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Conversación entre Ricardo Piglia y Roberto Bolaño

El País, Babelia. 03.03.2011

Frente a las propuestas narrativas, tan familiares ya, de los escritores


latinoamericanos vinculados al célebre boom, han llegado en los últimos tiempos a
España desde aquellas zonas registros literarios radicalmente distintos. Al leer a
Ricardo Piglia o a Roberto Bolaño, parece que formaran parte de una galaxia
totalmente ajena a aquella que propició las obras de autores como Vargas Llosa,
Fuentes, García Márquez o Donoso. Los hemos reunido (virtualmente) para que
conversen entre ellos. Bolaño desde Cataluña, Piglia desde California: el hilo
conductor es el correo electrónico, y las cuestiones de las que hablar, todas las
posibles.

Roberto Bolaño. Querido Piglia, ¿te parece bien si empezamos hablando de algo
que dices en La novela polaca? "¿Cómo hacer callar a los epígonos? (Para escapar a
veces es preciso cambiar de lengua)". Tengo la impresión de que en los últimos
veinte años, desde mediados de los setenta hasta principios de los noventa y, por
supuesto, durante la nefasta década de los ochenta, este deseo es algo presente en
algunos escritores latinoamericanos y que expresa básicamente no una ambición
literaria sino un estado espiritual de camino clausurado. Hemos llegado al final del
camino (en calidad de lectores, y esto es necesario recalcarlo) y ante nosotros (en
calidad de escritores) se abre un abismo.

Ricardo Piglia. Cambiar de lengua es siempre una ilusión secreta y, a veces, no es


preciso moverse del propio idioma. Intentamos escribir en una lengua privada y
tal vez ése es el abismo al que aludes: el borde, el filo, después del cual está el
vacío. Me parece que tenemos presente este desafío como un modo de zafarse de la
repetición y del estereotipo. Por otro lado, no sé si la situación que describes
pertenece exclusivamente a los escritores llamados latinoamericanos. Tal vez en
eso estamos más cerca de otras tentativas y de otros estilos no necesariamente
latinoamericanos, moviéndonos por otros territorios. Porque lo que suele llamarse
latinoamericano se define por una suerte de anti-intelectualismo, que tiende a
simplificarlo todo y a lo que muchos de nosotros nos resistimos. He visto esa
resistencia con toda claridad en tus libros, y también en los de otros como DeLillo o
Magris, que escriben en otras lenguas. Me parece que se están formando nuevas
constelaciones y que son esas constelaciones lo que vemos desde nuestro
laboratorio cuando enfocamos el telescopio hacia la noche estrellada. Entonces,
¿seguimos siendo latinoamericanos? ¿Cómo ves ese asunto?

Bolaño. Sí, para nuestra desgracia, creo que seguimos siendo latinoamericanos. Es
probable, y esto lo digo con tristeza, que el asumirse como latinoamericano
obedezca a las mismas leyes que en la época de las guerras de independencia. Por
un lado es una opción claramente política y por el otro, una opción claramente
económica.

Piglia. Estoy de acuerdo en que definirse como latinoamericano (y lo hacemos


pocas veces, ¿no es verdad?; más bien estamos ahí) supone antes que nada una
decisión política, una aspiración de unidad que se ha tramado con la historia y
todos vivimos y también luchamos en esa tradición. Pero a la vez nosotros (y este
plural es bien singular) tendemos, creo, a borrar las huellas y a no estar fijos en
ningún lugar. En estos días, estoy viviendo en California, en Davis, cerca de San
Francisco, donde todo se entrevera, como sabes bien: los recuerdos del viaje al
Oeste de la beat generation, con las novelas de Hammett, y los barrios paranoicos
que describió Philip Dick conviven con la intriga de la cultura latina (en cada
rincón de La Misión en San Francisco, en el Barrio invadido hoy por los jóvenes
millonarios del Silicon Valley, hay una figura o una imagen, un mural, una
taquería, una bodeguita que tiene más color local que todo el color local que pudo
imaginar Lowry, borracho, al pasear por Cuernavaca). De modo que aquí por
contraste me siento un escritor digamos ítalo-argentino (un falso europeo, otro
europeo exiliado). No creo que existan esas categorías en las historias de la
literatura (están los ítalo-americanos, claro, pero se dedican al cine). Para mejor,
estoy leyendo a W. H. Hudson (Días de ocio en la Patagonia), otro falso argentino, un
europeo que nació en Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, y se crió entre
gauchos hablando de lo que fue seguramente una versión prehistórica
del spanglish. Y que a la vez escribía, ya lo sabemos, una de las mejores prosas
inglesas que se puedan encontrar. Mejor que Conrad, a veces, menos barroco, más
nítido, una extraña versión de Conrad, no sólo por la calidad de su prosa, y porque
eran amigos, sino porque Hudson estuvo siempre desajustado y solo y fuera de
lugar, como el polaco. Pero me estoy extendiendo. Me gustaría saber qué estás
leyendo en estos días.
Bolaño. La última novela de Mendoza, La aventura del tocador de señoras, que me
parece una novela muy buena. Pero permíteme que añada algo en relación a
Hudson, un autor que leí muy joven. Yo creía entonces que Guillermo Hudson
escribía en español y después de leer tres libros suyos me di cuenta de que escribía
en inglés porque vi el nombre del traductor. No conozco bin la literatura argentina
de finales del siglo XIX, pero tengo la impresión de que Hudson es uno de sus
grandes prosistas. Algo similar ocurre poco después en Chile, con los primeros
libros de Huidobro, que están escritos en francés. O con Rodolfo Wilcock, que
acaba escribiendo en italiano. Hay como una especie de reflujo o de huida en
algunos escritores, que los lleva a buscar, a instalarse o a indagar en una lengua
menos adversa. Claro, éste no es el caso de Hudson. ¿Tú has leído a Mendoza?

Piglia. Me gustan mucho los libros de Mendoza, aunque no he leído la novela que
estás leyendo. Es intrigante, es cierto, ese juego con las lenguas extranjeras y con
las traducciones. Para mí, Hudson y Gombrowicz producen efectos raros en la
literatura argentina porque hacen entrar una voz próxima, un fantasma familiar,
que se mueve invisible en un terreno conocido. Hay una tensión entre lo que se lee
en la lengua propia y lo que se lee fuera de la lengua materna. Y los traductores
están en esa frontera. Me interesa mucho la vida de los traductores, son un molde
extraño de escritor. Ligado a Hudson, estoy leyendo ahora una biografía de
Constance Garnett, una mujer fantástica que se pasó la vida traduciendo a los
rusos al inglés. Imagínate que tradujo todo Tolstói y todo Dostoievski y terminó,
por supuesto, medio ciega, una viejita feminista, muy simpática. Casi todos los
norteamericanos y los ingleses, de Hemingway a Forster, admiraban a Tolstói por
medio de ella, aunque Nabokov la destestaba, claro que Nabokov detestaba a todo
el mundo.

Bolaño. Estoy completamente de acuerdo contigo en la importancia de los


traductores. Lo que dices de Constance Garnett me recuerda de alguna manera a
Consuelo Berges, que tradujo todo Stendhal al español y que se convirtió
seguramente en la principal autoridad sobre Stendhal que existe en nuestra lengua.
Sus traducciones son extraordinarias. También pienso en Javier Marías, que no es
una viejita devota de un autor concreto, pero que tiene una traducción de Tristram
Shandy, de Sterne, ejemplar. Pienso que tal vez personas tan disímiles como
Garnett, Berges o Marías deshacen en el aire el problema que planteaba Pound,
que sólo un gran autor puede traducir a otro. En este caso, sólo Marías es un gran
autor; Berges y Garnett, desde la óptica tradicional, no lo son, aunque también
puede ser posible, y yo me inclino por esta solución imaginaria, que tanto la viejita
inglesa como la viejita española sean, y no en el fondo sino delante de nuestras
narices, grandes autoras invisibles.

Piglia. Tendríamos que hacer alguna vez una Enciclopedia Biográfica de


Traductores Inmortales (e invisibles), ¿no sería sensacional? La inversa de la
Enciclopedia de Tlön, algo más bien cercano a Manganelli o a las biografías
imaginarias de Marcel Schwob, pero detalladas y reales, una lista de oscuros
personajes extraordinarios, escritores asalariados que escriben a tantos centavos
por palabra, los únicos verdaderos profesionales de la literatura, los nuevos
folletinistas, que viven dedicados a la literatura, pero como escritores clandestinos,
mal vistos y mal pagados, los verdaderos malditos, siempre postergados, siempre
ausentes, y que por eso mismo serán quizá los grandes creadores del futuro. Serían
pequeñas historias extraordinarias. Cortázar, que traduce todo Poe en una
pequeña pieza de un pequeño hotel en Roma; el gran Sergio Pitol, al que durante
años admirábamos sólo porque había traducido a Gombrowicz; el extraordinario
trabajo de Nicanor Parra, con el Lear de Shakespeare; Aurora Bernárdez,
traduciendo Pale Fire. Tendríamos que conseguir un mecenas y dedicarnos a
preparar esa enciclopedia infinita. Estoy seguro de que nos haría inmortales, y
sería no sólo un acto de justicia sino una revelación y una versión cómica de la por
sí cómica historia de la literatura. Hay mil ejemplos. Pienso por ejemplo en el
general Bartolomé Mitre, que libró batallas múltiples y fue luego presidente de la
República a mediados del siglo XIX y que se dedico a traducir La Divina Comedia.

Bolaño. La Divina Comedia, ni más ni menos. Bueno, no se puede decir que no fuera
pertinente. Y sobre lo que dices de Sergio Pitol, estoy totalmente de acuerdo. El
primer libro de Pitol que cayó en mis manos fue una traducción suya de un escritor
polaco hoy bastante olvidado, Jerzy Andrzejewski. El libro se llamaba Las puertas
del paraíso y su argumento era el mismo que ya había tratado Marcel Schwob en La
cruzada de los niños. Otro dato curioso: en mi ejemplar de La cruzada de los niños, el
traductor dedica su versión de la obra a Julio Torri, que es un escritor mexicano
rarísimo (o normalísimo, depende desde dónde se le mire) y que fue un hombre de
una modestia yo diría que patológica y un gran escritor de textos breves. De
alguna manera, Torri fue como el reverso de Alfonso Reyes, la brevedad ante la
multiplicidad. Pero dejemos la literatura mexicana. A mí me interesa muchísimo la
visión que tienes de la literatura contemporánea argentina, con esos cuatro puntos
de referencia que son Macedonio Fernández, Borges, Arlt y Gombrowicz.

Piglia. Macedonio es un escritor excepcional, una especie de Marcel Duchamp de


la literatura. Practica un arte puramente conceptual, interesado más en el proyecto
que en la obra misma. En realidad, la obra no es otra cosa que el proyecto. Trabajó
toda la vida en una novela que sólo era la idea de una novela que nunca se
empezaba a contar y que estaba hecha básicamente de prólogos y de anuncios.
Borges aprendió todo de él, sobre todo, la inutilidad de desarrollar un argumento
que se puede resumir y contar como si ya estuviera escrito. Pensaba en Macedonio
el otro día cuando leí que Eric Satie no abría nunca las cartas que recibía, pero las
contestaba todas. Miraba quién era el remitente y le escribía una respuesta.
Encontraron las cartas cerradas en un altillo y las publicaron junto con las
respuestas de Satie. La correspondencia es fantástica porque todos hablan de cosas
distintas y ésa, por supuesto, es la esencia del diálogo.

Bolaño. Yo creo que las cartas de Satie muestran una cierta deferencia para con el
interlocutor, es decir, no deja cartas sin contestar, pero el conjunto de la
correspondencia más bien es una aceptación, razonable, eso sí, de la imposibilidad
del diálogo, aunque también caben otras explicaciones, la más obvia sería la
desconfianza de Satie en la palabra escrita, que me parece improbable pues Satie es
uno de los músicos que más ha escrito. También existe la posibilidad de que Satie,
conociendo a sus amigos, no considerara necesario abrir sus cartas, o lo
considerara redundante. Es curioso, pero podemos encontrar más de una
semejanza entre Macedonio y Satie, pero ninguna entre Borges y Satie. Y yo creo
que esto se debe a que Borges no lo aprende todo de Macedonio, sino también, una
parte importante, de Alfonso Reyes, quien lo cura para siempre de cualquier
veleidad vanguardista. Macedonio es el riesgo, la audacia, el vanguardismo y el
criollismo juntos, pero Alfonso Reyes es el escritor, la biblioteca, y el peso que tiene
sobre Borges es importantísimo, tanto en el desarrollo de su poesía como en su
prosa. Digamos que Reyes proporciona el elemento clásico a Borges, la mesura
apolínea, y eso de alguna manera lo salva, lo hace más Borges.

Piglia. Alguno de nosotros pensamos que quizá el siglo próximo será


macedoniano, y que Borges estará ahí con el bello texto necrológico que leyó en la
Recoleta, en medio de la tristeza general (lloviznaba en Buenos Aires), cuando hizo
reír a los deudos con un chiste de Macedonio dicho en el entierro ("los gauchos
fueron inventados para entretener a los caballos en las estancias"). Reyes era un
caballero, leo siempre que puedo El deslinde. En cuanto al efecto Satie-Duchamp,
creo que Borges es vanguardista como lector mientras que como escritor quiere ser
clásico. En cuanto a la cortesía de Satie con sus amigos, es verdad que a los amigos
se les contesta siempre y nunca importa lo que uno les diga en las cartas.

Bolaño. Sí, a un amigo se le contesta siempre, algo que a veces puede resultar
terrible. Michel Tournier, en El espejo de las ideas, opone a la amistad el concepto del
amor, y viene a decir algo como que todo lo que no toleraríamos jamás a un amigo,
un acto de vileza, por ejemplo, lo toleramos y lo aceptamos en el amor, pues el
amor, en ocasiones, y al contrario que la amistad, también se alimenta de la vileza,
de la cobardía, de la bajeza. El amor, y la historia está llena de ejemplos que lo
certifican, puede ser coprófago, algo que jamás es la amistad. Bueno, todo esto es
relativo, por supuesto. William Burroughs zanja la cuestión a su manera, cuando
afirma que el amor es una mezcla de sentimentalismo y sexo. Recuerdo que
cuando leí esta declaración de Burroughs, a los veintipocos años, me sentí muy
apesadumbrado.
Piglia. Los amigos son lo mejor de la poesía, decía siempre un poeta argentino,
Francisco Urondo, que murió asesinado por la dictadura militar. Las amistades
literarias tienen siempre un aire extraño. La amistad entre Alfonso Reyes y Borges,
por ejemplo, o la amistad silenciosa y brevísima entre Beckett y Burroughs, que se
encontraron en Suiza y estuvieron una tarde juntos casi sin decir nada,
conversando sobre ciertos matices del inglés en Irlanda que intrigaban a Burroughs
(Beckett casi no habló, sólo dijo una frase que Burroughs consideró siempre el
mayor elogio que había recibido: "Usted es un escritor"). O la amistad de Hannah
Arent y Mary McCarthy, fantástica, de la que nos ha quedado la correspondencia.
O la amistad de Gombrowicz con el poeta Carlos Mastronardi, que discurría
siempre del mismo modo. Mastronardi, que era un hombre muy fino y muy
discreto, un gran noctámbulo y un extraordinario poeta que en toda su vida
escribió un solo libro, lo esperaba en el Querandi, un café de Buenos Aires,
tomando un té, y Gombrowicz llegaba siempre un poco apurado. Mastronardi lo
recibía con gentileza y preguntaba "¿cómo está, Gombrowicz?". Y Gombrowicz le
decía siempre: "Cálmese, por favor, Mastronardi". Como si Mastronardi se hubiera
dejado llevar por una emoción excesiva por el solo hecho de saludarlo gentilmente.
"Cálmese, Mastronardi", fue durante años una de las consignas de mi juventud.
Por eso, en fin, quiero decirte que esta conversación va a ser el comienzo de una
amistad, o la continuación de la amistad que hemos establecido ya con nuestros
libros. Pienso ir a Barcelona en las próximas semanas y ojalá podamos vernos y por
supuesto siempre puedes venir a visitarme a California.

Bolaño. Yo también espero que nos podamos ver pronto, aquí o en cualquier parte.

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