:
151
ellas en la medida en que este es concepto, proporcionan (pro
duciéndose recíprocamente) una misma representación. Este
acuerdo, puesto que no reside en la sola representación ni en
la sola conciencia, y resulta igualmente válido para todos (co
municable), debe estar referido a algo válido para todos y di
ferente del sujeto, es decir, a un objeto.
»A1 escribir esto observo que no me comprendo suficientemen
te a mí mismo, y le deseo a usted mucho éxito si logra exponer
con bastante claridad esos hilo? sutiles de nuestra facultad de
conocer. Por lo que a mí toca, no me siento ya capaz de dis
tinciones de semejante sutileza».
VI
152
solo en condición de problemáticos, tanto como lo era para la
burguesía alemana de la época el pasaje hacia una forma supe
rior de comunidad y de vida.
153
El examen más superficial del estado presente de las ciencias
prueba que esas no son afirmaciones académicas. En las cien
cias físico-químicas y naturales, donde los intereses de todos
los hombres son más o menos idénticos y donde los egoísmos
chocan menos entre sí, la suma de verdades reconocidas um
versalmente es mayor.
Por el contrario, en las ciencias humanas, donde entran en jue
go los intereses económicos, sociales y religiosos de los dife
rentes grupos, la situación es verdaderamente catastrófica.
«Psicología fundada en la simpatía (Einfühlung)», «historia
como arte», etc. Ya la terminología indica que se renuncia de
manera consciente a lo universal. Y basta considerar algunos
problemas particulares, como la historia de la Revolución Fran
cesa, la sociología del Estado o la teoría del valor, para asistir
al desfile de las opiniones más diversas y opuestas, presentadas
con igual seriedad.
Por lo demás, cuando los intereses lo imponen, ese caos se apo
dera también de las ciencias naturales, como sucedió con las
teorías raciales en biología. Mientras no se haya llegado a una
forma superior del conocimiento, es decir, a una forma superior
de la comunidad humana real, la posibilidad de un conocimien
to verdaderamente científico dependerá de un hecho que per
tenece al campo de la antropología, y que por tanto es en
última instancia fortuito (a saber: que en un dominio dado los
intereses sociales no se contradigan). En todos los otros cam
pos, y en especial en el de las ciencias humanas, aquella sigue
siendo un concepto problemático, un problema de difícil solu
ción. Es que para el hombre de nuestros días no hay criterio
de verdad a la vez material y universal
V II
154
1. En su mayoría, los filósofos racionalistas no conocieron más
que la división de la facultad de conocer en sensibilidad y en
tendimiento. Kant fue el primer gran filósofo moderno que
apeló a la división tripartita: sensibilidad, entendimiento y ra
zón. Esta división parece clara a primera vista: la materia da
da, la información limitada que el hombre dado le imparte y
la totalidad ideal a la que se aspira, como idea reguladora. Pero
la división se complica por el hecho de que la sensibilidad no
es solamente contenido sino en parte también forma, intuición
pura (espacio y tiempo). «¡Cómo se explica esto? Por la idea
fundamental de Kant, según la cual ninguna forma del mun
do podría fundir en un todo único elementos por completo
autónomos e independientes. Ni aun lo dado a través de la sen
sibilidad puede ser enteramente atomizado y monádico, porque
en tal caso sería imposible aprehenderlo en una apercepción
única, en una conciencia. La intuición pura, el espacio y el tiem
po, constituyen precisamente esa totalidad formal que es la
condición primera del conocimiento para el entendimiento y
la razón.
Debemos señalar aquí tres puntos importantes:
155
designa más que los rasgos comunes que se obtienen mediante
el análisis de toda una serie de representaciones, subsumidas
bajo el concepto.
Pero en el segundo tipo de conocimiento el todo es dado antes
que las partes. Por tanto, los conceptos no son más que reglas
de la construcción de las partes. El conocimiento ya no procede
en este caso por subsunción bajo conceptos sino por construc
ción de conceptos. Es entonces concreto, emanatista y alcanza,
en el ámbito de lo formal puro, las representaciones individua
les y concretas. El concepto de cuadrado no es un resumen
abstracto de los rasgos comunes a todos los cuadrados, sino
una regla según la cual se pueden construir cuadrados, conce
bidos en el interior del todo dado del espado. Y aunque el
análisis del pensamiento matemático, como acenadamente ob
serva Lask, desempeña en Kant sólo un papel secundario, esas
ideas son desarrolladas con claridad y sin ambigüedad alguna
en varios pasajes de la Crítica de la razó» pura.
156
tienen tales funciones y no otras o por qué el tiempo y el es
pacio son las únicas formas de toda intuición posible para
nosotros».36378
157
en el acto de la apercepción «yo pienso» solo se cumple dentro
del uso empírico de las categorías conforme al entendimiento.
VIII
Resúmanos ahora de manera sucinta y esquemática lo esencial
de la teoría kantiana del conocimiento:1
158
humana (comunidad) y la totalidad objetiva (universo) do
mina la teoría kantiana del conocimiento, la índole de esa re
lación no queda, para Kant, elucidada por completo. A nuestro
juicio la razón de ello debe buscarse en la imposibilidad de
obtener una comprensión clara de las relaciones entre el pen
samiento y la acción, entre la teoría y la práctica.
5. El problema del contenido de la totalidad (de la comunidad
concreta y de la experiencia empírica) sólo puede tratarse res
pecto de cada caso aislado, según las circunstancias antropo
lógicas y empíricas.
6. Pero para el hombre el camino de la búsqueda de lo incon
dicionado, de la totalidad, pasa necesariamente por la atribu
ción de un contenido a la forma, pues ni siquiera la totalidad
formal existe con independencia del hombre sino solo dentro
de su acción, de la unificación en una sola experiencia de la
diversidad dada.
7. Mediante el uso empírico de las categorías del entendimien
to, mediante la reunión de las sensaciones en una sola expe
riencia, la conciencia del «yo soy» recibe un contenido con
creto e intuitivo; el individuo se convierte en un ser racional
y espiritual, aunque limitado: en un hombre.
Solo en el terreno de esta experiencia empírica conforme al
entendimiento pasa a ser el hombre miembro de una comuni
dad necesaria a su esencia (aunque reificada y formal). Sin
embargo, la comunidad material del contenido sigue siendo
función de las condiciones concretas, antropológicas y empíri
cas, es decir que desde el punto de vista de la libertad y de la
razón sigue siendo algo cuya realización es en última instancia
«accidental», pero que debe ser procurado necesariamente.
8. A partir de estas premisas, la principal tarea de la Crítica
de la razón pura consiste en combatir dos ilusiones peligrosas
que podrían inducir al hombre a traicionar su destino y aban
donar la búsqueda de lo absoluto, a saber: a) el uso trascen
dental de las categorías, la idea de que la facultad humana de
conocimiento tal como existe y sin cambios cualitativos pueda
alcanzar lo absoluto, ilusión esta que es propia de toda metafí
sica dogmática, y b) el empirismo escéptico, o sea, la afirma
ción contraria, según la cual ¡o incondicionado, la totalidad en
general, sería irreal e inaccesible a todo conocimiento, cual
quiera que fuese este. En tal caso, toda aspiración hacia un
estado más elevado carecería de sentido; las ideas especulativas
perderían su significación reguladora, y los postulados prácti
cos, su significación práctica. En el primer caso el hombre se
ría un dios y no podría existir nada superior a él. En el según-
159
do caso sería un demonio, una bestia: nada más elevado podría
existir para él. Pero el hombre no es ni una cosa ni la otra: es
un ser intermedio que debe realizar su destino.
Esta visión del mundo común a los máximos pensadores y
poetas de la burguesía — Racine y Pascal en Francia, Goethe
y Kant en Alemania— constituyó el punto culminante del pen
samiento y del arte clásicos. A partir de allí solo quedaban tres
caminos posibles: 1) la vuelta al individualismo clásico (cami
no este parcialmente practicable en los países donde la socie
dad burguesa representaba todavía el futuro; ejemplos: Fichte
y Nietzsche en Alemania); 2) el camino apologético, y 3) más
allá del individualismo, el camino que lleva a una filosofía del
«nosotros» y de la comunidad humana.
IX
Pasamos ahora a la filosofía práctica, donde nuestra exposición
puede ser mucho más breve. En los puntos esenciales ella es
análoga a la filosofía teórica, aunque naturalmente existen im
portantes diferencias entre ambas.
Esta analogía no es, como muchas veces se ha pretendido, el
resultado de una especial predilección de Kant por la simetría.
La explicación de ello, muy simple, es que en ambos casos se
trata de los mismos objetos y de los mismos problemas consi
derados bajo dos aspectos diferentes.
En la filosofía práctica, lo mismo que en la filosofía teórica,
se trata del hombre de la sociedad burguesa e individualista
(Kant habla, naturalmente, del hombre en general) y de sus
relaciones con la comunidad. Sin embargo, debemos señalar
que la reificación cobra aquí formas menos opacas, y ello mer
ced a la evidente precedencia que en este plano tiene el sujeto
sobre el objeto.
El punto de partida es la aspiración hacia lo incondicionado,
hacia la totalidad, de que hablamos al comienzo de este capí
tulo. Le sigue la comprobación del atomismo radical de todas
las relaciones humanas materiales. A primera vista, todavía
menos que en el plano teórico puede hablarse aquí de comu
nidad. En aquel plano, la comunidad estaba amenazada por el
hecho de que no existía criterio material de la verdad, por lo
cual nada podía constreñir a los hombres a ponerse de acuerdo
acerca del contenido de su pensamiento; no obstante, Kant ha
bía probado al menos la posibilidad de una comunidad me-
160
diante la existencia de un criterio formal de la verdad. Ahora,
en el plano práctico, el problema parece mucho más grave.
Aquí no se puede preguntar ya por lo que podría constreñir a
los hombres a querer la misma cosa, pues es precisamente en el
momento y en la medida en que lo hacen cuando se vuelven
más evidentes el antagonismo y la ausencia de comunidad.3®
«En efecto, mientras que en los otros casos una ley universal
de la naturaleza pone armonía en todo, aquí tendría por con
secuencia, si se quisiera dar a la máxima la universalidad de
una ley, exactamente lo contrario del acuerdo: la peor de las
contradicciones y la destrucción completa de la máxima ( . . . )
Aquí se produce una armonía semejante a la que describe cier
to poema satírico a propósito del buen entendimiento entre
dos esposos que se arruinan mutuamente: “ ¡Oh maravillosa
armonía! Lo que él quiere, ella lo quiere también” ; o semejan
te a lo que se cuenta de Francisco I, quien expresaba de este
modo sus pretensiones respecto de Oírlos V: “ Lo que mi her
mano Carlos quiere [M ilán], eso mismo quiero yo”».
161
condensa aquí en la única proposición sintético-práctica a prio-
ri, el imperativo categórico: «Obra únicamente según aquella
máxima respecto de la cual puedas querer al mismo tiempo
que ella se convierta en ley universal».40
Ahora bien, ese imperativo categórico existe en todos los hom
bres sin excepción, aunque ellos lo infrinjan.
«Si un ser racional debe pensar sus máximas como leyes prác
ticas universales, sólo puede hacerlo bajo la forma de princi
pios que no contengan los móviles determinantes de la volun
tad más que desde el punto de vista formal».42
162
ver aquel. Los críticos ven aquí la introducción de una institu
ción capitalista concreta dentro de la forma general humana y
supratemporal, pues, «si no existieran los depósitos, ¿dónde
estaría la contradicción?».
En otros puntos el reproche probablemente es justo, y ello
nada tendría de asombroso, pues semejantes ilusiones se en
gendran siempre, aun en los mayores pensadores, a consecuen
cia del condicionamiento social de su pensamiento.
En este punto, sin embargo, un pasaje de una carta de Kant
demuestra que él vio con claridad la diferencia entre el orden
material, histórico, y los rasgos puramente formales, comunes
a todos los órdenes. Helo aquí:43
163
sal. Pero entre forma y materia no había contradicción. Ellas
eran, por así decir, complementarias entre sí. Ninguna de ellas
podía tener existencia autónoma. Las dos juntas constituían
el pensamiento del hombre tal como lo encontramos en la vida
cotidiana y en las ciencias empíricas.
Muy diversa es la situación en el plano práctico. Aquí existe
una contradicción radical entre la forma y la materia, y cada
una de estas solo puede desarrollarse a expensas de la otra.
Todo lo que el hombre hace por inclinación o por placer ame
naza la comunidad. Esto es verdad aun si el acto parece en lo
exterior conforme al imperativo categórico. En efecto, desde
el momento en que existe un móvil material, ese acto es a lo
sumo legal, y hay el peligro de que el hombre actúe de manera
exactamente opuesta en otro caso en que ese móvil estuviera
ausente.
La universalidad no puede constituirse hoy más que en la me
dida en que todo lo material se excluya del móvil del acto y
sólo subsista el respeto hacia la ley como móvil único. A causa
de su formalismo se han dirigido a Kant los reproches más vio
lentos. (Según ciertos críticos, habría vaciado al hombre de
todo contenido, etc.) Pero Kant habría podido responder a
cualquiera de esos críticos que no es culpa suya si en el hom
bre dado todo contenido lleva a contradicciones y al atomismo.
No es culpa suya si la ley moral puramente formal, que las
más de las veces es reconocida solo de palabra y exigida de los
otros, pero infringida en los actos propios, es el único vínculo
que subsiste entre los hombres. Y tampoco le es imputable
que estos no constituyan más que comunidades antropológicas,
dependientes de las condiciones concretas y empíricas (nación,
clase, familia, etc.), y que además casi siempre se combatan.
Los escritos prácticos de Kant están traspasados por la concien
cia de la limitación trágica del hombre, de su existencia des
garrada, de sus fluctuaciones eternas entre una aspiración ma
terial, pero atomista y egoísta, hacia la felicidad, y la morali
dad puramente formal. Por ello la ley moral es un imperativo,
«un deber» (Sollen), y no un ser (Sein), como sucedería en
el caso de una voluntad santa. Cuando se trata del sumo bien,
del reino de Dios, Kant habla siempre de un mundo donde
deber y ser, totalidad moral y natural se confundirían; donde
el hecho de merecer la felicidad por virtud de actos morales
implicaría también la felicidad efectiva. Pero si ese mundo no
es de hecho el mundo dado y real, no es culpa de Kant. La mi
sión de los grandes filósofos consiste en no embellecer lo que
es para después aceptarlo. Kant no hizo lo uno ni lo otro, y
164
por eso precisamente se convirtió en uno de los máximos pen
sadores de la filosofía moderna.
Tuvo también conciencia de otro hecho esencial: ante la ra
zón, los dos elementos que constituyen al hombre actual, la
sensibilidad material, la heteronomía, y el respeto formal por
la ley, la autonomía, no son equivalentes.
La primera (en cuyo nombre hablan todos los filósofos del
sentimiento y de la vida) constituye precisamente la limitación
del hombre, lo que lo opone a los otros hombres, lo que que
branta la comunidad y hace desaparecer en último análisis la
diferencia entre el hombre y la bestia.
Por eso la combatió con aspereza aun en sus manifestaciones
en apariencia más elevadas, y todavía hoy debemos confesar
que tenía razón. Quien ayuda a otro únicamente por sentimien
to y placer puede cometer mañana, por las mismas razones, los
actos más inmorales. El segundo elemento, por el contrario, el
imperativo categórico, la libertad inteligible, es precisamente
lo que libera al hombre de lo biológico, aunque solo fuese en
el plano formal, mostrándole el camino hacia un estado supe
rior y mejor, lo que le permite esperar para el futuro un mun
do esencialmente y cualitativamente diverso. Solo entonces la
materia no se opondrá más a la forma y ambas se unirán en la
totalidad perfecta del sumo bien.
Pero mientras tanto se plantea la pregunta por la conclusión
práctica que el hombre actual debería extraer de todas esas
verdades. ¿Qué debe hacer, dada la conciencia de su libertad
inteligible, para aproximarse al sumo bien y contribuir a su
realización? ¿Qué debo hacer? H e ahí la segunda pregunta de
la filosofía kantiana. La estudiaremos en el capítulo siguiente.
165
3. ¿Qué debo hacer?
i
Solo en cuanto planteó esta pregunta — y de la manera en
que lo hizo— se convirtió la filosofía crítica en una de las
máximas expresiones de la visión trágica del mundo, en una
«metafísica de la tragedia».
El hecho de que nunca pudiera pasar del yo al nosotros, y de
que pese al genio de Kant no superara los marcos del pensa
miento individualista y burgués, constituye el límite último del
pensamiento kantiano. Además, la expresión de esos límites
no había alcanzado de modo tan inequívoco la dimensión de
lo trágico hasta el momento en que Kant formuló esa pregun
ta, pues en ninguna parte la comunidad es tan absolutamente
necesaria como en la acción.
,-Qué puedo hacer? Si advertimos que se trata de la posibili
dad de superar las limitaciones de] hombre, mientras la pre
gunta se plantee en esta forma y el sujeto de ella sea yo, no ha
brá más que una respuesta posible: Nada que pueda superar
realmente esta limitación.
Por ello (como en cualquier tragedia) la pregunta por el ha
cer, por la acción, en modo alguno significó para la filosofía
crítica un intento de superar realmente los obstáculos, de re
solver realmente los problemas; no fue la pregunta por la rea
lización del todo, sino solo un intento de encontrar el sentido
de la existencia individual: la pregunta por el deber. No puede
extrañar, por consiguiente, que Kant afirme: «La moral da res
puesta a esta pregunta».
Sin embargo, la frase «debo» no está en futuro, sino —con
harta frecuencia se lo olvida— en presente; el verdadero fu
turo sería: «deberé». La filosofía crítica —dominada casi con
exclusividad por la limitación del hombre y el problema de su
destino— , en última instancia, apenas acuerda importancia se
cundaria a la filosofía de la historia; para ella no hay más que
un presente, el deber, y una eternidad, la religión; no hay fu
turo ni historia: he ahí la expresión más clara de ese límite
166
último que, pese a todos sus esfuerzos, el pensamiento kan
tiano jamás pudo franquear.
No obstante, la falta de salida no es aún una tragedia. La vida
carece hoy de horizonte en la acepción más genuina del término
para muchas personas que no tienen ante sí ningún camino
que les permitiría realizarse y conferir un sentido auténtico a
su existencia. Pero en sí esa falta de salidas y de perspectiva
no es todavía trágica. Se vuelve tal solo cuando se encuentra
en presencia de un hombre que no puede existir sin una pers
pectiva hacia una vida auténtica, y para el cual los valores hu
manos son una realidad viviente, es decir, un hombre en quien
ellos se transforman siempre y necesariamente en acciones.
Donde esos «valores» siguen siendo sentimientos y pensamien
tos y no se transforman en acciones, no hay tragedia. Pero
tampoco hay filosofía, pues solo restan palabras.1
Pero Kant era un verdadero gran filósofo: por ello, pese a la
falta de salidas y de perspectivas, planteó esa pregunta e hizo
de ella el centro de su sistema; por ello también la falta de
perspectivas alcanzó en él la dimensión de lo trágico.
La pregunta «¿Qué debo hacer?» tiene para Kant este único
significado: ¿Qué debo hacer para realizar lo absoluto, la tota
lidad perfecta, el conocimiento del universo y el reino de los
fines? En efecto, ese es el único sentido auténtico de la vida
humana, que podría permitirle elevarse por encima de lo físico
y lo biológico.
En cuanto a la respuesta es breve y precisa. Consta de una pre
misa y de una conclusión.
La premisa: es preciso probar (y las dos primeras Críticas lo
hacen) que la totalidad no es imposible, que existe una espe
ranza — por pequeña que fuera— de alcanzarla y realizarla.
En efecto, ningún hombre podría comprometer de manera
consciente y sin reservas su existencia en procura de un fin
que sabe por fuerza irrealizable.
La conclusión: puesto que existe una mínima esperanza de que
un día, en alguna parte, dentro de un mundo inteligible pueda
realizarse lo absoluto, debes actuar como si la máxima de tu
acción debiera convertirse por tu voluntad en una ley general
de la naturaleza, es decir, como si la realización de lo absoluto
dependiera de esta sola acción que ahora vas a realizar, como
si ella no dependiera más que de tu voluntad y de tu acción.
Naturalmente, Kant sabe muy bien — y en ello reside lo trá
gico— que, en la realidad, aquella no depende solo de esta
1 Por eso no hay allí tragedia, sino tan solo un drama romántico.
167
acción única. Pero respecto del individuo, del hombre que
obra, esto le parece por completo secundario. En efecto, desde
que este ha reconocido la existencia de una mínima esperanza,
ya no tiene el derecho de vacilar. Lo que tiende hacia la tota
lidad, hacia lo no condicionado, es para él autonomía, espíritu
y razón, sentido y realización de la vida. Todo lo demás, aun
el mínimo compromiso, es heteronomía, no libertad y no razón,
traición del propio destino. En las cinco palabras «como si
por tu voluntad» se expresa de la manera más clara y precisa
toda la grandiosidad y toda la dimensión trágica de la existen
cia humana.
«Por tu voluntad» habla de la grandeza del hombre. Cuando
¿1 obra, nada exterior puede determinar su voluntad ni modi
ficar su dirección; no hay compromiso posible, y no debe ha
ber distracción alguna, pues de ello dependen el destino de la
comunidad y del universo: lo absoluto.
«Como si» es la limitación trágica: dentro del mundo exterior,
en efecto, nada esencial depende realmente de esa acción indi
vidual. Ella no cambiará el mundo y menos todavía a los otros
hombres. A lo sumo, el individuo realizará su propio destino,
y aun ello ocurrirá sólo de una manera parcial e imperfecta.
Ahora es «digno de ser feliz», pero no realmente «feliz», pues
para eso se precisaría de la realización del «sumo bien».
Aquí es preciso subrayar todavía que si para Kant lo esencial
es la «voluntad buena» y no la acción efectiva, ello no signi
fica que el hombre pueda contentarse con una intención más
o menos real y sincera. No hay para Kant voluntad buena que
no esté dirigida exclusivamente hacia la realidad 2 y la realiza
ción. La voluntad solo será buena si, pese a todos los esfuer
zos de que el hombre es capaz, obstáculos exteriores impiden
la acción y no cuando esa misma voluntad desfallece o se vuel
ve vacilante.
Para Kant la unión entre la voluntad y la realización es tan
natural que el problema consiste, más bien, en saber cómo un
hombre puede proponerse en calidad de fin algo irrealizable.3
2 Se entiende que «real» no quiere decir aquí dato empírico sino, por
el contrario, realización de la totalidad inteligible.
3 «Se me ha reprochado un psocedimiento análogo ( Critica de la ra
zón práctica, pág. 16, «Prólogo») y criticado la definición de la iacul-
tad de desear como la facultad de ser, por sus representaciones, causa
de la realidad de los objetos de esas representaciones, pues —se dijo—,
simples anhelos son también deseos respecto de los cuales todo hombre
se resigna a no poder, por su solo intermedio, producir su objeto. Pero
esto únicamente prueba que hay deseos en el hombre que lo ponen en
contradicción consigo mismo ( . . . ) No obstante, es una cuestión de an-
168
Sin duda, a la ética incumbe responder a la pregunta «¿Qué
debo hacer?». Pero el dualismo radical de la filosofía crítica
(al menos en su primera década) hace que encontremos tam
bién ciertos elementos de esa respuesta en la Crítica de la ra
zón pura. Enumeraremos de manera sucinta los puntos esen
ciales.
II
169
Y después de un análisis muy cuidadoso Kant concluye que
«la totalidad de la reunión de los fenómenos en un universo»
es un progressus itt indefinitutn; por el contrario, «la totalidad
de la división de un todo dado en la intuición» es un progres
sus itt infinitum, es decir que en modo alguno tenemos el de
recho de afirmar de manera positiva que el conocimiento, cua
litativamente superior, de la totalidad, de la cosa en si, ha de
resultarnos asequible solo en el infinito. Todo lo que podemos
y debemos decir es que nuestros esfuerzos por alcanzarlo no
pueden aseguramos más que un progreso indefinido, un pro
gressus itt indefinitutn. Por el contrario, el pasaje de una to
talidad dada a sus partes y a su contenido es un progressus itt
infinitum, pues cualquier totalidad, aun la totalidad formal del
espacio o del tiempo, abarca un contenido infinitamente rico
de elementos parciales.
Como se comprenderá, los neokantianos debían juzgar esa dis
tinción como un juego de conceptos estéril y escolástico.
III
Se ha reprochado a Kant que enseñara una moral puramente
formal y desprovista de contenido. Ese reproche nos parece
poco fundado. Esa forma vacía no es la de la moral kantiana,
sino la de los hombres reales en la sociedad individualista y
burguesa.
También en la ética se trata de responder a las preguntas que
consignamos al comienzo de este libro. ¿Hasta dónde puede
llegar el egoísmo práctico? ¿Hasta dónde llega realmente? La
primera de esas preguntas pertenece a la metafísica; la segun
da, a la antropología.
He aquí la respuesta metafísica: por lejos que llegue de hecho
el egoísmo práctico, hay un límite que nunca podrá sobrepa
sar. En efecto, todo hombre, aun el más malvado y egoísta,
reconoce una ley moral universal, aunque nunca obedezca a
ella en sus acciones y sólo exija su respeto de parte de los
otros. Y por virtud de ese reconocimiento general de un im
perativo categórico todos los hombres forman parte de un
mismo todo y constituyen una comunidad, aunque esta sea
puramente formal. Y es formal porque, en la realidad, el con
tenido de ese imperativo varía según los lugares y las épocas
en la conciencia concreta de los hombres. Por lo que atañe al
contenido de esa ley moral en cierto lugar y determinada épo-
170
ca, ese problema pertenece al ámbito de la antropología y su
respuesta determina la extensión efectiva que alcanza el egoís
mo práctico.56
Naturalmente, el sistema kantiano no renuncia a una moral del
contenido. Por el contrario, así como en el plano teórico el
sentido auténtico de la vida humana es tender, a partir de la
totalidad formal de la experiencia empírica espacial y temporal,
hacia la totalidad — relativa al contenido— de la universitas y
de los noúmenos, de igual modo en el plano práctico el deber
del hombre es adoptar la totalidad del contenido como única
directiva y obrar como si la realización de esta dependiera ex
clusivamente de su acción actual.
Entre la teoría y la práctica, en efecto, media una diferencia
esencial. En la primera, forma y contenido son complementa
rios. La intuición pura y las categorías del entendimiento de
terminan — aunque no sea de manera integral— las represen
taciones empíricas. Por eso la marcha hacia la totalidad del
contenido se cumple mediante un progressus in indefinitum
en el interior de la experiencia humana. La limitación del hom
bre se expresa en el hecho de que no existe un criterio univer
sal y material de la verdad sino solo un criterio formal. Muy
diversa es la situación en el terreno moral. Aquí existe una
contradicción radical e insuperable entre la forma general del
imperativo categórico y cualquier materia particular dada. To
do móvil material de la voluntad es un producto del «interés»
egoísta y se opone por ello mismo a la generalidad del impera
tivo. Así nace una contradicción que jamás podría superarse;
a lo sumo podría integrarse en la existencia de los hombres
en la medida en que estos permanecieran inconscientes, sea por
inconsecuencia o bien por la ilusión de que el imperativo ca
tegórico pudiera admitir una excepción en favor de ellos; en
suma: por «conciencia falsa».
Solo una vez eliminados todos los móviles empíricos y parti
culares y desaparecido cualquier interés egoísta es posible atri
buir al imperativo categórico puramente formal el único con
tenido que le es adecuado* Por lo tanto, en la moral existe un
criterio material del bien y del mal. La limitación del hombre
171
se encuentra en el hecho de que este criterio permanece incons
ciente o bien no es respetado en la acción real y concreta.
En cuanto a los críticos de la moral kantiana, si su sistema no
les pareció suficientemente claro habrían podido encontrar en
la obra misma de Kant la afirmación explícita de que su ética
no es puramente formal. Bien entendido, esta afirmación no
podía encontrarse allí donde Kant analiza al hombre empírico
dado, sino únicamente donde plantea la pregunta: «¿Qué debo
hacer?».
Por ejemplo, en Fundamentación de la metafísica de las cos
tumbres leemos que 78el «principio de la moralidad» tiene tres
formas que en el fondo no son más que fórmulas «de una úni
ca ley», pero que presentan «una diferencia subjetiva desde el
punto de vista práctico». Corresponden: «1) a la forma; 2)
a la materia, y 3) a la determinación completa de todas las
máximas mediante esta fórmula». Se trata de la vieja división
tripartita que ya conocemos por la Disertación inaugural, di
visión esta en «formas», «materia» y «totalidad inteligible re
lativa al contenido».
Conocemos ya la forma general del imperativo categórico.
Ahora bien, ¿cuál es el contenido de esta fórmula, la materia
de las máximas que deben dirigir la acción de los hombres?
Naturalmente, esa materia no puede ser sino un rechazo total
del hombre individualista tal como lo conocemos hoy. Y en
efecto, Kant logró condensar en pocas palabras la condena más
radical de la sociedad burguesa, estableciendo el fundamento
de todo humanismo futuro:
172
damentos de todo humanismo verdadero. En efecto, nos indica
el único valor supremo sobre el que deben fundarse todos
nuestros juicios. Y este valor es la humanidad en la persona
de cada hombre individual. No el individuo solo, como en los
racionalistas, ni la totalidad sola en sus diferentes formas
(Dios, Estado, nación, dase), como en todos los místicos ro
mánticos e intuicionistas, sino la totalidad humana, la comu
nidad incluyente de la humanidad entera y su expresión, la
persona humana.
La «determinación completa», la totalidad, sería la realización
de un «reino de fines», es decir exactamente lo contrario de
la sodedad actual, en que con excepción de algunas formas de
comunidad, raras y parciales, el hombre nunca es más que un
medio.®
Por último, una fórmula tomada de Metafísica de las costum
bres'}* también aquí enseña Kant que la ¿tica nos proporciona
«una materia», «un fin de la razón pura», que «para el hombre
es al mismo tiempo un deber». Y a la pregunta «¿Cuáles son
los fines que al mismo tiempo constituyen deberes?», responde
Kant de manera lapidaria y precisa: «Son: nuestra propia per
fección y la felicidad del prójimo».
Si consideramos que dentro de la sociedad capitalista el pen
samiento y la acción de los hombres están completamente do
minados por la búsqueda del lucro, es decir, por la tendencia
a incrementar la felicidad propia y a exigir la perfección del
prójimo, comprenderemos que la antítesis no podía formular
se de manera más concisa y absoluta.
Y entonces, ¿cómo se concilia el entusiasmo por la moral kan
tiana, proclamado por ciertos profesores, con la Gleichschal-
tuttg y la actitud adoptada por muchos de ellos en los momen
tos decisivos de la historia posterior a 1914? He ahí una pre
gunta que excede de los límites de nuestro trabajo y que tran
quilamente podemos remitir a la conciencia de ellos y al juicio
del lector.910
9 Lo que expresa a las mil maravillas el viejo adagio que dice que aun
«el rey sólo es el primer servidor de su Estado» (y no de su pueblo).
Hoy d industrial se convierte en servidor de su propia empresa, y el
obrero en servidor de la máquina, que ni siquiera le pertenece. Es el
fenómeno general de la reificadón.
10 G. 5., vol. VI, pág. 379 y sig.
173
IV
174
puede suceder a través de los hombres. Las condiciones re
queridas, y por tanto los signos propios de la verdadera Igle
sia, son:
175
4. ¿Qué me está permitido esperar?
176
ñas tiene una existencia inconsciente, «en sí» y no «para sí», y
cuya naturaleza humana se ha hecho abstracta, desapareciendo
por entero bajo el fenómeno concreto del empleado, el fun
cionario, el comerciante, el científico o el industrial; si un hom
bre de esa laya (y hoy lo somos todos, en mayor o menor gra
do) formula todavía la pregunta «¿Qué me está permitido es
perar?», para él habrá de tratarse por fuerza de una frase vacía
en la medida en que no se refiera a las perspectivas económi
cas de los meses futuros o al próximo aumento de sus ingresos.
Sin embargo, para quienes toman en serio los valores espiri
tuales y humanos, y en quienes estos se transforman en ac
ciones, esta pregunta posee una importancia existencial de muy
otra índole, pues determina el sentido y el contenido de su
vida. Y a ello se debe, justamente, que sea para ellos tan im
portante no dejarse atrapar por ninguna ilusión, positiva o ne
gativa. En efecto, cuando el pesimismo y el optimismo se ha
cen existenciales; cuando el primero debe conducir necesaria
mente a la desesperanza y el segundo no puede fundarse más
que en la esperanza legítima de realizar los valores humanos
universales, entonces nada más importante para el hombre que
buscar razones valederas a esta esperanza, razones que puedan
determinar sus actos y dar un contenido a su vida. Y no se
nos objete que donde existe una mínima esperanza no puede
hablarse ya de visión trágica del mundo. Por el contrario, el
pesimismo desesperado que abandona toda búsqueda es qui
zá «filosofía existencial», «misticismo» o «mal del siglo» ro
mántico, pero nada tiene en común con el pensamiento y la
visión clásicos. Estos últimos solo existen allí donde el hombre
busca con todas sus fuerzas una salida y donde, antes de admi
tir la nada, está dispuesto a comprometerse aun por la espe
ranza más débil y remota.
Es preciso comprender eso si se quiere penetrar la filosofía
de Kant y el pensamiento clásico en general.
«A esta pregunta responde la religión». Esa frase resume lo
esencial de la respuesta kantiana; no obstante, dentro del sis
tema crítico y a la sombra de la filosofía de la religión hay
otros dos elementos que conservan su importancia: la estética
y la filosofía de la historia. La segunda sobre todo, aunque en
Kant, por las condiciones históricas de su época, solo pudiera
alcanzar un valor secundario, dentro de la ulterior evolución
del humanismo (Hegel, Marx, Lask y Lukács) pasó cada vez
más al primer plano y terminó por reemplazar a la filosofía
de la religión. Y puesto que nos hemos propuesto escribir una
obra de filosofía y no de filología kantiana creemos tener el
177
derecho, a la luz de nuestra propia visión del mundo y de la
evolución del humanismo posterior a Kant, de situar la filo
sofía de la historia al final de nuestro estudio como punto cul
minante del pensamiento crítico, como elemento que desplie
ga sus perspectivas hacia el futuro. ¿Acaso no fue el propio
Kant quien nos enseñó que nunca es el pasado sino el futuro
el que debe determinar los juicios de valor de cualquier estu
dio teórico o histórico?
I. El presente. La belleza
En los primeros años del período crítico Kant sólo había dis
cernido en el hombre actual, empírico, sus limitaciones teóricas
y prácticas. Recién en una carta a Reinhold, del 25 de diciem
bre de 1787, nos dice que ha descubierto un «nuevo tipo de
principio a priori y que trabaja en una «crítica del gusto».
Es el mundo de su tercera gran obra, la Crítica d d juicio. No
podemos ni queremos proporcionar aquí un análisis detalla
do de esta, como no lo hemos hecho en las páginas anteriores
respecto de otras obras de Kant; por lo demás, el lector lo so
portaría tanto menos cuanto que la crítica del gusto se extiende
en doscientas páginas escritas con estilo simple y claro, que él
podrá leer con facilidad por sí mismo en el texto original. Por
lo tanto, nos limitaremos a enumerar algunas ideas principales
que nos permitirán caracterizar el lugar y la importancia de la
estética dentro del conjunto de la filosofía kantiana.
Lo esencial del análisis kantiano del juicio estético podría for
mularse del siguiente modo:
178
lo es, no referimos la representación al objeto por medio del
entendimiento y en vista de un conocimiento, sino al sujeto y
al sentimiento de placer o displacer, por medio de la imagina
ción (quizás unida al entendimiento). El juicio de gusto es
por lo tanto ( . . . ) estético, es decir que el principio que lo de
termina ex puramente subjetivo».* El juicio de gusto «nada
determina en el objeto», pero gracias a él el sujeto se siente a
sí mismo en tanto es afectado por su representación.
El parágrafo que sigue lleva este título: «La satisfacción deter
minada por el juicio de gusto está libre de todo interés». Aquí
«se llama interés a la satisfacción cuando está ligada con la re
presentación de la existencia de un objeto».8 Esa falta de inte
rés distingue la satisfacción que nos procura lo bello de la que
nos procuran lo agradable y el bien, que están, ambos, ligados
con la existencia del objeto. Y podríamos agregar que lo dife
rencia también de la que nos aporta lo verdadero, pues en vir
tud de la distinción entre lo necesario, lo real, lo posible y
lo imposible aún el juicio teórico permanece ligado con «la
existencia» del objeto. Esa subjetividad y esa inexistencia de
interés nos explican también por qué respecto de él, «la crítica
hace las veces de teoría»,8 de modo que hay tres Criticas, pero
solo una metafísica de la naturaleza y una metafísica de las
costumbres: no una metafísica de lo bello. Queremos agregar
dos observaciones:
179
mo de la mercancía en Marx, y de la reificación general de la
vida psíquica, en Lukács.
180
cer de manera exhaustiva solo la forma a priori y no su conte
nido empírico.
Ahora bien, como veremos más adelante, solo la forma consti
tuye el objeto del juicio de gusto, y por ello este, en la medida
en que siga siendo juicio de gusto y no se refiera en nada al
contenido empírico y su existencia real, puede alcanzar una de
terminación completa (estética y no conceptual) de su objeto.
181
vez en la Critica de la razón pura, donde el ideal de la razón
se sitúa en el mundo inteligible, único en el cual pueden reali
zarse las ideas de la razón. El ideal de la razón pura es Dios.
Pero en el plano estético, donde el hombre empírico puede al
canzar desde ahora —aunque solo fuera de manera subjetiva—
lo absoluto, la totalidad, el ideal se confundirá también con la
realidad. El ideal de la belleza es el h o m b r e De tal modo,
Kant dio en el plano estético el paso decisivo que Feuerbach,
y sobre todo Marx, darán mucho después en el plano episte
mológico y moral: la humanización de lo trascendente.
Pues allí donde el hombre puede alcanzar lo absoluto no hay
más sitio para Dios. Para el pensamiento humanista, en efecto,
el Dios trascendente no había sido en última instancia más que
un sustituto del hombre. Este le había cedido el cielo sólo
porque no podía prescindir de él ni ocuparlo él mismo. Y cada
etapa importante dentro de la historia del humanismo, desde
la estética kantiana hasta la antropología de Feuerbach y la
de Marx, fue también un paso hacia adelante por el camino de
la divinización del mundo y la humanización del cielo.
La antítesis más seria no es la que opone la religión revelada
al ateísmo de quienes no creen en nada. El espíritu siempre es
una fe en valores más elevados, universales y humanos, y la es
peranza de realizar estos. Sin una fe, el hombre no sería un ser
racional, y resultaría difícil distinguirlo del animal. En ese sen
tido muy lato podemos admitir que la religión es algo univer
salmente humano.
Pero, ¿qué religión? El humanismo moderno constituye una
tinta ti va de reemplazar las religiones positivas del Dios tras
cendente por una religión inmanente, una religión de] hombre
y de la comunidad humana. La sociedad de los ciudadanos del
mundo, de Kant, o la sociedad socialista, de Marx, no son sino
las nuevas formas, realistas y humanizadas, de la vieja esperan
za en el reino de Dios; cada paso hada la reduedón de la reifi-
cadón y hacia la humanización de la Tierra es al mismo tiempo
un paso dado hada la reducción de la trascendencia y la huma
nización del cielo. «Queremos realizar aquí, en la Tierra, el
reino de los délos», escribió H dne, expresando de ese modo
el contenido esencial del humanismo moderno. Dentro de esta
corriente, lo que distingue a los grandes pensadores de los es
píritus de menor envergadura es que aquellos toman en serio
los dos componentes del verso de Heine: «en la Tierra» y «el9
182
reino de los cielos», sin admit;r en este punto compromisos ni
ilusiones.
También en esto el análisis de Kant fue claro y preciso. En efec
to, él se refería al hombre contemporáneo, individualista y
egoísta. Y este no puede alcanzar la totalidad ni en el pensa
miento ni en la acción. Todo lo que los sucesores de Kant pu
dieron hacer después de él fue abrirnos la perspectiva de un
futuro que todavía debemos realizar.
Pero en el campo de la estética, el único en que el hombre
actual puede alcanzar lo absoluto — aunque solo sea de mane
ra subjetiva— , no hay más sitio para la divinidad. Aun los ar
tistas más devotos y piadosos, cada vez que quisieron referir
se a la divinidad dentro de su arte, debieron representar a un
hombre.10 El ideal de la razón teórica y práctica es Dios. El
ideal de la belleza es el hombre.
183
«22. La necesidad del consentimiento universal que es pen
sada en un juicio de gusto constituye una necesidad subjetiva
representada objetivamente en la suposición de un sentido
común».
184
fuerza de ley, pues exige el reconocimiento general de todos
los hombres, libertad espontánea y validez legal universal, he-
ahí los dos elementos cuya reunión constituye la comunidad
ideal. En el plano teórico, solo podíamos esperarla del enten
dimiento originario; y en el plano práctico, de la realización,
merced al auxilio divino, del sumo bien. En el juicio estético
ella no es dada ya ahora.
Nos es dada ahora, pero solo de una manera subjetiva; el sen
sus communis, en efecto, refiere sus juicios «más bien a los jui
cios posibles que a los juicios reales de los otros». El hombre
se siente de acuerdo con los otros sólo en la medida en que
no sale del juicio estético. En la realidad los juicios estéticos
difieren y se oponen, y ello porque, como ya lo comprendió
Lukács, el juicio estético no es más que una parte del hombre
concreto en su totalidad y para este una comunidad real y per
fecta solo es posible si se realiza simultáneamente en todos los
dominios.
De los análisis precedentes se desprende que no puede existir
egoísmo estético. El propio Kcnt extrajo esta conclusión en la
Crítica del juicio. «Por tanto, si el juicio de gusto no debe ser
considerado como egoísta sino ( . . . ) conforme a su naturale
za interna como ( . . . ) necesariamente pluralista. . .».12 Tan
to más asombroso resulta por consiguiente, comprobar que en
la Antropología se habla de egoísmo estético. Pero es igual
mente característico que encontremos allí un solo ejemplo: el
hombre que «se aplaude a sí mismo, aun si los otros hallan
malos sus versos, sus pinturas, su música, etc., los critican o
hasta se burlan de ellos».13 Se trata de Oronte, de El misán-
trópo de Moliere. Pero sabemos que en él desempeña cierto
papel el interés, la vanidad, de modo que su juicio es egoísta
y no un juicio estético puro. Este último, en efecto, es plu
ralista «por su naturaleza interna».
Esperamos que las páginas anteriores hayan iluminado al me
nos en sus líneas generales el papel y la significación de la esté
tica dentro del conjunto del sistema kantiano. Debemos men
cionar todavía de manera sucinta las formas del juicio estético.
Ellas son tres (de las que una contiene dos subdivisiones). Las
dos primeras atañen exclusivamente a la forma y son analizadas
de manera explícita por Kant en la «Analítica» 1) lo bello; 2a)
lo sublime matemático. En cuanto a la estética del contenido,
la encontramos en 2b) lo sublime dinámico, analizado también
185
de manera explícita en la «Analítica», y en 3) la expresión de
lo suprasensible, que a cada momento se introduce en el aná
lisis sin que empero se lo mencione de manera expresa como
una forma independiente del juicio estético.
186
tal no está determinada por el interés (como, por ejemplo,
cuando experimentamos temor ante el mar embravecido), ella
nos hace conscientes de la superioridad espiritual y moral de
nuestra razón sobre todo lo que no es más que naturaleza fí
sica o biológica.
187
sentimiento moral en el hombte. Por ello atribuimos también
necesidad a ese juicio estético».1819
c. En cuanto a la expresión simbólica de lo suprasensible, co
mo tercera forma del juicio estético, encuentra su enunciación
más clara en el parágrafo que trata del hombre como «ideal
de la belleza». Enseña K ant18 que «sólo el hombre, entre todos
los objetos del mundo, es capaz de un ideal de belleza». Pero
«ello implica dos elementos: primero, la idea normal estética
( . . . ) y luego la idea de la razón, que hace de los fines de la
humanidad, en cuanto que no pueden ser representados por
los sentidos, el principio para juzgar una forma en la que esos
fines se manifiestan por su efecto en el mundo de los fenóme
nos». El ideal de la belleza «consiste en la expresión de las
ideas morales sin las cuales ese objeto no resultaría placentero
universal y positivamente».20 De igual modo, el anteúltimo pa
rágrafo de la Critica del juicio se titula «De la belleza como
símbolo de la moralidad».
Naturalmente, «moral» en Kant no significa una «moralidad»
estrecha cualquiera, sino solo la realización del destino autén
tico del hombre.
Escribía Lukács en 1917:
188
Lo absoluto, la totalidad que e] hombre puede alcanzar en
el plano estético es subjetiva, solo forma o expresión simbóli
ca, y no una realidad objetiva y de contenido que pudiera com
prometer al hombre todo. Mejor que podría lograrlo un aná
lisis teórico, Goethe resumió en un solo verso del Fausto el
contenido de la Crítica del juicio: «En su reflejo coloreado en
contramos la vida».
189
Flore, Santo Tomás, Thomas Münzer o Pascal, presentan un
parentesco mucho más estrecho con Spinoza, Kant o Marx,
que con Max Scheler y tantos teólogos modernos.
190
los principales elementos constitutivos de la filosofía kantiana
de la religión: 21
191
principal tarea de toda filosofía seria. (A ello se puede respon
der que en esos pasajes Kant analizaba el hombre real e indi
vidualista tal como era en su época y es aún, y no tal como debe
ría ser; describía el hombre real y no el hombre ideal. Si se
quiere superar verdaderamente la ruptura y la contradicción
entre el pensamiento y la acción en la vida de los hombres, es
preciso — como afirmó Marx en una frase célebre— no con
tentarse con interpretar el mundo, sino transformarlo.)
Como quiera que fuese, nos parece importante destacar que
aun dentro del análisis kantiano del hombre real esa ruptura
nunca fue llevada hasta su límite último. Aun abstrayendo de
su unidad puramente subjetiva en el plano estético, hay dos
puntos decisivos en que teoría y práctica, pensamiento y ac
ción, recuperan su unidad:
«Por primado entre dos o varias cosas unidas por la razón en
tiendo la ventaja que tiene una de ellas de ser el primer prin
cipio determinante de la unión con todos los otros. En un sen
tido práctico más estricto, significa la preponderancia del in
terés de una en cuanto que ( . . . ) el interés de la otra le está
subordinado».28
192
trata siempre de una y la misma razón, que, desde el punto de
vista teórico o bien práctico, juzga siguiendo los principios
a priori', es claro entonces, aunque su poder no llegue en el
primer caso hasta establecer dogmáticamente ciertas proposi
ciones, que empero no están en contradicción con ella, que ella
debe, puesto que esas proposiciones están ligadas de manera
inseparable con el interés práctico de la razón pura, admitir
las, es cierto que como algo extraño que no ha crecido en su
propio huerto, pero que sin embargo está suficientemente con
firmado ( . . . ) aunque consciente de que no se trata para ella
de una comprensión más penetrante, sino de una extensión de
su uso a otro punto de vista, es decir, el punto de vista prácti
co, lo que en modo alguno contraria su interés, que precisa
mente consiste en poner limites a la temeridad y a la fiebre
especulativas».2728
193
y perfecto como objeto de la facultad de desear de seres ra
cionales y finitos, pues para tanto debería estar acompañada
de la felicidad, y ello no solo a los ojos interesados de la per
sona que se toma a sí misma como fin, sino ante el juicio de
una razón imparcial que considere la virtud en general dentro
del mundo como un fin en sí».29301
El error común de estoicos y epicúreos fue considerar, respec
tivamente, uno de esos elementos del sumo bien como conte
nido en el otro. Para el estoico, la virtud contiene ya en sí la
felicidad; para el epicúreo, la búsqueda de la felicidad constitu
ye ya la virtud perfecta.
194
5. Debemos entonces, «por razones que están ligadas de mane
ra inseparable con el interés práctico de la razón, creer en la
realización futura de esta comunidad cualitativamente superior,
del sumo bien, del reino de Dios».
Queda por averiguar por qué no deberíamos creer en una reali
zación humana, histórica e inmanente en el futuro, sino en una
realización sobrehumana y sobrenatural en la eternidad. Y por
qué el interés práctico debe llevar a la razón, no a una filoso
fía de la historia, sino a una teligión trascendente.32 Pregunta
esa tanto más natural cuanto que en los escritos de Kant halla
mos casi todos los elementos fundamentales de una filosofía de
la historia, sin que empero alcancen peso existencial suficiente
para reemplazar a la filosofía de la religión. Kant esperó sin du
da una evolución histórica hada una comunidad mejor, hacia
una sociedad de ciudadanos del mundo, hada la paz eterna, y
lo expresó con claridad en sus obras. Pero esa esperanza nun
ca fue en él lo bastante fuerte y fundada como para volver su-
perfluo el postulado práctico de un ser sobrehumano que ha
de realizar en la eternidad esa comunidad superior: el reino de
Dios. Lo que más tarde Marx y Lukács considerarían seguro y
evidente, parecía a Kant imposible, aunque es derto que vio y
analizó el problema. Queda por saber las razones de ello.
Opinamos que la única respuesta seria debe buscarse en la si
tuación en que se encontraban entonces Alemania y sobre todo
Prusia: su retraso económico y político, la debilidad de las
fuerzas progresistas, que debían hacer aparecer en buena parte
como ilusión y utopía cualquier esperanza en un futuro histó
rico. Y en cuanto a las «teorías del progreso», tan difundidas
en esa época, ellas se reducían en el fondo a una apología de la
sociedad existente, del mundo que mejoraría de manera «natu
ral» y lenta, por sí solo. En la filosofía de las Luces, el progre
so se trocaba en ley natural; no era ya objeto ni tarea de una
filosofía de la historia, de la cual esta ideología suprimía pre
cisamente los dos fundamentos esenciales: la diferencia cuali
tativa entre el presente y el futuro y la necesidad de la acción.33
Nada de asombroso hay entonces en que Kant hallara incompa
tibles con la «moralidad» todas esas teorías del progreso. La
filosofía kantiana de la religión tiene en su base dos premisas:
195
a. La imposibilidad de que nuestra razón crea de manera su
ficiente en una evolución histórica hacia un orden social su
perior, y
b. La incompatibilidad de las ideologías del progreso natural
con las exigencias de la moral.34
196
c. «La existencia de Dios», que es «la condición necesaria de
ese mundo inteligible, del sumo bien».
197
mente existentes «del hombre hacia el hombre»: apenas se po
dría concebir un Dios menos real.
Y lo comprenderemos con_ facilidad si recordamos que en el
pensamiento kantiano Dios no es más que la expresión de eso
absoluto a lo cual el hombre no puede renunciar, pero que
tampoco puede alcanzar con sus propias fuerzas; es un susti
tuto del nombre en el cielo, y por eso mismo acechado siem
pre por el peligro de ser reemplazado allí el día en que, merced
al progreso de la vida y del pensamiento humano, el hombre
reclame por fin sus derechos.
Ahora, después de haber esbozado de manera esquemática los
fundamentos de su filosofía de la religión, podemos preguntar
nos: ¿en qué medida pudo Kant, pese a su actitud negativa
frente a la religión cristiana en sus formas positivas y tradicio
nales, declararse legítimamente cristiano?
No carece de importancia observar que lo hace casi siempre
(sobre todo en los escritos póstumos) cuando quiere distan
ciarse de los estoicos y los epicúreos. En efecto, los elementos
que separan la filosofía crítica de esas dos visiones del mundo
son precisamente los que tiene en común con el cristianismo.
El estoicismo y el epicureismo en la moral, así como las dos
doctrinas epistemológicas que les corresponden, el racionalismo
y el empirismo, sostienen que el hombre individualista de nues
tros días puede alcanzar por sus propias fuerzas lo absoluto o
bien el máximo asequible al hombre. Y esa premisa vuelve
superfluos toda comunidad y todo universo más elevados, cua
litativamente diferentes de los existentes hoy. Si formuláramos
las consecuencias de esas doctrinas en el plano teológico, de
beríamos decir que para ellas el reino de Dios es realizable
desde ahora en la Tierra, y dentro de la forma actual de la co
munidad humana.
Por eso, además, todas las discusiones acerca de la religiosidad
de un Descartes o de un Fichte nos parecen superfluas. Desde
el punto de vista de la historia de la filosofía, sus convicciones
y su sinceridad personales tienen muy poca importancia. Por el
contrario, que Dios no tenga una función humana real, es decir
una fundón verdaderamente religiosa, forma parte de las con
secuencias lógicas de la mayoría de los sistemas de la filosofía
griega clásica, así como de casi todos los de la filosofía moder
na prekantiana, que en sus elementos últimos no son más que
un renacimiento de aquellos. La única función que resta a
Dios es realizar el acuerdo entre los individuos autónomos y
aislados que constituyen la comunidad, o entre los elementos
atomísticos que constituyen el universo. El Dios de Descartes
198
garantiza las verdades eternas, el de Leibniz realiza la armonía
preestablecida de las mónadas, el de Malebranche obra, pero,
como la naturaleza, a través de una voluntad general', por últi
mo, el de Spinoza se identifica con la naturaleza. Para todo
hombre verdaderamente religioso es evidente que ninguna de
estas funciones basta para conferir a Dios una realidad tras
cendente, y que ninguna de esas concepciones de la divinidad
tiene algo en común con la religión cristiana revelada.
Por ello, y pese al platonismo y al aristotelismo de la escolásti
ca, la filosofía cristiana constituye con relación al pensamiento
antiguo una visión del mundo esencialmente nueva y diferente,
y Kant tiene perfecta razón cuando escribe en la Crítica de la
razón práctica : 37
199
nuestro poder nos será dado ulteriormente de otro modo, se
pamos o no cuál sea este».34
200
síbilidades nuevas e inmanentes de superar una limitación que
se había creído radical y absoluta. Y ello no dejará de cuestio
nar el acuerdo entre el conocimiento racional y la fe.
En la historia del pensamiento occidental ello ocurrió en dos
ocasiones. Primero en el pasaje de la filosofía cristiana de la
Edad Media, a través del Renacimiento, al racionalismo clásico
y al empirismo de los siglos xvn y xviii; y por segunda vez,
en la evolución de la filosofía humanista y dialéctica de Kanr,
a través de Hegel, hasta Marx y Lukács. Y la diferencia entre
ambas revoluciones esclarece del mejor modo posible la dife
rencia entre sus puntos de partida.
En la Edad Media la fe cristiana constituía un punto de par
tida autónomo e inmediato, o fundado al menos en la revela
ción. Cuando más tarde el conocimiento racional comenzó a
seguir su evolución propia, y aun entró en conflicto con la fe,
se asistió al nacimiento de la doctrina de la «doble verdad»,
propugnada por los averroístas (en las universidades de París
y de Padua, por ejemplo). Ahora tanto la fe como la razón
tenían su propia visión del mundo, que se contradecían mu
tuamente pero que hallaban su fundamento en su propia es
fera. Y cuando, después, la necesidad de un pensamiento uni
tario obligó a los pensadores más importantes a optar por una
de esas dos posiciones, la opción sólo pudo realizarse median
te lo que podríamos llamar una decisión total y revoluciona
ria: el abandono de una de las visiones fundamentales antes
aceptadas.
Pero las visiones del mundo atomistas y en última instancia ra
dicalmente no cristianas, nacidas de esta opción, prosiguieron
evolucionando; a medida que fueron obteniendo un conoci
miento más preciso y exacto del hombre, más conscientes se
hicieron de las limitaciones del individuo.40 Y ello trajo por
consecuencia natural, las más de las veces, una vuelta al cris
tianismo, o al menos a la religión. Testimonios de ello son Spi-
noza, Goethe, Racine, Pascal y Kant, todos los cuales volvie
ron a una religión de lo supraindividual, y aun al cristianismo
en el caso de los tres últimos.
Pero desde el punto de vista filosófico ese cristianismo de los
grandes pensadores y poetas clásicos era por esencia diferente
del cristianismo de la Edad Media; en efecto, la revolución
cumplida por el Renacimiento y el racionalismo permaneció
como un logro definitivo del espíritu europeo. El conocimiento
del hombre había pasado a ser la premisa y el punto de parti-
201
da; la fe en un Dios sobrehumano y trascendente no era más
que su consecuencia.
Y cuando el conocimiento del hombre y de la comunidad hu
mana progresó, cuando en Hegel y sobre todo en Marx la idea
de una comunidad humana más perfecta mostró la posibilidad
de superar de modo inmanente las limitaciones del hombre in
dividualista, la filosofía de la religión dejó sitio a la filosofía
de la historia sin que para ello fuera preciso modificar las pre
misas u optar entre dos verdades autónomas e independientes;
en efecto, dentro de la filosofía kantiana de la religión estaba
ya contenida, como consecuencia natural e inevitable, la reli
gión inmanente de una comunidad humana superior y autén
tica: el pensamiento socialista.
III. El f u tu r o : la historia
202
rosos, contienen ya casi todas las categorías fundamentales de
la futura filosofía de la historia de Hegel, Marx y Lukács.42
Más bien nos parece que estamos frente a uno de los mejores
ejemplos demostrativos de que las limitaciones decisivas de
un gran pensador no son individuales ni personales, sino que
están determinadas por las condiciones sociales en que él vive.
Lo que le faltó a Kant no fue la comprensión de los problemas
filosóficos de la historia o de las diferentes respuestas posibles.
Llegó a elaborar, a partir de la lógica interior de su sistema,
todos los elementos fundamentales de aquella filosofía. Pero
la situación social y política de la época en que vivió era tal
que le impidió atribuir a la historia una realidad existencia!
merecedora de ser integrada en su sistema.
Un gran pensador no se preocupa exclusivamente de dar una
estructura lógica a su pensamiento ni de desarrollar ideas
nuevas y originales. Ante todo se preocupa por comprender lo
que para el hombre es esencial y presenta importancia decisiva.
Y por esa vía, precisamente, cae bajo la dependencia de las
condiciones económicas y sociales. La existencia del hombre,
en efecto, es la de la persona humana como parte integrante y
expresión de la comunidad. Ahora bien, esta evoluciona de
manera paulatina bajo la influencia de numerosos factores in
trincados y complejos, y hasta la obra del mayor pensador no
es más que uno de esos factores, de acción muy lenta por aña
didura. De tal suerte, por grande que sea su influencia, el filó
sofo no puede lograr que una idea adquiera importancia decisi
va para los hombres de un país y de una época prescindiendo
de las condiciones económicas y sociales o aun contrariándolas.
La grandeza del filósofo, como la del sabio y del artista, reside
en que él se convierte en el portavoz de la humanidad y expre
sa al hombre ts^ y como es realmente, con sus problemas rea
les, sus tareas y sus posibilidades reales.
Ni el más genial de los filósofos es un profeta. Solo dentro de
la revelación hay profetas. El no es más que un hombre que
intenta explicarse a sí mismo y explicar a sus contemporáneos
el sentido de la vida, el destino del hombre y las posibilidades
que este tiene de cumplirlo. Es un hombre que intenta formular
los sueños y las esperanzas de una comunidad humana, y de
ese modo hacerle tomar conciencia de sí; que intenta abrir al
hombre la vía hacia sí mismo, es decir, hacia la comunidad y
la persona. En suma, es un hombre que se afana en hallar
42 Aparte del concepto de dase, naturalmente, para cuyo conodmiento
el estado económico y político de Alemania era todavía demasiado atra
sado. En Francia, los fisiócratas ya lo habían descubierto.
203
«una guía hacia e] concepto ( . . . ) dentro del cual es preciso
situar el sumo bien, y hacia la conducta por la cual se pueda
llegar a él». Y si lo logra aunque sólo sea en parte, pese a to
das esas limitaciones habrá cumplido qu¡2 ás una tarea superior
a la del profeta.
Ahora debemos pasar a la exposición de la filosofía kantiana
de la historia. Por desdicha, en el curso de los últimos seten
ta años ese concepto se empleó de maneras tan diferentes que
no es fácil darle de primera intención un sentido determinado
y preciso. Con la expresión «filosofía de la historia» se desig
nan hoy tanto leyes sociológicas generales, por ejemplo la teo
ría marxista de la importancia de las fuerzas productivas res
pecto de la evolución histórica, cuanto teorías teológicas, por
ejemplo la formulada por Bossuet en su Discurso sobre la his
toria universal; o bien se da ese nombre a ciertos análisis me
todológicos relativos a las ciencias históricas. Y aun a veces se
designa así a un estudio epistemológico como el de Rickert
acerca de la formación de conceptos en las ciencias históricas.
Desde luego, todo estudioso tiene hasta cierto punto libertad
para escoger su vocabulario. No obstante, cuando ya existen tér
minos consagrados por el uso no se deberían emplear otros sin
que mediara necesidad imperiosa de hacerlo. De tal modo se
favorecen confusiones, que en el ámbito de las ciencias huma
nas son harto frecuentes.
Hoy disponemos del término «sociología» para designar la
ciencia positiva que se ocupa de las leyes generales de la evo
lución de la sociedad. Por lo tanto, debería estar claro que ma
terialismo histórico e idealismo histórico son teorías sociológi
cas y no filosofías.43
De igual modo, todo lo concerniente al método de las ciencias
históricas pertenece a la lógica aplicada 44 y todo lo concernien
te a la formación de conceptos, a la teoría del conocimiento.
¿Qué resta entonces a la filosofía de la historia? Recordemos
la definición kantiana: la filosofía es «una guía hacia el con
cepto ( . . . ) dentro del cual es preciso situar el sumo bien y
hacia la conducta por la cual se pueda llegar a él». Ello define
también, a nuestro juicio, el objeto de la filosofía de la historia.
Así como la filosofía de la religión habla de Dios en cuanto
43 Por otra parte, entre las obras históricas más importantes que han
revelado la influencia de las condiciones económicas sobre la vida social
y política, algunas pertenecen a historiadores como H. Pircnne o Marc
Bloch, qpe en modo alguno aceptan la filosofía marxista de la historia.
44 No examinamos aquí el problema de la medida en que el método de
las ciencias humanas difiere del de las ciencias de la naturaleza
204
creador del sumo bien y de la conducta por la cual podemos
participar de él, de igual modo la filosofía de la historia tiene
por objeto esta pregunta. ¿En qué medida la historia, en cuan
to evolución de la comunidad humana, puede llevar a la reali
zación del sumo bien, y cuál es la conducta que nos permiti
ría desde ahora, en nuestra vida presente, cumplir nuestro des
tino y alcanzar aquel? Es decir que la filosofía de la historia
debe responder a una cuestión ética, y forma parte de la filoso
fía práctica, mientras que los problemas enumerados antes
eran de índole científica y teórica.
Pero también es evidente que teoría y práctica son insepara
bles, pues toda acción que pretenda realizar su objetivo supone
un conocimiento teórico lo más exacto posible de la realidad.
Desde luego, ese conocimiento teórico debe ser verdadero, pues
los errores y las ilusiones solo podrían estorbar a quien actúa.
No obstante, el sujeto no adopta una actitud indiferente y con
templativa frente al conocimiento teórico. Espera que este no
le ha de probar la imposibilidad de alcanzar sus fines (pues en
ese caso debería renunciar a cualquier acción), sino que al
contrario le mostrará que ellos verosímilmente y aun con se
guridad son realizables.
Por consiguiente, no hay objeción más carente de sentido con
tra la filosofía de la historia que la fundada en la presunta
contradicción que entrañaría buscar los factores históricos ob
jetivos favorables a un fin que se quiere realizar mediante la
acción. La vida cotidiana ofrece centenares de ejemplos en ese
sentido, y ellos deberían bastar para que los sostenedores de
ese argumento se convencieran, de que es insostenible. El mé
dico que quiere curar a un enfermo, ¿no busca en la constitu
ción biológica del paciente factores susceptibles de apresurar la
curación o aun de producirla? O bien, una vez que halló esos
factores, ¿acaSo renuncia a todo tratamiento? Un arquitecto
que se propone construir una casa, ¿no busca un terreno sólido,
capaz de sustentarla? Y encontrado ese terreno, ¿se cruza de
brazos a esperar que la casa se construya sola? Tomemos un
ejemplo aún más evidente: vivimos hoy una de las guerras más
horribles de la historia, y desde hace cinco años oímos a los
jefes de ambos bandos demostrar a sus partidarios que su vic
toria es segura por razones técnicas, estratégicas, morales y aun
religiosas. Pero a ninguno de ellos se le ha ocurrido, luego de
hacer una demostración de esa índole, deponer las armas y es
perar la victoria. Todas esas personas: el médico, el arquitecto,
el jefe militar, incurren en la misma contradicción que de con
tinuo se reprocha a la filosofía de la historia en general y es
205
pecialmente a la de Marx. Es que los críticos olvidan dos he.
chos importantes, a saber:
206
sólo puede añorarse. Una filosofía optimista lo esperará del
futuro que aguardamos y que nosotros mismos crearemos.
Consideremos el primer tipo. No hay duda de que posiciones
de esa índole han existido y aún existen. Recordemos el «his-
toricismo» y la escuela histórica, que atribuyen valor a toda
institución antigua, a cualquier acontecimiento del pasado, por
el solo hecho de ser histórico. En la misma línea se inscribe el
romanticismo, con su entusiasmo por la Edad Media. Pero du
damos de que todo eso pueda considerarse filosofía.
La filosofía, en efecto, es una búsqueda de valores humanos y
universales, y hasta hoy todo acontecimiento pasado y todo
hecho histórico han sido particulares y limitados.4' Si seme*
jante actitud, que consiste en mirar exclusivamente hacia el
pasado, pretende empero arribar a valores universales, deberá
abandonar la realidad, la historia, para terminar en el «origen»
en la revelación o el mito, es decir, en la imaginación. Deberá
emprender el camino que recorrieron siempre los representan
tes más ilustres de las concepciones reaccionarias del mundo.
( Piénsese en el viejo Schelling, en el romanticismo y, en nues
tros días, en el gran desarrollo de las investigaciones sobre los
mitos —Lévy-Bruhl y la mentalidad primitiva—, en la impor
tancia que asigna Heidegger a la imaginación y en las primeras
obras filosóficas de Sartre, Uimaginaron y L’imaginaire.)
Por consiguiente, si es que la filosofía de la historia debe re
ferirse a la historia real, como merecedora de ese nombre so
lo nos queda la segunda orientación mencionada, cuyos repre
sentantes más importantes son Kant, en parte Hegel, Marx y
Lukács. De tal modo damos en enunciar una afirmación que a
primera vista parece algo inesperada: como valor humano, la
historia significa para el hombre, no el pasado, sino d futuro.
Solo si nos percatamos de ello podemos comprender las grandes
obras de filosofía de la historia del humanismo alemán. En
efecto, solo'entonces se advierte la razón por la cual, excep
tuando a Hegel,4647 los escritos de Kant relativos a este tema,
El capital de Marx e Historia y conciencia de clase de Lukács
hablan casi exclusivamente del presente y del futuro 48
46 Sobre todo en Alemania. Los franceses podrían prevalerse de la Re
volución Francesa y de la Declaración de los Derechos del Hombre.
47 En ellos, las dos actitudes a las que aludimos antes se encuentran
reunidas en una mezcla más bien que en una síntesis. Por eso la obra
de Hegel pudo ser origen al mismo tiempo de la escuela histórica, de
los jóvenes hegelianos y del marxismo.
48 La lengua alemana dispone de dos palabras: Historie y Geschicbte
La primera se presta muy bien para designar únicamente el pasado: la
segunda, para designar el futuro, y también el pasado en la medida en
207
La historia como futuro: he aquí una idea demasiado impor
tante para el humanismo moderno, y demasiado nueva e insó
lita si consideramos la literatura científica de los últimos se
tenta años, para que no insistamos un poco más en ella. Es
incomprensible, sin duda, dentro de la concepción individualis
ta del mundo, para la cual el individuo puede alcanzar k> ab
soluto. Para esta, todo futuro es puramente individual; el yo
es el único sujeto del pensamiento y de la acción, y la comuni
dad, al igual que el mundo físico, es solo objeto de la acción
individual y sobre todo del conocimiento teórico y contempla
tivo. Por eso dentro de esta concepción no puede haber más
que una historia empírica que relate los acontecimientos del
pasado, investigue las relaciones de causalidad entre ellos y en
el mejor de los casos establezca leyes sociológicas generales.
Existen una sociología y una historiografía empirista y racio
nalista, pero no una filosofía de la historia empirista o racio
nalista.
Tampoco puede existir filosofía de la historia en el caso de
las místicas de la intuición y del sentimiento. Puesto que en
ellas el sujeto tiende a desaparecer, a identificarse con el uni
verso y lo espiritual, ya no puede haber diferencia esencial en
tre lo humano, por una parte, y lo biológico y lo físico, por
la otra. (H e ahí una de las principales razones del diferendo
entre Kant y Herder.)
Y si en esas filosofías se habla de evolución, el principio de
esta es biológico, como en Beigson, o bien cósmico, como en
Schelling; nunca histórico. Además, puesto que en esas visio
nes del mundo la realidad exterior tiende en general a perder
toda significación propia, el pasado histórico mismo se convier
te cada vez más en algo subordinado, que solo conserva im
portancia como expresión de lo absoluto.
Solo dentro de una filosofía de la comunidad humana, que po
ne al nosotros, y no al yo como sujeto del pensamiento y de la
acción, la filosofía de la historia pasa a ser el centro de la vi
sión filosófica. En efecto, para nosotros, para la comunidad, el
futuro y la historia son idénticos. Todo acontecimiento pasado
que atañe a una comunidad determinada y que fue esencial
para ella es histórico en el primer sentido del término ( kisto-
risch), y todo acontecimiento futuro lo es en el segundo sen
tido (gescbichtlich). El pasado no puede volverse histórico
en esta acepción del término más que en la medida en que es
que se lo aborda desde el punto de vista de la esperanza en el porvenir.
Se habla de historiebe Schule y de Gescbicbtsphilosopbie. Lo contrario
serla imposible, aunque sólo fuere por razones lingüísticas.
208
importante para el futuro de la comunidad y se lo considera
desde este punto de vista.49 Un futuro que no solamente ha de
asegurar a jas generaciones que vendrán una vida mejor y más
feliz, sino que desde hoy, en la lucha por su realización, con
fiere un sentido y un contenido a la vida personal e individual.
La historia como «concepto donde es preciso situar el sumo
bien»; la acción histórica como «conducta por la cual se pueda
llegar a él», he ahí a nuestro juicio el único objeto de cual
quier genuina filosofía de la historia.
Como hemos hecho hasta ahora, también aquí nos contenta
remos con una exposición esquemática de la filosofía kantiana
de la historia, sin entrar en los detalles y sobre todo sin inte
grar las cuestiones sociológicas dentro del marco de nuestras
consideraciones.80
49 Aquí debemos hacer notar que ya Kant advirtió estas diferencias
entre la historia ( Gescbichte) filosófica con intención cosmopolita y la
historia (Historie ) concebida empíricamente, y que, además, destaco la
utilidad y la necesidad de esta última: «Sería interpretar mal mi inten
ción pretender que con esta idea de una historia universal (Weliges-
cbichte), que en cierta medida tiene un hilo conductor a priori, yo haya
querido desestimar los trabajos de historia (Historie) propiamente di
cha, concebida empíricamente. Tan solo pensé en lo que un cerebro de
filósofo (que, por lo demás, debería conocer historia) podía todavía
emprender desde otro punto de vista*. (Ideas, ibid., yol. V III, pág.
30.) Sería conveniente atenerse a esta distinción. La historia en el se
gundo sentido (Gescbichte) es el porvenir de la comunidad humana y
también la investigación y la evaluación del pasado desde la perspectiva
de un futuro que se espera y que deberá ser creado por la acción común.
La historia en el primer sentido (Historie) es la mera investigación
científica y empírica del pasado. Las dos son útiles y, sin duda, indis
pensables. Pero en ningún caso debe confundirse una con otra.
50 No obstante, para evitar cualquier equívoco destacaremos que la de
terminación temporal e histórica del pensamiento kantiano es mucho
más neta en las cuestiones concretas de sociología y de política, como
también, por ejemplo, en el análisis de cada virtud considerada indivi
dualmente oí todavía, en la manera de tratar cuestiones científicas par
ticulares, que en las partes propiamente filosóficas de su obra. A título
de ejemplo, examinaremos aquí con mayor atención un único problema,
lo que nos permitirá destacar las enormes diferencias que existen, en el
plano antropológico y político, entre Kant, Marx y Lukács. Elegiremos
el problema de las posibilidades prácticas y políticas de erigir un Esta
do republicano y la sociedad de los ciudadanos del mundo, cuestión de
la que Kant se ocupó a menudo.
Desde el punto de vista lógico, dos vías son posibles para ello. Se lo
podría obtener desde arriba, por la voluntad del monarca (o de quien
posea el poder) o al menos de acuerdo con él, o desde abajo, contra su
voluntad, por el pueblo. Es manifiesto que la primera posibilidad era
pata Kant la más deseable. Por lo demás, ello es natural, si se tiene en
cuenta la debilidad de las fuerzas populares y progresistas en la Alema
nia de su tiempo. Por otra parte, sabe muy bien que los gobernantes
209
En este orden de ideas, hay dos hechos que se imponen a nues
tra atención:
210
1. La categoría más importante de la filosofía de la religión
era la idea del sumo bien, la reunión de virtud y felicidad en
el reino de Dios. De igual modo, la categoría más importante
de la filosofía de la historia es la idea de una forma superior
de la comunidad humana y de la sociedad: la sociedad de los
211
ciudadanos del mundo, la paz eterna, la constitución civil per
fecta, la lig a de Naciones, etcétera.
Ambas ideas son las expresiones de una comunidad superior,
cualitativamente diversa de la que de hecho existe hoy. La di
ferencia reside en que esperamos el reino de Dios, en la eter
nidad, de nuestras acciones y del concurso de Dios; en cambio,
esperamos la sociedad de los ciudadanos del mundo, en el fu
turo, de nuestras acciones y del concurso de «un plan de la
naturaleza» que llamamos destino o providencia.®1
Kant advierte muy bien este parentesco entre filosofía de la re
ligión y filosofía de la historia:
212
El postulado de la inmortalidad era necesario para asegurar a
los hombres un lapso que les permitiera llegar a la virtud per
fecta. En la filosofía de la historia, la vida eterna de la especie
desempeña esa función:
213
tras que en el segundo caso, en la filosofía de la historia, se
trata de la realidad concreta, y entonces esa prueba no es in
concebible, aunque resulte muy difícil aportarla. Por tanto,
siempre es preciso esforzarse por crear una «historia de in
tención cosmopolita», que pueda confirmar esos supuestos.
En efecto,
«se trata solamente de saber si la experiencia descubre algo
de una marcha semejante en la intención de la naturaleza. Res
pondo: poca cosa; en efecto, ese ciclo parece exigir un tiempo
tan largo para cerrarse que a partir de la pequeña porción
acumulada por la humanidad dentro de esta intención ( . . . )
no se puede determinar más que de manera imprecisa la forma
de su camino y la relación de las partes con el todo ( . . . ) Mien
tras tanto, la naturaleza humana es tal que aun la considera
ción de una época muy lejana que nuestra especie deba alcan
zar no le resulta indiferente, solo con que esa época pueda es
perarse con certidumbre. Sobre todo ( . . . ) porque parece que
podríamos, por virtud de nuestras disposiciones racionales, pro
curar con mayor rapidez ese momento feliz para nuestros des
cendientes. Por eso aun los débiles indicios de su aproximación
revisten para nosotros una gran importancia».97
O bien citemos este otro pasaje, que muestra todavía con ma
yor claridad el carácter práctico y moral de esta suposición y su
parentesco con los postulados prácticos:
214
5. £1 aspecto sociológico de los escritos referidos a la filosofía
de la historia rebasa, en verdad, el marco de nuestro libro. Pe
ro de todos modos queremos llamar la atención sobre dos pun
tos que, sin duda, constituyen los primeros gérmenes de las
filosofías de la historia hegeliana y marxista.
215
«Es esta resistencia la que despierta todas las fuerzas del hom
bre y lo induce a superar su inclinación por la pereza y a for
jarse una posición entre sus semejantes, impulsado por la am
bición, el deseo de dominación y la avidez; sus semejantes, a
quienes no puede soportar pero tampoco abandonar. Así se
cumplen los primeros pasos genuinos de la barbarie hacia la
cultura ( . . . ) Entonces se desarrollan poco a poco todos los
talentos ( . . . ) y se comienza aun por un progreso continuo
de las Luces a establecer los fundamentos de una manera de
pensar que con el tiempo puede transformar la disposición
natural y grosera en una diferenciación moral, en principios
prácticos determinados, y simultáneamente transformar la ad
misión patológica, forzada, de una sociedad, en una totalidad
moral»**
216
Pero nadie se expresó en un lenguaje más claro y que se pres
tara menos al equívoco que el viejo Kant a la edad de setenta
y cuatro años, en su última obra publicada. Sus palabras suenan
como el último homenaje del gigante prisionero a sus herma
nos que echaron abajo las puertas de su prisión y empiezan a
vivir en la libertad. Un homenaje formulado con mucha pru
dencia (se excusa aludiendo a los peligros de semejante acti
tud) y que contiene muchas reservas más o menos transparen
tes ( por ejemplo, la nota de pie de página donde se refiere el
hecho de estar situado «a más de cien leguas» del teatro de
los acontecimientos), pues cuando el preso no tiene la posibili
dad de abatir los muros de su cárcel sería inútil excitar en de
masía a los guardianes. Homenaje este que, pese a todo, es
bastante claro para desenmascarar como falsificación evidente
cualquier tentativa de afirmar que el viejo Kant se habría de
jado uncir al carro del nacionalismo alemán y de la reacción
alemana. Homenaje que confirma una vez más lo que toda la
filosofía crítica nos ha probado a cada instante, a saber, que
los «filósofos» que en un momento decisivo, por temor, por
cálculo o aun por una convicción sincera en lo subjetivo pero
radicalmente pervertida,* traicionaron la causa de la libertad y
de los derechos del hombre, apoyando la dictadura más reac
cionaria y que ha suprimido toda libertad, por ello mismo han
perdido el derecho de invocar en nada, en su pensamiento y su
acción, el nombre y la obra de Immanuel Kant.
Y es con el saludo de este anciano a la libertad naciente del
pueblo francés, y a todos aquellos que enarbolaban su defensa
en el mundo, que queremos dar fin también a la exposición de
la filosofía kantiana de la historia:
217
por arte de magia, mientras que en su lugar surgen otros, por
así decir de las profundidades de la tierra. No; nada de eso.
Se trata solamente de la manera de pensar de los espectadores
que se trasluce públicamente dentro de ese juego de grandes
revoluciones y que, aun al precio del peligro que podría signi
ficarles tal parcialidad, manifiestan empero un interés univer
sal, que sin embargo no es egoísta, hada los jugadores de un
partido y en contra de los del otro, demostrando ( a causa de
la universalidad) un carácter del género humano y al mismo
tiempo (a causa del desinterés) un carácter moral de esta hu
manidad, al menos en sus disposiciones; carácter que no sola
mente permite esperar el progreso, sino que representa en sí
mismo un progreso tal en la medida en que actualmente es po
sible alcanzarlo.
»Poco importa si la revolución de un pueblo rebosante de es
píritu, que hemos visto efectuarse en nuestro días, triunfa o
fracasa; poco importa si acumula miserias y atrocidades hasta
el punto de que un hombre sensato que la volviese a empren
der con la esperanza de culminarla con felicidad jamás se re
solvería, empero, a intentar la experiencia a ese precio; esa
revolución, digo, encuentra aun así en el espíritu de todos los
espectadores (que a su vez no están comprometidos en ese
juego) una simpatía de aspiración que frisa en el entusiasmo
y cuya sola manifestación aparejaría un peligro; esa simpatía,
por consiguiente, no puede tener otra causa que una disposi
ción moral del género humane.
»Esa causa moral que interviene es doble: primero, es la del
derecho que un pudrió tiene a no ser impedido por otras po
tencias de darse la constitución política que desee; en segundo
lugar, es la del fin (que es también un deber): solo es en sí
conforme al derecho y moralmente buena la constitución de un
pueblo que por naturaleza es apta para evitar según principios
la guerra ofensiva; esa no puede ser otra que la constitución
republicana, teóricamente al menos; que por lo tanto sea apta
para situarse en las condiciones que evitan la guerra (fuente
de todos los males y de toda corrupción de las costumbres) y
que aseguran ppr ello negativamente el progreso del género
humano, pese a toda su degeneración, garantizándole que, al
menos, no será estorbado en su progreso.
»Ese hecho entonces, así como la participación apasionada en
el bien, el entusiasmo, que por otra parte no implica una apro
bación sin reservas, por cuanto que cualquier emoción como
tal merece ser condenada, permite empero, merced a esta his
toria, hacer la siguiente observación, que tiene su importancia
218
para la antropología: el verdadero entusiasmo se relaciona siem
pre y únicamente con lo que es puramente moral, el concepto de
derecho por ejemplo, y nunca puede entroncar en el interés.
»Pese a las recompensas pecuniarias, los enemigos de los re
volucionarios no pudieron elevarse hasta el celo y la grandeza
de alma que en estos despertaba el puro concepto del derecho;
y aun el concepto del honor de la vieja nobleza guerrera (pa
riente cercano del entusiasmo) terminó por desvanecerse ante
las armas de quienes tenían en vista el derecho del pueblo al
que pertenecían y de quien se consideraban los defensores;
exaltación con la que simpatizaba el público que desde afuera
asistía como espectador, sin la menor intención de asociarse a
ello efectivamente».64
219
Conclusión. ¿Qué es el hombre?
Kant y la filosofía contemporánea
220
es la forma universal y apriorística, común a todos los indivi
duos (la intuición pura del espacio y del tiempo, las categorías
del entendimiento, el imperativo categórico) y el juicio estéti
co, en parte formal y en parte material, pero en todo caso de
naturaleza puramente subjetiva. Lo que los separa es la materia
sensible, diferente de individuo en individuo ( sensaciones, ten
dencias, intereses egoístas).
Los conocimientos así como las acciones del hombre actual son,
por lo tanto, limitados, «sociales» en su forma y «asociales»
en su contenido. Su conocimiento es apenas una determinación
no completa de los fenómenos en la experiencia; su actividad,
una práctica egoísta y contraria a la comunidad, pues para ella
lo universal no es más que un deber, un imperativo categórico,
no una realidad efectiva.
Una comunidad superior haría posibles un conocimiento y una
acción cualitativamente superiores. Un conocimiento que sería
la determinación completa de las cosas en sí, y una voluntad
santa, para la cual no existiría más imperativo ni deber, sino
solo una actividad libre y realmente adecuada a la comunidad.
La forma y el contenido serían comunes a todos los hombres,
reuniéndolos en la unidad universal de su pensamiento y de su
acción, de la teoría y de la práctica.
Pero, para Kant, todos esos conceptos: comunidad perfecta,
reino de Dios sobre la Tierra, voluntad santa, conocimiento de
las cosas en sí, lo incondicionado, etc., son ideas suprasensibles
que el hombre nunca puede realizar sobre la Tierra con su vo
luntad y su acción.
Y puesto que debe tender hacia ellas, sin poder alcanzarlas
nunca, como los únicos valores espirituales reales, la existen
cia del hombre es trágica. Dimensión trágica que en la filoso
fía de Kant sólo conoce dos perspectivas, dos esperanzas de
superación: la fe racional y la esperanza todavía insuficiente en
el futuro de la comunidad humana, la historia.
Con esta visión del hombre, Kant había establecido los fun
damentos de una concepción filosófica por completo novedosa.
Antes de él, casi todas las filosofías verdaderamente importan
tes (con la única gran excepción del spinozismo) podían re
ducirse a dos tipos fundamentales: los pensadores griegos y la
mayoría de -quienes vivieron después de terminada la Edad
Media veían en el individuo un ser autónomo e independiente,
que como tal podía alcanzar lo absoluto o al menos el máximo
en el plano de los valores humanos. La comunidad, el todo,
no era para ellos más que una realidad secundaria, resultado
de la influencia recíproca de los individuos autónomos.
221
Las visiones cristianas del mundo, de la Edad Media, veían en
el individuo un ser imperfecto, que formaba parte de un todo
mayor; y en la comunidad humana real y empírica, una imagen
imperfecta del reino de Dios. Pero el todo perfecto, el reino
de Dios, era para ellos algo real y existente, pese a su trascen
dencia con relación al hombre. Su fe era un saber o una intui
ción, una certidumbre y un consuelo, y no, como la de Kant,
una esperanza y una razón para actuar. Kant abrió el camino
de una filosofía nueva, que, reuniendo la idea cristiana de la
limitación del hombre con la inmanencia propia de los pensa
dores de la Antigüedad y de los siglos xvn y xvm , concibió
el mundo inteligible, la totalidad, como tarea humana, como
objeto del destino auténtico del hombre y producto de su
acción.
Y si los filósofos del primer grupo, partiendo del individuo,
habían puesto en el centro de sus concepciones la teoría del
conocimiento (racionalista o empirista) y la ética (estoica y
epicúrea); si los pensadores cristianos, partiendo de la divini
dad, habían encontrado en la teología el fundamento esencial
de sus sistemas, el camino iniciado por Kant creaba, por pri
mera vez, la posibilidad de una filosofía fundada en la idea de
comunidad y de persona humana, es decir, en la filosofía de
la historia. Y esa fue la orientación seguida por el pensamiento
filosófico en su desarrollo en los tres pensadores más impor
tantes posteriores a Kant: Hegel, Marx y Lukács.
Pero en lo inmediato, la filosofía kantiana fue seguida, en Ale
mania, por dos sistemas que, pese a su innegable importancia,
a nuestro juicio constituyen un retroceso con relación a Kant,
y que este mismo consideró así. Nos referimos a dos pensado
res que emprendieron caminos por completo diferentes del ini
ciado por Kant: Fichte y Schelling.
La obra de Kant había sido mucho más un comienzo que una
culminación; por eso sólo los pensadores que la comprendie
ron y sintieron como tal pudieron alcanzar importancia filosó
fica propia. Lo lograron partiendo de la cuestión más impor
tante que el pensamiento kantiano legaba a sus sucesores: La
índole trágica de la existencia humana, ¿es verdaderamente in
superable? ¿Le está negado al hombre empírico alcanzar lo in
condicionado, el sumo bien?
En sus principales representantes; en Fichte, Schelling y Hegel,
así como en su «heredero materialista», Marx, el idealismo
alemán fue un ensayo de dar respuesta positiva a esta cuestión.
No podemos entrar a analizar aquí los factores que nos expli
carían por qué la burguesía alemana de comienzos del siglo xix
222
no podía aceptar en definitiva ni el activismo individualista
del joven Fichte, ni la filosofía reaccionaria de Schelling (filo
sofía que se presentaba conscientemente como una reacción
contra la Revolución Francesa); o bien por qué esa burguesía,
que vivía con la esperanza de un progreso que ella era incapaz
de realizar por sí misma, solo pudo encontrar su expresión ideo
lógica en el sistema de Hegel, esa mezcla de una visión progre
siva y revolucionaria del mundo con una apología reaccionaria
del Estado prusiano.
Pero puestos a averiguar lo vivo e importante que conserva
para nosotros el pensamiento de Hegel, creemos que ello re-
side en el hecho de que superó la separación rígida entre la filo
sofía y la antropología empírica, dominante aún en el pensa
miento de Kant. Puesto que de manera consciente convirtió la
filosofía de la historia en la parte esencial de su sistema, la
sociología y la historia como ciencias positivas quedaron igual
mente integradas en él.
Una etapa todavía más importante en ese camino fue la obra
de Kart Marx. Entre los grandes pensadores de la Alemania
poskantiana, Marx fue el primero que debió residir durante
casi toda su vida en el extranjero, en París y sobre todo en
Londres, y por eso mismo pudo liberarse de las limitaciones
resultantes de las condiciones históricas especificas de la Ale
mania de su tiempo. Solo con Marx adquirió carácter verdade
ramente científico la unión inaugurada por Hegel entre la fi
losofía y la sociología empírica.1
Como ya dijimos, después de Marx, hacia fines del siglo xix, se
produjo en toda Europa, y no solo en Alemania, una sensible
pérdida en cuanto a la comprensión y la necesidad de una vi
sión filosófica y coherente del hombre y del universo. Con la
única excepción de Nietzsche, el pensamiento filosófico oficial
estuvo dominado por los profesores «neokantianos» y «neohe-
gelianos», a quienes podemos sumar gran parte de los «mar-
xistas» que se ocupaban de filosofía y de la historia del pen
samiento.
Esa fue la época en que un sinnúmero de comentaristas estudia
ron e interpretaron de todas las maneras posibles e imaginables
1 No sería menos falso y peligroso considerar, al estilo de ciertos «mar-
xistas», cada proposición de Marx como una verdad sagrada e inmu
table. Desde luego, y al igual que en Kant y Hegel, también en Marx
coexisten, junto a muchas ideas todavía vivas y que conservan toda su
validez, otras, condicionadas por las circunstancias y la época histórica,
que están ya superadas. Precisamente, es tarea del filósofo y del histo
riador distinguir unas de otras, y en esto reside la única «ortodoxia»
aceptable y real.
223
casi cada línea de Kant y de Hegel; los resultados fueron tan
pobres que resulta difícil decidir si es más triste la incom
prensión con que los contemporáneos de la mayoría de los
grandes poetas y pensadores alemanes acogieron las obras de
estos, o bien la desvergüenza consciente e inconsciente con que
los epígonos las trivializaron, falsearon y reinterpretaron des
pués de su muerte.2
Mas tarde, después de la Primera Guerra Mundial, bajo la in
fluencia de la profunda crisis social, económica y espiritual de
Europa, se desarrollaron las diferentes formas de filosofía del
sentimiento, de la intuición, de la angustia y la desesperación,
cuyos principales representantes son quizás Henri Bergson,
Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre. Naturalmente, no pode
mos analizar aquí ni las causas ni las consecuencias de su surgi
miento y su éxito. (Causas y consecuencias que por otra parte
se hacen hoy cada vez más evidentes.) Sin embargo, nos parece
importante y digno de mención el hecho de que ya antes de la
guerra se perfiló en Francia un movimiento de reacción contra
esta psicosis de la angustia y de la desesperación, movimiento
que halló su expresión más vigorosa en la ideología persona
lista desarrollada sobre todo en torno de la revista Esprit. Por
cierto que no se trataba aún de una visión filosófica del mun
do consciente de sí misma; todavía menos, de un sistema ca
balmente desarrollado. Hemos oído los análisis más importan
tes en conversaciones privadas con jóvenes, casi ninguno de los
cuales había publicado nada aún. Todo se encontraba en cur
so de desarrollo cuando estalló la guerra. Hoy es imposible
juzgar la evolución filosófica de los últimos años, puesto que
lo más importante quizá no ha podido publicarse.
Después de que Lukács ha observado un silencio en materia de
filosofía que dura ya más de veinte años, juzgamos que el per
sonalismo ha sido el acontecimiento más importante en este
2 Podría componerse una obra tragicómica sobre la manera en que se
escribió hasta hoy la historia del pensamiento y la literatura alemanes.
En el número relativamente grande de libros que leimos sobre el tema,
apenas cuatro o cinco nos dieron la impresión de que el autor nos in
troducía realmente en lo esencial del pensamiento o de la obra que es
tudiaba. Ellos son: ante todo y mejor que cualquier otro, la Lessing-
Legende de Franz Mehring, obra de un socialista alemán; después, aun
que solo tangencialmente se refiera a esta materia, Historia y conciencia
de clase de G. Lukács, obra de un húngaro; para una visión general, y
sintética, L'AUemagne, de E. Vermeil, obra de un francés; y también
las observaciones diseminadas en toda la obra de Karl Kraus, publicista
austríaco contra quien la prensa y la literatura oficial había organizado
una verdadera conspiración de silencio. No es casual, por cierto, que la
literatura «seria» ignore casi siempre estas obras.
224
ámbito en el curso de la preguetra. Desde luego, ese personalis
mo francés partió de tradiciones muy diferentes del humanis
mo alemán, y apenas tuvo conciencia de su parentesco con
este. Pero por eso mismo es más significativa la comprobación
de que llegó de manera espontánea a las mismas cuesdones y
casi siempre también a respuestas semejantes.
Esa es la justificación del presente libro. En modo alguno pre
tende pronunciar otra vez la consigna de «retorno a Kant»,
con tanta frecuencia repetida. Al contrario; cualquier «retorno»
nos parece ya una traición al pensamiento del filósofo que hi
zo del futuro, y no del pasado, el centro de su sistema, y que
insistió siempre en que no quería enseñar a sus alumnos una
filosofía sino la manera de pensar filosóficamente.
Nuestra mirada no ha de dirigirse hacia atrás para procurar
un «retorno a Kant», sino hacia adelante, en el sentido de una
comunidad humana mejor; solo así podremos ver la figura de
Immanuel Kant bajo su verdadera luz y en toda su significa
ción, todavía viviente y real para el presente y para el futuro.
Lo veremos como uno de los grandes pensadores que dieron
los primeros y difíciles pasos para desbrozar el camino por el
cual andamos todavía.
Si nos situamos en esta perspectiva, la del futuro de la comuni
dad humana, más de una celebridad filosófica de los últi
mos años perderá toda consistencia por comparación con la
prominente figura de Kant. En efecto, sólo tiene el derecho
de invocar la filosofía y el espíritu aquello que se dirige hacia
la liberación del hombre y la realización de una genuina co
munidad.
Si hemos logrado suscitar, aun en unos pocos lectores, la con
vicción de que todos los que hoy luchan en los diferentes paí
ses de Europa al mismo tiempo por la liberación nacional de
su patria y por los derechos del hombre en general, son los
herederos, no solo de sus propias tradiciones nacionales y de
las tradiciones de la Revolución Francesa, sino también de los
ideales y de las esperanzas del humanismo alemán; de que los
heroicos combatientes de Francia y de tantos otros países eu
ropeos luchan por la única «colaboración europea» genuina,
por la colaboración del espíritu, de la libertad y del humanis
mo europeos, y que la realización de esta es el problema esen
cial y más urgente de la filosofía-, si ello ocurre, decimos, nues
tra obra habrá alcanzado su objetivo.
225
Obras completas de Kant (Kant’s
gesammelte Schriften)
«Vorwort», pág. I.
1747
«Gedanken von der wahren Schatzung der lebendigen Krafte
und Beurtheilung der Beweisc, deren sich Herr von Leibniz
und andere Mechaniker in dieser Streítsache bedient haben,
nebst einigen vorhergehenden Betrachtungen, welche die Kraft
der Kórper überhaupt betreffen», pág. 1.
1754
«Untersuchung der Frage, ob die Erde in ihrer Umdrehung um
die Achse, woduch sie die Abwechselung des Tages und der
Nacht hervorbringt, einige Veránderung seit den ersten Zeiten
ihres Ursprungs erlitten habe und woraus man sich ihrer ver-
sichern konne, welche von der Konigl. Akademie der Wissen-
schaften zu Berlín zum Preise iür das jetztlaufende Jahr aufge-
geben worden», pág. 183.
«Die Frage, ob die Erde veralte, physikalisch erwogen»,
pág. 193.
1755
«Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels oder
Versuch von der Verfassung und dem mechanischen Ursprunge
des ganzen Weltgebaudes, nach Newtonischen Grundsátzen
abgehandelt», pág. 215.
«Meditationum quarundam de igne succincta delineado», pág.
369.
«Principiorum primorum cognitionis metaphysicae nova dilu
cidado», pág. 385.
226
1756
«Von den Ursachen der Erderschütterungen bei Gelegenheit
des Unglücks, welches die westliche Lander von Europa gegen
das Ende des vorigen Jahres betroffen hat», pág. 417.
«Geschidite und Naturbeschreibung der merkwürdigsten Vor-
falle des Erdbebens, welches an dem Ende des 1755ften Jahres
einen grossen Theil der Erde erschüttert hat», pág. 429.
«Fortgesetzte Betrachtung der seit einiger Zeit wahrgenom-
menen Erderschütterungen», pág. 463.
«Metaphysicae cum geometría iunctae usus in philosophia na-
turali, cuius specimen I. continet monadologiam physicaxn»,
pág. 473.
«Neue Anmerkungen zur Erláuterung der Theorie der Winde»,
pág. 489.
1757
«Entwurf und Ankündigung eines Collegii der physischen
Geographie nebst dem Anhange einer kurzen Betrachtung über
die Frage: Ob die Westwinde in unsern Gegenden darum
feucht seien, weil sie über ein grosses Meer streichen», pág. 1.
1758
«Neuer Lehrbegriff der Bewegung und Ruhe und der damit
verknüpften Folgerungen in den ersten Gründen der Natur-
wissenschaft», pág. 13.
1759
«Versuch einiger Betrachtungen über den Optimismus», pág.
27.
1760
«Gedanken bei dem frühzcitigen Ableben des Herrn Johann
Friedrich von Funk», pág. 37.
1762
«Die falsche Spitzfindigkeit der vier syllogistischen Figuren
erwiesen», pág. 45.
227
1763
«Der einzig mogliche Beweisgrund zu einer Demonstraron des
Daseins Gottes», pág. 63.
«Versuch den Begriff der negativen Grossen in die Weltweis-
heit einzuführen», pág. 165.
1764
«Beobachtungen über das Gefühl des Schonen und Erhabe-
nen», pág. 205.
«Versuch über die Krankheiten des Kopfes», pág. 257.
«Recensión von Silberschlags Schrift: Theorie der am 23. Juli
1762 erschienenen Feuerkugel», pág. 272a.
«Untersuchung über die Deudichkeit der Grundsátze der na-
türlichen Theologie und der Moral», pág 273.
1765
«Nachricht von der Einrichtung seiner Vorlesungen in dem
Winterhalbenjahre von 1765-1766», pág. 303.
1766
«Traume eines Geistersehers erlautert durch Traume der Me-
taphysik», pág. 315.
1768
«Von dem ersten Grunde des Unterschiedes der Gegenden im
Raume», pág. 375.
1770
«De mundi sensibilis atque intelligibilis forma et principiis»,
pág. 385.
1771
«Recensión von Moscatis Schrift: Von dem korperlichen
wesentlichen Unterschiede zwischen der Structur der Thiere
und Menschen», pág. 421.
1775
«Von den verschiedenen Racen der Menschen», pág. 427.
1776-77
«Aufsatze, das Philanthropin betreffend», pág. 445.
228
III (1911). Kritik der reinen Vernunft (2?ed., 1787), pág. 1.
1782
«Anzeige des Lambert’schen Briefwechsels», pág. 1.
«Nachricht an Árzte», pág. 5
1783
«Recensión von Schulz’s Versuch einer Anleitung zur Sitten-
lehre für alie Menschen, ohne Unterschied der Religión, nebst
einem Anhange von den Todcsstrafen», pág. 9.
1784
«Idee zu einer allgemeinen Geschichte in wdtbürgerlicher
Absicht», pág. 15.
«Beantwortung der Frage: Was ist Aufklarung?», pág. 33.
229
1785'*
«Recensionen von J. G. Herders Ideen zur Philosophie der
Geschichte der Menschheit. Theil 1. 2», pág. 43.
«Über die Vulkane im Monde», pág. 67.
«Von der Unrechtmassigkeit des Büchernachdrucks», pág. 77.
«Bestimmung des Begriffs einer Menschenrace», pág. 89.
1786
«Muthmasslicher Anfang der Menschengeschichte», pág. 107.
«Recensión von Gottlieb Hufeland’s Versuch über den Grund-
satz des Naturrechts», pág. 125.
«Was heisst: Sich im Denken orientiren?», pág. 131.
«Einige Bemerkungen zu L. H. Jacob’s Prüfung der Men-
delssohn’schen Morgenstunden», pág. 149.
1788
«Über den Gebrauch teleologischer Principien in der Philo
sophie», pág. 157.
1790 r . '
«Über eine Entdeckung, nach der alie neue Kritik der reinen
Vemunft durch eine altere entbehrlich gemacht werden solí»,
pág. 185.
1791
«Über das Misslíngen aller philosophischen Versuche in der
•Theodicee», pág. 253.
1793
«Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein,
taugt aber nicht für die Praxis», pág. 273.
1794
«Etwas über den Einfluss des Mondes auf die Witterung»,
pág. 315.
«Das Ende aller Dinge», pág. 325.
1795
«Zuna ewigen Frieden», pág. 341.
230
1796
«Von einem neuerdings erhobenen vornehmen Ton in der
Philosophie», pág. 387.
«Ausgleichung eines auf Missverstand beruhenden matheraa-
tischen Streits», pág. 407.
«Verkündigung des nahen Abschlusses eines Tractats zum
ewigen Frieden in der Philosophie», pág. 411.
1797
«Über ein vermeintes Recht aus Mcnschenliebe zu lügen»,
pág. 423.
1798
«Über die Buchmacherei», pág. 431.
1800
«Vorrede zu Rcinhold Bernhard Jachmanns Prüfung der Kan-
tischen Religionsphilosophie», pág. 439.
«Nachschrift zu Christian Gcttlieb Mielckes Littauisch-deut
schem und deutsch-littauischera Worterbuch», pág. 443.
Nachtrag 1
1764
«Recensión von Silberschlags Schrift: Theorie der am 23. Juli
1762 erschienenen Feuerkugel», pág. 447.
Atthang
1788
«Kraus’ Recensión von Ulrich's Eleutheriologie», pág. 451.
Segunda sección: B r ie fw e c h s e l
231
XI (1922). Briefwechsel, I I, (1789-1794), 2a. ed.
X II (1922). Briefwechsel, I I I (1795-1803). Briefwechsel
1795-1803. U n d a tie r te Briefe. Oeffeñtliche ErH'árungen.
Handschriftliche Erklarungen und Testament. Denkverse zu
Ehrett verstorbener Kollegen. Gedichte, Kant gewidmet von
seinen Zuhorern. Stammbuchblatter. Amtlicher Schriftver-
kehr, 2a. ed.
XIII (1922), Briefwechsel, IV. Artmerkungen und Register.
232
Obras de Kant en castellano
233
Indice general
95 Segunda p a rte
235