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Introducción a la

filosofía de Kant
Luden Goldmann
Amorrortu
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Introducción a la
filosofía de Kant

Luden Goldmann

Amorrortu editores
Buenos Aires
Director de la biblioteca de filosofía, antropología y religión,
Pedro Geltman
Mettsch, Gemeinschafl und W elt in der Pbilosopbie Imma-
nuel Kants, Lucien Goldmann
© Europa Verlag, 1945
Traducción, José Luis Etcheverry

Unica edición en castellano autorizada por Europa Verlag,


Zurich, y debidamente protegida en todos los países. Queda
hecho el depósito que previene la ley n? 11.723. © Todos los
derechos de la edición castellana reservados por Amorrortu
editores S. A., Esteban de Lúea 2223, Buenos Aires.

La reproducción total o parciai de este libro en forma idéntica


o modificada, escrita a máquina por el sistema multigraph, mi-
meógrafo, impreso, etc., no autorizada por los editores, viola
derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamen­
te solicitada.

Industria argentina. Made in Argentina.


«Entre todas las condiciones, ninguna es más inútil que la del
sabio en un ambiente de simplicidad natural; pero ninguna
es más necesaria en el estado de opresión impuesto por la
superstición o por la fuerza». Kant, Cesammelte Scbriften,
vol. XX, pág. 10.

«Lujo moral: los sentimientos que no son eficaces». Kant,


Cesammelte Scbriften, vol. XX, pág. 5.
Advertencia a la presente edición

Este libro es el primero que escribí. En él inicié una investi­


gación que, proseguida luego en diferentes estudios, culminó
en la elaboración paulatina de un método nuevo de compren­
sión y de explicación de la creación cultural. Si bien ya en
estas páginas establecí las bases de ese tipo de estudios socio­
lógicos, debe advertirse que no era yo todavía consciente de
la evolución futura de mis trabajos. En aquella época, mi in­
tención fue ante todo escribir una historia del pensamiento
dialéctico; hacerlo constituía un elemento indispensable para
el desarrollo de este.
Hegel y Marx nos enseñaron que el problema de la historia se
confunde con la historia del problema, y que es imposible des­
cribir de manera válida un hecho humano, cualquiera que sea,
sin integrar en tal descripción su génesis; ello implica que ha
de tenerse en cuenta la evolución de las ideas y también la de
la manera en que los hombres se han representado los hechos
en estudio, evolución que constituye un elemento importante
de la génesis del fenómeno. Sin duda que lo inverso es tam­
bién verdadero. La historia del jproblema es el problema de
la historia; y la historia de las ideas no podría ser positiva si
no se ligara de manera intima con la historia de la vida econó­
mica, social y política de los hombres.
Digamos por último que Marx, en un célebre pasaje y refirién­
dose a Darwin, a quien admiraba profundamente (y a quien,
además, quiso dedicar El capital), formuló un principio esen­
cial de método para las ciencias humanas cuando afirmó que
la anatomía del hombre constituye la clave de la anatomía del
mono.
Estas consideraciones permiten comprender la razón por la cual,
proponiéndome escribir un sistema de filosofía dialéctica, co­
mencé por la historia de ese pensamiento; explican también
que, habiendo consagrado mi primer estudio a la filosofía de
Kant, haya insistido sobre todo en aquello que, dentro de esa
filosofía, anticipaba la evolución ulterior y se orientaba, en es­
pecial, hacia la dialéctica hegeüana.

9
Confesado esto, creo sin embargo que logré dilucidar entonces
ciertos aspectos esenciales del pensamiento kantiano, en espe­
cial la importancia del período precrítico, la unidad que pre­
senta la evolución de ese pensamiento y el lugar fundamental
que la idea de totalidad ocupa dentro del sistema de la filoso­
fía crítica. De esa manera pude obtener una imagen bastante
novedosa de la filosofía de Kant, lo que me permitió poner
de relieve tanto la índole cuanto el origen de la deformación
neokantiana.
Sin embargo, debo admitir que mi libro, si bien se centró en
la idea de totalidad, descuidó por desgracia otra idea dialéctica
que reviste particular importancia: la idea de la identidad del
sujeto y del objeto, en cuya elaboración la filosofía de Kant
constituyó una etapa no desdeñable. Es lo que a menudo se
designa —empleando una imagen tomada del propio Kant—
bajo el título de «revolución corpenicana». Pero también en
este caso, a mi juicio, el sentido y la importancia de esta «re­
volución» sólo podrían comprenderse en su significación ver­
dadera a partir de las posiciones hegeliana y marxista.
En Kant, la revolución copernicana implica tres ideas cuyo de­
sarrollo ulterior en el pensamiento filosófico y científico ha si­
do fecundo en extremo, pero que solo a la luz de ese desarro­
llo pueden juzgarse y comprenderse, a saber:

1. La oposición entre forma universal y contenido particular,


que desempeñó importante papel en la elaboración del análi­
sis marxista del hombre dentro de la sociedad liberal, así co­
mo en la distinción (clave para aquel análisis) entre demo­
cracia formal y estratificación leal, igualdad formal y desigual­
dad real, etc.; esta línea de pensamiento culminó en la teoría
de la reificación. Hasta cierto punto, en la presente obra se
estudia ese aspecto del análisis kantiano.
2. La distinción entre dos tipos de conocimiento: el que se
funda en la experiencia y el basado en los juicios sintéticos
a priori (que no tienen, como cree el positivismo, un carácter
analítico y tautológico). Esta distinción presenta en Kant un
carácter rígido y universal, válido para todo conocimiento hu­
mano. Más tarde, ciertos pensadores intentaron fundarla en la
realidad empírica y en la situación del hombre con relación al
universo; limitémonos a mencionar las dos tentativas más im­
portantes: la epistemología sociológica de Durkheim y la epis­
temología genética de Jean Píaget. Por muy distantes que se
encuentren la posición de Durkheim, y sobre todo la de
Piaget, respecto de la rigidez del análisis trascendental, puede

10
afirmarse que el marco más general dentro del que esas refle­
xiones se sitúan tiene un carácter kantiano.
3. La idea según la cual el hombre crea (aunque para Kant
sólo en parte) el mundo que él percibe y conoce en la expe­
riencia. Es la célebre subjetividad trascendental del tiempo,
del espacio y de las categorías. Pero como es evidentísimo que
esa creación no podría atribuirse al individuo empírico, Kant
se vio obligado a limitarla a las estructuras formales y a con­
ferirle un carácter abstracto y trascendental. Conocemos el des­
tino que tuvo esta concepción en el neokantismo y, en nues­
tros días, en el pensamiento de Husserl y la fenomenología.

La otra rama evolutiva que lleva de Kant hasta Hegel, Marx y


Lukács, prolongó también ese aspecto de la revolución coper-
nicana, pero lo hizo sobrepasando el análisis trascendental e
integrándolo en la ciencia positiva merced al remplazo del su­
jeto individual por el sujeto colectivo (o, para emplear un tér­
mino que prefiero: transindividual). Los grupos sociales y la
sociedad, que son realidades empíricas, crean realmente (pot
medio de la acción técnica) los caracteres concretos del mun­
do natural y, por intermedio de esta acción sobre la naturale­
za, todas las estructuras económicas, sociales y políticas, las
estructuras psíquicas y las categorías mentales (cuyo carácter
genético ha sido demostrado por la etnografía, la sociología,
la psicología infantil y la epistemología).
También en este punto la filosofía de Kant significó un giro
preparatorio de una epistemología científica que ya no nece­
sita de ego trascendental y que puede situarse íntegramente en
el nivel positivo.
Aunque en el presente libro no hayamos ignorado del todo
esta evolución, la abordamos muy al pasar. Acerca de esto na­
da mejor que remitir al lector a los capítulos, hoy clásicos, que
Georg Lukács consagra a la reificación en Historia y concien­
cia de clase (1923).
Para el pensamiento dialéctico, la reflexión filosófica no cons­
tituye una realidad por completo autónoma, radicalmente se­
parada del resto de la vida social. Al par que reconocieron su
autonomía relativa y la necesidad de un extremo rigor inte­
rior, los pensadores dialécticos tuvieron siempre la convicción
de que elucidar la significación vivida dentro de la praxis de
los sistemas filosóficos es un elemento importante para com­
prender su significación objetiva y para formular un juicio bien
fundado acerca de su validez y de sus límites.
En esta perspectiva, precisamente, quiero reconocerme aquí

11
deudor de un pensamiento con el cual jamás estuve de acuer­
do: el existencialismo. Filosofía propia de un período de cri­
sis de las sociedades occidentales, el existencialismo hizo de
los límites de la existencia individual, la muerte, la angustia
y el fracaso sus temas centrales. Y fue en nombre de la tra­
dición clásica — de Kant, de Hegel y de Marx— como yo le
opuse, junto con la mayoría de los pensadores dialécticos, la
existencia de un sujeto colectivo, transindividual, y la posibi­
lidad de una esperanza inmanente e histórica que sobrepasa
los límites del individuo.
Pero no es menos cierto que hoy, en una época en que el pen­
samiento filosófico está en vías de regresar a un racionalismo
abstracto y formalista, o bien al irracionalismo, retrospectiva­
mente se advierte que el pujante desarrollo del existencialismo
tuvo al menos el mérito de aproximar a la vida real y concreta
de los hombres el pensamiento filosófico de su tiempo, inclui­
do el de quienes no aceptaban sus posiciones.
Mediante su influencia explícita — pero también difusa— ,
contribuyó a que se volviese a interrogar a los escritores y fi­
lósofos, desde una nueva perspectiva, acerca de lo que podría
llamarse el sentido existencial de sus escritos. Asi considerado
—y no obstante la distancia que me separa de cualquier pen­
samiento existencialista— , el presente libro es tributario de
un clima intelectual que aún hoy me parece válido y al que no
se debería abandonar con demasiada ligereza.
En una época en que tantos espíritus brillantes e inteligencias
notables abandonan la tradición humanista, negando al sujeto,
y se orientan hacia un estructuralismo formalista o hacia la va­
lorización de lo irracional; en una época en que la crisis de las
estructuras económicas y sociales de nuestras sociedades pare­
ce acompañarse de una crisis no menos radical del pensamiento
filosófico y de las ciencias humanas, quiero yo formular la es­
peranza de que este libro ayude a algunos de sus lectores a
nadar contra la corriente.

París, mayo de 1967

12
Prólogo a la primera edición

Este libro es la traducción de una obra publicada en lengua


alemana, en Zurich, hace tres años. En la presente edición in­
troduje modificaciones de detalle, en especial el agregado
— en las páginas 18-19— de un breve pasaje referido a los
fundamentos sociales de la visión trágica del mundo en la
Francia del siglo xvii, acerca de los cuales nada sabía aún en
1945; además, suprimí un apéndice donde trataba de las re­
laciones entre el pensamiento de Martin Heidegger y el de
Georg Lukács, tema que no tiene relación directa con el pen­
samiento de Kant ni, por lo tanto, con el asunto propio del
libro.
No obstante, tengo que mencionar algunos puntos en los cua­
les, si tuviera que reescribir hoy la obra, introduciría modifi­
caciones.
He aquí el primero: muy a menudo, donde escribí «Kant fue
el primero . . . » habría podido decir «Blas Pascal... » . Pero
no creo que ello demande una modificación profunda de mi
trabajo. El pensamiento de Kant se desarrolló sin relación al­
guna con el de Pascal; el análisis de su contenido, de las in­
fluencias que experimentó, así como de las condiciones socia­
les que lo favorecieron, no varía pese a tal omisión. Por lo de­
más, en la actualidad preparo una obra sobre Pascal.
En segundo lugar, este libro fue escrito en 1944-1945, baje
la impresión directa que me había causado el pensamiento de
Georg Lukács, cuyas obras — por completo desconocidas en­
tonces— había yo descubierto por azar. Hoy el nombre de
Lukács empieza a ser conocido. En 1946 participó en Ginebra
en los coloquios sobre el espíritu europeo, donde su discu­
sión con Jaspers eclipsó las otras intervenciones. Además, ha
retomado activamente sus publicaciones filosóficas interrum­
pidas durante casi veinte años; sus últimas obras están siendo
traducidas y muy pronto serán publicadas en Francia. En ta­
les condiciones, ya no es necesario llamar la atención del pú­
blico filosófico acerca de él, y hoy, pudiendo examinarla en
perspectiva, creo ver su obra bajo una luz más clara. Como

13
en 1945, sigo considerando a Lukács como el pensador filosófi­
co más importante del siglo xx; pienso, sin embargo, que se
lo juzga mejor diciendo que es un gran ensayista y no un pen­
sador sistemático. Ahora bien, ensayista significa — según su
propia definición— precursor, el que anuncia un sistema pero
no lo construye. Pese a tener plena conciencia de la importan­
cia de su obra y de la enorme deuda de reconocimiento que
tengo hacia él, vacilaría hoy en ponerlo en pie de igualdad con
Kant, Hegel y Marx, tal como lo hice a lo largo de este libro.
En tercer lugar, debo confesar que mis esperanzas — por lo que
se refiere al porvenir inmediato— no se han realizado. En lu­
gar de un mundo y de una comunidad mejores, amenazadoras
nubes cubren el horizonte. La eventualidad de otra guerra mun­
dial forma parte del orden normal de las cosas. Si un día es­
talla, nadie se sorprenderá.
En medio de esta depresión y de esta inquietud, las condicio­
nes no son favorables, evidentemente, para una filosofía del
optimismo y de la esperanza. Las filosofías nihilistas y deses­
peradas se difunden cada vez más, y — lo que no es menos
inquietante— de todas partes se elevan voces representativas
que niegan la herencia del humanismo clásico en nombre de
las exigencias del presente y del futuro inmediato.
Hay un hecho abrumador, frente al cual ya no se puede cerrar
los ojos: el humanismo atraviesa hoy una crisis que amenaza
su propia existencia y exige una rigurosa toma de conciencia.
¿Qué gravitación pueden tener todavía las obras de Kant o
de Pascal, de Goethe o de Racine en la era de las armas ató­
micas? ¿Qué pueden darnos todavía, y sobre todo qué pue­
den impedir?
No tenemos el derecho de contentamos con nuestra «buena
conciencia». Cuando pierde el contacto con la realidad, la con­
ciencia pierde al mismo tiempo todo valor real, convirtiéndose
en una pusilanimidad o una escapatoria.
Frente a la tradición humanista se alzan fuerzas reales que
también hablan en nombre de un cierto futuro, de una cierta
cultura. Y algunas de esas fuerzas, por virtud de su propia
realidad, implican valores. Lo real es racional, según la famo­
sa expresión de Hegel.
Si no obstante reedito mi libro, ello se debe a que considero
que esta crisis, pese a su gravedad, es pasajera, convencido de
que un día los hombres lograrán conferir un sentido racional
a la vida y un sentido humano al universo. Todo lo que es ra­
cional es real, decía Hegel, y como él sigo creyendo en la
victoria final del hombre y de la razón. Y a esa victoria habrán

14
contribuido aun las fuerzas contrarias que hoy parecen pre­
valecer.
Sin duda, el camino será más largo que lo que creimos. Pero
la vía que lleva hacia el puerto sigue siendo la misma que
Pascal, Kant, Hegel, Marx y tantos otros abrieron, y que más
que nunca debemos proseguir.

1948

15
Introducción

Proponemos al lector un estudio sobre «el hombre y la comu­


nidad humana en el pensamiento de Kant»,* y nos parece in­
dispensable ponerlo en guardia contra posibles malentendidos.
En efecto, ese título podría hacerle esperar una obra más o
menos erudita sobre un problema secundario. Es que hasta hoy
la mayoría de los «especialistas» no han visto en Kant más
que un teórico puro del conocimiento, o a lo sumo un filósofo
sistemático de los «valores», que sin duda ha expresado de
manera ocasional, en algunos trabajos breves, sus opiniones
sobre la «Revolución Francesa», la «paz eterna», la «sociedad
cosmopolita», etc., aunque para él esas cuestiones representa­
ban problemas subordinados, marginales con relación a su ac­
tividad filosófica. Se admite de buen grado que estudios rela­
tivos a la actitud de Kant frente a los «problemas sociales» o
a los «problemas de filosofía de la historia» pueden revestir
cierta utilidad, ya que siempre es interesante saber lo que un
gran hombre pudo pensar sobre esos temas, pero no se les
otorga más importancia que a los trabajos de un gran físico o
un investigador especialista, por ejemplo Einstein o Planck,
acerca de los problemas sociales y políticos de nuestro tiempo.
Todo ello pertenecería al campo de la erudición y quizás al
de la polémica política, pero nunca al de la filosofía.
Para subrayar la oposición entre esos puntos de vista y el nues­
tro queremos poner en evidencia, ante todo, que con el tema
«hombre y comunidad humana» nos encontramos en el cen­
tro, no solo del pensamiento de Kant, sino también de toda
la filosofía moderna. Aquí no se trata para nosotros de erudi­
ción ni de filología — aunque el conocimiento exacto de los
textos y de los hechos es la piecondición de cualquier trabajo
serio— sino de los problemas filosóficos y humanos principa­
les. La tarea consiste en hallar el punto central, único a partir
* Ese título llevaba la edición alemana de 1945. (N. del E.)

17
del cual se vuelve comprensible y coherente la posición de los
distintos sistemas filosóficos ante los problemas de epistemo­
logía, de moral y de historia. Justamente, se trata de lo que,
en lenguaje kantiano, debería llamarse metafísica. Para apun­
talar esta posición podemos invocar desde ya, y antes de cual­
quier otro desarrollo, el testimonio más probatorio: el del
propio Kant.
Al comienzo de la Antropología, en el capítulo titulado «Acer­
ca del egoísmo», distingue Kant tres tipos de egoísmo, a los
que luego analiza en la obra: «El egoísmo puede contener
tres pretensiones: la del entendimiento, la del gusto y la del
interés práctico, es decir que puede ser lógico, estético o prác­
tico».1 Y luego de estudiar esas tres formas, concluye:
«Al egoísmo no puede contraponerse más que el pluralismo,
es decir, la manera de pensar que consiste en no considerarse
ni comportarse ya como un ser que contiene en sí todo el uni­
verso, sino como un simple ciudadano del mundo. Esto aún
forma parte de la antropología. Pero en lo que atañe a esta
misma distinción según conceptos metafísicos, ella cae por
completo fuera del dominio de la ciencia que hemos de abor­
dar aquí. En efecto, si se tratase solamente de saber si en
cuanto ser pensante tengo razones para admitir, además de mi
propia existencia, la de un conjunto de seres que se encuentran
en comunidad conmigo (conjunto llamado universo), esa sería
una cuestión, no ya antropológica, sino exclusivamente me­
tafísica».1
2
No pretendemos hacer decir a este texto más que lo que el
autor expresó realmente; sin embargo, nos parece que dos
ideas se desprenden de él:
1. Para Kant, el egoísmo, el problema «hombre y comunidad
humana», tiene tres aspectos: lógico, estético y práctico, di­
visión que corresponde exactamente a la de las tres Críticas.3
2. El estudio de estas tres formas de egoísmo, y sobre todo
de las relaciones del hombre con «un conjunto de otros seres
que se encuentran en comunidad con él (conjunto llamado uni­
verso)», contiene dos partes, una de las cuales, según Kant,
1 E. Kant, Gesmmelte Schriften, Berlín, Georg Reimer, 23 vols., 1910
1935, vol. V III, pág. 168. (En adelante se citará G. S .; al final del libro
el lector encontrará los índices de cada uno de los volúmenes de esa
edición de los escritos de Kant.)
2 G. S., vol. V II, pág. 130.
3 «Lógico» tiene aquí el sentido de «teórico».

18
pertenece al dominio de la antropología (hoy diríamos de la
sociología) y la otra al de la metafísica.

Intentaremos probar que las relaciones del hombre con la co­


munidad constituyen el problema esencial de lo que Kant lla­
ma metafísica, y que nosotros preferimos designar hoy con el
nombre — mucho menos sujeto a reservas— de filosofía. Pe­
ro hay otro punto que destacaremos desde ya: los conceptos
de universo y de totalidad se ligan estrechamente dentro del
pensamiento kantiano con el de comunidad humana.
Para probar la constancia con que la idea de comunidad hu­
mana se impuso al pensamiento de Kant, y puesto que la An­
tropología se publicó siendo él ya viejo, tomaremos una cita
del período de elaboración de la filosofía crítica. Está extraí­
da de Los sueños de un visionario, y, a decir verdad, podría­
mos mencionar aquí todo el segundo capítulo de la primera
parte de esa obra, donde la idea de comunidad de los espíritus,
prefiguración de la idea posterior de mundo inteligible, aparece
casi en cada línea; nos contentaremos, sin embargo, con trans­
cribir dos pasajes de la carta con que Kant acompañó el envío
de esta obra a Moses Mendelssohn:

«En mi opinión, lo esencial es buscar los elementos del pro­


blema: cómo el alma está presente en el universo, tanto para
las naturalezas materiales cuanto para las otras de la misma
especie que ella ...».■*

Y algo más adelante agregaba:

«Si por un momento dejamos de lado las pruebas derivadas


de la conformidad o de los fines divinos, y nos preguntamos
si por nuestra experiencia podemos tener un conocimiento de
la naturaleza del alma, conocimiento suficiente para reconocer
el modo en que ella está presente en el espacio del universo, a
la vez en sus relaciones con la materia y con las esencias de la
misma naturaleza que ella, entonces podremos ver si el naci­
miento (en el sentido metafísico), la vida y la muerte son
cosas que la razón podrá comprender algún día».

Naturalmente, un trabajo exhaustivo debería abarcar los dos


aspectos del problema de la comunidad humana en el pensa­
miento de Kant, el aspecto sociológico-antropológico y el fi-4

4 Carta a Moses Mendelssohn, 8 de abril de 1766.

19
losófico-metafísico. Pero el primero ya fue estudiado en nu­
merosas obras, mientras que el segundo — que sepamos— so­
lo fue abordado, y aun de manera parcial e indirecta, en dos
libros brillantes, pero casi olvidados hoy.56
Por lo tanto, a la inversa de lo que tal vez esperan la mayo­
ría de los lectores, y a fin de circunscribirnos a lo esencial,
dejaremos de lado precisamente los escritos sociológicos y polí­
ticos de Kant, y centraremos nuestra atención en los trabajos
«filosóficos» en sentido estricto, ante todo en las tres Críticas
y los pasajes correspondientes de las obras póstumas. Cabe
agregar, sin embargo, que sería imposible establecer una sepa­
ración neta entre esos dos grupos de escritos; además, entre los
fragmentos sociológicos y políticos se encuentran pasajes en
extremo interesantes y a veces proféticos; pero no podemos
citarlos aquí, pues de lo contrario nos saldríamos de los lími­
tes que nos hemos impuesto.0

II
Podría presentarse otro malentendido con relación a nuestro
método de exposición. Habríamos podido tratar las cuestiones
5 E. Lask, «Fichtes Idealismus und die Geschichte», en Gesammelt*
Werke, Tubinga, 1923, vol. I, y G. Lukács, Geschichte und Kíassenbe-
wusstsein, Berlín, 1923.
6 Otaremos dos pasajes poco conocidos pero actuales, donde Kan: habla
del peligro del nacionalismo alemán entonces incipiente: «Al menos
hasta el presente, no ha sido propio del carácter alemán la prédica de la
vanidad nacional. Justamente, es un rasgo que sienta bien a sus talentos
no tener esa vanidad y aun reconocer más los méritos de los otros pue­
blos que los suyos propios» (G. S., vol. XV, n° 1351). «Del espíritu
nacional alemán. Puesto que es intención de la Providencia que los pue­
blos no se fusionen, sino que, por una fuerza repulsiva, entren en con­
flicto unos con otros, el orgullo y el odio nacionales son necesarios pa­
ra separar a las naciones. Por eso un pueblo ama a su país más que
a los otros, sea por motivos rel;giosos, creyendo que todos los de­
más, por ejemplo los judíos y los turcos, son malditos, sea porque se
atribuya el monopolio de la inteligencia, en cuyo caso el resto de los
pueblos será, a sus ojos, torpe o ignorante, o el del coraje, por lo cual
todos deberán temerle, o el de la libertad, dando por supuesto que los
otros son pueblos de esclavos. Los gobiernos gustan de esta locura. Este
es el mecanismo de organización del mundo, que nos une y nos separa
instintivamente. No obstante, la razón nos prescribe esta ley: puesto que
los instintos son ciegos, pueden dirigir, por cierto, lo que hay de animal
en nosotros, pero deben ser reemplazados por las máximas de la razón.
Por eso esta locura nacional debe ser exterminada y reemplazada por el
patriotismo y el cosmopolitismo» (G. S., vol. XV, n° 1353).

20
que nos hemos propuesto, permaneciendo exclusivamente en
el terreno epistemológico, ético y estético, lo cual impondría
evitar cualquier referencia empírica, y sobre todo sociológica.
En tal caso nuestra obra habría sido más erudita y acorde con
los hábitos universitarios, tanto más cuanto que ese método
es el empleado por Kant en sus tres Críticas y por Lask en
la obra citada, que constituye uno de los más brillantes análi­
sis que se han hecho del idealismo alemán.
Si a pesar de ello nos decidimos a invocar sin reservas la so­
ciología, ello se debe a que nos creimos obligados a no des­
deñar nada de lo que puede contribuir a esclarecer mejor el
problema, y también como consciente reacción contra ciertas
manifestaciones de la filosofía contemporánea, en que el esti­
lo «metafísico» con que se analizan los problemas trae como
principal consecuencia, a nuestro juicio, oscurecerlos en gran
medida y esfuminar las influencias y los parentescos.
Baste con un ejemplo, que por lo demás es importante con re­
lación al tema que tratamos. Atañe a una de las obras más
conocidas entre las aparecidas en los últimos años: El ser y
el tiempo, de Martin Heidegger. Es imposible comprender ese
libro sin saber que constituye en gran parte — quizá de mane­
ra implícita— una discusión con Lask y sobre todo con Histo­
ria y conciencia de clase, de Lukács. En este último, sin em­
bargo, la filosofía, la sociología y la política se entremezclan
de manera casi inextricable, mientras que Heidegger traspuso
toda la discusión al plano «metafísico».
Un historiador del pensamiento contemporáneo difícilmente
comprendería el existencialismo, y en todo caso se forjaría
una idea falsa de sus orígenes, si ignorara esas relaciones v
desdeñara la influencia que la vida política de 1914 a 1919
ejerció sobre lo que nos gustaría llamar el «nuevo círculo de
Heidelberg».7 Si hemos mencionado esos hechos es porque a
7 Para distinguirlo del antiguo círculo de Heidelberg (Windelband,
Rickert). Lask, manifiestamente el alma de este circulo, murió en 1915,
durante la guerra; según las conclusiones que se pueden sacar del ar­
ticulo necrológico de Rickert, se había hecho enviar al frente de modo
más o menos voluntario. Al parecer, una evolución hacia la «conciencia
verdadera», hacia la «vida auténtica» habían llevado a Lask y a Lukács
hacia «la acción», hada la «comunidad». Al primero, hacia la comu­
nidad patriótica y nacional, al segundo, hacia la comunidad revoluciona­
ria de dase. Lask lo pagó con su vida; Lukács, con un largo silencio
en d plano filosófico, que apenas acaba de interrumpir hace algunos
años. Heidegger, en cambio, evolucionó hacia la «ontología» y se con­
virtió en el filósofo de la angustia, del «ser para la muerte» y en el pen­
sador más célebre de una sociedad decadente. Sobre Lask, cf. los ar­
tículos necrológicos de Rickert, reproducidos como prefacio en Gesam-

21
menudo deberemos referirnos a Lask, Lukács y Heidegger: era
importante que el lector tuviera un conocimiento aproximado
de sus relaciones mutuas.

III

El más importante de los términos sociológicos que empleare­


mos es el de pensamiento burgués clásico; de acuerdo con
ello, hablaremos de «filosofía burguesa». El término «bur­
gués» tiene aquí naturalmente un sentido sociológico, y no
implica juicio de valor. Necesitamos de una expresión que de­
signe la civilización y el pensamiento occidentales de los si­
glos XVII y xviii en lo que tienen de esencial, pero que al
mismo tiempo indique el parentesco que une fenómenos a pri­
mera vista tan diferentes como el nacimiento de las ciudades
en Europa durante los siglos xi y x n , el nacimiento de los Es­
tados nacionales modernos, la cultura del Renacimiento, el
desarrollo de la filosofía y de la literatura clásicas en Inglaterra,
en Francia y en Alemania, etc., y sobre todo la toma de con­
ciencia progresiva e ininterrumpida, hasta hace unos pocos
decenios, de los dos valores fundamentales del pensamiento
moderno: la libertad y el hombre en cuanto individuo.
La investigación histórica y sociológica más general basta para
mostrar que el único elemento común a todos esos fenómenos
es que son creaciones del tercer estado, de la burguesía. Si que­
remos comprender el pensamiento de Kant, sus relaciones con
sus predecesores —Descartes, Leibniz, Hume— , lo esencial­
mente nuevo de su aporte, el desarrollo ulterior a través de
Fichte, Schelling y Hegel hasta llegar a la filosofía moderna,
con Bergson, Lukács, Heidegger y Sartre, nos vemos obliga­
dos a partir de este hecho: tanto Kant mismo como los pen­
sadores que influyeron sobre él de manera decisiva pertene­
cían a ese pensamiento burgués clásico, cuyos valores esencia­
les eran justamente el individuo y la libertad.
Discerniremos en Kant al pensador más profundo y avanzado
de esta cultura individualista de la burguesía clásica, cultura
cuyos límites él advirtió ya con claridad aunque no pudo su­
perarlos del todo. No obstante, precisamente merced a esta
lucidez logró dar los primeros pasos decisivos hacia una nueva
categoría filosófica, la del universo, el todo, y abrir así el ca­
mino del desarrollo ulterior de la filosofía moderna.
melle Werke, op. di., y de Lukics, en la revista Kant-Studien, 1918

22
Veremos también (y es preciso insistir siempre en ello a fin
de evitar malentendidos especialmente graves) que él sabía de
lo no histórico que el pensamiento burgués contiene y era
consciente del valor humano eterno de la libertad; y con todas
sus fuerzas defendió esa libertad contra la mística del senti­
miento y de la intuición, cuyos peligros reconoció y desenmas­
caró de manera magistral, más de cien años antes de que apare­
cieran los Bergson, los Scheler, etcétera.8
Como es natural, no tenemos el derecho ni la intención de con­
fundir todo bajo el término de «burguesía clásica». Según el
país, la época y el individuo, hay entre los pensadores de que
trataremos diferencias esenciales, que justamente constituyen
lo específico en la obra de cada uno; ahora bien, esos elemen­
tos específicos son los que habremos de determinar. Pero a
nuestro juicio sólo podremos aprehenderlos dentro de lo que
les es común como base de su pensamiento. Por ello nos pare­
ció que una manera «puramente metafísica» de tratar nuestro
tema, depurada de cualquier análisis sociológico, habría sido
mucho menos clara, y entonces era mejor evitarla.

IV

Y una última aclaración: nuestra obra se propone ser una in­


troducción a la filosofía de Kant y no una exposición detalla­
da de esta.
Queremos destacar ante todo los puntos que a nuestro juicio
han sido descuidados o deformados por la interpretación neo-
kantiana, e intentaremos devolverles su verdadera significa­
ción. Agreguemos, sin embargo, que a veces debimos acordar
a ciertos elementos del pensamiento kantiano un valor y una
importancia diferentes de los que el propio Kant les había
concedido. Ello se debe a que los hemos examinado a la luz
de todo el desarrollo filosófico ulterior.
Pero por eso mismo creemos habernos mantenido fieles al es­
píritu de Kant, quien en más de una ocasión exigió de sus
discípulos que no confundieran la lectura filosófica con una
filología estrecha y limitada.9
8 Cf. «¿Qué significa orientarse en el pensamiento?», G. S., vol. V III,
pág. 131.
9 Cf. Critica de la razón pura, G. S., vol. I II , pág. 246, B. 370, y tam­
bién vol. IV, pág. 24,

23
Primera parte
1. La filosofía clásica y la burguesía
occidental

Siempre parece audaz comenzar una obra filosófica con un


capítulo en buena parte empírico y sociológico. Por eso con­
sideramos útil hacer algunas reflexiones previas sobre lo que
los alemanes denominan «sociología del pensamiento», es de­
cir sobre la interpretación sociológica de las manifestaciones
del espíritu. Esa denominación estuvo muy en boga en los años
que siguieron a la Primera Guerra Mundial; a ciertos lecto­
res les hará recordar los nombres de autores de quienes se ha­
blaba mucho en aquella época, en particular Max Scheler,
Georg Lukács y Karl Mannheim. Inspirándose hasta cierto
punto, de manera implícita o explícita, en el materialismo his­
tórico,1 ellos escribieron obras sin duda importantes acerca de
problemas parciales relativos a la historia del pensamiento;
pero con excepción de Georg Lukács, casi nunca abordaron los
problemas realmente filosóficos. Que sepamos, Lukács fue el
único que intentó un análisis sociológico de los elementos
fundamentales del pensamiento filosófico; y como ese es tam­
bién el propósito de nuestra obra, debemos preguntarnos hasta
qué punto semejante empresa está justificada, o aun es posible.
Todo pensamiento filosófico parte del postulado de que en la
existencia humana hay algo eterno e inmutable cuya búsqueda
constituye, precisamente, la tarea principal de la filosofía;
ahora bien, tal punto de partida supone la existencia de una
verdad objetiva.
Pero la interpretación sociológica, por cuanto liga cada cono­
cimiento con ciertas condiciones históricas y sociales, parece
negar la existencia de esa verdad objetiva, con lo cual sería en
definitiva una forma moderna y científica del antiguo relati­
vismo. ¿Acaso no hay contradicción entre ambos puntos de1

1 Sobre todo Karl Mannheim, quien, pese a su voluntad de parecer in­


dependiente, mantuvo una fuerte dependencia respecto de Marx y de
Lukács. Cf. principalmente su obra más conocida, Ideología y utopía

27
vísta? ¿Es posible cultivar la filosofía y al mismo tiempo re­
conocer la legitimidad de una «sociología del pensamiento»?
Y una tentativa semejante, ¿no está condenada de antemano
al fracaso?
Como quiera que fuere, esas preguntas deben plantearse. Por
nuestra parte pensamos que una «sociología del pensamien­
to» no implica contradicción; en efecto, si bien existe siempre
una sola verdad filosófica objetiva, más o menos indepen­
diente del tiempo y del espacio, la posibilidad de conocerla
depende de las condiciones sociales en que el pensador vive.
Y si bien el individuo, puede como tal, cambiar su posición
y ampliar sus perspectivas, ello es mucho más difícil y casi
siempre imposible en el caso de todo un grupo social, una
nación, una dase, etcétera.
Se nos objetará sin duda que en materia intelectual se trata de
individuos y no de grupos sociales. ¿Debe aceptarse, sin em­
bargo, una afirmación tan absoluta? No lo creemos. El indivi­
duo cuyas ¡deas, por muy justas que sean, se opongan a los in­
tereses sociales y a las condiciones de existenda de todos los
grupos que lo rodean y en los que vive, no pasará de ser un
solitario «original», genial quizá, pero en todo caso trágico y
desconocido, y que además languidecerá casi siempre por cau­
sa de lo que le habrá faltado: la comunión y el contacto con
los demás hombres. ¿Y quién sabe cuántos individuos genia­
les vivieron en el pasado sin que nada pudiera llegarnos de su
pensamiento por la simple razón de que no ejerció ninguna
influencia ni dejó huella alguna?
El pensador verdaderamente grande es el que ha logrado al­
canzar el máximo de verdad posible 2 a partir de los intereses
y de la situación social de un grupo cualquiera, formulándola
de una manera que le procure un alcance y una eficacia reales.
En efecto, así en filosofía como en la vida del espíritu en ge­
neral, solo es importante lo que contribuye a transformar la
existencia humana; y la existencia humana no es la de un so­
litario, sino la de la comunidad y, dentro de esta, la de la
persona humana, ya que es imposible separarlas.
Por ello cualquier trabajo que se proponga estudiar un sistema
filosófico del pasado debe tomar ante todo en consideración
las relaciones entre los elementos fundamentales de ese siste­
ma y las condiciones sociales en que vivían los hombres entre 2
2 La expresión «el mayor conocimiento posible» indica ya que el pen­
sador debe encontrarse en la vanguardia del grupo, señalarle su camino
y no adaptarse al pensamiento real y empírico de sus miembros. Cf. la
distinción de Lukács entre conciencia «real» y conciencia «posible».

28
quienes aquel nació y se desarrolló. Y ello aun si, como su*
(¿de en el presente estudio, ese análisis sociológico sólo puede
hacerse de manera por completo esquemática y general.

II
La visión del mundo de Kant constituía ya en su tiempo —y
lo ha seguido siendo hasta hoy con la sola interrupción del
período negeliano— el sistema filosófico más representativo
de la burguesía alemana.3 Y casi todos los pensadores alemanes
importantes, aunque no fueran ya kantianos, al menos partie­
ron de Kant y de la necesidad de adoptar una posición clara
frente a sus ideas. Baste pensar en Fichte y en Hegel, y en
nuestros días en Lask, Lukács y Heidegger.
Por lo tanto, si queremos comenzar nuestro trabajo con un
análisis de las condiciones sociales en que se formó el sistema
kantiano, debemos estudiar en primer lugar el nacimiento y
la evolución de la burguesía europea en general, y luego de
la burguesía alemana en particular.
La visión del mundo que caracterizó a la burguesía europea,
desde el siglo x n hasta el xvm , procedió de un concepto fun­
damental: la libertad; y a partir de él se desarrollaron todos
los otros.
«El aire de la ciudad hace del hombre un ser libre». He ahí el
principio adoptado ya por las primeras pequeñas ciudades, que
se desarrollaban con dificultad en medio de la sociedad feudal,
y libertad fue también la primera palabra del inflamado discur­
so con que la burguesía francesa anunció al mundo la Declara-
cin de los Derechos del Hombre.
Sin duda, la burguesía europea actuó más de una vez en el cur­
so de su historia de manera contraria a la libertad: en efec­
to, ella creó el absolutismo y la monarquía absoluta sería ini­
maginable sin el apoyo del tercer estado. Pero ello respondía
a pasajeras necesidades históricas de la lucha contra el feuda­
lismo, lo cual explica que la mayor parte de los ideólogos de
la burguesía nunca consideraran contradictorias esas acciones.
El segundo elemento constitutitvo de la burguesa cosmovi-
sión fue el individualismo. Por lo demás, no es sino la otra cara
3 No obstante, es preciso distinguir entre el pensamiento de Kant y el
de los neokantianos, pues son dos visiones del mundo esenrídmenie
diferentes desde el punto de vista de su contenido y de su realidad
histórica.

29
de una libertad llevada hasta el extremo, pues el individuo es
el hombre liberado de todos los vínculos y limitado únicamen­
te por la obligación de respetar la libertad de sus semejantes.
Por último, a la libertad y el individualismo debemos agregar
como su consecuencia la igualdad jurídica, puesto que allí don­
de existen privilegios el individuo no es por entero Ubre.
Libertad, individualismo, igualdad jurídica-, he ahí los tres
elementos fundamentales de la visión del mundo que creció
con la burguesía europea y que esta desarrolló. Más tarde en­
contraron expresiones variadas en los diferentes dominios de
la vida del espíritu; de eUas, nos interesan principalmente aquí
las que poseen carácter filosófico.
En este ámbito, esos tres elementos encontraron una forma
de expresión privilegiada en el racionalismo, y otra, menos
importante y sobre todo menos radical, en el empirismo y el
sensualismo desarrollados sobre todo en Inglaterra.
Racionaüsmo significa ante todo libertad y, con mayor exacti­
tud, libertad en un doble sentido: a) con relación a cualquier
autoridad y coacción exteriores, y b) con relación a nuestras
propias pasiones, que nos atan al mundo exterior.
La pretensión de ilustrar, mediante los innumerables ejemplos
que nos ofrece la historia de la filosofía, la recurrencia del ra­
cionalismo en el pensamiento burgués nos llevaría demasiado
lejos. Baste con mencionar algunos hechos bien conocidos,
como la renovación del platonismo durante el Renacimiento,
el reflorecimiento de la ética estoica, las estrechas relaciones
que la filosofía moderna mantiene con las matemáticas en
Descartes, Leibniz y Spinoza, la «duda metódica» de Descartes,
su Tratado de las pasiones, etc.; y como en esta obra tratamos
de la filosofía de Kant, nos permitiremos citar un pasaje de
la Critica de la razón pura:

«Nuestro siglo es propiamente el siglo de la crítica, a la que


es preciso que todo se someta. La religión y la legislación, ale­
gando la primera su santidad y la segunda su majestad, pre­
tenden a menudo sustraerse de ella; pero entonces atraen so­
bre sí justificadas sospechas y no pueden pretender esa estima
sincera que la razón acuerda solamente a lo que ha podido
soportar su examen libre y público».4
4 G. S., vol. IV, pág. 9, A. X II. Respecto de la libertad, citaremos
todavía el siguiente pasaje de la Crítica de la razón pura: «Una cons­
titución que tenga por fin la mayor libertad humana, fundada en leyes
que permitan coexistir a la libertad de cada uno con la libertad de todos
los demás (no me refiero a la mayor felicidad posible, pues d ía deriva-

30
Pero el racionalismo significa también la ruptura de los víncu­
los que existían entre el individuo, por una parte, y el uni­
verso y la comunidad humana, por la otra. Pues tan pronto
como cada individuo decide de una manera autónoma, inde­
pendiente y sin relación alguna con los otros hombres acerca
de lo que es verdadero, bueno o bello, ya no hay sitio para el
todo que sobrepasa a aquel, para el universo. El universo y
la comunidad humana pasan a ser entonces realidades exterio­
res, atomizadas y divididas, a las que es posible contemplar
y observar, de las que a lo sumo se pueden «estudiar cientí­
ficamente las leyes» pero que carecen de cualquier relación
humana y viviente con el sujeto, con el hombre.
Esta actitud atomizante y disolvente del espíritu se expresa
de la manera más clara en la Monadologia de Leibniz pero no
se la encuentra menos en Descartes o Malebranche, y aun la
Antropología de Kant comienza con estas palabras:

«Lo que eleva al hombre infinitamente sobre los demás seres


que viven en la Tierra es que puede representarse el “yo” ».5

También el racionalismo implica la igualdad jurídica de todos


los individuos, pues ante la razón los derechos de todos los
ría por sí misma de ello), es, al menos, una idea necesaria que debe
servir de base no solo a los grandes lincamientos (im ersten Entwurfe)
de una constitución civil, sino también a todas las leyes, y en la cual es
preciso abstraer, desde el comienzo, de los obstáculos actuales, que quizá
resultan menos inevitablemente de la naturaleza humana que del des­
precio en que se ha tenido a las ideas genuinas en materia de legisla­
ción. En efecto, nada puede haber más perjudicial ni más indigno de un
filósofo que invocar, como el vulgo, una experiencia supuestamente con­
traria, que empero jamás habría existido si en el momento oportuno se
hubieran establecido esas instituciones basadas en aquellas ideas, y si,
en lugar de estas, conceptos groseros —precisamente por provenir de la
experiencia— no hubieran hecho naufragar todo buen proyecto. Cuanto
más conformes a estas ideas fueran la legislación y el gobierno más es­
casas serían las penas; por eso es del todo razonable afirmar (como ha­
ce Platón) que si la legislación estuviese plenamente de acuerdo con
estas ideas no habría necesidad de castigo. Ahora bien, aun cuando ja­
más pudiera llegarse a esto, la idea es, no obstante, totalmente justa
cuando toma este máximo como arquetipo y se rige por él para acercar
cada vez más la constitución legal de los hombres a la mayor perfección
posible. En efecto, cualquiera que sea el grado más allá del cual la hu­
manidad no pueda avanzar, y por grande que sea entonces el abismo
que necesariamente deba subsistir entre la idea y su realización, nadie
puede ni debe determinarlo, puesto que, precisamente, se trata de la li­
bertad, que puede sobrepasar todo límite fijado» (B. 373-74; G. S., vol.
III. págs. 247-48).
5 G. S., vol. V II, pág. 127.

31
hombres son por naturaleza iguales. No hay privilegio en el
conocimiento de los teoremas geométricos o frente a las obli­
gaciones morales. «El buen sentido es la cosa mejor distribui­
da en el mundo ( . . . ) La razón es por naturaleza igual en to­
dos los hombres», escribía ya Descartes, y también Kant se
mostró siempre hostil hacia los privilegios derivados del na­
cimiento o la situación social.
Estas pocas observaciones, breves y superficiales, nos intro­
ducen ya en el corazón de la filosofía kantiana. Podemos com­
prender ahora, en efecto, la razón por la cual, entre las dos
categorías fundamentales de la existencia humana — a saber: la
libertad y la autonomía del individuo, por una parte, y por la
otra la comunidad humana, el universo, la totalidad como sen­
tido y producto de esa libertad en la acción de los hombres
libres— , los principales predecesores de Kant (con la única
excepción de Spinoza) solo podían reconocer la primera.
A nuestro juicio, Kant fue el primer pensador moderno que
volvió a reconocer la importancia de la totalidad como cate­
goría fundamental de la existencia, categoría que conservó
sin embargo para él siempre un carácter protíemático. La
importancia de Kant reside ante todo en el hedió de que su
pensamiento expresa de la manera más clara las concepciones
del mundo individualistas y atomistas, retomadas de sus pre­
decesores y llevadas hasta sus últimas consecuencias; pero
reside también en que precisamente por ello su pensamiento
encuentra los últimos límites de tales concepdones, límites
que para Kant se convierten en los de la existencia humana
como tal, del pensamiento y de la acción del hombre en ge­
neral; y reside también en que Kant no se detiene (como lo
hicieron la mayoría de los neokantianos) en la comprobación
de esos límites, sino que ya da los primeros pasos, sin duda
vacilantes pero decisivos, hacia la integración en la filosofía
de aquella segunda categoría — el todo, el universo— , con lo
cual abre la vía para la evolución posterior que, a través de
Fichte, Hegel y Marx, ha llegado hasta Lask, Sartre, Heideg-
ger, Lukács, el personalismo francés moderno, el marxismo
contemporáneo, y que aún está lejos de haber terminado.

III

Luego de estas consideraciones sobre los caracteres generales


comunes a todo el pensamiento clásico occidental, debemos pre-

32
guntamos por los rasgos específicos de este pensamiento en
los diferentes países de Occidente: Inglaterra, Francia y so­
bre todo Alemania*
La evolución económica y social de la burguesía en esos tres
países fue diversa en extremo, y esa diferencia debe repercu­
tir, como es evidente, en el conjunto de la cultura nacional así
como en el pensamiento filosófico en particular. Sin duda, In­
glaterra fue el país más avanzado desde el punto de vista econó­
mico y político. La burguesía había alcanzado muy tempra­
namente el poder económico y, después de 1648 y 1688, poseyó
también el poder político. Por virtud de esta evolución rápida
y precoz, el pensamiento inglés adoptó formas mucho más
realistas y, sobre todo, mucho más radicales que el del conti­
nente europeo.
Merced a su rápido crecimiento, la joven y poderosa burgue­
sía inglesa tropezó con una nobleza aún fuerte, capaz de ofre­
cerle resistencia y sobre todo de desplegar una gran actividad
económica. Era imposible desalojar por completo esa nobleza
de la vida económica y política, como ocurriría más tarde en
Francia. (Por el contrario, muchas veces la burguesía necesitó
aliarse con la nobleza en su lucha contra el absolutismo
de la monarquía.) Por ello e! conflicto entre esas dos clases
opuestas culminó, pese a las dos revoluciones de 1648 y de
1688, en un compromiso, del cual ha surgido la Inglaterra
de hoy.
Un compromiso es una limitación de los deseos y esperanzas
iniciales, aceptada bajó la presión de la realidad exterior. Don­
de la estructura económica y social de un país ha nacido esen­
cialmente de un compromiso entre dos clases opuestas, la
visión del mundo de los filósofos y los poetas será también
mucho más realista y menos radical que en los países donde
una lucha prolongada ha mantenido en la oposición a la cla­
se ascendente.
He ahí, a nuestro parecer, una de las razones principales ex­
plicativas de que el pensamiento filosófico de la burguesía
inglesa se haya hecho empirista y sensualista, y no racionalis­
ta, como en Francia.
Ya liberado el individuo de los vínculos políticos y eclesiásticos,
su dependencia de las percepciones exteriores y de su propia6
6 Naturalmente, un estudio completo debería tomar en consideración
también otros países occidentales, ante todo Holanda, que tuvo una im­
portancia capital no solo en la historia económica y en la historia de la
pintura, sino también en la historia de la filosofía: Descartes y Spinozg
vivieron allí.

33
sensibilidad, de sus sentimientos e instintos, parecerá mucho
menos peligrosa a los pensadores ingleses que a los raciona­
listas del continente europeo.
Esta actitud resultaba además reforzada por otros dos facto­
res, que, por otra parte, no eran más que sus consecuencias.
En primer lugar, por la ausencia de fuertes tradiciones racio­
nalistas, fruto natural del escaso desarrollo y el rápido desen­
lace de la lucha entre la burguesía y la nobleza. Y luego, por
el hecho decisivo de que los pensadores ingleses más impor­
tantes — Locke, Berkeley, Hume— escribieron en una épo­
ca en que la burguesía, habiéndose apropiado del poder po­
lítico, ya no se encontraba en la oposición, como en cambio le
ocurrió en Francia en tiempos de Descartes o en Alemania
en tiempos de Kant.
Sólo una clase que ya gozara del poder podía permitirse res­
ponder la pregunta fundamental acerca de las relaciones entre
los elementos constitutivos dt) universo mediante la afirma­
ción de que aquellas no son, a priori, necesarias, aunque de
todos modos se establecen de hecho por el hábito, la asocia­
ción de imágenes, etc. En efecto, no se puede tomar por fun­
damento un hecho más que si este ya ha sido reconocido de
manera efectiva y universal. Ello quedaba excluido para los
países en que aún se esperaba la realización futura de esas re­
laciones, o bien meramente se la deseaba.
En Europa continental, y ante todo en Alemania, donde el sur­
gimiento del orden social burgués y del Estado democrático
era todavía problemático y en todo caso se difería hacia un
lejano futuro, afirmar que la libertad de los individuos no
garantiza la realización de un conjunto armonioso y necesario,
que no existen leyes a priori del pensamiento y de la acción
que aseguren necesariamente el acuerdo entre los individuos
racionales y libres, debía considerarse una herejía que cuestio­
naba los valores más sagrados, y en todo caso, un escepticismo
peligroso.
Solo más tarde — en Francia, poco antes de la Revolución, y
en toda Europa occidental, principalmente en la segunda mi­
tad del siglo xix— , y una vez que la burguesía hubo conquis­
tado ya el poder político, pudo el pensamiento continental, no
obstante todas las tradiciones contrarias, experimentar crecien­
te simpatía por el empirismo i este se convirtió entonces en
la corriente de pensamiento preponderante hasta el momento
en que la profunda crisis del siglo xx modificó una vez más la
situación y abrió las puertas a las tendencias místicas e irra­
cionalistas que dominan el pensamiento europeo contemporáneo.

34
IV

Si ahora consideramos lo ocurrido en Europa continental, en


Francia y Alemania, la situación se nos presenta por completo
diversa. Sin incurrir en arbitrariedad creemos poder designar
la evolución de Francia como «normal» y la de Alemania co­
mo «enferma» (damos a estos términos el sentido que tenían
en Goethe, cuando él decía que lo clásico es lo sano y lo ro­
mántico lo enfermo).
El Estado francés es el producto de un desarrollo orgánico
normal del tercer estado; hasta hace muy pocos años, jamás
conoció una crisis cuya profundidad alcanzara a cuestionar
los cimientos de la vida económica y social. Aun el período
que va de 1789 a 1815 no fue más que un episodio imponen­
te y grandioso de ese desarrollo orgánico; en modo alguno
detuvo o desvió este.
La monarquía absoluta francesa nació en la lucha contra los
grandes señores feudales y merced a una alianza permanente
y duradera con el tercer estado. La burguesía proporcionaba
al rey los medios financieros que le permitían solventar sus
gastos, sobre todo los del ejército permanente de mercena­
rios. A cambio, la monarquía protegía a aquella de las exac­
ciones de los nobles y favorecía sus intereses económicos.
Y en la medida en que el desarrollo económico y el aumento
del poder monárquico apresuraban la declinación de la noble­
za, el tercer estado se apoderaba también, por la vía de la com­
pra de puestos y la creación de la nobleza de toga, del apara­
to político y administrativo del Estado.
Cuando por fin la gran nobleza perdió todo poder efectivo,
económico y militar, el tercer estado ya no experimentó la
necesidad de aliarse con la monarquía, y vio cada vez más en
esta una carga penosa, injusta y sobre todo costosa. Entonces
inició una oposición creciente, que culminó en la Revolución
Francesa y, después de los dos episodios napoleónicos, en el
nacimiento de la democracia francesa puramente burguesa,
donde la nobleza como tal no desempeña va papel alguno.
En Alemania, por el contrario, a partir de la Guerra de los
Treinta Años el desarrollo económico se volvió lento en ex­
tremo, deteniéndose casi. Solo en 1871 pudo crearse un Esta­
do nacional unitario; para ser más exactos, deberíamos decir
que ello sólo ocurrió en el siglo xx. Por otra parte, ese Esta­
do nacional se creó desde arriba, y aun hasta cierto punto en
contra de la burguesía: en ningún caso en contra de la nobleza.
La paz de Westfalia, sellada en 1648, había dividido el país

35
en gran número de principados soberanos de magnitud desigual,
cuya exigüidad debía necesariamente ahogar toda vida espiri­
tual nacional. El descubrimiento de América y el consiguien­
te desplazamiento de las rutas comerciales del Mediterráneo
hacia el Océano Atlántico detuvieron y ahogaron los conatos
de florecimiento económico que en los siglos XV y xvi habían
aparecido en Alemania, por ejemplo en la Liga Hanseática.
La Guerra de los Treinta Años devastó y empobreció el país.
Con muy raras excepciones (Hamburgo y Leipzig), la vida
económica alemana ingresó en un período de pleno estanca­
miento y aun de declinación. Desde el punto de vista político,
social y económico, Alemania era «enferma» y anormal. Como
es natural, todas esas circunstancias constituían un obstáculo
enorme para el surgimiento de una cultura nacional. Siempre
debe recordarse que todavía bajo Federico el Grande, tanto en
la corte como en la Academia de Berlín se hablaba principal­
mente francés, y que Leibniz, el primer gran filósofo alemán,
que dominaba a la perfección su lengua materna, se vio obli­
gado a escribir en francés para asegurar a sus obras un públi­
co cultivado. ¿Podríamos imaginar a Descartes o a Locke
escribiendo en alemán el Discurso del método o el Ensayo?
Todas esas razones nos inducen a pensar que las palabras «nor­
mal» y «enfermo» caracterizan del mejor modo posible la di­
ferencia entre la evolución política, económica y social de
Francia y Alemania, al menos para el período comprendido
entre 1648-1871.
Sin duda, esas diferencias repercutirían también en la vida
espiritual y, sobre todo, en el pensamiento filosófico de am­
bos países. En efecto, lo que caracteriza a los hombres verda­
dera y seriamente enfermos es que piensan ante todo en su
enfermedad y en el medio para curarla, a la inversa de las
personas sanas, que nunca piensan —o raras veces lo hacen—
en su propia salud, y cuya atención se dirige ante todo hacia
el mundo exterior.
Y esa es también la diferencia esencial que separó, durante
más de dos siglos, las dos grandes culturas europeas, la ale­
mana y la francesa; al mismo tiempo, ello nos explica la ra­
zón por la cual, en el curso de las últimas décadas y cuando
la enfermedad se extendió por toda Europa occidental, el pen­
samiento francés se aproximó al alemán por dos senderos di­
ferentes. Por una parte, los filósofos del sentimiento, como
Bergson, se volvieron hacia los místicos alemanes, hacia Sche-
lling y en parte hacia Schopenhauer (o bien, Sartre se inspi­
ró en Heidegger); por otra parte, el personalismo y el mar-

36
xismo, cuya penetración comienza en Francia, son corrientes
de pensamiento que, aun sin tener clara conciencia de ello, se
acercan mucho a los prohlemas del humanismo alemán, si
bien procuran (estamos en el siglo xx) ir más allá que este.
Desarrollándose en medio de una sociedad «sana», el pensa­
miento francés se dirigió ante todo hacia el mundo exterior,
al que se propuso conocer y comprender. La verdad teórica, la
epistemología, la matemática, la psicología y la sociología, he
ahí los problemas y preocupaciones principales de la filosofía
francesa. Por el contrario, el pensamiento alemán, propio de
una sociedad enferma, se dirigía principalmente hacia sí mis­
mo, hacia su propia enfermedad y los medios de curarla. Todo
los grandes sistemas filosóficos alemanes parten del proble.
ma de la moral, del problema «práctico», casi desconocido
para los filósofos franceses hasta Bergson.
Baste con citar algunos ejemplos célebres y característicos.
Hablando de sí mismo, Montaigne escribe: «Los otros forman
al hombre, yo lo narro». Descartes, el primer filósofo fran­
cés moderno y el más importante, se interesa ante todo por la
física, la matemática y la epistemología. Busca lo verdadero;
en última instancia, el bien es secundario para él. ¿Acaso no
declara que se contenta con una moral provisional, cuya pri­
mera regla impone aceptar las opiniones más moderadas de
quienes nos rodean, sin que él intentara nunca reemplazar­
la por una ética definitiva? De igual modo, las «causas oca­
sionales» de Malebranche, el «esfuerzo» de Maine de Biran,
la «Identidad» de Meyerson y aun, en buena medida, la «intui­
ción» de Bergson; en suma, todo lo que los filósofos france­
ses aportaron de novedoso, he ahí otras tantas categorías fí­
sicas, psicológicas y sobre todo epistemológicas; en modo al­
guno son categorías éticas.
En Alemania, por el contrario, ya en Leibniz sería difícil iden­
tificar la mónada — que es consciente, refleja el mundo y tien­
de a un máximo de claridad— con un átomo físico. Nos pare­
ce claro que es preciso ver en ella un reflejo de la persona hu­
mana, y que ya en Leibniz el problema moral ocupa un lugar
preponderante. Pero después de él ya no caben dudas. El pri­
mado de la razón práctica en Kant; la célebre escena del Faus­
to de Goethe, donde Fausto traduce logos por «acción»; la
Tathattdlung (acción creadora) de Fichte; la «voluntad» de
Schopenhauer o el Zaratustra de Nietzsche: en todas partes
es lo «práctico», la voluntad, la acción, lo que constituye el
problema central y el punto de partida de los grandes sistemas
filosóficos alemanes.

37
Esa diferencia no es menos notable en el plano literario. La
novela y la literatura francesas en general (con escasas excep­
ciones, de las que Pascal es la más importante) son ante todo
realistas, psicológicas y a veces históricas y sociológicas. Ha­
blando del hombre, se quiere principalmente analizarlo y com­
prenderlo. Los autores procuran saber lo que el hombre piensa,
siente o hace, pero no lo que debe hacer.
Basta evocar las principales obras de Goethe, Schiller, Hol-
derlin o Kleist para percibir ai punto aquella diferencia. Aquí
se trata casi siempre de lo ideal, de lo que debe ser; en lengua­
je filosófico: de problemas morales.
El racionalismo francés es ante todo epistemológico; su inten­
ción es científica y ontológica, y constituye una visión contem­
plativa del mundo. En cambio, en sus formas más elevadas,
el racionalismo alemán, aun compartiendo los rasgos filosófi­
cos generales del racionalismo, se indina prindpaímente ha­
cia lo práctico y lo moral.
Otra consecuencia de esa evoludón sodal y económica dife­
rente fue la diversidad de situación de los escritores y filósofos
humanistas en ambos países. En toda Europa —en Francia
y Alemania, así como en Italia, Inglaterra u Holanda— , el
desarrollo del pensamiento humanista (racionalista o empiris-
ta) estuvo ligado de manera estrecha con d desarrollo eco­
nómico de cada país, es dedr con el crecimiento de una bur­
guesía comercial e industrial. La existenda, o por el contra­
rio la ausencia, de ese tercer estado determinó también la
situación de los escritores humanistas o místicos en la socie­
dad respectiva.
En Francia, los autores humanistas y racionalistas estaban or­
gánicamente ligados con su público y con d conjunto de la na­
ción. Formaban parte de ella y expresaban sus pensamientos
y sentimientos; ser escritor no era más que un oficio entre mu­
chos otros. Un Montaigne, un Racine, un Descartes, un Mo­
liere o un Voltaire son la expresión más perfecta de su país
y de su época. Tras sus escritos están todos los sectores cultos
de la nación; por ello sus ataques son tan peligrosos y sus sá­
tiras tan mortíferas para aquellos a quienes apuntan. «Lo ridícu­
lo mata en Francia», reza un viejo proverbio que caracteriza
excelentemente ese estado de cosas.
En Alemania la situadón es la opuesta. Como el gran retraso
del desarrollo social y económico y la ausencia casi completa
de una burguesía comercial e industrial fuerte habían im­
pedido durante más de dos siglos el nacimiento de poderosas
corrientes de pensamiento humanistas y racionalistas, Alema-

38
nia era proclive de manera predominante al misticismo y a los
desbordes del sentimiento y la intuición. Por eso en este país
los autores y pensadores humanistas y racionalistas carecían de
todo contacto verdadero con el público y la sociedad que los
rodeaban.
La soledad es el tema fundamental que de continuo aparece
en la biografía de los grandes humanistas alemanes. El viejo
Leibniz, Lessing, Holderlin Kleist, Kant, Schopenhauer, Marx,
Heine, Nietzsche y tantos otros, ¡cuán solos se elevan en me­
dio de la sociedad alemana que no los comprende y con la
cual no logran entrar en contacto!
Por eso hay entre ellos tantas existencias frustradas. Holder-
lin, Nietzsche y Lenau se vuelven locos; Kleist se suicida;
Klopstock, Winckelmann, Heine, Marx, Nietzsche viven en
el extranjero, en un exilio más o menos voluntario; Kant y
Schopenhauer llevan una vida de extravagantes que los aísla
de su medio; Lessing muere en ese perdido rincón de Wolfen-
büttel, donde su pobreza lo lleva a ligarse con un déspota lo­
cal, avaro y caprichoso.
En este punto, Goethe parece ser la única excepción verdade­
ra; pero si pensamos en su huida a Italia y en la manera como
nos ha descripto, en el Tasso, la vida del poeta genial en la
Corte, aun esa excepción se vuelve muy problemática. Heine
comparó cierta vez, en su Historia de la filosofía y de la teo­
logía en Alemania, los humanistas alemanes con esos caracoles
que guardamos en alguna parte, en una habitación, lejos de su
verdadero medio natural. Perciben todavía los movimientos
lejanos del mar, las épocas de flujo y de reflujo; se abren y
se cierran siempre, pero, en medio de un mundo por completo
ajeno, esos movimientos están fuera de lugar y quedan des­
pojados de significación.
Por el contrario, los escritores místicos del sentimiento mantu­
vieron siempre en Alemania un contacto muy estrecho con
su sociedad y su época. A parta de Jacob Bohme, pasando por
Hamann, SchelJing y los románticos, hasta llegar a pensado­
res recientes como Rilke, George, Heidegger, etc., apenas si
hubo entre ellos alguna «existencia tronchada». Los román­
ticos poseen casi siempre apetecibles oficios burgueses, son
funcionarios; y por paradójico que pueda parecer esto en Ale­
mania, son justamente los místicos, los extáticos y los soña­
dores de lo «absoluto» quienes soportan mejor la realidad cir­
cundante más miserable y sofocante.
Se podría escribir toda la historia de la filosofía y de la litera­
tura alemanas desde el punto de vista del combate entre esas

39
dos corrientes: la humanista y la mística.7 Es esa una lucha
que está muy lejos de haber terminado (piénsese, por ejemplo,
en Rilke, George, Thomas Mann, Heidegger, en cuanto a los
místicos; y en Karl Kraus, Bertolt Brecht, Erich Mühsam,
Georg Lukács en cuanto a los humanistas); más bien, a con­
secuencia de la extensión general de la crisis y de la enferme­
dad social, ha pasado a ser en nuestros días uno de los pro­
blemas fundamentales de la cultura europea.
Una última observación a propósito de este análisis: lo que
acabamos de exponer explica también por qué hay en Alema­
nia tan pocos escritores satíricos y cómicos. Reír, decía Berg-
son, es una actitud puramente intelectual. Pero solo se puede
reír de lo que ha sido ya virtualmente vencido, aplastado; se
ríe cuando el futuro está abierto, cuando el escritor tiene todo
el pueblo tras de sí. Por eso la risa se ha hedió en Francia ca­
si una virtud nacional.
Y por la misma razón los racionalistas y humanistas alemanes
jamás pudieron reír. Su combate era demasiado trágico, y su
posición, demasiado solitaria y amenazada. Empeñados, solos,
en una lucha contra la sociedad y el pueblo entero, perdbien-
do cada vez más su propia debilidad y la fuerza del adversa­
rio, la risa habría sido para ellos algo fuera de lugar, y cuando
a veces un humanista alemán da en reír, su sátira emite un eco
7 Edmond Vermeil hizo ya una primera tentativa en este sentido en su
excelente obra Allemagne, essai d'explication.
Desde luego, no todos los filósofos y poetas alemanes son dasificables
en una u otra de estas dos corrientes, como lo son Kant, Goethe y Schi-
11er o Schelling y Novalis. Muchos están influidos, de las maneras más
diversas, por ambas corrientes a la vez. Para no citar más que algunos
de los más célebres, Kleist está desgarrado por la lucha que libran en él
las dos visiones del mundo; Schopenhauer, cuyo pesimismo puede ser
considerado ante todo expresión de la desesperanza de la burguesía ale­
mana humanista y democrática después de la caída de Napoleón, que
parecía el fin definitivo de la Revolución Francesa, se inclinó, precisa­
mente a causa de esa desesperanza, hacia las tendencias místicas y reac­
cionarias, que tienen enorme importancia en su sistema, y por eso mís­
ticos contemporáneos como Bergson y Thomas Mann pudieron inspirar­
se en él. Otros, como Fidite y, sobre todo, Wilhelm von Humboldt,
fueron en su juventud humanistas consecuentes, pero después, principal­
mente bajo la influencia de la derrota de Jena, se hicieron partidarios
de la mística del Estado prusiano y del nacionalismo alemán. Por fin,
en otros, como en Hegel, las dos visiones del mundo se encuentran en­
tremezcladas, pero apenas sintéticamente reunidas. A menudo se puede
distinguirlas y separarlas en la misma página.
Por otra parte, la serie de «existencias desgarradas» continúa todavía
en nuestros días. Basta pensar en el absoluto aislamiento de un Karl
Kraus o en el suicidio de escritores, en verdad menos importantes, co­
mo Stefan Zweig, Kurt Tucholski y Em st Toller.

40
trágico, como en Heine o, en la literatura moderna, en Karl
Kraus.
En apariencia, todas estas consideraciones nos han alejado de
Kant y de su filosofía. No obstante, nunca estuvimos tan
cerca de él, pues solamente ahora podemos comprender la ra­
zón por la cual su filosofía pudo nacer en Alemania y solo
en ese país.
Con Descartes, Locke, Hume y los otros pensadores franceses
e ingleses, Kant compartía la defensa de la libertad individual
y de la igualdad de todos los hombres racionales. Sin embargo,
lo separa de ellos ante todo la respuesta que da a esta segunda
cuestión: una vez alcanzada esa libertad y esa igualdad, «¡có­
mo se establecerá el acuerdo entre los elementos del universo,
la armonía y la concordancia entre los individuos?
Dos respuestas se le ofrecían: la de Descartes, en Francia, y
la de Leibniz-Wolff, en Alemania; era la respuesta dogmática.
Y en Inglaterra, principalmente la de Hume: la respuesta es­
céptica.
Para la burguesía francesa rad'cal, que no dudaba del futuro
—ni tenía, por lo demás, razones para dudar de él— , la ar­
monía del universo no constituía un problema. La libertad de
los individuos la realizaría necesariamente de manera inmedia­
ta y por añadidura.
La matemática universal debía establecer el acuerdo teórico;
la moral estoica del deber, el acuerdo práctico; y, como hemos
dicho, se concedía importancia mucho menor a este último,
porque parecía algo espontáneo.
La burguesía inglesa era mucho menos radical. Creía tan poco
en la matemática universal como en la moral estoica del
deber. Es lo que Kant denominaba escepticismo. Por otra par­
te, esa actitud escéptica era también mucho menos peligrosa en
Inglaterra que en Europa continental. En efecto, la burguesía
gozaba ya del poder. Podía descansar entonces en el hecho de
que, si no necesario, el acuerdo era empero real. Si no se te­
nía la seguridad de su carácter a priori, al menos se la tenía de
su realidad. Por eso era posible renunciar a las ideas innatas
y contentarse con el asociacionismo, el acuerdo efectivo de
las imágenes. Y si en el plano ético era preciso renunciar a
las exigencias de la moral estoica del deber, percatándose de
que ella superaba las fuerzas del hombre, al menos se podía
objetar que el utilitarismo epicúreo y sensualista garantizaba
un acuerdo que, aun no siendo necesario, era siempre real
y efectivo.
En la Alemania atrasada ambos puntos de vista resultaban a la

41
postre insostenibles. La sociedad liberal y el Estado democrá­
tico estaban aún demasiado lejos y las fuerzas que se oponían
a su realización eran demasiado poderosas como para que fue­
ra posible entusiasmarse y dejar de ver sus defectos y limi­
taciones.
Por otra parte, tampoco la simple comprobación de un estado
de hecho podía bastar a los humanistas alemanes, pues aún des­
conocían por completo semejante «hecho». Aquella posición
debía parecerles un escepticismo peligroso; y justamente por­
que no compartían las ilusiones del racionalismo dogmático,
la posibilidad de sobrepasar ti escepticismo empirista debía
convertirse para ellos en una tarea urgente y vital. Por ello
fue en la Alemania atrasada donde pudo nacer el sistema kan­
tiano, que reconoció con claridad la esencia del hombre en la
sociedad burguesa designándolo como un ser «social-asocial», y
redujo la armonía y el acuerdo a los elementos puramente
formales, viendo perfilarse, en el plano del contenido, todos
los antagonismos eventuales que el futuro reservaba. Y por
ser este análisis más claro y profundo el resultado de una si­
tuación «enferma», pudo él afirmar el primado de la razón
práctica, tener conciencia de los límites con que tropieza aún
el hombre libre e independiente, y comprender así la necesi-
dad de superarlos. Y todas esas razones explican que hoy, cuan­
do los límites de la sociedad burguesa se han vuelto más pal­
pables que nunca, y cuando la enfermedad y la crisis se han agu­
dizado en todas partes, el sistema kantiano se nos aparezca co­
mo una de las expresiones más profundas y actuales de la filo­
sofía clásica. Y por cierto que podemos tomarlo todavía hoy
como punto de partida, a condición — claro está— de supe­
rarlo transitando el camino que ¿1 nos ha abierto. Sin embargo,
antes de dar por concluido este capítulo, debemos considerar
una objeción posible. Kant no fue el único representante del
pensamiento clásico que tuviera conciencia clara de los límites
del individuo. Además de la obra de Goethe, esta visión del
hombre y de su existencia domina también la obra de los dos
grandes clásicos franceses: las tragedias de Racine y los escri­
tos de Pascal.
Si nos atuviéramos solo a su visión del mundo, podríamos
agrupar a Descartes y Comedle por un lado, y a Kant, Goethe,
Racine y Pascal por el otro. Ahora bien, ¿cómo se concilia
esto con el análisis que acabamos de esbozar? Si la fÜosofía
de Kant sólo era posible en Alemania, ¿cómo el poeta y el pen­
sador franceses pudieron llegat a la misma visión del mundo?
Es que las líneas generales que hemos bosquejado no han de

42
entenderse como un sistema rígido y definitivo. Si lleváramos
el análisis más lejos, no tardaríamos en encontrar toda una
serie de diferenciaciones. Así, la burguesía francesa no consti­
tuye un bloque compacto; dentro de ella hay una multiplici­
dad de grupos a cuya situación económica y social diferente
corresponden, como es natural, matices ideológicos distintos.
La diferenciación principal separa el tercer estado en sentido
estricto de la nobleza de toga. Esta, de origen burgués, había
obtenido títulos de nobleza por virtud de los cargos que ocu­
paba en el Estado; su existencia económica y su tradición, en­
tonces, la ligaban de manera estrecha con la monarquía abso­
luta. Sus orígenes burgueses, su antagonismo con la nobleza
de corte, el desprecio mechado de envidia que este estamento
laborioso, que cumplía una función social efectiva y tenía per­
fecta conciencia de ese hecho, experimentaba con relación a
la vida de goce y libertinaje de la nobleza cortesana, todo ello
debía inducirle a aspirar a un mundo mejor, a una sociedad
reformada. Mas por otra parte ella estaba, como acabamos de
decir, ligada de manera demasiado estrecha con la monarquía
absoluta como para adoptar realmente una actitud revolucio­
naria y contribuir a la transformación social. La visión trágica
del mundo, que discierne la grandeza del hombre en sus as­
piraciones y su pequenez en la imposibilidad de realizarlas, y
que en Alemania era la ideología de las capas burguesas más
avanzadas, en Francia solo podía desarrollarse en una parte
muy precisa de esa burguesía: en la nobleza de toga. El orga­
nismo que expresó con máxima claridad esa ideología fue
Port-Royal, y ciertamente no es casual que de allí salieran los
dos grandes trágicos franceses, el pensador Pascal y el poeta
Racine.
Entre Racine, por un lado, y Kant y Goethe, por el otro, subsis­
ten empero diferencias considerables. Racine siente y vive los
límites del individuo en todo lo que ellos tienen de trágico.
En la literatura universal no hay quizás otro poeta que los ha­
ya expresado de manera tan sombría y fatal. Y pese a ello no
alimenta la esperanza ni siente la necesidad de sobrepasarlos.
Sus héroes tropiezan con sus límites y mueren a causa de ellos,
pero no los superan. Ningún Dios, ninguna eternidad los ayu­
da a ir más allá de sí mismos. Con nítida conciencia e impla­
cables, ellos marchan a enfrentar su destino. Como dijo Lukács:
«Dios no es más que espectador; nunca interviene en la ac­
ción». Y a su vez esos límites aparecen en su forma más ele­
mental, casi diría la más simple. No como barreras entre el
hombre y la comunidad humana o entre un hombre y el uni-

43
verso, sino como barreras entre un hombre y otro, y a veces
entre los miembros de una misma familia.8

En Kant o en el Fausto de Goethe, ese problema se plantea


de un modo por completo diferente: no más perfecto desde
el punto de vista artístico, sino más profundo y vasto en sen­
tido filosófico. Surge de pronto en su forma más comprensi­
va: la de las relaciones entre el individuo, la comunidad hu­
mana y el universo en general.
Además, si bien la conciencia de los límites es el elemento más
importante que domina toda la obra, hay un extraordinario
esfuerzo por hallar una posibilidad cualquiera de superarlos.
En la dialéctica trascendental, en la cosa en sí, en el intelecto
arquetipo, en Dios, en la historia, en lo bello — en Kant— y
en la ilusión del viejo Fausto — en Goethe— , encontramos
siempre ese esfuerzo por llegar a algo más elevado, que so­
brepase al individuo; por aprehenderlo, por encontrar al me­
nos razones para esperarlo, aunque no parezca aún posible al­
canzarlo en la existencia concreta y real.
Y al menos una vez, en la célebre traducción del término logos
en el Fausto, se perfila una posibilidad inmanente y concreta
de superar al individuo: «En el comienzo era la acción».
A la verdad, los más importantes entre los filosófos moder­
nos apenas advierten hasta qué punto son los herederos y con­
tinuadores de las cumbres del pensamiento clásico.

8 Esto no vale, sin embargo, para las dos últimas tragedias escritas por
Racine después de un silencio de doce años, quizá bajo la impresión de
los acontecimientos ocurridos en Inglaterra; nos referimos a Esther y
Atbalie. En ellas no solo Dios interviene en la acción, sino que el pue­
blo mismo está representado por el coro. Y, por cierto, no es por mero
azar que Dios y el pueblo entran juntos en las tragedias de Racine.
Pero en estas dos tragedias, precisamente, los límites del hombre solo
se encaman en su forma mística y trascendente y no en toda su pro­
fundidad y fatalidad concretas.
Por eso, en nuestra opinión, el arte de Racine alcanzó su apogeo en las
tragedias anteriores: Andrómaca, Berenice y Fedra, y no en Esther y
Athdie.
El pueblo, la comunidad humana, Dios, como posibilidades de sobre-
asar los límites y el aislamiento del individuo, eran, todavía en la
francia del siglo xvtt, imposibles de captar y realizar en el plano filo­
sófico y artístico en toda su riqueza y profundidad humanas. (Pascal
constituye, es preciso reiterarlo, la única excepción).

AA
2. La categoría de totalidad en el
pensamiento kantiano y en la
filosofía en general

El resultado más claro de las interminables controversias me­


todológicas de los últimos años ha sido sin duda mostrar que
en todo trabajo científico o filosófico existen premisas que el
autor no intenta fundar lógicamente. Admitido esto, el primer
deber del pensador es explicitar sus premisas en lugar de
dejarlas, como casi siempre ocurre, en estado implícito o vir­
tual. El lector que nos haya seguido con atención se habrá
percatado sin duda de que la totalidad —en sus dos formas
principales: el universo y la comunidad humana— es para nos­
otros la categoría filosófica más importante, así en el campo
epistemológico como en el de la ética y la estética; por otra
parte, con Georg Lukács, no concebimos esa totalidad como
algo existente y ya dado, sino solamente como un fin que habrá
de alcanzarse por la acción, única capaz de crear la comunidad
humana — el nosotros— y el conjunto del universo — el cos­
mos. A los filósofos contemplativos, del yo, desde Descartes
hasta Kant; a la filosofía activa del yo, del joven Fichte; a las
nuevas filosofías de la angustia y la desesperación, creemos es­
tar en condiciones de oponer una filosofía de la comunidad, del
nosotros, que lograría superar la oposición entre contempla­
ción y acción, entre individuo y comunidad.
Juzgamos, por otra parte, que se podrían establecer tres tipos
fundamentales de actitud filosófica, a los cuales (o a cuya mez­
cla ecléctica) se reducirían casi todos los sistemas filosóficos
modernos, a saber:1
1. Las filosofías individualistas y atomistas, cuyas catego­
rías principales son, en el plano ético, el individuo y la liber­
tad-, en el plano cosmológico, el átomo o la mónada, y en el
plano psicológico, la sensación y la imagen. Su forma princi­
pal es el racionalismo y, de manera menos radical, el empiris­
mo (Lask reveló ya el parentesco estrecho de ambos puntos
de vista).
En esas visiones del mundo, la posibilidad del todo se funda,
para emplear una expresión de Kant, en «la composición de
las partes, a las que empero es posible imaginar también fuera
de esta composición».1
Por lo tanto, «sociedad» significa en ellas, a lo sumo, la in­
fluencia reciproca de individuos autónomos; «universo», un
conjunto de ¿tomos o de mónadas. Y en la medida en que,
pese al individualismo, es preciso mantener no obstante un
mínimo de relaciones entre los individuos, ese mínimo adopta
la forma de la intervención divina (ocasionalismo en Male-
branche, armonía preestablecida en Leibniz), de la validez uni­
versal o, en los empiristas, de un simple estado de hecho (há­
bito, asociación, etcétera).
Como representantes principales de esas visiones del mundo
podríamos mencionar a Descartes, Leibniz, Locke, Hume, y
en parte a Fíchte; para la época contemporánea, a los neokan-
danos (incluidos Lask y socialistas como Max Adler), y en
cuanto a las corrientes empiristas, a la escuela de Viena.
Tenemos un penetrante análisis de esas filosofías en Lask
—desde el punto de vista filosófico— y en Lukács — desde
el punto de vista sociológico.
Es preciso mencionar aparte, sin embargo, las formas que esa
visión del mundo adoptó en los filósofos y poetas que, partien­
do justamente del atomismo individualista y sin superar sus
límites, percibieron y reconocieron todo lo que estos tenían
de trágico e insuficiente.12 Así alcanzan su cúspide la filosofía
y el arte clásicos. Con seguridad, el lector ya ha evocado por
sí mismo a Goethe, Racine, Pascal y Kant. Para esos pensado­
res y poetas, el senddo de la vida humana se encuentra en la
aspiración a lo absoluto, a la totalidad. Pero los cuatro conci­
ben todavía al hombre como individuo aislado y reconocen
con claridad que ese individuo no puede alcanzar lo absoluto.
Esa es una barrera con la que el hombre debe chocar, pero que
nunca puede superar. Y por ello la tragedia se convirtió en la
forma suprema del arte clásico: tragedia sin salida, de Racine,
donde el hombre se recupera destruyéndose; tragedia de Kant

1 G. S., vol. X V II, n? 3789.


2 Desgraciadamente debemos ser aquí esquemáticos, Otamos, no obs­
tante, el artículo de Georg Lukács «Metaphysik der Tragodie», publi­
cado en la revista Lagos (vol. 17, pág. 190, reimpreso también en G.
Lukács, Lie Seele und die Formen, Berlín, 1910). Aunque este ensayo
en modo alguno se refiere de manera directa y explícita a Kant es, por
lo que sábanos, la mejor introducción al contenido esencia! de la filo­
sofía kantiana.

46
y de Goethe, de la Crítica del juicio y del Fausto, donde el
hombre no alcanza la totalidad más que en la apariencia sub­
jetiva y no en la realidad concreta y auténtica.

2. Las visiones totalitarias del mundo, cuyas categorías fun­


damentales son el todo, el universo y, en el plano social, la
colectividad, se oponen término a término a las filosofías in­
dividualistas. Su categoría ética principal es casi siempre el
sentimiento, bajo sus aspectos múltiples: revelación, intuición,
entusiasmo, etc.; su categoría física, el «principio vital» en sus
formas más diversas: alma del universo, élan vital, etcétera.
Sus formas principales son las filosofías místicas del senti­
miento y de la intuición, desde Jakob Bohme, pasando por
Jacobi, Schelling y los románticos, hasta Bergson, Scheler,
Heidegger, etc. (y sus formas menos importantes, el organi-
cismo, el vitalismo, etc.). Según esas visiones del mundo, la
parte existe solamente como medio necesario para la existencia
del todo. £1 hombre debe renunciar a toda autonomía y per­
derse por entero en Dios, en la muerte, en el Estado, la na­
ción, la clase, etc. Su yo autónomo, su libertad no pueden
admitirse ya sino por una inconsecuencia del sistema y las más
de las veces se los rechaza. (£1 ideal de Scheler es «sentirse
uno».) Pero en la medida en que ya resulta imposible dejar
de reconocer cierta realidad al individuo, este pasa a ser la
excepción, el héroe, el jefe, el ejemplo, el aventurero.
Puesto que esa visión del mundo domina el pensamiento
europeo desde hace unos treinta años, apenas pudo ser com­
prendida y analizada hasta hoy. El mejor análisis que conoz­
camos sigue siendo la clara y precisa respuesta de Kant a Ja­
cobi en el opúsculo ¿Qué significa orientarse en el pensamien­
to?,3 donde, de manera profética, señala ya el peligro que en­
traña la filosofía del sentimiento para la libertad de pensa­
miento y para la libertad pura y simple. Además, respecto de
la crítica de esas visiones del mundo es preciso citar la mayor
parte de la obra de todos los humanistas alemanes desde Kant,
Goethe y Schiller, hasta Nietzsche y, actualmente, Karl Kraus.

3 G. 5., vol. V III. El carácter antihumanista de la filosofía de la an­


gustia se revela en la repugnancia de Heidegger a emplear la palabra
hombre y en el hecho de que la sustituya por el término, mucho más
abstracto, de «existencia». En algunos casos, también en filosofía la
crítica del estilo permite indicar o esclarecer ciertos segundos planos
afectivos. Por lo demás, tarea importante para la sociología del pensa­
miento sería analizar las causas y las consecuencias sociales de las mo­
dernas filosofías del sentimiento, la angustia y la intuición.

47
3. Por último, la visión del mundo para la cual, según la ex­
presión de Kant, el universo y la comunidad humana forman
un todo «cuyas partes, en cuanto a la posibilidad misma de su
existencia, suponen ya su composición en el conjunto», y en
que la autonomía de las partes y la realidad del todo no se
encuentran solamente concilladas, sino que constituyen condi­
ciones recíprocas; la visión del mundo en que, en lugar de las
soluciones parciales y unilaterales del individuo o de la colec­
tividad, aparece la única solución total: la de la persona y de
la comunidad humana.
Hoy sería difícil mencionar un representante consecuente de
esta filosofía, puesto que ella se encuentra en plena gestación;
un largo camino ya ha sido recorrido gracias a las obras de
Kant, de Hegel, de Marx y, en nuestros días, de Georg Lukács.
A nuestro parecer, el desarrollo de esta filosofía es la principal
tarea del pensamiento moderno.

II
Antes de pasar al análisis propiamente tal del pensamiento
kantiano, queremos precisar todavía nuestro pensamiento res­
pecto de la interpretación que de él han dado dos autores ya
citados: Emil Lask y Georg Lukács.
A decir verdad, Lukács habla mucho más de la filosofía clá­
sica en general que de Kant en particular; bien entendido, se
refiere también a los neokantianos. Su crítica al neokantismo
es sin duda fundada, pues este ignoró la importancia de las
ideas de totalidad, de comunidad humana y de universo en
Kant. Sin embargo, Lukács apenas advierte (o no insiste bas­
tante en ello) hasta qué punto, cuando critica a los neokan­
tianos, no hace más que sostener, en contra de la interpreta­
ción trivial de los epígonos, pensamientos que se encontraban
ya en el propio Kant, siquiera esbozados en sus elementos;
por otra parte, y llevado por su crítica a los neokantianos, aun
en los casos en que se refiere a Kant suele poner el acento en
lo que lo separa de él: la imposibilidad en que, según este, el
hombre se encontraría de realizar la totalidad (tesis que se
explica muy bien por la situación social de Alemania en el si­
glo xviii ); y al propio tiempo Lukács suele descuidar el he­
cho, al menos tan importante como aquel, de que la necesidad
absoluta de alcanzar y realizar la totalidad constituye el punto
de partida y el centro del pensamiento kantiano. En Lask, el

48
problema es más complicado. Que sepamos, ningún neokan-
tiano captó la teoría kantiana del conocimiento de manera tan
precisa como este pensador hoy casi olvidado; no solo es
ejemplar su conocimiento de los textos: el espíritu mismo de
toda una parte de la filosofía crítica (la lógica, la estética tras­
cendental y la analítica, de la Crítica de la razón pura) muy
difícilmente podría expresarse mejor que él lo ha hecho en las
pocas páginas que consagra a Kant en su libro sobre Fichte.
Sin embargo, para que podamos discutir sus análisis debemos
indicar ante todo el sentido de los dos conceptos importantes
que él introduce y de que hemos de servirnos en lo que sigue.
Nos referimos a la distinción entre la lógica emanatista y la
lógica analítica.

1. La lógica emanatista es, según Lask, la que comprende to­


do lo limitado y parcial a partir del conocimiento, necesaria­
mente anterior, del todo, del universo y de la comunidad hu­
mana. Lask demostró de maneta notable la razón por la cual,
puesto que la totalidad no deja nada fuera de ella, una lógica
emanatista consecuente tiene que ser una lógica del contenido
y no puede reconocer separación entre el contenido y la forma.
Sin embargo, Lask está convencido (y Lukács lo admite en
todos los puntos) que toda lógica emanatista debe con necesi­
dad, en el plano de las ciencias naturales, culminar en una
metafísica especulativa; en cambio, en el plano de las ciencias
sociales e históricas podría llevar eventualmente (Lukács dice,
con razón, «necesariamente») a un genuino método dialéctico.
No creemos que la primera de esas afirmaciones, la que con­
cierne a las ciencias naturales, sea evidente y cierta hasta tal
punto. Pero ese problema rebasa el marco de la presente obra.

2. La lógica analítica, que podría llamarse también atomista.


Para ella, los elementos individuales constituyen la única rea­
lidad auténtica; los conceptos generales están construidos por
abstracción, y designan simplemente la clase de los individuos
que presentan ciertos caracteres comunes. La ciencia se sirve
de ella para establecer leyes científicas más o menos generales,
que se aproximan cada vez más al individuo sin alcanzarlo nun­
ca de manera efectiva. El individuo sigue siendo el elemento
eternamente irracional con el que el pensamiento debe luchar
siempre sin poder vencerlo jamás.
En este caso, la filosofía pasa a ser un conocimiento a priori,
vacío, una lógica formal que sólo recibe un contenido gracias
al «dato» individual y concreto. (Aquí se impone una obser-

49
vación: Lask parece convencido de que toda lógica analítica
debe llevar a una separación consciente entre la íorma y el
contenido; ello es justo en general y sobre todo cuando se
trata de Kant, mas no por eso constituye una necesidad abso­
luta, como lo demuestra el ejemplo de Descartes.)

En las discusiones epistemológicas entre las escuelas neokan-


tianas de Heidelberg y Marburgo,456la primera de las cuates
acentuaba ante todo la lógica analítica con su concepción ato­
mista e individualista de la sustancia, mientras que la segunda,
partiendo de las matemáticas, subrayaba preferentemente los
conceptos funcionales y tendía hacia una lógica de carácter
emanatista — aunque en verdad puramente «científica» y con­
templativa— , Lask reconoció que ambos campos podían in­
vocar con el mismo derecho a Kant," y ello por la simple ra­
zón de que, en el pensamiento kantiano, la lógica de la mate­
mática (espacio y tiempo) es diametralmente opuesta a la ló­
gica de las ciencias de la materia. La primera es emanatista, y
la segunda, analítica.
Y sin duda también lleva razón Lask, desde el punto de vista
histórico y filosófico, cuando señala que, en la filosofía crí­
tica, la lógica analítica de las ciencias físicas constituye la parte
más importante, pues las matemáticas representan en ella solo
un trasfondo de importancia secundaria.8
Sin embargo, no podemos estar de acuerdo con él cuando pre­
tende mantener hoy esa jerarquía: la lógica emanatista, que
para Kant pudo tener una importancia apenas secundaria por­
que él abría el camino a toda una evolución filosófica ulterior,
ha adquirido hoy a nuestro juicio una importancia filosófica
primordial. Pero el principal reproche que debemos dirigirle
es que, como todos los neokantianos, él ve en la filosofía crí­
tica sobre todo la lógica, la estética trascendental y la analítica
trascendental, subestimando por completo la importancia de
la dialéctica; de este modo se lorja una imagen totalmente fal­
sa del pensamiento de Kant.7 Más adelante volveremos sobre
este punto.
4 Cf. sobre todo Rickcrt, Die Grenzen der naturwissenscbefllichen Be-
griflsbildung, y E. Cassirer, Substanzbegrilf und Funktionsbegriff in
der Pbilosophie.
5 Ya Rickert había observado que Kant admite una lógica emanatista
para las matemáticas y la geometría, pero no dio a este hecho la im­
portancia debida.
6 Como mostraremos más adelante esto no vale en la misma medida
para el período precrítico.
7 Cf. la «Introducción» y la última parte de su libro.

50
Además, el análisis que presenta Lask de la filosofía de la his­
toria de Kant nos parece discutible; Lask cree poder interpre­
tar esta filosofía como por completo racionalista y atomista,
pues a su juicio la categoría de totalidad solo aparecería en
Hegel. En este punto subestima sin duda el esbozo de una
comprensión de la historia como totalidad, que domina, al
menos como programa, en Ideas para una historia universal
con intención cosmopolita.
En realidad, también la filosofía de la historia de Kant es un
ensayo de conciliación de ambas categorías: la universalidad
racionalista y atomista y la totalidad concreta *
En Kant, como en Hegel, es una sola y misma lógica la que
preside la filosofía de la naturaleza y la filosofía de la historia.
Por eso el proyecto de Lask de reunir la lógica analítica de la
física kantiana con la filosofía emanatista de la historia, d.-
Hegel, nos parece lo menos filosófico de su libro, por lo de­
más notable.
Es verdad que en la tercera parte de su obra vuelve Lask so­
bre esta cuestión y admite que, en el terreno sociológico, en­
contramos en Kant un desarrollo claro de la categoría de tota­
lidad. Pero cuando lo compara con el período final de Fichte,
dirige a aquel dos reproches que a nuestro juicio caracterizan,
por el contrario, la superioridad de Kant y el retroceso de
Fichte:

1. K an t m an tien e al in d iv id u o en una d ig n id ad igual a la d e


la com u n idad, y el desarro llo d e aquel c o n stitu y e el fin esen­
cial d e esta. « P a ra K an t, u n a reunión de hom bres no es en d e­
finitiva o tra cosa q u e u n m edio d e stin ad o a serv ir la m oralidad
de los in div id u o s, y n o la elaboración de tareas culturales que
perten ecerían con exclusividad a un co n ju n to q u e se eleva so­
bre los in d iv id u o s» .0
2. E n K an t, la idea d e com unidad, p u esto q u e abarca la hu­
manidad entera y no la sola nación, com o en F ich te, sería una
idea « ab stracta».

P o r el c o n tra rio , las observaciones d e L ask acerca del p aren ­


tesco d e los conceptos de tiem po, espacio y com unidad h u m a­
na en e l pensam iento d e K a n t, q u e e n ese sistem a so n o tra s 89

8 La oposición entre estas dos concepciones se manifiesta de la manera


más evidente en la oscilación entre dos actitudes absolutamente opues­
tas frente a problemas históricos concretos, por ej., el de la revolución;
cf. pág. 267 de la presente obra.
9 Lask, Gesammelte Werke, Tubinga, 1923, vol. I, pág. 248.

51
tantas expresiones de la categoría de la totalidad, nos parecen
pertinentes en extremo.
Si empleáramos el lenguaje de Heidegget podríamos afirmar
que para este el hecho de ser en el mundo constituye una de
las categorías fundamentales de la existencia, mientras que pa­
ra Kant lo es por el contrario la tarea de crear un mundo. En
fin, creemos que la mayor diferencia entre el mundo de Hei-
degger y el de Kant consiste en que para el primero el mundo
espiado, mientras que para Kant es una tarea por realizar.
Es ya tiempo, luego de esta larga introducción, de abordar el
estudio de las obras del propio Kant.

52
3. El período precrítico

Si, después de este preámbulo que nos ha introducido ya hasta


cierto punto en el pensamiento de Kant, pasamos al análisis
de este pensamiento mismo, lo hacemos sabiendo que hemos
de seguir dos direcciones diferentes que responden, aproxima­
damente, a la distinción de Lssk entre la lógica analítica y la
lógica emanatista.
A estos dos puntos de vista corresponden, en el problema que
aquí nos interesa sobre todo — el de las relaciones de las partes
en el conjunto del universo y las relaciones de los individuos
en el conjunto de la comunidad humana— , dos categorías y
dos respuestas diferentes.
El punto de vista emanatista discierne en el todo, en la totali­
dad, la condición necesaria de la existencia de las partes y de
los individuos.
El punto de vista analítico, por el contrario, ve en los indivi­
duos la única realidad auténtica; puesto que la existencia de
ellos es independiente del conjunto, su relación actual no se
funda más que en Ja generalidad de sus atributos o en la uni­
versalidad de las leyes lógicas y morales. Universo, todo, tota­
lidad por un lado; generalidad y universalidad por el otro, he
ahí categorías cuya importancia debemos investigar ahora den­
tro del pensamiento de Kant. Por ello, aunque nuestro interés
se centra en la filosofía crítica, empezaremos por analizar la
categoría de totalidad en el período precrítico.
La importancia que en este período reviste para Kant el pro­
blema del todo se traduce, entre otras cosas, en el gran núme­
ro de reflexiones que le consagró, y que volvemos a encontrar
en sus escritos póstumos. Naturalmente, no podemos citarlas
todas aquí, y nos contentaremos con algunas especialmente ca­
racterísticas.1 Escribe Kant:
1 Según Adikes, ellas serían casi del mismo período (desde alrededor
de 1764 hasta 1766).

53
«Una parte debe ser mutua y homogénea con relación a su
complemento en el todo; por lo tanto, el efecto no puede ser
una parte de su causa y pertenecer con la causa al mismo todo.
El pensamiento no es una parte del hombre sino su efecto».'

Por lo tanto, no existe un todo que no sea homogéneo. De


ello implícitamente se sigue que el universo, que no es homo­
géneo, no constituye un todo; Kant extrae las consecuencias
últimas de este punto de vista: «El pensamiento no es una
parte del hombre, sino su efecto».
En otro pasaje Kant hace referencia una vez más al mismo
problema:

«La cuestión es saber si en un compuesto sustancial hay, no


una sustancia, sino solo sustancias, y si únicamente es posible
el plural. Un todo sintético es aquel cuya composición se fun­
da, según su posibilidad, en partes a las que se puede imaginar
también fuera de toda composición. Un todo analítico es aquel
cuyas partes suponen ya en su posibilidad la composición den­
tro del todo. El espacio y el tiempo son todos analíticos; los
cuerpos, todos sintéticos. El compuesto de sustancias es un
todo sintético. El todo analítico no es un compuesto de sus­
tancias ni de accidentes, sino el todo de las relaciones posi­
bles».23

Por lo tanto, quizás haya en definitiva un todo, como lo in­


dica el comienzo del pasaje: «La cuestión es saber s i ...» .
Es preciso retener también que desde ese momento queda ela­
borada de manera definitiva la distinción, tan importante para
la epistemología crítica, entre la lógica emanatista de la ma­
temática («espacio y tiempo») y la lógica analítica de la física
(los cuerpos). En otro pasaje escribe Kant:

«O bien el espacio contiene el fundamento de la posibilidad


de la copresencia de muchas sustancias y de sus relaciones, o
bien estas contienen el fundamento de la posibilidad del espa­
cio».4

Otras veces se vuelve Kant bien concreto y deja entrever el


trasfondo, quizás inconsciente, del problema:

2 G. S„ vol. XVTI, n? 3787.


3 íb id ., n? 3789.
4 Jbid., n? 3790.

54
«En una caldera llena de agua en ebullición hay más calor que
en una cucharada de ella, pero no un calor mayor. Dos asnos
tiran de un carro con más velocidad, pero no con una velo­
cidad mayor.
»Si varios in d iv id u o s n o p u ed en reu n irse d e m anera d e crear
u n g ra d o m ay o r ( . . . ) M ás v irtu d , u n a v irtu d m ay o r; m ás
b ien estar, u n b ie n e sta r m ayor».5

P o r fin , y e sto parece la conclusión d e u n a larga reflex ió n ,


escribe:

«Si el co n cep to d e u n iv erso significara el c o n ju n to d e las cosas


posibles — a sa b e r, q u e son posibles e n su conexión con el
fu n d a m e n to universal— , sería m ás fecu n d o » .6

Para mostrar la importancia que la categoría de totalidad tuvo


también en el plano ético dentro del pensamiento de Kant,
citaremos todavía dos reflexiones más, pertenecientes a un
período posterior (alrededor de 1772), en las cuales, es ver­
dad, encontramos ya al mismo tiempo la totalidad y la uni­
versalidad.

«E l v alor d e u n a acción o de una persona está c o n stitu id o siem ­


p re p o r su relación con el to d o , p ero esta solo es posible p o r
el acu erdo con las condiciones de una regla g en eral* .7

O bien:

«El todo determina el valor de una manera absoluta; lo que


resta no es más que relativo y condicionado. Debe tener un
valor con relación al sentimiento, pero la generalidad de este
valor lo determina de una manera absoluta».8

5 Ibid., n“ 3793. Aquí, Kant opone al incremento cuantitativo («mis»)


el cambio cualitativo («mayor»). El primero es tan solo una simple
adición de partes independientes, el segundo crea una unidad superior.
Posteriormente, este planteo del problema tendrá enorme importancia
en la obra de Hegel, Marx y Lukács. La idea capital de este último es
que en el plano humano y espiritual la acción común es la única que
puede producir el cambio cualitativo y crear «el grado superior». En las
dos reflexiones antes citadas (n” 3787 y n- 3793), Kant saca las conse­
cuencias últimas de una visión atomista del mundo llevada al extremo,
probablemente para comprenderla y juzgarla mejor.
6 G. S., vol. XVII, n? 3799.
7 Ibid., vol. XIX, n- 6711.
8 Ibid., tfi 6712.

55
Sería importante seguir de una manera detallada el desarrollo
de la idea de totalidad en Kant hasta el nacimiento de la fi­
losofía crítica, pero ello sobrepasaría los límites de nuestro
trabajo. Deberemos contentarnos aquí con enumerar de mane­
ra sucinta las principales etapas cuyo conocimiento nos parece
indispensable para la comprensión de esta filosofía.
Sin embargo, antes queremos destacar dos hechos, ya observa­
dos por Lask, y que atañen a la importancia de la categoría
de totalidad en el idealismo alemán:

1. En el pensamiento de todos los grandes filósofos y sobre


todo en el de Kant, las categorías de las matemáticas y de las
ciencias naturales, por un lado, y por el otro las categorías his­
tóricas y sociológicas se influyen mutuamente, y ello no re­
presenta, como parece creer Lask, un azar individual.
No se trata del hecho de que el mismo hombre tienda siempre
a emplear en diferentes campos el mismo método de pensa­
miento, sino por el contrario de un fenómeno bien consciente;
en efecto, el pensamiento filosófico consiste precisamente en
la búsqueda de una visión central a partir de la cual puedan
comprenderse y captarse los diferentes campos de la realidad
y de la vida del espíritu.
2. En la obra de Kant la categoría de totalidad encuentra va­
rias expresiones. He aquí las más importantes: tiempo, espacio,
universo, comunidad humana y Dios, expresiones cuyo paren­
tesco nunca debe perderse de vista.S i

Si pasamos ahora a enumerar las principales etapas del pensa­


miento precrítico de Kant, nos parece que el elemento más
antiguo (y que por otra parre permanecerá inmutable en la
filosofía crítica) es la afirmación de que a la física y a los
cuerpos, por un lado, y por el otro a las matemáticas, al espa­
cio y al tiempo, corresponden dos tipos de conocimiento por
entero diferentes.
La física parte de lo individual, de los elementos simples y li­
mitados para llegar luego al conocimiento de los compuestos.
Por el contrario, la geometría no puede comprender lo indivi­
dual y lo limitado más que como parte de un todo mayor. El
espacio es divisible al infinito justamente porque forma un
todo que no está constituido por mónadas individuales.
Es verdad que muy pronto a la conciencia de ese hecho se su­
mará en Kant la idea de que los todos del espacio y el tiempo
no nos son dados, y que solo es posible avanzar en su conoci­
miento a través de la división al infinito y la composición ¡n-

56
finita de las partes. Esta contradicción dialéctica constitutiva
de un conocimiento en el cual las partes no pueden compren­
derse sino a partir del todo que las envuelve, y el todo sólo
puede conocerse a través del conocimiento efectivo de las par­
tes, será uno de los problemas más fecundos del pensamiento
kantiano, sobre cuyo desarrollo influirá hasta el nacimiento de
la filosofía crítica. (Otra idea, que por el momento nos limi­
taremos a mencionar, pero que trabajó también durante mu­
cho tiempo, es que en el pensamiento matemático, donde el
todo es la condición necesaria para el conocimiento de las par­
tes, los cambios deben ser continuos.)
Ese punto de vista encontró su expresión más clara en 1756,
en la Monadologia physica.° Es verdad que el problema del
universo había sido planteado un año antes, en Principiorum
primorum cognitionis metapbyúcae nova dilucidatio. Kant
anunciaba en el prefacio de esa obra que establecería «dos
nuevos principios de gran importancia para el conocimiento
metafísico», y que con ello abriría «un camino desconocido
aún»; cumple esto en la tercera y en la última parte de la obra.
Esos dos principios son:

1. El principio de la sucesión, que afirma: «Ningún cambio


puede producirse en las sustancias si no es en la medida en que
ellas están en ligazón mutua; la dependencia mutua de las
sustancias determina entonces el cambio recíproco de su es­
tado». Con esa afirmación, Kant se hace consciente de que se
encuentra en oposición a la concepción atomista de los parti­
darios de Wolff y también a Lcibniz:

«Aunque esta verdad depende de un encadenamiento de razo­


nes seguro y fácil de aprehender, fue tan poco advertido por
quienes dan su nombre a la filosofía wolffiana que ellos por el
contrario afirman que la sustancia simple, merced a un prin­
cipio interior de actividad, está sometida a un cambio perpe­
tuo. Es verdad que conozco suficientemente sus pruebas, pero
también sé hasta qué punto son falsas . . .
»Sin embargo, si alguien quiere saber cómo se producen los
cambios ( . . . ) que dirija su mirada a lo que se sigue de la
conexión de las cosas, es decir a su dependencia recíproca en
sus determinaciones».910
9 El título completo es: Metapbysica cum geometría iunctae usus in
pbilosophia naturali, cuius specimen I. continet monadologiam physicam,
G. S., vol. I.
10 Ibid., pág. 411.

57
«La armonía preestablecida de Leibniz se derrumba por com­
pleto con mi afirmación; y no. como suele suceder, por moti­
vo de las causas finales, que parecen indignas de la Divinidad
y que las más de las veces ofrecen una ayuda incierta, sino por
su imposibilidad interna. Pues de lo que hemos demostrado
se sigue inmediatamente que el alma humana, cuando se la
arranca de su ligazón con las cosas exteriores, es en absoluto
incapaz de cambiar su estado interior».11

2. El principio de la coexistencia. «Las sustancias finitas no


se relacionan entre sí por su simple existencia y no poseen
comunidad más que en cuanto son mantenidas en relaciones
recíprocas por el fundamento común de su existencia, el en­
tendimiento divino».111213
También aquí Kant precisa que esta visión de las cosas lo opo­
ne a Leibniz y Malebranche;

«Existe una armonía de las cosas. Solo que de allí no resulta


la armonía preestablecida de Leibniz, que a decir verdad, no in­
troduce más que una concordancia y no una dependencia mu­
tua de las sustancias ( . . . ) Además ( . . . ) no se admite aquí
la acción de las sustancias por virtud de las causas ocasionales
de Malebranche»}*

Los dos nuevos principios fundamentales por cuyo intermedio


Kant quiere «abrir un camino todavía desconocido» y otorgar
a la metafísica nuevos fundamentos, más sólidos, pueden for­
mularse entonces del siguiente modo:

a. Los cambios solo son posibles por la relación y la dependen­


cia mutuas de las mónadas. Como los cambios existen y son
reales, esas relaciones y esta dependencia recíproca también
existen y son reales. Hay un universo.
b. Este universo no puede resultar de las influencias mutuas
de seres finitos e independientes, sino que debe tener su fun­
damento en un principio común: el entendimiento divino.

Como es lógico, no podemos entrar en los detalles de este


escrito (¿pueden existir al mismo tiempo varios universos?,
etc.). Nos basta con haber demostrado que desde 1755, para

11 Ibid., pág. 412.


12 Ibid., pág. 415.
13 Ibid.

58
reconstruir la metafísica sobre un nuevo fundamento, más só­
lido, y oponiéndose de manera consciente a Leibniz y su Aío-
ttadologia, a Wolff y a Malebranche, Kant partía de la idea del
iodo, del conjunto, del universo.
Pero en el año siguiente apareció la Monadologia pbysica, que
inició de manera nítida la evolución que llevaría a Kant a la
elaboración de la filosofía crítica. La idea principal de la obra,
como lo muestra ya el título de Metaphysicae cum geometría
iunctae usus in pbilosopbia naturali, estaba constituida por la
distinción entre dos formas diferentes de conocimiento, la
«metafísica» y la «geometría», que se reúnen en la filosofía na­
tural.
Para evitar cualquier malentendido acerca del sentido de esos
términos digamos que aquí «metafísica» significa el conoci­
miento de los cuerpos por oposición al conocimiento geomé­
trico del espacio, y que «filosofía natural» significa la reunión
de ambos en lo que Kant llamará más tarde experiencia.
Examinemos con algún detenimiento ambas formas. En cuan­
to a los cuerpos, los resultados de la Nova dilucidatio, apare­
cida un año antes, parecen totalmente olvidados. Ya no se tra­
ta del universo ni de la dependencia recíproca de las mónadas.
En todas las cuestiones esenciales Kant adopta ahora el punto
de vista de Leibniz. El principal argumento contra este, la de­
pendencia recíproca de las mónadas, a que Kant concedía tan­
ta importancia en el escrito anterior, pierde aquí casi todo
su peso; y para acentuar ese hecho Kant escribe desde el co­
mienzo del primer parágrafo:

«Los cuerpos están constituidos por partes que tienen una


subsistencia duradera, aun separados unos de otros. Pero co­
mo su reunión no es, respecto de esas partes, más que una
relación y por lo tanto una determinación accidental y que
puede ser suprimida sin afectar su subsistencia, de allí se si­
gue que es posible suprimir toda composición de un cuerpo
y que, pese a ello, todas las partes que antes se encontraban
reunidas en él permanecerán».14

¿Significa esto que el problema del universo, de la reunión y


dependencia recíproca de las partes ha pasado a ser algo su­
bordinado y aun quizás ha desaparecido? En modo alguno.
Unicamente su lugar y su significación dentro del conjunto del
sistema han evolucionado. El punto de vista emanatista no
14 Ibid., pág. 477.

59
vale más ahora para cualquier realidad y cualquier conocimien­
to en general, sino solo para la geometría y el espacio. A jui­
cio de Kant, en efecto, la situación es aquí exactamente la
inversa.

«El espacio que ocupan los cuerpos es divisible al infinito.


Por ello no está constituido por partes simples y originarias».1516

El propósito de la teoría de las mónadas desarrollada en este


escrito es mostrarnos el modo como esas dos formas de cono­
cimiento, que corresponden ya en gran medida a la lógica ana­
lítica y la lógica emanatista de Lask, pueden reunirse en una
sola filosofía natural — casi podríamos emplear el término crí­
tico de «experiencia».
Ya en el prefacio plantea Kant el problema:

«¿Cómo puede aliarse la metafísica con la geometría en esta


actividad, dado que es más fácil uncir un hipogrifo con un
caballo que la filosofía trascendental con la geometría? Pues
la primera niega con obstinación que el espacio sea divisible
al infinito, mientras que la segunda lo afirma con la misma
obstinación que a sus otros teoremas ( . . . ) Aunque conciliar
esas contradicciones no se presente como una tarea fácil, me
he empeñado en realizar cierto esfuerzo para lograrlo».10

Estos pasajes muestran hasta qué punto son erróneas las teo­
rías que ponen en el punto de partida de la filosofía crítica la
distinción psicológica de las facultades del alma o la distinción
epistemológica entre la sensibilidad y el entendimiento.
A nuestro juicio, el verdadero punto de partida es la cuestión
epistemológica del todo y de las partes, del conocimiento geo­
métrico y analítico. Eli? inspiró a Kant la separación entre el
conocimiento del espacio y del tiempo, por una parte, y por
la otra el de los cuerpos, separación a partir de la cual nacie­
ron, gracias a un enorme trabajo de pensamiento, las otras dis­
tinciones: entre la sensibilidad y el entendimiento; entre la
facultad de conocer, el sentimiento de placer y displacer, y la
facultad de desear; entre el entendimiento, la facultad de juz­
gar y la razón.
Sin embargo, ¿cómo llegó Kant a este planteo del problema?
Se ha querido ver en ello la influencia de las discusiones acer-

15 Ibid., pág. 478.


16 Ibid., págs. 475-76.

60
ca del espacio entre los partidarios de las teorías de Leibniz
y los de las teorías de Newton. Los escritos de Kant serían
un intento de hallar una posición intermedia entre las
dos teorías opuestas. Para Leibniz, que partía de los indivi­
duos, de las mónadas como ó nica realidad auténtica, el espa­
cio era relativo: la relación entre las mónadas. Newton, el fí­
sico, afirmaba la existencia de un espacio absoluto sin el cual
no podía existir cuerpo alguno y todavía menos relaciones en­
tre ellos. Adoptando una posición intermedia, Kant habría in­
tentado conciliar la monadología y el espacio absoluto.
También a nosotros nos parece fuera de duda que Kant llegó
a su posición bajo la influencia de las discusiones entre los par­
tidarios de Leibniz y los de Newton. Por lo demás, sería un
increíble milagro que un filósofo encontrara sus problemas
fuera de las preocupaciones de su época. Pero la grandeza de
Kant consiste en que reconoce y dilucida los elementos uni­
versales contenidos en esos problemas y les confiere carácter
filosófico, desarrollando en ellos las premisas esenciales de cual­
quier conocimiento ulterior.
Es posible y aun probable que Kant tomara de Newton la idea
del espacio absoluto. Pero que esta idea se transformara en él
en la categoría de totalidad, aplicada luego por él sucesivamen­
te a los problemas físicos, teológicos y antropológicos: he ahí
la garra de león que ya se hacía sentir desde 1755, sin esperar
—como se ha sostenido— la Disertación de 1770.
Cabe mencionar aún una diferencia entre ambos escritos, a
raíz de su importancia para el pensamiento posterior de Kant;
consiste en que la Nova dilucidatio habla del cambio de las
partes en el todo y merced a este, mientras que la Monadología
physica menciona la existencia de las mónadas. Es posible
que Kant viera en esa distinción el camino que permitiría
conciliar los puntos de vista de ambos escritos. Sea como
fuere, es ese un problema que le preocupará mucho tiempo.
Antes de dar fin a este parágrafo, nos queda por mencionar
uno de los elementos más importantes del pensamiento pre­
crítico de Kant, ignorado en la mayoría de los trabajos escritos
sobre el tema. Es la estrecha relación entre los conceptos de
espacio y de tiempo, ya enteramente elaborados, y la idea de
divinidad, relación esta que es posible seguir hasta los um­
brales del período crítico. En los escritos publicados aparece
de manera explícita una sola vez, y ello con muchas reservas
en una nota de la Disertación,17 donde Kant menciona la posi-
17 Ibid., vol. II, pág. 409.

61
bilidad de que espacio y tiempo sean manifestaciones sensibles
de la divinidad. Con mucha reticencia expresa: «Si nos fuera
permitido franquear un poco las fronteras de la certidumbre
apodíctica . . .», y hacia el final « . . . me parece sin embargo
más aconsejable que nos mantengamos en la tierra firme de
los conocimientos asequibles a la mediocridad de nuestro es­
píritu, evitando internamos en la alta mar de semejantes bús­
quedas místicas».
En la Obra Póstuma esta idea se reitera con frecuencia mu­
cho mayor. Citemos algunos pasajes característicos:

«Los efectos son símbolos de las causas, y por lo tanto el es­


pacio ( . . . ) un símbolo de la omnipresencia divina o el fenó­
meno de la causalidad divina».1819
«La realidad infinita es el sustrato de toda posibilidad, el fun­
damento universal. Si todas las negaciones son límites, nin­
guna cosa es posible sino por virtud de otra que ella supone,
salvo el ens realissimum. El tiempo que abarca todo, el espacio
que contiene todo, la cosa que se basta por completo».10

«La unidad necesaria del tiempo y del espacio se transforma


en la unidad necesaria de un ser originario [Urwesen], la in­
conmensurabilidad de los primeros en la completa autosufi­
ciencia ( Allgnugsamkeit ] del segundo».20

Creemos que estas citas bastan para mostrar el parentesco de


las ideas de tiempo, de espacio y de divinidad en el pensa­
miento precrítico de Kant, y creemos también que este paren­
tesco se explica sobre todo por el hecho de que las tres son
expresiones de la categoría de totalidad.
Y si ahora volvemos a la Monadologia physica, es claro que ya
aquí el conocimiento geométrico, el espacio, cumple en cierta
medida la función de crear y mantener el universo, función
que el entendimiento divino cumplía en la Nova dilucidatio.
El espacio es el «fenómeno de la relación exterior de las mó­
nadas reunidas en unidad».
Estos análisis nos facilitan la comprensión del itinerario de
pensamiento que llevó a Kant hasta el escrito aparecido en
1763 y titulado El único fundamento de prueba posible para
una demostración de la existencia de Dios.
18 Ibid., vol. XVII, n» 4208.
19 Ibid., ni 4590.
20 Ibid., n? 4758.

62
II

Llegamos ahora a los tres principales escritos del período pre­


crítico, a saber: El único fundamento de prueba posible de
una demostración de la existencia de Dios, de 1763, que cons­
tituye una etapa en la aplicación del punto de vista de la to­
talidad al campo teológico; Los sueños de un visionario expli­
cados por los sueños de la metafísica, de 1766, donde Kant
aplica por primera vez la categoría de totalidad a los proble­
mas antropológicos y habla ya del concepto de comunidad, y
por último la Disertación inaugural de 1770.
No debe creerse, sin embargo, que desde esa época Kant ha­
bría encontrado un punto de vista sólido y estable, partiendo
del cual no tuviera más que aplicar sus conclusiones a los di­
ferentes campos. Nada de eso. Kant ha reconocido la impor­
tancia del nuevo punto de vista, de la nueva manera de con­
siderar las cosas, pero tropieza en sus tres principales aplica­
ciones con dificultades inmensas y hasta insuperables. Encuen­
tra problemas con los que debe debatirse en un esforzado tra­
bajo de pensamiento y que lo llevarán cada vez más lejos, hacia
la filosofía crítica. Los tres escritos que ahora analizaremos
no son más que tres etapas importantes de ese camino, tres
momentos en que Kant creyó hallar una solución más o menos
definitiva, solución que sin embargo no pudo satisfacerle. So­
lo si se los aborda así, como etapas en el itinerario de un pen­
samiento que lucha con grandes dificultades, se hace posible
comprender tanto el sentido de esos escritos cuanto toda una
serie de detalles que de otro modo parecerían abstractos, es­
colásticos y ajenos a la realidad.
Intentaremos reconstruir las líneas generales de esa evolución
del pensamiento kantiano. Gimo es natural, nuestra recons­
trucción no podrá superar en parte el estado de hipótesis, pero
ello nos parece indispensable si es que realmente se quiere
comprender la coherencia de aquella evolución.
Recordemos una vez más las conclusiones de la Monadologia
pbysica. El espacio es una totalidad divisible al infinito, que
no se compone de partes simples. Por el contrario, los cuerpos
están compuestos de mónadas, centros de fuerzas que actúan
en el espacio. De la reunión de ambos, del espacio y de las
mónadas, del todo y de las partes autónomas, nace la natu­
raleza.
Sabemos también, por la Nova dilucidatio, que las mónadas
autónomas no pueden entrar por sí solas en ninguna relación
mutua, y que esta solo puede tener su origen en «un funda-

63
mentó común de su existencia, un entendimiento divino»; y
por la Monadologia physica sabemos que el espacio es «el fenó­
meno de las relaciones exteriores de las mónadas reunidas en
unidad».21
Suponiendo ahora que Kant admita todavía los dos escritos, de
ello resulta lógicamente que el espacio es la manifestación en
el plano de los fenómenos del entendimiento divino, lo cual,
como ya señalamos, se dirá de manera expresa en varios pasa­
jes de la Obra Póstuma y también en una nota de la Diserta­
ción inaugural. Sin embargo, queda abierta una cuestión: ¿cuál
es la relación entre las mónadas y el entendimiento divino?
Dos respuestas consecuentes son posibles, pero ambas presen­
tan dificultades muy grandes. La concepción trascendente, se­
gún la cual la armonía de las mónadas es introducida desde el
exterior por el entendimiento divino, y que lleva al racionalis­
mo atomista o al empirismo-, y la concepción inmanente, que
identifica el entendimiento divino con el conjunto de las mó­
nadas, es decir con el universo, y que si se la desarrolla hasta
sus últimas consecuencias lleva, a través del panteísmo spi-
nozista, hasta la dialéctica hegeliana.
Vimos ya que Kant rechaza de manera categórica la primera
respuesta, la armonía preestablecida de Leibniz, las causas oca­
sionales de Malebranche; en efecto, a su juicio ellas implican
un atomismo radical y la renuncia a la categoría de totalidad.
La solución más natural habría sido la concepción opuesta: el
punto de vista de la inmanencia. Y sin duda ella coincidía mu­
cho más que la primera con la orientación del pensamiento
kantiano. Pero aquí resurgía una vieja dificultad con la que ya
habían tropezado los eleatas y a la que nadie (salvo Herádito)
había dado aún respuesta satisfactoria: el problema del cambio.
Parecía evidente a los filósofos que las categorías designan
algo absoluto, eterno e inmutable. Pero si se adoptaba el pun­
to de vista inmanentista de manera consecuente, por fuerza se
tropezaba con la contradicción entre las categorías eternas e
inmutables y la realidad empírica cambiante, contradicción que
solo podía resolverse de dos maneras: o bien reduciendo la
realidad empírica a pura apariencia, tal como después de los
eleatas habían hecho los platónicos, o bien admitiendo que
las categorías mismas pueden variar, cosa que después de He-
ráclito nadie había osado hacer; Hegel será el primero que
retome esa afirmación, y así llegará al método dialéctico.
Pero Kant no tuvo la osadía de avanzar tan lejos. Vio clara-

21 Ibtd., vol. I, pág. 479.

64
mente que una filosofía de la totalidad, consecuente, implica­
ba la inmanencia, y que esta lo llevaría a través del panteísmo
spinozista a la idea ae un Dios cambiante y a la dialéctica; a
causa de ello, precisamente, se negó a seguir ese camino.
Kant nunca proporcionó un análisis explícito del spinozismo,
pero ya al comienzo del escrito sobre El único fundamento de
prueba posible encontramos un pasaje muy característico y
al cual damos gran importancia, aunque el pensamiento de
Spinoza se mencione allí sólo a título de ejemplo. Kant, en el
desarrollo de la crítica a la prueba ontológica de la existencia
de Dios, quiere demostrar que la palabra «es» muy a menudo
designa solo una relación lógica entre el sujeto y el verbo, y
no una existencia real.

«Por ello este “ser” puede ser empleado legítimamente, aunque


se trate de relaciones entre cosas inimaginables. Por ejemplo,
el Dios de Spinoza está sometido a cambios perpetuos».22

Y aun si en este período Kant no se refiere siempre de manera


explícita a Spinoza, encontramos numerosos pasajes en los que
afirma la incompatibilidad del cambio con la dignidad divina.23

«De la demostración que espero haber aportado, todos podrán


extraer con facilidad consecuencias tan evidentes como estas:
yo, que pienso, no soy un ser absolutamente necesario, pues
no soy el fundamento de toda realidad, soy cambiante; ningún
ser que pueda no ser, es decir cuya supresión no cancele in­
mediatamente toda posibilidad, ningún ser cambiante o limi­
tado es absolutamente necesario. El mundo mismo no lo es.
Pues el mundo no es un modo de la divinidad; comprobamos
en él conflictos, deficiencias, cambios, cosas todas incompati­
bles con las determinaciones de la divinidad».

Pero adoptando esta posición rechazaba Kant las únicas dos


respuestas consecuentes a la cuestión de las relaciones mutuas
entre las partes y el todo, a saber, la respuesta trascendente
de Lcibniz o de Malebranche y el panteísmo inmanente de
Spinoza, que, como él había reconocido con claridad, llevaba
lógicamente a una filosofía dialéctica. Por lo tanto, debía bus­
car una tercera posición.
Ahora debemos interrumpir brevemente nuestro análisis para

22 Ibid ., vol. II, pág. 74.


23 Ibid., pág. 90.

¿5
detenernos en la cuestión de las relaciones entre el pensamien­
to precrítico de Kant y la filosofía dialéctica de Hegel.
En el centro del método dialéctico de Hegel se encuentra la
categoría de totalidad. No podemos entrar aquí en un análisis
detallado de esta filosofía, pero creemos que ello se desprende
de cada obra de Hegel. Y lo que distingue a Hegel de todos
los filósofos posteriores a Heráclito — nos sentimos tentados
de decir: lo pone por encima de ellos— es el hecho de que en
él las categorías fundamentales mismas no son eternas, rígidas,
ni están dadas de una vez por todas, sino que se realizan en
la evolución y a través de ella. Si quisiéramos enumerar los
caracteres principales de la idea de totalidad en Hegel, debe­
ríamos hacerlo del siguiente modo: la totalidad es

1. concreta y referida al contenido, contrariamente a la lógica


formal y a las lógicas científicas abstractas;
2. cambiante, en evolución petpetua, al contrario de las «ver­
dades eternas» del atomismo abstracto; y
3. ella se desarrolla mediante contradicciones, según el céle­
bre esquema triádico: tesis, antítesis y síntesis.

Concreta, referida al contenido, cambiante y que se desarrolla


mediante contradicciones, he ahí las principales características
de la totalidad hegeliana. El joven Kant, que como demostra­
mos había partido también de la idea de totalidad, debía tro­
pezar con los mismos problemas. Vimos ya que no pudo deci­
dirse a adoptar una totalidad cambiante, aunque percibió con
claridad que toda concepción inmanente debía llevarle por
fuerza a ella. Por eso adoptó desde entonces una posición in­
termedia, reconociendo sólo los aspectos formales e inmuta­
bles de la totalidad: el espacio, la divinidad (más tarde el
tiempo), mientras que en el plano del contenido, del dato
empírico, abrazaba la monadología atomista de Leibniz.
Con ello habría podido cerrarse la cuestión, y sería posible
imaginar que Kant no distinguiera nunca los problemas de las
contradicciones y de lo concreto, tanto más cuanto que, desde
el punto de vista de las totalidades puramente formales del
espacio y del tiempo, todo cambio parecía continuo. (Para pa­
sar de un punto del espacio a otro es preciso atravesar todos
los puntos intermedios.) Por eso nos parece notable que, ocu­
pándose del problema de la totalidad, llegara a plantearse esas
dos cuestiones e hiciera de ellas el objeto de dos pequeñas
obras.
La primera es una memoria presentada en la Academia de Bcr-

66
lín, publicada en 1764 pero escrita en 1762, con el título In­
vestigación sobre la claridad de los principios de la teología
natural y de la moral. Aunque el título no se refería a la filo­
sofía de la naturaleza, la obra comenzaba con un capítulo acer­
ca de la distinción, que tanta importancia había adquirido para
Kant, entre «la manera de alcanzar la certidumbre en los co­
nocimientos matemáticos y la manera de alcanzarla en filoso­
fía». Sabemos ya que en la primera domina el pensamiento
emanatista, y en la segunda, el pensamiento analítico. Pero
juzgamos importante el título del parágrafo segundo de este
primer capítulo: «La matemática en sus análisis, pruebas y
deducciones considera lo general bajo los signos, in concreto;
la filosofía lo considera a través de los signos, in abstracto»?*
Aun si en el texto se acuerda importancia quizás excesiva a
los «signos», nos parece claro que estamos aquí frente a la
distinción entre la totalidad concreta y el dato empírico abs­
tracto, que tanta importancia alcanzará en el pensamiento de
Hegel.
En cuanto al otro escrito, aparecido en 1763 y titulado En­
sayo de introducir en filosofía la noción de cantidades negati­
vas, intenta esclarecer la distinción entre la negación lógica,
por una parte, y por la otra la negación matemática y real, y
muestra que si la negación lógica no es más que lo contradic­
torio de la afirmación, las negociaciones matemáticas y reales
tienen tanta realidad como los elementos positivos. Las con­
tradicciones lógicas son inconcebibles; las oposiciones mate­
máticas y las contradicciones reales son efectivas. Deborin, en
sus investigaciones sobre la historia de la dialéctica, ya había
observado que tenemos aquí una de las primeras expresiones
de lo que más tarde será en Hegel la teoría de las contradic­
ciones dialécticas y la crítica de la razón formal.
Ahora bien, no por ello se convirtió Kant en un pensador
dialéctico, sino que fue el creador de la filosofía crítica. Le
cerró el camino de la dialéctica el hecho de que no pudo deci­
dirse a romper con la tradición platónica y racionalista ni ad­
mitir una totalidad sometida a la evolución, un «Dios some­
tido a perpetuos cambios».
De este modo, ya que rechazaba — aunque por razones dife­
rentes— las dos únicas posiciones consecuentes desde el punto
de vista lógico: la concepción trascendente de Leibniz y de
Malebranche y la concepción inmanente de Spinoza, Kant de­
bía buscar una tercera fórmula, intermedia. A partir de ello24

24 Ibid„ pág 278.

67
podremos comprender El único fundamento de prueba posi­
ble de una demostración de la existencia de Dios.

III
Debemos confesar, sin embargo, que este escrito nos parece
en cierta medida más confuso y vacilante que el resto de las
obras de Kant. Y él mismo, por otra parte, parece advertirlo.
El prefacio se empeña en subrayar que no se trata de un tra­
bajo definitivo, sino solo preparatorio. No aporta una prueba,
sino solamente «un fundamento de la única prueba posible
para una demostración de la existencia de Dios».38
Pero semejante falta de precisión y de elaboración es tan ex­
traña en Kant que debemos preguntarnos si la razón de ella
no es más profunda y más objetiva que las «otras preocupa­
ciones» que «no le dejaron el tiempo necesario».
En efecto, creemos que esa falta de claridad proviene de que
en el establecimiento de su «fundamento de prueba» parte del
concepto de todo, de universo, y que ello lo lleva a su pesar
hacia una posición muy próxima al spinozismo pan teísta, del
cual ya no puede diferenciarse más que verbalmente. Y son
esos esfuerzos continuos por evitar el panteísmo inmanente
los que lo llevan a emplear expresiones que no responden a
conceptos definidos con claridad y que por eso parecen a pri­
mera vista confusas, vacilantes y en ocasiones hasta escolásti­
cas. En el análisis de esta obra deberemos distinguir dos ele­
mentos diferentes: a) la discusión de las concepciones de otros
filósofos, y b) «el único fundamento posible de una prueba
de la existencia de Dios», del propio Kant.
En páginas anteriores consideramos ya las discusiones con
Leibniz, Malebranche, Wolff y Spinoza. La primera parte de
esta nueva obra contiene la crítica de la prueba ontológica de
la existencia de Dios, de Descartes. La crítica enteramente ela­
borada de esta prueba, retomada más tarde en la Crítica de la25*

25 «Por lo demás, lo que aporto aquí no es sino el fundamento de


prueba de una demostración, materiales de construcción laboriosamente
reunidos. Los someto al examen de los expertos para que empleen los
trozos utilizables en construir la casa según reglas que aseguren perdu­
rabilidad y conveniencia» ( ibid., vol. II, pág. 66).
«Las consideraciones que ofrezco son el fruto de largas meditaciones,
pero la forma de la exposición tiene el aspecto de una elaboración in­
completa» {ibid., vol. I I, pág. 66).

68
razón pura, se ha hecho célebre en la literatura filosófica. «La
existencia no constituye un predicado o una determinación de
una cosa cualquiera», sino «la posición absoluta de ella»; por
eso nunca se podrá probar la existencia mediante el análisis
de un concepto.
Espacio mucho mayor se concede, en la segunda parte, a la
discusión de la prueba físico-teológica. Es un análisis teórico
penetrante, que, si exceptuamos algunos ejemplos que como
es natural han envejecido, a nuestro juicio conserva aún hoy
toda su validez.
Kant distingue dentro de la dependencia de las cosas con re­
lación a la divinidad dos clasificaciones dicotómicas que, desa­
rrolladas de manera consecuente, llevan a dos concepciones
opuestas de la divinidad: la concepción inmanente y la con­
cepción trascendente:

1. La dependencia no moral y la dependencia moral de las co­


sas respecto de Dios.
2. La dependencia respecto de Dios de las cosas que consti­
tuyen el universo, por interposición del orden natural o sin
interposición de él.

La dependencia moral y ajena al orden de la naturaleza supo­


ne la trascendencia y una voluntad consciente de Dios, por
virtud de la cual las cosas existen y los acontecimientos se
producen, cosas y acontecimientos que son entonces, necesaria­
mente, contingentes. Y aquí es preciso distinguir dos órdenes
de lo sobrenatural: lo sobrenatural material, cuando el orden
de la naturaleza en modo alguno es respetado, y lo sobrenatural
formal, cuando Dios se sirve de este orden para alcanzar un
fin particular y contingente.
En la dependencia no moral de las cosas respecto de Dios que
se produce por interposición del orden natural, la intención y
la voluntad consciente de Dios no cumplen ningún papel. Dios
no es ya el ser que crea el universo por su voluntad, sino sólo
el fundamento de la posibilidad interna de las cosas y de los
acontecimientos, que son todos necesarios. Por lo tanto, estos
no dependen ya de su voluntad, sino que encuentran solo en su
existencia el fundamento de su posibilidad.
Nos parece evidente que ello reduce de manera considerable
la trascendencia de la divinidad y — aun si Kant no parece
advertirlo con claridad— lleva en última instancia a una con­
cepción imanentista.
Si las cosas no dependieran en modo alguno de la voluntad de

69
Dios sino solamente de su existencia, difícil sería señalar lo
que aún nos separa del panteísmo.
Ahora bien, ¿cuál es ahora la actitud de Kant frente a la de­
pendencia moral y sobrenatural de las cosas contingentes con
relación a la voluntad divina? En principio, negativa.

«Es una regla admitida por los filósofos o, mejor, por el sim­
ple buen sentido: no hay que considerar algo como milagro o
hecho sobrenatural a menos que haya una razón muy grande».2*

La físico-teología habitual tiene tres defectos, a saber:

1. «Ella considera toda perfección, toda belleza, toda armonía


natural como contingentes y ordenadas por la sabiduría, cuan­
do con frecuencia esas cualidades derivan necesariamente de
las leyes más esenciales de la naturaleza».2627

2. «Este método no es suficientemente filosófico; con harta


frecuencia ha estorbado la marcha de la filosofía. Por poco
que una disposición natural parezca útil, se atribuye esto a una
intención de la voluntad divina o a un ordenamiento especial
y querido de la naturaleza ( . . . ) Con ello se pone limites al es­
tudio de la naturaleza».

3. «Este método no puede servir más que para probar un au­


tor de los encadenamientos y combinaciones artificiales del
universo; es incapaz de probar un creador de la materia mis­
ma, o de hacer remontar hasta él el origen de los elementos
constitutivos del universo».28

Y pese a ello Kant no negó por completo este tipo de depen­


dencia; en efecto, había dos cuestiones respecto de las cuales

26 Ibid., pág. 108.


27 lbid., págs. 117-23.
28 Al principio el pasaje parece poco doro y, sobre todo, en contradic­
ción con las lineas que lo siguen. Sin embargo, del conjunto se despren­
den estas dos ideas:
a. La finalidad de una cosa necesita únicamente un creador de su forma
y no de su materia, que podría ser increada. «Por eso Aristóteles y mu­
chos otros filósofos de la Antigüedad explicaban sólo la forma y no la
materia por la creación divina».
b. Dios creó por su voluntad las cosas, pero no la posibilidad de cosas,
que funda sobre todo su unidad y su armonía y que debe pre-existir.
Ambas ideas son claras y en nada contradicen el razonamiento que ex­
pusimos antes. Tan solo su reunión conduce a veces a fórmulas confusas.

70
consideraba im posible u n a respuesta científica, p o r lo q u e se
creía o b ligado a a d m itir la in terv en ció n so b ren atu ral d e la pro*
videncia d iv in a, d e la v o lu n ta d trascen d en te d e D ios. E ra n :

1. La existencia d e las cosas com o tales: las ciencias d e la n a­


turaleza p ueden p ro b a rn o s q u e e l u n iv erso tal co m o e x iste es­
tá so m etid o a leyes in m u tab les y necesarias. P e ro p o r q u é ex is­
te ese u n iv erso y a trav és d e q u é , h e a h í u n a p re g u n ta q u e cae
fu era d el d o m in io d e la ciencia. L as relaciones, las leyes q u e
rigen el u n iv erso p u ed en ap arecer a n te la razón com o necesa­
rias, p e ro la existencia d e las cosas d e b e rá considerarse siem ­
p re co m o contingente, p ro d u c to de la v o lu n ta d divina.

« P o r lo ta n to , cu an d o digo q u e D ios c o n tien e e l fu n d am en to


ú ltim o d e la posibilidad in te rn a d e las cosas, cu alq u iera com ­
p ren d erá con facilidad q u e esa dependencia solo p u e d e ser n o
m oral ( . . . ) E n ta n to e n c u a n to D ios c o n tien e el fu n d am en ­
to d e la existencia d e las cosas, convengo e n q u e a q u í la d e ­
pendencia es siem pre m oral».29301

« T o d a cosa n a tu ra l es co n tin g en te e n su existencia».39

2. La existencia d e lo s seres orgánicos:

« N o es m enos cie rto q u e la naturaleza es rica en o tro tip o d e


producciones respecto de las cuales to d o filósofo q u e reflex io ­
n e en el m odo en q u e son engendradas se ve c o n streñ id o a
ab an d o n ar la vía p recedente [la explicación p o r el o rd e n n a ­
tu r a l] . La c o n stitu ció n d e las plan tas y d e los anim ales p re ­
senta u na disposición tal q u e las leyes generales y necesarias
no b astan para explicarlas».81

P e ro au n aq u í K an t agrega enseguida dos restricciones para


d em o strar q u e «es preciso, m ás q u e lo q u e suele hacerse, acor­
d ar a las cosas d e la naturaleza u n g ra n p o d e r d e p ro d u c ir sus
consecuencias en v irtu d d e leyes generales».
E stas restricciones son:

a. N o necesariam ente d eb e ad m itirse para to d o ser orgánico


una inten ción p a rtic u la r d e la d iv in id ad . B asta con q u e «se
reconozca a las p lantas y a los anim ales surgidos d e la p rim era

29 G. S., vol. II, pág. 100.


30 Ibid., pág. 106.
31 Ibid., pág. 114.

71
creación divina la aptitud, no solo de desarrollarse, sino de
procrear realmente los individuos semejantes a ellos mismos».32
b. Aun en la producción de las acciones humanas más libres,
las «reglas naturales» tienen enorme importancia:

«La experiencia misma confirma esta dependencia de los actos


más libres respecto de una gran ley natural. Por libre que sea
la resolución de casarse, considerando los grandes números se
comprueba que la proporción entre los individuos casados y
los vivos es notablemente constante .. .».33

Otra cita en el mismo sentido:

«Todos sabemos hasta qué punto el uso de la libertad del hom­


bre contribuye a abreviar o prolongar la vida. No obstante, es­
ta actividad libre ha de estar sometida a una ley superior, pues
considerando los grandes números, como promedio, la canti­
dad de fallecimientos con relación a los vivos es constante».34

Examinemos ahora desde el punto de vista científico y filo­


sófico esta discusión metodológica:

1. Como científico, no sólo se encuentra Kant en este punto


a la altura de su tiempo, sino que aún en nuestros días un in­
vestigador concienzudo, que se niegue a establecer hipótesis
sin fundamento empírico real, apenas podría cambiar algo
esencial en este punto de vista. Todavía hoy la ciencia parte
del axioma de que todo cambio es necesario y debe explicarse
por leyes naturales sin la intervención de una divinidad tras­
cendente. Y además sigue siendo igualmente ajena e impoten­
te respecto de los dos problemas que constituyen las excep­
ciones de Kant, a saber, el origen del universo y el origen de
la vida orgánica. Ajena ante el primero, que aparece a todos
los científicos serios como algo que sobrepasa los límites de la
ciencia, e impotente ante el segundo, donde, pese a innumera­
bles investigaciones y experiencias, la afirmación de que la
vida orgánica puede explicarse a partir de la materia inorgáni­
ca apenas se encuentra hoy mejor fundada experimentalmen­
te que en tiempos de Kant. Y ese problema sigue siendo el
principal argumento del vitalismo y de todas las filosofías te-
leológicas-
32 Ibid., pág. 115.
33 Ibid., pág. 111.
34 Ibid.

72
Que se nos entienda bien. No queremos por cierto tomar par­
tido en la discusión entre las biologías mecanicistas y vitalistas,
y afirmar o negar las posibilidades futuras de una explicación
de la vida a partir de la materia inorgánica. Nos limitamos a
comprobar que hoy, para el científico positivo que se atenga
a los resultados de sus experiencias, el problema permanece
abierto; por lo tanto, no hay razón alguna para reprochar a
Kant que no haya podido ni querido afirmar, hace 180 años,
la posibilidad de semejante explicación.
Y nos parece tanto más importante subrayar que las restric­
ciones de Kant tienden, ambas, a disminuir la intervención
trascendente de la divinidad en nuestro universo, rechazán­
dola hacia el origen de las cosas. Otra coincidencia curiosa y
digna de señalarse es que el ejemplo de matrimonios y suici­
dios escogido por Kant será mucho más tarde el tema de una
obra de Durkheim — El suicidio— , que contribuiría a fundar
la sociología científica francesa.

2. Pero, por notable que nos aparezca Kant como científico


en este análisis, juzgamos en extremo discutibles las conclu­
siones filosóficas que extrae de él. Los dos problemas antes
citados, que él encuentra insolubles para la ciencia positiva,
en modo alguno imponen o justifican, en nuestra opinión, la
hipótesis de un Dios trascendente.
Desde un punto de vista estrictamente lógico, no existe dife­
rencia alguna entre la hipótesis de un universo increado, que
existiría desde la eternidad (con o sin vida orgánica) y la hi­
pótesis según la cual el universo sería la creación de un Dios,
a su vez increado y que existiría desde la eternidad.
La primera hipótesis parece tan incomprensible como la otra,
pues la pregunta «¿Quién creó el universo y los seres vivos?»
no está más justificada desde el punto de vista lógico o epis­
temológico que esta otra: ¿Quién creó a Dios?». Simplemen­
te, nos resulta a primera vista más familiar, porque una tradi­
ción religiosa de siglos ha penetrado tanto nuestro pensamien­
to como nuestro lenguaje. En realidad, la hipótesis de un Dios
omnipotente que habría creado el universo por su voluntad,
pero que luego carecería de influencia sobre su evolución, nos
parece aún menos comprensible que la de un universo que
existiría desde toda la eternidad y estaría sometido a leyes más
o menos inmutables.35

35 Kant expresó este hecho muchas veces; véase la tercera «desventaja»,


ya mencionada, de la físico-teologfa.

73
V

Por lo tanto, si después de este análisis un pensador tan pro­


fundo y riguroso aceptó la hipótesis de un Dios trascendente,
debió .de tener para ello otras razones, más sólidas; las exa­
minaremos en la sección que sigue.363789

IV

Llegamos ahora a El único fundamento de prueba posible de


una demostración de la existencia de Dios. Kant distingue cua­
tro tipos de pruebas de la existencia de Dios. Dos de ellas, la
prueba cosmológica y la prueba físico-teológica, parten de lo
existente; la tercera, la prueba ontológica, parte de la idea de
lo posible, que empero ella considera como principio del cual
extrae como conclusión la afirmación de la existencia de Dios.
El nuevo fundamento de prueba kantiano infiere del concepto
de lo posible, como consecuencia, la existencia de Dios, como
fundamento y principio necesario de esa consecuencia.
Si algo es posible, debe existir un ser necesario, pues toda po­
sibilidad supone la «existencia de algo»;

«Es fácil advertir que la posibilidad desaparece, no solo en


caso de contradicción interna, en caso de imposibilidad lógica,
sino también en el caso en que no hay materia, algo dado que
pueda pensarse; ahora bien, todo posible es algo que puede
pensarse».®7

Debe haber «algo real en lo cual y por lo cual38 todo lo pen-


sable es dado».30 Su no existencia no solo suprimiría toda
realidad sino también toda posibilidad:

«Si toda existencia es suprimida, no queda absolutamente na­


da puesto, nada dado, y toda posibilidad queda anulada por
completo».40
36 El escrito contiene también un resumen de la Teoría e historia na­
tural del cielo, publicada mucho tiempo antes y que se hizo célebre mis
tarde bajo el nombre de «teoría Kant-Laplace». Esta teoría es impor­
tante para el estudio de la idea de universo en la filosofía de Kant. No
obstante, la dejaremos de lado aquí, limitándonos al análisis de los as­
pectos filosóficos de la categoría de totalidad, sin considerar sus aplica­
ciones científicas.
37 G. S., vol. I I, pág. 78.
38 Las bastardillas son nuestras.
39 G. S., vol. II, pág. 83.
40 Ibid., pág. 78.

74
Peto este ser cuya existencia es necesaria no puede ser una
cosa individual y limitada, pues lo que «la no-existencia quita
a una cosa, no es lo que está puesto en ella, sino algo por com­
pleto diferente; de la supresión de la existencia nunca resulta
entonces contradicción».41 Por el contrario, «aquello cuya ne­
gación o supresión aniquila toda posibilidad es absolutamente
necesario».42
Nos parece harto evidente que la prueba de la existencia de
Oios se desarrolla aquí a partir de la totalidad, de la universi-
tas que contiene en sí, no solo todo lo real, sino también todo
lo posible. Resta un problema: ¿cómo es posible que Kant no
arribe al Dios inmanente del panteísmo, sino que al contrario
parezca firmemente convencido de haber hallado un fundamen­
to de prueba para la existencia de un Dios trascendente, del
Dios de la religión cristiana? Pues también ello es evidente:
en modo alguno quiere Kant que su Dios se confunda con el
universo:

«De que un ser semejante es el más real de todos los seres


posibles, a punto tal que todo lo que no es él no es posible
sino por él, no habría que inferir empero que toda realidad
posible está comprendida entre sus determinaciones. He ahí
una confusión de ideas en que en el pasado se incurrió con
mucha frecuencia».43

En efecto, el Dios del panteísmo no solo estaría sometido a


perpetuos cambios, sino que hasta tendría atributos negativos
o contradictorios.
A nuestro juicio, por otra parte, ese constituye el punto más
débil de la obra. En efecto, entre «aquello en lo cual y por lo
cual todo lo pensable es dado» y cuya supresión o negación
«eliminaría toda posibilidad» y el Dios del cual se subraya
que «toda realidad posible no forma parte de sus determina­
ciones» nos parece que media una contradicción muy difícil
de resolver.
Kant cree lograrlo designando a Dios, no como concepto abar­
cador de todas las cosas, sino como fundamento de la posibi­
lidad interna de esas cosas. Sin embargo, hemos dicho que esa
distinción nos parece puramente verbal; a nuestro juicio no co­
rresponde a un contenido preciso y distinto, y en todo caso no

41 lbid., pág. 82.


42 lbid., pág. 83.
43 lb id , pág. 85.

75
vemos para nada el modo en que esa concepción suprimiría
o superaría, aunque fuera solo en parte, las dificultades con
que Kant había tropezado. Quedará siempre el problema de
saber cómo un Dios inmutable, puramente positivo y despro­
visto de toda contradicción, puede constituir el fundamento
de la posibilidad interna de un mundo de cosas cambiantes y
que posee atributos negativos y contradictorios.
En este punto, sin embargo, es preciso consignar todavía una
consideración que no cobrará toda su importancia sino más
tarde, en el período crítico, pero que sin duda desempeña ya
cierto papel en el pensamiento kantiano.
Lo que separa a Kant del panteísmo y de la inmanencia no son
solo los problemas del cambio y de los atributos negativos y
contradictorios; es también —y quizá principalmente— la con­
vicción de que una concepción inmanente estaría obligada a
elegir entre la totalidad y los individuos, y debería optar por
aquella o estos sin poder conciliarios nunca.
Si lo inmanente dado es un todo, un universo, entonces los in­
dividuos, las mónadas, carecen de verdadera realidad; y si por
el contrario la tienen, entonces el todo ya no es un universo
sino solo un compuesto de mónadas. Kant quería a toda costa
conservar ambos elementos y reunirlos en una síntesis.
No podemos abordar aquí la discusión de este problema. Sin
embargo, nos parece que la hipótesis de un Dios trascenden­
te no es más apta que las otras para resolverlo. Pues el pro­
blema que en tal caso se plantea sigue siendo el mismo, en
una forma apenas cambiada: ¿cómo el Dios único, eterno e
inmutable puede engendrar individuos innumerables, autóno­
mos y cambiantes?
Como quiera que fuese, Kant pudo alimentar cierto tiempo
(y ello ocurrió sin duda) la ilusión de haber hallado un nuevo
punto de vista sintético e intermedio entre la trascendencia
absoluta y la inmanencia pura. Pero tarde o temprano debía él
reconocer su error y abandonar esta concepción; como sabe­
mos, ello se produjo poco tiempo después.
No obstante, para nosotros era esencial advertir la considera­
ble importancia que ya en este primer escrito teológico de
Kant cobra la idea de totalidad, del todo, y el modo en que
es precisamente en virtud de ella como su pensamiento se dis­
tingue de las concepciones de la divinidad sustentadas por la
mayoría de sus predecesores (Descartes, Leibniz, Aristóteles).
Aunque todo esto parezca harto evidente, principalmente si se
piensa en los pasajes antes citados en los que Kant pone en
relación la divinidad con el todo, queremos mencionar aún un

76
argumento que figura en una obra posterior de Kant, la Criti­
ca de la razón pura.
Dentro de la dialéctica trascendente, el capítulo segundo del
libro segundo habla de «El ideal trascendental», es decir, de
la idea de Dios. Las secciones 4, 5 y 6 tratan «De la imposibili­
dad de una prueba ontológica, cosmológica y físico-teológica
de la existencia de Dios»; probablemente la mayoría de los
lectores las conozcan, si no en su texto original, sí por alguno
de los innumerables estudios que se les han consagrado. Los
neokantianos apenas pararon mientes en el hecho, harto extra­
ño, de que el escrito de 1763 se refiriera a cuatro pruebas de
la existencia de Dios, mientras que aquí Kant solo reconoce y
discute tres. Menos aún repararon en que ya las secciones 2
y 3, tituladas respectivamente «Del ideal trascendental» y «De
los fundamentos de prueba de la razón especulativa para infe­
rir la existencia de un ser supremo», tratan de una prueba
semejante, que corresponde en buena parte a la cuarta prueba
de 1763. La única diferencia es que ahora Kant habla de ma­
nera más clara, y casi en cada línea, del todo y de la totalidad.
¿Sería excesiva audacia admitir que Kant analiza y desenmas­
cara aquí sus propias «ilusiones» del período precrítico, y
que puede exponer ahora sus antiguos razonamientos de ma­
nera mucho más precisa, justamente porque, habiéndolos so­
brepasado, no teme ya aproximarse demasiado al panteísmo?
Argumentos puramente exteriores hablan en todo caso en fa­
vor de esta hipótesis. Tal, por ejemplo, la expresión «funda­
mento de prueba» que se encuentra tanto en el título de la
obra de 1763 como en el de lo sección 3, o bien el lugar que
ocupa este análisis, antes de las otras tres pruebas.
Sin embargo, esos no son más que argumentos exteriores. Exa­
minemos un poco mejor el contenido de esas dos secciones.
Sobre todo la segunda podría citarse aquí íntegra, hasta tal
punto se refiere de manera explícita al todo y a la totalidad.
Kant distingue en ella, en primer lugar, la determinación ló­
gica de los conceptos (abstractos) de la determinación integral
de las cosas singulares (concretas):

«Esta no descansa simplemente en el principio de contradic­


ción; pues, fuera de la relación de los dos predicados contra­
dictorios, considera además cada cosa en su relación con la
posibilidad total, concebida como el conjunto de todos los
predicados de las cosas en general».44
44 Ib id ., vol. I I I , pág. 385, B. 600

77
«Por virtud de este principio, toda cosa es entonces referida
a un correlato común, a saber, a la posibilidad total que ( ma­
teria de todos los predicados posibles) si se encontrara en la
idea de una cosa única, probaría una afinidad de todo lo posi­
ble por la identidad del fundamento de su determinación total.
La determinadon de todo concepto está subordinada a la uni­
versalidad ( universalitas) ( . . . ) pero la determinación de una
cosa lo está a la totalidad (universitas) o al conjunto de to­
dos los predicados posibles»/*11

Kant habla aquí de una manera mucho más clara que en 1763.
Lo esencial del fundamento de las pruebas está en la relación
de toda cosa con la totalidad, la universitas. Esto se repite y
destaca varias veces en diferentes formas: «Toda diversidad
de las cosas no es más que una manera igualmente múltiple
de limitar el concepto de la realidad suprema que constituye
su sustrato común, así como todas las figuras solamente son
posibles en cuanto diferentes maneras de limitar el espacio in­
finito».4®

Si Kant puede expresarse ahora de un modo tan nítido, ello


se debe a que, como dijimos, ya no reconoce ese fundamento
de prueba. Nos indica también cómo se pasa del «todo» al
«fundamento de lo posible».

«La derivación de toda otra posibilidad a partir de este ser


originario no podrá entonces tampoco, hablando con propie­
dad, considerarse como una limitación de su realidad suprema
y de algún modo como una división de esta; pues en tal caso
el ser originario se consideraría como un simple agregado de
seres derivados, y ello es imposible según lo que precede, aun­
que al comienzo, en un primer esbozo grosero, nos hayamos
representado el asunto de ese modo. La realidad suprema ser­
viría de fundamento antes que de continente a la posibilidad
de todas las cosas».454647
Pero todo ello no es más que apariencia dialéctica. En efecto,
«de suyo se comprende que la razón ( . . . ) no supone la exis­
tencia de un ser de esa índole ( . . . ) sino solamente su idea».48
«Si hiciéramos de él una hipótesis, ese uso de la idea trascen-
45 Jbid., pág. 386, B. 600.
46 lbid., pág. 389, B. 606.
47 lbid., pág. 390, B. 607.
48 lbid., pág. 389, B. 605-06.

78
dental sobrepasaría ya los límites de su destinación [ Bestim-
mung] y de su admisibilidad».4”
Y esta segunda sección remata con un pensamiento que reviste
suma importancia para comprender la filosofía crítica. En efec­
to, luego de haber analizado en esos términos el antiguo fun­
damento de prueba y desnudado la ilusión dialéctica que lo
engendra, Kant se pregunta si de todos modos ese razona­
miento no es natural y si, implícitamente, el empleo empírico
de la categoría de totalidad no podría, fuera de esta ilusión
dialéctica, tener un fundamento epistemológico legítimo. Y
llega a la conclusión de que ello realmente ocurre en el cono­
cimiento empírico de los fenómenos, donde «nada es para nos­
otros un objeto si no supone el conjunto de toda la realidad
empírica como condición de su posibilidad».4950
La tercera sección comienza resumiendo una vez más el razo­
namiento de El único fundamento de prueba:

«Si existe alguna cosa, cualquiera que esta sea, es preciso acor­
dar también que hay algo que existe necesariamnte».5152

«Tal es entonces la marcha natural de la razón humana. Ella


se persuade primero de la existencia de algún ser necesario.
En este ser ella reconoce una existencia incondicionada. En­
tonces busca el concepto de lo que es independiente de toda
condición, y lo encuentra en lo que es en sí la condición sufi­
ciente de todo lo demás, es decir, en lo que contiene toda
realidad. Pero el todo sin límite es unidad absoluta e implica
el concepto de un ser único. La razón concluye así que el ser
supremo como fundamento originario de todas las cosas exis­
te de una manera absolutamente necesaria».53

A lo anterior le siguen una discusión y una refutación de este


razonamiento mucho más profundas que en la sección prece­
dente:

«No se podría negar a este concepto cierta solidez cuando se


trata de decidirse. Pero si nada nos urge a decidirnos y prefe­
rimos dejar todo este asunto en suspenso ( . . . ) entonces el ra­
zonamiento ya no se muestra en una postura tan ventajosa».5,1
49 lbid., pág. 390, B. 608.
50 lbid., pág. 391, B. 610.
51 lbid., pág. 393, B. 612.
52 lbid., pág. 394, B. 614-15.
53 lbid., pág. 394, B. 615.

79
Además, aun si admitimos «que, primeramente, de cualquier
existencia dada (aunque solo fuese de la mía) se puede infe­
rir con validez la existencia de un ser absolutamente necesa­
rio; en segundo lugar, que debo considerar como absoluta­
mente incondicionado un ser que contiene toda realidad ( . . . )
en modo alguno es posible inferir de ello también que el con­
cepto de un ser limitado ( . . . ) contradiría por causa de ello
la necesidad absoluta».64
Y después de haber demostrado que el razonamiento que parte
de la idea de totalidad para inferir la existencia de un Dios
único no es impecable desde el punto de vista lógico, Kant
remata el capítulo con la perspectiva de una prueba prácti­
ca y moral de la existencia de Dios.
Esperamos haber demostrado de manera convincente que el
escrito teológico de 1763 partía en buena parte de la idea de
totalidad, y que esta había adquirido una importancia excep­
cional aun en ese estadio del pensamiento de Kant. Por vir­
tud de ella se separó de la mayoría de sus predecesores — Des­
cartes, Leibniz y Aristóteles— , y a ella debió el hecho de
convertirse en un pensador verdaderamente independiente y
original. No obstante, lo que lo separó de una filosofía conse­
cuente de la totalidad fue el parentesco peligroso que ella pre­
sentaba con el panteísmo de Spinoza y la concepción inmanen­
te de la divinidad.5455

54 Ibid., pág. 393, B. 615-16.


55 Todavía queda por etucidar una última cuestión: ¿cómo se concillan
los dos capítulos que acabamos de analizar con el título que les sigue,
«No hay para la razón especulativa más que tres maneras de probar la
existencia de Dios»? Se trata, sin duda, de las pruebas ontológica,
cosmológica y físico-teológica, que se examinan en las secciones 4, 5
y 6. ¿Forman parte de estas tres pruebas también los razonamientos de­
sarrollados en las secciones 2 y 3? ¿O constituyen una cuarta prueba?
¿Puede culparse a Kant de haber incurrido en una repetición inútil, o
bien se ha contradicho? Y, ¿por qué existían en 1763 cuatro pruebas
cuando ahora no hay más que tres? En nuestra opinión, la respuesta a
estas preguntas se encuentra en las fórmulas empleadas por Kant: «Fun­
damento de prueba para la existencia de un ser supremo» y «Manera
de probar la existencia de Dios». El propio Kant dice aquí lo que sos­
tuvimos al comienzo de este parágrafo. El «fundamento de prueba» no
permite concluir más que la existencia de un ser supremo. Pero, tanto
como el Dios trascendente de la religión cristiana, o quizá con mejor
derecho, este Ser supremo puede ser la totalidad inmanente del pan­
teísmo. Aquel fundamento vale tanto para el Dios de Spinoza como pa­
ra el Dios de Leibniz, de Descartes o de Santo Tomás. Las tres pruebas
restantes son las que llevan a la trascendencia, pero para ellas la
existencia de un ser supremo constituye una premisa necesaria. Por eso
Kant examina esta antes que a las otras. No obstante, hay que recono-

80
V
Tres años después de El único fundamento de prueba apareció
un escrito que representa una etapa en extremo importante,
no solo en la historia del pensamiento kantiano, sino en la del
idealismo alemán en general: Los sueños de un visionario acla­
rados por los sueños de la metafísica.
En él por vez primera se aplica directamente el punto de vista
de la totalidad al conocimiento del hombre, y ello conduce a
la elaboración, todavía rudimentaria, es cierto, de las principa­
les categorías de la filosofía crítica posterior, a saber:

a. La comunidad, que se divide en 1) comunidad de los es­


píritus, que se designa ya como mundo inteligible, y 2) co­
munidad imperfecta de los hombres.
He ahí las primeras formas de lo que será más tarde, no sola­
mente el mundo inteligible y el mundo sensible en Kant, sino
también el «en sí» y el «en sí y para sí» del Espíritu en Hegel,
la conciencia verdadera y la conciencia falsa en Lukács, la exis­
tencia auténtica e inauténtica en Heidegger.
b. La naturaleza contradictoria, no solo de la sociedad humana,
sino del carácter humano en general: lo que Kant llamará más
tarde el carácter «social-asocial» del hombre. Sin embargo, es
preciso destacar que Kant habla del hombre en general, y no
solo de un cierto tipo histórico del hombre.
c. La esperanza en el futuro, que por ahora se indica solo co­
mo el punto de vista propio de Kant, pero que más tarde, en
el Kant de la filosofía crítica, en Hegel, Marx y Lukács, pasará
a ser en medida creciente el fundamento de toda filosofía ver­
dadera.
La obra comienza con una nota preliminar que indica las ra­
zones por las cuales un pensador tan reflexivo se vio llevado a
publicar una obra sobre los sueños de un visionario.08 Ellas
son dos:

1. El ataque contra los sueños de Swedenborg es al mismo


tiempo un ataque contra la Iglesia católica y los gobiernos
que por razones de Estado le prestan apoyo:07
cer que en el desarrollo de estos cinco capítulos no se ha hecho esta
separación de un modo estricto y riguroso.
56 El visionario es Swedenborg, centra quien está dirigida la obra.
57 Sin embargo, sería totalmente falso tomar i la lettre este ataque
contra la Iglesia católica y ver en Kant un protestante creyente y fiel
que quiere atacar tan solo a esta. Es evidente que apunta a todas las

81
«El reino de las sombras es el paraíso de los fantaseadores ( . . . )
En él, ellos encuentran un país ilimitado donde pueden esta­
blecerse a gusto: vapores hipocondríacos, cuentos de criadas
y milagros de convento no les mezquinan materiales. Los fi­
lósofos trazan el plan y lo cambian de nuevo, o bien lo recha­
zan según su costumbre.
»Solo la Roma sagrada posee en él provincias provechosas:
las dos coronas del reino invisible sostienen la tercera, como
la diadema frágil de su majestad terrestre, y las llaves que
abren las puertas del otro mundo abren al mismo tiempo por
simpatía los cofres del mundo actual».58

Por desdicha, casi siempre es imposible atacar los argumentos


de la Iglesia, ya que:

«Tales pretensiones del reino de los espíritus, en la medida


en que son probadas por las razones de la sabiduría de Estado,
se elevan muy por encima de todas las objeciones impotentes
de los filósofos, y su empleo o abuso es ya demasiado respe­
table como para tener necesidad de someterse a un examen tan
indigno».

Por ello es preciso contentarse con «historias vulgares» que


«no están protegidas por el argumento de la ventaja (argu-
mentum ab utili), que es el más convincente de todos».50

2. Kant se ocupó de Swedenborg seriamente y sin prejuicios,


pues «es un prejuicio tan tonto el de no creer nada ( . . . ) co­
mo el de creer todo sin examen».90 Pero este trabajo no le dio
resultado positivo alguno. «Gimo suele suceder allí donde no
hay nada que buscar ( . . . ) no encontró nada». Sin embargo,
«había comprado un grueso volumen, y lo que es peor lo había
leído; ese trabajo no debía perderse». A ello se sumó la ¡n-.
sistencia «de amigos conocidos y desconocidos». Así nació
esta obra.
iglesias, Pero, como se entiende, pese a la «libertad religiosa» de Fede­
rico el Grande, en la Prusia protestante no se podía atacar públicamen­
te más que a la Iglesia católica y a los gobernantes que la apoyaban.
En la carta ya citada a M. Mendelssohn, que acompañaba al envío de
esta obra, Kant le escribía: «Pienso con la mayor convicción y con gran
satisfacción muchas cosas que nunca tendré el coraje de decir, pero ja-
más diré cosas que no piense». No cabe ningún malentendido.
58 G. S„ vol. I I , pág. 317.
59 Ibid., pág. 317.
60 lbid., pág. 318.

82
Pero esas no eran más que razones exteriores. ¿No hay en el
origen de esta obra una necesidad filosófica más profunda?
Así lo creemos, y juzgamos que es el título mismo el que lo
indica: Las sueños de un visionario aclarados por los sueños
de la metafísica. El visionario es Swedenborg, pero ¿quién es
el metafísico? Leyendo el escrito se comprende que es el propio
Kant. El había esperado todo lo que nos describe en la segunda
parte, y fue buscando la confhmarión empírica y positiva de
sus propias esperanzas como se interesó en las extrañas his­
torias de Swedenborg. Y si escribió toda una obra sobre ese
tema, no solamente se debe a que Swedenborg resultó ser
nada más que un visionario exaltado; se debe también, y aun
principalmente, a que ahora el propio Kant duda de la justifi­
cación y legitimidad de sus propias esperanzas y, pesaroso, debe
decidirse a reconocer que quizás, y aun muy probablemente,
ellas no eran más que «sueños». Pero que en modo alguno
había renunciado por completo a sus sueños, lo prueba la ma­
nera detallada con que Kant nos los describe; lo prueban
también sus conclusiones, tan poco categóricas, y sobre todo
el hecho de que retoma esos conceptos (comunidad, mundo
inteligible) en la filosofía crítica, si bien es cierto que en for­
ma modificada.
Podríamos citar aquí toda la segunda parte de la obra, pero
la falta de espacio nos obliga a contentarnos con algunos ejem­
plos. En la primera parte, Kant explica el significado del tér­
mino «espíritu» y comprueba que por virtud de la existencia
de seres vivos estamos convencidos, «si no con la limpidez de
una demostración, al menos con el presentimiento de un en­
tendimiento bien ejercitado, de la existencia de seres inmate­
riales a cuyas leyes particulares de acción llamaremos pneu­
máticas, y en tanto en cuanto los seres físicos son causas in­
termedias de sus efectos en el mundo material, las llamaremos
orgánicas».*1

«Puesto que esos seres inmateriales son principios espontáneos


( . . . ) la conclusión a que se llega en primer lugar es que, reu­
nidos de manera inmediata, forman quizás entre ellos un gran
todo al que puede llamarse el mundo inmaterial (mundus in-
telligibilis)».**
«Ese mundo inmaterial puede considerarse por tanto como un
todo subsistente por sí mismo, cuyas partes se encuentran en612

61 Ibid., pág. 329.


62 Ibid.

83
ligazón y comunidad recíprocas ( . . . ) de suerte que su rela­
ción a través de la materia es solamente fortuita y reposa en
una disposición divina particular, en tanto que su comunidad
es natural e indisoluble».63
Se podría imaginar entonces que «el alma humana aun en esta
vida se encuentra dentro de una comunidad indisoluble con
todas las naturalezas inmateriales del mundo de los espíri­
tus ( . . . ) de la cual ella empero no es consciente en cuanto
hombre, mientras todo va bien».64
Habría allí una separación estricta y neta. En cuanto alma hu­
mana atada a un cuerpo, ella no tendría conocimiento ni re­
cuerdo algunos del mundo inteligible de los espíritus, y a la
inversa, en cuanto parte integrante del mundo inteligible no
tendría acceso alguno al mundo material. Poseería así una
suerte de «doble personalidad», imagen que el propio Kant
emplea en otro pasaje a título de ilustración.
¿Pero cómo llegó el metafísico a semejantes sueños y esperan­
zas? Lo indujo a ello el conocimiento de la comunidad huma­
na real, de lo que Kant llamará más tarde la «naturaleza so-
cial-asocial» del hombre:

«Entre las fuerzas que mueven el corazón humano, algunas


de las más poderosas parecen estar fuera de él, a saber, fuerzas
que, por consiguiente, no se relacionan solamente en calidad
de medios con el interés y la necesidad personales, en cuanto
fin que se encuentra dentro del hombre mismo, sino que ha­
cen que las tendencias de nuestros impulsos sitúen el foco de
su unión fuera de nosotros, en otros seres racionales; de allí
nace un conflicto de dos fuerzas: el egoísmo, que refiere todo
a sí mismo, y la utilidad general, por la cual el espíritu es
impulsado o atraído hacia otros seres fuera de él».6S

«Al mismo tiempo, un poder misterioso nos contriñe a orien­


tar nuestra intención hacia el bien de otro o según el arbitrio
ajeno, aunque lo hagamos muchas veces a disgusto y ello con­
tradiga fuertemente nuestra inclinación egoísta; por tanto, el
punto en que convergen nuestros impulsos no está solamente
en nosotros: hay también fuerzas que nos mueven en la volun­
tad de los otros, fuera de nosotros».66 «Vemos por tal virtud
63 lbid., pág. 330
64 lbid., pág. 333.
65 lbid., pág. 334.
66 lbid.

84
que somos dependientes, en los móviles más secretos, de la
regla de la voluntad general, y de ello resulta, dentro del mundo
de todas las naturalezas pensantes, una unidad moral y una
constitución sistemática según leyes puramente espirituales».67

Y Kant cree posible que el sentimiento moral del hombre no


sea más que una consecuencia de esta comunidad natural y
perfecta de los espíritus de la cual el alma forma parte:

«¿No sería posible imaginar el fenómeno de los impulsos mo­


rales en las naturalezas pensantes, tal como ellas se refieren
unas a otras en acción recíproca, como el resultado de una fuer­
za verdaderamente activa por la cual las naturalezas espiritua­
les se unen mutuamente, de suerte que el sentimiento moral
sería ( . . . ) una consecuencia de la acción recíproca natural y
general por la cual el mundo inmaterial obtiene su unidad
moral?».6*

En tal caso, la imperfección y la insuficiencia de la comunidad


y de la moralidad de los hombres en el mundo sensible serían
explicables, pero después de la muerte nuestra alma prosegui­
ría su existencia en una comunidad natural e indisoluble de
los espíritus y realizaría la moralidad perfecta. Y, lo que es
importante en extremo, todo ello se produciría «según el orden
de la naturaleza».

«Este hecho reviste particular importancia. Pues basándonos


exclusivamente en principios racionales, importa una gran di­
ficultad que, para evitar el inconveniente que surge de la im­
perfecta armonía entre la moralidad y sus consecuencias en
este mundo, estemos obligados a refugiarnos en una voluntad
extraordinaria y divina».69

Aquí Kant expresa de manera explícita lo que a nuestro juicio


contituye un elemento esencial para comprender la filosofía
crítica de la religión, a saber: que el postulado de la existen­
cia de Dios no es más que un sustituto filosófico de la totali­
dad inmanente que parecía imposible alcanzar en sus dos for­
mas principales: el universo y ante todo la comunidad humana.
Tales eran entonces los sueños del metafísico. Y Kant nos ex­
plica que si estuvieran fundados, podría haber excepcionalmen-
67 lbid., pág. 335.
68 lbid.
69 lbid , pág. 337.

85
te hombres que tuvieran ciertas relaciones y algún conoci­
miento de ese mundo de los espíritus. Tales hombres aparece­
rían a los otros, a los hombres normales, como soñadores y vi­
sionarios, pero precisamente constituirían la confirmación más
preciosa de la legitimidad de las esperanzas metafísicas. Por
eso Kant analizó en detalle la obra de Swedenborg.
La tercera parte nos muestra sin embargo el reverso de la me­
dalla. También es posible que las afirmaciones fantasiosas del
visionario no se funden en un conocimiento real del mundo
de los espíritus, sino que sean el efecto mucho más trivial de
simples perturbaciones orgánicas, así como los desarrollos me-
tafísicos podrían ser, no la expresión de esperanzas bien fun­
dadas, sino solo de los deseos subjetivos del pensador:

«En efecto, la balanza del entendimiento no es del todo im­


parcial; uno de sus brazos, el que lleva la inscripción esperan­
za del futuro, tiene una ventaja mecánica en virtud de la que
razones livianas puestas en su platillo elevan en el otro espe­
culaciones que por sí mismas tienen un peso mayor. He ahí
la única inexactitud que no quiero en verdad suprimir, y ja­
más querré hacerlo».7"

La experiencia nunca podrá arribar a una decisión definitiva


entre esas dos posibilidades. En efecto, nada se puede saber-,
solo es posible creer, tener cierta opinión. Visiblemente, Kant
considera más probable la segunda eventualidad y cree que
esas esperanzas no son más que sueños. No obstante, no puede
decidirse a renunciar del todo a «la esperanza en el futuro»
ni a eliminarla por entero:

«El lector tiene en ello libertad de juicio; pero en lo que me


concierne, mi inclinación en favor de las razones del segundo
capítulo es al menos bastante grande como para que perma­
nezca yo serio e indeciso cuando escucho las diversas y sor­
prendentes historias de ese género».

Pero ello «con la reserva habitual, aunque curiosa, de poner


en duda cada una de ellas, acordando empero algún crédito a
todas consideradas en conjunto».7071
Como quiera que fuere, la utilidad de la obra ha consistido ep.
que estableció una distinción clara entre el saber y la opinión.

70 Ibid., págs. 349-50,


71 Ibtd., pág. 331.

86
La segunda parce contiene el análisis de la obra de Sweden-
borg; muestra que él no es rnás que un visionario exaltado,
que no posee un conocimiento real del mundo de los espíritus,
por lo cual es incapaz de comunicarlo a los otros.
Dijimos ya que a nuestro juicio Los sueños de un visionario
constituyen un momento decisivo, no solo dentro de la evolu­
ción del pensamiento kantiano, sino del idealismo alemán en
general; en esa obra, en efecto, el punto de vista de la totali­
dad se aplica de manera directa al conocimiento del hombre y
de la vida humana, con lo cual se elaboran las ideas fundamen­
tales del idealismo alemán en el plano de la filosofía moral,
la filosofía de la historia y la filosofía de la religión:

1. La existencia humana empírica, insuficiente, es opuesta a


otra existencia ideal, esperada para el futuro y cualitativamen­
te diversa de aquella; esa oposición se convertirá en el centro
del sistema, no solo en el Kant del período crítico, sino tam­
bién en Hegel («en sí y para sí del Espíritu»), en Marx, en
Lukács y en Heidegger.

2. La posibilidad de superar esta limitación no se busca en el


individuo sino en la totalidad, en la comunidad perfecta, por
lo cual esta obra nos parece infinitamente superior a muchos
trabajos filosóficos escritos con posterioridad.

3. Kant ve y expresa con claridad que la posibilidad de supe­


rar de manera inmanente los límites de la existencia individual
por vía de la comunidad vuelve superflua la «gran dificultad»
de la intervención de un Dios trascendente. Dios no es más
que la expresión ideológica de la aspiración a una comunidad
perfecta, con lo cual el propio Kant indica la posibilidad de
reemplazar en el futuro la filosofía de la religión por una filo­
sofía de la historia, sustitución que más tarde realizaron Hegel
—de manera parcial— y Marx y Lukács — totalmente.

4. Se elabora el punto de vista y la perspectiva de todo el hu­


manismo alemán, y quizá de toda filosofía genuina: la «es­
peranza en el futuro»; bien es cierto que se lo hace de manera
subjetiva, válida solo para el autor mismo ( «el lector tiene en
ello libertad de juicio»).

Con todo ello, Kant abre el camino seguido hasta hoy por el
pensamiento humanista, y a lo largo del cual por otra pgrte
este progresa aún en nuestros días.

87
VI

Diez años habían transcurrido entre la Monadologia pbyiica y


Los sueños de un visionario. En ese lapso cierto número de
ideas importantes se habían agolpado en el espíritu de Kant.
En oposición constante con sus predecesores racionalistas y
dogmáticos, Kant había adoptado la perspectiva de la totali­
dad como punto de arranque y centro de su pensamiento fi­
losófico. De ese modo había arribado al «nuevo fundamento
de prueba», es decir a una nueva concepción, bien es cierto
que harto confusa, de la divinidad. Y ante todo había devuelto
a las nociones de universo y de comunidad su verdadera im­
portancia dentro del pensamiento filosófico.
Eran notables esos resultados, que hasta nuestros días han
conservado su influencia decisiva sobre el espíritu europeo y
que por sí solos bastarían para hacer de Kant uno de los pensa­
dores más importantes del pensamiento moderno. Además,
considerando el universo y la comunidad desde el punto de
vista de la totalidad, Kant había llegado a una distinción que
formulaba la esencia misma de la sociedad burguesa naciente,
y por lo tanto del hombre europeo, válida para los ciento cin­
cuenta años siguientes: la distinción entre la forma y el con-
tenido.12
En el conocimiento del universo había distinguido el conteni­
do, las mónadas autónomas e independientes, del todo formal
constituido por el espacio divisible al infinito y que no se com­
pone de partes simples; en cuanto a la totalidad concreta referi­
da al contenido, se había visto obligado a relegarla al nuevo
concepto harto problemático de la divinidad, al «fundamento
de toda posibilidad interna».
Dentro del conocimiento de la sociedad humana había distin­
guido las fuerzas morales de las fuerzas egoístas, y también en
este caso se había visto obligado a situar el concepto de la
totalidad perfecta referida al contenido en la idea no menos
problemática de la «comunidad de los espíritus», en el «mun­
do inteligible».
Con ello había descubierto ya toda una serie de puntos de
arranque decisivos para la filosofía crítica ulterior. Y en Los72
72 Es preciso no confundir esta distinción en la filosofía de Kant con
la de los mismos conceptos en Aristóteles y Santo Tomás. Para poner
en evidencia las diferencias basta mencionar que en estos últimos el pro­
blema central es saber cómo un cierto contenido dado llega a la forma,
mientras que en Kant, por el contrario, se trata de saber cómo una for­
ma vacía llega a llenarse de un contenido.

88
sueños de un visionario encontramos todavía (aunque por
el momento en sentido negativo) ciertas ideas fundamentales
de la estética crítica.73
Pero todos esos elementos permanecían aislados y no habían
sido reunidos aún en un sistema de conjunto. Por el contrario,
aparecían como por entero independientes unos de otros, y su
reunión debía tropezar con dificultades insuperables mientras
Kant no se decidiera a realizar una separación radical y gene­
ral entre la totalidad formal y la totalidad concreta referida
al contenido. (Siempre que no quisiera o no pudiera aceptar
una concepción inmanente y dialéctica.) En un fragmento
póstumo el propio Kant nos dice hasta qué punto todos esos
problemas le aparecieron entonces difíciles y complicados:

«Al comienzo veía esta doctrina como bajo una luz crepuscu­
lar. Intenté con gran seriedad probar ciertas proposiciones al
mismo tiempo que sus contrarias, no para fundar una doctrina
escéptica sino porque temía una ilusión del entendimiento y
a fin de descubrir en qué consistía. El año 1769 me aportó
una gran luz».74

De este trabajo de pensamiento y de la «gran luz» de 1769


nació la Disertación inaugural aparecida en 1770: «La forma
y los principios del mundo sensible y del mundo inteligible».
Se suele ver en ella el primer escrito crítico por cuanto que la
distinción entre la sensibilidad y el entendimiento ya ha sido
desarrollada por completo, y que, como muchas veces se ha
dicho, la estética trascendental se encuentra allí elaborada por
entero. Así formulada, esa afirmación no es del todo exacta;
en efecto:
73 Según Kant, excepcionalmente puede haber hombres capaces de ad­
quirir un cierto conocimiento del mundo inteligible, de la comunidad
perfecta de los espíritus. Sin embargo, esto no podría producirse por
un conocimiento lógico y teórico, sino únicamente por el hecho de que
«representaciones espirituales pueden pasar a la conciencia, no por cier­
to de manera directa, sino mediante imágenes emparentadas con ellas
según la ley de asociación de las ideas, y que despiertan en nosotros,
por analogía, representaciones sensibles que, por no ser ellas mismas
conceptos espirituales, no por ello dejan de ser sus símbolos. De este
modo, ideas que son comunicadas por una influencia espiritual se reves­
tirían de los símbolos del lenguaje, del que por otra parte se sirve el
hombre; la presencia sentida de un espíritu revestiría la imagen de una
forma humana, y el orden y la belleza del mundo inmaterial se tradu­
cirían en fantasías que, por lo demás, distraen nuestros sentidos en la
vida, etc.» (G. S., vol. II, págs. 338-39).
74 Ibid., vol. X V III, n* 5037.

89
1. La distinción que Kant establece entre el entendimiento y
la razón ( «uso real y lógico del intelecto») no está desarrolla­
da por completo.
2. Todavía no se trata, como luego en la Critica de la razón
pura, ante todo de la distinción entre dos facultades del es­
píritu, sino entre los dos mundos a que ellas corresponden. Na­
turalmente, la distinción entre las dos facultades se encuentra
desarrollada de manera implícita.
3. También sería inexacto afirmar que la distinción entre el
mundo sensible y el mundo inteligible se establece aquí por
primera vez. Como vimos, ya constituía el punto central de
Los sueños de un visionario.

No obstante, no se equivocan quienes ven en este escrito una


etapa decisiva en el desarrollo de la filosofía crítica; en efecto, ,
la distinción entre mundo sensible y mundo inteligible, hecha
con respecto a la totalidad humana y moral, a la comunidad,
es extendida ahora a la totalidad natural, al universo; con ello,
las diferentes conquistas, independientes en apariencia, que
el pensamiento de Kant había alcanzado en los diez años an­
teriores se ligan por fin en un sistema general y, lo que no es
menos importante, se alcanza el paralelismo entre el empleo
teórico y práctico de la razón, esa piedra angular de la filoso­
fía crítica. ¿Cuáles son, pues, los rasgos generales del sistema
de Kant en la Disertación inaugural? La obra comienza con
una determinación del concepto del mundo:

«Así como en un compuesto sustancial el análisis no se detiene


más que en una parte que ya no es un todo, es decir, en lo
simple, de igual modo la síntesis sólo se detiene en un todo
que ya no es una parte, es decir, en el mundo».7576

Un mundo es entonces «un todo que no es una parte». Para


esta explicación Kant no atendió sólo a sus notas caracterís­
ticas sino también a su doble génesis.

«Pues una cosa es concebir, dadas las partes, la composición


del todo mediante un concepto abstracto del entendimiento, y
otra producir este concepto general ( . . . ) mediante el poder
de conocimiento sensible, es decir representárselo in concreto
por medio de una intuición distinta».1*
75 Ibid., vol. I I, pág. 387.
76 Ibid.

90
Kant entendió entonces que el reconocimiento de la totalidad
perfecta, referida al contenido, no puede alcanzarse en el plano
de lo sensible, aunque la razón la exija de manera absoluta.
Era uno de los puntos de partida de su sistema.77
Nos dice luego que, en la definición de mundo, es preciso to­
mar en cuenta tres elementos:

1. «La materia (en el sentido trascendental), es decir, partes


de las que aquí se admite que son sustancias».78 En este punto
es preciso agregar que «si vanas sustancias son dadas, el prin­
cipio del comercio posible entre ellas no resulta de su sola
existencia».7980La materia atomizada, las mónadas y las sensacio­
nes solas no constituyen un mundo.

2. «La forma, que consiste en la coordinación y no en la


subordinación de las sustancias ( . . . ) La coordinación se con­
cibe aquí como real y objetiva, no como ideal y dependiente
del puro arbitrio del sujeto ( . . . ) Pues si se abarca muchas
cosas se obtiene sin dificultad un todo de representación, pero
no la representación de un todo».*’

3. «La totalidad (universitas), que es el conjunto absoluto de


las partes en relación mutua».8182«Esta última es una cuestión
espinosa, una cruz para el filósofo». Solo puede resolvérsela
partiendo del hecho de que la intuición sensible no se encuen­
tra implicada dentro del concepto intelectual del todo. «Para
concebir este último basta pensar elementos coordinados de
un modo cualquiera, como si ellos pertenecieran a una sola
unidad».8*

Tenemos entonces:

1. a) La materia atomizada; b) la forma, que confiere a


aquella una unidad puramente formal; ambas están dadas sen­
sorialmente; y
2. El concepto racional de la totalidad absoluta, cuya validez
77 Cf. la carca a Garve del 21 de setiembre de 1798: «Mi punto de
partida no eran las investigaciones sobre la existencia de Dios, la in­
mortalidad, etc., sino la antinomia de la razón pura».
78 C. $., vol. I I, pdg. 389.
79 Ibid., pág. 407.
80 Ibid., pág. 390.
81 Ibid., pág. 391.
82 Ibid., pág. 392.

91
está fundada aún, dentro del pensamiento de Kant, en la de
los dos elementos sensoriales.
Con el objeto de designarlos, Kant emplea ya los términos
phaenomenon y noumenon, cosa «tal como aparecen» y «tal
como son».
En el plano de la sensibilidad, se distingue entre la intuición
pura, cuyos principios son el espacio y el tiempo, y que funda
la matemática pura (geometría pura, mecánica, aritmética, etc.)
y la intuición empírica, portadora de las sensaciones y que está
en la base de las ciencias de la naturaleza, de la física y la psi­
cología.
En el plano del intelecto se distingue entre su empleo lógico
(el entendimiento de la filosofía crítica), que unido a la sen­
sibilidad engendra la experiencia, y su uso real (la razón de la
filosofía crítica), que tiene por objeto el conocimiento de la
totalidad. Los conceptos intelectuales más elevados son, en el
plano teórico, Dios; y en el plano práctico, la perfección moral..
A primera vista Kant parece haber llegado en este escrito casi
a la filosofía crítica. Pero subsiste aún una diferencia consi­
derable: Kant infiere aquí, a partir de lo sensible, de los fenó­
menos, lo inteligible, los noúmenos.
Como se sabe, la mayoría de los neokantianos reprocharon a
Kant sobre todo el hecho de que se contradijera, por cuanto
habría afirmado que la causa es una categoría del entendimien-i
to, válida solamente dentro de la experiencia sensible, y al
mismo tiempo la habría empleado más allá de esta experiencia,
cuando admitía la cosa en sí como causa necesaria de los fe­
nómenos.
Probablemente sea en la Disertación inaugural donde más se
acerca Kant a ese punto de vista, si bien la diferencia entre el
pensamiento de Kant y la interpretación neokantiana es muy
grande aun en esa obra; en efecto:

1. Kant no infiere a partir de los fenómenos el mundo inteli­


gible como causa necesaria de aquellos, sino que lo hace sólo a
partir de su forma a priori, del espacio y del tiempo. Puesto
que hay una totalidad formal, asi como «principios formales
del mundo sensible» por medio de los cuales «todas las sus­
tancias y sus estados se vinculan con el mismo todo que se
llama mundo»,** puede Kant inferir la universitas como la cau­
sa única de ese todo.81834

83 Ibid., pág. 398.


84 Así se explica también la nota y» mencionada en la que Kant señala

92
2. Pero aquí, en la Disertación inaugural, ese razonamiento
en modo alguno es contradictorio, pues las categorías del en­
tendimiento no han sido todavía elaboradas y reconocidas co­
mo tales, y en consecuencia el empleo del concepto de causa
no está aún limitado a la experiencia.
A partir de la Crítica de la razón pura ese razonamiento se
abandonará; más aún: será invertido. El sistema crítico no
infiere de los fenómenos la cosa en sí, sino a la inversa, de la
cosa en si, de lo inteligible, el carácter fenoménico de toda rea­
lidad empírica-, ello no obsta para que Bruno Bauch, por ejem­
plo, reproche a Kant todavía en 1923 una contradicción lógica
que solo existe en su propia imaginación y que ante todo prue­
ba cuán mal ha comprendido e! pensamiento kantiano.
Consignemos por último que Kant entrevió ya entonces la po­
sibilidad de invertir su razonamiento:

«Así como puede inferirse válidamente del mundo dado la


causa de todas sus partes, se podría inferir, a la inversa, de
la causa dada, común a todas ellas, su relación mutua y por
lo tanto la estructura del mundo (aunque, lo reconozco, esta
inferencia no me parece tan clara)».85

En esta forma, no era solamente menos clara: era imposible.


En la segunda parte de nuestra obra estudiaremos el modo co­
mo ella fue desarrollada en la filosofía crítica.

la posibilidad de que el espacio sea la omnipresencia fenoménica, lo que


«no está tan alejado de la opinión de Malebranche, quien piensa quey
vemos todo en Dios» ( ibid., vol. II, págs. 409-10). ^
85 Ibid., pág. 409.

93
Segunda parte
1. La filosofía crítica y sus problemas

En lo que sigue podremos servirnos, para presentar la filoso­


fía crítica, de un método por completo distinto del que acaba­
mos de emplear.
El Kant del período precrítico es casi desconocido para los
lectores en general y aun para quienes se interesan más parti­
cularmente en filosofía. Por ello nos vimos obligados a citar en
la medida de lo posible los textos mismos, tanto más cuanto
que la mayoría de los neokantianos que los estudiaron han
descuidado lo esencial.
Ello explica entonces la necesidad de incluir numerosas citas
y de seguir un orden cronólogico. Pero en lo que atañe a la
filosofía crídca la situación es muy otra. Los libros escritos
sobre este tema son innumerables, y todos quienes se interesan
en filosofía han leído las obras principales en su fuente o al me­
nos una exposición de su contenido.
No tenemos la intención de oponer a esas numerosas obras
circunstanciadas acerca de la filosofía kantiana un trabajo de
la misma índole, aunque a nuestro juicio ello sería necesario
y útil en extremo, pero exigiría una labor considerable que
rebasaría con mucho los límites que nos hemos impuesto. Nos
ceñiremos a estudiar los puntos esenciales en que la interpre­
tación neokantiana y la del siglo xix en general deformaron
el pensamiento de Kant y cuya comprensión nos parece nece­
sario enderezar.
Y puesto que no se trata de problemas de detalle sino de los
rasgos generales y esenciales del sistema kantiano, supondre­
mos que el lector conoce los textos; de tal modo nuestro mé­
todo de exposición se verá menos embarazado por las citas.

I
Debemos comenzar con una cuestión biográfica: el silencio cg
si completo que en la obra de Kant siguió a la Disertación inau-

97
gural, puesto que entre 1770 y 1781, fecha en que apareció
la Critica de la razón pura, Kant publicó solamente cuatro pe­
queños opúsculos carentes de importancia filosófica.
Para ello hubo ante todo, sin duda, una razón puramente ex­
terior. Kant obtuvo una cátedra que le permitió librarse de las
preocupaciones materiales más apremiantes. Basta un conoci­
miento aun superficial de las obras kantianas para comprender
cómo ha debido su autor violentarse para publicar, antes de
la Disertación inaugural, todos esos ensayos tan inacabados
donde penosamente procura alcanzar alguna claridad. Kant,
quien junto a Spinoza y Marx es quizás el pensador más rigu­
roso y probo de la filosofía moderna; ese hombre que en lo
sucesivo no publicaría nada que no le pareciese definitivo y
sólidamente demostrado, sin duda debió decidirse a dar a la
estampa aquellos escritos con un sentimiento de disgusto.
Pero la publicación era para él una necesidad exterior urgente,
pues era pobre1 y carecía de fortuna personal. Hasta los cua­
renta y seis años vivió del producto de sus lecciones, a las que
se sumó desde 1766 el magro sueldo de un empleo absorbente
de bibliotecario auxiliar.
Su única esperanza de seguridad material era la perspectiva de
una cátedra universitaria, y solo las publicaciones le permiti­
rían llegar a ella. No tenía opción. Pero desde 1770 su sitúa-
ción materia] estuvo bien asegurada y pudo dilatar toda pu­
blicación hasta el momento en que, ya elaborado su sistema,
pudiera ofrecer al lector una obra que juzgara definitiva.
Sin embargo, todo ello es aún secundario y no basta para ex­
plicar ese silencio; en efecto, vimos que en la Disertación
inaugural ya había hallado Kant un sistema más o menos ge­
neral. Esos once años de silencio debieron de tener, entonces,
una causa más importante. Es el encuentro con las ideas de
David Hume.
Se ha intentado (por parte de Alois Riehl sobre todo) situar
la influencia de Hume sobre Kant mucho antes, en el período
precrítico. Entendemos que ese intento ha fracasado por
completo, aunque por lo demás todos los datos aportados por
Riehl nos parecen exactos o, al menos, verosímiles. En efecto,
aun si es cierto que antes de 1770 Kant conoció los escritos
de Hume y habló de ellos en sus cursos, según el testimonio
de Herder; aun si es cierto que, en sus propios escritos, de
manera consciente o no, empleó expresiones tomadas de Hu-

1 Aunque él lo haya negado más carde para salir al paso de una publi:
cación indiscreta.

98
me, no vemos todavía en ello la prueba de una influencia de­
cisiva y profunda del pensador inglés. La influencia de un pen­
sador sobre otro no data de la primera lectura ni del instante
en que este le toma una o varias fórmulas, sino solo del mo­
mento en que las ideas del primero se convierten en objeciones
o contribuciones esenciales para el pensamiento del segundo.
Ahora bien, es indudable que ello no sucedió respecto del Kant
del período precrítico.
Ese período del pensamiento kantiano está dominado, como
vimos, por las discusiones con el racionalismo dogmático: con
Leibniz y Wolff, Descartes, Malebranche y Spinoza. Por el con­
trario, no hay huellas de una toma de posición respecto del
empirismo.
En el período crítico, en vez, la situación es muy otra. Tanto
en los escritos teóricos como en los prácticos hallamos innúme­
ros pasajes que se refieren de manera explícita o implícita a
Hume y aparecen ante todo como una polémica contra él.
¿Qué había sucedido? ¿Por qué la filosofía de Hume, el em­
pirismo, alcanzó en ese momento tan grande importancia?
La respuesta no es difícil si recordamos que Hume había di­
rigido sus ataques contra el concepto de causa, y que ya en las
primeras obras kantianas, pero en especial en la Disertación
inaugural, todo el edificio del mundo inteligible descansaba
en ese concepto. Kant enseñaba, en efecto, que puesto que la
forma del mundo sensible (el espacio y el tiempo) debe tener
una causa, existe necesariamente un mundo inteligible, un
Dios.
La «causa» no es más que una manera de designar la asocia­
ción de las representaciones empíricas. Por lo tanto no es le­
gítimo, fundándose en ella, inferir la existencia de una cosa
que no esté dada empíricamente: tal lo que afirmaba Hume.
Y menos aún podía la filosofía de Hume admitir la segunda
posibilidad mencionada por Kant: la de inferir, del mundo in­
teligible, el mundo sensible. Hume negaba en efecto, con su
concepción atomista del mundo, la existencia y la posibilidad
de cualquier totalidad (excepción hecha de la matemática;
volveremos sobre esto).
Es evidente que Kant advirtió la importancia del empirismo y
de las objeciones esenciales que de este podían extraerse en
contra de su propia doctrina. Ello le indujo a aclarar su posi­
ción frente a Hume. A juzgar por los once años de silencio,
esa discusión interior fue larga y laboriosa, y absolutamente
nada sabemos del modo en que se desenvolvió, pues las cartas
a Marcus Herz, que datan de esa época, no nos dicen gran cosa.

99
Lo mejor que podemos hacer es juzgarla por sus resultados,
es decir, por la Crítica de la razón pura. Y desde el comienzo
debemos comprobar que, bajo el peso de los argumentos em-
piristas, Kant se vio constreñido a introducir modificaciones
esenciales en su sistema. En lo sucesivo renuncia a todo uso
trascendente del concepto de causalidad. Esta pasa a ser una
categoría del entendimiento, y su uso ya no es legítimo sino
exclusivamente dentro de la experiencia. Si a partir de ese mo­
mento Kant se pronuncia tan a menudo en contra de cualquier
transgresión de esos límites, ello significa una toma de posi­
ción, no solo contra Descartes, Leibniz y Wolff, sino también
y ante todo contra su propia doctrina, tal como se expresaba
en la Disertación inaugural. Ahora bien, ¿qué había sido del
otro tipo de inferencia, el que partía de la totalidad, de la
universitas, para llegar a los fenómenos?
En el curso del período precrítico, en las discusiones con los
racionalistas dogmáticos, los filósofos admitían la existencia
de un vínculo real y necesario entre los elementos del universo,
es decir, la existencia efectiva de la totalidad. H e ahí un punto
ele partida implícito, común a todos y que nadie ponía en
duda.
Por eso Kant podía objetar a Leibniz y a Malebranche que ese
vínculo no puede establecerse sólo desde el exterior, mediante
una armonía preestablecida o una acción divina continua, y que,
por consiguiente, para ser verdaderamente real debe encon­
trarse en los elementos mismos. Podía también objetar a Des­
cartes que era ilegítimo inferir, del concepto, la existencia, y
a Spinoza, que la totalidad no podría contener los elementos
individuales y limitados desde el momento en que ella es in­
mutable, y estos, cambiantes. Y vimos ya las dificultades con
que tropezó posteriormente, cuando se trataba de enunciar de
manera positiva qué era esa totalidad de la cual no podía pre­
dicarse de manera cabal la trascendencia ni tampoco la inma­
nencia.
Esta vez, frente a Hume, Kant advierte que el empirismo acep­
taba o al menos podía aceptar todos esos argumentos, pero
que de ellos extraía una conclusión en extremo peligrosa: no
existe totalidad, ni en el plano teórico ni en el plano práctico.
No la hay en el plano teórico, puesto que el saber humano no
conoce más que ligazones de hecho, que resultan del hábito y
de la asociación de imágenes. No la hay en el plano práctico,
pues no tenemos el derecho de inferir, de lo que es, la posi­
bilidad de una existencia mejor o más elevada, por cuanto que
el dato empírico es la única fuente legítima y verdadera de co-

100
nocimiento. Ahora bien, la posibilidad misma de un sistema
trascendental dependía de la refutación de esa tesis.
Pero también en este,punto debió Kant hacer grandes conce­
siones. Jamás había pretendido que la universitas, la totalidad
referida al contenido, fuera asequible a nuestro conocimiento
de manera inmediata. Además, en la Disertación inaugural
había escrito que una conclusión fundada en esa afirmación no
le parecía «tan clara». En lo sucesivo renunciará a toda totali­
dad dada, existente fuera de nosotros, que el hombre no deba
crear sino sólo conocer. He ahí la influencia decisiva de Hume
sobre Kant.
Mas no por ello había triunfado el empirismo. En efecto, la
totalidad conservaba toda su realidad y toda su importancia.
Solo que hasta entonces Kant la había buscado en una falsa
dirección. Ella no es exterior a! hombre, sino que se encuentra
en él; no es dada y existente, sino fin supremo que confiere
al hombre su dignidad de tal. Es idea trascendental, postulado
práctico.
Ese es el sentido del célebre pasaje sobre la «revolución co-
pemicana». La subjetividad trascendental de la experiencia ya
había sido claramente reconocida en la Disertación inaugural.
Pero la idea nueva es la que se expresa en este pasaje:

«Por lo que respecta a los objetos concebidos simplemente por


la razón, y ello de manera necesaria, pero sin que puedan ser
dados en la experiencia ( al menos tal como la razón los con­
cibe) en el intento de concebirlos (pues es preciso que se los
pueda concebir), encontraremos en ellos una excelente piedra
de toque de lo que juzgamos el cambio de método en la mane­
ra de pensar, a saber: que de las cosas solo conocemos a priori
lo que nosotros mismos ponemos en ellas».2

Que el destino auténtico del hombre sea tender hacia lo abso­


luto, he ahí el postulado fundamental de la filosofía crítica;
y Kant repite una y otra vez que ello no debe ni puede pro­
barse.
Por otra parte, Kant sabía muy bien que hay hombres que no
cumplen con su destino, que no hacen ningún uso de la liber­
tad trascendental y aceptan la realidad dada sin querer siquie­
ra sobrepasarla. No era preciso que sus críticos se lo puntua­
lizaran, pues él ya había incorporado ese hecho a la parte prác­
tica de su sistema bajo el título de «principio del mal» o el
2 Critica de la razón pura, G. S., vol. III, págs. 12-13, B. 28.

101
«mal radical». Sin embargo, pese a toda la perspicacia de su
espíritu, probablemente no había previsto que un día se invo­
carían las «verdaderas consecuencias» de su filosofía para de­
fender ese «mal radical», aunque más no fuese en el terreno
teórico.
En la refutación del empirismo quedaba todavía algo por ha­
cer. Se debía probar que la totalidad, lo suprasensible en sus
diferentes formas, lo absoluto, el mundo inteligible, no son
imposibles ni inaccesibles. En efecto, Kant fue un pensador
demasiado profundo para contentarse con la solución fácil de
una separación radical entre la teoría y la práctica, el pensa­
miento y la acción. Bien sabe que el hombre no puede tender
seriamente hacia la realización de una idea si la conoce como
irrealizable. El empirismo debía ser refutado en la medida
exacta en que afirmaba eso, y para lograrlo se requería una
crítica de la facultad humana de conocer.
Respecto del sistema crítico en su forma actual, el empirismo
contenía dos afirmaciones peligrosas:

a. Lo suprasensible, cualitativamente diferente de la experien­


cia efectiva, es por completo inaccesible.
b. En la experiencia no hay ligazones necesarias a priori. La
experiencia es atomista. (Debemos recordar la insistencia con
que Kant repetía que mónadas independientes y autónomas
nunca pueden constituir un mundo.)

En lo que concierne a la primera afirmación, toda la Crítica de


la razón pura, y ante todo la «Dialéctica trascendental», son
una tentativa de probar que es imposible enunciar nada con­
cerniente a lo suprasensible mientras se permanezca en el pla­
no teórico y especulativo; nada: es decir, ni su posibilidad
ni su imposibilidad.
Pero en cuanto a la segunda afirmación, ella se mantiene den­
tro de los límites de la experiencia dada. Por consiguiente, de­
be ser aceptada o refutada ya en la Crítica de la razón pura.
En torno de este punto debe librarse el verdadero combate
contra el empirismo y contra la crítica de Hume al concepto
de causalidad. Nos limitaremos a destacar dos hechos:1

1. Kant no discute con el Hume real. No se propone refutar


sus escritos tal como fueron realmente. Ello no importaría una
discusión filosófica, sino una polémica de índole académica.
Para Kant, Hume es el representante de una filosofía, del es­
cepticismo (hoy diríamos del empirismo). Se empeña entonces

102
i
en responder todas las objeciones que se le podrían hacer des­
de ese punto de vista, aun si Hume no las expresó, así como
en averiguar todas las consecuencias posibles del empirismo,
aun si Hume no llegó tan lejos.
Esto se aplica sobre todo a las matemáticas. Kant insiste en
ello constantemente. Hume había concentrado sus ataques en
la causalidad, pero seguía admitiendo la validez apodíctica de
los juicios matemáticos, que él consideraba analíticos. Es lo
que Kant rechaza. Los juicios matemáticos son tan sintéticos
como las explicaciones causales, y las objeciones que Hume
opone a la causalidad podrían ser esgrimidas también, por un
empirista consecuente, en contra del valor apodíctico de la
matemática. Y solo semejante argumentación probaría el ca­
rácter atomista de la experiencia y, por tanto, la imposibili­
dad de un sistema trascendental. Pero esa argumentación que­
daría contradicha por la ciencia y la experiencia universal, que,
por su parte, prueban la certidumbre apodíctica de la mate­
mática.3 La realidad, lo dado, no es entonces atomística; cons­
tituye una totalidad, si no material y perfecta, al menos for­
mal. Las sensaciones son dadas dentro del todo del espacio y
del tiempo. Hay una intuición pura. Una vez admitido esto,
no hay más que deducir, de la necesidad de una experiencia
ya reconocida como posible, el carácter a priori de las catego­
rías en general y de la causalidad en particular.
Kant debió podar mucho el antiguo sistema de la Disertación
inaugural, y fue consciente de ello. Pero en los puntos esen­
ciales, Hume y el empirismo quedaban refutados. Después de
lo que acabamos de decir, se comprenderá con facilidad el sen­
tido del célebre pasaje de los Prolegómenos, el único que ci­
taremos entre los innumerables desarrollos referidos a Hume:

«He de confesarlo francamente; fue el recuerdo de David


Hume el que interrumpió primero, hace ya muchos años, mi
sueño dogmático, imprimiendo a mis investigaciones de filo­
sofía especulativa una orientación por completo diversa. Muy
lejos estaba yo de admitir sus conclusiones, que resultaban
simplemente de que él no se representaba el problema en toda
su amplitud, habiéndolo abordado por uno solo de sus aspec­
tos, que, si no se considera el conjunto, nada puede explicar.
Cuando se parte de un pensamiento bien fundado que otro
nos ha transmitido sin desarrollarlo, se puede esperar, merced

3 Para Kant, quien sufrió también la ilusión de la reificadón; c f la


sección IV del presente capítulo.

103
a una meditación continua, ir más lejos que el hombre pene­
trante al que debimos la primera chispa de esa luz».45

2. He aquí el segundo hecho que queremos destacar: la polé­


mica con David Hume influyó mucho sobre el tono y la es­
tructura exterior de la Critica de la razón pura, pero no tanto
sobre la Crítica de la razón práctica, aparecida siete años más
tarde. Por eso esta segunda Critica está construida de una ma­
nera más unitaria y sistemática.
A menudo se reprochó a Kant que se dejara dominar, en la
construcción de las tres Críticas, por un prurito de simetría
exterior. Esperamos demostrar que, por el contrario, la sime­
tría interior de su contenido es mucho más profunda que su
expresión exterior en el plano de las obras. Y precisamente
ella es visible en el caso de la Crítica de la razón pura, redac­
tada bajo la influencia inmediata de los escritos de Hume y el
afán de responder las objeciones del empirismo.

II

Tan pronto como intentamos exponer aunque solo fueran los


caracteres generales de la filosofía crítica, nos vemos en la ne­
cesidad de discutir primero lo que no puede designarse de
otro modo que «el malentendido neokantiano».
Y de hecho, la enseñanza universitaria alemana — apenas se
puede hablar de filosofía respecto de ese período— se desen­
volvió durante cincuenta años, de 1870 a 1920, bajo el signo
de lo que suele denominarse neokantismo. Toda una serie de
profesores de filosofía, nudeados en diferentes escuelas, ha­
bían adoptado la consigna de «retorno a Kant» y pretendían
ser los únicos representantes y los continuadores legítimos del
pensamiento kantiano. De esas escuelas, las más importantes
tuvieron su centro en Marburgo y en Heidelberg; y sus órga­
nos fueron las revistas filosóficas más importantes de Alema­
nia: Kantstudien y Lagos.*
Pero como en el fondo ellos no se cuidaban de un kantismo
muy ortodoxo, intentaron realizar una «síntesis» entre el pen­
samiento kantiano y el de otro filósofo cuyas ideas, por su-

4 G. S., vol. IV, pág. 260.


5 Esta publicación, como toda la escuda de Heiddberg, era también
neohegdiana.

104
puesto, se veían a través de la propia lente. En Marburgo se
prefería con ese fin a Platón; en Heidelberg, a Hegel, y en
Viena, a Karl Marx.6
La consecuencia más nefasta de ese movimiento fue que sus
representantes lograron que sus pensamientos se confundieran
con la filosofía de Kant; de ese modo, cuando después de 1920
despertó en Europa una necesidad real de filosofía, el propio
pensamiento kantiano quedó cuestionado a los ojos de los me­
jores espíritus. En otro sentido, no puede negarse que los neo-
kantianos más importantes, como Windelband, Cohén, Lask y
Cassirer, realizaron una contribución seria en filología e histo­
ria, y aun en teoría del conocimiento. Pero eso no era filoso­
fía, y todavía menos filosofía kantiana.
Naturalmente, es imposible ignorar por completo a los neo-
kantianos, pues su interpretación domina aún en el espíritu de
muchos lectores. Por otra parte, sería monótono volver de con­
tinuo sobre ella en la exposición de los diferentes capítulos
de la filosofía crítica, ya que casi todos sus errores derivan de
un mismo «malentendido» fundamental que puede ser muy
bien explicado sociológicamente.
Preferimos entonces consagrar en este capítulo introductorio
un parágrafo a los neokantianos, lo que nos evitará volver a
ellos en lo que sigue. Examinamos ya en el primer capítulo
las condiciones sociológicas que presidieron la formación de la
filosofía kantiana. En una época en que la burguesía inglesa
había conquistado el poder económico y político casi un siglo
y medio antes, y creado un Estado democrático; en una época
en que en Francia la crítica intelectual y social obtenía grandes
triunfos y en que la burguesía estaba a punto de destronar al
absolutismo, el desarrollo económico de Alemania presentaba
enorme atraso, lo que había determinado el nacimiento de un
organismo social y político por completo anormal. Pero ese
carácter patológico del cuerpo social permitió justamente a los
elementos progresivos de la burguesía alemana alcanzar un
conocimiento filosófico mucho más claro y profundo que el
del resto de Europa.

a. Puesto que cualquier combate serio por la realización de la


democracia era increíblemente remoto, se podía conservar el
espíritu critico y no caer en ese optimismo exagerado que la
6 A dedr verdad, entre los marxistas neokantianos de Viena, Max Ad-
ler era el único que se ocupaba principalmente de filosofía. Los otros
pensadores de ese grupo, reunidos alrededor de Marx-Studien, eran ante
todo sociólogos y economistas.

105
lucha engendra por fuerza. Al racionalismo optimista de los
franceses se podía oponer, en Alemania, una visión clara de las
insuficiencias reales del orden social burgués e individualista
que estaba en vías de nacer en Europa.

b. Pero como por otra parte la realidad en que se vivía era


por demás miserable, era imposible seguir el ejemplo de los
cmpiristas ingleses, satisfechos con la suya. Incondicionalmen-
te se debía esperar un futuro mejor, tender hacia él, y ello con
tanta mayor fuerza cuanto que se lo concebía más bello, más
perfecto que el orden existente en Inglaterra o en vías de ad­
venir en Francia. Los sueños y las esperanzas son siempre ex­
tremos mientras no deba lucharse por su realización.

c. Sin embargo, el problema más difícil y aun en apariencia


insoluble era este: ¿cómo pasar de la miseria presente al ideal
soñado? (En términos filosóficos: el problema de la unidad
entre la teoría y la acción.)

Todos esos elementos se encuentran expresados en el plano


filosófico dentro del sistema kantiano. Más adelante nos ocu­
paremos en detalle de esos elementos constitutivos y de su co­
nexión. Por ahora nos limitamos a enumerarlos de manera
sistemática:

1. La idea de que el destino auténtico del hombre es tender


hacia lo absoluto, es decir hacia algo por completo diferente
de lo empíricamente dado; en el plano teórico, hacia el co­
nocimiento de la universitas, de la cosa en sí, de los noúmenos,
etc.; y en el plano práctico, hacia el sumo bien, el reino de
Dios, etcétera.2

2. La idea de que el hombre empíricamente dado (que para


Kant es el hombre en general) depende de algo exterior (la
sensibilidad), y por consiguiente está sujeto a límites que le
impiden alcanzar alguna vez lo absoluto. Con el análisis de
esta limitación del hombre, Kant establece los fundamentos
filosóficos de una crítica, la más aguda posible, de la sociedad
burguesa e individualista. Después de él no hubo más alter­
nativa que desarrollar ese análisis y aplicarlo en los diferentes
campos. Esta crítica del hombre individualista, de su pensa­
miento y de su acción, se encuentra en la «Estética» de la
Crítica de la razón pura y en la «Analítica» de esta y de la
Crítica de la razón práctica.

106
3. Puesto que el hombre no puede progresar hacia lo absolu­
to sino a través de las sensaciones dadas y contrariando las in­
clinaciones de sus sentidos, debe crear el máximo de lo que
le resulta asequible, es decir, un conocimiento experimental
coherente en el plano teórico y una vida conforme al impera­
tivo categórico en el plano práctico.
Pero este doble fin no es pata Kant más que un remedio a
falta de otro mejor, una limitación trágica. El conocimiento de
un intelecto arquetipo no se regirla por leyes generales ni una
voluntad santa por el imperativo categórico.

Hacia fines del siglo xix, la estructura económica de Alema­


nia había cambiado mucho. Bismarck había creado un Estado
unificado en lo político: el Imperio. La industria alemana
estaba a punto de alcanzar y aún de sobrepasar a la de los
otros países occidentales; Alemania se había convertido en el
país más industrializado de Europa. Pero algo no se había lo­
grado pese al ritmo vertiginoso de esta evolución: un espíritu
liberal, análogo a] de la burguesía francesa e inglesa. Y ello
por una doble razón: en primer lugar, los valores espirituales
no se crean en diez o veinte años. Necesitan de una tradición
secular, como la que existía en Inglaterra o en Francia. En
Alemania, por el contrario, la tradición se oponía justamente
a esas concepciones: el nuevo espíritu habría debido vencerla
(y aún hoy debería hacerlo). Mas para ello se habrían reque­
rido decenios y quizá siglos de luchas ininterrumpidas.
En segundo lugar, la burguesía alemana, que no había recibido
el Estado industrial moderno como herencia de sus antepasa­
dos, tampoco lo había conquistado con sus propias fuerzas.
Simplemente, lo había recibido en calidad de obsequio de la
clase dirigente, de la nobleza y de los Junker. Como dicen
con tanto acierto los textos de historia, el Imperio alemán no
había sido creado «desde abajo», es decir, por la burguesía,
sino «desde arriba», por Bismark y los Junker; además, estaba
hecho a semejanza de estos. La nobleza se había reservado
todos los puestos importantes, ante todo en las fuerzas arma­
das y la diplomacia. La burguesía no tenía más que seguir y
obedecer, lo que por otra parte hizo con entusiasmo mientras
los negocios fueron buenos y las ganancias crecieron. Es ver­
dad que los grandes industriales se convirtieron en poderosos
personajes dentro del Estado, con voz en materia de política
interior y exterior. Pero nunca la burguesía alemana logró apo­
derarse de la maquinaria del Estado ni democratizarla real­
mente. Ni siquiera en su período más radical, durante los go-

107
biernos más o menos socialistas posteriores a 1918. El ejército,
la diplomacia, los cargos importantes del Estado permanecie­
ron en manos de los Junker hasta 1932. Y durante ese lapso,
a causa de su juventud, que la hacia menos tributaria del pa­
sado, la industria alemana pudo adoptar las formas técnicas
más avanzadas y superar de ese modo en mucho a la industria
de Francia y aun de Inglaterra. De tal modo nació el tipo del
especialista alemán, que tan bien conocemos hoy. Técnico emi­
nente en su disciplina, organizador perfecto, disciplinado has­
ta el extremo, siempre obediente a sus superiores, duro con
sus subalternos, carente de horizontes abiertos, de pensamien­
to personal, de humor y sobre todo de independencia y de
ansia de libertad, cosas estas que son casi espontáneas en In­
glaterra y en Francia.
Por cierto, todo ello debía influir de manera decisiva sobre la
vida del espíritu: el arte, la ciencia y la filosofía. Desde 1870,
aproximadamente, Alemania comienza a tener los profesores
de filosofía más eruditos del mundo, pero pierde casi por com­
pleto el espíritu filosófico. Nieizsche y Marx, los últimos gran­
des filósofos alemanes, viven en el extranjero.
El neokantismo es la «filosofía» de esta época. Toda una serie
de profesores de filosofía, habiendo descubierto en la obra
kantiana un análisis exacto del hombre moderno, convocaron
al «retorno a Kant». Con ello, y aún en el plano exterior, no
se entendía un retorno a toda la filosofía kantiana, sino solo
a la «Estética» 7 y a la «Analítica». Y aun esas partes fueron
desnaturalizadas por completo. En efecto, lo que en Kant era
conciencia de una limitación trágica del hombre pasó a ser en
los neokantianos un hecho normal, incuestionado, e implícita­
mente una apología. Los mínimos detalles de esas partes del
sistema kantiano fueron disecados y analizados en centenares
de libros, con un gasto extraordinario de trabajo y erudición.
Pero el espíritu mismo del pensamiento kantiano había desa­
parecido.
Desde ese punto de vista limitado y apologético, en efecto, la
dialéctica debía aparecer por completo incomprensible. Todo
lo referido a la cosa en sí, al intelecto arquetipo, al sumo bien,
al mundo inteligible, era para la gran mayoría de los neo-
kantianos un libro cerrado. Pero ¡oh contrariedad! en esa obra
de Kant, a quien se había declarado el máximo genio de la
filosofía, se tropezaba en cada página con tales problemas. Era
preciso entonces liquidarlos de una manera o de otra, y cada

7 Naturalmente, se trata de la «Estética» de la Crítica de la razón pura.

108
escuela escogió para ello, según su temperamento, una vía di­
ferente. Se podía por ejemplo ignorar la dialéctica, lo que era
tanto más fácil cuanto que la mayoría de los lectores no leían
por sí mismos los textos originales, o carecían de espíritu
crítico. Sin embargo, ello estaba vedado a muchos profesores
neokantianos dada la conciencia profesional imperante en las
universidades alemanas. Se halló entonces otra solución. En
Marburgo se prefirió suprimir la dialéctica probando que no
se trataba más que de «conceptos límites». En Heidelberg
fueron más decididos, y la presentaron como una superviven­
cia del período dogmático o sencillamente como un absurdo.
Después de lo que acabamos de decir sería inútil analizar en
detalle los diferentes escritos neokantianos, lo que por lo de­
más requeriría toda una biblioteca. Nos limitaremos a tomar
dos ejemplos, considerando la «cosa en sí» en dos profesores
representativos de las escuelas de Marburgo y de Heidelberg.
Escogemos para ello a Hermann Cohén y Bruno Bauch. La di­
ferencia con respecto a los escritos de Kant se muestra a pri­
mera vista. En la Crítica de la razón pura, la «Estética tras­
cendental» y la «Analítica trascendental» comprenden, en la
edición de la Academia de Berlín, poco menos que 200 pági­
nas; la «Dialéctica» abarca por sí sola 230. En el libro de
Hermann Cohén, que lleva el significativo título de La teoría
kantiana de la experiencia8 (y no del conocimiento), el aná­
lisis de las dos primeras ocupa 420 páginas, y el de la «Dia­
léctica», 54. En Immanuel Kant de Bauch,® la crítica del co­
nocimiento se expone en 181 páginas, y la parte sobre el co­
nocimiento racional (Vemunjtserkenntnis) abarca solo 29.
Y la situación se aclara por completo cuando consideramos el
contenido de esas páginas. Hermann Cohén se esfuerza por
explicar, de todas las maneras posibles e imaginables, que la
cosa en sí no es, a decir verdad, cualitativamente diferente del
estudio experimental y científico de lo dado. Se aferra al uso
«regulador», que interpreta a su manera:

«Las reglas son principios, y estos, a diferencia de los princi­


pios sintéticos, que tienen un valor constructivo, son regula­
dores. Proporcionan reglas e indicaciones, ofrecen puntos de
vista, brindan máximas y trazan orientaciones para la investi­
gación allí donde los axiomas mecánicos, conforme a su ten­
dencia, nos dejan impotentes» (pág. 514). 89

8 H . C ohén, Kants Theorie der Erjahrung, Berlín, 2? cd., 1885.


9 B. Bauch, Immanuel Kant, Berlín, 1923.

109
Sin duda, Cohén piensa particularmente en las ciencias natu­
rales descriptivas. Kant habría debido «preguntarse si la des­
cripción de la naturaleza no podía ser el factum para el valor
trascendental de las ideas» (pág. 517). «La cosa en sí es, por
consiguiente, la expresión de todo el ámbito científico y de la
coherencia de nuestros conocimientos» (pág. 518). «Ante to­
do, renunciemos a suponer que lo absoluto sobrepasa la ex­
periencia» (pág. 521 y sig.). En otro libro, afirma sencilla­
mente que «la ley es la cosa en sí».10
Por poco que se conozca la obra de Kant, resultará desconcer­
tante leer semejantes afirmaciones. Kant subraya centenares
de veces, sin equívoco posible, que las leyes de las ciencias me­
cánicas, así como los principios de las ciencias descriptivas,
resultan de la subsunción de las percepciones sensibles bajo
los conceptos del entendimiento por obra de nuestra facultad
de juzgar. La cosa en sí es justamente lo que permanece inac­
cesible para todas las facultades de conocer, y que sólo podría
ser conocido por un intelecto arquetipo; es aquello hacia lo
cual debe tender sin descanso nuestra razón sin poder alcan­
zarlo nunca. Pero Hermann Cohén no podía sencillamente
comprender eso, y mucho menos atribuirlo al gran pensador
que era Kant. Intenta «salvar» a este, y vimos el resultado.
Bruno Bauch toma el camino opuesto. Es claro para él que el
entendimiento y la razón, la ley y la experiencia, por una parte,
y por la otra la cosa en sí, son conceptos esencialmente y cuali­
tativamente diversos. De allí infiere que la cosa en sí es un
absurdo. Cedámosle la palabra:

«Dije que considero la cosa en sí como la falta más grande de


la crítica de la razón de Kant. De todas maneras, la cosa en sí
de la «Estética trascendental» es justamente la más desdichada
de las ideas dogmáticas introducidas por Kant en el criticismo»
(pág. 83). «Kant, sin duda, conservó la cosa en sí, con lo cual
gravó su doctrina con una verdadera cruz». «Tras la doctrina
de la cosa en sí se oculta el más nefasto de los psicologismos»
(pág. 64).

Kant se habría dejado engañar por una palabra:

«En segundo lugar, la simple palabra —y no, como él cree,


el concepto de fenómeno— lo lleva a creer en la cosa en sí»
(pág. 185).
10 H . Cohén, Kants Begründung der Ethik, Berlín, 1877, pág. 27.

110
Se tiene la impresión de que Kant, por desdicha, vivió en épo­
ca demasiado temprana. Con que sólo hubiera asistido a unos
pocos cursos de Bruno Bauch, probablemente se habría con­
vertido en un verdadero filósofo. Se comprende que Bauch
emplee el mismo estilo para referirse al sumo bien:

«De hecho, es preciso reconocer que en este punto Kant no


dominó por completo las dificultades» (pág. 323). «Por eta­
pas recayó, retrocediendo harto profundamente, en el pensa­
miento sensualista» (pág. 333).

El sumo bien

«perturba la infinitud de los fines que la razón se propone


( . . . ) en su pureza a priori» (pág. 334).

Por otra parte, aquí Bruno Bauch y Hermann Cohén coinci­


den. Ahorramos al lector varias páginas del largo desarrollo
de Cohén y citamos solo sus conclusiones:11

«Por consiguiente, no hago más que persistir en el pensamien­


to fundamental de Kant cuando niego que la doctrina del su­
mo bien sea una consecuencia de su ética». «Kant creyó refor­
zar la realidad de las leyes morales con el sumo bien. Pero no
tenemos necesidad de ese mundo mejor».

Estos ejemplos han de bastar. Leyendo tales libros nos vienen


a la memoria, a pesar nuestro, las palabras de Fausto en el
diálogo con Wagner: «Es el propio espíritu de esos señores,
en el que se reflejan las épocas pasadas».
De manera esquemática, se pueden exponer como sigue los ras­
gos más importantes del malentendido neokantiano:

a. En el campo teórico, la experiencia empírica es, según los


neokantianos, el fin supremo que el hombre puede esperar y
alcanzar con su esfuerzo. La aspiración a la totalidad es sola­
mente cuantitativa-, no significa otra cosa que la necesidad de
proseguir sin fin nuevas experiencias y de establecer leyes
científicas, suponiendo que tal empeño no sea un simple ab­
surdo dogmático y metafísico. Por el contrario, según Kant (y
también según Hegel, .Marx y Lukács) hay un conocimiento
que es esencialmente y cualitativamente diverso del propio del1
11 Ibid., págs. 312-13.

111
hombre (según Kant, del hombre en general; según Marx y
Lukács, del hombre actual, que vive en una sociedad atomi­
zada e individualista). El hombre debe tender siempre hacia
ese conocimiento, aunque le resulte por completo inasequible.
En cada momento, la extensión cuantitativa de nuestra expe­
riencia es, en cierta medida, el precipitado, el resultado de ese
esfuerzo hacia un conocimiento superior, cualitativamente di­
ferente. (Se comprende la importancia que debió adquirir pa­
ra Hegel y Marx la idea de que las diferencias cuantitativas se
transforman en diferencias cualitativas.)
En una palabra, justamente en la época en que las investiga­
ciones etnográficas mostraban la enorme diferencia entre el
pensamiento de los primitivos y el nuestro, los neokantianos
confundieron el pensamiento del hombre en la sociedad actual
con el pensamiento en general, lo que desde el punto de vista
epistemológico constituía una regresión aun respecto de Kant
y de Hegel.

b. En el terreno ético y práctico, los neokantianos vieron en


el cumplimiento del imperativo categórico el fin supremo que
el hombre debe esforzarse por alcanzar; con ello se aproximan
considerablemente a Kant y los estoicos. Pero como el cum­
plimiento absoluto de las normas éticas es imposible para el
hombre, de hecho llegaban al «tipo ideal» del ciudadano,
quien, consciente de sus deberes morales, se empeña en cum­
plirlos en la medida de lo posible, pero cuando su esfuerzo
resulta vano puede tranquilamente echar su debilidad a cuenta
de la insuficiencia humana. Que la ley moral deba seguir sien­
do siempre una mezcla de placer y displacer, un deber penoso
que se cumple con mayor o menor repugnancia, parecía evi­
dente a los neokantianos. Cualquier otra concepción habría
«perturbado la infinitud de los fines que la razón se propone
( . . . ) en su pureza a priori», pues «no tenemos necesidad de
ese mundo mejor».
El sumo bien, el mundo inteligible, el reino de los fines, el
reino de Dios sobre la Tierra: de todos esos conceptos esen­
ciales de la ética kantiana nada había quedado. El espíritu
apologético había impedido que se los comprendiera.

c. La filosofía de la historia de Kant se convirtió, en los grue­


sos volúmenes de Rickert y sus alur.nos (con la excepción
parcial de Lask), en una elaboración de los conceptos de las
ciencias históricas y humanas. En Kant, todas las categorías
estaban orientadas hacia el futuro; en Rickert, lo están hacia

112
el pasado o al menos hacia el presente. Las ideas fundamen­
tales de la filosofía de la historia de Kant, «la sociedad de los
ciudadanos del mundo», la «paz eterna», han desaparecido,
reemplazándoselas por una filosofía abstracta de los valores,
sustituible a voluntad por la apología de la sociedad actual o,
al menos, por un contenido «científico» cualquiera.
Lo dicho debería bastar para demostrar cuánto interesa hoy,
en momentos en que renace el interés por la filosofía, diluci­
dar el verdadero sentido del pensamiento kantiano liberándolo
de ese malentendido.
En lo que sigue np volveremos a referirnos a los neokantianos.
Después de lo qué acabamos de decir, el lector podrá retomar
con facilidad esta crítica y aplicarla por sí mismo a aquellos
neokantianos que le interesen particularmente.

III
Una cuestión muy importante para nosotros hoy, luego de la
evolución de los últimos treinta años, es la de las relaciones
entre el pensamiento kantiano y la mística intuicionista.
( Conscientemente y adrede no empleamos el término «filoso­
fía».) En su obra filosófica, Kant nunca profundizó ese pro­
blema, abstracción hecha de algunas observaciones ocasiona­
les acerca de la Schwármeret (extravagancia, misticismo). Y
ello se justifica, puesto que jamás se le ocurrió considerar el
intuicionismo como una filosofía. Las concepciones del mundo
a las que se opone (empirismo, escepticismo, dogmatismo ra­
cionalista, estoicismo y epicureismo) tenían al menos en co­
mún con su propia visión del mundo el mínimo que juzgaba
necesario para calificar de filosófico un sistema de pensamien­
to. Estas concepciones reconocían la razón como autoridad su­
prema y defendían implícitamente la libertad del individuo.
En la época moderna la intuición no había encontrado todavía
ningún filósofo de envergadura.1213 Schelling debía ser el pri­
mero, aunque es verdad que hizo escuela. Por ello debemos
atribuir importancia tanto mayor a un pequeño artículo pu­
blicado por Kant sobre la mística intuicionista, que hoy nos
parece el mejor escrito sobre el tema.1* En su polémica con
12 A menos que se cuente a J. Bohme entre los filósofos, como es ha­
bitual después de Schelling.
13 «¿Qué significa orientarse en el pensamiento?», G. S., vol. V III,
pág. 131.

113
Moses Mendelssohn respecto del spinozismo de Lessing, F. H.
Jacobi había invocado a Kant. Se sabia que este sentía gran
estima por Jacobi, y que incluso había aconsejado a sus ami­
gos de Berlín «evitar cualquier ataque ofensivo» contra él.
Para prevenir un posible malentendido publicó en la Berltner
Monatsschrift1415un artículo que no responde solamente a Ja­
cobi, sino que sigue siendo válido para los sistemas de Sche-
lling, Bergson, Scheler, etcétera.
Kant comienza estableciendo que «se trata de saber» si para
conocer a Dios (Kant escribe «los objetos suprasensibles»;
hoy diríamos «lo absoluto» o, mejor, para emplear una expre­
sión de Lukács, «para llegar a la conciencia verdadera») de­
bemos dejamos guiar por la «sana razón», como quería Men­
delssohn, o por la Schwarmerei, «renunciando por completo a
la razón». Deja a Jacobi una escapatoria, pues no quiere atri­
buirle «la intención de preconizar un método tan malo de pen­
samiento».16 Luego anuncia:

«Por otro lado, haré ver que en realidad es solamente la ra­


zón y no un pretendido sentido misterioso de la verdad [sen­
tido que podría reemplazarse con facilidad por la intuición in­
telectual de Schelling o la intuición de Bergson], una intuición
entusiasta que recibiría el nombre de fe ( . . . ) como sostenía
con firmeza y con ardor legítimo Mendelssohn, quien aconse­
jaba y juzgaba necesario orientarse con exclusividad por la
pura razón humana».

Sigue una exposición detallada de su propio punto de vista


donde establece de manera clara y precisa lo que lo separa del
dogmatismo de Mendelssohn, destacando empero que «este
tiene de todos modos el mérito de haber insistido en el hecho
de que aquí como en todas partes el criterio último de la le­
gitimidad de un juicio debe buscarse en la sola razón . . .».lfl

14 H e aquí lo que escribía por la misma época en una carca a Jacobi


(30 de agosto de 1789): «Siempre estimé mi deber tratar con respeto
a los hombres de talento, a los hombres de ciencia y de bien, aun cuan­
do no compartiese sus opiniones. Desde este punto de vista deberéis
juzgar mi disertación publicada en la Berltner Monatsschrift “ ¿Qué sig­
nifica orientarse en el pensamiento?”. Me vi obligado a publicarla con­
tra mi gusto como consecuencia de invitaciones provenientes de diferen-
tes partes para disipar la duda que pesaba sobre mi supuesto spinozis­
mo. Espero que no encontréis allí rastro alguno de desviación respecto
del principio antes enunciado».
15 G. S., vol. V III, pág. 134.
16 Ihid., pág. 140.

114
Pues «el concepto de Dios y aun la fe en su existencia no pue­
den encontrarse más que en la razón, solo pueden tener su
fuente en ella y no pueden venimos de una inspiración ni de
una enseñanza exterior, por grande que sea su autoridad».17 Y
a continuación formula Kant su respuesta a Jacobi.
Después de lo que acabamos de decir es normal que esa res­
puesta no tenga carácter filosófico, sino que sea sociológica,
política y aun profética. Kant dice allí simplemente que el ro­
manticismo del sentimiento, en su protesta contra la razón a
nombre de la libertad del individuo, pone al contrario en peli­
gro la verdadera libertad, que es uno de los valores supremos
del hombre. Lo único que en 1786 Kant no podía prever es que
ciento cincuenta años más tarde habría círculos y aun gobier­
nos que cultivarían conscientemente esa concepción del mun­
do para hacer desaparecer la libertad. Esta respuesta tiene, a
nuestro juicio, importancia suficiente para que la citemos in
extenso: 18

«¡Hombres de gran talento y de vastas miras! Rindo homenaje


a vuestros méritos y aprecio vuestra humanidad. Pero, ¿ha­
béis reflexionado bien en lo que hacéis y en las consecuencias
de vuestro ataques contra la tazón? Sin duda queréis que la
libertad de pensar se conserve intacta: sin ella muy pronto se
pondría fin al libre vuelo de vuestro genio. Veamos entonces
qué sucederá naturalmente con esta libertad de pensar si lo
que vosotros acabáis de iniciar se generaliza.
»A la libertad de pensar se opone ante todo la coacción civil.
Se dice, fuera de toda duda, que la libertad de palabra o de
prensa puede sernos quitada por un poder superior, pero no
la libertad de pensar. Pero, ¿pensaríamos mucho y pensaría­
mos bien si no lo hiciéramos, por así decir, en común con
otros, a quienes comunicamos nuestros pensamientos y que
nos participan los suyos? Muy bien puede decirse, entonces,
que ese poder exterior que quita a los hombres la libertad de
comunicar públicamente sus pensamientos Ies quita también
la libertad de pensar, el único tesoro que aún nos resta pese a
todas las cargas civiles y el único que puede aportar un reme­
dio a todos los males propios de esa condición.
»En segundo lugar: la libertad de pensar se entiende también
en el sentido de que su opuesto es la coacción de la concien­
cia. Esta coacción se verifica atando en el campo religioso, en

17 Ibid., pág. 142.


18 Ibid., pág. 144.

115
ausencia de cualquier imposición exterior, ciertos ciudadanos
se erigen como tutores respecto de otros ciudadanos, y cuando
en lugar de argumento, mediante fórmulas de fe obligatorias
acompañadas del temor angustiante ante el peligro de una in­
vestigación personal, saben proscribir, merced a una impresión
oportuna ejercida sobre el espíritu, todo examen de la razón.
»En tercer lugar, se entiende también por libertad de pensar
el sometimiento de la razón exclusivamente a las leyes que se
da a sí misma. A esta libertad se opone la máxima de un uso
de la razón carente de ley ( uso que pretende, como sueña el
genio, ver más lejos que si se ajustara a los límites de tales
leyes). De ahí esta consecuencia natural: si la razón no quiere
someterse a la ley que ella misma se imparte, es preciso que
padezca el yugo de las leyes que otro le impondrá: en efecto,
sin ley nada puede persistir por mucho tiempo, ni siquiera el
mayor absurdo. La consecuencia inevitable de esta proclama­
da ausencia de ley en el pensamiento (de una emancipación
respecto de las restricciones impuestas por la razón) es que la
libertad de pensar encuentra en ello su pérdida, y como esto
no sucedió por causa de una desgracia sino por el delito de un
verdadero orgullo, la libertad se ha perdido atolondradamente,
en el auténtico sentido del término.
»Tal es aproximadamente la marcha de las cosas. El genio se
complace primero en su audaz vuelo, luego de haber repudia­
do el hilo con el que la razón lo conducía antaño. Bien pronto
seduce también a los otros mediante sentencias imperiosas y
brillantes promesas; parece haberse puesto por fin en el trono
que una razón lenta y dificultosa honraba tan mal, pero lo hace
sin dejar de hablar su lenguaje.
»A la máxima entonces admitida de la invalidez de una razón
soberanamente legisladora la llamamos nosotros, hombres vul­
gares, una extravagancia [Schwarmerei]; pero para esos fa­
voritos de la buena naturaleza esa es la iluminación. Sin em­
bargo, como entre ellos no puede tardar en engendrarse una
confusión de lenguaje, ya que solo las prescripciones de la
razón son universalmente válidas y ahora cada uno se abando­
na a su inspiración propia, esas inspiraciones interiores deben
entonces llevar a hechos garantizados mediante testimonios
exteriores, es decir tradiciones, que al comienzo eran todavía
escogidas, pero que con el tiempo han pasado a ser enseñan­
zas obligatorias; en una palabra, de ello debe nacer el total
sometimiento de la razón a los hechos, o sea, a la supersti­
ción, porque esta al menos se deja conducir a una forma legal
y, de ese modo, a un estado de equilibrio.

116
»No obstante, como la razón nunca deja de tender hacia la
libertad, debe suceder por fuerza, si esta razón da en quebran­
tar sus vínculos, que su primer uso de una libertad que por
largo tiempo permaneció sin ejercicio degenere en abuso, y que
una confianza temeraria en la independencia de su facultad
respecto de cualquier restricción se trueque en una fe en la
soberanía exclusiva de la razón especulativa, que admitirá
únicamente lo que pueda justificarse mediante razones objeti­
vas y una demostración dogmática, rechazando con temeridad
todo el resto. La máxima de la independencia de la razón res­
pecto de su propia necesidad (la renuncia a una fe racional)
se llama entonces incredulidad', no una incredulidad históri­
ca, que en modo alguno puede concebirse como deliberada ni
por tanto como imputable (considerando que cada uno, quiéra­
lo o no, está forzado a creer en un hecho suficientemente com­
probado, así como en una demostración matemática), sino una
incredulidad racional, un estado penoso del espíritu humano
que quita a las leyes morales primero toda su fuerza como
móvil del corazón, y con el tiempo toda autoridad, y prepara
la manera de pensar que se llama impiedad, es decir, el prin­
cipio de no admitir ya ningún deber. Pero en este punto in­
terviene la autoridad para impedir que la sociedad caiga en el
mayor desorden. Y como el medio más pronto y eficaz es pre­
cisamente el mejor a sus ojos, deniega la libertad de pensar y
somete este negocio, como todos, a los reglamentos del país.
Es así como la libertad de pensar, cuando llega hasta querer
emanciparse de las leyes mismas de la razón, termina por ani­
quilarse con sus propias manos.
»Amigos de la humanidad y de lo más santo que existe para
ella, admitan ustedes lo que les parezca más digno de fe des­
pués de un examen atento y sincero, ya se trate de hechos o de
razonamientos; pero no impugnen ustedes a la razón lo que
hace de ella el bien más alto sobre la Tierra, el privilegio de ser
la piedra de toque de la verdad. De otra manera, indignos de
esta libertad, no podrán ustedes dejar de perderla y además
arrastrarán a ese infortunio a todos quienes, sin esa desgracia,
habrían estado dispuestos a usar legalmente de su libertad,
poniéndola al servicio del bien de la humanidad [Wellbeste]».

En los últimos 25 años hemos podido ver hasta qué punto era
justa la visión de Kant y cuán estrechos son los lazos que unen
el irracionalismo y la mística de la intuición y de los sentimien­
tos con la supresión de las libertades.

117
IV
Debemos examinar todavía, en este capítulo introductorio, al*
gunas cuestiones importantes de terminología y de filosofía.
En primer lugar, el propio término «razón». A causa de la
preponderancia alcanzada por los neokantianos, a quienes es­
capaba por completo el sentido que ese término tenía en Kant,
aquel se alteró gravemente. Hoy se entiende por razón una
facultad puramente teórica de conocer; a lo sumo, una sabidu­
ría práctica. Kant la concibe de muy diverso modo. Desde el
comienzo la razón no es para él puramente especulativa, y a
partir de 1790 pasa a ser una facultad de conocer exclusivamen­
te práctica. Como nos lo dice un cuadro de la Crítica del jui­
cio,1* su principio no es la legalidad de la naturaleza sino el fin
final de la libertad humana.
Lo mejor sería designarla como la facultad espiritual comuni­
cable que nos hace tender hacia la realización de los fines su­
premos del hombre. Quizá podríamos expresar esto mismo de
manera más feliz con el término «espíritu» o con el «logos»
de Hegel, si el siglo xix no hubiera debilitado y desleído el
sentido de esos conceptos.
Por nuestra parte mantendremos el término empleado por
Kant; por ello era necesaria esta reflexión.
Universitas y universalitas (comunidad y universalidad): Emil
Lask fue el primero en indicar la importancia eminente de
esos dos conceptos para la comprensión del pensamiento kan­
tiano, y aun de la filosofía moderna en general.
Sería difícil exponer aquí, en unas pocas líneas, algo más que
lo esencial de la cuestión. Para hacerlo deberíamos explicar
primero ese fenómeno fundamental de la sociedad burguesa
individualista que Marx denominó «el fetichismo de la mer­
cancía», y Lukács, «reificación».20 Sin embargo, procuraremos
dar a nuestra exposición la mayor claridad posible.
El hombre no crea su conocimiento en completa independen­
cia. Depende de lo dado, se lo llame «sensible» o de otro mo­

l í Ibid., vol. V, pág. 198.


20 Los textos más importantes sobre este tema se encuentran en Hegel,
en su crítica del pensamiento kantiano y fichteano; en Marx, en su Crí­
tica de la filosofía hegeliana del Derecho y en El capital, y en toda la
obra de Lukács, sobre todo en «La cosiíicación y la conciencia de clase
del proletariado». Elementos importantes pára la comprensión de la co-
sificación en la lógica y en la teoría del conocimiento se encuentran en
Lask: «La lógica de la filosofía y la doctrina de las categorías», en G. S.,
vol. II.

118
do. Comprobar esto es afirmar al mismo tiempo el carácter
insostenible de un racionalismo radical.
No es fácil establecer en qué consiste eso «dado». Lask ob­
serva con razón que solo es posible determinarlo de man:ra
negativa como lo que no está formado, lo que carece de for­
ma; ahora bien, tan pronto como hablo o pienso acerca de
eso, le impongo una forma. Lo llamaremos entonces materia
del conocimiento, y dejaremos abierta la cuestión de si se tra­
ta de una cualidad pura, únicamente asequible al sentimiento,
tal como la entendía Bergson con su noción de los datos in­
mediatos de la conciencia, o bien de una corriente de la con­
ciencia, como la concebía William James, o aún de algo ya
estructurado, según piensa la psicología de la forma. Parece
de todas maneras verosímil que respecto de un ser no social
(animal o niño recién nacido) es imposible hablar de una dife­
renciación entre teoría y práctica, entre saber y obrar. Con la
vida social surge al punto esa diferenciación, y al mismo tiem­
po la posibilidad de una separación entre la teoría y la prácti­
ca: es la experiencia. La vida social, que significa división del
trabajo y acción común, implica la posibilidad de una comuni­
cación entre las conciencias. Ahora bien, lo dado, la materia
sin forma, cambia con cada individuo; no hay dos sensibilida­
des idénticas. Si dos personas se encuentran en una misma ha­
bitación, cada una verá de modo diverso la misma mesa, se­
gún que se encuentre a la derecha, a la izquierda, delante o
detrás. Pero la comunicación entre las conciencias supone al
menos que cada uno transforme su propio dato inmediato, su
propia materia, de manera que el otro comprenda lo que le
es comunicado y pueda referirlo a lo que a él le es dado, a la
materia de su aprehensión inmediata; pero implica también
la posibilidad de que cada uno comprenda la materia propia
de su conocimiento como un aspecto parcial del conocimiento
común, y comprenda su conocimiento como dependiente del
de todos los hombres. Llamamos experiencia al resultado de
esta transformación de la materia, que — subrayémoslo— con­
duce por lo menos a la posibilidad de una comunicación mutua,
pero que eventualmente podría llevar a un verdadero conoci­
miento común. En epistemología llamaremos «forma» a los
principios generales de esta transformación, de la materia no
informada, en experiencia.
De allí se sigue que todo empirismo radical es imposible para
un ser que viva en sociedad. No solamente llevaría al solipsis-
mo, sino a la renuncia a cualquier pensamiento. De ello se
sigue también que la vida en sociedad disocia la unión origi-

119
nana e inmediata entre la sensibilidad y la acción individual.
Entre ambas se insinúa la transformación del dato inmediato
en conocimiento comunicable: el mundo teórico. La unidad en­
tre la teoría y la práctica no puede en lo sucesivo restablecerse
más que sobre una base superior, para la comunidad y en el
interior de ella. (Lo que Lukács llama «la conciencia ver­
dadera».)
Ya hemos dicho que los principios de la forma de una expe­
riencia — para designarlos emplearemos de aquí en más el tér­
mino kantiano de categorías— no son rígidos ni eternos. Entre
el mínimo que hace posible la comprensión recíproca de los in­
dividuos y el máximo que correspondería a una comunidad
ideal, hay naturalmente cierto número de tipos fundamenta­
les posibles. Las investigaciones de los últimos años mostra­
ron que el predominio de un sistema de categorías en un lu­
gar y una época dados está determinado sobre todo sociológica-
mente,21 es decir por la estructura social. El filósofo y el epis-
temólogo se interesan, como es natural, en los sistemas de ca­
tegorías del pasado (véanse, por ejemplo, las investigaciones
de Durkheim y de Lévy-Bruhí acerca del pensamiento de los
primitivos), pero ante todo en los del hombre actual y — en
la medida en que pueden decir algo sobre ellos— en los de
una comunidad ideal.
Pero como esta comunidad nos resulta aún desconocida y co­
mo hoy es realizable solo de manera parcial (según Lukács,
por ejemplo, en la solidaridad de clase), no podemos enunciar
sino vagas generalidades acerca de las categorías que corres­
ponderían a su pensamiento. Por ejemplo:

a. Que este pensamiento en ningún caso podría ser puramente


empírico, puesto que ello es inconcebible, ni puramente ra­
cionalista, puesto que, por el contrario, debe ceñirse muy de
cerca a lo dado, al mundo exterior.
Probablemente se asemejará a una especie de empirismo. En
efecto, si admitimos que una comunidad superior ha de resta­
blecer para la comunidad humana la unidad entre el pensa­
miento y la acción, hoy perdida para el individuo, debemos
admitir también que su forma categorial habrá de adaptarse
21 Pero tampoco de modo exclusivo: existen también factores relativos
a la naturaleza humana en general, que son independientes del orden
social; no podemos profundizar más en el examen de cuestiones'tan
complejas, planteadas por una teoría sociológica del conocimiento. De
igual manera, nuestra exposición habrá de resultar esquemática e in­
completa.

120
mejor y con la mayor facilidad a cualquier materia dada o po­
sible para transformarla en experiencia.

b. De igual modo, deberá superarse la separación radical en­


tre forma y contenido, sujeto y objeto, que caracteriza el pen­
samiento del hombre individualista, aunque cabe preguntarse
si esas oposiciones desaparecerán alguna vez por completo.
Hoy la forma es el único elemento común a los hombres de
nuestra sociedad, mientras que el contenido constituye justa­
mente el elemento individual, de separación. En una comuni­
dad superior en que ningún interés egoísta opondrá ya a los
hombres y a las colectividades humanas, esa diferencia desa­
parecerá también: forma y contenido serán comunes a todos
los hombres.

c. Hoy (en todos los campos: conocimiento, moral, dere­


cho, etc.) la forma está reificada y fijada. Justamente, ella
debe oponerse a las tendencias centrífugas y egoístas del indi­
viduo. En una comunidad superior, ella se hará más flexible,
más viviente y se adaptará mejor al hombre y a lo dado, al
sujeto y al objeto, pues no es otra cosa que la expresión de sus
relaciones mutuas. He ahí, por otra parte, algo que es preciso
destacar siempre: la forma, como también la materia del co­
nocimiento, no son independientes con relación al sujeto ni
con relación al objeto. No son más que la expresión de su uni­
dad dentro de la actividad del hombre, dentro de su acción.

d. Hoy la forma es abstracta y se opone como universalidad


al contenido concreto e individual. En una comunidad superior,
materia y forma se unificarán subjetivamente dentro de una
comunidad concreta, y objetivamente dentro de un universo
concreto.

e. Hoy la forma es legal, pero no es libre (ley lógica, científi­


ca o jurídica), o bien es legal y libre pero irreal, un imperati­
vo y no una realidad (ley moral), mientras que la materia
(lo dado, las inclinaciones) es real, pero contraria a la ley y
desprovista de libertad. Solo la unión de ambas puede reali­
zar las características de una comunidad perfecta: una realidad
universal y libre, a la vez conforme a las leyes y común a to­
dos los hombres.

Partiendo de ello, los pensadores más importantes de la filo­


sofía moderna (sobre todo Kant con el intelecto arquetipo,

121
Hegel, Marx y Lukács con el método dialéctico y también
Lask con la lógica emanatista) intentaron aportar algunas pre­
cisiones sobre este tema. Arrancaron de la evidente insuficien­
cia del pensamiento actual cotidiano y sobre todo científico,
de su impotencia para unificar lo general y lo individual, lo
absoluto posible con el dato real. Todos reconocieron que esta
insuficiencia se debe a la ausencia de la categoría de la totali­
dad, de la universitas, que debe ser fundamental para un pen­
samiento que pretenda superar esta limitación. Por desdicha no
podemos detenernos más en esta cuestión, pero citaremos al­
gunas líneas de Kant respecto del intelecto arquetipo, que
anuncian ya la dialéctica hegeliana:

«Podemos concebir también un entendimiento que, no sien­


do discursivo como el nuestro sino intuitivo, procedería de lo
general-sintético de la intuición de un todo como tal hacia lo
particular, es decir, del todo a las partes, y cuya representación
del todo no contendría la contingencia de la ligazón de las
partes para hacer posible una cierta forma del to d o . . .».22

Y en otro pasaje dice:

« . . . no habría lugar para esa distinción [entre lo posible y


lo real] si nuestro entendimiento fuera intuitivo; no habría
otros objetos que lo real. Tanto los conceptos ( . . . ) como las
intuiciones sensibles ( . . . ) desaparecerían».23

Ese sería el máximo, la universitas en el plano del conocimien­


to teórico y de la lógica. Llegamos ahora a la generalidad del
conocimiento actual, a la universalitas. Toda vida en sociedad
supone un mínimo de formas categoriales sin el cual los hom­
bres no podrían entenderse. Allí donde el carácter social de
la vida — prescindiendo de su nivel— se muestra de manera
manifiesta, el carácter humano de las categorías puede volver­
se también más o menos transparente. Algo muy diferente
ocurre en el orden social moderno, burgués e individualista.
Aquí hay comunidad transparente, a lo sumo, en algunos casos
excepcionales (intimidad familiar, amistad, etc.). Las relacio­
nes sociales fundamentales de los hombres, las relaciones de
producción, son las de vendedores y compradores de mercan­
cías que no dejan trasparecer en la conciencia más que el an-

22 G. S.t vol. V, pág. 407.


23 Ibid., págs. 401-02.

122
tagonismo resultante del deseo de comprar barato y vender ca­
ro. Pero lo que de todos modos une a los hombres, el hecho
de que el comprador sólo tiene sentido si existe un vendedor
y reciprocamente, debe realizarse pese a su conciencia y en con­
tra de ella, en una forma reificada. La circunstancia de que la
producción es a pesar de todo un hecho social se expresa so­
lamente en el precio de las mercancías. En la bolsa, «el trigo
sube», «el acero baja», etc. El hombre ha desaparecido. Lukács
ha intentado demostrar el modo en que esta reificación se ma­
nifiesta en todos los dominios de la vida. Tiene que aparecer
también en el campo de la lógica y de la teoría del conocimien­
to. En este, recibe el nombre de «ideas innatas», «reminiscen­
cia», «a priori», etc.; es la universalitas, la validez general en
sus más diversas formas. Que se nos entienda bien. Habrá
siempre y en cualquier orden social juicios que reclamen la
adhesión de todos los hombres. Pero si de estos juicios (o de
su significación) se quita cualquier relación con lo empírica­
mente dado (como en Descartes o en el apriorismo kantiano),
o bien con el hombre concreto (como en Rickert, Lask, Hus-
serl, etc.), entonces nos encontramos frente a una rdficación
de la verdad y del pensamiento en general.24 Así como en la
bolsa el trigo o el acero suben o bajan por sí solos, también en
Rickert la significación es por sí misma «verdadera» o «falsa»
y cualquier relación con el hombre se suprime bajo la imputa­
ción de psicologismo.
Es verdad que en los grandes clásicos esta reificación adopta
otra forma. En ellos el juicio no se separa del sujeto sino de la
materia, de lo sensible. La matemática universal da pie a
la esperanza de que, en la sociedad monádica y atomizada, los
individuos independientes unos de otros podrán llegar empe­
ro en su pensamiento a idénticos resultados.25 Es la armonía
preestablecida, la intervención divina; pero no por ello es me-

24 Reificación que aparece a veces también en los escritores socialistas,


sobre todo cuando tratan cuestiones filosóficas y son neokantianos. Max
Adler, por ejemplo, escribe: «Parece paradójico, pero corresponde a ¡a
esencia misma de la critica del conocimiento, decir que en una teoría
del conocimiento consecuente «el hombre» desaparece porque ya no es
otra cosa que un contenido del conocimiento, exactamente del mismo
modo como, por ejemplo, en una doctrina jurídica consecuente fundada
sobre una teoría del conocimiento, tal como la que construyó H . Kelsen,
el hombre, el sujeto jurídico, se convierte en un simple centro de rela­
ciones jurídicas» (M, Adler, Lehrbuch der maleridistiscben Ges-
chicbtsau/fassung, s. d , vol. I , pág. 141).
25 Es el gran mérito de Max Adler haberlo mostrado en un análisis
del apriorismo kantiano. Véase su teoría del «a priori sociológico».

123
nos una reificación. Y justamente porque la comunidad per­
manece oculta y opaca, ella debe aparecer bajo la forma de
una potencia exterior abstracta y reificada (ideas innatas, a
priori, imperativo categórico, etc.) y no como acción huma­
na concreta y transparente.
No insistiremos aquí en el aspecto ético y práctico de esta di­
ferenciación entre la totalidad concreta ( universitas) y la uni­
versalidad reificada ( universalitas)■ es más fácil de compren­
der, y aún volveremos sobre ello.
Esta diferencia entre universitas y universalitas, totalidad con­
creta y universalidad a priori y reificada, constituye una de las
piedras angulares de la filosofía teórica y práctica de Kant. La
universalidad a priori es lo que caracteriza al hombre dado,
finito. Determinar sus posibilidades y sus límites es una de
las tareas más importantes de la filosofía crítica; la totalidad,
la universitas no es dada hoy más que en el plano formal (es­
pacio y tiempo) y solo podría alcanzar su realización perfecta
en un estado superior, suprasensible; en el intelecto arquetipo,
en la voluntad santa, en el conocimiento de la cosa en sí, etc.
Es evidente que Kant no sobrepasó la reificación;26 pero la
describió con exactitud y fijó sus límites.
Algunos (Rickert y Lask) ver. en ello su mayor mérito; otros
(Hegel, Lukács), una razón para las críticas más acerbas. Igual­
mente podría reprochársele que escribiera en 1790 y no en
1940, o que viviera en Kónigsberg y no en París. Esa polé­
mica nos parece por completo ociosa y en todo caso secunda­
ria. Lo importante es despejar el auténtico espíritu de la filo­
sofía crítica, purificándolo de las interpretaciones erróneas o
falsas, y avanzar por el camino abierto por Kant en la medida
de nuestras fuerzas y posibilidades.

Ahora debemos esbozar las líneas generales del sistema kantia­


no, pues dentro del marco de este estudio no podríamos em­
prender una exposición detallada.
26 De cualquier manera, penetrar con el pensamiento no quiere decir
suprimir. Ninguna comprensión de los hechos económicos impedirá al
economista hablar del «trigo que sube» y del «acero que baja». Los co­
nocimientos más precisos no impiden a los físicos modernos hablar >
pensar en la vida cotidiana con las antiguas categorías. Por otra parte,
el lenguaje mismo, adaptado todavía a las viejas formas de pensamiento,
no permitiría hacer otra cosa.

124
Podríamos comenzar de diferentes maneras. Lo que mejor co­
rrespondería a la lógica del sistema sería hacerlo por el lado
práctico, aunque, bajo la influencia de la discusión con Hume,
el propio Kant haya empezado por la parte teórica y en espe­
cial por aquella respecto de la cual Hume había planteado sus
dificultades: el análisis de la experiencia. Kant se percata muy
bien de ello; escribe:

«Parece difícil presentar de manera completa un conjunto tan


diverso como el que la metafísica contiene, en un pequeño
espacio y conforme a sus fuentes. Pero de hecho ello está fa­
cilitado por la ligazón orgánica entre todas las facultades de
conocimiento bajo el gobierno supremo de la razón. En efec­
to, se puede partir de puntos diferentes y recorrer empero el
círculo según un principio, de modo que solamente será difí­
cil elegir el punto de partida. Lo que juzgo mejor es comen­
zar por lo que nos ha llevado a fundar una metafísica (la li­
bertad, en la medida en que ella se manifiesta por la ley mo­
ral). Pues la solución de las dificultades que ello suscita exige
una anatomía completa de nuestras facultades de conocer, y así
se podría recorrer todo el círculo. Aquí está dado un concepto
de lo suprasensible con su realidad (práctica solamente)».27

Pese a ello comenzaremos por la parte teórica para no apar­


tarnos más que lo indispensable de las tradiciones ya estable­
cidas por los neokantianos; pero utilizaremos una división pro­
puesta en varias ocasiones por el propio Kant. En efecto, en
la Lógica2829escribe:
«Una filosofía en esta última significación (según el concepto
universal de razón) es la ciencia de la relación entre todo co­
nocimiento y todo uso de la razón, por una parte, y el fin final
de la razón humana, por la otra, fin al cual los otros están
subordinados como al fin supremo y en el cual deben unificarse.
»E1 campo de la filosofía en esta significación puede reducirse
a las preguntas siguientes: 20
»1. ¿Qué puedo saber?
»2. ¿Qué debo hacer?
»3. ¿Qué me está permitido esperar?
»4. ¿Qué es el hombre?
27 G. S., vol. X, Nachlass, págs. 344-45.
28 Ibid., pág. 24. Cf. también Crítica de la razón pura, ibid., vol. I II ,
pág. 523, B. 833, y la carta a Standlin, 4 de mayo de 1793.
29 En la Crítica de la razón pura sólo figuran las tres primeras.

125 •>
»A la primera pregunta responde la metafísica; a la segunda,
la moral; a la tercera, la religión, y a la cuarta, la antropología.
En el fondo podría referirse todo ello a la antropología, puesto
que las tres primeras preguntas remiten a la cuarta».

Nos atendremos a esa división. Solo observaremos que:

a. Respecto de la primera cuestión: para Kant la metafísica


tiene dos partes, la metafísica de la naturaleza y la metafísica
de las costumbres; así, la respuesta a esa pregunta debe abarcar
todo el análisis del hombre existente, tanto en el plano teórico
como en el práctico.
b. Respecto de la tercera pregunta: en la evolución del siste­
ma kantiano, la filosofía de la historia se sumó a la filosofía
de la religión.
c. A la primera y a la tercera preguntas es preciso agregar la
estética, que las une, aun si esta unificación no es más que
subjetiva.

126
2. ¿Qué puedo saber?

Debemos destacar desde el comienzo que lo fundamental de


la respuesta kantiana a esta pregunta puede formularse en
dos puntos:

1. Existe en el hombre un principio que lo impele a aspirar


sin descanso hacia un estado más elevado, cualitativamente di­
verso de su estado actual, y sólo de ese modo puede él cumplir
su verdadera destinación.
2. El hombre actual (que para Kant es el hombre en general)
se encuentra limitado y no puede alcanzar eso incondicionado.

Desarrollando esas dos ideas, Kant sienta los fundamentos


filosóficos de la crítica más radical y profunda que se haya
hecho del hombre burgués. Quiero relatar aquí el episodio
que me facilitó la comprensión de esto. Ocurrió en un aula,
donde acababa yo de explicar los principios generales de la
moral kantiana. Un alumno tomó la palabra para impugnar
con vehemencia esa moral que —afirmó— hacía de su padre,
ciudadano honorabilísimo, un hombre inmoral, lo cual le pa­
recía por completo inaceptable. Y cuando le pregunté, con
asombro, cómo había llegado a esa conclusión, el joven nos
explicó que su padre, comerciante, entraba todos los días en
contacto con una cantidad de personas a quienes no conocía
en otros aspectos y que para él no eran más que medios de
ganarse la vida y alimentar a su familia. En ningún caso se
le ocurría tratar a cada uno de esos desconocidos como un
fin en sí.
Debo confesar que esta respuesta me confundió mucho, y aun
me sorprendió. Pero mi asombro creció más todavía cuando,
ya en mi casa, hojeando los escritos de Kant encontré que el
primer ejemplo de hombre inmoral que él ofrece correspon­
de casi literalmente al que acababa de exponemos nuestro
alumno. En las primeras páginas de Fundamentación de la me­
tafísica de las costumbres leemos, en efecto:

127
«Es sin duda conforme al deber que el comerciante no recar­
gue el precio al cliente inexpeito; nunca lo hace el comercian­
te sagaz, quien por el contrario establece un precio fijo, igual
para todos, de modo que un niño pueda hacer en un negocio
tan buena compra como cualquiera. El cliente es entonces leal­
mente servido; pero ello en modo alguno basta para que crea­
mos que el comerciante ha procedido por deber y principios de
probidad; es su interés el que lo exige, y aquí no puede su­
ponerse que él además debió experimentar una inclinación
directa hacia los compradores para no otorgar preferencia, por
afecto, a unos en perjuicio de otros. Por tanto, su acción no
se cumplió por deber ni por inclinación, sino solo en vista del
interés propio».

Nuestro alumno, que por cierto no había leído una sola línea
de Kant, había comprendido sin embargo las consecuencias
últimas de su pensamiento mejor que la mayoría de los neo-
kantianos. En efecto, es evidente que no es ese un ejemplo
cualquiera: el comerciante «leal» constituía la célula funda­
mental del orden social burgués e individualista en vías de na­
cimiento entonces en Europa y que aún impera hoy. El ejem­
plo atañe a la esencia misma de esa sociedad y no a un fenó­
meno secundario.

I
El destino del hombre es aspirar a lo absoluto; he ahí el pos­
tulado fundamental de la filosofía crítica, su punto de parti­
da, que ella no tiene la posibilidad ni el deseo de probar. En
lenguaje kantiano: es un postulado que carece de «deducción».
En la Crítica de la razón pura Kant no lo afirma de manera
explícita desde el comienzo,* y ello sin duda porque, bajo la
influencia inmediata de la discusión de los argumentos de
Hume, quiere ante todo negar al entendimiento cualquier pre­
tensión de probar la imposibilidad de lo absoluto. Pero en el
prefacio de la segunda edición repara, al menos en parte, esta
omisión en un breve pasaje:

«En efecto, lo que necesariamente nos impulsa a salir de los


límites de la experiencia y de los fenómenos es lo incondicio-1
1 Pero tanto más a menudo en el curso de la obra.

128
nado que la razón exige necesariamente y con derecho en las
cosas en sí para todo lo condicionado y a través de la serie
de las condiciones».23

Pero en la Crítica de la razón práctica Kant afirma muy cla­


ramente, desde el comienzo, que no se puede probar «el prin­
cipio supremo de la razón práctica», a saber, que la voluntad
está determinada solo por la ley, por el concepto «de una
naturaleza suprasensible».3 Este principio carece de deducción.
De igual modo, «la ley moral es dada como un factum de la
razón pura, del cual somos conscientes a priori y que es apo-
dícticamente cierto, aun suponiendo que no se puede alegar
dentro de la experiencia ningún ejemplo en que se la obedezca
con exactitud».4 Encontramos en Kant gran número de expre­
siones para designar lo incondicionado: suprasensible, noúme­
no, cosa en sí, intelecto arquetipo, voluntad santa, entendi­
miento intuitivo o creador, etc. Para una exposición detallada
de la filosofía de Kant, sería un trabajo interesante y necesario
investigar si a cada una de esas expresiones corresponde un
aspecto diferente de la comparación entre lo incondicionado
y el hombre actual. Aquí podemos ahorrarnos ese trabajo
porque ha de estar bien claro que dentro de la filosofía kan­
tiana todas esas expresiones presentan estrecho parentesco y
desempeñan idéntica función humana y existencial.
Solo a partir de ese primer postulado podemos comprender
el sentido de las dos parejas ac conceptos que constituyen la
base misma del sistema crítico: cosa en si y fenómeno, liber­
tad y necesidad.

II

Cosa en sí y fenómeno. Muchas veces se ha reprochado a Kant


que admitiera sin fundamento la existencia de cosas en sí, di­
ferentes de los fenómenos, y que para ello utilizara de manera
ilegítima la categoría de causa. No obstante, los textos de
Kant nos parecen muy claros. «El objeto indeterminado de
una intuición empírica se llama fenómeno».5
2 Critica de la razón pura, G. S., vol. I II , págs. 13-14, B. 20.
3 Crítica de la razón práctica, ibid., vol. V, pág. 45.
4 Ibid., pág. 47.
5 Critica de la razón pura, ibid., vol. I II , pág. 50, B. 34.

129
1. £1 acento recae aquí sobre «indeterminado» y «empírico».
De ello se sigue, invirtiendo la proposición, que el objeto
integramente determinado de una intuición no empírica es
la cosa en sí. De hecho los textos avalan ese sentido. Por
ejemplo:

«Para conocer de manera acabada una cosa es preciso conocer


todo lo posible y determinar a través de eso ( . . . ) La deter­
minación integral es por lo tanto un concepto que nunca po­
demos representar in concreto según su totalidad, y en conse­
cuencia se funda en una idea que tiene exclusivamente su sitio
en la razón».6

«Si por lo tanto dentro de nuestra razón se pone un sustrato


trascendental en la base de la determinación integral ( . . . )
este sustrato no es otra cosa que la idea de un todo de la reali­
dad ( . . . ) Pero a través de esta posesión total de la realidad es
representado también como íntegramente determinado el con­
cepto de una cosa en sí».7

( La cita transcripta nos muestra una vez más que en el cono­


cimiento de la cosa en sí se trata de la categoría de totalidad,
de la que a juicio de Kant carece el conocimiento humano, y
que Hegel y Lukács intentarán integrar en este.) Toda la crí­
tica de la razón pura está penetrada por la idea de que sola­
mente una intuición intelectual, y no la intuición empírica,
puede conocer la cosa en sí.

2. El conocimiento humano, resultado de la unión de la sensi­


bilidad y del entendimiento, no puede alcanzar lo absoluto, la
determinación integral.

3. Pero del conocimiento de los fenómenos, el único que nos


es asequible, no tenemos el derecho de inferir la existencia de
cosas en sí; en efecto:

«Entendimiento y sensibilidad pueden determinar objetos en


nosotros solamente por su unión ( . . . ) Si alguien vacila to­
davía ( . . . ) en desistir del uso meramente trascendental de las
categorías ( . . . ) que haga un ensayo ( . . . ) que ensaye con
cualquier principio sintético y supuestamente trascendental,

6 Ibid., pág. 386, B. 601.


7 lbid., págs. 387-88, B. 603-04.

130
como ( . . . ) “ todo lo contingente existe como efecto de otra
cosa” ( __ ) etc. Ahora bien, pregunto yo de dónde tomará
esos enunciados sintéticos, puesto que los conceptos deben
valer en tal caso para las cosas en sí mismas ( noúmeno) y no
con referencia a una experiencia posible ( . . . ) Nunca podrá
probar su afirmación; más aún, ni siquiera podrá ( . . . ) jus­
tificarse».8

4. El conocimiento de las cosas en sí sólo sería posible en una


intuición diversa, cualitativamente diferente de la del hombre
empírico actual. Pero el entendimiento en cuanto facultad pu­
ramente teórica, ligada a la experiencia, no puede decidir si
tal intuición existe o no, y ni siquiera si ella es posible. Para
él, lo suprasensible sigue siendo una idea problemática.

5. Pero si lo incondicionado no existiera y si la intuición em­


pírica dada fuera la única posible, entonces la razón humana
no podría cumplir su destino. Y puesto que el entendimiento
no puede afirmar nada sobre la existencia o la inexistencia, la
posibilidad o la imposibilidad de lo suprasensible, la razón pue­
de y debe legítimamente aceptar su posibilidad como idea tras­
cendental. (Habríamos preferido decir aquí «postulado prác­
tico», pero en esta época Kant distingue todavía entre «ideas
prácticas» y «especulativas». He ahí una diferencia no exigida
por la lógica interna del sistema, y a la que Kant renunció de
hecho nueve años después, en la Crítica del juicio. En esta
obra, la razón es una facultad de conocimiento puramente
práctica.)

6. Una vez aceptada la cosa en sí como idea trascendental, se


la designa también como causa de los fenómenos, como lo
que aparece en estos, etc. Esos son los pasajes que de con­
tinuo citan los críticos. Pero no advierten bien que en mo­
do alguno se trata de una prueba en favor de la existencia de
las cosas en sí, puesto que por el contrario esos pasajes su­
ponen que ya se ha admitido la cosa en sí como idea tras­
cendental.
La prueba como tal se basa siempre en que una razón humana
que aceptara la hipótesis contraria se encontraría en la imposi­
bilidad de cumplir su destino y por lo tanto de obrar en ese
sentido. Además, huelga insistir en el hecho de que el mons­
truo de un objeto que no podría ser conocido por ningún su-
8 Ibid., págs. 213-14, B. 314-15.

131
jeto no es más que una quimera de ciertos críticos, de la cual
no encontramos huellas en los escritos de Kant.

III
Libertad y necesidad. Debemos confesar que, a nuestro juicio,
Kant dio a este problema la respuesta más clara y menos equí­
voca que hayamos hallado en toda la historia de la filosofía.
Constituye el único fundamento posible de toda filosofía de
la historia materialista o idealista, así como de cualquier socio­
logía científica y de las ciencias del hombre en general, en la
medida en que realmente quieran ser ciencias y no metafísica
materialista vulgar o exaltación intuicionista.
Pero como la deformación metodológica actual de las ciencias
del hombre dificulta mucho la comprensión de este proble­
ma, intentaremos elaborar aquí lo más claramente posible el
punto de vista kantiano tal como lo comprendemos, de una ma­
nera puramente sistemática, sin fastidiosas referencias filoló­
gicas.0 Solo hacia el final consignaremos los puntos en que qui­
zá nos hayamos apartado de una interpretación filológica es­
tricta.
Sabemos que ya en la época precrítica910 Kant distinguía, den­
tro de lo dado, tres dominios diferentes: el mecánico, el bio­
lógico y el espiritual. Este último se convertirá luego, en la
filosofía crítica, en el mundo inteligible de la libertad.
En el conocimiento de las ciencias mecánicas el entendimien­
to trata con objetos determinados exclusivamente por el pasa­
do. Los acontecimientos producidos en el mundo hasta hoy
determinan por entero — abstrayendo de la influencia actual
ejercida por la vida y el espíritu— el estado y los movimien­
tos de todos los elementos de la materia inerte en el momento
presente. Por cierto que Kant sabe, y lo repite de continuo,
que nuestro conocimiento conceptual limitado nunca podría
llegar a la determinación integral, aunque fuese de un objeto
inerte. No obstante, es aquí donde el conocimiento abstracto
y conceptual del entendimiento se acerca más a lo empírica­
mente dado.
9 Los textos más importantes son: Crítica de la razón pura, fi. 556 y
sig., G. S., vol. I I I , pág. 360 y sis.; Crítica de la razón práctica, I,
«Examen crítico de la Analítica», ibid., vol. V , pág. 89 y sig.; Crítica
del juicio, Crítica del juicio téleológico, ibid., vol. V , pág. 89 y sig.
10 Cf. El único fundamento de prueba y Los sueños.

132
Algo muy diferente ocurre en biología cuando se trata de
conocer el mundo orgánico. Aquí no sólo el todo está determi­
nado por las partes, sino que a la inversa las partes están tam­
bién determinadas por el todo en sus funciones y relaciones.11
El individuo orgánico nos aparece como si «contuviera una
finalidad interior»: en él, «todo es a la vez fin y medio».1112
Ahora bien, nuestro entendimiento no es capaz de concebir el
todo antes que las partes más que por «analogía con las cau­
sas finales». No podemos concebir un todo que determine las
partes y sus relaciones recíprocas si no admitimos al mismo
tiempo un ser trascendente en cuya conciencia exista ya antes
un concepto de ese todo, de acuerdo con el cual él organice
conscientemente las partes. Así, por un lado cualquier explica­
ción mecánica de la vida orgánica es insuficiente y debemos
agregarle otro principio, un principio teleológico según fines,
en virtud del cual pensamos la naturaleza como productor
consciente, que realiza «técnicamente su propio poder».
Pero por otro lado este no debe ser más que un principio pro­
blemático y regulador del juicio reflexivo, y nunca debe con­
vertirse en un principio constitutivo del juicio determinante.
Es decir que debemos considerar lo orgánico como si fuera un
fin interno de la naturaleza, pero nunca debemos admitir que
sea de hecho el producto de una causa que obre de manera
intencional. En efecto, podríamos concebir que un entendi­
miento superior que conociera el todo antes que las partes
comprendiera igualmente lo orgánico de una manera inmanente
sin intervención trascendente. El finalismo en biología, por
tanto, no puede ser más que un auxiliar necesario para nues­
tro entendimiento limitado y analítico, pero no un medio de
comprender realmente la vida orgánica.
Para nosotros no hay, a juicio de Kant, más que una posibilidad
de constituir la experiencia a partir del dato empírico. Y esa es
la manera de establecer relaciones y de explicar propia de las
ciencias mecánicas. Por lo tanto, debemos servirnos también de
ella en el campo de la vida orgánica y progresar todo lo que
podamos por esta vía en la explicación de los fenómenos. Solo
cuando ella no basta, cuando tropezamos con una unidad y

11 Está claro que no se trata aquí del universo, sino de la totalidad


de un individuo orgánico y, a veces, de la especie.
12 Una cuestión interesante, que Kant no trata expresamente y que
para nosotros permanece todavía escura, sería saber en qué medida se
podría designar la causalidad mecánica como determinación por el pasa­
do, la causalidad orgánica como determinación por d presente, y la
causalidad del espíritu como determinación por el futuro.

133
una estructura que no soportan ya una explicación mecánica,
al menos provisionalmente, debemos apelar a una manera fina­
lista de considerar los fenómenos, pero no a una explicación
teleológica.
Aquí interviene un importante problema de método, plantea­
do y resuelto por Kant con ocasión de la libertad, poro que
queremos abordar desde ahora porque nos parece posible darle
también en este punto una solución análoga.
Entre el dominio de la materia inerte, donde el todo está de­
terminado por las partes y el presente por el pasado, y el do­
minio de la vida orgánica, donde el todo del organismo indi­
vidual y el de la especie determinan las partes y donde, por
consiguiente, el presente es al mismo tiempo causa y efecto,
existe una diferencia cualitativa esencial. Ningún desplaza­
miento ni composición de partículas de materia inerte, por
complicado que sea, permitirá nunca producir un individuo
orgánico viviente.18 Y sin embargo entre los objetos inanima­
dos y los seres vivos hay en la naturaleza una acción mutua
ininterrumpida.
Pero, dada esta acción recíproca, ¿cómo es posible someter el
conjunto de la naturaleza a una explicación determinista? ¿No
hallamos con harta frecuencia, en los libros de vulgarización,
el aserto de que la menor interrupción de la causalidad me­
cánica bastaría para suprimir toda posibilidad de explicación
determinista y aun simplemente científica del universo?
Por ello es importante destacar que ese aserto es inexacto, y
juzgamos que no es uno de los menores méritos de la filosofía
crítica el haber sido la primera en advertirlo.
Es cierto, no obstante, que la mínima posibilidad de interven­
ción de lo arbitrario, la indeterminación absoluta, bastaría pa-13
13 Naturalmente, los biólogos nunca deben dejar de buscar el medio de
producir la vida a partir de la materia inerte. Kant lo pide de modo
implícito cuando dice que se «debe llevar lo más lejos posible la expli­
cación mecánica». Si ello se lograra, nada esencial cambiarla en la po­
sición de Kant. No habría entonces más que dos dominios radicalmente
separados: el de la materia y el del espíritu, tal como ya lo había ad­
mitido Descartes. Entre la materia inerte y la materia orgánica subsis­
tiría siempre una diferencia cualitativa, de ningún modo rígida sin em­
bargo, pero que implica transiciones y superposiciones en los casos lí­
mite. No obstante, algo debe quedar claro; el problema de la produc­
ción de la vida es un problema de física y química; para el biólogo la
vida será siempre una premisa de su ciencia. Por el momento, sin em­
bargo, no tenemos gran cosa para oponer al escepticismo kantiano; en
efecto, aunque hayan pasado 130 años desde entonces, la biología no
parece haber hecho todavía progresos decisivos en la solución experil
mental de este problema.

134
ra imposibilitar cualquier explicación científica coherente. Pe­
ro lo orgánico (y como más adelante veremos, lo espiritual)
no es algo arbitrario ni indeterminación absoluta. Antes bien,
es un orden estricto y riguroso, aunque no mecánico. Por lo
demás, todos los representantes serios del finalismo tienen
perfecta conciencia de ello. Dentro de un orden teleológico,
por ejemplo, las cosas y acontecimientos serían tan necesarios
como dentro de un orden mecánico. Solo que su necesidad
estaría determinada por el futuro, por el fin; no por el pasado,
como sucedería en un orden mecánico. £1 azar (Bergson lo
mostró muy bien) no es más que el aspecto de un cierto or­
den considerado desde el punto de vista de un orden diferen­
te. Pero además del orden mecánico a que la materia inerte
está sometida, a juicio de Kant, y del orden teleológico que,
también según él, tiene valor constitutivo únicamente respecto
del reino práctico de la razón y la libertad,14 puede existir
todavía un tercer orden casi incomprensible para nuestro en­
tendimiento finito: el de la materia viva dominada por las to­
talidades del individuo orgánico y de la especie. Hoy debería­
mos agregar quizás el orden estricto de la probabilidad esta­
dística, que según la mayoría de los físicos rige en cierta es­
cala la materia inerte.
Ahora bien, todos esos diferentes órdenes pueden abordarse
desde el punto de vista de uno solo de ellos a condición de
considerar todos los factores regidos de manera exclusiva por
los otros órdenes como una constante a la que naturalmente
se debe conocer con toda la precisión posible, pero que ya no
se tiene que reducir o explicar.
Tanto en el pensamiento científico como en la vida cotidiana
encontramos muchos ejemplos de esa integración de órdenes
diversos dentro de la perspectiva de cierto orden dado. Por
ejemplo, la psicología y la sociología científicas pueden esta­
blecer leyes causales más o menos exactas justamente porque
admiten que el hombre es un ser espiritual cuya acción se ri­
ge, en mayor o menor medida, por fines conscientes y volun­
tarios, y lo admiten como un hecho, como una constante que
ya no es preciso analizar ni explicar. Para esas ciencias se tra­
ta solamente de establecer del modo más preciso posible la
influencia de las condiciones exteriores sobre la conciencia,
la voluntad y la acción de los hombres, y a la inversa, la in­
fluencia que esa conciencia, esa voluntad v esa acción ejercen
sobre el medio. Tarea esta sin duda mucho más difícil, pero
14 Y no para el dominio orgánico.

135
que no difiere por esencia de la que es propia de las ciencias
naturales y aun físico-químicas.
Precisamente en virtud de ello las ciencias del hombre no de­
ben proceder por comprensión simpática ni por intuición, sino
mediante un estudio empírico, y experimental en la medida
en que las circunstancias lo permitan, estudio que sin embar­
go, puesto que su objeto es mucho más complejo, no podrá
por el momento alcanzar sino un conocimiento menos preciso
y menos riguroso que el logrado por las ciencias naturales y
físico-químicas.
De igual modo, hay reglas técnicas y prácticas regidas por el
fin y por el futuro, y hasta es posible encontrar repertorios
de ellas en ciertos libros, por ejemplo en un manual de sabidu­
ría política, en un tratado de medicina o en un libro de coci­
na. Ahora bien, la causalidad mecánica u orgánica se presenta
en esas obras integrada solo de manera implícita, como cons­
tante a la que no se trata de reducir ni de explicar sino sola­
mente de conocer con la mayor exactitud posible. En efecto, la
regla práctica y técnica tiene justamente por fin enseñarnos la
manera en que el hombre puede alcanzar sus fines, a pesar de
esos órdenes extraños y a través de ellos. Que el político o el
médico son hombres, y que como tales pueden enamorarse o
morir, y que la casa donde se cocina puede derrumbarse a
consecuencia de un terremoto, he ahí circunstancias que los
autores de esas obras no ignoran por cierto, pero de las que se­
ría impertinente hablar en un tratado de política, de medicina
o de arte culinario; se trata de constantes conocidas con ma­
yor o menor exactitud, a las que no es preciso analizar con
gran detalle.1315
15 Contra la eventual objeción de ciertos «marxistas» que tienen tanto
miedo por la palabra «constante» como los racionalistas por la palabra
«variable», recalcaremos aún:
a. Que esta «constancia» no es sino el orden mismo del cambio, orden
que el hombre supone necesariamente en cada una de sus acciones;
b. Que este orden nunca puede ser conocido de manera definitiva sino
siempre con mayor o menor precisión, y que, por eso mismo, su conoci­
miento debe ser mejorado constantemente mediante el análisis de la si­
tuación concreta. En este terreno Hegcl y Marx lucharon con justicia
contra todo intento de esquematización. Pero rechazar en general el
postulado de la regularidad significa renunciar a toda ciencia y a toda
acción eficaz En este caso, ni siquiera podría cruzar la calle por temor
a que una salamandra de los tiempos primitivos me saliese al paso para
conducirme a algún mundo encantado. Precisamente, el romanticismo
místico, al romper todo contacto con la realidad, construyó un mundo
como el de los cuentos de Hoffmann. El materialismo histórico supone
sin duda una constante postulada, pero nunca conocida del todo. Por

136
También es evidente que por virtud de la acción que los dife­
rentes órdenes ejercen unos sobre otros, esas reglas técnicas
deben ser mucho más complejas y menos precisas que nor­
mas puramente prácticas o éticas, que abstraen de cualquier
influencia de la realidad sensible sobre la voluntad pura.
Y en la relación entre el orden de probabilidad estadística de
la física cuántica y el orden de la causalidad mecánica clásica,
el problema debería ser aún más simple, pues ya no se trata
de dos órdenes diversos por esencia, por cuanto que el segun­
do no es más que un caso particular del primero.
Luego de estas observaciones acerca de los vínculos entre el
orden mecánico y el orgánico será más fácil comprender la
concepción kantiana de la libertad práctica e inteligible.
El destino del hombre es aspirar a un estado superior, a lo in­
condicionado. Cada una de sus acciones puede cumplirse con
miras a realizar ese destino —y en tal caso será libre—, o bien
se rige por otro motivo u otra causalidad — y en ese caso no
será libre—. No hay una tercera posibilidad.
La libertad humana es posible y real: lo sabemos por la exis­
tencia de la ley moral. Esta es la ralio cognoscendi de la liber­
tad, que por su parte es la ralio essendi de aquella.
Es verdad que Kant no se forja ilusiones sobre el hombre de
la sociedad burguesa e individualista y que se inclina más bien
al pesimismo; por eso insiste de continuo en que quizá no en­
contremos en la realidad empírica ninguna acción realmente
libre. No obstante, ello no puede valer como refutación de la
libertad como tal. En efecto, iodo hombre, aun el que nunca
realizó una acción moral y efectivamente libre, reconoce un
imperativo, una ley moral, y por virtud de ese hecho al me­
nos la posibilidad de obrar libremente.
Ante todo, sin embargo, es preciso destacar que el dominio
de la razón y de la libertad no es el de lo arbitrario, sino que
constituye para el hombre un orden estrictamente determina­
do por el futuro y por el fin supremo.
A esta aspiración a lo absoluto, inmanente al hombre, llama
Kant su carácter inteligible. Aparece en todas partes y siempre
donde existe un hombre, y por ello no es creada, no varía y
permanece extratemporal. La captamos de manera inmediata
tan pronto como nos situamos en el punto de vista del impe­
rativo, de la acción moral. No nos resulta empero asequible
en el plano teórico y contemplativo, puesto que cualquier dato

otra parte, justamente en este punto se basan sus críticos superficiales


para imputarle contradicción.

137
empírico se encuentra ya bajo la influencia de la causalidad
biológica y mecánica, y por ello mismo es ya fenómeno. Por
lo tanto lo único que podemos captar en el plano teórico es
el carácter empírico del hombre.
El carácter inteligible, la aspiración a un estado superior, cons­
tituye el dominio práctico del espíritu. Forma un orden nue­
vo, el tercero además de la causalidad mecánica y de la vida
orgánica; y por cuanto sabemos hoy de manera positiva, nin­
guna complicación conocida de la materia inerte u orgánica
puede crear una chispa de espíritu.18 Este es algo original, cua­
litativamente nuevo.
Las acciones reales y empíricas del hombre participan por lo
tanto de dos dominios diferentes, a saber, el de la autonomía
práctica del espíritu y el de la heteronomía mecánica y bioló­
gica. Kant llama al primero causalidad por la libertad, porque
el principio determinante de la acción es interior y está situa­
do en el mundo inteligible, en el futuro (en la realización del
reino de los fines); al segundo, en cambio, llama heteronomía,
porque la acción está determinada por el mundo exterior y por
el pasado. Por ello toda acción humana puede abordarse desde
dos puntos de vista diferentes:

1. Desde el punto de vista teórico y contemplativo de las cien­


cias del hombre, empíricas y deterministas. Aquí la libertad
inteligible constituye un supuesto implícito, una constante que,
como tal, no siempre se expresa de manera explícita. Como16
16 Naturalmente, también aquí la ciencia positiva parte de la hipótesis
de que cierto día, en alguna parte, la vida nació de la materia inerte, y
que más tarde el espíritu se engendró de la organización biológica. Kant
lo sabe bien (a menudo se encuentran en su obra pasajes que hacen
pensar en el darvinismo) e implícitamente aprueba el principio según
el cual no se deben fijar límites a la tentativa de explicar todo de ma­
neta científica. Pero evidentemente duda de que esto pueda lle­
gar a ser otra cosa que una hipótesis de trabajo. Y, en efecto, 150 años
después de la muerte de Kant nos vemos reducidos todavía, en lo que
a estas dos cuestiones atañe, a tentativas e hipótesis. Pero admitamos
por un momento que la ciencia llegue a crear experimentalmente un
ser vivo a partir de la materia inerte, o a explicar cómo el espíritu nació
de lo orgánico. ¿Cambiaría por eso algo en nuestro problema? Muy po­
co. La primera cuestión es de orden físico-químico, la segunda de orden
biológico. El biólogo como tal no busca crear la vida, la da por supuesta
en su ciencia; del mismo modo proceden el historiador o el sociólogo
con el espíritu. Tendríamos entonces siempre tres dominios esencial y
cualitativamente diferentes, que ya no estarían separados unos de otros
de una manera rígida, pero que se confundirían en ciertos casos límite:
en lugar de la filosofía kantiana, una confirmación de su continuación
en la dialéctica hegeliana y marxista.

138
el reino de la libertad inteligible no es arbitrario, ya que cons­
tituye un orden riguroso porque en él no impera el azar sino
la causalidad por la libertad, es al menos concebible que se
pueda calcular con precisión la influencia que cualquier fe­
nómeno dado, temporal y empírico, ha de tener sobre la efi­
ciencia empírica de la voluntad inteligible, y de modo seme­
jante la resistencia exterior — o bien la ayuda— que el mun­
do en que se actúa opondrá — o bien aportará— a los fines
de aquella. Para emplear un lenguaje moderno diríamos que,
suponiendo conocidos todos los elementos empíricos (lo cual
en la práctica nunca es posible), se podría en cada caso ligar
los fenómenos empíricos del pasado con la acción empírica
que el hombre se propone cumplir, mediante una función ma­
temática en la cual el carácter inteligible, la libertad del hom­
bre, estaría contenido de manera implícita como una constan­
te. Y justamente por ser una constante se encuentra la libertad
siempre amenazada por el peligro de desaparecer en la reifica-
ción. La sociología empirista considera que esa constante no
es esencial y carece de interés. Le basta encontrar una ley más
o menos exacta que ligue los acontecimientos consecutivos.
Para el filósofo, ello en ningún caso es suficiente.
Imposible hallar mejor ilustración de esta diferencia que el
ejemplo de la trayectoria de una piedra, tomado por Kant de
Spinoza. Todavía hoy ciertos sociólogos empiristas siguen afir­
mando que la única diferencia entre la causalidad mecánica y
la causalidad humana reside en el hecho de que la primera es
inconsciente mientras que la segunda se cumple con conciencia.
Una piedra que cae creería, si tuviera conciencia, que sigue
libremente su trayectoria. Kant se vale de este ejemplo para
precisar su concepción. La voluntad de la piedra se engendra­
ría solo una vez lanzada ella,17 mientras que en el hombre exis­
te una voluntad libre originaria, a la que por cierto influencias
empíricas exteriores pueden oponer obstáculos, pero nunca su­
primir. La acción empírica más perversa es también el resul­
tado de una doble determinación: la de la voluntad libre inte­
ligible y la de la influencia empírica del mundo exterior. Ese
mundo inteligible de la libertad constituye el supuesto (po­
dríamos decir, quizás, el a priori) de todas las ciencias del
hombre, y separa estas de las ciencias de la naturaleza, del

17 Para ser del todo exactos sería preciso agregar, quizá, que la volun­
tad de obedecer la gravitación, preexistente en la piedra, habría sido
suscitada también desde el exterior por la existencia de otra masa cual­
quiera.

139
mismo modo como el supuesto implícito de la vida separa la
biología de la química y de la física.

2. Pero es posible también vivir la experiencia de las acciones


humanas desde un punto de vista por completo diverso: el
punto de vista ético y práctico. Ello cambia totalmente la pers­
pectiva. Todo hombre vive de manera inmediata su libertad
inteligible. Siente que hay algo que debe determinar sus accio­
nes como norma suprema, y todo lo demás aparece sólo como
circunstancia favorable o como obstáculo con respecto a la
realización de esa norma. Lo mecánico o lo biológico solo exis­
ten como constantes más o menos conocidas, de las que pode­
mos servimos y a las que debemos vencer para realizar nuestros
fines. Lo empírico a lo sumo puede influir sobre el modo y el
grado de esta realización, pero en ningún caso puede dominar
o limitar la libertad de la voluntad. La voluntad pura perma­
nece siempre libre. No está determinada por algo exterior, pa­
sado o presente, sino exclusivamente por su fin. El reino de
la libertad es el reino del futuro, así como el dominio de la
causalidad mecánica es el reino del pasado.18
En este punto, expuestos de manera esquemática los elemen­
tos fundamentales del problema de la libertad, debemos hacer
algunas consideraciones filológicas. Hay un aspecto en que lo
que acabamos de afirmar se aleja de una interpretación filo­
lógica exacta del texto kantiano. El concepto de constante que
hemos empleado no existe en Kant: está reificado. En él, las
dos maneras de ver (práctica y contemplativa) aparecen radi­
calmente separadas. Ni siquiera de un modo apenas insinuado
trasparece una de ellas en la otra bajo la forma de una cons­
tante, y ello es cierto aunque numerosos textos avalen el sen-

18 Se pueden agregar aquí todavía dos observaciones:


a. De los dos puntos de vista (contemplativo y práctico), el último es
humanamente el más perfecto, ya que, en rigor, el teórico puro puede
ignorar totalmente la vida del espíritu mientras que, para poder realizar
sus fines, el práctico debe conocer con la mayor precisión las relaciones
reales.
b. En adelante podemos comprender la diferencia esencial entre las
ciencias del espíritu (historia, sociología, etc.) y la filosofía de la his­
toria. Las primeras son teóricas y, como todas las visiones contemplati­
vas, están dominadas por el pasado o, a lo sumo, por el presente. La
filosofía de la historia considera tedo acontecimiento en relación con la
realización de los fines humanos supremos. Es práctica y está orientada
hacia el futuro. De este modo desaparecen tenías las supuestas «con­
tradicciones lógicas» del materialismo histórico. Véase también capítulo
4, sección I I I .

140
tido de nuestra exposición. En todo caso, las tesis fundamen­
tales de Kant sobre este punto nos parecen justas:

1. El hombre es libre y su voluntad puede y debe determinar­


se exclusivamente por su fin inteligible.
2. Desde el punto de vista contemplativo y teórico se pueden
considerar las acciones humanas como determinadas por el pa­
sado de manera mecánica.
3. No hay contradicción entre ambas afirmaciones.

Pero a nuestro juicio es inexacta la afirmación de que el hom­


bre no puede encontrar una unidad entre la teoría y la prác­
tica. Esta limitación del pensamiento de Kant se explica em­
pero por la situación social de la Alemania de su época. La
unidad entre las concepciones teóricas y su cumplimiento por
medio de la acción era irrealizable para la burguesía alemana,
razón por la cual esa unidad le aparecía como un misterio en
el plano teórico. En todo caso, creemos que ningún sistema
filosófico, anterior o posterior, avanzó tanto como el de Kant
en el estudio del problema d i la libertad humana.19

IV
Una cuestión casi tan difícil como la anterior es la doctrina
del mal radical en el hombre. En relación con ella procurare­
mos probar dos hechos:

a. La doctrina del mal radical no es un cuerpo extraño en el


sistema kantiano. No solo está justificada; su coherencia mis­
ma la exige. De ningún modo se trata de una concesión a la
religión cristiana.
b. Pero ese carácter inescrutable, ya mencionado, de las re­
laciones entre la libertad y la necesidad impide a Kant inte-

19 En su libro, Lukács combatió toda separación entre teoría y praxis.


Pero, en el calor de la polémica, no vio que, desde el momento en que
una acción ya no es individual sino social y, por fuerza, consciente, se
hace absolutamente necesaria una ciencia teórica y determinista del hom­
bre. Desde ese momento, su posibilidad debe ser explicada y fundada
epistemológicamente. La mayoría de los otros marxistas hicieron socio­
logía pura y simple y no filosofía de la historia cuando prescindieron (y
se trataba de una reificadón mucho más grave que la de Kant) de la
libertad del hombre.

141
grar en su sistema la doctrina del mal radical. Por eso ella
puede aparecer a veces como una suerte de «concesión».
Los textos presentan notable claridad, lo que nos permitirá
ser breves.2021El mal radical consiste «en la cohabitación del
principio del mal con el del bien ( . . . ) en la naturaleza hu­
mana». Hay en el hombre, junto a una «disposición hacia el
bien», una «inclinación hacia el mal».
Un ser en el que rigiera con exclusividad el principio del bien
sería una voluntad santa. Pero el hombre está expuesto tam­
bién a la influencia de la sensibilidad, a la heteronomía. En la
medida en que esta sale al encuentro de la voluntad moral li­
bre como un principio superable o ya superado, el hombre no
es por cierto una voluntad santa, pero tampoco es por ello un
ser malo; es solamente débil y, podríamos decir, finito.
Pero la sensibilidad tampoco actúa de manera mecánica. «La
libertad del arbitrio tiene esta constitución, propia de ella: no
puede ser determinada a la acción por ningún motivo que el
hombre no haya admitido en su máxima».81 En consecuencia,
para que una inclinación sensible lleve a la acción debe ser
aceptada primero por la voluntad consciente, integrada en la
máxima de esta. Ahora bien, ios hombres tienen dos tipos de
máximas:
a. Las buenas, que les inducen a dejarse determinar exclusiva­
mente por fines inteligibles.
b. Las malas, que les inducen a dejarse determinar por cual­
quier otro móvil.

De ello se sigue la división sistemática de las posibilidades de


una voluntad:

1. La voluntad santa, determinada exclusivamente por las má­


ximas buenas.
2. La voluntad humana buena, que contiene los dos tipos de
máximas, pero en la cual las buenas logran vencer a las malas.
3. La voluntad humana mala, que contiene también los dos
tipos de máximas, pero en la cual las malas prevalecen sobre
las buenas.
4. La voluntad demoníaca, que contiene exclusivamente má­
ximas malas.
20 «La religión dentro de los límites de la mera razón», G. S., vol. VI,
págs. 17-55.
21 Ibid., págs. 23-24.

142
«La maldad o, si se prefiere, !a corrupción del corazón huma­
no es la inclinación del libre arbitrio hacia máximas que rele­
gan, en favor de otros motivos (no morales), el motivo de
la ley moral».22

Debe tenerse en cuenta que esta acción puede ser perfectamen­


te «legal» desde el punto de vista exterior.
Kant lleva hasta lo más profundo la crítica del hombre mo­
derno;23 es lógico entonces que discierna en este una radical in­
clinación hacia el mal. En términos acerbos en extremo retrata
al hombre de «buenas costumbres», que las más de las veces
no es «moral» y obra según la «letra», no según el «espíritu»
de la ley. Los detalles de este análisis pertenecen a la antropo­
logía y no a la filosofía. Nos limitaremos a citar un solo pasa­
je a manera de ejemplo:

«Un miembro del Parlamento inglés profirió en el calor del


debate esta afirmación: “Todo hombre tiene un precio a cam­
bio del cual defecciona” . Si ello es cierto (y cada uno deberá
decidirlo por sí mismo), no existe absolutamente ninguna vir­
tud respecto de la cual sea imposible hallar un grado de tenta­
ción capaz de vencerla, si ( . . . ) solo se trata de quien ofre­
ce más y paga con mayor prontitud; quizá las palabras del após­
tol son válidas para el hombre en general: “No hay diferencia
alguna; todos son pecadores por igual — y ninguno hay que
haga el bien (según el espíritu de la ley) ¡ninguno!”».24

Apenas se podría ser más categórico.


Los títulos de los dos capítulos siguientes de La religión dentro
de los límites de la mera razón: «La lucha del principio del
bien contra el principio del mal por la dominación del hom­
bre» y «La victoria del principio bueno sobre el malo y la fun­
dación de un reino de Dios sobre la Tierra», expresan empero

22 Ibid., pág. 30.


23 Para no volver a insistir en el tema, digamos aquí por última vez
que en Kant se trata siempre del hombre en general. Pero, en los he­
chos, describe al hombre del orden social naciente, burgués e individua­
lista, que, sin duda alguna, contiene también, como todos los tipos hu­
manos, junto a elementos condicionados por la situación histórica, ele­
mentos del hombre en general. Precisamente, el condicionamiento so­
cial del conocimiento consiste en que los ideólogos pertenecientes a un
determinado estrato social nunca tienen conciencia precisa de la fron­
tera entre los dos tipos de elementos.
24 «La religión dentro de los límites de la mera razón», G. S., vol. VI,
págs, 38-39.

143
el segundo aspecto del pensamiento de Kant: la aspiración a
un mundo mejor y la esperanza en su advenimiento. Más ade­
lante volveremos sobre esto.
Hasta aquí todo parece claro. Pero en este punto comienzan las
dificultades. En efecto, dada la tajante separación que hay en
el sistema kantiano entre la libertad inteligible, comprensible
solo en el plano práctico, y la influencia de la sensibilidad, li­
mitada al mundo de los fenómenos, no es posible concebir có­
mo los principios inteligibles buenos y los principios heteróno-
mos malos pueden luchar entre sí por la dominación del hom­
bre, y sobre todo cómo los motivos heterónomos se convier­
ten en máximas de una voluntad a la vez inmoral y libre. A
decir verdad, el mal no encuentra sitio en lo sensible, donde
no sería más que obstáculo, ni en lo inteligible, que es el do­
minio exclusivo de la libertad práctica.
Huelga analizar en sus detalles las explicaciones de Kant so­
bre este punto. La conclusión es clara:

«En cuanto al origen racional ( . . . ) de esa inclinación al mal,


permanece impenetrable para nosotros».2526

«El mal sólo pudo provenir del mal moral (y no de simples


límites de nuestra naturaleza); no obstante, nuestra disposición
primitiva ( . . . ) es una disposición al bien; por lo tanto no exis­
te para nosotros una razón comprensible que nos permita saber
de dónde pudo nacer el mal moral».28

V
Ya en la Introducción citamos la frase de Kant según la cual to­
da la cuestión consiste en «determinar los elementos del pro­
blema: ¿cómo es posible que el alma esté presente en el uni­
verso tanto en las esencias materiales como en las otras de la
misma especie que ella?», y también ese otro pasaje donde
Kant nos enseña que «el alma humana, cuando es arrancada
de su relación con las cosas exteriores, se vuelve absolutamen­
te incapaz de mudar su estado interior».
En este capítulo, y hasta aquí, nos hemos referido al hombre,
en singular. Ello era necesario, puesto que una exposición debe
25 lb id ., pág, 43.
26 lbid.

144
tener un punto de partida. Pero quedaba sobrentendido que
ese hombre aislado no existe, que el hombre no puede «tener
un yo» más que dentro de la comunidad con los otros hombres
y a través de ella, y por medio de la relación común de esta
con el mundo exterior. Ahora nos referiremos, por lo tanto, a
la comunidad humana, y como queremos atenemos en la medi­
da de lo posible a la tradición kantiana y neokantiana, empeza­
remos por el aspecto epistemológico del problema.
Por desdicha, también aquí la influencia de los neokantianos
tuvo un efecto desastroso, y ante todo es preciso devolver a los
problemas fundamentales su sentido original.
En su teoría del conocimiento, todos los grandes clásicos de la
filosofía —Descartes, Leibniz, Hume— partieron de la misma
cuestión que Kant resume en una fórmula genial: «¿Cómo son
posibles los juicios sintéticos a priori?». O sea: ¿cómo son
posibles juicios que amplíen nuestro conocimiento y al mismo
tiempo sean necesarios y rigurosamente universales?
Para comprender el sentido y la importancia de esta pregunta
debemos detenernos en ciertas consideraciones ya esbozadas en
varios pasajes de este libro. En toda sociedad debe existir un
mínimo de comunidad teórica, afectiva y moral para que sea
posible la vida en común (y esta vida es sobre todo actividad).
Una manada de lobos, una colmena de abejas o un hormigue­
ro no constituyen sociedades por cuanto en ellos la vida en
común se funda solamente en una adaptación recíproca de ca­
rácter instintivo, y no en un pensamiento y una acción comunes.
Esta idea constituye uno de los fundamentos de la filosofía
kantiana. Kant afirma de continuo que muchas mónadas autó­
nomas nunca pueden formar un mundo si sus relaciones mutuas
no están ya incluidas en la existencia de cada una de ellas. Y
precisamente en ello reside su superioridad con relación a io­
dos los racionalistas dogmáticos que le precedieron y que solo
admitían una ligazón exterior entre los individuos (armonía
preestablecida, causas ocasionales, etcétera).
Henos aquí en el centro del problema. En efecto, no fue por
azar ni por falta de penetración que Descartes, Leibniz y Ma-
lebranche desconocieron la cohesión interna de las partes den­
tro del todo. Esta carencia estaba condicionada por la situa­
ción social de la burguesía, cuya ideología expresaban esos fi­
lósofos. Por su estructura fundamental, el orden social burgués
tiende a suprimir toda comunidad entre los individuos, o al
menos a velarla. Como es natural, subsiste toda una serie de
comunidades particulares, concretas, que colman la vida de
cada individuo aislado. Pero estas aparecen en definitiva como

145
fortuitas. El hombre está dividido, y las partes que lo vinculan
con la comunidad concreta aparecen como apéndices de lo que
¿1 tiene de «fundamental». El hombre en general permanece
fuera de cualquier comunidad. En calidad de alemán o de in­
glés pertenece a una nación; como padre, a una familia; como
jugador de fútbol, a un club deportivo. Pero en cuanto «hom­
bre» parece algo por completo independiente, un ser sin rela­
ciones, que descansa enteramente en sí mismo.
Y no debe olvidarse, como lo hacen ciertos marxistas, la influen­
cia positiva que ese hecho ejerció sobre la evolución del espí­
ritu humano. Ya indicamos en el primer capítulo que primero
fueron el comercio, la producción de mercancías y el individua­
lismo desarrollado sobre sus bases los que permitieron al hom­
bre lograr una de las más importantes conquistas del espíritu
humano: la libertad individual. Ahora queremos destacar que
también fue el comercio el que hizo posible el nacimiento del
pensamiento filosófico en las costas asiáticas de Jonia y luego
en Atenas y la Magna Grecia. Y ello no, por cierto, en el sen­
tido de que la filosofía sería un producto del comercio, sino
porque en una sociedad fundada en la venta y compra los ca­
racteres y relaciones que tienen su fundamento en las par­
ticularidades concretas del individuo desaparecen ante los ca­
racteres generales y abstractos de comprador y de vendedor.
Por ello el pensamiento también pudo dirigirse hacia los ca­
racteres generales y abstractos del «hombre».
Fue porque el ateniense o el espartano, el rico o el pobre, el
hombre o la mujer habían desaparecido ante el carácter general
de comprador o de vendedor que el pensamiento pudo plantear­
se los problemas generales del hombre como tal. Y esa fue una
victoria inmensa del espíritu sebre lo biológico y lo colectivo.27
El hombre había penetrado por fin en los problemas fundamen­
tales. Había nacido la filosofía.
Desde entonces, la filosofía solo pudo vivir allí donde fue po­
sible fijar la atención en el hombre como tal y comprender sus
particularidades solo en función del hombre en general. (En
la Edad Media hay, por ejemplo, una verdadera filosofía cris­
tiana porque el cristianismo es en algunas de sus formas una
religión universal, centrada en el hombre en general.)
Expresiones como «filosofía alemana» o «francesa», «burgue-
27 Empleamos el término «colectivo» por oposición a «comunidad».
Esta oposición corresponde en parte a la que establece Kant entre «an­
tropológico» y «filosófico», a la de Hegcl entre el «en sí» y el «en y
para sí» y a la de Marx y Lukács entre conciencia falsa y conciencia
verdadera.

146
sa» o «proletaria» no tienen sentido más que en la medida en
que se proponen mostrar que se trata de una filosofía nacida
entre los alemanes o los franceses, los burgueses o los prole­
tarios, o bien que los puntos de vista a que llega solo fueron
posibles por la situación social o económica de esos grupos.
En ningún caso pueden indicar que la filosofía no se ocupa
más que de los problemas propios de los franceses o de los
alemanes, de los burgueses o de los proletarios, ni que sus re­
sultados solo serían válidos para estos. En ese sentido, una fi­
losofía alemana, burguesa, proletaria, etc., sería tan contradic­
toria como la cuadratura del círculo. A lo sumo se podría ha­
blar de ideología, de propaganda política, etc.28 Pero todo esto
no forma más que un aspecto de las ideologías individualistas.
Ahora pasamos a considerar el otro aspecto, la reificación.
Si las visiones individualistas del mundo pusieron al hombre
como tal en el centro del interés, posibilitando así la filosofía,
también lo vaciaron de toda relación y de toda comunidad
28 Y por eso no se puede hablar de una filosofía de la intuidón o de
la vida. Lo biológico, la vida, es justamente lo que no basta a la filoso­
fía, lo que debe primero transformarse y aparecer en la forma superior
de la comunidad humana, de la razón, del espíritu, para que una filo­
sofía sea posible. En la crítica intuidonista del racionalismo abstracto
había buena parte de verdad (volveremos sobre el tema). Pero los crí­
ticos intuicionistas no llevaron adelante un progreso ni una profundiza
ción de estos problemas; no proveyeron de un contenidos-vivo y con­
creto a la forma abstracta de la razón. Por el contrario, representaron
una regresión, y aún una regresión tan profunda, que lo colectivo y lo
biológico reemplazaron al espíritu y que ya ni podría hablarse de filo­
sofía. Desde este punto de vista, la diferenda entre la «raza» de los
nacional-socialistas y el «instinto» de Bcrgson no es esencial. Precisa
mente, Kant había visto este peligro y por eso su rechazo categórico de
todo sentimiento que no tenga su origen en «el respeto de la ley». Di­
gámoslo de una vez en un lenguaje sencillo: el hombre que ayuda a otro
únicamente porque le resulta simpático, porque lo conoce, o bien porque
es un compatriota ( Volksgenosse), etc., muy bien puede en otra oca­
sión hacer lo contrario si se trata de un hombre carente de esas cuali­
dades. Y hasta podrá quedar impasible ante hechos de barbarie o de in­
justicia, y quizá participe en ellos o, al menos, les dé su consentimiento.
No por azar la mayoría de estos «filósofos» aprueban a su manera la
amistad, d amor a la patria o a la familia, pero rechazan el amor a la
humanidad como algo abstracto e inauténtico, cuando es justamente el
esfuerzo hada la comunidad humana universal, reificada en Kant en «el
respeto de la ley», el que eleva todos los otros sentimientos del nivel
estrictamente biológico al del espíritu. Sin ese esfuerzo, ellos se trans­
forman en fervor brutal, egoísmo familiar, chovinismo, etc. Por cierto,
la misma ley kantiana es, en buena parte, abstracta y reificada. Pero esa
es otra cuestión. Por abstracto y reificado que el espíritu pueda ser en
una visión d d mundo, siempre sigue siendo espíritu, y no hay derecho
a sustituirlo por lo colectivo o lo biológico.

147
concreta. El mundo frente al cual se encontraban los raciona­
listas dogmáticos era un mundo de mónadas independientes,
que no tenían en común más que su forma. Y aun esta forma
común aparecía como una realidad misteriosa y suprasensible,
cuyo origen no se podía escrutar ni, menos aún, comprender
(como idea innata, reminiscencia de una vida anterior, a prio-
ri, etc.). Ahora bien, todas las grandes filosofías compartie­
ron el esfuerzo de captar al hombre entero, tanto en su forma
cuanto en su contenido. Por eso el problema de la relación en­
tre la forma abstracta y el contenido concreto se convirtió en
el problema central de la filosofía clásica.
Mencionamos ya las dos direcciones en que la filosofía clási­
ca se esforzó por hallar la unidad de la forma y del contenido.
Una de ellas, el racionalismo, confiaba en hacer entrar todo el
contenido en la forma pura (matemática universal), convir­
tiendo así la comunidad puramente formal de los individuos en
una comunidad material que incluiría todo el pensamiento del
hombre. El empirismo, por el contrario, pretendió disolver la
forma en el contenido, con la esperanza de poder fundar una
jcomunidad, ya que no necesaria, al menos de hecho. Kant
fue el primer filósofo que desenmascaró sin miramientos esas
dos ilusiones, proporcionando una imagen exacta del hombre
dentro del orden social burgués e individualista.
Solo ahora podemos comprender el sentido de la pregunta que
constituye el fundamento de la filosofía clásica: «¿Cómo son
posibles los juicios sintéticos a priori?»,
¿Cómo hombres aislados e independientes, que no se refieren
unos a otros y solo reconocen a su propia razón como juez e
instancia suprema, logran a pesar de ello y necesariamente com-
drenderse? ¿Cuál es el mínimo de supuestos comunes que de­
ben admitir aun dos hombres que emiten afirmaciones por
completo contrarias para poder comunicarse y entablar un diá­
logo (en el sentido más lato del término)? ¿Cuál es el mínimo
de comunidad que existe en todo diálogo y hace de los hom­
bres, no mónadas independientes, sino seres que pertenecen
a un solo todo mayor, a una sola comunidad, a un solo mundo?
Ahora se aclara el primer texto de Kant que hemos citado en
este libro, y que se refería a las tres formas del egoísmo ( teóri­
co, estético y práctico), cuyo análisis debía ser en parte «me-
tafísico» y en parte «antropológico». La cuestión del egoísmo
metafísico, que consiste en saber si tengo derecho a reconocer
«fuera de mi propia existencia, la existencia de un conjunto
de seres que se encuentren en comunidad conmigo (llamado
universo)»; esa cuestión, decimos,es idéntica en su aspecto teó­

148
rico a la de la posibilidad de los juicios sintéticos a priori, y ha
encontrado en esta fórmula su expresión más concisa y exacta.
¿Hasta dónde puede llegar en general en el hombre «el egoís­
mo del entendimiento, del gusto y del interés práctico»? Pa­
ra responder a esta pregunta escribió Kant las tres Críticas,
Pundamentación de la metafísica de las costumbres y Princi­
pios metafísicos de la ciencia natural.
Y además, ¿hasta dónde llega de hecho el egoísmo en el inte­
rior de esos límites posibles, dentro de un medio y en una épo­
ca dada? He ahí una pregunta de antropología empírica. Kant
le aportó algunas precisiones, pero conscientemente dejó a sus
sucesores el cuidado de proporcionar las respuestas.
En verdad podríamos considerar elucidado este punto y pro­
seguir nuestro estudio si la interpretación neokantiana no hu­
biera suscitado los más graves malentendidos, que nos obligan
a detenernos un tanto para examinar con mayor atención al
menos los puntos esenciales.
Desde una perspectiva neokantiana, nuestra posición constitu­
ye sin duda uno de esos «psicologismos» tan denostados. Abs­
trayendo de las opiniones personales que sobre la teoría del
conocimiento sustentaban los profesores alemanes de los si­
glos xix y xx, y ocupándonos solo de su interpretación de la
filosofía kantiana, es necesario que efectuemos las siguientes
observaciones:

1. Es claro, aun a los ojos de la mayoría de los neokantianós,


que «restos» de ese «psicologismo harto nefasto» atraviesan
y dominan toda la obra kantiana.
2. La mayor parte de los pasajes citados para probar que Kant
se esforzó al menos por superar el psicologismo tienen en rea­
lidad un sentido contrario si se los sitúa dentro de su contexto.
Daremos un solo ejemplo: en la Crítica de la razón pura,29
Kant toma claramente posición, en un célebre pasaje, en contra
de quienes pretenden ver en los conceptos del entendimiento
sólo «disposiciones subjetivas de pensar, engendradas en nos­
otros al mismo tiempo que la existencia». Ello permitiría por
cierto un acuerdo entre nuestro pensamiento y las leyes de la
naturaleza exterior, pero quitaría a las categorías «la necesidad,
que es esencial a su concepto». A primera vista, este pasaje
parece corroborar la opinión de aquellos lógicos que separan
por completo «la necesidad lógica», del hombre. Pero si lo
leemos hasta el final, nos enteramos de lo siguiente:

29 G. $., vol. III, págs. 128-29, B. 167-68.

149
«Precisamente es eso lo que más desea el escéptico; en efecto,
en tal caso toda nuestra comprensión a través de una presunta
validez objetiva de nuestros juicios no seria más que vacía ilu­
sión, y no faltarían personas que se negasen a admitir 30 esa ne-
cesidad subjetiva (que debe ser sentida). Como mínimo sería
imposible discutir con alguien acerca de algo que dependería
meramente del modo en que su sujeto está organizado».

De lo que se trata en Kant es entonces del acuerdo necesario


entre los hombres. Este pasaje, como todos los aducidos en la
polémica contra el psicologismo, significa simplemente que las
categorías del entendimiento, como en general todo lo a priori,
son factores humanos y espirituales y no biológicos. En ver­
dad, una manada de lobos o un enjambre de abejas no consti­
tuyen una comunidad. Es evidente que para ello no basta una
semejanza fortuita o una armonía exterior. Los elementos tie­
nen que estar condicionados por la totalidad en su existencia
misma. Los juicios sintéticos a priori postulan en su principio
la comunidad. A través de su reificación, las categorías expre­
san el espíritu humano, la comunidad humana, en el plano del
pensamiento teórico.

No obstante, en la interpretación neokantiana hay un elemento


parcialmente justo. Los dos caracteres del conocimiento puro
(es decir, de] conocimiento a priori) a que acabamos de aludir
tienen, ambos, también un carácter objetivo. A partir de lo
sensible, ellos crean el objeto del conocimiento: la experien­
cia. Las categorías del entendimiento determinan lo dado ( aun­
que no lo hagan de manera integral).
Este aspecto de los elementos a priori (el único que los neo-
kantianos en general advirtieron) existe naturalmente también
en Kant, aunque junto al otro. La relación entre ambos plantea
un difícil problema que puede formularse del siguiente modo:
¿Cómo pueden las categorías a priori, que hacen posibles la co­
municación y el entendimiento entre los hombres, relacionarse
al mismo tiempo necesariamente con algo exterior al hombre,
con un objeto? ¿Por qué dos hombres no pueden entenderse
si no es refiriéndose a un tercer elemento, a un objeto?
Para la filosofía clásica, que concebía al hombre teórico como
contemplativo, como espectador, eran esas preguntas de difícil
respuesta. Para nosotros son hoy un poco más transparentes.
Si liberamos lo a priori de la reificación, si lo referimos a la30
30 Las bastardillas son nuestras.

150
comunidad humana real, sabemos que esta solo puede fundar­
se en la actividad, en la acción común de los hombres. Ahora
bien, toda acción es transformación del mundo exterior. Debe
relacionarse con un objeto común, y la función del conocimien­
to teórico es justamente transformar en objeto común lo dado
de manera inmediata, que es informe y difiere de un individuo
a otro.
Pero, en la filosofía de Kant, conocimiento y acción, teoría y
práctica, se encontraban separados casi por completo; la impo­
sibilidad de aprehender su unidad constituía, como tantas ve­
ces lo hemos repetido, su límite último. En esas condiciones,
la relación entre el aspecto humano y el aspecto objetivo del
conocimiento debía volverse incomprensible, y ambos elemen­
tos debían coexistir en el sistema, ajenos el uno al otro.
Pero es propio de los grandes pensadores el percibir, al menos
de manera confusa, los límites de su visión; para los epígonos,
en cambio, todo es claro y nada suscita problemas.
Al respecto, una carta de Kant a J. S. Beck31 acerca de la
«atribución primaria» («la relación de una representación co­
mo determinación de un sujeto con un objeto diferente de
ella, con lo cual esa representación pasa a ser materia de cono­
cimiento y no es ya un simple sentimiento») reviste a nuestro
juicio particular importancia, sobre todo porque la forma epis­
tolar, de expresión más libre, nos permite comprender mejor
el pensamiento concreto de Kant. Escribe el filósofo:

«No se puede, a decir verdad, afirmar que una representación


debe atribuirse a otra cosa sino solo que ella ( . . . ) se refiere
a algo diferente, lo que la torna comunicable ( . . . ) Podemos,
sin embargo, comprender y comunicar a los otros solamente
lo que nosotros mismos hacemos, bajo el supuesto de que nues­
tro modo de intuición ( . . . ) pueda admitirse como idéntico
en todos ( . . . ) No podemos percibir la composición como da­
da; debemos hacerla nosotros mismos, tenemos que componer
lo que hemos de representarnos como compuesto (aun el es­
pacio y el tiempo). Y por referencia a esta composición podre­
mos luego comunicamos unos con otros. La aprehensión ( ap-
prehensio) de lo diverso dado y su apercepción (aperceptio)
en la unidad de la conciencia es idéntica con la representación
de un compuesto (es decir, de lo que sólo es posible por com­
posición) si, en primer lugar, la síntesis de nuestras represen­
taciones en la aprehensión, y en segundo lugar el análisis de
31 Carta a J. S. Beck, 1- de julio de 1794.

151
ellas en la medida en que este es concepto, proporcionan (pro­
duciéndose recíprocamente) una misma representación. Este
acuerdo, puesto que no reside en la sola representación ni en
la sola conciencia, y resulta igualmente válido para todos (co­
municable), debe estar referido a algo válido para todos y di­
ferente del sujeto, es decir, a un objeto.
»A1 escribir esto observo que no me comprendo suficientemen­
te a mí mismo, y le deseo a usted mucho éxito si logra exponer
con bastante claridad esos hilo? sutiles de nuestra facultad de
conocer. Por lo que a mí toca, no me siento ya capaz de dis­
tinciones de semejante sutileza».

En cambio, para los epígonos todo era claro. En efecto, basta­


ba rechazar la comunicación entre los hombres como un «psi-
cologismo» sin importancia y «trascendentalizar» a su manera
el «hacer»; con ello quedaba sólo el objeto, la experiencia.
Había desaparecido el problema que preocupaba a Kant.

VI

Esperamos que el lector comprenda ahora la manera en que


Kant plantea el problema. Pero su respuesta no es menos im­
portante. Ya nos referimos en varias ocasiones a los tres pun­
tos principales que la constituyen:123

1. Contra Hume y el empirismo, Kant probó que la posibili­


dad de que los hombres se comuniquen entre sí y coincidan al
menos en cuanto a las categorías generales del pensamiento no
es un hecho accidental, sino que forma parte de la esencia mis­
ma del hombre. Hay juicios sintéticos a priori.
2. Contra Descartes, Leibniz y los racionalistas dogmáticos,
Kant prueba que en el hombre (léase: el hombre dado) ese
acuerdo necesario se limita a la forma. Esperar que pueda con­
vertirse en un acuerdo total y en cuanto al contenido sin un
cambio cualitativo del mundo no es más que una ilusión op­
timista.
3. Aunque haya advertido esto, Kant mantuvo siempre la idea
de un conocimiento superior, en el cual el contenido sería
igualmente universal y necesario. Lo atestiguan conceptos co­
mo entendimiento originario, intuición intelectual, cosa en sí,
determinación integral, que encontramos a lo largo de la Cri­
tica de la razón pura, aun si esos conceptos figuran en ella

152
solo en condición de problemáticos, tanto como lo era para la
burguesía alemana de la época el pasaje hacia una forma supe­
rior de comunidad y de vida.

En este parágrafo nos detendremos ante todo en el segunde


punto: la limitación del conocimiento en el hombre.
Aquí Kant apresó lo esencial con genial agudeza. Los juicios
sintéticos a priori son puramente formales. No hay criterio uni­
versal de la verdad:

«Es claro que resulta por completo imposible y absurdo pedir


una marca distintiva de la verdad de ese contenido de los
conocimientos y que no se pedría hallar un criterio suficien­
te y al mismo tiempo universal de la verdad».32

En este pasaje se trata todavía de la lógica general; pero la


misma idea se traspone inmediatamente al plano trascendental,
pues de otro modo «el espíritu corre el riesgo de hacer ( . . . )
un uso material de los principios simplemente formales del en­
tendimiento».33
Toda la sociología del conocimiento se funda en esa idea. Re-
flexiónese sobre el significado de esta proposición: la comuni­
dad teórica de los hombres, en la medida en que es necesaria,
es puramente formal. En cuanto al contenido, esta comunidad
solo es un hecho más o menos fortuito. Todas las ciencias em­
píricas pertenecen al dominio del «egoísmo del entendimiento»,
determinar cuyo alcance efectivo es tarea de la antropología.
Que dos y dos son cuatro, que toda propiedad pertenece a una
sustancia, que todo hecho empírico tiene una causa, he ahí
otras tantas afirmaciones que cada hombre admite y debe ad­
mitir por virtud de su vida en sociedad (si las niega verbal­
mente por gusto de la paradoja, deberá suponerlas verdade­
ras en su actividad). EÚo basta para asegurar la posibilidad
de una comunicación entre los individuos. Pero naaa más: en
lo que concierne a la más ínfima afirmación respecto del con­
tenido no se puede obligar a ningún hombre a admitirla si no
es evidente para él o se opone a los intereses de su grupo social.
No hay criterio material de la verdad; por lo tanto, aunque
todos los hombres tuvieran algo por verdadero, cada uno reco­
nocería exclusivamente su propio entendimiento como instan­
cia suprema.

32 Critica de la razón pura, G. S., vol. I II , pág. 79, B. 83.


33 Ibid., pág. 82, B. 88.

153
El examen más superficial del estado presente de las ciencias
prueba que esas no son afirmaciones académicas. En las cien­
cias físico-químicas y naturales, donde los intereses de todos
los hombres son más o menos idénticos y donde los egoísmos
chocan menos entre sí, la suma de verdades reconocidas um­
versalmente es mayor.
Por el contrario, en las ciencias humanas, donde entran en jue­
go los intereses económicos, sociales y religiosos de los dife­
rentes grupos, la situación es verdaderamente catastrófica.
«Psicología fundada en la simpatía (Einfühlung)», «historia
como arte», etc. Ya la terminología indica que se renuncia de
manera consciente a lo universal. Y basta considerar algunos
problemas particulares, como la historia de la Revolución Fran­
cesa, la sociología del Estado o la teoría del valor, para asistir
al desfile de las opiniones más diversas y opuestas, presentadas
con igual seriedad.
Por lo demás, cuando los intereses lo imponen, ese caos se apo­
dera también de las ciencias naturales, como sucedió con las
teorías raciales en biología. Mientras no se haya llegado a una
forma superior del conocimiento, es decir, a una forma superior
de la comunidad humana real, la posibilidad de un conocimien­
to verdaderamente científico dependerá de un hecho que per­
tenece al campo de la antropología, y que por tanto es en
última instancia fortuito (a saber: que en un dominio dado los
intereses sociales no se contradigan). En todos los otros cam­
pos, y en especial en el de las ciencias humanas, aquella sigue
siendo un concepto problemático, un problema de difícil solu­
ción. Es que para el hombre de nuestros días no hay criterio
de verdad a la vez material y universal

V II

Consignemos todavía unas breves observaciones sobre la teo­


ría kantiana del conocimiento:34
34 Para exponer nuestro punto de vista de manera concisa: a) el único
criterio de verdad posible es la acción, la praxis, b) en una sociedad
donde no es la comunidad, el nosotros, sino el individuo, es decir el
yo, quien constituye el sujeto de la acción, el criterio de verdad sólo
puede ser individual y nunca puede tener valor universal. En la medida
en que grupos limitados (clases, pueblos, etc.) constituyen el sujeto de
la acción, se forman ideologías de clase e ideologías nacionales, verda­
deras o falsas según tengan o no la humanidad entera como fin.

154
1. En su mayoría, los filósofos racionalistas no conocieron más
que la división de la facultad de conocer en sensibilidad y en­
tendimiento. Kant fue el primer gran filósofo moderno que
apeló a la división tripartita: sensibilidad, entendimiento y ra­
zón. Esta división parece clara a primera vista: la materia da­
da, la información limitada que el hombre dado le imparte y
la totalidad ideal a la que se aspira, como idea reguladora. Pero
la división se complica por el hecho de que la sensibilidad no
es solamente contenido sino en parte también forma, intuición
pura (espacio y tiempo). «¡Cómo se explica esto? Por la idea
fundamental de Kant, según la cual ninguna forma del mun­
do podría fundir en un todo único elementos por completo
autónomos e independientes. Ni aun lo dado a través de la sen­
sibilidad puede ser enteramente atomizado y monádico, porque
en tal caso sería imposible aprehenderlo en una apercepción
única, en una conciencia. La intuición pura, el espacio y el tiem­
po, constituyen precisamente esa totalidad formal que es la
condición primera del conocimiento para el entendimiento y
la razón.
Debemos señalar aquí tres puntos importantes:

a. El espacio y el tiempo nos son dados como todos formales;


las sensaciones, como los elementos autónomos que forman el
contenido de esas totalidades:

«La proposición: “ El conjunto de todas las condiciones dentro


del tiempo y el espacio es incondicionado” es falsa. En efecto,
si dentro (en el interior) del espacio y del tiempo todo es
condicionado ningún conjunto de estos es posible. Por consi­
guiente, quienes aceptan un todo absoluto compuesto exclusi­
vamente por condiciones condicionadas se contradicen a sí mis­
mos. Y no obstante el espacio debe considerarse como un todo
de esa índole, al igual que el tiempo transcurrido».35

b. De ahí se sigue que todo conocimiento referido a sensacio­


nes difiere, ya desde el punto de vista meramente metodoló­
gico, del que sólo atañe a la intuición pura (el espacio y el
tiempo). En el primero, las representaciones son subsumidas
bajo los conceptos del entendimiento. Este tipo de conocimien­
to es abstracto; «analítico», en la terminología de Lask. De­
termina las representaciones sin alcanzar lo concreto, la deter­
minación exhaustiva. El concepto de hombre, por ejemplo, no
35 G. S., vol. XX, pág 288.

155
designa más que los rasgos comunes que se obtienen mediante
el análisis de toda una serie de representaciones, subsumidas
bajo el concepto.
Pero en el segundo tipo de conocimiento el todo es dado antes
que las partes. Por tanto, los conceptos no son más que reglas
de la construcción de las partes. El conocimiento ya no procede
en este caso por subsunción bajo conceptos sino por construc­
ción de conceptos. Es entonces concreto, emanatista y alcanza,
en el ámbito de lo formal puro, las representaciones individua­
les y concretas. El concepto de cuadrado no es un resumen
abstracto de los rasgos comunes a todos los cuadrados, sino
una regla según la cual se pueden construir cuadrados, conce­
bidos en el interior del todo dado del espado. Y aunque el
análisis del pensamiento matemático, como acenadamente ob­
serva Lask, desempeña en Kant sólo un papel secundario, esas
ideas son desarrolladas con claridad y sin ambigüedad alguna
en varios pasajes de la Crítica de la razó» pura.

c. Sin embargo, hay un punto oscuro: por una parte, el espa­


cio y el tiempo son totalidades que contienen cada represen­
tación sensible en ellas y no (subsumida) bajo eUas, pero por
otra parte no son dadas a su vez en su totalidad, sino que solo
se constituyen en la acción humana, en la composición y la
construcción. Tenemos la impresión de que Kant no superó
por completo esta dificultad. Haremos todavía dos observa-
dones respecto de la deducción trascendental de las catego­
rías. No pretendemos entrar aquí en los detalles de la profu­
sa discusión que ese problema ha venido susdtando, desde los
neokantianos hasta el último libro de Heidegger; queremos
simplemente señalar:

2. Que en ningún caso es posible refutar a Kant aduciendo el


hedió de que el desarrollo posterior de la ciencia modificó el
número y el contenido de las categorías. El sabía muy bien que
«la naturaleza y el número» de las categorías no pueden dedu­
cirse, sino que son sencillamente dados. La deducdón solo ata­
ñe a la justificadón y la necesidad de una forma en cuanto tal;
no se refiere a su estructura específica, pues

«en cuanto a hallar una razón más profunda de esta propiedad


de nuestro entendimiento, que no puede llegar a la unidad de
la apercepción a priori más que por medio de las categorías, y
predsamente de ese tipo y ese número de categorías, ello nos
resulta tan imposible como explicar por qué nuestros juicios

156
tienen tales funciones y no otras o por qué el tiempo y el es­
pacio son las únicas formas de toda intuición posible para
nosotros».36378

Ahora bien, eso de lo cual es imposible dar razón no es más


que un hecho que podría ser diferente.

3. Una idea que reaparece de continuo en la filosofía kantiana


es que la conciencia del «yo soy» no es en modo alguno una
intuición sino solo una representación intelectual, y que como
tal no puede tener ningún predicado. Es por completo vacía y
no puede adquirir un contenido sino mediante el conocimiento
del mundo exterior. En efecto,

«solamente por medio de la experiencia exterior ( . . . ) resulta


posible, no por cierto la conciencia de nuestra propia existen­
cia, sino la determinación de esta existencia dentro del tiempo,
es decir la experiencia interna».87

Pero por otra parte, para Ilegal a la experiencia externa e in­


terna, «es necesaria la unidad sintética originaria de la aper­
cepción trascendental», es decir, la unión de todas las repre­
sentaciones diversas de la intuición en «el acto de la apercep­
ción: yo pienso».

Por último, he aquí el desarrollo de la deducción trascen­


dental:88

a. «Representación de los conceptos puros del entendimiento


en cuanto principios de la posibilidad de la experiencia», es
decir: sólo mediante el pensamiento lógico y científico, me­
diante el uso empírico de las categorías, puede el hombre rea­
lizar una experiencia.
b. «De esta [la experiencia] como determinación de los fenó­
menos en general dentro del espacio y el tiempo».
c. «Por fin, de la determinación de los fenómenos en el espacio
y el tiempo mediante el principio de la unidad sintética origi­
naria de la apercepción como la forma del entendimiento, en
relación con el espacio y el tiempo como las formas originarias
de la sensibilidad», es decir, la unión de las representaciones

36 Crítica de la razón pura, ibid., vol. III, pág. 116, B. 14546.


37 Ibid., pág. 192, B. 277.
38 Ibid., pág. 129, B. 5, págs. 168-69.

157
en el acto de la apercepción «yo pienso» solo se cumple dentro
del uso empírico de las categorías conforme al entendimiento.

En este desarrollo, a primera vista complicado en cuanto a su


terminología, se expresa una idea que todavía hoy conserva su
importancia y su valor, a saber: que «el acto “yo pienso”», y
más allá de él cualquier determinación del contenido de la con­
ciencia del «yo soy», están iigados al conocimiento racional
del entendimiento y la razón. He ahí el fundamento filosófico
de la respuesta a la filosofía del sentimiento, que ya considera­
mos en su aspecto político en relación con el artículo contra
Jacobi. Cuando la realidad exterior e interior no se piensa ya
mediante los conceptos del entendimiento, sino que es vivida
de manera directa, entonces con el «yo pienso» desaparece tam­
bién toda determinación más precisa del «yo soy». Es esa vi­
vencia directa que Scheler, por ejemplo, llama «sentirse uno
con el universo» ( «sich in cine ftibien»), Y esto no es más
que el costado filosófico y psicológico de la desaparición de la
libertad individual de que hablaba el artículo contra Jacobi.

VIII
Resúmanos ahora de manera sucinta y esquemática lo esencial
de la teoría kantiana del conocimiento:1

1. El destino del hombre es tender hacia lo incondidonado.


En el terreno del pensamiento teórico eso incondicionado sería
la determinadón exhaustiva de lo dado, el conocimiento de la
totalidad, de la cosa en sí.
2. Este conocimiento ideal realizaría la totalidad no solo en
lo que conderne al objeto (como universo), sino también la
totalidad de los sujetos (como comunidad perfecta en el pla­
no teórico). Así se establecería, al menos desde el punto de
vista teórico y contemplativo una comunidad material y ne­
cesaria entre los hombres: habría un criterio material de la
verdad.
3. Pero el conocimiento humano es limitado. No puede alcan­
zar más que una totalidad puramente formal y vacía, tanto con
reladón al objeto (espacio y tiempo), es decir al universo, co­
mo con relación al sujeto (intuidón pura y categorías a priori),
es decir a la comunidad humana.
4. Aunque la idea de una reladón estrecha entre la totalidad

158
humana (comunidad) y la totalidad objetiva (universo) do­
mina la teoría kantiana del conocimiento, la índole de esa re­
lación no queda, para Kant, elucidada por completo. A nuestro
juicio la razón de ello debe buscarse en la imposibilidad de
obtener una comprensión clara de las relaciones entre el pen­
samiento y la acción, entre la teoría y la práctica.
5. El problema del contenido de la totalidad (de la comunidad
concreta y de la experiencia empírica) sólo puede tratarse res­
pecto de cada caso aislado, según las circunstancias antropo­
lógicas y empíricas.
6. Pero para el hombre el camino de la búsqueda de lo incon­
dicionado, de la totalidad, pasa necesariamente por la atribu­
ción de un contenido a la forma, pues ni siquiera la totalidad
formal existe con independencia del hombre sino solo dentro
de su acción, de la unificación en una sola experiencia de la
diversidad dada.
7. Mediante el uso empírico de las categorías del entendimien­
to, mediante la reunión de las sensaciones en una sola expe­
riencia, la conciencia del «yo soy» recibe un contenido con­
creto e intuitivo; el individuo se convierte en un ser racional
y espiritual, aunque limitado: en un hombre.
Solo en el terreno de esta experiencia empírica conforme al
entendimiento pasa a ser el hombre miembro de una comuni­
dad necesaria a su esencia (aunque reificada y formal). Sin
embargo, la comunidad material del contenido sigue siendo
función de las condiciones concretas, antropológicas y empíri­
cas, es decir que desde el punto de vista de la libertad y de la
razón sigue siendo algo cuya realización es en última instancia
«accidental», pero que debe ser procurado necesariamente.
8. A partir de estas premisas, la principal tarea de la Crítica
de la razón pura consiste en combatir dos ilusiones peligrosas
que podrían inducir al hombre a traicionar su destino y aban­
donar la búsqueda de lo absoluto, a saber: a) el uso trascen­
dental de las categorías, la idea de que la facultad humana de
conocimiento tal como existe y sin cambios cualitativos pueda
alcanzar lo absoluto, ilusión esta que es propia de toda metafí­
sica dogmática, y b) el empirismo escéptico, o sea, la afirma­
ción contraria, según la cual ¡o incondicionado, la totalidad en
general, sería irreal e inaccesible a todo conocimiento, cual­
quiera que fuese este. En tal caso, toda aspiración hacia un
estado más elevado carecería de sentido; las ideas especulativas
perderían su significación reguladora, y los postulados prácti­
cos, su significación práctica. En el primer caso el hombre se­
ría un dios y no podría existir nada superior a él. En el según-

159
do caso sería un demonio, una bestia: nada más elevado podría
existir para él. Pero el hombre no es ni una cosa ni la otra: es
un ser intermedio que debe realizar su destino.
Esta visión del mundo común a los máximos pensadores y
poetas de la burguesía — Racine y Pascal en Francia, Goethe
y Kant en Alemania— constituyó el punto culminante del pen­
samiento y del arte clásicos. A partir de allí solo quedaban tres
caminos posibles: 1) la vuelta al individualismo clásico (cami­
no este parcialmente practicable en los países donde la socie­
dad burguesa representaba todavía el futuro; ejemplos: Fichte
y Nietzsche en Alemania); 2) el camino apologético, y 3) más
allá del individualismo, el camino que lleva a una filosofía del
«nosotros» y de la comunidad humana.

IX
Pasamos ahora a la filosofía práctica, donde nuestra exposición
puede ser mucho más breve. En los puntos esenciales ella es
análoga a la filosofía teórica, aunque naturalmente existen im­
portantes diferencias entre ambas.
Esta analogía no es, como muchas veces se ha pretendido, el
resultado de una especial predilección de Kant por la simetría.
La explicación de ello, muy simple, es que en ambos casos se
trata de los mismos objetos y de los mismos problemas consi­
derados bajo dos aspectos diferentes.
En la filosofía práctica, lo mismo que en la filosofía teórica,
se trata del hombre de la sociedad burguesa e individualista
(Kant habla, naturalmente, del hombre en general) y de sus
relaciones con la comunidad. Sin embargo, debemos señalar
que la reificación cobra aquí formas menos opacas, y ello mer­
ced a la evidente precedencia que en este plano tiene el sujeto
sobre el objeto.
El punto de partida es la aspiración hacia lo incondicionado,
hacia la totalidad, de que hablamos al comienzo de este capí­
tulo. Le sigue la comprobación del atomismo radical de todas
las relaciones humanas materiales. A primera vista, todavía
menos que en el plano teórico puede hablarse aquí de comu­
nidad. En aquel plano, la comunidad estaba amenazada por el
hecho de que no existía criterio material de la verdad, por lo
cual nada podía constreñir a los hombres a ponerse de acuerdo
acerca del contenido de su pensamiento; no obstante, Kant ha­
bía probado al menos la posibilidad de una comunidad me-

160
diante la existencia de un criterio formal de la verdad. Ahora,
en el plano práctico, el problema parece mucho más grave.
Aquí no se puede preguntar ya por lo que podría constreñir a
los hombres a querer la misma cosa, pues es precisamente en el
momento y en la medida en que lo hacen cuando se vuelven
más evidentes el antagonismo y la ausencia de comunidad.3®

«En efecto, mientras que en los otros casos una ley universal
de la naturaleza pone armonía en todo, aquí tendría por con­
secuencia, si se quisiera dar a la máxima la universalidad de
una ley, exactamente lo contrario del acuerdo: la peor de las
contradicciones y la destrucción completa de la máxima ( . . . )
Aquí se produce una armonía semejante a la que describe cier­
to poema satírico a propósito del buen entendimiento entre
dos esposos que se arruinan mutuamente: “ ¡Oh maravillosa
armonía! Lo que él quiere, ella lo quiere también” ; o semejan­
te a lo que se cuenta de Francisco I, quien expresaba de este
modo sus pretensiones respecto de Oírlos V: “ Lo que mi her­
mano Carlos quiere [M ilán], eso mismo quiero yo”».

Y también aquí aparecen las dos peligrosas ilusiones que el


criticismo debe combatir:

a. Al racionalismo dogmático corresponde la moral estoica,


para la cual lo absoluto, el acuerdo ideal, puede ser alcanzado
por los individuos independientes y que descansan solo en sí
mismos y en su razón.
b. Al empirismo escéptico corresponde el utilitarismo, la filo­
sofía epicúrea en sus diversas formas, que renuncia a todos los
valores a priori de la razón, pero en cambio espera de la sen­
sibilidad de los individuos, si bien no una comunidad necesa­
ria, al menos una comunidad de hecho.
La única diferencia reside en que, en la parte especulativa, el
adversario más peligroso e importante es el racionalismo filo­
sófico, mientras que en la parte práctica lo es el utilitarismo.
Al igual que en el terreno teórico, también aquí se trata de
demostrar ante todo, contra e! utilitarismo, que los hombres
no son mónadas independientes unas de otras, sino que for­
man una comunidad aunque solo sea formal, desde el momen­
to en que hay juicios sintéticos y prácticos a priori.
Esta función de la unión formal (que era la de la intuición pu­
ra y de las categorías del entendimiento en la parte teórica) se39
39 Critica de la razón práctica, ibtd., vol. V, pág. 28.

161
condensa aquí en la única proposición sintético-práctica a prio-
ri, el imperativo categórico: «Obra únicamente según aquella
máxima respecto de la cual puedas querer al mismo tiempo
que ella se convierta en ley universal».40
Ahora bien, ese imperativo categórico existe en todos los hom­
bres sin excepción, aunque ellos lo infrinjan.

«Y bien, si atendemos a nosotros mismos en todos los casos


en que violamos un deber, advertimos que no queremos real­
mente que nuestra máxima se vuelva ley universal, pues ello
nos resulta imposible; más bien la máxima opuesta debe seguir
siendo ley universal; solo que nos tomamos la libertad de ha­
cer una excepción para nosotros (o únicamente por esta vez)
en favor de nuestra inclinación. En consecuencia, si conside­
ráramos todo desde un solo punto de vista, a saber, el de la
razón, hallaríamos una contradicción en nuestra voluntad, en
el sentido de que queremos que cierto principio sea necesario
objetivamente como ley universal y que al mismo tiempo su­
fra excepciones subjetivas».41

Por el hecho de que todo hombre lo reconoce (aun si las más


de las veces le da un contenido contradictorio), el imperativo
categórico une a los hombres en un todo formal. En virtud de
¿1, todo hombre está ligado con los otros, de manera conscien­
te o inconsciente, en cada una de sus acciones, así como en el
juicio que emite acerca de las acciones del prójimo. Pero este
imperativo es puramente formal, pues cualquier móvil material
y particular lo infringe y no puede sino oponer los hombres
entre sí y atomizar la comunidad:

«Si un ser racional debe pensar sus máximas como leyes prác­
ticas universales, sólo puede hacerlo bajo la forma de princi­
pios que no contengan los móviles determinantes de la volun­
tad más que desde el punto de vista formal».42

Hegel y Lukács han reprochado a los ejemplos escogidos por


Kant el que introduzcan de manera subrepticia, en la forma,
un contenido determinado. Así, Kant afirmó que siempre será
inmoral y estará en contradicción con el imperativo categóri­
co aceptar un depósito para negar luego el hecho y no devol-
40 Fundamentación de la metafísica de las costumbres, ibid., vol. IV,
págs. 420-21.
41 Ibid., pág. 424.
42 Critica de la razón práctica, ibid., vol. V, pág. 27.

162
ver aquel. Los críticos ven aquí la introducción de una institu­
ción capitalista concreta dentro de la forma general humana y
supratemporal, pues, «si no existieran los depósitos, ¿dónde
estaría la contradicción?».
En otros puntos el reproche probablemente es justo, y ello
nada tendría de asombroso, pues semejantes ilusiones se en­
gendran siempre, aun en los mayores pensadores, a consecuen­
cia del condicionamiento social de su pensamiento.
En este punto, sin embargo, un pasaje de una carta de Kant
demuestra que él vio con claridad la diferencia entre el orden
material, histórico, y los rasgos puramente formales, comunes
a todos los órdenes. Helo aquí:43

«A la pregunta “ ¿Pueden existir acciones con las cuales un


orden natural no pueda subsistir y que sin embargo estén pres-
criptas por la ley moral?”, respondo: ¡por cierto que sí! En
especial un orden natural determinado, por ejemplo el del mun­
do actual; así, un cortesano debe reconocer como un deber el
de ser siempre sincero aunque en tal caso deba dejar de ser
cortesano. Pero en este tipo hay solo la forma de un orden na­
tural en general, es decir, la relación entre las acciones como
acontecimientos que ocurren en virtud de las leyes morales,
análogas a las leyes naturales, únicamente en lo que se refiere
a su universalidad; pues ello nada tiene que ver con las leyes
particulares de una naturaleza cualquiera».

Es innegable que en este punto Kant introdujo en el «orden


natural en general» gran parte del contenido de la sociedad
soñada por él. Y es también explicable que esa sociedad ideal
estuviese condicionada por su época. Pero en todo caso per­
cibió con claridad el problema metodológico. Y en lo que con­
cierne al ejemplo del depósito, ya mencionado, habría podido
responder a sus críticos que un depósito puede existir en cual­
quier lugar en que los hombtes posean un objeto cualquiera
(aunque solo se tratase de un objeto de consumo). Y aun si
en esas condiciones el caso sólo se presenta raras veces, siem­
pre será inmoral negar el haber recibido un depósito que se
nos ha confiado realmente.
No obstante, entre el plano práctico y el teórico hay una gran
diferencia en lo que atañe a las relaciones entre la forma y el
contenido. En el segundo, incumbía a la forma la función de
reunir la materia de las sensaciones en una experiencia univer-
43 Carta a J. S. Beck, 3 de julio de 1792.

163
sal. Pero entre forma y materia no había contradicción. Ellas
eran, por así decir, complementarias entre sí. Ninguna de ellas
podía tener existencia autónoma. Las dos juntas constituían
el pensamiento del hombre tal como lo encontramos en la vida
cotidiana y en las ciencias empíricas.
Muy diversa es la situación en el plano práctico. Aquí existe
una contradicción radical entre la forma y la materia, y cada
una de estas solo puede desarrollarse a expensas de la otra.
Todo lo que el hombre hace por inclinación o por placer ame­
naza la comunidad. Esto es verdad aun si el acto parece en lo
exterior conforme al imperativo categórico. En efecto, desde
el momento en que existe un móvil material, ese acto es a lo
sumo legal, y hay el peligro de que el hombre actúe de manera
exactamente opuesta en otro caso en que ese móvil estuviera
ausente.
La universalidad no puede constituirse hoy más que en la me­
dida en que todo lo material se excluya del móvil del acto y
sólo subsista el respeto hacia la ley como móvil único. A causa
de su formalismo se han dirigido a Kant los reproches más vio­
lentos. (Según ciertos críticos, habría vaciado al hombre de
todo contenido, etc.) Pero Kant habría podido responder a
cualquiera de esos críticos que no es culpa suya si en el hom­
bre dado todo contenido lleva a contradicciones y al atomismo.
No es culpa suya si la ley moral puramente formal, que las
más de las veces es reconocida solo de palabra y exigida de los
otros, pero infringida en los actos propios, es el único vínculo
que subsiste entre los hombres. Y tampoco le es imputable
que estos no constituyan más que comunidades antropológicas,
dependientes de las condiciones concretas y empíricas (nación,
clase, familia, etc.), y que además casi siempre se combatan.
Los escritos prácticos de Kant están traspasados por la concien­
cia de la limitación trágica del hombre, de su existencia des­
garrada, de sus fluctuaciones eternas entre una aspiración ma­
terial, pero atomista y egoísta, hacia la felicidad, y la morali­
dad puramente formal. Por ello la ley moral es un imperativo,
«un deber» (Sollen), y no un ser (Sein), como sucedería en
el caso de una voluntad santa. Cuando se trata del sumo bien,
del reino de Dios, Kant habla siempre de un mundo donde
deber y ser, totalidad moral y natural se confundirían; donde
el hecho de merecer la felicidad por virtud de actos morales
implicaría también la felicidad efectiva. Pero si ese mundo no
es de hecho el mundo dado y real, no es culpa de Kant. La mi­
sión de los grandes filósofos consiste en no embellecer lo que
es para después aceptarlo. Kant no hizo lo uno ni lo otro, y

164
por eso precisamente se convirtió en uno de los máximos pen­
sadores de la filosofía moderna.
Tuvo también conciencia de otro hecho esencial: ante la ra­
zón, los dos elementos que constituyen al hombre actual, la
sensibilidad material, la heteronomía, y el respeto formal por
la ley, la autonomía, no son equivalentes.
La primera (en cuyo nombre hablan todos los filósofos del
sentimiento y de la vida) constituye precisamente la limitación
del hombre, lo que lo opone a los otros hombres, lo que que­
branta la comunidad y hace desaparecer en último análisis la
diferencia entre el hombre y la bestia.
Por eso la combatió con aspereza aun en sus manifestaciones
en apariencia más elevadas, y todavía hoy debemos confesar
que tenía razón. Quien ayuda a otro únicamente por sentimien­
to y placer puede cometer mañana, por las mismas razones, los
actos más inmorales. El segundo elemento, por el contrario, el
imperativo categórico, la libertad inteligible, es precisamente
lo que libera al hombre de lo biológico, aunque solo fuese en
el plano formal, mostrándole el camino hacia un estado supe­
rior y mejor, lo que le permite esperar para el futuro un mun­
do esencialmente y cualitativamente diverso. Solo entonces la
materia no se opondrá más a la forma y ambas se unirán en la
totalidad perfecta del sumo bien.
Pero mientras tanto se plantea la pregunta por la conclusión
práctica que el hombre actual debería extraer de todas esas
verdades. ¿Qué debe hacer, dada la conciencia de su libertad
inteligible, para aproximarse al sumo bien y contribuir a su
realización? ¿Qué debo hacer? H e ahí la segunda pregunta de
la filosofía kantiana. La estudiaremos en el capítulo siguiente.

165
3. ¿Qué debo hacer?

i
Solo en cuanto planteó esta pregunta — y de la manera en
que lo hizo— se convirtió la filosofía crítica en una de las
máximas expresiones de la visión trágica del mundo, en una
«metafísica de la tragedia».
El hecho de que nunca pudiera pasar del yo al nosotros, y de
que pese al genio de Kant no superara los marcos del pensa­
miento individualista y burgués, constituye el límite último del
pensamiento kantiano. Además, la expresión de esos límites
no había alcanzado de modo tan inequívoco la dimensión de
lo trágico hasta el momento en que Kant formuló esa pregun­
ta, pues en ninguna parte la comunidad es tan absolutamente
necesaria como en la acción.
,-Qué puedo hacer? Si advertimos que se trata de la posibili­
dad de superar las limitaciones de] hombre, mientras la pre­
gunta se plantee en esta forma y el sujeto de ella sea yo, no ha­
brá más que una respuesta posible: Nada que pueda superar
realmente esta limitación.
Por ello (como en cualquier tragedia) la pregunta por el ha­
cer, por la acción, en modo alguno significó para la filosofía
crítica un intento de superar realmente los obstáculos, de re­
solver realmente los problemas; no fue la pregunta por la rea­
lización del todo, sino solo un intento de encontrar el sentido
de la existencia individual: la pregunta por el deber. No puede
extrañar, por consiguiente, que Kant afirme: «La moral da res­
puesta a esta pregunta».
Sin embargo, la frase «debo» no está en futuro, sino —con
harta frecuencia se lo olvida— en presente; el verdadero fu­
turo sería: «deberé». La filosofía crítica —dominada casi con
exclusividad por la limitación del hombre y el problema de su
destino— , en última instancia, apenas acuerda importancia se­
cundaria a la filosofía de la historia; para ella no hay más que
un presente, el deber, y una eternidad, la religión; no hay fu­
turo ni historia: he ahí la expresión más clara de ese límite

166
último que, pese a todos sus esfuerzos, el pensamiento kan­
tiano jamás pudo franquear.
No obstante, la falta de salida no es aún una tragedia. La vida
carece hoy de horizonte en la acepción más genuina del término
para muchas personas que no tienen ante sí ningún camino
que les permitiría realizarse y conferir un sentido auténtico a
su existencia. Pero en sí esa falta de salidas y de perspectiva
no es todavía trágica. Se vuelve tal solo cuando se encuentra
en presencia de un hombre que no puede existir sin una pers­
pectiva hacia una vida auténtica, y para el cual los valores hu­
manos son una realidad viviente, es decir, un hombre en quien
ellos se transforman siempre y necesariamente en acciones.
Donde esos «valores» siguen siendo sentimientos y pensamien­
tos y no se transforman en acciones, no hay tragedia. Pero
tampoco hay filosofía, pues solo restan palabras.1
Pero Kant era un verdadero gran filósofo: por ello, pese a la
falta de salidas y de perspectivas, planteó esa pregunta e hizo
de ella el centro de su sistema; por ello también la falta de
perspectivas alcanzó en él la dimensión de lo trágico.
La pregunta «¿Qué debo hacer?» tiene para Kant este único
significado: ¿Qué debo hacer para realizar lo absoluto, la tota­
lidad perfecta, el conocimiento del universo y el reino de los
fines? En efecto, ese es el único sentido auténtico de la vida
humana, que podría permitirle elevarse por encima de lo físico
y lo biológico.
En cuanto a la respuesta es breve y precisa. Consta de una pre­
misa y de una conclusión.
La premisa: es preciso probar (y las dos primeras Críticas lo
hacen) que la totalidad no es imposible, que existe una espe­
ranza — por pequeña que fuera— de alcanzarla y realizarla.
En efecto, ningún hombre podría comprometer de manera
consciente y sin reservas su existencia en procura de un fin
que sabe por fuerza irrealizable.
La conclusión: puesto que existe una mínima esperanza de que
un día, en alguna parte, dentro de un mundo inteligible pueda
realizarse lo absoluto, debes actuar como si la máxima de tu
acción debiera convertirse por tu voluntad en una ley general
de la naturaleza, es decir, como si la realización de lo absoluto
dependiera de esta sola acción que ahora vas a realizar, como
si ella no dependiera más que de tu voluntad y de tu acción.
Naturalmente, Kant sabe muy bien — y en ello reside lo trá­
gico— que, en la realidad, aquella no depende solo de esta
1 Por eso no hay allí tragedia, sino tan solo un drama romántico.

167
acción única. Pero respecto del individuo, del hombre que
obra, esto le parece por completo secundario. En efecto, desde
que este ha reconocido la existencia de una mínima esperanza,
ya no tiene el derecho de vacilar. Lo que tiende hacia la tota­
lidad, hacia lo no condicionado, es para él autonomía, espíritu
y razón, sentido y realización de la vida. Todo lo demás, aun
el mínimo compromiso, es heteronomía, no libertad y no razón,
traición del propio destino. En las cinco palabras «como si
por tu voluntad» se expresa de la manera más clara y precisa
toda la grandiosidad y toda la dimensión trágica de la existen­
cia humana.
«Por tu voluntad» habla de la grandeza del hombre. Cuando
¿1 obra, nada exterior puede determinar su voluntad ni modi­
ficar su dirección; no hay compromiso posible, y no debe ha­
ber distracción alguna, pues de ello dependen el destino de la
comunidad y del universo: lo absoluto.
«Como si» es la limitación trágica: dentro del mundo exterior,
en efecto, nada esencial depende realmente de esa acción indi­
vidual. Ella no cambiará el mundo y menos todavía a los otros
hombres. A lo sumo, el individuo realizará su propio destino,
y aun ello ocurrirá sólo de una manera parcial e imperfecta.
Ahora es «digno de ser feliz», pero no realmente «feliz», pues
para eso se precisaría de la realización del «sumo bien».
Aquí es preciso subrayar todavía que si para Kant lo esencial
es la «voluntad buena» y no la acción efectiva, ello no signi­
fica que el hombre pueda contentarse con una intención más
o menos real y sincera. No hay para Kant voluntad buena que
no esté dirigida exclusivamente hacia la realidad 2 y la realiza­
ción. La voluntad solo será buena si, pese a todos los esfuer­
zos de que el hombre es capaz, obstáculos exteriores impiden
la acción y no cuando esa misma voluntad desfallece o se vuel­
ve vacilante.
Para Kant la unión entre la voluntad y la realización es tan
natural que el problema consiste, más bien, en saber cómo un
hombre puede proponerse en calidad de fin algo irrealizable.3
2 Se entiende que «real» no quiere decir aquí dato empírico sino, por
el contrario, realización de la totalidad inteligible.
3 «Se me ha reprochado un psocedimiento análogo ( Critica de la ra­
zón práctica, pág. 16, «Prólogo») y criticado la definición de la iacul-
tad de desear como la facultad de ser, por sus representaciones, causa
de la realidad de los objetos de esas representaciones, pues —se dijo—,
simples anhelos son también deseos respecto de los cuales todo hombre
se resigna a no poder, por su solo intermedio, producir su objeto. Pero
esto únicamente prueba que hay deseos en el hombre que lo ponen en
contradicción consigo mismo ( . . . ) No obstante, es una cuestión de an-

168
Sin duda, a la ética incumbe responder a la pregunta «¿Qué
debo hacer?». Pero el dualismo radical de la filosofía crítica
(al menos en su primera década) hace que encontremos tam­
bién ciertos elementos de esa respuesta en la Crítica de la ra­
zón pura. Enumeraremos de manera sucinta los puntos esen­
ciales.

II

En lo que atañe a la actividad teórica, la respuesta parece clara.


Debemos tender hacia el conocimiento de la univcrsitas, hacia
la determinación total, y nunca contentamos con el conoci­
miento empírico que nos procura actualmente el entendimien­
to. Y ello aunque sepamos que, sin un abuso en el empleo de
las categorías, semejante conocimiento sobrepasa las posibili­
dades del hombre empírico. A ello apunta la teoría del «uso
regulador» de las ideas de la razón pura. Vimos ya que ese
principio cambió por completo de significación en la literatura
neokantiana. En Cohén, por ejemplo, pasó a ser cuestión de
«reglas e indicaciones», «puntos de vista» y «máximas», y la
diferencia cualitativa entre las dos formas de conocimiento se
transformó en una diferencia puramente cuantitativa.
Ahora quiero mencionar sólo una cuestión de terminología a
la que Kant consagró * varias páginas en la Crítica de la razón
pura y que los neokantianos descuidaron casi por completo.
Es el problema del progreso al infinito. «Los matemáticos ha­
blan únicamente de un progressus in infinitum», y en ello tie­
nen perfecta razón, pero «muy diferente es la cuestión de sa­
ber hasta dónde se extiende la regresión que dentro de una
serie de lo condicionado dado se remonta hasta las condiciones:
la cuestión de si puedo decir que se trata de una regresión
infinita o solamente de una regresión indefinida {in indefini-
tum )».
tropología teleológica determinar por qué fue puesta en nuestra natu­
raleza la tendencia a concebir deseos que sabemos vanos. Parece que si
no debiéramos determinarnos al empleo de nuestras fuerzas antes de
habernos asegurado de la eficacia de nuestro poder de producción ob­
jetiva, estas ftierzas quedarían en gran parte sin empleo, pues es común
que, en un principio, no aprendamos a conocer nuestras fuerzas sino
ensayándolas. Esta ilusión de deseos vanos solo es, entonces, conse­
cuencia de una disposición benévola de nuestra naturaleza». (Critica
del juicio, G. S., vol. V, págs. 177-78).
4 Ibid., vol III, pág. 348 y sig., D. 336 y sig.

169
Y después de un análisis muy cuidadoso Kant concluye que
«la totalidad de la reunión de los fenómenos en un universo»
es un progressus itt indefinitutn; por el contrario, «la totalidad
de la división de un todo dado en la intuición» es un progres­
sus itt infinitum, es decir que en modo alguno tenemos el de­
recho de afirmar de manera positiva que el conocimiento, cua­
litativamente superior, de la totalidad, de la cosa en si, ha de
resultarnos asequible solo en el infinito. Todo lo que podemos
y debemos decir es que nuestros esfuerzos por alcanzarlo no
pueden aseguramos más que un progreso indefinido, un pro­
gressus itt indefinitutn. Por el contrario, el pasaje de una to­
talidad dada a sus partes y a su contenido es un progressus itt
infinitum, pues cualquier totalidad, aun la totalidad formal del
espacio o del tiempo, abarca un contenido infinitamente rico
de elementos parciales.
Como se comprenderá, los neokantianos debían juzgar esa dis­
tinción como un juego de conceptos estéril y escolástico.

III
Se ha reprochado a Kant que enseñara una moral puramente
formal y desprovista de contenido. Ese reproche nos parece
poco fundado. Esa forma vacía no es la de la moral kantiana,
sino la de los hombres reales en la sociedad individualista y
burguesa.
También en la ética se trata de responder a las preguntas que
consignamos al comienzo de este libro. ¿Hasta dónde puede
llegar el egoísmo práctico? ¿Hasta dónde llega realmente? La
primera de esas preguntas pertenece a la metafísica; la segun­
da, a la antropología.
He aquí la respuesta metafísica: por lejos que llegue de hecho
el egoísmo práctico, hay un límite que nunca podrá sobrepa­
sar. En efecto, todo hombre, aun el más malvado y egoísta,
reconoce una ley moral universal, aunque nunca obedezca a
ella en sus acciones y sólo exija su respeto de parte de los
otros. Y por virtud de ese reconocimiento general de un im­
perativo categórico todos los hombres forman parte de un
mismo todo y constituyen una comunidad, aunque esta sea
puramente formal. Y es formal porque, en la realidad, el con­
tenido de ese imperativo varía según los lugares y las épocas
en la conciencia concreta de los hombres. Por lo que atañe al
contenido de esa ley moral en cierto lugar y determinada épo-

170
ca, ese problema pertenece al ámbito de la antropología y su
respuesta determina la extensión efectiva que alcanza el egoís­
mo práctico.56
Naturalmente, el sistema kantiano no renuncia a una moral del
contenido. Por el contrario, así como en el plano teórico el
sentido auténtico de la vida humana es tender, a partir de la
totalidad formal de la experiencia empírica espacial y temporal,
hacia la totalidad — relativa al contenido— de la universitas y
de los noúmenos, de igual modo en el plano práctico el deber
del hombre es adoptar la totalidad del contenido como única
directiva y obrar como si la realización de esta dependiera ex­
clusivamente de su acción actual.
Entre la teoría y la práctica, en efecto, media una diferencia
esencial. En la primera, forma y contenido son complementa­
rios. La intuición pura y las categorías del entendimiento de­
terminan — aunque no sea de manera integral— las represen­
taciones empíricas. Por eso la marcha hacia la totalidad del
contenido se cumple mediante un progressus in indefinitum
en el interior de la experiencia humana. La limitación del hom­
bre se expresa en el hecho de que no existe un criterio univer­
sal y material de la verdad sino solo un criterio formal. Muy
diversa es la situación en el terreno moral. Aquí existe una
contradicción radical e insuperable entre la forma general del
imperativo categórico y cualquier materia particular dada. To­
do móvil material de la voluntad es un producto del «interés»
egoísta y se opone por ello mismo a la generalidad del impera­
tivo. Así nace una contradicción que jamás podría superarse;
a lo sumo podría integrarse en la existencia de los hombres
en la medida en que estos permanecieran inconscientes, sea por
inconsecuencia o bien por la ilusión de que el imperativo ca­
tegórico pudiera admitir una excepción en favor de ellos; en
suma: por «conciencia falsa».
Solo una vez eliminados todos los móviles empíricos y parti­
culares y desaparecido cualquier interés egoísta es posible atri­
buir al imperativo categórico puramente formal el único con­
tenido que le es adecuado* Por lo tanto, en la moral existe un
criterio material del bien y del mal. La limitación del hombre

5 En el lenguaje de Lukács podría decirse que su respuesta forma parte


de la sociología de las innumerables formas de «conciencia falsa», con
la salvedad de que, en Kant, este carácter se determina en relación con
la humanidad entera y no con la dase social (y a través de esta, con la
humanidad), como es el caso en Lukács.
6 Hay una única «conciencia verdadera», pero una infinidad de formas
de «condenda falsa».

171
se encuentra en el hecho de que este criterio permanece incons­
ciente o bien no es respetado en la acción real y concreta.
En cuanto a los críticos de la moral kantiana, si su sistema no
les pareció suficientemente claro habrían podido encontrar en
la obra misma de Kant la afirmación explícita de que su ética
no es puramente formal. Bien entendido, esta afirmación no
podía encontrarse allí donde Kant analiza al hombre empírico
dado, sino únicamente donde plantea la pregunta: «¿Qué debo
hacer?».
Por ejemplo, en Fundamentación de la metafísica de las cos­
tumbres leemos que 78el «principio de la moralidad» tiene tres
formas que en el fondo no son más que fórmulas «de una úni­
ca ley», pero que presentan «una diferencia subjetiva desde el
punto de vista práctico». Corresponden: «1) a la forma; 2)
a la materia, y 3) a la determinación completa de todas las
máximas mediante esta fórmula». Se trata de la vieja división
tripartita que ya conocemos por la Disertación inaugural, di­
visión esta en «formas», «materia» y «totalidad inteligible re­
lativa al contenido».
Conocemos ya la forma general del imperativo categórico.
Ahora bien, ¿cuál es el contenido de esta fórmula, la materia
de las máximas que deben dirigir la acción de los hombres?
Naturalmente, esa materia no puede ser sino un rechazo total
del hombre individualista tal como lo conocemos hoy. Y en
efecto, Kant logró condensar en pocas palabras la condena más
radical de la sociedad burguesa, estableciendo el fundamento
de todo humanismo futuro:

«Obra del tal modo que la humanidad, tanto en tu propia per­


sona como en la de cualquier otro hombre, sea para ti siempre
un fin y nunca meramente un medio».

Comprendiendo que esta fórmula condena cualquier sociedad


basada en la producción para el mercado, en la cual los otros
hombres son tratados como medios para obtener el lucro, ad­
vertimos hasta qué punto la moral kantiana es una moral del
contenido y una recusación radical de la sociedad existente*
Pero ella es también la expresión no menos radical de los fun-
7 G. S., vol. IV, pág. 436.
8 Para los «kantianos» que viven en la Alemania actual [1943-1944]
queremos destacar aún que esta es la condena formal de toda opresión
y de toda humillación ae un hombre cualquiera, independientemente
de su raza y su nacionalidad (con la única excepción de las penas por
delitos individuales).

172
damentos de todo humanismo verdadero. En efecto, nos indica
el único valor supremo sobre el que deben fundarse todos
nuestros juicios. Y este valor es la humanidad en la persona
de cada hombre individual. No el individuo solo, como en los
racionalistas, ni la totalidad sola en sus diferentes formas
(Dios, Estado, nación, dase), como en todos los místicos ro­
mánticos e intuicionistas, sino la totalidad humana, la comu­
nidad incluyente de la humanidad entera y su expresión, la
persona humana.
La «determinación completa», la totalidad, sería la realización
de un «reino de fines», es decir exactamente lo contrario de
la sodedad actual, en que con excepción de algunas formas de
comunidad, raras y parciales, el hombre nunca es más que un
medio.®
Por último, una fórmula tomada de Metafísica de las costum­
bres'}* también aquí enseña Kant que la ¿tica nos proporciona
«una materia», «un fin de la razón pura», que «para el hombre
es al mismo tiempo un deber». Y a la pregunta «¿Cuáles son
los fines que al mismo tiempo constituyen deberes?», responde
Kant de manera lapidaria y precisa: «Son: nuestra propia per­
fección y la felicidad del prójimo».
Si consideramos que dentro de la sociedad capitalista el pen­
samiento y la acción de los hombres están completamente do­
minados por la búsqueda del lucro, es decir, por la tendencia
a incrementar la felicidad propia y a exigir la perfección del
prójimo, comprenderemos que la antítesis no podía formular­
se de manera más concisa y absoluta.
Y entonces, ¿cómo se concilia el entusiasmo por la moral kan­
tiana, proclamado por ciertos profesores, con la Gleichschal-
tuttg y la actitud adoptada por muchos de ellos en los momen­
tos decisivos de la historia posterior a 1914? He ahí una pre­
gunta que excede de los límites de nuestro trabajo y que tran­
quilamente podemos remitir a la conciencia de ellos y al juicio
del lector.910

9 Lo que expresa a las mil maravillas el viejo adagio que dice que aun
«el rey sólo es el primer servidor de su Estado» (y no de su pueblo).
Hoy d industrial se convierte en servidor de su propia empresa, y el
obrero en servidor de la máquina, que ni siquiera le pertenece. Es el
fenómeno general de la reificadón.
10 G. 5., vol. VI, pág. 379 y sig.

173
IV

La respuesta a la pregunta «¿Qué debo hacer?» llevó, en la


filosofía kantiana, a una concepción que podríamos caracteri­
zar como pesimismo trágico. Todo lo que puedo hacer es salvar
de manera imperfecta y parcial mi propia existencia de la limi­
tación y de la inmoralidad generales.
Las fuerzas del hombre no alcanzan para superar realmente
esta limitación. Dijimos ya que Kant nunca pasó del yo al no­
sotros como sujeto de la acción, y que, prisionero de la visión
individualista del mundo, siguió concibiendo el acuerdo y la
armonía posibles de los hombres bajo la perspectiva de la ««/-
versalitas, de la universalidad, y no de la universitas, de la co­
munidad real y concreta. Por ello concedemos tanto mayor im­
portancia al hecho de haber hallado, en La religión dentro de
los límites de la mera razón, un pasaje donde aparece el noso­
tros como sujeto de la acción. El tema es el de la Iglesia ver­
dadera, que debe realizar el reino de Dios sobre la Tierra. Na­
turalmente, no debe sobrestimarse la importancia de ese pasa­
je. Dentro de la obra de Kant no es más que la primera golon­
drina, que no trae consigo el verano pero al menos lo anuncia.
Citaremos aquí ese pasaje considerando la importancia que las
ideas apenas esbozadas en él cobrarán más tarde en Hegel y
Marx:11

«Instituir un pueblo moral de Dios es por consiguiente una


obra cuya ejecución no puede esperarse de los hombres, sino
solo de Dios mismo. Pero no por ello está permitido al hom­
bre permanecer inactivo en esta materia ni puede él dejar
hacer a la Providencia, como si fuera lícito que cada uno se
ocupara únicamente de su interés moral particular, abandonan­
do por entero a una sabiduría superior los intereses del género
humano ( . . . ) El voto de todas esas personas de buena volun­
tad es entonces el siguiente: “Que el reino de Dios advenga,
que se haga su voluntad sobre la Tierra” ; pero, ¿qué deben
organizar hoy para que les advenga?
»Una ciudad ética bajo la legislación mora] de Dios es una
iglesia que, en tanto no es objeto de una experiencia posible,
se llama Iglesia invisible ( . . . ) La Iglesia visible es la unión
efectiva de los hombres en un conjunto acorde con aquel ideal
( . . . ) La verdadera Iglesia (visible) es la que representa el
reino (moral) de Dios sobre la Tierra en la medida en que ello
11 Ibid.,pégs. 101-02.

174
puede suceder a través de los hombres. Las condiciones re­
queridas, y por tanto los signos propios de la verdadera Igle­
sia, son:

»1. La universalidad, a consecuencia de su unidad numérica,


de la cual ella debe contener la disposición.
»2. La naturaleza (la cualidad) de esta Iglesia, es decir la pu­
reza fundada en motivos exclusivamente morales (purgada de
la imbecilidad de la superstición y de la locura del fanatismo).
»3. La relación bajo el principio de la libertad, tanto la rela­
ción interior de los miembros entre sí cuanto la relación ex­
terior de la Iglesia con el poder político: y ello, para ambos,
dentro de un Estado libre.
»4. Su modalidad: la invariabilidad en su constitución, bajo
reserva de las disposiciones contingentes que conciernen úni­
camente a la administración y que son modificables según las
épocas y las circunstancias.

»Por lo tanto, una comunidad ética en cuanto Iglesia, es decir


considerada únicamente como representante de un Estado de
Dios, no tiene, hablando con propiedad y según sus principios,
una constitución semejante a una constitución política. La su­
ya no es monárquica (bajo la autoridad de un papa o de un
patriarca) ni aristocrática (bajo la autoridad de obispos y pre­
lados) ni democrática (como la de los iluminados sectarios).
La mejor comparación que podría hacerse sería con la comu­
nidad del hogar (familia) bajo la dirección de un padre moral
común aunque invisible, en la medida en que su santo hijo,
que conoce su voluntad y está ligado también por los lazos de
sangre con todos los miembros de esta familia, lo representa,
a fin de hacer conocer mejor su voluntad, y ellos entonces hon­
ran al padre en su persona formando entre si, de tal modo,
una asociación cordial, voluntaria, universal y duradera».

175
4. ¿Qué me está permitido esperar?

No siempre resulta fácil, a quien formula esta pregunta, com­


prender el valor existencia! de tales palabras.
En la vida cotidiana, la fuerza del hábito es tan grande que
termina por velar en la conciencia de los hombres todo lo que
se refiere a la humanidad en su conjunto y al hombre auténti­
co. Y cuando en ocasiones esos pensamientos reaparecen en la
conciencia, las más de las veces se trata solo de frases, de pala­
bras sin significación real y viviente.
Por cierto que los valores humanos y universales, la libertad,
la justicia, el amor por los hombres, no han perdido todo im­
perio sobre el individuo y sus acciones — ello sería imposi­
ble— ; pero su existencia es apenas latente, ella está velada y
reificada por los automatismos de la vida cotidiana y de lo in­
mediatamente dado.
Y ello ocurre con facilidad tanto mayor cuanto que las relacio­
nes cotidianas y lo inmediatamente dado son, a su vez, un as­
pecto parcial de la vida, y como tales aparecen y actúan casi
siempre bajo el mismo nombre que los valores humanos uni­
versales. Siempre será una de las cualidades del hombre justo
no engañar a nadie ni perjudicar conscientemente a otro. Pe­
ro según hoy parece, la justicia consistiría solo en eso, y para el
individuo carece de importancia que en alguna parte millares
de hombres a quienes no conoce y con quienes no mantiene
relaciones personales hayan sido arrojados a las cárceles o
sean asesinados, mientras él guarda silencio o, en el mejor de
los casos, lo deplora quizás ante una taza de café. Siempre
será un atributo de la libertad el que alguien pueda elegir el
lugar de sus excursiones dominicales, y será uno de los atribu­
tos del amor por los hombres el socorrer a los pobres. Pero
hoy parece que con ello bastaría. ¿Qué importa que en alguna
parte ciertos exaltados desaparezcan por haber hablado con
demasiada vehemencia de los derechos del hombre y de la soli­
daridad humana, o que millones de seres sufran hambre o mue­
ran en la miseria? Y si luego un hombre de esa laya, cuyas pa­
labras no se transforman en acciones, en quien el espíritu ape-

176
ñas tiene una existencia inconsciente, «en sí» y no «para sí», y
cuya naturaleza humana se ha hecho abstracta, desapareciendo
por entero bajo el fenómeno concreto del empleado, el fun­
cionario, el comerciante, el científico o el industrial; si un hom­
bre de esa laya (y hoy lo somos todos, en mayor o menor gra­
do) formula todavía la pregunta «¿Qué me está permitido es­
perar?», para él habrá de tratarse por fuerza de una frase vacía
en la medida en que no se refiera a las perspectivas económi­
cas de los meses futuros o al próximo aumento de sus ingresos.
Sin embargo, para quienes toman en serio los valores espiri­
tuales y humanos, y en quienes estos se transforman en ac­
ciones, esta pregunta posee una importancia existencial de muy
otra índole, pues determina el sentido y el contenido de su
vida. Y a ello se debe, justamente, que sea para ellos tan im­
portante no dejarse atrapar por ninguna ilusión, positiva o ne­
gativa. En efecto, cuando el pesimismo y el optimismo se ha­
cen existenciales; cuando el primero debe conducir necesaria­
mente a la desesperanza y el segundo no puede fundarse más
que en la esperanza legítima de realizar los valores humanos
universales, entonces nada más importante para el hombre que
buscar razones valederas a esta esperanza, razones que puedan
determinar sus actos y dar un contenido a su vida. Y no se
nos objete que donde existe una mínima esperanza no puede
hablarse ya de visión trágica del mundo. Por el contrario, el
pesimismo desesperado que abandona toda búsqueda es qui­
zá «filosofía existencial», «misticismo» o «mal del siglo» ro­
mántico, pero nada tiene en común con el pensamiento y la
visión clásicos. Estos últimos solo existen allí donde el hombre
busca con todas sus fuerzas una salida y donde, antes de admi­
tir la nada, está dispuesto a comprometerse aun por la espe­
ranza más débil y remota.
Es preciso comprender eso si se quiere penetrar la filosofía
de Kant y el pensamiento clásico en general.
«A esta pregunta responde la religión». Esa frase resume lo
esencial de la respuesta kantiana; no obstante, dentro del sis­
tema crítico y a la sombra de la filosofía de la religión hay
otros dos elementos que conservan su importancia: la estética
y la filosofía de la historia. La segunda sobre todo, aunque en
Kant, por las condiciones históricas de su época, solo pudiera
alcanzar un valor secundario, dentro de la ulterior evolución
del humanismo (Hegel, Marx, Lask y Lukács) pasó cada vez
más al primer plano y terminó por reemplazar a la filosofía
de la religión. Y puesto que nos hemos propuesto escribir una
obra de filosofía y no de filología kantiana creemos tener el

177
derecho, a la luz de nuestra propia visión del mundo y de la
evolución del humanismo posterior a Kant, de situar la filo­
sofía de la historia al final de nuestro estudio como punto cul­
minante del pensamiento crítico, como elemento que desplie­
ga sus perspectivas hacia el futuro. ¿Acaso no fue el propio
Kant quien nos enseñó que nunca es el pasado sino el futuro
el que debe determinar los juicios de valor de cualquier estu­
dio teórico o histórico?

I. El presente. La belleza
En los primeros años del período crítico Kant sólo había dis­
cernido en el hombre actual, empírico, sus limitaciones teóricas
y prácticas. Recién en una carta a Reinhold, del 25 de diciem­
bre de 1787, nos dice que ha descubierto un «nuevo tipo de
principio a priori y que trabaja en una «crítica del gusto».
Es el mundo de su tercera gran obra, la Crítica d d juicio. No
podemos ni queremos proporcionar aquí un análisis detalla­
do de esta, como no lo hemos hecho en las páginas anteriores
respecto de otras obras de Kant; por lo demás, el lector lo so­
portaría tanto menos cuanto que la crítica del gusto se extiende
en doscientas páginas escritas con estilo simple y claro, que él
podrá leer con facilidad por sí mismo en el texto original. Por
lo tanto, nos limitaremos a enumerar algunas ideas principales
que nos permitirán caracterizar el lugar y la importancia de la
estética dentro del conjunto de la filosofía kantiana.
Lo esencial del análisis kantiano del juicio estético podría for­
mularse del siguiente modo:

1. En el plano estético, el hombre empírico contemporáneo


puede ya superar sus limitaciones y alcanzar la totalidad.
2. El juicio estético en sus diferentes formas y el sentimiento
de placer y displacer que le corresponde nunca se refieren, em­
pero, a la realidad de los objetos sino solo a su forma o a la
expresión simbólica de lo suprasensible. El juicio estético es
subjetivo.

Examinemos con mayor atención a l gunos puntos de este


análisis.

a. El juicio del gusto es subjetivo. La Crítica del juicio co­


mienza con estas palabras: «Para distinguir si algo es bello o no

178
lo es, no referimos la representación al objeto por medio del
entendimiento y en vista de un conocimiento, sino al sujeto y
al sentimiento de placer o displacer, por medio de la imagina­
ción (quizás unida al entendimiento). El juicio de gusto es
por lo tanto ( . . . ) estético, es decir que el principio que lo de­
termina ex puramente subjetivo».* El juicio de gusto «nada
determina en el objeto», pero gracias a él el sujeto se siente a
sí mismo en tanto es afectado por su representación.
El parágrafo que sigue lleva este título: «La satisfacción deter­
minada por el juicio de gusto está libre de todo interés». Aquí
«se llama interés a la satisfacción cuando está ligada con la re­
presentación de la existencia de un objeto».8 Esa falta de inte­
rés distingue la satisfacción que nos procura lo bello de la que
nos procuran lo agradable y el bien, que están, ambos, ligados
con la existencia del objeto. Y podríamos agregar que lo dife­
rencia también de la que nos aporta lo verdadero, pues en vir­
tud de la distinción entre lo necesario, lo real, lo posible y
lo imposible aún el juicio teórico permanece ligado con «la
existencia» del objeto. Esa subjetividad y esa inexistencia de
interés nos explican también por qué respecto de él, «la crítica
hace las veces de teoría»,8 de modo que hay tres Criticas, pero
solo una metafísica de la naturaleza y una metafísica de las
costumbres: no una metafísica de lo bello. Queremos agregar
dos observaciones:

1. El análisis que acabamos de mencionar sólo se refiere, en


Kant, a una forma del juicio estético, el juicio acerca de lo be­
llo; sin embargo, es evidente que vale también para las otras
dos formas, a saber, ]o sublime y la expresión simbólica de lo
supransensible, aunque Kant no lo haya empleado de manera
expresa en este sentido.
2. Este análisis de lo bello como representación referida al
sujeto y que no designa una cualidad conceptual del objeto es,
que sepamos, uno de los primeros análisis de la reificación
realizados dentro de la filosofía.1234 Por ello juzgamos importan­
te señalar su parentesco con los análisis ulteriores del fetichis-

1 Critica del juicio, G. S., vol. V, pág. 203.


2 Ibid., pág. 204.
3 Ibid., pág. 170.
4 Del mismo modo que, para Marx, el precio, que a primera vista pa­
rece una cualidad objetiva de las mercancías, sólo es en realidad una
apreciación humana y social de estas, Kant demuestra que la belleza,
que a primera vista parece una cualidad objetiva de los objetos bellos,
es en realidad un juicio humano que recae sobre ellos.

179
mo de la mercancía en Marx, y de la reificación general de la
vida psíquica, en Lukács.

b. El juicio de gusto es siempre un juicio individual. «En lo


que atañe a su cantidad lógica, todos los juicios de gusto son
juicios individuales ( . . . ) Por ejemplo, con un juicio de gusto
afirmo “esta rosa es bella”. Por el contrario, el juicio ( . . . )
“ las rosas en general son bellas” ya no es un juicio estético, sino
un juicio lógico fundado en uno estético».56Es evidente que,
como ya hemos dicho, ello vale para las tres formas de juicio
estético.
Ese solo rasgo pone de relieve una diferencia importante entre
el juicio estético y el pensamiento teórico. Una de las principa­
les limitaciones de este consistía precisamente en que siempre
permanecía en el plano de las leyes científicas generales y abs­
tractas sin poder alcanzar nunca al individuo. El juicio estéti­
co, por el contrario, nada tiene en común con la ley abstracta,
y se refiere siempre a lo individual y concreto.

c. Para el entendimiento teórico no hay más que una sola po­


sibilidad de comprender el todo individual y concreto. Es la
concepción teleológica que sin embargo no tiene más que un
valor regulador y no constitutivo, pues el fin y sobre todo el
ser que habría creado conscientemente las cosas conforme a
ese fin (Dios) no nos es dado de manera objetiva.
También respecto de ello el juicio de gusto supera esa limita­
ción, pues lo bello es «la forma de la finalidad de un objeto,
en tanto día es perdbida en él sin la representación de un fin»."
Finalidad sin fin, ese concepto cuya imposibilidad teórica cie­
rra a nuestro entendimiento el camino hacia un conocimiento
más profundo de la realidad orgánica (y aun hacia un conod-
miento exhaustivo de la realidad empírica en general) 7 es uno
de los cuatro momentos constitutivos del juicio estético y de
lo bello.

d. Nuestro entendimiento tampoco podría alcanzar la determi­


nación completa, aunque más no fuera porque podemos cono-
5 G. S., vol. V, pág. 215.
6 Ibid., pág. 236.
7 Tanto la comprensión de los seres orgánicos como la determinación
integral de los objetos físicos serían accesibles a una concepción teleo­
lógica que tuviese un valor constitutivo. Como, no obstante, no nos es
dado ningún fin objetivo y como nuestro entendimiento no puede con-
cebir finalidad sin fin, el punto de vista teleológico sólo puede ser, para
nosotros, regulador, y nuestro entendimiento, finito.

180
cer de manera exhaustiva solo la forma a priori y no su conte­
nido empírico.
Ahora bien, como veremos más adelante, solo la forma consti­
tuye el objeto del juicio de gusto, y por ello este, en la medida
en que siga siendo juicio de gusto y no se refiera en nada al
contenido empírico y su existencia real, puede alcanzar una de­
terminación completa (estética y no conceptual) de su objeto.

e. En el plano ético, en cambio, las ideas prácticas de la razón


se regían por los fines del hombre y estaban determinadas de
manera completa; pero la limitación consistía en el hecho de
que, para el hombre, ellas no eran una realidad sino un deber:
una exigencia, un fin esperado, no una realización. También
esta limitación es superada por la finalidad de lo bello. En efec­
to, en todas sus formas el juicio estético se refiere siempre a
un objeto dado en la imaginación, que por lo tanto está pre­
sente — aunque solo sea de manera subjetiva— y nunca será
deber ni concepto.
En el plano teórico el sujeto aparecía insuficiente ante el obje­
to, puesto que su pensamiento y sus conocimientos nunca po­
dían agotar la riqueza de la realidad; en el plano ético el ob­
jeto aparecía insuficiente ante el sujeto, pues la realidad nun­
ca podía corresponder a las exigencias del imperativo categó­
rico ni, sobre todo, del sumo bien; en el plano estético, en
cambio, se cumple para el hombre concreto y empírico la úni­
ca adecuación que le es asequible, la única unidad efectiva
del sujeto y del objeto. Unidad esta exclusivamente subjetiva,
es cierto, y que no exige la existencia real del objeto.
Como certeramente señala Lukács, de ello se infiere que, por
una parte, el hombre está presente como un todo en el juicio
estético en la medida en que no lo abandone en favor del jui­
cio teórico o ético, y que por ctra parte el objeto estético cons­
tituye también una totalidad, un mundo que ya no tiene ni
puede tener relación alguna con otros objetos que le serían ex­
teriores.8

/. El ideal de la belleza: «Idea significa propiamente un con­


cepto de la razón, e ideal la representación de un objeto particu­
lar considerado como adecuado a una idea». Dentro de la filo­
sofía crítica, ese concepto de ideal, es decir de un ser que encar­
na las ideas de la razón, aparece en dos lugares. La primera

8 Cf. G. Lukács. «Die Subjekt-Objekt-Beziehungen in der Aesthetik»,


Lagos, vol. V III.

181
vez en la Critica de la razón pura, donde el ideal de la razón
se sitúa en el mundo inteligible, único en el cual pueden reali­
zarse las ideas de la razón. El ideal de la razón pura es Dios.
Pero en el plano estético, donde el hombre empírico puede al­
canzar desde ahora —aunque solo fuera de manera subjetiva—
lo absoluto, la totalidad, el ideal se confundirá también con la
realidad. El ideal de la belleza es el h o m b r e De tal modo,
Kant dio en el plano estético el paso decisivo que Feuerbach,
y sobre todo Marx, darán mucho después en el plano episte­
mológico y moral: la humanización de lo trascendente.
Pues allí donde el hombre puede alcanzar lo absoluto no hay
más sitio para Dios. Para el pensamiento humanista, en efecto,
el Dios trascendente no había sido en última instancia más que
un sustituto del hombre. Este le había cedido el cielo sólo
porque no podía prescindir de él ni ocuparlo él mismo. Y cada
etapa importante dentro de la historia del humanismo, desde
la estética kantiana hasta la antropología de Feuerbach y la
de Marx, fue también un paso hacia adelante por el camino de
la divinización del mundo y la humanización del cielo.
La antítesis más seria no es la que opone la religión revelada
al ateísmo de quienes no creen en nada. El espíritu siempre es
una fe en valores más elevados, universales y humanos, y la es­
peranza de realizar estos. Sin una fe, el hombre no sería un ser
racional, y resultaría difícil distinguirlo del animal. En ese sen­
tido muy lato podemos admitir que la religión es algo univer­
salmente humano.
Pero, ¿qué religión? El humanismo moderno constituye una
tinta ti va de reemplazar las religiones positivas del Dios tras­
cendente por una religión inmanente, una religión de] hombre
y de la comunidad humana. La sociedad de los ciudadanos del
mundo, de Kant, o la sociedad socialista, de Marx, no son sino
las nuevas formas, realistas y humanizadas, de la vieja esperan­
za en el reino de Dios; cada paso hada la reduedón de la reifi-
cadón y hacia la humanización de la Tierra es al mismo tiempo
un paso dado hada la reducción de la trascendencia y la huma­
nización del cielo. «Queremos realizar aquí, en la Tierra, el
reino de los délos», escribió H dne, expresando de ese modo
el contenido esencial del humanismo moderno. Dentro de esta
corriente, lo que distingue a los grandes pensadores de los es­
píritus de menor envergadura es que aquellos toman en serio
los dos componentes del verso de Heine: «en la Tierra» y «el9

9 No obstante, hay en la obra de Kant una idea intermediaria: el ideal


del sabio (G. S., vol. I II , pág. 384, B. 517).

182
reino de los cielos», sin admit;r en este punto compromisos ni
ilusiones.
También en esto el análisis de Kant fue claro y preciso. En efec­
to, él se refería al hombre contemporáneo, individualista y
egoísta. Y este no puede alcanzar la totalidad ni en el pensa­
miento ni en la acción. Todo lo que los sucesores de Kant pu­
dieron hacer después de él fue abrirnos la perspectiva de un
futuro que todavía debemos realizar.
Pero en el campo de la estética, el único en que el hombre
actual puede alcanzar lo absoluto — aunque solo sea de mane­
ra subjetiva— , no hay más sitio para la divinidad. Aun los ar­
tistas más devotos y piadosos, cada vez que quisieron referir­
se a la divinidad dentro de su arte, debieron representar a un
hombre.10 El ideal de la razón teórica y práctica es Dios. El
ideal de la belleza es el hombre.

g. Muchas veces señalamos ya que el hombre no puede alcanzar


la totalidad más que a través de la comunidad humana y en el
interior de ella. Por lo tanto, si el hombre individualista de
nuestro tiempo puede alcanzar la totalidad — al menos subje­
tivamente— dentro del juicio estético, debe realizar en este
— aunque solo sea de manera subjetiva— una comunidad per­
fecta (lo cual será también más fácil cuanto que el principal
obstáculo que se opone a la comunidad humana, el interés
egoísta ligado a la existencia y al goce de los objetos reales, no
se presenta en este terreno).
Y en efecto, no solo encontramos en la Critica del juicio muy
numerosos pasajes, dispersos, que hablan de la comunidad es­
tética: Kant consagra a esta algunos parágrafos en la «Analí­
tica de lo bello» y en la «Deducción de los juicios estéticos pu­
ros». Citemos primeros los títulos:

«19. La necesidad subjetiva que atribuimos al juicio de gusto


es condicional».

«20. La condición de la necesidad que presenta un juicio de


gusto es la idea de un sentido común».

«21. Si puede suponerse con fundamento un sentido común».

10 Desde el punto de vista de la religión positiva, los antiguos judíos


tenían perfecta razón cuando prohibían la representación de Dios en
imágenes. En la medida en que el arte profundiza la religiosidad, dis­
minuye la trascendencia de los valores supremos.

183
«22. La necesidad del consentimiento universal que es pen­
sada en un juicio de gusto constituye una necesidad subjetiva
representada objetivamente en la suposición de un sentido
común».

«39. De la propiedad que tiene una sensación de poder ser


comunicada y compartida».

«40. Del gusto como una especie de sensus communis».


«Por sensus communis es preciso entender la idea de un sentido
común a todos, es decir, de una facultad de juzgar que, en su
reflexión, se refiere (a priori) en el pensamiento al modo de
representación de los demás, a fin de mantener su juicio como
si fuera el de la razón humana en su totalidad ( . . . ) Ahora
bien, esto se cumple refiriendo el propio juicio a los juicios de
los demás, no tanto efectivos cuanto posibles, y poniéndose en
el lugar de cada uno de ellos, en cuanto que sencillamente se
abstrae de las limitaciones que de manera contingente se ad­
hieren a nuestro juzgar.
»Hasta se podría definir el juicio mediante la capacidad de juz­
gar acerca de lo que vuelve comunicable universalmente nues­
tro sentimiento con ocasión de una cierta representación, sin
el auxilio de un concepto».11

Ya hablamos encontrado un sentido común en el plano teórico


(el espacio, el tiempo, las categorías) y en el plano moral (el
imperativo categórico). En electo, lo característico de lo a
priori era justamente su validez universal.
¿En qué se distingue el sensus communis estético de lo a prio­
ri teórico y moral? Lo a priori teórico se encontraba por com­
pleto reificado. Dentro de la experiencia, el espacio, el tiempo
y las categorías aparecían como enteramente objetivos (su sub­
jetividad solo se revelaba en el análisis trascendental). Lo
a priori teórico era actual, pero no libre.
Lo a priori moral expresaba, en cambio, la libertad del sujeto,
pero exigía la renuncia a su sensibilidad y a sus relaciones con la
realidad concreta, con lo empíricamente dado; el sumo bien no
era más que una esperanza en lo suprasensible y en la eternidad.
El sensus communis estético está libre de todas esas limitacio­
nes. El juicio de gusto de cada hombre es libre, es imposible
cuestionarlo y nunca se podrá convencer a alguien acerca de
la belleza de una rosa si él no la siente. Pero ese juicio tiene
11 G. S., vol. V, págs. 293-93.

184
fuerza de ley, pues exige el reconocimiento general de todos
los hombres, libertad espontánea y validez legal universal, he-
ahí los dos elementos cuya reunión constituye la comunidad
ideal. En el plano teórico, solo podíamos esperarla del enten­
dimiento originario; y en el plano práctico, de la realización,
merced al auxilio divino, del sumo bien. En el juicio estético
ella no es dada ya ahora.
Nos es dada ahora, pero solo de una manera subjetiva; el sen­
sus communis, en efecto, refiere sus juicios «más bien a los jui­
cios posibles que a los juicios reales de los otros». El hombre
se siente de acuerdo con los otros sólo en la medida en que
no sale del juicio estético. En la realidad los juicios estéticos
difieren y se oponen, y ello porque, como ya lo comprendió
Lukács, el juicio estético no es más que una parte del hombre
concreto en su totalidad y para este una comunidad real y per­
fecta solo es posible si se realiza simultáneamente en todos los
dominios.
De los análisis precedentes se desprende que no puede existir
egoísmo estético. El propio Kcnt extrajo esta conclusión en la
Crítica del juicio. «Por tanto, si el juicio de gusto no debe ser
considerado como egoísta sino ( . . . ) conforme a su naturale­
za interna como ( . . . ) necesariamente pluralista. . .».12 Tan­
to más asombroso resulta por consiguiente, comprobar que en
la Antropología se habla de egoísmo estético. Pero es igual­
mente característico que encontremos allí un solo ejemplo: el
hombre que «se aplaude a sí mismo, aun si los otros hallan
malos sus versos, sus pinturas, su música, etc., los critican o
hasta se burlan de ellos».13 Se trata de Oronte, de El misán-
trópo de Moliere. Pero sabemos que en él desempeña cierto
papel el interés, la vanidad, de modo que su juicio es egoísta
y no un juicio estético puro. Este último, en efecto, es plu­
ralista «por su naturaleza interna».
Esperamos que las páginas anteriores hayan iluminado al me­
nos en sus líneas generales el papel y la significación de la esté­
tica dentro del conjunto del sistema kantiano. Debemos men­
cionar todavía de manera sucinta las formas del juicio estético.
Ellas son tres (de las que una contiene dos subdivisiones). Las
dos primeras atañen exclusivamente a la forma y son analizadas
de manera explícita por Kant en la «Analítica» 1) lo bello; 2a)
lo sublime matemático. En cuanto a la estética del contenido,
la encontramos en 2b) lo sublime dinámico, analizado también

12 Jbid., pág. 278.


13 Ibid., vol. V II, págs. 129-30.

185
de manera explícita en la «Analítica», y en 3) la expresión de
lo suprasensible, que a cada momento se introduce en el aná­
lisis sin que empero se lo mencione de manera expresa como
una forma independiente del juicio estético.

a. Lo bello es toda multiplicidad dada en la sensación o en la


imaginación, cuya forma, comparada por la capacidad de juz­
gar reflexionante «con su facultad de referir las intuiciones a
los conceptos», revela un acuerdo entre la «imaginación como
facultad de las intuiciones» y el «entendimiento como facultad
conceptual». Esta «unidad dé la imaginación y del entendimien­
to» engendra un sentimiento de placer que puede ser «atribui­
do a todos» y que se liga con la representación del objeto.
Sin embargo, es preciso destacar que la belleza, o más exacta­
mente la «belleza libre (pulcbritudo vaga)»,1* consiste en el
acuerdo entre la forma de una diversidad dentro de la ima­
ginación y el entendimiento como facultad conceptual en ge­
neral, pero no entre el contenido empírico de esta diversidad
y su unidad bajo un cierto concepto determinado del entendi­
miento. En efecto, eso sería un juicio teórico y no estético.
La belleza es la cualidad de una diversidad, merced a la cual
ella puede ser determinada en virtud de su forma por medio
de una unificación conceptual, y no su determinación efectiva
por medio de un concepto, que sería un juicio teórico.
Por otra parte, este análisis no nos explica sólo la diferencia
entre el juicio teórico y el juicio estético, sino también su pa­
rentesco. Un análisis científico o una demostración elegante y
bien llevada tienen, naturalmente, carácter teórico. Pero casi
siempre despiertan en nosotros también un placer estético. En
efecto, por cuanto que unifican un contenido intuitivo dado
bajo cierta forma conceptual, afectarán también nuestra facul­
tad de juicio reflexionante, que recaerá exclusivamente sobre la
adecuación de la forma de esta diversidad con su unificación ba­
jo los conceptos del entendimiento en general.

b. Lo sublime es, por el contrario, todo lo que por su mag­


nitud (sublime matemático) o por su fuerza (sublime dinámi­
co) «puede aparecer en desacuerdo con nuestra facultad de
juzgar, con nuestra facultad de representar, y violentar al mis­
mo tiempo nuestra imaginación».
En efecto, en la medida en que nuestra relación con un objeto145

14 Jbid., vol. V, pág. 229.


15 Ibid., pág. 245.

186
tal no está determinada por el interés (como, por ejemplo,
cuando experimentamos temor ante el mar embravecido), ella
nos hace conscientes de la superioridad espiritual y moral de
nuestra razón sobre todo lo que no es más que naturaleza fí­
sica o biológica.

«Eso constituye en efecto para nosotros una ley (de la razón),


y forma parte de nuestra destinación considerar como peque­
ño, comparado con ideas de la razón, todo lo grande que para
nosotros contiene la naturaleza como objeto de los sentidos; y
lo que despierta en nosotros el sentimiento de esta destinación
suprasensible se acuerda con esta ley».18

Cualquiera que sea la magnitud o la potencia de la naturaleza,


esta no tiene imperio sobre nosotros como seres racionales, y
por ese motivo su magnitud y su potencia nos hacen cons­
cientes de la magnitud y potencia infinitamente mayores de
nuestras ideas morales.

«Lo bello es lo que place dentro del solo juicio ( . . . ) lo subli­


me, lo que place inmediatamente por su oposición al interés
de los sentidos ( . . . ) Lo bello nos prepara para amar algo,
aun la naturaleza, sin interés; lo sublime, a estimarlo, aun en
contra de nuestro interés (sensible)».1617

Lo bello designa el acuerdo entre la imaginación y el entendi­


miento; lo sublime, la referencia de la imaginación a la razón:

«Allí reside precisamente el principio de la necesidad que atri­


buimos al acuerdo del juicio que otro formula sobre lo subli­
me con el nuestro, necesidad que damos por supuesta en ese
juicio. Pues así como reprochamos falta de gusto a quien per­
manece indiferente en su juicio acerca de un objeto de la na­
turaleza que nos parece bello, de quien no experimenta emo­
ción alguna ante algo que hallamos sublime decimos que es
insensible. Exigimos ambas cosas por igual de todo hombre,
y aun las suponemos en él si tiene alguna cultura, pero con
esta diferencia: exigimos la primera inmediatamente de todo
hombre, mientras que exigimos la segunda ( . . . ) solo bajo la
condición subjetiva (que sin embargo nos creemos autoriza­
dos a suponer realizada en cada hombre) de la existencia del

16 Ibid., pág. 257.


17 Ibid., pág. 267.

187
sentimiento moral en el hombte. Por ello atribuimos también
necesidad a ese juicio estético».1819
c. En cuanto a la expresión simbólica de lo suprasensible, co­
mo tercera forma del juicio estético, encuentra su enunciación
más clara en el parágrafo que trata del hombre como «ideal
de la belleza». Enseña K ant18 que «sólo el hombre, entre todos
los objetos del mundo, es capaz de un ideal de belleza». Pero
«ello implica dos elementos: primero, la idea normal estética
( . . . ) y luego la idea de la razón, que hace de los fines de la
humanidad, en cuanto que no pueden ser representados por
los sentidos, el principio para juzgar una forma en la que esos
fines se manifiestan por su efecto en el mundo de los fenóme­
nos». El ideal de la belleza «consiste en la expresión de las
ideas morales sin las cuales ese objeto no resultaría placentero
universal y positivamente».20 De igual modo, el anteúltimo pa­
rágrafo de la Critica del juicio se titula «De la belleza como
símbolo de la moralidad».
Naturalmente, «moral» en Kant no significa una «moralidad»
estrecha cualquiera, sino solo la realización del destino autén­
tico del hombre.
Escribía Lukács en 1917:

«La Crítica del juicio contiene los elementos de una respues­


ta a todo problema de estructura de la esfera estética. Por lo
tanto, la estética no tiene más que explicitar y pensar hasta el
final lo que se encuentra implícito allí».21
Aunque más tarde Lukács parece haber cambiado de opinión,
esa sigue siendo a nuestro juicio la mejor caracterización de
esa obra. Numerosas ideas no son desarrolladas en ella de ma­
nera acabada, y otras solo se encuentran implícitas. Pero Kant
apresó aquí la esencia del juicio estético, por primera vez, con
una profundidad que creemos no ha sido superada. Pero lo
que sobre todo nos interesa es saber cuáles pueden ser la sig­
nificación y la importancia del elemento estético para el hom­
bre tal como hoy existe.
Acabamos de oír la respuesta kantiana: un consuelo, una ayuda
indudablemente, pero en ningún caso una posibilidad de su­
perar su limitación y la dimensión trágica que ella implica.
18 Ibid., págs. 265-66.
19 Ibid., pág. 233.
20 Ibid., pág. 235.
21 Lagos, vol. V II, pág. 8.

188
Lo absoluto, la totalidad que e] hombre puede alcanzar en
el plano estético es subjetiva, solo forma o expresión simbóli­
ca, y no una realidad objetiva y de contenido que pudiera com­
prometer al hombre todo. Mejor que podría lograrlo un aná­
lisis teórico, Goethe resumió en un solo verso del Fausto el
contenido de la Crítica del juicio: «En su reflejo coloreado en­
contramos la vida».

II. La eternidad: Dios, la inmortalidad


Más de una vez, oponiéndose a los estoicos y a los epicúreos,
Kant se declaró cristiano-, de igual modo su referencia a la re­
ligión como principal respuesta a la pregunta «¿Qué me está
permitido esperar?» nos muestra la inmensa importancia que
debemos acordar a esta dentro del conjunto del sistema kan­
tiano. ¿Cuál es entonces el lugar de la fe en un Dios trascen­
dente dentro de la filosofía de Kant? Antes de responder esta
pregunta queremos precisar dos puntos:

1. Si afirmamos que el pensamiento de Kant es filosófico, se


vuelve inútil preguntar todavía por el grado en que es también
un pensamiento religioso (en el sentido más lato de ese tér­
mino). Nos parece, en efecto, que la esencia misma de la reli­
gión consiste en la creencia en algo sagrado, en ciertos valores
supremos, así como en la esperanza de su realización.22
Ahora bien, así concebida la religión, toda visión verdadera­
mente filosófica del mundo es religiosa, y aun pensadores que
desde el punto de vista de una religión positiva determinada
aparecen como «incrédulos», por ejemplo Spinoza o Marx, tu­
vieron un sentimiento religioso mucho más profundo y una fe
religiosa más robusta que algunos de los «teólogos» que los
combatieron. La única diferencia consistió (y aún consiste) en
que su visión del mundo es una religión genuina del universo
(Spinoza) o de la comunidad humana (Marx), mientras que
sus adversarios, judíos o cristianos, profesaban una fe, hartas
veces exterior y superficial, en un Dios trascendente.
Debería resultar claro para todos que las grandes figuras reli­
giosas de la historia, los profetas, San Agustín, Joachim de

22 Por lo demás, esta definición de la religión se acerca a la de un re­


presentante de la sociología científica positiva tan estricto como Emile
Durkheim.

189
Flore, Santo Tomás, Thomas Münzer o Pascal, presentan un
parentesco mucho más estrecho con Spinoza, Kant o Marx,
que con Max Scheler y tantos teólogos modernos.

2. Por otra parte, el problema que plantearemos en este capí­


tulo nada tiene que ver con la actitud de Kant (rente a la reli­
gión cristiana positiva, con sus ritos y dogmas, pues también
acerca de este punto la respuesta es clara.
Kant rechazaba cualquier religión positiva; y simplemente, en­
tre estas, la religión cristiana le parecía infringir menos los lí­
mites de la razón. Por ello pudo reconocerle a lo sumo una
utilidad temporaria como educadora de la humanidad en la re­
ligión práctica y moral de la razón, pero en todo caso no la
juzgaba una verdad sino una suerte de mal menor.
(Ello naturalmente solo vale respecto de la religión cristiana
positiva y tradicional, con su culto, sus misterios y plegarias,
y no respecto del cristianismo según lo entendía Kant, como
religión puramente práctica y moral, que no admite ya un Dios
ontológico, físico o metafísico, sino sólo el postulado práctico
de la existencia de la divinidad.)
Aunque debía ser prudente por razones exteriores, Kant ex­
presó más de una vez esta posición de manera tajante y clara,
y La religión dentro de los límites de la mera razón es, a pesar
de las concesiones puramente terminológicas, una de las críticas
más radicales que se han escrito jamás contra todas las reli­
giones positivas y reveladas (incluida la religión cristiana
misma).*3

Y ahora, esclarecidos esos dos puntos, podemos abordar el pro­


blema más importante que plantea la filosofía kantiana de la
religión: ¿cómo pudo Kant declararse cristiano tantas veces y
con tanta insistencia?
Antes de ensayar una respuesta a esta pregunta debemos expo­
ner, sin embargo, aunque más no sea de manera esquemática,23
23 Se encuentran igualmente, en otros escritos de Kant, pasajes que son
ataques apenas velados contra todas las religiones positivas y sus igle­
sias. Ya citamos la «Introducción» de Los sueños de un visionario.
Mencionaremos aún un pasaje de la Crítica de la razón práctica-. «El
paraíso de Mahoma o la unión íntima con la divinidad de los teósofos
y de los místicos, a gusto de cada uno, impondrían a la razón sus mons­
truosidades, y más valdría carecer totalmente de razón que librarla de
este modo a todo tipo de sueño». (G. S., vol. V, págs. 120-21). Cual­
quiera comprende que se puede teemplazar aquí, sin traicionar en na­
da el pensamiento de Kant, a Mahoma y los teósofos por algún repre­
sentante de creencias análogas de cualquier otra religión.

190
los principales elementos constitutivos de la filosofía kantiana
de la religión: 21

1. La dialéctica teórica y especulativa nos impulsa «a buscar


la clave [de la antinomia], que, una vez hallada, descubre
también lo que ella no buscaba, pero de lo cual se tiene nece­
sidad: una perspectiva sobre un orden de cosas más elevado e
inmutable, dentro del cual nos encontramos ya ahora, y en el
cual somos capaces, mediante preceptos determinados, de pro­
seguir nuestra existencia conforme a la determinación supre­
ma de la razón».2425
Sabemos que esa clave que permite abrir el laberinto de la an­
tinomia es la distinción entre la cosa en sí y los fenómenos, y
también que para el entendimiento teórico y especulativo todo
lo suprasensible (cosa en sí, libertad, Dios) está constituido
únicamente mediante conceptos problemáticos, de los que no
puede afirmarse ni la existencia ni la inexistencia.

2. Por otra parte, sabemos también que el simple hecho de que


el entendimiento no pueda probar la imposibilidad de lo su­
prasensible debe bastar para que el hombre adecúe su vida a la
determinación suprema de la razón y obre como si la máxi­
ma de su acción debiera convertirse por su voluntad en una
ley universal de la naturaleza.

3. Pero el hombre puede obrar realmente «como si» sólo en


caso de que la realización de lo suprasensible no sea para él
una simple posibilidad problemática y teórica, y crea en ella
de manera efectiva. Es que Kant es un pensador demasiado
serio para admitir, aun como simple posibilidad, la idea de una
separación radical entre el pensamiento y la acción. En relación
con ello queremos consignar algunas observaciones: En las pá­
ginas que preceden pudimos ver cuántas veces, en su análisis
de la razón pura y de la razón práctica, tropezó con esta ruptu­
ra en la vida del hombre individualista real.
Numerosos críticos (Lukács, entre ellos) le reprocharon sobre
todo que ahondara en exceso esta separación entre teoría y ac­
ción en lugar de suprimirla, pues en esto debería consistir la
24 Los principales textos atinentes a la filosofía de la religión son la
«Dialéctica» de la Critica de la razón practica y La religión dentro de
los limites de la mera razón. Ambos (como, por lo demás, todo lo que
concierne a la respuesta a la pregunta: «¿Qué me está permitido espe­
rar?») escritos en un estilo muy claro y fácilmente accesible.
25 Critica de la razón práctica, G. S., vol. V, págs 107-08,

191
principal tarea de toda filosofía seria. (A ello se puede respon­
der que en esos pasajes Kant analizaba el hombre real e indi­
vidualista tal como era en su época y es aún, y no tal como debe­
ría ser; describía el hombre real y no el hombre ideal. Si se
quiere superar verdaderamente la ruptura y la contradicción
entre el pensamiento y la acción en la vida de los hombres, es
preciso — como afirmó Marx en una frase célebre— no con­
tentarse con interpretar el mundo, sino transformarlo.)
Como quiera que fuese, nos parece importante destacar que
aun dentro del análisis kantiano del hombre real esa ruptura
nunca fue llevada hasta su límite último. Aun abstrayendo de
su unidad puramente subjetiva en el plano estético, hay dos
puntos decisivos en que teoría y práctica, pensamiento y ac­
ción, recuperan su unidad:

a. En la «Dialéctica» de la Crítica de la razón pura, donde


Kant repite más de una vez que sólo porque el conocimiento
teórico no puede probar la imposibilidad de lo suprasensible
queda para el hombre abierta la posibilidad de cumplir su des­
tino práctico y racional. En efecto, nadie puede consagrar su
existencia a un fin cuya realización sabe que es imposible.
b. El otro lugar se encuentra en la «Dialéctica» de la Crítica de
la razón práctica, que ahora analizamos. Aquí Kant admite que
el imperativo de obrar «como si» lo suprasensible debiera ser
realizado por nuestra acción se liga de manera «inseparable»
con la creencia en la realización de eso suprasensible.
En ello consiste, precisamente, el célebre «primado de la razón
práctica»: debemos creer en cierta realidad, aun si la razón
teórica no puede proporcionarnos ningún esclarecimiento res­
pecto de ella, únicamente porque el interés de la razón prác­
tica está ligado de manera inseparable con la creencia en esa
realidad.

«Por primado entre dos o varias cosas unidas por la razón en­
tiendo la ventaja que tiene una de ellas de ser el primer prin­
cipio determinante de la unión con todos los otros. En un sen­
tido práctico más estricto, significa la preponderancia del in­
terés de una en cuanto que ( . . . ) el interés de la otra le está
subordinado».28

«Pero si la razón pura puede ser práctica por sí misma y si lo


es realmente, como lo prueba la conciencia de la ley moral, se26

26 Ibid., pág. 119.

192
trata siempre de una y la misma razón, que, desde el punto de
vista teórico o bien práctico, juzga siguiendo los principios
a priori', es claro entonces, aunque su poder no llegue en el
primer caso hasta establecer dogmáticamente ciertas proposi­
ciones, que empero no están en contradicción con ella, que ella
debe, puesto que esas proposiciones están ligadas de manera
inseparable con el interés práctico de la razón pura, admitir­
las, es cierto que como algo extraño que no ha crecido en su
propio huerto, pero que sin embargo está suficientemente con­
firmado ( . . . ) aunque consciente de que no se trata para ella
de una comprensión más penetrante, sino de una extensión de
su uso a otro punto de vista, es decir, el punto de vista prácti­
co, lo que en modo alguno contraria su interés, que precisa­
mente consiste en poner limites a la temeridad y a la fiebre
especulativas».2728

Dos problemas quedan abiertos: a) ¿Qué es eso incondiciona­


do práctico en cuya realización debe creer la razón?, y b) ¿Por
qué la creencia en su realización debe ser la creencia en un Dios
sobrenatural y trascendente, y no en un futuro histórico e in­
manente de la humanidad?
Proseguimos con nuestra descripción esquemática:

4. La razón práctica «busca para lo prácticamente condiciona­


do (que descansa en las inclinaciones y la necesidad natural)
también lo ¡ncondicionado, y ello no como principio determi­
nante de la voluntad, sino ( . . . ) la totalidad incondicionada
del objeto y de la razón pura práctica bajo el nombre de su­
mo bien» 28 Eso incondicionado práctico, que en lenguaje fi­
losófico se designa como el sumo bien y en lenguaje teológico
como el reino de Dios, consiste en la unión de la virtud y la
felicidad-.

«Que la virtud (como lo que nos vuelve dignos de ser felices)


sea la condición suprema de todo lo que pueda parecemos de­
seable ( . . . ) que sea por tanto el bien más elevado, eso quedó
probado en la analítica. Pero no por ello es el bien completo
27 Ibid., pág. 121.
28 Ibid., pág. 108. Por otra parte, Kant define aquí «la ciencia de la
filosofía» como «una guía hacia el concepto en el cual es preciso colocar
el sumo bien y hacia la conducta por la cual se podrá adquirirlo». Una
prueba más de cuán grandemente los neokantianos que querían abando­
nar por entero la doctrina del sumo bien falseaban y volvían trivial el
pensamiento de Kant.

193
y perfecto como objeto de la facultad de desear de seres ra­
cionales y finitos, pues para tanto debería estar acompañada
de la felicidad, y ello no solo a los ojos interesados de la per­
sona que se toma a sí misma como fin, sino ante el juicio de
una razón imparcial que considere la virtud en general dentro
del mundo como un fin en sí».29301
El error común de estoicos y epicúreos fue considerar, respec­
tivamente, uno de esos elementos del sumo bien como conte­
nido en el otro. Para el estoico, la virtud contiene ya en sí la
felicidad; para el epicúreo, la búsqueda de la felicidad constitu­
ye ya la virtud perfecta.

«El epicúreo decía: “Tener conciencia de la propia máxima que


lleva a la felicidad, he ahí la virtud; el estoico-. “Tener concien­
cia de la propia virtud, he ahí la felicidad” . Para el primero, la
prudencia era idéntica a la moralidad-, para el segundo, la mo­
ralidad sola era la sabiduría verdadera».80

Ambos puntos de vista constituyen, a juicio de Kant, ilusiones


lamentables y peligrosas. «Hay que lamentar que la penetra­
ción de esos hombres ( . . . ) se haya empleado, por desdicha,
en buscar la identidad entre conceptos en extremo diversos, el
de felicidad y el de virtud». Para Kant, la virtud y la felicidad
son los principios de máximas «por completo diferentes ( . . . )
que se limitan y perjudican mutuamente en el mismo sujeto».81
Y si meditamos en la definición kantiana de la virtud como «la
máxima de la cual puedas querer que se convierta en ley univer­
sal», es preciso reconocer que esta opinión está enteramente
fundada. En efecto, la limitación fundamental del hombre den­
tro de la sociedad burguesa e individualista consiste en el hecho
de que, para él, virtud y felicidad son contradictorias. Por tan­
to tiempo cuanto el individuo, el yo, es el sujeto de la acción,
su búsqueda de felicidad no es universal sino egoísta, y como
tal contraria a la virtud; a la inversa, lo universal se presenta
a él como un deber que sólo puede cumplir renunciando a todo
contenido, a su sensibilidad, a sus inclinaciones, es decir, re­
nunciando a su felicidad.
La unión de esos dos elementos heterogéneos del sumo bien
supone, por tanto, un cambio radical de Ja comunidad, un uni­
verso cualitativamente diferente: el reino de Dios.
29 Ib id., pág. 110.
30 Ibid., pág. 111.
31 Ibid., pág. 112.

194
5. Debemos entonces, «por razones que están ligadas de mane­
ra inseparable con el interés práctico de la razón, creer en la
realización futura de esta comunidad cualitativamente superior,
del sumo bien, del reino de Dios».
Queda por averiguar por qué no deberíamos creer en una reali­
zación humana, histórica e inmanente en el futuro, sino en una
realización sobrehumana y sobrenatural en la eternidad. Y por
qué el interés práctico debe llevar a la razón, no a una filoso­
fía de la historia, sino a una teligión trascendente.32 Pregunta
esa tanto más natural cuanto que en los escritos de Kant halla­
mos casi todos los elementos fundamentales de una filosofía de
la historia, sin que empero alcancen peso existencial suficiente
para reemplazar a la filosofía de la religión. Kant esperó sin du­
da una evolución histórica hada una comunidad mejor, hacia
una sociedad de ciudadanos del mundo, hada la paz eterna, y
lo expresó con claridad en sus obras. Pero esa esperanza nun­
ca fue en él lo bastante fuerte y fundada como para volver su-
perfluo el postulado práctico de un ser sobrehumano que ha
de realizar en la eternidad esa comunidad superior: el reino de
Dios. Lo que más tarde Marx y Lukács considerarían seguro y
evidente, parecía a Kant imposible, aunque es derto que vio y
analizó el problema. Queda por saber las razones de ello.
Opinamos que la única respuesta seria debe buscarse en la si­
tuación en que se encontraban entonces Alemania y sobre todo
Prusia: su retraso económico y político, la debilidad de las
fuerzas progresistas, que debían hacer aparecer en buena parte
como ilusión y utopía cualquier esperanza en un futuro histó­
rico. Y en cuanto a las «teorías del progreso», tan difundidas
en esa época, ellas se reducían en el fondo a una apología de la
sociedad existente, del mundo que mejoraría de manera «natu­
ral» y lenta, por sí solo. En la filosofía de las Luces, el progre­
so se trocaba en ley natural; no era ya objeto ni tarea de una
filosofía de la historia, de la cual esta ideología suprimía pre­
cisamente los dos fundamentos esenciales: la diferencia cuali­
tativa entre el presente y el futuro y la necesidad de la acción.33
Nada de asombroso hay entonces en que Kant hallara incompa­
tibles con la «moralidad» todas esas teorías del progreso. La
filosofía kantiana de la religión tiene en su base dos premisas:

32 Empleamos aquí la palabra «trascendente» en el sentido usual; para


Kant tenía también otra significación. Para él, los postulados prácticos
son «trascendentes» para la razón especulativa e inmanentes para la ra­
zón práctica.
33 Por eso los neokantianos están mucho más cerca de la filosofía de
las Luces que del pensamiento de Kant.

195
a. La imposibilidad de que nuestra razón crea de manera su­
ficiente en una evolución histórica hacia un orden social su­
perior, y
b. La incompatibilidad de las ideologías del progreso natural
con las exigencias de la moral.34

A partir de esas dos premisas, los postulados prácticos de la


inmortalidad del alma y de la existencia de Dios se convirtie­
ron para Kant en la única respuesta suficiente a la pregunta
«¿Qué me está permitido esperar?».
La segunda de esas dos premisas es un análisis filosófico per­
fectamente fundado; en cuanto a la primera, no expresa sino
las condiciones históricas concretas en que vivía Kant, condi­
ciones de que no pueden emanciparse aun los pensadores más
grandes y profundos.

6. Para Kant existen tres «postulados de la razón pura prác­


tica», a saber:

a. «La inmortalidad», que «deriva de la condición práctica­


mente necesaria de una duración apropiada para el cumplimien­
to acabado de la ley moral», es decir, de la necesidad que tiene
el alma de disponer de un lapso infinitamente grande para lo­
grar la realización total de la ley moral.
b. «La libertad», que es «la suposición necesaria de la inde­
pendencia respecto del mundo de los sentidos y la facultad de
determinar la propia voluntad según la ley de un mundo in­
teligible».

34 «Nuestra razón encuentra imposible para ella concebir según el sim­


ple curso de la naturaleza una conexión tan exactamente proporcionada
y tan perfectamente apropiada a un fin entre dos series de acontecimien­
tos que se producen en el mundo según leyes tan diferentes [Se trata
de la virtud y de la felicidad.] . . .
»Pero ahora entra en juego un principio de decisión de muy distinta
especie para inclinar la balanza en esta incertidumbre de la razón es­
peculativa. El mandato de realizar el sumo bien en general está funda­
do objetivamente (en la razón prácdca), asi como su posibilidad (en la
razón teórica, que no tiene nada que objetar). Lo único que la razón
no puede decidir objetivamente es de qué manera debemos representar­
nos esta posibilidad, si según leyes universales de la naturaleza, sin un
sabio autor que la presida, o si tan solo suponiendo tal autor. Ahora
bien, aquí se presenta una condición subjetiva de la razón; la única
manera teóricamente posible ( . . . ) para ella de representarse la armo­
nía exacta del reino de la naturaleza con el reino de las costumbres co­
mo condición de posibilidad del sumo bien, y que es, al mismo tiempo,
la única compatible con la moralidad». G. 5., vol. V, pág. 145.

196
c. «La existencia de Dios», que es «la condición necesaria de
ese mundo inteligible, del sumo bien».

Pero a fin de mostrar hasta qué punto ese Dios puramente


práctico es en última instancia insuficiente para cualquier reli­
gión positiva, baste recordar que:

a. Como postulado práctico, el Dios de Kant no tiene existen­


cia física ni metafísica. Su realidad es de orden puramente mo­
ral y práctica, una consecuencia del concepto a priori del deber.
b. Por otra parte, en la Metafísica de las costumbres leemos
que hay dos tipos de deberes: ios jurídicos y los morales; y que
el hombre sólo tiene deberes jurídicos para con Dios.85 En
cuanto a los deberes morales, Kant les consagra un capítulo de
dos páginas cuyo título es «La doctrina de la religión como
doctrina de los deberes hacia Dios cae fuera de los límites de
la filosofía moral pura». Nos limitaremos a citar el siguien­
te pasaje:

«La religión, en cuanto a la materia, es decir al conjunto de


los deberes hacia Dios, al culto que debe rendírsele, compren­
dería deberes particulares, pero que lejos de ser conocidos por
la razón universal legisladora, y que por consiguiente los conoz­
camos a priori, solo serían cognoscibles empíricamente; debe­
res que por ello pertenecerían solo a una religión revelada, a
título de preceptos divinos. La religión así entendida debería
por lo tanto hacer conocer también intuitivamente de manera
inmediata (o mediata) la existencia de Dios, y no suponer
solamente la idea de este en un fin práctico, no arbitrario. Pero
semejante religión, por fundada que pueda estar en otro sen­
tido, en modo alguno formaría parte de la moral filosófica pura.
»La religión, como ciencia de los deberes hacia Dios, cae por
lo tanto por completo fuera de los límites de la moral filosófi­
ca pura, y ello sirve de justificación al autor de esta obra por
no haber incluido en la moral ( . . . ) la religión así entendida».3®

Un Dios sobrehumano y trascendente, que por una parte tie­


ne sólo una realidad práctica y moral, pero que por otra parte
carece al mismo tiempo de cualquier existencia moral propia,
puesto que no hay deberes hacia él; un Dios que por lo tanto
no es más que un postulado práctico de los únicos deberes real-356

35 Ibid., vol. V I, pág. 241.


36 Ibid., pág. 487.

197
mente existentes «del hombre hacia el hombre»: apenas se po­
dría concebir un Dios menos real.
Y lo comprenderemos con_ facilidad si recordamos que en el
pensamiento kantiano Dios no es más que la expresión de eso
absoluto a lo cual el hombre no puede renunciar, pero que
tampoco puede alcanzar con sus propias fuerzas; es un susti­
tuto del nombre en el cielo, y por eso mismo acechado siem­
pre por el peligro de ser reemplazado allí el día en que, merced
al progreso de la vida y del pensamiento humano, el hombre
reclame por fin sus derechos.
Ahora, después de haber esbozado de manera esquemática los
fundamentos de su filosofía de la religión, podemos preguntar­
nos: ¿en qué medida pudo Kant, pese a su actitud negativa
frente a la religión cristiana en sus formas positivas y tradicio­
nales, declararse legítimamente cristiano?
No carece de importancia observar que lo hace casi siempre
(sobre todo en los escritos póstumos) cuando quiere distan­
ciarse de los estoicos y los epicúreos. En efecto, los elementos
que separan la filosofía crítica de esas dos visiones del mundo
son precisamente los que tiene en común con el cristianismo.
El estoicismo y el epicureismo en la moral, así como las dos
doctrinas epistemológicas que les corresponden, el racionalismo
y el empirismo, sostienen que el hombre individualista de nues­
tros días puede alcanzar por sus propias fuerzas lo absoluto o
bien el máximo asequible al hombre. Y esa premisa vuelve
superfluos toda comunidad y todo universo más elevados, cua­
litativamente diferentes de los existentes hoy. Si formuláramos
las consecuencias de esas doctrinas en el plano teológico, de­
beríamos decir que para ellas el reino de Dios es realizable
desde ahora en la Tierra, y dentro de la forma actual de la co­
munidad humana.
Por eso, además, todas las discusiones acerca de la religiosidad
de un Descartes o de un Fichte nos parecen superfluas. Desde
el punto de vista de la historia de la filosofía, sus convicciones
y su sinceridad personales tienen muy poca importancia. Por el
contrario, que Dios no tenga una función humana real, es decir
una fundón verdaderamente religiosa, forma parte de las con­
secuencias lógicas de la mayoría de los sistemas de la filosofía
griega clásica, así como de casi todos los de la filosofía moder­
na prekantiana, que en sus elementos últimos no son más que
un renacimiento de aquellos. La única función que resta a
Dios es realizar el acuerdo entre los individuos autónomos y
aislados que constituyen la comunidad, o entre los elementos
atomísticos que constituyen el universo. El Dios de Descartes

198
garantiza las verdades eternas, el de Leibniz realiza la armonía
preestablecida de las mónadas, el de Malebranche obra, pero,
como la naturaleza, a través de una voluntad general', por últi­
mo, el de Spinoza se identifica con la naturaleza. Para todo
hombre verdaderamente religioso es evidente que ninguna de
estas funciones basta para conferir a Dios una realidad tras­
cendente, y que ninguna de esas concepciones de la divinidad
tiene algo en común con la religión cristiana revelada.
Por ello, y pese al platonismo y al aristotelismo de la escolásti­
ca, la filosofía cristiana constituye con relación al pensamiento
antiguo una visión del mundo esencialmente nueva y diferente,
y Kant tiene perfecta razón cuando escribe en la Crítica de la
razón práctica : 37

«Si ahora considero la moral cristiana en su aspecto filosófico,


comparada con las ideas de las escuelas griegas, ella aparece del
siguiente modo: las ideas de los cínicos, de los epicúreos, de ios
estoicos y cristianos son la simplicidad natural, la prudencia,
la sabiduría y la santidad. Con relación al camino que conduce
a ello, los filósofos griegos se distinguen entre sí en que los
cínicos hallaban suficiente el entendimiento humano común,
mientras que los filósofos de las demás escuelas griegas no
creían que pudieran alcanzarlo sino solo por el camino de la
ciencia-, pero unos y otros hallaban suficiente para ello el sim­
ple uso de las fuerzas naturales».

Frente a todas esas filosofías, la posición del cristianismo y la


de Kant son idénticas en los puntos esenciales. Y en esa medida,
pero solamente en esa medida, pudo Kant designarse legítima­
mente cristiano.
Las dos visiones del mundo disciernen en el hombre un ser li­
mitado cuyo destino auténtico es tender hacia lo incondiciona­
do, hacia la totalidad, hacia el sumo bien, hacia el reino de
Dios, sin poder alcanzar esto nunca con sus propias fuerzas.
Ambas creen en un auxilio sobrehumano, único que permitiría
al hombre la realización de su destino:

«La moral cristiana establece su precepto (y así debe ser) con


tanta pureza y severidad que quita al hombre la confianza de
adecuarse a él cabalmente, al menos en esta vida; pero en cam­
bio lo alienta en el sentido de que podemos esperar que, si
obramos todo lo bien que podemos hacerlo, lo que no está en

37 Ibid., vol. V, págs. 127-28.

199
nuestro poder nos será dado ulteriormente de otro modo, se­
pamos o no cuál sea este».34

La filosofía cristiana y la filosofía crítica se emparientan por


tanto en la medida en que comparten una concepción del hom­
bre, de sus relaciones con lo incondicionado y de sus posibi­
lidades de realizar su destino auténtico. Pero aquí comienza
también su diferencia esencial.89
En efecto, si examinamos la filosofía cristiana de la Edad Me­
dia, encontramos en toda ella la misma concepción de las re­
laciones entre la fe y el conocimiento, común a todos los sis­
tema escolásticos cualesquiera que sean sus diferencias en
otro orden.
El pensador cristiano de la Edad Media parte de la fe; funda­
da en la revelación, ella no admite dudas. Esta fe originaria
en la existencia y en la omnipotencia de Dios le es confirmada
luego por el conocimiento del mundo creado, y precisamente
ella le posibilita la comprensión del universo y del hombre.
En todas las fórmulas célebres de la escolástica: Fides quaerens
intellectum, Credo ut intelligam, la fe es lo primero, y la com­
prensión racional lo segundo, fundado en aquella.
Ahora bien, el pensamiento de Kant es exactamente el inverso.
Parte del conocimiento racional del hombre, de la comunidad
humana y del universo. Y puesto que el hombre no puede cum­
plir su destino auténtico más que si puede esperar de manera
fundada la realización del sumo bien; y puesto que, siendo él
limitado, no puede obtener esa realización con sus propias fuer­
zas, el conocimiento racional del mundo debe ser completado
con los postulados prácticos de una religión racional. El fides
quarens intellectum se ha transformado en el intellectus qua-
rens fidem. La fe es un complemento de la razón, y no inver­
samente, como ocurre en el pensamiento escolástico y cristiano,
el conocimiento racional un complemento y una confirmación
de la fe.
A primera vista, sin embargo, ello puede parecer secundario.
Con que el conocimiento racional y la fe se acuerden, el hecho
de que uno de ellos sea el punto de partida, y el de llegada el
otro, carece de importancia. Pero esto es así sólo en apariencia;
en efecto, la ciencia no es fija ni eterna. Un conocimiento más
exacto y profundo del hombre y del universo puede revelar po-389
38 lbid., pág. 128.
39 Se entiende que nos referimos aquí a las relaciones entre la filoso­
fía crítica y la filosofía cristiana, en tanto esta admite la existencia de
un Dios ontológico y trascendente.

200
síbilidades nuevas e inmanentes de superar una limitación que
se había creído radical y absoluta. Y ello no dejará de cuestio­
nar el acuerdo entre el conocimiento racional y la fe.
En la historia del pensamiento occidental ello ocurrió en dos
ocasiones. Primero en el pasaje de la filosofía cristiana de la
Edad Media, a través del Renacimiento, al racionalismo clásico
y al empirismo de los siglos xvn y xviii; y por segunda vez,
en la evolución de la filosofía humanista y dialéctica de Kanr,
a través de Hegel, hasta Marx y Lukács. Y la diferencia entre
ambas revoluciones esclarece del mejor modo posible la dife­
rencia entre sus puntos de partida.
En la Edad Media la fe cristiana constituía un punto de par­
tida autónomo e inmediato, o fundado al menos en la revela­
ción. Cuando más tarde el conocimiento racional comenzó a
seguir su evolución propia, y aun entró en conflicto con la fe,
se asistió al nacimiento de la doctrina de la «doble verdad»,
propugnada por los averroístas (en las universidades de París
y de Padua, por ejemplo). Ahora tanto la fe como la razón
tenían su propia visión del mundo, que se contradecían mu­
tuamente pero que hallaban su fundamento en su propia es­
fera. Y cuando, después, la necesidad de un pensamiento uni­
tario obligó a los pensadores más importantes a optar por una
de esas dos posiciones, la opción sólo pudo realizarse median­
te lo que podríamos llamar una decisión total y revoluciona­
ria: el abandono de una de las visiones fundamentales antes
aceptadas.
Pero las visiones del mundo atomistas y en última instancia ra­
dicalmente no cristianas, nacidas de esta opción, prosiguieron
evolucionando; a medida que fueron obteniendo un conoci­
miento más preciso y exacto del hombre, más conscientes se
hicieron de las limitaciones del individuo.40 Y ello trajo por
consecuencia natural, las más de las veces, una vuelta al cris­
tianismo, o al menos a la religión. Testimonios de ello son Spi-
noza, Goethe, Racine, Pascal y Kant, todos los cuales volvie­
ron a una religión de lo supraindividual, y aun al cristianismo
en el caso de los tres últimos.
Pero desde el punto de vista filosófico ese cristianismo de los
grandes pensadores y poetas clásicos era por esencia diferente
del cristianismo de la Edad Media; en efecto, la revolución
cumplida por el Renacimiento y el racionalismo permaneció
como un logro definitivo del espíritu europeo. El conocimiento
del hombre había pasado a ser la premisa y el punto de parti-

40 Que se les aparecía, por cierto, como el hombre en sí.

201
da; la fe en un Dios sobrehumano y trascendente no era más
que su consecuencia.
Y cuando el conocimiento del hombre y de la comunidad hu­
mana progresó, cuando en Hegel y sobre todo en Marx la idea
de una comunidad humana más perfecta mostró la posibilidad
de superar de modo inmanente las limitaciones del hombre in­
dividualista, la filosofía de la religión dejó sitio a la filosofía
de la historia sin que para ello fuera preciso modificar las pre­
misas u optar entre dos verdades autónomas e independientes;
en efecto, dentro de la filosofía kantiana de la religión estaba
ya contenida, como consecuencia natural e inevitable, la reli­
gión inmanente de una comunidad humana superior y autén­
tica: el pensamiento socialista.

III. El f u tu r o : la historia

El simple hecho de que la mayoría de los textos kantianos re­


lativos a la filosofía de la historia no se encuentren en las obras
filosóficas principales, sino en una serie de escritos de impor­
tancia menor,41 nos obliga a preguntarnos por el papel de la
historia dentro del conjunto del pensamiento kantiano y de la
filosofía crítica.
La mencionada circunstancia en ningún caso podría explicarse
por el hecho de que las cuestiones tratadas en esos escritos no
pertenecen a la filosofía propiamente dicha y no encuentran
su sitio en las obras principales. Por el contralio, intentaremos
demostrar que se trata aquí de las mismas cuestiones que en
la filosofía de la religión, y que el esquema lógico de la res­
puesta dada a los problemas de filosofía de la historia presen­
ta un estrecho parentesco con la respuesta que encontramos
en la filosofía de la religión.
Menos todavía puede explicarse esto, como se hace con tanta
frecuencia, por la falta de interés de Kant hacia la historia. Por
una parte, apenas hay tema que ocupe un lugar más importan­
te en los escritos no pertenecientes al sistema crítico propia­
mente dicho; por la otra, esos trabajos, breves y poco nume­
41 Los textos más importantes relativos a la filosofía de la historia son:
«Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita»,
1784; «Sobre el libro “Ideas para una filosofía de la historia de la hu­
manidad”», 1785; «Acerca del refrán: “Lo que es cierto en la teoría,
para nada sirve en la práctica”», 1793; La paz perpetua, 1795; El con­
flicto de las facultades, 1798.

202
rosos, contienen ya casi todas las categorías fundamentales de
la futura filosofía de la historia de Hegel, Marx y Lukács.42
Más bien nos parece que estamos frente a uno de los mejores
ejemplos demostrativos de que las limitaciones decisivas de
un gran pensador no son individuales ni personales, sino que
están determinadas por las condiciones sociales en que él vive.
Lo que le faltó a Kant no fue la comprensión de los problemas
filosóficos de la historia o de las diferentes respuestas posibles.
Llegó a elaborar, a partir de la lógica interior de su sistema,
todos los elementos fundamentales de aquella filosofía. Pero
la situación social y política de la época en que vivió era tal
que le impidió atribuir a la historia una realidad existencia!
merecedora de ser integrada en su sistema.
Un gran pensador no se preocupa exclusivamente de dar una
estructura lógica a su pensamiento ni de desarrollar ideas
nuevas y originales. Ante todo se preocupa por comprender lo
que para el hombre es esencial y presenta importancia decisiva.
Y por esa vía, precisamente, cae bajo la dependencia de las
condiciones económicas y sociales. La existencia del hombre,
en efecto, es la de la persona humana como parte integrante y
expresión de la comunidad. Ahora bien, esta evoluciona de
manera paulatina bajo la influencia de numerosos factores in­
trincados y complejos, y hasta la obra del mayor pensador no
es más que uno de esos factores, de acción muy lenta por aña­
didura. De tal suerte, por grande que sea su influencia, el filó­
sofo no puede lograr que una idea adquiera importancia decisi­
va para los hombres de un país y de una época prescindiendo
de las condiciones económicas y sociales o aun contrariándolas.
La grandeza del filósofo, como la del sabio y del artista, reside
en que él se convierte en el portavoz de la humanidad y expre­
sa al hombre ts^ y como es realmente, con sus problemas rea­
les, sus tareas y sus posibilidades reales.
Ni el más genial de los filósofos es un profeta. Solo dentro de
la revelación hay profetas. El no es más que un hombre que
intenta explicarse a sí mismo y explicar a sus contemporáneos
el sentido de la vida, el destino del hombre y las posibilidades
que este tiene de cumplirlo. Es un hombre que intenta formular
los sueños y las esperanzas de una comunidad humana, y de
ese modo hacerle tomar conciencia de sí; que intenta abrir al
hombre la vía hacia sí mismo, es decir, hacia la comunidad y
la persona. En suma, es un hombre que se afana en hallar
42 Aparte del concepto de dase, naturalmente, para cuyo conodmiento
el estado económico y político de Alemania era todavía demasiado atra­
sado. En Francia, los fisiócratas ya lo habían descubierto.

203
«una guía hacia e] concepto ( . . . ) dentro del cual es preciso
situar el sumo bien, y hacia la conducta por la cual se pueda
llegar a él». Y si lo logra aunque sólo sea en parte, pese a to­
das esas limitaciones habrá cumplido qu¡2 ás una tarea superior
a la del profeta.
Ahora debemos pasar a la exposición de la filosofía kantiana
de la historia. Por desdicha, en el curso de los últimos seten­
ta años ese concepto se empleó de maneras tan diferentes que
no es fácil darle de primera intención un sentido determinado
y preciso. Con la expresión «filosofía de la historia» se desig­
nan hoy tanto leyes sociológicas generales, por ejemplo la teo­
ría marxista de la importancia de las fuerzas productivas res­
pecto de la evolución histórica, cuanto teorías teológicas, por
ejemplo la formulada por Bossuet en su Discurso sobre la his­
toria universal; o bien se da ese nombre a ciertos análisis me­
todológicos relativos a las ciencias históricas. Y aun a veces se
designa así a un estudio epistemológico como el de Rickert
acerca de la formación de conceptos en las ciencias históricas.
Desde luego, todo estudioso tiene hasta cierto punto libertad
para escoger su vocabulario. No obstante, cuando ya existen tér­
minos consagrados por el uso no se deberían emplear otros sin
que mediara necesidad imperiosa de hacerlo. De tal modo se
favorecen confusiones, que en el ámbito de las ciencias huma­
nas son harto frecuentes.
Hoy disponemos del término «sociología» para designar la
ciencia positiva que se ocupa de las leyes generales de la evo­
lución de la sociedad. Por lo tanto, debería estar claro que ma­
terialismo histórico e idealismo histórico son teorías sociológi­
cas y no filosofías.43
De igual modo, todo lo concerniente al método de las ciencias
históricas pertenece a la lógica aplicada 44 y todo lo concernien­
te a la formación de conceptos, a la teoría del conocimiento.
¿Qué resta entonces a la filosofía de la historia? Recordemos
la definición kantiana: la filosofía es «una guía hacia el con­
cepto ( . . . ) dentro del cual es preciso situar el sumo bien y
hacia la conducta por la cual se pueda llegar a él». Ello define
también, a nuestro juicio, el objeto de la filosofía de la historia.
Así como la filosofía de la religión habla de Dios en cuanto

43 Por otra parte, entre las obras históricas más importantes que han
revelado la influencia de las condiciones económicas sobre la vida social
y política, algunas pertenecen a historiadores como H. Pircnne o Marc
Bloch, qpe en modo alguno aceptan la filosofía marxista de la historia.
44 No examinamos aquí el problema de la medida en que el método de
las ciencias humanas difiere del de las ciencias de la naturaleza

204
creador del sumo bien y de la conducta por la cual podemos
participar de él, de igual modo la filosofía de la historia tiene
por objeto esta pregunta. ¿En qué medida la historia, en cuan­
to evolución de la comunidad humana, puede llevar a la reali­
zación del sumo bien, y cuál es la conducta que nos permiti­
ría desde ahora, en nuestra vida presente, cumplir nuestro des­
tino y alcanzar aquel? Es decir que la filosofía de la historia
debe responder a una cuestión ética, y forma parte de la filoso­
fía práctica, mientras que los problemas enumerados antes
eran de índole científica y teórica.
Pero también es evidente que teoría y práctica son insepara­
bles, pues toda acción que pretenda realizar su objetivo supone
un conocimiento teórico lo más exacto posible de la realidad.
Desde luego, ese conocimiento teórico debe ser verdadero, pues
los errores y las ilusiones solo podrían estorbar a quien actúa.
No obstante, el sujeto no adopta una actitud indiferente y con­
templativa frente al conocimiento teórico. Espera que este no
le ha de probar la imposibilidad de alcanzar sus fines (pues en
ese caso debería renunciar a cualquier acción), sino que al
contrario le mostrará que ellos verosímilmente y aun con se­
guridad son realizables.
Por consiguiente, no hay objeción más carente de sentido con­
tra la filosofía de la historia que la fundada en la presunta
contradicción que entrañaría buscar los factores históricos ob­
jetivos favorables a un fin que se quiere realizar mediante la
acción. La vida cotidiana ofrece centenares de ejemplos en ese
sentido, y ellos deberían bastar para que los sostenedores de
ese argumento se convencieran, de que es insostenible. El mé­
dico que quiere curar a un enfermo, ¿no busca en la constitu­
ción biológica del paciente factores susceptibles de apresurar la
curación o aun de producirla? O bien, una vez que halló esos
factores, ¿acaSo renuncia a todo tratamiento? Un arquitecto
que se propone construir una casa, ¿no busca un terreno sólido,
capaz de sustentarla? Y encontrado ese terreno, ¿se cruza de
brazos a esperar que la casa se construya sola? Tomemos un
ejemplo aún más evidente: vivimos hoy una de las guerras más
horribles de la historia, y desde hace cinco años oímos a los
jefes de ambos bandos demostrar a sus partidarios que su vic­
toria es segura por razones técnicas, estratégicas, morales y aun
religiosas. Pero a ninguno de ellos se le ha ocurrido, luego de
hacer una demostración de esa índole, deponer las armas y es­
perar la victoria. Todas esas personas: el médico, el arquitecto,
el jefe militar, incurren en la misma contradicción que de con­
tinuo se reprocha a la filosofía de la historia en general y es­

205
pecialmente a la de Marx. Es que los críticos olvidan dos he.
chos importantes, a saber:

a. Que las acciones humanas están comprendidas como factor


dedsivo dentro de las leyes sociológicas de la evoludón, que ga­
rantizan la realización del ideal, del mismo modo como la acti­
vidad del médico, del arquitecto y de los soldados está sobreen­
tendida en los ejemplos aduddos.
b. Que justamente el hombre a quien la realizadón de su fin
parece probable o segura siente aumentar su coraje y su deseo
de pasar a la acción, lo que refuerza la probabilidad de reali­
zación del ideal y hasta puede transformarla en certidumbre.45

El filósofo de la historia es un combatiente. Un combatiente


que lucha por una comunidad humana ideal, por una vida su­
perior y auténtica. Por ello, en tanto es activo como el médico,
el arquitecto y el soldado, se hará también culpable de esa
misma «contradicción», pese a los críticos que seguirán indig­
nándose de su «falta de lógica».
Hemos definido la filosofía de la historia como la tentativa y
la esperanza de hallar lo incondicionado dentro de la evolución
temporal de la comunidad humana. Como es lógico, ha de ha­
ber dos tipos de filosofía de la historia, puesto que el tiempo
tiene dos sentidos: el pasado y el futuro. Una filosofía de la
historia pesimista y reaccionaria hallaría lo incondicionado só­
lo en lo que ha sido, en lo que irremediablemente es pasado y
45 Existe, se entiende, el peligro de ilusiones, conscientes o inconscien­
tes, queridas o no. A menudo, se pone en los hechos lo que se quiete en­
contrar en ellos y se pretende haber comprobado aquello de que se tiene
necesidad, aun cuando ello no sea así. En las afirmaciones de las jefes
militares, a las que aludimos antes, la propaganda juega un papel conside­
rable y ella puede resultar igualmente eficaz en los combates políticos
cotidianos. Peto, a la larga, las ilusiones son siempre placeres costosos.
Diga lo que dijere a las masas, el jefe mismo debe conocer claramente
la situación real. Despertando ilusiones y engañando a sus adversarios
puede ganar tiempo, peto no evadirse de una situación sin salida. Una
vez presentada esta, en cuanto él lo advierte debe abandonar la ludia
(suponiendo que actúe tan solo para alcanzar su objetivo y no movido
por otros intereses).
La filosofía de la historia como tal no hace política cotidiana; se ocupa
de la lucha en su totalidad, de la posibilidad, la verosimilitud o la cer­
teza de realizar el sumo bien. En ese empeño las ilusiones voluntarias
pierden sentido y las involuntarias son extremadamente peligrosas. Por
lo tanto, si queremos obtener una verdadera filosofía de la historia y nq
esos trabajos «interesantes» y llenos de «ingenio» que se encuentran tan
a menudo, el pensamiento lógico deberá tener todo el rigor científico
posible no obstante la primacía de la acdón.

206
sólo puede añorarse. Una filosofía optimista lo esperará del
futuro que aguardamos y que nosotros mismos crearemos.
Consideremos el primer tipo. No hay duda de que posiciones
de esa índole han existido y aún existen. Recordemos el «his-
toricismo» y la escuela histórica, que atribuyen valor a toda
institución antigua, a cualquier acontecimiento del pasado, por
el solo hecho de ser histórico. En la misma línea se inscribe el
romanticismo, con su entusiasmo por la Edad Media. Pero du­
damos de que todo eso pueda considerarse filosofía.
La filosofía, en efecto, es una búsqueda de valores humanos y
universales, y hasta hoy todo acontecimiento pasado y todo
hecho histórico han sido particulares y limitados.4' Si seme*
jante actitud, que consiste en mirar exclusivamente hacia el
pasado, pretende empero arribar a valores universales, deberá
abandonar la realidad, la historia, para terminar en el «origen»
en la revelación o el mito, es decir, en la imaginación. Deberá
emprender el camino que recorrieron siempre los representan­
tes más ilustres de las concepciones reaccionarias del mundo.
( Piénsese en el viejo Schelling, en el romanticismo y, en nues­
tros días, en el gran desarrollo de las investigaciones sobre los
mitos —Lévy-Bruhl y la mentalidad primitiva—, en la impor­
tancia que asigna Heidegger a la imaginación y en las primeras
obras filosóficas de Sartre, Uimaginaron y L’imaginaire.)
Por consiguiente, si es que la filosofía de la historia debe re­
ferirse a la historia real, como merecedora de ese nombre so­
lo nos queda la segunda orientación mencionada, cuyos repre­
sentantes más importantes son Kant, en parte Hegel, Marx y
Lukács. De tal modo damos en enunciar una afirmación que a
primera vista parece algo inesperada: como valor humano, la
historia significa para el hombre, no el pasado, sino d futuro.
Solo si nos percatamos de ello podemos comprender las grandes
obras de filosofía de la historia del humanismo alemán. En
efecto, solo'entonces se advierte la razón por la cual, excep­
tuando a Hegel,4647 los escritos de Kant relativos a este tema,
El capital de Marx e Historia y conciencia de clase de Lukács
hablan casi exclusivamente del presente y del futuro 48
46 Sobre todo en Alemania. Los franceses podrían prevalerse de la Re­
volución Francesa y de la Declaración de los Derechos del Hombre.
47 En ellos, las dos actitudes a las que aludimos antes se encuentran
reunidas en una mezcla más bien que en una síntesis. Por eso la obra
de Hegel pudo ser origen al mismo tiempo de la escuela histórica, de
los jóvenes hegelianos y del marxismo.
48 La lengua alemana dispone de dos palabras: Historie y Geschicbte
La primera se presta muy bien para designar únicamente el pasado: la
segunda, para designar el futuro, y también el pasado en la medida en

207
La historia como futuro: he aquí una idea demasiado impor­
tante para el humanismo moderno, y demasiado nueva e insó­
lita si consideramos la literatura científica de los últimos se­
tenta años, para que no insistamos un poco más en ella. Es
incomprensible, sin duda, dentro de la concepción individualis­
ta del mundo, para la cual el individuo puede alcanzar k> ab­
soluto. Para esta, todo futuro es puramente individual; el yo
es el único sujeto del pensamiento y de la acción, y la comuni­
dad, al igual que el mundo físico, es solo objeto de la acción
individual y sobre todo del conocimiento teórico y contempla­
tivo. Por eso dentro de esta concepción no puede haber más
que una historia empírica que relate los acontecimientos del
pasado, investigue las relaciones de causalidad entre ellos y en
el mejor de los casos establezca leyes sociológicas generales.
Existen una sociología y una historiografía empirista y racio­
nalista, pero no una filosofía de la historia empirista o racio­
nalista.
Tampoco puede existir filosofía de la historia en el caso de
las místicas de la intuición y del sentimiento. Puesto que en
ellas el sujeto tiende a desaparecer, a identificarse con el uni­
verso y lo espiritual, ya no puede haber diferencia esencial en­
tre lo humano, por una parte, y lo biológico y lo físico, por
la otra. (H e ahí una de las principales razones del diferendo
entre Kant y Herder.)
Y si en esas filosofías se habla de evolución, el principio de
esta es biológico, como en Beigson, o bien cósmico, como en
Schelling; nunca histórico. Además, puesto que en esas visio­
nes del mundo la realidad exterior tiende en general a perder
toda significación propia, el pasado histórico mismo se convier­
te cada vez más en algo subordinado, que solo conserva im­
portancia como expresión de lo absoluto.
Solo dentro de una filosofía de la comunidad humana, que po­
ne al nosotros, y no al yo como sujeto del pensamiento y de la
acción, la filosofía de la historia pasa a ser el centro de la vi­
sión filosófica. En efecto, para nosotros, para la comunidad, el
futuro y la historia son idénticos. Todo acontecimiento pasado
que atañe a una comunidad determinada y que fue esencial
para ella es histórico en el primer sentido del término ( kisto-
risch), y todo acontecimiento futuro lo es en el segundo sen­
tido (gescbichtlich). El pasado no puede volverse histórico
en esta acepción del término más que en la medida en que es
que se lo aborda desde el punto de vista de la esperanza en el porvenir.
Se habla de historiebe Schule y de Gescbicbtsphilosopbie. Lo contrario
serla imposible, aunque sólo fuere por razones lingüísticas.

208
importante para el futuro de la comunidad y se lo considera
desde este punto de vista.49 Un futuro que no solamente ha de
asegurar a jas generaciones que vendrán una vida mejor y más
feliz, sino que desde hoy, en la lucha por su realización, con­
fiere un sentido y un contenido a la vida personal e individual.
La historia como «concepto donde es preciso situar el sumo
bien»; la acción histórica como «conducta por la cual se pueda
llegar a él», he ahí a nuestro juicio el único objeto de cual­
quier genuina filosofía de la historia.
Como hemos hecho hasta ahora, también aquí nos contenta­
remos con una exposición esquemática de la filosofía kantiana
de la historia, sin entrar en los detalles y sobre todo sin inte­
grar las cuestiones sociológicas dentro del marco de nuestras
consideraciones.80
49 Aquí debemos hacer notar que ya Kant advirtió estas diferencias
entre la historia ( Gescbichte) filosófica con intención cosmopolita y la
historia (Historie ) concebida empíricamente, y que, además, destaco la
utilidad y la necesidad de esta última: «Sería interpretar mal mi inten­
ción pretender que con esta idea de una historia universal (Weliges-
cbichte), que en cierta medida tiene un hilo conductor a priori, yo haya
querido desestimar los trabajos de historia (Historie) propiamente di­
cha, concebida empíricamente. Tan solo pensé en lo que un cerebro de
filósofo (que, por lo demás, debería conocer historia) podía todavía
emprender desde otro punto de vista*. (Ideas, ibid., yol. V III, pág.
30.) Sería conveniente atenerse a esta distinción. La historia en el se­
gundo sentido (Gescbichte) es el porvenir de la comunidad humana y
también la investigación y la evaluación del pasado desde la perspectiva
de un futuro que se espera y que deberá ser creado por la acción común.
La historia en el primer sentido (Historie) es la mera investigación
científica y empírica del pasado. Las dos son útiles y, sin duda, indis­
pensables. Pero en ningún caso debe confundirse una con otra.
50 No obstante, para evitar cualquier equívoco destacaremos que la de­
terminación temporal e histórica del pensamiento kantiano es mucho
más neta en las cuestiones concretas de sociología y de política, como
también, por ejemplo, en el análisis de cada virtud considerada indivi­
dualmente oí todavía, en la manera de tratar cuestiones científicas par­
ticulares, que en las partes propiamente filosóficas de su obra. A título
de ejemplo, examinaremos aquí con mayor atención un único problema,
lo que nos permitirá destacar las enormes diferencias que existen, en el
plano antropológico y político, entre Kant, Marx y Lukács. Elegiremos
el problema de las posibilidades prácticas y políticas de erigir un Esta­
do republicano y la sociedad de los ciudadanos del mundo, cuestión de
la que Kant se ocupó a menudo.
Desde el punto de vista lógico, dos vías son posibles para ello. Se lo
podría obtener desde arriba, por la voluntad del monarca (o de quien
posea el poder) o al menos de acuerdo con él, o desde abajo, contra su
voluntad, por el pueblo. Es manifiesto que la primera posibilidad era
pata Kant la más deseable. Por lo demás, ello es natural, si se tiene en
cuenta la debilidad de las fuerzas populares y progresistas en la Alema­
nia de su tiempo. Por otra parte, sabe muy bien que los gobernantes

209
En este orden de ideas, hay dos hechos que se imponen a nues­
tra atención:

a. La semejanza de estructura que presentan en Kant filosofía


de la historia y filosofía de la religión.
b. La semejanza entre esta filosofía y la filosofía de la historia
que más tarde desarrollarían Hegel, Marx y Lukács.
son tan egoístas como los otros hombres y que la esperanza de llegar
a una forma social superior merced a su acción consciente y virtuosa
es harto débil. «Tampoco debe descuidarse la manera en que él (el hom­
bre) podría procurarse un jefe de la justicia pública que sea el mismo
justo, ya busque esto en una persona sola o en una asamblea de muchas
personas elegidas a tal efecto. Cada uno de ellos abusará siempre de su
libertad cuando no tengan un superior que les imponga coactivamente
las leyes. El jefe supremo debe ser justo por sí mismo y, no obstante,
un hombre. Esta tarea es la más difícil de todas y su solución perfecta
es imposible» (Ideas, ibid., vol. V III, pág. 23).
Resta pues la posibilidad de una acción independiente del pueblo con­
tra el monarca. Ese problema de la revolución desde abajo preocupó a
menudo a Kant, y su solución se complicó en su último período como
consecuencia de la Revolución Francesa. En efecto, cuanto más favora­
ble a la Revolución Francesa y más firme en su defensa se mostraba
Kant, tanto más categóricamente se negaba a admitir una revolución
popular en las otras monarquías, vale decir, en Prusia. (Por lo demás,
sobre este punto es muy difícil discernir lo que en sus declaraciones y
sus textos debe explicarse como una necesidad real e interna de su pen­
samiento y lo que no es sino prudencia y consideración exterior.) Se
trataba pues, y ello no era nada fácil, de encontrar una posición unita­
ria que reuniese sin contradicción la aprobación de la revolución en
Francia y su condena en Prusia. De ahí numerosos textos que, al menos
a primera vista, parecen contradictorios. Citamos dos ejemplos*. «Los
derechos del hombre tienen más importancia que el orden y la tranqui­
lidad. Un orden perfecto y la tranquilidad pueden fundarse sobre la
opresión general. Y, en la república, los desórdenes que brotan del deseo
de justicia están dispensados». . . (Nacblass, n? 1404; ibid., vol. XV,
II.)
«Contra el jefe de Estado que dicta la ley no hay resistencia legítima
del pueblo ( . . . ) La razón por la cual el pueblo debe soportar aun el
mal uso del poder supremo, al que se considera insoportable, reside en
el hecho siguiente: su resistencia contra la legislación suprema r.o debe
ser nunca pensada de otro modo que como ilegal. Un cambio de la cons­
titución (errónea), a veces necesario, sólo puede ser obra del propio
soberano, por vía de reforma; nunca del pueblo, por vía de revolución»
( Metafísica de las costumbres, ibid., vol. V I, págs. 320-21).
No obstante, para evitar cualquier malentendido sobre su posición res­
pecto de la Revolución Francesa agrega en seguida la siguiente observa­
ción: «Por lo demás, una vez triunfante la revolución e instituida una
nueva constitución, la ilegitimidad de su procedencia y de su imperio
no podría liberar a los súbditos de la obligación de someterse al nuevo
orden de cosas como buenos ciudadanos, y estos no pueden negarse a
obedecer al gobierno que tiene ahora el poder» ( Metafísica de las cos-

210
1. La categoría más importante de la filosofía de la religión
era la idea del sumo bien, la reunión de virtud y felicidad en
el reino de Dios. De igual modo, la categoría más importante
de la filosofía de la historia es la idea de una forma superior
de la comunidad humana y de la sociedad: la sociedad de los

lumbres, ibid., págs. 322-23). Y en el mismo sentido: «Aun si es por


la violencia de una revolución engendrada por una mala constitución
como se obtiene una constitución mejor, no deberla considerarse per­
mitido retrotraer el pueblo hacia lo antiguo, aunque durante esta revo­
lución sea justo someter a quienquiera se comprometa con ella por vio­
lencia o por astucia al castigo que merece el delito de rebelión» (La
paz perpetua, ibid., vol. V III, págs. 372-73).
En definitiva, podemos resumir de la siguiente manera el punto de vista
de Kant sobre el derecho del pueblo a defender sus libertades por la
fuerza:
1. El pueblo tiene derecho a exigir del soberano que este «no empren­
da» lo que no corresponde a la justicia.
2. El contenido de este derecho está formulado en esta frase: «El le­
gislador no debe decidir por el pueblo lo que este no puede decidir
por sf mismo» (ibid., pág. 304).
3. Pero el derecho del pueblo es sólo «negativo», es decir, debe tan
solo juzgar, pero «no ejercitar la coacción contra quien lo engaña».
4. La única garantía del pueblo teside en la libertad de publicar, que
permite impulsar al gobierno a las reformas mediante la crítica pública
(«La obediencia sin el espíritu de la libertad» es «la causa que suscita
todas las sociedades secretas»),
5. El pueblo no tiene jamás el derecho a la resistencia por la fuerza,
aun contra las peores faltas o las más graves injusticias.
La resistencia, la revolución, es siempre uno de los crímenes más graves,
que debe ser severamente castigado, hasta con la muerte. (Por otra par­
te, cuando aprueba la pena de muerte, Kant no es particularmente san­
guinario; no hace sino defender la Revolución Francesa.)
6. Una vez triunfante la revolución, se debe obedecer al nuevo gobierno
por la misma razón y en la misma medida, y sería igualmente criminal
rebelarse contra él.
7. Considerada desde el punto de vista analítico del derecho formal y
general, toda revolución es un crimen despreciable. Desde el punto de
vista emanatista del futuro de la especie humana y del progreso, la
revolución (por lo menos la Revolución Francesa) y el hecho de que ella
encuentre adeptos en el mundo entero son acontecimientos regocijantes
y saludables (Conflicto de las facultades, ibid., vol. V II, págs. 85-86).
Acá, Kant protesta en una nota de pie de página contra los «psicópatas
calumniadores» «que pretendieron interpretar esta afirmación romo pro­
ducto de la manía de innovación, del jacobinismo y del espíritu facción
so peligrosos para el Estado, cuando no había la menor razón para tales
alegatos, sobre todo en un país que está alejado más de cien leguas de
la escena de la Revolución».
De este modo, las dos posiciones opuestas son concilladas, no sin tra­
bajo, en un solo punto de vista. De acuerdo con lo que precede se ve
fácilmente cuán grande es, en cuestiones concretas, la influencia de la
situación histórica de su época sobte el pensamiento teórico de Kant

211
ciudadanos del mundo, la paz eterna, la constitución civil per­
fecta, la lig a de Naciones, etcétera.
Ambas ideas son las expresiones de una comunidad superior,
cualitativamente diversa de la que de hecho existe hoy. La di­
ferencia reside en que esperamos el reino de Dios, en la eter­
nidad, de nuestras acciones y del concurso de Dios; en cambio,
esperamos la sociedad de los ciudadanos del mundo, en el fu­
turo, de nuestras acciones y del concurso de «un plan de la
naturaleza» que llamamos destino o providencia.®1
Kant advierte muy bien este parentesco entre filosofía de la re­
ligión y filosofía de la historia:

«Se ve que la filosofía podría tener también su quiliasmo, pero


un quiliasmo tal que la idea de la filosofía podría favorecer,
aunque solo de lejos; por consiguiente, un quiliasmo que nada
tendría de exaltado».02

2. Así como en el sumo bien la felicidad era consecuencia de la


virtud, es decir, de las acciones virtuosas y racionales del hom­
bre, de igual modo la forma superior de la comunidad solo
puede ser creada mediante acciones humanas:
«La naturaleza lo ha querido: el hombre extrae por entero de
sí mismo todo lo que sobrepasa el orden mecánico de su exis­
tencia animal, y no participa de otra felicidad o perfección que
de aquellas que él mismo se ha creado con su propia razón,
liberada del instinto» 03

3. Pero en la concepción individualista del mundo, propia de


Kant, que sólo conoce el yo, no el nosotros, esas acciones ra­
cionales no bastan para realizar la sociedad de los ciudadanos
del mundo, así como en el caso de la filosofía de la religión no
bastaban para realizar el sumo bien. Constituyen una condición
necesaria pero no suficiente de esa realización.
También aquí intervendrán dos elementos supraindividuales,
correspondientes a los dos postulados prácticos de la inmorta­
lidad del alma y de la existencia de Dios (el tercer postulado,
el de la libertad, es común a ambos órdenes).1*3
31 Por otra parte, teniendo en cuenta la poca confianza que tiene Kant
en la historia, la constitución civil perfecta, la sociedad universal, etc.,
son menos perfectas que el sumo bien. Unicamente garantizan la libertad
universal y la paz perpetua, mientras que el sumo bien garantiza la
virtud y la felicidad universales,
52 Ideas, ibid., vol. V III, pág. 27.
53 Ibid., pág. 19.

212
El postulado de la inmortalidad era necesario para asegurar a
los hombres un lapso que les permitiera llegar a la virtud per­
fecta. En la filosofía de la historia, la vida eterna de la especie
desempeña esa función:

«En el hombre (como única criatura racional de la Tierra), las


disposiciones racionales que tienen por fin el uso de la razón
deben desarrollarse por completo solo en la especie, no en el
individuo».M

« . . . Todo ser humano debería vivir un tiempo inconmensu­


rablemente largo para aprender el modo de emplear a la per­
fección todas sus disposiciones naturales. O bien, si la natura­
leza solo le ha concedido una vida breve (como de hecho ocu­
rre), ella tendrá necesidad de un número quizás imprevisible
de generaciones, cada una de las cuales transmitirá a la siguien­
te las luces que haya obtenido, para llevar finalmente dentro
de nuestra especie sus gérmenes hasta un grado de la evolución
en un todo conforme a su intención. Y ese instante debe ser el
objetivo de los esfuerzos del hombre, al menos en su espíritu,
pues de otro modo las disposiciones naturales deberían con­
siderarse en su mayoría como vanas y sin objeto».85

El postulado de la existencia de Dios debía asegurar la reali­


zación del sumo bien. Y ese mismo papel desempeña en la
filosofía de la historia el «plan oculto de la naturaleza [que por
otra parte se corresponde con la astucia de la razón, de Hegel ]
para suscitar una constitución civil perfecta en lo interior y
con ese fin también en lo exterior, como único estado de cosas
dentro del cual la naturaleza puede desarrollar por completo
sus disposiciones en la humanidad».80

4. Así como la inmortalidad del alma y la existencia de Dios


no eran conocimientos teóricos sino postulados prácticos, tam­
bién el «plan oculto de la naturaleza» y el progreso de la espe­
cie humana liada la paz universal, la sociedad de los ciudadanos
del mundo, son supuestos prácticos necesarios y no ideas teó­
ricas empíricas o a priori.
La diferencia consiste solamente en que, en el primer caso, se
trataba de lo suprasensible, por lo cual quedaba excluida cual­
quier prueba de la verdad o la falsedad de los postulados, mien-34*
34 Ibid., pág. 18.
55 Ibid.
56 Ibid., pág. 19.

213
tras que en el segundo caso, en la filosofía de la historia, se
trata de la realidad concreta, y entonces esa prueba no es in­
concebible, aunque resulte muy difícil aportarla. Por tanto,
siempre es preciso esforzarse por crear una «historia de in­
tención cosmopolita», que pueda confirmar esos supuestos.
En efecto,
«se trata solamente de saber si la experiencia descubre algo
de una marcha semejante en la intención de la naturaleza. Res­
pondo: poca cosa; en efecto, ese ciclo parece exigir un tiempo
tan largo para cerrarse que a partir de la pequeña porción
acumulada por la humanidad dentro de esta intención ( . . . )
no se puede determinar más que de manera imprecisa la forma
de su camino y la relación de las partes con el todo ( . . . ) Mien­
tras tanto, la naturaleza humana es tal que aun la considera­
ción de una época muy lejana que nuestra especie deba alcan­
zar no le resulta indiferente, solo con que esa época pueda es­
perarse con certidumbre. Sobre todo ( . . . ) porque parece que
podríamos, por virtud de nuestras disposiciones racionales, pro­
curar con mayor rapidez ese momento feliz para nuestros des­
cendientes. Por eso aun los débiles indicios de su aproximación
revisten para nosotros una gran importancia».97

O bien citemos este otro pasaje, que muestra todavía con ma­
yor claridad el carácter práctico y moral de esta suposición y su
parentesco con los postulados prácticos:

«Tendré entonces el derecho de admitir que la especie huma­


na ( . . . ) está en vías de progresar hacia lo mejor en la pers­
pectiva del fin moral de su existencia, y que el progreso en
efecto se ha interrumpido a veces hasta hoy, pero que nunca
se detendrá. No tengo necesidad de probar esta suposición. Al
adversario corresponde aportar una prueba. Pues yo me apoyo
en mi deber innato, que consiste en obrar en relación con la
posteridad ( . . . ) con cada miembro de la serie de las genera­
ciones, de modo tal que esa posteridad devenga siempre me­
jor. Se podrán extraer de la historia tantas dudas como se quie­
ra contra mis esperanzas. Si esas dudas aportaran una prueba,
podrían inducirme a abandonar un trabajo aparentemente vano:
no obstante, por tanto tiempo cuanto ello no sea por completo
seguro, no puedo trocar ( . . . ) mi deber contra una regla de
sabiduría que me prescribe no contribuir a lo irrealizable».5758
57 Ibid., pág. 27.
58 Ibid., págs. 308-09.

214
5. £1 aspecto sociológico de los escritos referidos a la filosofía
de la historia rebasa, en verdad, el marco de nuestro libro. Pe­
ro de todos modos queremos llamar la atención sobre dos pun­
tos que, sin duda, constituyen los primeros gérmenes de las
filosofías de la historia hegeliana y marxista.

a. £1 «plan oculto de la naturaleza», que es el anuncio de la


astucia de la razón de Hegel y de la necesidad histórica de
Marx. £1 garantiza la realización del orden superior futuro,
de la sociedad de los ciudadanos del mundo, de la paz eterna:

«Quien da esa garantía es nada menos que esa gran artista, la


Naturaleza, cuyo curso mecánico deja ver claramente una ade­
cuación a fines, que consiste en hacer surgir la concordia de la
discordia entre los hombres, aun contra su voluntad, y por ello
como necesidad se llama ( . . . ) destino, pero examinando su
finalidad ( . . . ) providencia; idea esta que en el plano teórico
es exaltada, pero que en el plano práctico ( por ejemplo, consi­
derando el concepto moral de paz eterna con la intención de
utilizar para este fin todo mecanismo de la naturaleza) es dog­
mática y fundada en su realidad».00
b. «El medio de que se vale !a Naturaleza para realizar el des­
arrollo de todas sus disposiciones es el antagonismo dentro de
la sociedad, en la medida en que no obstante termina por con­
vertirse en la causa de un orden legal».00
Este antagonismo, por el cual se cumple la evolución, se con­
vertirá más tarde en Hegel en la contradicción dialéctica, y en
Marx, en la lucha de clases. Es «la sociabilidad-insociable de
los hombres; es decir, el impulso que lleva a los hombres a
constituir una sociedad, y que empero está ligado a una resis­
tencia total que a cada momento amenaza disolver esa socie­
dad ( . . . ) £1 hombre tiene inclinación a sociabilizarsc porque
en tal estado se siente ( . . . ) más hombre. Pero tiene también
un poderoso impulso a individualizarse, porque asimismo posee
dentro de sí una propiedad insociable de arreglar todo según
su capricho. . .».01
Los hombres considerados individualmente se oponen unos
a otros:59601
59 Ibid,, págs. 360-62.
60 Ibid., pág. 20.
61 Ibid., págs. 20-21.

215
«Es esta resistencia la que despierta todas las fuerzas del hom­
bre y lo induce a superar su inclinación por la pereza y a for­
jarse una posición entre sus semejantes, impulsado por la am­
bición, el deseo de dominación y la avidez; sus semejantes, a
quienes no puede soportar pero tampoco abandonar. Así se
cumplen los primeros pasos genuinos de la barbarie hacia la
cultura ( . . . ) Entonces se desarrollan poco a poco todos los
talentos ( . . . ) y se comienza aun por un progreso continuo
de las Luces a establecer los fundamentos de una manera de
pensar que con el tiempo puede transformar la disposición
natural y grosera en una diferenciación moral, en principios
prácticos determinados, y simultáneamente transformar la ad­
misión patológica, forzada, de una sociedad, en una totalidad
moral»**

La evolución de las relaciones entre los Estados hacia el fin


moral, situado más allá de los antagonismos de las guerras, se
cumple de manera análoga. Pero Kant sabe demasiado bien que
en su época este análisis sociológico es mucho más una hipóte­
sis moral y práctica que un hecho científicamente establecido.
A su juicio, la tarea más importante del historiador filosófico
es aportar un fundamento empírico a esta hipótesis. Por eso
él nunca dejó de buscar en el pasado y en el presente hechos
que pudieran proporcionar una prueba tal a su análisis. Y lle­
gado a los sesenta y cinco años de edad pudo ser testigo de uno
de los mayores acontecimientos de la historia mundial, de un
acontecimiento que él de inmediato reconoció como la prueba
decisiva, buscada desde hacía tiempo, del progreso moral de la
humanidad: le fue dado ser testigo de la Revolución France­
sa. Por eso su posición frente a ella fue tan inequívoca. En la
Alemania atrasada, donde las noticias de la Revolución y de su
desarrollo provocaron un efecto fulminante; en esa Alemania
en que, frente al terror jacobino, la mayoría de los entusiastas
del comienzo, Schiller, Schelling, Hegel y tantos otros, se ate­
morizaron y adoptaron una posición hostil, fue muy reducido
el número de quienes no se desviaron en su juicio acerca de la
Revolución en su conjunto y de su importancia para la huma­
nidad, aun criticando los excesos de los jacobinos. Y debe se­
ñalarse que entre estos revistaron los dos poetas máximos de
Alemania: Goethe y Hólderlin.6®62
62 ¡bid., pág. 21.
6} Desde luego, la historia alemana oficial se esforzó siempre por echar
un velo sobre este hecho, y trató y maltrató a Goethe y Hólderlin de la
misma manera como los neokantianos lo hicieron con Kant. Esperamos

216
Pero nadie se expresó en un lenguaje más claro y que se pres­
tara menos al equívoco que el viejo Kant a la edad de setenta
y cuatro años, en su última obra publicada. Sus palabras suenan
como el último homenaje del gigante prisionero a sus herma­
nos que echaron abajo las puertas de su prisión y empiezan a
vivir en la libertad. Un homenaje formulado con mucha pru­
dencia (se excusa aludiendo a los peligros de semejante acti­
tud) y que contiene muchas reservas más o menos transparen­
tes ( por ejemplo, la nota de pie de página donde se refiere el
hecho de estar situado «a más de cien leguas» del teatro de
los acontecimientos), pues cuando el preso no tiene la posibili­
dad de abatir los muros de su cárcel sería inútil excitar en de
masía a los guardianes. Homenaje este que, pese a todo, es
bastante claro para desenmascarar como falsificación evidente
cualquier tentativa de afirmar que el viejo Kant se habría de­
jado uncir al carro del nacionalismo alemán y de la reacción
alemana. Homenaje que confirma una vez más lo que toda la
filosofía crítica nos ha probado a cada instante, a saber, que
los «filósofos» que en un momento decisivo, por temor, por
cálculo o aun por una convicción sincera en lo subjetivo pero
radicalmente pervertida,* traicionaron la causa de la libertad y
de los derechos del hombre, apoyando la dictadura más reac­
cionaria y que ha suprimido toda libertad, por ello mismo han
perdido el derecho de invocar en nada, en su pensamiento y su
acción, el nombre y la obra de Immanuel Kant.
Y es con el saludo de este anciano a la libertad naciente del
pueblo francés, y a todos aquellos que enarbolaban su defensa
en el mundo, que queremos dar fin también a la exposición de
la filosofía kantiana de la historia:

«De un acontecimiento de nuestra época que prueba esa ten­


dencia moral de la humanidad.
»No esperen ustedes que ese acontecimiento consista en alti­
sonantes gestos o hazañas importantes realizadas por los hom­
bres, a consecuencia de los cuales lo que era grande entre ellos
se haya vuelto pequeño, o lo que era pequeño, grande, ni en
antiguos y brillantes edificios políticos que desaparecen como

probarlo en un trabajo próximo sobre Fausto y la actitud de Goethe


hacia la Revolución Francesa.
* En el prólogo a la edición alemana de 1945, Goldmann advierte que
redactó su obra entre setiembre de 1943 y setiembre de 1944, bajo la
impresión del nazismo y la guerra mundial; en las ediciones posterio­
res el autor no quiso suprimir las referencias al momento histórico por
no considerarlas ajenas a la obra misma. (If. del T.)

217
por arte de magia, mientras que en su lugar surgen otros, por
así decir de las profundidades de la tierra. No; nada de eso.
Se trata solamente de la manera de pensar de los espectadores
que se trasluce públicamente dentro de ese juego de grandes
revoluciones y que, aun al precio del peligro que podría signi­
ficarles tal parcialidad, manifiestan empero un interés univer­
sal, que sin embargo no es egoísta, hada los jugadores de un
partido y en contra de los del otro, demostrando ( a causa de
la universalidad) un carácter del género humano y al mismo
tiempo (a causa del desinterés) un carácter moral de esta hu­
manidad, al menos en sus disposiciones; carácter que no sola­
mente permite esperar el progreso, sino que representa en sí
mismo un progreso tal en la medida en que actualmente es po­
sible alcanzarlo.
»Poco importa si la revolución de un pueblo rebosante de es­
píritu, que hemos visto efectuarse en nuestro días, triunfa o
fracasa; poco importa si acumula miserias y atrocidades hasta
el punto de que un hombre sensato que la volviese a empren­
der con la esperanza de culminarla con felicidad jamás se re­
solvería, empero, a intentar la experiencia a ese precio; esa
revolución, digo, encuentra aun así en el espíritu de todos los
espectadores (que a su vez no están comprometidos en ese
juego) una simpatía de aspiración que frisa en el entusiasmo
y cuya sola manifestación aparejaría un peligro; esa simpatía,
por consiguiente, no puede tener otra causa que una disposi­
ción moral del género humane.
»Esa causa moral que interviene es doble: primero, es la del
derecho que un pudrió tiene a no ser impedido por otras po­
tencias de darse la constitución política que desee; en segundo
lugar, es la del fin (que es también un deber): solo es en sí
conforme al derecho y moralmente buena la constitución de un
pueblo que por naturaleza es apta para evitar según principios
la guerra ofensiva; esa no puede ser otra que la constitución
republicana, teóricamente al menos; que por lo tanto sea apta
para situarse en las condiciones que evitan la guerra (fuente
de todos los males y de toda corrupción de las costumbres) y
que aseguran ppr ello negativamente el progreso del género
humano, pese a toda su degeneración, garantizándole que, al
menos, no será estorbado en su progreso.
»Ese hecho entonces, así como la participación apasionada en
el bien, el entusiasmo, que por otra parte no implica una apro­
bación sin reservas, por cuanto que cualquier emoción como
tal merece ser condenada, permite empero, merced a esta his­
toria, hacer la siguiente observación, que tiene su importancia

218
para la antropología: el verdadero entusiasmo se relaciona siem­
pre y únicamente con lo que es puramente moral, el concepto de
derecho por ejemplo, y nunca puede entroncar en el interés.
»Pese a las recompensas pecuniarias, los enemigos de los re­
volucionarios no pudieron elevarse hasta el celo y la grandeza
de alma que en estos despertaba el puro concepto del derecho;
y aun el concepto del honor de la vieja nobleza guerrera (pa­
riente cercano del entusiasmo) terminó por desvanecerse ante
las armas de quienes tenían en vista el derecho del pueblo al
que pertenecían y de quien se consideraban los defensores;
exaltación con la que simpatizaba el público que desde afuera
asistía como espectador, sin la menor intención de asociarse a
ello efectivamente».64

64 Confítelo de les facultades, C. S., vol. VII, págs. 85-87.

219
Conclusión. ¿Qué es el hombre?
Kant y la filosofía contemporánea

Esperamos que las páginas precedentes, aunque constituyan


más un índice esquemático de temas que una exposición de­
tallada de la filosofía de Kant, hayan podido dar al lector una
idea de la increíble riqueza y al mismo tiempo de la rigurosa
unidad de este pensamiento.
En esta conclusión nos proponemos resumir en algunas pala­
bras lo esencial de la concepción kantiana del hombre, y situar
el pensamiento de Kant dentro del conjunto de la filosofía eu­
ropea moderna.
Para Kant, el hombre es un ser racional, y puesto que la razón
implica la universalidad y la comunidad, un ser al menos en par­
te «social». No es una mónada autónoma que solo penetraría en
la comunidad por sus relaciones con las otras mónadas. Por
el contrario, ya por su mera existencia el hombre forma parte
de un todo mayor, de una comunidad, y a través de ella de un
universo.
Pero tanto esta comunidad como este universo son imperfec­
tos, pues las acciones del hombre están dominadas todavía por
poderosos instintos e intereses egoístas que lo oponen a sus
semejantes y tienden a destruir la comunidad y el universo.
El hombre es un ser «social-asocial».
Las acciones y relaciones del individuo, egoístas y opuestas a la
comunidad, señalan su dependencia con respecto a su naturaleza
biológica y al mundo exterior, y constituyen su heteronomía;
las tendencias que lo impulsan hacia una comunidad superior
y perfecta constituyen su naturaleza espiritual y racional, su
libertad, su autonomía.
Como ser racional, el destino auténtico del hombre es tender
con sus acciones y todas sus fuerzas hacia la realización de una
comunidad perfecta, el reino de Dios sobre la Tierra, el su­
mo bien, la paz eterna, etc. Y sólo puede hacerlo si el entendi­
miento no le prohíbe creer en la realización de esta comunidad
y esperarla de manera legítima.
Lo que desde ahora reúne a los hombres en sus pensamientos
y sus acciones, y constituye su comunidad todavía imperfecta.

220
es la forma universal y apriorística, común a todos los indivi­
duos (la intuición pura del espacio y del tiempo, las categorías
del entendimiento, el imperativo categórico) y el juicio estéti­
co, en parte formal y en parte material, pero en todo caso de
naturaleza puramente subjetiva. Lo que los separa es la materia
sensible, diferente de individuo en individuo ( sensaciones, ten­
dencias, intereses egoístas).
Los conocimientos así como las acciones del hombre actual son,
por lo tanto, limitados, «sociales» en su forma y «asociales»
en su contenido. Su conocimiento es apenas una determinación
no completa de los fenómenos en la experiencia; su actividad,
una práctica egoísta y contraria a la comunidad, pues para ella
lo universal no es más que un deber, un imperativo categórico,
no una realidad efectiva.
Una comunidad superior haría posibles un conocimiento y una
acción cualitativamente superiores. Un conocimiento que sería
la determinación completa de las cosas en sí, y una voluntad
santa, para la cual no existiría más imperativo ni deber, sino
solo una actividad libre y realmente adecuada a la comunidad.
La forma y el contenido serían comunes a todos los hombres,
reuniéndolos en la unidad universal de su pensamiento y de su
acción, de la teoría y de la práctica.
Pero, para Kant, todos esos conceptos: comunidad perfecta,
reino de Dios sobre la Tierra, voluntad santa, conocimiento de
las cosas en sí, lo incondicionado, etc., son ideas suprasensibles
que el hombre nunca puede realizar sobre la Tierra con su vo­
luntad y su acción.
Y puesto que debe tender hacia ellas, sin poder alcanzarlas
nunca, como los únicos valores espirituales reales, la existen­
cia del hombre es trágica. Dimensión trágica que en la filoso­
fía de Kant sólo conoce dos perspectivas, dos esperanzas de
superación: la fe racional y la esperanza todavía insuficiente en
el futuro de la comunidad humana, la historia.
Con esta visión del hombre, Kant había establecido los fun­
damentos de una concepción filosófica por completo novedosa.
Antes de él, casi todas las filosofías verdaderamente importan­
tes (con la única gran excepción del spinozismo) podían re­
ducirse a dos tipos fundamentales: los pensadores griegos y la
mayoría de -quienes vivieron después de terminada la Edad
Media veían en el individuo un ser autónomo e independiente,
que como tal podía alcanzar lo absoluto o al menos el máximo
en el plano de los valores humanos. La comunidad, el todo,
no era para ellos más que una realidad secundaria, resultado
de la influencia recíproca de los individuos autónomos.

221
Las visiones cristianas del mundo, de la Edad Media, veían en
el individuo un ser imperfecto, que formaba parte de un todo
mayor; y en la comunidad humana real y empírica, una imagen
imperfecta del reino de Dios. Pero el todo perfecto, el reino
de Dios, era para ellos algo real y existente, pese a su trascen­
dencia con relación al hombre. Su fe era un saber o una intui­
ción, una certidumbre y un consuelo, y no, como la de Kant,
una esperanza y una razón para actuar. Kant abrió el camino
de una filosofía nueva, que, reuniendo la idea cristiana de la
limitación del hombre con la inmanencia propia de los pensa­
dores de la Antigüedad y de los siglos xvn y xvm , concibió
el mundo inteligible, la totalidad, como tarea humana, como
objeto del destino auténtico del hombre y producto de su
acción.
Y si los filósofos del primer grupo, partiendo del individuo,
habían puesto en el centro de sus concepciones la teoría del
conocimiento (racionalista o empirista) y la ética (estoica y
epicúrea); si los pensadores cristianos, partiendo de la divini­
dad, habían encontrado en la teología el fundamento esencial
de sus sistemas, el camino iniciado por Kant creaba, por pri­
mera vez, la posibilidad de una filosofía fundada en la idea de
comunidad y de persona humana, es decir, en la filosofía de
la historia. Y esa fue la orientación seguida por el pensamiento
filosófico en su desarrollo en los tres pensadores más impor­
tantes posteriores a Kant: Hegel, Marx y Lukács.
Pero en lo inmediato, la filosofía kantiana fue seguida, en Ale­
mania, por dos sistemas que, pese a su innegable importancia,
a nuestro juicio constituyen un retroceso con relación a Kant,
y que este mismo consideró así. Nos referimos a dos pensado­
res que emprendieron caminos por completo diferentes del ini­
ciado por Kant: Fichte y Schelling.
La obra de Kant había sido mucho más un comienzo que una
culminación; por eso sólo los pensadores que la comprendie­
ron y sintieron como tal pudieron alcanzar importancia filosó­
fica propia. Lo lograron partiendo de la cuestión más impor­
tante que el pensamiento kantiano legaba a sus sucesores: La
índole trágica de la existencia humana, ¿es verdaderamente in­
superable? ¿Le está negado al hombre empírico alcanzar lo in­
condicionado, el sumo bien?
En sus principales representantes; en Fichte, Schelling y Hegel,
así como en su «heredero materialista», Marx, el idealismo
alemán fue un ensayo de dar respuesta positiva a esta cuestión.
No podemos entrar a analizar aquí los factores que nos expli­
carían por qué la burguesía alemana de comienzos del siglo xix

222
no podía aceptar en definitiva ni el activismo individualista
del joven Fichte, ni la filosofía reaccionaria de Schelling (filo­
sofía que se presentaba conscientemente como una reacción
contra la Revolución Francesa); o bien por qué esa burguesía,
que vivía con la esperanza de un progreso que ella era incapaz
de realizar por sí misma, solo pudo encontrar su expresión ideo­
lógica en el sistema de Hegel, esa mezcla de una visión progre­
siva y revolucionaria del mundo con una apología reaccionaria
del Estado prusiano.
Pero puestos a averiguar lo vivo e importante que conserva
para nosotros el pensamiento de Hegel, creemos que ello re-
side en el hecho de que superó la separación rígida entre la filo­
sofía y la antropología empírica, dominante aún en el pensa­
miento de Kant. Puesto que de manera consciente convirtió la
filosofía de la historia en la parte esencial de su sistema, la
sociología y la historia como ciencias positivas quedaron igual­
mente integradas en él.
Una etapa todavía más importante en ese camino fue la obra
de Kart Marx. Entre los grandes pensadores de la Alemania
poskantiana, Marx fue el primero que debió residir durante
casi toda su vida en el extranjero, en París y sobre todo en
Londres, y por eso mismo pudo liberarse de las limitaciones
resultantes de las condiciones históricas especificas de la Ale­
mania de su tiempo. Solo con Marx adquirió carácter verdade­
ramente científico la unión inaugurada por Hegel entre la fi­
losofía y la sociología empírica.1
Como ya dijimos, después de Marx, hacia fines del siglo xix, se
produjo en toda Europa, y no solo en Alemania, una sensible
pérdida en cuanto a la comprensión y la necesidad de una vi­
sión filosófica y coherente del hombre y del universo. Con la
única excepción de Nietzsche, el pensamiento filosófico oficial
estuvo dominado por los profesores «neokantianos» y «neohe-
gelianos», a quienes podemos sumar gran parte de los «mar-
xistas» que se ocupaban de filosofía y de la historia del pen­
samiento.
Esa fue la época en que un sinnúmero de comentaristas estudia­
ron e interpretaron de todas las maneras posibles e imaginables
1 No sería menos falso y peligroso considerar, al estilo de ciertos «mar-
xistas», cada proposición de Marx como una verdad sagrada e inmu­
table. Desde luego, y al igual que en Kant y Hegel, también en Marx
coexisten, junto a muchas ideas todavía vivas y que conservan toda su
validez, otras, condicionadas por las circunstancias y la época histórica,
que están ya superadas. Precisamente, es tarea del filósofo y del histo­
riador distinguir unas de otras, y en esto reside la única «ortodoxia»
aceptable y real.

223
casi cada línea de Kant y de Hegel; los resultados fueron tan
pobres que resulta difícil decidir si es más triste la incom­
prensión con que los contemporáneos de la mayoría de los
grandes poetas y pensadores alemanes acogieron las obras de
estos, o bien la desvergüenza consciente e inconsciente con que
los epígonos las trivializaron, falsearon y reinterpretaron des­
pués de su muerte.2
Mas tarde, después de la Primera Guerra Mundial, bajo la in­
fluencia de la profunda crisis social, económica y espiritual de
Europa, se desarrollaron las diferentes formas de filosofía del
sentimiento, de la intuición, de la angustia y la desesperación,
cuyos principales representantes son quizás Henri Bergson,
Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre. Naturalmente, no pode­
mos analizar aquí ni las causas ni las consecuencias de su surgi­
miento y su éxito. (Causas y consecuencias que por otra parte
se hacen hoy cada vez más evidentes.) Sin embargo, nos parece
importante y digno de mención el hecho de que ya antes de la
guerra se perfiló en Francia un movimiento de reacción contra
esta psicosis de la angustia y de la desesperación, movimiento
que halló su expresión más vigorosa en la ideología persona­
lista desarrollada sobre todo en torno de la revista Esprit. Por
cierto que no se trataba aún de una visión filosófica del mun­
do consciente de sí misma; todavía menos, de un sistema ca­
balmente desarrollado. Hemos oído los análisis más importan­
tes en conversaciones privadas con jóvenes, casi ninguno de los
cuales había publicado nada aún. Todo se encontraba en cur­
so de desarrollo cuando estalló la guerra. Hoy es imposible
juzgar la evolución filosófica de los últimos años, puesto que
lo más importante quizá no ha podido publicarse.
Después de que Lukács ha observado un silencio en materia de
filosofía que dura ya más de veinte años, juzgamos que el per­
sonalismo ha sido el acontecimiento más importante en este
2 Podría componerse una obra tragicómica sobre la manera en que se
escribió hasta hoy la historia del pensamiento y la literatura alemanes.
En el número relativamente grande de libros que leimos sobre el tema,
apenas cuatro o cinco nos dieron la impresión de que el autor nos in­
troducía realmente en lo esencial del pensamiento o de la obra que es­
tudiaba. Ellos son: ante todo y mejor que cualquier otro, la Lessing-
Legende de Franz Mehring, obra de un socialista alemán; después, aun­
que solo tangencialmente se refiera a esta materia, Historia y conciencia
de clase de G. Lukács, obra de un húngaro; para una visión general, y
sintética, L'AUemagne, de E. Vermeil, obra de un francés; y también
las observaciones diseminadas en toda la obra de Karl Kraus, publicista
austríaco contra quien la prensa y la literatura oficial había organizado
una verdadera conspiración de silencio. No es casual, por cierto, que la
literatura «seria» ignore casi siempre estas obras.

224
ámbito en el curso de la preguetra. Desde luego, ese personalis­
mo francés partió de tradiciones muy diferentes del humanis­
mo alemán, y apenas tuvo conciencia de su parentesco con
este. Pero por eso mismo es más significativa la comprobación
de que llegó de manera espontánea a las mismas cuesdones y
casi siempre también a respuestas semejantes.
Esa es la justificación del presente libro. En modo alguno pre­
tende pronunciar otra vez la consigna de «retorno a Kant»,
con tanta frecuencia repetida. Al contrario; cualquier «retorno»
nos parece ya una traición al pensamiento del filósofo que hi­
zo del futuro, y no del pasado, el centro de su sistema, y que
insistió siempre en que no quería enseñar a sus alumnos una
filosofía sino la manera de pensar filosóficamente.
Nuestra mirada no ha de dirigirse hacia atrás para procurar
un «retorno a Kant», sino hacia adelante, en el sentido de una
comunidad humana mejor; solo así podremos ver la figura de
Immanuel Kant bajo su verdadera luz y en toda su significa­
ción, todavía viviente y real para el presente y para el futuro.
Lo veremos como uno de los grandes pensadores que dieron
los primeros y difíciles pasos para desbrozar el camino por el
cual andamos todavía.
Si nos situamos en esta perspectiva, la del futuro de la comuni­
dad humana, más de una celebridad filosófica de los últi­
mos años perderá toda consistencia por comparación con la
prominente figura de Kant. En efecto, sólo tiene el derecho
de invocar la filosofía y el espíritu aquello que se dirige hacia
la liberación del hombre y la realización de una genuina co­
munidad.
Si hemos logrado suscitar, aun en unos pocos lectores, la con­
vicción de que todos los que hoy luchan en los diferentes paí­
ses de Europa al mismo tiempo por la liberación nacional de
su patria y por los derechos del hombre en general, son los
herederos, no solo de sus propias tradiciones nacionales y de
las tradiciones de la Revolución Francesa, sino también de los
ideales y de las esperanzas del humanismo alemán; de que los
heroicos combatientes de Francia y de tantos otros países eu­
ropeos luchan por la única «colaboración europea» genuina,
por la colaboración del espíritu, de la libertad y del humanis­
mo europeos, y que la realización de esta es el problema esen­
cial y más urgente de la filosofía-, si ello ocurre, decimos, nues­
tra obra habrá alcanzado su objetivo.

225
Obras completas de Kant (Kant’s
gesammelte Schriften)

Primera sección: W erk e

I (1910). Vorkritiscbe Schriften, I (1747-1756).

«Vorwort», pág. I.

1747
«Gedanken von der wahren Schatzung der lebendigen Krafte
und Beurtheilung der Beweisc, deren sich Herr von Leibniz
und andere Mechaniker in dieser Streítsache bedient haben,
nebst einigen vorhergehenden Betrachtungen, welche die Kraft
der Kórper überhaupt betreffen», pág. 1.

1754
«Untersuchung der Frage, ob die Erde in ihrer Umdrehung um
die Achse, woduch sie die Abwechselung des Tages und der
Nacht hervorbringt, einige Veránderung seit den ersten Zeiten
ihres Ursprungs erlitten habe und woraus man sich ihrer ver-
sichern konne, welche von der Konigl. Akademie der Wissen-
schaften zu Berlín zum Preise iür das jetztlaufende Jahr aufge-
geben worden», pág. 183.
«Die Frage, ob die Erde veralte, physikalisch erwogen»,
pág. 193.

1755
«Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels oder
Versuch von der Verfassung und dem mechanischen Ursprunge
des ganzen Weltgebaudes, nach Newtonischen Grundsátzen
abgehandelt», pág. 215.
«Meditationum quarundam de igne succincta delineado», pág.
369.
«Principiorum primorum cognitionis metaphysicae nova dilu­
cidado», pág. 385.

226
1756
«Von den Ursachen der Erderschütterungen bei Gelegenheit
des Unglücks, welches die westliche Lander von Europa gegen
das Ende des vorigen Jahres betroffen hat», pág. 417.
«Geschidite und Naturbeschreibung der merkwürdigsten Vor-
falle des Erdbebens, welches an dem Ende des 1755ften Jahres
einen grossen Theil der Erde erschüttert hat», pág. 429.
«Fortgesetzte Betrachtung der seit einiger Zeit wahrgenom-
menen Erderschütterungen», pág. 463.
«Metaphysicae cum geometría iunctae usus in philosophia na-
turali, cuius specimen I. continet monadologiam physicaxn»,
pág. 473.
«Neue Anmerkungen zur Erláuterung der Theorie der Winde»,
pág. 489.

II (1912). Vorkritische Schriften, II (1757-1777).

1757
«Entwurf und Ankündigung eines Collegii der physischen
Geographie nebst dem Anhange einer kurzen Betrachtung über
die Frage: Ob die Westwinde in unsern Gegenden darum
feucht seien, weil sie über ein grosses Meer streichen», pág. 1.

1758
«Neuer Lehrbegriff der Bewegung und Ruhe und der damit
verknüpften Folgerungen in den ersten Gründen der Natur-
wissenschaft», pág. 13.

1759
«Versuch einiger Betrachtungen über den Optimismus», pág.
27.

1760
«Gedanken bei dem frühzcitigen Ableben des Herrn Johann
Friedrich von Funk», pág. 37.

1762
«Die falsche Spitzfindigkeit der vier syllogistischen Figuren
erwiesen», pág. 45.

227
1763
«Der einzig mogliche Beweisgrund zu einer Demonstraron des
Daseins Gottes», pág. 63.
«Versuch den Begriff der negativen Grossen in die Weltweis-
heit einzuführen», pág. 165.

1764
«Beobachtungen über das Gefühl des Schonen und Erhabe-
nen», pág. 205.
«Versuch über die Krankheiten des Kopfes», pág. 257.
«Recensión von Silberschlags Schrift: Theorie der am 23. Juli
1762 erschienenen Feuerkugel», pág. 272a.
«Untersuchung über die Deudichkeit der Grundsátze der na-
türlichen Theologie und der Moral», pág 273.

1765
«Nachricht von der Einrichtung seiner Vorlesungen in dem
Winterhalbenjahre von 1765-1766», pág. 303.
1766
«Traume eines Geistersehers erlautert durch Traume der Me-
taphysik», pág. 315.
1768
«Von dem ersten Grunde des Unterschiedes der Gegenden im
Raume», pág. 375.
1770
«De mundi sensibilis atque intelligibilis forma et principiis»,
pág. 385.
1771
«Recensión von Moscatis Schrift: Von dem korperlichen
wesentlichen Unterschiede zwischen der Structur der Thiere
und Menschen», pág. 421.
1775
«Von den verschiedenen Racen der Menschen», pág. 427.

1776-77
«Aufsatze, das Philanthropin betreffend», pág. 445.

228
III (1911). Kritik der reinen Vernunft (2?ed., 1787), pág. 1.

IV (1911). Kritik der reinen 'vemunft (1- ed., 1781), pág. 1.


Prolegomena zu einer jeden künftigen Metapbysik, die ais
Wissenschaft wird auftreten konnen (1783), pág. 253. Grund-
legung zur Metapbysik der Sitien (1785), pág. 385. Me-
taphysische Anfangsgründe der Naturwissenschaft (1786),
pág. 465.

V (1913). Kritik der praktischen Vernunft (1788), pág. 1.


Kritik der Urteilkraft (1790), pág. 165.

VI (1915). Die Religión innerhalb der Grenzen der blossen


Vernunft (1793), pág. 1. Die Metapbysik der Sitien (1797),
pág. 297.

V II (1917). Der Streit der Fakullaten. «Der Streit der phi-


Iosophischen Facultat mit der theologischen; mit der juris-
tischen; mit der medizinischcn» (1798), pág. 1. Antbropo-
logie in pragmatischer Hinsicbt (1798), pág. 117.

VIII (1923). Abhattdlungen nach 1781.

1782
«Anzeige des Lambert’schen Briefwechsels», pág. 1.
«Nachricht an Árzte», pág. 5

1783
«Recensión von Schulz’s Versuch einer Anleitung zur Sitten-
lehre für alie Menschen, ohne Unterschied der Religión, nebst
einem Anhange von den Todcsstrafen», pág. 9.

1784
«Idee zu einer allgemeinen Geschichte in wdtbürgerlicher
Absicht», pág. 15.
«Beantwortung der Frage: Was ist Aufklarung?», pág. 33.

229
1785'*
«Recensionen von J. G. Herders Ideen zur Philosophie der
Geschichte der Menschheit. Theil 1. 2», pág. 43.
«Über die Vulkane im Monde», pág. 67.
«Von der Unrechtmassigkeit des Büchernachdrucks», pág. 77.
«Bestimmung des Begriffs einer Menschenrace», pág. 89.

1786
«Muthmasslicher Anfang der Menschengeschichte», pág. 107.
«Recensión von Gottlieb Hufeland’s Versuch über den Grund-
satz des Naturrechts», pág. 125.
«Was heisst: Sich im Denken orientiren?», pág. 131.
«Einige Bemerkungen zu L. H. Jacob’s Prüfung der Men-
delssohn’schen Morgenstunden», pág. 149.

1788
«Über den Gebrauch teleologischer Principien in der Philo­
sophie», pág. 157.

1790 r . '
«Über eine Entdeckung, nach der alie neue Kritik der reinen
Vemunft durch eine altere entbehrlich gemacht werden solí»,
pág. 185.

1791
«Über das Misslíngen aller philosophischen Versuche in der
•Theodicee», pág. 253.

1793
«Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein,
taugt aber nicht für die Praxis», pág. 273.

1794
«Etwas über den Einfluss des Mondes auf die Witterung»,
pág. 315.
«Das Ende aller Dinge», pág. 325.

1795
«Zuna ewigen Frieden», pág. 341.

230
1796
«Von einem neuerdings erhobenen vornehmen Ton in der
Philosophie», pág. 387.
«Ausgleichung eines auf Missverstand beruhenden matheraa-
tischen Streits», pág. 407.
«Verkündigung des nahen Abschlusses eines Tractats zum
ewigen Frieden in der Philosophie», pág. 411.

1797
«Über ein vermeintes Recht aus Mcnschenliebe zu lügen»,
pág. 423.

1798
«Über die Buchmacherei», pág. 431.

1800
«Vorrede zu Rcinhold Bernhard Jachmanns Prüfung der Kan-
tischen Religionsphilosophie», pág. 439.
«Nachschrift zu Christian Gcttlieb Mielckes Littauisch-deut
schem und deutsch-littauischera Worterbuch», pág. 443.
Nachtrag 1

1764
«Recensión von Silberschlags Schrift: Theorie der am 23. Juli
1762 erschienenen Feuerkugel», pág. 447.

Atthang

1788
«Kraus’ Recensión von Ulrich's Eleutheriologie», pág. 451.

IX (1923). Logik, pág. 1. Pbysische Geographie, pág. 151.


Pádagogik, pág. 437.

Segunda sección: B r ie fw e c h s e l

X (1922). Briefwechsel, I (1747-1788), 2a. ed., con nota


aclaratoria de Rudolf Reicke.

231
XI (1922). Briefwechsel, I I, (1789-1794), 2a. ed.
X II (1922). Briefwechsel, I I I (1795-1803). Briefwechsel
1795-1803. U n d a tie r te Briefe. Oeffeñtliche ErH'árungen.
Handschriftliche Erklarungen und Testament. Denkverse zu
Ehrett verstorbener Kollegen. Gedichte, Kant gewidmet von
seinen Zuhorern. Stammbuchblatter. Amtlicher Schriftver-
kehr, 2a. ed.
XIII (1922), Briefwechsel, IV. Artmerkungen und Register.

Tercera sección: H a n d s c h r if tlic h e r N a c h la ss

XIV (1911). Handschriftlicher Nachlass, I. Mathematik.


Physik und Chemie. Physische Geographie.
XV (1913). Handschriftlicher Nachlass. II. Anthropologie,
2 vols.
XVI (1914). Handschriftlicher Nachlass, III. Logik.
XVII (1926). Handschriftlicher Nachlass, IV. Metaphysik,
la. parte.
X V III (1928). Handschriftlicher Nachlass, V. Metaphysik,
2a. parte.
XIX (1934). Handschriftlicher Nachlass, VI. Moralphiloso-
phie, Rechtsphilosophie und Religionsphilosophie.
XX (1942). Handschriftlicher Nachlass, VII.
XXI (1936). Handschriftlicher Nachlass, V III. O pus posfu-
mum, la. mitad («Convolut I bis V I»).
XX II (1938). Handschriftlicher Nachlass, IX. Opus poslu-
mum, 2a. mitad («Convolut V II bis XIII»).
X X III (1955). Handschriftlicher Nachlass, X. Vorarbeiten
und Nachtrage.

232
Obras de Kant en castellano

Critica del juicio, Buenos Aires, Losada; México, Porrúa.


Crítica de la razón práctica, Buenos Aires, Losada; Madrid,
Victoriano Suárez; México, Nacional.
Critica de la razón pura, Buenos Aires, Losada; Buenos Ai­
res, Sopeña; Madrid, Victoriano Suárez; Madrid, Ibéricas;
México, Porrúa.
El conflicto de las facultades, Buenos Aires, Losada.
El poder de las facultades afectivas, Buenos Aires, Aguilar.
Filosofía de la historia, Buenos Aires, Nova; México, El Co­
legio.
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Buenos
Aires, Espasa-Calpe.
Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, Buenos
Aires, Juárez.
Introducción a la teoría del derecho, Madrid, Instituto de Es­
tudios Políticos.
La «Dissertatio» de 1770, edición bilingüe, Madrid, Medi-
naceli.
La filosofía como sistema, Buenos Aires, Juárez; Buenos Ai­
res, Facultad de Filosofía y Letras.
La paz perpetua, Madrid, Aguilar; Madrid, Espasa-Calpe; Bue­
nos Aires, Araujo.
La religión dentro de los limites de la mera razón, Madrid,
Alianza.
Lo bello y lo sublime, Madrid, Espasa-Calpe. Observaciones
sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, México, Porrúa.
Obras selectas, Buenos Aires, El Ateneo.
Por qué no es inútil una nueva critica de la razón pura, Bue­
nos Aires, Aguilar.
Principios metafísicos del derecho, Buenos Aires, Americalee;
México, Cajica. Principios metafísicos de la doctrina del de­
recho, México, UNAM.
Prolegómenos, Madrid, Aguilar. Prolegómenos a toda metafí­
sica del porvenir, México, Porrúa.
Sobre Dios y la religión, Barcelona, Zeus.
Tratado de la lógica, Buenos Aires, Araujo.

233
Indice general

9 Advertencia a la presente edición


13 Prólogo a la primera edición
17 Introducción

25 P rim era p a rte

27 1. La filosofía clásica y la burguesía occidental


45 2. La categoría de totalidad en el pensamiento kantia­
no y en la filosofía en general
53 3. El período precrítico

95 Segunda p a rte

97 1. La filosofía crítica y sus problemas


127 2. ¿Qué puedo saber?
166 3. ¿Qué debo hacer?
176 4. ¿Qué me está permitido esperar?
220 Conclusión. ¿Qué es el hombre? Kant y la filosofía
contemporánea

226 Obras completas de Kant ( Kant’s gesammelte Schrtf-


ten)
233 Obras de Kant en castellano

235

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