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Educar: construir personas autónomas y solidarias

Dr. Francesc Torralba Roselló

Catedrático de la Universidad Ramon Llull (Barcelona)

Consultor del Pontificio Consejo de la Cultura

1. Introducción

El objetivo de esta ponencia consiste en tratar de dar respuesta a la


siguiente pregunta: En las sociedades secularizadas o multireligiosas, de ¿qué
educador cristiano o de qué comunidad educativa cristiana necesitan los
jóvenes, los jóvenes pobres, para oír el mensaje de esperanza del Evangelio?

Teniendo en cuenta la complejidad de tal cuestión, me planteo, en


primer lugar, un desarrollo de los fines de la educación y, en segundo lugar, un
desarrollo de la idea de liberación y de responsabilidad.

Parto de la tesis que la finalidad de la educación consiste en construir


personas y transformar el mundo y considero que el objetivo final de un
educador que atiende a personas vulnerables desde el punto de vista social y
económica es desarrollar una pedagogía de la liberación y transmitir el sentido
de responsabilidad. Su objetivo es acoger la vulnerabilidad, por un lado, y
potenciar el sentido de autonomía y de solidaridad, por el otro.

2. ¿Qué significa construir personas?

La persona es, por definición, un ser dinámico y abierto que está en


continua realización. No nace acabada ni terminada, sino que debe aprender a
desarrollar sus potencialidades a lo largo de su existencia. Construir una
persona significa desarrollar sus múltiples dimensiones, consiste en realizar su
polifacetismo. El ser humano es, por esencia, un ser polifacético, capaz de
actividades distintas. Es capaz de jugar, d leer, de escribir, de amasar barro, de
cantar y de bailar: de construirse.

La educación consiste en desarrollar las habilidades, no sólo en el


terreno intelectivo, sino también emocional y relacional. Jamás termina el
proceso de la educación de un modo definitivo, porque el ser humano siempre
aspira a más y puede descubrir facetas de sí mismo que le habían pasado
desapercibidas. Jamás puede afirmarse que la acción educativa está
terminada. Mientras haya vida humana, hay posibilidad de educarse o
formarse.

Cada persona vive en cuanto aspira y proyecta, en cuanto espera; lleva


en lo más profundo de su conciencia la tendencia fundamental a ser más ella

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misma, a realizarse ilimitadamente permaneciendo ella misma. Se vive a sí
misma como llamada a un futuro; la conciencia es llamada a la esperanza. En
ella vive el hombre su propia existencia como ser en esperanza, como proyecto
que realizar; mira siempre más allá del presente hacia sus posibilidades en el
futuro, que se anuncia en la vivencia misma de su espíritu.

La acción educativa se refiere fundamentalmente al futuro del ser


humano, no se refiere a un futuro cerrado a priori, sino a un futuro abierto.
Precisamente porque en el ser humano hay mucho de misterioso y enigmático,
jamás pueden predecirse con exactitud los resultados del esfuerzo educativo y
el éxito o fracaso en el alcance de los fines. La predicción en materia educativa
resulta siempre problemática, pues a naturaleza humana es muy compleja y
cada individuo es un universo personal.

La acción educativa es, al fin y al cabo, una cuestión de deseos, de


erótica, todavía más, un cruce de deseos. Por ello es preciso que el educando
tenga el deseo de construirse, de formarse, de ser mejor, de ser más sí mismo.
La tarea fundamental del educador consiste en avivar este deseo, en sacarlo a
la superficie y en ayudar al educando a encauzarlo adecuadamente.

Educar es construir a la persona y construir a la persona es avivar su


deseo de perfección, de excelencia en todos los sentidos. En el fondo, lo más
propio de la acción educativa no es dar respuesta inmediata al deseo, sino
avivarlo, in-quietar al educando, darle qué pensar, para que sienta la necesidad
de construirse, de formarse, de leer y de pensar, y lo sienta como una
necesidad vital. Solo entonces, la figura del educador cobra sentido real.

Ser y hacerse constituyen los dos polos fundamentales de la tensión


humana. Somos ahora y aquí una determinada realidad en acto, pero esta
realidad se está convirtiendo en otra realidad, se mueve dinámicamente hacia
un horizonte distinto. Quizás, por ello, el mejor tiempo verbal que caracteriza a
la condición humana no es el participio, que indica lo ya acabado terminado,
finalizado; sino el gerundio que indica el hacerse. Hacerse en las decisiones
sucesivas e irreversibles de la libertad: ¡he aquí la tarea humana!

Educar es construir a la persona, pero no hay moldes definidos a priori


para levantar la construcción de la persona, pues cada cual tiene su modo de
ser y debe hallar su lugar en el mundo. La acción educativa es construcción,
pero en esta construcción el educador desempeña un papel secundario, pues
el verdadero constructor de su vida es el mismo educando y para ello se sirve
de la experiencia, del consejo y de los conocimientos que el educador le
transmite.

3. Transformar el mundo, construir personas

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Hubo un tiempo, según Karl Marx, en que los filósofos se limitaron a
contemplar pasivamente el mundo, en lugar de transformarlo en un lugar justo
y fraternal. El juicio de Marx en torno a los filósofos es certero, hasta cierto
punto, pero esta crítica no puede lanzarse a los educadores, pues los
educadores nunca se han limitado a contemplarlo desde la pasividad, desde la
cómoda butaca de observador imparcial, sino que han tratado de transformarlo
con sus manos, a través de su acción cotidiana en el mundo.

A estas alturas, sabemos de sobras que las grandes utopías, las utopías
de verdad, no se forjan en los escritos filosóficos, sino en la acción constante y
tenaz. Donde hay acción educativa, hay voluntad de cambio, hay deseo de
transformación.

El fin de la acción educativa es la construcción de la persona, pero la


persona se desarrolla, crece y se desenvuelve en un mundo, que no solo es un
espacio natural, un bosque o una selva, sino un espacio humano, un mundo de
valores, de creencias y de ideas. Solo es posible construir a la persona en un
mundo humano, en un mundo ordenado y armónico.

El marco escénico donde vive y crece el ser humano no es, en absoluto,


accidental, sino todo lo contrario, es fundamental. Por ello la segunda finalidad
ineludible de la educación, tan importante como la primera, consiste en la
transformación del mundo, en lograr que este mundo que habitamos sea más
humano, más justo, más equitativo, más transparente, más ecológico. Solo es
posible transformar el mundo transformando a las personas que viven en él,
sus hábitos, sus valores y sus conocimientos, y por otro lado, solo es posible
construir a las personas en el seno de un mundo humano.

Transformando el mundo, el ser humano se perfecciona a sí mismo,


crece en autoconciencia y libertad, viene a ser más él mismo. La tarea de
transformar el mundo se le impone con la misma responsabilidad absoluta de
hacerse a sí mismo, es una misión que interpela a su libertad y no un mero
resultado de su instinto de conservación o de progreso. Pero el hombre no
logra realizarse plenamente en ninguna decisión concreta de su obrar
intramundano.

Ninguna conquista de su acción transformadora del mundo representa


para él la última etapa; las supera en el acto mismo de alcanzarlas. Su
esperanza va siempre más allá de sus esperanzas; camina delante de ellas.
Entre la tensión radical de su espíritu, que le impulsa a obrar, y los resultados
concretos de su acción en el mundo hay un desnivel insuperable.

Educar es, en este sentido, inquietar el espíritu del educando, poner en


su alma la voluntad de ser él mismo, la voluntad de saber más del mundo y de
todo cuanto le rodea. Existen deseos en minúscula y Deseos en mayúscula. Es
preciso ayudar al alumno a descubrir esos Deseos que le harán realmente feliz,

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porque la felicidad humana jamás puede colmarse con deseos de baja
intensidad.

Sin embargo, solo es posible educar auténticamente con una buena


dosis de realismo y, para ello, debemos considerar muy atentamente las
paradojas que se dan en el mundo educativo. La labor de construir personas y
de transformar el mundo se desarrolla en un ámbito de tensiones y de
contradicciones que deben contemplarse con serenidad para llevar a cabo las
propias finalidades de la acción educativa.

4. Pedagogía de la liberación

Es necesario educar para el ejercicio de la libertad responsable, para el


desarrollo de la auténtica liberación del ser humano. No es posible la
construcción de la persona ni la transformación global del mundo sin una
educación para la libertad o, más concretamente, para la liberación. Es
primordial introducir la liberación entre los objetivos de la acción educativa,
pues este constituye un aspecto ineludible en el desarrollo del universo
personal y en la edificación de un mundo más humano.

Desde mi perspectiva antropológica, el ser humano está llamado a ser


libre, a vivir libremente su existencia; pero ello implica una ardua tarea
educativa que exige un cuidado especial por parte de los educadores. La
liberad, en el sentido esbozado aquí, no es un hecho evidente, no es un factum
de la vida social, política y personal, sino una posibilidad, una apertura
existencial que tiene el ser humano —y solo el ser humano— y que debe llevar
a término. Ahora bien, solo es posible convertir esta posibilidad en realidad a
través del esfuerzo, de la tenacidad y, a menudo, del sufrimiento.

La libertad constituye, en cualquier caso, un horizonte de sentido, un


ideal por el que merece la pena esforzarse y luchar. Pero no debe considerarse
una realidad dada y determinada con antelación, sino más bien una posibilidad
cuyo alcance requiere esfuerzo y tensión por parte del sujeto.

Educar para la libertad consiste en educar para la transformación del


mundo desde la voluntad humana. Quien desarrolla la acción educativa parte
de la idea de que educar tiene sentido, porque a través de esta acción es
posible transformar, aunque solo sea microscópicamente, la realidad social,
cultural, moral, política y religiosa.

En el arduo debate en torno a los límites y posibilidades de la libertad, es


preciso distinguir entre la libertad y la arbitrariedad La tarea de educar para la
libertad requiere la introspección, el conocimiento de uno mismo y la firme
voluntad de ser auténtico. Nada tiene que ver la libertad con la anarquía
personal y social, con dar rienda suelta a los instintos (hacer lo que se quiera,

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lo que nos gusta), ni con el rechazo de cualquier norma o de cualquier
autoridad; y menos aún con la huida o la renuncia.

La libertad es la condición en la que el hombre se realiza como sujeto,


esto es, como meta, autor y norma de su propia acción y de la acción de la
comunidad. No designa solo una capacidad o un derecho radical, sino una
situación personal y social de madurez que hace posible, de un modo concreto,
el ejercicio de esta capacidad y de este derecho.

Para captar la originalidad de este ideal que se llama libertad, es


esencial comprender la libertad no como un medio, sino como un fin. La liberad
no está orientada a conseguir un bien, sino que ella misma e el bien que hay
que hacer; o mejor dicho, que hay que ser. No es un valor que exija fundarse
sobre otros valores, sino un valor digno de ser buscado por sí mismo, es un
valor fundamental.

Afirmar la libertad como fin significa concebirla como un valor al que no


se puede renunciar, como un imperativo categórico; un valor, por consiguiente,
que no puede ser sacrificado a otros valores, sino que debe armonizase con
ellos. La libertad se convierte, por tanto, en criterio de valor en sí misma. Y esto
significa que lo que no respete la libertad, lo que impida al hombre ser él mismo
es un no-valor; y por el contrario, es un valor lo que contribuya a la liberación.

Es preciso educar para la libertad responsable, para la libertad entendida


como proyecto existencial, pues solo desde la continuidad en el tiempo se
pueden definir el sentido y la orientación de una vida. La singularidad de un ser
humano, su identidad personal no se define puntualmente, es decir, partiendo
de una determinada decisión tomada en un momento dado, sino que se define
a partir de una cadena de decisiones y de acciones que le conducen a una
determinada situación.

La libertad se construye a lo largo del tiempo y con pequeñas decisiones


que van configurando el rumbo de una vida personal, única y singular. Las
decisiones puntuales y concretas tienen valor ene l contexto global del
proyecto personal, aunque aisladamente puedan parecer inconexas. La libertad
se forja día a día, y solo desde la continuidad es posible definir una vida como
libre o como esclava.

El educando necesita ser acompañado para descubrir la seriedad de la


libertad, la seriedad del proyecto existencial. Uno puede argüir con razón que lo
que da seriedad a la vida humana son el sufrimiento, la angustia, la
enfermedad y, sobre todo, la muerte. Pero también se la da el ejercicio de la
libertad. Cuando uno se da cuenta de que debe decidir, de que debe liberarse
de todo cuanto le impide desarrollarse, de que esto le afecta directamente a él
mismo y a nadie más que a él; cuando uno se percata de que el tiempo de su

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vida es limitado y de que no sabe cuándo terminará su existencia, entonces
cae en la cuenta del carácter serio que tiene la existencia humana.

La seriedad se relaciona directamente con la experiencia de la libertad y


con la experiencia de la finitud temporal. Todo ser humano se da cuenta, en un
momento de su vida, de que no dispone de una eternidad para desarrollar su
proyecto existencial, sino que el tiempo transcurre de un modo irreversible y
resulta imposible recuperar las etapas del pasado.

La elaboración del proyecto vital es el único camino que puede dar


sentido, identidad y singularidad a una vida. Uno puede llenar de contenido su
existencia desde distintas perspectivas, puede orientar sus esfuerzos en una
dirección u otra, pero solo si es tenaz en su esfuerzo y tiene continuidad en el
tiempo, llegará a alcanzar una identidad y una singularidad en el mundo.
Educar para la libertad es, pues, educar en el esfuerzo, en la tenacidad, en el
sentido de la responsabilidad, en el valor de la singularidad y en el deber de
expresarla en un mundo plural y distinto.

La libertad no es, pues, un atributo de la naturaleza humana (presente


como tal en todos), sino un ideal, una aspiración, una conquista, cuya
posibilidad radical todos hallan en sí mismos. La liberad, por tanto, no
pertenece al orden del ser, sino al del deber ser, al orden del valor. No es un
ideal abstracto, sino un ideal que coincide con la madurez humana y social. Es,
por tanto, el objetivo de las tendencias del hombre y de la sociedad orientada
hacia su edad adulta.

La libertad se relaciona intrínsecamente con la idea de intrínsecamente


con la idea de proyecto existencial. La libertad no es un acto puntual, no se
refiere a una decisión concreta en un momento dado, sino que la libertad se
refiere a la integridad de la vida humana y por ello debe relacionarse con el
concepto de proyecto. No hay vida humana sin proyecto y cada cual tiene
derecho a delimitar y a definir el sentido y la orientación de su proyecto. La
noción de proyecto se refiere siempre a un futuro que no está definido ni
precisado con antelación, sino que puede tener formas y caracteres diferentes.

La voluntad es la raíz, la fuerza motriz y el impulso del proyecto


personal. Para llevar a cabo el proyecto existencial es imprescindible la
voluntad, pero también el entendimiento y la memoria, ya que no es posible
orientarse hacia los propios fines si uno no es capaz de pensar reflexivamente
en torno a los cauces y a los riesgos de su andadura personal.

En la realización del proyecto existencial, es central el peso de la


memoria, esto es, el legado de las experiencias vividas, ya que permite orientar
las acciones del futuro en una dirección u otra, asumiendo los logros y los
aciertos el pasado. Voluntad, memoria y entendimiento constituyen las tres

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columnas vertebrales de cualquier proyecto vital. Ser libre requiere voluntad —
esto es, fuerza e ímpetu— entendimiento y reflexión, y finalmente, memoria.

El ser humano dispone de un tiempo y de un espacio para la realización


de su existencia, pero no sabe con certeza la duración de su decurso vital. Por
ello, vivir, desde la perspectiva humana, constituye siempre un misterio.

Vivir humanamente significa velar por el propio proyecto existencial y


tratar de convertir la propia vida en una obra de arte única e irrepetible. Por
esto hay que ayudar al educando a convertir su existencia en un proyecto vital.
La ausencia global de sentido que sufren muchos se relaciona con la ausencia
de un proyecto, de una razón por la que merezca vivir, sufrir e, incluso, morir.
Donde hay proyecto, hay sentido. Máxime si el proyecto es personal, único. Y
si uno se siente el protagonista de su realización.

La aspiración a ser plenamente libre presenta, pues, múltiples aspectos:


hacer un proyecto de sí mismo, elegir y elegirse, participar activamente en la
construcción del propio destino asumiendo la responsabilidad y el riesgo que
lleva implícito; poder explorar las mejores energías propias, lograr un desarrollo
pleno desde el punto de vista físico, cultural y afectivo; ser uno mismo, vivir con
autenticidad, esto es, de acuerdo con las propias aspiraciones profundas,
conscientes e inconscientes, en fidelidad para consigo mismo y no en una
situación de frustración y de falsedad…

5. Luchar contra las formas de alienación

Al utilizar el término liberación, no nos referimos solamente a la libertad


social, política, religiosa, comunicativa o educativa; sino a la práctica de una
libertad mucho más radical, mucho más arraigada en la estructura del ser
humano y que, simultáneamente, es condición de posibilidad de cualquier
elección enteramente libre.

La tarea de la liberación no se identifica con la simple tarea de elegir


entre un abanico de posibilidades. No se refiere, por lo tanto, al ejercicio del
libre albedrío, sino a la construcción de un itinerario singular, original y personal
que permita al ser humano ser él mismo y no unan expresión servil o
enajenada de otros fines.

Liberarse significa cortar las ataduras que mantienen al ser humano en


un estado de vasallaje. Educarle es ayudarle a cortar estas ataduras,
acompañarle a liberarse de todo cuanto le mantiene en un estado de minoría
de edad. La liberación y la mayoría de edad se relacionan íntimamente.
Cuando el ser humano es capaz de vivir autónomamente y de tomar decisiones
sin miedo, ha alcanzado la mayoría de edad en el sentido moral del término.
Liberarle de los tópicos, prejuicios, tabúes, miedos y angustias que le

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mantienen en un estado de minoría de edad es una exigencia en la acción
educativa.

De lo que se trata es de transformar el mundo en otro más humano, más


cálido, más justo, más digno, más enteramente libre. Y ello solo es posible
poniendo bajo sospecha los mecanismos y las estructuras que obstaculizan o
mutilan el desarrollo de la persona. Es obligado, pues, ayudar al educando a
tomar conciencia de los múltiples elementos que, de un modo u otro, enajenan
el ejercicio de su libertad y le convierten en un siervo pasivo de un sistema o de
unas estructuras. En esta toma de conciencia, la contribución del educador
consiste en abrir los ojos del educando y mostrarle lo que desconoce o lo que
no quiere conocer de la realidad.

Educar para la libertad radical, esto es, para la liberación, significa


deconstruir los vasallajes que obstaculizan la plena realización del ser humano
en el mundo; los vasallajes de orden social, económico o político. Únicamente
es posible transformar el mundo y construir la persona desde la lógica de la
liberación; es decir, desde la crítica de los sistemas de vida y de pensamiento
que vulneran la dignidad humana y convierten al ser humano en un siervo o en
un esclavo de otros fines de orden no humano.

La libertad radical se define por oposición al estado de alienación, en el


que el hombre se halla en mayor o menor medida. La tomad e conciencia de
esta situación, personal y social, es punto de partida obligado del proceso de
liberación. La idea de libertad humana, con su contenido positivo, encierra
también un contenido esencial negativo que guarda relación con la condición
original.

La alienación, en efecto, es la situación de aquel que no es plenamente


él mismo, que no realiza sus mejores y más originales posibilidades, que
reprime y malgasta sus propias energías. Se expresa en formas más o menos
conscientes de frustración o de fracaso. En la raíz está el hecho de no poder
elegir, de no tener iniciativa sobre la vida propia, de estar “expropiado” en el
sentido más radical: abdicación, pasividad, sentimiento de no ser un sujeto sino
un objeto.

La alienación, por tanto, consiste en un estado de dependencia. Sin


embargo, no toda dependencia es alienante; lo es tan solo aquella que dificulta
el pleno desarrollo del hombre, que hace de él un esclavo, un perpetuo menor
de edad, impidiéndole acceder a la madurez.

6. Acoger la vulnerabilidad del educando

El educando es, desde muchas perspectivas, más vulnerable que el


educador. Por de pronto, tiene menos conocimientos y está menos cultivado
por la vida. Educarle responsablemente significa considerar su vulnerabilidad y

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articular un lenguaje y transmitir unos contenidos que la tengan en cuenta. Si
uno actúa irresponsablemente, sin considerar la debilidad ajena, puede
provocar algún daño a ese ser vulnerable.

Cuando la acción educativa se desarrolla de un modo irresponsable, sin


considerar los efectos que pueda tener sobre el educando, se producen males
que pueden ser irreversibles. Los estereotipos, los tópicos y los prejuicios
también se transmiten en la educación y si el educador no es capaz de
ponerlos en entredicho y superarlos, es decir, sin o es capaz de obrar
responsablemente, está contaminando a las nuevas generaciones con sus
tópicos y sus prejuicios. Y ello, cuando el educando es un ser vulnerable e
indefenso, tiene efectos muy graves.

La responsabilidad se relaciona intrínsecamente con el ejercicio del


saber y del poder. Poder y saber están mutuamente implicados. Cuanto más
saber, más poder, es decir, más capacidad para hacer y deshacer. Por lo
mismo, tiene más responsabilidad quien tiene más poder, porque su acción o
su decisión pueden afectar negativamente a un conjunto más amplio de
personas. Y, en consecuencia, cuanto más poder se posee, más conciencia de
la responsabilidad se debe adquirir.

En el ejercicio de educar interviene un conjunto plural de profesionales


procedentes de distintas disciplinas. Es una evidencia que la intervención
pluridisciplinar mejora ostensiblemente el proceso educativo. Sin embargo, ello
obliga a una delimitación muy precisa de las responsabilidades de cada cual.
Por esta razón, deben relacionarse directamente los poderes y los saberes con
las responsabilidades. Esta delimitación no es tarea fácil, pero es necesaria
para evitar una mala praxis, que resultaría negativa para el sujeto vulnerable,
esto es, para el educando.

Aquí tienen un enorme valor las palabras de Hannah Arendt cuando


afirma que “la educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo
lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la
ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y
los jóvenes, sería inevitable”.1

En efecto, a través de la acción de educar expresamos nuestra


responsabilidad frente al mundo, nuestro compromiso con la historia y con las
generaciones venideras. Cuando educamos, no solo hemos de
responsabilizarnos de quienes tenemos delante, sino de quienes no están ahí,
pero que algún día nacerán y habitarán nuestro mundo. Debemos educar
pensando no meramente en los presentes, sino en las generaciones venideras.

1
H. ARENDT, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península,
Barcelona, 1966, p. 208.

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Obrar responsablemente es actuar considerando las consecuencias de
los propios actos no solo hic et nunc, sino en el futuro inmediato y en el lejano.
Como dice Dietrich Bonhoeffer: “Hay que dirigir valientemente la mirada al
próximo futuro, hay que considerar seriamente las consecuencias de la
acción, así como intentar un examen de los propios motivos, del propio
corazón. El ‘debe’ no puede sacar el mundo de quicio sino realizar lo necesario
en el lugar dado con la vista puesta en la realidad” 2.

Mediante la educación, la cadena generacional sigue viva y la


transmisión de saberes y de valores se mantiene fresca.

7. Educar el sentido de responsabilidad

Uno de los máximos representantes de la ética de la responsabilidad es


el filósofo alemán de origen judío, Hans Jonas. Este autor se plantea elaborar
una ética para la sociedad tecnológica y desarrolla un discurso moral cuyo
centro de gravedad es la idea de responsabilidad. Su obra ha tenido un gran
influjo en la ética biomédica y en la bioética fundamental y clínica.

Para caracterizar la idea de responsabilidad de Hans Jonas, puede


resultar un buen itinerario empezar describiendo lo opuesto, es decir, la acción
irresponsable. Hans Jonas propone un acercamiento negativo al concepto,
para acotarlo posteriormente de un modo positivo.

Obrar de modo irresponsable significa actuar sin considerar las


consecuencias que puede tener mi acción para otro ser humano. Hans Jonas
pone, entre otros ejemplos, el del conductor de autobús. El conductor de
autobús conduce irresponsablemente cuando va muy rápido por el centro de la
ciudad y no tiene en cuenta a sus pasajeros, especialmente a los más
vulnerables, ancianos y niños, que pueden ser víctimas de un frenazo brusco.
La irresponsabilidad es, por ello, el olvido del otro; más aún, el desprecio hacia
su dignidad.

La responsabilidad implica deber. Escribe Hans Jonas: “El concepto de


responsabilidad implica el de deber, primero el de deber-ser de algo, después,
el de deber-hacer de alguien en respuesta a ese deber-ser. Es prioritario,
por tanto, el derecho intrínseco del objeto. Solo una exigencia inmanente al ser
puede fundar objetivamente el deber de una causalidad transitiva en el ser” 3.

En efecto, la responsabilidad se relaciona con el deber. Es un deber


moral ser responsable de la propia acción, pero este deber se relaciona
directamente con el deber-ser de algo. El niño debe ser con el tiempo un
adulto, pero solo alcanzará este deber-ser si alguien —sus padres, los

2
D. BONHOEFFER, Ética, Estela, Barcelona, 1968, p. 163.
3
H. JONAS, El principio de responsabilidad, Paidós, Barcelona, 1995, p. 215.

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educadores institucionales— cuida a ese niño de un modo responsable, es
decir, si desarrolla de un modo adecuado su deber-hacer.

El ser humano, por necesitado, crea responsabilidad. Ser responsable


de alguien no significa responder, simplemente, a sus necesidades de ahora,
sino también a sus necesidades futuras, porque el ser humano es, ante todo,
proyecto de sentido volcado hacia el futuro.

La primera responsabilidad, la más elemental de todas, es la


responsabilidad por la vida. Soy responsable de la vida de otro ser humano,
soy responsable de la vida de la naturaleza y no puedo ponerla entre
paréntesis con mi acción. Si mi actuar en el mundo pone en peligro la vida del
otro o la de la naturaleza, mi actuar es irresponsable, porque no asume las
consecuencias negativas que puede tener.

La responsabilidad moral es máxima cuando se refiere a la vida humana,


porque la persona es un fin en sí misma. Ello no significa que el sujeto moral no
tenga responsabilidades para con la naturaleza, pues, al fin y al cabo, la
naturaleza es su hogar, es el lugar donde el ser humano debe vivir y
desarrollarse a sí mismo. No estoy legitimado para hacer lo que quiera con la
naturaleza, porque también la naturaleza, como toda la realidad física, es
vulnerable.

La responsabilidad es deber de cuidar. Escribe Hans Jonas:


“Responsabilidad es el cuidado, reconocido como deber, por otro ser, cuidado
que, dada la amenaza de su vulnerabilidad, se convierte en preocupación”.4

La responsabilidad se puede definir, siguiendo su tesis, como el deber


de cuidar a otro ser humano vulnerable. Es un deber que se expresa en el
cuidado, un deber que se convierte en pre-ocupación, precisamente porque
tiene en cuenta el futuro del ser vulnerable.

De esta definición se desprende que la responsabilidad no es una


relación simétrica entre iguales, sino una relación entre seres humanos
desiguales en cuanto a su vulnerabilidad. La responsabilidad se refiere al deber
para con el sujeto vulnerable, al deber de cuidarle, de no dejarle solo. Hay
responsabilidad cuando hay relación asimétrica y el más apto, el más fuerte, si
cabe la expresión, se hace cargo del más débil, le cuida y siente este deber de
cuidarle como preocupación personal.

Hans Jonas distingue dos formas de responsabilidad: la responsabilidad


natural y la contractual. De igual modo que pueden distinguirse un educar
natural y un educar institucional, también existen dos modos de comprender el
principio de responsabilidad.

4
Ibídem, p. 357.

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Hans Jonas lo expresa así: “La responsabilidad instituida por naturaleza,
es decir, la que existe por naturaleza, no depende […] de un asentimiento
anterior; es una responsabilidad irrevocable, irrescindible; y es una
responsabilidad global. La responsabilidad instituida artificialmente, instituida
mediante el encargo y la aceptación de una tarea, la responsabilidad de un
oficio, por ejemplo […], posee un contenido y un tiempo que quedan
circunscritos por la tarea; la aceptación contiene un elemento de elección, a la
que es posible renunciar, de igual manera que la otra parte puede dispensar el
deber”5.

El ser padre o el ser madre no es algo gratuito, no es algo adyacente al


ser humano, sino un atributo que le define, que le caracteriza ontológicamente.
Dicho de otro modo, uno no hace el papel de padre o de madre como si se
tratara de una función social. Uno es padre o no lo es y el hecho de serlo
transforma radicalmente su existencia, su modo de ver la realidad y de estar en
el mundo. El ser padre o el ser madre lleva ínsita una responsabilidad que,
siguiendo a Hans Jonas, debe definirse como natural.

Los padres se sienten naturalmente, es decir, espontáneamente,


responsables de sus hijos y esta responsabilidad no es artificialmente
adquirida, sino que la sienten en su interior, de un modo natural y no pueden
deshacerse de ella. Cuando el niño coge la bicicleta para ir a algún sitio, la
responsabilidad se traduce en vigilancia, en preocupación por lo que se pueda
pasar. Un padre que no se siente responsable de su hijo, que no se siente con
el deber de cuidarle, de atenderle, de preocuparse por su desarrollo integral
como persona, puede calificarse de desnaturalizado, pues, ha perdido la
naturaleza de padre, ha dejado de ser, desde el punto de vista humano, padre,
aunque haya sido causa eficiente en la fecundación de ese ser humano.

Además está la responsabilidad contractual, es decir, la que uno asume


artificialmente en el seno de una institución o en la vida política, social o
ciudadana. El profesor tiene una responsabilidad contractual para con sus
alumnos. El médico la tiene para con sus pacientes y esto significa que debe
preocuparse por ellos, que debe cuidarles y comprender este cuidado como un
deber moral.

La responsabilidad contractual no es menor, en cuanto a su exigencia,


que la responsabilidad natural; es tan incondicional e irrevocable como la otra,
pero esta tiene su origen en la razón y no en el corazón. El padre se siente
espontáneamente responsable de sus hijos y no puede hacer nada para
evitarlo. El profesional debe sentirse responsable de sus destinatarios, porque
racionalmente ha asumido este deber, pero se trata de una responsabilidad
asumida artificialmente. Ello compromete, igualmente, al profesional. Su

5
Ibídem, p. 167.

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profesionalidad —en el sentido moral— depende directamente del ejercicio de
esta responsabilidad.

La acción educativa como el deber de la responsabilidad exige


continuidad en el tiempo. Ser responsable e otro se traduce en una acción
continua e ininterrumpida. El padre que ejerce su paternidad de un modo
responsable siempre está pendiente de su hijo, máxime cuando es menor o
tiene un alto grado de vulnerabilidad.

La responsabilidad contractual también exige continuidad: no una


continuidad existencial, sino una asumida profesionalmente. El asistente, en la
medida en que ejerce su función profesional y social, debe responsabilizarse
continuamente de sus pacientes. La responsabilidad natural afecta de por vida,
mientras que la responsabilidad contractual tiene continuidad mientras dure el
contrato entre las partes.

La raíz etimológica de la palabra responsabilidad es latina y se relaciona


con el verbo responder (respondeo). Ser responsable consiste en responder al
otro, máxime cuando el otro sufre o padece una circunstancia que le hace
vulnerable. La responsabilidad presupone escuchar la llamada, es decir, la
atención al otro, ya que solo a partir de aquí puede producirse la respuesta.
Dicho de otro modo, no hay responsabilidad sin escucha y no hay escucha sin
llamada.

El centro de gravedad de la responsabilidad ética no soy yo, sino el otro.


Asimismo, el punto de llegada de la acción responsable es el otro. La
responsabilidad es, en este sentido, una fuerza extática, pues implica la salida
de sí, la escucha del otro y la voluntad de responder a sus necesidades.

Esta idea tiene repercusiones en el plano educativo, pues educar


responsablemente no significa solo asumir las consecuencias de los propios
actos, de las decisiones libres que uno ha tomado en el pasado, sino asumir
como propias las necesidades, los sufrimientos y las calamidades de los
demás, aunque estos sufrimientos no hayan sido causados por nosotros. El eje
central de la acción educativa debe ser el educando, y una educación
responsable es la que trata de paliar sus necesidades. Por otro lado, una
educación irresponsable tiene un carácter narcisista y egocéntrico.

Esto significa que el motor de la acción educativa no soy yo, sino el otro.
O dicho de otro modo, no debe regularse por el principio de autonomía, sino
por el de heteronomía. El otro marca el ritmo, el compás, y determina las
necesidades que el educador debe tratar de paliar. Cuando la madre escucha
las necesidades de su hijo, cuando el maestro escucha la llamada de su
discípulo y ambos responden a la interpelación ajena, se produce la acción
educativa responsable. Pero, si el maestro es incapaz de comprender esta

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llamada, discurre sin referencias y su acción resulta irresponsable. Ello pide al
educador cautela, prudencia y capacidad de escucha, es decir, atención.

Afirma Dietrich Bonhoeffer: “El responsable se refiere al prójimo


concreto en su posibilidad concreta. Por consiguiente, su proceder no está
establecido de antemano y una vez por todas, es decir, a modo de principio,
sino que surge con la situación dad. No dispone de principio alguno
absolutamente válido, que tendría que poner en práctica fanáticamente contra
toda oposición de la realidad, sino que trata de captar y de hacer lo que es
necesario, mandado, en la situación dada”.6

La situación dada no es para el responsable simplemente la materia a la


que él querría imponer, imprimir su idea, su programa; sino que, en tanto
configuradora de la acción, va implicada en la actuación. No se trata de realizar
un bien absoluto sino que corresponde a la modestia del que actúa
responsablemente preferir un bien relativo a un mal relativo, y saber que lo
absolutamente bueno puede ser precisamente lo peor. El responsable no tiene
que imponer a la realidad una ley extraña, sino que más bien la conducta del
responsable es, en sentido auténtico, conforme a la realidad.

La conformidad a la realidad no debe interpretarse como vasallaje. Sería


lo contrario a la responsabilidad. Reconocimiento de lo fáctico y oposición ante
lo fáctico están indisolublemente unidos en una conducta auténticamente
conforme a la realidad. La razón estriba en que la realidad no es un primer
término y definitivamente algo neutro, sino lo real.

6
D. BONHOEFFER, Ética, Estela, Barcelona, 1968, p. 159.

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