Está en la página 1de 153

....

~< ~
.,,_ ~ ~ '· .~
1 ~.
; '< !P.
1_\~ ~

CAZAS SALVAJES AFRICANAS
LA CAZA DE LOS BOSJESMANS

LOS INFORTUNIOS DE UN NATURALISTA

LA CAZA DE FIERAS

Estudios de costumbres hotentotas y de historia natural africana


Versión esps.t'l.ola por

M. PONS FÁBREGUES

CON PERMISO DE LA AUTORIDAD ECLESIÁSTICA

BARCELONA
bt'PRENTA DE HENlUOH Y C.•, EN COMANDITA
Calle de Córcega. uum. 348

38"91
i
1

i
:

.[
CAZAS SAL VAJES AFRICANAS
1
46450 :t.·~~.
~.
~-h~=­
\\7
CAZAS SALVAJES 1\FRICANAS
LA CAZA DE LOS BOSJESMANS

LOS INFORTUNIOS DE UN NATURALISTA

LA CAZA DE FIERAS

Estudios de costumbres hotentotas y de historia natural africana


Versión española poi>

M. PONS FÁB REGUES

CON PERMISO DE LA AUTORID! D ECLESÚSTIC!

BARCELONA

IMPRENTA DE HENRICH Y C.•, EN COMANDI TA


Calle de Córcega, núm. 348
VICARIATO CAPITULAR DE LA DIOCESIS
DE BARCELONA

Nihil obstat. El Omsor, FRANCISCO DE P. RmAs Y SERVET, Pbro.

Barcelona 11 de Agosto de 1914.

Imprímase: El Vicario Capitular, JosÉ PALMAROLA. -Por mandado


de Su Sría., Lrc. SALVADOR CARRERAS, Pbro., Serio. Cano.
LA CAZA DE LOS BOSJESMANS
'
\

\
~1 e ,
IC Lsahr de
VISitar el cammo por el
Nordeste, distanc.a, las
or il un océano se atravresa prune-
ra el Zwell¡mdal(l, el Houtruquasland, el
Sits ma, el JYakelfamma, y después de pasar por
el vado el Zon-d gs-rivier, sfi lleg\' a Plettenberg, sobre los límite>
orientales de las posesione,Jingl¡fsas, sepm·ado de la C~a por
el Grootevisch¡Fivier. En ,fJ. transcurso de este viaje de algunos
c~ntenares detleguas, enJuént/anse por todas partes . carreteras
bien trazadvt:· y~e ular~ente: ..; cmdadas, vastos domunos .perfec-
tamente cul ado cas!ls de>campo elegantes y cómodas y una
hospitalida muy aceptable: Al viajero le re~iben no groseros
boers (colonos, e pe.¡linos, ilabradores), sino hosteleros de exqui-
sita urbanidad, etiníetres de guantes amarillos y encantadoras
señoritas, que 1~' nseñan e iario de la M oda, de París, que disertan
con él acerca e música y que ejecutan ltl piano Erard un con-
cierto de Lisz o de Be howen.
Cuando t~ies seduc ones hayan retardado su viaje, y lo em-
prenda de n\\")VO por ·! noche, oirá quizá el gañido del jacal en las
lejanas mor¡,tañas~.· li¡.
qu· á entreverá, a la luz de la luna, la sombra
do "~ hWM d ' dore do'"" do loo moW"oJ~; poo "' J.


CLZAS SALVAJES AFRIOANAS -,1

aterrorizarán ni los rugidos de los leones y los leopardos, ni el


pesado paso del elefante, ni la brutal carrera del rinoceronte, ni
el mugido .iel hipopótamo; todos estos peligrosos monstruos han
retrocedido ante la civilización. No vaya, sin embargo, más allá
de Plettenberg, porque esos animales retroceden muy lentamente
y, a partir de alli, disputan todavía palmo a palmo el terreno
invadido por los colonos, como voy a probarlo contando, según
mi costumbre, una historia muy verídica.
Era un atardecer; el sol estaba a punto de ocultarse tras las
montañas de Camdebo-veld, cuando un t'go o joven, oculto desde
hacía más de una hora en una tupida espesura de esas cañas pal- ·
mitas (Acorus palmites, Linn .), así llamadas porque sus largas
hojas están colocadas en forma de sombrilla en el extremo de Jos
tallos, como las palmeras, que obstruyen el Jecho de Jos ríos en
esa parte de Africa, salió de repente de entre ellas y echó a co-
rrer con rapidez. li

- ¡T' lcatsi, t' katsi! - murmuraba; - ¿es posible que un pobre


bosjesmán (esclavo fugitivo o cimarrón) no pueda dormir un mo-
mento entre esas cañas, sin que un t'gao (hipopótamo) feroz le sea
enviado por un hechicero pagado por su amo1
La palabra t' katsi, intraducible al español, es· el epíteto más
ultrajante, el más injurioso que un hotentote pueda dirigir a al-
guien o a algo cuando esta initado. Lo aplica sin distinción a los
hombres, a Jos animales, a la lluvia, al rayo, sobre todo cuando
amenaza a este último con lanzarle una piedra, una saeta, o senci-
llamente uno de sus zapatos.
,., • Cuando el joven se halló a doscientos pasos de las cañas, se
detuvo al ver un espantoso monstruo que salia del agua sa.Jobre _,J.
del río y que avanzó por la llanura lanzando horroroso grito
que tiene mucha analogía con el relincho de un caballo. Su ta-
maño alcanzaba once pies de longitud por diez de circunferencia;
su enorme vientre arrastraba casi por el suelo y abría una boca
desmesuradamente grande, armada de dientes de marfil, cuyos ca-
ninos tenían por Jo menos un pie de longitud; sus ojos eran peque-
ños, pero relumbraban, y su piel, absolutamente desnuda, era de
un negro pizarra. Como el joven sabía que o! hipopótamo
(Hippopotamus nmphibius, Lin.), el mayor de Jos mamíferos des-
pués del elefante y del rinoceronte, que habita las aguas profun-
das de los ríos durante el día y sólo sale de poche para ir a pacer,
nadando y zambulléndose con la mayor facilidad, es más brutal
CAZAS SALVAJES AFRIOAN AS

que feroz y no ataca jamás a menos de que se interpongan en su


camino, preocupóse poco del animal, y reanudó la marcha para
ganar la carretera; pero antes tuvo la precaución de subirse sobre
un cono de tiena fabricado por una república de térmites, insec-
tos que tienen mucha analogía con las hormigas, y que con arci-
lla deshecha se construyen habitaciones cónicas, altas a veces de
siete u ocho pies, que, al secarse, se vuelven tan duras, que un
pobre bosjesmán tiene dificultad en romperlas para apoderarse
de los insectos y sus larvas, que son para él opíparo manjar.
Desde allí el joven echó en torno suyo, y tan lejos como pudo,
escudriñadora mirada, para asegmarse de que ningún boer recorría
la llanura. El encuentro de un colono hu hiera sido para él mil
veces más peligroso que el de un t'gao, porque en aquella época,
jamás un campesino holandés dejaba de perseguir, como a un lobo,
a cualquier desdichado bosjesmán, y de matarle sin piedad donde-
quiera lo hallase.
Pero opino qúe ya es tiempo de que trabemos conocimiento
con Kiés, o sea el joven en cuestión, principal héroe de esta verí-
dica historia. Por sus cabellos, más lanosos si es posible que los de
un negro de Guinea, por su piel .de un moreno claro, su cara trian-
gular, sus pómulos salientes, sus ojos separados, vivos, negros y
algo oblicuos, sus dientes magnificos y blancos como el más puro
esmalte, su nariz un poco achatada y sus labios prominentes,
se le hubiera conocido en segúida como un khoé-khoep (nombre que
se dan los hotentotes), si la pequeñez notable de sus pies y manos
no hubiesen delatado su origen. No tenía ni la elevada estatura
ui el color negro de un cafre, pero su cuerpo era perfectamente
proporcionado, y aunque delgado, sus músculos robustos y bien
marcados anunciaban tanta fuerza como ligereza.
Poco satisfecho quedará el lector por lo que respecta al traje
del joven, pues consistía sencillamente en un kros o capa de piel
de carnero echada con negligencia sobre sus hombros y que le
llegaba hasta los muslos; en un t'dirip, que literalmente traducido
significa chacal y está hecho de la piel ele ese cuadrúpedo, que
le ser>ía para velar lo que el pudor exige esté oculto; y en un
cinturón que le ceñía el cuerpo por sobr e las caderas, sosteniendo
dos tiras de cuero, triangulares, de diez y ocho pulgadas de lon-
gitud, anchas ele tres en su mayor diámetro, qu e está abajo, pen-
dientes por detrás.
¿He de contar también como vestido una espesa capa ele grasa
10 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

de carnero mezclada con un poco de h,ollin, que le embadurnaba


todas las partes del cuerpo, espolvoreado con el polvo aromático
de bouckou, el cual está compuesto con las hojas y la cor-
teza tierna de varias especies de diosma secas y pulverizadas!
Su calzado, de fabricación muy ingeniosa, consistía en una pieza
triangular de cuero crudo, levantada en torno del pie y cubriendo
los dedos por encima con auxilio de un cordón. que pasa dentro
de una corredera al rededor de la parte que for'ffia el empeine.
Los hotentotes fabrican esos t'noaka (zapatos) con el cuero
acabado de arrancar de un rinoceronte, de una cebra, de un león,
de un búfalo o de cualquiera otro aninral de gran tamaño. Esta
piel, al secarse, se amolda al pie y forma un a manera de zapato
muy ajustado, muy cómodo y de larga duración. Finalmente,
llevaba la cabeza cubierta con un ligero t'aba o gorra, hecha con
la piel blanca y rayada de una ceqra o de un cuagga, aninral este 1

últinro más parecido por sus formas generales al caballo que la


cebra y menos bravío. Se domestica con bastante facilidad, se
mezcla con el ganado ordinario y le protege contra las hienas.
Si percibe una de éstas, se arroja sobre ella, la golpea con los pies
delanteros, la derriba, le quiebra los riñones con los dientes, la
patea, y no la abandona sino después de haberla muerto .
Del cuello de Kiés colgaba un pequeño saco de piel de hiena,
que contenía una t'nov o pipa, cuyo cubo, de tierra, estaba ajus-
tado a un cuerno de alce-gacela; algunas hojas de cáñamo, secas,
que hacían las veces de tabaco; un t'nora, o cuchillo de fabricación
europea, un eslabón, una caja de yesca, y algunos hierró~ de
azagaya comprados en el Cabo. Por toda arma, el t'go llevaba
en la mano un bastón puntiagudo, al extremo opuesto del cual
estaba adaptada una gruesa piedra redondeada, formando cabeza
de martillo, de peso casi de un kilogramo y agujereada por el
centro.
Por lo demás, ' ese instrumento parecía más propio para demoler
los montículos de las térmites y desenterrar raíces que para de-
fenderse contra los animales feroces. Por este bastón se conocía
que era un bosjesmán u hombre de las breñas, es decir, un kobbo
(esclavo) fugitivo, y no como creía Sparmann, en su Viaje al Cabo
de Buena Esperanza, un hombre de la pretendida nación de los
bosjesmáns, nación que jamás ha existido, lo propio que sus hoten-
totes chinos.
Después de asegurarse de que era el úníco ser humano en el

1
CAZAS SALVAJES AFRICANAS ll

desierto, Kiés escogió el mal camino que conduce de Plettenberg


a Camdebo y se puso en marcha a paso ligero para continuar su
largo viaje. Para escapar a la esclavitud, y también por otra razón
que luego sabremos, el desdichado se había atrevido a emprender,
solo y sin armas, un trayecto de más de cien uurs, como unas 250
leguas, a través de abrasados desiertos muy a menudo sin agua,
en que se encuentran a cada paso los animales más feroces y más
temibles de Africa, es decir, del mundo entero.
Aquel hermoso joven (pues . poseía todas las perfecciones de
la hermosura hotentota) había nacido libre en los bosques del
Sneeuw-Bergen. Contaba seis años cuando su kraal (lugar com-
puesto de diez a cincuenta chozas, colocadas casi siempre en cír-
culo, de manera que quede en el centro una especie de plazuela
pública o gran patio, cerrada por empalizadas con objeto de abri-
gar durante la noche el ganado sin temor a los leones, leopardos
y hienas) fué atacado, sin ningún motiv.o, por algunos boers holan-
deses, quienes, según costumbre de aquellos buenos tiempos,
mataron a tiros a los ancianos, las mujeres encintas y las que te-
nian más de treinta años; en fin, todo lo que amenazaba hllfler la
menor resistencia.
Aquellos bravos cazadores, después de haber muerto intrépida-
mente a unas cincuenta personas indefensas y sin armas, repar-
tiéronse los prisioneros y se los llevaron a sus viviendas para au-
mentar el número de sus fieles esclavos y, por consiguiente, sus
riquezas. De este excelente método de enriquecerse resultaba no
obstante un pequeño inconveniente, o sea que cada noche los
dueños de las habitaciones veíanse obligados a atrincherarse en
su dormitorio y a colocar en torno de su lecho pistolas y fusiles
cargados y dispuestos a hacer fuego, para defenderse en cuantas
ocasiones los buenos esclavos tenian la veleidad de asesinarlos
para recobrar la libertad. Estas precauciones, sin embargo, no
impedían que de vez en cuando los kobbo cortasen el pescuezo a
más de algún bravo boer.
Sea como fuere, Kiés fué vendido a un mercader del Cabo,
que habla ido a Camdebo para comprar trigo, y desempeñado
un papel muy activo en aquella pequeña expedición contra
los salvajes, pero con intenciones del todo desinteresadas y
puramente como diversión, según decía él mismo. Condujo el
muchac"ho al Cabo y, debemos decirlo en justicia, lo educó con
bastante dulzura. Resultado de ello que Kiés, hecho hombre, se
12

ligó sinceramente a él, tanto como puede hacerlo un kobbo, y pro-


bablemente que, por una rara afección, pero no sin ejemplo, hu-
biera hecho el sacrificio de su libertad , si otro afecto, más natural
y legítimo, no se atravesara en su camino.
La esposa de su t'kou-t'koi (nombre que los hotentotes dan a
su dueño y que equivale a jefe o capitán) era muy piadosa, lo que
n o impeclia que su vanidad fuese también mucha. En París se va
al bosque de Bolonia para hacer ostentación de un hermoso caba-
llo, a Longchamps para mostrar un elegante carruaje, al bulevar
para dejar ver unos guantes amarillos o un hermoso perro inglés,
a la Opera para ostentar magnificas joyas; en e) Cabo de Buena
E speranza se va a la iglesia para que los ociosos sepan que se tiene
hermosos esclavos. Sin emba.rgo, mijne-vrouw-Plattje (la señora
Plattje) tenía aún otro motivo: esperaba hacer de Kiés un cris-
tiano, y a menudo pasaba horas en instruiJ:Ie en las verdades de
la religión . El joven la escuchaba con la mayor atención, pero
cuando le creía casi convertido, él le responclia:
- Ama, esto puede ser; pero nosotros los hotentotes somos
tan estúpidos que nada podemos comprender; además ¿para qué
preocuparnos con estos asuntos! (l)
Y Kiés, en vez de or ar durante el Oficio, acercábase a la bella
Trakosi, joven hotentota de tres años menos de edad que él, y
hablaban de su país, porque, lo propio que a él, habíanla arreba-
tado en l as selvosas montañas de Sneeuw-Bergen. Cuando Trar
kosi hubo cumplido catorce años, el más tierno amor terció en
sus conversaciones, y cuando tuvo diez y seis, los dos jóvenes
convinieron en pedir a su t' kou-t' koi respectivo el permiso para
casarse.
Este permiso nunca se niega; los dueños, lejos de oponerse al
casamiento de sus jóven es esclavas, las invitan a ello y aun las
impelen aJ libertinaje, para enriquecerse con sus hijos. Por des-
gracia para nuestros jóvenes, el odio que se tenían sus t'ko!<-
t' koi , por rivalidades de comercio, fué más poderoso que su
egoísmo; a pesar de las súplicas de los dos amantes desesperados,
r ehusaron constantemente uniJ:los, y aun tomaron todas las pre-
cauciones im aginables para impedir que se vieran.
No pintaré el dolor de los dos kobbo, las tentativas que hicie-

(1) Histórico. Existen pueblos salvajes que tienen m.uy pocas ideas de religión;
los hotentotes son de este número, y sin embargo creen en los hechiceros, en su
poder sobrenatural y en los sortil egios que pueden lanzar sobre sus enemigos.
CAZAS S ..U. VAJES AFRICANAS 13

ron para conmover el corazón de sus tiranos, los mil pensamientos


siniestros de suicidio, de venganza y de muerte que se fueron su-
cediendo en su exasperada mente. La joven cayó enferma, y mijn-
heer Hupnaer (el señor Hupnaer), su amo, ante el temor de
perder cien rixdales, se apresuró a venderla a un boer, baas Dirk-
Marcus, que regresaba al Camdebo, donde tenía sus propiedades.
Este se llevó a Trakosi, y ya no se habló más de ella en el Cabo (1).
Después de la partida de la pobre niña, creyóse por un ins-
tante que Kiés moriría de pena, pero con gran asombro de todos
no sucedió así. Sin embargo, en su cara veíase la impresión de
negro disgusto; pero no provocó ninguna violenta escena y pa-
reció redoblar su cuidado y su trab"jo para complacer a sus amos.
De esto resultó sencillamente que no le encadenaran, que no se
le sometiese a ninguna vigilancia particular y que, en una her-
mosa mañana, faltara un esclavo a la lista que todos los dias pa-
saba mijnheer Plattje en persona. En vano se le buscó durante
algunos días por la ciudad y sus c·o ntornos; luego el gobernador
le incluyó en la lista de los esclavos cimarrones, envió su filiación
a todos los distritos de la colonia, y ocho días después nadie pen-
saba en él.
Ahora se concibe por qué hemos encontrado a nuestro joven
hotentote en las orillas del río de los bosjesmáns, casi a doscientas
leguas ele la ciudad del Cabo. Sólo nos falta seguirle en el desierto,
en donde le aguardaban numerosas vicisitudes.
Siguió con vigilante paso las orillas del río, cuyas aguas son
salobres; luego, antes que la noche hubiera cerrado por completo,
dirigióse hacia el Este, para atravesar el valle de Niez-hout-kloof.
Allí dejó la carretera y tomó a la izquierda, entre dos montañas,
para ir a refrescarse en la fuente de t' kour-t' keija-t' kei-t' kasibina,
cuyo nombre apunto para dar una muestra de esa lengua hoten-
tota que el viajero Levaillant encontraba tan dulce y tan armo-
niosa, y que otros viajeros, antes que él, habían comparado a los
cloqueos de un pavo . Unicamente debo dolerme de no haber po-
dido indicar más que por el signo t' el insoportable castañeteo de
lengua con que comienza cada palabra, casi cada sílaba.
El crepúsculo comenzaba a cubrir los valles, cuando Kiés se
detuvo de pronto, escuchó un instante y lanzó inquieta mirada

(1) Los hotentotes llaman baas, maestro. no sólo a su dueño. sino también a
todos los jefes de familia, los europeos y las personas a. quienes quieren honrar.
14 CAZAS SAL V.AJES AFRICANAS

en torno suyo. El infeliz percibió entonces, a cien pasos de él, un


enorme t'gamma (león) que iba siguiéndole hacía un instante y
sólo aguardaba la noche para arrojarse sobre él y devorarle. En
aquel desierto salvaje, lejos de todo socorro humano, un europeo
hubiera estado inevitablemente perdido, porque la huída era
tan inútil como imposible la lucha. La inteligencia del khoé-khoep
(hotentote), tan superior a la nuestra en estas ocasiones, sirvióle
maravillosamente. Subióse a las rocas para buscar un lilipkcans,
nombre que se da a la cima de un peñasco a nivel del suelo por
un lado y cortado a pico en precipicio por el otro. En cuanto halló
uno, detúvose y se sentó en el borde.
El león, que le seguía a igual distancia, detúvose también;
entonces Kiés puso su gorra y su capa en el extremo del bastón,
deslizóse un poco hacia adelante y descendió debajo del pico, en
una grieta de la roca, cuidando de mantener enarbolado el bastón
en el mismo sitio que acababa de ocupar y mover suavemente
esa especie de espantajo, para engañar al t'gamma. Esta tenta-
tiva obtuvo todo el éxito que él aguardaba; no permaneció mucho
tiempo en tal actitud, sin oir al león que avanzaba con cautela
y casi arrastrándose, como hace un gato cuando acecha un ratón.
El terrible animal, tomando la capa por el hombre, midió el saJto
con tanta precisión y exactitud, que cayó de cabeza en el preci-
picio, destrozándose. Kiés, triunfante, le miró con aire de orgu-
llosa piedad, levantando los hombros y llamándole ¡t'kaUi,
t'kaUi! (1)
Desde hacía quince días Kiés había Yivido sólo de habas amar-
gas de gayaco negro (Gayacum af.-um, Lin.); de goma de la acacia
nilótica (Mimosa nilotica, Lin.), más común en las demás partes
de Africa que en las orillas del :!<"ilo, a pesar de su nombre; de la
raíz carnosa del da-t' kai, especie del género portulaca, que tiene
aJguna afinidad con la verdolaga de nuestros jardines, pero de
raíces tuberosas; de langostas, de gusanos, feliz cuando descubría
una república de térmites, cuyo cónico montículo arcilloso rom-
pía con el bastón para comerse sus habitantes. Así es que el pobre
viajero quedó satisfechísimo de la captura que debía a su presen-
cia de ánimo. Descendió del peñasco, recogió aJgunas malezas
secas con las que encendió fuego y en un abrir y cerrar de ojos

'

'

__,
't'

CAZAS SALVAJES AFRIOA.l~AS 15

descuartizó al animal, cuya carne gusta mucho a sus compa-


triotas. 1
Mientras que una parte se asaba sobre las brasas, cortó el
resto en tiras tan largas y anchas como le era dable, pero sólo de
un dedo y medio de grueso y las extendió sobre los matorrales
para que el sol del dia siguiente las secara, porque los hotentotes
no tienen otra manera de conservar la carne y demás substancias
alimenticias, pues no emplean la sal cuyo sabor les desagrada.
Tras de tan excelente comida, Kies se sentó entre el fuego y la
roca y se abandonó un rato a ligera somnolencia.
Lo que se dice de la liebre, «que sólo duerme siempre con un
ojo», aplicaríase con más justicia a un bosjesmán. Apenas hizo
caso en un 'principio a los lejanos rugidos de los animales feroces,
que, atraídos por el olor de sus provisiones, descendian de la mon-
taña, para disputarle los sangrientos despojos del t 'gamma. En
su ligero sueño distinguió perfectamente los aullidos de los aard-
wolfs o lobos terrestres (Pmteles Lalandii, Is. Geof.), del tamaño
de un perro de pastor, que atacan los 1·ebaños de gacelas y antílo-
pes y viven también de carroñas; pero no les hizo caso: luego no
le despertaron los ladridos de los nouca (Canis pictus, de Desm.),
llamados perros salvajes por algunos viajeros, menos voraces y
menos cobardes que las hienas, que aun cuando son el azote del
ganado, no atacan nunca al hombre; ni los siniestros aullidos de los
t'himp, el tigre-lobo de los habitantes del Cabo (Hymna capensis,
'1
Desm., Canis crocuta, Lin.), menos salvaje y tan cobarde como
la hiena rayada, no le hicieron abrir los párpados. Pero de repente
1 se incorporó de un salto y levantóse con precipitación, porque
acababa de oir el rugido de un kessaou o leopardo (Felis pardus,
Cuv.) tan a menudo cpnfundido po~ los naturalistas con la pan-
tera, aJ que los boers llaman tigre y los viajeros pantera, por más
que nunca hayan existido tigres ni panteras en Africa. Según
Levaillant, los hotentotes dan al leopardo el nombre de garou-
gamma.
Kiés, justamente alarmado, se apresuró a echar malezas al
fuego para aumentar su brillo , y a arrojar tizones encenilidos en
torno suyo, sobre todo en la dirección ele los matorrales sobre los
que había extendido sus provisiones. Como los animales salvajes
temen todos el fuego , consiguió mantenerlos a distancia durante
la noche; pero sólo cuando el sol se levantó radiante sobre los
1'1 lejanos montes de la Cafrería, fué cuando esos terribles habitan-

fl
16

tes de las selvas se retiraron al interior de los bosques, y cesó de


oir el espantoso concierto de sus diversas voces.
Tranquilizado nuestro héroe, pero molido de fatiga, envol-
vióse en su kros, se tendió sobre el césped, encogió las piernas
hasta aproximar las rodillas a la barba, cruzó las manos por sobre
las piernas y se durmió profundamente, en esa actitud común a
sus compatriotas.
El sol había recorrido la mitad de su carrera cuando el khoé-
khoep despertó; pero ¡ah! ¡júzguese de su sorpresa y desencanto
al ver multitud de t'gha-ip (buitres) y otros t'kanip (aves) de presa
devorar, sobre los árboles vecinos, los últimos restos de su pro-
visión de víveres, mientras que algunos t'goup (Canis megalotis,
Desm.), t'dirip, chacal, kenli (Canis mesomelas, Erxl.) y t'zerdo
(Canis fennecas, Les.) acababan silenciosamente de arrancar los
postreros jirones de carne que Kiés había dejado en el esqueleto
del t'gamma! A tan triste espectáculo el pobre joven quedó sobre-
cogido; pero como el sentimiento de la previsión no está muy
desarrollado en el hotentote, rehízose en breve y prosiguió su ca-
mino.
Todo el dia marchó por un país bastante agradable, porque
está regado por diversos riachuelos que vierten sus aguas, los de
la izquierda, en el río de los Bosjesmáns, los de la derecha en el
t'Kam-t'kay o Grootevisch-rivier. Al anochecer llegó a la linde
de un gran bosque llamado Hassagaye-bosch por los holandeses,
por ser al que los hotentotes y los cafres iban en otro tiempo a
buscar la madera con que fabrican sus mejores azagayas. K.iés se
instaló en las cercanías del bosque, pero no osó penetrar en el
interior, porque sabía se hallaba poblado de feroces t' kaoup o
búfalos, casi tan temibles como los leones.
En efecto, este feroz animal (Bos cafer, Sparm.), tiene el pelaje
duro, recio, espeso, de un moreno obscuro; las orejas están algo
colgantes y cubiertas por los cuernos, que son negros, muy an-
chos y aplanados en su base que cubre la frente. Habita en reba-
ños numerosos los bosques más espesos del Africa meridional,
desde el Cabo hasta Guinea; es mucho mayor que el mayor buey
de Europa y se oculta entre los matorrales, desde donde se arroja
sobre el viajero, lo derriba, lo pisotea, lo destroza con sus cuer-
nos, y se encarniza con los ju·ones de su cuerpo mucho tiempo
después de muerto. Parece que abandona con pesar el cadáver
mutilado, pues antes de alejarse definitivamente vuelve varias
1
CAZAS SAL V AJES AFRICAI{ AS l7

veces, lo estruja con las rodillas y lame la sangre que corre de sus
destrozados miembros.
Kiés buscó en el lindero del bosque el árbol cuyas ramas rec-
tas, ligeras y de madera dura sirven para excelentes azagayas,
especie de dardo de cuatro a cinco pies de longitud, con el cual
un salvaje yerra raramente el golpe lanzándolo a la distancia de
veinte a treinta pasos. Gracias a su destreza y a los hierros de
flecha que había traído del Cabo, pudo en breve reemplazar su
bastón por un arma ofensiva más peligrosa. Aquella noche dur-
mió sobre un árbol y sólo halló un poco de goma para alimentarse.
Hacia las doce del día siguiente llegó a una gran llanura ca.-row,
es decir, quemada por el sol, en donde la vegetación es rara y
pobre.
Entonces moderó su marcha, y después de apretarse el estó-
mago con su cinturón de cuero, tratando de olvidar que no había
comido nada desde la víspera, dirigió escrutadora mirada a todas
las anchas copas de ficóideas (Me.setnb1"ianthemum) , euforbias y
brezos, especies muy conocidas entre nosotros, y que formabán
como pequeños oasis de verdura en medio de aquellas abrasa-
das arenas. Después de algunas horas de observación, percibió
finalmente lo que buscaba: por encima de algunas altas hierbas
vió balancearse una cabeza aplanada, desnuda, callosa, sos-
tenida por un largo cuello cenceño, que de lejos hubiera podido
tomarse por una serpiente; un pico córneo, ancho y plano, dos., •.• '
gruesos ojos redondos y estúpidos, no le dejaron lugar a ninguna
duda.
Acercóse suavemente, ocultándose lo mejor que pudo tras de
los matorrales espinosos; luego, cuando se halló a cuarenta pasos
del monstruo, midió el golpe y lanzó úna azagaya que silbó en el
aire y fué a clavarse en la tierra sin alcanzar su objeto: el pobre
Kiés había sido poco diestro. El avestruz, espantado solamente,
enderezóse inmediatamente sobre sus dos gruesas y desnudas
piernas y echó a correr por la llanura con la velocidad de una
gacela, ayudándose de sus cortas alas . El hotentote conoció por
las plumas deslucidas y grises de su dorso que era una hembra:
corrió al sit io de donde se había levantado y encontró quince o
diez y seis huevos ovales, casi del tamaño de la cabeza de un niño,
simplemente depositados sobre ia arena y que el animal estaba
incubando.
Esto da un formal mentís a los viajeros que han aseverado que
18 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

el avestruz abandona a los rayos del sol el encargo de dar n~Wi­


miento a su posteridad; no sólo empolla la hembra, sino que tam-
bién el m!Who parte con ella los cuidados de la incubación. Un
bosjesmán no destmye por el placer de destruir, como un boer;
así es que el joven sólo tomó cuatro de aquellos huevos; comió
uno, puso tres en su zurrón, y partió.
Aquella noche acampó en las orillas del Niew-jaars-drift, p e-
queño riachuelo de agua salobre que vierte, a la izquierda, en el
río de los Bosjesmáns. Un hermoso árbol, que sombreaba un
pequeño charco de agua dulce, sirvióle de habitación. Había ob-
servado que la tierra, al rededor del charco, mostraba múltiples
hu ellas de pisadas de varias especies de gacelas que iban allá
a beber durante la noche. Por consiguiente, establecióse sobre
una de las ramas bajas del árbol, confiando que podría herir a
una de aquéllas con su azagaya.
N o diré cuáles fueron las especies de antílopes que vió por la
noche y por la mañana, sin poder herir a uinguna, pero si las que
habitan la comarca. Así es que pudo >er:
Entre las verdaderas gacelas, es decir, entre las que no tienen
hocico y sus cuernos son de doble curvadura, auillados y sin aris- ·
tas, la sp>·ing-bok (Gazella euchore), blanca debajo y leonada sobre
el lomo, con una línea morena longitudinal en cada flanco. Es un
hermoso a uimal, sedentario en el cantón que le vió nacer, aunque
vive en rebaños algunas veces en número de más de dos mil. Su
nombre, en holandés, significa chivo saltador, porque su ca1Tera es,
puede decirse, una sucesión de saltos muy precipitados. La gacela
púrpura (Gazella pygarga), mucho mayor que la precedente y con
la que la confundió Sparmann; la gacela de püs nu¡ros (Gazella
melanopus); que vive igualmente en manadas. Los hotentotes no
las distinguen y llaman a las tres especies gnioop.
Entre los antílopes cervicabras, de cuernos simples, poco o
nada anillados y sin aristas: el steen-bok (Gervicapra ibex) , del ta-
maño de una cabr a, blanco debajo, rojo encima y negro en las
ingles; el rit-bok (G••·vicapra eleotragus), cuyo cuerpo es de un gris
ceuiciento por encima, pelaje lanoso, orejas grandes y cola plana,
larga y blanca; el gris-bok (Ge1·vicapra grisea), poco mayor que una
cabra y con un círculo negro al rededor de los ojos; el klip-sprin-
gere o saltarrocas (Gervicapra saltatrix), de pelo grosero, rompe-
dizo , gris verdoso y los cuernos cortos, casi rectos; el reh-bok
(Gervicapra capreolus), de pelaje lanoso y rizado, gris roj<;>. hocico .
CAZ..-\.S SALVAJES AFRICLVAS 19

puntiagudo y mentón manchado de negro, la hembra sin cuernos;


el duiker-bok o cabra somormuga (Cervicapra mergens), así llamada
porque, cuando salta, baja la cabeza y el cuello y parece bucear
en los matorrales; el guev~i (Cervicapra pygmrea), que no es mayor
que una liebre j vive solitario.
Hubiera podido ver, finalmente , otras varias especies como
los Cirvicapra lalandia, scopa.·ia; el acelaphus kaarna; e! condoma
o condour (Tmgelaphus strepciuros); el bos-bok (Tragelaphus syl-
vaticus); la gann, canna, condou, de Buffón, o danta del Cabo, de
Sparmann, que él llama orcas canna; el gnou o bosephalus gnu:
el pazán (Orix pazan); la cabra azul (Egocerus leucophreus, y al-
gunos otros, todas conocidas de los naturalistas bajo los nombres
de antílopes y gacelas. Esos animales tímidos, de todo en todo in-
ofensivos, v·iven generalmente en manadas, en ocasiones excesi-
vamente numerosas. Algunas son sedentarias; pero la mayoría
se retiran a las montañas, hacia el Norte, durante la estación
seca, y ,-uelven a bajar hacia el Cabo cuando la vegetación las
atrae allá. Durante estas emigraciones, sus rebaños, a menudo
compuestos de varios miles de individuos, están seguidos constan-
temente por leones, leopardos, hienas y varios otros animales car-
niceros, de quienes son el ordinario pasto; y hasta lo son de las
águilas y los buitres, que les atacan cuando están heridos y les arre-
batan sus cervatillos.
Quizá también Kiés pudo ver una girafa (Camelopardalis gi-
raffa, Gml.), de largo cuello y largas piernas, que no sabe andar
más que al paso; pero no lo creo, porque ya entonces la población
europea había rechazado hacia los desiertos de la Cafrería a esos
animales de naturaleza tan mansa como desgraciada.
Al día siguiertte Kiés atravesó el peque!lo río Kourc-koi-kou,
y llegó por la noche a la laguna Héouy, sin más accidente que
verse obligado a pasarse de cenar, porque no había tenido la pre-
visión de conservar siquiera un huevo de avestruz. Cierto que víó
elevarse de un matorral una· pintada lanzando ensordecedores
gritos, pero no halló su nido; también vió un t'nou-op (Hystrix
cristata, Lin.) o puerco espín," con sus largas púas, par~cidas a plu-
mas sin barbas, ocultarse en su agujero, y a un t'ka-oump (Hyrax
capensis, Desm.) o damán, esa pequeña miniatura del rinoce-
ronte, desliz.arse por la grieta de una peña; pero no pudo, ni con
toda su destreza, apoderarse de uno ni otro.
Por más que se diga, hay una Providencia que vela hasta so-

'
20 CAZAS SALVAJES AFRICA...11lAS

bre los que no creen, como los hotentotes. Por la mañana, apenas
despertó Kiés, con el estómago vacío y el corazón muy triste,
tuvo ocasión de experimentarlo: oyó un pequeño grito bastante
suave kerr, kerr, kerr, levantó la vista y vió sobre un árbol un
pájaro bastante parecido al gorrión, pero un poco mayor, que en
seguida conoció por su pico amarillo en la punta, los pies negros,
plumaje de un gris ferruginoso sobre el dorso, blanquizco debajo,
y sobre todo por una hermosa m"'ncha amariUa que tenía sobre
el nacimiento de cada pata. Kiés, transportado de gozo, apro-
ximóse a él muy suavemente temiendo espantarle, y entonces
el pájaro redobló sus gritos volando de árbol en árbol a medida
que el hotentote lo seguia. Cuando el joven no caminaba bastante
deprisa, el pequeño guía aumentaba sus gritos y aleteos.
En fin, después de media hora de marcha, el pájaro se detuvo
y cerníóse algunos segundos encima de un agujero que se veía

~~1 e!:c':~~· á~:J~ ~~:~:%~u~!:~~~ ~e!~i~oa ¿o~~r~::~~:e au~u!: 1<

der. Este pájaro cuclillo era un GuculW1 indicator (Sparm., lndi-


cator 'fTUl.jor, Vaill.), que, según dicen, conduce a Jos cazadores
hacia las colmenas de abejas salvajes que ha descubierto, en la
esperanza de obtener su parte de botín. Kiés no faltó a la costum-
bre que todos sus compatriotas miran como sagrada: después
de apoderarse de la miel, puso sobre una piedra, a pocos pasos de
alli, un hermoso panal de cría o pollo, como dicen los colmeneros,
para dar su parte al pájaro; y ciertamente que había mucha ge-
nerosidad en la elección del pedazo, porque, lo propio que todos
los hotentotes, nuestro joven prefería de mucho a la miel la parte
llena de larvas de abejas.
Falta saber ahora si Kiés debía al pájaro tanto reconoci-
miento como creía, porque lo que el cuclillo indicador acababa
de hacer por una criatura humana, lo había hecho un momento
antes, sin esperanza de recompensa, por un ratel (Gula capensis,
Desm. Mellivora capen.sis, Less.), mamífero de la clase de los car-
nívoros plantígrados. Este animal es tan goloso de miel, que em-
plea toda su industria para encontrarla: cada mañana se pasea
silenciosamente y escuchando en los bosques de Camdebo. En
breve el grito del cuclillo hiere sus oídos; lo ve, lo sigue y llega
al fin al pie de un árbol cuyo tronco es una colmena. .
Pero existe una dificultad: el ratel no sabe ní puede trepar; salta
contra la corteza, murmura, se encoleriza; nada consigue, y por más
CAZAS SALVAJES AFRICANAS 21

que el cuco indicador redoble sus gritos, las abejas están en per-
fecta seguridad en sus colmenas. El animal, furioso de rabia, se
pone a atacar el pie del árbol con los dientes, arranca la corteza,
lo muerde con furor creyendo poder derribarlo; pero la fatiga no
tarda en advertirle ele la impot.encia de sus esfuerzos, y abandona
su empresa para ir en busca de las abejas que establecen sus col-
menas en un agujero en tierra. Los bosjesmá.ns encuentran el
árbol, lo reconocen por los mordiscos del tronco, y se apoderan de
la miel sin dejar la menor partícula para el ratel.
A riesgo de mostrarme en contradicción con todos los viaje-
ros, debo decir que el cuclillo indicador no guía ni conduce a na-
die, ni a los rateles ni a los hotentotes; sólo que, como vive de
abejas, se dirige de ordinario a las colmenas, porque en ellas es
donde encuentra en mayor abundancia su alimento, y me ima-
gino que se preocupa muy poco de que le sigan o no. Pero Kiés,
salvaje como era, o qui2á.s porque era salvaje, pensaba que jamás
se ha de escrutar la conciencia de un bienhechor para hallar en
los últimos pliegues de su mente un motivo para faltar al agrade-
cimiento.
Después de un buen desayuno, el joven atravesó la llanura
de Kouam-dacka y llegó en breve a las selváticas orillas del Klein-
visch-rivier. Durante esa jornada de marcha, fácil era de ver que
experimentaba extraordinaria inquietud. A cada instante se de-
tenia lanzando una mirada al camino, delante y detrás de sí, tan
lejos como podia alcanzar la vista; luego se bajaba, aplicaba el
oído al suelo y escuchaba con profunda atención. Si oía el me-
nor ruido, corría hacia allá, y cuando había ~econocido la causa,
sentábase tristemente sobre la arena y dejaba correr una lágrima
por su cara quemada por el sol. Pasado un instante se levan-
taba y volvía a emprender el camino con paso lento, inseguro,
bajando la cabeza y mirando atentamente la tierra que pisaba,
cual si buscara una huella que le fuese conocida.
De repente se detuvo estremeciéndose, pues esta vez no se
había equivocado; oía en lontananza los chasquidos de un látigo;
también oía el chirrido que hacen las ruedas mal engrasadas del
krohé (carro) de un boer. Tras un minuto de vacilación, Kiés, a
riesgo de verse atacado por los rinocerontes, por entonces muy
comunes en aquella parte del Camdebo, abandonó la carretera
y se introdujo en los espesos matorrales que sirven de retiro a
esos terribles animales. Era la vigésima vez que, durante el curso
22

de su peligroso viaje, habíacSe substraído al encuentro de los boers,


sus enemigos mortales, pero nunca como entonces había demos·
trado tanta ansiedad. Mientras se deslizaba a través de los espi·
nosos matorrales, no perdía de vista el b-ohé que avanzaba por
la carretera, y, lejos de huir, el joven se aproximaba a él, empleando
empero todos los medíos para ocultarse a la vista de los viajews.
De vez en cuando pasaba el dedo por la punta de sus tres aza-
gayas, para cerciorarse de que no estaban embotadas, y endere-
zaba la madera de su mango doblándolo sobre la rodilla. En una
palabra, nuestro joven se asemejaba perfectamente a uno de esos
salteadores bosjesmáns, preparándose con Yacilación a atacar a
viajeros que teme se le resistan.
- ¡T'katsi! ¡t'katsi! -murmuraba por lo bajo; -no soy un
cobarde, pero lo siento dentro del corazón; ¡por qué, pues, va-
cilaría en vengarme de esos abominables t'Orce-goeps (Europeos)
que han lastimado la piel de mi cuello con sus collares de hierro!
Y continuaba deslizándose al encuentro del carro, del que se ·
hallaba ya a lo sumo a trescientos pasos. De pronto, a corta dis-
tancia suya, dejóse oir en un matorral una especie de rugido sal·
vaje. El primer movimiento de Kiés, al percibir un enorme t'nabap
(Rhinocems africanus, G. Cuv, rinoceronte de ll a 12 pies de lon-
gitud, que por la enormidad de su talla ocupa un puesto entre el
elefante y el búfalo) , fué para huir; pero una idea rápida como el
relámpago pasó ¡:ior su mente; detúvose a sotavento del animal,
que dormía profundamente, y se acurrucó en un macizo de altas
hierbas, donde permaneció imnóvil reteniendo el aliento.
El carro que adelantaba por la carretera pe:·tenecía al baas
Dirk-Marcus. Este 1~co boer, encantado de haber hecho un buen
negocio en El Cabo, con la compra de la joven hotentota Tra-
kosi, un poco menos cara de lo que le hubiera costado un mediano
caballo de silla, la llevaba gozoso a Agter-Bruntjer-hoogt, en
donde estaban situadas sus inmensas propiedades. Durante todo
el viaje la pobre joven había estado muy triste y no hizo más que
llorar, porque pensaba constantemente en el dulce amigo de su
infancia, en Kiés, nacido en el mismo kraal que ella; en Kiés,
que era el esposo de su corazón.
Pero por una extrañeza que Dirk-Marcus no pudo explicarse,
desde que llegaron al Camdebo y sobre todo al aproximarse a las
orillas del Klein-visch-rivier, la pobre t'gos (joven) ,. que hasta
aquel instante había singularmente descuidado su persona, pare-
23

ció entregarse de pronto a la coquetería del tocado ordinario de


las jóvenes tararé-klwés (hotentotas). •
Trakosi era muy bieu formada, y por la elegancia de las formas
hubiera podido hacer la competencia a una europea. Sus grandes
ojos negros estaban llenos de expresión y de dulzura, y sus dien-
tes, blancos como los de un hipopótamo, resaltaban admirable-
mente entre el rosa fuerte de sus labios y el moreno claro de su
piel. En el Cabo habíanle hecho renunciar a la costumbre que tie-
nen sus compatriotas de untarse el cuerpo con grasa de buey y
de carnero.
Sin embargo, con una pomada, hecha con negro de humo,
habíase trazado una vistosa raya sobre la frente y coloreado sns
mejillas de rojo vivo con otra pomada de bermellón. Era ésta una
coquetería muy modesta si se la compara a las mil particiones ex-
trañas y de colores llamativos y variados con que sus compañeras
tienen la costumbre de embadurnarse el rostro . Sobre la cabeza
llevaba puesto un pequeño t'aba o sombrero de forma cónica
truncada, cuyo casco era de cuero negro y el contorno, ancho de
cuatro dedos, de piel de cebra, adornado con profusión de !'sin-
tela y de lenkitenka, filas de abalorios blancos, amarillos y en-
carnados.
Sobre su espalda flotaba con gracia un hermoso kros de piel
preparada con grasa y despojada de pelo; era bastante ancho
para cubrirle todo el cuerpo por ambos lados y caíale hasta media
pierna por detrás. Llevaba un neuyp-kros, compuesto de tres pe-
queños t'netié, o delantales triangulares colocados unos sobre otros,
el mayor de los cuales le llegaba hasta medio muslo. Por el adorno
de este velo del pudor despliegan los hotentotes un exceso de arte
y de coquetería. Los granos de vidrio de todos colores se hallan
en él artísticamente combinados, de manera que formen dibujos,
separaciones y mezclas de los colores más brillantes. Además, estos
tres delantales están frotados con grasa tan cuidadosamente como
el kros y el sombrero.
Trakosi llevaba en brazos y piernas una porción de auillos de
diversas clases. Unos estaban compuestos de varias hileras de
abalorios, así como el collar que pendia de su cuello; otros eran
de cobre; los más comunes, y de éstos llevaba diez en cada pierna,
consistían en tiras de cuero de buey, secadas y batidas al mar-
tillo para darle la forma de aros, del grueso de un dedo. Estos
últimos anillos son los que varios. viajeros han tomado por intes-
(
.;1 - \
~ 1" . {

/ , r "Y'"';-.1
0 vP t

1 í
24 CAZAS SALVAJES il'RICANAS

tinos de carnero. En fin, la joven había desarrollado todo el lujo


de una verdadera hija del desierto.
El carro, tirado por seis pares de bueyes, iba conducido por un
baste•·, mestizo nacido de tilla hotentota y de un blanco, quien no
sosterúa rú guías rú riendas, sino un gran látigo cuyo mango medía
más de quince pies de longitud. Este instrumento, del que se ser-
vía con suma habilidacl, bastábale para dirigir y sostener su tiro.
El carruaje, bastante holgado para contener de diez a doce per-
sonas, estaba cubierto por un toldo de tela, lo que le daba el as-
pecto de enorme furgón. Hasta hace pocos años los más ricos
propietarios del Cabo no conocían otro vehículo más elegante.
A medida que se aproximaban a las riberas del Klein-visch-
rivier, er dolor de la joven tomaba una fisonomía del todo dife-
rente; parecía trocarse en curiosidad, porque a cada suspiro que
se escapaba de su seno, a cada minuto, levantaba una punta
del toldo y dirigía vaga mirada sobre la campiña de los alrede-
dores.
- ¡Lo que pu-ede, no obstante, el amor a la patria!- pen-
saba Dirk-Marcus bostezando;- he ahí esta pobre niña que
reconoce el país que la vió nacer, y esta nueva emoción le hará
quizás olvidar su primera pena; entonces engordará y, por mi vida,
valdrá cuandc menos cincuenta rixdales más. ¡Qué hermoso es el
amor ata patria!- añadia luego el digno baas, que, desde hacía
treinta años, había olvidado por completo las marismas de Ho-
landa donde naciera.
De pronto Trakosi oye un grito si.ugular lanzado desde el
campo; levanta convulsivamente el toldo, responde con otro grito
salvaje, salta a tierra, desaparece, y Dirk-Marcus nada comprende
aún de todo ello. Disporúase a pedir explicaciones a los seis escla-
vos que acompañaban su pesado equipaje, cuando tilla fuerte
sacudida, a la que siguió terrible choque, le derribó debajo del
banco en que estaba sentado. Sintióse levantar junto con el can-o
y todo su bagaje; luego el carruaje fué volteado, roto y, muy feliz-
mente para el digno boer, rodó dentro de un barranco, lo que le
puso al abrigo de las astillas de madera y de los herrajes que vola-
ban por la carretera con espantoso estruendo.
Cuando se calmó todo aquel estrépito, Dirk se aventuró a
levantar la cabeza, y vió los fi·agmentos de su vehícUlo dispersos
acá y allá, los bueyes que corrían por la llanura arrastrando tras
sí las rotas correas de sus tirantes, y a su cochero sentado sobre

1
CAZAS SALVAJES AFRICANAS 25

una roca, fumando tranquilamente la pipa y mirando todos aque-


llos restos con aire bastante indiferente.
Necesitaba una explicación, y el hotentote se la dió con per-
fecta flema.
- Baas -le dijo, - ¡veis allá abajo aquel extenso mato-
rral... lo veis!
- Sí, bribón - respondióle Dirk.
- Pues bien - prosiguió el cochero con la misma gravedad,
-allí estaban, ocultos en ese matorral, un enorme rinoceronte
y un joven bosjesmán, que probablemente han teuido una con-
tienda. El joven ha lanzado una azagaya al t'nabap y ha profe-
rido al propio tiempo el grito que habéis oído como para mos-
trarse al monstruo y hacerse perseguir, lo que no ha tardado en
suceder. ¡Amo! os aseguro que aquel mancebo es tan valiente
como listo, porque yo que ...
-¡Y luego, y luego!
-Pues bien, luego, el bosjesmán ha echado a correr directa-
mente hacia nuestro calTo, llevando a los alcances al horrible
monstruo que tenía la azagaya hundida en un costado. ¡Os acor-
dáis, baas, de aquel día en que ... !
- ¡T'katsi! ¡acabarás esas charlatanerías para responderme
categóricamente!
-¿Solo naha? (¡c9ntra quién estáis colérico!)- dijo el baster
dejando escapar de entre sus labios una larga bocanada de
humo; luego prosiguió: - Cuando nuestro hombre, acosado por
el t'nabap, estuvo cerca de nuestro carro, casi a punto de tocarlo
con la mano, ele un ligero salto echóse a un lado, pasó detrás y
recibió en sus brazos a Trakosi, que se echó en ellos medio muerta
de terror. Mientras el rinoceronte, furioso , derribaba y rompía
nuestro carruaje, el bosjesmán seguía corriendo lo mismo que un
kouagga ( l), con tanta ligereza cual si no llevara su hermosa presa.
- Y Trakosi ¿nada decía! ¡No se debatía entre los brazos de
su raptor!
-De níngún modo; todo lo que he podido ver es que ya no
lloraba, que había pasado sus ·dos hermosos brazos al rededor
del cuello del t'go, sin eluda por temor de caer. Mirad, en el mo-
mento que habéis salido de vuestro agujero para interrogarme,

(1) Equus quaccha, Gml., especie de caballo salvaje un poco menor que la cebra.
y rayado a poca diferencia de igual manera.

c.s.A.-2
26 CAZAS SALVAJES AFRIOA.J.""iAS

les veía aún en un claro del bosque, al pie de esta colina; ¡un her-
moso joven, por vida mía!
-Y mis hotentotes ¿dónde están?
-Mi amo, vuestros fieles kobbo han aprovechado la ocasión
para pillar vuestras mercancías y han huído al bosque.
-¡Ah! gran suerte que tú no hayas hecho lo propio.
-Mi amo, yo soy un baster libre y no un kobbo. Si hubiese
sido vuestro esclavo, nunca más hubierais salido del agujero en
que os habíais metido hace un instante.
Dirk-Marcus hizo una horrible mueca, rechinó los dientes y
lanzó ruidoso suspiro, pero nada respondió, porque su fusil estaba
roto.
II

4 Í, mijn-heeren (señores)- decía Di.rk-Marcus, el rico


propietario de Agter-bruntjes-hoogte; -os repito que
todos esos salvajes son canalla; que se me rieron en
las narices cuando les pedí ayuda y socorro contra
un rinoceronte y un bosjesmá.n, de los que el pri-
mero destrozó mi carro y el otro me robó una mag-
nífica esclava que valía por lo menos doscientos rixdales, com-
prendído su kros, su t'aba, su neuyp-kros, sus tres t'netie bordados
de lentikenta, sus collares, sus brazaletes y sus anillos. Los dere-
chos que tenemos sobre esas viles criaturas (sea que desciendan
del díablo o de otra parte, y no me burlo) no son menos reales,
puesto que sometimos sus pueblos hace ya varios siglos. Voy a
contároslo.
Al oi.r esto, todos los indolentes mijn-heeren, reunidos en el
comedor de Di.rk, cargaron sus pipas y se agruparon en torno de
la mesa del te. Sentados en el borde de una silla, el cuerpo algo
inclinado, la pierna izquierda cruzada sobre la rodílla derecha, la
cabeza sostenida con la mano izquierda y el codo apoyado sobre
la rodílla, cogieron con la mano derecha la pierna izquierda, y
en esta actitud favorita de los colonos, se prepararon, fumando,
a escuchar con atención. Di.rk tosió, escupió, y díjo:
-En 1493, Juan, rey de Portugal, envió a su almirante Bar-
tolomé Díaz a que hiciera descubrimientos a lo largo de las costas
de Africa, y dícho almirante vió por vez primera, pero sin des-
embarcar en él, el cabo de Buena-Esperanza, hasta entonces des-
conocido. Como en estos parajes su flota vióse varias veces com-
batida por la tempestad, llamó a esta tierra cabo de Todas las
Tormentas (cabo dos Tota.s Tormentas). E l rey Juan, que proba-
28 CAZAS SALVAJES AFRICA.J."'iAS

blemente leía mejor en lo por venir que su almirante, cambió ese


nombre por el de cabo de Buena Esperanza, que desde entonces
ha conservado este promontorio. Río-del-Infante, otro almirante
portugués, fué el primero que osó desembarcar en esta tierra ex-
traña, en 1498, y por la relación que de ella hizo al rey Manuel,
este monarca envió una colonia.
Pero los portugueses se imaginaron que los salvajes hoten-
totes debían de ser antropófagos y no se atrevieron a establecerse
en el país. Sin embargo, volvieron segunda vez a las órdenes de
Francisco de Almeyda; pero se condujeron tan desmañadamente,
11
que se hicieron matar todos por los naturales, sin exceptuar su
jefe, en una batalla en regla. Avergonzados de ese desastre, los
Ir portugueses resolvieron, no repararlo, sino vengarse. En conse-
cuencia, dos años después volvieron al Cabo y desembarcaron
con todas las señales de amistad que pudieran conciliarles la be-
nevolencia de los hotentotes. Sabían que esos estúpidos bárbaros
tenían grande afición por los metales y sobre todo por el cobre,
y los portugueses los colmaron de alegría regalándoles un grueso
cañón de bronce que desembarcaron en la orilla.
Los hotentotes, después de esforzarse lo indecible para testi-
moniar su agradecimiento, ataron dos largas cuerdas a la boca del
1' cañón, y quinientos o seiscientos de ellos se pusieron a arrastrarlo,
mientras que los demás caminaban delante triunfalmente. Pero
li. aquellos brutos no sabían que la m01tífera máquina estaba car-
gada de metralla hasta la boca: pusieron los portugueses fuego a la
pieza que, enfilando en línea recta la hileta de hombres que la
:¡ arrastraban, hizo en ellos horrible carnicería. Casi todos fueron
muertos o mutilados de horrorosa manera, y los portugueses se
aprovecharon de aquella espantosa confusión para retirarse apre-
suradamente a sus buques, hacerse a la vela y huir para no vol-
'
ver más.
Los holandeses que, desde 1600, abordaban en el Cabo al ir
y volver de las Indias Orientales, comprendieron perfectamente
la importancia de esta posición, y fundaron en ella, en 1650, un
establecimiento que, desde entonces ( 1) se ha elevado al más alto
grado de opulencia. Nosotros boers, pastores, labradores o viña-
dores, sabremos aumentar aún más la prosperidad de nuestra

( 1) La colonia del Cabo pertenece hoy a los ingleses, y a. pesa.r de las desavenen-
cias a veces sangrientas de"los boers con sus nuevos dueños, su opulencia no ha de-
jado de aumentar hasta el presente.

;i

! -
.!

[
CAZAS SAL VAJES AFRIC.AN AS 29

nueva patria, mientras tengamos valor y esclavos, cosas que,


gracias al Cielo, no nos faltarán jamás.
Toda la reunión aplaudió la elocuencia de Dirk, vaciando,
los unos algunas tazas de te, los otros varias copas de vino de
Constanza.
-En lo que respecta al valor- dijo Flip, hijo de Marcus, -
es cierto que lo tenemos; pero, padre mío, no sucede lo propio
con los esclavos, y después de la aventura del carro ...
-Silencio, silencio, Flip; no nos faltarán mucho tiempo; soy
y o quien os lo dice.
Luego Dirk se volvió hacia sus comensales, hizo seña con la
mano para suplicar a las señoras algún silencio, y añadió: 1
-Os he invitado, mijn-heeren, para haceros la siguiente pro-
posición: Sabed ante todo que esta hermosa Jenny Prinstlo, que
veis allá al lado de mi esposa y que baja los ojos fingiendo no
comprenderme, es la prometida de mi hijo y será su mujer dentro
de ocho días. Su padre Prinstlo y yo damos a nuestros hijos una
hermosa vivienda, bien edificada, bien amueblada, rodeada de
tierras de cultivo, así como de verdes praderas donde pacen her-
mosos rebaños, uno de bueyes y terneras, otro de carneros. No
les faltará, pues, a nuestros hijos, para ser dichosos, sino escla-
vos, pues éste es poSitivamente el nudo del negocio.
Así pues, mis queridos vecinos, he sabido por varios bastera
vagabundos, y entre otros por el hechicero Paloo, al cual he dado
un cordero como recompensa; he sabido, digo, que una tribu de
bosjesmáns ha venido a establecerse, desde hace algunos días,
en un bosque de las Sneeuw-Bergen (Montañas Nivosas), a pocas
leguas de aquí. Como todos carecéis de labriegos y pastores, lo
propio que yo y mis hijos, si queréis creerme, aprovecharemos
la ocasión para procurárnoslos a poco precio, es decir, a cambio
de algunos tiros.
Por lo demás, la cosa no será sino un juego, una diversión sin
inconvenientes y sobre todo sin peligro, en el que podrán acom-
pañarnos nuestras esposas y nuestras hijas para que se distraigan,
pues la horda se compone sólo de doscientos salvajes a lo más, y
aquí somos quince bravos, a quienes no falta pólvora ni destreza.
Será una verdadera cacería y ¡qué diablo! bien hemos de propor-
cionar alguna distracción a nuestras esposas y a nuestras hijas.
Y bien, Jenny, ¿qué decís a esto! ¿seréis de los nuestros!
- ·seguramente- respondió la joven. -Sin embargo, me
30 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

parece que puede haber algo de crueldad en destruir una pobla-


ción quieta e inocente, después de haberlos arrojado de las tierras
que Dios les había dado.
-Hija mía- exclamó el viejo Prinstlo, -es preciso que
lí Flip te haya trastornado completamente la cabeza con sus sen-
timentalismos, porque desbarras atrozmente. ¡Cómo! ¡llamas tran-
quilos e inocentes a unos salvajes que no podemos decidir a tra-
bajar para nosotros sino a fuerza de palos! ¡unos bárbaros, que
li huyen a los bosques antes que vivir en familia en nuestras mora-
das! ¡seres feroces que nos arrojan flechas envenenadas cuando
l! vamos a ojearlos en sus ásperos riscos! ¡brutos que tienen la piel
negra, mientras que nosotros la tenemos blanca!
l! Este último argumento hizo gran sensación en la asamblea,
sobre todo entre las señoras. Flip colocó su pipa sobre la mesa,
irguió su atlética talla levantándose cuan alto era, tomó una pos-
tura afectada, y, echando a Jenny una mirada de inteligencia, se
1: aventuró hasta decir:
- Mijn-heeren, aun cuando soy joven, he reflexionado algu-
nas veces acerca de nuestras relaciones coticlianas con los anti-
guos habitantes de nuestra nueva patria. Que se les rechace hacia
las montañas, está muy bien, porque la tie1Ta pertenece a todos;
que se les haga trabajar, es aún mejor, porque, según mee nuestro
pastor, la ociosidad es la madre de todos los vicios; pero ¡matarlos,
1 mijn-heeren! esto me parece demasiado severo, porque, en fin,
son nuestros hermanos, son hombres, seres de la misma especie
: que nosotros," hombre3 como vosotros, y ... -
Flip no ·pudo continuar por la estrepitosa hilaridad que se ha-
bía apoderado de su auclitorio; todos reventaban de risa, y el
pobre joven, completamente contrariado, hubo de poner punto
a su elocuencia. Como aquel hijo del desierto era valeroso y vivo,

l estuvo a punto de enfadarse; pero durante su corta vacilación sin-


tió una pequeña y blanca mano, la de Jenny, apoyarse sobre la
suya, y su cólera se apaciguó. Sentóse aliado de su prometida sin
de~ir palabra, tomó la pipa de sobre la mesa y, tirando la cabeza
'¡ hacia atrás, despiclió dos o tres bocanadas de humo de tabaco
hacia el cielo.
-Por üda mía, mi 'pobre Flip -elijo Gert Skepper, el caza-
dor de elefantes, -más bien me harás creer que soy hermano de
un oso blanco, qu ., no de un hotentote negro y grasiento. Pero
tomemos la cliscusión desde un punto de vista más elevado. Con-
!
:
,,

;_
CAZAS SALV AJES AFRICANAS 31

siderando la posición equívoca en que se hallan los boers de esta


colonia, pienso que en buena política hemos de continuar la obra
comenzada. ¿Qué significa esta orden de los gobernadores del
Cabo, que prohibe a los hotentotes poseer un caballo y lm fusil,
mientras saben adiestrar para la silla y la carrera bueyes que se
las habrían en velocidad con nuestros mejores caballos de caza,
y mientras marinos ingleses, pretendidos contrabandistas, les
proveen ostensiblemente de armas y municiones!
Os lo digo yo, mijn-heeren, si no acabamos de exterminar esa
raza hotentota, medio hombre y medio mono, jamás viviremos
tranquilos en nuestras habitaciones; y luego ¿en qué vendría a
parar esta libertad que hemos venido a buscar en Jos bosques y
los desiertos, si, después de haberse apoderado del Cabo, de una
manera u otra, como no puede menos de suceder, Jos ingleses
acabasen de armar a esa canalla salvaje y nos la echaban encima
para vencer nuestra resistencia y doblegarnos bajo el yugo de
su desmoralizadora civilización (1)1 En cuanto a mí, soy de todo
en todo del parecer de Dirk-Marcus, y aun cuando hubiese de ir
solo, mañana visitaré a Jos bosjesmáns y sabré si, a pesar de mis
sesenta años, tengo aún el pulso firme y ojo certero.
-Iremos todos- vociferaron los convidados de Marcus.
-¡Será divertido!- dijeron las señoras; también iremos nos-
otras.
Entonces Flip prometió galantemente a Jenny prestarle, para
la caza del clia siguiente, un caballito muy manso, aunque vivo y
ligero como un antílope. La joven le clió gracias sonriente, elijo
que llevalÍa su pequeña carabina inglesa y todo quedó convenido.

***
;Lo que voy a añadir ahora no parecerá lo menos asombroso:
que Jos boers que acabo de poner en escena componían lo más
escogido del país y eran gentes muy- honradas. Las damas eran
piado~as, buenas amas de casa, esposas castas y fieles tanto como
tiernas madres. J enny era una buena criatura, llena de dulzura y
de bondad, hasta cuando llevaba en bandolera su pequeña carar
bina inglesa y oprimía con sus talones los palpitantes flancos de
un ligero caballo africano.

(1) Gert-Skepper profetiza.ba. positivamente lo que luego ha. sucedido.


32

Flip era un bravo muchacho, que varias veces había luchado


cuerpo a cuerpo con el león del desierto, pero que no habría osado
contrariar a un niño; Dirk-Marcus mismo no hubiera prestado
con usura un escudo a ninguno de sus vecinos; todos, en fin, eran
incapaces de hacer daño con conocimiento de causa. ¿Qué podía,
pues, haber entre ellos y la raza negra1 Un prejuicio mantenido
por el demonio del interés.
Dejemos ahora a los baas prepararse con repetidas libaciones
para la caza del día siguiente, y veamos lo que sucede en las mon-
tañas de Sneeuw-Bergen pocos días después de aquel en que el
carruaje de Dirk-Marcus fué destrozado por un rinoceronte. En
este punto me encuentro sumamente perplejo, porque si el lector
no ha oído jamás bramar el trueno bajo los trópicos, ¿cómo me las
compondré para hacerle comprender una tempestad de Africa1
Y sin embargo, ligeras nubes blancas se amontonaban sobre el
monte de t'Korka, al pie del cual manan las ocho fuentes de
la Grootevísch-rivier. La atmósfera se enrarecía y el cielo se po-
nía de cada vez más plomizo, sin que ningún velo nuboso pu-
díese explicar tal fenómeno; el aire era pesado, calmoso, electri-
zado, bochornoso. El silencio de muerte que en aquel instante
reinaba en las abruptas rocas del monte, era sólo interrumpido
de tarde en tarde por los sordos bramidos del trueno, los rugidos
del león o del leopardo y los siniestros aullidos de la hiena.
A un calor vaporoso, sofocante, sucedió en breve ligera y fría
brisa; luego las pequeñas nubes de t'Korka se amontonaron, vol-
viércnse negras y descendíeron con rapidez la pendíente de la
montaña. Levantóse el viento, mugiendo a poco a tra>és de los
bosques de mimosas; aterradores relámpagos surcaron en todos
sentidos el cielo que se había vuelto negro y tenebroso. Los terri-
bles estallidos del rayo sucedíanse con espantosa rapidez y ro m·
pían con furia los picos rocallosos de las Sneeuw-Bergen, mientras
un diluvio de agua mezclada con granizo del grosor de un puño
inundaba la campiña y asolaba los árboles del bosque. Procúrese
suplir con todo lo que la imaginación pueda representar de más
terrible lo que mi descripción tiene de pálida, de incompleta, y
no se tendrá aún sino débil imagen de una tempestad en el cabo
de las Tormentas.
Durante esta escena de trastorno, dos pobres jóvenes se
hallaban acurrucados dentro de un hueco de roca, su vivienda
ordínaria, apenas bastante grande para abrigarles de la lluvia.
Kiés y la bella Tra kosi.
CAZAS SAL VAJES AFRICANAS 33

Cuando la tempestad hubo cedido un poco, el joven tomó la pa-


labra:
-Mi querida Trakosi, mi bien amada- decía, -¿por qué
tu corazón se deja herir por las garras dolorosas del miedo! ¿Qué
temes! ¿No estoy yo aquí para defenderte! Mira; ahí están mis
azagayas cuya acerada punta he afilado en la roca; éste es mi
arco; con cañas que yo mismo he cogido en el t'Kam-t'kay (l) he
fabricado veinte flechas barbadas que están en esa aljaba de cor-
teza, y las he emponzoñado con el diente mortal del cerasta
cornudo (2) y con el jugo venenoso de la euforbia. Nunca yerro
el golpe, a treinta pasos de distancia, cuando lanzo mi kirris (3);
esta bóveda de roca te abriga del t'goulou (el rayo); mis azagayas
saben rechazar el gouka (la híena rayada o canis hyama, Lin.),
el intai (especie de chacal, canis mesomelas, Lin.) y el touna (la
hiena pintada, canis pictus, Desm.), y la voz de la tempestad ha
hecho huir al t'gamma (el león) hasta su más profundo retiro .
¿Qué temes, pues?
- Kiés- respondió la joven, -no temo ni la tempestad, ni
la hiena, ni el león, cuando estoy a tu lado; pero ayer, mientras
cazabas, el hechicero Paloo vino a mi gruta y me pidió un collar
de .abalorios para pronosticarme tu porvenir y el mío; diselo, y
he aquí lo que me dijo: <Joven t'gos khoe-koep (joven hotentota),
mi espíritu se cierne en el llano y en la montaña, en lo pasado y
en lo por venir; no veo sino cadenas y sangre. Los ojos de tus
t'kangs, de tus t'kana y de todos tus sauna (de tus hermanas, de
tus hermanos y de todos tus parientes). manarán como la fuente
salobre de t'Karka (una de las fuentes de la t'Kamt-kay), y sus
lágrimas serán amargas. Tus ojos llorarán también, porque mi
espíritu ve desde aquí a los boers de Agter-bruntjes-hoogt que
ensillan sus caballos y cargan sus pesadas carabinas. Y o te lo
digo, joven, ¡desgraciados de los kobba refugiados en los bosques
de Sneeuw-Bergen si. no escuchan mi voz y no me dan tabaco
y ovejas!•
-¿El baster Paloo te ha dicho esto!

(1) Nombre que loa hotentotes dan al Groote-visch-rivier.


(2) Especie de vtbora. cuya. mordedura, tnn peligl'OSa como la de la. serpiente de
cascabel, ocasiona. la. muel·te en pocos minutos.
(3) El kirris es una. pequeña cachiporra, algunas veces un simple bastón, de diez
y ocho pulgadas de largo, que los hotentotes salvajes arrojan con bastante destreza.
para derribar al vuelo una. pintada, a. treinta pasos de distancia.
• 34

-Me lo ha dlcho, y ya sabes que nuestros hechiceros ven en


lo por venir.
-No lo dudo, Palo o es más que un bribón y un charlatán;
es traidor y espía.
Al decir estas palabras, Kiés aplicóse dos dedos a la boca y
lanzó un silbido tan agudo, que repercutió en las rocas a un
cuarto de legua a la redonda. Un minuto después otros silbidos
semejantes respondieron al suyo de todos lados de la montaña, y
doscientos bosjesmáns, hombres, mujeres y níños, salieron apre-
suradamente de las profundas cavernas donde se hallaban esron-
didos hacía algunos días.
Cerca de la gruta de Kiés había un pequeño claro donde ordi-
nariamente se reunía el consejo general de la horda cuando un
suceso imprevisto le obligaba a deliberar. La tormenta que aca-
baba de cesar había refrescado el aire y reanímado la languide-
ciente vegetación; el sol radiante aparecía en todo su esplendor
por detrás de las nubes impelidas por el viento, y hacía chispear,
cual si fuesen diamantes, las gotas de agua que la lluvia había
esparcido sobre el follaje. En medio de una alfombra de riente
verdura, formada por cien especies de ficoides, de brezos, de pro-
teas, brillaban las grandes corolas cónícas de la watsonía rosa
( W atsonia rosea, Kar.), las flores labiadas y brillantes del auto-
lisa (Antlwlysa ringws, Hort.), Jos colores tan vivos como varia-
dos de las elegantes ixias, de los gladiolos, de los amarilis, de
las euforbias, de las olorosas hermanías y de mil otras plantas,
todas cultivadas con tantos cuidados y trabajos en nuestros in-
• ernáculos de Europa.
(Las plantas más h~rmosas y más comunes de esta comarca
pertenecen principalmente a los géneros protea, erica, cornus, •
gnaphalium, gnidia, echium, phylica, brunia, periploca, myrica,
cliffortia, calla, thesium, polygala, hermannia, aster, orobanche,
mesembryanthemum, osteospermum, a.-ctotis, stapelia, calendula,
othonna, diosma., stilbe, indigojera, crassula, erinus, selago, manu-
lea, chironia, ixia, gladiolus, moraea., oxalis, antirrhinum, iris,
etcétera, corta nomenclatura que me parece suficiente para dar 1

al lector botánico idea exacta de la vegetación de estas comarcas.)


A través de los hermosos corimbos azul celeste de la witsenía
(Witsenia corynibosa, Sm.) pasaban los largos tallos de la vieu-
sexia (Vieusseuxia glaucopis, Hort., Iris pavonia, Cert.), de pre-
ciosas flores blancas manchadas de azul. Acá y allá, encantado-
CAZAS SALVAJES AFRlCAJ.~AS 35

ras inmortales amarillas (Gnaphalium exirniurn, Lin.), de invo-


lucro rosa, se agostaban sobre sus moribundos tallos y, como las
inmortalidades literarias de nuestro siglo, acababan por desapa-
recer sin dejar siquiera memoria.
Aquel pintoresco claro se hallaba c-:>locado en medio de un vasto
y salvaje bosque, en el que no se podía penetrar sino siguiendo
las mil revueltas de los senderos que habían trazado los pies de
Jos elefantes.
Allá la cunonia de hojas aladas (Gunonia capensis, Lin .) y
corolas blancas mezclaba sus bellos corimbos al gracioso follaje
de las aromáticas galeas (Myrica cm·difolia, Lin.- JJI. quercifo-
lw, Lin.-M. sen·ulata, Lam.).cuyos frutos están cubiertos de una
cera verde propia para hacer bujías. El sofora (Sophora capensis,
Lin.) de flores papilionáceas, protegía con su sombra al precioso
indigotero, que daría una magnífica tintura azul a hombres más
industriosos que Jos colonos holandeses. El escotia (Schotia spe-
ciosa, J acq .), ostentaba con una especie de orgullo sus flores de
rojo brillante; el útil gomero (Mimosa nilotica, Lin.), de follaje
ligero y gracioso, dominaba los árboles· del bosque; los cornizos o
cornejos, cuyos frutos, de un rojo de coral, sirven de alimento a
los monos, prestaban el apoyo ele sus ramas a esa hermosa liana
de los bosques africanos, el periploca (Periploca angustifolia,
Lab.) , de pétalos púrpura manchados de blanco.
En fin, gran número de Úboles frondosos, aunque poco ele-
vados, la mayoría espinosos, formaban, con sus ramas entrelaza-
das, una barrera impenetrable, cuyo espesor sólo podían atrave-
sar los búfalos, los rinocerontes y Jos elefantes.
Kiés y Trakosi, que se habían trasladado al claro, no tardaron
en ver llegar, marchando uno a uno y en una sola fila, los salvajes
bosjesmáns que componían los restos de una horda en otro tiempo
numerosa y floreciente. Todos estaban inquietos, porque el sil-
bido de su jefe no les convocaba nunca sino en circunstancias gra-
ves. Caminaban con la cabeza baja y aire indolente, fumando,
hombres y mujeres, su t'nov cargada, no de tabaco, porque eran
demasiado pobres para poder procurarse mercadería tan pre-
ciosa, sino de hojas de cáñamo , que por lo demás producen casi los
mismos efectos narcóticos. Las mujeres llevaban a sus peque-
ñuelos dentro de una especie ele capuchón formado por el kros
que les colgaba a la espalda. La sonriente cara de aquellos negros
que parecían monigotes, cuya cabeza de mono era lo único que
36 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

se dejaba ver por la abertura de aquella a manera de saco, con-


trastaba por modo notable con la fisonomía triste y abatida de
sus madres.
Cuando todos los salvajes estuvieron en el claro, formaron un
gran círculo y se sentaron en silencio, aguardando respetuosa-
mente que su jefe tomase la palabra.
Aquel pobre Kiés, a quien hemos visto en dura esclavitud, a
quien hemos seguido en su largo y penoso viaje y que hubiera po-
dido servir de tipo a todas las miserias humanas, era, sin embargo,
ni más ni menos que el hijo de un rey, y si no lo había dicho antes
era por no haberlo cr eído de grande importancia, ya que entre
los colonos africanos y americanos se encuentran muy a menudo
hijos de rey que almohazan caballos, guían el cabriolé, cocinan o
cavan la tierra en casa de los dueños que los han comprado. Spar-
mann, en su tomo II, pág. 20, dice: «En Apis-rivier vi a un viejo
boshi con su mujer, que pocos meses antes reinaba sobre más de
cien boshis (bosjesmáns); pero el granjero que los había cogido les
transfirió desde este principado a la categoría de pastores, con-
fiándoles la custodia de algunos centenares de carneros .»
A su regreso a las montañas de Sneeuw-Bergen, Kiés sucedió
en el poder a su padre, muerto de miseria durante la prolongada
ausencia del príncipe real su hijo. Mas al lector debe parecerle
extraño que un rey haya muerto de miseria en su trono, porque
ni en París, ni en Londres, ni. en Berlín, ni en Madrid, pueden
tenerse ideas muy verdaderas acerca de la realeza entre los hoten-
totes. Voy pues a decir en qué consiste: Un rey hotentote no tiene
reino, porque cambia de territorio con todos sus súbditos cada
vez que fuertes lluvias han inundado la comarca o la sequía ha
despojado la tierra de su verdor; de donde resulta que puede cam-
biar de sitio sus Estados tres o cuatro veces cada año, según el
curso de las estaciones, sin necesidad de conquistas y sin que nadie
se oponga a ello. .
Un rey hotentote tiene el derecho de mandar en 1a guerra,
con tal que combata en primera línea y cuerpo a cuerpo. Tiene el
derecho de hacer justicia cuantas veces quieran someterse a su
decisión, y si una de las partes no está contenta del fallo, manda
a paseo al monarca y recmTe a un nuevo juicio por árbitros esco-
gidos entre los ancianos de la horda. Tiene el derecho de dirigir
la marcha durante las emigraciones de la tribu, si a ésta le place
dejarse dirigir por él. Finalmente, tiene el derecho de dar conse-
CAZAS SAL V AJES AFRICANAS 37

jos, hasta cuando no se le piden, y el de pagar los gastos de un


festín público, si es bastante rico para ello. Además, se le tiene
mucho respeto, es decir, que cuando pasa le saludan con un t'ahé,
t' kou t' koi (buenos días, capitán).
En cuanto a ingresos, lista civil, contribuciones, ni siquiera
hay que hablar de esto, y todas las propiedades reales se limitan
a una cabaña como la del último de sus súbdítos, y a algunas vacas
y algunos carneros que Su Majestad cuida con sus propias manos
y a.l imenta como puede. Así es que, para obtener la alta protec-
ción de uno de esos potentados africanos, basta hacerle presente
de una vaca o de medía libra de tabaco. Un reino hotentote tiene
una capital, si se quiere, pero capital portátil, ambulante, que se
puede cambiar de sitio en veinticuatro horas sin la menor dificul-
tad. Esto no se llama ni una ciudad, ni un pueblo, ni siquiera
una aldea, sino simplemente un kraal, como voy a describirlo.
Cuando una horda de hotentotes ha fijado el lugar de su domi-
cilio, de ordínario al pie de una colina poblada de bosque, cerca
de un arroyo o de una fuente de agua dulce, el jefe comienza por
trazar un gran círculo, sobre la circunferencia del cual marca a
cada uno el sitio de su choza, cuya puerta mira al centro del cír-
culo . Resulta de esta disposición que, como todas las chozas se
tocan, o están cuando menos unidas entre sí por fuerte empali-
zada, el centro del kraal forma un vasto patio donde se encierra
el ganado dmante la noche. Algunas chozas tienen a veces la
forma oblonga; pero más generalmente son circulares y se pare-
cen bastante a colmenas de abejas.
Cada una puede tener ele diez y ocho a veinticuatro pies de
diámetro; pero su techo es tan bajo, que generalmente un hom-
bre no puede estar en ella de pie, ni siquiera en el centro, donde se
halla el hogar. La puerta, de unos tres pies de altura todo lo más,
es la única abertura por donde entra la luz y sale el humo. Est·a
dístribución no es nunca incómoda para un hotentote, que sabe
bajarse y andar a gatas; acostumbrado al humo desde su in-
fancia, lo ve espesarse y arremolinar en torno suyo sin causarle
fatiga. Acostado en el fondo ele su choza y enteramente encogido
bajo su piel de carnero, cual tortuga bajo sú caparazón, no saca
fuera l a nariz más que para remover el fuego, para encender su
pipa, o para volver el pedazo de carne que ha puesto a asar sobre
las brasas.
El hotentote se procura muy fácilmente los materiales de que
38 CAZAS SALVAJES AFRIC~AS

construye su choza, y sabe unirlos con suma destreza; consisten


en ramas de árboles entrelazadas y en esteras que cubren entera,.
mente toda la cabaña. Estas esteras, de un trabajo muy limpio,
están formadas por una especie de juncos o cañas colocadas para-
lelamente y atadas unas a otras con nervios o intestinos; puede
el hotentote hacerlas tan largas como quiera y tan anchas como
lo permita la longitud de Jos juncos, es decir, de seis a diez pies.
Cuando cambia de sitio, deshace el dueño la casa, carga sus bue-
yes con las ramas, las esteras y las pieles, y va a reedificarla en
otra parte, todo ello en el transcurso de veinticuatro horas.
Pero, doyme cuenta de que hago aquí una digresión inútil, pues
los pobres bosjesmáns, que hemos dejado en el claro del bosque,
continuamente perseguidos como están por las fieras y obligados a
errar de monte en monte y habitar los antros de las rocas, no pue-
den tener ni kraal ni choza; apenas si cond]lcen consigo algunos
bueyes flacos y algunas vacas que les proporcionen la leche con
que alimentar a sus mujeres y a sus hijos. Jamás beben la leche
mientras está dulce: inmediatamente después de ordeñada, la
mezclan con otra leche cuajada y la conservan dentro de un saco
de cuero de vaca, cuya parte velluda, que forma la interior del
saco, consideran como la más limpia. Por lo demás, Jos hotento-
tes libres tienen la misma costumbre, y hasta algunos boers han
adoptado este sistema.
Cuando todos los bosjesmáns, sentados en el claro, hubieron
fumado un instante en silencio, levantóse Kiés y dijo:
- Zika t'ai (hermanos míos); todos sabéis que amo a Trakosi
y que ella me ama; es, pues, razonable que me case con ella. Ayer
su padre y su madre me permitieron que la condujera a la caverna
que yo habito; ella vino, y allí hemos pasado la noche, pues con-
siente en ser mi esposa: os he llamado para que seáis testigos de
mi matrimonio.
Inmediatamente se levantó un anciano pariente de la joven,
tomó a ésta de la mano y la condujo a algunos pasos de allí. To-
das las mujeres la siguieron y se acurrucaron en torno de ella.
El mismo individuo fué a buscar a Kiés y lo colocó de igual ma-
nera en el centro de un círculo formado por Jos hombres acurru-
cados. Luego frotó a los dos jóvenes con grasa perfumada de bou-
ckou y les embadurnó con tierra roja; después Trakosi pasó den-
tro del círculo en que estaba Kiés, y el anciano pariente tomó
la palabra y les dijo:

¡/
l

¡1

1
'\
_,1

'
1


1
C'A..ZAS SALVAJES AFRIOANAS 39

-¡Ojalá viváis dichosos y unidos' ¡Así tengáis un hijo antes


de cumplir el año, y que llegue a ser un buen cazador y tm
buen guerrero!
De este modo quedó hecho el casamiento, sin más ceremonia;
pero siguiendo la costumbre, Kiés ordenó que condujeran un buey,
que mataron para comerlo, y cada convidado tuvo la libertad
de apoderarse de una parte de la grasa para frotarse con· ella. Una
buena comida, tan rara entre los desgraciados bosjesmáns, a
menudo amenazados de morir de hambre en el desierto, junto
al placer de haber casado a un joven jefe a quien amaban, les
regocijó en extremo y a poco improvisaron una fiesta que duró
gran parte de la noche. Como no creo que mis lectores hayan asis-
tido a una fiesta hotentota, trataré de hacer una corta descripción.
Antes de hablar de la danza es preciso decir algo de la orquesta
que la dirige. Formábanla cuatro músicos: uno tocaba la t'goerra,
el otro el t'guthe, el tercero el t'koi-t'koi y el cuarto cantaba. La
t'goerra consiste en una especie de arco, semejante al de violín,
de un pie de longitud, tendido por una cuerda de hilo, en uno de
cuyos extremos está fijo, sobre la misma línea, un cañón de pluma
de media pulgada de largo. El músico aplica la boca a la pluma,
y retirando fuertemente el aliento, hace vibrar esa pluma, lo
cual produce un sonido estridente bastante fuerte.
El t'guthe es un1
a manera de violín consistente en un solo
pedazo de madera sobre el cual están tendidas tres o cuatro cuer-
das. El artista lo toca con un arco y saca de 61 sonidos al azar.
El t'koi-t'koi no es más que un tambor hecho con una piel
tensa sobre una calabaza o sobre un tronco de árbol hueco. Lo
tocan golpeando en la piel con una varilla o con los dedos.
Es de concebir que con tales instrumentos, y los hotentotes
no conocen otros, sólo se puede hacer ruido, sin ninguna especie
de modulación, por lo cual no se sirven de ellos sino como acom-
pañamiento, y su canto tiene sólo una melodía. Pero hay que
decir que esa melodía monótona no es en modo alguno más ade-
lantada que su música instrumental y hasta no les sirve sino para
cantar palabras que no tienen ningún sentido. He aquí una mues-
tra completa, que comprende todo un aire.
40 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

AIRES HOTENTOTES

~~=p!=t4J lAJ
Ma - ye- roa, ma - ye- ron, houh, houb,houh!
Forlt.

~Gm
rgo la rka rso la rko !la-ye-ma

pdS?fTG_ EEEQ_J'ZQl±
t'¡¡os lot'¡;aou rll bé fn -be

Una anciana cantaba piano los dos primeros compases, y los


muchachos y las niñas respondían con el último compás, cantado
stacatto y en coro.
En cuanto comenzó la música, los aficionados a la danza ocu-
paron su sitio. No daban pruebas ele arte ni ele agilidad, pues su
danza consistía sólo confusamente en un movimiento de los pies
moderado y aun bastante lento, mientras que, de vez en cuando,
cada bailador agitaba suavemente un bastoncito que tenía en
la mano.
Otros, siempre sobre el mismo aire, tomáronse de la mano y
bailaron moderadamente en cú·culo aJ rededor de una sola persona
primero, luego de varias, colocadas en el centro; estas últimas se
agitaban con movimiento más vivo y más apresurado. Lo más
. curioso era ver a los pobres nil1os, suspendíclos a tres o cuatro
pies de altura, cuyas cabecitas veíanse agitadas dentro y fuera
del saco atado a las capas de sus madres, que bailaban lo mismo
que las jóvenes. Lejos de enfadarse con tan rudo ejercicio y ele
tener miedo de caer, aquellos desdíchados monigotes gozaban
infinitamente, y cada vez que sus madres se separaban del baile
para descansar, rompían a llorar y a gritar con todas sus fuerzas.
41

Cuando les bailadores estaban fatigados, iban a sentarse al


rededor de los fuegos, en donde varios grupos cocían la t'nara
(especie de guiso compuesto de carne cbrtada en pedacitos con
tm cuchillo o t'nora ) en ollas de cobre, o asaban tajadas de buey
sobre las brasas. Entretanto, otros jóvenes tomaron su sitio para
ejecutar la t'gorloka o d anza del babuíno. Inmediatamente la mú-
sica hizo una batahola horrorosa, tratando de imitar los agudos
chillidos de veinte monos que pelearan a muerte. Los bailadores
saltaban, hacían cabriolas, ora solos, ora dos a dos y a veces
más unidos; caminaban en ocasiones a cuatro manos, se retorcían
y adoptaban todas las actitudes extraordinarias y gesticuladoras
que les pasaban por las mientes, recibiendo las aclamaciones de
toda la horda que les rodeaba.
Pero lo que excitaba una admiración rayana en el entusiasmo,
eran aquellos cuyos gestos grotescos y muecas más se asemejar
ban a las costumbres de los babuíncs (Gynocephalu$ pcrcarútS,
Fr. Cuv.), mono bastante común en.la colonia, muy grande, de la
talla de los mayores mastines, de una fuerta terrible y ferocidad
incomparable. También ejecutaron la danza de los t'oi o de las abejas,
mucho menos viva y menos ruidosa, durante la cual los actores
emiten un peq uefío zumbido par a imitar el vuelo de aquellos insectos .
Veíanse en torno de los fuegos a algunos hotentotes jugar a
la cuadrilla cantando con voz monótona estas palabras, de las
que ellos mismos no comprenden el sentido : lu.i prouha prhanlca,
hei 1>rouha t'hei, hei ·prottha ha. Dos o cuatro , sentados en el suelo
unos &.ente a otros, agitaban cont-inuamente los brazos arriba
· y abajo, cruzándolos algunas veces mutuamente. El uno imagina
movimientos y los otros están obligados a imitarle haciendo los
mismos gestos, pero sin que sus brazos toquen a los de aquél. El
que le toca h a perdido la partida, y como penitencia, se le obliga
a tener durante cierto tiempo, entre el pulgar y el índice, una
pequeña cuña de madera, lo cual hace reir mucho a los demás,
que se burlan de él.
De vez en cuando, para alegrar la fiesta, algunas muchachas
iban a las respectivas grutas y sacaban de su saco para leche una
buena cantidad de ese líquido agrio, que llevaban en cestitos
trenzados con raíces, tan compactos, que pueden contener agua
sin que escape ni una gota. Estos vasos singulares tien en ordina-
riamente la forma de un barreño muy hueco, redondo u oval.
La noche estaba próxima a terminar, y los bosjesmáns se en-
42 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

tregaban aún al regocijo, tanto más vivo cuanto no pensaban en


una fiesta cuando su joven jefe les había llamado al claro del bos-
que, sino más bien aguardaban una noticia desagradable. Sólo
Kiés, aun con ser el héroe del día, no se entregaba aJ placer.
Veíasele pasearse con aire triste y desasose¡;ado por entre los
brezos, y ojos más perspicaces que los de sus compatriotas hu-
bieran podído leer en su rostro y en los plie¡;-ues de s u frente
que una mortal inquietud devoraba su corazón.
De vez en cuando internábase en los matorrales que rodean
las fuentes del t'Kinkaj, y su mirada, dirigida hacia el sendero de
Agter-bruntjes-hoogte, trataba de descubrir, en la obscuridad de
la noche, un objeto sólo de él conocido . Finalmente, poco antes
de ser de día, oyó crujir los tallos de los brezos ba.jo las ágiles
pisadas de un joven bosjesrnán, quien, en pocas horas, había reco-
rrido díez leguas sin cesar de correr, lo que no haría el mejor ca-
ballo de silla, y no constituye sin embargo más que un peq¡¡eño
esfuerzo para un joven sa.Jvaje hotentote.
-·Y bien, Klaas- díjo el jefe, - ¿qué noticias traes?
-He cumplido vuestras órdenes; no estaba la luna a la mitad
ele su canera y ya merodeaba yo en torno ele la habitación del
boer Dirk-Marcus. En breve vi entrar en dicha casa al hechicero
Paloo; cleslicéme tras él y fuí bastante afortunado para llegar
hasta debajo ele una ventana, desde donde podía oir sin ser visto.
- ¿Qué has oído?
-A Paloo que vendía sus hermanos a los boers.
- Ya estaba . seguro de su traición; ¿y luego?
- Conocen nuestro refugio y deben venir esta misma mañana
a atacarnos.
- Basta: ven.
Kiés se precipitó hacia el claro y dejó oir el agudo silbido a
que había acostumbrado a su horda. Inmediatamente cesaron
Jos juegos y la danza, todo el mundo se levantó en desorden y
acudió en torno de su jefe con espanto y confusión.
- Zika-tai (hermanos rníGs) - les dijo, -todos sois, como
yo, kobbos desertores, esclavos cimarrones, corno dícen nuestros
tiranos. He aquí lo que habréis visto al rededor de la ciudad del
Cabo : siete horcas y diez ruedas que nos aguardan si se nos vuelve
a hacer prisioneros, lo cual puede suceder dentro de pocas horas,
porque los blancos conocen nuestro refugio y en este momento
se han lanzado ya en nuestra persecución. Podéis escoger entre

/
.
1
43

dos partidos, el de combatir y vencer, en cuyo caso obtendréis la


libertad, chozas y ganados, o el de huir, y entonces os cazarán
como antílopes y seréis muertos, o ahorcados, o puestos a la rueda,
o empalados; ¡escoged!
Imposible sería pintar la desolación que tan terribles como
inesperadas p alabras esparcieron sobre la horda . Las mujeres,
sobre todo, se lamentaban, y en su mortal espanto miraban ya
hacia qué lado huirían; los hombres h abían empuñado sus arcos
y sus azagayas y rodeaban al joven jefe.
- i Qué debemos hacer? - le preguntaron.
-Obedecerme y combatir.
- Combatiremos: ordena.
Nada como el temor para disciplinar a los hombres y nada
mejor que afectar un valor tranquilo en el peligro para Ieducir-
los a una obediencia pasiva. Y así sucedió. Los más independien-
tes de entre los bosj esmáns, en tiempo de paz, fueron los que po-
sitiv amente, en aquel momento de alarma, mostrábanse más
dispuestos a ejecutar las órdenes de Kiés.
-Por el humo de nuestros fuegos descubren los blancos nues-
tros refugios - les dijo; - p odemos, pues, aprovecharnos de esta
circunstancia para hacerles caer en un lazo. Vamos a abandonar
este claro y a atr aerles a él arrojando sobre los fuegos que hemos
encendido una ma,;a de leña verde capaz de producir altas colum-
nas de humo, que percibirán de muy lejos y hacia las cuales se
dirigirán infaliblemente. Para llegar a estos silvestres brezos, los
blancos se verán obligados a atravesar los p edregosos desfiladeros
de t'Korka, en donde sus caballos les servirán más .ele estorbo que
de utilidad: allí les aguardar emos. Sobre todo, guardaos de imítar
la desdichada táctica que tan a menudo ha sido funesta a nues-
tros h ermanos; combatían en masas cerradas y hacían de este
modo más seguros y más tenibles los efectos del t'pouk (fusiles,
armas de fuego en general.) Los boers que osan venir a atacarnos
no son más que quince, me consta, y nosotros somos más de cien
guerreros, es decir, siete contra uno ( 1). Dividíos en quince grupos

(1) En las frecuentes escaramuzas que los boers tenian con los bosjesmáns, y
particularritcnte con los cafres, no era. raro que cinco a. seis salvajes fueran heridos
por una sola bala de grueso calibre. Kiés hace aq ui. un cálculo que podla. ser compren·
dido por sus bosjesmAus, porque cas i todos ha.bln.n sido más o menos t iempo esclavos
ele Jos blancos y pudieron aprender más o menos a contar; pcL'O los hotentotes salvajes
no tienen palabras para. contar más allá de seis. He nhl. sus nombres numet'a.les:
1, oni; 2, t'ka.mmi; 3, t'knona; 4, t'hacka.; 5, t'gisi; 6, t'golo.
44 CAZ:\. S SAL VA.JES AFRICANAS

de siete hombres, que procurarán mantenerse separados, sin estar


sin embargo demasiado lejos unos de otros para poder socorrerse
mutuamente. Que cada grupo se asigne un solo blanco, sin ocu-
parse de los demás, sin abandonarlo; qu e se le ataque por todos
lados a la vez, y siempre a la carrera para no dejarles tiempo de
ajustar la puntería de su pesada carabina. Si lo hacéis así, si SE>-
guís mi ejemplo, esta noch e, quince de vuestr os horribles t iranos
y acerán sin vida bajo las ne¡;ras sombras de los Sneeuw-Bergen,
y las hienas se disputarán sus ensangrentados miembws.
La profunda convicción de Kiés se infiltró en la mente y en
el corazón de sus indecisos guerreros, y por general aclamación
prometieron imitarle y obedecerle. Después que hubieron arro-
jado en los fuegos bastantes malezas y ramas de árboles para man-
tenerlos encendidos largo tiempo después de su partida, siguieron
a su jefe, marchando en fila, según su costumbre, guardando pro-
fundo silencio y dirigiendo sus pasos hacia el desfiladero de
t'Korka. Kiés marchaba delante, a la cabeza de cincuenta gue-
rreros; seguían luego las mujeres, los niños y los bueyes que lleva-
ban sus ligeros bagajes; después, otros cincuenta. guerreros, aJas ór-
denes de Klaas, formaban la retaguardia de aquel pequeño ejército.
III

PENAS el sol elevaba su esplendorosa faz por encima


de las crestas de las montañas de la Cafrería, cuando
gozosa cabalgata de boers, montados en robustos y
ágiles caballos africanos, salia de Agter-bruntjer-
hoogte. Aquellos jinetes, los más ricos y más elegantes
• de la comarca, n o habrían sido menos admirados en el
bulevar de Gand, en París, que en Africa, aunque por causas
diametralmente opuestas. Su lu joso traje consistía en una cha-
queta de recia tela, tupida y grosera, puesta sobre un chaleco
rayado y una camisa de gruesa tela de algodón a r ayas azules;
calzones cortos, de piel de vaca o ante sin adobar, atados sobre
la rodilla con un~¡, correa de cuero encima de gruesas medias de
lana gris o amarillenta.
Añádase a esto un pañuelo de algodón, de brillantes colores,
puesto al rededor del cuello en forma de gruesa cuerda; zapatos
de campaña a la hotentota, o también grandes zapatos herrados,
con grandes hebillas de cobre rojo; un sombrero gra<liento, de
anchas alas, de grosero fieltro de lana, y tendréis completa idea
de un elegante de Bruntjer-hoogte.
Algunas señoras, igualmente montadas en caballos muy lige-
ros, que manejaban con gran, soltura, no ofrecían en su tocado
ni más lujo ni más coquetería. Jóvenes o viejas, todas llevaban
una sencilla cofia de tejido muy compacto, vestido de recia tela
de algodón, medías de lana, zapatos de piel de antílope, y ni una
sola joya. Esta sencillez, algo exagerada, no impedía que algunas
fuesen muy hermosas y por consiguiente muy amables, a pesar
de una gravedad afectada, que rara vez permitía que una dulce
sonrisa asomara a sus labios.
46 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

Entre esas damas, una sola, la más joven y hermosa, vamos


al decir, Jenny Prinstlo, demostraba un poco más de coquetería
que las otras, es decir, no llevaba cofia, y sus hermosos cabellos
negros, naturalmente rizados, flotaban libremente bajo un som-
brero de paja que tenía la pretensión de haber sido hecho so-
bre un patró11 parisiense. Pero lo más sorprendente era que cada
una de aquellas señoras llevaba, suspendida del arzón de la
silla, una pequeña carabina muy brillante, SQ.lida de las fábricas
de Birmingham o de Versalles, arma de que sabían servirse muy
bien en caso de necesidad, ora contra los leones, ora contra los
bosjesmáns.
En regiones s~vajes, pobladas de bestias feroces y de hombres
negros más feroces aún, en donde los colonos, muy poco numero-
sos, viven en habitaciones distantes varias leguas unas de otras,
en que los propietarios se ven obligados a guardarse por sí mis-
mos, no sólo de los leones y los cafres, sino también de sus propios
esclavos, se concebirá fácilmente que todos los brazos de una fami-
lia, sin exceptuar las mujeres, deban hallarse en situación de pres-
tarse mutuo socorro. He alú sencillamente por qué las hermosas
damas de Bruntjer-hootge y de otros lugares distantes de la cm-
dad del Cabo, saben montar y manejar un caballo, y atra,·esar
de un balazo a un bosjesmán a ciento cincuenta pasos de dis-
tancia.
No necesito decir que los jinetes iban igun,lmente armados.
Las carabinas, o más bien los grandes fusiles de que se sirven los
boers para cazar leones, elefantes y esclavos, son de calibre mucho
mayor que el de nuestros fusiles de guerra y pueden recibir· una
bala que pesa dos onzas y media, fundida con una mezcla de dos
onzas de plomo y un tercio de estaño; esta amalgama la hace más
dura e impide que se aplaste en los huesos de los grandes animales.
Resulta de ello que los fusiles son excesivamente pesados y no
pueden asestarse estando a caballo. ·.
Cuando un cazador, después de haber persegnido a.lgún tiempo,
con toda la velocidad de su corcel, a un rinoceronte o a un hoten-
tote, cree estar a conveniente clistancia, detiene súbitamente su
caballo, se apea, pasa la brida por el brazo, pone una rodilla en
tierra y apoya el arma sobre un bastón ahorquillado adherido a
la caja del fusil, asegura la puntería, tir·a y vuelve a montar con
toda ligereza a caballo para huir si no ha derribado a su vícoima
o para continuar su persecución si no ha hecho más que hel'irla .

.
CAZAS SALVAJES AFRICANAS 47

Los hombres y los caballos están de tal modo acliestrados en


este ejercicio, que todo se ejecuta con sorprendente rapidez.
Nuestros jinetes trotaban alegremente, aflojando las riendas
a sus cabalgaduras, como gentes que van a una partida de placer.
Un hechicero hotentote, Paloo, marchaba a la cabeza, montado
sobre un buey de silla muy ligero en la carrera (pues la Compañía
holandesa había prohibido expresamente a los hotentotes libres,
bajo severas penas cor·poraJes, poseer caballos), y dirigía sus pasos
por el lado del desfiladero de t'Korka, a la entrada de un bosque
de los Sneeuw-Bergen. La conversación parecía muy animada entre
Dirk-Marcus y Prinstlo, y era preciso que fuese muy interesante,
porque Jos jóvenes boers, a pesar de las dificultades del camino,
habían agrupado sus caballos aJ rededor de Jos dos viejos cazadores
con objeto de escucharles.
- Por mi vida - decía Prinstlo, - os aseguro que miro nues-
tra expedición como menos peligrosa que una cacería de leones
o elefantes.
- Y como prueba de lo que aseguráis - exclamó Dirk, - voy
a contaros Jo que me sucedió en mi juventud . Esforzábame un dia,
desde lo alto de una colina cubie~ta de matorraJes, cerca de un
bosque, en pasar al lado opuesto de un elefante que tenia a sota-
. vento, cuando de repente oí espantoso grito, saJido del lado donde
había visto al animal. Aun cuando fuese yo entonces uno de Jos
mejores cazadores de la comarca, confieso que en aquel momento
sentí tan terrible zozobra, que me pareció que se me erizaban los
cabellos en la cabeza; creí que me arrojaban varios cubos de agua
fría sobre el cuerpo, sin que me fuese posible avanzar un paso.
Mas a poco percibí al enorme monstruo tan cerca de mí, que
casi estaba a punto de aJcanzarme con su trompa. Afortunada-
mente, recuperé en aquel momento la facultad de huir y, con
gran sorpresa mía, me hallé tan ágil, que hubiérase dicho que
mis pies no tocaban la tierra.· "Sin embargo, el animal me acosaba
de cerca; pero al fin llegué al bosque y me escurrí entre Jos árboles,
donde el elefante no pudo seguirme. En mi primer espanto no
pensé en descargarle nn tiro de mi fusil, y cuando me vi en segu-
ridad, estaba demasiado desalentado y en exceso gozoso de encon-
trarme libre a tan poco precio, para renovar ninguna tentativa
peligrosa. (Histórico .) .
Todos se echaron a reir por la manera sencilla como Marcus
pintaba el miedo que - experimentara.
48 OAZAS SALVAJES AFRICANAS

- Pardiez, compadre - dijo J acobo Kok, -puedo daros una


segunda edición de vuestro terror, y lo que me sucedió probará
a nuestros jóvenes que, por más que se diga, al león le falta valor
y no ataca jamás de frente a un enemigo que cree capaz de defen-
derse, a menos de verse obligado a ello. Paseándome un dia por
mis tierras con el fusil cargado, percibí de repente un león bas-
tante cerca de mí. Como soy asaz buen tirador, creíme, en la posi-
ción en que me hallaba, seguro de matarlo, e hice fuego. Desgra-
ciadamente no recordé que mi fusil estaba cargado hacía tiempo
y que la pólvora podia ha.Jlarse húmeda; el arma se desvió y la
bala se clavó en la tierra al lado del animal. Sobrecogido de te·
rror, huí a todo correr; pero en breve, falto de aliento y sintién-
dome seguido de cerca, salté sobre un pequeño montón de piedras
e hice cara, presentando a mi terrible adversario la culata de mi
fusil, determinado a defender mi vida hasta el último extremo.
No puedo asegurar sifué o no estaactitudymiairedeconfianza
lo que intimidó al león; sea como fuere, el animal se detuvo brus-
camente y se sentó a algunos pasos de distancia del montón de
piedras, al parecer muy tranquilo. Entretanto yo no osaba mo-
verme del sitio, y por otra parte, al correr, había perdido mi cala-
baza de pólvora. En fin, después de media hora larga de cruel
espera, el león se levantó, se fué lentamente y como a escondidas,
y en cuanto se halló un poco lejos, púsose a saltar y huyó· con toda
velocidad. (Histórico.)
- Hablando de la caza de los bosjesmáns- dijo Prinstlo,
- yo la he practicado varias veces sin recibir el menor rasguño.
- Contadnos eso, baas Prinstlo - exclamaron los jóvenes,
quienes jamás habían asistido a semejante fiesta.
- Nada más fácil, hijos míos, y ello os se1>Virá para portaros
convenientemente dentro de una o dos horas, porque ya percibo
desde aquí el humo del campamento de los bosjesmáns que se
eleva en negras columnas por encima de los má.s altos árboles del
bosque de Sneeuw-Bergen. Seis boers y yo necesitábamos escla-
vos para labrar nuestras tierras y guardar nuestros rebaños. N os
1·eunimos, y como sabíamos que un centenar de nliserables sal-
vajes se habían retirado a los bosques que bordean las orillas del
Kíein-visch-rivier, nos dirigimos hacia aquel lado. El humo de
sus fuegos nos indicó el punto donde tení<>n el kraal, que cerca-
mos co!ocá~douos a cierta distancia unos de otros.
Entonces di la señal de alarma disparando mi fuSJl sobre una
CAZAS SALVAJES AFRICANAS 49

mujer joven encinta que iba por agua a nna fuente vecina. Aquel
· estampido inesperado provocó tan gran consternación entre toda
la horda de los salvajes, que sólo los más atrevidos y más inteli-
gentes osaron franquear nuestro cerco para salvarse, y les deja- '
mos pasar. Bien contentos de habernos desembarazado a tan
poca costa de los más obstinados, nos apoderamos de los que,
temblorosos de asombro y de terror, se entregaron sin defensa a
merced nuestra; pero no conservamos sino aquellos buenos para
el servicio de la casa y de la granja. En cuanto a los niños, las
mujeres encintas y los ancianos ...
-Les devolvisteis la libertad- interrumpió Jenny, que ha-
bía dejado a Flip para aproximarse a su padre.
-¡No fuimos tan tontos! ¡los matamos! y así es cómo hemos
precedido siempre. Si os contara cien cazas, siempre sería lo mismo.
(Histórico.)
Hablando así, los boers, siguiendo a su guía Paloo, penetraron
en una hondonada muy estrecha, llena de guijarros y de pedrus-
cos y cubierta de los espinosos matorrales del walkt een betje (en
holandés <•aguarda tm poco>>, especie de collophyllum), cuyas espi-
nas, encorvadas cual anzuelos, se agarraban a sus vestidos y obligá-
banles a detenerse a cada instante. Aquel desfiladero, ancho todo
lo más de treinta pasos, estaba cerrado por ambos lados por las
rocas cortadas a pico de la montaña de t'Korka. Pronto se hizo
tan difícil avanzar por aquel escabroso sendero, trazado sólo
por los pies de los búfalos y de los elefantes, que los colonos sos-
pecharon que el traidor Paloo les había extra·dado expresamente,
y amenazáronlo con apalearle.
Ordenaron al atemorizado hechicero que se apeara de su buey
y se encaramara ·a una de las crestas de la montaña, para tratar
de descubrir un camino más practicable, lo cual hizo inmediata-
mente. J\<Ias apenas había desaparecido entre los enormes bloques
de granito que erizaban la cima de la colina, cuando lanzó lasti-
mero grito, y su ensangrentado cuerpo rodó, saltando de roca en
roca, hasta los pies de los caballos, al tiempo que agudo silbido
hizo repercutir los ecos. Los boers, asombrados y en el mayor des-
orden, estrecharon sus filas, colocando en medio de ellos a las mu-
jeres, pálidas y aterrorizadas .
.,---Que me ahorquen- decía Dirk-Marcus,- si jamás he oído
silbar de esta mane:·a a una serpiente, fuese un pitón o una boa.
Muchachos, estrechad las filas y preparad los fusiles, pues esto
50

nada bueno anuncia. ¡Hola, hola! he ahi otros silbidos menos r ui-
dosos y más significativos; estos los conozco de larga fecha .
En efecto, cien fl echas silbaron a la vez en torno de sus cabezas,
cruzándose en el aire, porque venían de ambos lados del desfila-
dero. Como las h abían arrojado desde lejos y los boers iban cu-
biertos cori ropas muy tupidas, ninguno de ellos quedó herido.
Respondieron a esta agresión con aJgunos disparos de fusil, que
fueron perdidos, pues apenas si percibían de vez en cuando dos
ojos negros, brillantes bajo una cabellera lanuda, aparecer un
segundo sobre la anfractuosidad de una roca.
Los boers tuvieron un corto consejo, y según parecer del des-
dichado Prinstlo, decidieron retroceder, procmando ganar de nuevo
la llanura, que sólo distaba cuatrocientos o quinientos pasos.
Mas apenas comeru:aban esta maniobra con bastante orden, vie-
ron conmoverse enormes masas de rocas, rodar de cada vez con
mayor velocidad sobre los escarpados flancos de la montaña,

li aplastar y anastrar en su caída cuanto encontraban a su paso y


saltar con espantoso estruendo hasta en medio del pequeño y
aterrorizado escuadrón.
Prinstlo cayó muerto bajo un bloque que le destrozó el cráneo;
H.uloph Ch ampher fué derTibado del caballo y una flecha empon-
zoñada le atravesó el cuello, quedando clavada en la herida; los
caballos de J enny, Flip y Jacobo Kok tuvieron las piernas que-
bradas, y la más horrible confusión se introdujo en el diminuto
ejér cito. Cada cual trató de salvarse como pudo, y sólo Dirk-
Marcus y otros dos cazadores pensaron en proteger a las mujeres
y en hacerlas llegar a la llanura con ellos.
Creían que, una vez allí, sus fusiles y sus caballos iban a darles
su ordinaria superioridad, y después de haber hecho marchar al
11
¡,ran galope a sus mujeres para Yolver a Agter-brunt jer-hoogte,
1• detuviéronse arrojadamente para aguardar a pie firme a los sal-
¡, vajes que saldrían del bosque y para estar dispuestos a socorrer
a sus camaradas heridos o desmontados. E llos creían verse ata-
cados por una masa compacta, y poder matar cuatro o cinco hom-
bres a la vez con cada disparo; pero fu é grande su asombro cuando
se vieron envueltos y acosados por todas p artes por hombres dise-
minados, siempre en movimi ento, que no les dejaban ni tiempo
ru posibilidad de servirse de sus pesados fusiles.
Cuando un b oer persegtúa a un salvaje, veíase a su vez perse-
gu.ido por otros cinco o seis de éstos, y si se revolvía contra une

..
51

de ellos, el primero, lejos de continuar su fuga, volvíase inmedia-


tamente de perseguido en perseguidor y le arrojaba sus flechas
envenenadas. A pesar de toda la agilidad de su excelente caballo,
érale imposible ni alcanzar a uno de sus enemigos, ni alejarse de
los otros, porque los bosjesmáns corren con tanta rapidez, que
a menndo alcanzan a las gacelas y las atraviesan con sus azagayas
después de haberlas fatigado en una can·era durante varias horas.
Ya algunos desgraciados jinetes habían caído bajo las flechas de
los salvajes sin poder disparar ni un solo tiro, cuando los cinco o
seis que quedaban adoptaron el desesperado partido de huir a
rienda suelta.
Las lararé-khoéa, o mujeres hotentotas, que habían precipi-
tado las rocas sobre el pequeño escuadrón mientras sus maridos
lo acribillaban con sus flechas, salieron entonces del bosque lan-
zando gritos de victoria. Trakosi se arrojó al cuello de Kiés, que
no había cesado de combatir con denuedo . El joven jefe, después
de ordenar a sus guerreros que persiguieran a los boers hasta ex-
terminarlos a todos, dejó que las mujeres de la horda se ocuparan
en despojar a los muertos, y tomando a Trakosi de la mano, diri-
gióse tranquilamente hacia el desfiladero donde había empezado
el combate.
- ¡Esposa -le dijo,- ha comenzado mi venganza; pero ésta
no se contentará en causar muertes, es preciso que se ejerza tam-
bién sobre los vi<os! ¿Has visto, en la montaña, un blanco y su
joven promet.ida, cuyos caballos han quedado con las piernas
quebradas!
-- Los he visto.
- ¿~os h~s conocido!
- No, K1es.
- Pues bien, el joven boer es Flip, el hijo de Dirk-Marcus, tu
último amo; su prometida es Jenny Prinstlo, cuyo padre hizo morir
a mi hermana en la .más dolorosa esclavitud.
- Amigo mío - dijo Trakosi con inquieta piedad, - no creo
pretendas hacer morir· a gentes desarmadas.
- ¡Oh! no, no, no morirán, la venganza seda demasiado suave;
v ivirán esclavos nuestros y, una vez por lo menos, los blancos
conocerán por experiencia las miserias que nos han hecho sufrir.
La compasiva y amable Trakosi no respondió, pero conocía
bastante el carácter de los hombres de su nación, y particular-
mente el de Kiés, para tener la seguridad de que pasada la pri-

.
G2 CA,ZA.t) SAL VAJES AFRICANAS

mera embriaguez de la victoria, obtenchía fácilmente la libertad


de los dos jóvenes, a los que se había aficionado instintivamente
durante su prolongada esclavitud. Volvieron, pues, a entrar en
el desfiladero sin pronunciar una palabra más.
El joven boer comp1·enrlía perfectamente el peligro de su posi-
ción, y seguido de su prometida, deslizábase por detrás de los
tupidos matorrales, confiando ganar, sin ser visto por los salva-
jes, un espeso bosque, que no sólo podría ocultarlos, sino también
protegerlos contra las flechas de sus enemigos, en caso de ser des-
cubiertos. Ya se hallaban cerca de aquel refugio en el que ponían
toda su esperanza, cuando vieron ante sí un claro de unos dos-
cientos pasos de ancho que les era absolutamente preciso atra-
vesar, a riesgo de ser descubiertos desde las alture.s vecinas que
1
lo dominaban por todas partes.
Detuviéronse un instante a la entrada del brezal para escu-
char atentamente, no oyendo más que a~gunos Clisparos de fusil
hechos a gran Clistancia en la llanura, y después de haber obser-
vado la soledad que les rodeaba, aventuráronse a atravesar el
claro . No habían dado más que algunos pasos cuando Flip se
detuvo de repente, aconsejó en voz baja a J"enny que se acurru-
1
cara entre las altas hierbas donde se hallaban en aquel instante
y permaneciera en la más perfecta inmovilidad, lo cual también
hizo él; pero era ya demasiado tarde, y tres salvajes que descen-
Clian de la colina se Clirigieron a ellos directamente.
- No temas- decía Kiés a Tralwsi,- conozco a Flip de
larga fecha; es un valiente, pero no un loco, y cuando se vea cer-
cado por todas partes, se rendirá, aun cuando no sea sino para
salvar la vida a . la que ama. Klaas- añailió volviéndose hacia
el salvaje que le acompañaba, - inuestros hombres están en sus
puestos!
-Sí.
Ir - Es tiempo que ape.rezcan; hazles la señal.
Klaas silbó, y al mismo instante el desilichado Flip v ió veinte
cabezas de salvajes elevarse por encima de los matorrales que les
rodeaban.
-Es inútil que continuemos ocultándonos, Jenny; estamos
perilidos si esos miserables no tienen piedad de tu juventud y de
tu hermosw·a, y si no puedo ganarles con promesas.
11 Dicho esto púsose en pie e hizo un signo con la mano.
- Hagoutti, houlca lchoé-lchoep, male tiri t'nounquoua (detente,

'
1

53

bravo hotentote, y escúchame, y traducido literalmente: dame


tu oreja.)
Los tres salvajes no se detuvieron, pero retardaron mucho el
paso, y con la mano hicieron un signo de par¿ que Jenny no com-
prendió. Cuando estuvieron a unos cincuenta pasos todo lo más,
Kiés tomó la palabra.
- Flip- dijo, - tu vida y la de tu futura esposa me perte-
necen, porque ya sabes que en parecidas circunstancias jamás
un boer ha concedido gracia a un bosjesmán; ¿la ley del talión no
es de justicia!
- Mi vida y la de mi futura esposa pertenecen a Dios, pero
no debo tentar su providencia, razón por la e ual te propongo un
arreglo. Tengo un rebaño de cincuenta bueyes y cien terneras;
te lo doy si quieres saJvar a esta joven que jamás ha hecho mal
a tus hermanos.
-En este mismo instante mis ·guerreros me conducen tu
rebaño, que me pertenece por el derecho del más fuerte . Dame
otra cosa.
-Te daré veinte libras de tabaco, un fusil, p ólvora y balas.
- No fumo sino hojas de cáñamo; tengo este arco y a la es-
paJda llevo un carcaj lleno de flechas emponzoñadas. Dame otra
cosa.
- Te daré mi casa y los verdes prados que la rodean.
- En los bosques encontraré siempre bastante madera para
construirme una choza; en cuanto a los prados, el suelo de Africa
pertenece a todos los hotentotes, a los cuales Jos habéis usurpado,
y no es una restitución lo que te pido. Dame otra cosa.
-Te daré calderos y anillos de coore.
-Mis guerreros encontrarán de todo esto en Bruntjer-hoogte, ·
y me corresponde la mejor parte del botín.
-¿Qué quieres, pues, que te dé1
-¿Lo que quiero! Es tu libertad, tu desesperación, tus lágri-
mas, tu miseria, tu esclavitud y la de tu prometida. Tú, tú serás
mi kobbo, tú edificarás mi cabaña, tu culth-arás mi cáñamo en
el linde ele los bosques, tú llevarás sobre tus hombros la caza que
yo mate en mis cacerías, y no comerás de ella más que los huesos,
como un perro. Tu Jenny encenderá el fuego en mi cabaña, lim-
piará los anillos ele Trakosi, ordeñará sus vacas, y si me parece
hermosa ...
Kiés fué interrumpido por un grito de indignación que lanzó

)
54

Jenny y por la detonación de su carabina. El jefe salvaje había


visto el ademán que hizo la joven al encararle el arma; con rápido
movimiento bajóse para evitar la mortífera bala; pero el infeliz
no se había dado cuenta de que Trakosi se hallaba detrás de él,
y sólo comprendió su desgracia cuando oyó el doloroso gemido
lanzado por ella al caer sobre el césped y vió su seno ensangrentado.
Pronta como el rayo, partió una flecha de su arco, alcanzó a
la infeliz J enny en el ojo derecho y le penetró varias pulgadas
en la cabeza. La pobre joven cayó muerta, sin haber tenido tiempo
de estrechar la mano de su prometido, sin siquiera lanzar un sus-
piro. Klaas, blandiendo una azagaya por encima de su cabeza,
precipitóse sobre el boer, pero una bala que recibió en el pecho
detúvole en mitad de su carrera. Kiés, para no dar tiempo a su
adversario de cargar de nuevo el fusil e impelido por un acceso
de rabia, saltó como un león y se lanzó sobre Flip presentándole
la acerada punta de su azagaya. Pero el diestro boer desvió el
golpe con la mano y los dos combatientes se estrecharon cuerpo
a cuerpo.
La lucha fué corta, pero terrible. Flip, con su atlética estatura
y su hercúlea fuerza, tenía gran ventaja sobre su enemigo; pero
éste era más ágil, más astuto y estaba acostumbrado a las luchas
cuerpo a cuerpo; además, los vestidos del boer daban al hotentote
la facilidad de cogerlo, mientras que las nervudas manos de Flip
resbalaban sobre la piel desnuda y grasienta del salvaje. Kiés
empleaba contra su temible adversario, no sólo los pies, las rodi-
llas y los puños, sino también las uñas y los dientes, cual bestia
feroz, sin embargo de lo cual sus esfuerzos eran impotentes. Ambos
cayeron y rodaron sobre la arena, ora encima, ora debajo, sin que
su furiosa lucha pareciera dar pronunciada ventaja ni a uno ni a
otro, Los bosjesmáns se habían aproximado lanzando horribles
aullidos; pero, temerosos de herir a su jefe, no podían servirse de
sus flechas para socorrerle.
Al fin el terrible Flip consiguió sujetar a Kiés debajo con una
rodilla que le había puesto sobre el pecho, mientras que con am-
bas manos le apretaba el pescuezo y lo estrangulaba. Ya el sal-
vaje perdía la respiración, ya sus ojos se le hinchaban en las órbi-
tas y amoratábansele los labios, cuando Flip bajó la cabeza y dejó
escapar profundo suspiro; los férreos dedos con que apretaba la
garganta de su enemigo se aflojaron y se abrieron, su rodilla dejó
de hacer presión sobre el pecho de Kiés, su cuerpo vaciló un mo-

'
55

mento, cayendo luego sin fuerza aliado del salvaje, que se levantó
de un salto exclamando t'nautkam (¡está muert.o!). Efectivamente,
durante la lucha Kiés percibió una flecha sobre el brezo, apode-
róse de ella ágilmente y la hundió en .el corazón del boer.
Después de esta victoria, los bosjesmáns habían vuelto al lado
del cuerpo de Trako .• i, y probaron, aunque en vano, de volverla
a la vida. ¡Ay! la pobre joven, extendida sobre los brezos que
había regado con su sangre, no podía ya sentir las tiernas caricias
de su esposo, ni. oir sus gritos de desesperación y de venganza.
Después de mojar con su• lágrimas el frío e inanimado rostro de
su esposa, después de depositar sobre su frente el último beso,
el jefe se volvió hacia sus guerreros, que compartían su aflicción:
enjugóse los ojos, que despedían brillo feroz, y les dijo:
- Amigos, ¡de qué nos servirá llorar como débiles mujeres!
¡No son lágrimas lo que se necesita para lavar la sangre inocente
de Trakosi! Dos de vosotros guardaréis el cuerpo de nuestros her-
manos muertos y el de esa mujer a quien tanto amé, con objeto
de ocultarlos a la voracidad de las hienas, hasta que nosotros
volvamos para darles sepultura. Vamos a dirigirnos a Agter-
bruntjer-hootge, y esta noche el fuego habrá devorado hasta los
últimos restos de la vivienda de nuestros abominables tiranos.
Había tran.scu rrido todo lo más un cuarto de hora desde que
Kiés partiera, cuando los dos salvajes, que estaban sen.tados sobre
los brezos al lado de dos cuerpos ensangrentados que 'habían
cubierto con. sus kros, oyeron al extremo del valle, el sordo ruido
que producen las ruedas de una pesada carreta rodando sobre
los brezos. Levan.táronse atemorizados, y, como el ruido se aproxi-
maba y sabían que sólo los boers poseen carretas de viaje, juz-
garon prudente ocultarse entre los matorrales, desde donde vieron
perfectamente la escena que vamos a describir.
Dos jinetes t'orée-goeps (europeos), pero que, por su porte y
su traje, en nada se parecían a boers, avanzaban al paso por el
valle, seguidos por cinco o seis hotentotes a pie y armados de fusi-
les como ellos. Mientras avanzaban, los orée-goeps hablaban enti-e
sí de manera muy pacífica, sin pensar en modo alguno que pisar
han un sitio que dos horas antes era un campo de carnicería. Eran
jóvenes, y llevaban el sencillo pero elegante y pulcro traje de los
ricos habitantes de la ciudad del Cabo.
- Doctor Sparmann - decía el señor Immelmann, - hemos
hecho perfectamente, como puede usted ver, ordenando a nuestras
56 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

gentes que detuvieran el carro y acamparan a la entrada de este


valle, porque jamás hubiéramos podido sacarle de ese pedregoso
camii).o.
-Ciertamente, caballero -contestó el célebre doctor que,
después, fué presidente de la Academia de Estokolmo, su patria;
- ciertamente, y soy tanto más de la opinión de usted, cuanto veo
ante nosotros cosas que me parece no convidan a penetrar en ese
peligroso desfiladero.
Esto diciendo, el doctor habíase apeado y recogía cinco o seis
flechas emponzoñadas. El señor Immelmann bajó del caballo, y
ambos a dos, con la brida de sus cabalgaduras pasada por el
brazo y el fusil al hombro, avanzaron con precaución en el estrecho
desfiladero de t'Korka. A poco se detuYieron, sobrecogidos de
horror, a la vista de varios cadáYeres mutilados, y llamaron a sus
hotentotes para que les prestaran ayuda en caso de necesidad.
No tardaron en convencerse de que se hallaban en un reciente
campo de batalla, y la humanidad del doctor le inspiró la idea de
'isitar los cuerpos tendidos sobre los brezos, con objeto de cer-
ciorarse de que todos eran cadáveres. Ya la piadosa pesquisa
tocaba a su fin y sus hotentotes se ocupaban en cavar una fosa
bastante grande para contener unos ocho cadáveres, cuando per-
cibió por casualidad, en un claro bastante alejado, dos kros de
piel de carnero extendidos sobre los brezos; encaminóse a aquel
lugar salvaje y encontró cuatro cuerpos, los de Flip, de Klaas,
de Jenny y de Trakosi.
El buen doctor, después de verter una piadosa lágrima por la
funesta suerte de las víctimas, después de haber maldecido filo-
sóficamente la tontería y la barbarie de la especie humana, con-
sagróse a inspeccionar las heridas de aquellos desgraciados. Tres
habían sido heridos mortalmente y debieron expirar en el acto.
Pero cuando llegó a Trakosi, creyó sentir ligero estremecinriento
en el pulso de la joven: inspeccionó la herida que ésta tenía sobre
el seno derecho, debajo de la clavícula, y vió con sorpresa, por
medio de la sonda, que la bala no había penetrado en la cavidad
del pecho, sino que estaba alojada en un músculo, a cinco o seis
líneas de profundidad.
Aun cuando el doctor no llevaba consigo más que un corta-
plumas por todo instrumento de cirugía, extrajo la bala con la
mayor facilidad y, dos minutos después, no comprimiendo ya
aquélla una gruesa arteria, la sangre recobró su circulacrón, y
CAZAS SALVAJES AFRICANAS 57

Trakosi entreabrió los ojos. El señor Immelmann, entretanto , regis-


traba los matorrales próximos para cerciorarse de que no ocul-
taban ninguna otra víctima de la guerra, cuando percibió , en una
tupida espesura, el cadáver de un b osjesmán extendido de cara
al suelo. Aun estaba caliente, como pudo observar el viajero, pero .
era ·bien muerto, pues tenia los ojos cerrados, no hacía ningún
movimiento y parecía privado en absoluto de la respiración. Lo
singular era que no se le veía ninguna herida.
. Ocurriósele al señor Immelmann que aquel pobre salvaje podia
estar únicamente desvanecido, y que por medio de una sangría
podría quizá volverle a la v ida. En consecuencia, sentóse en el
suelo al lado del cadáver y sacó de un estuche de tafilete una
hermosa lanceta, cuya hoja de acero, de dos pulgadas de largo,
blanca y pulida, brillaba al sol como un esp ejo; cogió el brazo
del salvaje acercando al propio tiempo el instrumento cortante,
cuando de r epente el cadáver se estremeció , de un salto se puso
en pie y apretó a correr hacia la llanura con tal agilidad, que el
mejor corr edor inglés habría quedado muy atrás. Este muerto,
tan ligero en la carrera, era tmo de los gueiTeros que habían que-
dado para guardar a Trakosi. Nada le pareció mejor que hacer el
muerto para evitar el peligro de que se creía amenazado .
Su compañero apeló a igual astucia cuando los hotentot es del
doctor Sparmann le hallaron no lejos de allí, pero no salió del paso
a tan poca costa. Si no le creyeron muerto, parecióles cuando
menos moribundo , y dedicáronse a cumplir sobre su persona la
ceremonia acostumbrada en semejantes casos. Le apoiTearon de
la maner>,t siguiente: Cuando un hotentote está agonizando, y
h asta cuando ha dado el último suspiro, sus compatriot as lo me-
nean, lo sacuden, lo muelen a puñetazos, luego le gritan a los oídos,
le h acen reproches porque quiere morir, y recomienzan a pegarle
para decidirle a no dejar este mundo. El pobre diablo, todo molido,
prefirió, arrostrando los peligros, volver a la vida más bien que
dejal'se aporrear por los oficiosos hotentotes.
Mientras estos últimos tranquilizaban al resucitado acerca de
sus temores, su camarada fué corriendo hacia Agter-bruntjer-
hoogte, alcanzó en breve a Kiés y enteróle de lo que pasaba en
las gargantas de t'Korka. El jefe ordenó inmediatamente a todos
los guerreros de la horda abandonaran la p ersecución de los pocos
boers que quedaban, y volvió al desfiladero a la cabeza de ·su
victorioso y pequeño ejército, tan ebrio por el éxito obtenido, que

c.s.A.·4
58 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

se hallaba dispuesto a reanudar el combate con los recién venidos,


a qnienes tomaba por colonos.
Entretanto, el doctor Sparmann había hecho colocar a Tra-
kosi sobre una camilla improvisada con ramas de árboles y
transportarla a su pequeño campamento. Una vez allí, ordenó
tenderla sobre su propia cama de viaje dentro de la tienda, y le
prodigó todos los cnidados que su posición exigía. Pronto la joven
recobró fuerzas y pareció del todo vuelta a la vida, aunque presa
de gran debilidad, cuando el excelente doctor le hubo dicho que
no había caído en poder de los boers y que la devolvería en breve
a su marido para vivir libre con él. Sólo entonces la pobre joven
consintió en tomar algún descanso, después de derramar algunas
lágrimas de reconocimiento sobre las manos de su protector.
El señor Immelmann había quedado en el desfiladero para hacer
que se diera sepultura a los muertos, y ya esta piadosa operación
estaba a punto de terminarse, cuando oyó, detrás de una roca,
los plañideros gemidos de un niño. Acudieron allá los hotentotes
y volvieron a poco con el cadáver de una joven hotentota, muerta.
de una bala, y un niño de diez a once meses, que habían hallado
en el saco que aquélla llevaba a la espalda. La pobrecita criatura
no tenia ninguna herida, pero el terror le hacía dar espantosos
gritos. El generoso corazón de Immelmann conmovióse de pie-
dad; tomó al niño, envolviólo lo mejor posible en el manto de su
madre y depositólo suavemente en la parte delantera de la silla
de su caballo. Los hotentotes cavaron una nueva fosa para la
inJ;eliz mujer, y cuando la ·hubieron colocado en ella, aproximóse
uno al caballo del viajero.
- Baas- dijo a éste, - todo está dispuesto; ¿queréis darme
el niño1
- ¿Para qué1 -preguntó el señor Immelmann.
-Y a lo sabéis, baas; para enterrarlo con su madre, según
nuestra costumbre.
-¡Esa es una costumbre horrorosa!
-¿Lo creéis así, baas! -respondió muy tranquilamente el
hotentote: -entonces, si os parece mejor, voy a atarlo aquí, en
este tronco de árbol, y las hienas lo devorarán la próxima nqche.
(Histórico.)
El señor Immelmann, sobrecogido de horror ante tal proposición,
tomó. en sus brazos al pobre niño, el cual le sonrió tendiéndole
sus manecitas; luego clavó espuelas y se dirigió al campamento.
CAZAS SALVAJES AFRICANAS 59

Jamás pudo h.wer comprender a sus hotentotes que cometían un


crimen horroroso matando a esas pobres criaturas por la razón
de que no les quedal;>an padres para cuidarlas.
- Pues si pensáis asi, baas, debe de pareceros también malo
que abandonemos a nuestros ancianos en el desierto, para que
mueran en él de hambre, cuando por efecto de la edad o de las
enfermedades no pueden proveer ellos mismos a su subsistencia.
(Histórico .)
La tarde misma de aquella jornada, memorable en los fa<>tos
de Camdebo, Kiés se presentó con t oda su tribu ante el campa-
mento de Sparmann, no para combatir, pues un bosjesmán al
servicio del doctor se había presentado al jefe, diciéndole, de
parte de Trakosi que lo envió, qué clase de hombres eran los que
alli estaban, sino para arrojarse a los pies del filántropo .wadé-
mico de E stokolmo, y con lágrimas en los ojos darle gracias de
los cuidados que prodigaba a su mujer.
- ¡Oh! decid, decid, baas, ¡qué podría h.wer yo en cualquier
momento para saldar rui deuda de gratitud~
- Nada más que lo que haría un hombre de hono~· en todas
las circunstancias. Defended siempre v uestra libertad como lo
habéis hecho hoy, porque la libertad es un derecho sagrado, in-
alienable, que os ha concedido el Criador. Si es posible, conser-
vad la sencillez de vuestros corazones, tomando de nuestra civi-
lización lo que tiene de bueno y rechazando lo que tiene de malo.
Quizás lo consigáis si permanecéis iguales en fortuna, si no plan-
táis jamás los límites de una propiedad para separarla de otra
propiedad. Sed buenos e indulgentes para con vuestros hermanos,
sea cual fuere su color y su idioma, y sobre todo no abandonéis
al huérfano ni al anciano.
Kiés, con las lágrimas en los ojos, respondió a esta alocución
tomando de manos del señor Immelmann un niño envuelto en un
kros y llevándolo a Trakosi, que abría los brazos para recibirlo.
- Baas- dijo el jefe, -este niño será mi hijo, y todos los
. europeos que se te parezcan serán mis hermanos.
LOS INFORTUNIOS DE UN NATURALISTA
;

,,
li .
lt

11

ti

l!l!
11

'

'

'
1

li1'
Paisaje del África occidental.
N día, finalizaba el mes de Septiembre último, mi
pobre y anciana madre parecía más contenta que
de ordinario, lo cual fué motivo suficiente para
que, después del desayuno, permaneciéramos de so-
bremesa un cuarto de hora más que de costumbre,
ocasión que aproveché para consultarla acerca d~
un proyecto que me atormentaba hacía mucho
tiempo.
- Madre -le dije, - es muy hermoso el viajar.
- Sí, vaya - respondió meneando la cabeza; - mucho, des-
pués que uno ha vuelto.
- ¡Se adquiere gloria, celebridad! ¡se hace progresar la cien-
cia! ¡Mira, el Sr. L ...n, ha descubierto dos especies de ardilla, con
sólo dar una vez la vuelta aJ mundo; el Sr. 0 ... ha encontrado un
delfín de agua dulce en un río de América; el Sr. R. ..n ha descu-
bierto el pinchaq1te, que casi es una nueva especie de tapir; el
señor G... se ha convencido de que el eq"'tS bisukus de Molina no
es un caballo, sino un ciervo; otro, el Sr. Mar .... ha descrito un
ratón de las nieves; otro, el Sr. B... ha traído de las Cordilleras
una nueva especie de saltón; el Sr. Mac ... ha importado tres mos-
cas de Bélgica! Todos esos señores han prestado con ello inmensos
servicios a su país y adquirido gloria inmortal, celebridad europea.
- ¡Ya, ya! No les conozco a esos señores,. pero todo ello me es
del todo indiferente.
-Pues mira, buena madre; si no fuera por el disgusto de
64

dejarte, triste y ciega, entregada a manos mercenarias, tendría 1


sumo placer en viajar también, en ir al Brasil, por ejemplo.
Mi pobre madre dió un salto sobre su asiento al oir mis últimas
palabras; volvió hacia mí sus ojos para siempre cerrados a la luz, ,
extendió su temblorosa mano, buscó a tientas mi brazo, cogiólo
con fuerza como para detenerme, y dijo:
- ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿He oído bien! ¡Cómo! ¿Quisieras
· abandonar tu país, tus amigos, tu familia, para correr tras de una
vana humareda que nada tiene de real ni de útil!
- ¡Piensa, empero, madre, que las mufetas (l) son tan poco
conocidas! ¡Qué gloria para quien desenredara su sinonimia en los
mismos lugares en que viven! ·
- ¿Y qué me importan las mufetas1 Apuesto a que entre
treinta y cuatro millones de franceses , no se hallarían diez per-
sonas que quisieran darse la pena de bajarse para recoger una en
el arroyo de la calle. l\'liJ:a, pequeño (téngase en cuenta que el
peque.io de mi madre mide cinco pies cinco pulgadas y cuenta
cincuenta y seis años), me parece que te vuelves doblemente estú-
pido, como un clasiiicador y ordenador cualquiera, desde que te
has metido esa desdichada ciencia en la mollera. Eras tan hermoso
en otro tiempo, con tus preciosos y rizados cabellos rubios, tus
manitas blancas y regordetas con que me acariciabas el rostro,
tus medias palabras encantadoras, que comenzabas apenas a •
articular ... Entonces no podías andar todavía, y yo te llevaba :
en brazos, y tú llorabas cuando querían separarte de mi seno!
Ahora ...
Diciendo estas palabras con voz conmovida, la pobre anciana
se pasó la mano por sus cegados ojos para ocultarme una lágrima. ,-
-Comprendo, madre mía, y siento en el alma que he hecho
mal en hablar así. En otro tiempo me llevabas gozosa en tus brar 1
zas porque yo no podía andar; hoy me toca a mí dirigir tus pasos,
ya que te está vedada la luz d13 los cielos . Lo haré con gozo, con
placer y siempre. Vaya, dame el brazo y partamos, vamos aviar
jar juntos. .
- Oye, hijo mío, no vuelvas a hablarme de otros viajes que
los que puedas hacer conmigo. Mira tu camarada Taño, el buen
mozo, como le llamábamos en otro tiempo, aun cuando tuviese
la nariz algo corta y los labios un poco gruesos: pensaba lo mismo

(l) Mamlfe<o mustélido, ca.rnivoro, que vive en África. y América.


CAZAS SALVAJES AFRICANAS 65

que tú; partió por amor a la ciencia, y hace cuatro años no se tienen
noticias suyas. Pero ¿dónde vas a conducirme1
-Vamos a viajar por el jardín.
- Enhorabuena; esto es razonable, y pienso poder probár-
telo . Dime: ¿conoces todos los seres que puedes hallar en tu jardín1
¿Sabes sus formas, su naturaleza, su organización, sus propieda-
des, sus costumbres, las leyes generales y especiales que los rigen,
sus relaciones entre sí, su utilidad en la naturaleza y para el hom-
bre, sus hábitos, su inteligencia, su instinto1
-No, madre.
-Pues, amigo mío, si con peligro de tu vida, partieses para
una tierra extraña con objeto de estudiar seres que Dios ha colo-
cado a dos mil leguas de ti, mientras que no conoces los que te
rodean y has tenido siempre al alcance de tu mano, haríasme
absolutamente el efecto del astrólogo que cae dentro de un pozo
mientras observa los astros.
Admirábame de cuán ingenioso es el amor maternal, porque
por primera vez en mi vida oía hablar de ciencia a mi anciana
madre. Sin dar crédíto a sus sofismas inspirados por el afecto,
adopté la firme resolución de no viajar, por ahora, más que en mi
jardín, que t iene veinticinco pasos de ancho y treinta de longitud.
Y no creáis que este viaje carezca de peligros, de escollos y de
tempestades. Más de un escritor, lo sabéis tan bien como yo, ha
naufragado sin salir siquiera de su gabinete, se ha ahogado para
siempre jamás en su tintero. A pesar de ello, doyme a la vela,
parto, y ruego muy humildemente a mis lectores no hagan zozo-
brar mi frágil navecilla científica.
Lo primero que observé fué una telaraña, y me convencí, al
ver a su propietaria, de que era la de una EPEIRA DIADEMA (epeira
diadema , Walck.). Aquella telaraña estaba susp endída vertical-
mente entre dos árboles y formaba una redecilla regular, compuesta
de espirales concéntricas, cruzadas por radios rectes que partían
de un centro común. Los sedosos hilos eran muy finos y tenían
apenas suficiente resistencia para detener una gruesa mosca ordi-
naüa; mientras que las telas de algunas epeiras exóticas son bas-
tante fuertes para aprisionar colibríes y otros pajaritos. Como la
arafla se mantenía emboscada en medio de su tela, por ella co-
menzaré mis observaciones . .
La epeira diadema, tan común en otoño en nuestros_jardines,
puede considerársela oomo el tipo de su género. Pertenece, según
66

Latreille, al orden de los arácnidos pulmonares, familia de las


hilanderas y sección de los orbitelarios. Los garfios de sus man-
díbulas son gruesos, replegados a lo largo de su car a interna; la.s
hileras exteriores, colocadas hacia el extremo del abdomen, son
casi cónicas, poco salientes, dispuestas en roseta; el primero y el
segundo pares de patas son los más largos, el tercero es el más
corto. Tiene, sobre su tórax o coselete, ocho ojos, de los cu.ales

cuatro intermedios forman un cuadrado, y los otros, están reuni-


dos en par, uno a cada lado, así g~~g.
Sus mandíbulas son rectas, dilatadas desde la base en forma
de paletas. El tórax está. fuertemente truncado hacia adelante.
El abdomen tiene, a cada lado, cerca de la base, una protube-
rancia carnosa en forma de tubérculo-poco o nada aparente por
delante; es muy grueso, óvalo alargado, con una fila longitudinal
de puntos amarillos o blancos, atravesada por otras tres líneas
parecidas en cruz y una raya festoneada por cada costado . En lo
que concierne al color, varia mucho; puede ser rojizo, mezclado
de rojo y moreno, enteramente n egro con las manchas y los pun-
tos amarillos o blancos.
67

La mayor parte de los arácnidos, quizá todos, tienen los gar-~


fio• de las mandíbulas atravesados con un agujero por el cual, ·1
cuando muerden, circula un licor venenoso, que puede matar ins-
tantáneamente una mosca, pero que, por lo menos en Europa,
no tiene bastante energía para causar al niño más delicado, acci-
dentes tan graves como los que produce la picadura de un mosquito.
No tienen, pues, razón ciertas personas en cometer la ridiculez
de sentirse lwrriblemente aterrorizadas a la vista de una araña.
Uno de nuestros célebres astr ónomos, el Sr. Delalande, no cometía
tal ridiculez, pues se comía tantas arañas como podía coger, y
les encontraba, según decía, un delicado sabor de a~ ellana. Toda-
vía conozco al presente a un hombre, por otra parte muy amable,
que se muestra contentísimo cuando un amigo, invitado por él a
comer, le hace el obsequio de llevarle, para postre, una caja llena
de arañas y cochinillas.
Pero volvamos a mi viaje. La telaraña de que hablaba hallá-
base suspendida entre dos árboles distantes uno de otro más de
cinco metros y separados por un aúoyuelo que corría entre ambos
y que la epeira seguramente no había podido atravesar. ¿Cómo
lo había hecbo, pues, para ·a dherir a las ramas de esos dos árboles
los cables que sostenían su tela! Nada más sencillo.
Por un instinto verdaderamente admirable, habíase subido
al árbol y colocádose al extremo de una rama; allí, afirmada
sobre sus patas delanteras, con las posteriores saca de sus pezones
un hilo muy largo que deja flotar en el aire. Este hilo, muy ligero,
vese impelido por el más sutil viento hacia un cuerpo sólido, es
decÍl', hacia la rama del segundo árbol a la cual se pega inmedia-
tamente por medio del gluten de que está. untado, con lo que ya
tiene establecido un puente de comunicación. Para asegurarse
de que el hilo está sólidamente pegado, la epeira lo estira hacia
sí de vez en cuando, y una vez cerciorada de ello por la resistencia
que encuentra, lo pone tirante y lo pega en el sitio donde se hall::t.
Luego es preciso colocar, bajo esta primera cuerda, en una
posición casi paralela, un segundo cable, pues entre los dos ha
de quedar tendida la tela verticalmente. Para conseguirlo, la
epeira se cuelg::t de un hilo que alarga a medida que desciende,
y en cuanto encuentra una hoja o cualquiera otro cuerpo sólido,
a medio metro, más o menos, debajo del cable, pega un hilo, que
prolonga luego a medida que sube de nuevo a su cable. Por medio
de este último atraviesa hasta sobre el otro árbol , prolongando.

i
!
68 CAZAS SALVAJES AFRICA.""'AS

siempre el segundo hilo, pero con el especial cuidado de que no


se pegue al primero. Llegada al segundo árbol, corta el cable,
pero reteniéndolo con las patas; luego pega un segundo hilo, al
que se suspende, y lo prolonga dejándose deslizar hasta que en-
cuentra nn cuerpo sólido, al cual adhiere a la vez este hilo y el
segundo cable; tensa éste al igual
que el primero, y he aqui las só-
)idas bases de su tela perfecta-
mente establecidas.
Se observará que, al obrar
así, la tela conserva siempre la
posición vertical, porque, al des-
cender de las dos extremidades
del primer cable para fijar las
del segundo, se dejó deslizar a
lo largo de un hilo, y su cuerpo
suspenclido le sirvió como el ins-
trumento que los albañiles llaman
la plomada.
Los dos cables, aunque más
gruesos y más fuertes que los
otros hilos, pueden, sin embargo,
no ofrecer suficiente solidez si
tienen gran longitud. Para darles más firmeza, les añade brazos
de refuerzo, es decir, algunos nuevos hilos que se adhieren a los
cables en ciertos puntos por uno de sus _e xtremos, mientras va
a fijar el otro en algunas hojas del árbol. Estos brazos de re-
fuerzo sirven también para tensar los cables e impedir que la
tela caiga si aquéllos se rompieran por cualquier accidente.
Terminados todos estos preparativos, la epeira va a situarse
en meclio del cable de arriba, donde pega un hilo, del que se cuelga
y lo prolonga hasta que encuentra el cable de abajo, al que lo
adhiere. Aliado de este hilo, a uno o dos dedos de clistancia, poco
más o menos, fija un segundo hilo que cruza con el primero y se le
adhiere como a la mitad de su longitud, y esta mitad viene a ser
el centro de la tela, desde donde racliarán gran número de hilos,
como se ve en el grabado adjunto.
Cuando todos los raclios, partiendo del centro común, están
colocados y adheridos, sea a los cables o bien a brazos de refuerzo
más o mel)os oblicuos, trátase de formar la redecilla que ha de
CAZAS SALVAJES AFRICA..XAS 69

detener los moscones al paso. Para ello tiende de nuevo hilos con-
céntricos, en círculos o en espiral, muy inmediatos unos de otros,
y nada más curioso que verla pegar esos hilos a los radios. A me-
dida que da vueltas al rededor de la tela, el hilo sale de su hilera;
Th- epeira se detiene en cada radio, mide a ojo la distancia para
h acer las cuerdas de arco casi paralelas; luego, con una pata tra-
sera, coge el hilo cerca del pezón, lo tiende y lo empuja contra
el radio en el punto preciso en que debe pegarse. Acabada la tela,
la araña construye a menudo entre dos hojas, que aproxima cara
a cant, cerca de uno de los extremos del cable superior, una pe-
queña casilla de seda donde se oculta cuando se cree amenazada
de algún peligro, y en la que se abriga de la lluvia y pasa la
noche.
Para cazar, la epeira se coloca en el centro de la tela, y allí
aguarda con admirable paciencia que vaya un mosquito por in-
advertencia a arrojarse en sus redes. Se da cuenta de su captura
por las sacudidas que da el insecto a la tela al debatirse; inme-
diatamente se arroja sobre él, lo coge con sus garfios y lo aiTebata
con sin igual rapidez para devorado en el centro de su tela, si es
un mosquito pequeño que no pueda oponerle ninguna resistencia.
Si es una mosca un poco fuerte, la ataca con precaución, la muerde
para emponzoñada, luego la coge con las cuatro patas traseras,
la coloca cerca de los pezones de su hilera, le hace dar cinco o seis
vueltas y la cubre así con una cincuentena de hilos que envuelven
a la pobre mosca y le forman una malla que le aprieta el cuerpo
y los miembros hasta el punto de imposibilitada de hacer el menor
movimiento. En tal estado la araña se la lleva y la come con la
mayor facilidad. En un caso parecido, he visto los seis pezones
de la hilera producir a la vez m&s de cincuenta hilos finos en ex-
tremo y perfectamente distintos unos de otros.
Si el insecto cogido en las redes es grande, una avispa, por
ejemplo, y la telaraña corre el riesgo de romperse, la epeira sa-
m·ifica su voracidad a su prudencia: en vez de tratar de envolver
al animal, apresúrase a cortar por· sí misma los hilos que lo apri-
sionan y a libertarle de sus cadenas.
Como esas arañas tienden su tela en sitios pasajeros, sucede
a menudo que un hombre, un perro, un pájaro o un accidente
cualquiera la rompen por completo, y esto ocurre por lo menos
una vez al dia. Si la tela está sólo un poco deteriorad!>, la araña
se limita a recomponerla; pero si el desperfecto es muy grande,
70

la reconstruye enteramente. A menudo hame sucedido destruir


por completo, dos o tres veces al dia, esa redecilla que tanto tra-
bajo le cuesta, y siempre, pocas horas después, la encontraba
recompuesta. ¿Cómo, me decía, puede sacar de sus hileras tan
gran cantidad de seda! Parecíame que después de haber empleado,
en tan corto espacio de tiempo, más materia sedosa de lo que su
abdomen todo entero pudiera contener, sus receptáculos secre-
tores debían de estar agotados, como lo creen los naturalistas.
Sin embargo, nada de esto ocurre, y he ahí la razón.
Cuando a la araña le sucede esta desgracia, ocúltase para ev i-
tar el peligro; pero poco después, cuando ya no se cree amena-
zada, vuelve al lugar del desastre, recoge con el mayor cuidado
hasta. el más pequeño resto0, el más ínfimo hílo de su tela destruída,
y lo come. Esta seda pasa, sin que yo pueda decir cómo, desde su
estómago al receptáculo que commlica con los pezones de sus
hileras, y en seguida se encuentra a punto de que se la emplee en
la fabricación de una nueva tela. Creo, sin que esté seguro de ello,
que ese receptáculo es el órgano que Trevirano tomó por el hígado,
tanto más cuanto que en los ensayos que hizo con el licor que 1

produce este órgano, lo encontró alcalino, y reconoció la presencia


de cierta cantidad de albúmina.
Esta observación me llevó a hacer otra: la epeira se aparea a '
fines de estío, y pone, en otoño, gran número de huevos de un her-
moso amarillo, envueltos en un capullo de apretado tejido, ca-
pullo rodeado a su vez de considerable espesor de una borra de
seda floja y amarillenta. En la primavera siguiente nacen los
pequeños, siendo entonces amarillos con una mancha obscura
sobre el abdomen; permanecen juntos hasta que tienen suficiente
fuerza para vivir de su presa cada uno aisladamente. Heme pre-
guntado de qué vivían durante ese primer tiempo, y una obser-
vación minuciosa y segma hame enseñado que sólo se alimentan
de la seda y de la borra del capullo que les contenía.
Cada cual es amo en su casa, y a menudo he comprobado con
la epeira la verdad de este axioma. Cuando llega el final de la
estación y me canso de observar en mi jardin a esas arañas tan
feroces como industriosas, tengo por costumbre hacer que se de-
voren unas a otras hasta que no quede más que una. No escojo
la mayor, sino la que me parece más despierta y más valerosa
para que haga el oficio de verdugo. Con un bastoncito cojo una
de sus vecinas, en ocasiones dos o t res veces mayor, y la llevo
7l

sobre su tela. ¡Hay que ver, cuando la que transporto adivina


mi intención, el terror que la sobrecoge desde que la aproximo a
la tela fatal! Se deja caer al suelo y se finge muerta; deslizase de
repente a lo largo de un hilo; va y viene sobre mi bastoncito trans-
tornada por el miedo, y en fin, emplea todos los medios imagina,.
bies p ara evitar una lucha que teme tanto como la muerte.
En cuanto la pongo sobre la tela de su enemiga, huye a todo
correr; pero mi verdugo se lanza en su persecución, la alcanza,
la hiere con sus garfios emponzoñados, la envuelve y la come,
todo esto en menos tiempo que el que invierto en contarlo. Jamás
he visto que la araña forastera, por grande que fuese, haya ven-
cido a la propietaria de la tela, y basta es muy raro que le oponga
verdadera resistencia. Sin embargo, algunas veces se muerden
mutuamente, y el vencedor muere poco tiempo después de haber
devorado al vencido.
De algtmos años a esta parte se hacen ensayos industriales
con la seda que envuelve el capullo de la epeira diadema, y se h a
obtenido la seguridad de que, preparada y cardada convenien-
temente, sin poseer el brillo de la seda del gusano bombyx, tenia
igual fuerza. Inmediatamente los atrapamoscas han publicado me-
morias, planos de talleres, máquinas, devanaderas, etc., para
preparar esta nueva riqueza de Francia. He leído más de veinte
folletos sobre este asunt o.
Desgraciadamente, esos industriales no eran tan atrapamoscas
como he dicho, porque jamás pudieron hallar el medio de coger
bastantes moscas para criar y alimentar una treintena de millares
de arañas, que hubieran p odido proporcionar una onza de mala seda.
¡Si fuera hoy!. .. no cogerían mayor cantidad de moscas, pero atra-
parían accionistas, y ¿quién sabe1 esto quizá perjudicara a los
agiotistas de los ferrocarriles, Jo que no sería un gran mal.
Decía, pues ... En est e momento la campanilla de la habita,.
ción dejó oír un repiqueteo de mil diablos. Un hombre, con la
cara tatuada, calvo, tuerto, manco, cojo y jorobado, empuj a la
puerta, entra, me ve en el jardín, se precipita a mi encuentro, y,
sin darme tiempo a que le reconociera, me hallo en los brazos ...
es decir, en el brazo, porque no tenia más que uno, de aquel hom-
bre haraposo y medio mutilado. Después de los primeros abrazos,
juzgué conveniente preguntar a aquel excelente amigo cuál era
su nombre.
-¡Cómo! ¿no ~econoces a tu amigo de colegio Toño1
'
72

-¡Tú, Toño! ¿Toño el buen mozo1


- ¡Ah! sí, antes; pero al presente Toño el arponero.
Volvíme h acia el banco donde había sentado a mi buena y
anciana madre, y en la efusión de mi alegría, exclamé:
- iÜyes, madre1 Es Toño, el mismo en carne y huesos; ¿no le
reconoces por la voz1
1• - Sí, sí, le oigo, y estoy muy contenta de su regreso. ¡Esto
causaría inmenso placer a su madre, si el sentimiento de su p ar-
tida no hubiera muerto a la pobre mujer hace tres años! Pero no
por esto persisto menos en mis ideas. -
Después de comer acordéme, por primera vez, de examinar
a mi pobre amigo, que había visto tan elegante, tan hermoso,
tan completo (permíta<!eme la frase), cuatro años antes; y él ,
dándose cuenta de la escrutadora mirada que yo dirigía sobre lo
que quedaba de su antigua persona, me dijo:
-¡Qué quieres! En mis viajes he perdido todo lo que me falta,
y, en compensación, h e traído la miseria sin adquirir la ciencia
tras de la cual corría: voy a contártelo todo. No te referiré hoy mis
largas peregrinaciones al rededor del globo, sino sólo los acciden-
tes que me han reducido al estado en que se encontraba el célebre
mariscal Rantzau, que no t enía más que uno de todo aquello que
los demás tienen dos. ;.Por dónde quieres que comience: por la
oreja, por el ojo, por el brazo, por la pierna o por la joroba!
- ¡Ay, querido amigo!, comienza por donde quieras.
- En este caso, voy a proceder por orden de fechas .
Ya sabes que, hace casi cinco años, me embarqué, en el Havre,
,,¡, en El Discreto, precioso barquichuelo de comercio fletado con un
cargamento de librería, comprado a peso de papel viejo en los
desechos de los almacenes de París, y destinado a la Guyana fran-
cesa. Mi intención era ir a la América tropical para estudiar unos
mamíferos tanto más interesantes, cuanto su sinonimia es muy
embrollada en Europa. Ya comprenderás que me r efiero a las
mufetas.
- ¡Las mufetas! -exclamó mi anciana madre con visible
emoción; - ¡las mufetas! Por favor, mi querido Toño, no nos
habléis de vu estr as estúpidas mufetas; ¡nada aborrezco tanto en
el mundo como las odiosas mufetas! ¡Les tengo horror!
- Sea; no hablemos más de ellas. Salimos con toda felicidad
del canal de la Mancha, y para distraer el fastidio de una larga
navegación entretenfame en revolver libros en el cargamento del
CAZ.o\8 SALVAJES AFRICANAS 73

buque. Cada noche dormíame apaciblemente con an>·ilio de las


excelentes obras de nuestras eminencias científicas y literarias, y
pasé la linea ecuatorial sin mareo y sin contratiempo. Unicamente
observé que el capitán, en vez de dirigir el compás hacia el Oeste,
lo hacía constantemente al Sud desde que habíamos pasado las
Azores; pero como yo nada entendía en navegación, ello no me
inquietaba, y éste fué mí primer infortunio .
Un día de calma chicha hallábame sobre el puente, cuando
percibí de muy lejos alguna cosa negruzca que flotaba sobre las
olas [y que parecía aproximársenos. Hice observar aquel objeto al

Perfil de una ballena

capitán, quien asestó su anteojo hacia el punto que yo le indi-


caba con el dedo.
- Es una ballena o un enorme cachalote - me dijo.
- ¡Una ballena o un ca<:halote! - exclamé gozoso. - ¡Cómo,
desde Jos primeros días de navegación tendré la dicha de ver un
cachalote, un enorme cachalote!
- Martín- dijo el capitán volviéndose hacia un viejo ma-
rinero, - ¿no tenemos algún arpón en el fondo de la bodega?
- Sí, capitán; pero no hay a bordo un solo hombre que sepa
manejarlo.
- En este caso, aprovechemos la brisa que se levanta, deje-
mos allí al monstruo y corramos algunos nudos.
Semejante resolución me desesperaba, pues hubiera dado todo
lo del mundo para ver de cerca un cachalote. El deseo vuelve inge-
nioso y embustero en muchas circunsta';lcias, y yo fuí una prueba
de ello.
- Capitán- dije con toda la seguridad de un naturalista
CAZAS SAL V AJES AFRICANAS

desvergonzado que no se hubiera movido jamás del Jardín de


Plantas, - conozco mucho al cachalote, he hecho de él un pro-
fundo estudío y, además, redacté el artículo Pesca de la ballena
en el díccionario de d'Orhigny. Mirad, es como sigue: el cachalote,
physeter macrooephalus de G. Cuvier, es un mamífero cetáceo, que
dífiere esencialmente de la ballena por sus mandJ.'bulas, provistas
de dientes y no de barbas. Su cabeza es muy voluminosa y ocupa
cuando menos la mitad de la longitud del animal; está excesiva-
mente abultada, sobre todo hacia delante; la mandJ.'bula superior
carece de dientes, y, si los tiene, son muy pequeños y ocultos en
la encía; pero la mandíbula inferior, estrecha, alargada y enca-
jando en un surco de la superior, está armada a cada costado con
una fila de dientes cónicos de enorme tamaño.
En unas grandes cavidades colocadas sobre su cabeza encuén-
trase esa especie de aceite que se cuaja y pone duro como la cera
blanca al enfriarse. Nosotros sabios- dije engallándome cual ,
académico de la víspera, - damos a esa materia el nombre de
cetiná, pero en el comercio se la conoce con el nombre de esper-
maceti, blanco de ballena, adipocira, etc. También, según dicen,
el cachalote elabora en sus intestinos esa substancia odorífera
que llamáis ámbar gris. Sea de ello lo que fuere, ese monstruoso
animal no tiene más que un orificio de ventilación, que se diri¡re
hacia el costado izqnierdo, en la parte delantera de su hocico, que
está como truncado casi en cuac!J.·o. El ojo izqnierdo es también
un poco menor que el derecho, lo cual hace que los hábiles arpo-
neros ataquen siempre al animal por "'que! lado.
- Pardiez -me respondió el capitán, -me parece que en-
tendéis muy bien el asunto; ¿queréis arponearlo!
-Con mucho gusto- respondí, aunque con voz algo con-
movida, porque el monstruo se había aproximado y ya podíamos
juzgar de su longitud, que excedía de sesenta pies.
El capitán ordenó inmediatamente que se botaran al mar las
dos lanchas, y Martín púsome en la mano un viejo arpón mohoso,
montado en un mango que me pareció el de una escoba. En la
anilla del arpón ataron una sondalera del grosor del dedo meñique
y algunos centenares de brazas de longitud. Confiésote, querido,
que no estaba muy tranqnilo, que sentía palpitar mi corazón más
fuerte que de ordinario; pero la vanidad parisiense venció a la
prudencia y yo, el sexto, descendí al pequeño bote. Mientras uno
de los marineros guiaba el timón y los otros cuatro remaban con

'
75

el menor ruido posible, manteníame arrogantemente de pie en la


proa, arpón en mano. _.;
Nos aproximamos muy cerca del horrible monstruo sin que
diera muestras de percibimos. ¡Gran Dios! estremézcome aún
cuando pienso en ello. Figúrate, si puedes, una boca encarnada de
veinte pies de abertura y quince de profundidad, en la cual hu-
biera entrado por entero una lancha tripulada por doce hombres:
Cuando me hallé a cuatro pasos de aquella espantosa boca, no supe

N os aproximamos muy cerca del horrible mons6ruo

lo que me pasaba y no me quedó más que el valor desesperado del


miedo. Blandi mi arpón en el aire, y lo lancé entre el ojo leonado
y la aleta del animal con toda la fuerza que me quedaba.
Entonces abrió su espantosa boca, saltó y elevó la mitad del
<luerpo a treinta pies sobre la superficie de las olas, cual torre pró-
xima a caernos sobre la cabeza; cerré Jos ojos, luego sentí horrorosa
sacudida; parecióme que estaba rp.olido, cortado en dos entre sus
enormes mandibulas, y me desvanecí. Tan grande fué mi terror,
que la bilis se me mezcló con la sangre, y desde aquel momento
mi piel ha quedado siempre amarilla como la de un salvaje de ori-
llas del llfissouri. Este fué mi segundo infortunio.
76 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

Cuando recobré los sentidos, halléme tendido cuan largo era


en la lancha mayor, entre las manos de nuestros marineros que se
esforzaban en volverme a la vida. Así que hube abierto los ojos y es-
tuvieron tranquilizados acerca de mi vida, echáronse a reir inso-
lentemente y a burlarse de mí con toda la grosería de la gente ·de
mar. Subiéronme a bordo, donde el viejo tiburón de capitán me re-
cibió con una sonrisa más picante todavia, cumplimentándome
irónicament.e por mi destreza y mi valor. Refirióme que el cacha-
lote, después de haber sumergido nuestra frágil embarcación,
había partido · majestuosamente con mi arpón, sin tomar otra
venganza. U no de mis cinco marineros me había sostenido a flote,
mientras los otros ganaban a nado la lancha grande que venia en
mi socorro. El capitán, en su buen humor, me llamó 1'año el arpo-
nero, y desde entonces toda la marina francesa me conoce con tan
desdichado nombre. Es el tercero de mis infortunios.
Continuamos nuestro viaje con tiempo muy favorable, pero
dirigiéndonos siempre hacia el Sur, lo que me admiraba en extremo.
Cuando hubimos alcanzado el grado 18 de latitud austral, apro-
vechamos el tiempo en calma para hacer una maniobra que en nin-
guna manera habría yo soñado. Bajo el mando de nuestro capi-
tán, a quien por primera vez vi salir de su cámara con dos pistolas
en el cinto y un hacha de abordaje en la mano, los marineros se
pusieron tranquilamente a arrojar al mar nuestro cargamento de
libros, y tuve el dolor de ver las obras más recientes de casi todos
los novelistas de París dispersadas y destrozadas por los tiburones
antes de que se sumergieran por entero y perecer así miserable-
mente un año antes de lo que lo hubieran hecho en casa del dro-
guero si no hubiesen salido de París.
Luego aparecieron seis cañones, ocultos en el fondo de la bodega
bajo los bultos de libros, que fueron montados en el entrepuente,
del que se desclavaron las portas, y luego subieron sobre el puente,
donde las desenmohecieron bien o mal, unas doscientas cadenas
de seis pies de longitud, provistas cada una de candados, esposas
y argolla. Después de esto, hicimos proa al Sudeste en vez de ha-
cerla al Oeste: ¡Ah! entonces me dí cuenta, aunque demasiado tarde,
de que, creyendo embarcarme en un honrado buque mercante,
había subido a un infame barco negrero. Este fué mi cuarto infor-
tunio, tanto mayor cuanto no osaba quejarme de ello delante de la
honrada compañía con la cual me encontraba comprometido.
Llegamos, sin haber tenido ningún mal encuentro, a un pequeño

'
77

puerto sin nombre a corta distancia al sur de Loango; en cuanto


percibí la inhospitalaria tierra de Africa, concebí el proyecto de
evadirme a la primera ocasión y ganar a pie, con un guía que no
dudaba encontrar, la factoría europea más cercana. Mientras nues-
tras gentes hacían la trata, yo, con el pretexto de cazar y recoger
objetos de historia natural, bajaba todos los días a t ierra, armado,
cual verdadero pirata, de un largo cuchillo, dos pistolas y mi fu-
sil de repetición. No tardé mucho en convencerme de que difícil-
mente hallaría un guía, porque no comprendía palabra de la lengua
salvaje del país.
Entretanto, un día que me paseaba tristemente por la orilla,
vi a un pobre negro esclavo al
que nuestros negreros habían
encadenado a una roca para ir
a recogerlo después de una ex-
cmsión que emprendieron por
el interior del país. Acerquéme
a la infeliz ;ictima para con-
templarla , cuando, con gran
sorpresa mía, aquel desgracia-
do se puso a hablarme en una
jerga mezclada de francés, de
inglés, un poco de portugués,
español e italiano, etc., de la Vi a un pobre esclavo negro
que comprendí algunas pala,. encadenado a una roca...
bras. Bien que mal me díjo,
mitad con gestos, mítad con .
palabras, que había servido mucho tiempo de intérprete a negre-
ros franceses e ingleses en Loango.
Inmediatamente pasóme por la cabeza una idea luminosa y
comprendí todo el partido que podía sacar de aquel hombre. Pre-~
guntéle a qué distancia nos encontrábamos de la niás cercana fac-
toría europea, y me contestó que había una a tres jornadas de
marcha. Hícele jurar que me conduciría allá fielmente si le liber-
taba de sus cadenas, y aceptó. Con sumo trabajo rompí, por me-
dio de mi cuchillo, la argolla que le retenía por un pie, y partimos
en segtúda.
Nos dirigimos al Sudeste, alejándonos de la costa para que no
nos encontraran mis buenos amigos los negreros, quíenes, en tal
caso, nos fusilarían a los dos sin nínguna clase de proceso. Marchar
78 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

moa durante tres días a t ravés del desierto, durmiendo en cavernas


o en casillas abandonadas y viviendo de la caza que derribaba a
tiros. A fines del tercer día parecióme que, en vez de entrar en un
país habitado, la comarca se volvía aún más desierta que antes.
Aquel día vi algunos avestruces, y mi guía, que me demostraba
mucho reconocimiento y fidelidad, apresó uno muy joven en un ;•
matorral. Era la primera vez, desde que íbamos juntos, que le
permitía alejarse de mí h asta a mitad del alcance de mi fusil, aun
cuando estuviese bien seguro de que no abusaría de la libertad que
le había devuelto.
Tú sabes, por otra parte, cuán negrófilo soy y con qué elocuen-
cia hablaba, en nu estros clubs filantrópicos, en favor de la aboli-
ción de la esclavitud. Es verdad que entonces no había aún re-
buscado en el cargamento de desecho de nuestro buque, que, por
consiguiente, no había podido leer todavía las admirables elucu-
braciones del doctor V ... Sea como fuere, comimos el ave y la
encontramos excelente. Comenzaba a consolarme de mi pesca del
cachalote; pero este consuelo no debía durar.
<::X'J El avestruz (stmthio camelus, Lin.) es el gigante de las aves y
~Jcanza hasta siete y ocho pies de altura. Es común en todos Jos
desiertos arenosos de Africa, vive en grandes manadas y pone
huevos casi del tamaño de la cabeza de un niño, que pesan hasta
tres libras. Se h a dicho, aunque erróneamente, que en los países
muy cálidos abandona la incubMión de esos huevos al calor del sol,
pero que los empolla más allá y más acá de los trópicos. Lo cierto
es que los empolla en todas partes, hasta con el mayor cuidado,
y que el macho se reparte con la hembra los cuidados de la incu-
'1 A S V ~bación. Sus alas cortas, guarnecidas de plumas flojas y flexibles,
no le permiten volar, pero le ayudan a correr; el pico es corto,
ancho, plano, de punta roma; sus ojos grandes, con párpados pro-
vistos de pestañas; piernas y tarsos muy elevados, y pies provis-
tos sólo de dos dedos.
Todo el mundo conoce la elegancia de sus bellas plumas, de
cañones muy delgados, cuyas barbas, aunque guarnecidas de bár-
bulas, no se juntan. El avestruz vive de hierbas y de semillas, y
por más que diga G. Cuvíer, su gusto no es tan obtuso como el de
las demás aves. Si traga, como dicen, guijarros, pedazos de hierro
y de cobre, es para ayudar, dentro de su estómago, a la trituración
de los alimentos, y todas las aves hacen lo propio; sólo que, como
son infinitamente más pequeñas, en vez de tragar guijarros, como
C.!ZA.S SALVAJES AFRICANAS 79

el avestruz, comen granos de arena más o menos grandes y pro-


porcionados a la capacidad de su estómago.
Por la tarde, mi negro me indicó por señas que guardara silen-
cio y me acurrucara, para no espantar, me dijo, a un joven avestruz
que percibía entre las altas hie1·bas y esperaba coger como el pri-

... vi a un avestruz; que llevaba sobre un lomo


a mi fiel negro .. .

mero. Hice lo que me indicaba, y me limité a seguirle con la mirada:


vile deslizarse entre la hierba con la mayor precaución; tan pronto
se arrastraba cual serpiente, como caminaba a cuatro manos como
una pantera; luego se detenía un momento para observar al ave,
volviendo después a recomenzar su maniobra. De este modo llegó
a cuatro pasos de la espesa y alta hierba, y arrojándose de un salto,
vi levantarse de repente un enorme avestruz que llevaba a caballo
80 CAZAS SAL V AJES AFRIOAN AS

sobre su lomo a mi fiel negro, quien le golpeaba con toda su fuerza


con los talones para hacerle apresurar la fuga.
El ave corría con tanta velocidad, que el mejor corcel árabe
no hubiera podido darle alcance, y tan estupefacto me dejó aquel
espectáculo, que ni siquiera pensé en disparar un tiro aJ muy tai-
mado en señal de despedida. Y o había leído en dos o tres relacio-
nes de viajeros que los negros cabalgan sobre avestruces domesti-
cados, de los que se sirven para viajar, pero hasta aquel momento
no lo había creído. Encontrábame, pues, solo, abandonado y per-
dido en inmensos desiertos plagados de bestias feroces, y éste fué
mi quinto infortunio.
Durante largo espacio permanecí abismado en la desesperación;
pero al fin reflexioné que la desolación a nada bueno me conduciría
y recobré un poco de valor. Aun quedaban algunas horas de dia,
y las aproveché para salir de la vasta llanura arenosa en que me
hallaba, en la cual no debía aguardar ningún abrigo, ora para pre- ,
servarme de los ataques de los animales feroces, ora para pasar
la noche.
Púseme, pues, inmediatamente en marcha dirigiéndome hacia
un bosque que distinguia en lontananza, al que llegué al obscurecer.
Segui un pequeño sendero trillado, que me condujo cerca de un
árbol muy corpulento, sobre el que ,-i una cabaña de follaje hecha
muy artistícamente, a la que se podia subir con auxilio de tocones
de ramas rotas que formaban como una escala; pero no sabiendo
qué clase de gentes la habitaban, te confieso que vacilé un instante.
Por fin reflexioné que iba perfectamente armado, que la cabaña
podia contener a lo más dos o tres personas, y yo ·conocía la cobar-
dia de los negros de esa parte de Africa. Por consiguiente, púseme
mi cuchillo entre los dientes, cargué el fusil y las pistolas y subí
valerosamente.
Nada había en la cabaña, donde sólo vi algunas frutas espar- '
cidas por el suelo y un lecho de musgo, heno y hojas secas. Comí
las frutas y me acosté, pues sentía gran necesidad de reposo. Para
evitar toda sorpresa conservé mis pistolllli! en el cinto y coloqué
mi fusil entre las piernas. A pesar de tantos sinsabores dormíme
profundamente, y el sol estaba ya bien alto cuando desperté a la
mañana siguiente.
Pero ¡oh, amigo mío! juzga do mi terror cuando vi, al abrir
los ojos, un ser tan singular como horrible, acmrucado al lado
de mi cama, y contemptándomo atentamente. En el primer momento
CAZA.S SALVAJES AERW.\NAS 81

preguntéme si no· era má.s bien un diablo salido del infierno que una
criatura la que de tal modo me miraba. Figúrate un ser de cinco
pies de altura poco más o menos, negro como el carbón, con todas
las formn.s humanas, y el cuerpo, excepto el vientre, las nalgas,
las manos, la cara y el pecho, enteramente cubierto de pelos lar-
gos y ásperos.
Su cabeza estaba erizada de cabellos en desorden, que le caían
sobre la fr ente y los hombros; sus orej as, hechas como ln.s nuestras,
eran rojizas, muy grandes, y separadas de la cabeza; sus ojos, algo
juntos, eran vivos y brillan-
tes, y su corta frente se incli-
naba hacia atrás como la do
un idiota. La nariz chafada,
el hocico saliente y el rostro
arrugado dab an a su fisono-
mía bastante parecido con la
de una vieja hotentota. Sus
brazos, bastante largos para
alcanzar el extremo inferior
del muslo, terminaban con
unas gl'andes manos confor-
madn.s como las de un· hom-
bre, pero con el pulgar un
poco más corto.
Finalmente, sus pies eran
más largos, más anchos y más
planos, provistos de un pul-
gar op onible a los demás
dedos. Más tarde supe que
aquel ser extraño se llamaba, El chimpnncé.
en el país, kojas morou, lo
cual significa literalmente, en la lengua ele Loango, hombre de los
bosques . En el Congo, en donde se encuentra también, le llaman
enjoko, o· el mudo, y Bufón, según su costumbre, ha desfig urado
este nombre, lo propio que Cuvier, que le ll ama chimpancé, mien-
tras que en Guinea su nombre es ki-mpezey, palabra que significa
hombre de los bosques.
- Ya le conozco- dije, interrumpiendo a Toño el arponero;
- es el Troglodites niger, Geoff., Simia tmglodite:;, Lin ., el joko
y el pongo, de Bufón.
82 CAZAS SALVAJES ~ICAN.AS

-Esto mismo - repuso Toña.- No puedes fgurarte cuán


aterrorizado quedé al ver a aquella horrible bestia, de cuyo domi-
cilio me había apoderado sin saberlo, lanzarme miradas expresivas,
levantarse, acercarse e inclinarse sobre mi lecho con la intenCión
de atestiguarme su buena amistad con un cordial abrazo. Era, se-
gún creo, una hembra. Rechacé al monstruo con horror, golpeán-
dole con toda mi fuerza, y, en medio de mi terror y mi sor-
presa, olvidé servirme de mis pistolas.
El chimpancé, al verse maltratado, montó en terrible cólera,
y entonces comenzó una lucha cuerpo a cuerpo verdaderamente
espantosa. En seguida me di cuenta de que aquel animal, aunque
más pequeño que yo, era por Jo menos seis veces más fuerte; derri-
bóme sobre el piso y, con los dientes, me cogió una oreja, que cortó
en redondo, como puedes >erlo, escupiéndomela a la cara. Creía-
me perdido, cuando me salvó la más feliz de las casualidades. El
mono, al ccgerme, puso la mano sobre el gatillo de una de mis
pistolas, que se disparó sin herirnos al uno ni al otro. El animal,
aterrorizado por el fuego, el humo y la detonación, precipitóse
fuera de la cabaña y huyó lanzando gritos. Aunque doliente,
recogí mis armas, descendí apresuradamente del árbol y eché a
correr hacia la llanura, muy satisfecho de haberme librado sólo
a costa de una oreja. Este accidente es mi sexto infortunio .
Aprox.imábame ya alas lindes del bosque y creí ame salvado; mas
¡ay! no contaba con mis huéspedes de los bosques, como vas a ver.
Detúveme un momento en un claro, para respirar, cuando una pie-
dra lanzada por \o-igoroso brazo silbó en los aires, a seis pulgadas
de la oreja que me quedaba. Volvíme vivamente, y vi a una docena
de chimpancés que me perseguían, armados con piedras y enor-
mes bastones.
Esos anima!es son eminentemente saltadores y de una sor-
prendente agilidad cuando se hallan encima de los árboles; pero,
y esto fué una gran suerte para mí, no sucede lo propio en el suelo,
pues caminan con bastante dificultad y apoyándose en un bastón.
A pesar de esto, los que me perseguían daban saltos tan prodigio-
sos, que no podian tardar en alcanzarme, si no hubiese enfriado
un poco su ardor derribando de un tiro de fusil al que iba a la
cabeza de la cuadrilla. Todos se detuvieron para socorrer al 1

herido, y entretanto, les gané la delantera.


Es necesario que te cite uu pasaje que he leído acerca de esos
singulares animales: •Casi siempre que los viajeros los han encon-
CAZAS SALVAJES AFRICANAS 83

trado - dice el autor, - el macho y la hembra iban juntos, de


lo que puede deducirse, con algunos naturalistas ingleses, que ese
animal es monógamo y no cambia de hembra. Cuando está en tierra,
sostiénese de pie y camina con un bastón, que le sirve a la vez de .
apoyo y de arma ofensiva y defensiva; sírvese también de piedras
que arroja con destreza para rechazar el ataque de los negros, o para
atacar a éstos si osan penetrar en los lugares solitarios que él habita.
Esos animales viven en pequeñas manadas en el fondo de los
bosques; saben muy bien construirse cabañas de follaje para abri-
garse de los ardores del sol y de la llmia. Así forman pequeños bur-
gos, en donde se prestan mutuo socorro para alejar de su cantón
a los hombres, los elefantes y los animales feroces. Si durante estos
ataques, uno de sus congéneres queda herido por un flechazo o por
un tiro, sus camaradas sacan de la herida, con suma habilidad, la
punta de la flecha o la bala; luego curan la llaga con hierbas masca-
das y la vendan con tiras de corteza.> Pero lo más singular en estos
animales y que, en mi opinión, denota en ellos un instinto
muy acli.estrado es que dan sepultura a sus muertos. Tienden
el cadáver en una grieta del suelo y lo cubren con un gran mon-
tón de cascajo, hojas, ramas y espinos, para impedir que las hienas
y los leones vayan por la noche a desenterrarlos. El viajero Batel
cuenta que habiendo sido arrebatado por dos chimpancés un negrito
de su acompañamiento, vivió doce o trece meses en compañía de
aquéllos y Yolvió gordo y grueso, encomiando mucho el trato
que le daban sus raptores.
-Dime la >erdad, querido Toño; ¿has leído este pasaje en
a'guno de los libros que cargaba tu buque!
- Creo que sí.
-¡Ah, diablo! es un contratiempo.
- ¿Por qué!
- Porque este pasaje ·es núo. E s igual; es igual, continúa tu
narración.
- A fe mía, querido amigo, que si tu libro estaba allí, no podia
hallarse en mejor compañía: de historia natural, inmensamente,
desde ciertos anales del Museo en 60 >olúmenes en 4.0 basta el mo-
desto compendio universitario de geología en 18.0 ; de erudición de
colegio, considerablemente; de filosofía de Cousin, en masa; de lite-
ratura Hugo, mucha; y de política trascendente, escrita en mise-
rables boardillas, aun más. Pero, ya que así lo quieres, vuelvo a
mis infortunios.
84 CAZAS S ALVAJES A.FR!CL~AS

Hacía un cuarto de hora que perdiera de vista a los animales


que me perseguían y creíame ya libre de ellos, cuando, de pronto,
viles cortarme el camino y dispone! se a atacarme cuerpo a cuerpo.
Derribé a uno con el tiro que me quedaba en el fusil, pues no h abía
tenido tiempo de volverlo a cargar, y disparé también · mis dos pis-
tolas que ningún efecto produjeron, viéndome reducido a mi cu-
chillo para defenderme, porque aquellas asquerosas bestias avan-
zaban con sus nudosos bastones.
A pesar de toda mi resistencia, hallábame perdido, si en el
mismo instante en que iba a ser atacado no hubieran resonado
quince o veinte disp aros de fusil, salidos de una esp esura de gome-
ros, derribando por tierra a cuatro o cinco de mis asaltantes; !os
demás se encaramaron a los árboles vecinos y desaparecieron en
un periquete saltando de rama en rama.
Habíame libertado de mi séptimo infortunio; p ero ¡ay! era
para caer de Caribdis en Scila, como diría un clásico. Mis liberta-
dores no eran otros que los tripulantes del negrero El Discreto,
quienes, con el capitán al frente, habían seguido mis huellas en
cuanto se dieron cuenta .de mi fuga con el esclavo negro . La inten-
ción de aquellas honradas gentes era asegurarse de mi discreción
con respecto a su pequeño negocio de contrabando, y no creían
que hubiera remedio más infalible para ello que el de enviarme,
desde la distancia de doce p asos, siete u ocho balas a la cabeza.
Tomada por ellos semejante r esolución, el ejecutarla no podía
tardar. Habíanme desp ojado de mis vestidos, colocádome una
venda ante los ojos y héchome arrodillar sobre la arena, sin que yo
hubiese pronunciado ni una sola palabra en mi defensa, porque,
además de que comprendía perfectamente la inutilidad de ello, la
desgracia, a que no estaba aún acostumbrado, me tenia disgustado
de la vida, y habría muerto sin pesar. E l capitán había ya hecho
cargar las armas y colocado a sus hombres en pelotón, cuando en
vez de dar la voz de fuego, prorrumpió en una carcajada y se me
aproximó.
-Pardiez, subteniente- elijo volviéndose hacía un bocarán
de barba roja, - mirad la nariz aplastada, el hocico saliente y los
abultados labios de ese bulldog; ¿no os parece que tiene algo así
1
como la cara de un congo1
- En efecto, capitán, tiene alguna analogía.
- Pues bien, su faz heteróclita le salv-a la vida. Que se levante;
q uitadle la· venda, ponedle unas esposas, y partamos.
85

Ya te he dicho, mi caro amigo, que la muerte no me espantaba,


y sin embargo la emoción experimentada mientras me hallaba de
rodillas aguardando la orden de <<¡fuego!», esa emoción, digo, fué
tan violenta, que mis cabellos encanecieron en veinticuatro horas
y cayeron en ocho días. Desde entonces soy calvo y creo poder
mirar este acontecimiento como mi octavo infortunio.
No comprendía cómo mis gruesos labios y mi nariz algo chata
habían podido salvarme la vida; pero no tardé en saber la solución
del enigma. En cuanto llegamos al buque, lo primero que ordenó el
capitán fué hacerme desnudar y ponerme un taparrabo; remachá-
ronme una anilla a la pierna, en la que introdujeron una cadena
de seis pies de longitud, uno de cuyos ec"<tremos asegrrraron con
candado a una argolla sujeta al buque. En una palabra, se me trató
cual esclavo negro y me instalaron con ellos en el entrepuente.
Al día siguiente, un veterinario gascón, que ejercía a bordo el
oficio ele cirujano, vino a someterme a horrorosa tortura. Comenzó
por agujerearme el cartílago que forma la pared medianera de la
nariz, colocando luego en el agujero un palillo cuyos extremos so-
bresalían como media pulgada por cada lado ele mi apéndice. Des-
pués, con au:¡;:ilio de dos agujas finas su jetas juntas, me tatuó dos
e'ltrellas en cada mejilla, un sol en la frente y una luna en la barba;
luego pasó sobre las picadas polvo de bermellón, de donde resulta
que esas extravagantes figuras no se bonarán jamás. Dejóme así
dmante algunos días, hasta que mi rostro estuvo deshinchado y
las picad mas perfectamente cura(las, lo pi·opio que la oreja y la na-
riz, adornada aún con el bastoncillo.
Finalmente trajeron un enorme cubo lleno de tintura moreno-
negruzca, en la cual me sumergieron varias veces. Con una esponja
me pasaron repetidamente aquel infame líquido por el rostro y por
mi pobre calva, operación renovada durante cinco días seguidos, aJ
cabo de los cuales estaba yo t-an negro como el más negro de los
hijos de Africa; la tintura contenía un mordiente tan sólido, que
no ~olví a recobrar mi color natmal sino al cabo de seis meses.
Con un trozo de piel de carnero negro, cubierta con su rizada lana,
cortaron una peluca que el maldito veterinario me pegó tan dies-
tmmente sobre el cráneo, que no había la menor diferencia entre
un negro ele Guinea y yo.
Hasta allí no adivinaba todavía adónde iba a parar aquella.
farsa ele carpavaJ; pero un día se me presentó el capitán.
- Toño el arponero -me dijo abriendo el candado de mi
86

cadena, -vas a seguirme al puente; pero ten bien en cuenta que


si se te ocurre decir la menor palabra, de hacer el menor gesto
que pueda dar a comprender que eres un congo del arrabal Saint-
Jacques de París, te rompo la cabeza de un pistoletazo y hago arro-
jar tu cadáver al agua para engordar a los lobos marinos.
Demasiado bien conocía al capitán pa~a dudar un instante de
que ejecutaría puntualmente lo que prometía, y me decidí a obe-
decer sus órdenes, ya que no podía hacer otra cosa; resignéme,
pues, a ser negro hasta mejor ocasión. Seguíle sin decir nada, y
encontré sobre el puente dos o tres boers holandeses del Cabo de
Buena Esperanza, que habían venido, en contravención y clan-
destinamente, del nm·te de la colonia, para comprar esclavos
de contrabando. Parecí!es bastante mal conformado para negro;
tenia, según decían, los talones demasiado cortos, las pantorrillas
excesivamente bajas·, la nariz demasiado larga, las mandíbulas
en exceso cortas y la frente muy abultada; pero, a pesar de tales
defectos, ·me compraron por la suma ele trescientos francos.
Hiciéronme bajar a su pequeña embarcación con otros esclavos,
y nos dimos a la vela para ganar· la desembocadura del Oliphants-
rivier, porque sus habitaciones estaban situadas al pie de las mon-
tañas de Elands-Kloof. Creo convendrás en que puedo bien contar
mi esclavitud como un infortunio; y era el noveno .
Como el viento nos fué constantemente favorable y nuestra
pequeña gabarra nadaba como un cisne, sólo tardamos quince
días en hacer la travesía. Tan gran terror me infundía el que se
me recondujera ele nuevo ante mi capitán negrero, si llegaban a
conocerme, que durante todo aquel tiempo no abrí la boca. Pero
en cuanto llega!llDs a tierra, arrojéme a los pies de mi )loer, y, en
tan humilde actitud, púseme a contarle mis desdichas. ¡Ah! él
no comprendía mejor el francés que yo el holandés, y creyó que
le hablaba una lengua del Congo.
¿Concibes, mi querido amigo, que se pueda tomar la armo-
niosa lengua de Lamartine por el horroroso congo1 Para que me
levantara y pusiera coto a mi elocuencia, aplicóme cinco o seis
vigorosos golpes en la espalda con una gruesa correa de piel de
rinoceronte, y los demás esclavos y yo nos ·pusimos tristemente
en camino para seguirle a su habitación, a once u doce leguas de
allí. Y ahí tienes mi décimo infortunio.
No te diJ:é, amigo mio, todas las miserias que experimenté en
Bakoven, nombre que tiene la quinta de mi boer. Bástete saber
CAZAS SAL VAJES AFRICA......'I' AS 87

que me había encomendado la guarda de un rebaño de cincuenta


bueyes semisalvajes y cien carneros embrutecidos, que tenia obli-
gación de conducir todos los días a pastar a gran dístancia.
Para defender a esos indóciles animales contra la voracidad de
las hienas, de los leones y de los leopardos, mi amo me había
dado un arco y flechas de
que no sabía servirme en
absoluto, y una especie
de lanza, de cinco pies de
longitud, gruesa como el
pulgar y a que los hoten-
totes llaman azagaya.
Siempre que el leopar-
do me arrebataba un cor-
dero, y esto me sucedía
muy a menudo, mi amo,
en cuanto entraba yo en
la quinta, no se descui-
daba de aplicarme cin-
cuenta correazos en la
espalda, con objeto de es-
timular mi vigilancia y
fortalecer mi vocación
para el oficio de pastor.
Algunas veces, cuan-
do los pastos que rodea-
ban la quinta estaban
carrow, es decir, quema- Naizi, la joven hotentota..
dos por la sequía, veíame
obligado a conducir mi
rebaño hasta a una o dos leguas de dístancia, a orillas de algún
río. En tal ocasión dormía al raso y no regresaba a la vivienda
sino cada dos o tres días. Mi boer tenia entre sus esclavas a una
joven hotentota de díez y nueve o veinte años, llamada Natzi,
bastante aceptable en comparación con sus compañeras. Teniá
el encargo de llevarme mi triste pitanza al campo, consistente en
leche agria y en algunos jirones de carne de elefante, de rino-
ceronte o de cebra, secada al sol, y entonces no faltábamos nunca
en mantener por gestos una conversación, con la cual habíamos
acabado por comprendernos bastante bien.
88 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

Natzi era coqueta: un bastoncito como el mío, de marlu bien


pulido, le atravesaba la nariz; hermosos aros de cobre pendían
de sus orejas y adornaban sus brazos y sus piernas; llevaba con
gracia,' algo ladeada en la cabeza, una hermosa roseta de plumas
mezcladas con púas de puerco-espín; su kros, o capa, era de inta,-
chable limpieza, así como su taparrabo, adornado con profusión
de granos de abalorios, y todo su cuerpo estaba cuidadosamente
untado cada día con grasa de carnero y espolvoreado con boukou.
N atzi comprendíó que estos últimos cuidados de su persona no
me satisfacían, y desde aquel día cesó de untarse la piel, con gran
satisfacción mía, porque me demostró que me a.m aba, lo que hala,-
gaba más mi vauidad que mi corazón. ,
La joven hotentota, que hasta entonces había rehusado cons-
tantemente casarse, tema un carácter firme y de~erminado. Creyó
que la amaba, porque tomó mí cortesía parisiense por signos de
amor, y fué deliberadamente a hablar de ello al boer, suplicán-
dole nos casara Jo m&s pronto posible. Este, que no pedía nada
mejor, porque los hijos de Natzi debían de aumentar el número
de sus esclavos, envió a buscar a una especie de hechicero hoten-
tote que vivía en la vecindad y me hizo comparecer ante él con
Natzi. '
Cuando me hubieron hecho comprender de Jo que se trataba, •
quise oponerme a ello; pero el boer, por medía de grandes correa,-
zos, hizo pronto desaparecer mis veleidades de desobediencia y
de celibato. Media hora después me casaron según el rito hoten-
tote, y se me envió a acostarme a la cabaña de mí tierna esposa.
Durante un mes gocé todacS las dulzuras de la luna de miel, y fuí
adorado por mi mujer. Pero un accidente, que yo hubiera debido
prever, vino a introducir gran perturbación en mi hogar.
El rocío de lacS noches, la transpiración, el aire libre y el tiempo
que todo lo borra, obraron también sobre mi color que, de negro
que era, volvióse primeramente bistre obscuro, de bistre pasó a
moreno, y de moreno obscuro a morenuzco. A causa de los co-
rreazos mi espalda habíase tornado fuliginosa y luego de un rojo
amarillento, de lo que dedujo mi esposa que yo tema una enfer-
medad de la piel muy desagradable y que hubiera hecho mucho
mejor en permanecer doncella que casarse conmigo.
Esta idea la tema constantemente de mal humor, y su carác-
ter, naturalmente adusto, se agrió a tal punto que pasaba las
mañanas llorando y el resto del día gritando y metiendo ruido.
CAZAS SALV.AJES AFRICANAS 89

Para colmo de desdichas, una mañana, mi peluca de piel de car-


nero despegóse bajo su brutal mano, voló a diez pasos de dis-
tancia y dejó mi pobre y calvo cráneo expuesto a las injurias, no
del tiempo, sino de mi mujer, que se entregó a un furor de leona
ante aquel inesperado espectáculo. Este fué mi undécimo infortu-
nio, el cual me determinó a tomar una heroica resolución.
Al dia siguiente, muy de mañana, con el pretexto de conducir
mi rebaño al campo y defenderle de un león que hacía algunos
dias devastaba la comarca, apoderéme de un fusil; planté allí
los bueyes, la quinta, el boer y mi querida esposa; enfilé sin decir
nada la ruta del Cabo y caminé durante quince dias, en medio
de fatigas y peligros de todo género, alimentándome de caza,
de raíces, de langostas y de hormigas blancas, como un pobre
bosjesmán cimarrón. En fin, llegué a la ciudad tan blanco como
soy actualmente, porque )os ríos que me vi obligado a atravesar
a nado y las lluvias torrenciales que me inundaron en el camino,
acabaron de borrar la poca tintura que me quedaba.
No te diré cómo fuí bastante dichoso para encontrar en el
puerto un buque francés cuyo capitán, hombre lleno de humani-
dad, me acogió, dióme ropa y me llevó consigo a las Grandes
Indias, en calidad de marinero. Esto era poco para el sabio natu-
ralista y era mucho para el pobre esclavo de un boer africano.
Con aquel excelente hombre recorrí Bengala, Malabar y Coro-
mande!, y en esta última parte de la India encontré un poderoso
rajah al cual pingue; tomóme a su servicio, y creí hecha mi for-
tuna cuando me vi con el traje indio y un turbante para ocultar
mi cabeza calva.
Un dia, cuatro de mis camaradas de servicio propusiéronme
un paseo por un hermoso lago bordeado por añoso bosque virgen.
Nos embarcamos en una canoa y atravesamos el lago, y como
hacía asfixiante calor, el ejercicio del remo nos fatigó en breve;
ganamos una pequeña bahía oculta en el bosque, amarramos la
lancha a un árbol magnífico que daba sombra a las transparentes
ondas, y mis cuatro camaradas bajaron a tierra para echarse a
dormir sobre el fresco césped de la orilla.
En lo que a mí concierne, inspirábanme tan gran terror las
panteras, los tigres y otros animales feroces, que pa,saban por ser
muy comunes en aquella parte de la India, que reSD!vi hacer mi
siesta sin salir de la embarcación, en la cual me tendi cuan largo
era. Había observado, poco antes de tenderme, alguna cosa bas-
c.s.A.-6
90

tante grande que flotaba a pocos pasos del bote y hasta parecía
acercarse suavemente; pero observé también que aquel objeto
estaba cubierto de escamas y tenía dos grandes ojos amarillos,
lo cual me tranquilizó. Estaba seguro de que no era un tigre, y
sabía que la pantera teme al agua. No dudé de que era la cabeza
de un gran pez que subía a aspirar el aire en la superficie de las
ondas, pero no teníendo ni arpón ni anzuelo para cogerlo, no me
preocupé por ello y me dormí tranquilamente.
No sé cuánto tiempo hacía que dormitaba, cuando sentí algo
que me apretaba el talle y me cogía la pierna izquierda. Desperté
sobresaltado y abrí los ojos ... Creed, amigos míos, que un hombre
no muere de terror, pues he sobrevivido a aquel horroroso mo-
mento. Tenía el cuerpo aprisionado en los horribles anillos de
una serpiente del grosor de una viga mediana y de treinta y cinco
a cuarenta pies de longitud; mi pierna izquierda estaba ya hundida
casi hasta la rodilla en su espantosa boca, y sentía que mis cos-
"illas y los demás huesos comenzaban a crujir, de tan fuerte como
mé apretaba el pecho. Vi su cabeza: era la misma que percibí
flotar un momento antes, cerca de la barquilla. Suerte que el terror
que me helaba el corazón no me privó de la facultad de gritar,
e inmediatamente el bosque repercu11ió a los agudos gritos de mi
desesperación.
Mis bravos compañeros no me abandonaron en mi desgracia,
y, con peligro de su vida, acudieron en mi socorro. Dos atacaron ·a
hachazos al asqueroso monstruo, otro le hundió varias veces su
c•·ik en los flancos, mientras el cuarto procuraba aporrearlo des-
cargándole golpes con un remo del bote.
La serpiente, que pretendia benignamente tragárseme -vivo,
empezando por un pie, como lo hace una culebra con una rana,
púsose furiosa al ·sentirse herida. Machacóme la pierna entre
sus dientes, luego irguió la cabeza silbando de horrible manera
y amenazando a sus atacantes con la ensangrentada boca. Pero
en el momento en que, habiéndome dejado, iba a lanzarse sobre
uno de ellos, recibió en la cabeza un golpe de remo que la aturdió
y su cuerpo vióse dividido en pedazos antes de que tuviera tiempo
de reponerse. Murió abriendo una boca babosa y fétida, armada
de largos dientes encorvados, y tan fuertes como los de una pantera.
Era la serpiente que los malayos llaman oular sawa, y los na-
turalistas pitón moluro (python molurus, Gray, coluber molurus,
Lin., boa castanea, Scheneid., etc.). Este gigantesco ofidio tiene la
91

cabeza deprimida, sobre todo en la palte anterior del hocico, que


es largo y redondeado; el orificio de las narices mira al cielo; tiene
la parte superior y los lados de la cabeza de un blanco leonado
con reflejos rosa; la frente y el hocico amarillo o verde, una man-
cha obscura en forma de lanza sobre la nuca y varias manchas
negras, una de las cuaJes comienza en las narices, se extiende hacia
el ojo, sobre la sien y va a terminar en el ángulo de la boca. Su
cuerpo es amarillento encima, con una larga serie de manchas mo-
renas jaspeadas de amarillo o negras con reflejos azulados; los cos-
tados del cuerpo son de un blanco grisáceo y el vientre blanco.
Este terrible animal ataca principalmente a los cerdos, a los
ciervos muntjacs y otros mamíferos de igual talla. Vive con pre-
ferencia en los sitios pantanosos o inundados, a orilla de los estan-
ques y de los lagos: allí se coloca en emboscada, enrollando su
cola al rededor de un árbol, sumergiendo su cuerpo en el estanque
y dejando sólo flotar muellemente la cabeza fuera del agua. f
Cuando un desdichado animal acude allí para refrescarse,_¡,
coge de improviso, lo enlaza con su cuerpo, lo aprieta contra un
tronco de árbol, le machaca los huesos y los amasa hasta ablandar
y alargar mucho su cadáve1, cúbrelo de viscosa baba y lo traga.
Si el animal es demasiado grande para tragarlo entero, sólo engnlle
la mitad; la otra mitad permanece en su boca abierta hasta que
haya digerido la primera. Como todas las culebras, tiene las man-
díbulas dilatables y dispuestas de tal modo que puede tragar un
objeto mucho más grueso que ella. Además, sólo se nutre de preo
sas vivas, teniendo esto de común con todas las serpientes.
Volvamos a la historia que constituye mi duodécimo infor-
tunio. Transportáronme mis compañeros a uno de esos hospitar
les que la caridad india sostiene en todas las ciudades, y merced
a los generosos rnidados que me prodigó un cirujano europeo,
mi pierna curó con bastante rapidez, pero quedé cojo para toda
la vida. Cuando el rajah me vió andar cojeando, díjome que des-
preciaba tanto a un hombre lisiado como a un elefante sin cola,
y me hizo echar de su paJacio sin pagarme mis emolumentos.
Este fué mi décimotercero infortunio.
Mientras permanecí enfermo en el hospital cobróme afecto un
tohatourvedi y resolvió iniciarme en los absurdos misterios de la
religión de Manú.
- Confiésote, mi querido Toño, que ignoro lo que es un tcha-
tourvedi.
92 CAZ.-\S SALVAJES AFRICANAS

-El tchatourvedi es un bracmán que ha estudiado los cuatro


Vedas o libros sagrados, mientras que el trivedi sólo ha estudiado
tres, y el dvivedi, dos; en una palabra, es un sabio teólogo. Como l
su instrucción iba siempre precedida de algunas pequeñas mone-
das que ponía en mi mano, yo le escuchaba con la mayor paeiencia.
Explicóme primeramente lo que eran los cuatro Vedas o libros
que comprenden toda la religión india. En su origen constituían
un solo cuerpo de doctrina, revelado por el mismo Brahma, que
se transmitla por la tradición oral. Pero un sabio llamado Vya'sa
escribió esa doctrina y la dividió en cuatro partes o Vedas, lla-
madas Ritch, Yadjouch, Sdman y A 'tlza.-van'a. Sin embargo, algu-
nos sabios doctores dudan que el A'tharvan'a sea verdaderamente
un Veda, y he ahlla razón que dan. El Ritch- Veda, dicen, saca su
origen del fuego; el Yadjo,u;h- Veda , del aire; el Sdman- Veda , del
sol. As.í pues, ¿cuál seria entonces el origen del A'tlzarvan'a? ¡No
puede tenerlo! - ¡Me parece que esto se llama razonar profun-
damente!
- En efecto, mi querido Toño, nuestros doctores de la Sor-
bona no lo hadan mejor.
- Pues, amigo mio, lo que ha introducido alguna confusión
en los Vedas es probablemente que las perdices indias no tienen
en modo alguno más cerebro que las ágqilas ele Parls.
- ¿Y a cuento de qué mezclas en esto las perdices!
- Sencillamente. El Yadjouch- Veda, por ejemplo , fué ense-
ñado, en su origen, por el sabio Vais'ampa'yana. Pues, cierto dia,
en un pequeño movimiento ele v ivacidad, el sabio asesinó vil-
mente a su sobrino, al propio hijo de su hermana. Fuése en
seguida a encontrar a uno ele sus discípulos, y le rogó tomara por
su cuenta la mitad del pecado, a lo que éste se negó rotnndn-
mente.
Furioso Vais'ampa'yana por esta falta de miramientos, orde-
nóle que le devolviera al instante la ciencia que le habla inculcado,
a lo cual obedeció el disclpulo, poniéndose a vomitar la ciencia
bajo formas corporales; y a medida que la devolvía a fragmentos,
unas perdices que a!H se hallaban, y que también eran disclpulas
de Vais'ampa'yana, iban tragándolos; éstas los devolvieron tam-
bién por un conducto que es indecente nombrar y que los ensució;
de aquí han tomado esos textos el nombre de Vedas negros.
El discípulo, que se llamaba Ya'djnawalkya, no perdió la ca-
beza d espués de su vómito; recurrió al sol, y este astro , bajo la forma .
CAZAS SALVAJES AFRICANAS 93

de un caballo, envióle una nueva revelación, que por esto se llama


el blanco Yadjouch- Veda.
- ¿Y qué dicen esos Vedas!
-Mi sabio bracmán me adormeció tantas veces con el Ritch-
Veda, que puedo, si ello te divierte, citarte casi literalmente la
historia de la creación del mundo y de los dioses, o la muy pinto-
resca del último diluvio; porque los indios creen que la tierra ha
sufrido varios cataclismos.
<<Originariamente, este universo no era sino .AL111A (Brahma);
nada más existía, ni activo ni inactivo. EL tuvo este pensa-
miento: Q·¡¿iero crear mundos. Así fué cómo creó los diversos mun-
dos, el agua, la luz, los seres mortales y las aguas. El agua es la
región que está encima del cielo, y que el cielo sostiene; la atmós-
fera contiene la luz; la tierra es mortal, y las regiones de debajo
son las aguas. EL tuvo este pensruniento: He aquí los mundos;
quiero crem· guardianes de los 1nundos. Y sacó de las aguas y formó
un ser revestido de cuerpo .
>Mirólo, y de aquel ser así contemplado abrióse la boca como
un huevo; de la boca salió la palabra; de la palabra procedió el
fuego. Ensancháronse las narices; por sus agujeros pasó el soplo
de la respiración; por el soplo de la respiración propagóse el aire.
Abriéronse Jos ojos; de los ofos salió un rayo luminoso; de este
rayo luminoso prodújose el sol. Las orejas se dilataron; de las
orejas vino el oído; del oído, las regiones del espacio. Extendióse
la piel; de la piel salió el pelo; del pelo fueron producidos las hier-
bas y los árboles. El pecho se abrió; del pecho precedió el espíritu ;
y del espíritu, la luna. Descogióse el ombligo; del ombligo vino
la deglución; de ésta, la muerte. Apareció otro órgano; a este
órgano deben las aguas su origen.
»Formadas así estas deidades, cayeron en ese vasto océano;
y vinieron a ÉL con sed y hambre; y se dirigieron a ÉL de este
modo: Concédenos un cuerpo m!Í$ peque.io, habitando dentro del
cual, podamos comer alimentos. EL les ofreció la forma de una
vaca; ellas dijeron: Esto no es s1!ficiente para nosotros. Mostróles
la forma humana, y exclamaron: ¡M11y bien! ¡ah! ¡admirable!
>EL les hizo ocupar sus respectivos sitios. El fuego convir-
tiéndose en la palabra, entró en la boca; el aire, volviéndose aliento,
penetró en las narices; el sol, tornándose vista, se introdujo en ·
los ojos; el espacio convirtióse en oído, y ocupó las orejas; las
hierbas y los árboles transformáronse en los cabellos y la barba
94 CAZAS SALVAJES AY.RlCANAS

y se implantaron en la piel; la luna, trocándose en el espíritu,


entró en el pecho; la muerte, cambiándose en la deglución, pene-
tró por el ombligo, y el agua ocupó la vejiga.» Tal fué el origen
de gran número de dioses.
-Pero, mi buen Toño, todo cuanto me cuentas es una atroz •·
tontería.
- ¡Vé a decírselo a un miembro de la Sociedad asiática, y te r
recibirá bonitamente! Ya que el Aitarcya-A'ran'ya, o segundo
libro del Ritch- Veda, no te place, voy a darte algo mejor. ¿No has
leído nunca el Mahabharata!
- ¡Dios me libre!
- Pues bien, ahí va: Waivaswata, o el híjo del sol, es el sép-
timo Manú (dios) de la teogonia india. Este monarca,.dios entre-
gábase a las más rigurosas austeridades, sin que mi bl·acmá.n

~~!.i~: :!~~:r:ec~!::;~~;:és~: p~Z:ti~=e~~~!:a::e{!~:!~~~ ~


y floridas orillas del Virini, un pececito, un gubio sin duda, le dirigió
la palabra para rogarle le sacara del río, porque se hallaba ex-
puesto sin cesar a la voracidad de los· peces mayores que él. W ai-
vaswata lo cogió y lo colocó en un vaso lleno de agua, destinado
a los peces rojos, donde creció por modo tal, que el vaso no podía
ya contenerlo, y el Manú vióse obligado a transportarlo sucesi-
vamente a un lago, después al Ganges y finalmente al mar, porque
el pez continuaba siempre creciendo.
Cada vez que el Manú lo cambiaba ,de sitio, el pez, tan enorme
como era, se volvia fácil de transportar y muy agradable de tocar
y oler. Cuando estuvo en el mar, dijo al santo personaje: <<Dentro
de poco, todo lo que existe sobre la tierra quedará destruído: he
aquí el tiempo de la sumersión de los mundos; el momento terrible
de la disolución ha llegado para todos los seres móviles e inmóviles.
Construirás una fuerte embarcación, provista de cordajes, en la
cual te embarcarás con los siete richis, después de llevar contigo
todas las semillas. Me aguardarás en ese barco, y yo vendré a ti
llevando sobre la cabeza un cuerno que me dará a conocer.>> ,•,
Waivaswata obedeció; construyó un barco, embarcóse en él
y pensó en el pez, que pronto se dejó ver. El santo ató una recia
cuerda al cuerno del pez, el cual hízo andar con la mayor rapidez
al barco sobre el mar, a pesar de la impetuosidad de las olas y la 1
~~~':~~~;~ad~e~J::~;a~;~:a"t:á::r;:~: !:~~~;,!u~ :~:~~ ·~
C/... ZAS SALVAJES lo. FRICANAS 95

ni el mar. En fin hlzo abordar el buque sobre la cima más alta


del Himavat (del Himalaya), en donde ordenó a los richls (santos)
que amarraran el buque.
.
1· •Yo soy Brahma, señor de las criaturas- dijo entonces;-
ningún ser me es superior, y me alabo de ello. Bajo la forma de
un pez os he salvado del peligro . Manú, que es éste, va ahora a
obrar la creación.•> Dicho esto, desapareció, y W aivaswata, des-
pués de practicar nuevas austeridades, se consagró a crear todos
los seres. Sin embargo, Brahma se reservó la creación del hombre,
si los Vedas no caen en una triple contradicción.
Por lo demás, amigo mío, no acabaría nunca si quisiera con-
tarte todas las supersticiones y leyendas estúpidas del pueblo
más inmutable que existe sobre la tierra, sin exceptuar siquiera
a los chinos. Los indios creen en la metempsicosis. Las almas de
los santos, es decír, ·de .los. sacerdotes, suben rectas al cielo, y van
a fundirse en la de Brahma, para gozar de eterna beatitud; la de
los bracmanes, cuando no suben al cielo, van a animar el cuerpo
de los bueyes, de las vacas y otros animales venerados; las de los
kchatryas, o de los rajahs y nababs, son aprisionadas dentro del
cuerpo de ciertas especies de monos muy considerados; las de los
vaisyas, burgueses, negociantes o industriales, pasan a los cuerpos
de animales inmundos para purificarse con una nueva vida de
miseria; las de los sudras o parias ... A fe mía, querido amigo, esos
pobres parias están tan olvidados en Oriente como en Occidente;
para nada se habla de sus almas en los Vedas, y no se ven figurar
sus nombres más que en las listas de las jornadas y contribuciones.
Y sin embargo, si hiciera caso de las porteras y de las buenas
mujeres de Benarés, los parias tendrían también un alma; pero
ésta iría a habitar los fantásticos cuerpos de los rakchasas, genios
maléficos muy numerosos de los que se conocen varias especies;
unos, como Ravana, son gigantes monstruosos, poco de temer
para los hombres, porque están constantemente ocupados en ha-
cer la guerra a los dioses, que se zampan de vez en cuando, sin
que disminuyan sin embargo su número de. manera sensible; otros
como Hidimbha, frecuentan los bosques y los cementerios, y así
como los vampiros, son ávidos de la sangre de las doncellas que
chupan durante la noche, o se comen a los niños, .a manera de nues-
tros ogros.
- Permíteme, amigo Toño, que todas estas historias me parez-
can muy ridiculas.
96 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

- Y sin embargo, querido amigo, son la base fundamental


de la religión la más absurda, la más antigua, y lo que es más
singular, la más duradera que existe sobre la tierra. Los Vedas,
o libros de plegarias, remontan por lo menos a tres mil doscientos
años, es decir, al tiempo de Moisés, y hasta tal vez más allá, si,
como dice cierto autor, la escritura precedió a la palabra, !o cual
sería verdaderamente muy gracioso.
- Y sobre todo muy extraordinario.
- ¡No, hombre, no! Recuerdo que leyendo, rebuscando y
huroneando entre los libros del cargamento de mi buque negrero,
encontré muy a menudo demostrado que se puede escribir sin
ideas; así, pues, las ideas, querido amigo, son la palabra. Si vas
a escuchar a cierto profesor de análisis de la Escuela normal, te
enseñará que <<el hombre no piensa sino porque habla»; yo, pobre
Toño, creía justamente lo contrario, es decir, que el lwmhre 1w
habla sino parque piensa. Pero he vuelto de mi error, lo que ha
aumentado mucho mi estima hacia los papagayos del Jardín de
Plantas, y mucho · también mi compasión hacia los sordomudos
de nuestros campos, a los cuales suponía algunos más pensamientos
que a las ostras, antes de saber tan bellas cosas.
- Mi querido viajero, ¿no podrías dispensarnos de tu filosofía
metafísica y de esos absurdos sobre el pensar y el hablar1
- No tengo inconveniente; pero, sin embargo, querido amigo,
júrate que, aunque viajero y viniendo de lejos, te digo la pura
verdad. Sea como quiera, el color amarillento de mi piel me tenía
inquieto, porque no contaba con ningún protector, y temía que
algún avaro nabab inglés aparentara tomarme ·por un indiano,
para contarme en el número de sus esclavos.
- De sus criados, querrás decir.
- De sus esclavos, digo.
- ¡Bah! ¡no digas esto! ¡Los ingleses, tan firmes puntales de
la abolición de la esclavitud de los negros, tan tiernamente negró-
filos, tan determinados a sostener los derechos imprescriptibles
que los negros africanos tienen a la libertad! Esto no es posible,
querido amigo.
- ¿Quién te habla de negros africanos, de negros y de negró-
filos! ¿Acaso soy yo negro!
- Con mayor razón.
- No, de ninguna manera. Los ingleses son negrófilos, con-
vengo en ello; pero una filantropía negra nada tiene de común
CAZAS SALVAJES AFRICANAS 97

con una filantropía amarilla, como lo prueban los hechos, pues


no hay ni uno de esos bravos nababs ingleses que no tenga cuando
menos un centenar de esclavos indios amarillos o blancos, y no
negros. Pero si los ingleses no han impulsado a la reforma de la
esclavitud en la India, no por ello han merecido menos bien de
la humanidad al proscribir, en todo lo que ha estado en su mano,
esos horribles sacrificios humanos, que se obtenían fanatizando
desgraciadas mujeres jóvenes, hasta el punto de determinarlas
a quemarse voluntariamente junto con el cadáver de su marido.
Cuando digo voluntariamente, no ha de tomárseme al pie de
la letra, porque aun h e sido testigo en el Coromandel de una de
esas abominables ceremonias, y puedo afirmarte que la pobre
mujer fué quemada viva bien a pesar suyo, sin hacer caso de sus
gritos de socorro, y pese a los desesperados esfuerzos que hizo
para escapar a sus verdugos. Aunque se quiso embriagarla con
una fuerte dosis de opio y de otros licores, el terror disipó su
aturdimiento, y por tres veces salió de en medio de las llamas
lanzando horribles aullidos; tres veces los sacerdotes la echaron
en el fatal brasero con una ferocidad de que no puedes formarte
idea: era un espectáculo tan horroroso como indescriptible.
- Y el pueblo indiano ¿qué hacía?
- Entonaba cánticos a Indra, el dios supremo, y maldecía a
la infeliz por lo que llamaba su rebelión contra el Cielo.
- Querido Toño, d ejemos esos horrores, y volvamos a la
historia de tus infortunios.
- Largo tiempo anduve errante por la India, ora viviendo
de limosnas, ora del trabajo de mis manos, pero siempre mise-
rablemente. Un día que me "encontraba en Benarés-la-Santa,
asistí a un sasti. Los indios llaman así al sacrificio que un hombre
hace de su vida para agradar a una de los tres o cuatro mipones
ele divinidades que adoran en aquel país, y para ir derechito al
cielo, sin que el alma tenga necesidad de pasar al cuerpo de uno
o ele varios animales para purificarse. Pero, desgraciadamente
para mí, yo no sabía entonces lo que era un sasti.
Todo' el pueblo estaba reunido en una plaza pública y parecía
aguardar con viva impaciencia un grande acontecimiento. Cual
un verdadero papanatas de París, mezcléme con la multitud, y
aguardé con igual impaciencia que los demás, sin sab er qué. De
repente abrieron las puertas de un templo de Brabma, y salió por
ellas un inmenso carromato, ante el cual el que transportó las
98

cenizas de Napoleón a Jos Inválidos sería un juguete de ~riatura.


Dentro de este carro, que se elevaba en forma de capilla o de
pagoda, había las estatuas de seis Manús (dioses), descen-
dientes de Swayambhouva, a saber: Swarotchicha, Ottcmi, Ta-
masa, Raivata, el glorioso Tchakchoucha, y el hijo de Vivaswat
(Leyes de 111anú, lib. l., vers. 61 y 62) .
Debían de pasear procesionalmente esas imágenes por la ciudad.
Inmediatamente precipitóse la multitud hacia el templo, cada
cual cogió una parte de la cuerda atada al carro y tres mil per- .
sorras por lo menos comenzaron a tirar de la pesada máquina,
que se puso en movimiento para recorrer la ciudad. Yo no juzgué
oportuno uncirme al cano, pero me mezclé entre algunos devotos
que marchaban a su lado, y con objete de obtener algunas limos-
nas de los sacerdotes o bracmanes que segtúan el cortejo, imité
su reHgioso recogimientc.
Mi traje Y. el color bilioso de mi tez me hacían pasar por un
indio de la tercera casta, es decir, por un Vaisya, porque he aquí
lo que dice el Veda de las leyes ele Manú: <<Para la propagación
de la especie humana, de su boca, de su brazo, de su muslo y de
su pie, Brahma produjo el noble bracmán, el kchatriya, el vaisya
y el suclra.» Esta fisonomía india fué una casualidad muy dichosa
para mí, como vas a verlo, pues sin ella me hubieran aporreado.
Observé que uno de los devotos que caminaban a mi lado,
1
es decú·, a cuatro pasos delante del carro, se volvía a menudo para
examinar las ru·edas anchas y macizas sobre las cuales rodaba la
pesada máquina. Aquel hombre palideció y se puso a gritar: •¡sasti,
sasti!» luego de repente va a caer justamente, dando traspiés,
delante de la primera rueda, con el cuerpo atravesado. Creí que
había sufrido un desvanecimiento y que su caída era resultado
1
de un accidente, por lo que me precipité en seguida hacia él, le
cogí por una pierna e iba a sacarle de debajo de la rueda que avan-
zaba lentamente, cuando un bracmán, furioso por mi buena acción,
se aiTojó sobre mí y, en su santc furor, me golpeó la cabeza con
su bastón de vilva o de palása (1); me cogió ele un brazado y echóme
·b ajo el cruTo, al lado del sasti, mientras que los cantos de los sacer-

(1) De regle marm.elos o de bulca frondosa. Los bracmanes, según las leyes ele
Ma.nú, no pueden llevar bastón hc~:ho de otra madera. El de un guerrero o kchatriya
ba de ser de vata (fiCit8 indica) o de k.hn.dira. (mimosa catee/tu); el de un mercader o
vaisya ha de ser de ptlou {careya m·borea) o de oudumbal'a. (ficus glomerala). En
cWJ.nt.o aJ pobre sudra o paria, la. ley de Mauú no se digna nombrarlo.
CAZAS SALVAJES A.FBICA.:;as 99

dotes, los tams-tams, · los tambores, las trompetas, los clarines,


las flautas y los oboés hacían una zambra espantosa para ahogar
los dolorosos gritos de la victima.
Muy afortunadamente para mí, no perdí la presencia de ánimo,
y en el momento en que la rueda del carro aplastaba al desdi-
chado devoto, que lanzaba espantosos gemidos, hice un brusco
movimiento que me lanzó por completo bajo el carro en sentido
de su longitud, y las cuatro ruedas pasaron sin machacarme el
vientre y la columna vertebral. Sin embargo, no fuí bastante listo
para impedir que me frotasen algo fuertemente los hombros, de
donde resultó que tuve roto un omoplato y quedé jorobado para
toda mí vida. Este fué mi décimocuarto infortunio.
¡< Mi sasti no conmovió gran cosa a los piadosos indios, porque
n o habiendo tenido la dicha de quedar muerto en el sitio, dedu-
jeron de ello que yo había cometido algún pecado ofensi-vo para
su santa trinidad india, Brahma, Visnú y Siva; por consigniente,
dejáronme moribundo sobre el empedrado. Algunos sudras, que
seguían el carro desde lejos, porque los hombres de su casta son
d emasiado impuros para osar aproximarse a las cosas santas,
se compadecieron de mí; me recogieron y me llevaron aí hos-
pital. Cuando les pregunté por qué me habían abandonado los
devotos, me contestaron:
- Porque es la costumbre inmemorial, y no puede cambiarse
ni en un ápice hasta la consumación de los siglos, pues la cos-
tunlbre inmemorial, en todo, está declarada santa por el s?"outi
(la revelación), por el smriti (la tradición) y por los Vedas de Manú.
Esto te explicará perfectamente, mi querido amigo, por qué
la sernícivilización de la India ha quedado estacionaria y por qué
continuará estándolo siempre.
Hastiado a más no poder de los absurdos de un pueblo co-
barde y cruel por fanatismo , resolví emplear todas las fuerzas
que me quedaban para intentar mi regreso a Europa. En cuanto
me hallé curado, púseme en camino y, siempre a través de toda
clase de miserias, llegué a Persia. Allí encontré una caravana que
se dirigía a Egipto por Siria y el istmo de SuC't; híceme conductor
ele camellos y, pián-pián, llegué al Cah·o, pero sin un céntimo en
el bolsillo y sin medio alguno ele pagar mi travesía para volver
a Francia.
Por casualidad trabé conocimiento con un joven lord muy
rico, que había ido expresamente de Londres a Egipto par a
lOO CAZAS SALVAJES AFRICA...lllAS

cazar liebres en las llanuras de Alejandría. Contéle mis catorce


infortunios, y el del cachalote le hizo tanta gracia, que desde enton-
ces llamóme siempre Toño el arponero. Como buscaba un criado,
tuvo a bien tomarme a su servicio, a pesar de mi joroba y de mi
pierna corta. Ya comprenderás, amigo mío, que cuando se ha
sido esclavo de un boer africano, es fácil cerrar los ojos ante los
sinsabores de la domesticidad europea. Sin embargo, cuento ese
contrato de servidumbre, que la necesidad me obligó a hacer,
como uno de mis infortunios, y es el décimoquinto.
A mi joven lord dióle un día el capricho de emprender una
excursión al alto Egipto, no para visitar las ruinas de Tebas. o
de Luxor, no para ir a ver las célebres cataratas, no para descubrir
las fuentes del Nilo, sino para una cosa que le parecía mucho más
importante, para ir a cazar cocodrilos e hipopótamos. Confiésate,
amigo mío, que me dispuse con disgusto a abandonar la magnífica
casa turca que mi amo había alquilado en el gran Cairo, porque
además de que estábamos alojados en ella muy confortablemente,
tenia algún funesto presentimiento de un nuevo infortlmio .
Ya sabes, querido amigo, que los cocodrilos son reptiles sau-
rios o grandes lagartos acuáticos, que forman una pequeña fami-
lia muy natural dividida por G. Cuvier en tres géneros, a saber:
los caimanes, Jos gaviales y Jos cocodrilos propiamente dichos.
Estos ¡í.ltimos se distinguen fácilmente de los primeros por los
cuartos dientes de la mandíbula inferior que pasan dentro de
una escotadura de la mandíbula superior y no están alojados en
un hueco de esta mandíbula como en los caimanes; difieren de los
gaviales por su hocico más grueso y más corto, no prolongado en
forma de pico .
El chamsés de los antiguos egipcios, el temsach de Jos egipcios
modernos, el cocodrilo de Herodoto, este padre de los antiguos
historiadores, el lacerta crocodihts de Linneo, el cocodrilo del Nilo,
en una palabra, es un animal horrible, que alcanza hasta treinta
pies de longitud. Su enorme cuerpo, verdoso y manchado de ne-
gro, está enteramente cubierto de una recia y dura coraza de esca-
mas y de placas carenadas que lo ponen al abrigo de las flech as
y hasta de las balas de fusil . Para herirle es preciso tocarle en
alguna juntura o en las partes mal armadas.
Su enorme boca está provista de sesenta y ocho dientes cóni-
cos, puntiagudos, más gruesos y más largos que los del mayor
león. Su cola está comprimida en los costados y le sirve de timón
r
¡

'
1•
i

..

1
CAZAS SALVAJES AFRICANAS 101
para nadar. Sus anchos pies, bastante análogos a los del sapo,
tienen los dedos palmeados. Su fuerza le da seguridad para el
ataque, y su voracidad es insaciable. Como inspiraba temor a los
antiguos egipcios, hicieron de él un dios y le elevaron templos
según costumbre de todos los pueblos fetichistas, pues por más
que se diga, los antiguos egipcios no eran otra cosa.
Los cocodrilos, en general, habitan de vrclinario en las aguas
dulces, de las que alguna vez salen para ir a calentarse y a dormir
al sol sobre la arena de la orilla o a emboscarse entre las cañas
para coger al paso los animales de que se alimentan, arrastrarlos
al río, ahogarlos en sus aguas y devorarlos en seguida. En la anti-
güedad eran tan numerosos en todo el curso del Nilo, que las mu-
jeres no se atrevían a ir a sacar agua en sus orillas ni los hombr~s
a lavarse los pies. Desde que se usan las armas de fuego, esos
terribles animales se han retirado hacia el alto Egipto, y sólo son
comunes al presente más arriba de las grandes cataratas.
En cuanto al hipopótamo (hippopotamus amphibius, Lin .),
pertenece al orden de los mamíferos paquidermos, y, después del
elefante y del rinoceronte, es el mayor de los cuachúpedos. Parece
fué muy conocido desde la mayor antigüedad, y sin .afirmar, como
ha hecho Buffon bajo la fe de Bochart, que es el behemoth de que
se habla en el libro de Job, es lo cierto que el más antiguo de los
historiadores, Herodoto, lo ha descrito de una manera muy fácil
de reconocer.
Ese enorme animal alca.nZa algunas veces hasta once pies de
longitud por diez de circunferencia. Sus formas son macizas, sus
piernas cortas, gruesas y el vienti-e le toca casi a tierra; en cada
pie tiene cuatro dedos provistos de pequeñas pezuñas; su cabeza
es enorme, terminada por ancho hocico abultado, con una boca
desmesuradamente grande, armada de caninos enormes, algunas
veces de un pie de longit ud; tiene los ojos pequeños, así como las
orejas; su piel, sin pelo, es muy gruesa, de un rojo atabacado, o
negruzca.
Dicho animal es muy pesado, camina mal sobre la tierra, pero
nada y bucea con suma facilidad. Cuando va a la orilla a pacer,
pues sólo se nutl"e de vegetales, si oye el menor ruido y se cree
"men azado de algún peligro , corre en seguida al río, se sumerge
en él, y no reaparece en la superficie sino a muy gran distancia.
Es muy feroz, y sin embargo no ataca al hombre sino cuando
éste le provoca; empero, en caso de agresión, se defiende con tantQ
102

valor como brutalidad, y desgraciado del hombre a quien cogiera,


porque le cortaría infaliblemente en dos de una sola dentellada.
Pero lo más a menudo su estupidez no le permite distinguir a su
agresor de la chalupa o del bote que le conduce, y cuando ha vol-
cado la embarcación o roto la borda, no lleva más lejos· su ven-
ganza. Este animal era en otro tiempo bastante común en el Nilo,

Un café a m·illas del Nilo

sobre todo en las inmediaciones de Damieta; pero ha hecho como


el cocodrilo, desde la invención de las armas de fuego, emigrando
. hacia el alto Egipto .
Milord metióse en la cabeza la idea de hacer el viaje a caballo,
aun cuando hubiera mucho menos peligro para nosotros en re-
montar el río en bote. Obtuvo un firmán del virrey, y de Ibrahim-
Pachá una pequeña escolta de caballería; y todos sus criados,
entre los que me contaba, montamos en camellos, algunos de los
cuales llevaban víveres y bagajes. Para ~vítar que los árabes nos
molestaran, lo que no hubiera dejado de suceder si llegan a reco-
nocernos como cristianos, o rumis, como dicen ellos, adoptamos
todos el turbante y el traje de mamelucos. No te diré lo que nos
CAZ..-\.S SAl.V.\JES Al".RICANAS 103

sucedió durante nuestro largo viaje, y paso en seguida al funesto


acontecimiento que fué mi décimosexto irúortunio.
Un di a levantamos nuestras tiendas bajo las palmeras que
sombreaban las verdeantes orillas del Nilo, y milord nos declaró
que su intención era acampar algunos días en aquel sitio, porque
'llgunos árabes le habían dicho que todos los dias se veían allí
hipopótamos y cocodrilos. Estábamos, pues, según las ideas del
amo, sobre el teatro de nuestras hazañas cinegéticas.
La verdad es que durante los tres días que sacrificamos al
descanso, nosotros, nuestros caballos y nuestros perros, oíamos a
cada instante entre las cañas que bordean el río, ora la voz dulce
y aflautada de los cocodrilos, ora los relinchos de los hipopótamos,
a los que nuestros árabes llamaban fm as-l'bar, !o cual significa,
según creo, así como el nombre griego hippo-polame, caballo de río.
Milord, que era infatigable, pasaba el tiempo en espiar a esos
peligrosos animales, en estudiar el terreno y en combinar su plan
de ataque. Yo creía benévolamente que íbamos a atacar a esos
monstruos a tiros y desde lejos, y aguardaba con impaciencia el
momento de comenzar una caza que me prometía mucho placer;
pero cuando milord me hubo explicado sus proyectos, confieso
que varié completamente de idea.
Nuestro joven lord, en sus pensamientos caballerescos, o más
bien originales y locos, había decidido que los atacáramos con
armas corteses, es decir, con el yatagán o puñal y la lanza. De rma
cosa divertida hacía sencillamente un combate peligroso.
Al amanecer del cuarto día vió salir del Nilo y ocultarse en
una inmensa espesura de cañas un enorme hipopótamo. Milord
dispuso en seguida su gente para atacarlo, y he aqrú cuáles eran
sus disposiciones. Para impedir que ese animal pudiera volver al
río, armó a sus criados de fuertes lanzas y de yataganes y nos
envió a dar un gran rodeo para ganar la orilla y colocarnos entre
el Nilo y las cañas, de modo que formáramos un cordón y cortá-
ramos la retirada al monstruo en caso de necesidad.
En lo que a él respecta, armado absolutamente como nos-
otros, montó un excelente caballo árabe y se hizo acompañar por
dos árabes bien montados que tuvieron el valor de seguirle. Con-
fieso que al ocupar mi puesto, me hallaba muy poco tranquilo;
pero como éramos unos quince, no quise parecer cobarde ante
mis compañeros, quienes, a lo que creo, no estaban más tranquiles
que yo.
104 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

Milord partió al galope con sus dos jinetes y sus perros de caza,
para atacar al monstruo por tres lados a la vez, al tiempo que nos
poníamos todos a lanzar grandes gritos, con el intento de hacerle
retroceder en su camino si intentaba ganar el río . No puedes figu-
rarte, amigo mío, la espantosa refriega que se entabló un minuto
después.
El hipopótamo vino directamente hacia mí. Uno de mís com-
pañeros y yo le presentamos nuestras lanzas para cerrarle el paso,
pero las destrozó entre sus dientes como si hubiera roto dos briz-
nas de paja, y el choque fué tan violento, que caímos derribados
en tierra. En el mismo instante vióse acometido por nuestros
perros y nuestros jinetes.
Los caballos, en el primer momento, relincharon de terror al
percibir al monstruo, y retrocedieron resoplando y dilatand¡> las
narices; pero tranquilizados y excitados por sus dueños, volvie-
ron en seguida a la carga, precipitáronse sobre él y lo atacaron
ellos mismos con furor, golpeándole con los remos .delanteros y
mordiéndole como lo hacían los perros. El caballo árabe tiene.
verdaderamente admírable instinto, de que nuestros caballos de
Europa no pueden darnos ninguna idea . _
Mi compañero y yo, derribados uno cerca de ntro, temimos
vernos pisoteados por el monstruo o por los caballos, y percibiendo
a dos pasos un grueso tronco de árbol derribado, nos deslizamos
hasta su lado para protegernos con él. Pero ¡ay! apenas lo toca-
mos, el pretendido tronco comenzó a arrastrarse y abrió una boca
tan grande, y tan terrible como la del hipopótamo. En nuestro
temor, habíamos tomado el cuerpo de un cocodrilo por un tronco
de árbol.
Y o había oído contar que ciertos negros osan atacar a este ani-
mal hundiéndole verticalmente entre ambas mandJbulas, en el
momento en que abre la boca, un bastón armado con agudo hierro
en cada extremo; el monstruo, al quererla cerrar, se clava él rñismo
y queda de este modo amordazado e impotente para dañar. Este
cuento me vino a la memoria en el mismo instante que el coco-
drilo, volviéndose h acia mí, abría la boca para cogerme. Pronto
como el rayo empuñé mi largo puñal por en medio de la hoja y
se lo hundi verticalmente entre las mandibulas.
Pero mi yatagán sólo tenía punta en un lado; el mango res-
baló sobre la gruesa lengua del animal; sus mandibulas se cerra-
ron; mí mano derecha, así como mi puñal quedaron en su boca,

/
l

zo
1
1

CAZAS SALVAJES AFRICANAS 105

y se los llevó al río, en donde se sumergió, después de habernos


pasado por sobre el cuerpo y desgarrado con sus uñas. Desde
aquel día soy manco, y lo seré probablemente toda mi vida, a
menos que me renazca un nuevo brazo, como a los cangrejos y
las salamandras. Este fué mi décimosexto infortunio.
Entretanto, el hipopótamo se defendía valerosamente, y pcr
decirlo así, sobre mi cuerpo; pero, hostigado por los perros, atar
cado por los caballos, herido por los jinetes, no pudíendo, a cáusa
de su pesantez, ni esquivar los golpes ni coger a ninguno de sus
enemigos, acribillado de lanzadas y hasta de puñaladas, no pudo
ganar el río; sucumbió a sus mil heridas, y al caer aplastó a mi
camarada. Nada podría darte idea de esta escena de horror dígna
del pincel de Rubens, y que pasó en menos tiempo del que he
invertido para contártela.
Yo quedaba lisiado, había muerto un hombre, pero esas bagar
telas no impidíeron a los árabes cantar victoria. Debo decir, en
honor de milord, que lejos de compartir el placer del triunfo,
estuvo mucho tiempo inconsolable de haber, con su imprudencia,
causado tan funesto accidente, y luego no le vinieron más tenta-
ciones de hacer cacerías caballerescas. Su cirujano cerró mi herida
con suma habilidad, se. me colocó sobre el camello más dócil y
volvimos al Cairo, donde quedé curado al cabo de tres meses.
Milord me llamó entonces a su presencia y me díjo:
- Toño, un cocodrilo y un hipopótamo son todavía más peli-
grosos de arponear que un cachalote, como has hecho de ello una
triste experiencia. Y o soy la causa de tu desgracia, mi querido
Toño el arponero, y debo repararla en todo lo que esté en mi poder.
Si te place mi servicio, puedes permanecer cerca de mi persona
toda tu vida; si prefieres volver a tu hermosa patria, de ti depende;
pero tanto en uno como en otro caso, y desde hoy, te asigno una
pensión vitalicia de doscientas libras esterlinas (cinco mil pesetas),
de la que aquí tienes el primer trimestre - añadíó poniéndome
en la mano una bolsa llena de guineas. -Mi intención es regresar
en breve a Inglaterra, y en cuanto llegue alllí haré regularizar el
contrato de esta pensión.
Tanto me conmovió esta bondad de milord, que asomaron
las )ágrimas a mis ojos, y le juré desde el fondo del corazón no
abandonarle jamás. '11¡1 ¡¡,;l t ·~'''
No hacía ocho días que gozaba yo de mif pequeña fortuna, y
hacíamos ya nuestros preparativos de marcha, cuando mi amo
l06 OAZAS SALVAJES AFRICANAS

fué invitado a. almorzar en casa de un negociante inglés estable-


cido en el Cairo. Sirvióse café bastante mediano, qne nuestro hués-
ped nos dió por Moka, y milord, declarando por cortesía que era
muy bueno, sostuvo que no podía ser café de la Arabia, enta-
blándose entre ambos viva discusión.
-¡Pardiez! -dijo el negociante, -podemos convencernos
de ello; milord, vos partís para Europa; pues bien, en vez de tomar
el Mediterráneo y pasar por el estrecho de Gibraltar, id por el
Mar Rojo y pasaréis por el estrecho de Bab-el-Mandeb. Yo os acom-
pañaré con una libra de café hasta Moka, y lo compraremos allí
mismo.
Tan original proposición no podía menos de complacer a mi
amo, que la aceptó con viveza.
Un mes después tomábamos el café de Moka en Moka 'l:nismo,
y transcurridos otros tres meses, flotábamos , con un buque inglés,
en el propio centt-o del Océano Pacífico. Este no e;·a, por modo
alguno, el camino más corto para ir a Inglaterra; pero he aquí lo
que había ocurrido. El capitán de ese buque, que habíamos encon-
trado de apostadero en un puerto de Arabia, era amigo de mi
amo, y le invitó a almorzar a bordo la mañana del mismo día en
que debía partir para dar la vuelta al mundo, por orden expresa
del Almirantazgo.
Después de almorzar, los dos amigos comenzaron una partida
de ajedrez, y se levantó el viento antes de que hubiesen termi-
nado dicha partida. lzáronse las velas, y milord prefirió dar la
vuelta al mundo antes que renunciar a su partida, que perdió,
y a las numerosas revanchas que el capitán le ofreció muy cortés-
mente míentras estuvimos a su bordo; y éste era el motivo por-
que nos hallábamos sobre el Océano Pacífico en vez de estar en
el canaJ de la Mancha.
Hallábame un día al lado de milord, que fumaba tranquila-
mente un cigarrillo sobre el puente, cuando vimos aproximarse
al costado del navio, pero con mucha cir.cunspección, una pirá-
gua muy elegante que procedía de Vanikoro, de donde no esta-
bamos lejos, tripulada por una docena de ciudadanos franceses
marquesinos , q11e, a fe mia, eran muy buenos mozos, de elevada
estatura, bien proporcionados y de hercúleas formas.
Su piel era de un amarillo moreno claro, a corta diferencia
como la mía; la cabeza ancha y de rasgos fuertemente .acentuados.
Tenían los ojos grandes, a flor de cabeza, no muy excesivamente
107

apacibles y cubiertos por espesas pestañas; las orejas eran nota-


blemente pequeñas, la nariz gruesa y achatada, la boca grande,
cerrada por abultados labios.
El traje me pareció bastante en consonancia con su figura: sobre
sus cabellos, recios y erizados, llevaban una especie de casco trenzado
con hojas de palmera y enriquecido con plumas y conchas mari-
nas; un jubón corto o maro les llegaba hasta las rodillas, y la tela
estaba hecha con corteza de árbol que conoces con el nombre de
brusonesia o morera de papel; una ¡arga capa de la misma tela,
abrochada en la parte superior del pecho y que les cubría sus
anchos hombros, les caía por detrás con bastante gracia; casi
todas las partes desnudas de su cuerpo estaban tatuadas en azul
y encarnado y ostentaban los dibujos más extravagantes y com-
plicados; finalmente, sus largas lanzas, sus escudos de mimbres y
sobre todo los collares de dientes humanos que les pendian del
cuello, anunciaban en ellos costumbres guerreras y feroces .
Un marinero inglés que hablaba el marquesín, lenguaje que
no es más que un ligero dialecto del taítiano, les llamó de lejos,
y sin más vacilación, vinieron a amarrarse al costado del buque
para cambiar por cuchillos los frutos del árbol del pan, los cocos,
las bananas, los cochinos y las aves que traían. Nos dijeron que el go-
gernador Bruat estaba entonces en la isla, y se ofrecieron galan-
temente a conducirnos en su piragua si queríamos ir a visitarle.
- Y bien, Toño el arponero- me dijo milord,- ¿qué piensas
de esto1
A la idea de ver de nuevo a franceses, el corazón me latía con
violencia dentro del pecho, y acepté con júbilo aquella malhadada
invitación. Mi amo propuso al marinero que servía de intérprete,
que nos acompañara, otro inglés se nos unió, y los cuatro descen-
dimos a la piragua, que en seguida a fuerza de remos alejóse del
buque.
Durante aquella corta navegación observé que nuestra em-
barcación se dirigía hacia la parte más desierta de la isla de Wani-
koro; esto me ocasionaba alguna inquietud y así se lo signifiqué
a milord. Pero él se mofó de mis temores, y me hizo observar que
estábamos demasiado bien armados para temer a diez o doce mi-
serables salvajes.
Desembarcamos en una costa estéril, desierta, montuosa, donde
la civilización francesa no había aún impreso ninguna huella. Los
salvajes que nos servían de guías en los estrechos desfiladeros
108 CAZAS SALVAJES APRICAl\AS

donde nos introducían, marchaban un poco delante de nosotros,


hablando entre sí con mucha animación, y observamos que de
vez en cuando algunos recién venidos engrosaban · su número,
hasta el punto que antes de haber andado media legua, eran cuando
menos unos sesenta. Sin usar de afectación, lograron, camino
andando, aislarnos unos de otros y encerrarnos entre los grupos
que rodeaban a cada uno de nosotros.
De repente, a una señal dada por un jefe, arrojáronse sobre
nosotros, nos qnitaron nuestras armas, nos a~aron de pies y manos
y nos tendieron sobre el césped, unos aliado de otros. Sólo milord
trató de hacer resistencia, lo que le valió una lanzada en el pecho,
que le dejó muerto. Si el dolor que me causaba el desgraciado
fin de tan buen amo, y, confesémoslo, el terror que experi-
mentaba, me hubiesen dejado la necesaria libertad de espíritu,
habría ciertamente admirado la presteza con que nos despojaron
en un abrir y cerrar de ojos. Este fué mi décirooséptiroo infortu-
nio, y fué el mayor, pues me arrebataba a la vez el mejor de los
amigos y mis cinco mil francos de renta vitalicia.
Pero ¡qué pasó por mí, gran Dios, cuando vi a aquellos abo-
minables insulares encender un grau fuego , descuartizar a mi-
lord con toda la habilidad de un carnicero de París en cortar en
pedazos un carnero, extender sus miembros todavía palpitantes
sobre las brasas de la hoguera y hacer con ellos repugnante y te-
rrible comida!
Después de proferir grandes aullidos, de cantar y bailar mien-
tras se cocía mi pobre amo, uno de ellos arrancóle con su cuchillo
el ojo derecho, que le pareció cocido en su punto, lo puso delicada-
mente sobre una hoja de banano, e hizo presente de él a un jefe,
que lo comió con mucha satisfacción; porque es sabido en Vanikoro
que los mejores bocados humanos, aquellos cuyo sabor p1ace más
a un paladar marquesina, son el ojo y la mejilla; pero el ojo es el
bocado más honorable y se llama el manjar dd jefe. ·El que hacía
el oficio de cocinero sacó luego el ojo izquierdo y lo presentó de
igual modo a otro jefe; pero en este punto promovióse vivísima dis-
cusión.
Había aún, en tercer lugar, otro jefe que manifestó sus preteú-
siones sobre el ojo izqnierdo, de lo cual resultó una disputa, y ya
empuñaban sus lanzas para díriroirla, cuando vi que el cocinero les
hablaba con grandes gestos y expresivas muecas. No me era dable
comprender lo que decía, pero juzgué que emplearía suma elocuen-
CAZAS SAL V AJES AFRICA:S AS 109

cia, porque los dos jefes se apaciguaron en el acto y recobraron su


sitio en torno del fuego.
Cuando hubo terminado su discurso, el cocinero, cuchillo en mano,
se acercó a nosotros, pobres prisioneros, y nos contempló uno tras
otro muy atentamente, sin duda para ver a cuál de los tres daría
la fatal preferencia; hasta me parece que nos tentó las costillas
para saber quién era el más gordo. Está revista nos ocasionó un
escalofrío que penetró hasta la medula de los huesos.
Finalmente se acercó a mí, púsome una rodilla sobre el pecho,
y una mano sobre la frente para mantenerme con la cabeza apoyada
en tierra, luego con la punta del cuchillo me vació el ojo izquierdo
y lo llevó tranquilamente a cocer sobre las brasas. Este fué mi déci-
moctavo infortunio, y ya sabes ahora cómo he quedado tuerto.
Durante aquella cruel operación lancé horrorosos aullidos, y
aun no estaba terminada cuando ya había perdido por completo
el sentido, de modo que no sé cómo terminó aquella escena de
antropofagía.
Cuando volví en mí, halléme en una pequeña casita muy lim-
pia J en un lecho bastante cómodo, rodeado de soldados franceses
y cuidado por un cirujano de la marina real. Contáronme que en
el momento en que. descendíamos del buque inglés a la piragua,
el señor gobernador Bruat, que nos observaba con un excelente an-
teojo, .tuvo alguna sospecha de la perfidia de los salvajes, máxime
cuando les vió dirigir la embarcación hacia el punto más desierto
de la costa.
Inmediatamente envió una compañía de soldados para prote-
gernos, pero llegaron demasiado tarde para salvar a milord. Cuan-
do me hallé perfectamente restablecido, se me envió a Francia
en un buque del Estado, y en Rochefort, donde tengo unos parien-
tes, supe la muerte de mi pobre madre. Esta noticia fué el décimo-
nono y el más cruel de mis infortunios.
-Y creo, amigo mio, que será el último- dije a Toño el arpo-
nero.
-Sí, sí, -dijo mi anciana madre moviendo la cabeza con aire
de incredulidad, - es de creer que será el último. Era una buena,
una excelente mujer vuestra madre, que no carecía de buen sentido,
aunque amaba en exceso los refranes populares: he aquí uno, por
ejemplo, que repetía a menudo: •Piedra movediza nunca moho
la cobija.>

1
LA ·c AZ A DE FIERAS
~ '
OY a referir uu episodio de caza, durante el cual pude
observar a mi placer el grito del león y buscar su ana-
logía con el de las demás bestias.
Había sido llamado por los habitantes de la Ma-
houna (Ghelma) para librarlos de una familia de leo-
nes que había fijado allí su cuartel, y abusaba de los
derechos de hospitalidad.
A mi llegada al país, me dieron todas las noticias
que podia apetecer acerca de los hábitos de esos hués-
pedes "importunos, y supe que venian todas las noches a bañarse
al Oued-Cherf.
Me trasladé inmediatamente a la orilla del río, y no sólo eu-
•"c ontré la pista de aquellos felinos, sino también su entrada y
salida habituales.
La familia era numerosa; se componia del padre, la madre y
tres cachorros ya mayores.
114 CAZAS SALVAJES AE'RJCANAS

Hallábame cerca del río, en medio de unos doce árabes que


me habían acompañado, y a pocos pasos de distancia de la entrada
de los leones.
El anciano Taieb, cheik del país, se acercó a mí, me cogió por
la mano, y señalando las numerosas huellas que había en la arena,
me dijo:
-Son muchos. Vámonos. _
Insistió en que me volviera al ~duar, y después quiso dejar
algru1os hombres, que demostraba.n en su rostro la repugnancia
que tenían a quedarse allí.
Rehusé ambas proposiciones y le rogué que se retirase con
toda su gente.
Se acercaba la noche y podian las fieras llegar de un mo-
mento a otro.
El buen hombre accedió, bien a su pesar, a mi invitación, y
antes de separarnos me pidió permiso para hacer con los suyos la
oración de la tarde (sallat el maghreb), a fin, según decía, de que
Dios velase sobre mí aquella noche, en que nadie cerraría los ojos
en la montaña·, y grandes y pequeños esperarían con la mayor
ansiedad que mi fusil les pablase.
Acabada la oración se acercó a mí el cheik lentamente, y me
dijo:-
- Si quiere Dios escuchar nuestras oraciones, y si tú quieres
tranquilizar a los que te aman, después que hayas muerto alguno,
enciende una hoguera con el ramaje que van a reunir mis hom-
bres, a fin de que cuando nuestras oídos perciban la señal del com-
bate, puedan nuestros ojos ver la de la victoria, y te prometo que
te contestaremos.
En tanto que las gentes del cheik hacían sus preparativos con
un ardor poco común en los árabes, que son la pereza por ·esencia,
se quedó aquél a mi lado, y me dijo :
- Si yo supiera que no te habías de burlar de mí, te daría un
consejo.
- La palabra de un anciano - le contesté - es siempre res-
petada.
-Pues bien, escucha, hijo 1nío; si v ienen los leones esta noche,
el señor de la gran cabeza (así llaman los árabes al león padre)
irá el primero; no te dé n ingún cuidado por los demás; los cacho-
ITOS son ya bastant e crecidos para que la madre cuide de ellos,
y van con el padre. Así es que te recomiendo el señor ele la gran

1
CAZAS SALVAJES AFRICA."lAS
... 115

cabeza. Si ha llegado tu hora, él será el que te mate; los demás


te comerán.
Algunos minutos después el cheik desapareció en el bosque, y
me encontré solo en presencia de las huellas de los leones, de los
preparativos de la hoguera y d<\ aquella guarida misteriosa, sobre
la que las sombras de la noche echaban un velo impenetrable,
que se complacía mi imaginación en desgarrar, contando con las
garras del señor de la gran cabeza, y de la familia que protegía.
Entretanto pasaba el tiempo, y la luna, que no esperaba ver,
por lo reducido que era mi horizonte, comenzaba a esparcir en
torno mío una claridad que miraba yo con gratitud .
Serían ya las once, y empezaba a extrañarme que hubiera.
tenido que esperar tanto tiempo, cuando percibí algún ruido en
el bosque.
Poco a poco se oyó aquel nüdo más distintamente. Bien pronto
vi bajo los árboles muchos puntos luminosos, de una claridad
rojiza y móvil, que avanzaban hacia mí.
Esta vez reconócí sin trabajo la familia de los leones, que llega-
ban por el sendero hacia el punto que yo ocupaba, uno tras otro.
En vez de cinco, no conté más que tres, y cuando se detuvieron
a quince pasos de mí, me pareció que el que marchaba primero,
aunque de talla y fisonomía más que respetables, no era el señor
de la gran cabeza.
Detuviéronse los tres, mirándome asombrados: según mi plan
de ataque, apunté al primero e hice fuego. Un rugido doloroso y
terrible contestó al tiro, y luego que el humo me permitió ver,
distinguí dos leones que penetraban en el bosque a paso lento, y el
tercero, que con las espaldillas rotas se adelantaba arrastrando
hacia mí. . Comprendí en seguida que el padre y la madre no eran
de la partida.
Por un esfuerzo que le hizo dar un rugido de dolor, llegó a tres
pasos de mí y me enseñó todos los dientes; una segunda bala le
hizo rodar como la primera; pero volvió a levantarse por tres veces,
.y no cayó del todo hasta que le metí una bala en la cabeza.
He dicho que al primer tiro dió un rugido espantoso. Pues
bien, en el mismo momento, y como si hubiera visto lo que había
pasado, se puso una pantera a gritar con todas sus fuerzas en la
orilla izquierda del río. Al segundo tiro dió otro grito, que fué
contestado por otro más lejano.
En una palabra, mientras duró el drama, cuatro panteras,
116 CAZAS SALVAJES A..FRIOANAS

que no creía yo se refugiaran en aquellos sitios, donde jamás las


he vuelto a ver, hicieron una bacanal diabólica, regocijándose
por la muerte de un enemigo a quien temen .
El león que acababa de matar tendría unos tres años, y es-
taba tan gordo y tan bien armado como si fuera viejo.
Después de haberme asegurado de que valía la pena la pól-
vora que había gastado, y que al verle los árabes le saludarían
con satisfacción y respeto, encendi la hoguera, que no tardó en
iluminar las dos vertientes de la montaña.
El eco me trajo el sonido de una detonación lejana; era la señal
de la victoria dada por el cheik a todos los aduares de la Mahouna,
que contestaron a su vez.
Al amanecer, más de doscientos árabes, hombres, mujeres y
ni11os, llegaban de todas partes para contemplar e insultar a su
placer al enemigo común. El chei.k vino de los primeros a anun-
ciarme que en tanto mataba yo aquel león, el señor de la gran
cabeza, acompañado de su mitad, le había llevado un buey.
Desde entonces (estábamos en Julio) hasta Agosto del año
siguiente, un h abitante de la Mahouna, llamado Lakdar, había
perdido por causa de este león ·cuarenta y cinco carneros, una
yegua y veintinueve bueyes. A instancias suyas, fuí a su casa por
la noche, y pasé algunas en las inmediaciones sin encontrar el
animal. Lakdar me dijo:
-El toro negro falta en el hato, de manera que ha venido el
león; mañana iré a buscar sus restos.
_"J dia siguiente, apenas salió el sol, estaba de vuelta. Al des-
pertarme me lo encontré delante de mí inmóvil; sus perros esta-
ban echados a sus pies y llenos de agua, porque la noche había
sido muy tempestuosa.
-Buenos dias, hermano- me dijo; -lo he encontrado.
Sin decirle una palabra tomé mi fusil, y le segui. Después de
atravesar un gran bosque de olivos silvestres, descendimos a un
barranco, donde nos encontramos con el toro. El león había de-
vorado el pecho y la barriga, y después le había puesto de modo
que parecía que estaba echado. Di je a Lakdar:
- Tráeme una galleta y agua, y que no venga nadie hasta
mañana.
Cuando me hubo traído mi comida, me instalé al pie de un
olivo salvaje, a tres pies del toro. Corté algunas ramas para defen-
derme la espalda, y aguardé.
CAZAS SALVAJES AFRICAN AS 117

Pasó mucho tiempo; .a eso de las ocho de la noche los débiles


rayos de la luna nueva que se ocultaba en el horizonte alumbraban
apenas el punto donde me hallaba situado. Apoyado contra el
tronco del árbol, y no pudiendo distinguir más que los objetos
que estaban a mi alrededor, trataba de escuchar. Oigo por fin
romper a lo lejos una rama; me levanto, cojo mi fusil, y espero
con el dedo puesto en el gatillo, pero sin oir más.
Por fin se oye a treinta pasos de mí un rugido sordo, que se va
acercando lentamente; al rugido sucede un movimiento o ruido
gutural, que es señal de que el león está hambriento.
Calla luego el animal, y no lo veo hasta que distingo su mons-
truosa cabeza sobre la espalda del toro. Empe-,aba a comer, mi-
rándome, cuando una bala le atraviesa el ojo izquierdo.
Ruge y se levanta sobre las patas traseras; entonces aprovecho
la ocasión para atravesarle el pecho con otra bala, y cae rodando
y agitando sus enormes patas.
Después de haber vuelto a cargar, y creyéndolo casi muerto,
me aproximo a él y trato de darle una puñalada en el corazón;
pero por un movimiento involuntario el león para el golpe y se
rompe el arma en su antebrazo.
. I¡oy un salto hacia atrás, y al tiempo que la fiera levantaba su
enorme cabeza le pego otros dos tiros, que acabaron con ella. Así
concluyó el señor de la gran cabeza.

** *
Hablemos ahora de la pantera.
Me han contado que cuando esta fiera mata un carnero, lleva
.sus restos sobre un árbol muy alto para librarlos de las uñas de
los chacales, de las hienas y otros carnívoros.
La pantera habita en las rocas, en las fragosidades y barrancos
que por su escabrosidad son inaccesibles al león, su más temido
enemigo.
Hace una guerra encarnízada al puerco-espín; y es tal la des-
treza y la paciencia que despliega, que aguarda noches enteras a
que el puerco-espín salga; y en cuanto le ve sacar la cabeza, da
un salto y con la velocidad del rayo se la arranca; de manera que
el anímal muere antes de haber visto a su enemigo.
En la época que empecé a cazar animales dañinos, no conocía
sus hábitos, y procedía para cazar la pantera del mismo modo
118 CAZAS SALVAJES AFRICANAS

que con el león. No tardé en conocer que me había equivocado,


y que si el león esperaba o acometía· al hombre por la noche, la
pantera huía de él.
Entre otros ejemplos citaré el siguiente:
Serían las .cinco de la tarde. Acompañado de uno del país que
ae ofreció a serviTme de guía, llegué al pie de la Toca en el momento
en que la pantera entraba en su morada, llevando un animalito
que me par.eció un topo .
Hubiera podido tirarle fácilmente; pero preferí dejar que se l
retirase para esperarla más cerca a su salida, y me acerqué con
el mayor cuidado a la caverna donde había desaparecido.
La entrada era tan estrecha, que no me explicaba cómo podia
entrar por allí aquella pantera, de igual talla que una leona:
Un lentisco que se encontraba a unos diez pasos, me pareció
un puesto cómodo, y lo escogí para pasar la noche.
A cosa de las diez oí muchos estornudos bastante fuertes del
otro lado del lentisco. Temiendo alguna sorpresa, no pude resistir
a la tentación de ver lo que pasaba detrás de mí.
Al movimiento que hice para volverme, mi fusil rompió una
rama, y oí una especie de bufido como el de un gato. Después el
ruido de un animal que huía, y cuando me levanté a toda prisa,
ví a la pantera que entraba en la caverna.
Esperé hasta que fué de dia, sin resultado. La segunda noche
fué como la primera, pues habiendo sacado la pantera unas diez
o doce veces la cabeza fuera de la cueva, y viendo que había peli-
gro, se volvió a entrar .
Pasé así diez noches consecutivas, sin haber tenido ocasión
de tirarle, y al undécimo me dijo un pastor que el animal bajaba
al mediodia a beber a un manantial situado cerca tie la roca,
donde solía ir a la hora en que el excesivo calor hace recogerse a
los aduares a los árabes y a sus rebaños.
Lo reconocí; estaba cubierto por un espeso ramaje, en el que
podia colocarme sin ser visto y tirarle a boca de jarro.
A cosa del mediodía llegaron dos perdices rojas a bañarse en
el manantial. De pronto empezó a llamar el macho, y desapare-
cieron en el bosque.
En el mismo instante oí un ligero frotamiento en las ramas, y
apareció la pantera, con el cuello tendido y la pata en el aire, en
la postura de un perro de espera.
Estaba a unos cinco pasos de mí, y se presentaba de costado.

1
C~\ZAS SALVAJES AFRICA:X .\S 119

Apunto, sin que me viese, entre el oído y el ojo, doy al gatillo, y '
cae como herida de tm rayo, sin dar un chillido.
Desde este lance he creído que la pantera es un animal diestro,
astuto, paciente, pero tímido.
Como tiene .buenos dientes y está dotado de gran fúerza mus-
cular para luchar con ventaja contra el hombre, no se puede atri-
buir su cobardia más que a un vicio de organización inherente a
su especie. ._
Respecto a este punto, tienen los árabes JIÍla tradición muy
curiosa, que referiré aquí, valga por lo que valiere.
Era en la época> en que los animales hablaban, lo cual ya es
muy añejo .
Una banda de veinte leones, que venía del Sud, llegó al término
de un bosque, habitado por un gran número de panteras, que des-
pacharon uno de sus representantes para parlamentar con los
reyes melenudos.
Después de haber mediado muchas contestaciones, el emi-
sario volvió a dar cuenta de su misión, reducida a manifestar que
los leones encontraban muy agradable aquel sitio, y que iban a
tomar posesión, dejando en libertad a aquellas señoras para de-
fenderse o evacuar sobre la marcha. Indignadas éstas, decidieron
batirse.
La tradición añade que un solo rugido dado por los veinte
leones a la vez, bastó para derrotar a las panteras, y desde
aquella época ese animal trepa a los árboles como un gato, o se
esconde como el ratón para evitar el encuentro del enemigo, a
quien no se atreve a provocar y cuya cólera teme.
Los árabes y los kabilas tienen poco que sufrir de la vecindad
de la pantera; y así es raro que la cacen, y cuando lo hacen es en
batida.
Cuando van en esta forma, a no ser que se refugie en una ca-
verna, muere de seguro. Sin embargo, cuando está gravemente
herida, hay que resgu¡¡,rdarse, porque hace uso de los dientes y
de las garras, como todos los de su especie.

l 1
1
lo

También podría gustarte