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CAZAS SALVAJES AFRICANAS
LA CAZA DE LOS BOSJESMANS
LA CAZA DE FIERAS
M. PONS FÁBREGUES
BARCELONA
bt'PRENTA DE HENlUOH Y C.•, EN COMANDITA
Calle de Córcega. uum. 348
38"91
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CAZAS SAL VAJES AFRICANAS
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CAZAS SALVAJES 1\FRICANAS
LA CAZA DE LOS BOSJESMANS
LA CAZA DE FIERAS
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VISitar el cammo por el
Nordeste, distanc.a, las
or il un océano se atravresa prune-
ra el Zwell¡mdal(l, el Houtruquasland, el
Sits ma, el JYakelfamma, y después de pasar por
el vado el Zon-d gs-rivier, sfi lleg\' a Plettenberg, sobre los límite>
orientales de las posesione,Jingl¡fsas, sepm·ado de la C~a por
el Grootevisch¡Fivier. En ,fJ. transcurso de este viaje de algunos
c~ntenares detleguas, enJuént/anse por todas partes . carreteras
bien trazadvt:· y~e ular~ente: ..; cmdadas, vastos domunos .perfec-
tamente cul ado cas!ls de>campo elegantes y cómodas y una
hospitalida muy aceptable: Al viajero le re~iben no groseros
boers (colonos, e pe.¡linos, ilabradores), sino hosteleros de exqui-
sita urbanidad, etiníetres de guantes amarillos y encantadoras
señoritas, que 1~' nseñan e iario de la M oda, de París, que disertan
con él acerca e música y que ejecutan ltl piano Erard un con-
cierto de Lisz o de Be howen.
Cuando t~ies seduc ones hayan retardado su viaje, y lo em-
prenda de n\\")VO por ·! noche, oirá quizá el gañido del jacal en las
lejanas mor¡,tañas~.· li¡.
qu· á entreverá, a la luz de la luna, la sombra
do "~ hWM d ' dore do'"" do loo moW"oJ~; poo "' J.
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CLZAS SALVAJES AFRIOANAS -,1
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CAZAS SALVAJES AFRICANAS ll
(1) Histórico. Existen pueblos salvajes que tienen m.uy pocas ideas de religión;
los hotentotes son de este número, y sin embargo creen en los hechiceros, en su
poder sobrenatural y en los sortil egios que pueden lanzar sobre sus enemigos.
CAZAS S ..U. VAJES AFRICANAS 13
(1) Los hotentotes llaman baas, maestro. no sólo a su dueño. sino también a
todos los jefes de familia, los europeos y las personas a. quienes quieren honrar.
14 CAZAS SAL V.AJES AFRICANAS
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veces, lo estruja con las rodillas y lame la sangre que corre de sus
destrozados miembros.
Kiés buscó en el lindero del bosque el árbol cuyas ramas rec-
tas, ligeras y de madera dura sirven para excelentes azagayas,
especie de dardo de cuatro a cinco pies de longitud, con el cual
un salvaje yerra raramente el golpe lanzándolo a la distancia de
veinte a treinta pasos. Gracias a su destreza y a los hierros de
flecha que había traído del Cabo, pudo en breve reemplazar su
bastón por un arma ofensiva más peligrosa. Aquella noche dur-
mió sobre un árbol y sólo halló un poco de goma para alimentarse.
Hacia las doce del día siguiente llegó a una gran llanura ca.-row,
es decir, quemada por el sol, en donde la vegetación es rara y
pobre.
Entonces moderó su marcha, y después de apretarse el estó-
mago con su cinturón de cuero, tratando de olvidar que no había
comido nada desde la víspera, dirigió escrutadora mirada a todas
las anchas copas de ficóideas (Me.setnb1"ianthemum) , euforbias y
brezos, especies muy conocidas entre nosotros, y que formabán
como pequeños oasis de verdura en medio de aquellas abrasa-
das arenas. Después de algunas horas de observación, percibió
finalmente lo que buscaba: por encima de algunas altas hierbas
vió balancearse una cabeza aplanada, desnuda, callosa, sos-
tenida por un largo cuello cenceño, que de lejos hubiera podido
tomarse por una serpiente; un pico córneo, ancho y plano, dos., •.• '
gruesos ojos redondos y estúpidos, no le dejaron lugar a ninguna
duda.
Acercóse suavemente, ocultándose lo mejor que pudo tras de
los matorrales espinosos; luego, cuando se halló a cuarenta pasos
del monstruo, midió el golpe y lanzó úna azagaya que silbó en el
aire y fué a clavarse en la tierra sin alcanzar su objeto: el pobre
Kiés había sido poco diestro. El avestruz, espantado solamente,
enderezóse inmediatamente sobre sus dos gruesas y desnudas
piernas y echó a correr por la llanura con la velocidad de una
gacela, ayudándose de sus cortas alas . El hotentote conoció por
las plumas deslucidas y grises de su dorso que era una hembra:
corrió al sit io de donde se había levantado y encontró quince o
diez y seis huevos ovales, casi del tamaño de la cabeza de un niño,
simplemente depositados sobre ia arena y que el animal estaba
incubando.
Esto da un formal mentís a los viajeros que han aseverado que
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20 CAZAS SALVAJES AFRICA...11lAS
bre los que no creen, como los hotentotes. Por la mañana, apenas
despertó Kiés, con el estómago vacío y el corazón muy triste,
tuvo ocasión de experimentarlo: oyó un pequeño grito bastante
suave kerr, kerr, kerr, levantó la vista y vió sobre un árbol un
pájaro bastante parecido al gorrión, pero un poco mayor, que en
seguida conoció por su pico amarillo en la punta, los pies negros,
plumaje de un gris ferruginoso sobre el dorso, blanquizco debajo,
y sobre todo por una hermosa m"'ncha amariUa que tenía sobre
el nacimiento de cada pata. Kiés, transportado de gozo, apro-
ximóse a él muy suavemente temiendo espantarle, y entonces
el pájaro redobló sus gritos volando de árbol en árbol a medida
que el hotentote lo seguia. Cuando el joven no caminaba bastante
deprisa, el pequeño guía aumentaba sus gritos y aleteos.
En fin, después de media hora de marcha, el pájaro se detuvo
y cerníóse algunos segundos encima de un agujero que se veía
que el cuco indicador redoble sus gritos, las abejas están en per-
fecta seguridad en sus colmenas. El animal, furioso de rabia, se
pone a atacar el pie del árbol con los dientes, arranca la corteza,
lo muerde con furor creyendo poder derribarlo; pero la fatiga no
tarda en advertirle ele la impot.encia de sus esfuerzos, y abandona
su empresa para ir en busca de las abejas que establecen sus col-
menas en un agujero en tierra. Los bosjesmá.ns encuentran el
árbol, lo reconocen por los mordiscos del tronco, y se apoderan de
la miel sin dejar la menor partícula para el ratel.
A riesgo de mostrarme en contradicción con todos los viaje-
ros, debo decir que el cuclillo indicador no guía ni conduce a na-
die, ni a los rateles ni a los hotentotes; sólo que, como vive de
abejas, se dirige de ordinario a las colmenas, porque en ellas es
donde encuentra en mayor abundancia su alimento, y me ima-
gino que se preocupa muy poco de que le sigan o no. Pero Kiés,
salvaje como era, o qui2á.s porque era salvaje, pensaba que jamás
se ha de escrutar la conciencia de un bienhechor para hallar en
los últimos pliegues de su mente un motivo para faltar al agrade-
cimiento.
Después de un buen desayuno, el joven atravesó la llanura
de Kouam-dacka y llegó en breve a las selváticas orillas del Klein-
visch-rivier. Durante esa jornada de marcha, fácil era de ver que
experimentaba extraordinaria inquietud. A cada instante se de-
tenia lanzando una mirada al camino, delante y detrás de sí, tan
lejos como podia alcanzar la vista; luego se bajaba, aplicaba el
oído al suelo y escuchaba con profunda atención. Si oía el me-
nor ruido, corría hacia allá, y cuando había ~econocido la causa,
sentábase tristemente sobre la arena y dejaba correr una lágrima
por su cara quemada por el sol. Pasado un instante se levan-
taba y volvía a emprender el camino con paso lento, inseguro,
bajando la cabeza y mirando atentamente la tierra que pisaba,
cual si buscara una huella que le fuese conocida.
De repente se detuvo estremeciéndose, pues esta vez no se
había equivocado; oía en lontananza los chasquidos de un látigo;
también oía el chirrido que hacen las ruedas mal engrasadas del
krohé (carro) de un boer. Tras un minuto de vacilación, Kiés, a
riesgo de verse atacado por los rinocerontes, por entonces muy
comunes en aquella parte del Camdebo, abandonó la carretera
y se introdujo en los espesos matorrales que sirven de retiro a
esos terribles animales. Era la vigésima vez que, durante el curso
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24 CAZAS SALVAJES il'RICANAS
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CAZAS SALVAJES AFRICANAS 25
(1) Equus quaccha, Gml., especie de caballo salvaje un poco menor que la cebra.
y rayado a poca diferencia de igual manera.
c.s.A.-2
26 CAZAS SALVAJES AFRIOA.J.""iAS
les veía aún en un claro del bosque, al pie de esta colina; ¡un her-
moso joven, por vida mía!
-Y mis hotentotes ¿dónde están?
-Mi amo, vuestros fieles kobbo han aprovechado la ocasión
para pillar vuestras mercancías y han huído al bosque.
-¡Ah! gran suerte que tú no hayas hecho lo propio.
-Mi amo, yo soy un baster libre y no un kobbo. Si hubiese
sido vuestro esclavo, nunca más hubierais salido del agujero en
que os habíais metido hace un instante.
Dirk-Marcus hizo una horrible mueca, rechinó los dientes y
lanzó ruidoso suspiro, pero nada respondió, porque su fusil estaba
roto.
II
( 1) La colonia del Cabo pertenece hoy a los ingleses, y a. pesa.r de las desavenen-
cias a veces sangrientas de"los boers con sus nuevos dueños, su opulencia no ha de-
jado de aumentar hasta el presente.
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CAZAS SAL VAJES AFRIC.AN AS 29
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CAZAS SALV AJES AFRICANAS 31
***
;Lo que voy a añadir ahora no parecerá lo menos asombroso:
que Jos boers que acabo de poner en escena componían lo más
escogido del país y eran gentes muy- honradas. Las damas eran
piado~as, buenas amas de casa, esposas castas y fieles tanto como
tiernas madres. J enny era una buena criatura, llena de dulzura y
de bondad, hasta cuando llevaba en bandolera su pequeña carar
bina inglesa y oprimía con sus talones los palpitantes flancos de
un ligero caballo africano.
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AIRES HOTENTOTES
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Ma - ye- roa, ma - ye- ron, houh, houb,houh!
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t'¡¡os lot'¡;aou rll bé fn -be
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(1) En las frecuentes escaramuzas que los boers tenian con los bosjesmáns, y
particularritcnte con los cafres, no era. raro que cinco a. seis salvajes fueran heridos
por una sola bala de grueso calibre. Kiés hace aq ui. un cálculo que podla. ser compren·
dido por sus bosjesmAus, porque cas i todos ha.bln.n sido más o menos t iempo esclavos
ele Jos blancos y pudieron aprender más o menos a contar; pcL'O los hotentotes salvajes
no tienen palabras para. contar más allá de seis. He nhl. sus nombres numet'a.les:
1, oni; 2, t'ka.mmi; 3, t'knona; 4, t'hacka.; 5, t'gisi; 6, t'golo.
44 CAZ:\. S SAL VA.JES AFRICANAS
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CAZAS SALVAJES AFRICANAS 47
mujer joven encinta que iba por agua a nna fuente vecina. Aquel
· estampido inesperado provocó tan gran consternación entre toda
la horda de los salvajes, que sólo los más atrevidos y más inteli-
gentes osaron franquear nuestro cerco para salvarse, y les deja- '
mos pasar. Bien contentos de habernos desembarazado a tan
poca costa de los más obstinados, nos apoderamos de los que,
temblorosos de asombro y de terror, se entregaron sin defensa a
merced nuestra; pero no conservamos sino aquellos buenos para
el servicio de la casa y de la granja. En cuanto a los niños, las
mujeres encintas y los ancianos ...
-Les devolvisteis la libertad- interrumpió Jenny, que ha-
bía dejado a Flip para aproximarse a su padre.
-¡No fuimos tan tontos! ¡los matamos! y así es cómo hemos
precedido siempre. Si os contara cien cazas, siempre sería lo mismo.
(Histórico.)
Hablando así, los boers, siguiendo a su guía Paloo, penetraron
en una hondonada muy estrecha, llena de guijarros y de pedrus-
cos y cubierta de los espinosos matorrales del walkt een betje (en
holandés <•aguarda tm poco>>, especie de collophyllum), cuyas espi-
nas, encorvadas cual anzuelos, se agarraban a sus vestidos y obligá-
banles a detenerse a cada instante. Aquel desfiladero, ancho todo
lo más de treinta pasos, estaba cerrado por ambos lados por las
rocas cortadas a pico de la montaña de t'Korka. Pronto se hizo
tan difícil avanzar por aquel escabroso sendero, trazado sólo
por los pies de los búfalos y de los elefantes, que los colonos sos-
pecharon que el traidor Paloo les había extra·dado expresamente,
y amenazáronlo con apalearle.
Ordenaron al atemorizado hechicero que se apeara de su buey
y se encaramara ·a una de las crestas de la montaña, para tratar
de descubrir un camino más practicable, lo cual hizo inmediata-
mente. J\<Ias apenas había desaparecido entre los enormes bloques
de granito que erizaban la cima de la colina, cuando lanzó lasti-
mero grito, y su ensangrentado cuerpo rodó, saltando de roca en
roca, hasta los pies de los caballos, al tiempo que agudo silbido
hizo repercutir los ecos. Los boers, asombrados y en el mayor des-
orden, estrecharon sus filas, colocando en medio de ellos a las mu-
jeres, pálidas y aterrorizadas .
.,---Que me ahorquen- decía Dirk-Marcus,- si jamás he oído
silbar de esta mane:·a a una serpiente, fuese un pitón o una boa.
Muchachos, estrechad las filas y preparad los fusiles, pues esto
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nada bueno anuncia. ¡Hola, hola! he ahi otros silbidos menos r ui-
dosos y más significativos; estos los conozco de larga fecha .
En efecto, cien fl echas silbaron a la vez en torno de sus cabezas,
cruzándose en el aire, porque venían de ambos lados del desfila-
dero. Como las h abían arrojado desde lejos y los boers iban cu-
biertos cori ropas muy tupidas, ninguno de ellos quedó herido.
Respondieron a esta agresión con aJgunos disparos de fusil, que
fueron perdidos, pues apenas si percibían de vez en cuando dos
ojos negros, brillantes bajo una cabellera lanuda, aparecer un
segundo sobre la anfractuosidad de una roca.
Los boers tuvieron un corto consejo, y según parecer del des-
dichado Prinstlo, decidieron retroceder, procmando ganar de nuevo
la llanura, que sólo distaba cuatrocientos o quinientos pasos.
Mas apenas comeru:aban esta maniobra con bastante orden, vie-
ron conmoverse enormes masas de rocas, rodar de cada vez con
mayor velocidad sobre los escarpados flancos de la montaña,
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G2 CA,ZA.t) SAL VAJES AFRICANAS
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mento, cayendo luego sin fuerza aliado del salvaje, que se levantó
de un salto exclamando t'nautkam (¡está muert.o!). Efectivamente,
durante la lucha Kiés percibió una flecha sobre el brezo, apode-
róse de ella ágilmente y la hundió en .el corazón del boer.
Después de esta victoria, los bosjesmáns habían vuelto al lado
del cuerpo de Trako .• i, y probaron, aunque en vano, de volverla
a la vida. ¡Ay! la pobre joven, extendida sobre los brezos que
había regado con su sangre, no podía ya sentir las tiernas caricias
de su esposo, ni. oir sus gritos de desesperación y de venganza.
Después de mojar con su• lágrimas el frío e inanimado rostro de
su esposa, después de depositar sobre su frente el último beso,
el jefe se volvió hacia sus guerreros, que compartían su aflicción:
enjugóse los ojos, que despedían brillo feroz, y les dijo:
- Amigos, ¡de qué nos servirá llorar como débiles mujeres!
¡No son lágrimas lo que se necesita para lavar la sangre inocente
de Trakosi! Dos de vosotros guardaréis el cuerpo de nuestros her-
manos muertos y el de esa mujer a quien tanto amé, con objeto
de ocultarlos a la voracidad de las hienas, hasta que nosotros
volvamos para darles sepultura. Vamos a dirigirnos a Agter-
bruntjer-hootge, y esta noche el fuego habrá devorado hasta los
últimos restos de la vivienda de nuestros abominables tiranos.
Había tran.scu rrido todo lo más un cuarto de hora desde que
Kiés partiera, cuando los dos salvajes, que estaban sen.tados sobre
los brezos al lado de dos cuerpos ensangrentados que 'habían
cubierto con. sus kros, oyeron al extremo del valle, el sordo ruido
que producen las ruedas de una pesada carreta rodando sobre
los brezos. Levan.táronse atemorizados, y, como el ruido se aproxi-
maba y sabían que sólo los boers poseen carretas de viaje, juz-
garon prudente ocultarse entre los matorrales, desde donde vieron
perfectamente la escena que vamos a describir.
Dos jinetes t'orée-goeps (europeos), pero que, por su porte y
su traje, en nada se parecían a boers, avanzaban al paso por el
valle, seguidos por cinco o seis hotentotes a pie y armados de fusi-
les como ellos. Mientras avanzaban, los orée-goeps hablaban enti-e
sí de manera muy pacífica, sin pensar en modo alguno que pisar
han un sitio que dos horas antes era un campo de carnicería. Eran
jóvenes, y llevaban el sencillo pero elegante y pulcro traje de los
ricos habitantes de la ciudad del Cabo.
- Doctor Sparmann - decía el señor Immelmann, - hemos
hecho perfectamente, como puede usted ver, ordenando a nuestras
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Paisaje del África occidental.
N día, finalizaba el mes de Septiembre último, mi
pobre y anciana madre parecía más contenta que
de ordinario, lo cual fué motivo suficiente para
que, después del desayuno, permaneciéramos de so-
bremesa un cuarto de hora más que de costumbre,
ocasión que aproveché para consultarla acerca d~
un proyecto que me atormentaba hacía mucho
tiempo.
- Madre -le dije, - es muy hermoso el viajar.
- Sí, vaya - respondió meneando la cabeza; - mucho, des-
pués que uno ha vuelto.
- ¡Se adquiere gloria, celebridad! ¡se hace progresar la cien-
cia! ¡Mira, el Sr. L ...n, ha descubierto dos especies de ardilla, con
sólo dar una vez la vuelta aJ mundo; el Sr. 0 ... ha encontrado un
delfín de agua dulce en un río de América; el Sr. R. ..n ha descu-
bierto el pinchaq1te, que casi es una nueva especie de tapir; el
señor G... se ha convencido de que el eq"'tS bisukus de Molina no
es un caballo, sino un ciervo; otro, el Sr. Mar .... ha descrito un
ratón de las nieves; otro, el Sr. B... ha traído de las Cordilleras
una nueva especie de saltón; el Sr. Mac ... ha importado tres mos-
cas de Bélgica! Todos esos señores han prestado con ello inmensos
servicios a su país y adquirido gloria inmortal, celebridad europea.
- ¡Ya, ya! No les conozco a esos señores,. pero todo ello me es
del todo indiferente.
-Pues mira, buena madre; si no fuera por el disgusto de
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que tú; partió por amor a la ciencia, y hace cuatro años no se tienen
noticias suyas. Pero ¿dónde vas a conducirme1
-Vamos a viajar por el jardín.
- Enhorabuena; esto es razonable, y pienso poder probár-
telo . Dime: ¿conoces todos los seres que puedes hallar en tu jardín1
¿Sabes sus formas, su naturaleza, su organización, sus propieda-
des, sus costumbres, las leyes generales y especiales que los rigen,
sus relaciones entre sí, su utilidad en la naturaleza y para el hom-
bre, sus hábitos, su inteligencia, su instinto1
-No, madre.
-Pues, amigo mío, si con peligro de tu vida, partieses para
una tierra extraña con objeto de estudiar seres que Dios ha colo-
cado a dos mil leguas de ti, mientras que no conoces los que te
rodean y has tenido siempre al alcance de tu mano, haríasme
absolutamente el efecto del astrólogo que cae dentro de un pozo
mientras observa los astros.
Admirábame de cuán ingenioso es el amor maternal, porque
por primera vez en mi vida oía hablar de ciencia a mi anciana
madre. Sin dar crédíto a sus sofismas inspirados por el afecto,
adopté la firme resolución de no viajar, por ahora, más que en mi
jardín, que t iene veinticinco pasos de ancho y treinta de longitud.
Y no creáis que este viaje carezca de peligros, de escollos y de
tempestades. Más de un escritor, lo sabéis tan bien como yo, ha
naufragado sin salir siquiera de su gabinete, se ha ahogado para
siempre jamás en su tintero. A pesar de ello, doyme a la vela,
parto, y ruego muy humildemente a mis lectores no hagan zozo-
brar mi frágil navecilla científica.
Lo primero que observé fué una telaraña, y me convencí, al
ver a su propietaria, de que era la de una EPEIRA DIADEMA (epeira
diadema , Walck.). Aquella telaraña estaba susp endída vertical-
mente entre dos árboles y formaba una redecilla regular, compuesta
de espirales concéntricas, cruzadas por radios rectes que partían
de un centro común. Los sedosos hilos eran muy finos y tenían
apenas suficiente resistencia para detener una gruesa mosca ordi-
naüa; mientras que las telas de algunas epeiras exóticas son bas-
tante fuertes para aprisionar colibríes y otros pajaritos. Como la
arafla se mantenía emboscada en medio de su tela, por ella co-
menzaré mis observaciones . .
La epeira diadema, tan común en otoño en nuestros_jardines,
puede considerársela oomo el tipo de su género. Pertenece, según
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68 CAZAS SALVAJES AFRICA.""'AS
detener los moscones al paso. Para ello tiende de nuevo hilos con-
céntricos, en círculos o en espiral, muy inmediatos unos de otros,
y nada más curioso que verla pegar esos hilos a los radios. A me-
dida que da vueltas al rededor de la tela, el hilo sale de su hilera;
Th- epeira se detiene en cada radio, mide a ojo la distancia para
h acer las cuerdas de arco casi paralelas; luego, con una pata tra-
sera, coge el hilo cerca del pezón, lo tiende y lo empuja contra
el radio en el punto preciso en que debe pegarse. Acabada la tela,
la araña construye a menudo entre dos hojas, que aproxima cara
a cant, cerca de uno de los extremos del cable superior, una pe-
queña casilla de seda donde se oculta cuando se cree amenazada
de algún peligro, y en la que se abriga de la lluvia y pasa la
noche.
Para cazar, la epeira se coloca en el centro de la tela, y allí
aguarda con admirable paciencia que vaya un mosquito por in-
advertencia a arrojarse en sus redes. Se da cuenta de su captura
por las sacudidas que da el insecto a la tela al debatirse; inme-
diatamente se arroja sobre él, lo coge con sus garfios y lo aiTebata
con sin igual rapidez para devorado en el centro de su tela, si es
un mosquito pequeño que no pueda oponerle ninguna resistencia.
Si es una mosca un poco fuerte, la ataca con precaución, la muerde
para emponzoñada, luego la coge con las cuatro patas traseras,
la coloca cerca de los pezones de su hilera, le hace dar cinco o seis
vueltas y la cubre así con una cincuentena de hilos que envuelven
a la pobre mosca y le forman una malla que le aprieta el cuerpo
y los miembros hasta el punto de imposibilitada de hacer el menor
movimiento. En tal estado la araña se la lleva y la come con la
mayor facilidad. En un caso parecido, he visto los seis pezones
de la hilera producir a la vez m&s de cincuenta hilos finos en ex-
tremo y perfectamente distintos unos de otros.
Si el insecto cogido en las redes es grande, una avispa, por
ejemplo, y la telaraña corre el riesgo de romperse, la epeira sa-
m·ifica su voracidad a su prudencia: en vez de tratar de envolver
al animal, apresúrase a cortar por· sí misma los hilos que lo apri-
sionan y a libertarle de sus cadenas.
Como esas arañas tienden su tela en sitios pasajeros, sucede
a menudo que un hombre, un perro, un pájaro o un accidente
cualquiera la rompen por completo, y esto ocurre por lo menos
una vez al dia. Si la tela está sólo un poco deteriorad!>, la araña
se limita a recomponerla; pero si el desperfecto es muy grande,
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preguntéme si no· era má.s bien un diablo salido del infierno que una
criatura la que de tal modo me miraba. Figúrate un ser de cinco
pies de altura poco más o menos, negro como el carbón, con todas
las formn.s humanas, y el cuerpo, excepto el vientre, las nalgas,
las manos, la cara y el pecho, enteramente cubierto de pelos lar-
gos y ásperos.
Su cabeza estaba erizada de cabellos en desorden, que le caían
sobre la fr ente y los hombros; sus orej as, hechas como ln.s nuestras,
eran rojizas, muy grandes, y separadas de la cabeza; sus ojos, algo
juntos, eran vivos y brillan-
tes, y su corta frente se incli-
naba hacia atrás como la do
un idiota. La nariz chafada,
el hocico saliente y el rostro
arrugado dab an a su fisono-
mía bastante parecido con la
de una vieja hotentota. Sus
brazos, bastante largos para
alcanzar el extremo inferior
del muslo, terminaban con
unas gl'andes manos confor-
madn.s como las de un· hom-
bre, pero con el pulgar un
poco más corto.
Finalmente, sus pies eran
más largos, más anchos y más
planos, provistos de un pul-
gar op onible a los demás
dedos. Más tarde supe que
aquel ser extraño se llamaba, El chimpnncé.
en el país, kojas morou, lo
cual significa literalmente, en la lengua ele Loango, hombre de los
bosques . En el Congo, en donde se encuentra también, le llaman
enjoko, o· el mudo, y Bufón, según su costumbre, ha desfig urado
este nombre, lo propio que Cuvier, que le ll ama chimpancé, mien-
tras que en Guinea su nombre es ki-mpezey, palabra que significa
hombre de los bosques.
- Ya le conozco- dije, interrumpiendo a Toño el arponero;
- es el Troglodites niger, Geoff., Simia tmglodite:;, Lin ., el joko
y el pongo, de Bufón.
82 CAZAS SALVAJES ~ICAN.AS
tante grande que flotaba a pocos pasos del bote y hasta parecía
acercarse suavemente; pero observé también que aquel objeto
estaba cubierto de escamas y tenía dos grandes ojos amarillos,
lo cual me tranquilizó. Estaba seguro de que no era un tigre, y
sabía que la pantera teme al agua. No dudé de que era la cabeza
de un gran pez que subía a aspirar el aire en la superficie de las
ondas, pero no teníendo ni arpón ni anzuelo para cogerlo, no me
preocupé por ello y me dormí tranquilamente.
No sé cuánto tiempo hacía que dormitaba, cuando sentí algo
que me apretaba el talle y me cogía la pierna izquierda. Desperté
sobresaltado y abrí los ojos ... Creed, amigos míos, que un hombre
no muere de terror, pues he sobrevivido a aquel horroroso mo-
mento. Tenía el cuerpo aprisionado en los horribles anillos de
una serpiente del grosor de una viga mediana y de treinta y cinco
a cuarenta pies de longitud; mi pierna izquierda estaba ya hundida
casi hasta la rodilla en su espantosa boca, y sentía que mis cos-
"illas y los demás huesos comenzaban a crujir, de tan fuerte como
mé apretaba el pecho. Vi su cabeza: era la misma que percibí
flotar un momento antes, cerca de la barquilla. Suerte que el terror
que me helaba el corazón no me privó de la facultad de gritar,
e inmediatamente el bosque repercu11ió a los agudos gritos de mi
desesperación.
Mis bravos compañeros no me abandonaron en mi desgracia,
y, con peligro de su vida, acudieron en mi socorro. Dos atacaron ·a
hachazos al asqueroso monstruo, otro le hundió varias veces su
c•·ik en los flancos, mientras el cuarto procuraba aporrearlo des-
cargándole golpes con un remo del bote.
La serpiente, que pretendia benignamente tragárseme -vivo,
empezando por un pie, como lo hace una culebra con una rana,
púsose furiosa al ·sentirse herida. Machacóme la pierna entre
sus dientes, luego irguió la cabeza silbando de horrible manera
y amenazando a sus atacantes con la ensangrentada boca. Pero
en el momento en que, habiéndome dejado, iba a lanzarse sobre
uno de ellos, recibió en la cabeza un golpe de remo que la aturdió
y su cuerpo vióse dividido en pedazos antes de que tuviera tiempo
de reponerse. Murió abriendo una boca babosa y fétida, armada
de largos dientes encorvados, y tan fuertes como los de una pantera.
Era la serpiente que los malayos llaman oular sawa, y los na-
turalistas pitón moluro (python molurus, Gray, coluber molurus,
Lin., boa castanea, Scheneid., etc.). Este gigantesco ofidio tiene la
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(1) De regle marm.elos o de bulca frondosa. Los bracmanes, según las leyes ele
Ma.nú, no pueden llevar bastón hc~:ho de otra madera. El de un guerrero o kchatriya
ba de ser de vata (fiCit8 indica) o de k.hn.dira. (mimosa catee/tu); el de un mercader o
vaisya ha de ser de ptlou {careya m·borea) o de oudumbal'a. (ficus glomerala). En
cWJ.nt.o aJ pobre sudra o paria, la. ley de Mauú no se digna nombrarlo.
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CAZAS SALVAJES AFRICANAS 101
para nadar. Sus anchos pies, bastante análogos a los del sapo,
tienen los dedos palmeados. Su fuerza le da seguridad para el
ataque, y su voracidad es insaciable. Como inspiraba temor a los
antiguos egipcios, hicieron de él un dios y le elevaron templos
según costumbre de todos los pueblos fetichistas, pues por más
que se diga, los antiguos egipcios no eran otra cosa.
Los cocodrilos, en general, habitan de vrclinario en las aguas
dulces, de las que alguna vez salen para ir a calentarse y a dormir
al sol sobre la arena de la orilla o a emboscarse entre las cañas
para coger al paso los animales de que se alimentan, arrastrarlos
al río, ahogarlos en sus aguas y devorarlos en seguida. En la anti-
güedad eran tan numerosos en todo el curso del Nilo, que las mu-
jeres no se atrevían a ir a sacar agua en sus orillas ni los hombr~s
a lavarse los pies. Desde que se usan las armas de fuego, esos
terribles animales se han retirado hacia el alto Egipto, y sólo son
comunes al presente más arriba de las grandes cataratas.
En cuanto al hipopótamo (hippopotamus amphibius, Lin .),
pertenece al orden de los mamíferos paquidermos, y, después del
elefante y del rinoceronte, es el mayor de los cuachúpedos. Parece
fué muy conocido desde la mayor antigüedad, y sin .afirmar, como
ha hecho Buffon bajo la fe de Bochart, que es el behemoth de que
se habla en el libro de Job, es lo cierto que el más antiguo de los
historiadores, Herodoto, lo ha descrito de una manera muy fácil
de reconocer.
Ese enorme animal alca.nZa algunas veces hasta once pies de
longitud por diez de circunferencia. Sus formas son macizas, sus
piernas cortas, gruesas y el vienti-e le toca casi a tierra; en cada
pie tiene cuatro dedos provistos de pequeñas pezuñas; su cabeza
es enorme, terminada por ancho hocico abultado, con una boca
desmesuradamente grande, armada de caninos enormes, algunas
veces de un pie de longit ud; tiene los ojos pequeños, así como las
orejas; su piel, sin pelo, es muy gruesa, de un rojo atabacado, o
negruzca.
Dicho animal es muy pesado, camina mal sobre la tierra, pero
nada y bucea con suma facilidad. Cuando va a la orilla a pacer,
pues sólo se nutl"e de vegetales, si oye el menor ruido y se cree
"men azado de algún peligro , corre en seguida al río, se sumerge
en él, y no reaparece en la superficie sino a muy gran distancia.
Es muy feroz, y sin embargo no ataca al hombre sino cuando
éste le provoca; empero, en caso de agresión, se defiende con tantQ
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Milord partió al galope con sus dos jinetes y sus perros de caza,
para atacar al monstruo por tres lados a la vez, al tiempo que nos
poníamos todos a lanzar grandes gritos, con el intento de hacerle
retroceder en su camino si intentaba ganar el río . No puedes figu-
rarte, amigo mío, la espantosa refriega que se entabló un minuto
después.
El hipopótamo vino directamente hacia mí. Uno de mís com-
pañeros y yo le presentamos nuestras lanzas para cerrarle el paso,
pero las destrozó entre sus dientes como si hubiera roto dos briz-
nas de paja, y el choque fué tan violento, que caímos derribados
en tierra. En el mismo instante vióse acometido por nuestros
perros y nuestros jinetes.
Los caballos, en el primer momento, relincharon de terror al
percibir al monstruo, y retrocedieron resoplando y dilatand¡> las
narices; pero tranquilizados y excitados por sus dueños, volvie-
ron en seguida a la carga, precipitáronse sobre él y lo atacaron
ellos mismos con furor, golpeándole con los remos .delanteros y
mordiéndole como lo hacían los perros. El caballo árabe tiene.
verdaderamente admírable instinto, de que nuestros caballos de
Europa no pueden darnos ninguna idea . _
Mi compañero y yo, derribados uno cerca de ntro, temimos
vernos pisoteados por el monstruo o por los caballos, y percibiendo
a dos pasos un grueso tronco de árbol derribado, nos deslizamos
hasta su lado para protegernos con él. Pero ¡ay! apenas lo toca-
mos, el pretendido tronco comenzó a arrastrarse y abrió una boca
tan grande, y tan terrible como la del hipopótamo. En nuestro
temor, habíamos tomado el cuerpo de un cocodrilo por un tronco
de árbol.
Y o había oído contar que ciertos negros osan atacar a este ani-
mal hundiéndole verticalmente entre ambas mandJbulas, en el
momento en que abre la boca, un bastón armado con agudo hierro
en cada extremo; el monstruo, al quererla cerrar, se clava él rñismo
y queda de este modo amordazado e impotente para dañar. Este
cuento me vino a la memoria en el mismo instante que el coco-
drilo, volviéndose h acia mí, abría la boca para cogerme. Pronto
como el rayo empuñé mi largo puñal por en medio de la hoja y
se lo hundi verticalmente entre las mandibulas.
Pero mi yatagán sólo tenía punta en un lado; el mango res-
baló sobre la gruesa lengua del animal; sus mandibulas se cerra-
ron; mí mano derecha, así como mi puñal quedaron en su boca,
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LA ·c AZ A DE FIERAS
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OY a referir uu episodio de caza, durante el cual pude
observar a mi placer el grito del león y buscar su ana-
logía con el de las demás bestias.
Había sido llamado por los habitantes de la Ma-
houna (Ghelma) para librarlos de una familia de leo-
nes que había fijado allí su cuartel, y abusaba de los
derechos de hospitalidad.
A mi llegada al país, me dieron todas las noticias
que podia apetecer acerca de los hábitos de esos hués-
pedes "importunos, y supe que venian todas las noches a bañarse
al Oued-Cherf.
Me trasladé inmediatamente a la orilla del río, y no sólo eu-
•"c ontré la pista de aquellos felinos, sino también su entrada y
salida habituales.
La familia era numerosa; se componia del padre, la madre y
tres cachorros ya mayores.
114 CAZAS SALVAJES AE'RJCANAS
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CAZAS SALVAJES AFRICA."lAS
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Hablemos ahora de la pantera.
Me han contado que cuando esta fiera mata un carnero, lleva
.sus restos sobre un árbol muy alto para librarlos de las uñas de
los chacales, de las hienas y otros carnívoros.
La pantera habita en las rocas, en las fragosidades y barrancos
que por su escabrosidad son inaccesibles al león, su más temido
enemigo.
Hace una guerra encarnízada al puerco-espín; y es tal la des-
treza y la paciencia que despliega, que aguarda noches enteras a
que el puerco-espín salga; y en cuanto le ve sacar la cabeza, da
un salto y con la velocidad del rayo se la arranca; de manera que
el anímal muere antes de haber visto a su enemigo.
En la época que empecé a cazar animales dañinos, no conocía
sus hábitos, y procedía para cazar la pantera del mismo modo
118 CAZAS SALVAJES AFRICANAS
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Apunto, sin que me viese, entre el oído y el ojo, doy al gatillo, y '
cae como herida de tm rayo, sin dar un chillido.
Desde este lance he creído que la pantera es un animal diestro,
astuto, paciente, pero tímido.
Como tiene .buenos dientes y está dotado de gran fúerza mus-
cular para luchar con ventaja contra el hombre, no se puede atri-
buir su cobardia más que a un vicio de organización inherente a
su especie. ._
Respecto a este punto, tienen los árabes JIÍla tradición muy
curiosa, que referiré aquí, valga por lo que valiere.
Era en la época> en que los animales hablaban, lo cual ya es
muy añejo .
Una banda de veinte leones, que venía del Sud, llegó al término
de un bosque, habitado por un gran número de panteras, que des-
pacharon uno de sus representantes para parlamentar con los
reyes melenudos.
Después de haber mediado muchas contestaciones, el emi-
sario volvió a dar cuenta de su misión, reducida a manifestar que
los leones encontraban muy agradable aquel sitio, y que iban a
tomar posesión, dejando en libertad a aquellas señoras para de-
fenderse o evacuar sobre la marcha. Indignadas éstas, decidieron
batirse.
La tradición añade que un solo rugido dado por los veinte
leones a la vez, bastó para derrotar a las panteras, y desde
aquella época ese animal trepa a los árboles como un gato, o se
esconde como el ratón para evitar el encuentro del enemigo, a
quien no se atreve a provocar y cuya cólera teme.
Los árabes y los kabilas tienen poco que sufrir de la vecindad
de la pantera; y así es raro que la cacen, y cuando lo hacen es en
batida.
Cuando van en esta forma, a no ser que se refugie en una ca-
verna, muere de seguro. Sin embargo, cuando está gravemente
herida, hay que resgu¡¡,rdarse, porque hace uso de los dientes y
de las garras, como todos los de su especie.
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