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LEYENDA EL GUANDO O BARBACOA

El Guando es una especie de andamio hecho de tablas o de guadua picada, en forma de camilla
cubierta por una sábana blanca, bajo la cual se supone va el muerto. En algunas regiones le dicen
el GUANDO O BARBACOA. Este espanto va acompañado de cuatro personas, que generalmente
son los cargueros del muerto. Aparece a la orilla del camino, a la orilla de un torrente, cerca de un
pantano o entre el bosque.

Las apariciones de este macabro espectáculo en la mayoría de las veces conmueve, no sólo por
creer que en realidad llevan al difunto por ir los familiares acompañándolo, sino por el murmullo
coral del rezo del Rosario y el Réquien por su alma.

Hace muchícimos años vivía un hombre muy avaro, incivil, terco y malgeniado, que no le gustaba
hacer obras de caridad, ni se compadecía de las desgracias de su prójimo. Los pobres del campo
acudían a él a implorar ayuda para sepultar a algún vecino, pero contestaba que él no tenía
obligación con nadie y que tampoco iba a cargar un mortecino. Que les advertía, que cuando él se
muriese, lo echaran al río o lo botaran a un zanjón donde los gallinazos cargaran con él.

Por fin se murió el desalmado, solo y sin consuelo de una oración. Los vecinos que eran de buen
corazón, se reunieron y aportaron los gastos del entierro. Construyeron la camilla y cuando lo
fueron a levantar casi no pueden por el peso tan extremado. Convinieron en hacer relevos cada
cuadra, a fin de no fatigarse durante el largo camino al pueblo. Al pasar el puente de madera, sobre
el río, su peso aumentó considerablemente, se les zafó de las manos y el golpe sobre la madera
fue tan fuerte que partió el puente y el muerto cayó a las enfurecidas aguas que se lo tragaron en
un instante.

Al momento los hombres acompañantes bajaron a la corriente y buscaron detenidamente pero no


lo hallaron ni a él ni al andamio. Lo que sí ha quedado por el mundo es su aparición
fantasmagórica que atormenta a los vivos, haciendo estremecer al más valiente con el ruido de los
lazos sobre la madera en un continuo y rechinante "chiqui, chiqui, chiquicha...".

Sus apariciones más seguras se verifican en la víspera de los difuntos, o sea en las fiestas de las
Animas; en los lugares aledaños a los cementerios, causando gran pavor a la tétrica procesión,
portando sus acompañantes coronas, cirios y rezando en voz alta: de vez en cuando se oye una
voz cavernosa e imperativa que dice: "meta el hombro compañero... ".
EL MOHÁN

En algunas regiones le dicen Poira. Dicen que es un personaje monstruoso, cubierto de pelaje
abundante, que más parece que estuviera envuelto en una luenga cabellera. Tiene manos
grandes, con uñas largas y afiladas como las de una fiera. La diversidad de leyendas que se
cuentan sobre las hazañas o artificios como actúa, constituyen una riqueza folclórica para esta
tierra tolimense.

Los pescadores lo califican de travieso, andariego, aventurero, brujo y libertino. Se quejan de


hacerles zozobrar sus embarcaciones, de raptarles los mejores bogas, de robarles las carnadas y
los anzuelos; dicen que les enreda las redes de pescar, les ahuyenta los peces, castiga a los
hombres que no oyen misa y trabajan en día de precepto, llevándoselos a las insondables
cavernas que posee en el fondo de los grandes ríos.

Las lavanderas le dicen monstruo, enamorado, perseguidor de muchachas, músico, hipnotizador,


embaucador y feroz. Cuentan y no acaban las hazañas más irreales y fabulosas.

Sobre su aspecto físico, varían las opiniones según el lugar donde habita. En la región del sur del
Magdalena, comprendida entre los ríos Patá y Saldaña, con quebradas, moyas y lagunas de
Natagaima, Prado y Coyaima, hasta la confluencia del Hilarco, como límite con Purificación, los
ribereños le tienen un pánico atroz por que se les presenta como una fiera negra, de ojos
centelleantes, traicionero y receloso.

Siempre que lo veían, su fantasmal aparición era indicio de males mayores como inundaciones,
terremotos, pestes, etc. Poseía un palacio subterráneo, tapizado todo de oro, donde acumulaba
muchas piedras preciosas y abundantes tesoros; hacía las veces de centinela, por eso no quedaba
tiempo para enamorar.

En la región central del Magdalena, desde Hilarco, en Purificación, hasta Guataquicito en Coello,
los episodios eran diferentes. Allí se les presentaba como un hombre gigantesco, de ojos vivaces
tendiendo a rojizos, boca grande, de donde asomaban unos dientes de oro desiguale; cabellera
abundante de color candela y barba larga del mismo color. Con las muchachas era enamoradizo,
juguetón, bastante sociable, muy obsequioso y serenatero.

Perseguía mucho a las lavanderas de aquellos puertos, como en la Jabonera, la Rumbosa, el


Cachimbo, Etc. A la manera de un hombre rico, con muchos anillos, que al enamorarse de la
muchacha más linda de la ribera, la llevaba a la cueva subterránea donde tenía otras mujeres con
quienes jugaba y sacaba a la playa en noches de luna. Muchos pescadores aseguran que oían sus
risotadas y griterías.

Bogas, pescadores y lavanderas lo vieron infinidad de veces en la playa pescando, cocinando,


peinándose; o bajar en una balsa, bien parado, por "la madre del río" tocando guitarra o flauta.

Entre Guataquicito y Honda las versiones son distintas: allí era muy sociable. Se presentaba a
veces como un hombre pequeño, musculoso, de ojos vivaces; entablaba charla con los bogas,
salía al mercado a hacer compras, solía parrandear con los mercaderes, pero luego desaparecía
sin dejar huella. En guamo, Méndez, Chimbimbe, Mojabobos, Bocas de Río Recio, Caracolí y
Arrancaplumas lo vieron arreglando atarrayas, fumando tabaco, cantando y tocando tiple. En
noches de tempestad lo han visto pescando y riendo a carcajadas.

Algunos ribereños aseguran que existe la Mohana, pero no como consorte del Mohán, sino como
personaje independiente. Comentan que ésta no es feroz, ni les hace travesura en los ríos; lo único
que le atribuyen es que se rapta a los hombres hermosos para llevarlos a vivir con ella en una
cueva tenebrosa.
EL DORADO

Esta leyenda colombiana es una de las más conocidas por su vinculación con la conquista de
América. Los conquistadores españoles buscaban un país legendario famoso por sus incalculables
riquezas (El Dorado). El origen de esta creencia reside en la ceremonia de consagración de los
nuevos Zipas.

En el hermoso país de los Muiscas, hace mucho tiempo, todo estaba listo para un acontecimiento:
la coronación del nuevo Zipa, gobernador y cacique.

La laguna de Guatavita, escenario natural y sagrado del acontecimiento lucía su superficie


tranquila y cristalina como una gigantesca esmeralda, engastada entre hermosos cerros. Las
laderas, con tupidos helechos, mostraban botones dorados de chisacá, chusques trenzados como
arcos triunfales, sietecueros y fragantes moras. El digital, como un hermoso racimo de campanitas,
matizaba de morado el paisaje; el diente de león, cual frágil burbuja, arrojaba al viento sus
diminutos paracaídas para perpetuar el milagro de su conservación y los abutilones de colores
rojos y amarillos sumaban al concierto de belleza natural, el diminuto y tornasolado colibrí, su
comensal permanente.

Gran agitación reinaba en Bacatá, vivienda del Zipa; la población entera asistiría al singular
acontecimiento en alborozada procesión hasta la laguna sagrada portando relucientes joyas de
oro, esmeraldas, primorosas vasijas y mantas artísticamente tejidas, para ofrendar a Chibchacum,
su dios supremo, a la diosa de las aguas, Badini y a su nuevo soberano.

Las mujeres habían preparado con anticipación abundante comida a base de doradas mazorcas y
del vino extraído del fermento del maíz con el que festejaban todos los acontecimientos principales
de su vida. Todo sería transportado en vasijas de diferentes formas y tamaños, elaboradas con
paciencia y esmero por los alfareros de Ráquira, Tinjacá, y Tocancipá y también en cestos de
palma tejida.

Por fin, llegó el gran día. El joven heredero acompañado de su séquito, compuesto por sacerdotes,
guerreros y nobleza, encabezaba la procesión. Sereno y majestuoso, su cuerpo de armoniosas
proporciones se mostraba fuerte para la guerra; su piel color canela tenía una cierta palidez,
resultado del riguroso ayuno que había realizado para purificar su cuerpo y su alma y así implorar a
los dioses justicia, bondad y sabiduría para gobernar a su pueblo.

Marchaban al son acompasado de los tambores, de los fotutos y de los caracoles. Lentamente, se
iban alejando de los cerros y del cercado de los Zipas, para aproximarse a la espléndida laguna de
Guatavita. Allí, con alegres cantos, la muchedumbre se congregó para presenciar el magnífico
espectáculo.

El sacerdote del lugar, ataviado con sobrio ropaje y multicolores plumas, impuso silencio a la
población con un enérgico movimiento de sus brazos extendidos. De piel cobriza y carnes magras
por los prolongados ayunos, el sacerdote era temido y reverenciado por el pueblo; era el mediador
entre los hombres y sus dioses, quien realizaba las ofrendas y rogativas y quien curaba los males
del cuerpo con sus rezos y la ayuda de plantas mágicas.

El futuro Zipa fue despojado de las ropas y su cuerpo untado con trementina, sustancia pegajosa,
para que se fijara el oro en polvo con que lo recubrían constantemente.

No se escuchaba un solo sonido; era tal la solemnidad del momento, que sólo se oía el croar de las
ranas, animales sagrados para ellos, los gorjeos de los pájaros y el veloz correr de los venados.
El ungido parecía una estatua de oro: su espléndido cuerpo cuidadosamente cubierto con el noble
metal, despedía reflejos al ser tocado por los rayos del sol. Cuando hubo terminado el
recubrimiento, subió con los principales de la corte sobre una gran balsa oval, hecha íntegramente
en oro por los orfebres de Guatavita.
La balsa se deslizó suavemente hacia el centro de la laguna. Fue allí cuando, después de invocar a
la diosa de las aguas y a los dioses protectores, el heredero se zambulló en las profundidades;
pasaron unos segundos en los que solamente se veían los círculos del agua donde se había
hundido; todo el pueblo contuvo la respiración, el tiempo pareció detenerse; por fin, emergió triunfal
y solemne el nuevo monarca; el baño ritual lo consagraba como cacique.

Gritos de júbilo y cantos acompañaron su aparición y uno a uno, los súbditos arrojaron sus
ofrendas a la laguna: figuras de oro, pulseras, coronas, collares, alfileres, pectorales, vasijas
huecas con formas humanas, llenas de esmeraldas; cántaros y jarras de barro. El cacique, a su
vez, junto con su séquito, realizó abundantes ofrecimientos de los mismos materiales, pero en
mayor cantidad.

La balsa retornó a la orilla en medio del clamor general. Tenían ahora un nuevo cacique, quien
debería gobernar según las sabias normas del legendario antecesor y legislador Nemequene,
basadas en el amor y la destreza en el trabajo y las artesanías, en el valor y el honor durante la
guerra; en la honradez, la justicia y la disciplina.

Se iniciaron competencias de juegos y carreras; el ganador era premiado con hermosas mantas.
Se cantó y se bailó durante tres días seguidos, que eran los consagrados a la celebración. Los
sones de los tambores y pitos retumbaban en las montañas y centenares de indígenas seguían el
ritmo en danzas tranquilas y acompasadas, o frenéticas y alocadas.

Pasados los días de los festejos, de la bebida y de la comida abundante, retornó el pueblo a sus
actividades cotidianas: los agricultores a continuar vigilando y cuidando sus labranzas; los
artesanos del oro, a las labores de orfebrería; los alfareros, a la confección de ollas y vasijas,
después de buscar el barro adecuado en vetas especiales; otros a la explotación de las minas de
sal y de esmeraldas; y la mayoría al comercio, pues era ésta su actividad principal. Las mujeres al
cuidado de los hijos, a recoger la cosecha, a cocinar, a hilar y a tejer.

Así, en este orden y placidez transcurrirían los días, hasta que una guerra, una enfermedad o la
vejez, los privara de su monarca y fuera necesario realizar de nuevo la ceremonia del Dorado para
ungir un nuevo cacique. Este debería continuar gobernando con prudencia y sabiduría al pueblo y
su fértil y verde país, rodeado de hermosa vegetación y de cristalinas corrientes de agua.

VOCABULARIO

Bacatá: Bogotá.
Chisacá: Flor amarilla de los potreros.
Digital: Planta de flores purpúreas, que tienen forma de dedal.
Guatavita: Población de Colombia. Cundinamarca.
Muisca: Pueblo indio, de la familia lingüística chibcha, que habitaba en Colombia, en las
altiplanicies de la Cordillera Oriental (Boyacá, Cundinamarca y un extremo de Santander). Cuando
llegaron los españoles a estas tierras, formaba varios estados independientes y dos caciques se
disputaban la hegemonía: el Zipa de Bacatá (Bogotá) y el Zaque de Hunsa (Tunja). Los Muiscas,
cuya cultura tenía mucha afinidad con la incaica, se dedicaban a la agricultura, eran notables
alfareros y fabricaban gran variedad de joyas y curiosas figuras de oro y cobre, hechas en láminas
de metal. Su culto consistía en la adoración de los astros, de Bochica, su héroe civilizador y en la
veneración de sus antepasados. Fueron fácilmente dominados por los españoles y sus
descendientes son, en su mayoría, agricultores.
Pectoral: Adorno suspendido o fijado en el pecho.
Sietecueros: Planta melastomácea americana.
Zipa: Nombre de los caciques muiscas de Bogotá.
EL SOMBRERON

Se trata de un personaje que vivió en épocas pretéritas en diferentes pueblos. Era un enigmático
hombre que vestía de negro y se ponía un gran sombrero del mismo color, montaba un brioso
caballo también negro que se confundía con la noche, no hablaba con nadie y a nadie le hacía
daño; aparecía y desaparecía como por encanto.

El anciano se le encontraba en las orillas del camino y aunque ya murió, la gente sigue sintiendo su
presencia. Físicamente se le describe como un hombre maduro, con un sombrero grande, bien
vestido, de rostro sombrío y en actitud de observación permanente. Las personas que lo han visto
aseguran que lo acompañan dos enormes perros negros cogidos por gruesas cadenas.

Los trasnochadores que lo han visto o a quienes se les ha presentado, dicen ver la figura que les
sale al camino, los hace correr y les va gritando "SI TE ALCANZO TE LO PONGO", siempre
persigue a los borrachos, a los peleadores, a los trasnochadores y los jugadores tramposos y
empedernidos. Aprovecha los sitios solitarios. En noches de luna es fácil confundirlo con las
sombras que proyectan las ramas y los arbustos. Llega siempre de noche a todo galope,
acompañado de un fuerte viento helado y desaparece rápidamente.

Fue famoso en Medellín en 1837, cuando recorría todas las calles. Aparecía cuatro o cinco viernes
seguidos, volvía a aparecer uno o dos meses después. Parece que fuera el sombrerón, el espanto
propio de Medellín".

Hay crónicas también de sus andanzas por pueblos del suroeste como Andes, Bolívar y Jardín y
por los poblados a orillas de los ríos San Juan y Baudó. En otras regiones colombianas como el
Tolima, el Huila y al oriente del Valle del Cauca, se le denomina como El Jinete Negro y se le
describe en forma muy similar a como se ha descrito aquí.

Por el suroeste antioqueño, lo mencionan también como "El Jinete sin Zamarros", y se le describe
con ligeras variantes. Le atribuyen distintas formas de presentación, la más frecuente de las cuales
es la de un hombre alto y corpulento, enlutado, que termina en una calavera, ornada con un negro
sombrero de anchas alas.

LA CANDILEJA

La Candileja es una bola ígnea de tres hachones o luminarias, con brazos como tentáculos
chisporroteantes de un rojo candela, que produce ruido de tiestos rotos. Persigue a borrachos,
infieles y a padres de familia irresponsables y blandengues. Asusta también a los viajeros que
transitan en horas avanzadas de la noche. Los abuelos y tatarabuelos, en hogares de familias
numerosas, cuentan esta leyenda una y otra vez para escarmiento o como lección moral a sus
hijos y nietos.

Según cuentan hace muchísimos años había una anciana que tenia dos nietos a quienes consentía
demasiado, tolerándoles hasta las más extrañas ocurrencias, groserías y desenfrenos. Las
infantiles ocurrencias llegaron hasta exigirle a la viejita que hiciera el papel de bestia de carga para
ensillarla y luego montarla entre los dos; la abuela accedió en el acto para la felicidad de sus dos
nietos, quienes anduvieron por toda la casa como sobre el más manso cuadrúpedo. Cuando murió
la anciana, San Pedro la recriminó por la falta de rigidez en la educación de sus dos pimpollos y la
condenó a purgar sus penas en este mundo entre tres llamaradas de candela que significan: el
cuerpo de la anciana y el de los dos nietos.
LA LLORONA

La llorona convertida en el espíritu vagabundo de una mujer que lleva un niño en el cuadril, hace
alusión a su nombre porque vaga llorando por los caminos. Se dice que nunca se le ve la cara y
llora de vergüenza y arrepentimiento por lo que hizo a su familia.

Quienes le han visto dicen que es una mujer revuelta y enlodada, ojos rojizos, vestidos sucios y
deshilachados. Lleva entre sus brazos un bultico como de niño recién nacido. No hace mal a la
gente, pero causan terror sus quejas y alaridos gritando a su hijo.

Las apariciones se verifican en lugares solitarios, desde las ocho de la noche, hasta las cinco de la
mañana. Sus sitios preferidos son las quebradas, lagunas y charcos profundos, donde se oye el
chapaleo y los ayes lastimeros. Se les aparece a los hombres infieles, a los perversos, a los
borrachos, a los jugadores y en fin, a todo ser que ande urdiendo maldades.

Dice la tradición que la llorona reclama de las personas ayuda para cargar al niño; al recibirlo se
libra del castigo convirtiéndose en la llorona la persona que lo ha recibido. Otras eversiones dicen
que es el espíritu de una mujer que mató por celos a la mamá y prendió fuego a la casa con su
progenitora dentro, recibiendo de ésta, en el momento de agonizar la maldición que la condenara:
"Andarás sin Dios y sin santa María, persiguiendo a los hombres por los caminos del llano".

Durante la guerra civil, se estableció en la Villa de las Palmas o Purificación, un Comando General,
donde concentraban gentes de distintas partes del país.

Uno de sus capitanes, de conducta poco recomendable y que encontraba en la guerra una
aventura divertida para desahogar su pasado luctuoso de asalto y crimen, se instaló con su esposa
en esta villa, que al poco tiempo abandonó para seguir en la lucha.

Su afligida y abandonada mujer se dedicó a la modistería para no morir de hambre mientras su


marido volvía y terminaba la guerra.

Al correr del tiempo las gentes hicieron circular la noticia de la muerte del capitán y la pobre señora
guardó luto riguroso hasta que se le presentó un soldado que formaba parte del batallón de
reclutas que venían de la capital hacia el sur, pero que por circunstancias especiales, debía
demorar en aquella localidad algunas semanas.

La viuda convencida de las aseveraciones sobre la muerte de su marido, creyó encontrar en aquel
nuevo amor un lenitivo para su pena, aceptó al joven e intimó con él.

Los días de locura pasional pasaron veloces y nuevamente la costurera quedó saboreando el
abandono, la soledad, la pobreza y sorbiéndose las lágrimas por la ausencia de su amado.

Aquella aventurera dejó huellas imborrables en la atribulada mujer, porque a los pocos días sintió
palpitar en sus entrañas el fruto de su amor.

El tiempo transcurría sin tener noticias de su amado. La añoranza se tornaba tierna al comprobar
que se cumplían las nueve lunas de su gestación.

Un batallón de combatientes regresaba del sur el mismo día que la costurera daba a luz un niño
flacuchento y pálido. Aquel cartucho silencioso y pobre se alegró con el llanto del pequeñín.

Al atardecer de aquel mismo día, llegó corriendo a su casa una vecina amiga, a informarle que su
esposo el capitán, no había muerto, porque sin temor a equivocarse, lo acababa de ver entre el
cuerpo de tropa que arribaba al campamento.
En tan importuno momento, esa noticia era como para desfallecer, no por el caso que pocas horas
antes había soportado, como por el agotamiento físico en que se encontraba. Miles de
pensamientos fluían a su mente febril. Se levanto decidida de su cama. Se colocó un ropón
deshilachado, sobre sus hombros, cogió al recién nacido, lo abrigó bien, le agarró fuertemente
contra su pecho creyendo que se lo arrebatarían y sin cerrar la puerta abandonó la choza,
corriendo con dificultad. Se encaminó por el sendero oscuro bordeado de arbusto y protegida por el
manto negro de la noche.

Gruesas gotas de lluvia empezaron a caer, seguía corriendo, los nubarrones eran más densos, la
tempestad se desato con más furia. La luz de los relámpagos le iluminaba el camino. La naturaleza
sacudía con estertores de muerte. La demente lloraba. Los arroyos crecieron, se desbordaron. Al
terminar la vereda encontró el primer riachuelo, pero ya la mujer no veía. Penetró a la corriente
impetuosa que la arrolló rápidamente. Las aguas bramaron. En sus estrepitosos rugidos parecía
percibirse el lamento de una mujer.
MADRE MONTE

Los campesinos y leñadores que la han visto, dicen que es una señora corpulenta, elegante,
vestida de hojas frescas y musgo verde, con un sombrero cubierto de hojas y plumas verdes. No
se le puede apreciar el rostro porque el sombrero la opaca. Hay mucha gente que conoce sus
gritos o bramidos en noches oscuras y de tempestad peligrosa. Vive en sitios enmarañados, con
árboles frondosos, alejada del ruido de la civilización y en los bosques cálidos, con animales
dañinos.

Los campesinos cuentan que cuando la Madremonte se baña en las cabeceras de los ríos, estos
se enturbian y se desbordan, causan inundaciones, borrascas fuertes, que ocasionan daños
espantosos.

Castiga a los que invaden sus terrenos y pelean por linderos; a los perjuros, a los perversos, a los
esposos infieles y a los vagabundos. Maldice con plagas los ganados de los propietarios que
usurpan terrenos ajenos o cortan los alambrados de los colindantes. A los que andan en malos
pasos, les hace ver una montaña inasequible e impenetrable, o una maraña de juncos o de
arbustos difíciles de dar paso, borrándoles el camino y sintiendo un mareo del que no se despiertan
sino después de unas horas, convenciéndose de no haber sido más que una alucinación, una vez
que el camino que han trasegado ha sido el mismo.

El mito es conocido en Brasil, Argentina y Paraguay con nombres como: Madreselva, Fantasma del
monte y Madre de los cerros.

Dicen que para librarse de las acometidas de la Madremonte es conveniente ir fumando un tabaco
o con un bejuco de adorote amarrado a la cintura. Es también conveniente llevar pepas de
cavalonnga en el bolsillo o una vara recién cortada de cordoncillo de guayacán; sirve así mismo,
para el caso, portar escapularios y medallas benditas o ir rezando la oración de San Isidro
Labrador, abogado de los montes y de los aserríos.
LA PATASOLA

Habita entre la maraña espesa de la selva virgen, en las cumbres de la llanura. Con la única
pata que tiene avanza con rapidez asombrosa. Es el endriago más temido por colonos,
mineros, cazadores, caminantes, agricultores y leñadores.

Algunos aventureros dicen que es una mujer bellísima que los llama y los atrae para
enamorarlos, pero avanza hacía la oscuridad del bosque a donde los va conduciendo con
sus miradas lascivas, hasta transformarse en una mujer horrible con ojos de fuego, boca
desproporcionada de donde asoman unos dientes de felino y una cabellera corta y
despeinada que cae sobre el rostro para ocultar su fealdad.

En otras ocasiones, oyen los lamentos de una mujer extraviada; la gritan para auxiliarla, pero los
quejidos van tornándose más lastimeros a medida que avanza hacia la víctima y cuando ya está
muy cerca, se convierte en una fiera que se lanza sobre la persona, le chupa la sangre y termina
triturándola con sus agudos colmillos.

La defensa de cualquier persona que la vea, consiste en rodearse de animales domésticos, aunque
advierten que le superan los perros, calificándolos a todos como animales "benditos".

Se dice que este personaje fue inventado por los hombres celosos para asustar a sus esposas
infieles, infundirles terror y al mismo tiempo, reconocer las bondades de la selva. Cuentan que en
cierta región del Tolima Grande, un arrendatario tenía como esposa una mujer muy linda y en ella
tuvo tres hijos.

El dueño de la hacienda deseaba conseguirse una consorte y llamó a uno de los vaqueros de más
confianza para decirle: "...vete a la quebrada y escoje entre las lavanderas la mejor; luego me dices
quién es y cómo es...". El hombre se fue, las observó a todas detenidamente, al instante distinguió
a la esposa de un vaquero compañero y amigo, que fuera de ser la más joven, era la más
hermosa. El vaquero regresó a darle al patrón la filiación y demás datos sobre la mejor.

Cuando llegó el tiempo de las "vaquerías", el esposo de la bella relató al vaquero emisario sus
tristezas, se quejó de su esposa, pues la notaba fría, menos cariñosa y ya no le arreglaba la ropa
con la misma asiduidad de antes; vivía de mal genio, era déspota desde hacía algunos días hasta
la fecha. Le confesó que le provocaba irse lejos, pero le daba pesar con sus hijitos.

El vaquero sabedor del secreto, compadecido de la situación de su amigo, le contó lo del patrón,
advirtiendo no tener él ninguna culpabilidad.

El entristecido y traicionado esposo le dio las gracias a su compañero por su franqueza y se fue a
cavilar a solas sobre el asunto y se decía: "...si yo pudiera convencerme de que mi mujer me
engaña con el patrón, que me perdone Dios, porque no respondo de lo que suceda...". Luego
planeó una prueba y se dirigió a su vivienda. Allí le contó a su esposa que se iba para el pueblo
porque su patrón lo mandaba por la correspondencia; que no regresaba esa noche. Se despidió de
beso y acarició a sus hijos. A galope tendido salió por diversos lugares para matar el tiempo. Llegó
a la cantina y apuró unos tragos de aguardiente. A eso de las nueve de la noche se fue a pie por
entre el monte y los deshechos a espiar a su mujer.

Serían ya como las diez de la noche, cuando la mujer, viendo que el marido no llegaba, se fue para
la hacienda en busca de su patrón. El marido, cuando vio que la mujer se dirigía por el camino que
va al hato, salió del escondite, llegó a la casa, encontró a los niños dormidos y se acostó. Como a
la madrugada llegó la infiel muy tranquila y serena. El esposo le dijo: De donde vienes?. Ella con
desenfado le contestó: de lavar unas ropitas. De noche???, corto el marido.

A los pocos días, el burlado esposo inventó un nuevo viaje. Montó en su caballo, dio varias vueltas
por un potrero y luego lo guardó en una pesebrera vecina. Ya de noche, se vino a pie para
esconderse en la platanera que quedaba frente a su rancho. Esa noche la mujer no salió pero llegó
el patrón a visitarla. Cuando el rico hacendado llegó a la puerta, la mujer salió a recibirlo y se arrojó
en sus brazos besándolo y acariciándolo.

El enfurecido esposo que estaba viendo todo, brincó con la peinilla en alto y sin dar tiempo al
enamorado de librarse del lance, le cortó la cabeza de un solo machetazo. La mujer, entre
sorprendida y horrorizada quiso salir huyendo, pero el energúmeno marido le asestó tremendo
peinillazo al cuadril que le bajo la pierna como si fuera la rama de un árbol. Ambos murieron casi a
la misma hora.Al vaquero le sentenciaron a cárcel, pero cuando salió al poco tiempo, volvió por los
tres muchachitos y le prendió fuego a la casa.

Las personas aseguran haberla visto saltando en una sola pata, por sierras, cañadas y caminos,
destilando sangre y lanzando gritos lastimeros. Es el alma en pena de la mujer infiel que vaga por
montes, valles y llanuras, que deshonró a sus hijos y no supo respetar a su esposo.

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