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Bolaño traducido

Nueva literatura mundial

Wilfrido H. Corral
Bolaño traducido. Nueva literatura mundial
Wilfrido H. Corral

Primera edición en Ediciones Escalera: noviembre de 2011


© De la edición: Ediciones Escalera
© Del texto: Wilfrido H. Corral
© De la imagen de la portada: Dani Orviz
Corrección y maquetación: Talía Luis Casado
Diseño de la colección: Ediciones Escalera

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www.edicionesescalera.com

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ISBN 13: 978-84-939489-1-7
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Bolaño traducido
Nueva literatura mundial

Wilfrido H. Corral
Índice

Introducción: el chileno que se hizo querer del mundo – 9 –

I. República bananera de las letras: Los pasos perdidos – 17 –

II. La acogida del apóstata – 39 –

III. Las novelas cortas – 77 –

IV. No todos los cuentos – 117 –

V. La novela (antes de la novela) – 155 –

VI. «Siempre seré un poeta del D.F.» – 203 –

VII. «Introducciones» y visiones de conjunto – 223 –

VIII. El fascismo literario mundial – 245 –

IX. 2666: el secreto del mundo en la obra maestra – 261 –

Algunos desenlaces – 305 –

Obras Citadas – 315 –


Introducción:
el chileno que se hizo querer del mundo

En menos de una década de un cambio de siglo agitado, un


gran novelista latinoamericano se convierte póstumamente
en protagonista mayor de la «nueva literatura mundial». Esta
no es la misma en que creían nuestros abuelos o padres aca-
démicos, sino la que reconstruye modelos de identidad y
patrones novelísticos sin límites, desde una exterioridad ne-
bulosa, liberada de dependencias políticas y nacionales. Sin
embargo, está bien y contradictoriamente definida por la tra-
ducción al inglés de autores cuyos orígenes (digamos Salman
Rushdie, Jhumpa Lahiri, Junot Díaz) siguen menos dispersos
en los mundos originarios que les sirvieron para construir
metáforas insólitas. No hay que ser adivino para enterarse
de que esa nueva literatura mundial es la del chileno Roberto
Bolaño. Su ascenso e influencia siguen tan acelerados que
se ha llegado a creer que su inmersión en esa dinámica lite-
raria global se debe a vender su imagen por medio de una
mercadotecnia anglosajona; y ver así las cosas es obviamente
disminuir su valor como autor reconocido mucho antes y
ampliamente en el mundo hispanohablante. La realidad es
que muchos iberoamericanos comenzamos a leerlo en los
noventa (véase Juan Forn), y no volvemos siempre a un libro
suyo sino a varios. Por eso vale considerar algunos hechos:
no se trata de un narrador obsesionado por sacarle ventaja a
los males de varios continentes, o cuya prosa contiene sólo
desafíos sintácticos, cultura popular, dificultades léxicas u
obstáculos semánticos, sino de uno que tiene y expresa mu-
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cho de algo muy nuestro y mundial, que trasciende el mo-
mento real que compartimos.
Bolaño parece demasiado bueno para ser verdad, y la his-
toria vital que se conoce de él no desmiente esta suposición:
a) surgió de una clase trabajadora, que provee credenciales
«hispánicas» para el exterior, b) hostigado y tal vez disléxico,
abandonó el colegio como los outsiders que pululan en su
prosa, c) favorecía a Allende (Salvador) desde México, hasta
cierto punto, d) era un bohemio vagabundo, que se «corrigió»
por la familia que tenía que mantener, e) otrora trotskista,
despreciaba ciertos radicalismos, f) murió de hepatitis, y se re-
futó el rumor que tomaba drogas, g) en 2010 la compositora,
poeta, artista visual y protomadrina del punk, Patti Smith, es-
cribió la canción «Black Leaves» en su honor, y h) es un genio
que escribió novelas de entre seiscientas y mil páginas, con
cientos de temas. Con estas condiciones irrumpe el perfecto
novelista latinoamericano, que mantiene el tipo de atención
mundial que los autores del boom, casi juntos, no acumularon
en su momento. A Bolaño –cuyo legado parece condenar a
los críticos a encontrarle el párrafo más escandaloso, pensar
en lo fácil que es citarlo, o señalarle su envidiable falta de
glamour (según Forn, la España de los ochenta no alcanzó al
sudaca que era entonces)– le hubiera parecido irónico que el
capital cultural que pudo considerar hacia el final de su vida
se establece en un escenario literario mundial.
Con la traducción de su obra a varias lenguas pasó de una
marginalización en el mundo internacionalizado de las letras
a la cacofonía de ser el representante sin par de la literatura
latinoamericana. Acongoja pensar que nunca llegará a ver la
majestuosa recepción de su literatura en el mundo, y que la
brillantez de ella se concretó definitivamente a un nivel global
con la publicación de la versión inglesa de 2666 en Estados
Unidos en noviembre de 2008 y en Inglaterra en enero de

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2009. Ese cambio de año comenzó con la espectacular divul-
gación y gran aclamación en el ámbito cultural anglosajón,
sobre todo en Estados Unidos, de la que se suponía ser su úl-
tima novela. 2666 sigue siendo un éxito de crítica incompara-
ble, en revistas y periódicos de prestigio literario y cultura ge-
neral, entre ellos The New York Times, que en diciembre 2008 la
escogió como libro notable, y la revista Time la nombró «Libro
del año». Entre enero y mediados de abril de 2009, Bookmarks,
revista del gremio editorial, informó que 2666 encabezaba la
«Lo Mejor de Las listas de los Mejores Libros de 2008», supe-
rando entre otras novelas a una de la Nobel Toni Morrison.
La misma revista, en su número de noviembre-diciembre de
2009, escoge la edición de bolsillo de 2666 como uno de los
libros de ese año. Por su parte, la prensa española recomendó
2666, publicada en 2004, como apuesta, del verano de 2009.
Desde mucho antes, la cruzada a favor de Bolaño (sólo algu-
nos nuevos amigos instantáneos y post mortem lo llaman «Ro-
berto») como el primer gran autor del cambio de siglo había
aumentado la devoción. No se olvide, por supuesto, que los
suyos son libros extensos, muy eruditos, de narraciones he-
chas añicos. ¿Qué fórmula es esta que contradice todas las
reglas de la mercadotecnia?
La traducción de 2666, también escogida por Bookmarks
junto a la de Nazi literature in the Americas como una de las
mejores de 2008, recibió el prestigioso National Book Cri-
tics Circle Award en marzo de 2009, y Anagrama inmediata-
mente empezó a usar ese otorgamiento en los anuncios para
sus ediciones más recientes de 2666. No deja de ser revelador
que ese premio rara vez se otorga a traducciones. La última
vez que esto ocurrió fue con Austerlitz de W.G. Sebald, autor
con quien se compara frecuentemente al chileno, y el único
latinoamericano que lo mereció antes fue el Premio Nobel
de 2010 Mario Vargas Llosa, en la rúbrica de crítica literaria.

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En el documental Roberto Bolaño: el último maldito mostrado en
octubre de 2010 en Radio Televisión Española, el peruano se
refirió a la actitud iconoclasta de Bolaño, y como si hablara de
sí mismo, se refirió a su generosidad, aseverando que el mito
«ha servido en este caso para potenciar el reconocimiento
de una obra donde había originalidad y calidad». Señala ade-
más que «es una literatura difícil, que tiene que educar a sus
lectores para ser realmente popular. Ahora ha llegado a un
público grande, un público culto». O sea, son novelas intelec-
tualmente ambiciosas, sin llegar a ser totalmente de ideas.
La atención anglosajona sigue aumentando y repercu-
tiendo en la española (aunque menos en la latinoamericana),
con algunas discusiones infructuosas acerca del sospechoso
papel de algunos «escándalos» en la vida del autor, conjeturas
menores de tono moralista que examino más adelante. No
se debe perder otra ironía al respecto: así como voy a relatar
acerca de Susan Sontag, en un momento también se nece-
sitó a otro anglosajón, el periodista Larry Rohter, para que
la intelectualidad latinoamericana que no quiere colonizarse
se enterara de esos dudosos bullicios para la lectura de Bo-
laño y se enalteciera la comercialización de un arte. Por otro
lado, el chileno escribe y publica en un momento en que los
Defensores del Arte ya no tienen que recordar que no im-
porta cuán anti-tradicional sea un arte, lo vanguardista tiene
convenciones, así que él sabía lo previsible que podía ser la
transgresión, y cuándo dejar el proscenio. No obstante, se
siguen viendo graffiti en Latinoamérica que aconsejan actos
como «Bolaño, léanlo», y esta pasión explica parcialmente
por qué se acelera la publicación de su obra póstuma.
Varios reportajes mencionan que no es anómalo ver en
metros estadounidenses a jóvenes que están leyendo la edi-
ción de bolsillo de la traducción de Los detectives salvajes, como
si fuera En el camino de Kerouac, u otra novela de culto como

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Catcher in the Rye de J. D. Salinger (influencia atribuida poco
examinada), e incluso algunos clásicos del boom, releídos o
puestos en perspectiva gracias a Bolaño. El 11 de febrero de
2010 The Wall Street Journal informó que los basquetbolistas
extranjeros de la NBA estaban haciendo que sus colegas es-
tadounidenses leyeran a autores como Cormac McCarthy;
y Phil Jackson, entrenador de los Lakers, les había proveído
una amplia gama de lecturas, de Nietzsche a 2666, y de esta
última Pau Gasol ya había leído unas cien páginas para en-
tonces. A pesar de cualquier falla personal que se le encuen-
tre de estas fechas en adelante, el esfuerzo editorial montado
en torno a 2666 ha asegurado su canonicidad y una mayor
cantidad de lectores para sus obras anteriores y póstumas.
Para 2011 Smith, ganadora del National Book Award esta-
dounidense de 2010 por sus memorias Just Kids y admiradora
de Rimbud, Blake y Jimmy Hendrix, seguía deslumbrada por
las traducciones de 2666 (que asegura haber leído tres veces)
y La literatura nazi en América, y expresa en su blog que leer
a Bolaño es entrar en una familiaridad, y así será. Aunque
una campaña es algo finito que se puede reconocer como un
éxito o fallo, tal es la situación de los bienes culturales inter-
nacionales que no es mera especulación afirmar que la obra
del chileno tiene un lugar especial en la nueva república no
bananera y mundial de las letras, recepción que ya repercute
de manera obvia y positiva en el espacio cultural latinoameri-
cano. No obstante, antes de que publicara Los detectives salvajes
en su lengua original Bolaño ya era un nombre clave en las
letras latinoamericanas, como comprueba una larga nota del
novelista y ensayista argentino Forn. Tampoco se debe sub-
estimar que revistas francesas de nueva vanguardia, como Les
inrockuptibles siguen expresando su entusiasmo por ver al chi-
leno como faro de la nueva narrativa. No obstante, el mundo
editorial en esa lengua no ha funcionado con el aluvión que

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produjo la infraestructura anglosajona, no siempre por las
mismas razones.
Esta mundialización ocurre en unos ocho años, y más que
ninguno de sus pocos pares anteriores o contemporáneos, y
en mucho menos tiempo, el chileno ha dejado de ser un «no-
velista latinoamericano», la inevitable etiqueta inicial cuando
se lo lee en otro idioma. Las implicaciones socioculturales de
este acontecimiento son extensas, y estas páginas las exterio-
rizan, con algunas dudas sobre las explicaciones retrospecti-
vas. Bolaño fue un comprobado trotamundos («posnacional»
es el término que su traductora principal y otros emplean
para definir su figura internacional) que sólo se sentía en casa
dentro de sí mismo, y lo que lo dejaba de excelente humor
era crear tensión al respecto, hacerse querer en diferentes
comunidades imaginadas de detractores y entre sus amigos o
diseñadores de monumentos de ellos mismos, como ocurrió
cuando algunos novelistas o críticos mayores lo entrevistaron
por correo electrónico. Esa tensión era una manera velada de
criticar a intérpretes y novelistas postergados, entablar una
dinámica con ellos, y sobre todo con un público amplio que,
como la literatura mundial, a veces sugiere una entidad que
trasciende a las literaturas nacionales, y en otros momentos
sugiere una suma total de las literaturas de todas las naciones.
Aquí examino cómo logra esos contactos y se interna más
que cualquier coetáneo suyo en esa «nueva literatura mun-
dial», término que, renovado con comillas, ocupa un lugar
prominente en la percepción de la narrativa de Occidente,
cuando siguen aumentando los estudios literarios de ambi-
ción global (estimulados por Pascale Casanova, y resumidos
por Beecroft y Rosendahl Thomsen).
¿Pero en verdad abarcan aquellos estudios todas las literatu-
ras del mundo? ¿Se sabe a ciencia cierta dónde caben las lati-
noamericanas en aquel concepto? En el mundo iberoameri-

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cano, ¿no son Madrid y Barcelona, por ejemplo, centros cos-
mopolitas desde cuyos fondos editoriales siguen surgiendo
nuevas expresiones literarias latinoamericanas y occidentales
en traducción? El cosmopolitismo literario que intenta con-
testar estas preguntas sigue siendo demasiado impreciso y
debatido como concepto académico (es, después de todo,
una especie de localismo) para ser un registro útil de las
interminables relaciones entre el texto original y un «otro»
traducido. Es muy útil tener presente que la traducción en
realidad no desestabiliza la autoridad de la lengua original y
la cultura que depende de ella, como el mismo Bolaño mani-
fiesta respecto a las obras maestras en Entre paréntesis (2004:
222-224), su compendio ensayístico sobre literaturas mun-
diales, no sólo iberoamericanas, que hoy hace que un mundo
amplio y ajeno le quiera.
Él y su obra siguen representando todos estos avatares,
aun considerando que pensar en una categoría de individuos,
digamos un escritor tipo Santo Patrón, deja a un lado el he-
cho de que las conexiones entre seres y grupos, no importa
qué o quién sea el mediador, son relaciones humanas. El ha-
cerse querer de todos, particularmente de los lectores jóve-
nes, no es algo que se prepuso, sino una reacción compleja
que un escritor contestatario no puede controlar. Si aun con
la calidad de autores como Vargas Llosa y algunos posterio-
res no se ha eliminado totalmente ver el continente latino-
americano como una república bananera de las letras que
exporta varios tipos de realismos y magias, con Bolaño se
ha superado esas suposiciones, y al fin se produce un cues-
tionamiento sostenido de ellas. No cabe menos que notar
entonces en orden generalmente cronológico cómo empezó
y sigue creciendo esta valoración de las varias formas de su
nueva literatura mundial. Sin añadir a la urgencia de defini-
ciones, punto débil de sus críticos, inevitablemente se notará

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mi voz, porque relato lo que veo y leo de la Revolución Bo-
laño. Sin embargo, como la del chileno, será más fuerte la
voz del maestro Virgilio en la Eneida, cuando dice: «En la pe-
numbra/ avanzamos; y yo, que antes retaba/ los tiros todos y
apretadas filas/ del enemigo, titubeo ahora/ al menor soplo,
al ruido más ligero,/ pues con igual angustia me oprimían/
mi acompañante y mi querida carga».

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I.
República bananera de las letras:
Los pasos perdidos

Reitero, porque sigue siendo insólito, que sólo ha transcu-


rrido menos de una década del paso absoluto de Bolaño de
una literatura latinoamericana estereotipada a una nueva lite-
ratura mundial. En principio, ésta puede definirse en térmi-
nos de la falta de contornos genéricos, temáticos, e incluso
lingüísticos, o de públicos nacionales generales, característi-
cas que iré matizando. En esa progresión, no convencerá a
todo el mundo el argumento de que la recepción de Bolaño
en el ámbito anglosajón comenzó o debe su impulso inicial
a la monumentalidad de Sontag y su tono mandarín. Obje-
tivamente, su frase admirativa y exacta sobre él («se dice co-
múnmente que es el novelista más influyente y admirado de
su generación en el mundo hispanohablante»), tan repetida y
citada selectivamente, no pasa de ser un comentario que los
admiradores del chileno aprecian, pero no siempre significa
o revela un conocimiento a fondo del autor y su trasfondo,
sino un recurso manipulable para la mercadotecnia de con-
traportadas. Sontag adquiere fama latinoamericana como
«personaje» en Fantomas contra los vampiros multinacionales, tira
cómica politizada publicada por Julio Cortázar en 1975 sobre
una utopía que no se realizó, no por darnos un «Bolaño para
anglosajones». Pregonada y promovida hacia finales de los
sesenta por Carlos Fuentes, quien hasta finales de 2010 decía
no haber leído ni querer leer a Bolaño a corto plazo (aunque

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celebra a nuevos escritores que sí lo han hecho, pero que
nunca estarán a la altura del chileno), Sontag vuelve al ám-
bito latino cuando recibe el Premio Príncipe de Asturias en
2003. Hasta su muerte el año siguiente fue reconocida como
la excelente ensayista que era, y como salvavidas de autores
y críticos sui generis que hoy son parte de la nueva literatura
mundial, no como intérprete de la literatura latinoamericana,
y no tenía por qué serlo.
Admitida la importancia de su afirmación –por ser per-
tinente para entender la nueva literatura mundial nacida en
el entresiglo, aunque ésta no depende de la nueva «globali-
zación» armada en torno a los coetáneos occidentales de
Bolaño– no se puede saber con certeza qué consecuencias
seguirá teniendo el comentario de Sontag. No obstante, para
estas fechas ya se está poniendo en perspectiva su observa-
ción, y es mejor hablar de un resurgimiento o regreso a la
literatura mundial, porque la crítica académica tradicional en
verdad nunca la abandonó. De la misma manera, y es fácil
hablar de cuánto aburre la «crítica pura» cuando ya se la ha
practicado, en este momento sólo se puede adivinar el efecto
de exageradas coletillas teóricas anglosajonas (o internaciona-
les) para la valoración eventual de un autor en lengua espa-
ñola. El ejemplo menos avezado de este proceder tal vez sea
el obtuso dossier dedicado, en principio, a Bolaño por la re-
vista inglesa Journal of Latin American Cultural Studies [18. 2&3
(2009)]. Volveré a uno de esos artículos, para mostrar cómo
la crítica traduce o proyecta sus intereses teóricos más que
explicar la obra de un autor que aparentemente (re)conoce. La
aceptación futura sin frivolidad es importante cuando quedan
obras póstumas por examinar cabalmente, por no decir nada
de las novelas inéditas que conocemos hasta estas fechas, en-
tre aquellas la que según declaraba el nuevo representante de
su patrimonio literario, Andrew Wylie, a El País a mediados

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de octubre de 2008, se llamaría El Tercer Reich, aparentemente
basada en un juego de mesa, no de vídeo, como veremos. La
editorial Vintage/Random House, que publica libros en espa-
ñol en Estados Unidos, publicó esa novela en marzo de 2010,
y Anagrama la sacó a finales de enero del mismo año. Hasta
mediados de 2011 ha sido reseñada tibia y respetuosamente
en varios medios españoles, y con mayor entusiasmo en Chile,
como detallo en la parte/capítulo sobre las novelas cortas.
Como medio, los vídeos no tienen ni probablemente
nunca tendrán un carácter comparable a otras formas narra-
tivas. No importa cómo se desarrollen, los vídeos no pueden
lograr la internalización de la novela, aunque su fuerza visual
tal vez supere la del cine. Precisamente, en la proyectada ver-
sión fílmica de Los detectives salvajes por el mexicano Carlos
Sama se ha anunciado que el guión cubre sólo la primera y
tercera parte de la novela, y recientemente que el actor Gael
García Bernal hará el papel de «Bolaño». En mayo de 2009
se informó que Coppola estaría interesado en llevar Estrella
distante al cine, y que la chilena Francisca Fonseca estaba en
la etapa de posproducción del documental Luna Belano, que
se ocupará de la época «española» de Bolaño y los cruces
entre autobiografía y ficción. Para 2010 otra chilena, Alicia
Scherson, convertía Una novelita lumpen (2002) en la película
El futuro. En julio del mismo año se estrenó en el Hay Fes-
tival de Zacatecas el documental Bolaño: la batalla futura, de
Ricardo House (con guión de Mónica Maristain), que se vol-
vió a presentar en Madrid en la Semana de Autor dedicada
a Bolaño en noviembre de 2010, y asesorada por Ignacio
Echevarría, el máximo conocedor de su obra. Es significa-
tivo que Scherson haya dicho a la prensa que nunca adaptaría
las grandes novelas de Bolaño, porque «No hay manera de
hacer esos libros en cine». Pero ese interés es continuo, por-
que Una novelita lumpen no fue publicada originalmente por

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Anagrama, aunque la publicó nuevamente en septiembre de
2009. Por otro lado, House ve su documental como el pri-
mero de tres capítulos sobre su compatriota, según anunció
en su intervención en la Semana de Autor madrileña. No
obstante, «traducir» lo bolañesco para la pantalla no es más
que un proyecto, y su viuda Carolina López ha aclarado que
no hay «ningún contrato cinematográfico vigente del libro
Los detectives salvajes» (Massot, «La viuda del escritor…»).
Esta recuperación ocasionó que un crítico español dijera
«No hay un Bolaño menor» y que otro, Ricardo Senabre,
mostrara ciertos fallos en la trama, templando su evaluación
con la conclusión «Hasta en las obras menores o de encargo
queda algún flanco por el que asoma el artista» (15). No im-
porta cómo sea el producto final de estas versiones artísticas,
o que no tengan el hervor de los primeros malestares del
novelista, porque ya «bolañizado» Bolaño, sus críticos siem-
pre notarán detrás de ellas un autor enamorado de su pluma
y de sí mismo, y editores enamorados de las ganancias que
produce su autor, con una novela chata. Otra manera de de-
cirlo es que no se podrá hablar de ahora en adelante de «una
literatura menor» del chileno, ni tampoco se podrá pensarla
de la manera en que Deleuze y Guattari conceptualizaron
la de Kafka, no porque con Bolaño no se tiene que hacer
lo que ellos llaman un uso menor o intensivo del polilin-
güismo, o haya que encontrarle «sus puntos de no-cultura y
de subdesarrollo» (44), sino porque el autor de Una novelita
lumpen encontró la solución casi romántica que aquellos teó-
ricos propusieron: «Soñar, en sentido opuesto: saber crear
un devenir-menor» (44), y valdría hacer una lectura compara-
tiva del guardián y campesino de «Ante la ley» de Kafka y el
poeta-rata de «El policía de las ratas» en El gaucho insufrible.
En marzo de 2009, antes de que el nuevo agente de Bolaño
anunciara oficialmente la publicación de El Tercer Reich, Josep

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Massot, y más tarde Lola Galán, reportaron respectivamente
que el archivo de Bolaño contiene otras dos novelas inéditas,
«Diorama» y «Los sinsabores del verdadero policía o Asesi-
nos de Sonora» (la comenzó a escribir en los ochenta, y su
viuda le dice a Massot: «Es la que trabajó más tardíamente»).
Según Wylie esa novela es «el núcleo del universo literario
de Bolaño, del cual surgen Los detectives salvajes y 2666». En
un reportaje posterior Massot asevera correctamente que
Los sinsabores del verdadero policía –publicada por Anagrama en
2011, sin la conjunción, con el segundo título identificando
la quinta parte)– da todo indicio de tener «ecos y autopla-
gios», con variantes, de obras ya publicadas (Massot, «Ana-
grama publica…»). Vale detenerse, en términos de lo que
desarrollo en este libro, en algunas correcciones hechas por
Echevarría de esa percepción o suposición categórica. Según
él, ante comodines críticos como «intertextualidad», «varia-
ciones», «caleidoscópico» e incluso ante las piruetas del pro-
loguista de Los sinsabores del verdadero policía, hay que afirmar
que su penúltima novela póstuma no es una plantilla cabal
para obras posteriores.
Y hay que hacerlo, dice Echevarría con razón, a sabiendas
de que no es una «novela» sino que «se trata de materiales des-
tinados a un proyecto de novela finalmente aparcado, algunas
de cuyas líneas narrativas condujeron hacia 2666» («La con-
traseña…»: 9), y «desde la convicción de que un escritor como
él jamás hubiera cometido descarados autoplagios, ni hubiera
incurrido deliberadamente en abiertas contradicciones con lo
escrito y contado en otras novelas antes publicadas» («La con-
traseña…»: 10). Este proceder queda constatado por la «Nota
editorial» de López (321-323). Bolaño no siguió el consejo de
William Thackeray de que un hombre mayor de cincuenta
años nunca debe escribir una novela, y a veces no se entiende
el interés en lo póstumo, porque desde Gogol a Waugh, Rulfo

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y otros igualmente canónicos, ha habido autores que abando-
naron novelas porque no les satisfacían, las convirtieron en
cuentos, no les gustaban entonces, o sabían que ser un furor
acarreaba la carga de convertirse en una ex-sensación. Por es-
tos destiempos (¿cuántos núcleos va a haber?) vale comenzar
con una revisión somera de la recepción reciente de Bolaño
en el ámbito latinoamericano, por lo menos para confirmar
que ya había entrado en la canonicidad cuando se lo comienza
a conocer en el contorno anglosajón que sigue rigiendo lo
que se entiende por nueva literatura mundial.
Téngase en mente que este tipo de recepción no funciona
igualmente para los pares anglosajones de Bolaño, o es una
exigencia después del fallecimiento de ellos (piénsese en Da-
vid Foster Wallace y su novela póstuma The pale King, publi-
cada en 2011, tres años después de su suicidio). Nunca se
anuncia en los libros de ellos que son un «éxito» en Europa
o América Latina, porque cierta autosuficiencia y soberbia
cultural convierte su resonancia fuera del ámbito anglosajón
superflua para un autor «nativo» y apóstata. Paralelamente, se
puede preguntar si existe alguien, especialmente entre los na-
rradores y lectores de dentro y fuera del continente, que nin-
gunee la «universalidad» de los autores del boom, que dicho sea
de paso no necesitaron que los inventaran o promocionaran
los editores cuando comenzaron a publicar su narrativa, de-
sarrollo que comparte Bolaño. Si en la primera mitad del siglo
pasado no dudaron del universalismo americano ensayistas
como Arguedas (Alcides), Pedro Henríquez Ureña, Alfonso
Reyes, José Luis Romero, Baldomero Sanin Cano, Mariano
Picón Salas y otros, cuesta creer que, aparte de Vargas Llosa,
los críticos y periodistas actuales aprendieron de esa lección.
Se puede creer que no se entiende a Bolaño sólo si se ha
explorado algunos problemas constantes, si no medulares, de
los estudios literarios, entre ellos la tesis del arraigamiento lo-

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cal de conocimientos, disciplinas y corrientes de pensamiento
de carácter transnacional y de vocación universalista. En un
ensayo de los años cuarenta el ensayista venezolano Picón
Salas se preguntaba cómo explicar a los estadounidenses los
caminos, orientaciones y problemas que entonces debatía la
literatura latinoamericana. Habla a la sazón de que desconfia-
mos de un bestseller, que los latinoamericanos somos verbosos,
folklóricos y excesivamente realistas, y que «una frase bien
construida, un adjetivo coloreado o melodioso, una metá-
fora audaz, suelen tener para nosotros más importancia que
la idea expresada con desgaire» (429). Más allá de que Picón
Salas tuviera o no razón para la literatura de entonces, ese
auto-concepto ha perdurado en la percepción exterior del la-
tinoamericano desde entonces. Con clarividencia, Picón Salas
nota en su conclusión una confluencia que llegará a definir
a autores como Bolaño, aunque no a toda su generación:
«Acaso a fundir esas corrientes opuestas de lo puramente po-
pular y localista, de lo altamente culto y europeizante, que han
parecido marchar sin soldarse en nuestra Literatura, se dirija
el esfuerzo de las generaciones próximas; y ya hay una serie
de síntomas que lo anuncian» (432). Para entonces ya exhi-
bían esos síntomas de la ambigüedad genérica Borges, Mace-
donio Fernández (influencia poco explorada para el chileno),
Pablo Palacio, Julio Torri, Felisberto Hernández, Onetti, y
éstos, junto con los «boomistas» que vendrían después y muy
pocos más de generaciones inmediatamente anteriores al en-
tresiglo, definitivamente eran excepciones que cabrían en la
nueva literatura mundial de hoy. Bolaño seguirá cabiendo en
esta literatura, pero aún no se ha postulado cómo o por qué,
sobre todo cuando la realidad es que respondió sin querer a
su «generación», y la reformó más allá del deseo de ella de su-
perar la representación de la hueca hipocresía del orden social
burgués o los estancamientos estéticos.

23
En una encuesta publicada en abril de 2007 por Nexos
en torno a las mejores novelas «mexicanas» de los últimos
treinta años, Los detectives salvajes recibió dos votos, al igual
que las otras trece novelas con que empató para el décimo
octavo lugar (de setenta y nueve novelas mencionadas). La
selección, algo insólita, se debe en parte al hecho de que
varios escritores mexicanos de su generación que lo trataron
cuando vivió en la Ciudad de México, como su amigo Juan
Villoro, postularon inmediatamente que aquélla era la novela
más sobresaliente de su país de las últimas décadas. Otros,
como Guillermo Samperio, cuestionaron esas opiniones.
Revisé la crítica latinoamericana sobre el chileno publicada
hasta ese momento (incluidas las antologías de Patricia Es-
pinosa, Territorios en fuga de 2003; y Celina Manzoni, Roberto
Bolaño de 2002), y no ha cambiado mucho en una década
(Corral: 2005). Pensar en que no se ha postulado que Los
pasos perdidos fue la mejor novela venezolana de su época, o
Bomarzo la mejor novela italiana sobre el Renacimiento, pone
la reivindicación de Nexos en perspectiva.
Paralelamente, no se puede hablar aún de la dinastía o de
los parangones de Bolaño, a pesar de que narradores con-
temporáneos y otros de la generación inmediatamente pos-
terior a la suya, e incluso un autor más conocido como Jorge
Edwards (quien correctamente compara Los detectives salvajes
a Paradiso, Rayuela y Adán Buenosayres), se han apresurado a
acudir al templo que se le sigue construyendo, sobre todo
después de las venias incluidas en los testimonios reunidos
en Palabra de América (2004). El difunto Carlos Monsiváis,
semi-ficcionalizado en Los detectives salvajes (160-161) y más
amigo de la poesía que de los infrarrealistas (convertidos en
los «realvisceralistas» de aquella novela), y conocido de Bo-
laño, dijo en diciembre de 2008 en el blog de David González
Torres El hueco del viernes que las actitudes del chileno, que

24
en un momento le parecieron provocaciones, acabaron «res-
pondiendo a toda una estructura de pensamiento». Así es, y
también responden a nuestras estructuras mentales, porque
Bolaño no es un novelista chileno, mexicano o español, con-
clusión a la que conduce una lectura total de su obra. No
obstante, no se puede negar el carácter formativo del mo-
mento mexicano de Bolaño, que en un artículo que comple-
mento a su libro sobre el autor, Chiara Bolognese muestra la
coherencia artística del autor. Si no convence la dependencia
de la crítica en los testimonios de «testigos» de la época («Ro-
berto…» 134), o convertirlo en una especie de «posestriden-
tista» sin distinguir entre radicalismos, el ambiente descrito
por Bolognese es revelador y necesario.
No obstante, también se podría argüir fácilmente que Los
detectives salvajes es la mejor novela latinoamericana que re-
toma el tema de la búsqueda y tergiversa el relato de aven-
turas, o que podría ser una de las mejores novelas «totales»
de la historia del género en el siglo veinte, como argumenté
hace una década, comparándola a otras de ese tipo en el con-
tinente (Corral: 2001). Si en aquélla se busca un poeta, en
2666 se busca un novelista, y la suma de ambas novelas es la
insatisfacción permanente. Bolaño mismo da su visión de la
novela total en Entre paréntesis como aquella que «se sumerge
en el caos (que es la materia misma de la novela ideal) y que
trata de ordenarlo y hacerlo legible» (307). Como comprueba
su obra, la palabra clave en su afirmación es «trata», porque
contra lo que arguye el difunto Frank Kermode en su se-
minal The sense of an ending (1967), no hay ninguna garantía
de que el caos de la existencia cotidiana pueda convertirse
en una narración coherente. Más bien, la búsqueda en su
primera novela extensa reveló sólo algo de la identidad de
Bolaño, y también sirvió para conectarlo y divorciarlo de
otras identidades comunitarias, convirtiéndolo en uno de los

25
pocos novelistas latinoamericanos del siglo veinte que se han
escapado de su propio tiempo.
Como dice el prosista mexicano Jorge Volpi, Bolaño re-
veló el carácter fugitivo de la «identidad» latinoamericana, y
al impostar las voces de sus coterráneos se convirtió «en el
último latinoamericano total, capaz de suplantar a toda una
generación» (176). También se lo asignó a la vez como un
Telémaco en busca de su padre literario, y como un Odiseo
en busca de su hogar. Es así porque, además, Los detectives sal-
vajes no sólo hizo repensar la vanguardia, la tipología narra-
tiva basada en crímenes, malhechores e investigadores, y la
contemporaneidad intelectual a fin de siglo, sino porque una
valoración cabal de 2666, bisagra conceptual de la novela
anterior, revelará lo que esta última manifiesta:
Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las
grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren
camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios per-
fectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo:
quieren ver a los grandes maestros en sesiones de es-
grima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de
los combates de verdad, en donde los grandes maestros
luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a
todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre
y heridas mortales y fetidez (2004: 289-290).

El contexto mayor de esta cita es el recuerdo del personaje


chileno Amalfitano, de una conversación en México con un
joven farmacéutico que se pasaba las noches de desvelo le-
yendo novelas cortas. Antes, en una entrevista de 2001 para
Qué Leer, el autor advertía que «2666 es una obra bestial que
puede acabar con mi salud, que ya es de por sí delicada. Y
eso que al terminar Los detectives salvajes me juré no hacer más
una novela-río: llegué a tener la tentación de destruirla toda,
ya que la veía como un monstruo que me devoraba». Por
26
referencias similares en el resto de su narrativa, la crítica no
deja de compararlo con Herman Melville, manifestando que
son pares respecto a su tratamiento del mal, la violencia y el
carácter robusto de sus novelas; y con razón, porque el lugar
y el tiempo revelan contra quién o qué va dirigida una cultura
literaria. Así, en el capítulo 104 («La ballena fósil») de Moby-
Dick se lee: «para producir un libro poderoso uno debe ele-
gir un tema poderoso. Ningún volumen extraordinario que
vaya a perdurar puede ser escrito sobre una pulga, aunque
hay muchos que lo han intentado». Esa noción llega a otro
público. Así, parte de la letra de la canción «Black Leaves»
que Patti Smith le dedica a Bolaño, asevera que «caminó con
Melville».
La comparación con ese gran novelista en verdad no está
bien establecida, porque lo que también le asemeja al chileno
(y a Foster Wallace) es la investigación detrás de sus nove-
las, la cantidad de juegos con referencias eruditas, librescas y
generales, las alusiones, en fin, el oficio, sus gajes y su dedi-
cación a escribir obras ambiciosas que a ambos le costaron
tanto. Por otro lado, la maestría y solvencia de los dos no-
velistas ya habían llegado al punto en el cual se reconoce la
sabiduría de a veces esconderse. Por esa elección, la opacidad
y ambigüedad pueden ser efectos deliberados de este tipo de
escritura, y estos autores a veces tuvieron que luchar contra
su propia técnica para lograrla. Como expresa Melville en ese
mismo capítulo: «¡Dadme la pluma de un cóndor! ¡Dadme el
cráter del Vesubio como tintero!». A su vez, en Entre parén-
tesis Bolaño sugiere, tergiversando una aserción de Hemin-
gway en Green hills of Africa (1934), que «Todos los novelistas
americanos, incluidos los autores de lengua española» (269)
surgen de Moby-Dick y de Las aventuras de Huckleberry Finn de
Mark Twain. La conexión con éste y su obra, sobre lo cual
se explaya, es fundacional, y saltan a la vista los temas de la

27
amistad, cierta furia moral, las aventuras picarescas de una
inocencia perdida, y sobre todo la reproducción de hablas
específicas, del mundo. Paralelamente asevera, sobre todo en
el Discurso de Caracas, que su idealismo y actitud juvenil le
vienen de Cervantes. Como éste, Bolaño se aparta y supera
todos los anteriores «tener que», para subrayar la idea de ve-
rosimilitud de los acontecimientos de nuestra vida diaria.
Respecto al cúmulo de referencias Entre paréntesis, como
una novela, también se compone de extensos actos de fe, afo-
rismos, anécdotas, apropiaciones, gran belleza, confesiones,
crítica literaria, defenestraciones, discursos, dogma, explora-
ción, filosofía, historia, informes, poesía, pronunciamientos
y verdad, y como tal es un espejo en que sus lectores no se
han visto todavía con el detenimiento que merece la totali-
dad de esta similitud entre prosa no ficticia y ficción. Entre
paréntesis –traducido al francés en 2011 por Robert Amutio,
su traductor principal para esa lengua, y por Natasha Wi-
mmer al inglés– es una veta inagotable de sus lecturas, un
catálogo razonado de sus gustos y disgustos estéticos y per-
sonales, y como todo testimonio suyo, sin pinzas o guantes
de seda. «Z.P», reseñador de Between parentheses para un blog
cultural de The Economist dice: «Considerar estas piezas como
más autobiográficas que su ficción es subestimar lo personal
que era su ficción». No obstante, el auge, más que alguna
caída y curiosa vida eterna de grandes libros como éste es
un proyecto que surge de una idea intelectual a la que los
lectores prestan más atención que las editoriales y los críticos
especializados resignados a la asepsia, más que a ajustar su
precisión filológica o fijación ideológica.
Paralelamente, hay que decirlo desde el principio: largas
como las del chileno no quiere decir totales, porque en úl-
tima instancia tales novelas quieren construir una metáfora
para la totalidad de lo que se puede experimentar en una

28
existencia. Como asevera Blumenberg: «Sería un disparate
hacer una utopía de la metáfora de la legibilidad del mundo»
(2000: 14), y Garber ha examinado exhaustivamente el poder
y la vigencia de la metáfora, además de su uso para interpre-
tar la literatura (253-254 el passim). Sin embargo, es innegable
que el discurso metafórico de tales novelas interpreta la vida
humana, la experiencia, la acción, la identidad y el yo como
narración, aunque no de la misma manera que Beecroft no
descubre la pólvora al postular que la literatura-mundo no
es la suma total de la producción literaria del mundo sino
un sistema-mundo dentro del cual la literatura es producida
y circula (88). Eso dicho, la mayoría de las reclamaciones o
axiomas que el resultado del sondeo de Nexos reveló como
arriesgados o por lo menos impugnables, ha sido repetido, o
mejor dicho calcado, por varios comentaristas que han escrito
en inglés sobre el autor, con poca sensatez, como veremos.
Tal vez tampoco deba extrañar que en otro rastreo in-
mediatamente anterior (de marzo de 2007, en la revista co-
lombiana Semana), ochenta y un expertos literarios latinoa-
mericanos y españoles (escritores, editores y críticos litera-
rios, entre otros) escogieron entre un centenar de novelas
latinoamericanas a Los detectives salvajes (tercer lugar), 2666
(cuarto lugar) y Estrella distante (décimo cuarto lugar) como
tres de las mejores quince publicadas en el último cuarto de
siglo. Bolaño recibió más votos que García Márquez y Var-
gas Llosa, aunque novelas de estos ocuparon el primer y se-
gundo lugar respectivamente. Finalmente, en su número 313
de diciembre de 2009, la revista española Quimera, que desde
sus varias reencarnaciones editoriales siempre ha apostado
por Bolaño, hizo una encuesta entre 25 lectores «profesio-
nales», pidiéndoles que escogieran de entre 100 las diez no-
velas más importantes (no mejores) de la primera década de
este siglo. 2666 quedó en primer lugar, seguida por Bartleby

29
& Compañía, y el resto. Dado ese continuo interés, no se le
puede entonces echar la culpa exclusivamente a la mercado-
tecnia estadounidense de querer un «recambio» cultural en
que destaca la mitificación de Bolaño, como arguye Horacio
Castellanos Moya en un artículo traducido inmediatamente
al inglés como «Bolaño, Inc.» para una revista digital.
Debido a que la manera en que se viene leyendo al au-
tor en su propio país (si se abogara por un esencialismo o
patriotismo «chileno», que Bolaño hubiera rechazado inme-
diatamente) conlleva varios problemas oportunos pero no
primordiales para lo que expongo a continuación, vale relatar
otro hecho reportado hace unos cinco años. En mayo de 2006
el periódico La tercera también les pidió a escritores y críticos
nacionales que seleccionaran el libro chileno más notable de
los últimos veinticinco años. No es para nada peregrino, so-
bre todo si se piensa en la producción narrativa nacional seria
después de José Donoso (acerca de la cual Bolaño tampoco
tuvo mucho positivo que decir), que Los detectives salvajes haya
obtenido muchísimos más votos para el primer lugar, con la
respetable metanovela El jardín de al lado de Donoso relegada
a un lejano segundo lugar. Conviene corroborar además que
son numerosos los estudios chilenos en torno a la narrativa
más reciente de ese país, e incluso antologías flamantes del
cuento, que no mencionan o incluyen a Bolaño, como si éste
hubiera sido el polémico maestro del bluff literario Juan Emar,
condenado al ostracismo. Bolaño nunca tuvo los fondos que
le permitieron a su compatriota distanciarse del mundillo
chileno (fortuna y tragedia de ambos) y trabajar cómoda-
mente de los años treinta en su obra maestra, Umbral. No sea
casual que la versión definitiva de esa novela total se publicó
en 1996, año en que según su editor Jorge Herralde, decidió
publicar un libro por año), ocasionando la recuperación y
legitimación de su autor. Es el mismo año en que Bolaño

30
sale al proscenio editorial con La literatura nazi en América y
Estrella distante. La moda académica ocasiona escoger un año
específico como primordial para la cultura, pero en el caso
de 1996 no hay nada académicamente gratuito y mucho per-
sonal para seleccionarlo como annus mirabili.
Bolaño tampoco mostró ni desdén ni atracción hacia las
teorías narrativas, a cuya atalaya han acudido varios de sus
acólitos en sus novelas y en sus vidas profesionales, no sólo
porque no tuvo la formación académica de algunos de ellos,
sino porque la práctica era lo que más le importaba. No es
tanto que siempre hubiera tenido que retomar ab ovo cual-
quier explicación teórica de su narrativa que se le propusiera,
sino que dentro de cierta mundialización interpretativa que
le rodeaba, intuyó la necesidad de pasar por alto las teoriza-
ciones polémicas del momento en que escribía. Más bien,
estaba comulgando con una noción similar a la de Blumen-
berg, mediante la cual todo lo que podemos saber de nuestras
vidas encuentra su mejor expresión en determinadas metá-
foras, en estirarlas y amplificarlas en función del lenguaje que
heredan. Para Blumenberg, la prueba de la omnipotencia de
libros absolutos similares a las novelas mayores de Bolaño
es la disolución del lector en ellos (2000: 314), y «la consu-
mación de la legibilidad se basa en tener en consideración a
los lectores, que son aquellos que la tendrían que poner en
práctica. A éstos hace ya mucho que el autor les ha vuelto
la espalda, exactamente igual que ha de apartarse, él mismo,
de su obra, para que ésta pueda ser todo un mundo» (2000:
327). Ese proceder, no compartido totalmente por el no-
velista chileno y la potencialización del lector por la crítica,
ocasiona interpretaciones ingenuas, como veremos en varias
de las reseñas y notas a las que me refiero más adelante. No
obstante, Bolaño traducido va contra la corriente histórica de la
crítica literaria latinoamericana de soslayar las reseñas como

31
escritura «menor» y ancilar, a pesar de que pueden proveer
perspectivas mediadoras de lectura que construyen matrices
de opinión, testimonios de lectura que influyen, y de ser una
práctica que se puede rastrear a Andrés Bello y sus colabo-
raciones en El repertorio americano, del Londres anterior a su
literatura mundial.
Los datos anteriores, más que una estimación estadísti-
camente comprobable, son una señal del ambiguo estado
actual del aprecio estético y respeto foráneo hacia un autor
famosamente irreverente con las tecnocracias literarias, que
miden todo menos el valor real y ético del artista y su obra.
En «Roberto Bolaño en tierra de nadie…» Ignacio Bajter nos
recuerda: «Para defender su ética, Bolaño dejó siempre de
lado la mezquina herencia de la cortesía. Con ese talante, iba
a desestabilizar la crítica literaria» (2008: 3), o como reitera
Galán, Bolaño tampoco «se anduvo con muchas diploma-
cias» (43). Reiterar que su temprana muerte y extensa obra
póstuma e inédita –obviamente poco analizada o conocida
todavía– impiden una valorización exhaustiva, objetiva, im-
parcial y con conocimiento de causa en otra lengua, cae por
su propio peso. Estos son cráteres que no se puede rellenar.
La gloria de la obra y la tragedia de la vida son relaciones,
no los amigos, informantes, ni los íntimos. Bolaño debe su
fundamental poder de atracción al gusto con que se sigue
contando historias sobre sí mismo, cubriendo lo carnal con
el cuento de hadas. Así se piensa y se escribe cuando nuestra
fantasía se inflama, pero los hechos son débiles, todo escritor
mundial de prestigio nunca ha dejado que los hechos interfie-
ran con una buena historia y, en el caso de Bolaño, casi nadie
es inmune.
Sin mucha dificultad se puede decir que toda literatura
mundial puede encontrar su «Rimbaud» si busca con ahínco.
Por eso, llevar a cabo una estimación de este tipo de autor

32
«maldito», que tiene muchísimos otros méritos innegables,
como veremos en las partes/capítulos que siguen, es más
una violenta realidad crítica que un esfuerzo interpretativo
productivo. Así, el documental Roberto Bolaño: el último maldito
que mencioné anteriormente es solamente bueno respecto a
la vida temprana del autor, pero el resto examina el mito, y
es significativo que no participen en él Enrique Vila-Matas o
Echevarría, y que Herralde no contribuya con más que repe-
tir lo conocido por él. Por eso hay que tener en cuenta que
tan pronto un reseñador (aparentemente, un «reseñista» sólo
describe, mientras que el reseñador supuestamente deviene
del «crítico») menciona un autor, un género, o identifica una
influencia de su propia cultura se ha echado a perder algo
esencial sobre el autor extranjero, especialmente el tradu-
cido, y el trabajo de otros reseñadores entonces modifica lo
que un crítico particular cree decir con seguridad.
Por otro lado, me parece que cuando se termina de leer
uno recurre a las reseñas para enterarse de lo que se le ha
pasado, interpretado mal, o con lo que no está de acuerdo y
lo afín. Por supuesto, en este momento del arte, es superfluo
perderse en discusiones acerca de qué es una buena reseña, o
qué se espera del género, o qué cantidad de historia, biogra-
fía, comentario social e incluso sesgo personal debe contener.
Eso dicho, sin duda se percibe una diferencia entre las rese-
ñas latinoamericanas y las anglosajonas, sobre todo respecto
a la extensión y profundidad de las últimas, a no ser que las
escriba Vargas Llosa. Sin embargo, es revelador que el pe-
ruano considere paradigmas a Sainte-Beuve, Edmund Wilson
y Dámaso Alonso, y que sospeche que el crítico es un «artista
frustrado», o que algunos sean «narcisos engreídos» dedica-
dos a jergas esotéricas, como afirmó en «Patria portátil» (El
País, 23 de julio de 2002, 7). Estas confluencias, y el examen
de las constantes reconfiguraciones de la obra de Bolaño, se

33
complican más cuando la narrativa de este narrador ya mítico
y entronizado entre los grandes, y a pesar de ellos, se «tra-
duce» a una cultura literaria como la anglosajona.
Vale señalar que las culturas occidentales se parecen al co-
mercializar a sus narradores, pero no son exactas respecto
a la esfera del saber del cual surgen autores como Bolaño.
Recuérdese que su obra se sigue publicando principalmente
en España, en ediciones que llegan a las Américas con ese
filtro, acogida, y costo, sin que se disponga de ediciones la-
tinoamericanas accesibles a un público mayor, exceptuando
la de Los detectives salvajes por Monte Ávila en 1999, cuya pu-
blicación fue parte del Premio Rómulo Gallegos, la última
jornada del premio que no se ha cuestionado. Tampoco se
conseguía con facilidad en Estados Unidos la edición espa-
ñola de Los detectives salvajes, por lo menos hasta la primavera
de 2010, cuando Vintage/Random House al fin sacó una
edición de bolsillo, junto a ediciones de Nocturno de Chile y
Estrella distante. En «La sinfonía gringa de Bolaño (prohibido
tocarla en prisión)», la novelista mexicana Carmen Boullosa,
que coincidió con Bolaño en su país y entre otros testimo-
nios lo entrevistó sobre ese periplo –interpelación que fue
una de las primeras publicadas en inglés en una revista neo-
yorquina [Bomb 78 (Winter 2001/2002), y luego recogida en
la compilación de Manzoni]– propone muy bien que «en-
tró a Nueva York con el aura de ya pertenecer al Parnaso»
(2008: 104), y elogia al traductor Chris Andrews como factor
importante para la fama con que debutó Bolaño. Como ase-
vera Boullosa, «hasta donde vamos, la crítica gringa quiere a
Bolaño sin reservas» (2008: 105), y vale preguntarse, salveda-
des generacionales y su peculiar obsesión de reconocimiento
aparte, por qué no ocurrió lo mismo con José Donoso, a
quien tampoco se tradujo por coacción o por obligación.
Por razones afines, hoy por hoy cuesta creer en la subes-

34
timación de ese público estadounidense manifestada en un
número de ADNCultura (19 de septiembre de 2009), dedi-
cado en gran parte a Bolaño y su mitificación en ese país, y
habría que preguntarles a sus verdaderos amigos cómo él
habría querido ser percibido, entendido y mitificado. Hillel
Italie provee un contexto mayor y necesario: cuando 2666
gana el National Book Critics Circle Award de 2009:
Los premios son muy prestigiosos pero no otorgan di-
nero, apropiado para un momento en que los reseñado-
res han luchado para mantener sus puestos y muchos
miembros del consejo del círculo de críticos trabajan
independientemente. Los reseñadores son en gran parte res-
ponsables de la acogida póstuma de Bolaño en los Estados Uni-
dos, donde 2666–una muy larga y compleja novela tra-
ducida– ha hallado un éxito sorprendente y bienvenido
(E9, énfasis mío).

Es difícil creer que durante una crisis económica el público


estadounidense general corra a comprar libros que reempla-
zan a Vargas Llosa y García Márquez, o que ese público sigue
fascinado con el «realismo mágico», como arguye ADNCul-
tura, que con su atención a esa mercadotecnia contribuye a
enaltecerla, no a revelarla, y a apoyar opiniones como las de
Tim Parks, que cree que nuestros escritores tienden al rea-
lismo mágico que expresa y celebra el «genio» de ese pueblo
(2011: 14). Otra realidad es que en la crisis actual la industria
del libro vuelve a éxitos de venta como Dan Brown, en inglés
y español, con el mismo paquete de antes: autores que tienen
la costumbre de inventar cuando no se requiere invención.
Hay algo en ese paquete de tramas «ingenuas», porque no se
lee millones de libros de Brown o Paulo Coelho sin alguna
razón. Para que una novela sea absorbente tiene que tener una
trama de incidentes dramáticos y cobrar velocidad narrativa,
elementos que por lo general faltan en la vida cotidiana. Otra
35
gran diferencia es que en el ámbito anglosajón los reseñadores
serios no se dedican a libros como los de Brown y compañía,
y aquellos comentaristas siguen teniendo influencia en los lec-
tores, lo cual no ocurre generalmente en el ámbito hispánico.
No siempre se puede suponer que la prensa reporta todo
en base a los hechos, o que considera las jerarquías nebulosas
y frecuentemente contradictorias de la fama, la credibilidad,
la importancia histórica imaginada, la inteligencia percibida
del autor, educación, alguna afiliación institucional, su tras-
fondo social y otros atributos que le tenían sin cuidado a
Bolaño. Así, El País frecuentemente autoriza a latinoameri-
canos o latinoamericanistas de ocasión para comentar sobre
la narrativa del continente. El mismo día que sale la nota de
Italie, en otra sección de The New York Times Motoso Rich
anuncia el otorgamiento del premio, diciendo que la acción
de la novela tiene lugar en «Santa Teresa, México», como si
existiera fuera de la ficción. Más allá de estos hechos, que
parecen repetirse ya por su contingencia o por el determi-
nismo del periodista que pretende ser científico social, si los
reseñadores anglosajones tienen razón, Bolaño ha captado
varias ansiedades internacionales sobre la cultura literaria
contemporánea mundial, y esos son los pasos perdidos que
voy a describir a continuación.
Después de todo, si se piensa en que «apóstata» inicial-
mente fue un término castrense que significaba pasarse al
enemigo, para la época en que le tocó vivir a Bolaño los ene-
migos estaban más en campos estéticos que políticos; es más,
no era un buen político cultural, y sin dones para manejar su
«marca» en una época en que, para bien o para mal, esa capa-
cidad era parte del trabajo del escritor. En Enemies of promise
(1938) Cyril Connolly considera que la bebida, conversación,
domesticidad, periodismo, política y publicidad son los ene-
migos del escritor talentoso. Si esas esferas siguen afectando

36
de varias maneras poco inglesas a los autores mundiales que
son más que una promesa, la recepción de Bolaño prueba lo
contrario. Esta realidad significa sin embargo que la acepta-
ción cabal de su obra no siempre va a ser fácil de cotejar o
resumir con algunos de los elogios artísticos que examino.
Las otras partes/capítulos de este libro comprueban que si-
guió siendo así hasta 2011, y por lo visto parece que no se va
a atenuar, afirmando también que la obra de otro latinoame-
ricano va a satisfacer a más de un público en una república
mundial de las letras que ya no es bananera ni cosmopolita.
Al reseñar en su vademécum latinoamericanista Desvíos: un
recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana (2007) dos
de las colecciones que han definido a las «generaciones» aso-
ciadas imperfectamente con Bolaño, Echevarría se refiere a
un «estilo internacional». Pero no se refiere al estilo arquitec-
tónico de los años veinte y treinta que sirvió de plantilla al
modernismo occidental del siglo veinte, porque asevera:
Resulta ciertamente insólito que un área idiomática que
abarca dos continentes, decenas de países y cuatrocien-
tos millones de hablantes produzca una lengua literaria
tan escasamente colorida, tan poco dialectal, tan unitaria
léxica y sintácticamente. Ninguno de los narradores aquí
reunidos parece trabajar problemáticamente el idioma.
Seguramente, en ello tiene algo que ver el vínculo que
tantos mantienen con los ámbitos del cine o de la televi-
sión, con la escritura de guiones (180).

Echeverría continuó su argumento en un debate organizado


por la revista Guaraguao, precisando que «internacional» su-
planta mucho mejor a «cosmopolita», porque el primero su-
giere un movimiento contrario, el de un sujeto que no inte-
gra armoniosamente en su propia cultura la huella de otras a
las que se asoma, que visita o recorre («Réplica…, 48).
En ese contexto Bolaño sería internacional, no el cosmo-
37
polita supremo a quien se le sale el esencialista nacionalista.
Vale puntualizar que ante unas erróneas exigencias semánti-
cas de otro participante, complicadas por ideas totalmente
equivocadas sobre extranjeros [sic] como los afroamerica-
nos, chicanos y puertorriqueños que escriben en inglés sin
poder expresar «su sentir, sus preocupaciones políticas y so-
ciales» (41-42), Echevarría correctamente replica que aquella
intervención es una muestra ilustrativa de las razones por las
cuales la docta universidad «se revela incapaz de suscitar un
solo debate de cierto calado» («Réplica…», 47). Como ex-
plica en el texto que dio origen al debate sobre las literaturas
«pequeñas», la invasión «boomista» de España ahora está en
otra etapa, y «tal vez ahora estemos asistiendo a un momento
inverso, en el que el prestigio económico de España (…)
repercute en el prestigio, al mismo tiempo, de sus editoriales
y de sus creadores en sistemas más ‘débiles’ o periféricos, y
supone la exportación de modelos de escritura y de escritor»
(«Por una literatura…» 23-24). Obviamente, las condiciones
señaladas por Echevarría atañen a la del primer Bolaño y
el actual, y porque deben ser consideradas para su acogida,
volveré a esos debates.

38
II.
La acogida del apóstata

Para estas alturas sabemos muy bien que a Bolaño le encan-


taba escandalizar, «joder la paciencia» como dice en varias
entrevistas, y añadir a la visión romántica del buscapleitos
sin miedo de escenario que le han construido otros, aunque
siempre se portaba educadamente. A la vez, no se preocu-
paba para nada por las reacciones de varios oficialismos a
su sarcasmo, franqueza e hipérbole, siempre emitidos con
una voz suave aunque escritos con pasión. Ahora, ¿qué creía
de la recepción de sus libros? Vale notar que para él –si las
entrevistas seleccionadas por Braithwaite en realidad refle-
jan la trayectoria de un autor preocupado por el «ahora o
nunca»– la distinción entre «reseña» y «crítica» no pasa por
la academia, y tienden a ser lo mismo. Ante la pregunta de si
pide que mejore la crítica en vez de que se la desprecie, con-
testa: «Sobre todo en nuestros países, es muy necesario que
haya una crítica literaria no accidental, no la de diez líneas
sobre un autor al que probablemente el crítico no va a leer
nunca más; es decir, se necesita una crítica que vaya recom-
poniendo el paisaje literario»1 (43).
1
Queda irresoluta la cuestión de si debe haber una «crítica mundial»
que responda a la nueva literatura mundial (Casanova considera que su
propio estudio es un inicio). En su examen de las condiciones necesarias
para que se dé ese tipo de crítica Xavier Garnier postula que la pregunta
esencial no es de dónde vienen esas obras sino a dónde van (101). Agra-
dezco a Jorge Ruffinelli e Ignacio Echevarría su entusiasmo por este
libro, y a mi esposa Adrienne, Daphne Patai y Daniel Ortiz su apoyo
incondicional. Abrevio la documentación convencionalmente, y toda tra-
ducción posterior es mía excepto donde indique lo contrario.

39
En verdad sólo esporádicamente emitió, y más en su fic-
ción, un juicio abundante acerca de los críticos, y parece haber
sido de una opinión de Mark Twain sobre ellos: son eunucos
en un harén. Bolaño compartía con la mayoría de su genera-
ción la percepción de que los libros producidos por profeso-
res, tal vez como América Latina en la «literatura mundial» y Bo-
laño salvaje, a los que me referiré más adelante, tienden a mos-
trar mucho esfuerzo y a veces conocimiento, pero con pocas
excepciones habitualmente ignoran las implicaciones de sus
argumentos, despreocupados de la posibilidad que sus pers-
pectivas, si no reduccionistas, den qué pensar. Paralelamente,
y como veremos, Bolaño casi nunca quiso presentarse como
mediador cultural de su época, o redentor de la interpreta-
ción, especialmente con los enredados reclamos que salían y
siguen saliendo de algunos de sus contemporáneos respecto a
la crítica o teoría literaria. Esa actitud ante la fama temprana,
y la rebeldía compartida (de contextos y momentos culturales
diferentes) tal vez sea lo único que lo asemeja a la primera
Sontag de finales de los sesenta, cuando ella mantenía que la
interpretación era la enemiga del arte.
Lo que tampoco se discute completamente en el ámbito
intelectual latinoamericano, por presuntos intereses creados,
es cómo ha cambiado la crítica literaria periodística de los paí-
ses hispanohablantes con las estrategias mercadotécnicas de
las editoriales, mientras la crítica académica sigue empotrada
en tareas descriptivas y metateóricas, por no «subyugarse»
al discurso directo y libre, o por no poder efectuarlo. El pre-
gón mercadero. Relaciones entre crítica literaria y mercado editorial
en América Latina (Caracas: Monte Ávila, 1995) de Milagros
Mata Gil se publica alrededor de la época en que comienzan
a darse a conocer Bolaño y los nuevos narradores, así que no
pudo tratarles. No obstante, el de Mata Gil es un bien inten-
cionado paso adelante respecto a su tema, aunque limitado a

40
los antecesores del chileno y sus contemporáneos. Por otro
lado, Mata Gil funciona sin cifras o hechos específicos, más
con generalidades reconocidas ahora por varios expertos, y
sin conocimiento a fondo de la crítica latinoamericana (en
particular, 92-97) o los testimonios de editores españoles,
primordiales para entender el contexto mayor. Por ende, no
hay conclusiones que proyecten hacia una situación recono-
cible o que tengan vigencia y pertenencia en esta segunda
década del siglo, a no ser que se incluya la proliferación de
carreras de Másters culturales anglosajones (y españoles) que
forjan profesionales de la edición para gestionar la creación,
como si los escritores hubieran confundido la vocación.
Bolaño exige entonces una crítica que no sea de los pa-
ratextos, de solapa o contraportada, y ante la pregunta de si
ha vertido alguna lágrima por las numerosas críticas que ha
recibido por parte de sus «enemigos» asevera:
Muchísimas. Cada vez que leo que alguien habla mal de
mí me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño,
dejo de escribir por tiempo indefinido, el apetito baja,
fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del
mar […] y les pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados
se comieron a los peces que se comieron a Ulises, ¿por
qué yo, que ningún mal les he hecho? (65).

Como se ha aprendido, siempre hay que tomar con un grano


de sal sus aserciones, porque más allá de tener en cuenta la
selectividad de las entrevistas (Braithwaite opta por las más
recientes, y colige fragmentos temáticamente), y la infaltable
ironía del chileno, en otras entrevistas se contradice al relatar
su comportamiento. Por ejemplo, dice: «Los críticos siempre
han sido muy generosos con mis novelas y cuentos…» (Brai-
thwaite, 117), habla bien de Aira en «El increíble César Aira»
(Entre paréntesis, 136-137), y también dice en el mismo libro
que «en su deriva neovanguardista y rousseliana (y absoluta-
41
mente acrítica) la mayor parte de las veces sólo es aburrida»
(30). Recuérdese además que sólo ficcional y absurdamente
el narrador de Los detectives salvajes se bate con «Iñaki Eche-
varne» (Echevarría ficcionalizado, para varios comentaristas,
y como él mismo reconoce), por una reseña que su mejor
crítico le había hecho. Tan importante como estos datos, en
la cita ya se nota que su visión del «mal» no necesariamente
implica el maltrato de un ser humano, sino una negación del
respeto y simpatía hacia otros. Para él, tanto el bien como el
mal no eran asuntos estéticos, ni tampoco podían ser fuentes
de literatura panfletaria.
Análogamente, para entender el tejido mayor de aquellas
actitudes cuando Bolaño sale al proscenio, hay que recordar
que la recepción más amplia de su obra comenzó inmedia-
tamente en Latinoamérica (Corral: 2005), cuando recibe el
Premio Rómulo Gallegos, una especie de mal benévolo que
explica posteriormente en su prosa no ficticia. En Canon city
(Huixquilucán, México: Afínita Editorial, 2010), estudio en
que Josu Landa desmonta el canon desdeñoso ante textos
iberoamericanos propuesto por Harold Bloom, Bolaño y el
Archimboldi de 2666 le sirven para problematizar la cons-
trucción de un paradigma. Landa se refiere a Bolaño y sus
seguidores al manifestar:
Al margen de las incertidumbres y las ambivalencias del
perseverante fan de Archimboldi –el clandestino escri-
tor de culto–, al margen de que su fervor incondicional
flaquea precisamente por la reiterada frustración en que
resultan todos los intentos por dar con él, conocerlo,
conversar con él sobre sus libros, su vida y su idea de la
literatura, lo que destaca en la narración transplantada
a estas páginas es la profunda incorporación del autor-
personaje convertido en figura legendaria en la vida y el
ser mismo de su seguidor y estudioso (160).

42
En otro estudio sobre el tema Felipe A. Ríos Baeza rastrea
varias influencias (Dick, Sade), dedicándose también a cole-
gir las conexiones con géneros «despreciados», para concluir
que «la incorporación de géneros que habían sido empujados
por el canon literario hacia la periferia hacen su aparición en
la literatura de Bolaño no sólo como recursos estilísticos o
temáticos, sino como una manera de violentar los márgenes
del espacio literario» (137). Según él las circunstancias canó-
nicas «quedarán relegadas y la literatura de Bolaño se con-
figurará según las gratuitas, prescindibles y atrabiliarias cir-
cunstancias de los márgenes» (138), conclusión que se puede
traducir como «su literatura armará otro paradigma».
Así como las reseñas anglosajonas desconocen este tras-
fondo, la crítica española todavía no explicita la influencia
del chileno en ese país donde se sigue publicando la totalidad
de su obra, aunque como dice el autor en una entrevista, a
cada una de las cuales respondió sin circunloquios, si hubiera
publicado Los detectives salvajes en Chile, no se lo habrían per-
donado. Si aquel inicio no mundial por lo general no se ha
tomado en cuenta, una razón es la dificultad de tener acceso
a libros hispanoamericanos en el resto del mundo, porque es
sólo después de su fallecimiento que Bolaño es «recuperado»
plenamente en las Américas y en el Viejo Mundo. Precisa-
mente a cinco años de la muerte de él, en conversaciones
con algunos escritores, hispanistas, críticos literarios y He-
rralde, Alicia González rastrea la inmediatez del impacto de
Bolaño, concentrándose en los aspectos innovadores de su
obra, en él como autor transterrado, y por supuesto en las
«estrategias de mercado» (67-68) que evitan que se olvide al
autor y sus escritos. Los homenajes y reconocimientos pós-
tumos no parecen acabar, al igual que la sensación de una
España deslumbrada por las reacciones estadounidenses, a

43
juzgar por el número dedicado a «Enigma y tragedia de Ro-
berto Bolaño» por Leer en marzo de 2010.
Así que en este momento, como también ocurrirá con
cualquier biografía sobre él que amenace con hacerle som-
bra al escritor con la fama o imagen de su persona (lo que
los franceses llaman hoy alterfiction), los intérpretes no pue-
den más que decir algo así como «la literatura sobre Bolaño
comienza a ser vasta, pero no satisface», porque no todo está
dicho o hecho respecto a él y su obra. Que la consagración
sea súbita no quiere decir que no sea merecida o que haya
tenido un guión que haga que dure más de quince minutos,
y piénsese en cómo habría sido la de Vargas Llosa si cuando
publicó su primera ficción hubiera habido computadoras, la
red mundial, o lectores formateados para ellas. No obstante,
y es lo que pretendo, vale marcar las coordenadas actuales de
las transferencias interpretativas (no siempre bien llamadas
transatlánticas) al leer su obra. En Las tres fechas César Aira,
probablemente el único antecesor, coetáneo y parangón la-
tinoamericano real de Bolaño, arguye que la narrativa de au-
tores «raros» (el adjetivo no es de él) como los que discute
en su ensayo permite pensar en tres fechas: «la de escritura,
la de publicación, y la de los sucesos que cuenta» (13). Debe
entenderse que para Aira los elementos formales de la no-
vela indican su estado de acontecimiento o suceso en vez de
la «representación» o «imaginación» de un suceso.
Compárese esa percepción con una muy conocida de un
teórico de la recepción y la lectura como Hans Robert Jauss,
quien argumenta que hay tres horizontes en el acto de com-
prensión de una obra literaria. Respectivamente, el de la pri-
mera lectura contiene la percepción estética, el de la segunda,
retrospectivo-exegético, responde a las preguntas que habían
quedado planteadas. El tercer horizonte, de aplicación, se
concentra en la recepción histórica y hace patente la alteridad

44
del texto y lo diferencia de nuestro horizonte presente. En
este momento del desarrollo de la teoría de la recepción, y al
haber manejado sus detalles para analizar la obra de Augusto
Monterroso («Pancracio Montesol» en Los detectives salvajes)
y posteriormente la de otros autores, considero cautelosa-
mente y pongo al día compilaciones en español como la de
Rall, a la vez que remito a revisiones actualizadas como la de
Littau (hay edición en español de 2008). Aira, aparentemente
sin «instrucción teórica» como la anterior, asevera:
Cuando persisten los puntos ciegos de la percepción,
una novela vieja puede parecer actual, una ‘antigüedad
hecha a la vista del público’. Por ejemplo si no hubiera
habido cambios en la condición social de las mujeres,
hoy no notaríamos el error de Wells de no hacer salir a
la calle a una muchacha, en el siglo xxiii, sin la compañía
de un chaperón. (78).

Es productivo postular que muy bien nos podríamos quedar


con la brillante explicación práctica de Aira como creador,
más que con la de alguna crítica obtusa que entierra a la obra
en un vendaval de palabras especializadas. Esa percepción
del argentino es un obvio y típico chispazo interpretativo de
un artista, más que una teoría desarrollada. Por las posibili-
dades de tales perspicacias los libros de un autor «raro» como
Bolaño nos instruyen a nunca implementar distinciones sim-
plistas sino a armar varios gráficos mentales respecto a cómo
la imaginación juega con nuestras vidas. Es más, el drama
fundamental de su narrativa tiene lugar en nuestras mentes,
mientras chocamos o reñimos con el enigma de leerla, tra-
tando de entender lo que es efímero y lo que perdura.
Esa narrativa, especialmente La literatura nazi en América
(publicada en inglés en marzo de 2008) y la prosa no ficticia
de Entre paréntesis, que en un momento sugirió llamar «Así ha-
bló Bolaño», permiten encontrar un equilibrio entre la fuerza
45
de hechos inevitables y fantasías irresistibles. Ya que tanto El
gaucho insufrible como la póstuma El secreto del mal contienen
textos ficticios y no ficticios, la polémica sobre la presunta
adicción de Bolaño a la heroína también se invalida, porque
como se verá, un fundamento para esa suposición ha sido el
texto ficticio «Playa», incluido en Entre paréntesis. Como de-
mostraron con creces numerosos allegados a Bolaño durante
la Semana de Autor de 2010, hay un convincente consenso
testimonial de que Bolaño no bebía ni tomaba drogas. En esa
Semana de Autor, Rubén Medina, amigo infrarrealista, contó
de un viaje a la playa con Bolaño y otro compañero, durante
el cual el chileno se pasó tres días sin salir de su cuarto, le-
yendo y sin ir a la playa, para luego salir y hablar de sus lec-
turas. Carolina López confirma que «leía mucho. Era un gran
lector, clásicos, poesía, ciencia ficción, de todo» (Massot, «La
viuda del escritor…»).
Otra vez, Bolaño se reiría de la torpeza de las indagaciones
negativas: en «Derivas de la pesada» asevera «Hoy está tan
de moda hablar de los nihilistas, aunque cuando se habla de
éstos la gente se refiere a los terroristas musulmanes, que
precisamente de nihilistas no tienen nada de nada» (Entre
paréntesis, 29). Por eso vale a la vez cotejar la visión que tiene
el autor de algunas de sus novelas, accesible en la compila-
ción de Braithwaite (111-117), pero teniendo en cuenta que
no se ha recogido todo lo dicho por él en reportajes, o todas
sus entrevistas, algunas de las cuales se publicaron en inglés
en noviembre de 2009 con el título Roberto Bolaño: The Last
Interview & Other Conversations (véase Obras Citadas). Esta co-
mercialización, que incluye algunas notas explicativas equi-
vocadas, es insólita, considerando que aparte de varias con
Borges, y una breve con Vargas Llosa traducida al francés no
existe una colección de entrevistas traducidas con un escri-
tor del boom, o después. Paralelamente, un texto importante

46
como «Un viaje en la literatura», de 1994 y recogido en los
«poemas» de Tres (2000), no se incluye en Entre paréntesis.
Pero tampoco habrá consenso inmediato sobre éstos o las
entrevistas, y vale notar que para algunos reseñadores éstas
han llegado a ser más «divertidas» que las novelas.
En casi toda la narrativa de Bolaño «el viaje» al que tanto
se refiere en entrevistas es mucho más que una muestra de
las raíces nómadas del ser humano, del fin de la inocencia y
nuestros sueños (nuestra propiedad intelectual más íntima),
o de un tema sempiterno de la narrativa mundial. En su
prosa no ficticia, como asevera «Z.P» al reseñar la traducción
de Entre paréntesis, Bolaño «era un nómada del planeta y de la
mente». Así se mueve calmadamente, como un marinero de
Melville que ha presenciado grandes acontecimientos y está
intrigado por la necesidad de hablar de ellos. También quiere
leer esos mundos, porque si el suyo hubiera sido el mejor
de los mundos posibles él y sus lectores pasaríamos menos
tiempo tratando de encontrar el significado de vivir en ellos.
Sus viajes y desplazamientos, reales o metafóricos, demues-
tran que su narrativa rara vez está guiada por conflictos ex-
ternos, y que sus personajes y figuras reales (los que parecen
secundarios son igualmente importantes para su mundo) no
son consumidos totalmente por aquellos problemas.
Sus periplos cuestionan la idea de viajar, la del progreso, y
la de obtener lo deseado. O sea, son jornadas sin llegada, al
azar, deliberadamente inexpresivas, con saltos de lo metódico
a lo metafísico. Su narrativa pregunta cómo se cuenta la his-
toria de los desmoronamientos humanos en una historia que
no se desmorona ella misma. Por ende, sus personajes no se
autoanalizan o acuden a terapias de autoayuda; su psicología
ya es evidente en su comportamiento, y los lectores conectan
los lazos. Como en Kerouac, el tema del viaje es necesario
para rastrear las transformaciones internas de los personajes

47
y desafiar la cultura de la conformidad mediante recursos
frecuentemente picarescos. Un resultado de este proceder
es que no son narraciones acerca de lo que se puede ver-
balizar sino sobre lo que se puede sentir, como explica Ba-
jter en «Roberto Bolaño en tierra de nadie…» al rastrear los
viajes reales de Bolaño. Paralelamente, se desprende de esa
perspectiva narrativa que no hay una verdad objetiva, sólo la
verdad de la observación. Ya no hay un afuera (el mundo) y
un adentro (la representación imaginaria), sólo la síntesis de
ellos que nos ha dejado el novelista y poeta.
Éstas son las coordenadas del primer libro individual so-
bre él, basado en una tesis doctoral de 2007, Pistas de un nau-
fragio: cartografía de Roberto Bolaño y sus 814 notas al pie (asunto
de formato), de Bolognese, quien divide su interpretación
en itinerarios, territorios, ciudades, derrotas y de los viajes
que nunca acaban en la obra del autor. Su análisis no llega
a consolidar esos ejes, y otro problema yace en tratar de ar-
mar una biografía fragmentaria del autor en base a débiles
«demonios» (300) como el golpe de estado de 1973 en Chile
y la masacre de Tlatelolco en México, espacios imprecisos
también señalados por otra crítica académica que tampoco
esclarece qué significarían obras como 2666 para su biogra-
fía (Donoso Macaya 127-128). En el mencionado dossier del
Journal of Latin American Cultural Studies se prorrumpe lo si-
guiente, en principio sobre La literatura nazi en América y Es-
trella distante: «En lo que sigue, sugiero que la obra de Roberto
Bolaño entra en el concepto de lo político –en particular en
el campo soberano [sic] del ‘reconocimiento del enemigo’
[sic]– precisamente a través del reduccionismo interno del
axioma schmittiano [sic] que ha sido pasado por alto por
Zizek» [sic] (129). Todo eso sin una referencia a la crítica
existente sobre el chileno, y tal vez se entienda esa propuesta
de «parálisis melancólica» para el 2666. Si va a haber una

48
biografía (existe el rumor de que sus representantes están
buscando quién la escriba), tendrá que recordar que el mejor
biógrafo de Bolaño es Bolaño, y que su responsabilidad es
buscar el secreto de la fascinación con el autor y lo que no
se ha dicho sobre él. Y si va a haber una crítica significativa,
tendría que tener las cualidades de sus mejores novelas, ser
inexorablemente divertida, menos siniestra e indirecta, nada
parecida a un «análisis» como el que acabo de citar, que logra
su propio agotamiento pseudofilosófico.
Quiero también señalar, acudiendo a una latinoamerica-
nista canónica, cómo la monumentalidad del crítico puede
permitir la expresión de comentarios que dicen más sobre el
intérprete que el interpretado. En un artículo en inglés, que
traduzco como «Preguntas para Bolaño», la crítica angloame-
ricana Jean Franco privilegia su agenda política sin atender
a los valores del autor. Su meta real es mostrar la negativi-
dad de que «En el mundo pos-político [sic] de las novelas de
Bolaño, la política en sí está casi completamente ausente; en
cambio, cuando la gente habla es en su mayoría sobre otra
gente» [sic] (210), y que la ausencia de consideraciones del
papel del estado es «una consecuencia de políticas neolibera-
les [sic]» (214). Franco, crítica perspicaz, exhibe allí un tono
semi-sarcástico, y revela su frustración ante el éxito del autor
y que no se apegue a las convicciones ideológicas o estéticas
de ella. Es transparente su enojo de que Bolaño critique o
no comparta lo que ella todavía cree (cierto tipo de Historia,
211-212); y no le perdona que no se asocie a un tipo de rea-
lismo social renovado. Franco tampoco acepta las coordena-
das de los nuevos narradores, y por ende no las entiende; y
recurre a los clichés de otros reseñadores, como compararlo
a García Márquez, para menospreciar al chileno (207). Le in-
teresa particularmente la problemática de género sexual, de-
finida desde el mundo anglosajón, y es claro que Bolaño le es

49
imperfecto al respecto (214-216). Es igualmente grave que su
artículo no haya sido editado o redactado profesionalmente
(faltan notas, o están mal colocadas, hay errores tipográficos
en español, referencias inexactas, o gratuitas, como recordar
que «The figure in the carpet» es un cuento de Henry James).
Es transparente que Franco no es una crítica necesaria para
entender a Bolaño (con una excepción que discuto, lo mismo
se puede decir de los «nuevos» críticos de ese dossier), y tex-
tos como «Questions for Bolaño» revelan la incapacidad de
una crítica latinoamericanista muy reputada en el mundo an-
glosajón para poner en circulación obras latinoamericanistas
ausentes de cánones conocidos o aceptados por ella.
Antes de continuar, aclaro además otras premisas y su-
puestos que manejo, porque gran parte de lo que afirmo se
basa en comentarios críticos de varia extensión en publica-
ciones escogidas, y en pocos casos en la crítica secundaria o
hiperespecializada. Primero, mi plantilla conceptual no cam-
biaría con examinar cada una de las reseñas publicadas en
inglés sobre el autor, y no sólo a causa de los aspectos deri-
vativos y reiterativos de ellas. Las páginas que siguen tienen
una relación obligada aunque no exclusiva con un ensayo
de Frank Kermode (véase Obras Citadas), cuyas opiniones
sobre la relación entre los tipos de lectores y reseñas tie-
nen una importancia seminal e históricamente reconocida.
Como postula el reconocidamente brillante crítico inglés, en
términos generales la élite todavía funciona bajo la influencia
de nociones de autonomía estética dieciochescas, y las masas
suponen que el realismo ingenuo es la meta de la escritura
(4). El «lector común» que escogía leer «literatura educada»
ya no existe. Es más, continúa, rara vez pensamos en la crí-
tica como «institución» o parte de los nexos sociales (6); y
que hoy se cierren varios suplementos literarios en el mundo
anglosajón es otra señal de que cierta crítica literaria sigue

50
perdiendo su perfil, por lo menos en los periódicos, como
ya lo prevenía el Doctor Johnson en el siglo dieciocho. La
situación descrita por Kermode es de hace unas tres décadas,
y no vislumbra la que describe Palatella, para quien las razo-
nes por las cuales se reseña menos libros hoy no son econó-
micas, sino debidas al espíritu anti-intelectual de la cultura
periodística (28).
No obstante, no todo reseñador se apega a viejos con-
vencionalismos de su oficio, y hoy por hoy Echevarría es un
ejemplo muy pertinente. Ya que estoy determinando el con-
texto anglosajón, el estadounidense Dale Peck sería su par,
y su compilación Hatchet jobs. Writings on contemporary fiction
(2004), se puede traducir formalmente como «crítica feroz»,
defensivamente como «calumnia» y tal vez exactamente como
«hachazos». Peck no tiene pelos en la lengua, y en ese libro re-
seña severamente obras de Foster Wallace, Philip Roth, Julian
Barnes y otros que hoy se presenta como pares de Bolaño.
En el último número de 2010 de The New York Times Book Re-
view, suplemento dominical de The New York Times y guardián
cultural anglosajón, Peck reseña dos traducciones de libros
de Thomas Bernhard. Extensa aunque no cáustica, su reseña
se asemeja en tono a los comentarios del chileno sobre sus
autores favoritos, y por supuesto se desvía, en el caso de Peck,
hacia lo que considera las dos tradiciones de la literatura de
Occidente. Según él, una es «canónica o pública, o, más ge-
nerosamente, democrática» (10). La otra, que comienza con
Cervantes, es anti heroica, llena de personajes incapaces de
resignarse al contrato social, y sus creadores «lejos de ver la
literatura como instrumento cultural o salvación individual,
escriben sólo para dar voz a un sentido de alienación del yo»
(10). Y concluye respecto a la última tradición: «De Hamsun
nos viene Kafka, de Kafka Beckett, de Beckett sacamos a
Bernhard; todavía no hay un sucesor digno de esa línea –Ro-

51
berto Bolaño tal vez, o acaso Dennis Cooper [novelista punk
nacido en 1953, autor de novelas entrelazadas], aunque Bo-
laño podría haber muerto demasiado pronto y Cooper vivido
demasiado para asegurarse un lugar» (11).
Por la posibilidad de que una reseña muy buena de un
reseñador no canónico establezca tales conexiones, no se
puede perder de vista la opinión de un texto canónico de
la literatura mundial respecto a la interpretación, An essay on
criticism (1711) de Alexander Pope. Ese «ensayo» es en ver-
dad un poema extenso, conversión que le habría encantado
a Bolaño, y en él Pope arguye que la crítica literaria mala es
un pecado mayor que la mala escritura, aunque hoy presen-
ciamos que por lo general la primera es mala a causa de la
segunda condición. Según Kermode, teorías especializadas
como la alemana de la recepción tuvieron muy poco que
decir sobre el lector como ser social que abre un libro y lo
lee (8). Para precisar más esa distinción se puede pensar en
las paralelas vetas anglosajonas y francesas de la teoría del
lector o de la lectura, más allá de lo que iluminen en torno a
los públicos actuales, porque no es mi intención establecer la
mundialización de la narrativa de Bolaño según teorías que
no logran salir de las camisas de fuerza universitarias. El he-
cho es que la lectura no termina con el lector, ni tampoco
con el editor, el escritor y la traducción. Hoy, un «hombre de
letras» puede ser un escritor de segunda categoría, un crítico,
alguien que apunta más allá del periodismo, sin pretender ser
un artista mayor. ¿Qué hace un reseñador de ese tipo con un
autor que, sin desatender lo culto, disecciona lo que Geor-
ges Perec llamaba lo «infraordinario», ese sector de nuestros
mundos que por ser tan familiar se nos ha convertido en casi
invisible? Por este hecho tengo en cuenta que la cultura de
las reseñas es por lo general una cultura de guarnición, que
tiende a identificarse como contraria a la cultura libresca es-

52
tablecida, lo cual es frecuentemente una premisa derrotista
ante cualquier lector.
Sabemos también que en los raros momentos en que Bo-
laño se aproxima al tipo de realismo que reconocería un lector
común, es del tipo que se ha llamado «sucio». Sin duda, es-
cribe en una época en que la apreciación estética se expande,
no necesariamente por consideraciones de función y utili-
dad, sino porque hay una mayor conciencia de que la estética
puede conducir a acciones, no sólo a una experiencia especial
basada en un arte convencional. Estas serían unas razones
iniciales para poner a Bolaño en un contexto mayor como el
de la nueva literatura mundial, aun discutiendo sólo parte de
su recepción en traducción, y es tenue argüir, como Grimm
(302-306), que la recepción internacional tiene «efectos que
no son primariamente literarios y encuentra así el interés de
otras sociedades» (302). En Latinoamérica tenemos coleccio-
nes de reseñas y noticias críticas hechas por autores canónicos
(las de Borges serían las más conocidas) y periodistas, pero sin
mucho riesgo se puede decir que no hay crítica o teoría sobre
ese quehacer. En una reciente revisión del método que pro-
mulgó, Iser señala que por una fundamental asimetría entre
texto y lectores no hay un código común entre transmisor y
receptor que guíe la manera en que se procesa un texto, y en
el mejor de los casos tal código se establecerá en la lectura
(64). Al estar así esa teoría Kermode, citando a Peter Uwe
Hohendahl acerca de la separación entre cultura de élite y de
masas, subraya que los supuestos de los reseñadores no co-
inciden con los de los lectores, y rara vez se reseña bestsellers,
excepto en periódicos de provincia (5). El mercado editorial
ha cambiado mucho, y cuando salieron las primeras ediciones
(de provincias) de los cuentos o novelas cortas de Bolaño, es
probable que hubiera alguna reseña positiva, y en esa época
no tan distante los editores no se preocupaban totalmente por

53
publicar esos «libros flotadores», o megasellers que los pueden
sacar de una crisis como la que comenzó a finales de 2008.
A pesar de su carácter global, es obvio que no podemos
pensar que las culturas de Occidente son parecidas, o que
las políticas culturales ocasionan cambios radicales, como
creía el crítico chileno Alejandro Losada. Por otro lado –y
lo comprueban tristemente los comentarios compilados por
Sánchez-Prado en su precursora América Latina en la «litera-
tura mundial», cuando se refieren a la literatura latinoameri-
cana y su relación con la mundial– todavía sufrimos de un
complejo de inferioridad, como si la literatura del continente
tuviera que probar algo hoy, o no existiera la producción de
la segunda mitad del siglo pasado con que se nutrió Bolaño.
No se crea, sin embargo, que hay un consenso latinoameri-
cano respecto a la necesidad de estar o entrar en la literatura
mundial2. El problema con libros como América Latina en
la «literatura mundial» y alguna posible relación suya con la
literatura de un autor-marca como Bolaño, es que postulan
las razones por las que se da un fenómeno, pero no ofrecen
hasta hoy una historia coherente sino un sustituto periodís-
tico, el panorama subjetivo. La culpa no es del compilador,
sino de los académicos que siguen saltando ante lo nuevo sin
examinarlo a fondo, reacción similar a la actitud de la crítica
especializada ante Bolaño, como ocurre con Crusat.
Por esa voluntad se nota la lucha de los colaboradores de la
colección de Sánchez-Prado con la jerigonza y el análisis, los
cuales son remplazados con meras observaciones, argumen-
tos débiles y dudosos, y renuencia para expresarse sin am-
2
Así Carlos Cortés, «El fin de la literatura universal y el hilo de Ariadna»,
Cuadernos Hispanoamericanos 637-638 (julio-agosto 2003), 175-180, buen
artículo que similar a los de Guerrero mencionados más adelante, con-
tiene un giro pesimista: «Si Occidente pasó de la alegoría a la novela po-
pular, la literatura moderna nació cuando dejó de ser una metáfora» (176).
Blumenberg, y los comentarios encontrados recogidos en Babelia 842 (12
de enero de 2008), 20-22, presentan lecturas de mayores matices.

54
bigüedad. Los colaboradores necesitan discutir abiertamente
los aspectos culturales que frustran su propia narración, pres-
tando atención a la complejidad y forma de esos aspectos
no latinoamericanos. No menos ocurre cuando Crusat, al
tratar de examinar los lazos entre Marcel Schwob y Bolaño,
depende demasiado en una crítica sobre Schwob (89, 93, 96-
97, 107-108, et passim), en vez de en una lectura directa de
los textos. Hay que recordar que Bolaño desdeñaba ese tipo
de academicismo, actitud tenida en mente al escribir Bolaño
traducido. Aunque no debe sorprender que las pautas de inter-
pretación no académica perduren, hasta este momento sólo
se ha registrado una docena de tesis académicas terminadas
(diez escritas en Estados Unidos por alumnos de licencia-
tura, maestría y doctorado) y otra docena en camino. Parale-
lamente, a finales de diciembre de 2009, la oficialista Modern
Language Association de Estados Unidos, auspició dos me-
sas dedicadas al chileno; una, traduzco, llamada «Orfandad,
ciudadanía global y nuevas cartografías literarias en las obras
de Roberto Bolaño». Se habló de «sujetos errantes» y de la
caída de «la ciudad letrada». Otra mesa se ocupó de «Varian-
tes del cosmopolitismo: Bolaño y otros», y sólo uno de los
tres ponentes habló de la obra en sí, específicamente «El ojo
Silva». Para la reunión anual de enero de 2011 de esa asocia-
ción «canónica» no había una sola mesa o ponencia dedicada
al chileno. Este tipo de recepción le da la razón al llamado del
autor en su última entrevista sobre «la necesidad de una, lla-
mémosla así, nueva crítica es algo que empieza a ser urgente
en toda Latinoamérica» (Entre paréntesis, 338-339), carestía
igualmente apremiante en el academicismo anglosajón.
Como si eso fuera poco, estudios «primermundistas» como
el de Beecroft manifiestan sin tapujos una predisposición res-
pecto a la literatura publicada en español, considerando que
el ejemplo más claro de una literatura global es la inglesa, por

55
su «bien desarrollada infraestructura teórica de estudios pos-
coloniales e instituciones como el Booker Prize»(99). Con-
sidérese también la convicción, de algunos latinoamericanos
o latinoamericanistas radicados en el mundo anglosajón, de
que el inglés es el idioma de la erudición hoy, o que es la
lengua franca de las ciencias humanísticas y sociales, para
así devolver a la literatura latinoamericana a su selva nada
semiótica. Esta renovada visión imperialista se sostiene con
comentarios anglosajones sobre cómo el inglés es la lengua
insurgente de la cultura internacional, la tecnología y el co-
mercio, y si es así hay que recordar que las lenguas imperialis-
tas frecuentemente han sido formadas y reformadas por los
pueblos a los que se las impone, y que el inglés no tiene una
institución que exija su sobrevivencia. Aquellas autosuges-
tiones desestiman que un mundo global mayor y multilingüe
también es nuestra realidad, y de ese hecho surge la necesidad
de escribir nuevas historias de la narrativa, especialmente de
las que ponen el mundo al revés.
Desde esas perspectivas, lenguas como el español «presen-
tan problemas» por no creérselas cosmopolitas, y siguiendo
una definición (95-96) de Beecroft: «El estatus del español o
del árabe en el mundo moderno es una muestra obvia; el pri-
mero es internacional pero por la mayor parte de circulación
geográficamente reducida, y sería mejor llamarla ‘regional’
que global» (100). Factores como ignorar la posibilidad de
considerar internacionales los premios literarios otorgados a
la literatura escrita en español, y el desconocimiento total del
contexto lingüístico que aquellos proveen para autores como
Bolaño, siguen afectando la recepción cabal de los autores
que no escriben en inglés. Según Casanova, los premios lite-
rarios (Bolognese registra los que recibió Bolaño, 57, n.115),
la forma menos literaria de la consagración literaria, repre-
sentan una confirmación que beneficia al público general,

56
pero sin embargo, mientras más internacional sea el premio,
lo más específico que es (206). Sin embargo, estos recono-
cimientos no consideran para nada el hecho de que con la
traducción se pierden varios «acentos», entre ellos el cruce de
las hablas española, mexicana y chilena (en cualquier orden)
que emplea un autor decididamente más cosmopolita que
sus contemporáneos. Es más, se valora los premios porque
otorgarlos es parte intrínseca de la poesía: el deseo de sobre-
salir ante otro poeta, traducido o no, produce poesía.
Por esas insuficiencias auto-ungidas, al evaluar reseñas
se debe tener en cuenta algunas prevenciones que adelantó
Borges en 1930: «La página que tiene vocación de inmorta-
lidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones
aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incompren-
siones, sin dejar el alma en la prueba» (204). A la vez, vale
notar que en una introducción a la nueva visión de la litera-
tura mundial, What is world literature de David Damrosch, hoy
por hoy uno de los mayores propagandistas y estudiosos del
concepto, Borges es el único narrador latinoamericano que
merece dos brevísimas menciones. Es más, en un volumen
de hace pocos años compilado por Damrosch sobre cómo
enseñar «literatura mundial» (Teaching World Literature), sólo
merecen una mera mención algunos «boomistas» (Fuentes,
Vargas Llosa, Carpentier). Y aunque también se menciona
de pasada a Lugones, Machado de Assis, Octavio Paz, Pi-
zarnik y Rodó, sólo Cortázar (2009: 88-89, 91, 94-95) y Gar-
cía Márquez (2009: 38, 48, 156-158, 194) merecen más de
una referencia. Por supuesto, el más nombrado o citado es
Borges, aunque menos que Cervantes. A estos les sigue Sor
Juana, pero si se considera que como la cantante Madonna,
Rigoberta Menchú vale una mención, el registro numérico
revela más sobre los intérpretes que sobre los autores. Tal
vez la mejor pregunta que se pueda hacer para conectar la

57
obra de él con la de autores canónicos mundiales es «Si no
hubieran existido Borges, Vargas Llosa o Bolaño ¿cuáles
serían las obras maestras de la literatura latinoamericana y
mundial hoy?». Su canonicidad ha sido tan súbita que dentro
de su todavía temprana recepción ya se habla de relecturas,
y una de las mejores y más polémicas de ellas es la de Rafael
Lemus, a la cual volveré.
Como acabamos de ver con la selección de Sánchez-Prado,
un defecto de Teaching World Literature no yace tanto en que
haya optado por no recurrir a ningún comparatista latino-
americano de renombre o nuevos (dos de los colaboradores
enseñan algo de la literatura del continente latinoamericano, en
inglés, y en verdad no se me ocurren comparatistas del con-
tinente, porque no existen), sino que a pesar de infrecuentes
reclamos por descolonizar o «corregir» la historia literaria en
un país en el cual el español ya no es una lengua menor, la li-
teratura latinoamericana se supedita a una geopolítica urgente
que parece atraer más a la corrección política anglosajona: la
de escritores anglo-asiáticos o anglo-africanos. Por otro lado,
las crisis mundiales en el Oriente Próximo han relegado el
interés de Occidente en la geopolítica latinoamericana a un
lugar secundario, y Bolaño por sí solo no va a cambiar esa
situación para el mundo literario. No sorprende entonces que
en el volumen compilado por Damrosch tengan papeles pre-
visibles, y secundarios, el Popol Vuh, Bartolomé de Las Casas,
Juan Ginés de Sepúlveda, y Roberto Fernández Retamar. En
ese registro, por supuesto, no aparece Bolaño, o autores de su
generación; Italo Calvino y Toni Morrison obtienen sólo un
punto, aunque la argentina Griselda Gambaro insólitamente
merece varias páginas (2009:129-132). Todos los ensayos son
pedagógicos, y algunos como «Finding the global in the local:
explorations in interdisciplinary team teaching» (2009: 258-
265) de Rhine y Gillespie, se basan en experiencias con pro-

58
fesores de secundaria. Las buenas intenciones se convierten
en una pontificación revanchista, que termina revelando una
imprecisión intelectual y moral.
Como con los colegas convocados por Sánchez-Prado, que
desconocen o ignoran las numerosas novelas no occidenta-
les que han promovido nociones burguesas de la identidad,
el problema con Teaching World Literature se expande desde el
hecho que los académicos enseñan su literatura mundial con
sus prejuicios ideológicos. Sin embargo, cómo estarán las co-
sas con esa nueva literatura que ahora las editoriales emplean
la autoridad de Bolaño para enaltecer a autores previamente
mundializados como Borges. Esto ocurre en una edición pu-
blicada en julio de 2009 de la traducción al inglés (1984) de Siete
noches, que incluye un Prefacio del chileno, armado casi al azar.
La misma editorial, New Directions, también emplea el pres-
tigio de su nuevo autor para apoyar a narradores nuevos (para
el público anglosajón) como Aira y el hondureño Castellanos
Moya. En diciembre de 2009, un reseñador de The Economist
emplea una frase del chileno para enaltecer el valor de Javier
Marías, y así por el estilo. Sin duda, Bolaño es el referente de
un nuevo mundo al revés producido por la nueva literatura
mundial, porque si ésta sigue considerando a Borges el precur-
sor de presuntos posmodernistas como Thomas Pynchon, Ju-
lian Barnes, Don DeLillo y otros, no se ha determinado a qué
tipo de narrativa mundial se adelanta Bolaño. Por otro lado, es
lógico preguntar que, si se hubiera publicado Los sinsabores del
verdadero policía en los ochenta, el público de las novelas poste-
riores (en 2011 «anteriores») las habría percibido como auto-
plagios o reiteraciones cansinas. El hecho es que después de
novelones como los de DeLillo, y sobre todo Foster Wallace,
la tendencia de los novelistas mundiales más jóvenes se basa
en una variedad de especializaciones, en lo estrafalario, en la
exploración de subculturas y comunidades étnicas, en la frag-

59
mentación e hibridez, en la miniatura, en los primeros planos y
en lo único. Pero estos giros podrían ser un síntoma de la falta
de fe en una narración puramente ficticia, un signo de agota-
miento, o, positivamente, una manera ingenioso de lidiar con
las influencias, actitudes que el chileno no compartía. Si Bo-
laño pertenece a una comunidad mundial es a la que forja sus
lazos subrepticiamente, transformando obras aparentemente
parecidas, pero no exactas, en una trama o lenguaje privado, o
en algo paulatinamente más coherente y humanamente mayor,
como Proust, Joyce, Musil, Faulkner, Roth, Vargas Llosa y el
Foster Wallace de su novela póstuma, «inacabada» y recons-
truida por sus herederos, como las del chileno.
Es más, al publicarse en 2009 la traducción al inglés de
Les bienveillantes (2006) de Jonathan Littell, Richard Lacayo la
reseñó para la revista Time [173. 12 (March 30, 2009), 69] de
una manera reveladora. Lacayo compara la novela de Littell a
2666, que ve como precursora de esas «brutales maxinovelas
europeas que periódicamente nos llegan volando a través del
Atlántico como si hubieran sido traídas aquí por catapulta»
(énfasis mío). Littell, estadounidense que vive en Barcelona y
escribe en francés, comparte otras características con la novela
de Bolaño, según se desprende de la nota de Lacayo: «Se las
puede reconocer por la seriedad de su propósito, su descon-
trolada sobrestimación de la capacidad de concentración del
lector y su interés en la violencia física». Según estos criterios,
hoy por hoy no habría autor más mundial que Bolaño. Pero
algunos académicos complican las cosas innecesariamente,
poniendo su discurso en piloto automático, sobre todo al
tratar el ámbito hispanohablante. Damrosch, en su esfuerzo
por ampliar su noción más allá del canon de Occidente, tiene
algo de razón en dedicar, por ejemplo, todo un capítulo a las
conexiones que se puede establecer entre los cantares mexi-
canos precolombinos y la literatura colonial de las Américas

60
(2003: 78-109), por lo menos respecto a cómo se nutren. Pero
de ahí dar un salto para enaltecer la prosa ¿no ficticia? de Ri-
goberta Menchú (2003: 231-259) como «literatura» va contra
los argumentos clásicamente literarios del resto de su libro,
además de mostrar un claro desdén por la ficción latinoame-
ricana actual, que aparentemente desconoce.
En realidad Damrosch está yendo contra una corriente
antigua de la historia literaria de Occidente, la basada en
preguntar qué se encuentra en las nuevas literaturas que sea
semejante a las europeas, proceder mediante el cual, como
rastrea Wolfgang Bader, se termina concluyendo en «la única
influencia aceptable: la literaria, el diálogo de poeta a poeta»
(277). Se batalla también contra una posición decididamente
colonialista (en este caso alemana, de hace medio siglo) que
Damrosch debió considerar:
Los habitantes de ultramar, que entran recientemente en
el horizonte europeo, las llamadas ‘naciones sin historia’
son ‘naturalmente iliterarias’ y no pueden ofrecer nada
adecuado a los historiadores de la literatura mundial.
Aquí y allá sobresalen algunas obras entre la espesura
iliteraria, pero no tienen importancia, son considera-
dos (como en el caso de las crónicas pre-colombinas de
América) como ‘seguramente no auténticas’ o no son,
como en el caso de la poesía maya, ‘ninguna contribu-
ción a la literatura mundial, sino más bien un reflejo de
otra estrella habitada (Bader: 277-278).

En un texto posterior el mismo Damrosch asevera que «vivi-


mos en una época poscanónica, pero nuestra época es posca-
nónica en el mismo sentido que es posindustrial. Las nuevas
estrellas de la economía posindustrial, después de todo, fre-
cuentemente resultan parecerse mucho a las viejas industrias»
(2006: 44), matizando que el valor añadido de hoy se aplica a
obras literarias viejas y nuevas, y ya que los nuevos todavía no
61
han adquirido capital cultural, propone un sistema de tres ni-
veles: «hipercanon» (los viejos maestros), «contracanon» (los
subalternos y contestatarios de literaturas menores en otras
lenguas) y el «canon sombra», formado por autores meno-
res que sólo los eruditos conocen (2006: 45). Damrosch es
optimista a pesar de sí, por lo menos desde una perspectiva
latinoamericana, al creer que «los viejos autores mayores se
revitalizan» al asociarse con los nuevos.
Como seguiré notando, esto no ha ocurrido con la mayo-
ría de los nuevos narradores latinoamericanos, y cuando se
ha intentado, como en el caso de Fuentes, los intereses crea-
dos de ambos lados son obvios. En una crónica gratuita y
egoísta sobre «Cultura chilena» publicada en Babelia el 13 de
marzo de 2010, el mexicano ignora olímpicamente a Bolaño,
aseverando que «José Donoso es el gran refundador de la
novela chilena, junto con Jorge Edwards, Antonio Skármeta,
y más tarde, Isabel Allende, Marcela Serrano, Carlos Cerda,
Gonzalo Contreras, Alberto Fuguet y Ariel Dorfman y, para
cerrar el círculo, María Luisa Bombal, nacida en 1910, y Dia-
mela Eltit, nacida en 1950» [sic]. «Gratuita» porque no sólo
da una lista de autores sin orden o criterio (no son lo mismo,
por ejemplo, los de la «nueva narrativa chilena» de los no-
venta, Fuguet y Arturo Fontaine, éste heredero de Donoso),
sino porque un recorrido por Entre paréntesis comprueba que
Bolaño no ignoró o menospreció a Fuentes; y lo más peyo-
rativo que llegó a decir sobre el delicado novelista, cuando
Mónica Maristain le preguntó si remplazaría a Paz con Fuen-
tes como «enemigo», es «Hace mucho que no leo nada de
Carlos Fuentes» (333). El valor de Donoso exceptuado, muy
por encima de la inopia y mezquindad de Fuentes, que men-
ciona a otros autores que no tienen una mínima recepción
mundial, Bolaño es un autor que no quería imitar a autores
extranjeros traducidos, y que cabe perfectamente en los tres

62
cánones de Damrosch. Que se imite a Bolaño más que a
Fuentes revela la mayor fidelidad del primero a la experien-
cia humana y su método de describirla. Esta fluidez revela
sus valores más amplios, no los del novelista mexicano que
quiere hacerse pasar por crítico ante un prosista mucho más
honesto que también era un secante superior de los cimien-
tos de la narrativa mundial.
En el mundo literario occidental en que es lógico concen-
trarse para explicar cómo se va resemantizando a Bolaño, el
«lector común» anglosajón que examinaré es una noción car-
gada de cierto privilegio (decir «ordinario» es atribuirle otra
semántica en nuestra lengua), y puede expresar una opinión
minoritaria frecuentemente basada en un lenguaje culto que
tiende a autorizarse con un habla igualmente especializada.
Esta habla no es fácilmente trasladable al ámbito general la-
tinoamericano, aunque no por eso deja de tener aplicabili-
dad a los lectores de Bolaño. Para el chileno el habla común
adorna, contradice, se va por las ramas continuamente, se
repite y se retracta para lograr un significado más preciso.
Por estas hablas, varios críticos distinguen entre artista, crí-
tico y teórico respecto a los lectores «comunes», sobre todo
en el ámbito anglosajón. E. M. Forster, por ejemplo, creía
que «un crítico no tiene derecho a la estrechez que es la pre-
rrogativa frecuente del artista creativo. Él tiene que tener una
perspectiva amplia o no tiene nada». En una continuación de
sus diferencias con otro abastecedor y repatriador del con-
cepto de literatura mundial a las ciencias sociales y empíricas
(Franco Moretti) –cuya posición es parcialmente revisada por
Sánchez-Prado en la introducción a su compilación, dando
a su vez un resumen del estado de la investigación– Pren-
dergast se acerca brevemente a la injerencia de los lectores y
su habla para determinar un tipo de narrativa (2005: 51-52).
Si Moretti sigue preocupado con cómo la estadística ayuda

63
a «determinar» cambios generacionales (no de los autores)
para géneros novelescos –y en verdad no dice absolutamente
nada sobre novelas particulares, y más sobre la historia del
libro–Prendergast no examina ninguna historicidad nacional
o continental para esos lectores. Es más, Prendergast se li-
mita a cánones de la novela de detectives cuando –además de
que Bolaño, como Stieg Larsson, no romantiza el crimen o
estereotipa a sus víctimas– los mercados editoriales han ido
cambiando tan pronto se ha publicado otra obra exitosa, no
importa cuál sea el género.
Las relaciones señaladas por Kermode no sorprenden,
por la persistencia de otros hechos mencionados por él que
siguen vigentes, y porque la publicación de libros no ha cam-
biado hasta este siglo respecto a su autonomía y factores de
desestabilización:
Más bien, los editores trabajan directamente con el
público, armando ‘eventos mediáticos’ y apoyo gene-
ral de los periódicos cuyos dueños consideran al libro
promovido ideológicamente afable. Esos libros son, a
su manera, instrumentos para la opresión capitalista de
los consumidores; y al no prestarles atención y concen-
trarse en obras que cumplen con sus propios estándares
irrelevantes de mérito los reseñadores están amparando
su explotación (5).

Hay que mencionar además que las expectativas en torno a la


tarea del reseñador pueden incluir cosas nimias, como el no
revelar detalles clave, las claves en sí (significantes para las dos
novelas mayores de Bolaño), o el fin de una novela, cuando la
integridad del reseñador crítico no gira en torno a si quiere alte-
rar a sus lectores, sino en por qué decide hacerlo. Hay un pasaje
entero y pesimista referido a Iñaki Echevarne en la subsección
23 (concentrada en una Feria del Libro de 1994 y el papel de
los poetas) de Los detectives salvajes (484-500), que se puede con-
64
siderar autorreferencial, sobre todo respecto al período inicial
de su autor y la relación cíclica entre Crítica, Obra y Lectores:
Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra,
luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes
la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego
los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola,
aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco va-
yan acompañándose a su singladura. Luego la Crítica
muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre
esa huella de huesos sigue la Obra su viaje a la soledad.
Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca
de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se
le acercan incansables e implacables y el tiempo y la
velocidad los devoran. Finalmente, la Obra viaja irre-
mediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra
muere, como mueren todas las cosas, como se extin-
guirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y
la más recóndita memoria de los hombres. Todo lo que
empieza como comedia acaba como tragedia (484).

Si por cierta visión de la globalización se puede creer que


todo mundillo literario funciona así, hay que matizar para el
caso latinoamericano, añadiendo cierto cinismo a las realida-
des materiales. Fijemos una idea desde el principio. Según Ro-
sendahl Thomsen, desde la perspectiva de la globalización, el
caso «contra» la literatura comparada se puede reducir a cinco
puntos centrales: 1) la falta de curiosidad, 2) el declive de des-
treza lingüística entre los eruditos, 3) el énfasis en la teoría,
4) su identidad borrosa debido a su éxito para incluir nuevas
ideas, y 5) el legado de depender en la nación como marco de
referencia (21). A pesar de que bien sabemos que las edito-
riales españolas e latinoamericanas (que frecuentemente son
sucursales de sí mismas) han calcado el proceder que men-
ciona Kermode, de hecho sigue siendo más fácil encontrar

65
en publicaciones menores una reseña en inglés de libros de
Allende y otras mágico-realistas convencidas, que de Bolaño
y sus pocos pares, así que aproximar su obra desde la perspec-
tiva comparatista tiene limitaciones obvias.
Si para Kermode el «lector común» es lo mismo que para
Virginia Woolf, es decir, «los que leen ampliamente para dis-
frutar», como él mismo admite, también supone que tales
lectores han pasado por la universidad. Por ende, en lo que
coinciden los postulados de Kermode y la situación actual
de Bolaño es en la necesidad de que el lector común sea
una creación propia (10) y particularmente, como hubiera
querido Bolaño, que se junte a nosotros como personas que
hablan al pasado y saben algo de la lectura como arte que se
debe llegar a dominar (10), como sugiere la cita de Bolaño
y su alusión a la teatralidad de Shakespeare, o al Marx que
aseveraba que la historia se repite primero como tragedia y
luego como farsa. Esta visión también se asemeja a la que
rige el estudio de Casanova: que la dominación literaria es
superior a la histórica, y estudiarla resuelve la conocida di-
visión entre estudios dedicados a la lectura profunda y los
partidarios de la historia externa de la literatura.
Hay otro elemento importante en la recepción de un au-
tor que se convierte en una leyenda casi automáticamente.
Sin riesgo podemos advertir que Bolaño se transforma en
«BOLAÑO» con Los detectives salvajes, no con las novelas cor-
tas que publicó antes de ella. Hay que tener en cuenta que
varias, imposibles de conseguir, se publicaron en editoriales
locales y menores, escogidas o auspiciadas por los concursos
que había ganado, realidad que ficcionalizó casi sentimental-
mente en relatos como «Sensini» y «Encuentro con Enrique
Lihn». Como confirma en una entrevista para Qué Leer en
septiembre de 1999, «antes de empezar a publicar prosa en
Seix Barral, estuve dos o tres años viviendo de lo que ganaba

66
con los premios de provincia». Como explica en una entre-
vista televisada, el origen de «Sensini» es la tristeza que le
causó enterarse de que un escritor valioso como Antonio Di
Benedetto estuviera enviando cuentos a concursos de pro-
vincia españoles, y que hubiera obtenido sólo una Primera
Mención (Bolaño obtuvo la tercera mención) en el I Premio
Alfambra de Cuentos. La pregunta que permanecerá o saldrá
a colación cuando el reseñador extranjero quiera profundizar
es ¿cuándo deja de ser primeriza una edición inicial? La de-
finición convencional que emplean los coleccionistas es en
verdad arbitraria, porque una primera edición es un ejemplo
del libro «acabado» en su estado de publicación primario,
antes de que el autor haga cambios para las ediciones pos-
teriores, o simples reimpresiones. Se tendría que comparar
entonces aquellas primeras versiones de certámenes locales
de narrativa corta. Por ejemplo, la novelita que Anagrama
publicó como Monsieur Pain en 1999, en 1982 se llamaba La
senda de los elefantes (y «El caso Vallejo» para los concursos).
Por esos factores las primeras ediciones de su narrativa dejan
de ser un fundamento conceptual cuando compiten con una
edición autorizada por sus herederos, o cuando se armen
sus obras completas o ediciones críticas anotadas. No obs-
tante, se seguirá creyendo que sus primeras obras serán con-
fesionales, como se postula respecto a su poesía. De hecho,
su primera obra publicada es el poemario de veinte páginas
Reinventar el amor (Mixcoac, México: Taller Martín Pescador,
1976). La realidad es que todas las buenas ediciones son si-
milares, tal vez, pero cada edición mala es mala a su manera.
Por otro lado, algunas de esas novelas fueron reimpresas
durante su vida, otras fueron o siguen siendo recuperadas
después de su muerte, y, hay que decirlo, casi hay un con-
senso de que no todas son iguales. Además, en casi cada en-
trevista, incluso en las televisivas, Bolaño «revela el recurso»

67
(vieja frase del formalismo ruso para la técnica de los juegos
de la auto-ficción), y mencionaba que tal o cual personaje
de un cuento, o situación, aparecía en una novela publicada,
o una por publicarse, como ha dicho de «El gusano» de
Llamadas telefónicas (1997) y su protagonista autobiográfico.
Compárese por ejemplo el contenido y progresión de «El
gusano» como protagonista: primero aparece en un poema,
luego en el cuento homónimo, y después en la tercera parte
de Los detectives salvajes. A la vez, ese cuento y La literatura
nazi en América serían proto-textos de El Tercer Reich, y si-
gue la conexión con el brevísimo relato no ficticio «¿Quién
es el valiente?» (317-320) de Entre paréntesis, en que registra
los libros que robaba en México D.F. Más allá de exponer
heridas tal vez personales, este proceso crea caos para su
resonancia, particularmente en el extranjero, porque si es
verdad que tanto en el arte como en la vida hay agotamiento
de recursos, en Bolaño no se puede percibir una extenua-
ción evidente de sus poderes. Él no veía ninguna oposición
entre la idea de literatura nacional y la de literatura universal,
y no le importaba lo que dijeran los Papas ateos de la crítica,
era el apóstata perfecto. Por eso hay que tener en cuenta la
revisión actual de algunas nociones ideológicas apegadas al
nacionalismo y la noción de «literatura mundial», cuya ac-
tualización teórica revisa Pizer en el cuarto (67-82) y quinto
(83-114) capítulo de su libro, extrañamente sin ninguna
referencia a Casanova y su visión de un «espacio literario
mundial» (119-178) en La République mondiale des lettres.
El novelista argentino Gonzalo Garcés, autor de una de
las mejores notas sobre Entre paréntesis, indica correctamente
que esta colección sui generis, que New Directions publicó
en inglés en junio de 2011 en traducción de la estadouni-
dense Wimmer, insta al disenso y hasta la trifulca, por ser de
un autor «que oscila entre una rabia inspirada y cierta con-

68
templación aristocrática, un hombre que por momentos pa-
rece hablar desde un campo de batalla donde ceder un palmo
puede ser fatal y por momentos parece embelesado por las
conexiones carnavalescas entre los elementos de la realidad y
por momentos, sencillamente de duerme y sueña» (2). O en
palabras del anuncio de la editorial, Bolaño se muestra «cas-
carrabias, irreverente e insufriblemente aferrado a sus ideas»,
aunque también podía ser «tierno».
La compilación es «una cosa chillona, grasienta, desarre-
glada» (C4), según la reseña de Garner de la versión inglesa
del tomo, y que leerla «es como sentarse en un bar al lado
de él, con la rocola tocando flamenco sucio, después de que
él haya consumido unos pisco sours» (C4), y añade que las
opiniones del chileno sobre la literatura mundial (la antigua),
son «indisciplinadas». Por el proceder señalado por Garcés,
si una reseña codifica de varias maneras cómo se leerá una
obra, no es necesario hablar de «imperialismo» o exagerar la
imposición cuando nos damos cuenta de que algunas rese-
ñas en inglés, e incluso artículos académicos, van preparando
a un público específico respecto a los valores de un autor.
¿No hay un imperialismo disfrazado también en la necesidad
de no prestarle tanta atención a la recepción que haya tenido
un narrador en su propia lengua? Según Edith Grossman,
los académicos (estadounidenses) complican el asunto con
su actitud desdeñosa hacia los traductores, que les:
Parecen ser una parte conocida del paisaje, tan habitual
y común que arriesgamos convertirnos en invisibles.
Tal vez por esto muchos departamentos universitarios
de literatura inglesa frecuentemente monopolizan la en-
señanza de lo que prefieren llamar literatura mundial o
humanidades […] No puedo discrepar con la inclusión
de traducciones en cualquier lista de lecturas, pero en el
camino se desdeña efectivamente a los departamentos

69
de lenguas extranjeras y sus profesores de literatura, que
tienen experiencia real con las obras estudiadas (27).3

Según ella, los reseñadores no tienen el lenguaje para discu-


tir traducciones, y como resultado tienden a recurrir a fra-
ses como «hábilmente», «perfectamente traducido por…», o
simplemente hacen caso omiso de la contribución de la tra-
ductora. Vale la pena examinar un ejemplo, porque el asunto
es más complejo.
En una reseña de la edición original de 2666 (2005),
Amaia Gabantxo observa conexiones entre Amuleto (1999)
y Los detectives salvajes. Comparándolo a Sebald, cotejo bas-
tante común ahora, sobre todo respecto a la rapidez con que
sus obras han sido traducidas al inglés, Gabantxo sostiene
que la escritura del chileno es «profundamente política». Tal
afirmación queda socavada por cierta confusión de esta re-
señadora, y otros, respecto a hechos o referentes empíricos
del original, no la traducción. Gabantxo se refiere correcta-
mente a la contribución del periodista mexicano González
Rodríguez a la cuarta sección de 2666. Pero sucumbe a la
esmerada mezcla de ficción y realidad típica de la narrativa
de Bolaño, porque aparentemente en base a una búsqueda en
la red mundial, y sin confirmación de sus redactores, asevera
que dos años después de publicado su Huesos en el desierto
(2002), González Rodríguez «murió de las heridas a la cabeza
que sufrió en un ataque» (23), ocasionado por haber escrito
3
Es una falla de Sarah Pollack, «The peculiar art of cultural formations:
Roberto Bolaño and the translation of latin american literature in the
United States», Trans-Revue de literature générale et compare 5 (Hiver 2008),
1-14; por limitarse a Los detectives salvajes y lo que cree ser una nostalgia
contracultural (9-10) en verdad ya superada, y por generalizar acerca de
la imagen «colectiva» del consumidor estadounidense, paradójicamente
fomentando los prejuicios de alteridad que atribuye al ámbito anglosajón.
Pollack se sigue limitando a cierta recepción estadounidense en «Latin
America translated (again): Roberto Bolaño’s The savage detectives in the Uni-
ted States», Comparative Literature 61. 3 (2009), 346-365, artículo en el cual
se basa Castellanos Moya para sus comentarios sobre el mito Bolaño.

70
sobre los crímenes de Ciudad Juárez («Santa Teresa» en 2666,
y uno de los hilos en torno a los cuales se teje).
Teniendo en mente que 2666 se publica en inglés en pasta
dura en noviembre de 2008 (para mediados de ese mes ya
se había vendido setenta y cinco mil ejemplares, y para fina-
les de 2010, según Herralde, cien mil), lo que quedará de la
lectura de Gabantxo es su conclusión: «Sus novelas, cuentos
y poemas funcionan juntos en movimiento perpetuo, y dan
prueban de un talento raro y fértil. La obra de Bolaño me-
rece hacerse disponible en inglés» (23). Además de apreciar
que cuando el talento es obvio los críticos tienden a fijarse en
los menos satisfactorios, vale recordar que Gabantxo publica
su sugerencia en septiembre de 2005, y que las editoriales
no siempre se basan en tales recomendaciones para sus de-
cisiones. También vale tener en cuenta un vínculo mayor:
Santa Teresa (especie de anti-Macondo, representativa de la
ciudad latinoamericana actual) ya aparece al comienzo del
cuento «William Burns» (escrito antes de 1997), de la sección
«Detectives» de Llamadas telefónicas, cuando el narrador dice:
«William Burns, de Ventura, California del Sur, le contó esta
historia a mi amigo Pancho Monge, policía de Santa Teresa,
Sonora, que a su vez me la refirió a mí» (105). Es más, en ese
cuento ya aparece Arturo Belano, especie de Forrest Gump
o Zelig en toda la obra de Bolaño.
Después de todas las discusiones, fue con su verdadera
primera novela y estreno en el género, La pista de hielo (1993)
que el novelista demostró que el impulso para experimentar
vale la pena si rinde más que sugerencias, y si el modo de
composición no se convierte en el significado totalizante o
única atracción del libro. Aquella novela corta era hasta en-
tonces la única anterior de Bolaño de que se tenía alguna no-
ticia en el mundo anglosajón, sobre todo por ser una novela
de detectives sin detectives, policíaca, negra o thriller, porque

71
como en Los detectives salvajes, lo que importa no se reduce
a la intriga. Bolaño sabía que el problema con los relatos
detectivescos políticos es que es muy fácil reconocer a los
culpables. Téngase en cuenta al respecto una prevención de
Brenkman: «Las innovaciones producidas por la ficción ex-
perimental influyen profundamente el desarrollo de la no-
vela sin necesariamente ser parte de movimientos artístico-
políticos y sin constituir la fuente o la personificación de la
innovación» (820, énfasis suyo). Bolaño, cuyas primeras no-
velas no fueron rechazadas por su experimentación, tenía en
mente desafíos mayores que no podemos identificar con sus
contemporáneos, más allá de que los movimientos envejecen
rápidamente y descubren la variedad en su propia historia, al
extremo de que es imposible encontrar un rasgo distintivo.
Por ejemplo, aún en la parte central de Los detectives salvajes
la fragmentación de los testimonios nunca nos deja la impre-
sión de que el autor tiene un sentido flojo de la continuidad y
el cierre narrativo. Bolaño no se preguntaba, como los nove-
listas obsesionados por la «crisis de legitimación y represen-
tación» engendrada por el desmoronamiento posmodernista
de los grandes relatos (por ocultar otros), si las novelas his-
tóricas renovadas que le rodeaban nos enseñaban historia, o
si ésta nos enseñaba meramente a responder a la historia en
la manera que quieren los autores. Estas características se-
paran a la suya de varias novelas latinoamericanas anteriores
y actuales de composición fragmentaria, cuyo movimiento
pendular deja poco de la realidad novelable con una presen-
tación única. Volpi explica que la ambición y fragmentación
de Bolaño no son la de algunos «boomistas», que son de otra
era, obviamente, y «se construyen de forma semejante a los
vínculos de la red: obras dispersas, de tamaño, composición
y estilos variables, que se hallan interconectadas entre sí»
(177). No es necesario referirse a la red mundial para darse

72
cuenta de que se trata de narrativas intercaladas, y sería mejor
examinar cómo se diferencian de las anteriores.
Novelas extensas como Los detectives salvajes, y especialmente
2666, han sido vistas como compuestas por varias novelas
cortas, y se puede especular en torno a la conocida anécdota
que esa última novela iba a ser publicada como cinco novelas
separadas, decisión revocada por el editor y ahora aprobada
por la acogida anglosajona. Ese arbitraje se podrá contrastar
con la publicación de la versión inglesa en un tomo, y también
en una caja de tres tomos. Por otro lado, la versión italiana
publicada por Adelphi en 2007 con el título original, incluye
sólo La parte dei critici, La parte di Amalfitano y La parte di Fate.
Son maneras de explotar varios formatos y desvirtuar a edito-
res y librerías con menos fondos y rotación. No obstante, vale
tener en mente los criterios de edición que mantiene Carolina
López para Los sinsabores del verdadero policía: «Esta edición se
atiene a la premisa irrenunciable de respetar su obra y a la
firme voluntad de ofrecer al lector la novela como se encon-
tró en sus archivos. Los cambios y correcciones efectuados
han sido los mínimos imprescindibles» (323).
En ese andamiaje la experiencia de sus traductores, a la
cual me refiero a través de Bolaño traducido, tampoco deja
de tener una importancia enorme. Por otro lado, como
complemento a los autorizados testimonios de Echevarría
respecto a la composición de novelas como 2666, las pós-
tumas, y de su prosa no ficticia, también es fiable una frase
de Vila-Matas, uno de sus primeros lectores importantes, en
«Me parece haberle visto», de Desde la ciudad nerviosa: «Me pa-
rece haberle visto con cara de satisfacción cuando terminó
Llamadas telefónicas y pasó a dedicarse al buzón de voz grave
de una novela de ochocientas páginas que acaba de terminar
en estos días» (98). Hay que recordar respecto a cualquier
diálogo genérico que hayan tenido los dos que la primera

73
obra de Vila-Matas que leyó Bolaño fue una novela corta,
La asesina ilustrada. Es más, por las conexiones ya temáticas
ya entre personajes, que como resume Bolognese giran en
torno a presagios negativos sobre el amor, la amistad, la
locura, la enfermedad, la muerte, el llanto, la incomunica-
ción y la soledad (227-298), no es arriesgado deducir que
mientras terminaba Los detectives salvajes Bolaño, cuya enfer-
medad hepática empieza a manifestarse en 1992, pensaba y
trabajaba en 2666; así como también tenía manuscritos más
o menos terminados de otras obras escritas anteriormente
(como El Tercer Reich y Los sinsabores del verdadero policía) que
dejaría inéditas. Es decir, Bolaño entendió correctamente
que el poder de la apostasía se basa en volver a la narración
de esas conversiones una y otra vez, con matices. Estos he-
chos aumentan los desencuentros temporales al traducirse
sus obras, y naturalmente alteran las tres «fechas» de su re-
cepción en otras lenguas.
Ya que me concentro en este libro en cómo se ha ve-
nido leyendo su obra en inglés, en un ámbito anglosajón, es
preciso fijar que las primeras obras suyas que se lee en esa
lengua son relatos (les queda corto el término «cuento»).
Casi inmediatamente se traduce algunas novelas cortas, y
para el momento en que termino Bolaño traducido, a pesar
de la publicación reciente de las traducciones de La pista de
hielo y Amberes, es con Los detectives salvajes y 2666 con que ha
llegado a un reconocimiento definitivo de él en el mundo no
latino, como autoridad y fetiche. Con la publicación de El
Tercer Reich y Los sinsabores del verdadero policía y las fechas de
composición que sus herederos y editor español les atribu-
yen, también es claro que Los detectives salvajes y 2666 no son
novelas in extremis. Por ende, inicialmente, y al revés de su
recepción inicial en su idioma original, va a ser en base y a
través de sus numerosas novelas cortas, por lo menos hasta

74
la traducción de todas sus novelas extensas, que el público
anglosajón accederá a su obra mayor y total. Este proceder
–acuciado por el eterno retorno de algunos reseñadores a
algunas novelas cortas en español, y debido a alguna prefe-
rencia crítica por ellas– determinará un valor general para el
apóstata, así que es sensato comenzar con ellas.

75
III.
Las novelas cortas

La recepción anglosajona de Bolaño en realidad empieza con


la publicación de un par de cuentos suyos en la prestigiosa
The New Yorker, revista neoyorquina que sigue determinando
en Estados Unidos la «ficción literaria» de Occidente que
vale la pena leer, o más exactamente, considerar traducir
al inglés. No se puede subestimar la influencia de aquella
revista, sobre todo cuando generalmente publica una sola
recensión extensa por número, y siempre ha contado entre
sus reseñadores permanentes a autores como el reciente-
mente fallecido John Updike, quien en su momento vio en
las novelas de Vargas Llosa los logros que otros novelistas
ven en las del chileno. Estas obras se evalúan exclusivamente
según las traducciones, y ahora que The New Yorker continúa
apostando por varios autores «latinos» que escriben nove-
las generalmente cortas y exclusivamente en inglés (algunos
contemporáneos de Bolaño), sean latinoamericanos nacidos
al sur del Río Bravo o descendientes de latinoamericanos,
el papel de la prensa elitista en el nuevo canon latinoameri-
cano es complejo, en el mejor de los casos. Al que lea Bolaño
traducido desde fuera de Estados Unidos la situación podría
parecerle sorprendente, como también he explicado en una
nota publicada en España, eje de las traducciones a nuestra
lengua (Corral: 2006, «El vagabundeo…»). Otro factor que
hay que considerar es que se comenzó a publicar aquellas
traducciones (de por sí un mercado marginal) en The New
Yorker respectivamente en agosto de 2005, y en un número
77
de diciembre 2005-enero 2006, o sea un par de años después
del fallecimiento de Bolaño. No quiero proponer que ese
descubrimiento tardío significa un desprecio, sino que obvia-
mente funciona de una manera retrospectiva cuyos efectos
en el mundo de la lengua original del autor no dejarán de ser
importantes, o igualmente tardíos para bien o para mal.
De esta manera, resulta más productivo y representativo
dedicarse a las noticias críticas publicadas en revistas que tie-
nen reconocida autoridad y difusión, admitiendo no obstante
que algo muy válido se podría decir en una nota publicada en
una revista menor. Una de las primeras en dedicarse a una no-
vela corta de Bolaño es la que Jessamy Harvey publica en The
Times Literary Supplement de Londres en febrero de 2003 con el
título, que traduzco literalmente, «Hacerse de la vista gorda».
Esta se refiere a cómo Nocturno de Chile, un ajuste de cuen-
tas con su género y su práctica en Chile, también representa
cómo cierta élite intelectual chilena se refugió en la literatura,
adoptando una complacencia benigna respecto a intenciones
y consecuencias, y actuó así para evitar reconocer las violen-
tas transformaciones retratadas en aquella obra. Esa primera
percepción, que ubica a Bolaño como doctor y paciente de
su país, se repite con giros poco diferentes en otras reseñas,
aun teniendo en cuenta que al ser miembros de una élite del
conocimiento, los reseñadores creen que no tienen que pen-
sar, sólo escribir. Tres de los cuatro ejes temáticos que el gran
crítico mexicano Christopher Domínguez Michael provee en
una reseña de la misma novela publicada en Letras Libres en
2001, se aplican generalmente al resto de la narrativa posterior
del chileno: el enigma de la vocación artística, la maldición de
la crítica literaria, y la real o supuesta banalidad del mal. Estos
ejes se expanden al reconocer que Bolaño escribía para pro-
bar que nada puede ser más fraudulento que una obra homo-
génea que no va contra su «marca» y versatilidad.

78
Por su parte, Echevarría señala la dependencia en los
avatares de la televisión, la ciencia ficción, la novela negra
y varios tipos de rock. Y por supuesto, habría que añadir
que su narrativa posterior también se refiere a y nutre de
la tragedia griega, la filosofía medieval y contemporánea, la
cultura popular y todo tipo de gesto vanguardista que per-
mite que invite nuevas formas para casi cada novela o cuento
suyo, con todavía más señales y homenajes. En una de las
notas tempranas más sagaces sobre Bolaño, Forn asevera
que «combina la precisión quirúrgica de Chejov con la para-
noia de Philip Dick, la ironía en sordina de Monterroso con
la vividez del cine porno [Forn se refiere al cuento «Joanna
Silvestri»] o de las películas de Sam Peckinpah (todas influen-
cias reconocidas y enaltecidas por el propio Bolaño)». El ser
cinéfilo le provee a su pensamiento y su obra enlaces cultu-
rales mundiales más que una adhesión generacional, porque
a pesar de su presencia en su narrativa no se convierte en te-
mática determinante. Esas presencias son como tomas cine-
matográficas en Consejos…, Estrella distante, y sobre todo en
Monsieur Pain. En las novelas cortas el cine es como un corte
del objetivo, y esa fugacidad tampoco se eleva al nivel de se-
cuencia en los cuentos, como explico en la próxima parte.
Cada ficción suya, no importa lo importante o menor sea,
siempre trae consigo otras narraciones, porque en principio
nunca pensó que existía alguna preceptiva que prohibía la
convivencia inalterable de tradiciones realistas y vanguardis-
tas. Esta infinidad de conexiones ha ocasionado que alguna
crítica diga que Bolaño «permite varias lecturas», afirmación
que en este momento no quiere decir nada. Dentro de ese
mundo, la violencia de que habla Harvey, cuando es represen-
tada, no es neutra, moral o políticamente, porque tiene que ver
con más de un contexto. Más bien, es una violencia asumida,
que Villalobos-Ruminott prefiere ver como una manera de

79
estructurar la convivencia entre la literatura y los horrores del
poder (198), aunque tiene más razón al aseverar que sus no-
velas son una aproximación mundialista a «la historia reciente
de la violencia que implica un regreso a la literatura mundial
en la cual no hay la esperanza de una educación redentora de
la humanidad» (194). El cambio violento requiere algún tipo
de indicador ético para tener sentido narrativo como historia
«real», porque la omnipresencia de la violencia dificulta dis-
tinguirla del cambio de la historia misma. Cuando se publica
la nota de Harvey le quedaban a Bolaño sólo unos meses de
vida, y no hay ningún sentimentalismo al leer que «Nocturno de
Chile es la primera de las novelas de Bolaño que se traduce al
inglés; no debe ser la última» (23).4
Más bien, podría decirse que Harvey es el primero, o uno
de los primeros en notar unos de los verdaderos valores de
Bolaño antes de que se lo mitificara. Sin embargo, Dere-
siewicz, reseñador que considera que el desarrollo más im-
portante del último medio siglo fue la aparición de un nuevo
tipo de escritura latinoamericana cuando los posmodernistas
se entretenían con la muerte de la narrativa, nos recuerda
acertadamente que a pesar de ser testarudo, Bolaño no es
inmune a la tendencia iberoamericana a la ampulosidad es-
piritual (41). La reseña de Deresiewicz se podría considerar
negativa o crítica, como las publicadas digitalmente en N+1
(15 de marzo de 2009) por Giles Harvey (quien arguye que
2666 es una épica fallida), y la de Sam Sacks en Open Letters
Monthly (diciembre 2008). La falta de consenso es de esperar.
Nótese que en estos tres casos se admite ampliamente los
abrumadores valores positivos de 2666, así se exprese que su
4
Me refiero inicialmente a cada título original, porque hasta la fecha se ha
traducido cada uno literalmente, excepción hecha de las dos antologías
de relatos, que traduce los títulos «Últimos atardeceres en la tierra» y «El
retorno», de Putas asesinas. Además, hasta la fecha varias traducciones
generalmente han salido primero en Inglaterra, y después en Estados
Unidos. Con 2666 se ha dado lo contrario.

80
autor llegó a la fama demasiado rápido (al final de 2666 se
lee «La fama y la literatura son irreconciliables» [1003]). Tal
vez sea más preciso notar que en español la idea mantiene su
origen semántico latino de rumor (la diosa Fama) o chisme, y
no por nada en la Eneida de Virgilio se lee fama volat. Bolaño
no sufría de avidez de ese estado, y como ha manifestado
Carolina López, su esposo sí tuvo tiempo de disfrutar el re-
conocimiento inicial (Massot, «La viuda del escritor...»).
También en Inglaterra y el mismo mes, en el progresista
The Guardian, Ben Richards usa su reseña para presentarnos
a Bolaño, y correctamente lo desasocia de las generaciones
del Crack mexicano y la antología McOndo, familias airadas
con las cuales no tuvo nada que ver, a pesar de que éstas tam-
bién salen al aire alrededor de 1996. La gran mayoría de los
miembros de aquellas se «acordó» de él sólo después de su
muerte, aunque algunos convenientemente le hicieron venias
tan pronto se legitimó ante las editoriales que hoy también
los publican a ellos, así que ojalá tengan el éxito mundial
que su maestro logró. Bolaño no ocupa un punto decisivo
en ese tiempo y espacio cultural sino que es el punto. En su
excelente e informada introducción a la edición de bolsillo
de Los detectives salvajes su traductora Wimmer, que mereció
el premio PEN por su versión de 2666 y a la vez gana pro-
minencia como reseñadora de narrativa latinoamericana tra-
ducida al inglés, provee una crítica demoledora y muy cierta
de esas relaciones con los nuevos, sobre todo respecto a los
fantasmas de sus maestros que presuntamente acarrean:
Algunos jóvenes escritores de los noventa, como los mexi-
canos Jorge Volpi e Ignacio Padilla, ubican sus novelas en
Europa o en países imaginarios que se parecen a los euro-
peos. Otros, como el chileno Alberto Fuguet, se apropian
excesivamente de escritores estadounidenses como Bret
Easton Ellis y se concentran en latinoamericanos de la

81
clase media alta perdidos en el bajío de la cultura popu-
lar norteamericana. Por lo general, estas eran rebeliones
programáticas, y se notaba. Les faltaba la vida nueva, la
libertad de imaginación, y necesitaban producir obras que
fueran urgentes y activas, en vez de reactivas (x-xi).

A este tipo de evaluación, fundamentalmente correcta, se


debe añadir que la fugacidad de una generación se puede
equipar con la rapidez con que la crítica especializada se cree
obligada a emitir juicios sobre generaciones que no han te-
nido tiempo para justificar lo injustificable: el impacto de la
obra inicial. Así, por ejemplo, hay por lo menos una mono-
grafía acerca de la «Generación X» de novelistas españoles
(surgidos alrededor de 1999) en que se habla de ellos en el
tiempo pasado, como si ese conjunto ya hubiera llegado a su
máxima expresión. Tal vez sea así, y aunque tampoco pode-
mos determinar en este momento si hubo alguna influencia
de Bolaño en ellos, en lo que probablemente sí encaja esa
generación con las latinoamericanas es en su dependencia
en estrategias comerciales de las editoriales que les publican.
Hay otra consideración. En la época en que Bolaño sale al
proscenio los reseñadores comenzaron a perder su capaci-
dad de constituir la vida cultural, porque ésta se burlaba de
las ambiciones y experiencia de una buena porción del pú-
blico que compra libros: la clase media. Por otro lado, como
comunidad interpretativa entretenida con las ficciones de lo
global, los académicos se distanciaron de los intereses de esa
misma clase en la ficción seria, se concentraron en los logros
formales de varios posmodernistas mundiales, y nuevamente
se volvió a doblar las campanas por la novela literaria de
mayor alcance.
Según el comportamiento reportado para Bolaño y la clase
socioeconómica a la que presuntamente pertenecía, Rafael
Gumucio (1977) exterioriza una pregunta que su compa-
82
triota probablemente también se hizo: «Quizá debería hacer-
nos desconfiar la amabilidad, la simpatía que abunda entre
los jóvenes escritores latinoamericanos actuales. De distintos
países y mezclas raciales, pero casi todos de la misma clase
social, del mismo tipo de colegio, posgrados, padres, ami-
gos» (2008: 102). Aira, mencionado par de Bolaño, propone
una distinción pertinente:
El lujo que adorna al escritor no se restringe al estatus
social sino que es un signo de su valor, del trabajo que
costó hacerlo; ese costo se mide en la más valiosa de las
monedas, el tiempo de la vida, y lo que se ha gastado en
producirlo es tan exorbitante que induce a conservarlo
y apreciarlo y atesorarlo… (2003: 24).

Estas nuevas generaciones sí concuerdan en reconocer que


el problema de admirar o simpatizar con una distinción so-
cial, digamos con la de los proletarios o de las víctimas de
varias violencias, es que la conmiseración por sí sola no le
ayuda a nadie a superarse. Para Gumucio los nuevos narra-
dores quieren dar testimonio del cambio latinoamericano
sin revolución, sin la lucha de los antiguos maestros entre
«ismos» y ademanes sociales y vanguardias, y considera con
dureza que «la respuesta de Bolaño en 2666 es un vertedero
lleno de mujeres muertas que se llama Chile […]. Sobre esa
fosa común vuelve Bolaño a unir por última vez la ambición
formal de su prosa y el realismo casi documental de su tema»
(2009: 16).
Es verdad que Bolaño siempre quiso distanciarse de la re-
tórica de los géneros testimoniales, aseverando en una entre-
vista que las suyas no podrían ser escritas como «una novela de las así
llamadas de denuncia. Para eso, es mejor no escribir nada» (Braithwaite,
75), y seguirá siendo claro que no creía en la «biblioterapia» que lo ro-
deaba. No obstante, Bolaño no persiguió la forma perfecta del realismo

83
documental, porque sabía bien que para ser auténtica la ficción tiene que
considerar que la vida consiste de muchos simulacros y confusiones, y que
los antiguos modelos literarios no satisfacen a una renovada necesidad de
realidad. Tampoco optó por el tipo de realismo que algunos críticos quie-
ren hacer pasar por la ciencia ficción latinoamericana. También se opone
a una práctica anglosajona que sostiene, según el reseñador crítico James
Wood, que el periodismo, el análisis cultural, la teoría, la narrativa no
ficticia, el cine, etc., pueden concebir lo mismo que la novela, e igual de
bien, convirtiendo al género en unus inter pares (2005: 134). El pro-
blema, como nota Wood, es que si la novela ve el análisis cultural como
su función primordial, seguirá siendo percibida como meramente una de
varias maneras de implementar ese análisis. El chileno, como todos los
latinoamericanos, sabía que en nuestra parte del mundo el oficialismo
falsifica documentos, y que casi ninguno de ellos es auténtico, entonces
¿por qué no podía él como novelista forjar lo mismo con el análisis cultu-
ral, complicándolo dentro de la circularidad de la novela?
Gumucio, tal vez porque su propia narrativa puede ser exa-
minada como una búsqueda de la «chilenidad», concluye que
la novela política ideal «debería dejar la nostalgia por el pa-
raíso perdido de un socialismo inevitable y la descripción del
infierno que describen tanto mejor los informes de Amnesty
International, para internarse […] en los valles del limbo que
es donde vivimos la mayor parte de los latinoamericanos»
(2009: 16). Gumucio entiende lo que Bolaño expresa en su
largo poema «Los Neochilenos» de 1993, algunos de cuyos
versos dicen: «Asesinos y conversos/ Mezclados en la misma
discusión/ De sordos y de mudos,/ De imbéciles sueltos/
Por el Purgatorio./ Y el abogado Vivanco,/ un amigo de
don Luis Sánchez,/ Preguntó qué mierdas queríamos decir/
con esa huevada de los Neochilenos./ Nuevos patriotas, dijo
Pancho…». Esta perspectiva es radicalmente diferente de la
«chilenidad» que examina Bolognese en varias secciones de
su libro, y de su conclusión de que para él todo suma «Un

84
Chile que parece ser, en su mente [sic], el lugar donde volver
a encontrar el sentido de estar en el mundo» (138). La chile-
nidad es simplemente muy compleja, como la «latinoameri-
canidad», y demasiado consciente de su propia complejidad
para que se crea que domina tanto sobre el novelista.
Esa condición no tiene cabida en el cinismo y oportunismo
de una profesora «neochilena» residente en Estados Unidos,
que manifestó: «Si su libro es verdad o no, no me importa»,
respecto a la problemática veracidad del testimonio de Rigo-
berta Menchú. Ese tipo de «neolatinoamericano» mundiali-
zado de acuerdo al exotismo tendrá que leer a Bolaño, sobre
todo las partes de Literatura nazi en América y Los detectives sal-
vajes en que describe a escritores que incesantemente discuten
la pureza ideológica de la poesía. Un gran triunfo suyo es
no haber conjurado el localismo chileno o latinoamericano
como meollo representativo, quizás el maleficio que más
ha lastrado la historia narrativa de los países del continente.
Cuando sutilmente recurre a referentes «locales» es para pro-
clamar su estatus de ciudadano de mundos cosmopolitas, no
para aprovechar el culto tóxico al sentimentalismo que él y sus
parangones detestan, con el feliz resultado de enojar a profe-
soras e intelectuales enamorados de un mundo que conocen
a medias, sin darse cuenta de que el mundo se transformó
sin sus saberes utópicos. Rosendahl Thomsen recuerda que
ese mundo referencial «no significa que la literatura local no
es importante, o que no deba ser respetada; simplemente es
diferente, y cumple otras funciones y deseos» (48), a pesar
de que las literaturas nacionales están conectadas. Ante estos
cruces vale preguntarse cómo habría sido la recepción de Bo-
laño si hubiera sido un chileno-americano que sólo escribía
en inglés, desde Estados Unidos o Inglaterra.
Considerando las mentalidades anteriores, la novela po-
lítica latinoamericana es posible todavía, no tanto por los

85
sucesos que la podrían alentar, sino porque las variantes
de la novela conceptual, que trataron de protestar contra el
mercantilismo de las novelas «artísticas», a su vez genera-
ron fetiches igualmente mercantiles, entre ellos el del exilio,
la trashumancia y la flânerie. En este sentido Bolaño, como
otros novelistas, desaparecidos o no, es actor pasivo de su
propia historia, que comienza por ser la historia del pasado,
presente y el futuro de su obra. Como arguye Walter Benja-
min en «El narrador», el significado de la vida es el verdadero
centro alrededor del cual gira una novela, y aunque su tesis
es moralista, nostálgica, sentimental y virtuosa, la meta de
Benjamin de contar cuentos con historia e historia sin cuen-
tos coincide generalmente con la práctica que Bolaño que-
ría perfeccionar. Sus experiencias a la vez coinciden, como
comprobó Lévi-Strauss con los cuatro volúmenes de su idio-
sincrático y obsesivo Mythologiques (1964-1971), con la idea
hoy generalizada de que hay una inmensa complejidad detrás
de las historias que cuenta cualquier «tribu» para explicar el
mundo, aun cuando frecuentemente no sepamos nada de las
creencias de la gente que las crea. La lucha o conflictos en-
tre sus personajes no se deben a los mitos de una clase o a
la pobreza sino a la mística del tribalismo. Por eso, más allá
de ciertas simpatías apolíticas, la devoción o admiración por
Bolaño de parte de varios jóvenes narradores es más viva
que cualquier teoría humanista que sus intérpretes puedan
inventarse para explicarla.
Así, hace un par de años el peruano-americano Daniel
Alarcón, a cuya reseña de Bolaño me refiero más adelante,
y el peruano Diego Trelles Paz –autor de de una tesis doc-
toral escrita en Estados Unidos sobre Los detectives salvajes y
de una novela-homenaje de 2005 al chileno, posterior a la de
Javier Cercas en Soldados de Salamina (2001)– compilaron un
número latinoamericano de Zoetrope: All-Story [13.1 (Spring

86
2009)], revista auspiciada por Francis Ford Coppola y de-
dicada enteramente al cuento. En su presentación llamada
«Entra el pos-pos-boom», y luego de efectuar las venias debi-
das a ciertos gigantes de la literatura latinoamericana, según
ellos poco [sic] leídos en inglés, Alarcón y Trilles Paz dicen:
«En este contexto, la reciente canonización de Roberto Bo-
laño en los Estados Unidos y alrededor del mundo es un desarrollo
verdaderamente bienvenido, que esperamos conduzca a un
interés mayor en escritores latinoamericanos emergentes y
todavía no famosos» (10, énfasis mío). De acuerdo, pero lo
pertinente es que, más allá del problema de que los escogi-
dos por Alarcón y Trelles Paz no tienen una obra que haya
levantado ampollas o recibido crítica elogiosa (una gran ex-
cepción es el joven narrador chileno Alejandro Zambra, a
quien también me referiré), ahora hay por lo menos dos ge-
neraciones literarias latinoamericanas –ninguna de las cuales
tiene nostalgia por el boom o el mito de la autoridad crítica–
que se esfuerzan por asumir o superar lo que significa Bo-
laño: los nacidos a finales de los sesenta, y los nacidos de los
setenta en adelante. De estos últimos, Zambra sería un gran
«desordenador» de la literatura latinoamericana, término que
él mismo ha usado para referirse a su compatriota. En térmi-
nos de otros paralelismos, se puede pensar en las selecciones
hechas para Bogotá39. Antología de cuento latinoamericano (2007)
y la compilación de Trelles Paz El futuro no es nuestro (2009).
Ambas comparten once autores, pero la calidad es desigual,
y por supuesto no están todos los que podrían estar bajo los
criterios de selección de ambas antologías.
Volviendo a Richards, su reseña se traduce literalmente
como «El fondo de la pocilga», y títulos e imágenes similares
parecen abundar en las reseñas anglosajonas, como si Bo-
laño fuera un Henry Miller o un Charles Bukowski, aunque
la cercanía se daría en términos de lo que dice del cubano

87
Pedro Juan Gutiérrez, en «El Bukowski de La Habana»
(Entre paréntesis, 212-214). Como bien dice Richards, «se
puede discutir si Chile necesita menos escritores que emu-
len a ‘grandes’ como Proust o Borges, o algunos que desean
producir el equivalente novelístico de ‘Amores Perros’, es-
critores con compasión imaginativa capaces de meterse en
el ‘basurero’ de la sociedad fragmentada y socialmente se-
gregada que es el Chile pos-Pinochet» (8). Dos de las varias
virtudes mayores de Bolaño como pensador son que con po-
cos trazos (en ciertos momentos impresionistas) ha dejado
una visión sociográfica de los jóvenes latinoamericanos del
último tercio del siglo veinte, y a la vez engañó a sus críticos,
haciéndoles creer que los había retratado totalmente, cuando
sólo se dedicó a sus edenes salvajes. Se dio cuenta, además,
que décadas después del regreso a la democracia, muchos
chilenos, no importa cuál sea su afiliación ideológica, todavía
viven en cierto estado de contradicción política y cultural, e
indecibilidad respecto a derecho y soberanía. Bolaño sabía
que como artista no podía ser el idealista afligido, o enajenar
a sus lectores con estribillos nostálgicos y remordimiento so-
bre lo que no se pudo ser o formar políticamente. Llevarlo a
cabo hubiera significado desafilar sus novelas y su urgencia,
o convertirlas en ficciones convenientes sin género puro que
acallaran cualquier sensación de sentirse a la deriva. Por esto
también se nota en su obra un gran equilibrio en la repre-
sentación de un pasado vivo y un presente que luce poco
atractivo. Esta ecuanimidad escritural y temática no le ganó
amigos en su país o en ciertos sectores políticos del conti-
nente que se esfuerzan con chantaje victimista por ser más
virtuosos que otros que han sufrido igualmente, o más, en
otras partes del continente, o en España. La crítica que lo
alaba añadiéndose al montón desafía, porque hace pensar si
sabe leer, o si se tiene un muy peculiar sentido del gusto.

88
Bolaño muere en julio de 2003, y al final de ese año Son-
tag emite la frase con cuya discusión comencé este libro, y
el contexto es el de las listas de «Libros del Año» que pu-
blican periódicos y revistas. El 5 de diciembre en The Times
Literary Supplement Sontag escoge By night in Chile, añadiendo
en su lengua que Bolaño «is commonly said to be the most
influential and admired novelist of his generation in the Spa-
nish-speaking world» (12). El 28 de diciembre de 2003 el
Los Angeles Times Book Review publica exactamente las mismas
palabras (R7), aunque en el contexto de «Libros ignorados».
Pero ojo, Sontag basó su comentario en el manuscrito que
le había enviado una redactora de New Directions de la tra-
ducción al inglés de Nocturno de Chile, y que se sepa Sontag
no leyó otra obra del chileno. Sin embargo, comenzado en
2004, el 11 de enero sale la primera mención acerca del autor
en el canónico (para el público anglosajón) The New York Ti-
mes Book Review, que dicho sea de paso no ha sido generoso
con los nuevos narradores latinoamericanos del cambio de
siglo, o tal vez no se ha dejado engatusar5. La evocación se
publica como una ocurrencia tardía, en la sección «Libros
en breve», y en ella asevera Mark Kamine que en By night in
Chile «el febril hilvanar narrativo y ocasionales toques surrea-
listas de Bolaño recuerdan los clásicos latinoamericanos del
realismo mágico» [sic], agregando, con mayor exactitud, que
5
Antes de ser reseñado un libro es preseleccionado por uno de cinco re-
dactores del suplemento. Determinada su imparcialidad y objetividad, se
elige reseñadores que ya hayan publicado en The New York Review of Books
y revistas afines. Barry Gewen, un editor del suplemento, revela estos
criterios en Susan Lumenello, “The New York Times Book Review as cultu-
ral gatekeeper”, Colloquy Alumni Quarterly [Harvard University] (Summer
2007), 4-5, 20. Gewen asevera que si los latinoamericanos no están repre-
sentados entre los reseñadores “no es por prejuicio de nuestra parte, sino
porque no sabemos quiénes son” (20). Steve Rendall y Zachary Toma-
nelli, “Who gets to review and be reviewed? Authors, book critics drawn
from narrow pool”, Extra! 23. 8 (August 2010), 8-9, concluyen que según
su encuesta sobre quién y cómo se reseña libros políticos, The New York
Times es decididamente sexista y racista.

89
«su protagonista cerebral y préstamos no ficticios guardan
semejanza con Thomas Bernhard y W.G. Sebald» (20).
La autoridad de The New York Times proviene de su suple-
mento dominical y también de las noticias o reseñas literarias
diarias, que tienen similar extensión si el autor es importante.
Selecciono este periódico porque es uno de los pocos en
lengua inglesa que tienen una sección autónoma para libros.
Además de ser incluido ese suplemento todos los domingos,
según datos de 2009, se vende por separado a 23.500 sus-
criptores, y se vende otros 4.200 ejemplares en librerías de
todo el país, así que su importancia es más que simbólica. En
la suya del 16 de enero de 2004 Richard Eder en verdad no
emite ningún juicio sobre el valor de la traducción de Noc-
turno de Chile (particularmente complicada si se considera los
chilenismos), o de la novela como obra literaria. Más bien,
Eder se concentra en las escenas grotescas y paralelos histó-
ricos (Mariana Callejas y José Miguel Ibáñez Langlois), op-
tando por proveer un buen resumen de la trama. Ese gesto
puede implicar que algunos reseñadores dan por sentado
que las obras latinoamericanas dependen de la traducción al
inglés para existir, a pesar de ser muy «latinoamericanas», o
con densas referencias locales.
Por ejemplo, la versión inglesa de La pista de hielo es The
Skating Rink, título con el cual se pierde la alusión a cómo una
pista es también un rastro o una huella, sobre todo cuando
éstas desaparecen en esa novela. Sus títulos no han sido difí-
ciles de traducir, incluso al francés, lengua que ha hecho per-
der todo matiz que contuvieran las novelas más famosas de
Jane Austen, o del difunto Salinger. No es entonces hilar fino
opinar que «The ice rink» hubiera sido mejor, porque Bolaño
muy bien hubiera podido llamar a su obra «La pista de pa-
tinaje», título con que se pierde el hecho de que el patinaje
en hielo no es muy común en el continente latinoamericano.

90
Aunque no seguiré deteniéndome en diferentes minucias de
las traducciones (para Goethe éstas eran parte del tráfico li-
terario internacional) que existen de Bolaño, porque hasta
ahora sus dos traductores constantes (Andrews y Wimmer)
han logrado versiones superlativas y gran reconocimiento
por su trabajo, vale señalar la dificultad de traducir una na-
rrativa en la cual mucho de lo que se narra es que no ocurre
mucho. Entramos así en otra peculiaridad de la recepción
anglosajona de Bolaño: la tendencia a establecer conexiones
poco matizadas entre su ficción y los referentes de los cuales
se nutre. Kate Levin, en su reseña del 29 de marzo de 2004
de Nocturno de Chile para el semanario progresista The Nation,
asevera que es una «novela histórica llamativa» (33), y pre-
tende amonestar al autor por «minimizar» (34) su política,
concluyendo que By Night in Chile «transmite poderosamente
que simplemente no hay cómo ser neutral respecto a regíme-
nes como el de Pinochet» (34). Vale pensar al respecto que la
ignorancia histórica de los lectores será compensada por la
familiaridad con las convenciones narrativas. Por otro lado,
la política de un novelista descalifica sólo cuando no tiene
arte, porque frecuentemente añade a la trama una compleji-
dad moral sutil.
No se debe esperar que Levin tenga una idea de la nueva
novela histórica latinoamericana, o una imagen menos es-
tereotipada de las realidades latinoamericanas de este siglo.
Aunque por lo menos otra reseña estadounidense dice que
«puede que 2666 sea la primera gran novela del siglo xxi»,
por lo general reseñas como la de Levin parecen tener su
propio contexto cultural en mente, en el caso de ella algunas
novelas anglosajonas que frecuentemente terminan en las
mesas de saldos, después de su estatus fugaz como bestellers
«históricos». Es más fructífero pensar en que lo que también
hace Bolaño en sus obras es manifestar que una novela sobre

91
la censura o auto-censura como Nocturno de Chile también es
una novela sobre cómo escribir ficciones. Se puede pensar
que es libresca como palimpsesto o plantilla si se quiere, sin
ser estricta «metaliteratura», sin dejarse contaminar por ins-
trumentos anonadantes como la crítica de su protagonista y
sin tergiversar ciertas convenciones literarias. Si sus «novelas
chilenas» (en principio Nocturno de Chile y Estrella distante y
su pre-texto) son históricas, lo son en el sentido mundial re-
ciente, en que autores serios como Pynchon y Byatt desafían
las tradiciones occidentales que Bolaño conocía muy bien,
viendo ese subgénero como una especie de ciencia ficción
que mira hacia atrás, mezclando elementos que renuevan o
eliminan lo más histórico en las obras: su técnica.
En su reseña «Written on the Sky» de The Daily Telegraph
(17 de octubre de 2004, versión digital) el inglés Chris Moss
capta muy bien cómo Bolaño insinúa en Nocturno de Chile
que la fascinación con el fascismo se extiende a los que más
se oponen a ese tipo de totalitarismo, advirtiendo correcta-
mente que «el giro surrealista de los sucesos podría sonar
como un tropo familiar del realismo mágico, pero Bolaño
está más cerca de Borges en espíritu y estilo». Si es verdad
que el surrealismo está presente en varias de las novelas cor-
tas, nunca aparece como influencia o método excluyente,
sino como nebuloso referente cultural. Así ocurre en Mon-
sieur Pain (publicada en inglés por New Directions en enero
de 2010), también recorrida por las sombras de Edgar Allan
Poe y César Vallejo (nótese el parecido físico con estos), por
no decir nada de la relación entre el surrealismo y el arte del
crimen, según Breton y su Nadja, que Bolaño conocía muy
bien. Vale recordar que los surrealistas franceses ocuparon
un lugar prominente en el despertar hacia una nueva litera-
tura que comenzó en México para el autor. En esa etapa de
su vida seleccionó, tradujo y presentó (en nota no compi-

92
lada) a varios poetas franceses de años más recientes, expe-
riencia ficcionalizada con Belano como protagonista en el
cuento «Fotos» de Putas asesinas6. Si Bolaño es famoso por su
estilo franco y por su determinación de que la prosa válida
debe ser transparente como un vidrio, su estilo, no exento de
coloquialismos o de transgresiones genéricas y relanzamien-
tos estéticos como los de «Fotos», es más una lente que una
ventana. El chileno no sólo se consubstanciaba con sus yos
sino con sus favoritos, ya que tanto Nadja como Prosa del Ob-
servatorio (1971) de Cortázar utilizan fotos (más que dibujos)
para ilustrar su literatura.
Bolaño antes de Bolaño de Jaime Quezada, es un testimonio
aparentemente cercano de una parte inicial de la biografía
que está por construirse para el autor (véase Bolognese, «Ro-
berto…»), una que deje de repetir que también fue vigilante
nocturno, vendimiador en Francia y vendedor de bisutería.
El libro debía haberse titulado «Yo y Bolaño», porque con-
vierte al novelista en testigo del protagonismo de Quezada,
y de sus especulaciones a posteriori de qué habría dicho o
hecho su amigo. Para ser exacto, no hay la intimidad e in-
terés que se pueden aproximar a una biografía, ni tampoco
la franqueza que linda con el exhibicionismo, como en las
autobiografías más novedosas. Hoy, ayudadas por agentes y
editores, otra sinceridad es la norma, y las memorias y los
testimonios quieren parecer repugnantes, lo cual revela algo
sobre nosotros mismos.
Tales memorias implican que nos están dando toda la his-

6
Compárese la visión general de ese cuento con su poco conocido o citado
texto «Nueva poesía francesa. El universo hinchado», Plural 64 (Enero
1977), 20-24. En él presenta 12 poetas con un poema cada uno. Hoy se di-
ría que su nota es clarividente respecto a su poética cuando afirma «Here-
deros de la rabia, protagonistas desesperados de sus propios poemas, via-
jan por países en constante agonía y nacimiento» (21). Manteniendo cierta
coherencia ideológica, si no estética, Bolaño comienza a publicar en Plural
luego de que el PRI cerró su gestión (véase Bolognese, «Roberto…»).

93
toria, pero son idiosincrásicas en concepto, menos compren-
sivas y formalmente rígidas que una autobiografía.
Es más, no hay manera de probar nada de lo que dice Que-
zada, que se presenta como un figurón del compromiso con
el socialismo, para argüir de manera seudo-poética que Bo-
laño lo compartía, lo cual es innecesario con los chispazos
biográficos que ya teníamos del novelista que nunca cedió
al sensacionalismo o a solidaridades de pacotilla en su obra.
Así nos enteramos entrelíneas que la familia Bolaño-Avalos
era de clase media, que fue a México «en busca de mejores
horizontes laborales» (15), y que no era «nada de tradicional o
convencional» (16). ¿Por qué la obsesión con su vida? La acu-
mulación de testimonios como el de Quezada, que por lo me-
nos tiene razón en confirmar que era un lector empedernido,
pretende ilustrar o explicar su arte, pero lo que ocurre es lo
inverso: lo conocemos mejor a través de sus escritos, sin tener
que socavar el valor de ellos. Tales memorias se pierden en el
mar de gente de quienes nunca hemos oído, que escriben de
manera poco interesante sobre algo que no es excepcional,
aparentemente sin darse cuenta del lugar común que son sus
arrugas, o sin haberse enterado que muchos otros ya habían
escrito sobre su tema.7
No obstante, como sabemos del interés de Bolaño por
el surrealismo, un fragmento del libro de Quezada, de ser
positivamente verídico, podría instruir acerca de la reacción
y relación de Bolaño con el movimiento, o revelarnos algo
desconocido. Se trata de la parte llamada «Conversaciones
con Octavio Paz» (75-93), y recordemos que en la época re-
pasada Bolaño tenía entre diecisiete y dieciocho años. Allí
Quezada nos transmite algunos de los tics de Bolaño, que
7
Roberto Brodsky, buen conocedor de la obra, pretende hacer algo similar
a Quezada con los años 1998-2003. En su «Bolaño antes de Bolaño», hay
suposiciones que surgen de una mezcla sui generis de anecdotario y frases
hechas, sin añadir información pertinente o novedosa, sólo especulaciones
bien intencionadas que podrían emitir otros admiradores de Bolaño.
94
obviamente nunca podremos comprobar. Al fin de aquella
sección Quezada, «halagado» de su encuentro con Paz, le
dice a Bolaño, «(que continúa leyendo desde la mañana Cien
años de soledad)» (83), que debía haberlo invitado. Bolaño le
responde: «¿Y si me hubiese quedado dormido?» (83). En
ningún momento Quezada, quien tampoco detalla las dife-
rencias literarias que hicieron que se distanciaran, coteja esos
«hechos» con la visión que Bolaño da de Paz, Monsiváis y
otros seres «reales» en Los detectives salvajes que los críticos
están tratando de descifrar todavía, o nos ilustra respecto a
correspondencias tangibles con el desarrollo posterior de su
amigo. Piénsese entonces en lo fructífera que sería la recep-
ción de Bolaño en otra lengua si se hablara con conocimiento
de causa, o pensando en la naturaleza paradójica de intimi-
dad y distanciamiento que surge de cualquier interacción in-
humana mediada. La práctica de Bolaño es «surrealista» en el
sentido actualizado que lo sería la de Vila-Matas y Aira, no la
de los intensamente desagradables franceses del siglo veinte,
porque estos tres exaltados delirantes nunca pretenden re-
conciliar las metas totalmente diferentes del surrealismo his-
tórico: la sensibilidad artística y la revolución social.
Como solución a esa paradoja centrada básicamente en
la cultura europea los latinoamericanos optan por despegar
desde una política del deseo, definida ampliamente y sin filo-
sofías totalizadoras. Por esto, con sus libros no se dirigen o
se quedan en la obsesión, o la sacan de ellos, sino que salen
de sus hogares, abriendo una brecha conceptual para la di-
ficultad vital que generalmente acompaña a toda obsesión.
Otra manera de decirlo es que no hay que dejar rastros o
citas de filósofos para expresar una especie de filosofía, si
por ésta se entiende un sistema. Por ejemplo, además de que
el narrador es extremadamente culto, en Nocturno de Chile se
puede notar a Platón y el Camus de La chute (sobre la mala

95
fe), o se puede pensar en que respecto a la estética después
de un holocausto Bolaño es un Theodor Adorno sin la ideo-
logía, tema al que volveré en la parte «Siempre seré un poeta
del D.F». No obstante, después de que en enero de 2009
salió a colación si el viaje de Bolaño a Chile en 1973 verda-
deramente se dio, Quezada dice: «Lo que sí resulta un mito
a estas alturas de los tiempos, es la vinculación de Roberto
Bolaño con el golpe de 1973» (2009: A10).
Éste es el mismo amigo que publica un libro sobre el pa-
sado del autor, pasado que obviamente tiene mucho de fic-
ción, y no de Bolaño. Es más, Quezada afirma, siempre a
posteriori: «Todo lo demás es invención […] incluida aquella
historia de los policías militares ‘compañeros’ de colegio»
(2009: A10). Si lo es, los narradores de Bolaño tenían con-
ciencia de ella, y el narrador de Los sinsabores del verdadero po-
licía lo precisa: «Por lo demás, lo que Amalfitano sabía de los
chilenos sólo eran suposiciones, hacía tanto que no los veía»
(129, énfasis suyo). El problema es que un testigo de «aden-
tro» encuentra compañía en una comunidad auto-selecta y
teóricamente innumerable, la cual en principio puede incluir
a cualquiera. Tendemos y debemos creer más a las mentiras
ficticias que a las verdades de la realidad, porque aquéllas se
basan en la simple verdad de que un mundo sin mentiras es
un mundo sin arte, lo diga Oscar Wilde o lo actualicen y re-
finen autores mundiales como Vargas Llosa y A.S. Byatt. Es
el mismo Wilde que aseveró «Nunca leo un libro que deba
reseñar; te despierta tantos prejuicios». No así las novelas
cortas de Bolaño, que presentan la realidad como un mundo
asistemático de ajustes constantes, como una caravana de
sorpresas extensas y peliagudas. En ese mundo las realida-
des se dan empujones y el ego de los personajes es agra-
viado por la otredad de los mundos en que se encuentran.
Sin duda, esto obliga a sus traductores a tratar de ser fieles

96
al original y a la vez activistas o libres en su quehacer, pero
obviamente esa obligación no ha afectado a los testimonios
de sus allegados.
Hubo que esperar hasta los meses finales de 2004 para
leer más en inglés sobre la obra del chileno, y se ha pasado
a Distant star, versión, obviamente, de Estrella Distante. The
Times Literary Supplement [5301 (5 de noviembre de 2004)]
reseña Distant star, junto a la versión original de Los Detectives
Salvajes, publicada seis años antes. La nota nos deja con la
pregunta de si la recepción en inglés de Bolaño es más un
desencuentro que un destiempo, y veamos por qué. El re-
señador, Stephen Henighan, diferente de otros, puede notar
la función del humor en una novela que cree agria. Conse-
cuentemente arguye que la novela no refleja a un gran artista
corrompido por el fascismo, sino lo que pasa por arte en
un régimen fascista y lo que le cuesta al individuo producir
un kitsch desalmado, concluyendo que «al flotar por encima
de la refriega ideológica, Estrella distante logra un relato con-
movedor y desconcertante de un hombre dejado sin timón
por la pérdida de su humanidad» (23). Pero tal sea inevita-
ble para la crítica extranjera que lee a Bolaño como «escritor
extranjero» examinar sus referentes nacionales. Uno puede
notar cómo una actitud pedagógica podría crear los supues-
tos conceptuales para imaginar una nueva nación, pero no
siempre cómo esa actitud se puede proyectar globalmente.
Que Chile o Pinochet sean el fondo de una novela no quiere
decir que la obra no se puede escapar de ellos, porque cabe
admitir que, después de todo, el Chile que entonces reco-
nocía Bolaño era más de oídas y lecturas que de una expe-
riencia personal y prolongada. Esto no quiere decir que su
narrativa no transmita la pérdida de presencias, no objetos,
que son las inspiraciones del arte. Más bien, más que retratar
al dictador o su dictadura, Bolaño quiere transmitir cómo

97
la mitología pública se ubica en el lugar donde colisionan
historia, leyenda y memoria, no para proveer una cartografía
del dictador, sino para explorar la naturaleza de la identidad,
y sobre todo la creación de la posteridad.
Así, en el Sunday Telegraph del 12 de diciembre de 2004 Ian
Thomson manifiesta que By night in Chile «capta brillante-
mente el ambiente machista [sic] de Pinochet y su cohorte»,
mientras que Distant star, «su mejor novela», es una «inolvida-
ble adición a ese género tan gastado, la ‘novela del dictador’
latinoamericana». A los pocos días, el 26 de diciembre, en
el San Francisco Chronicle Glen Helfand manifiesta tibiamente
que Distant star es «en última instancia, una picaresca severa»,
en que «estos chilenos encarnan temas de desaparición, pér-
dida, asesinato, exilio y ocasionalmente triunfo personal»
(E5). Juntas, estas dos reseñas revelan que la tendencia an-
glosajona es leer la producción ficticia latinoamericana de
acuerdo a los referentes históricos o empíricos que se pueda
traslucir en el texto, lo cual es factible. Hay que considerar
otro hecho. En el caso de las que se podría llamar «novelas
chilenas» (término que dejaré de entrecomillar) de Bolaño,
la sorpresa de su fin llega estropeada por la historia, y la ad-
herencia de esas novelas a cualquier cliché nacional no será
suficiente para remover alguna duda sobre el contexto ma-
yor. Dicho de otra manera, en esas novelas el balbuceo de los
registros discursivos imitan la incoherencia de las luchas po-
líticas, una reyerta en la cual ambos lados están en peligro de
convertirse en moralmente indistinguibles. En verdad parte
de lo que convierte a todas sus novelas en profundas y me-
morables es cómo la emoción de la violencia, su seducción,
siempre está en juego con una revulsión moral palpable.
Más allá de no notar el metamensaje de esa «imprecisión»,
esa tendencia extranjera de generalizar sobre los trasfondos
históricos o la memoria colectiva de la literatura del conti-

98
nente latinoamericano en verdad mantiene o crea estereoti-
pos contra los cuales Bolaño y sus pocos pares coetáneos no
dejan de luchar. Consciente de que la memoria es el capital
esencial de todo escritor serio, también intuía que, por apa-
sionadas que hayan sido sus fugaces e improbables reminis-
cencias de Salvador Allende y su época, empapar su narrativa
de lágrimas revolucionarias carentes de perspicacia histórica
y política era contraproducente como ausencia estructurante,
y sabía que efectuarlo era volver al tipo de literatura com-
prometida que siempre rechazó. Tampoco se convirtió en
portavoz de nadie, porque no ignoraba que auto-ungirse esa
peligrosa tarea era abrirse a acusaciones de los que hubiera
pretendido servir, quienes fácilmente habrían preguntado
quién le dio el derecho de hablar por ellos. Por otro lado,
tenía conciencia de que cuando se viste los problemas con
ropaje guerrero, se aumenta innecesariamente lo que anda
mal en la realidad subyacente y en los comportamientos que
ella oculta. Bolaño además sabía bien que el mejor camino
para lograr una concertación estética que tiene como base
la política entre diversos grupos partidarios y sociales no es
ciertamente el de estigmatizar a los más variados sectores
con pretensiones moralistas, sino obligarlos a pasar por la
persuasión artística (como en Amuleto), no por una presun-
tuosa imposición ideológica que cree que esa es la única ma-
nera de producir una literatura mundial mayor.
Por las consideraciones anteriores, su atención a la violen-
cia universalizada (global según Franco y Villalobos-Rumi-
nott) sería el único doblar de la rodilla ante la geopolítica, y
como nunca hizo una genuflexión hacia lo exótico, su narra-
tiva es frecuentemente como la historia misma del género,
una negociación entre lo real y lo casi fantástico. Precisa-
mente, cuando ficcionaliza su breve experiencia con el Chile
de Pinochet en el relato «Detectives» de Llamadas telefónicas, la

99
transforma desde la perspectiva de los policías que presunta-
mente le ayudaron a evitar el destino de sus compatriotas que
sí se quedaron en su país. No obstante, como argumentaré en
todo Bolaño traducido, los asuntos políticos ficcionalizados son
difíciles de aquilatar, sean de actualidad, alegóricos, o simple-
mente atmosféricos. No hay duda de que la ambigua sombra
de su experiencia en su país persiste en su imaginario, y que
las inquietudes que le produjo pueden ser notadas en el aire
de los marcos sombríos de su narrativa. Pero también es claro
que la mayor fuente de energía de sus relatos yace en otro
lado, y en particular en las fuerzas electromagnéticas del de-
seo, celos y envidias representados, como en la violencia y la
concisión que permite el género de la novela corta.
En «Para una crítica de la violencia» (1921) Benjamin pre-
senta un marco para discutir el tema de la violencia en el arte.
Más allá de que, entre otros pensadores, Derrida y Žižek se
basen en ese ensayo para sus propias ideas sobre el tema, Ben-
jamin, siguiendo a Georges Sorel, postula que la ley se funda
en la violencia, y la justicia requiere violencia para legitimarse.
En cierto sentido, en sus novelas chilenas, y antes en La litera-
tura nazi en América, Bolaño traduce el tono horroroso, místico
y apocalíptico de ese ensayo de Benjamin. No hay que ser aca-
démico (véase Franco y Villalobos-Ruminott) o un posmoder-
nista cultural con el ubicuo alemán para notar la indecibilidad
entre violencia y derecho o justicia, y violencia y no derecho
que quiere transmitir el chileno, ocurran o no en lo que De-
rrida llama «estados canallas». Por ese tipo de sutileza ante un
tema demasiado politizado y teorizado, nunca dejó de admirar
la obra comprometida y denunciatoria (tipología que le queda
corta) de un narrador como Castellanos Moya, sobre quien se
expresa con admiración en un texto de Entre paréntesis (171-
173) que se ha empleado como prólogo en una edición en
inglés de una novela de su contemporáneo centroamericano.

100
A su vez, Castellanos Moya publicó una apreciación ge-
neralmente convincente del «mito Bolaño» a la que volveré,
y reseñó la versión en inglés de Los detectives salvajes el 17 de
junio de 2007 para el periódico Pittsburgh Post-Gazette, que cito
por la versión digital. Allí recuerda: «Hace siete años, cuando
leí Los detectives salvajes por primera vez, el ritmo efervescente
de su prosa me impresionó profundamente (un ritmo muy
bien traducido al inglés), como la intensidad con la cual se
expresan personajes que viven en los márgenes». Castellanos
Moya concluye que Bolaño «es el escritor más importante de
su generación», manifestando antes que lo que le impresiona
es el fino oído del chileno, «que puede crear tantas voces di-
ferentes magistralmente, cada una de ellas contando una his-
toria». Se puede pensar que Bolaño lo hacía para no quedarse
sin voz, el tipo de horror del que nunca tuvo mucho, porque
era un acróbata experto en la mímica y la gimnasia literaria
cerebral, sin la pasión mórbida por estar al día teóricamente.
En términos de ambos autores, y del mayor contexto de
la narrativa que desnacionaliza, y la gama que va desde al-
gunos autores del Crack hasta Fernando Vallejo, y pasando
por algunos latinos residentes en Estados Unidos, lo que
une a Bolaño y Castellanos Moya es la sofisticación dis-
cursiva («estilo» no basta) con que reconstruyen su idea de
una «nación». En el debate que he mencionado, Echeverría
ha notado la aplicabilidad de estos giros (y una solución) a
otros narradores hispanoamericanos de este momento, que
confrontan relaciones encontradas entre localismo, periferia,
canonización, internacionalismo y comercialización: «Exci-
tar y explotar la complejidad y la riqueza durmiente de su
propio medio cultural en lugar de evadirse de él. Explorar,
aun en su propio marco reducido, su relación con literaturas
aún más pequeñas, y las tensiones que conlleva su existencia.
Profundizar y normalizar, sin allanarlas, las particularidades

101
locales de su lengua» («Por una literatura…» 27). Sin duda,
este contexto se complica con Bolaño, porque su literatura
fue pequeña y al convertirse en mayor ha ayudado a definir la
pequeña, y lo hizo sin los incentivos de su generación, opti-
mizando un modo señalado por Echevarría: «Nada de sacar
pecho, ponerse de puntillas y postularse como una potencia
más, exaltando propagandísticamente los propios méritos y
hazañas, harto relativos más allá de las propias fronteras»
(«Por una literatura…» 28).
Diferentes de varios existentes narradores charlatanes de
la memoria de dictaduras variopintas, Bolaño y Castellanos
Moya también demuestran que la verdad manifestada es una
ciencia elusiva, que tener hoy información disponible re-
pentinamente sobre prácticamente todo el mundo también
quiere decir que el que narra la memoria no puede creer te-
ner acceso exclusivo a los detalles de su propia vida. Bolaño
estaba tensionado entre representar el poder de la memoria
e historias colectivas y la complejidad de la perspectiva histó-
rica verificable, con el elemento añadido de que su memoria
reconocía que lo que se recuerda es lo importante, y se con-
vierte en parte de la conciencia de la gente. Precisamente, ese
proceder ya está presente en el «Epílogo de voces: La senda
de los elefantes» al final de Monsieur Pain, cuya narración de
las muertes de los personajes menores, desde varias perspec-
tivas, se anticipa a la polifonía épica de Los detectives salvajes.
Así, tanto él como Castellanos Moya desinflan o se distan-
cian de la retórica sobre la violencia y el crimen que todavía
define a las novelas de los practicantes latinoamericanos del
género, aquellos que siguen intentando entrar por la puerta
trasera a la memoria de la nueva literatura mundial. Hay que
recordar que antes de que este término comenzara a adquirir
cualquier tipo de identidad cultural o histórica coherente, era
una categoría definida sin excesivo rigor, razón por la cual

102
tantos académicos se golpean entre sí tratando de llenar las
brechas conceptuales.
La memoria sería entonces un excelente sirviente, pero
un maestro terrible. Es más, cuando uno falsifica su propia
vida, más tarde uno puede abrirse y ser generoso al relatarla,
extraer de ella para cualquier ficción que uno quiera escribir,
confiado de que la seguridad del yo verdadero está protegida.
En ese proceder interviene el arte, para corregir la ambición
de los autores plañideros latinoamericanos que sólo satisfa-
cen a una crítica igualmente quejumbrosa. Narradores como
Bolaño y Castellanos Moya saben que la verdad artística es
banal en términos cognoscitivos, y que el arte no puede servir
como salvación general, porque las masas no tienen acceso
a ese tipo de arte, ni siquiera como consumidores. Ambos
escriben una prosa contorsionada por el deseo y la culpabi-
lidad, como si estuvieran tratando simultáneamente trans-
gredir y expiar por haber transgredido. Por ende la narrativa
de ellos es más bien, y en su mayoría, una exploración de las
zonas traslapadas o colindantes de la memoria, el tiempo,
y la narración misma, con el resultado de que la memoria
y el recuerdo son el tema, método y meta de lo narrado y
lo que se ha llamado «desnarrado»8. Leer narrativa como la
de Bolaño, que no se puede leer igual en formato digital, es
un cambio cognoscitivo a otro tipo de mundo, más que una
adaptación específica a un medio o a un contrato mimético
entre lectores y autor, aunque según una encuesta norteame-
ricana, la compra de libros impresos aumentó un 9% durante
2010, mientras que la compra de libros electrónicos aumentó
un 176%. No obstante, ha surgido el problema de que los
8
Por «desnarrado» entiendo las frases, pasajes y términos que consideran
lo que no pasa, y que puede involucrar las fantasías no realizadas de un
personaje, tales como ilusiones y esperanzas perdidas, cálculos falsos, un
giro que la narración no toma, o una estrategia narrativa que el narra-
dor no adapta. Me baso en Gerald Prince, «The disnarrated», Style 22. 1
(Spring 1988): 1-8.
103
libros electrónicos pueden costar más, y si han convertido
la lectura en una actividad más fácil, vale preguntarse si la
mejor manera de darle sentido a un texto complejo como
2666 es leyéndolo en un formato imperfecto, porque des-
pués de todo, la lectura digital no gira en torno a la facilidad
del formato del libro y capacidad de supervivencia, sino en
torno al carácter subversivo y entendimiento, en forzar al
cerebro. Por otro lado, mientras más se reemplace objetos
como los libros con sus homólogos digitales o virtuales, el
público convertirá el libro físico en fetiche. La materia del
libro impreso es un desafío para los libros electrónicos, por
convenientes que estos sean, debido a que tendemos a recor-
dar el aspecto físico de un libro que queremos.
Dadas esas condiciones la práctica del chileno es el feliz
resultado de varios aprietos, y resultó en momentos magis-
trales. En la que todavía se considera la última entrevista con
Bolaño, para la edición mexicana de Playboy y ahora recogida
en varias publicaciones y en Entre paréntesis, Maristain le pre-
gunta qué le hubiera dicho a Salvador Allende de conocerlo.
Bolaño responde categóricamente: «Poco o nada. Los que
tienen el poder (aunque sea por poco tiempo) no saben nada
de literatura, sólo les interesa el poder […] Suena un poco
melodramático. Suena a declaración de puta honrada. Pero
en fin, así es» (333). Es la misma entrevista de la cual se cita
frecuentemente que lo que le aburre es «El discurso vacío
de la izquierda. El discurso vacío de la derecha ya lo doy
por sentado». En su narrativa, sobre todo en sus cuentos
y en la relectura de la falta de autocrítica de las izquierdas
desde su izquierda en Amuleto, todo impulso melodramático
se suprime a favor de una precisión tranquila que sirve para
intensificar y demorar a la vez el impacto emocional de los
descubrimientos de la trama, especialmente cuando se vis-

104
lumbra un tono político. Bolaño quiere decir algo más con la
referencia a Allende.
Principalmente, quiere observar que los personajes de su
propia narrativa, sean bosquejos rápidos o plenamente desa-
rrollados –según Forster en Aspectos de la novela (1927), todo
libro necesita un poco de ambos– no habitan una estricta
realidad social latinoamericana, e importan porque no son
muy diferentes de algunas personas reales. Por eso es fácil
sugerir que algo anda mal con estos personajes, sobre todo
los que son autobiográficos en sus novelas extensas, aunque
es más desconcertante considerar que ellos ven algo malo
en nosotros. En última instancia, la actitud de ellos significa
que son de Bolaño, un turista literario mundial para quien la
coherencia yace en el camino abierto y el idealismo de la ju-
ventud. O sea, aun cuando la caracterización de los persona-
jes se distancie de lo que es esencial en la naturaleza humana,
todavía es posible que los otros componentes de la novela
(obviamente siempre susceptibles a la experimentación) afir-
men su solidez: entorno, historia, ideas, lenguaje, símbolos,
técnica narrativa, trama.9
Bolaño aprendió bien que credos como el anarquismo de
su juventud o el pacifismo progresista de los que le rodeaban
políticamente, que parecen o implican renunciar completa-
mente al poder, en verdad alientan ese deseo. De la misma
manera, en estas novelas chilenas se transmite que todo se-
creto rara vez es particular, y lo que no está a la vista y es
excluido de las discusiones tiende a multiplicarse y expan-
dirse. Por eso no desmenuzó la importancia de ese momento
histórico, sino que le permitió a ese choque bullir lentamente
desde los personajes. Tanto en esas novelas como en los
9
Como bien dice Frank Kermode –en el capítulo «Aspects of aspects»de su
Concerning E.M. Forster ( 3-27)– al cotejar las ideas de Forster con el desarro-
llo de la narratología, no hay nada recóndito en la nueva terminología acerca
de la diferencia entre «historia» y «trama», ni le interesaba a Forster (12-22).

105
cuentos predominan la pantomima escapista de comportarse
como una persona mayor, la huida sutil del compromiso y la
responsabilidad, aun cuando disfraza esos actos astutamente
como una búsqueda de todos esos sucesos. En estas obras
más cortas los héroes y los villanos no están separados por
esencia metafísica sino por elecciones, hábitos y la durabili-
dad de sus instintos éticos naturales. Considerando que Bo-
laño frecuentemente tergiversaba su realidad y la de otros,
veamos qué pasó en la primera visión de conjunto y presen-
tación de él en Estados Unidos como narrador, que no se da
hasta finales de enero y principios de febrero de 2005, en The
San Francisco Bay Guardian, semanario cuyo público principal
no es en verdad la comunidad diversa de aquella ciudad.
Firmada por Marcelo Ballvé, sus cinco secciones presen-
tan a Bolaño como «cronista de utopías latinoamericanas es-
trelladas». En realidad, el texto es una reseña de Distant star
y By Night in Chile, pero es previsible que Ballvé tenga que
proporcionar una presentación del autor, incluyendo hechos
ampliamente conocidos por los lectores latinoamericanos,
con frases banales como «Para Bolaño, América Latina no es
sólo un espacio geográfico sino un estado mental» (4), y éste
es un patrón que continuará por algunos años en las notas
críticas de lengua inglesa. En su reseña de 2666, a la cual me
refiero posteriormente, Michael Saler, dice con razón que «la
prensa [anglo]americana ha derrochado más atención a este
escritor fallecido y su novela traducida que lo que normal-
mente le conceden a autores vivos que escriben en inglés»
(2009: 19), aseverando que «muchos de sus temas resona-
ron con los impulsos puritanos y románticos de la tradición li-
teraria americana» (2009: 19, énfasis mío). O como afirma
Wimmer: «Los escritores que son conocidos en el mundo
anglohablante simplemente como grandes novelistas son
figuras más complicadas en casa» (xiii). De hecho, Bolaño

106
no es un Michel Houllebecq, ni se sentía irritado como el
francés por su propia figura literaria, a pesar de que los dos
compartían la opinión de que la poesía es el arte máximo.
La pregunta obvia es si otros narradores latinoamericanos, y
Houllebecq, han tenido la misma fortuna al ser traducidos al
inglés, porque en menos de una década Bolaño ya no nece-
sita presentación.
No obstante, al principio cierta retórica y falta de precisión
definió la progresión vital y estética de Bolaño, cuando se lo
llama «de persuasión izquierdista», comentario incluido en
«In the hands of chilean exile, politics is a thrill ride», reseña
publicada el 31 de enero de 2005 en el Los Angeles Times por
el escritor mexicano-americano Ilan Stavans. Insólitamente,
se ha empleado sus exabruptos en las contraportadas de al-
gunos libros de Bolaño, e iré explicando por qué me parece
extraña esa decisión. Stavans demuestra una visión patente
del escritor menor que se pone a leer a un artista verdadero,
a la vez que mucha ligereza por emitir juicios comparativos
seudo-políticos, cuya hipérbole se distancia olímpicamente
de analizar la novela del chileno con autoridad. Dicho de
manera directa, no tiene sentido enfatizar la economía de un
valor cultural para preservar un tipo de estética basada en
gustos personales que otros no comparten necesariamente
con un reseñador. No todo gusto se transmite en traducción,
pero eso no elimina su valor intrínseco o su atractivo en la
lengua que lo produjo. Bolaño, como T.S. Eliot, sabía que
ningún artista produce arte mayor por medio de un intento
deliberado por expresar su personalidad, y como Benjamin,
a quien no debemos exclusivamente la incentivación de las
relaciones entre arte y política, el chileno sospechaba que el
aura de una obra no surge del análisis formal sino que ocurre
en un momento de distracción. Una crítica mayor que se le
debe hacer a Stavans al respecto es que exagera la impor-

107
tancia contemporánea de lo que está de por medio, como
examino más adelante respecto a 2666.
En la que acaso sea la recensión más detallada de Dis-
tant star, la recientemente fallecida Aura Estrada también se
siente obligada a darnos un recorrido por la vida y obra del
autor, además de una forzada comparación final con Borges,
que parece ser otro deber que se han asignado los reseñado-
res de la prensa anglosajona. Pero ojo, esto no es nada dife-
rente de lo que efectúa con otro estilo Javier Huerta Calvo
en «Roberto Bolaño entre el enigma y la leyenda» (16-23),
del número de marzo 2010 ya mencionado de Leer, y no se
entiende para qué a estas alturas. Así, la lectura de Estrada es
correcta, pero no pasa de progresar de acuerdo a la trama, lo
cual socava la intención de invitar a un público extranjero a
descubrir un autor emocionante. Por estas razones, cuando
en agosto de 2007 reseñé Amulet (entonces la más reciente
de las novelas cortas traducidas al inglés) para World Litera-
ture Today –en donde he publicado reseñas breves de otras
obras suyas y un artículo general que presenta a Bolaño– me
propuse conectar esa versión de la mal o poco leída Amuleto
a preocupaciones mayores, a su simbología y la producción
posterior del autor. Hay que fijar que aquella principal revista
estadounidense se ha dedicado históricamente a dar noticias
de la literatura mundial durante casi noventa años, aunque
ahora presta mayor atención a las literaturas asiáticas, afri-
canas y de Europa del este escritas en inglés con que se está
armando la nueva literatura mundial. Paralelamente, lo que
no parece captar la mayoría de las reseñas en inglés de la na-
rrativa breve de Bolaño, por lo menos para las cuatro novelas
cortas traducidas hasta esta fecha, son las fórmulas basadas
en la ambigüedad que emplea el chileno para ampliar o cam-
biar lo que en la práctica es su género preferido, no importa
qué haya dicho o hecho con la poesía.

108
Para sus novelas «menores» hay otro factor que quizá ex-
plique la tendencia descrita, y es el hecho de que el autor
produjo la mayoría de sus novelas cortas rápidamente, sa-
biendo que se encontraba muy enfermo y que, acaso, no sólo
quería posibilitar el mantenimiento de su familia sino dejar
un legado cultural, como han argüido algunos de sus amigos
presuntamente íntimos y queda fijado en sus últimas entre-
vistas. Bolaño le transmite la sensación de ese dispositivo
personal a su público quitándole al relato todo detalle ex-
terno, menos uno, su sutil injerencia emotiva, que se queda
en la imaginación de los lectores frecuentemente como fina
ironía. Tal vez tenía en mente una idea democrática respecto
a los lectores, que Kermode considera de la siguiente ma-
nera: «Es inmodesto proponer que al hacer a la gente leer
estas cosas [ciertos tipos de libros] les estamos mejorando
ética o cívicamente. Lo único que nos atrevemos a reivindi-
car es que les estamos haciendo mejores lectores» (8-9). Si
es verificable que este procedimiento se encuentra más en
los cuentos de Bolaño, hay que pensar también en el hecho
de que el autor hizo que aquellos se nutrieran de sus novelas
cortas, y viceversa, como que un género fuera un ejercicio de
calentamiento para otro. Por otro lado, en la ruptura entre
ética y política, sus novelas cortas hicieron imposible ignorar
cómo uno se puede estancar entre vida privada y vida pú-
blica, moral personal y Realpolitik.
En una entrevista reciente con Gabriel Pasquini, James
Wood, que como veremos es bastante responsable de la gran
acogida anglosajona de Bolaño, dice: «Mi impresión es que
es más fuerte en sus nouvelles, como Nocturno de Chile» (80).
Es una impresión, porque los reseñadores no pueden saber
siempre que Nocturno de Chile, por ejemplo, es una reelabo-
ración de una combinación de relato, crónica y entrevista
similar al primer «relato» que paso a describir en la próxima

109
parte. En agosto de 2009 New Directions publicó la traduc-
ción de La pista de hielo (1993), que a pesar de haberse publi-
cado también en una edición chilena (1998) y otra española
(2003) no ha tenido la acogida en español por la cual apuesta
la editorial neoyorquina. Como detallo inmediatamente, la
negativa se ha dado tal vez porque en esa novela parodia,
como el cuento «El gaucho insufrible» hace con Borges, las
novelas de detectives y las novelas «basura», de manera se-
mejante al proceder utilizado en Monsieur Pain, que algunos
críticos quieren leer como literatura fantástica. En esas obras
Bolaño transmite la sospecha de que si la parodia es funda-
mentalmente un tipo de subversión, en una cultura como la
que lo rodeaba –en la cual casi todo es semiparódico, y pocos
conocen los originales en que tiene que depender la forma,
y todo se presenta con guiños exagerados de autoconcien-
cia– tal vez era hora de mostrar los límites de ese género.
En éstas y en la de mayor extensión los rasgos de la novela
de detectives son esencialmente una alegoría, freudiana si se
quiere, en que el detective y el «criminal» son dos aspectos de
la misma personalidad. Aunque su aseveración es demasiado
general, y la comparación con Pynchon y Sebald pasajera,
Villalobos-Ruminott está en lo correcto al decir que debido a
que su narrativa no se puede reducir a la economía alegórica
del anti-imperialismo tradicional, «Bolaño exige un enfoque
diferente que enfatice los nexos entre sus obras y las de la
tradición literaria mundial relacionada al indescifrable ‘acon-
tecimiento’ de la guerra» (200). Como para el resto de sus
novelas cortas, y teniendo en cuenta el límite intencional y de
valor de sus alegorías como instrumento cósmico, está por
verse qué efecto de bumerán terminará teniendo la publi-
cación de 2666 en ellas, aunque hasta este momento parece
hacerles sombra más que favorecerlas.
Así, hasta 2011, con la excepción de The New York Times

110
y The San Francisco Chronicle, The Skating Rink no había sido
reseñada en revistas de cultura general, sólo en publicacio-
nes de público limitado, como el periódico estudiantil de la
Universidad de Harvard y la revista digital The Quarterly Con-
versation. Pasa casi un año y medio hasta que The Times Literary
Supplement reseña la edición inglesa (Picador) de The Skating
Rink, en su número del 24/31 de diciembre de 2010. Este
destiempo, que obviamente afecta a novelas póstumas como
El Tercer Reich y Los sinsabores del verdadero policía, interviene rei-
teradamente, porque para mediados de febrero de 2010 The
New York Times ya había reseñado positiva aunque tibiamente
la traducción de Monsieur Pain. The Times Literary Supplement
no la reseña hasta febrero de 2011. En ella Adam O’Riordan
asevera correctamente que Monsieur Pain es «una prueba» para
las novelas extensas, «bien servida por una traducción nada
borrosa y calmada de Chris Andrews» (20), y señala relacio-
nes con La literatura nazi en América, concluyendo que la no-
vela «es un misterio en el cual el misterio no se resuelve» (20).
Otro destiempo: comenzando con su número 196 The Paris
Review (Spring 2011) publicó la traducción de El Tercer Reich
en cuatro entregas, en traducción de Wimmer, primera vez en
cuarenta años que dedica ese tipo de atención a un autor. Los
editores de la revista aseveran: «Desde la primera oración The
third reich tiene sus distintivos. La ironía, la atmósfera de an-
siedad erótica, el narrador no confiable; todo anuncia su obra
posterior. El joven novelista habrá estado regocijado, y posi-
blemente alarmado de descubrir su talento tan bien formado»
(184), y para la segunda entrega del número 197 (Summer
2011) se limitan a dar la trama.
Esta visión hubiera ayudado mucho antes, porque tampoco
se debe perder de vista en estas evaluaciones que Bolaño pu-
blicó sus novelas cortas durante el momento en que prolife-
raban y se reciclaban, por enésima vez, varios anuncios acerca

111
de la «muerte de la novela» o sus crisis, alarmas que hay que
contextualizar con similares defensas del género. Así, en su
reseña de The Skating Rink para The Times Literary Supplement,
Boyd Maunsell expresa acertadamente que «como su obra tar-
día, [la novela] es una especie de enigma que va creciendo hasta
llegar a lo inexplicable» (25), precisamente porque la nuestra
es la época de la novela, por lo inexplicable. A la vez, Boyd
Maunsell manifiesta un axioma sobre la narrativa del chileno:
«Claramente intrigado por el arrastre de ciertas escenas y su
habilidad para atraer nuestra mirada, como por las escenas
mismas, construye historias en torno a fenómenos como crí-
menes, deportes y textos literarios, que confiablemente atraen
a observadores, comentaristas e intérpretes» (25).
De acuerdo a un recuadro de Carles Geli en El País del
22 de marzo de 2009, Anagrama y el consenso crítico, la
novela (según Montané, se iba a llamar «La estrategia medi-
terránea») fue escrita en 1989, y gira en torno a un alemán
«que querría ser un gran escritor pero que se ha de confor-
mar con ser el campeón de juegos de guerra de Stuttgart»
(43) y se va a la Costa Brava para entrenarse con un nuevo
juego, «El Tercer Reich». En realidad, el juego se complica
con subtramas detectivescas, que no son una extensión, se-
cuela, meditación o metaversión de su narrativa posterior.
Como en obras anteriores, cada personaje se convierte en
su propio detective, espiando y disfrazándose, de tal manera
que cada también se convierte es su propio intérprete. Más
bien, El Tercer Reich, probablemente basada en un juego de
mesa para dos o cuatro jugadores llamado Rise and decline of
the Third Reich (1974), juega con sus lectores, y no es un juego
del autor consigo mismo. Esa fuente aparente, que no es
para novatos, provee estrategias apócrifas, como la de que
Alemania invada a España. Partiendo de similares desvíos
ocasionados por el autor, el documental Roberto Bolaño: el úl-

112
timo maldito muestra algunas conexiones vitales, entre otras
que Bolaño iba a una tienda de ellos en Blanes, llamada Joker
Jocs, para conversar y polemizar amablemente, según ates-
tigua el dueño del negocio. Será obvio que sus visitas eran
parte de su investigación, y de que como muchas experien-
cias suyas fueron trasladadas a su narrativa, por su incansable
obsesión por convertir lo que le interesaba en literatura.
Nótese cómo Bolaño, siempre Bolaño, además de ubicar
la acción en el mismo lugar que La pista de hielo, coge los
juegos de vídeo como otra realidad, para dedicarse nueva-
mente a su fijación con las realidades complementarias y las
referencias literarias que retomaría plenamente después. No
sorprende así que el juego de vídeo Call of Juárez: The Cartel
(2011), que se quiere prohibir en México (así como los es-
tados de Chihuahua, Baja California y Tijuana satanizan los
narcocorridos hoy), confirme otra realidad. Y así es con El
Tercer Reich, cuya traducción ocasiona otro destiempo para su
recepción. En ella se encuentra, por enésima vez, la fascina-
ción por las listas, en este caso de autores alemanes (48), una
enumeración de cosas que vio el narrador en un momento
dado (109), o de generales que usará el narrador para ar-
mar su juego bélico (241-242), fichas predilectas de soldados
(263-264), y todo un apartado dedicado a «Mis generales fa-
voritos» (282-285). Más importante para cualquier conexión
con su obra posterior, aparte de que el protagonista Udo
Berger escriba artículos para revistas especializadas, es la au-
toconciencia narrativa fijada al comienzo de la entrada del
30 de agosto:
Los acontecimientos de hoy son aún confusos, no obs-
tante intentaré consignarlos de forma ordenada, así tal
vez yo mismo pueda descubrir en ellos algo que hasta
ahora me hubiera pasado desapercibido, empresa difícil
y posiblemente inútil, pues lo que ha ocurrido ya no tiene

113
remedio y de poco sirve alimentar falsas esperanzas. Pero
algo tengo que hacer para matar las horas (139).

La combinación de cultura alta y cultura popular no es gra-


tuita, porque en cada momento lo que preocupa es el acto
de contar. En una entrada final, del 20 de octubre, hablando
de su círculo, el narrador asevera: «Allí atribuyen mi desgana
a una sobresaturación o a que estoy demasiado ocupado es-
cribiendo sobre juegos. ¡Qué lejos están de la verdad!» (355,
énfasis suyo). Ahí yace otro valor suyo, porque uno de los
desafíos para contar historias en los juegos de vídeo es que
todo este medio depende de actualizaciones constantes, y
el aprendizaje de esas narraciones parece ser infinito, como
sus novelas. Así, el gatillo del intercambio ya estaba dicho:
«¡Cuántas noches a partir de entonces [una conversación so-
bre autores alemanes entre el narrador y Conrad] me acosté
tarde ocupado ya no sólo en descifrar espinosos reglamentos
de juegos nuevos sino embebido en la alegría y la desgracia,
en los abismos y en las cimas de la literatura alemana!» (48).
Es más, la base del «juego» de los juegos, como el gatillo de la
trama, es literaria: «Creo que Conrad tiene razón, la práctica
cotidiana, obligatoria, o casi obligatoria, de consignar en un
diario las ideas y los acontecimientos de cada día sirve para
que un virtual autodidacta como yo aprenda a reflexionar,
ejercite la memoria enfocando las imágenes con cuidado y no
al desgaire, y sobre todo cuide algunos aspectos de su sensi-
bilidad que, creyéndolos ya hechos del todo, en realidad son
sólo semillas que pueden o no germinar en un carácter» (19).
El jugador, como el lector, es el público y el fantasma en
la máquina narrativa, y Bolaño parece querer reproducir la
libertad de esos juegos, como es patente en El Tercer Reich,
que también recupera a posteriori al personaje Ingeborg
como novia de Udo Berger, cuando posteriormente se ha-
bría muerto en 2666. La falta de atención a estas conexiones
114
desmerecerá a obras como El Tercer Reich, la más reciente de
las novelas cortas recuperadas (y ya traducida al francés antes
que al inglés), que además limita el punto de vista a un solo
narrador, Udo Berger, con una narración básicamente lineal,
diferente de las novelas mayores, lo cual se sacará a colación
en las reseñas que vendrán. Como asevera Elena Santos, esa
novela «no ahonda en el conflicto lingüístico ni se oculta tras
la facilidad del localismo. Por el contario, la sujeción a un
punto de vista subjetivo refrenda una perspectiva de remi-
niscencias fenomenológicas, en la que cualquier suceso se
empapa de misterio y cada gesto o cada palabra necesitan de
una interpretación por su carácter endiabladamente críptico»
(2010: 185). Si los problemas del lenguaje se desprenden de
su naturaleza irremediablemente metafórica, la lección de las
obras de Bolaño debe ser que no son irremediables. Así, en
otra reseña Ollie Brock manifiesta:
El rápido reconocimiento del estatus de este autor en
el mundo angloparlante seguramente significará que
pronto veremos una traducción de El Tercer Reich. Si es
así, será más el resultado de que su reputación póstuma
sigue aumentando que de los méritos de la obra en sí.
Debemos esperar que Natasha Wimmer, traductora de
Los detectives salvajes y 2666 al inglés, pueda elevarla con su
prosa apetitosa y rítmica, como tal vez hubiera hecho el
autor con el original, si hubiera tenido más tiempo (20).

El Tercer Reich es una novela más para admirar que apreciar,


que quiere fascinar en vez de satisfacer impulsos conocidos.
Es también un objeto precioso que gira perpetuamente, no
un organismo que vive. Su virtud es más artesanal que artís-
tica, su precisión es más exigente que estimulante. Sus otras
novelas cortas, muestran que estaba pensando mucho más
que ningún otro escritor de su época sobre cómo funciona
el género, y si esas novelas parecen salir de algún laboratorio
115
de alta energía, también se siente que no tuvo tiempo para
probar configuraciones exóticas y optimizar su poder.
Debido a comentarios como los de Brock, tan dependien-
tes de la traducción, precisar cómo se ha leído sus obras ma-
yores permite notar lo necesario que sigue siendo el género,
incluso cuando la imposible muerte de la novela impresa, el
autor, el libro y la crítica (que no es lo mismo que reseñar) si-
guen siendo el titular de mañana como una consecuencia de
las publicaciones digitales. No obstante, el primero contacto
extranjero, sobre todo el anglosajón, con Bolaño se debe a
sus cuentos, y por ellos vale recordar que la traducción está
bien lejos de ser una esfera reservada de la lingüística o de
las prácticas o métodos de la traducción. La realidad es que,
desde los autores del boom, los narradores latinoamericanos
siguen entrando al ámbito mundial con versiones de sus
cuentos. En este sentido, sobre todo en una época como
la de Bolaño, marcada por la transición y cruces de lengua-
jes, la traducción también es un paradigma para pensar los
lazos tal vez contradictorios de las identidades plurales y la
globalización. Así, traducir sus cuentos al inglés también ha
significado desbaratar la historia cronológica, o creerla que
es un lugar de la memoria, cuando es más bien una libera-
ción de historias positivas o patrimonios estables. Se notará
que, como con las novelas cortas que he examinado, con la
traducción de los cuentos se explora espacios cerrados, y se
notará que el acto de traducir puede ser a la vez un factor
ideológico y de liberación política.

116
IV.
No todos los cuentos

En el mundo de las lecturas anglosajonas de Bolaño el año


2010 terminó con un intento por resumir lo que son los
cuentos del autor. En una breve nota publicada en diciem-
bre en Harper’s, y concentrada en la traducción de El gaucho
insufrible, Lorin Stein, también editor de las versiones inglesas
de Los detectives salvajes y 2666, afirma que el dilema básico de
la ficción del chileno es que «alguien está contando una his-
toria que no entiende, y sin embargo necesita comprender»
(76). Stein asevera que esta colección nos recuerda cuántos
tipos de historias podía escribir sobre sus temas favoritos,
y añade que «sus relatos no contienen nada de la intimidad
falsa y amabilidad presuntuosa de la mayoría de la ficción
corta estadounidense» (76). Es más, según este reseñador sus
narradores embellecen películas –en la parte sobre las nove-
las cortas hablé de la presencia del cine en ellas, y en cuentos
como «Carnet de baile», «Días de 1978», «Dos cuentos cató-
licos», «El gusano», «Prefiguración de Lalo Cura» y «Vida de
Anne Moore» la función es similar, nunca agobiante– con-
versaciones, libros y canciones con los significados que «de-
bían haber tenido» (76, énfasis suyo).
Como ocurre con la mayoría de los comentarios anglosajo-
nes, el de Stein hace hincapié en la amplia gama temática de
que disponía Bolaño, e inevitablemente, como he mostrado
en otras secciones de este libro, afirma que algunos cuentos y
Nocturno de Chile «son perfectos en una manera que las obras
más extensas nunca tratan de ser» (76). La lectura de Stein
117
es un emblema de la visión que se sigue teniendo de sus
cuentos traducidos, y como muestro a continuación, todavía
hay mucho que matizar sobre la relación del autor con este
género. Desde ya manifiesto que el chileno es un cuentista
nato, condición que según el novelista argentino Juan Forn
no le permite acceder al crescendo dramático en sus nove-
las, pero sí internarse en otro tipo de convergencia. También
vale preguntarse por qué los cuentos de Bolaño, a pesar de
haber sido publicados originalmente en revistas, tanto en es-
pañol como en inglés en las revistas de mayor prestigio, no
aparecen de manera representativa en antologías del cuento
hispanoamericano. Esta «parte» pretende explicar ese tipo de
desencuentro y destiempo, concentrándose en el género con
que debutó Bolaño, considerando su «novela» La literatura
nazi en América una colección de relatos.
Desde esa perspectiva no es inconsecuente que en 2010
Anagrama haya publicado todos los relatos (uso el término
a propósito, para separarlo del tradicionalismo asociado con
la convención de formas breves afines) conocidos de Bolaño
hasta entonces con el título Cuentos, sin incluir los de La lite-
ratura nazi en América. No se sabe si eventualmente las traduc-
ciones reproducirán esos contenidos, porque hasta la fecha las
versiones en inglés no proveen una suma exacta de los textos,
o su cronología original, situación que se complicará más si
se descubren más relatos inéditos, variantes de los actuales, o
prosa no ficticia que los ilustre o contradiga. Vale notar cómo
Bolaño, con su mente ricamente conectiva, complicaba estas
consideraciones, mucho más allá de la tan trillada y estudiada
relación entre ficción y realidad. En el relato «No sé leer»
de El secreto del mal, con «Preliminar. Autorretrato» de Entre
paréntesis (19-20) posiblemente el más abierto y alusivamente
autobiográfico dejado por él, se lee «Ocurrió una cosa curiosa
(como tantas cosas curiosas que ocurrirán en este relato y que

118
lo sustentarán y que, tal vez, sean su fin último)» (114). Hacia
el final del texto se añade este detalle:
Al año siguiente, en 1999, fui a Chile invitado por la
Feria del Libro. Casi todos los escritores chilenos, su-
pongo que para celebrar mi reciente Premio Rómulo
Gallegos, decidieron atacarme en patota, como se dice
en Chile, es decir en grupo. Yo contraataqué. Una se-
ñora ya mayor, que había vivido toda su vida de la li-
mosna que el Estado arroja a los artistas, me trató de
cortesano. Nunca he sido agregado cultural de ningún
país, por lo que me extrañó esa acusación» (121).

Bolaño invertía en incidentes personales no como le pasaron


sino en cómo le ocurrían ahora, al narrador que recuerda,
porque sabía muy bien que los artistas crean cosas para des-
baratarlas, y siempre presentó su narrativa corta así. Tergi-
versado, aumentado y rehecho estéticamente, el texto citado
es la médula de Nocturno de Chile. Echevarría, compilador de
Entre paréntesis, incluye la cita de arriba (348) en su introduc-
ción a los relatos de El secreto del mal (9-10), y como parte de
su subsecuente explicación de la polémica entrevista «El pa-
sillo sin salida aparente» (Entre paréntesis, 71-78), en que Bo-
laño critica de manera malévolamente (im)precisa a la inflada
Diamela Eltit, mientras festeja a Pedro Lemebel, «el mejor
poeta de mi generación, aunque no escriba poesía» (76). Así
parodiaba y se servía de las rencillas entre escritores, porque
para él el asunto no era necesariamente escribir cuentos o
poesía, ser un «escritor para escritores», o criticar la «escena
avanzada» que él cuestionó en Nocturno de Chile, sino poseer
un sentido de complicidad que percibe lo poético en todo
aspecto vital serio.
A esa última conclusión se llega en el cuento «Gómez Pa-
lacio», en que el narrador y la directora del taller al que va a
dictar clases de «literatura» son presentados como miembros
119
de una sociedad secreta que sólo ellos conocen. Aunque muy
diferentes en trasfondo y respecto a otros gustos artísticos, el
amor de ambos por la poesía (sentido amplio) les permite co-
nectar en un nivel que no requiere discusión sobre la inspira-
ción y vocación del poeta, así esté en un pueblo perdido como
el del relato. Esta prosa, que debía haber sido un poema, sirve
como metáfora que recuerda que los escritores siempre pare-
cen estar en un estado constante de contemplación profunda,
en un mundo en el cual comparten una conexión especial
no desligada de excentricidades que parecen autobiográficas,
porque el resto del mundo no es legible. Esa obcecación de
Bolaño causó que algunos de sus primeros críticos latinoa-
mericanos generalizaran y dijeran que todos sus personajes
son escritores o aspiran a serlo, suposición desmentida por
el resto de su obra, publicada en vida y póstuma. Más bien,
con frecuencia cuentan sus propias historias, constantemente
preguntando qué tipo de historia están viviendo y cuáles son
los límites de su capacidad para alterar esa historia. Críticos
recientes como Bolognese tienden a postergar o subestimar
los cuentos del autor, obsesionados por las obras «mayores»,
y Bolognese parece creer que por ser fantasmal, Gómez Pala-
cio tal vez no exista (85). Para tener una idea más lúcida de los
cuentos de Bolaño es imposible no referirse a su «Consejos
sobre el arte de escribir cuentos» (Entre paréntesis, 324-325,
y como Prólogo a los Cuentos de 2010), que World Literature
Today publicó en inglés (noviembre-diciembre de 2006). Sus
reseñadores anglosajones aparentemente no lo saben todavía,
y un examen de la crítica en español e inglés sobre su obra
hasta el verano de 2011 revela una falta de atención a cuentos
específicos y a las colecciones de ellos.
Debido a que los presenta como tales, se debe disipar tam-
bién cualquier acusación categórica de que hacía refritos con
sus relatos, aunque respecto a su poesía esa queja no es nueva.

120
Más bien, empleaba su arte combinatoria, a la vez que añadía
a aquellos mitos y nimiedades personalizadas que bien sabía
querían promocionar los medios masivos, porque quitarlos
disminuiría la perfección de su arte. Su cuentística (esta con-
vención genérica es más fácil de aceptar) sigue indicando que
la franqueza y la auto-revelación se convierten en literatura
sólo cuando se las entrega por medio de un arte bien ganado,
porque una vida expuesta no es lo mismo que una vida exa-
minada. Diferente de Sócrates, Bolaño no tenía un jurado
ante el cual defenderse, así que nunca intentó sustraer una
moraleja de las vidas que examinó, porque realizarlo hubiera
distorsionado las historias que tenía que contar. Se puede
entender además por qué un poeta-cuentista como Bolaño
era seducido por la idea de librarse de las estructuras tradi-
cionales del relato breve, porque esa liberación prometía una
expresión más libre y genuina. Por eso, como poeta-cuentista
no convencional entiende que debe evitar clichés y usar las
palabras para ver algo prosaico de otra manera, y también
hay que aceptar que como intelectual entendía que esa rebel-
día es una noción ilusoria y probablemente peligrosa, porque
desarmar las estructuras formales también puede significar
desarmar los hilos sociales subyacentes. Como discuto en la
parte sobre la poesía, un excelente narrador y crítico como
Zambra subestima que este gesto moral casi siempre ha es-
tado detrás del rechazo de un género. A su vez, Lemus es de-
masiado categórico al decir que es tan robusta la tradición de
la poesía contemporánea «que es difícil agregarle otra cosa
que ripios» (90).
En el recuperado cuaderno de bitácora de Rayuela que el
maestro del cuento Cortázar le dejó a Ana María Barrene-
chea, y que luego publicaron juntos con un estudio de ella,
el argentino anota: «Curioso: en el fondo la máxima poesía
de este tiempo nace de la filosofía existencial» (11/149, énfasis

121
suyo), y se pregunta si la muerte de la «poesía-en-la-vida»
se debe a los avances tecnológicos del mundo de entonces
(mediados del siglo veinte) o a la «desaforada conquista de
la masa por el capitalismo en su última carrera» (11/149),
para concluir: «La lectura de los poetas es un ‘lujo’ más, no
ya una operación nocturna y grave como la entendían los
románticos» (11/149). Bolaño encarna entonces una valiosa
paradoja, señalada en varios estudios por la crítica Marjorie
Perloff: aún cuando la narrativa no ficticia pueda ser más
«novelística» que la novela, la prosa tiene la capacidad de ser
más «poética» que la poesía. Naturalmente, la relación entre
lo que dice un poeta o autor de prosa poética y la que escribe
no es exacta o fácil de equiparar respecto a su valor estético,
o lo que sugieren los críticos. Tal vez ningún cuento de Bo-
laño encarna esta dinámica tan crípticamente (al relacionar el
papel de la fama con la comercialización de la poesía) como
«Henri Simon Leprince» de Llamadas telefónicas. Hay una larga
tradición de tratados de novelistas y críticos que han tratado
de distinguir entre prosa y poesía, pero todavía no se tiene
ni se tendrá una resolución que satisfaga a todos, y al ha-
blar de ese problema interpretativo se considera decoroso
no verse obligado a decir que se ha leído esos tratados. Así
que Bolaño siempre habría tenido que cavilar respecto a lo
que serían sus relatos, sin importarle mucho desplazarlos u
obedecer leyes filosóficas o genéricas reconocidas respecto
a ellos, consciente de que filosofía y literatura encuentran y
describen verdades mayores en el desorden del mundo.
Sin duda siempre fue tentado por el cuento del lado os-
curo de la poesía. No es casual entonces que «Ulises Lima»,
el personaje compañero de aventuras del protagonista de Los
detectives salvajes, se base en «Mario Santiago Papasquiaro», el
poeta infrarrealista nacido José Alfredo Zandejas Pineda, una
selección de cuya poesía fue publicada en 2008 como Jeta de

122
santo. Antología poética 1974-1977. Nótese que en el documental
Roberto Bolaño: el último maldito el chileno dice que Santiago, el
poeta como perro/cínico, «parecía haber bajado de un ovni»,
y recuérdese que Bolaño le dice a Boullosa (en Manzoni:
2002, 112) que «en realidad el grupo sólo lo integrábamos
dos personas, Mario Santiago y yo. Ambos nos vinimos a Eu-
ropa en 1977». No es azaroso que el título del último poema
escogido para esa antología se llame «Consejos de 1 discípulo
de Marx a 1 fanático de Heidegger», y que esté dedicado a
Bolaño, Kyza Galván y Claudia Kerik (ficcionalizada en Los
detectives salvajes), o que varios poemas de Santiago contengan
la dedicatoria «A la memoria de…». Tampoco es gratuito que
Alcira Soust, la poeta inédita que es el pre-texto o negativo
de Cesárea Tinajero, sea reconocida como espíritu titular y
relato de vida admonitorio en Los detectives salvajes y Amuleto,
como comprueba ampliamente Bajter (2009), a pesar de que
Bolaño dejó de verla en 1976. Este andamiaje onomástico y
temático también apunta a varios tipos de recreación, no «re-
escritura», sobre todo de textos épicos grecolatinos, enlaces
discursivos poco atendidos por la crítica obsesionada por la
contemporaneidad de sus obras mayores.
En el extenso y muy informado «Soles negros en las letras
mexicanas», que se basa en una recopilación mexicana de la
historia del movimiento infrarrealista; y en una entrevista con
otro poeta fundador del fugaz movimiento, Bruno Montané
(«Felipe Müller» en Los detectives salvajes) llamada «Un maletín
en la frontera. Los detectives y el infrarrealismo» (6-7), am-
bos publicados por Brecha en 2008, Bajter provee una visión
definitiva y aguda del contexto mayor del ambiente cultural
mexicano que Bolaño retrata en Los detectives salvajes, que se
transfiere sin dificultad a varios de los cuentos, no exclusiva-
mente a ese país o a Chile. No obstante, Carlos Franz quiere
establecer lazos familiares chilenos entre sus compatriotas

123
Vicente Huidobro y Bolaño, forzándolos más que adhirién-
dolos a la vez a una familia mayor del vanguardismo. El ar-
tículo especula demasiado, pero Franz resume muy bien un
aspecto más real, por ficticio: «para poetas con vocación de
no escribir, como es Ulises Lima –coprotagonista de Los de-
tectives salvajes–, qué tormento verse escritos, incesantemente
escritos, parodiados, caricaturizados. Y más encima en nove-
las (esos aparatos burgueses, mercantiles, prosaicos)» (2009:
30). En una nota anterior Franz postula hiperbólicamente
que la obra de Bolaño «expresa el cambio profundo que en el
paradigma de lector, y la praxis de la lectura, ha ocurrido en
la literatura latinoamericana y contemporánea» (2008: 154),
aunque tal vez tenga razón respecto a su país al concluir que
Bolaño viene de la poesía, «de la que –cuando él se formó–
ya habían desertado los lectores que no fueran, casi exclu-
sivamente, a su vez otros poetas» (2008: 56). Y si es verdad
que el intento narrativo de Bolaño es «total» (2009: 32), es
una verdad mayor que en él «la imposibilidad de la expe-
riencia vanguardista hace posible, sin embargo, ese triunfo
vicario sobre la realidad que es la novela. La crónica de un
ideal perdido» (2009: 34).
A continuación, el narrador del citado pre-relato «No sé
leer» vuelve a las peroratas sarcásticas (nunca sermones) a
que nos tiene acostumbrados Bolaño en los robos de su pro-
pia identidad. Para él, como para la generación de novelistas
exitosos, inteligentes y tristes que le siguen, la idea de una
identidad estable en la ficción es una ilusión dañina, y sus
cuentos celebran el caos y el dinamismo como la mejor libe-
ración del ser. Menciono esta conducta y progresión ficticias
e incluyo las citas de arriba, no para mostrar la consistencia
del autor al observar que la controversia no es dañina para la
reputación de un artista, sino para señalar las dificultades de
darle un mayor contexto de recepción a su obra, sobre todo

124
cuando, como ocurre en «No sé leer», interviene la autobio-
grafía, o es forzada por representantes o presentada como
mantra por un amigo. No es extraño entonces que las bio-
grafías de artistas y las menciones de estos en sus obras fijen
la contemporaneidad de Bolaño, siempre recordando que,
como ocurre en los relatos de La literatura nazi en América, los
detalles biográficos ficticios proveen un sentido dramático
generalmente ausente de los testimonios «empíricos» proveí-
dos por sus amigos cercanos o seudo-amigos, y observar su
ficción a través de ese prisma no disminuye sus logros. Crusat
acierta al decir que en La literatura nazi en América los perso-
najes están en fuga de sí mismos, viajan febrilmente, reapare-
cen en las biografías, y «parecería que el artista y el poeta sólo
encuentran algún sentido en su condición móvil (al estilo de
los shandys vilamatianos), en su resuelto y constante por-ha-
cer» (101). Esta celeridad no se debe a la noción novelesca de
«complot» (95) que adopta Crusat sin cuestionarla, porque
ver el acto narrativo así es una manera poco convincente de
atribuirles esa responsabilidad a formas subconscientes de
la narración. Bolaño controlaba y manejaba muy bien lo que
hacía, por apremiado que estuviera por su salud, y por cierto
no creía en la inspiración, porque de lo contrario no hubiera
dejado tanta ficción corta. Así, tal vez sería mejor pensar que
su narrativa contiene autobiografías bibliográficas que son
admirablemente indiferentes a las modas.
Con su fallecimiento, tal vez era de esperarse que se qui-
siera «destapar» su vida afectiva, como ha ocurrido reciente-
mente, y esto sí está fuera de su control, porque es una «na-
rrativa» que él no pudo vigilar, incluso cuando comenzaba
a escribir. Los que pretenden escribirla no admiten que aun
las mentes más ilustres vienen empacadas en cuerpos de-
masiado humanos. No obstante, interpretaciones razonadas
y autorizadas como las tres que publica Bajter entre 2008 y

125
2009 muestran la sensatez con que hay que acercarse a las
comparaciones que no muestran una aprensión directa de
ciertos biografemas de Bolaño, entre ellos su relación con
Carmen Pérez de Vega, quien aparentemente le llevó al hos-
pital donde falleció10. Hay memorialistas que escriben sobre
lo que les hace famosos o infames, y hay «amigos» comunes
y corrientes que escriben sobre algo interesante que les ha
ocurrido, a ellos. Así, Edna Lieberman, musa temprana que
aparece con varios seudónimos en la poesía y prosa del au-
tor, noveliza su experiencia a posteriore en Cartas a mi fantasma
(2009). Nadie quiere revivir la miseria de otro, y una dura
prueba sin perspectiva es meramente una dura prueba, así
que si uno se va a subir al tren con ardides hay que asegurarse
de tener mejores credenciales. Se puede ser amigo de Bolaño,
o se puede ser su biógrafo, no ambas cosas. Como expresa
Carolina López: «Cualquier persona puede decir y reinter-
pretar su vida, algunos correos electrónicos se convierten en
la base de una gran amistad, una relación profesional en una
amistad íntima. Los ejemplos podrían ser muchos, pareciera
que quien quiere, puede publicar cualquier teoría sobre su
vida privada» (Massot, «La viuda del escritor…»).
Otra manera de expresar el comentario de López es que
si se va a escribir una memoria, lo mejor es convertirse en el
10
Gonzalo Maier, «La compañera final de Bolaño», Quépasa xxxvii. 1962
(14 de noviembre de 2008), 72-76. El texto de Bajter de 2009 que cito
por la edición uruguaya, también fue publicado en Quimera 305 (abril
2009), como «Alcira Soust, la poeta de Bolaño», 70-76. Para otros la
gloria personal, retrospectiva, fue haber estado cerca del genio. Cuando
se habló de una presunta adicción de Bolaño, Fresán le dijo a Rohter
estar agradecido de haber sido sólo su amigo y no su biógrafo (C4),
mientras amigos antiguos como el poeta infrarrealista Montané desmien-
ten esas suposiciones o traslados. Sensatamente, en una entrevista con
Massot «La viuda del escritor…»), Carolina López no se dirige a lo que
el entrevistador llama «injurias e infamias, proclamadas sin conocimiento
de causa». Aunque no trata estas posibilidades, la indagación biográfica
tendría cierta validez, como intuye Celina Manzoni, “Biografía de artista
y contemporaneidad en Roberto Bolaño”, Violencia y silencio. Literatura
latinoamericana contemporánea, ed. Celina Manzoni (2005), 23-44.

126
personaje menos importante en ella. También hay expecta-
tivas generacionales en las declaraciones gratuitas, porque a
finales de 2010, en su memoria J.L. Borges: La vie commence, de
su editor francés Jean Pierre Bernès, este insinúa que el autor
de Ficciones tomaba alcohol y drogas en su juventud. Pero
como el argentino tenía una «fama» diferente del chileno, y
no vivió los sesenta como los jóvenes nacidos en la posgue-
rra, no se arriesga mucho con especular que nadie va a creer
lo que Bernès dice que Borges le dijo, así sea verdad. Por las
razones aducidas, las memorias que perduran son las que se
abren desde adentro hacia fuera y usan la vida de un autor
como punto de partida para explorar temas emocionales y
destinos comunes que se aplican a otras vidas, no al escán-
dalo o proyectar sexismo al interpretar la vida emocional de
un autor. Con el apóstata Bolaño, la perfección de la obra
siempre superará a la imperfección de la vida, porque los
personajes de sus cuentos son demasiado humanos para ser
perfectos. Impacientes como ellos, los lectores ya no busca-
mos en la narrativa hagiografías, o lo que quisiéramos ser,
sino lo que tememos que somos, o algo que podría salir en
revistas como Hola o Paula.
La distinción es clave en un momento en que todo el
mundo quiere, o el mundo académico (en particular la cien-
cia cognitiva, de Christian Salmon y su Storytelling de 2007, a
Brian Boyd y On the origin of stories, de 2010) le dice o impone,
que tiene o debe tener una narrativa. Si es verdad que el he-
cho de narrar vidas se extiende de la antigüedad al presente,
de la hagiografía a las confesiones televisadas (Bolaño, se
sabe, veía mucha televisión), de cartas y diarios a blogs, tam-
bién es verdad que es un interés coadyuvado por la crítica
universitaria, que pronto querrá imponer la narración de sus
vidas, más allá de su obsesión seudo-filosófica con el estado
metafísico de personas, lugares y cosas ficticias. Si esa parte

127
del mundo tiene todo derecho a narrar sus vidas, otras partes
tienen el derecho de no leerlas, o releer los cuentos vitales del
chileno. La paradoja es que la narrativa de uno no es recon-
ciliable con la de otro, y se descarta que la de uno, especial-
mente la de un autor de ficciones, pueda ser la transcripción
de la narrativa de un otro. Como vemos, se supone que la no-
vela y la reseña (véase Palattella) han muerto, así que nuestra
narrativa nunca será la de Bolaño, o como la que creó.
También viene al caso, aunque no hay espacio para discu-
tir su muy importante injerencia en esta ocasión, el hecho de
que su última colección de cuentos, la prosa no ficticia de En-
tre paréntesis y la novela 2666 fueron editadas por Echevarría.
Este, con importancia profesional similar a la de Herralde ya
que han colaborado en varios proyectos Bolaño, es en mu-
chos sentidos el custodio ordenador de sus textos y en parte
responsable del legado que se desprenda de las selecciones
posteriores. Se podrían dar entonces ciertas codificaciones
que convierten la lectura de El secreto del mal o diferente de no-
velas actuales como Los sinsabores del verdadero policía, o de los
cuentos en Putas asesinas y Llamadas telefónicas. Aunque no se
esté ante el resultado final de las yuxtaposiciones personales
y profesionales en sus cuentos, sigue siendo más pertinente
que la veracidad de su ficción parece ser más arquitectónica
que fundada en personalismos, porque siempre emplea las
verdades con una precisión sarcástica que se tensiona con
metáforas surreales, como si siempre estuviera sospechando
de su don para construirlas. Esta construcción se da en casos
extremos, como en las partes de 2666 (recuérdese que su es-
tructura permite hablar de cuentos intercalados) que tratan
de los crímenes o de Archimboldi/Hans Reiter (la hermana
menor de éste resulta ser la madre del sospechoso Klaus
Haas). Una versión de ese personaje aparece en Los detectives
salvajes como el novelista francés «J.M.G. Arcimboldi» (170),

128
tal vez aludiendo a J.M.G. Le Clezio. Según la explicación
de Echevarría de los hilos y vasos comunicantes de Los sin-
sabores del verdadero policía, el Arcimboldi de ésta «en cambio,
nada tiene que ver con el Beno von Archimboldi de 2666.
De hecho, se trata del J.M.G Arcimboldi que aparece men-
cionado en Los detectives…, donde se alude a él como ‘uno de
los mejores novelistas franceses’ (p.170)» («Enlaces»: 10), y
afirma que Arcimboldi «para nada coincide con el Beno von
Archimboldi (con ch) que protagoniza esa novela» («La con-
traseña…» 10). Tampoco es casual, si se recuerda los varios
testimonios que manifiestan que lo primero que se propuso
escribir Bolaño fue una obra de teatro, que la novela ya haya
sido presentada como montaje teatral de Alex Rigola, y que
algo similar se haya hecho en enero de 2008 con Alcira o la
poesía en armas, basada en el ahora reconocido personaje que
actúa de musa anticipatoria en Los detectives salvajes y Amuleto.
Estas bifurcaciones que viven del cuento no dependen de los
custodios de Bolaño, por supuesto, pero tampoco se puede
subestimar su desplazamiento genérico, su deseo de eliminar
fronteras, definiciones, leyes y categorías artísticas.
Echevarría –actualmente el mejor intérprete europeo de
la literatura latinoamericana contemporánea y casi el único
que sigue confrontado abiertamente el deterioro del arte de
la reseña y la crítica en su país– también sigue siendo el in-
térprete más autorizado del chileno, y el crítico responsable
del inicio y continuación de su recepción en España y Lati-
noamérica11. A la vez, ha respondido sensatamente a polé-
micas en torno a la herencia literaria de su amigo, entre ellas
11
Aparte de prólogos, notas y entrevistas que ha publicado sobre él,
Echevarría recoge cinco de sus reseñas de libros de Bolaño en Desvíos
(31-43), añadiendo la presentación «Bolaño extraterritorial» (44-53). Volpi
presenta una especie de contra-testamento generacional (uno de varios
refritos) sobre el chileno en «Bolaño, epidemia», Mentiras contagiosas (2008),
234-251, texto que desentona aun más al ser incluido en la sección «Bo-
laño: su política» de Bolaño salvaje.
129
alguna con uno de los jóvenes narradores admiradores de
Bolaño, el ya mencionado Volpi, quien polemiza con torpeza
corporativa similar a la de convertir al chileno en personaje
gratuito de su El fin de la locura. Respecto al alegato de que
Bolaño era heroinómano, Echevarría, que entre los que es-
criben regularmente sobre Bolaño posee las raras virtudes
de la modestia, matiz y lucidez, desatiende correctamente lo
que manifiestan los blogs sobre el origen de ese rumor insig-
nificante (ha desaparecido rápidamente desde que surgió), y
expresa algo que siempre debe ser obvio y elemental para el
tipo de lector atraído a novelistas como el chileno: «Pero ésta
es una lectura demasiado biografista: traducir la obra de un
escritor en términos de vida personal» (A10), explicando por
qué aquel alegato no funciona para Bolaño, y añadiendo que
éste «se moriría de risa» ante la ingenuidad de los críticos.
Reitero que ese intento de convertirlo en una especie de
Thomas De Quincey fue denegado con creces por nume-
rosos allegados e íntimos de Bolaño durante la Semana de
Autor dedicada al chileno en Madrid (noviembre 2010), con
convincente consenso testimonial de que Bolaño no bebía
ni tomaba drogas. Aunque la especulación se basa, como
detallo más adelante, en el relato «Playa» de Entre paréntesis,
que algunos comentaristas ingenuos han creído cuento con-
vencional, y los menos puristas crónica, valdría preguntarse
si autores como De Quincey, Poe, el Dickens tardío, H.P.
Lovecraft (y sus monstruos descritos como ansiedad social)
, Burroughs y Ginsberg hubieran sido menos brillantes sin
alguna ayuda química. En casos como el de ese relato fronte-
rizo (sentido amplio) hay que añadir que para la recepción en
el extranjero a veces no importa tanto lo que diga la reseña
sino quien la escribe, porque después de todo Sontag nunca
se refirió a detalles personales o compuso un ensayo pro-
fundo de lo que había leído o encontrado en Bolaño. Como

130
bien expresó Echevarría en una entrevista con La Tercera (23
de noviembre de 2005), «hoy da prestigio asociarse a Bolaño
y también denigrarlo».
Por esa consideración vale detenerse en la reseña del afa-
mado novelista irlandés y crítico ubicuo John Banville de los
cuentos recogidos en Last evenings on earth (2006). Banville no
sólo es un contemporáneo del chileno sino su par en la cada
vez mayor estimación y respeto de parte del público culto
en inglés y español (ambos ganaron premios prestigiosos en
sus lenguas respectivas), sin ser siempre un bestseller, futuro
que Boullosa y otros le auguran (sin exceso de clarividencia)
a Bolaño en Estados Unidos. Hay otros factores igualmente
importantes. Banville, estilista nómada que puede discernir
cómo lo extraño afecta a lo humano, se refiere en su reseña
a otro autor de similar valía, el albanés Ismail Kadare, y al
hacerlo emite reveladores juicios acerca de la nueva literatura
mundial que comenzó a desbaratar Bolaño con sus cuentos.
Sus reflexiones son importantes por su sutileza y por surgir
de un practicante mayor de gran ingenio crítico.
Ya en 1976, con la tetralogía científica que empieza con
Doctor Copernicus, Banville criticaba al posestructuralismo, así
como en Los detectives salvajes el chileno se refería sarcástica-
mente (por medio de Ernesto San Epifanio) al grupo Tel
Quel y a Lacan al catalogar a varios poetas en términos de
tipos de homosexuales, división que aparece de manera prác-
ticamente idéntica en la primera sección (21-24) del capítulo
que abre Los sinsabores del verdadero policía, como confirma
Echevarría («Enlaces»: 10). No es mi intención detenerme en
esa novela reciente, aun no reseñada en el ámbito anglosajón,
pero vale anotar que Joan Padilla, amante de Amalfitano en
ella, se convierte en el cauce de las obsesiones del narrador
con la relación entre poesía y homosexualidad, como se cons-
tata en la mayoría de las cartas relatadas en la segunda mitad

131
(secciones 11, 14, 16-19) de la quinta parte de esa novela.
Diferente de ese tipo de conexión con las obras extensas,
en los cuentos de Bolaño prevalece lo que Bolognese llama
una «intemperie latinoamericana» (113-114), personajes que
son siluetas (182-184), un mundo en el cual lo latinoameri-
cano, según ella, se presenta como «un virus que se difunde
de modo descontrolado, como algo incómodo y que causa
molestias» (67). A esa percepción se debe añadir una causa:
el genotipo latinoamericano y su lugar en el mundo habían
cambiado, el autor lo experimentó, pero no quería transmitir
el cambio de manera obvia, y esa preferencia ya se nota en
Los sinsabores del verdadero policía, escrita en la época en que se
dedicaba más al cuento.
Banville nota esos cambios, por ser autor de narraciones
eruditas, por publicar prolíficamente novelas policíacas (pero
«literarias») con el seudónimo «Benjamín Black», y además
por ser un experto en «literatura barata» (pulp fiction), más afi-
nidades patentes con el Bolaño que llegamos a conocer hacia
el fin de sus días12. El irlandés, especialista también en crear
horrores nabokovianos y misterios atmosféricos, postula que,
a pesar de no ser «un escritor nato» [sic], Bolaño se distan-
cia de las prácticas asociadas con la narrativa latinoamericana
que comenzó a entrar en la literatura mundial en los sesenta
para producir, en obras como Nocturno de Chile, mezclas de los
curas alcoholizados de Graham Greene y el moribundo Ma-
lone de Beckett» (12). Al proponer esta comparación Banville
pone el mundo literario al revés, creando precursores dife-
rentes, y hablando de otro tipo de literatura mundial: aquella
12
Véase, por ejemplo, su «Criminal odes» Bookforum 14.4 (December/
January 2008). 14-16, en que arguye que el nacimiento de esa ficción en la
entreguerra estadounidense significaba la búsqueda de un nuevo código
moral que tuviera sentido para una época dura, de gente dura. En abril
de 2010 publicó Elegy for april, su tercera novela como Benjamin Black,
y con su nombre, The Infinities, basada en el drama Amphitryon (1807) de
Heinrich von Kleist.
132
creada por maestros antiguos que ahora resultan haber tenido
tanto impacto en los latinoamericanos como el chileno. Ban-
ville valoriza una gran porción de la narrativa de Bolaño (y sin
saberlo, la de algunos nuevos narradores menos logrados del
continente) al manifestar que «El arte es notoriamente solip-
sista, y mientras más grande el artista más profundo será su
ensimismamiento» (11). Otro anglosajón, Forster, decía que
«El novelista que muestra mucho interés en su propio mé-
todo nunca puede ser más que interesante; ha abandonado la
creación de personajes y nos ha llamado a ayudarle a analizar
su propia mente, con el resultado de un gran descenso en el
termómetro emotivo». La diferencia entre Banville y Forster
es más que generacional o de estilo, así que en todo este de-
sarrollo de su recepción hay que recordar que tal vez la mejor
visión de Bolaño como artista sigue siendo la de su antecesor,
maestro y amigo Vila-Matas, como fija el gran novelista bar-
celonés en su «Bolaño en la distancia» y varios otros textos y
comentarios muy reproducidos.
Banville, también autor de la trilogía novelística Frames
(2001), compuesta de The book of evidence (1988), Ghosts
(1993) y Athena (1995), sabe de lo que está hablando. Su tri-
logía, como las novelas y cuentos intercalados que compo-
nen 2666, se basa en juegos con dobles y el protagonismo
de literatos, armados más como un saqueo intelectual sobre
«estar en el mundo» que una compilación. Vale una correc-
ción: Bolaño parece sospechar que los lectores no asiduos
al ensimismamiento se preguntan si esa condición es difícil,
¿comparada a qué, la de un soldado, un obrero, o un cam-
pesino? Por esa conciencia Bolaño también cuenta historias,
representa la vida (por rara que sea), y sobre todo deja a sus
lectores ávidos por saber qué va a pasar a todo nivel de la
literariedad de sus cuentos. Para precisar más, cotejemos esa
afirmación de Banville con sus manifestaciones sobre la poe-

133
sía en una extensa entrevista en que dice «Soy un poeta que
escribe en prosa». Banville afirma allí que ahora los cuentos
de Borges le parecen «carentes de sangre, de sensibilidad»
(Delaney 26), y respecto a Bolaño: «Leí tres o cuatro de sus
libros y es auténtico. Desprecia la moda del realismo mágico;
él es realista aunque con una mirada distinta, su obra tiene un
giro extraño» (Delaney 26). Si la recepción internacional de
un autor como Bolaño es mayor como resultado de lecturas
como la de Banville, también se debe a la mayor concien-
ciación actual de la noción todavía incompleta aunque re-
novada de literatura mundial, resucitada oportunamente por
Casanova y su visión de la república mundial de las letras y
en vías inexactas de expansión hacia Latinoamérica, como
propongo a lo largo de Bolaño traducido.13
La reacción latinoamericanista a ideas como las de Casa-
nova –si uno se guiara por las colaboraciones poco matiza-
das de la compilación de Sánchez-Prado, es como que Brasil
no existiera (sólo hay dos menciones a críticos brasileños)–
tiende a ser previsiblemente negativa y a seguir responsabili-
zando al «capitalismo mundial» de todos nuestros males, sin
pensar en que ningún sistema social ha sido más dinámico
para lo experimentos culturales. Es menester reconocer en-
tonces que los críticos reunidos en ese tomo no representan
a una crítica latinoamericana «continental» o canónica (con
13
Villalobos-Ruminott propone otra idea de la literatura mundial, no más
convincente que las que discuto, por no dar respuestas y estar afectada
por nociones muy difusas de lo que entiende por crítica estándar (202)
o regional (199, 200), o teoría literaria (194). En las pesadamente depen-
dentistas reacciones «teóricas» latinoamericanistas que Sánchez-Prado
arma en base a Casanova y su re-configuración de una literatura mundial,
ésta y la latinoamericana brillan por su ausencia. Los colaboradores obli-
gan a preguntar por qué creen que ellos sí pueden valorar, y Casanova no.
Su aburrido y trillado consenso propone que ella habla de «espacios» lite-
rarios, y ellos de «esferas sociales». Igualmente descabellada es la forzada
lectura «política» anglosajona de Emilio Sauri, «’A la pinche modernidad’:
Literary form and the end of history in Roberto Bolaño’s Los detectives
salvajes», MLN 125. 2 (March 2010), 406-432.

134
la excepción de Franco, a cuyo artículo sobre Bolaño en otra
publicación me he referido), si se quiere, sino básicamente a
ciertos latinoamericanistas de un mismo club terciario, que
gozan de los privilegios del mundo anglosajón que general-
mente critican. Es como pensar que la crítica merece su pro-
pia república bananera de las letras e ideas, o que el concepto
de lo «mundial» es nuevo (ya lo usó Louis Petit de Bachau-
mont en el siglo dieciocho, para proveer noticias de la vida
literaria parisina, en 36 volúmenes).
Las arengas recogidas por Sánchez-Prado producen un
desfile políticamente correcto y xenofóbico, en que en nu-
merosos momentos se critica a Casanova por ser cosmopo-
lita, «crítica», estetizante, normativa, neoliberal, paternalista
y reaccionaria. Es como si los colaboradores, en su mayo-
ría profesionales de la queja residentes en Estados Unidos,
añoraran los estados totalitarios en que varios de los más
viejos de ellos vivieron antes de instalarse permanentemente
en el cómodo imperio yanqui, porque la temática deseada
por ellos se da difícilmente en países como Estados Uni-
dos o España donde se permite escribir sobre lo que uno le
dé la gana. Leer relatos de Bolaño como «Sensini» y otros
de la primera sección de Llamada telefónicas; «Fotos», «Carnet
de baile» y «Encuentro con Enrique Lihn» de Putas asesinas;
«El gaucho insufrible», «El viaje de Álvaro Rousselot», la no
ficción de «Literatura + enfermedad = enfermedad» y «Los
mitos de Chtulhu» (a lo H. P.Lovecraft) de El gaucho insu-
frible, ilustrarían a aquellos colaboradores, además de innu-
merables referencias «autobiograficticias» en «Días de 1978»
de Putas asesinas u «Otro cuento ruso» de Llamadas telefónicas,
entre otras.
Ver la contribución latinoamericana a la nueva literatura
mundial sin la corrección conceptual que le infunden Bolaño
y otros cuentistas, es seguir dependiendo de varias reivindi-

135
caciones folletinescas, de las grandes ventas, y en función a
lo que algunos comentaristas han tildado de «idealismo má-
gico» o «hembrismo al poder» de narradoras como Allende,
Gioconda Belli, Ángeles Mastretta, Laura Esquivel, Marcela
Serrano, Zoé Valdés y Ángela Becerra. La contribución del
chileno debe ser vista sin la ironía llamada erróneamente
«sexista» que caracterizó a ese idealismo. Otra corrección
mundialista, como demostró Malcolm Bradbury en Dangerous
pilgrimages: transatlantic mythologies and the novel (1995), y ante-
riormente Irving A. Leonard con su Books of the brave (1949),
es que siempre ha habido un tráfico narrativo próspero entre
el Viejo y el Nuevo Mundo. El Viejo ha estado inventando y
refinando las imágenes del Nuevo desde el Descubrimiento,
mientras que el Nuevo ha observado al Viejo, para escribir
nuevas reglas y destilar las verdades manifiestas, cruces que
desdeñan Casanova y sus epígonos.
La existencia de ese tráfico nunca ha querido decir que
aquellas narradoras, o Bolaño, adaptaron o tuvieron que
adecuar tramas conocidas de novelas románticas o cantos al
sentimiento que venden. Más bien, las opciones demostra-
das actualmente por la literatura mundial ponen en entredi-
cho distinciones de acuerdo a la «experiencia», desde la cual
Benjamin distingue entre «novelista» y «narrador», arguyendo
que «el novelista se ha segregado. La cámara de nacimiento
de la novela es el individuo en su soledad, que ya no puede
expresarse de manera ejemplar sobre sus aspiraciones más
importantes, que carece de consejo y no puede darlo» (65).
Es dudable que aquellas bestsellers o Bolaño hayan sufrido
de la misma abulia, o que crean en una revolución esencial-
mente poética (de la cual ya han aprendido) para promover la
libertad del creador o su expresión de la esencia del mundo.
Según Benjamin, la narrativa del pasado ha perdido su poder
para autenticar, pero esa visión nihilista no explica o justifica

136
la persistencia de géneros narrativos breves y extensos, o los
giros que los narradores le siguen dando al cuento.
Extrañamente, y volviendo a Casanova, los adeptos a una
nueva literatura mundial y universalista desde Latinoamérica
quieren que la francesa tome partido ideológico, como ellos,
dejando la implicación que sólo el crítico «comprometido»
puede dejar un legado correcto y válido para todo el mundo;
y por supuesto nunca hablan de cómo la nueva literatura
mundial ha lidiado con las mujeres, especialmente las best-
sellers. Se deshacen de lo bueno con lo presuntamente malo,
y como conjunto no hacen lo que exigen virtuosamente
que Casanova debió hacer: cuestionar su posición ideoló-
gica. La contrariedad de críticos comprometidos como los
reunidos en América Latina en la «literatura mundial» es que
creen pertenecer a una élite intelectual, y como toda verdad
ha sido otorgada a ellos automáticamente por ser miembros
de esa minoría privilegiada, en el mejor de los casos llegarán
a la que ya saben. Aun así, no se les ocurre volver al cuento
«Reunión» o «Apocalipsis en Solentiname» de Cortázar para
apoyar sus divagaciones. Si el problema son las premisas bá-
sicas de Casanova en torno a la naturaleza y significado de
las relaciones entre literaturas nacionales y el modelo com-
petitivo de la historia literaria, como señala Prendergast en
su extensa crítica de La République mondiale des lettres (2004:
11-12), sus intérpretes latinoamericanos han caído en la ob-
viedad de recurrir a la objeción de que hay otros variables y
relaciones extratextuales. Pero se quedan en aspectos mu-
dables latinoamericanos, sin mencionar cuentos o novelas,
y distanciándose del universo literario al que claramente
pertenecen. Paralelamente, vale notar que hasta estas fechas
otros críticos latinoamericanos (no los latinoamericanistas
del volumen) de renombre que residen en el continente no
le han dedicado más de un par de menciones a Bolaño, y vale

137
preguntarse no tanto por qué, sino admitir el hecho de que
esa crítica en realidad no tiene ninguna influencia más allá de
unos pocos sectores iberoamericanos para la difusión de la
narrativa latinoamericana.
Por su parte Banville muestra implícitamente que la nueva
literatura mundial no es una literatura occidental disfrazada
–término cuestionado por Cheah, y mucho antes por Strich
y su noción de «literatura universal» cosmopolita– y que la
otredad está en peligro de borrarse al convertirse en parte
de un «nosotros» anglosajón si todo el mundo se sube al
tren de la globalización, como también advierte Atkinson
(46). Claro, novelistas como Banville saben más que los críti-
cos. Por ejemplo, en su Living with theory (Oxford: Blackwell,
2008) el estadounidense Vincent B. Leitch comienza su ca-
pítulo «Globalization of literatures» (124-138) con cierta
arrogancia etnocéntrica: «Mi observación principal en este
último capítulo es que los conceptos de literatura nacionales
como americana [sic] y británica han cambiado dramática-
mente desde los sesenta y lo siguen haciendo hoy» (124).
Allende de descubrir la pólvora, Leitch mantiene esa visión
a través de su capítulo, sin mencionar una sola obra para
lo que llama indistintamente literatura «hispánica» (125-126)
o «hispanófona» (124), cuando la realidad es que la globali-
zación no ha servido para apabullar las identidades locales
sino para ayudar a protegerlas y reforzarlas con los nuevos
medios. Se produce un resultado similar si se concibe la lite-
ratura-mundo de manera exclusivamente francófona, como
se desprende de la compilación de Jean Rouaud y Michel Le
Bris, Pour une littérature-monde (2007).
Si los argumentos de 1999 de Casanova no siempre se
ajustan a toda realidad latinoamericana, especialmente a la
que no vio a París como el centro del mundo con que ella
arma su libro (exceptuando a Cortázar y Ribeyro, piénsese

138
en los numerosos cuentistas hispanoamericanos que no se
establecieron en esa ciudad), sí tiene razón respecto a cómo
la traducción no es una simple «naturalización» (en el sentido
de cambio de nacionalidad) sino una metamorfosis hacia un
«mercado verbal» (191-192), estado también comentado por
Strich hacia el fin de los años veinte (457, 469-470). Etiemble
retomó la discusión originalmente en 1966, y después lo hizo
Damrosch respecto al papel de las traducciones en el desequi-
librio del mercado editorial (2003: 113) y sus ganancias y pér-
didas (2003: 32-34). Pero no se habla, por ejemplo en el caso
de las generalmente excelentes traducciones del australiano
Andrews de los cuentos, de cuál es el efecto cuando el traduc-
tor cree que lo oscuro en el original (el caso de Bolaño rompe
el molde) debe permanecer oscuro en la traducción. Teniendo
en cuenta que para muchos filósofos y teóricos la metáfora
tiene el mismo significado etimológico que traducción, el pro-
blema de hablar de paso acerca de las traducciones no yace
tanto en conocer las lenguas empleadas sino en las metáforas
frecuentemente trascendentales que se emplea: constancia, fi-
delidad, coacción y libertad, traición. Estas analogías –nunca
empleadas respecto a cómo Wimmer (que tradujo tres libros
de Vargas Llosa antes de los de Bolaño) y Andrews (traductor
de Aira) tienen que «extranjerizar» la traducción– muestran la
importancia que se le da a ella y su naturaleza problemática.
A la vez, son evidencia del carácter esquivo de esa práctica
como tema para reseñadores. Para un autor como el chileno,
los traductores tienen que ser artesanos, eruditos, escritores y
lectores minuciosos, condiciones mucho más mundializadas
por el mestizaje actual de lenguajes.
Cuando Atkinson dice «Mientras que Tanizaki Junichiro,
el novelista japonés de principios del siglo veinte, leyó a Jo-
yce, el cumplido no fue devuelto» (45), despeja la discusión
sobre el histórico monolingüismo de los países anglosajones

139
y sus autores (a excepción hecha de Joyce, Beckett, Nabokov
y pocos otros). Por razones como ésta, según Yu el estudio
actual de la nueva literatura mundial amenaza con disminuir
considerablemente la antigua dependencia en traducciones
de los programas de «literatura comparada» para definirla,
especialmente cuando todo se lleva a cabo en una sola len-
gua, hasta ahora el inglés. Como queda fijado en la gran
mayoría de los estudios reunidos por Sánchez-Prado, el so-
metimiento al primer mundo es mayor en términos teóricos
anglosajones, porque en verdad no hay una visión compara-
tista latinoamericana en esos artículos, sino una sensación de
que la literatura de Nuestra América siempre debe estar a la
defensiva. Está bien que los cuentos de Bolaño sean leídos
como si hubieran sido escritos en inglés en vez de español,
lo cual dice maravillas de sus traductores. Pero esa condición
siempre ocasionará que algún nacionalista o provinciano la-
tinoamericano quiera reclamar que algo se ha perdido en la
presunta apropiación, como si la traducción fuera más que
un arma funcional que les permite a los monolingües am-
pliar sus lecturas. Similarmente, hay que tener en cuenta que
en varios momentos se lo compara a la mayoría de escritores
difíciles, como Joyce o Faulkner (sin hablar de los cuentos de
estos). En el caso de Bolaño los paralelos y dolores de ca-
beza al traducir su cuentos y novelas no son insignificantes,
aunque con el chileno las migrañas valen la pena.
Tampoco se puede descartar el hecho de que detrás de
todas esas ideas críticas totalizantes hay un idealismo co-
munitario teñido de cierto populismo respecto a los lecto-
res. Esa magnanimidad casi nunca se ajusta a la dinámica
de las realidades sociales, razón por la cual se sigue discu-
tiendo ese ir y venir de los lectores del chileno. Uno de los
aspectos más llamativos de la narrativa (porque no se limita
al cuento) de Bolaño es que se basa en realidades amargas,

140
a la vez que tira hacia una ficcionalización juguetona, como
un posmodernista que ha sido asaltado por la historia y sólo
sale del mundo latinoamericano por escrito y traducido. No
todo el mundo estará de acuerdo con una idea implícita de
Casanova, según la cual la traducción al francés y su poder
de consagración supera cualquier visión del valor de otras
lenguas (205-206, 383), noción aparentemente aceptada por
Milan Kundera. Este es un tema que, a diferencia de un crí-
tico progresista como Beecroft, no discuten los colaborado-
res de Sánchez-Prado. Seguramente, la canonicidad francesa
(no de su literatura o el lenguaje en sí, apunta Casanova) era
patente en la época de Darío y a principios del siglo pasado,
piedra de toque para las ideas de Casanova respecto a La-
tinoamérica, o para el ecuatoriano Gangotena (faux Parisien
según ella, 1999: 294), y tal vez lo fue para Héctor Bianciotti
y «Copi» (exiliados perfectos según Bolaño) y otros que Ca-
sanova no discute, o menciona.
Pero ya no era así en el entresiglo, y la lengua inglesa sigue
manteniendo su hegemonía en los medios y culturas popula-
res del siglo veintiuno, a pesar de la continua y creciente crisis
económica en que los escritores están a punto de convertirse
en los nuevos proletarios debido a las condiciones precarias de
los derechos de autor (versus copyright), la segura implantación
de «libros» electrónicos, falta de apoyo institucional, piratería
digital, la imposibilidad de vaticinar cuáles y cómo serán los
soportes de la escritura, los demasiados libros, etc. Esta condi-
ción se debe conjugar con el hecho de que Goethe creía inne-
cesaria la literatura «nacional», y que siglos después Kundera,
en Le rideau, arguyera que no es necesario leer una novela en
el idioma original14. De esta posición sólo hay un paso a creer
14
Me refiero menos a la necesidad de «resucitar» la noción acuñada por
Goethe (véase el segundo capítulo de Pizer, 18-46, y la Introducción de
Damrosch (2003: 1-36), y más a la percepción de 1952 de Erich Auer-
bach, «Filología de la literatura universal», trad. Jesús Espino Nuño, Teo-
rías literarias del siglo xx, eds. José Manuel Cuesta Abad y Julián Jiménez
141
que todos somos ciudadanos del mundo, y que de una manera
u otra la narrativa de Bolaño será huérfana o cultura popular
cuando los derechos de autor sucumban a Google, clubes de
libro, adaptaciones fílmicas, megalibrerías, libros en soportes
electrónicos y similares tecnologías, y cuando esa cultura deje
de ser adicta a su propio pasado. Es simplemente falso que
hoy se pueda adquirir un gusto refinado con sólo saber cómo
usar una computadora, porque de ser así su narrativa sería
comparable a la de cualquier bestseller presentado como «ex-
periencia literaria». La narrativa marca ciertas pautas interiores
en los lectores que ellos no pueden obtener de las lecturas
generalmente aceleradas en una pantalla. En ese sentido, y con
palabras de un blog de Patti Smith: «Todos son Bolaño todos
nosotros somos Bolaño y aun tú eres Bolaño».
No obstante, sus coetáneos en el cuento no tienen que
importar un patrimonio literario mundial, como arguye Ca-
sanova (442), porque siempre se han creído «ciudadanos del
mundo», lo cual desde un punto de vista ideológico y cultural
que mima el detalle podría significar un compromiso con
una justicia más amplia. En el contexto del péndulo de otras
modas de los noventa el cosmopolitismo temático de la ma-
yoría de los cuentistas de McOndo, Líneas aéreas y hasta de Se
habla español no es análogo a ser «ciudadano del mundo». Más
bien, como sugiere Appiah, las celebraciones de lo cosmo-
polita pueden sugerir una desagradable postura de superiori-
dad hacia lo putativamente provinciano (xiii). La conciencia
de clase de los viajeros frecuentes no sólo tiene que ver con
privilegios sino con la ilusión de que nuestra experiencia de
la diversidad y movilidad social, hoy subvencionadas, revela
al mundo como un todo. Esos sentimientos también quieren
Heffernan (2005), 809-820. Pradeau y Samoyault recogen el texto de
Auerbach (que Casanova no cita o menciona), con una presentación de
Pradeau (15-23). El texto de Auerbach ya había sido traducido al inglés
por Maire y Edward Said, en 1969.

142
decir que Bolaño y sus contemporáneos no siempre celebran
de manera posmoderna los yos hechos trizas que les per-
miten evadir las estructuras del poder del lenguaje, porque
saben que quitarle todo significado y sustancia a la identi-
dad humana es irresponsable, sobre todo por no considerar
que los atributos de la subjetividad posmodernista se experi-
mentan de manera dolorosa. Si no fuera así, Bolaño sería el
novelista más posmoderno y sostenible de nuestros clásicos
recientes, y los ciudadanos ideales de una República Bolaño
serían como los de Forster según Kermode: no reconocibles
fácilmente como demócratas, porque son de una aristocracia
no de poder o influencia, sino de lo sensible, considerado y
valiente, de todas las naciones y clases, y cuando se encuen-
tran hay un entendimiento secreto entre ellos (2010: 138).
Hay que tener en cuenta que, heredero de Borges, Bolaño
no cree en un yo centrado y moderno, ni en la identidad
monolítica, como también afirma en varias secciones de En-
tre paréntesis. Así, su «República» no culpa a la modernidad
de varios males modernos, y obviamente tampoco descarta
todo lo posmoderno. Al criticar la sociedad implícitamente
la modernidad se sostiene filosófica y económicamente con
un adentro y afuera que simultáneamente provoca la confu-
sión o desaprobación de los de afuera, mientras que halaga a
los de adentro que (por lo menos) creen que «entienden».
Los contemporáneos de Bolaño tampoco tienen que optar,
como sugería Etiemble al pedir revisar la noción goethiana
de «literatura mundial», por uno de los polos de una ten-
sión menos poderosa estos días: «Un abusivo eurocentrismo
continúa falseándolo todo de este lado del mundo, mientras
que, del otro lado, se obstinarán todavía por algún tiempo
en celebrar a mediocres, bienpensantes, por la única razón
de que celebran la revolución o el ateísmo» (18). Más bien,
autores como él se dan cuenta efectivamente que la narrativa

143
está llena de ilusiones sin bases materiales, y tanto la que
nos contamos como la que leemos puede desorientar. Por
eso casi nunca asumen que tienen acceso a verdades subya-
centes que, en verdad, nunca podrán conocer. Pero también
saben que para bien o para mal se entiende la vida por medio
de esas narraciones. Es decir, se puede relacionar la idea de
Etiemble a los cuentos que discuto en esta sección y a todo
género que se desvía hacia la hagiografía, porque si no hay
una literatura que dependa de las grandes ilusiones de un
artista o de las ambiciones inmodestas de un investigador,
uno se pregunta si una literatura como la de Bolaño habría
sido posible.
Por esto, cuando Etiemble defiende las literaturas exóti-
cas, marginales y menores, pasa del eurocentrismo a un etno-
centrismo, como señala Casanova (214). La crítica posterior
de la mundialización no ha cambiado mucho hasta hoy, des-
deñando los modelos nacionales cosmopolitas que surgieron
durante las últimas tres décadas. Así, una gran limitación de
Cheah al pedir una literatura mundial que haga mundo es
que sólo le interesa una indefinida literatura poscolonial (36),
de un «Sur» [¿?] poscolonial que construya mundos «idea-
les» (35) y cosas buenas [sic], y el único ejemplo que provee
es una novela que recrea una Somalia nada diferente de las
peores primeras novelas utópicas de la Revolución cubana.
Como Orwell (para quien la Historia es escrita por lo gana-
dores), Koestler, Gide, Stephen Spender, Richard Wright y
Vargas Llosa, Bolaño ve ese tipo de utopismo intransigente
como un mal, por tolerar el sufrimiento real en nombre de
una justicia abstracta de un mañana impreciso, por enseñar la
perfectibilidad, y sobre todo no confrontar las complicacio-
nes y contradicciones de la realidad. El hecho es que las ex-
periencias cotidianas de los colonizados nunca han servido
exclusiva o primariamente como una función de un aparato

144
monolítico para la imposición de ideologías. Por esto, sin
aquellos tres autores, y sin Solzhenitsyn o Graham Greene,
nuestra cultura sería más pobre. Sin embargo, hay que bajarle
el tono al didacticismo de escritores de izquierda y derecha,
de Larsson a Ayn Rand, y esto es lo que hace Bolaño.
El tipo de visión exótica e idealizada de la que habla Cheah
se comercializa bien en Occidente, como argumenta Casa-
nova, y las diferencias con Bolaño son obvias:
Hoy la novedad yace en la aparición y difusión de no-
velas de un nuevo tipo, destinadas a la circulación inter-
nacional. En esa world fiction fabricada artificialmente,
de productos comerciales destinados a la difusión ma-
yor, de acuerdo a criterios y recetas estéticas probadas,
como las novelas académicas de universitarios interna-
cionales… (236).

Casanova provee una lista de los tipos de esa ficción, pero el


hecho es que –más allá de distanciarse del localismo, intento
que comenzó con el boom y que volvió poco cambiado con
los nuevos realismos mágicos recientes escritos para extran-
jeros– el tipo de narrativa en que encajaría Bolaño mide la
modernidad de otra manera.
Una manera principal y obvia de ponerla en perspectiva
fue desatenderse del latinoamericano y del terruño como
personajes, escogiendo temas «mundiales» que dan un giro
nuevo al universalismo incipiente de los sesenta. En 1998
Bolaño le insistía a Forn que tampoco le interesaba registrar
la vida «sudaca» en España. Según Gumucio, «La admirable
obra de los maestros del boom parece en comparación con la
tarea de escribir este tiempo, este aquí y este ahora, un juego
de niños» (2009: 16). Para Gumucio su generación rechaza
ser adulta o literariamente responsable de todo lo que dice
y calla, actitud que Bolaño asumió de otra manera, aunque
como la generación de Gumucio contó no sólo lo que ho-
145
rroriza a americanos y europeos, «sino lo que ha dejado [a
nosotros] de sorprendernos» (2009: 16). Etiemble prevenía,
para curarse en salud, que «ciertamente debemos desconfiar
de las trampas del exotismo. La moda actual de un zen mal
entendido perjudica la causa de la Weltliteratur. La Weltlite-
ratur no debe degenerar en un trabajo en balde» (24). A su
vez, al escribir sobre Grossman y qué literatura se traduce
al inglés alrededor de 2011, Tim Parks menciona que «tal
vez con el mundo tan conectado íntima e inmediatamente,
el único exotismo real que se podría encontrar está en el
pasado» (33). Strich asevera sin sonrojarse que «el concepto
de la literatura universal es algo extrañamente tornasolado y
vago» (454), y en la historia de estos términos el argumento
de Casanova sería una corrección necesaria, que sin embargo
no se debe creer base inescapable de lo manifestado respecto
a Bolaño y su entorno. Sí quiero, no obstante, volver a la dis-
tinción que Casanova establece en su libro entre «literatura
mundial» y «espacio literario internacional» (119-148), al que
pertenecería el Bolaño cuentista por apóstata, ya establecida
la recepción de la que vengo hablando.
Es innecesario argüir que como todo autor latinoamericano
canónico, siempre estuvo en una «literatura mundial», y no hay
que recurrir a sus proclamas de ser heredero directo de la cul-
tura occidental y sus antiguos maestros, como se nota a través
de Entre paréntesis. En una entrevista sobre su trascendental
tesis, Casanova matiza aquellos términos aparentemente ge-
melos, y termina enfatizando el último, como lo define seis
años después de su libro: «un espace hiérarchique, inégal, con-
traignant, violent (même s’il s’agit de violence douce) et qui,
de façon invisible (et d’autant plus invisible qu’il est contraire
aux présupposés ordinaires de la croyance littéraire), imprime
sa marque à tous les textes du monde« (Casanova y Samo-
yault 140). En esa entrevista insiste en que la traducción es

146
un motor esencial de la constitución y unificación del espacio
literario mundial, retomando su salvedad de que aquel no es
un transporte horizontal, neutro o neutralizado de los textos
(147). Esta condición no sorprende, y la he matizado en torno
a narradores estadounidenses «latinos» traducidos, respecto a
un narrador leal al chileno, Alarcón, que prefiere no escribir en
español (Corral: 2006, «El vagabundeo…»), aunque otros no
pueden ni quieren escribir como «nativos».
Alarcón, autor peruano-estadounidense cuya reciente re-
cepción como «nuevo autor latino» requiere más espacio del
dedicado aquí, reseña los cuentos escogidos para Last evenings
on earth en el San Francisco Chronicle del 4 de junio de 2006 con
el título «Chilean’s Voice Heard at Last», sin considerar que
el «al fin» de su título es relativo. Alarcón no dice nada nuevo
a los lectores latinoamericanos, y no tenía por qué. Tampoco
le incumbía, con el derecho que tiene para discernir de cual-
quier juicio, tergiversar el consenso de la recepción nativa de
esos cuentos en la lengua original. Alarcón manifiesta: «Si los
cuentos de la primera parte [sic] son menos convincentes,
sólo es en relación a la transparente brillantez de la segunda
parte de la colección» (M1). Resulta que la «primera parte»
contiene cuentos como «Sensini», «El ojo Silva», «Llamadas
telefónicas» y «Vida de Anne Moore», poco estudiados pero
generalmente considerados representativos del autor, así que
para emitir su criterio Alarcón podía haber tomado en cuenta
que la selección es de la editorial anglosajona. Contra la idea
del «escritor modelo» que ve en Bolaño, Alarcón no provee
una evaluación, y como causa de la dinámica actual entre na-
rradores, reseñadores y editoriales, su generación no puede
quedar mal con una editorial que les podría facilitar algunos
beneficios a partir de reseñas poco arriesgadas y teñidas de
vocablos de la buena crianza.
Así se comienza a entrar en la recepción de los cuentos

147
que acelera la difusión del chileno en el ámbito estadouni-
dense, y sigo el orden cronológico. Wayne Koestenbaum
admite su «adicción» a «la bruma que flota por encima de
la ficción de Bolaño» (47), preciosa manera de resumir un
efecto del autor, aún cuando el reseñador no haya tenido
la intención de referirse a los mitos personales. Cuando lo
compara a Vila-Matas, Moravia, Handke, Javier Marías, Sara-
mago y Sebald, me quedo con los iberoamericanos, y Sebald.
Con este último comparte el ver la memoria como mucho
más que archivo o almacén del pasado, el «uso» de la Argen-
tina como local, y en ambos lo que mueve la acción no es
exclusivamente un suceso o artimaña, sino una investigación
constante y generalmente libresca. Lo más significativo de la
nota de Koestenbaum, sin embargo, es su honestidad como
intérprete y la franqueza de sus evaluaciones. Propone que
«el logro supremo de Bolaño es su tono, si se me permite tal
juicio sobre un autor que sólo he leído en traducción» (47).
No se puede subestimar el valor de esa admisión. Grossman
(antes que Wimmer, una de las traductoras más conocidas del
español al inglés), culpa equitativamente a editores, reseña-
dores y académicos del mal tratamiento de las traducciones,
diciendo de los segundos: «Muy pocos de ellos han encon-
trado una manera inteligente de reseñar ambos, el original
y su traducción dentro de las limitaciones de espacio que
impone la publicación […] Su incapacidad para hacerlo es un
producto de diletantismo intransigente y aficionado tenaz,
el amenazante monstruo bicéfalo que galopa por el paisaje
inhóspito poblado por los que escriben reseñas» (32 ).
En su artículo sobre cómo el mundo de las reseñas ha sido
afectado por las innovaciones tecnológicas Palattella opina
que la falta de curiosidad sobre obras traducidas es parte del
anti-intelectualismo periodístico, y al hablar de América La-
tina se refiere a la traducción de surrealistas [sic] durante los

148
setenta. Su generalización se complica al aseverar que una de
las razones por las cuales se ha traducido a Bolaño y no a
sus pares [sic] es que «Ser un autor de un país empobrecido
y desgarrado por la guerra o con una vida melodramática
ayuda también» (28). Vale detenerse en un hecho mundial im-
portante, que también está relacionado a la presencia de la
«poesía en la guerra» en la narrativa de Bolaño, sobre todo en
Estrella distante, y en su poesía. Así como se desprende de El
Tercer Reich, la segunda Guerra Mundial no está asociada con
la poesía, especialmente en los primeros años del conflicto.
Aparentemente muchos poetas eran alérgicos al tema, proba-
blemente por la sombra que les hacía la poesía de la primera
Guerra Mundial. En La muerte de la tragedia George Steiner
dice que la última guerra no tuvo ni su Ilíada ni su Guerra y
paz, y por lo general los críticos se refieren a lo convencional
que es la poesía de la segunda Guerra Mundial frente a la de
la primera. Bolaño parece haber tenido en cuenta ese giro,
que le permite a Lemus afirmar que cuando los protagonistas
de Los detectives salvajes se encuentran con Paz «las hostilidades
han terminado, es hora de rendirse ante los maestros» (89).
Por eso, si la guerra es hoy global, como se esfuerzan
por matizar teóricamente Villalobos-Ruminott (199-200) y
Franco (213-214), esta es una condición que Bolaño sabía
que sus lectores conocían perfectamente, ¿así que para qué
politizar la situación o ser paternalista con digresiones sobre
quién o qué tiene la culpa? El atractivo del exotismo o el tre-
mendismo no funciona así, porque como asevera Parks en su
nota sobre el libro de Grossman y el papel de América [sic]
en la traducción, «simplemente no se considera interesante a
un autor polaco igualmente bueno que hable sobre Polonia,
y lo más probable es que no se le traduzca» (33). Si es verdad
que se traduce más en Europa que en Estados Unidos, lo
que se traduce del inglés es novelas genéricas (de detecti-

149
ves, thrillers, etc.), y los europeos no quieren ser traducidos
al chino o al japonés, sino al inglés, porque, como señala
Grossman, eso les da acceso al reconocimiento mundial. A
la vez, como demuestran la introducción y los once artículos
comisionados por la Modern Language Association para su
boletín Profession 2010 sobre las tareas de la traducción en
el contexto global, no parece haber el mínimo interés en-
tre aquellos académicos estadounidenses para «teorizar» el
papel de la traducción de textos latinoamericanos. En ese
contexto, las muy buenas traducciones de los cuentos de Bo-
laño al inglés adquieren una importancia inusitada, porque el
exotismo ya no es una consideración.
Para Koestbaum, la narración de Bolaño, en su «propia»
voz o en la de sus avatares ficticios, «no está entorpecida por
adjetivos, rellenos, o basura intersticial; es límpida y está casi
en blanco, a veces con la claridad antiséptica de la ficción
detectivesca intelectual y a veces con una resaca afligida» (47).
Como Banville, este reseñador va más allá de lo que se espera
de este tipo de texto, aunque hay una condición que afecta el
reconocimiento eventual del reseñador. A pesar de la preclara
interpretación de Koestenbaum, la revista en que publica su
opinión no tiene la canonicidad, distribución y poder cultural
que tiene el suplemento literario dominical de The New York
Times, donde la muy respetada prosista Francine Prose reseñó
Last evenings on earth con el título «The Folklore of Exile».
Prose ve en esos relatos la brillantez que antes había encon-
trado en la mezcla perfecta de «surrealismo, lirismo, ingenio,
invención y análisis político y psicológico» (9) de sus novelas.
Para ella, estos cuentos giran en torno a las tribulaciones del
artista, y su reseña es concisa y exacta al respecto. Prose no
puede evitar la trillada noción de que este tipo de gran escri-
tor siempre esconde una «historia secreta» en sus cuentos. Y
si también se refiere al «folklore del exilio», su comentario

150
también se debe más a la selección que ha hecho la editorial
de los relatos del chileno y al provincianismo portátil del exilio
en un momento de globalización indefinida, que a la riqueza
aun más amplia de sus cuentos, sobre todo cuando para 2011
no se han publicado todos en inglés. Por ejemplo, «Clara»
de Llamadas telefónicas se publicó posteriormente en The New
Yorker del 4 de agosto de 2008, y se puede suponer que no
cabía temáticamente en Last evenings on earth. La selección del
contenido es uno de los criterios que tienden a confundir la
escasa proyección de la gran mayoría de los nuevos narrado-
res en ámbitos no hispánicos, hecho que también se podría
comprobar si aquellos latinoamericanos fueran sus pares y se
corriera a traducirlos, como se sigue haciendo con el chileno.
Hay otra posibilidad que no necesariamente socava el re-
corrido que llevo a cabo: una revista menor puede incluir
una reseña brevísima cuya precisión logra captar el meollo
de la técnica de un autor, y quizá nunca sabremos de ella.
Después de todo, los grandes narradores mundiales moder-
nos comenzaron publicando en revistas pequeñas, y los an-
glosajones no han sido la excepción. En su reseña de algunos
de los relatos traducidos de El gaucho insufrible (publicada por
New Directions en agosto de 2010), Drew Johnson propone
lo siguiente: algunos por sí solos son razón para asombrarse,
porque los relatos no son la forma más flexible, y el género
se resiste a la innovación invisible de una manera mucho más
decidida que la novela. Johnson asevera:
Hay veces en que al leer estos cuentos el éxito de Bo-
laño parece yacer en decepcionar al género mismo, en-
gañando al cuento, adormeciéndolo, diciéndole Estas
son narraciones directas, aquí no hay nada raro –ésta es sim-
plemente una historia sobre un literato desarraigado que conoce
a un dentista razonablemente literario que podría ser o no ser un
homosexual […] El cuento se recuesta, cierra sus ojos,

151
se relaja, mientras que párrafo por párrafo y línea por
línea, Bolaño se ocupa de otros ritmos, de algún pulso
indefinible que él modula a través y detrás de la trama
más obvia del cuento (298, énfasis suyo).

Se podría decir que Johnson ve en Bolaño la recreación de


un gesto similar al que expresa Cortázar en su «Del senti-
miento de no estar del todo», texto publicado para que se en-
tendiera mejor uno de los mensajes que quería transmitir con
su narrativa. Como vemos a continuación, Bolaño siempre
quiso estar en el mundo virtual de lo que escribía, sobre todo
en la novela con que entra en el canon y el reconocimiento
de la literatura mundial, no importaba qué especularan sus
reseñadores sobre sus primeros cuentos.
También tenía conciencia de que vivía en un momento en
que todo el mundo hablaba de tener su propia narrativa, o
creía tener una. Sin embargo, sabía que esas narrativas son
un instrumento de control, y quería alejarse de ese tipo de
disciplina y del tópico que asocia toda crisis a un género
como la narrativa, porque él la veía como una forma car-
gada de futuro. En palabras de Philip Hensher en una nota
sobre 2666 a que me refiero más adelante, Bolaño «delibera-
damente frustra el deseo del lector de descubrir, y desafía su
habilidad para recordar los detalles de la trama y personajes
a cada momento» (30). Los pedantes pueden objetar que los
giros de las tramas distorsionan los hechos, y los que buscan
riesgos se pueden quejar de la «falta» de política, reacciones
que sugieren que los problemas genéricos del cuento per-
sisten, y necesitan orearse. O sea, Bolaño convierte el «puro
cuento» en un arte, incluyendo pronósticos tristes para las
democracias comerciales actuales, pero hasta este momento
esa forma renovada no ha convencido completamente a la
nueva literatura mundial, porque todo comenzó con la no-
vela de él.
152
Cuando al fin comienzan los dieciocho capítulos de Museo
de la novela de la eterna de Macedonio Fernández, en el décimo
el «autor» le dice al «lector»: «Mi novela no es novelón». En
el penúltimo epílogo, titulado «La novela en estados», se lee
la reflexión de que la escuela artística que «dominará pronto»
cultivará únicamente la novela en estados, y uno de estos
será «como metáfora de lo que se sintió en cada tiempo de
la novela». Con la excepción de otros autores cuya lectura
está condicionada por el mito, como Borges, Palacio y otros
narradores atípicos, se le hizo caso omiso a Macedonio y
compañía, y al elevar Bolaño similares rarezas a otra potencia
con su primera novela extensa, se los podrá recuperar. Pero
los cuentos siguen siendo la piedra de toque, no sólo de los
destiempos causados por sus traducciones, sino también de
la percepción de sus novelas extensas. Por ejemplo, en su
reseña de The Return, segunda selección de traducciones de
cuentos escogidos de dos colecciones diferentes del chileno,
Michael Singer, el único que lo ha comparado a George V.
Higgins, novelista del género policial, escribe que Bolaño
nos obsesiona como un aparecido, que nunca se ha ido, y
que ha progresado rápidamente de «rumor fascinante» a ce-
lebridad póstuma y lectura obligatoria, y que nunca aburre.
De acuerdo.
Debido a que Singer no se dirige al origen verdadero de
los cuentos recogidos, dice que The Return «sirve como re-
cuerdo de las estrategias legibles pero escabrosas de Bolaño,
pero tal vez como punto de entrada para los curiosos; un pe-
queño Bolaño para principiantes. Como tal, [esta colección]
podría ser tan esencial como sus obras más largas y menos
accesibles» (E12). Este destiempo, bueno y malo, también
es el problema con las «introducciones» descontextualizadas,
porque esta colección también permite que Singer asevere
«inevitablemente, se repitió a sí mismo, y tropos del resto de

153
su ficción aparecen en The Return» (E12), y que otros rese-
ñadores crean que las voces y los personajes de las novelas
largas «han vuelto» a los cuentos, cuando era al revés. Si no
hay nada malo con repetir lo bueno, estas opiniones tienen
la desventaja de que un lector ingenuo las puede interpre-
tar como negativas, porque Singer, y sin exageración todos
los reseñadores de las traducciones hasta estos momentos,
nunca las han cotejado con las fuentes originales, y se refie-
ren al valor de la traducción sólo de pasada.
No obstante, el saldo de la evaluación de Singer es muy
positivo, y acierta al presentar una imagen galáctica del ge-
nio de Bolaño, que «fue crear una cosmografía interna que
obliga a los lectores a recoger sus novelas y buscar diferentes
estrellas en las mismas constelaciones» (E12). O sea, mues-
tran cómo una obra puede definir un género a la vez que
lo trasciende. Partiendo de una obra maestra de la narrativa
corta, Bartleby, Borges señala en su prólogo las afinidades
de esa obra de Melville con novelistas posteriores. Pero tal
vez es más importante que, sin reiterar su preferencia por
las formas breves, el argentino haya notado la relación en-
tre esa novelita canónica y la igualmente canónica «novela
infinita» que considera a Moby-Dick, aseverando que «página
por página, el relato se agranda hasta usurpar el tamaño del
cosmos», aunque sin discutir que contiene la escritura más
poética y densa de la lengua inglesa. Si las relaciones entre
las obras de Bolaño permiten notar que la narrativa es un
pañuelo, también consienten que su narrativa puede ser un
mundo en que todos somos escritores. Por consideraciones
afines, pasar de los cuentos a su primera novela mayor, no es
necesariamente desvirtuar la narrativa breve de Bolaño, por-
que inevitablemente esa progresión tiene un efecto diferente
cuando se la emplea para analizar su inagotable narrativa
como una literatura mundial verdaderamente nueva.

154
V.
La novela (antes de la novela)

Hablemos de Los detectives salvajes. La recepción de un autor


siempre incluye comparaciones imperfectas, y no le faltan ni
faltarán a la de Bolaño, quien no siempre las veía como gajes
del oficio. 2007, como 2008, fue el año de Bolaño en inglés.
La versión en esa lengua de Los detectives salvajes fue escogida
como Mejor Libro del Año 2007 por The Los Angeles Times,
The San Francisco Chronicle y la revista digital Slate. También fue
escogida como uno de los Mejores Diez Libros del mismo
año por The New York Times Book Review, The Washington Post
y la revista New York Magazine. Decía en mi Introducción
que no se ha examinado la conexión con Salinger, y en este
capítulo sugiero que se puede comenzar no con la consabida
rebeldía de los jóvenes, sino con la actitud de ambos hacia la
ambición literaria y cómo corrompe el llamado sagrado del
arte de la literatura. La traba es que para Salinger la solución
fue renunciar devotamente a publicar, con plena conciencia
de que le aceptarían sus escritos, mientras que para Bolaño
la salida era seguir escribiendo religiosamente, sin saber si
lo publicarían. Visto así, y comenzando con Los detectives sal-
vajes, las novelas de Bolaño piensan, porque si en las que la
siguieron, o que fueron redactadas antes y publicadas póstu-
mamente, hay guiños «chilenos», pero no son estrictamente
novelas en clave, precisamente porque piensan.
La recepción no siempre funciona así para los autores
anglosajones, hecho poco notado por los entusiastas de la
nueva literatura mundial. Así, Paul Auster, un bestseller en
155
Europa cuyas últimas prosas, entre metaficticias y autoficti-
cias, no han tenido buena recepción (sus malas traducciones
al español son un asunto pertinente no discutido), no nece-
sita espaldarazos de autores o reseñadores europeos o lati-
noamericanos, aunque recientemente su par español, Vila-
Matas, salió a su defensa. Parks señala que los autores an-
gloamericanos «no necesitan reclamos especiales para atraer
atención internacional. No se requiere novedad» (2008: 14).
Paralelamente se da el caso de un autor como Douglas Ken-
nedy, cuyas novelas venden muy bien en Europa, pero no
tiene similar editor o reconocimiento en Estados Unidos.
Hechas esas salvedades, como dice su editor principal, He-
rralde, en «Vida editorial de Roberto Bolaño», recogido en su
Para Roberto Bolaño (libro con ediciones españolas y latinoa-
mericanas): «Se comparó Los detectives salvajes con las mejores
novelas latinoamericanas del siglo xx, como Rayuela o Adán
Buenosayres, y para muchos de los jóvenes escritores de las
nuevas generaciones se convirtió en un ejemplo, un modelo,
un héroe, destronando, o desplazando, o aparcando, a mu-
chas de las figuras señeras del boom» (42). Hoy, la comparación
es más con una narrativa de mayor público, de mundos más
complejos, y con la indulgencia de Conrad, bajo la mirada de
Occidente, porque Bolaño sigue definiendo al bestseller por su
brío y familiaridad en vez de originalidad y prosa pulida, así
como siguen definiendo a novelas como las del boom con la
nostalgia de la carga cultural en que se dieron.
Aquella visión de Herralde es correcta y seguramente sin-
cera, compartida por algunos admiradores de Bolaño como
los incluidos en Palabra de América, aunque no siempre por la
generación intermedia que no pertenece al boom, o entre los
nacidos de 1968 en adelante, o la generación «00», que extra-
ñamente se sienten desdeñados por ser más «serios». Tam-
poco hay un consenso entre los «boomistas» existentes, de los

156
cuales sólo Vargas Llosa sigue manifestándose positivamente
sobre el chileno, como éste hizo con el peruano, en un texto
empleado como prólogo para una edición de 1999 de Los
jefes; Los cachorros, publicado luego en Entre paréntesis. Galán
cita al respecto a Herralde, que dice: «Es curioso que salvo
Jorge Edwards y, mucho más tarde, Vargas Llosa, ninguno
de los autores del boom haya dicho una palabra de Bolaño»
(43). Hay que recordar que cualquier característica literaria
que pasa de generación en generación no es necesariamente
hereditaria, y mucho menos necesariamente genética, como
lo admitiría cualquiera de los epígonos auto-ungidos de Bo-
laño. Por estas razones, probablemente la mejor indicación
de la vitalidad de un artista es simplemente que su obra sigue
visible y que se habla incesantemente de él, fijando imágenes
del autor hasta con apartes sobre su biografía. La tristeza
de que parece que no tendremos nuevos cuentos es rempla-
zada por un reconocimiento más profundo de que se tiene
un tesoro en la obra que dejó. Es muy prematuro suponer
que ése es su futuro definitivo, porque de ser así él sería el
equivalente de los «boomistas», no de los que pretenden de-
rrocarlos, y le hubiera encantado la ironía de que se compare
Los detectives salvajes con Cien años de soledad, ya que no sopor-
taba el tipo de tercera edad literaria que García Márquez ha
terminado representando.
¿Cuáles serían las implicaciones de esas comparaciones
para ubicar al apóstata en la literatura mundial? Hasta hoy,
cuando se discute contrastes entre Los detectives salvajes y otras
novelas latinoamericanas, es más que seguro que no se men-
cionará una que no pertenezca al boom, lo cual por un lado
revela el logro insólito de Bolaño respecto de la narrativa de
sus coetáneos. Así, en «Mayhem in Mexico. Roberto Bolaño’s
great Latin American novel», publicada el 10 de septiembre
de 2007 en la prestigiosa revista digital Slate Paul Berman

157
reseña Los detectives salvajes, correctamente debe decirse,
como un homenaje a la gran tradición literaria latinoameri-
cana, incluido un «ingenioso homenaje al círculo surrealista
de Octavio Paz». Pero si se habla de literatura «mundial»,
vale contrastar lo que asevera Brenkman acerca de Fuentes
y Achebe:
Medidos por su impacto en la literatura de sus conti-
nentes respectivos y en la literatura mundial, sin duda
son innovadores de la novela contemporánea. Sin em-
bargo es imposible agrupar La muerte de Artemio Cruz y
Things fall apart, publicadas respectivamente en 1962 y
1958, respecto a su estilo, forma o propósito. Añádase
a esto, si todavía se necesita evidencia de que la trama
modernista/posmodernista falsifica la historia de la fic-
ción del siglo veinte, el hecho de que en 1958 también
se publicó Texts for nothing y The unnamable de Beckett y
la edición americana de Lolita de Nabokov. Achebe no
toma lecciones de Joyce y Faulkner, como hace Fuen-
tes; no comparte nada de la alegría textual de Beckett
o Nabokov. ¿Entonces qué hace de Things fall apart un
logro tan extraordinario? (833).

Para Brenkman la respuesta, siguiendo a Valéry, es que la crí-


tica debe descubrir qué problemas se impuso el autor y averi-
guar si los resuelve o no. Lo que no discute es que Achebe, ni-
geriano, escribe en inglés, situación «colonial» que no se puede
aplicar a Fuentes o Bolaño, o que la temática de Achebe, di-
ferente de la de los latinoamericanos, es tendenciosamente
africana. Según Rosendahl Thomsen, siempre habrá una lite-
ratura contemporánea y local disfrutada por un público que
tiene un conocimiento de primera mano de los contextos de
esa literatura, «y será escrita porque los escritores escriben
sobre lo que saben. Pero la mayoría de ella no será canonizada
internacionalmente, porque no tiene las características espe-
158
cíficas y cualidades que la hacen interesante para un público
extranjero» (48). Al hablar de las paradojas de una literatura
internacional traducida Parks asevera categóricamente, apun-
tando a una «americanización» internacional, que «un nove-
lista no es famoso hoy si no es internacionalmente famoso,
y no es reconocido si no es reconocido en todo el mundo»
(2011: 14), para luego pontificar, con extensas razones, sobre
cómo se subestima las traducciones bien hechas; y, sin razón,
sobre cómo los autores actuales se «venden» a los premios
literarios o tienden a ser ¡«existencialistas»! Desde Bolaño e
incluso El túnel (1948) de Sabato es cínico creer, como Parks,
que «todo lo que exigiría un conocimiento profundo e in-
terno para ser entendido debe ser evitado [por el autor] o
movido del centro de la obra» (2011: 14-15).
Recordando que en 2009 se cumplieron cincuenta años de
la publicación de Lolita (en Inglaterra) y de The Naked Lunch
de Burroughs (sin publicidad), en el caso del chileno también
hay otra realidad editorial (y secundariamente crítica) que
complica el trasfondo de estas discusiones. La publicación en
inglés de su obra comenzó con las traducciones de Nocturno de
Chile (2000, inglés 2003) y Estrella distante (1996, inglés 2004),
y no fueron instantáneas como las de los «boomistas». Estas
novelas recuperan su visibilidad cuando salen en rústica, y
sobre todo como rebote de la primera publicación en 2006
de cuentos escogidos de dos colecciones muy distintas, Putas
asesinas (2001) y Llamadas telefónicas (1997), publicados como
Last evenings on earth. Para esas fechas Bolaño había muerto,
aunque ya existía cierta mitología latinoamericana merecida
en torno a él. El autor sabía que la publicación erradica algo
de la intimidad, y añade a cualquier afán de trascendencia. Es
casi seguro, según se desprende de los testimonios suyos de
que disponemos actualmente, que nunca sospechó que ten-
dría el éxito que estamos presenciando, o que podría llegar a

159
encarnar el cliché de que uno puede convertirse en víctima
de su propio éxito.
Desde entonces se precipita la traducción de su obra, y
salen en inglés casi al mismo tiempo Amuleto (1999, 2006) y
Los detectives salvajes (1998, 2007). También, además de amigos
reconocidos como el argentino radicado en Barcelona, Ro-
drigo Fresán, se ha acelerado la apropiación del autor por sus
contemporáneos, que seguiré examinando, con más de una
polémica al respecto. Después de haber dado cuenta de las
coordenadas de la crítica latinoamericana inicial escrita sobre
el autor (Corral: 2005), dejo un repaso de las más recientes
para este libro15. Otra contrariedad es que las reseñas conjun-
tas de las traducciones de esas dos últimas novelas tienden
a emitir, tal vez inevitablemente, criterios que funden dos
obras totalmente diferentes, cuando sería más preciso pensar
en que sólo la segunda novela podría servir de modelo para
las obras que se publicarán después. Es así porque se ha exa-
gerado la relación entre la celeridad con que Bolaño escribió
hacia el fin de su vida y la calidad de su narrativa. El chileno,
de quien se ha dicho que podía escribir por días seguidos,
podría ser descrito mejor con la frase que Vila-Matas emplea
en Bartleby y compañía para describir a Carlo Emilio Gadda: «A
eso le llamaría yo tener el síndrome de Bartleby al revés».
Si también es comprobable que el chileno llega a un pú-
blico hispanohablante más amplio con La literatura nazi en
América (y la expectativa por ésta en Estados Unidos fue in-
mensa), y que sin la apuesta por publicarla Bolaño seguiría
siendo un autor respetado que no escribe «literatura comer-
cial de calidad» o la quality fiction de las grandes librerías an-
15
Así las expresiones de otros allegados o fanáticos suyos recogidas
en Babelia 803 (14 de abril de 2007), 4. De ellos Mario Bellatin se le
aproxima más en teoría, menos en práctica. La revisión de Javier Cercas
en el mismo número (2) es autorizada y nada zalamera. Las apreciaciones
impresas o digitales del colombiano Santiago Gamboa están entre las
mejores de la generación novelística cercana a Bolaño.
160
glosajonas, también es cierto que su primera y más recono-
cida novela extensa seguirá siendo el metro con el cual se
medirá el resto de sus obras, incluso las publicadas antes de
Los detectives salvajes, como La pista de hielo. Por ese trasfondo,
las reseñas escritas en inglés, restricciones del género y nivel
de conocimiento de los reseñadores incluidos, no pueden
transmitir que la publicación en español de Los detectives sal-
vajes se dio en un momento clave. El cosmos narrativo lati-
noamericano estaba entonces poblado de éxitos de venta, de
novelas fácilmente digeribles e insustanciales, de géneros de
moda, y narradores (más que narraciones) premiados, a la
vez que surgían nuevas generaciones narrativas. De la misma
manera, la red mundial y los blogs (uno en inglés se llama
«Bolanobolano»; otro dedicado a su resonancia en esa lengua
se titula «Bolaño fever»; y es auspiciado por Letras Libres) que
ahora están atisbados de discusiones sobre Bolaño, eran un
medio naciente a finales de los noventa.
Sin embargo, todavía es rara la ocasión en que los rese-
ñadores citan esos vehículos de dispersión como recursos
interpretativos legítimos, sobre todo cuando inducen un len-
guaje de abreviaturas que pretende establecer otros proto-
colos de lectura. La red mundial, que comienza alrededor
de 1995, tiene sitios que reproducen y rara vez producen
conocimiento original, y aparte de proveer lugares comunes
debido a la celeridad con que quieren ganarles a otros, aque-
llos blogs y máquinas de búsqueda generalmente descontex-
tualizan la información (hasta los títulos de un mismo artí-
culo pueden ser diferentes de las versiones impresas), y no
creo que hayan aumentado nuestra capacidad para aprender.
Bolaño sospecharía hoy, no requiere mucho suponerlo, que
la dependencia excesiva en reseñas colgadas en blogs arriesga
causar no una democracia liberadora del gusto, sino conser-
vadurismo y repetición, e incluso una democratización de la

161
violencia contra los escritores. Ceder a esa tecnología es a la
larga rendirse a la sabiduría del montón, al colectivismo ci-
bernético o una ideología que se ha adueñado de la negación
de la realidad, que el científico de computación Jaron Lanier
llamó «Maoísmo digital» en un artículo de 2006 publicado
en la revista digital Edge. Se puede especular cautelosamente
que, a no ser que se lo impusieran sus editoriales, el chileno,
sin fobias tecnológicas, no hubiera mantenido un blog, como
hacen algunos epígonos.
En todo el entusiasmo anterior se tiende a olvidar la re-
cepción local, como vengo diciendo, y vale detenerse en un
momento importante. En un apartado anterior mencioné
varias encuestas latinoamericanas, desconocidas. En una en-
trevista dedicada a la crítica que ha marcado su vida de lector
y autor, se le pregunta a Vargas Llosa sobre la encuesta en la
revista Semana, a propósito del lugar de Los detectives salvajes
y 2666 en la moda de la narrativa ensayística y de la crítica
universitaria que le congela el alma a los lectores, y afirma
con elegancia y franqueza:
Los detectives salvajes me parece una magnífica novela. Es
muy ambiciosa, de la que me gusta sobre todo la primera
parte, antes de que se desate la intriga policial; esas cien
primeras páginas de descripción de México, del grupo
real visceralista, del que forma parte el narrador, me
parecen admirables, por la textura, naturalidad, y por la
forma en que se va creando una atmósfera pesadillesca,
espléndida. Luego la novela se vuelve mucho más lite-
raria, con la intriga detectivesca, pero es una novela que
va a contracorriente de lo que es la moda, que más bien
prescribe hacer una literatura ligera, breve. Bolaño fue
un escritor muy interesante en la línea de los escritores
ambiciosos que son los que a mí me gusta leer. (2).

El problema es que, tal como explica Vargas Llosa, la ambi-


162
ción de los literatos latinoamericanos actuales es diferente,
así como su conexión con Walter Benjamin yace más en el
nomadismo que en el montaje que lo aleja del relato poli-
cial tradicional16. Con el éxito de Los detectives salvajes Bolaño
aceptó una historia más calmada de un éxito con reservas, tal
vez muy consciente de que sólo con cierta calma y seriedad se
puede escribir como lo hizo, y que podía ser seducido por la
historia de un gran fracaso. Ronaldo Menéndez, escritor cu-
bano no incluido en los varios registros testimoniales que voy
mencionando, ha notado, no sin previsible resentimiento, que
«los escritores atrapados en nuestros países de origen levanta-
mos mitos literarios acerca de cuáles son las alternativas para
dejar de ser un autor local» (14, énfasis suyo). La palabra clave
parecería ser «atrapados», porque los no cubanos que se han
ido o han viajado le han dado otra semántica al término. Me-
néndez señala y examina con razón cuatro mitos actuales para
los nuevos narradores: «el mito del príncipe azul-concurso in-
ternacional», «el mito del editor-hada madrina», «el mito de la
búsqueda del templo perdido» y «el mito-enajenación de que
el mercado corrompe la literatura» (14). Si es verdad que la
percepción a veces puede ser una lotería, también es verdad
que la animadversión no siempre pugna directamente con el
talento que, a la larga, se tiene que reconocer. Más bien, se
trata de las numerosas consideraciones que se puede estable-
cer entre el público latino en un país como Estados Unidos
16
Jeremías Gamboa y Alonso Rabí do Carmo, «Mario Vargas Llosa critica a
los críticos», La Nación, Cultura (8 de julio de 2007), 1-2. No me detengo en
la magra recepción de Bolaño en estudios nacionales de la novela chilena,
aunque véase Clemens Franken y Magda Sepúlveda, «El detective ante un
crimen generacional: Roberto Bolaño», Tinta de sangre (2009), 251-272. Cen-
trados en Monsieur Pain, Pista de hielo y Estrella distante, sobre la base de un
artista perdido, hubiera sido más fructífero dedicarse a las novelas exten-
sas, aunque Franken y Sepúlveda las mencionan a manera de introducción
(252). María Fernanda González, «Del detective moderno a los detectives
salvajes: Walter Benjamin relampaguea en Roberto Bolaño», El pensador va-
gabundo. Estudios sobre Walter Benjamin, ed. Carlos Muñoz Gutiérrez (2011),
137-147, provee una ingenua conexión forzada con Benjamin.
163
y las casas editoriales y su desconocimiento de los canales
culturales y comerciales que potenciarían la lectura de auto-
res como Bolaño, razones que Canetti (124-126) personaliza
demasiado para ser precisa en su visión de los autores latinoa-
mericanos como perdedores de la globalización.
En el mejor de los casos es curioso que este tipo de ani-
madversión se extienda a un autor como el popular bibliófilo
Alberto Manguel, cuya reseña de la traducción de La literatura
nazi en América contiene el mismo tono de resentimiento por
el éxito de otro, como ha hecho con Vargas Llosa, además de
una noción gravemente subjetiva y algo afrancesada de qué es
un autor fundamental que no sea argentino. Publicada en The
Guardian el 6 de febrero de 2010, la breve reseña de Manguel
muestra un gran desconocimiento de la obra mayor de Bo-
laño y su recepción, por no decir nada de las lecturas del chi-
leno sobre la tradición de la biografía imaginaria. A Manguel
le interesa sólo una tradición crítica y ficticia, la que conoce,
y por ende desdeña las que Bolaño quiere tergiversar, recu-
rriendo a golpes bajos sobre el mercado y otros reseñadores
que implícitamente califica de ignorantes. Tiene derecho a su
opinión, y se necesitaría reseñadores que templaran la eufo-
ria en torno a Bolaño, pero estas condiciones no autorizan
comparaciones descabelladas como las de Manguel, o que al
haberse quedado con la boca abierta subestime el signo revo-
lucionario de la escritura del chileno. Después de todo, la obra
de algunos autores no prospera cuando se la desprende de
su territorio, incluso con reseñadores de actitud abierta que
reciben traducciones de narrativa de mucha estima en la tierra
nativa, pero que son fuentes de aburrimiento o irritación para
ellos. Por otro lado, y como confirma cualquier estudio sobre
la globalización, ésta en verdad sólo acaba de comenzar, y no
se sabe qué beneficios o maleficios traerá esa integración.
Bolaño no quiso participar de ninguno de esos mitos y

164
los criticó como realidades, con la perspectiva de haberlos
sufrido, a pesar de sí. No es este el lugar para explayarse
sobre sus diferencias al respecto con los nuevos narrado-
res (chilenos y latinoamericanos), razón por la cual los voy
mencionando sólo en el contexto de Bolaño. Sin embargo,
no cabe duda de que la visión que se tiene de ellos revela
la persistencia del paradigma Bolaño, junto con una natural
falta de auto-especulación no exenta de reciclaje de parte de
los narradores nuevos, y una previsible cautela de los críticos
(a veces incluyendo espaldarazos de los mismos autores) en
libros, revistas, entrevistas y sondeos respecto a qué pasará
con ellos17. Actualmente Alfaguara, Anagrama, Seix Barral,
Tusquets, Lengua de Trapo y en menor grado otras editoria-
les y subsidiarias latinoamericanas de las españolas mayores,
son partes desiguales de una sub-economía de intercambio
que incluye como mediadores a críticos, agentes, fundacio-
nes, uno que otro mecenas, ONGs y profesores, aunque la
internacionalización de Anagrama no puede ser más evi-
dente, y no sólo por publicar a Bolaño. El hecho es que el
fenómeno Bolaño contribuye a armar evaluaciones de auto-
res de más o menos su misma edad, de los cuales nunca nos
habríamos enterado de no ser por el rastro que él ha dejado
sobre la nueva literatura.
Estas recuperaciones innecesarias y hechos afines, que con
no poca inexactitud Barrera Enderle llama la «alfaguariza-
ción» de la literatura latinoamericana, no son completamente
17
Así: Cuadernos Hispanoamericanos 604 (octubre 2000), dossier dirigido
por Teodosio Fernández, Desafíos de la ficción, ed. Eduardo Becerra (2002),
Iago de Balanzó et al., Cuadernos de la Cátedra de las Américas I (2004), José
Luis de la Fuente, La nueva narrativa hispanoamericana (2005), Cuadernos
Hispanoamericanos 673-674 (julio-agosto 2006), dossier dirigido por Leo-
nardo Valencia, Jorge Fornet, Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo
XXI (2006), Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban, eds. Entre lo local y
lo global: la narrativa latinoamericana en el cambio de siglo, 1990-2006 (2008),
La narrativa del milenio, ed. Jorge Ruffinelli. Nuevo texto crítico XXI. 41-42
(2009), y Guaraguao 13. 30 (Verano 2009).

165
negativas, ya que como observa Tabarovsky, «lo más intere-
sante (y a la vez preocupante) es que el mercado español le
ha dado gran lugar, quizás como nunca antes, a la más in-
solente tradición literaria latinoamericana» (16). ¿Quién los
habría publicado en sus países, a estos o a los ingleses de des-
cendencia india? Bolaño, repito, lo sabía, y no le importaba
hasta que ganó premios literarios, aunque no podremos saber
si algo de ese conocimiento le impulsó a darle a Anagrama
el monopolio sobre sus escritos. Tampoco sabremos si creía
que después de haber ganado premios substanciales se le so-
metería a un escrutinio especial, pero sabemos a ciencia cierta
que era un artista que necesitaba espacio para experimentar,
e incluso fallar a través de varios libros, no sólo uno. Dicho
de otra manera, y antes de seguir adelante, Bolaño, como sus
pocos pares raros mundiales y «poscoloniales» que se conver-
tirían retrospectivamente en sus epígonos (Rushdie, Ishiguro,
Ali, Smith y compañía, que no han tomado sus riesgos), en-
carna las ideas que Adorno desarrolla en su fragmento «Who
is who» sobre la pureza del artista, sobre todo al decir: «La
halagadora creencia en la ingenuidad y pureza del artista o el
literato pervive en la inclinación de éstos a exponer sus difi-
cultades con el interés solapado y el espíritu práctico-calcula-
dor de los firmantes de un contrato» (1987: 217).
En su conocido «La historia literaria como desafío a la
teoría literaria» Jauss llama «distanciamiento estético» al es-
pacio entre las expectativas del auditorio original de una obra
y su violación o negación por obras nuevas, experiencia que
Birkerts lleva a un extremo personal con 2666, como ex-
plico adelante. A grandes rasgos, para Jauss esa disparidad
o lejanía es la mayor medida del valor estético, y por ende
el distanciamiento producido por obras que se consideran
maestras, como es el caso de Los detectives salvajes. Para que los
nuevos narradores que sobreviven al chileno no se entusias-

166
men demasiado, hay que añadir que Jauss observa que el dis-
tanciamiento estético cambia a través del tiempo, de manera
que las obras clásicas son reevaluadas continuamente, con-
cepción demasiado evidente en la actualidad de la literatura
mundial. Iser (57-69) a su vez, más que proveer una puesta
al día de aquella teoría, resume su propia contribución a ella,
reiterando el énfasis en cotejar la selectividad de los elemen-
tos que examina la teoría de la recepción para resolver una
fuente constante de irritación de la crítica: tratar de identifi-
car la intención o teoría del autor (Littau, 62-82); imposible
para Bolaño.
Paralelamente, como consecuencia de nuestro trasfondo
como lectores, ya no nos sorprende la narrativa del boom, y
es obvio que se la entiende de una manera diferente de su
recepción inicial en los años sesenta, perspectiva de la cual
participa Bolaño como autor (Braithwaite 49,77), no así al-
gunos críticos que se dedican a él (Franco, por ejemplo). Sa-
bemos también que los jóvenes narradores actuales quieren
distanciarse de sus maestros, no siempre respetuosa o exito-
samente, particularmente en la representación de la política
sesentayochista (Corral: 2009). En ese sentido, no sorprende
que en su reseña de Los detectives salvajes Berman hable del
«relajo» en México, mostrando que los realvisceralistas no
eran muy diferentes de Paz. Tal vez no sea mucho psicolo-
gismo que Lemus diga «Paz envidia en Ulises Lima al joven
radical que él también fue» (89). Vale notar que, diferente
de Platón en La República, en Los detectives salvajes los poetas
no son desterrados de la ciudad justa por corromper a los
jóvenes, sino que estos se van por creer a los poetas dioses
débiles e inmorales. Se sigue diciendo que los nuevos na-
rradores muestran la impostura, la mentira y la vacuidad de
los grandes principios, o que caricaturizan los dogmas al no
darse cuenta de que su creciente prosperidad causará una an-

167
siedad de similares proporciones. ¿No es esto lo que se dice
de todo escritor de vanguardia, de cualquier tiempo? Siendo
así, ¿qué diferencia al chileno de esos privilegios sempiternos
del exitoso narrador rebelde? Según Lemus, esta novela es a
la vez un elogio y una parodia de las vanguardias latinoame-
ricanas, y la pulsión vanguardista no muere con los protago-
nistas, «así como desaparecen los autores clasicistas pero no
los hábitos clásicos» (89).
Bolaño, autodidacta con la inteligencia analítica de un
buen abogado y el temperamento empático del novelista,
sabía bien que se requería un equilibrio casi perfecto al rom-
per esos formalismos, y en «Encuentro con Enrique Lihn»
de Putas asesinas proyecta la desesperanza del escritor princi-
piante y paranoico ante los maestros:
Esto les pasa a todos los escritores jóvenes. Hay un
momento en que no tienes nada en que apoyarte, ni
amigos, ni mucho menos maestros, ni hay nadie que te
tienda la mano, las publicaciones, los premios, las becas
son para los otros, los que han dicho «sí, señor», repe-
tidas veces, o los que han alabado a los mandarines de
la literatura, una horda inacabable cuya única virtud es
su sentido policial de la vida, a ésos nada se les escapa,
nada perdonan (218).

En Enemies of promise Connolly dice que a veces los escritores


se refugian de las exigencias del talento en actividades que no
tienen nada que ver con los libros (108). También sugiere que
los jóvenes escritores «si van a madurar, requieren un período
de entre tres y siete años para superar su promesa […] La
promesa es esa araña oscura contra la cual luchan muchos es-
critores hoy en la oscuridad y silencio. Ocasionalmente ganan
y se deshacen de la carga de las expectativas de otra gente;
producen un libro» (109-110). Estas condiciones, ficticias o

168
no, nunca se han aplicado a Bolaño, y no ayudaron o aumen-
taron la recepción del autor de La literatura nazi en América.
Como los narradores, los lectores reconocen aquel legado
interpretativo expresado por Connolly y su papel en la histo-
ria de la narrativa, y ese reconocimiento contribuye a que ya
se hable de leer a Bolaño como «clásico» contemporáneo18.
Lo que han aprendido Bolaño y los nuevos, y da poder a sus
yuxtaposiciones, es que los temas comunes no tienen que ser
transparentemente conscientes, sino que los lectores deben
sentir que esos temas se corresponden. A su vez, la narrativa
de Bolaño es tan inquieta que se muda a otro lugar antes de
que pueda formar una familia, o discípulos. La importancia
de un icono cultural como él permite que nos olvidemos de
la «familia» a la que podría pertenecer. Después de todo, esos
iconos meritorios son rebeldes, y honran a sus familias que-
brantando sus tradiciones y violando sus creencias. Michel
Houellebecq dice que logró a la notoriedad pública sólo des-
pués de un improbable error de gusto cometido por críticos
literarios desorientados. Nunca podrá ser así con Bolaño, a
pesar de su postura de malcriado y algunos deslices de la crí-
tica, como vamos viendo. ¿Por qué? Porque los varios niveles
de lectura permiten a la narrativa, comprometida o no, crear
y difundirse gracias al medio impreso, que frecuentemente
comercializa lo artístico y lo político.
Hay algo muy vivo y atractivo en estas búsquedas cons-
18
Bourdieu le advierte a Chartier no olvidar que en muchos medios no
se puede hablar de lecturas sin parecer presuntuoso (225), y que «el es-
fuerzo desesperado de todos los autores por controlar la recepción, por
imponer las normas de la percepción de su propio producto, ese es-
fuerzo desesperado no debe tapar el hecho de que los libros que influyen
más son los que influyen de inconsciente a inconsciente» (232). La clara
relación con los clásicos grecolatinos se comienza a explorar en Gui-
llermo Blanck, «Roberto Bolaño y el mundo griego», Errancia y escritura en
la literatura latinoamericana contemporánea, ed. Celina Manzoni (2009), 23-41,
y con la tesis doctoral en curso de Raúl Rodríguez Freire. Blanck se limita
a los temas del sacrificio y traición, aunque concluye que «el intelectual
tiene el deber de ayudar a construir una idea del mundo» (40, énfasis mío).

169
tantes, porque en ellas se encuentra momentos de inteligen-
cia o sentimiento, aunque no siempre lleguen a mucho. El
reseñador puede alterar esa recepción sólo si tiene algo que
estropear, y si hay alguien que se ofenda de la alteración de
algún orden. Wyatt Mason, reseñador de la traducción de La
pista de hielo, elogia la manera en que en aquella novela Bolaño
rinde homenaje a las convenciones del género policíaco que
aparentemente la contextualiza y enmarca, a la vez que las
hace explotar, creando una obra de «añoranza intensa y no
realizada» (8). Pero a veces podría ser un sutil (y no notado)
homenaje a Agatha Christie, en el sentido que los detectives
de ambos casi no muestran emoción, y el mayor placer es la
deducción, por equivocada que esté. Como en ella, los de
Bolaño tratan, o pretenden ayudar a los lectores, y cuando
no tienen a quien contarle sus deducciones, ¡hacen listas! No
sorprende entonces que Mason concluya: «El imperativo de
presentar las fuentes de esa emoción sigue siendo una carac-
terística central en el estante en expansión de las asombrosas
ficciones de Bolaño, el motivo principal del sentimiento in-
comprensible que está detrás aun en el tonto más abyecto»
(8). Por eso echar a perder en inglés lo que es Bolaño implica
preguntas mayores sobre el papel del crítico extranjero de
literatura latinoamericana, sobre las necesidades de los lecto-
res, y de los cambios ocasionados por el espíritu mundial de
la literatura actual. Esas lagunas realzan también el carácter
mundial del choque de varias formas de tradicionalismo y
contemporaneidad, sin creer que sus intuiciones tienen éxito
porque vivimos en épocas más atormentadas.
Dicho de otra manera, a pesar de su mérito y comerciali-
zación el éxito de Bolaño también se debe indirectamente al
proceso de mestizaje literario conocido entre los estudiosos
de la globalización cultural. Aunque aquellos, como demues-
tra Beecroft respecto a Casanova y Moretti, proponen mode-

170
los «que tal vez tengan el efecto no calculado de re-inscribir
un centro cultural hegemónico, aun cuando su deseo decla-
rado es globalizar los estudios literarios» (88). Sin embargo,
el problema con la propuesta de Beecroft –cuyo texto fue
publicado posteriormente como «Literatura mundial y lite-
ratura mundo. Hacia una tipología de los sistemas literarios»
en la versión española de New Left Review (trad. José María
Amoroto Salido et al., 54 [Enero/Febrero 2009], 85-96)– es
creer que en última instancia el inglés es el único lenguaje
«cosmopolita» que produce una literatura que apunta a me-
tas universales (95-96). Hoy en día una manera en que la no-
vela depende más del intercambio de información entre sus
avatares depende de libros que informan sobre otros libros,
en otras lenguas que no son el inglés, en autores que inter-
cambian, emplean o rechazan ideas. Por ende es difícil para
el extranjero valorar convincentemente la cirugía radical a la
que Bolaño somete a la narrativa, optando por ser un autor
mundial no limitado por la historia empírica.
Siguiendo con el género que pretende presentar la «reali-
dad» más directamente, el fallo aparentemente repetido de
tratar de captar lo «real» en Los detectives salvajes de maneras
diferentes puede ser conceptualizado como una razón para
que los intérpretes abandonen ese proyecto, o como un saber
que exige pensar el asunto de otra manera. Debido a que este
autor seguirá siendo «nuevo» para los lectores extranjeros y
algunos nativos, por varios años tendremos las repeticiones
que he señalado. Al presentar un autor diferente a un público
generalmente extranjero (no descarto que muchos lectores
anglosajones lean a Bolaño por tener conocimientos previos
de la narrativa latinoamericana) seguramente sea necesario
hablar de cómo su arte, en sucesivas explosiones, va mi-
nando el pasado inmediato, que a su vez había sido reducido
por las nuevas percepciones de los «boomistas». Más allá

171
de sus boutades, Bolaño fue lo suficientemente astuto como
para nunca dejar testimonios escritos u orales de que quería
clausurar un tipo de arte narrativo o inaugurar otro, y estos
hechos rara vez se consideran en la acogida que ha tenido
en inglés. Autores como él, Vila-Matas, Sergio Pitol (a quien
respetaba, pero no se nota la influencia que quieren probar
algunos académicos), y sus poquísimos pares latinoamerica-
nos, Héctor Abad Faciolince (1957), en un mayor grado Aira
(1949) y en otro nivel Mario Bellatin (1960), trabajan con un
«método» que en escrituras menos expertas o agotadas por
su tradicionalismo (incluso en autores posteriores al boom) se
vería como un fallo en el arte de narrar.
Me refiero al hecho de que, por lo general, en sus novelas
las incidencias de la trama no se suceden de acuerdo con
la naturaleza extravagante de los personajes. Según Zambra
(2005) en Los detectives salvajes la fábula se contradice con-
tinuamente para justificar coincidencias inverosímiles, y los
lectores aceptan el desafío porque todo está logrado con
un placer por el narrar. De acuerdo a Deresiewicz: «El mé-
todo de Bolaño es una especie de expansión controlada. Sus
unidades narrativas mayores están construidas tan brillan-
temente como sus oraciones, con viñetas tan pulidas como
un cuento, cada capítulo equilibrado precisamente, y todo
esto suma una coherencia masiva» (39). Este devenir –que
para la crítica de la nueva literatura mundial que no cuestiona
la autoridad le daría la razón a Benjamin y la noción/tesis
negativa que desarrolla en «El narrador» de que el arte de
la narración está llegando a su fin porque se cotiza menos
la experiencia– permite establecer grandes diferencias entre
algunos autores latinoamericanos mayores (de edad) rescata-
dos en años recientes por editoriales españolas, y los nuevos
que no han tenido el apoyo que han buscado asiduamente la
mayoría de los coetáneos de Bolaño.

172
Tampoco transmiten esas reseñas y notas críticas la irre-
verencia y profanación con que Bolaño disfrazó su presunta
poética en la lengua original, así que probablemente segui-
remos leyendo que su obra supone una gran ruptura con
un tipo de realismo y con los cánones asociados con cierta
«magia» que se sigue atribuyendo a la escritura latinoame-
ricana. Esta sería una visión antropológica, nada renovada,
de la escritura y su poder, mediante la cual ésta yace por
definición más allá de la muerte de los que escriben. Nótese,
sin embargo, cómo su narrativa logra mantener su visibilidad
sin convertirse en un hecho nostálgico o museo, como ha
ocurrido con algunos mágicos realistas de las cosechas co-
lombianas recientes. Así, la recepción de la versión inglesa de
Los detectives salvajes comenzó, no sorprende, con las rumo-
res en torno a la maestría e importancia del original, y de la
biografía, hagiografía, anecdotario y leyenda del autor. Éste
es el contexto del que alza el vuelo la primera reseña de The
savage detectives, publicada por Daniel Zalewski en The New
Yorker. Tal vez por ser primeriza, de la más de una docena
de reseñas mayores que he leído de la versión en inglés, ésta
no es la más convincente, porque cree su deber presentar-
nos al autor (en sus primeras dos páginas), como también
podemos deducir de algunas de las discutidas anteriormente.
Empero, Zalewski tiene razón al decir que «desde Norman
Mailer no ha habido novelista que se golpeara el pecho de
manera tan entretenida» (88), y se puede pensar en que eran
iguales como pugilistas literarios.
Zalewski da en el blanco al decir que «los novelistas han
hecho puré de lo alto y lo bajo por un siglo, pero Bolaño lo
hace con la fuerza de un súper acelerador de energía» (85).
Tampoco se equivoca al decir que las páginas dedicadas a
Auxilio Lacouture (la poeta «maldita» uruguaya Alcira Soust
en la «vida real», según Bajter [2009]) en Amuleto son menos

173
potentes que la hipnótica sección en torno a ella de Los detec-
tives salvajes (86), o que «una sensación de atrofia creativa se
extiende a través de Los detectives salvajes» (86). En «Watching
the Detectives», reseña de la novela más larga que Thomas
McGonigle publica en el Los Angeles Times el 8 de abril de
2007, éste comienza diciendo que «es profundamente grati-
ficante, pero es una experiencia de lectura agobiante» (R5).
McGonigle concluye cautelosamente que la novela deja in-
terrogantes como «¿Vale la pena? ¿Es una buena o gran no-
vela?» (R5), y por ende no sorprende que termine su reseña
afirmando «El tiempo proveerá el adjetivo ‘gran’, pero lo que
puedo decir ahora es: Los detectives salvajes es una novela muy
buena» (R5). Como se verá más adelante con Zambra, las
opiniones nacionales también expresan la grandeza de esta
novela, pero hay que recordar que llamar una «gran» novela
a cualquiera de las de Bolaño no excluye la posibilidad de
otras grandes novelas. Estas opiniones tal vez se deban a la
idea secular de que se debe y se puede estudiar las novelas,
lo cual es cierto. Pero como dicen varios críticos dedicados
a cómo la narrativa es un antídoto contra la mentalidad que
promueve la red mundial, el estudio formal de la narrativa
ha creado suposiciones dogmáticas acerca de la novela como
declaración o dispositivo portador de significado.
No obstante, las opiniones de Zalewski y McGonigle son
los polos de la recepción de la versión en inglés de Los detec-
tives salvajes hasta el momento en que redacto estas líneas, y
la diferencia es que en Latinoamérica no hemos tenido que
esperar respuestas: ya sabemos que Bolaño tiene su puesto
asegurado en la historia literaria como un gran escritor, así
que lo que queda es ver si de entre todos los reseñadores (y
los especialistas) surgirá una voz más autorizada. Se puede
detectar cierta «santificación» de Bolaño en ver así su aco-
gida, pero hay varias razones que la sostendrían, conforme a

174
su puesto en la historia literaria. Después del derroche verbal
de los «boomistas» el público estaba listo para algo más ac-
tualizado en términos de sus vidas. Otra razón, por parcial
que sea, tiene que ver con la historia de su vida real y cómo
sincronizó casi a la perfección con la narrativa anglosajona
de finales de los noventa, basada en adicciones y redencio-
nes. Por esas condiciones cabe volver a la logística de la co-
mercialización, y no es inefectivo que The savage detectives haya
sido reseñada en primera plana en los suplementos literarios
del San Francisco Chronicle (1 de abril de 2007) y The Washington
Post (8 de abril de 2007). La segunda es la más aguda porque
contextualiza la recepción del novelista al proveer informa-
ción sobre cómo la editorial neoyorquina Farrar, Straus and
Giroux (que también publica a Vargas Llosa y pocos latinoa-
mericanos) decidió publicar al chileno.
Como registra Bob Thompson en The Washington Post: «El
relato de cómo se llegó a publicar Los detectives salvajes en Esta-
dos Unidos es una historia acerca de las dificultades inherentes
a la migración literaria entre culturas» (D1), observando que
«los ingleses llegaron primero [al autor]» (D1), y que luego fue
asunto de convencer a las editoriales, actividad que Thomp-
son registra con lujo de detalles, entre ellos que Farrar, Straus
and Giroux envió unas tres mil ejemplares adelantados a re-
señadores y libreros. Para poner las cosas en perspectiva, tres
mil ejemplares equivalen a una tirada completa, o más, de las
novelas de los coetáneos de Bolaño, y un gran riesgo para la
editorial con un libro traducido.19 Boullosa añade que una fun-
cionaria le dijo: «’Hemos vendido 35.158 en hardcover’, tal es el
número exacto hasta hoy [abril 2008], cuando aún no aparece
19
En términos de la recepción, similar función ejerce Scout Timberg,
«Way beyond magical realism», Los Angeles Times (April 15, 2007), F1,
F11. Timberg entrevistó a varios protagonistas del fenómeno Bolaño,
entre ellos Wimmer, que tuvo un papel primordial para que se tradujera
al autor. Véase otras entrevistas con ella y Andrews, comenzando con la
revista digital The Quarterly Conversation 8 (Summer 2007).

175
la edición de bolsillo» («La sinfonía…» 105). En España Los
detectives salvajes va por su undécima reimpresión, mientras que
en Latinoamérica un bestseller de calidad literaria puede vender
entre cinco y seis mil ejemplares. Según Herralde, en 2009
Los detectives salvajes, por sí sola, ya había superado los cien mil
ejemplares, y podría superar el éxito mundial de varias nove-
las «boomistas». De la misma manera, la primera edición de
2666 (octubre de 2004) tuvo una tirada de 12 mil ejemplares,
e inmediatamente la de noviembre fue de 3 mil, la de diciem-
bre de 5 mil, la cuarta (febrero de 2005) de 4 mil, y la quinta
(abril de 2005) de 6 mil ejemplares. En 2011, 2666 va por su
undécima edición. Por su parte, en «Bolaño en dos tiempos
(1995-2000)» (24), recogido en Leer de marzo 2010 (véase
Obras citadas), Herralde actualiza la recepción en tres fases,
la última de las cuales confirma repetitivamente lo que arguyo
en Bolaño traducido. Es decir, que durante el bajón económico
mundial actual en que libros como los de Bolaño, dirigidos a
los que no leen bestsellers, andan mejor que los de editoriales
tradicionales que dependen de un atractivo más general, re-
vela que el talento se valoriza en un momento, aun cuando los
medios alternativos permiten publicar extensas colecciones
de mala poesía. Hay que acreditarle mucho a Bolaño, porque
algunos lectores actuales podrían decir «Mi vida es Moby-Dick,
no necesito leerla», o si pueden ver una telenovela, ¿para qué
leer Madame Bovary? y ponerse a leer un bestseller.
Es significativo notar que Stavans, cuyas inexactitudes se-
guiré discutiendo, es un comentarista en principio más cer-
cano a la cultura occidental y latina que produce a Bolaño,
aunque con la salvedad de haber pasado la mitad de su vida
en Estados Unidos y ejercer como profesor de un colegio
universitario. Su reseña de la traducción de Los detectives sal-
vajes, publicada el 6 de mayo de 2007 en el suplemento Book
World de The Washington Post, no evita clichés, banalidades («lo

176
que importa no es la solución al rompecabezas sino el efecto
de armar sus piezas») o repeticiones (de su reseña de Estrella
distante en 2005), a pesar de querer parecer entusiasta. Es di-
fícil saber qué significa «Al llegar al fin el lector reconoce que
todo es una broma [sic] y que las palabras son insuficientes
para proveer una crónica de búsquedas metafísicas […] que
nos recuerdan a Don Quijote y Sancho Panza» (2); o qué
quiere decir en un momento universal de nuestra lengua «Es-
cribe en español mexicano con un giro ibérico pero con el
acento de un impostor» (2), sobre todo si recordamos que en
el original hasta los gringos «hablan» en español mexicano,
como en el testimonio de Bárbara Patterson (346-347).
A su vez, Wimmer, en su introducción a la edición de
bolsillo de su traducción de Los detectives salvajes, y hablando
del momento cuando Bolaño volvió a Chile en 1973, dice
que «su acento mexicano llamó la atención de la policía y
fue arrestado» (xii). No es para tanto, si se considera el gran
mimetismo lingüístico del que era capaz. En Bolaño la he-
rramienta, el que la construye y el que la usa se transforman
en una sola cosa, y así él se convirtió en lo que lo hizo el
lenguaje. No hay más que oír las conversaciones que quedan
con él para darse cuenta de que su acento, si lo tenía, estaba
totalmente neutralizado. Paralelamente, sus personajes no
conversan sino que dialogan, diferencia importante, porque
el diálogo sugiere lo que los personajes significan con lo que
dicen, aun cuando ellos mismos no estén conscientes de ello.
Por otro lado, los «hechos reales» detrás de Los detectives sal-
vajes son tan vastos, sutiles o evidentes que los magníficos
indicios empíricos e interpretaciones que dio Bajter en 2008
han atizado especulaciones que aparentemente no acabarán
en el futuro inmediato.
Stavans se cura en salud al manifestar que «se publica mu-
chos libros mediocres, y una voz valiente, airada y herética

177
sigue siendo rara» (2). Ser valiente o cobarde, sabio o tonto,
hipócrita o sincero, se aplica a todo el mundo sólo si uno cree
que todos vivimos en un mundo moral común, o que nuestras
reacciones estéticas dependen demasiado en los contextos.
Como sabía Bolaño, ser valiente o hipócrita también depende
del papel social de uno. Sus méritos, según Dereseiwicz, más
bien revelan su descomunal valentía y la audacia de su ficción
(38). De manera similar, Massot manifiesta que Bolaño tenía
«un inmenso orgullo literario –no confundir con vanidad–,
una férrea confianza en sí mismo, asombrosamente llevada al
límite en condiciones adversas». Que Stavans afirme que Bo-
laño «rehusó» estipendios del establishment literario no tiene
nada que ver con sus valores permanentes, y un solo hecho
demuestra la imprecisión del comentarista: Bolaño solicitó
una beca Guggenheim (Herralde reproduce la solicitud en
Para Bolaño, 77-84), que no le fue concedida. Para poner en
contexto la visión de Stavans, pensemos en que el suplemento
Book World, que publicó su última edición como sección au-
tónoma el 15 de febrero de 2009, tenía la mitad de la plantilla
que tiene The New York Times Book Review, lo cual le obligó a
veces a seleccionar algunos reseñadores que no se dedican a
la lectura profunda, como Stavans. Por esa condición lo que
no comprende o intuye Stavans es que Bolaño podría ser un-
gido «Nuestro Señor de los Acentos», sobre todo a partir de
las hablas de Los detectives salvajes. No hay que pensar en las
traducciones del chileno para darse cuenta de que su narrativa
también trata de mostrar un mundo en que todos co-existen
lingüísticamente. Por eso, cuando su literatura se basa en la
literariedad (particularmente en La literatura nazi en América),
y se refiere a sí misma, lo es en el sentido de que es un me-
dio de comunicación humana poderoso, en un género cuyo
coloquialismo hoy se puede cuantificar. En otras ocasiones,
cuando parece más posmoderna, también es un sustituto de

178
esa comunicación, y los entusiasmados por la nueva literatura
mundial no saben dónde ubicarla, o induce a críticos como
Bolognese a emplear como fundamento interpretativo gene-
ral visiones del posmodernismo y del latinoamericanismo to-
talmente extrañas para Bolaño. No sorprende entonces que
buena parte de la nueva literatura mundial de autores no la-
tinoamericanos más jóvenes no sea tan arriesgada y se siga
apegando a varios tipos de ensimismamiento o urbanismos
mágicos que los latinoamericanos ya abandonaron.
Tal vez por cierto conocimiento de esa situación, en publi-
caciones de menor difusión y canonicidad, como The Houston
Chronicle (15 de junio de 2007) y The Cleveland Plain Dealer (24
de junio de 2007) el entusiasmo por Bolaño es evidente, pero
sigue siendo visto como una «novedad» respecto a la com-
binación en su novela de «sexo, política y literatura», tríada
que también atrajo al público anglosajón de la literatura del
boom. Esa visión reciclada no es óbice para que Ted Gioia,
el reseñador de The Cleveland Plain Dealer, note dos factores
que hasta ese momento no habían sido señalados por el tipo
de lector crítico del cual me ocupo. Gioia arguye que los
lectores de habla inglesa que desconocen las complejidades
de la política literaria latinoamericana se perderán las suti-
lezas de Los detectives salvajes, porque «la novela incluye re-
ferencias, explícitas o levemente disfrazadas, a más de cien
escritores latinoamericanos, y algunos (como Paz) constan
como personajes en la narración». El otro factor, obvio pero
poco analizado por la misma crítica, incluso la natural, es
que, como concluye Gioia, «la analogía con Ulises es apta. El
deambular aquí es más emocionante que cualquier destino. Y
Bolaño, como un guía experimentado, sabe cómo mantener
a su auditorio cautivado aun por los desvíos más salvajes».
No está de más constatar que los veinte años de La odisea son
el equivalente de los veinte de Los detectives salvajes, aún con las

179
diferencias en método y propósito de los nómadas que pro-
tagonizan ambas obras. Y ya que el deambular contemporá-
neo es en las ciudades, hay que notar que los detectives no
caminan sino que hacen todo en coche. En última instancia,
la ubicación no determina si lo narrado es efectivo, pero si la
obra proyecta un conocimiento verosímil del lugar, como es
el caso con Bolaño, puede enaltecer enormemente el placer
de los lectores.
No importa entonces si se trata de la épica de Homero
o de Joyce, sino de cierta adhesión del chileno al género.
Según Deresiewicz, «después de haber escrito una épica del
yo, Bolaño se dedicó a algo aun más ambicioso: una épica
del mundo» (39), lo cual indica el paso de Los detectives salvajes
a 2666, y en ambos casos, lo que Vila-Matas, quien ya había
llamado a Los detectives salvajes «un carpetazo histórico y genial
a Rayuela» califica como las «geografías íntimas» del autor. En
su primera novela los personajes viajan por muchos lados,
pero Bolaño sabe que una novela que lo lleva a uno a todo
lado en verdad no conduce a ninguno, porque si un novelista
altera las realidades mundiales voluntariamente, la vida, en
todas sus libertades y restricciones, tendría poco sentido. El
nomadismo de Los detectives salvajes es también un comentario
sobre las contradicciones del mundo burgués finisecular y
su apetito por la satisfacción instantánea y la auto-expresión
irracional. Bolaño, como Cortázar, y antes Borges y Poe, y
hoy Banville, crea un nuevo idioma literario a través del cual
los jóvenes, o los no tan jóvenes que todavía creen que lo
son, dan voz a toda su inteligencia y sensibilidades sin sen-
tirse antiguos. Así, las novelas y cuentos de ellos están reple-
tos de los flâneurs cuyo sentido de exclusión necesitamos para
ver lo interesante del mundo.
No obstante estas comparaciones, que generarán otras,
las obras maestras no tienen un monopolio de la novedad,

180
porque un escritor puede escribir otras menos grandes, pero
tan diferentes entre sí e inimitables que fundan un género
propio. Por esta razón he escogido la reseña de Ben Richards
(2007), que examina conjuntamente la novela y la antología
de cuentos, porque como pocas otras (la de Eder en The New
York Times), no trata a Bolaño como novelista mártir, y le
critica el haber abandonado la poesía por la prosa para ganar
más dinero. No sé si cabe pedirle compasión a un crítico,
pero vale mantener en cuenta que Richards probablemente
no sabía que el autor que reseñaba se estaba muriendo, o
desconocía su atracción por la poesía:
Hubo momentos en que al leer Los detectives salvajes me
pregunté si representaba la venganza de Bolaño contra
la novela por su elección forzada de carrera. Alentado
por las riñas tipo «¿Quién es tu padre?» que son un as-
pecto lamentable de la literatura latinoamericana, él no
se quedaba atrás en opinar severamente sobre sus pares.
Era desdeñoso respecto a Isabel Allende, cuyas ventas
saludables y capacidad para sonreír en las portadas de
sus libros también han irritado a más de un par de sus
contemporáneos masculinos (5).

Richards, es claro, revela un conocimiento incompleto de la


recepción de Allende y otros narradores que escriben exac-
tamente la misma novela cada año en Latinoamérica, o de
lo que se entiende por «ficción literaria» en el continente. La
evaluación también ignora o desdeña el papel de los acadé-
micos en el momento de evaluar un autor, o del realismo o
materialismo mágico de las ventas. Por ese desconocimiento,
Richards también critica el cliché del poeta siempre alterna-
tivo e inadaptado que abunda en la ficción del novelista:
Son itinerantes, roban libros, caminan por la ciudad
en la noche, leen en la ducha, ellos fornican y fruncen

181
el ceño y beben y pelean y cogen sarna de antros ba-
ratos. Rara vez sabemos lo que en verdad escriben o
piensan acerca de la poesía, más allá de sus peroratas
contra enemigos previsibles como Octavio Paz y Pablo
Neruda (5).

A decir verdad, en este caso, y como veremos en la penúl-


tima parte de este libro, Richards tiene algo de razón, porque
la «generación» del chileno es verdaderamente más imaginada
que una nación, por lo menos poéticamente. Recordemos
de Estrella distante los comentarios del narrador acerca de la
«Neruditis» de los jóvenes poetas chilenos, y que en Los detec-
tives salvajes nunca vemos la carta de amor que presuntamente
se dirige a ellos sino al autor que dice haberla escrito, obse-
sionado por su papel de «chico malo». Tampoco leemos los
poemas de los personajes, condición que Aira replica en su
Varamo (2002), con la diferencia de que allí el «no poema»
adquiere mayor protagonismo.
Vale detenerse en varios apartados de Los detectives salvajes
que, si no han sido contextualizados en sí, tampoco se ha
examinado la relación entre ellos. Me refiero a los dibujos,
diagramas o cuadros de las páginas 376, 399-400, 574-577,
y los muy referidos de las últimas dos páginas de la novela
(608-609). Si Los detectives salvajes nos llega con lenguaje im-
preso, que incluye propuestas crípticas, listas de palabras y
frases descriptivas al azar, desamarradas o muy libremente
atadas a lo que significan, no cabe duda de que las palabras
que anuncian o contextualizan a esas ilustraciones son poesía,
si no «concreta», por cierto visual. Si la discusión de Lima,
Belano y Lupe sobre los dibujos de sombreros mexicanos
(574-577) no llega al nivel paródico de los dibujos con los
cuales Monterroso explica el poema «Fisches Nachtgesang»
o «analiza» el poema «El burro de San Blas» en Lo demás es
silencio, la primera visualización de Bolaño, el «poema» lla-
182
mado «Sión» (376), atribuido a Cesárea Tinajero, se presenta
como tal, le antecede una discusión sobre qué es un poema
(374-375). La velada termina con Amadeo aseverándole a los
muchachos: «Llevo más de cuarenta años mirándolo y nunca
he entendido una chingada» (376), a lo cual responden: «el
poema es una broma que encubre algo muy serio» (376).
Como la marginalia, los dibujos son una herramienta de la
arqueología literaria, y vale tener en cuenta que mientras más
lectores ven artefactos literarios en forma electrónica, más
van a querer encontrar el objeto real.
Es decir, depende de cómo uno quiere percibir la poesía, no
el «sujeto» que la produce. Bolaño también quería transmitir
que para él el arte no era asunto de reclamar maestría en
un medio (la escritura) o refinar un estilo identificable. Más
bien, quería emplear herramientas visuales muy básicas para
despejar una zona para el pensamiento, para leer el mundo
sin interferencia del mercado o la presión de ser previsible.
Hay que recordar que no abandonó ese quijotismo hasta el
fin de sus días, y sobre todo que hay similares antecedentes
pictóricos en los fragmentos 21 y 22 de Amberes. Así, re-
cuérdese que la discusión sobre los sombreros mexicanos es
entre dos poetas, no una prueba de ilusión óptica. En cierto
sentido, son piezas conceptuales, que vistas en el contexto
de discusiones sobre el arte, como la parte de la sección 21
(449-462) que retoma a Cesárea, sirven para transmitir que
nuestra reacción al arte, positiva o negativa, proviene de un
guión creado por hábito o contexto, no de alguna teoría psi-
coanalítica de la percepción que tanto fascinó a los artistas
latinoamericanos de la primera mitad del siglo pasado. Los
cuadros del final de la novela son introducidos con la pre-
gunta «¿Qué hay detrás de la ventana?» (608-609), y como
poesía visual dan por sentada la inestabilidad del lenguaje,
recordándonos que nuestra vanguardia de posguerra no fue,

183
como se ha creído, un recipiente pasivo de influencias euro-
americanas, sino que desarrolló ideas antes, en tándem, o en-
teramente por encima del arte de otros mundos. Como dice
Lemus, los realvisceralistas de la novela quieren narrar cómo
fue la poesía, y si al buscar a Cesárea son detectives «es por-
que se empeñan en encontrar las huellas de lo que alguna vez
fue la poesía» (90). En «Manifesto against manifestos» (1983)
el poeta James Fenton expresó bien el problema de la poesía
contemporánea: imaginarse un poema tan intrínsecamente
interesante que no se ocurre discutir tratamiento, método,
tradición, influencia o ninguna de las categorías críticas, sólo
el tema, ¿no sería eso revolucionario? Pregunta Fenton.
No obstante, y a pesar de que como otros reseñadores no
puede constatar cómo se traduce el sempiterno humor del
novelista, la visión de Richards es ecuánime. Refiriéndose a
la versión de «Mauricio ‘El ojo’ Silva» dice: «El examen más
importante que Bolaño aprueba triunfalmente como escritor
es que te hace sentir cambiado por haberlo leído; te ajusta tu
visión del mundo. Su visión puede ser inquietante y oscura
pero no es fría: el humor y la compasión nunca están muy
lejos» (5). Paralelamente, leer Los detectives salvajes es como ir
saltando por caminos no pavimentados, en un camión sin
amortiguadores, debido a la flora y fauna humorística de sus
personajes y situaciones. La novela tiene que tomarse en se-
rio lo suficiente para engranar las emociones de los lectores,
creando a la vez miedos creíbles. Pero debe haber suficiente
levedad (humor, velocidad y hasta sorpresa) para cumplir
con el mandato escapista básico. Es decir, el humor en Bo-
laño no es un arma sino un guiño, un reconocimiento del
caos, contemplado desde la seguridad de la mesa o escritorio
desde el que se escribe.
Vale pasar entonces, sin dramatismos, a las noticias de
prensa que siempre, sí, siempre, deciden en el ámbito an-

184
glosajón el futuro de un autor como el que me ocupa: las
de The New York Times. Richard Eder se encargó de reseñar
Los detectives salvajes en la edición diaria de ese periódico. Sus
opiniones son expansivas, y sobre todo sofisticadas, y en esa
coyuntura la canonicidad que engendra el periódico neoyor-
quino parecería justificada. Eder templa su entusiasmo, y
ofrece un brillante recorrido por la trama de la novela. Pero
lo más significativo es el contexto y juicio del reseñador, por-
que comienza diciendo que García Márquez y Vargas Llosa
han aprendido a escribir a «cierta distancia que tranquiliza,
y posiblemente es esa distancia lo que requiere el arte para
ser logrado» (B6). Eder ve lo opuesto en Bolaño, ya que el
tema de su «memorable» Los detectives salvajes es que «la pluma
está tan ensangrentada como la espada, e igualmente com-
prometida» (B6). Eder, que regularmente reseña novelas de
autores latinoamericanos para ese periódico, concluye que
«la falta de forma, la miscelánea en cascada, la pila de piezas
de rompecabezas que faltan, la caja de retratos (ficticios en
vez de intelectuales) que dirige pero que se retiene a propó-
sito: estos pueden hacer que el libro, o por lo menos el lector,
colapse. Aquí se despliegan muchas luces, no obstante colap-
san» (B6). En ese momento Eder no sabía que casi lo mismo
se puede decir de la poesía de Bolaño, aun sin creer que ésta
es un laboratorio para su narrativa. La objetividad de ese dia-
rio de referencia de Estados Unidos se nota en la variedad
de opiniones que sigue publicando, que al no surgir siempre
de un conocimiento extenso de las culturas que engendran la
nueva literatura mundial, pueden ser imparciales.
Éste es el caso con la reseña de James Wood para el mismo
periódico en que aparece la de Eder, y no es inconsecuente
que Wood también fue editor principal de la célebre The New
Republic (véase su nota de 2005), y ahora es profesor de «La
práctica de la crítica literaria» en Harvard, por lo que valgan

185
esos puestos para un público no anglosajón. Para muchos co-
mentaristas, la reseña de Wood marca la pauta de la recepción
de Bolaño como narrador en el mundo anglosajón. No obs-
tante, es más significativa la probada relación del inglés Wood
con la literatura mundial canónica de corte realista (nada de
DeLillo, Foster Wallace o Pynchon para él), y que el suple-
mento le haya publicado tres extensas páginas completas (in-
cluida la primera plana) sobre Los detectives salvajes, privilegio
reservado para los mayores autores de Occidente, y no siem-
pre para los latinoamericanos20. Dejemos para los estudios
culturales el hecho de que una de las ilustraciones de la reseña
de Wood es un mapa de Chile, en que éste está representado
como un pimiento rojo de cabeza verde. Uno espera que haya
sido dibujado así en aparente homenaje al mexicanismo de
la novela nada fundado en aquella hortaliza (aunque el pi-
miento, sin darse cuenta, invade territorio peruano).
Wood se ocupa de poner la novela en un contexto mun-
dial, al asegurar que «mucha de la ficción de posguerra más
exitosamente audaz ha sido de escritores comprometidos
con la larga oración dramática (Bohumil Hrabal, Thomas
Bernhard, W.G. Sebald, José Saramago). Bolaño está en su
compañía» (10). No hace menos al atestiguar que «la lite-
ratura en español y portugués, de Fernando Pessoa a Javier
Cercas, de Cortázar a Borges, parece especialmente encapri-
chada con los alter egos» (10). Ese elenco de por sí ubica a
Bolaño en una esfera mundial, y si podría decirse que para
20
No es inconsecuente que en la literatura mundial que analiza Wood en
su celebrado y polémico manual How fiction works (2008), ya traducido al
español, los únicos latinoamericanos que merecen mención son Fuen-
tes y García Márquez (169), y Bolaño, porque según Wood Los detectives
salvajes es una novela «posmoderna» en que «nos enfrentamos a perso-
najes que son a la vez reales e irreales» (107). Esta es su manera de mos-
trar cierto escepticismo ante las superficies seductoras de la metaficción
posmoderna, sin disminuir los logros de Bolaño. En otra parte Wood
postula que la generación posmoderna peca de superioridad histórica o
provincianismo metafísico (2005: 135).

186
algunos lectores latinoamericanos cultos estos espaldara-
zos no son necesarios o precisos, que salgan de Wood evita
volver a reclamos ingenuos sobre la justa pertenencia lati-
noamericana en la literatura mundial, o que es una literatura
«emergente», a pesar de haber superado residuos criollistas o
mundiales ya manidos, y de haber transcendido claramente a
otras latitudes. Si hay una falla en los comentarios de Wood
es que en ningún momento se refiere a la función o impor-
tancia de la traducción; y discutirla implicaría tener un cono-
cimiento de la lengua original, para poder reconocer que una
traducción bien hecha es obra de por lo menos dos artistas.
No obstante, a veces la traducción ofrece ventajas que no
les son obvias a los lectores monolingües. Por ejemplo, en
las traducciones de «La parte de Fate» de 2666 no sorprende
que los reseñadores lean el nombre Fate («destino» en inglés)
como generador de otras ideas del mundo, así la conversa-
ción de éste sobre Michael Jackson. Es así más grave cons-
tatar cierta manera latina o latinoamericanista políticamente
correcta de menospreciar los logros de Bolaño.
Esos reclamos son un segmento de una visión alarmista
actual de que no existe una literatura latinoamericana, no
importa cuál sea el método de su distribución, su descono-
cimiento (¿para quién?), las condiciones editoriales que he
venido detallando, o la presunta ignorancia latinoamericana
de la «literatura mundial». Aquella perspectiva negativa no
es un asunto de semántica, porque no se refiere a una plu-
ralidad de literaturas, sino por surgir del interés creado de
la comunidad en que se publica el reclamo. Éste nace de
un conservadurismo pesimista que paradójicamente gira
en torno al personalismo, al conocimiento de pocos auto-
res, algunos buenos, y de otros en verdad nada conocidos
en Latinoamérica. ¿Importa que Bolaño pueda pasar por un
escritor «anglosajón» mundializado? Respecto a ese tipo de

187
esencialismo y reduccionismo todavía es seminal un ensayo
de Candido, sobre todo cuando manifiesta: «Sin darse cuenta
el nativismo más sincero se arriesga a hacerse manifestación
ideológica del mismo colonialismo cultural, que su cultor re-
chazaría en el plano de la razón clara, y que pone de relieve
una situación de subdesarrollo y consecuente dependencia»
(349). Siguiendo a Candido, Casanova concluye que es sólo
basándose en una primera etapa de acumulación literaria, po-
sibilitada por una desviación de la herencia, que se produce
una literatura distintiva y autónoma (320), y por eso Bolaño
se independizó de tradiciones conocidas.21
Como en Eder, la visión de Wood es mesurada, y ma-
nifiesta que Nocturno de Chile sigue siendo la mejor obra de
Bolaño (1), percepción que se va haciendo más popular
desde entonces. La perspicacia del crítico inglés se extiende
a elogiar a la traductora Wimmer, «quien repetidamente en-
cuentra soluciones inglesas inspiradas a lo que debe haber
sido una novela locuaz y llena de jerga» (11). Más allá de
notar la oralidad de la obra («es como si el novelista hubiera
llevado un grabadora alrededor del mundo», 11) y declarar
que no es una metaficción posmoderna, el acierto mayor de
Wood es observar «¡qué fácilmente ésta puede haber sido
nada más que un precioso entramado de narcisismo lúdico e
21
Gustavo Guerrero representa esa visión en «La desbandada o por qué
ya no existe la literatura latinoamericana», Letras Libres [España] viii. 93
(junio 2009), 24-28. Una discusión suya anterior curiosamente menciona
a Bolaño sólo de paso, con una indirecta a Casanova (respecto a la na-
rrativa latinoamericana), en «Nueva narrativa del extremo Occidente. La
encrucijada de la recepción internacional», Letras Libres [España] VI. 64
(enero 2007), 22-28. Candido matiza esta situación en «Literatura com-
parada», Recortes (1993), 211-215, y en «Literatura, espelho da America?»,
Luso-Brazilian Review 32. 2 (1995), 15-22. Losada (1984) propone mode-
los abstractos y previsiblemente opuestos, que no mejora con «¿Cómo
puede un europeo estudiar la literatura latinoamericana?» Caravelle xxii.
46 (1985), 37-46. En sus primeros trabajos sobre el tema Moretti denun-
cia a la literatura comparada por no estudiar la Weltliteratur tal como la
definía Goethe, y aparte de mencionar Cien años de soledad no prueba tener
conocimientos de literaturas «periféricas».
188
insoportables aventuras ‘literarias’! Otra vez, Bolaño elude el
peligro para alegremente acelerar, alejándose de él» (10). No
se puede disminuir el valor de la traducción de Wimmer, y
Berman, en la reseña de Slate, señala un par de errores míni-
mos, que son poco comparados con la capacidad de ella para
salir con oraciones inspiradas y magistrales, «con el aroma
del entusiasmo insolente de Bolaño».
Respecto al chileno se ha discutido mucho el fetiche de
manuscrito, la biblioteca, la librería y el dolor detrás de la
escritura, es decir, la parte libresca de la parafernalia de la
literatura mundial. Pero incluso cuando se refiere a los li-
bros que robaba, cuesta creer que reconstruye esas anécdo-
tas como metaficción sin ego, mensaje, método o propósito,
porque como Cortázar, no creía en una «anti» novela si no en
una «contra» novela. Más bien, lo que Bolaño quiere mostrar
es uno de los desafíos de ser humano y las posibilidades que
ofrece la literatura. Antes de Los detectives salvajes, la «historia
dentro de la historia o La Historia» ya estaba en Estrella dis-
tante, y los relatos intercalados estructuran obras posteriores
similares en tema como Nocturno de Chile, y otras más recien-
tes como 2666, sobre todo en el relato en torno a Efraim
Ivánov, su cuento «El tren de los Urales» y su novela total
El ocaso, resumida detalladamente. Esa complicidad discur-
siva, cuya larga práctica Bolaño conocía y permite retroceder
a Los sinsabores del verdadero policía, en la cual Padilla redacta
la «autobiograficción» El dios de los homosexuales , no es otro
giro ingenioso en que no leemos el texto aludido (como los
poemas de Lima) sino un llamado a los lectores que no son
ingenuos o sentimentales.
La metaficción extrema, llena de mezclas genéricas dis-
cordantes sin ninguna jerarquía discursiva, y contradictoria
e irresoluta, definía un posmodernismo tardío del que nunca
participó el chileno (como Henry James, sabía que la novela

189
es sobre sí misma y su tema aparente), curándose de esos
achaques mundiales con una comicidad que escandalizaba
y entretenía, de manera abierta (las listas, que son más des-
cripciones) y encubierta (las voces, detalladas para esta no-
vela por José Manuel López de Abiada y Augusta López Ber-
nasocchi).22 Nuestros tiempos favorecen a los escritores que
se convierten en celebridades y pontifican en fiestas, palcos
y seminarios. Esto no es una ilusión del típico narrador la-
tinoamericano. Por eso, siempre debe incomodar cuando se
le roba a un autor como Bolaño una porción de su dolor
en nombre del éxito y prestigio, sobre todo ahora que en el
mundo no hispánico se le está asimilando al comercialismo
que más aborrece el escritor «maldito» que erróneamente se
cree que fue. No es que el escritor tenga que sufrir: escribir
puede ser un trabajo como cualquier otro, y cobra su precio y
exige sacrificio. Por esas razones hay que derrumbar el mito
contemporáneo de que el artista es una estrella sobrehumana
que lleva una vida semi-lujosa y fútil, porque como muestra
Bolaño en su narrativa, nada se vive sin desgaste y heridas.
Aceptemos entonces la gran capacidad de Wood para no-
tar esos procedimientos, quien en la entrevista con Pasquini
observa que en nuestra época su práctica crítica expresa un
montón de energía literaria «que parece escapar de los límites
de esos ensayos, una suerte de energía transferida de la cosa
creadora […] ese es el impulso inicial que uno necesita para
ser cualquier clase de crítico, y que la crítica realmente buena
viene de esa energía frustrada y transferida» (78). Ante una
acusación anterior de que su crítica en general es negativa,
22
«Literatura y trashumancia en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.
Migración, desarraigo y perdición como paradigma». Miradas axiológicas a
la literatura latinoamericana, ed. Bogdan Piotrowski (2007), 239-277. Como
veremos más adelante, la oralidad de su poesía y su narrativa han ocasio-
nado opiniones encontradas. En «Oír y no leer a Bolaño. ‘La entonación
oral de la prosa’», Universum II. 24 (2009), 154-171, Mario Rodríguez exa-
mina Los detectives salvajes como laboratorio o experimento que al privile-
giar la enunciación oral crea tensión y desritualiza el acto de lectura.

190
Wood manifestó que le gustaba el tipo de crítica que hace
tres cosas a la vez: habla de la ficción y el verso como los
escritores hablan sobre su arte, está escrita periodísticamente,
con brío y estilo, para un lector común; y se remite a la aca-
demia con la esperanza de influir el tipo de escritura que se
realiza allí (2005: 137, énfasis míos). Piénsese también en que
la atención de The New York Times no debe poco a una entu-
siasta alerta publicada en ese mismo periódico el 9 de agosto
de 2005 (E3). En ella, Larry Rohter, antiguo corresponsal
general para Latinoamérica de ese medio, lanza un inmenso
y chismoso anzuelo general para el público estadounidense.
Aquel gancho aparentemente atrapó a los lectores estado-
unidenses, por fortuna, porque no ha sido así con el anzuelo
chismoso lanzado por Rohter en 2009 sobre la presunta adic-
ción de Bolaño, ni tampoco ha tenido un efecto tangible la
introducción de Rohter a Mario Bellatin en el mismo perió-
dico del 10 de agosto del mismo año. El hecho es que todo
reseñador tiene un ideal para su quehacer, y no todo tiene
que ver con los cambios en la manera en que se lee. Según
Palattella, una buena reseña «trata de estar al día sin necesa-
riamente sobredimensionar lo actual, sin huellas del discurso
rebuscado de la teoría académica o los lugares comunes de
los expertos» (31). Palattella se preocupa del futuro del pe-
riodismo literario, porque en vez de hacer preguntas impor-
tantes propone respuestas fáciles, cuando debería analizar
los giros retorcidos del sufrimiento y liberación de la historia
y política modernas (31). Por esa actitud, la función de The
New York Times, versus, digamos, la de El País o La Nación de
Buenos Aires al comercializar un autor como Bolaño no deja
de ofrecer salvedades, entre ellas las del papel del artista.
En un conocido y muy citado ensayo publicado original-
mente en 1925, «El artista y la época», el marxista peruano
José Carlos Mariátegui lanza una perorata cuyos argumentos

191
son demasiado conocidos, y fáciles de resumir: la burguesía
quiere un arte que corteje y adule su gusto mediocre, la obra
de arte no tiene un valor intrínseco sino un valor fiduciario
y, por supuesto, los artistas más puros no son casi nunca los
mejores cotizados. Más pertinente a la aceptación de Bolaño
es la aserción del ensayista peruano que la mayoría de los
artistas se siente contrastada y oprimida por su poder. Lo
importante es que ese tipo de queja no ha cambiado mu-
cho desde que la manifestó Mariátegui, aunque los nuevos
medios de comunicación a los que tuvo acceso Bolaño han
cambiado los blancos del artista. Por esto, lo que sigue vi-
gente del reclamo de Mariátegui (recuérdese que escribía
hace ocho décadas) es que manifieste que la prensa es un
instrumento de la industria de la celebridad y de la crítica,
y que «los periódicos pueden exaltar al primer puesto a un
artista mediocre y pueden relegar al último a un artista altí-
simo. La crítica periodística sabe su influencia. Y la usa arbi-
trariamente». En el caso de Bolaño se ha hecho lo contrario,
y correcto, aunque todavía nadie se atreve a expresar que su
influencia se debe en parte a la cantidad de resistencia que
genera, y no sólo por repetir ciertas rimas, en su prosa. No
obstante, la lamentación de Mariátegui sobre la importancia
de la buena crítica halla ecos en la visión de un joven narrador
colombiano actual: «Para evitar otros malentendidos diré de
una vez por todas que me refiero a la crítica de novedades–
alias la reseña–, que en mi país tiene tan poco peso […] no
hay suficientes medios que la publiquen, no hay suficientes
críticos que la escriban y no hay suficientes lectores que la
lean» (159-160, énfasis suyo).23
23
Juan Gabriel Vásquez, «La reseña en conflicto», El arte de la distorsión
(y otros ensayos) ( 2009), 157-164. Véase la tesis doctoral de Asier Arévalo
Billelabeitia, «Análisis de la crítica de literatura en periódicos de infor-
mación general y suplementos culturales. El caso de Roberto Bolaño»
(2008), que, limitándose a España, tiene como coordenadas la honradez
del crítico y su perfil, la elección de las obras, y las relaciones personales.

192
Eso dicho, hay una especificidad que generalmente no
captan las recensiones positivas de la versión inglesa de Los
detectives salvajes, aunque cualquier falla de ellas no debe per-
mitirnos pensarlas como comunidad interpretativa represen-
tativa, puesto que cualquier reseña verdaderamente crítica
echa algo a perder, no importa cuán escrupulosa sea. Se trata
de que así como siempre habrá una política de la lectura en
que se lucha por apropiarse de la lectura «legítima» (Bour-
dieu y Chartier), siempre habrá una política cultural a la cual
responden los reseñadores y el «capitalismo renuente» de los
vendedores de libros. En el ámbito latinoamericano como
en el anglosajón nos quedará la sospecha de que tanto los
entretelones de la imprenta como los editores de revistas y
el público pueden ser agentes de cambio social. Por eso po-
demos decir sin mucho riesgo que el desencanto de la ge-
neración de Bolaño es similar a la de otras del Occidente de
su tiempo. Es decir, tener identidades híbridas o bastardas
y no pertenecer a ningún lado, o a todos, podrá tener sus
ventajas, pero esos atributos todavía tienen que enfrentarse
con circunstancias históricas apremiantes que no siempre se
deben al capitalismo. Por otro lado, el fenómeno de la hibri-
dez cultural que se quiere descubrir en la novela de Bolaño,
que incluye los procesos mediante los cuales los lenguajes de
la mundialización son adoptados, criollizados y transforma-
dos, es tan común en él y su cohorte que uno se pregunta si
esa noción tiene hoy alguna función crítica, o si es política-
mente neutral. Si los «raros» o sonámbulos que habitan en
sus obras han perdido su centro y se sienten agobiados por
los cambios del alma humana y las leyes del Universo, como
artista el chileno tenía que reflejar esas catástrofes aboliendo
los mandamientos de su arte o esa distancia perpetua que
Manuel Arranz, «Las reseñas literarias: un asunto serio», Letras Libres [Es-
paña] IX. 99 (diciembre 2009): 52-54, emplea la suya para pontificar de
manera condescendiente, mostrando que lo normativo es arbitrario.

193
ocasiona que los lectores no sepan si el mensaje está en la
obra o en el discurso de la obra. Si son «raros» por escarbar
en los tabúes periféricos de la sociedad, entonces están en
buena compañía mundial. ¿Qué hace diferente el caso muy
latinoamericano de Bolaño?
No es raro por aquel socialismo chileno que es una parte
mayor de la historia latinoamericana, y por fuerte que haya
sido su influencia en la vida cotidiana nacional, tal vez no sea
inconsecuente que progresivamente ha girado hacia el con-
servadurismo, como ocurrió en las elecciones de 2010. Los
chilenos no tuvieron tiempo de poner ese socialismo al ser-
vicio del arte para promover ideas, darle forma a la emoción
pública generalizada, o para que actúe como fuerza motriz
de persuasión moral. Así como no se sabe de una narración
fascista, tampoco se sabe de una gran narración canónica de
la época de Salvador Allende, porque tenía que ser ex post
facto y memorialista, como Amuleto, Nocturno de Chile y Los de-
tectives salvajes, y se puede argüir infinitamente si éstas u otras
novelas de Bolaño logran cumplir con esos requisitos, por-
que un paralelo puede ser potente sin ser persuasivo, punto
por punto. Por otro lado, él estuvo aislado de las animosi-
dades, capacidades, compromisos, confusiones, resistencia
y traiciones de otros narradores chilenos que vieron lo que
pasaba en su país, algunos temiendo, otros vitoreando. Pero
la suya fue una inactividad política positiva, que tiene que ver
con su capacidad para ver las cosas bien.
Para el contexto que explico, Volpi dice acertadamente que
el Bolaño entronizado por la crítica estadounidense «nada
tiene que ver con su lectura en español» (172), y aunque exa-
gera que la crítica anglosajona se vanagloria de descubrir al
chileno, tiene razón al aseverar: «Pocos autores tan eruditos y
conscientes de su lugar en la literatura mundial, y en especial
la latinoamericana, como el chileno: cada uno de sus textos es

194
una respuesta –valdría la pena decir: una bofetada– a la tradi-
ción, o más bien a las tradiciones que lo obsesionaban» (173).
Sin embargo, contra Casanova, y como recuerda Berman,
si Darío reaparece en Los detectives salvajes, Nocturno de Chile,
Amuleto y en La fiesta del Chivo de Vargas Llosa, no es porque
se necesite a París sino porque nuestra tradición necesita al
poeta nicaragüense. Sin indagar en los esencialismos del caso,
la perenne situación política del continente, por breve y ho-
rrenda que haya sido su experiencia verificable con ella, le dio
a Bolaño y a todo latinoamericano un contexto que se puede
entender en su cotidianidad, esté el nativo afuera o dentro
de casa. Tanto en Los detectives salvajes como en las novelas
anteriores y posteriores a ella se da a entender que cada uno
acepta su puesto en la sociedad, incluso los literatos, cuyo
solipsismo es un obstáculo para entender a los otros. Si algún
personaje se sale de las obligaciones de su papel, es por medio
de explosiones ejemplarizantes, y nunca más que episódicas, y
siempre de carácter justiciero, como el novelista.
El latinoamericano tiene amigos, familiares, conocidos, co-
legas e incluso detractores que han sido tocados por la política.
Como su exilio, ésta fue un hecho más interno y perdurable
(el destino del artista verdadero, aun dentro de la notoriedad
cosmopolita), y Bolaño quiso proyectar ese estado de las pa-
labras y las cosas, sin ceder en Los detectives salvajes o en varios
textos de Entre paréntesis a las patrullas ideológicas o nociones
apocalípticas, a las que se dirigió respecto a la violencia uni-
versalizada. Nada de la experiencia de Bolaño al crear perso-
najes ficticios le podía ayudar a entender la mente violenta,
que siguió siendo inconmensurable debido a la «normalidad»
de los que la ponían en práctica, como demuestra en las que
llamo sus novelas chilenas. Lo dijo en «Literatura y exilio»:
«No creo en el exilio, sobre todo no creo en el exilio cuando
esta palabra va junto a la palabra literatura» (Entre paréntesis,

195
40). Nótese cómo no se hace estas especulaciones sobre Do-
noso, quien estuvo exiliado de Chile entre 1967 y 1980. Res-
pecto al escritor como especie migratoria (véase Bolognese),
Bolaño, como Achebe, Naipul, Paz, Rushdie y Vargas Llosa,
escribió prosa no ficticia excelente sobre el tema, dejando a
un lado su propia experiencia y todo tono profesoral. Como
esos pares, cuando escribió de asuntos que eran fundamen-
tales para su arte y persona, no se distanció del itinerante o
emigrante, y en ese sentido sus ensayos tienen más de obser-
vación que análisis, y hasta podría decirse que en ellos es casi
convencional. Como en Forster –en quien según Kermode
la falta de seriedad, humor y fluir de sus escritos críticos, y lo
que se podría llamar su falta de análisis crítico, no ocultan su
alto nivel (2010: 123)– Bolaño quería otros tipos de asocia-
ciones. Por eso dejaba lo «raro» para su narrativa, no para su
prosa no ficticia. ¿Qué es lo mundial en estas relaciones?: que
todo ser humano construye su lugar en el mundo, que las di-
ferentes explicaciones de ese acto chocan y colisionan en un
momento intenso de comunicación y viajes, y esa discordia
afecta la práctica de la narrativa y su crítica, todavía regida por
las suposiciones de Occidente.
Como señala Adorno, la noción del mensaje en el arte, aun
cuando éste exprese ideas políticas extremas, «ya contiene en
sí mismo una acomodación del mundo: la postura del con-
ferenciante esconde un entendimiento clandestino con los
interlocutores, quienes sólo podrían ser rescatados de las ilu-
siones si lo rechazaran» (317). Menéndez, tal vez aludiendo
a Moretti, para quien toda influencia viene del centro, afirma
que «está claro que en toda periferia se levantan mitos con
respecto al centro, pero quizá no está tan claro, aunque es una
verdad incontestable, el hecho de que tales mitos sólo con-
tribuyen a que la periferia lo sea aún más» (14, énfasis suyo).
Bolaño, escribiendo desde el centro cultural que era y es la

196
España donde vivió, no quería fomentar esos mitos, y ahora
nos podemos preguntar si debía haberlo hecho de una ma-
nera más extensa de la que llevó a cabo en su novela y en su
cuento «Sensini». Las lecturas políticas de Bolaño (Casanova
llama «hombres traducidos» a los exiliados, y cree que todo
escritor ambicioso quiere ser reconocido por cumplir con el
estándar de la metrópoli), por lo menos en las reseñas que
he examinado, van contra las distinciones, pocas veces expli-
citadas, que hacía el autor entre «literatura» y «política». Es
más, rara vez tratan el hecho de que lo que nos interesa en su
narrativa no es la acción política o moral sino la incapacidad
de sus personajes para acceder a una u otra acción. Tal vez
vemos con envidia a los que tienen la desgracia de escribir en
países donde la literatura se toma lo suficientemente en serio
para ser censurada. Pero Bolaño escribía en España, no en el
Chile de Pinochet, así que las exigencias vitales que experi-
mentó no fueron las del Di Benedetto en que se basa «Sen-
sini», ni tampoco las expresa en las que califico como novelas
chilenas. En estas, más centradas en la auto-censura que en
cualquier censura institucional, Bolaño comprime, simplifica
e inventa de acuerdo a exigencias genéricas, pero no son do-
cumentales. Más que la exactitud de los hechos, contienen la
autoridad áspera de la verdad novelística, y de un proyecto
mayor, una roman-fleuve según Wimmer (xix).
Bolaño nunca fue tentado a establecer una relación entre
aquellos dominios fundados en una lógica de la representa-
ción o del compromiso, ni se pensó a sí mismo como memo-
rialista del exilio o de los males de la ausencia. Después de
todo, la noción de que la literatura no debe incluir el compro-
miso va contra la corriente de la antigua literatura mundial,
nada exenta de polémicas u ortodoxia. Según Deresiewicz,
los compromisos izquierdistas de Bolaño eran más emocio-
nales que ideológicos, porque había visto cómo la tiranía se

197
produce de ambas lados del espectro político. Obviamente
saltó al vacío con Los detectives salvajes, pero añadió el arte
irreverente y abrupto que el resto de nosotros no pudo. Por
esto, con la excepción del ensayo de Andrea Cobas Carral y
Verónica Garibotto, la nostalgia por una revolución que no
fue es una de las fallas principales de los ensayos académicos
incluidos en la sección «Bolaño: su política» de la compi-
lación Bolaño salvaje. Más bien, respecto de preocupaciones
ideológicas, en toda la narrativa de Bolaño es notable la sen-
sación de haber llegado tarde a las revoluciones continenta-
les y estar desilusionado por haberse perdido esa parte de la
fiesta. No hay mejor ejemplo de esos desencuentros que su
cuento «Jim» de El gaucho insufrible, cuyo patético protago-
nista es un símbolo del estadounidense bien intencionado,
ahora en busca de inmolación por la culpa que siente ante los
nativos, a quienes termina explotando. La aguda sensibilidad
de Bolaño ante la plenitud narrativa del mundo causa que en
el brevísimo «Jim» capte todo detalle de la agonía e indeci-
sión del protagonista, pero también se nota la lucha del autor
por disciplinar su imaginación.
Paralelamente, y como arguye Brenkman, el imperativo
estético moderno de innovar parece combinar dos fuerzas
que son difíciles de distinguir, excepto hipotéticamente: la
innovación como arte con voluntad de poder, y la innova-
ción como búsqueda obligada por una crisis, y Brenkman
rehúsa ubicarse en uno u otro polo, para reconocer que ese
tipo de ambivalencia es la fuente de la innovación (830). Bo-
laño estuvo fuera de su país unos veinticinco años, y cuando
volvió en noviembre de 1998 fue por unos veinte días, y así
se pudo dar el lujo de no estar aliado a una posición política
previsible, y puso su placer al respecto por escrito, midiendo
tanto la amnesia de su país respecto al pasado, como su in-
capacidad para reformarse en el presente. Es por esto que

198
algunos chilenos cuestionan su «chilenidad» y lo creen fóbico
cuando habla de ellos o de una política interna que en verdad
no conoció, como si la Historia comenzara con ellos. En
una crónica agridulce y alusiva llamada «Mi corazón no es un
libro abierto» Nuevo texto crítico [XXII. 43-44 (2009): 13-14]
Lemebel da una perspectiva aguda de los que se quedaron en
Chile, haciendo la Revolución de varias maneras:
Y debo decir que entonces, Bolaño regresaba a Chile
con sangre en el ojo, o más bien, con cierta sospecha
de forastero letrado que había perdido la conexión de
suspicacia local para entender los embates políticos y
culturales que se daban cita en aquel escenario de la
democracia en 1999.
Y era tan difícil reconstruir la década del exterminio,
como también los tiempos fluidos de la batalla ochen-
tena para un nuevo amigo que volvía luego de años. Bo-
laño llegaba después de la tormenta, y todo le merecía duda,
todo rojo tenía olor a desencanto (13, énfasis mío).

Lemebel y Bolaño tenían razón, porque ¿qué constituye cola-


boración o resistencia? Cualquier intento por definir esos tér-
minos trae a colación los problemas fundamentales del mundo
posmoderno, un mundo de fluidez no de empotramiento. A
estos contextos no tienen acceso los reseñadores foráneos
sin experiencia, o a lo que sienten los que se quedaron; es la
práctica que niegan los naturales comprometidos que quieren
forzar la obra de Bolaño a responder a sus utopías agotadas, o
verla como reacción a la derrota de cierto progresismo, tema
ya tratado por Vargas Llosa en Historia de Mayta. En «Soles
negros en las letras mexicanas» Bajter verifica, por ejemplo, lo
que pasó en México con la publicación de Los detectives salvajes
y la ficcionalización de los infrarrealistas: «No tardaron en
aparecer quienes se atribuyeron, con vanidad, personajes y si-

199
tuaciones realvisceralistas inspiradas en un pasado mexicano»
(2008: 4). De la misma manera, concluye Bajter, «tras la no-
vela los infrarrealistas quedaron bajo los focos y no pararon
de referirla mayormente con desagrado, quizá creyendo que
los fantasmas de Bolaño necesariamente debían igualarse con
los llamados ‘fantasmas colectivos’» (2008: 8).
Si uno se guía por las entradas en el índice de Entre paréntesis,
Bolaño no tenía a Cyril Connolly como referencia inmediata
o fuente para sus dictámenes u ocurrencias literarias. Se puede
creer con seguridad que habría apreciado las frases ingenio-
sas del inglés, particularmente una referida a las reseñas y los
reseñadores. En 1929 Connolly decía (en un tono indudable-
mente imperialista para un auditorio actual políticamente co-
rrecto) que reseñar novelas es la tumba del periodismo del
«hombre blanco», porque en las letras es similar a construir
puentes en algún clima tropical imposible. No sorprende que
según Connolly el quehacer del reseñador sea duro, malsano y
mal pagado, o que diga, siguiendo su metáfora, que por cada
claro menor hecho con cansancio, de la noche a la mañana la
selva invade doblemente. Quizá lo más pertinente para enten-
der las reseñas anglosajonas sea su siguiente: «una vista des-
agradable en la selva es el reseñador que se hace el nativo. En
vez de luchar contra la vegetación sucumbe a ella y, corriendo
perpetuamente de flor a flor, acoge a cada una con gritos de
‘¡genio!’» (90). El que se siente obligado a defender el mundo
«civilizado» en este momento de la nueva literatura mundial se
olvida de que dos escritores que viven realmente en mundos
distintos y sin contacto entre ellos, pueden desarrollar un tipo
de narrativa muy similar, y la esfera política ha señalado un
camino similar, por lo menos desde la conquista de América.
Por esas coincidencias, que en el continente latinoameri-
cano comenzaron a acentuarse con la visión vanguardista de
la extraña naturaleza humana y su relación con el mal (con-

200
dición actualizada en Monsieur Pain), vale volver al Connolly
de esa época, cuando su visión del mundo tenía que ser, pero
tal vez no era, muy diferente de la actual:
Otra perspectiva para el cínico es la llegada del novato
acabado de graduarse de la universidad y resuelto, ‘sobre
todo, a ser justo’–para juzgar cada libro por sus méritos– y
no dejarse llevar por el mal camino por los aires y elegan-
cia de la escritura, las tentaciones de mostrarse más listo
que el libro al reseñarlo, pero sobre todo tratar de ayudar
al autor mientras aconseja al lector también (90-91).

Si se trata de encontrarle fallas al autor, recuérdese que hay


cierto consenso en Occidente de que el mejor periodismo in-
vestigativo se dio con toda probabilidad entre 1968 y 1980, y
que Bolaño, incómodo con las computadoras según su hijo
Lautaro (nacido en 1990), recurrió al periodismo por medio
de González Rodríguez para armar parte de 2666, y como
agradecimiento allí lo ficcionaliza como «Sergio González
Ramírez»24. Por otro lado, vale tener en mente, como insiste
Lemus, que Los detectives salvajes no es narrativa vanguardista,
recordando con razón que «hace mucho que la narrativa dejó
de ser eso que los vanguardistas de principios del siglo xx des-
deñaban y es ahora, en las mejores plumas, una escritura tan
lúcida y brutal como cualquiera» (90). Admitir estos hechos
enaltece la preparación e investigación del chileno, aun reco-
nociendo que publica su primera obra maestra a los cuarenta
24
En un texto anterior a su novela, «Sergio González Rodríguez bajo el
huracán» (Entre paréntesis, 214-216) reconoce la correspondencia que man-
tuvo con el periodista mexicano. Este da el tono de su libro en el adelanto
«Muertas sin fin. Ciudad Juárez: misoginia sin ley», Letras Libres [México
] I.5 (Mayo 1999), 40-45; actualizado por Ed Vulliamy, «Mientras Juárez
cae», trad. Marianela Santoveña, Letras Libres [México] xiii. 147 (Marzo
2011), 60-67. La documentación existente sobre el tema es inagotable.
Convertidos los crímenes en atractivo escándalo de prensa, la crítica forá-
nea tiende a banalizar la seriedad e implicaciones universales del mal que
Bolaño quiere transmitir. Así, Valdes («Alone…»), se explaya más allá de lo
factible acerca de la conexión entre Huesos en el desierto y 2666.
201
y cinco años. Bolaño abrevió su genio, carácter y vida en sus
novelas cortas, pero se lo lee mejor en su largo epitafio, 2666.
De esa manera, con Bolaño se comprueba un axioma: que
la trayectoria de un artista es una mezcla compleja e imprevi-
sible de naturaleza individual y cultivo social, que no hay pa-
trones ni plantillas, y que la historia personal de cada artista
es única y, en última instancia, irrelevante. Los artistas más
sensibles se concentran en la próxima batalla, la suya, y así
hizo el chileno con cada novela, produciendo en una década lo
que otros producen en una vida. Los detectives salvajes no fue ne-
cesariamente el inicio de esa progresión, pero sí el gatillo para
que la continuara. Como se observará en la próxima sección,
ya se vislumbraba ese desarrollo en su poesía: en el poema «El
burro» de Los perros románticos, el hablante poético y «Mario
Santiago» comparten a la fuerza el sueño de viajar al norte,
«en dirección a Texas». A la vez, algunos detectives aparecen
en El Tercer Reich, pero sus papeles son menos metafóricos que
en Los detectives salvajes, donde Belano y Lima aseveran que «un
poema no necesariamente significaba algo, excepto que era un
poema» (375). Por estos cruces no se puede suponer que su
autor era básicamente un prodigio o un verdadero artista de
desarrollo tardío bajo condiciones comerciales contrarias, por-
que Bolaño nunca dejó de perseverar respecto a lo que tenía en
mente como materia prima de su escritura. En la conjugación
irregular de estas perspectivas poéticas y su prosa comienza y
yace el estado actual de las reseñas anglosajonas de Bolaño, y
por ende es preciso continuar con el papel de la poesía.

202
VI.
«Siempre seré un poeta del D.F.»

Es también impiedad, una vez separada la poesía de la lite-


ratura, abstraído el poema en técnica literaria, consolarse
con la novela, pero no voy a extender ya más un argu-
mento que se ha ido alargando como un telescopio que en
lugar de permitirnos ver cada vez más lejos y hacia fuera
nos hace ver cada vez más de cerca y hacia dentro.
Félix de Azúa
Autobiografía sin vida (2010)
En ésta y en las tres partes/capítulos siguientes me referiré
a cómo aquella conjugación se da en la recepción extranjera
inmediatamente pasada del autor, hasta El Tercer Reich, con
el período subsecuente (en el sentido del escritor, no del dis-
curso o historia estricta). En esa progresión hay un momento
poético necesario. Hacia el comienzo de Los detectives salvajes
(28-29), en la entrada del 10 de noviembre, el narrador da
una lista de los libros que llevaban Lima, Belano y Ernesto
San Epifanio. Todos son de poesía, y cada uno lleva tres,
Lima y Belano de poesía en francés, y San Epifanio de poe-
sía inglesa. No es tanto que las selecciones sean eclécticas o
tengan que ver con el esoterismo o romanticismo conflictivo
que define la contemporaneidad de aquellos aprendices de
poeta, sino con que sean el inicio de largas conversaciones
sobre el género. La conversación continúa su presencia en
Los sinsabores del verdadero policía, a veces como un registro de
poetas reales dentro de una discusión relativamente acadé-
mica en que la «Universidad de Santa Teresa» es protagonista

203
(41-46), o como registro de culpabilidad ideológica en que
aparecen poetas ficticios y reales como Edith Lieberman,
Neruda y Paz (124-126).
Por la amplitud de esos referentes me detengo en un as-
pecto problemático de la recepción de Bolaño en inglés, es-
pecíficamente en la evidente falta de contextualización en ella
respecto del papel de la poesía para su generación, que como
comodín se puede llamar la de los noventa, sobreentendido
que ese factor no es primordial para el que no lo conoce.
Vale la pena recordar que como Joyce y Nabokov, Bolaño
comenzó queriendo ser un poeta, y como es el caso general
en el irlandés y el ruso, las novelas del chileno pueden ser
consideradas prosa poética, y sus varias voces, imágenes y rit-
mos podrían rastrearse en sus poemas. Esta relación debe ser
percibida dentro del contexto interpretativo actual en que la
discusión del poder del lenguaje figurativo se distancia de la
literatura, hacia teorías cognoscitivas que pretenden conectar
una metáfora cultural con otra, en vez de concentrarse en las
palabras, tropos y figuras retóricas. Como concluye Garber,
cuya reacción a esos giros parafraseo, la ausencia de la poesía
o expertos en ella en estas discusiones tampoco significa que
hay tradiciones milenarias al respecto (248). Según ella, si
tampoco quiere decir que la nueva manera de analizar lite-
ratura es productiva y provocadora, esos análisis son inútiles
para la interpretación literaria (254). Dicho de otra manera,
Bolaño jugaba con las metáforas muertas que se han conver-
tido en clichés culturales, aquellas que para Garber son «me-
táforas cuya originalidad de expresión ha erosionado con el
tiempo y ya no nos parecen figurativas» (236).
Tampoco se puede esperar que el ámbito extranjero co-
nozca sus antecedentes generacionales, o que sepa que en
Chile un sector de la crítica cree que Bolaño está a medio
camino entre el compromiso de Carlos Droguett y el esteti-

204
cismo de Donoso, a pesar de que dejó en claro que se veía a
sí mismo como más cercano a Nicanor Parra, el poeta con-
versacional quien al morir su joven émulo sentenció que le
debíamos un hígado. El documental Roberto Bolaño: el último
maldito menciona que el primer libro que compró al llegar a
Europa fue la Obra poética de Borges, lo cual es una mejor
apuesta extranjera como influencia. Aun así, no deja de ser
inexacta, peligrosa e incompleta la visión que se adquiere de
él si se piensa que lo que se manifiesta con la «autoridad» del
ámbito anglosajón en torno a Bolaño podría afectar lo que
se exprese sobre él en el mundo hispanohablante. Por ejem-
plo, en lo que se ha dicho en inglés sobre la «poeticidad» de
Nocturno de Chile, se desconoce que el autor evita a todo tre-
cho la frustración de leerlo según expectativas políticamente
correctas o ingenuas. Traducir esta poesía al inglés es difí-
cil, porque su «habla» estaba instaurada cuando la escribió
Bolaño, aunque cambia como toda habla, pero sigue siendo
inteligible a los hispanohablantes que la aprendieron desde
la cuna, y es siempre adecuada para cualquier porción de sus
poemas y sus versiones.
Sin duda, la poesía de Bolaño es el género más proble-
mático para sus críticos, y algunos ha llegado a decir que
era terrible. En la parte «Las novelas cortas» decía que iba
a volver a Adorno, y me refiero al conocido hecho de que
unos cuatro años antes de que naciera Bolaño, el filósofo
alemán aseveró en su ensayo «La crítica de la cultura y la so-
ciedad» (1949) que escribir un poema después de Auschwitz
era brutal. No se enfatiza (o tergiversa) tanto el hecho de
que en Dialéctica negativa (1966) Adorno admite que tal vez
haya sido equivocado haber afirmado que imponerle cohe-
rencia artística a una monstruosidad con un poema era una
falsificación que revela la decadencia de la cultura burguesa.
Como en las novelas chilenas, en su poesía Bolaño investiga,

205
contextualiza, e incluso transforma de una manera positiva,
no nihilista, algunos hechos que no vivió. Así, las exigencias
de Matías Ayala en «Notas sobre la poesía de Roberto Bo-
laño», recogido en Bolaño salvaje son tentativas, mal fundadas,
y superficiales según Rubén Medina, porque no consideran
los inicios del poeta que era Bolaño o la dimensión humana
de la representación poética de una catástrofe. Tampoco se
le ocurre a Ayala la posibilidad de una prosa poética, o que
puede ser difícil para un poeta emocionarse demasiado con
temas que otros poetas, entre ellos Neruda, Leopoldo María
Panero y su admirado Parra, ya habían recitado con autori-
dad. La situación chilena, cualquiera que sea su singularidad
histórica, no puede ser una excepción a una regla univer-
sal. No obstante, lecturas como la Cristián Gómez Olivares
(53-85) y la de Alejandro Palma Castro (89-105), incluidas en
la compilación de Ríos Baeza, sirven para ampliar o poner
en perspectiva la progresión de la poesía de Bolaño. Parale-
lamente, Lemus asevera que la pregunta de hoy es «¿por qué
Bolaño prefiere escribir novelas y no poemas?» (90).
Como muchos de su presunta generación, o de la que se
forma a partir de él, no creía en forzar a los lectores a esco-
ger patrones en sus metáforas, o en obligarles a confiar que,
como latinoamericano, siempre tendría que incluir parábolas
poéticas politizadas que observaría en silencio, quizás rién-
dose de las trampas que preparaba para su público. Franz ase-
vera que Bolaño y Donoso representan el espíritu de época
en este cambio de siglo, que lo que los une es ser escrito-
res «‘más literarios’» (2008: 151), y que a pesar de diferencias
profundas, hay varias similitudes que hermanan sus poéticas,
entre ellas la busca de la obra maestra.25 Hasta ahora en ver-
25
El asunto de la hermandad se complica, porque Franz fue alumno de
los talleres de Donoso. Por otro lado, aparentemente Franz fue un asiduo
concurrente a la casa de Mariana Callejas, “María Canales” en Nocturno de
Chile, incluso cuando ya se había dado a conocer su vínculo con la DINA

206
dad no se ha dicho nada específico de su poesía, y a veces se
opta, sin profundizar, por hallar claves en la taxonomía de
poetas latinoamericanos (incluido Parra) que provee Ernesto
San Epifanio en Los detectives salvajes (82-85), en base a la «ma-
riconería» de varios de ellos. Es seguro que la falta de opinión
se debe a que sus poemas son comentarios, epigramas, no
obras estrictamente líricas, y se fundan en la sabiduría, no en
la musicalidad, porque él quiere que sus palabras de sabiduría
adulta sean tan llamativas como la insensatez que remplazan.
«A toda velocidad», como diría Bolaño, el contexto poé-
tico define entonces gran parte del enfoque general del chi-
leno hacia lo que debe ser la literatura. En esto fue constante,
desde su momento «infrarrealista», su visión del destino de
Roque Dalton (a cuyos asesinos dijo haber conocido en El
Salvador), su opinión de la magnanimidad del estado mexi-
cano con los poetas (en el cuento «Gómez Palacio»), y va-
rias referencias fáciles de cotejar en sus novelas cortas, Los
detectives salvajes y 2666. Casi todas sus referencias directas e
indirectas a la poesía son alegorías irónicas de la inspiración
y vocación de los poetas. Un subtexto cardinal para ilustrar
esa problemática son las ideas de Blumenberg en Legibilidad
del mundo, según las cuales «el mundo sólo es captable me-
tafóricamente, proyectando cada uno su propio mundo sobre
el mundo» (186, énfasis suyo). Por los avatares de esa no-
ción, si las reseñas anglosajonas ven en Bolaño el símbolo
de una rebeldía original o de un estereotipo latinoamericano,
esa perspectiva frecuentemente cándida debe ser propuesta
desde el contexto que sus coetáneos (recuérdese que nunca
formó parte de los narradores incluidos en antologías como
McOndo, Líneas aéreas, etc.), espíritus vanguardistas y liberta-

y el gobierno militar. Franz lo ha negado, pero su pareja se lo ha recor-


dado en varias oportunidades mediante cartas dirigidas a diarios chilenos.
Véase su relato de la versión que le da Lemebel en «El corredor sin salida
aparente», Entre paréntesis, 71-78.

207
rios a su manera, que más que chocar a los burgueses quie-
ren colisionar amablemente con algunos editores, no con las
metáforas que hay que renovar para existir en el mejor de los
mundos posibles.
Ahora, la información autobiográfica sobre Bolaño es casi
vox populi, y retrospectivamente se puede pensar en que en
poemarios como Los perros románticos transmiten su vida sin la
comodidad de metáforas, generalmente evitando la filigrana
verbal, razón por la cual sus poemas son vistos como prosa
amontonada, y ésta como «poética». No obstante, el hecho
de que un poeta elija abandonar las metáforas conlleva valor
metafórico, e interdisciplinario (nada nos cura del cinismo
como el poema homónimo de aquella colección). Es decir, la
tierra verbalmente baldía de los poemas de Bolaño tiene sig-
nificado (se puede pensar en «Autorretrato a los veinte años»
y «El último salvaje», y su relación como «poéticas» políticas
como Amuleto), pero el significado depende en medir su dic-
ción poética aparentemente llana contra su prosa tan com-
pleja. Ésta es tan elegante en su sencillez como compleja en
las emociones que evoca, mientras la paradoja de poemas
memorables es que se mantienen vivos al ser embalsama-
dos. Louis Untermeyer le atribuye a Robert Frost la idea de
que «Poesía es lo que se pierde en la traducción. También
es lo que se pierde en la interpretación». Es así en Bolaño
porque crea suspenso de las emociones más simples, entre
ellas del miedo (véase la lista de fobias enumeradas por el
personaje Elvira Campos, la directora del manicomio, en la
cuarta parte de 2666), del amor, y, más conmovedoramente,
de las numerosas lamentaciones en su poesía. Así, a pesar de
que Borges comience «Las versiones homéricas» (1932) con
«Ningún problema tan consustancial con las letras y con su
modesto misterio como el proponer una traducción», es más
afín su juicio sobre «la dificultad categórica de saber lo que

208
pertenece al poeta y lo que pertenece al lenguaje». Una mues-
tra de esta situación sería la traducción al inglés publicada en
marzo de 2011 en The Guardian de «Godzilla en México», de
Los perros románticos, cuyo tono apocalíptico y avisos al hijo de
la voz poética se pierden en la traducción cultural.
Por ende, las reseñas anglosajonas deben ser configuradas
desde las relaciones entre las humanidades, la economía glo-
bal de la literatura y la transformación de las universidades,
correspondencias sin las cuales no existirían la nueva noción
de «literatura mundial» ni los apóstatas que la componen.
Diferente y seguramente en oposición a un segmento impor-
tante del marco general que Casanova le da a su estudio, Los
detectives salvajes no añade valor, legalidad, un sentido fluido
de las ambigüedades del efecto de la globalización, ni legiti-
midad a una nación específica (¿Chile, España?) en su lucha
por un poder. Diferente de Balzac, el chileno no creía que la
novela sea la historia privada de las naciones, sino de algunos
hechos fantasmagóricos, que también son parte de una na-
ción. En donde sí coinciden Casanova y lo que se desprende
de la recepción de Bolaño es que la teoría de ella y la práctica
poética de él no creen en la globalización económica como
un crisol estético feliz concentrado en la novela, sino como
una coyuntura de luchas y rivalidades (Casanova 347-410).
Esas querellas se pueden extender a terrenos poco examina-
dos, como la logística de la comercialización.
Si es verdad que no hay que juzgar un libro por su cubierta
o paratextos, no deja de ser revelador que la portada de las
ediciones estadounidense y canadiense de Los detectives salvajes
sea austera, mientras que la inglesa se asemeja o aproxima al
espíritu del original, con un Chevrolet de los sesenta en la
portada. La edición francesa de la misma novela reproduce
la original española, mientras que la alemana está demasiado
estilizada, y concentra la vista en tres pares de zapatos, como

209
si fuera un libro de poesía sobre el nomadismo. La portada
estadounidense de 2666 es muy barroca, mientras la inglesa
es críptica, y la de la versión inglesa de Los perros románticos
retrata a un perro, junto a un joven tatuado. No hay con-
senso respecto a cómo visualizar los mensajes generales de
su obra, y por esto las ilustraciones de un texto pueden ser
conceptualizadas como personificaciones separadas de al-
guna fábula compartida. Más importante, ante libros elec-
trónicos sin cubiertas diferenciadas, una portada como la
mencionada de 2666 puede distinguir la obra de Bolaño de
una de Allende o sobre vampiros, y superar la barrera actual
de atraer a los lectores con algo más que el nombre en le-
tra pequeña. Es más, los lectores hasta podrían pensar en el
prestigio de estar leyendo a un Tolstoi o Bolaño impreso (es-
tén leyendo obras eróticas o discretas), y esto es propaganda
gratuita para los editores en un mercado más y más repleto
de lecturas digitales. En última instancia, así como ocurre
respecto a la irrupción de los libros electrónicos, lo que está
de por medio, más allá de lo práctico, es si se evalúa un libro
por su cuerpo o su alma.
Sin embargo, no se puede decir que en español se haya
querido presentar a Bolaño como una empresa que escribe
novelas. Tampoco se crea que el fenómeno Bolaño es el pri-
mero de su tipo en Estados Unidos. Precisamente la obra
de su compatriota Pablo Neruda pasó y sigue disfrutando
del tipo de comercialización que parece ser «nueva» para los
comentaristas actuales. Hay que tener en cuenta, tal como
queda registrado en las colaboraciones del libro Pablo Neruda
and the U.S. Culture Industry (2002), compilado por Teresa
Longo, que «vender» a un autor extranjero también significa
un cruce y combinación de capital real y simbólico, entre-
tejido al que contribuyen la cultura, la historia y la política.
Además, así como se habla en la compilación de Longo so-

210
bre las «deschileanización» de Neruda en una película como
Il postino, no será sorprendente que el «Bolaño» que está por
llegarnos por ese medio sea otro. Así como Neruda ha sido
empleado en interpretaciones de combinaciones sui generis
de teoría y praxis para hablar de la traducción, la inexisten-
cia o transgredir de fronteras y relaciones con la literatura
mundial, vale pensar en qué quedará de Bolaño cuando el
entusiasmo se apacigüe, con poesía o sin ella.
Como ha comprobado Massot recientemente, además
de diarios, poemas, anotaciones y reflexiones en libretas y
cuadernos, todavía queda inédita una parte estimable de la
producción de Bolaño que, si los mercados españoles y es-
tadounidenses se diferencian en algo, sólo aparecerá en el
primero, sin traducción completa de su poesía en el segundo.
Herralde explica precisa y discretamente la importancia de
ese segundo género, en una entrevista conjunta con el tra-
ductor al alemán Heinrich von Berenberg:
Bolaño llegó a España en 1977 y estuvo muchos años
viviendo en Barcelona, y luego, por cuestión de dinero,
se fue a Gerona. Estuvo escribiendo básicamente poesía
durante muchos años y publicó un libro de poemas en
México; se consideraba fundamentalmente poeta. Pero
entonces nació Lautaro, su primer hijo, y decidió que
para dar de comer a ese hijo debía hacerse novelista,
una idea un tanto extravagante que funcionó durante
muchos años, no. (74, énfasis mío).

En uno de los cuadernos mostrados en el documental Ro-


berto Bolaño: el último maldito aparece una anotación que dice:
«Siempre seré un poeta del D.F.», además de tres tomos de
textos titulados «Diario de vida – poemas cortos». No se
sabe hasta este momento cuánto tiempo ha pasado desde
que escribió eso, o cómo se los ha editado.
Pero ahora tenemos el testimonio de ese hijo de Bolaño
211
mencionado en la cita, aunque las preguntas de la prensa no
han mejorado. Cuando de una larga entrevista con Lautaro
Bolaño lo que más podemos deducir es que su padre era un
lector constante, probablemente lo menos revelador es que
al preguntársele cómo era el estudio de su padre diga: «Muy
desordenado, tengo en mente eso. Una mesa llena de libros y
papeles y un ordenador con Windows 95 o anterior, y él es-
cribiendo» (Abalo y Balmaceda 22). Es pertinente pensar en
qué es extravagante para un editor que piensa en sus autores
y qué es singular para un novelista pobre. Varios novelistas
han asumido su trabajo por razones menos conmovedoras
o prácticas, y más esotéricas. Según otras versiones, Bolaño
se fue a España en busca de su madre, y aparentemente por
un desengaño amoroso. Aun considerando la cita anterior,
el hecho es que Bolaño seguirá siendo percibido más como
narrador que como poeta, incluso con la publicación de su
poesía completa. Por estas razones, la relación entre Bolaño
y su poesía seguirá siendo compleja. Para Echevarría, sus
textos confirman una correspondencia intensa entre poesía
y juventud, y en una nota que coincide con la publicación de
Los sinsabores del verdadero policía, Montané dice que «la lectura
de sus poemas puede arrojar una intensa luz sobre esos pri-
meros años» (11). Sin embargo, también depende de qué se
entiende por «juventud», porque la suya es una poesía exenta
de lirismo y romanticismo, si por éste se entiende algo más
que la idea fundacional de tratar de localizar verdades huma-
nas en la experiencia de seres marginales. A su vez, Zambra
ha manifestado que «La parte de los crímenes» en 2666 no
es otra cosa que poesía. En suma, tanto Bolaño como sus
intérpretes estarían de acuerdo en que escribir poesía es no
venderse, y una especie de superioridad moral.
Vale entonces detenerse brevemente en una observación
pertinente: para varios narradores más jóvenes su prosa es

212
poética por ser «ininteligible», como si fuera fácil trazar una
línea directa de la novelística de Manuel Rojas a Emar, de éste
a su sobrino Donoso, y de éste a Bolaño, sin considerar a los
que están entre los dos últimos. Zambra, que merecidamente
ha comenzado a adquirir mayor reconocimiento luego de
su participación en el memorable congreso colombiano de
2007 que reunió a narradores latinoamericanos menores de
39 años, ha explicado brillante aunque problemáticamente
esa visión de la prosa de su compatriota. En «Las mil van-
guardias descuartizadas», parte de un homenaje a Bolaño por
la revista cultural Turia de España, Zambra presenta treinta
razones por las cuales la prosa del homenajeado es poesía.
Cotejando casi toda la obra del autor, la tercera razón de
Zambra es emblemática de su raciocinio:
Una buena novela es, entonces, una novela que se en-
tiende menos que una mala novela, una novela que se
entiende menos que una novela mala pero más que un
poema. 2666 es una gran novela porque no se entiende
casi nada, aunque durante sus mil y tantas páginas
persiste una ilusión de conocimiento, una inminencia
(2005: 186).

Si no viene totalmente al caso examinar aquí la ausencia de


Bolaño en los estudios críticos globales sobre la narrativa o
poesía chilenas, situación que se corregirá, sí vale repetir un
consenso entre los jóvenes narradores, bien resumido por
Zambra: «Los narradores chilenos escriben –escribimos–
para adentro, como si la novela fuera, en realidad, el largo
eco de un poema reprimido. Habría que encontrar, tal vez,
ese poema no escrito pero presente en las novelas chilenas.
Habría que escribir el poema y algo más; algo que lo niegue»
(2008:13). Éste es el mismo Zambra cuyo narrador dice de
Daniela, personaje principal de La vida privada de los árboles
(Barcelona: Anagrama, 2007), que «la verdad es que no so-
213
porta la ficción, se impacienta con la novela absurda de los
novelistas: vamos a hacer como que había un mundo que era
más o menos así, vamos a hacer que yo no soy yo, sino una
voz confiable…» (100). Es como si Zambra y sus posibles
alter egos dijeran que no es monótono escribir o leer sólo lo
espléndido. Pero ¿por qué es virtuoso que un arte otro que la
poesía sea poético? ¿Es la poesía mejor si es «narrativesca»?
¿Restringir la poesía por medio de una definición no es lo
mismo que mostrar la estrechez de que se la defina? Algo
notable en la visión de Zambra es que comparte la concep-
tualización de los mejores reseñadores anglosajones de Bo-
laño. Como vamos observando, muchos analizan el arte del
chileno en términos de innovaciones formales y progreso
estético, u ofrecen lecturas unidimensionales basadas en la
relación de la obra con su historia vital. Es decir, no se busca
un equilibrio interpretativo.
Deresiewicz evita el atolladero de Zambra, al afirmar que
los pasajes del novelista «son poemas simbolistas en prosa.
Bolaño no renunció a su poesía, después de todo; simple-
mente la escondió dentro de sus novelas» (42). O dicho de
una manera que contextualiza su desarrollo, los poemas
tempranos de Bolaño muestran involuntariamente sus pro-
pias deficiencias, y son como presagios de la atmósfera que
perfeccionará en sus novelas. No por nada, su Amberes fue
publicada en 2002, veintidós años después de haberla escrito,
en una época en que decía no ver ninguna diferencia entre
poesía y prosa. Bolaño descubría entonces no un estilo sino
un rechazo de estilo, y los suyos son poemas como epitafios,
que una vez principiados comienzan a terminar. Hay que no-
tar sobre todo que la aparente falta de «dignidad» de estilo
en su poesía se ajusta perfectamente a la improbabilidad e
impropiedad de la materia o temas poetizados.
En todas esas discusiones en torno a cómo Bolaño se

214
sentía perseguido por las furias de la prosa y la poesía, se
olvida algo crucial. No es improbable que el novelista haya
querido vincular los géneros como una solución a la «no-
vela de lenguaje» que él no quería practicar, y a la «poesía
pura» que tampoco le apetecía. La primera práctica, cuyas
relaciones con la poesía ya señalaba la crítica en los sesenta,
fue una búsqueda que se quedó en imágenes, y el chileno
tenía demasiado talento para perfeccionarla. La segunda era
parte de las habilidades caducas que de los setenta a los no-
venta él creyó ver en la poesía de Octavio Paz. Como asevera
Montané respecto al deseo de encontrar novedad en Bolaño,
«para ello hemos de dejar atrás la ingenuidad borreguil a la
que creemos que nos someten los géneros y sumergirnos en
el magma, en los latidos de la gran poesía» (11). No es en-
tonces gratuito que las secciones cortas de Amberes parezcan
poemas en prosa, que allí se incluya con nombre y apellido, o
que en 2666 Ingeborg y Reiter, alias Archimboldi, hablen de
libros de poesía, e «(Ingeborg le preguntaba a Reiter por qué
no escribía poesía, y Reiter le contestaba que toda la poesía,
en cualquiera de sus múltiples disciplinas, estaba contenida o
podía estar contenida, en una novela)» (969, énfasis mío).
Es incontestable que el título de la colección referida an-
teriormente, La Universidad Desconocida (2007), alude a su ex-
periencia autodidacta, falta de «credenciales» formales, y la
carga o referencias del poeta. Además contiene poemas pre-
monitorios e «intertextuales», entre ellos varios dedicados a
detectives, y es sólo retrospectivamente que se puede argüir
que Bolaño era un poeta algo desigual. Recuérdese que éste es
el poeta que cree, como dice en «El humor en el rellano» re-
cogido en Entre paréntesis, que quisiera una presencia mayor de
la risa en la práctica continental del género, que define como
«Enfermos de lírica, enfermos de otredad, la poesía latinoa-
mericana camina a buen paso hacia la destrucción» (225). En

215
una entrevista televisiva chilena, empleada en documentales y
disponible en You Tube, dijo: «No soy nada lírico, soy total-
mente prosaico, cotidiano». Aun así, si uno lee su poesía y la
de sus contemporáneos objetivamente, les sobra prosa, como
a la gran mayoría de la «poesía conversacional» comprome-
tida de los sesenta y setenta que criticó frecuentemente.
No obstante, hay que matizar. Así como algunos públi-
cos menosprecian la poesía hermética, otros desfavorecen
la conversacional. En ambos casos se culpa al poeta, por lo
general sin pensar, por ejemplo, que esta última tradición se
encuentra en los Conversational poems que el romántico Samuel
Taylor Coleridge escribió entre 1798 y 1807. La lucha del
poeta de entresiglo, como la personifica Bolaño, se basa en
presentar poemas aparentemente «accesibles» en que lo difícil
se encuentra al imbuirse en el texto. La seriedad poética que
se supondría ser el convencionalismo contra el cual batalló
sólo se encuentra en los poemas autobiográficos. Por esto,
igualmente pertinente a la percepción inicial de Bolaño que
presento arriba es el comentario de Herralde sobre la trayec-
toria de su autor después del éxito de Los detectives salvajes:
También entonces empezó la carrera internacional de
Roberto Bolaño, que creo tiene un mérito enorme en
estos tiempos tan marcados por el temor a la literary fic-
tion, tan a la defensiva con respecto a la buena literatura.
Ha habido varios editores que han apostado desde un
principio por Bolaño. En Alemania son Antje Kunst-
mann y Hanser, en Francia Christian Bourgeois, en In-
glaterra empezó Harvill y ha retomado Farrar Strauss
[sic], en Italia fue Celerio durante mucho tiempo hasta
llegar a 2666, y en vista del volumen y la importancia de
la obra hubo un gran interés por parte de Mondadori,
y Adelphi, que prácticamente no publica literatura es-
pañola, lo va a publicar junto con una selección de sus
ensayos. (75, énfasis suyo).
216
Por razones de estado, diplomacia, por sus ajustes de cuenta
con agentes como Carmen Balcells, o por el simple hecho
de no tener que cuestionar por qué casi siempre se acude al
editor para explicar el fenómeno Bolaño, se puede suponer
que Herralde nunca se explayará sobre su propio papel en
la comercialización de su autor y otros detalles afines que se
puede actualizar hoy, cotejando sus varios comentarios sobre
el chileno, que con seguridad ha significado un éxito consi-
derable para la editorial que dirige.
No se puede descartar, como él mismo detalla en «Sevilla
me mata», última conferencia que dio en vida y que se reco-
gió en Palabra de América y luego en Entre paréntesis (311-314),
que Bolaño tenía plena conciencia de que los autores pue-
den hacer muy poco ante la comercialización. De lo que se
trata para los nuevos escritores latinoamericanos, que según
él salen sobre todo de «la clase media baja o de las filas del
proletariado» (311), ¿como él?, es de vender (312), y la poesía
no vende. Para esas relaciones tampoco se puede subestimar
el poder de un agente como Wylie, poco conocido por su
filantropía, que no por nada representa a Philip Roth, los
patrimonios de Borges, Nabokov, el crítico literario Lionel
Trilling, y, vaya sorpresa, el de Sontag. Mientras se crea que
los logros creativos son especiales, que una obra de arte no
es simplemente otra mercancía, se necesita premios para que
nos podamos quejar de lo tontos que son, y como antídotos
para la ficción que uno no considera seria. Por eso se puede
optimizar los positivos comentarios anteriores cotejándolos
con las entrevistas y afirmaciones de Herralde, como las del
ya citado «Vida editorial de Roberto Bolaño» (43-45, particu-
larmente) y otros textos que recoge en su libro testimonial y
contextualiza en El optimismo de la voluntad. Experiencias edito-
riales en América Latina (2009). ¿Qué testimonios deja Bolaño
además de los archiconocidos y reciclados indistintamente

217
por sus allegados y sus filias y fobias? Vale preguntarse cómo
hubiera sido su recepción sin las aportaciones de sus amigos
y allegados que he ido poniendo en perspectiva.
La Universidad Desconocida, compilación póstuma de tex-
tos poéticos publicados hasta 1993 cotejados ahora por su
esposa Carolina López (con quien se casó en 1985), con-
tiene como parte del prefacio un poema testimonial fechado
octubre de 1990 y titulado «Mi carrera literaria». Comienza
con los siguientes versos: «Rechazos de Anagrama, Grijalbo,
Planeta, con toda seguridad/ también de Alfaguara, Monda-
dori. Un no de Muchnik,/ Seix Barral,Destino… Todas las
editoriales… Todos los lectores/ Todos los gerentes de ven-
tas…» (7). Para la buena fortuna de la literatura latinoameri-
cana y de la mundial, esas decepciones fueron abolidas por
la decisión de Herralde de comenzar a publicar su obra en
tiradas más arriesgadas. Aparentemente Bolaño no tuvo que
preocuparse de los resultados subsiguientes de esa decisión,
aunque está por verse si su nuevo representante dejará que
Anagrama –donde Herralde también ha optado por seguir
publicando a algunos amigos latinoamericanos del grupo del
chileno– continúe sacando todo su legado, y cómo. Se puede
pensar respecto a su poesía que si Bolaño recurre a metáfo-
ras frecuentemente obvias o autobiográficas es precisamente
para exigir lecturas cuidadosas, no para evitarlas. Esas lectu-
ras escrupulosas pueden promover esos poemas como un
ensayo de diagnosis cultural. Paralelamente, se puede pensar
que en su prosa las metáforas no son vehículos de doctrina,
y que toda opinión en sus novelas está relativizada por otras
opiniones. Las brechas entre sus palabras se han profundi-
zado, pero al servicio de un principio que había mencionado
mucho antes en su prosa, y antes de ver cuánto le costaría
saber que el arte no es siempre una teoría de la vida.
Al respecto, y por el hecho de que algunas metáforas son

218
irreducibles, más allá de la justa valoración de su obra en
revistas de público generalmente elitista, sigue siendo pri-
mordial que se haya comenzado a reseñar su ficción en re-
vistas anglosajonas semanales de cultura general como Time
y Newsweek, o que se encuentre en ellas una acogida por otra
cultura mundial: el mundo del cine. Precisamente, en el nú-
mero del 3 de agosto de 2009, en un reportaje al actor Timo-
thy Hutton, éste le dice a Time: «La épica 2666 de Roberto
Bolaño es como cinco libros en uno. Las historias y los esti-
los son tan diferentes, con personajes locos en búsquedas in-
fructuosas. Su novela anterior, Los detectives salvajes, me volvió
loco, y ésta es aún más salvaje y más apabullante». Como si
eso fuera poco, en el número del 31 de agosto de 2009 de la
misma Time, un actor «bolañesco», John Malkovich, dice que
recomendaría «cualquier cosa de Bolaño, especialmente su
tomo sobre la Ciudad de México, Los detectives salvajes. Tam-
bién su novela corta [sic] La literatura nazi en las Américas, un
relato con moral aunque divertido, presuntamente basado
en la interacción entre Bolaño con escritores de ‘izquierda’.
¿Hay alguien escuchando?». Está por verse si se mantendrá
este tipo de recepción con el resto de su obra, sobre todo
con la poesía y sus metáforas, y si se aceptará ver al novelista
luchar con su re-invención.
Una acogida diferente de la de la poesía ha ocurrido con
su prosa en revistas más populares, aunque de público es-
pecífico, como Esquire –en la cual John Richardson dijo el 1
de noviembre de 2008 que 2666 es una épica combinatoria
similar a oír a «John Coltrane improvisando con los Sex Pis-
tols»–, en Vogue y Elle. También se lo ha reseñado en Men’s
Journal, en que se le compara a DeLillo y Cormac McCar-
thy, cuya violenta Meridiano de sangre, ubicada en una frontera
mexico-americana tan apocalíptica como la de 2666, Bolaño
admiraba (influencia, según García Ramos, 121-122). ¿Y por

219
qué no?, se escribió sobre el chileno en la Playboy de enero de
2009, que ya había otorgado cuatro conejitas (léase estrellas)
a la versión inglesa de Los detectives salvajes. Bolaño, como se
ha comentado hasta la saciedad, sabía mucho antes de esta
época que estaba gravemente enfermo, y su propia percep-
ción de todo lo que le incumbía no podía dejar de ser tan
perturbador como el resto de las realidades que lo rodeaban,
o que mientras mayor fuera su acogida durante su vida, ma-
yor sería el costo de depreciación al final de ella, cuando sólo
su legado verdadero podría defenderlo. Así visto, y teniendo
en cuenta que la oposición prosa-poesía es poco explícita,
él, como cualquier lector, crítico o autor contemporáneo, no
optó por una alternativa o prescripciones estilísticas. Como
todo género, la poesía siempre se posiciona de una manera
nueva, para recordar al público qué es un poema, y un poeta
contemporáneo como Bolaño no quiere decidir entre satis-
facer al mundo que habita o adaptarse al gusto de un público
que probablemente no exista.
Además de estas condiciones Bolaño probablemente sos-
pechaba que no toda casa matriz publica o distribuye a un
autor latinoamericano en territorio español hasta que haya
vendido bien en las sucursales americanas, sobre todo si es
un narrador que no se presenta al mundo como poeta emo-
tivo o figurado, con plena conciencia, y sin tener que recu-
rrir a nociones de Bajtín, de que el estilo poético del siglo
pasado no tenía cabida para la heteroglosia.26 Después de
que Los detectives salvajes ganara el premio Herralde vaticinó

26
Se podría especular que ésta es una obsesión común en un país reco-
nocido por sus poetas y críticos de poesía. En el número-homenaje de la
revista chilena The Clinic que incluye la entrevista con el hijo de Bolaño,
aparte de testimonios de varios vecinos del pueblo español donde vivía
el chileno, se incluye un texto de Tal Pinto, “Bolaño poeta” (27), que ar-
guye que el interés de Bolaño por el género no es tanto un divertimento
suyo sino su origen. Pero más allá de este comentario, su poesía no ha
adquirido un gran público.
220
en El Mundo, y con razón: «Y, regresando a Roberto Bolaño,
le diría también al posible lector que no se arrugara ante la
inusual extensión de su novela o ante el overbooking de poetas
que comparecen en sus páginas: Los detectives salvajes posee
una milagrosa legibilidad». A pesar o tal vez conforme a ese
tipo de presentación, sus cuentos seguirán siendo la mejor
manera de exteriorizarlo a otro mundo y aumentar la aten-
ción que merece su obra. Su poesía, hemos visto, se publica
esporádicamente en traducción, y como también se ha ob-
servado, no ha sido una parada necesaria para la recepción
de su obra en lenguas como la inglesa. Por estas conside-
raciones, no hay ninguna virtud en tratar todas sus novelas
como si tuvieran la misma textura verbal, y por ende leerlas
de la misma manera. Tampoco hay virtud en estancarse en
un poema «programático» de su sensibilidad lírica, porque
Bolaño no convirtió el origen de sus obras en tema. Enton-
ces, ¿cómo presentarlo efectivamente ante un mundo que
habitualmente no lee poesía, sobre todo la que es traducida
del español?

221
VII.
«Introducciones» y visiones de conjunto

La presentación general de Bolaño al público anglosajón es el


componente más paradójico del conocimiento de su obra en
otras lenguas, porque se produce forzosa e inevitablemente
después de la publicación original de sus textos, y siempre
después de su fallecimiento. Como presentación es notable
por ejemplo el obituario que escribió su traductor Andrews
para The Independent en julio de 2003. No es necesario expla-
yarse al respecto con teorías barthesianas o foucaultianas so-
bre la muerte del autor, porque Bolaño hizo todo lo posible
para enterrar el «prestigio» del individuo, concepto tan caro
para un crítico como Barthes. Incluso quiso matar al men-
sajero, porque decía leer todas las reseñas de sus libros, y le
dolía si eran negativas, así que tal vez debería hablarse de que
comenzó «la muerte de una disciplina». Es entonces factible
que sus circunstancias y hasta la cultura de licencias digita-
les libres le impusieran esa percepción. Pero una vez más,
no deja de ser curioso, en comparación con la recepción de
los autores del boom y con haber publicado once obras entre
1996 y 2003, que pasara casi una década entre su aparición en
español y su entrada al universo literario de lengua inglesa.
Ese frenesí productivo borró la línea entre ser prolífico y
compulsivo. Que un puñado de esas obras se haya conver-
tido en piedra de toque, y que hayan pasado de escandalosas
a respetables, es una de las bromas que nos hace la historia
de vez en cuando, transformando estetas radicales en figu-
ras canónicas. Si es cierto que The Times Literary Supplement
223
londinense frecuentemente reseña las versiones originales de
sus libros, también es verdad que se dirige a lectores bastante
enterados, frecuentemente multilingües, y conocedores del
contexto e historia literaria latinoamericanos. A la vez, no
todo lector culto o iniciado tiene acceso a ese tipo de suple-
mento en Estados Unidos, y cuando los lectores limitados al
inglés se quieren referir a fuentes autorizadas y legítimas, casi
inevitablemente citan The New York Times o The New Yorker,
así que el fluir transatlántico tiene sus limitaciones, paradojas
y privilegios.
Parece que por muchos años seguiremos preguntándonos
«¿qué habría dicho Bolaño de todo esto?» Si ahora es común
comparar a los autores del grueso del boom con autores defi-
nidos como universales, incluso en las notas necrológicas no
se ha llegado al punto de comparar la práctica de Bolaño con
la de Roth (Philip), Donald Barthelme y los Amis ingleses
(padre e hijo; el chileno habla de ambos en Entre paréntesis,
183-184, 206-7), lo cual sería más exacto que otras conjuga-
ciones. Sus allegados, haciendo caso omiso de los límites del
personalismo y de las salidas del autor, lo comparan a Philip
K. Dick, a quien le dedica Los sinsabores del verdadero policía,
además de mencionarlo en Los perros románticos y Entre parén-
tesis. Pero les debe ser obvio que las lecturas de Bolaño, en
algunos casos basadas en el atractivo del mito personal de un
autor como el estadounidense, no quieren decir influencia o
filiación. Por ejemplo, no se ha explicitado que la semejanza
con Dick, sobre todo para la narrativa corta, no tiene nada
que ver con la combinación de ciencia ficción y metafísica
del norteamericano, sino con el estilo directo y poco «simpá-
tico» de ambos. En Bolaño cada encuentro con una presunta
influencia es un frenesí sin ningún cálculo de interrupcio-
nes, comienzos falsos, mala comunicación o conclusiones
prematuras. Como ha afirmado varias veces Vila-Matas, de

224
diferentes maneras, Bolaño leía como una urraca, cavilando
sobre las ideas de los escritores y escogiendo las que desarro-
llaban su visión del mundo o las que prometían nuevas vías
de investigación, o como también ratifica Deresiewicz, sus
lecturas, que siempre fueron voraces, hubieran avergonzado
a una comisión llena de académicos (39). Vale preguntarse
entonces qué revelarían al respecto las cartas que existan de
Bolaño, pensando en que, invariablemente, las mejores (di-
gamos las que le escribió a A.G. Porta y varios otros de su
época de artista del hambre) son las que un artista escribe
antes de encontrar fama y cierta fortuna.
Es igualmente fructífero pensar en que Bolaño podría per-
tenecer, por lo menos en sus dos novelas extensas, al giro es-
tético que James Wood llama «realismo histérico», vuelco por
el cual entiende una tendencia en la ficción contemporánea
hacia ciertos entusiasmos sobrecalentados, exageración de la
vitalidad de los personajes y excesos centrípetas que rehúsan
reconocer que siguen siendo realistas (2005: 133). Bolaño tam-
bién podría ser uno de los shandys nómadas que Vila-Matas re-
trata en Historia abreviada de la literatura portátil (1985). Es decir,
mostrar una preferencia por la deformación, extravagancia
o extremismos agitados e incluso léxico nómada en que la
maquinaria de la trama bloquea una simplicidad mayor y lo
caricaturesco desplaza lo real.27 Pero si esta preferencia se da
dentro de una búsqueda estética, se pude concordar con De-
resiewicz en que una de las características más consistentes y
asombrosas de la escritura de Bolaño «es su mezcla de un rea-
27
Según James Wood, «Hysterical realism», The irresponsible self (2004), 178-
194. Ilse Logie percibe en Bolaño huellas de la nueva narrativa de los
sesenta, Kafka, el «realismo sucio» norteamericano, mecanismos de la no-
vela negra, Wilcock, Reyes y Schwob (207). Teniendo en cuenta los con-
textos de sus afirmaciones, «Consejos sobre el arte de escribir cuentos»,
Entre paréntesis, 324-325, en el cual provee una lista levemente razonada de
sus simpatías y diferencias, revela mucho más, y no es arriesgado ver su
prosa no ficticia como gesto contracultural, a lo Hunter S. Thompson.

225
lismo franco, atrevido e irónico con pasajes barrocos y enig-
máticos de alucinaciones, visiones, alegoría y sueño» (42).
Eso dicho, es mejor considerar, por ejemplo, que una no-
vela como Los detectives salvajes es un compendio de los
escritores que su autor amaba y admiraba (los adjetivos son
apropiados). Desde Cervantes sabemos que cuando el no-
velista se convierte en demagogo y permite que cualquier
lector decida su trama y desarrollo, se da una negociación di-
fícil que no sólo niega la esencia misma de la narración sino
la del autor, situación que complicó Unamuno. El hecho es
que si hoy una gran parte de la población mundial no puede
distinguir entre ficción y realidad. Bolaño no escribía para
ese público, porque nunca creyó en enfatizar que el lenguaje
era insuficiente para capturar la ficción o la realidad comple-
tamente. Así que si ese público elitista llegara a leerlo, tendría
todavía más adictos a su literatura, porque al ser provocadora
con la realidad su ficción se convierte en más real, y la ficción
más ficticia, sin trucos posmodernistas. En la entrevista con
Pasquini, Wood señala otra condición pertinente (aunque
poco exacta para los latinoamericanos): los jóvenes escrito-
res de Occidente están bien versados en literatura contem-
poránea, «pero casi no poseen conocimiento alguno de la
historia literaria» (80), de eso que se llamaba el «canon». Éste
no parece ser el caso para los jóvenes escritores latinoame-
ricanos, ni tampoco una idea reciente aplicable al ámbito es-
tadounidense, según la cual los mejores representantes de la
joven narrativa «mundial» de ese país, Foster Wallace y Dave
Eggers entre ellos, ya no escriben novelas «masculinistas». Si
fuera así, ¿qué se ha hecho con el presunto sexismo de au-
tores mundiales como Coetzee, Martin Amis y los mayores
Philip Roth y García Márquez? Para Bolaño, ellos y varios
héroes de Homero la excelencia erótica es un don sagrado

226
como cualquier otro don humano, y debe ser apreciado sin
reflexiones moralistas.
Pero cualquier préstamo temáticamente «mundial» que se
note no mancilla el omnipresente y peculiar tono latinoame-
ricano de los locales, de tal manera que un día en la Ciudad
de México es parecido a uno en Barcelona –queda por in-
vestigarse qué efecto tuvo esa ciudad en su vida– respecto al
muestreo de humanidad. Si en su narrativa las miradas que
se cruzan entre personajes de varios lugares del mundo (sin
jamás encontrarse) simbolizan la porosidad de un mundo en
que todo se acelera, en que las distancias y las temporalidades
se estrechan, de esa narrativa también emerge una forma de
contemporaneidad compartida, que se convierte en «nues-
tra» a nivel mundial, y que se revela compuesta de compro-
misos y mestizajes sin cesar. Es decir, los personajes no salen
de aquella República de los Estereotipos Latinoamericanos,
con soluciones que culminan en oposiciones irresolutas. Si
del «nuevo mundo» que revela Bolaño no surge necesaria-
mente una «economía-mundo» o una misma imagen o his-
toria del mundo, sí resulta en una «conciencia-mundo» coral.
Ésta comparte los mismos horizontes reales de una historia
que no se reduce exclusivamente a los contactos con Oc-
cidente, sin sentimentalismos nacionalistas mejor dejados a
los políticos que a los poetas. Como asevera duramente Cas-
tellanos Moya, en una observación que se puede aplicar sin
problemas a otros países del mundo occidental:
Lo que no es culpa del autor es que los lectores estado-
unidenses, con su lectura de Los detectives salvajes, quieran
confirmar sus peores prejuicios paternalistas hacia Lati-
noamérica, como la superioridad de la ética protestante
del trabajo o esa dicotomía por la cual los norteameri-
canos se ven a sí mismos como trabajadores, maduros,
responsables y honestos, mientras que a los vecinos del

227
Sur nos ven como haraganes, adolescentes, temerarios
y delincuentes (9).

Bolaño ironizaba que en sus múltiples ocupaciones antes de


dedicarse plenamente a su literatura lo mantenía vivo pensar
en «el premio Stalin al obrero ejemplar». Sin embargo, la con-
clusión de Castellanos Moya requiere una salvedad: ese tipo
de generalización condescendiente abunda más en la crítica
estadounidense académica que en el tipo de reseña de que me
ocupo a través de Bolaño traducido. Castellanos Moya supone
y asume cierta ingenuidad «gringa», y aunque generalmente
tiene razón, cuando cita el titular de un artículo, «¡Descubran
al Kurt Cobain de la literatura latinoamericana!», la compara-
ción le dice más a la estulticia de algún viejo y comprometido
crítico del Pittsburgh donde vivía el hondureño que a un
latinoamericano que se respete.
Como explica Blumenberg: «La producción de legibilidad
es un fenómeno que está en íntima conexión con la inter-
pretación de lo real a partir de lo posible» (2000: 167), y es
por esta condición que la ficción frecuentemente adquiere
el aspecto de un hilo de telaraña por el cual se ve todo, pero
no perfectamente. La constante proximidad a mundos bien
pensados, o sea los que escriben y sueñan los novelistas que
coexisten con ellos, enaltece el mundo real en que vivimos,
relación inexistente en los voluminosos best sellers de lenguaje
estrictamente utilitario y formulaico contra los cuales des-
potricaba Bolaño. Todos nos preguntamos dónde estamos
cuando leemos una novela, y de hecho estamos en el mundo
de esa novela en la medida en que nos ha absorbido, pero
nunca dejamos de reconocer el mundo que nos rodea. No
obstante, en algunas recensiones publicadas en Estados Uni-
dos se puede encontrar un reseñador que sí tiene experiencia
o contactos con el mundo y la cultura latinoamericanos. No
obstante, como vemos en lo que entrecomillo como «intro-
228
ducciones», para aludir al anglicismo que frecuentemente
pasa por lo que es una presentación, en esas visiones de con-
junto no hay garantía de que la percepción del bolañismo o
lo «bolañiano» sea más exacta.
Chloë Schama, en «Dust and literature», nota conjunta so-
bre las traducciones de Los detectives salvajes y Amuleto publi-
cada en The New Republic el 7 de mayo de 2007, repasa bien lo
que han dicho un par de coetáneos de Bolaño (53-54). Em-
pero no conoce a ciencia cierta el contexto mayor que pre-
senta, y por ende no cuestiona las aseveraciones de aquellos
narradores nuevos, o cómo se los percibe en el continente
natal. A pesar de esto, Schama capta la falta de nacionalismo
en el chileno, y percibe bien su desinterés en la política como
médula narrativa. Lo que posiblemente se salva de la eva-
luación de la reseñadora es su conclusión y alusión a algún
bestseller latinoamericano en Estados Unidos: «Bolaño no es
un escritor fácil, y me pregunto si encontrará muchos lec-
tores americanos [sic] que siguen ansiando agua por choco-
late. Su sabor es claramente diferente: a veces serio, a veces
juguetón, y no siempre claro respecto a cuál es cuál» (55).
Claro, Bolaño no tuvo nada bueno que decir sobre Esquivel,
Allende, Coelho y sobre todo Fuguet. Hasta abril de 2010
éste decía mezquinamente no haber leído 2666, diferente de
su co-antólogo para McOndo, Sergio Gómez, que en 2004 se
expresó con cautela sobre el nuevo maestro. Ante opiniones
encontradas, Bolaño pertenece a una generación latinoame-
ricana que ve en esos tipos de autor comercializado un giro
retrógrado para la literatura del continente.
Castellanos Moya, amigo de Bolaño, insiste en que los lec-
tores estadounidenses siguen fascinados con cierto estereo-
tipo de escritor latinoamericano, porque desenvainan a Gar-
cía Márquez, o alardean «con Isabel Allende o Paulo Coelho,
lo que tampoco hacía diferencia, porque se trata de versiones

229
light y de autoayuda de García Márquez» (8)28. Sin duda, la
opinión más pertinente de Schama para el argumento mayor
en torno a la literatura mundial es el de la versión digital del
mismo número de The New Republic, cuando asevera que de
todos los libros publicados en Estados Unidos en 2004, me-
nos del tres por ciento fueron traducidos de otras lenguas.
Por esto, encontrar a autores como Bolaño traducidos y pu-
blicados en editoriales prestigiosas no es la norma en Esta-
dos Unidos, aun cuando a principios de 2009 un sondeo del
censo estadounidense comprobó que por primera vez desde
1982 el porcentaje de lecturas «literarias» entre los adultos ha
subido a 50,2 (de 46,7 en 2002), sobre todo entre los «lati-
noamericanos» (de 26,5 en 2002, a 31,9 en 2008).
Un tono similar al de Schama se capta en las recensio-
nes de Siddartha Deb, quien en el otoño de 2010 ofreció un
curso universitario llamado «Globaño: The World Fiction of
Roberto Bolaño». Deb ha presentado a Bolaño a los lectores
del The Times Literary Supplement y a la igualmente prestigiosa
y antigua Harper’s estadounidense. En su primera presen-
tación, dedicada a todos los libros del autor traducidos al
inglés hasta esa fecha, Deb señala una característica mencio-
nada pero nunca especificada (porque se la cree obvia) de la
obra: su nomadismo. Pero el efecto total de la nota es difuso,
porque al concentrarse en los cuentos y al dedicarle sólo tres
de los treinta y un párrafos de su nota, Deb menosprecia
la novela por la cual Bolaño seguirá siendo recordado. Sin
embargo, Deb ofrece numerosas perspicacias, entre ellas «Si
un cuento de Bolaño puede ser forzado a hacer el trabajo de
una novela, sus novelas también pueden aspirar a la condi-
ción de otras formas» («The Wandering…» 102), y que cada
28
No es casual que Bolaño y Vila-Matas hayan sido jurados del Premio
Casa de América de Narrativa Innovadora otorgado al colombiano Héc-
tor Abad Faciolince (1958) por Basura (2000), y que éste haya escrito «Por
qué es tan malo Paulo Coelho», Las formas de la pereza (2007), 211-218.

230
libro traducido del autor nos volverá a hacer sentir como
sus narradores, «comenzando de nuevo un cuento cuyo final
creíamos conocer, buscando patrones y correspondencias en
una obra que es a la vez familiar y rara» (106). Deb compara
a Bolaño con Rick Moody, Jonathan Franzen (erróneamente,
ya que éste se opone al tipo de escritura del chileno) y Za-
die Smith (ésta ocasionó para Wood la noción ya discutida
del «realismo histérico»), y si le dedica pocas palabras a Los
detectives salvajes, acierta al opinar que ésta es «una picaresca
del capitalismo tardío que exige una entrega total del lector»
(103). Lo que no muestran estas visiones de conjunto es que,
como un filósofo antiguo, o surrealista místico, Bolaño an-
helaba descubrir el secreto o un patrón idiosincrático dentro
del caos, la corriente excepcional de la época tumultuosa que
nos ha tocado vivir. Esto se nos niega en la vida, parece de-
cir, porque nunca podemos recordar todo lo que ocurre a
nuestro alrededor, no importa cuántas veces lo rebobinemos
en nuestras mentes.
Deb parece haberse reservado sus mejores observacio-
nes sobre la novela de Bolaño para la nota que publicó en
Harper’s, a costa de generalizaciones y varios errores en torno
al resto de la literatura latinoamericana. Como en su nota
anterior, que deba o quiera reseñar Los detectives salvajes junto
con Last evenings on earth, parece obligarle a preferir los cuen-
tos. A la vez, decir que «Todas las novelas se ocupan del
cruce entre arte y política en América Latina, mostrando la
esperanza de la rebelión y la pesadilla de la represión desde
una perspectiva que es muy de izquierda», como si ese fuera
el único archivo disponible para el novelista latinoamericano,
o que el autor fue visto como alguien «que abrió un nuevo
camino de los excesos tropicales del boom latinoamericano»
(«The Contraband…» 19) es seguir basándose en estereoti-
pos y menosprecios todavía acuciantes. Si Bolaño quería una

231
vuelta a ese pasado (véase «Fragmentos de un regreso al país
natal», Entre paréntesis, 59-70), ¿a qué debía ser melancólico,
no lírico?, porque ese tipo de exotismo ya había sido aban-
donado por sus mejores antecesores.
Por otro lado, leer una novela con miras a escribir una es
una tarea muy diferente de leer con la expectativa de escribir
un artículo académico sobre ella, dar una charla acerca de
esa obra, o reseñarla para una revista, etc. Tal vez por esa
progresión, respecto a Los detectives salvajes, en la nota para
Harper’s Deb opta por creer que hay una conexión bastante
directa entre el «realismo visceral» de la novela y la realidad
que vivió Bolaño. Pero el detallismo cuidadoso del chileno
hace que los críticos choquen con la verdad ficticia. Así, Deb
habla de un «Ford Impala» en la novela, cuando ese modelo
de automóvil, desde 1958, ha sido de marca Chevrolet, aun-
que Rubén Medina afirma que el auto real era marca Dodge.
Deb sí tiene razón al concluir respecto a los personajes que:
Su exceso y entropía sugieren cómo las ideas de arte y
libertad eventualmente se encallan. Y cómo al enveje-
cer la gente pierde su idealismo juvenil, pero también
revelan más cambios sociales, ilustrando al mundo del
capitalismo tardío, más inhóspito que nunca, respecto a
sueños utópicos. («The Contraband…» 20)

De hecho, se nota en el joven Bolaño, particularmente en la


poesía, el ser propenso a las impresiones, el tener un magní-
fico oído para el habla común, y la voluntad para dejar que
las anécdotas se desenvuelvan por sí solas.
Sus anécdotas son obras maestras formales, emblemáti-
cas pero sin moraleja, construidas de una red de trasfondos,
coincidencias y conexiones. Pero el contrabando al que se
refiere Deb es el que le permite a Bolaño pasar sutilmente de
un género a otro. Tanto a Deb como a todos los reseñadores

232
comentados hasta ahora no se les ocurre proponer una lec-
tura comparatista (sin gran peso académico), como comencé
a argüir hace unos años, en inglés (Corral: 2006, «Roberto
Bolaño…»). Por ejemplo, no se lo compara a Raymond Car-
ver cuando éste, como Bolaño, siguió el consejo común que
se les da a los escritores jóvenes: escribe sobre lo que cono-
ces. Es más, el décimosegundo de los «Consejos sobre el arte
de escribir cuentos» sugiere leer a Chéjov y Carver, porque
«uno de los dos es el mejor cuentista que ha dado este siglo»
(Entre paréntesis, 325). Carver y Bolaño hicieron exactamente
eso, porque durante la mayoría de sus vidas soportaron du-
rísimas privaciones. Bolaño sabía, después de todo, que el
sello utópico cabe a capitalistas, marxistas, conservadores y
liberales, estetas y comprometidos, homosexuales y machis-
tas, y para qué iba a meterse en riñas de espacios académicos
restringidos.
Vale recordar que era natural que antes de su éxito Bolaño
se aliara de varias maneras a los márgenes literarios, y su co-
horte no ha sido diferente, en América Latina y en el resto
de Occidente. No obstante, la revista relativamente nueva
The Believer, basada en San Francisco e inicialmente subven-
cionada por el joven y reconocido novelista estadounidense
Dave Eggers, se ha convertido en un referente canónico
para el culto al último grito de lo nuevo y distinto. En resu-
midas cuentas, The Believer tiene «aura», y en marzo de 2007
Fresán, autor de Anagrama, publicó una larga presentación
de su amigo. Las «palabras clave» antepuestas al artículo nos
dan un indicio de su contenido, no de sus extrapolaciones:
«Discutidos: monstruos esperanzados, Barcelona, troikas y
tríadas, Borges, la masacre de Tlatelolco, el Mierdero de la
Literatura, Philip K. Dick, fantasmas, escritura nocturna,
¿Dónde está Wally?, Pinochet, el holograma de bin Laden,
F. Scott Fitzgerald, el Gran Hermano, el boom, Blade runner

233
y funerales vikingos» (3). Este tipo de listado referencial y
antipático, para satisfacer a algún tipo de lector virtual, dis-
minuye a la memoria como forma literaria, es más bien una
codificación facilista de la lectura, y es de gacetilleros estar
tan seguro de las extrapolaciones de lo que uno escribe.
Preocuparse demasiado de la especificidad de la informa-
ción disponible puede socavar las verdades que se enaltecen
con la imaginación, o con la red mundial. Debido a las con-
tingencias históricas, parece ser la norma que las nuevas ver-
dades artísticas comiencen como herejías y terminen como
supersticiones. Como dice Deresiewicz al hablar de Los detec-
tives salvajes, «porque todo lo que tenemos son nuestras me-
morias, y las memorias son sólo otro juego de historias, so-
mos desconocidos, incluso para nosotros mismos» (39). Que
Dick haya sido importante para Fresán, y que Fresán haya
sido importante para Bolaño, no quiere decir que Dick haya
sido tan importante para Bolaño. Si a esa lógica se añade que
lo que define hoy a las memorias es la revelación indecorosa,
las traiciones desagradables, la mendacidad inevitable, y el
exhibicionismo de mal gusto, se nota la mina de oro con
que pudo trabajar Bolaño (quien no creía en «el arte de la
ficción», o que tuviera reglas), y no el proceder de los que se
afianzan al juego entre autobiografía y biografía, porque la
verdad que se busca en las novelas es obviamente diferente
de la que se busca en las memorias.
En el caso de ese amigo argentino se observa los privilegios
y desperfectos del acceso personal a un autor (aparentemente
lo conoció pocos años), y aparte de que su artículo es una re-
elaboración de notas publicadas anteriormente en español, es
significativo que haya sido traducido por Wimmer, traductora
de una novela de Fresán. Éste ha revisado aquí algunos puntos
de vista anteriores acerca de Bolaño, pero de ninguna manera
ha resuelto todos los misterios biográficos o literarios. Como

234
él mismo dice, Bolaño «casi nunca hablaba de su historia, su
pasado, lo que había vivido y por qué cosas casi se moría»
(11), y en la nota 24 de la misma página dice que se encuentra
las claves en los cuentos. Aunque se considere la propiedad
del pudor en torno a una amistad (Echevarría se distancia del
argentino y otros al no intentar algo similar), queda mucha ne-
blina por despejar, y la actitud de Fresán de convertir su prosa
no ficticia en algo locuaz y semi-gracioso, si cumple con al-
gún requisito de The Believer, no terminará convenciendo a los
lectores latinoamericanos. Fresán es el tipo de memorialista
del siglo veintiuno que puede ser interesante cuando escribe
sobre sí mismo, no sobre Bolaño, generalmente por medio
de un ardid concentrado en un tiempo específico, treta a la
que nunca sucumbió el chileno. En resumidas cuentas, Fresán
y Sontag son sólo figuras importantes del dibujo mediático
de Bolaño, porque es la obra del novelista que conquista al
mundo. Con testimonios de «autobiograficción» como los de
Fresán y Quezada terminamos sabiendo un poco más sobre
Bolaño, pero no lo conocemos mejor.
Por el hecho de que la vida del chileno supera con creces a
la de sus intérpretes actuales, que sus amigos sí hayan aclarado
algunos errores y aproximaciones menores no quiere decir que
se haya esclarecido las identidades de las personas en que se
basa la ficción. Sobre todo, al cuestionar ciertas suposiciones
respecto a la obra han abierto nuevas posibilidades de investi-
gación. Bolaño, valga la frase, todavía requiere mucho trabajo
detectivesco, a lo Wilkie Collins y Arthur Conan Doyle, o a la
Agatha Christie que según el Index Translationum de la UNESCO
es la autora mundial más traducida. Que Fresán se base en co-
rreos electrónicos entre los dos que quizá nunca veremos, que
opine que la perfecta «troika» novelística de la mitología sud-
americana (6) se compone de Estrella distante, Nocturno de Chile y
Amuleto (la no chilena), y que éstas no sean las únicas traducidas

235
al inglés hasta 2011, echa leña al fuego de los fallos del perso-
nalismo en un comentario periodístico que quiere convertirse
en crítica, porque se podría pensar que las novelas publicadas
posteriormente tal vez no estén a la altura de aquéllas.
¿Qué imaginar entonces con la mitología sudamericana de
La literatura nazi en América? Más allá de que la colección no
haga una alusión inocente al mostrar que, más que otros paí-
ses, la Argentina y Estados Unidos tienen más escritores de
extrema derecha, por ficticios que sean, lo que revela esa se-
cuencia de historias llamada «novela», o empujada hacia este
género, es un sentido agudo para distinguir entre lo verdadero
y lo falso en los cánones literarios de Occidente. No por nada
La literatura nazi en América divide las Américas por poetas, y
dos de los sospechosos en La pista de hielo, Remo Morán (es-
pecie de alter ego del autor) y Gaspar Heredia son respectiva-
mente poetas convertidos en novelistas y guardia de un campo.
Bolaño es cauteloso para asesorar las suposiciones sociales y
culturales de un período literario, y sin duda para reposicionar
el lenguaje de la autenticidad. El chileno también sabía que hay
límites entre los lectores para la cantidad de preocupaciones
culturales que puede apreciar cuando se diferencian mucho de
las suyas. Por eso, lo que está detrás del ejemplo de los escri-
tores fascistas y su eficiencia es que ésta inspira una falsa es-
peranza basada en una literatura mundial ordenada y correcta.
Para contrarrestar ese «efecto de lo real» no es casual entonces
que los personajes de Bolaño se encuentren con autores como
Allen Ginsberg, Lezama Lima, Octavio Paz y varios otros, y
que no haya filtros entre sus impulsos y sus acciones.
Un personalismo diferente es el que se encuentra en los es-
critos del periodista guatemalteco-americano Francisco Gold-
man, y se llega así a la antesala de la recepción del chileno
hasta mediados de 2009. Como Deb, Goldman, quien nunca
conoció a Bolaño y lo leyó después de su muerte, reseña va-

236
rios de los libros traducidos del chileno (excepción hecha en-
tonces de Nocturno de Chile y Amuleto), y su tribuna The New
York Review of Books es de un nivel incuestionable, aunque por
su circulación con menos poder cultural que The New York Ti-
mes. La comercialización anglosajona del bolañismo adquiere
otra pátina, porque así como Fresán y otros probablemente
quisieran entrar en el mercado estadounidense con y como
Bolaño, no extrañaría que Goldman deseara lo mismo en el
mercado latinoamericano, donde todavía no es conocido, a
pesar de haber sido traducido al español. No obstante, Gold-
man, quien ya había escrito con entusiasmo acerca de Bolaño
en el dominical The New York Times Magazine del 2 de noviem-
bre de 2003, es decoroso al expresar su aclamación por la
obra del chileno. Éste es otro hilo de la recepción del apóstata
en inglés: nunca criticar su actitud ante las artes, prefiriendo
señalar su imperfecta vida personal, cuando los deslices per-
sonales hacia su narrativa son limitados, en el mejor de los
casos, como he venido demostrando. Por otro lado, la madre
de Bolaño ha dicho que su hijo era «alegre», sus allegados ma-
nifiestan que era divertido, su viuda dijo en diciembre de 2010
que era «dulce y cariñoso con una capacidad lúdica que abar-
caba toda clase de juegos». Es decir, como Ulises y Eneas era
el hombre carismático que puede encontrar su camino donde
sea, pero en casa no está en ningún lado, lo cual es el proto-
tipo de la ambivalencia contemporánea. Goldman, empero,
es particularmente perspicaz cuando matiza las decepciones
de la juventud (37), tema recurrente en Los detectives salvajes, al-
gunos relatos, y como vimos, en su poesía, aunque estas con-
sideraciones están ausentes en la crítica académica escrita en
español (y casi inexistente en inglés hasta la fecha).29
29
Representativos de la más reciente son López de Abiada y Augusta
López Bernasocchi (2007), García Ramos (2008), Alexis Candia Cáceres,
“Todos los males el mal. La ‘estética de la aniquilación’ en la narrativa de
Roberto Bolaño”, Revista Chilena de Literatura 76 (Abril 2010), 43-70; y el

237
Si Goldman, quizás inevitablemente por obligación edito-
rial y del medio, describe la trama como otros reseñadores,
también se distancia del montón anglosajón al hacer hinca-
pié en la «mexicanidad» de aquella novela (36-37), sobre todo
respecto a los registros lingüísticos empleados por Bolaño
con tanta sagacidad y humor. Un gran logro de Goldman es
ir más allá de la aparente fascinación de los reseñadores an-
glosajones con los «tipos» latinoamericanos encarnados por
los personajes, y lo que se desprende de su reseña es que
«el gran Bolaño» era tal por transmitir la humanidad de los
sujetos que habitan en su obra, no borrando sino tejiendo
realidad y ficción. Así, asevera Goldman: «Ningún personaje
en una novela es verdaderamente despreciable o antipático
cuando se lo trae a la vida con destreza, energía e ingenio»
(37). Para el teórico honesto, Bolaño también desmiente la
idea lukacsiana (en Significación actual del realismo crítico) de que
la posibilidad de crear tipos perdurables está en íntima rela-
ción con una imagen del mundo concreto y dinámico. Para
Goldman Los detectives salvajes es paradigmática al respecto. Lo
es también al perfeccionar el uso de una mezcla de recursos
periodísticos y novelísticos para evocar un mundo general-
mente latinoamericano, que es más auténticamente elusivo y
extraño que la ficción o la realidad permitirían por sí solas.
Considerando que en los países anglosajones, tan propen-
sos a criticar el sexismo o misoginia, poco se lee en las rese-
ñas de las ironías de Bolaño contra Allende y lo que algunas
mujeres críticas han llamado las «garcíamarquinas». El golpe
de gracia de Goldman es manifestar, con razón histórica: «No
puedo pensar en otro escritor varón en cualquier lengua que
número de Cyclocosmia iii (février 2010), que contiene colaboraciones de
Herralde, «Roberto Bolaño zen» de González Rodríguez, y versiones de
textos ya publicados de Fresán, más dos de Castellanos Moya, uno de sus
recuerdos, y el otro, sobre el mito Bolaño en Estados Unidos, incluido en
las Obras Citadas. La compilación de Felipe Ríos Baeza es la más exhaus-
tiva y diversa hasta la fecha.

238
crea personajes femeninos de manera más convincente o sen-
sible que Bolaño, a pesar de su crudeza» (37). Como otros de
los reseñadores iniciales en lengua inglesa, Goldman dedica
pocas líneas a 2666, y no es preciso cuando señala que mu-
chos lectores y críticos (nativos se supone) la consideraron
«su obra maestra» (34). Con Bolaño, tal vez por la falta de
distancia, los críticos quieren cubrir y almacenar todo, reflejar
el sentido o ambición épica detrás de su narrativa, desde su
enigmático título, que puede referirse a los 2.666 años que
pasaron entre la creación del mundo y el éxodo bíblico de
Egipto, o aludir al Día del Diablo. O a la segunda bestia según
Apocalipsis 13:18. Por encima de detalles como estos, si los crí-
ticos se han adelantado a opinar sobre una excelente novela
cuya recepción no ha llegado a su fin, es por la expectativa
que se ha creado, y como veremos al tratar la recepción de esa
novela en inglés, el entusiasmo es muy justificado.
Avanzo hacia las últimas dos partes/capítulos de mi libro,
dedicándome al tipo de nota que comienza a mostrar ma-
yor discernimiento sobre al autor. Una de aquéllas apunta al
futuro posterior a Los detectives salvajes, y su autor Benjamin
Kunkel la titula «En Sonora». Publicada en el London Review
of Books, los comentarios de Kunkel establecen lazos entre la
novela del chileno, sus cuentos, y la versión en inglés de Amu-
leto. Kunkel despega desde el «mito Bolaño», alegando con
razón que «la imagen de delincuente de Bolaño es gran parte
de su atractivo. Su política revolucionaria y el riesgo personal
que implicaba, el movimiento que fundó, su pobreza, exilio
y adicción [sic], su muerte en su apogeo: la combinación de
estos elementos es foránea a la carrera cada vez más profe-
sionalizada del escritor contemporáneo» (5). O sea, Bolaño
es para Kunkel una consabida especie de escritor maldito en
un ambiente mundial en que debía haber sido más «correcto».
La realidad es que Bolaño tuvo compulsiones como todo el

239
mundo, y algunas le hirieron, pero la que lo mantuvo vivo
fue escribir y saber distinguir entre ser revolucionario y ser un
revolucionario, sobre todo porque no se requiere que los no-
velistas sean estrategas. Como bien explica recientemente su
amigo Castellanos Moya, el chileno «siempre fue un contesta-
tario; nunca un subversivo, ni un revolucionario involucrado
en movimientos políticos, ni tampoco un escritor maldito»
(9). Bolaño, similar a una conocida distinción que estableció
el filósofo estadounidense Richard Rorty entre movimientos
y campañas, sabía que los primeros se parecen a las corrientes
políticas. Es así porque siempre deben luchar pero no triun-
far, y entonces, después de un tiempo, deben luchar para no
triunfar. Según Rorty, si la pasión de lo infinito triunfara se
traicionaría a sí misma, ya que se revelaría como simplemente
una pasión por algo finito, y Bolaño quería más, porque para
él la complicación y la pasión eran las características que ad-
miraba en el arte y la vida.
Como siempre es incorrecto criticar a un mito, no se dan
percepciones similares a las de Kunkel en el ambiente lati-
noamericano, más por discreción y respeto.30 No obstante,
la falta de ubicación dentro de la cultura literaria extranacio-
nal que a la larga definió a Bolaño más que otra, puede ser
una ventaja de los comentaristas anglosajones. Diferente de
los latinoamericanos, han tenido que trabajar con la cons-
30
En carta a The New York Times (December 7, 2008) posterior a la reseña
de 2666 por Lethem que discutiré, Wylie, quien había asumido la repre-
sentación del chileno ese 4 de noviembre, asevera: «La viuda de Roberto
Bolaño, Carolina López, y yo queremos aclarar que Roberto no sufrió en
ninguna forma de adicción a drogas, incluida la heroína» (8). Diferente
de una torpeza gacetillera en Babelia (3 de enero de 2009), que atribuye
la conexión a un «cuento» llamado «La [sic] playa» (se trata, más bien, de
una columna periodística llamada «Playa», recogida en Entre paréntesis,
241-245), Wylie no especifica el origen de la especulación. Esta surgió de
una inicial lectura especulativa de Wimmer, que no incluyó en la introduc-
ción a la edición de bolsillo de su traducción de Los detectives salvajes, como
detallo más adelante. Vila-Matas corrigió la suposición en El País, como
hizo otro amigo del chileno, Castellanos Moya (2009).
240
trucción de «Roberto Bolaño» como objeto de una cultura
literaria más amplia. Perspicaz en varios momentos, Kunkel
sugiere que Estrella distante y Nocturno de Chile «ofrecen una
especie de fundamento negativo para la estética de Bolaño»
(5), y tiene razón, porque si los «malos» en su obra optan por
la escritura «literaria», él como narrador inicialmente pros-
crito optó por una narrativa directa, estilizada a pesar de él,
y no concluyente. La ficción que publicó después de Los de-
tectives salvajes indica que es compulsiva pero no absorbente,
y más necesaria para él que para sus lectores. Puede ser así
porque al considerar su obra póstuma e inédita se puede
pensar que tuvo que luchar con los problemas de actualizar
borradores que tenía guardados (su letra era bastante clara),
gesto comprobado por la evidencia interna de sus novelas,
que generalmente tratan de evitar la especificidad histórica.
Y entonces se publicó 2666, y todo volvió al principio admi-
rativo. Por esta razón propongo que su «primitivismo» era
más una manera de transmitir a sus lectores y convencerse a
sí mismo acerca de la calidad sin par de un arte elevado, inte-
lectual. Visto bien, si quería derrocar cierto tipo de narrativa,
sus innovaciones artísticas amplían las posibilidades del arte,
en vez de suplantar las que se había practicado antes que él.
Por eso Kunkel detecta una dualidad en el prosista, ase-
gurando que «lo ridículo y lo horrendo siempre están cerca
en Bolaño» (7). Hasta ahora, la nota de Kunkel es una de las
pocas que muestran una lectura verdaderamente detallada de
estas novelas, sobre todo de Nocturno de Chile, y con pruden-
cia y discernimiento. Esto es mucho decir ante las otras crí-
ticas que he examinado antes de llegar a 2666. Comparando
la polifonía del chileno a la de Joyce, Dos Passos y Faulkner,
Kunkel dice sin tapujos:
Ninguna novela que he leído es tan conmovedora y ho-
rrorosamente verosímil en su acumulación no temática

241
del tiempo y del dolor, y en su marcha desorganizada
hacia el olvido. Es casi un milagro que Bolaño puede
producir un interés narrativo tan intenso en un libro
armado con monólogos centrífugos que se destejen de
los dos personajes principales ausentes, y de las notas
del diario de su perosnaje principal (8).

El análisis de la desesperación y escepticismo generacionales


con que concluye Kunkel está mucho mejor expresado por
él que en reseñadores anteriores, porque como el texto en
sí de Los detectives salvajes, concluye con preguntas respecto a
la ambigüedad de las novelas de que se ocupa. De esas pre-
guntas la más trascendente es «en la medida que su ficción
rehúsa comportarse como algo parecido a la ficción, ¿es esto
una marca de su realidad triunfante?» (8).
De estas visiones de conjunto tardías la firmada por Patrick
Smith se publica en el número de enero/febrero de 2009 de
Bookmarks, revista estadounidense dedicada a noticias lite-
rarias, a anunciar libros nuevos de autores establecidos (el
número de marzo/abril 2005 fue dedicado a Vargas Llosa) y
prometedores, premios, y a dar recomendaciones de lecturas
en varias categorías. Smith recoge, como se hace con cada
autor seleccionado por la revista (que sólo en septiembre
de 2009 «redescubre» a Borges), citas de los periódicos más
prestigiosos para cada libro mencionado, y su texto es más
un repaso de las traducciones existentes hasta ese momento.
No hay nada novedoso o revelador en lo que reporta Smith,
porque presenta a Bolaño como novedad para el público an-
glosajón, lo cual tendría más valor para el auditorio especí-
fico al que va dirigido. No obstante, cuando dice se refiere
a la traducción de La literatura nazi en América y asevera que
«analiza la literatura con el rigor de un académico» (26) y que
este libro es el de «un escritor que sabe que toda escritura,
no importa cuál sea su propósito, puede ser llamada ficción»
242
(26), Smith reivindica ese tipo de publicación, gesto contra-
rio al de Crusat, que lee a un «anti» académico como Bolaño
con digresiones académicas (91, 93, 102 et passim) que termi-
nan desautorizando su discurso.
Si se trata de «presentar» a Bolaño, de presentar su obra a
un mundo que hoy no lo desconoce, sobre todo en un medio
como The New York Times Book Review, una mejor manera de
hacerlo es con una reseña colectiva como «Salón de espejos»
de Michael Greenberg. Más allá de la imagen que produce el
título, y de que ese suplemento dedica una página entera sólo
a autores establecidos, nótese la generalización de Greenberg
a partir de The insufferable gaucho, The return y Antwerp: «Sus
temas son el sexo, la poesía, la muerte, la soledad, el crimen
violento y los débiles rayos de trascendencia que a veces los
ayudan» (16). Para Joaquín Marco son el humor, la violencia,
la homosexualidad, la memoria, la vida, la crueldad, la mi-
seria, México y el amor (16). ¿No son muchos de estos o la
mayoría los temas de todo gran escritor mundial? Si lo posi-
tivo es que Greenberg implícitamente lo ubica entre ellos, y
concluye que «con Bolaño uno rara vez se siente acosado por
la monotonía» (16), lo negativo es que no provee una buena
visión de cómo esas tres traducciones (recuérdese que The
return es una antología de cuentos) se conectan verdadera-
mente. Si su análisis de algunos de los cuentos es muy bueno,
lo más contundente de la nota de Greenberg es que diga «No
hay gestos históricos amplios en Bolaño. Sin embargo nos
ha dado un retrato sutil de América Latina durante el último
cuarto del siglo veinte» (16).
Después de las «introducciones», ¿cómo va a continuar y
quedarse en la nueva literatura mundial un apóstata que se
negaba a ceder a las incorporaciones temáticas y técnicas que
sus coetáneos de las Américas y Europa habían heredado de
sus maestros, y que se burlaba del discurso académico que

243
siempre se ha convertido en manifiesto para los convencidos?
Una respuesta posible es notar en los próximos dos capítulos
de Bolaño traducido cómo se construye, a posteriori, la relación
entre la primera «novela» con que Bolaño verdaderamente
entra y sale del ámbito iberoamericano, La literatura nazi en
América, y la postrera 2666. No menos se puede hacer con las
póstumas publicadas hasta estos momentos y sin traducir, que
aparecen cuando ya se ha asumido que su autor es un mito
sostenible, sobre todo porque, como hemos visto, escribe con
plena conciencia de que la narrativa acarrea códigos, chatarra
y reliquias que conocía más que cualquier otro contemporá-
neo mundial. Hay que comenzar entonces con algunas rese-
ñas de las traducciones de su libro más inclasificable, reseñas
que de varias maneras no representan el desarrollo original de
esa porción de su obra inicial. Este enfoque permite superar
que la interpretación enfatice demasiado a Bolaño como una
serie de signos y a su narrativa como texto literal; para así
pasar al gran narrador que vivía y vivía, y a sus obras como
textos nacidos de una experiencia vital compleja.

244
VIII.
El fascismo literario mundial

En Roberto Bolaño: el último maldito, Vargas Llosa afirma que


La literatura nazi en América se caracteriza por «un juego un
poco borgeano», y que es «un libro muy inteligente, brillante,
original, cargado de ideas e ironías». Su admiración resume las
ventajas del libro, y parecería haber poco más que decir. Sin
embargo, su mundialización no siempre parte de perspectivas
amplias como las del peruano. La literatura nazi en América,
disponible en nueva edición de bolsillo en 2009, fue traducida
al inglés antes que 2666 y La pista de hielo. El Tercer Reich, apa-
rentemente escrita antes que La literatura nazi en América, se
publicó en enero de 2010, y a un año no se sabe cuándo sal-
drá su traducción al inglés. Vale detenerse momentáneamente
en estos vaivenes, y notar que el 25 de septiembre de 2009
el Times Literary Supplement (número 5556, p. 26) publica una
reseña de Tim Souster de Amuleto. Es la traducción publicada
años antes en Estados Unidos, y ya he señalado un proceder
similar en la misma publicación con la traducción de La pista
de hielo. Se va creando todavía otro de los destiempos a que
me he referido, por lo menos para el público inmediato de
esa revista. Así, Souster manifiesta que Amuleto «es una buena
introducción a las obras más extensas del autor» (26).31
31
Véase Mauricio Montiel Figueiras, «Juegos de guerras», Letras Libres
[México] xii. 136 (abril de 2010), 88-89. Esta reseña de El Tercer Reich
discute algunas conexiones temporales y temáticas de la novela con otras
de la presunta «etapa temprana» de Bolaño, preguntándose por qué el
autor «decidió mantener en la oscuridad de su arcón personal una novela
redonda, totalmente acabada» (88), asunto pertinente que generalmente
se pierde al incorporar la obra traducida a la nueva literatura mundial.
245
Se puede pensar, aceptando las diferencias, que tal vez es-
tos desfases sean responsables del conocimiento de la obra
de Onetti (a quien Bolaño trató de entrevistar en los setenta),
o falta de atención, ya que se tradujo sus obras en los noventa,
y no todas. En otra publicación inglesa, The Guardian Weekly,
Banville entrega una nota cautelosa pero potente, porque ya
sabía que Bolaño no necesita presentación. Luego de señalar
que la obra general del chileno «está en el cruce donde Már-
quez [García] se encuentra con Burroughs y Borges con Mai-
ler» (2009: 37), dice que esta versión de Amuleto «es más como
presenciar en una cena estridente donde uno está desespera-
damente consciente de no captar el sentido de todas las his-
torias y de no entender los chistes» (2009: 38). No obstante,
la mezcla deliberada de la cronología de las obras de Bolaño
permite observar la continuidad y auto-desafíos continuos
que distinguen la prolífica producción del autor.
Volviendo a una cronología más precisa de la progresión
original de la obra de Bolaño, en «La sinfonía gringa de Bo-
laño» Boullosa decía respecto a La literatura nazi en América
que la revista The Nation le había pedido reseñar la versión en
inglés de esa colección (Bolaño prefiere llamarla «novela»),
y que «la reseñará todo el mundo» (105). Puede incomo-
dar constatar que el entusiasmo no ha confirmado todavía
la predicción de Boullosa, por lo menos numéricamente, y
es temerario preguntarse si, por lograda que nos parezca a
varios lectores, La literatura nazi en América simplemente no
siempre tiene la fuerza que llegó a caracterizar a su autor.
Tal vez el problema sea el «no género» a que pertenece, y
la cantidad de alusiones culturales y literarias que requieren,
simple y llanamente, que sus lectores hayan leído a los mis-
mos escritores, estudiado los mismos lenguajes, y aprendido
la misma historia, no siempre latinoamericana, que Bolaño
leyó, estudió y aprendió. Paralelamente, Roland Barthes dice

246
en su Lección Inaugural que el lenguaje es fascista, y en este
sentido este tipo de literatura híbrida es una liberación.
Su «novela» también es un breviario apócrifo delirante que
parece satírico o irónico, y que también resulta ser un labo-
ratorio sofisticado para los personajes que va a incluir en
novelas posteriores, y me refiero nuevamente al último «ca-
pítulo» de La literatura nazi en América, «Ramírez Hoffman,
el infame» (179-204). En la nota con que comienza Estrella
distante advierte que esta novela es una depuración de aquel
capítulo (Hoffman ahora se llama Alberto Ruiz Tagle, alias
Carlos Wieder, presuntamente basado en el poeta Raúl Zu-
rita), y que su función se redujo a consultar algunos libros
y discutir la validez de muchos párrafos repetidos con su
presunto co-autor, «Arturo B». Como también sabemos, éste
es el alter ego ficticio de Bolaño en Los detectives salvajes, si el
chileno no se hubiera convertido en escritor. Aunque Belano
no siempre ocupa el centro de la escena, y cuando lo hace
es de manera intermitente, su presencia o figura irradia hacia
el resto de esa obra fascinante y buena parte de la narrativa
y poesía de Bolaño. Es un personaje instituido firmemente,
de tal manera que si volviera a aparecer en la obra del chi-
leno la expectativa es que se comporte de la misma manera.
Wimmer expresa muy bien los recovecos que contextuali-
zan esa posibilidad: «Los libros de Bolaño están llenos de
actuaciones, correspondencias y resonancias repetidas, que
no representan mundos traslapados sino un solo mundo
que progresa a través de diferentes encarnaciones» (xix). Sin
duda, esas relaciones están prefiguradas en los poemas au-
tobiográficos, los más, de Los perros románticos y su visión del
poema como género que se resiste a la lectura (o a sí mismo),
y también en las explicaciones que a veces da de sus novelas
cortas. Tal vez sea pleonástico afirmar en este momento que
su literatura se resiste a ser normalizada.

247
Dado ese contexto, no es casual que La literatura nazi en
América comience con la siguiente cita de su admirado Mon-
terroso: «Cuando el río es lento y se cuenta con una buena
bicicleta o caballo sí es posible bañarse dos (y hasta tres, de
acuerdo con las necesidades higiénicas de cada quien) veces
en el mismo río» (7). Más allá de la enriquecida alusión a
Heráclito, se puede entonces comenzar una larga y erudita
regresión acerca de la re-escritura y las biografías apócrifas,
ya que unas huellas del libro del chileno conducen a Perec
(el de Comme un roman, 1992), y sobre todo al Monterroso de
Los demás es silencio (La vida y la obra de Eduardo Torres) de 1978.
Tampoco estarían ausentes el Calvino de Se una notte d’inverno
un viaggiatore (1979), e inclusive A perfect vacuum (1979, tra-
ducido al español sólo en 2008), del polaco Stanislaw Lem,
quien ha escrito por lo menos un posfacio para una traduc-
ción del Ubik (1969), de Dick, por quien comparte una ad-
miración con Bolaño. Éstas son algunas coordenadas que
no consideran artículos como el de Crusat, tal vez porque
se cree herético pensar que un novelista no es bueno o malo
porque está no está de acuerdo con Allende o Pinochet.
Retrospectivamente, hoy también se diría que La literatura
nazi en América anticipa las ideas detrás de Bartleby y compañía
(2000) de su verdadero amigo Vila-Matas, probablemente el
mejor narrador de metaficción de la nueva literatura mun-
dial, y en muchos sentidos el descubridor de Bolaño y el
único con el prestigio para impulsarlo cuando lo necesitaba.
Para constatar el tipo de ficcionalización que lleva a cabo
Bolaño y cómo la asimilaba, se puede recurrir al estudio de
Jean-Yves Jouannais, Artistes sans oeuvres: I would prefer not to
(1997), para cuya re-edición de 2009 Vila-Matas escribe un
prefacio. También se puede retroceder a André Blavier y su
À propos des fous littérarires (1982) e incluso a Gustave Brunet
y su Les fous littéraires: essai bibliographique sur la littérature ex-

248
centrique, les illumines, visionnaires, etc. (1860). Pero al explorar
tales comparaciones, y no examinar la gama que cubren los
autores latinoamericanos de este tipo, uno se metería en la
problemática de quién calca a quién, y sobre todo en una dis-
cusión acerca de cuándo termina la inocencia en la narrativa
y los narradores, y si esto es una ciencia exacta.
En fin, antes de que saliera la admirativa nota de Boullosa
en The Nation, el público anglosajón tenía en mente, casi el
mismo nivel que el hispánico, la idea de que Bolaño y sus
obras son el emblema de una generación desgarrada que no
puede salir del vacío y que, sin perspectivas para el futuro
inmediato, no puede evitar buscar respuestas en un pasado
que no conoce bien, como vengo mostrando. Un sub-tema
que no se debe olvidar en términos de esas aseveraciones
anteriores es que La literatura nazi en América tiene el tono
del poeta fallido que encuentra poesía en la prosa, reciclando
paródicamente su visión de la historia de la literatura mun-
dial desde la latinoamericana. Recuérdese la ya mencionada
nota de Estrella distante, en que justifica su re-escritura del
último capítulo de La literatura nazi en América, concluyendo
que discutió con Arturo B «y con el fantasma cada día más
vivo de Pierre Menard, la validez de muchos párrafos repetidos»
(11, énfasis mío). Tampoco se puede subestimar el mensaje
patente de que no hay razón para pensar en que los litera-
tos son personas simpáticas, como muestran los conflictivos
personajes de Monterroso y Vila-Matas. Eso dicho, veamos
la percepción anglosajona de La literatura nazi en América, que
para un latinoamericano tiene claras resonancias estéticas, a
pesar de que es fácil argüir, con o sin Vargas Llosa, que con
una perspectiva externa se llega a un conocimiento más pre-
ciso de lo que somos.
Como parece ser la norma con la narrativa de Bolaño, la
primera reseña de la versión anglosajona de La literatura nazi

249
en América se publica en The Times Literary Supplement. En ella
Michael Saler, partiendo desde cómo Dick y otras obras de la
«literatura barata» anglosajona han mostrado que el fascismo
sigue victorioso aún después de haber sido derrotado en 1945,
describe el libro como una «bibliografía imaginaria» anotada y
razonada, pero ambientada entre seres y lugares reales de las
Américas (norte y sur). Lo que separa a Saler del montón es
su aserción de que varios de los textos «se conectan por medio
de detalles compartidos, indicando una estructura escondida
del libro que el lector debe descifrar» (19). Como sabemos,
y Saler lo nota, un segmento de los misterios apócrifos se
revela en el «Epílogo para monstruos» (205-232), respecto a
personajes, editoriales, revistas, lugares y «algunos libros». Y al
respecto Saler también manifiesta: «Este enfoque de rompe-
cabezas es típico de muchas obras de Bolaño» (19). Para el crí-
tico, los relatos o historias literarias se burlan de las posturas
amorales o de la «descarada prostitución» de buena parte del
arte contemporáneo, y reflejan «la naturaleza doble de Bolaño
como un romántico enamorado de libros, comprometido con
el poder trascendental de la literatura, y pícaro posmoderno
que sabe la crueldad con la que el arte puede engañar y ser mal
usado» (19). Si ya he mencionado que el último texto sobre
el asesino en serie Ramírez Hoffman se convierte en la base
de Estrella distante, vale señalar que para Saler ese pre-texto es
superior «debido a su lugar en la brillantemente concebida
estructura del libro» (19).
Cuando aparece la reseña de Nazi literature in the Americas
(nótese el correcto plural de la traducción) en el suplemento
literario de The New York Times, con el ingenioso título de
«The Sound and the Führer», aludiendo a la vez a Faulkner,
Shakespeare y Hitler, no había duda de que Bolaño ya era
el portavoz de un canon muy suyo que no surge del «pri-
mer mundo», aunque se basa en él. La reseñadora Stacey

250
D’Erasmo no puede evitar la comparación con Borges, otro
autor que Bolaño probablemente tuvo en mente respecto a
la narrativa apócrifa. Así, D’Erasmo lo llama «hijo espabi-
lado y sardónico» (9) del argentino, por haber creado meti-
culosamente «una red fuertemente atada de literatos de dere-
cha y abastecedores de bellas letras para los cuales Hitler era
belleza, verdad y una gran esperanza perdida» (9). D’Erasmo
se acerca al consenso latinoamericano de La literatura nazi en
América al decir: «Substitúyase, digamos, ‘poesía de lenguaje’
con ‘fascismo’ y la trayectoria de estas vidas inventadas sería
muy similar a la de las redes repletas de escritores reales que
Bolaño conocía al revés y al derecho» (9). Diferente de Saler
y D’Erasmo, la nota de Todd Shy para el suplemento literario
del San Francisco Chronicle tiene un tono moralista, que peli-
grosamente cuestiona el derecho de un escritor para tratar
temas como los de La literatura nazi en América.
Posiblemente pensando en el dictado de Adorno de que
«escribir poesía después de Auschwitz es primitivo», Shy se
esfuerza por apoyar el derecho de Bolaño a hacerlo, por en-
contrar una tabla de salvación para el humor, y le atribuye el
carácter heroico que sólo algunos críticos chilenos compro-
metidos (Camilo Marks, por ejemplo) quisieron atribuirle a
su compatriota. Shy es más preciso cuando asevera que «aquí
Bolaño presenta la política como si no tuviera nada que ver,
como algo que se ha arrastrado con un automóvil descon-
trolado» (2), y como los otros reseñadores opina que el ca-
pítulo sobre Ramírez Hoffman es el más logrado. De todos
los reseñadores anglosajones de La literatura nazi en América
Michael Dirda, ganador de un premio Pulitzer y columnista
cuando existía el suplemento Book World de The Washington
Post, es el que mejor maneja su entusiasmo, y con gran auto-
ridad recorre las conexiones entre el chileno y sus coetáneos
latinoamericanos, señalando su sutil humor, imaginación,

251
«amor de la literatura» y que la colección es «por improbable
que parezca, excepcionalmente divertida» (BW10). Más que
D’Erasmo, Dirda precisa:
Ese tipo de ingenio literario en un autor latinoameri-
cano, por no decir nada de la irritabilidad política, re-
cuerda inevitablemente a Jorge Luis Borges. Bolaño,
sabemos, veneraba al fabulista argentino. Y parece muy
claro que el modelo para La literatura nazi en América es
Historia universal de la infamia, la galería de criminales y
sinvergüenzas de ese maestro. (BW10)

Aunque no hay manera de comprobarlo hasta el momento,


Forn ha propuesto la obra del yugoslavo Danilo Kis como
influencia, y cotejar el libro del chileno con los cuentos de
Una tumba para Boris Davidovich y Enciclopedia de los muertos le
daría la razón. La relación con los modelos se extiende no
sólo al pasado literario sino al futuro inmediato del autor,
porque al comienzo de «Una aventura literaria» de Llamadas
telefónicas se lee: «B escribe un libro en donde se burla, bajo
máscaras diversas, de ciertos escritores, aunque más ajustado
sería decir de ciertos arquetipos de escritores» (52), para ele-
var lo que argumenta en La literatura nazi en América a otra
potencia. En términos bolañescos, «Z.P» añade que cuando
Bolaño escribe sobre literatura es mejor verlo como «un ho-
menaje romántico a una amante bella, inconstante y sádica».
Sin embargo, Dirda da en el clavo al manifestar lo que
pocos o casi ningún crítico latinoamericano comprometido
se ha atrevido a exponer: que el verdadero punto satírico de
Bolaño parece afirmar «¡Miren! estos imaginarios fanáticos
derechistas […] no son fundamentalmente muy diferentes
de los escritores y editores reales del ámbito literario con-
temporáneo. Quieren lo que quieren todos los artistas: que
el mundo encomie y recompense su visión, su integridad es-
tética» (BW10). Y, ya que tanto y tan mal se ha interpretado
252
el papel del tema en su narrativa, Dirda añade que lo que
«un establishment indignado podría llamar violencia sin sen-
tido, los más comprensivos considerarían arte interpretativo»
(BW10). En Bolaño no hay indicios claros de que desea que
se derrumbe el orden prevalente, o de que cree que se ob-
tendrá grandes cambios si se lo derrocara. Borges decía que
después de leer una novela detectivesca otras ficciones no
parecen tener forma. A Bolaño no le importaba restaurar
el orden, y su mundo no es un sistema de encadenamientos
necesarios entre acciones y hechos, sino un universo de cla-
roscuros que asegura que las fuerzas disruptivas no están en
la sociedad sino en ciertos individuos. Por esto, sobre todo
en sus cuentos, su blanco no es tanto la sociedad sino la na-
turaleza humana. Como lo que sugiere es un cambio de espí-
ritu no de estructura, será en las novelas extensas donde ese
propósito se convertirá en una estrategia más permanente.
Más que los lugares comunes, lo que quiere mostrar Bo-
laño es que concentrarse en actos espectaculares de matanzas
indiscriminadas como las de Ciudad Juárez puede cegarnos
a la violencia sistémica que es inherente a cualquier política
nacional (Burgos), sobre todo en una cultura mundial escrita
en que se falsifica memorias sobre el Holocausto y otras ex-
periencias igualmente horribles. Hablar de referentes reales
en Bolaño, como insiste Franco, también puede cegarnos a
la estética del novelista, ya que en este momento las muertes
de mujeres en Ciudad Juárez, que en verdad es sólo una de
por lo menos tres ciudades mexicanas «tomadas» (las otras
dos son Tijuana y Monterrey) han sido supeditadas a los
matones a sueldo del narcotráfico, específicamente las pan-
dillas La Línea y El Barrio Azteca (o «Aztecas»). La novela
de Bolaño no es ni pretende ser una crónica de esa reali-
dad e historia mexicano-estadounidense, y permite hablar
de similares lugares mundiales «sin fronteras». Si hubiera

253
querido convertirla en una «historia local», Bolaño habría
ficcionalizado el activismo de Esther Chávez, quien en 1993
comenzó a mantener expedientes sobre los asesinatos, y a
incomodar al oficialismo. Esta parte de la novela se lee más
bien como una versión seria de la lógica fílmica de Quentin
Tarantino, y no sorprende que en este momento hay varios
libros y películas como El traspatio (2009) de Carlos Carrera,
o documentales como Señorita extraviada (2002) de Lourdes
Portillo (que cubre los años 1993-2002) y Bajo Juárez: la ciu-
dad devorando a sus hijas (2006) de Alejandra Sánchez y José
Antonio Cordero, que registran aquel horror, aunque sin
el arte del novelista para quien los buenos personajes no
tienen fronteras. Bolaño no quería basarse en una realidad
estricta, en una guerra sin ganador o fin, como en El Tercer
Reich, y visto así su Los detectives salvajes también puede ser
una sátira, como arguye Wimmer, del «encanto que encuen-
tran los escritores en el extremismo político y el encanto de
la literatura misma, que en la obra de Bolaño hace las veces
de una última utopía» (xvi-xvii).
Se llega así a la reseña de Boullosa, la más reciente de la
que se tiene noticia para la edición inglesa en pasta dura de
Nazi literature in the Americas, y es natural que dado que ella
es una novelista latinoamericana, que conoció y entrevistó a
Bolaño, la expectativa sea mayor, por lo menos para el lector
latinoamericano. No obstante, que se explaye al principio,
y con admiración, en torno al trabajo enciclopedista de un
principal crítico mexicano, Christopher Domínguez Michael,
para presentarlo como la tradición a la cual pertenecería el
libro de Bolaño, no le revelará mucho al público anglosajón.
Le revelará menos al público latinoamericano culto que co-
noce bien a Domínguez Michael, la inestabilidad de cual-
quier compendio y que, por ejemplo, reconoce el valor del
verdaderamente libre y subjetivo Diccionario de autores latinoa-

254
mericanos (2001) del par de Bolaño, el mencionado Aira. No
obstante, Boullosa lleva a cabo un recorrido correcto y deta-
llado del contenido de Nazi literature in the Americas (29-30). Y
tiene razón al decir que «los lectores astutos se habrán dado
cuenta de que algunos hechos y características arrancados de
las páginas de Bolaño no cuadran» (30). ¿Pero por qué tie-
nen que concordar, y qué le dice esa necesidad a los lectores
foráneos?
Al privilegiar las referencias mexicanas, a pesar de que
tenga razón respecto a las biografías ficticias de Alfonso
Reyes, Boullosa tiende a meterse en el tipo de prisión men-
tal latinoamericana que Bolaño nunca aceptó. Boullosa
menciona que en ese libro se puede encontrar huellas del
argentino J. Rodolfo Wilcock (se refiere, suponemos, a las
biografías imaginarias de La sinagoga de los iconoclastas), según
deduce ella de una entrevista con Bolaño publicada póstu-
mamente en 2005. La realidad es que Wilcock es parte del
registro de autores que admira (Entre paréntesis, 150-151), lo
mencionó en su última intervención ante un público, «Sevi-
lla me mata», y en Los sinsabores del verdadero policía Amalfi-
tano cuenta haber dado un curso sobre ese argentino que a
nadie le importaba ni nadie había leído (35). Se difumina así
la nota de Boullosa con el resultado de que se pierde algu-
nos de los valores que afirma, entre ellos el de proveer los
trasfondos reales transmitidos por la colección (32). Cuando
en la misma página contextualiza el libro de manera latinoa-
mericana, se disipa todo interés en cómo Nazi literature in
the Americas podría ser parte de la nueva literatura mundial,
porque detrás de lo que argumenta está la sombra de un
provincianismo bien intencionado que quiere presentar lo
latinoamericano a los anglosajones, en cierto sentido subes-
timando el conocimiento de algunos de ellos, especialmente
para la progresista The Nation.

255
Boullosa, quien concibe esta versión de La literatura nazi en
América como llena de «escritura picaresca cargada de humor
e ironía», estira aún más aquella actitud paternalista al hablar
hacia el final de su nota de varios autores latinoamericanos
como intelectuales, apegándose a casos políticos mexicanos.
Sin embargo se diferencia de otros reseñadores al tratar sólo
pasajeramente el capítulo sobre Ramírez Hoffman, tan apre-
ciado por los otros comentaristas que he repasado. Es más,
Boullosa termina con «Es mejor que el lector que busque
información sobre escritores nazis que vivieron, o viven, en
América Latina busque en otro lado» (32), y en realidad no
sabemos por qué este ambiente es un «jardín de monstruos».
En este mismo número de The Nation hay otras dos visio-
nes panorámicas sobre la ficción y prosa no ficticia de él,
que los anglosajones podrían agradecer, pero que para el la-
tinoamericano parecerán parte de algún comentario titulado
«Bolaño para principiantes o nulos».32 El hecho es que en
toda su prosa el chileno no tiene tiempo para eufemismos
o reticencias, o para extraños ejercicios cuyo propósito no
le era claro. ¿Qué nos dicen estas diferencias respecto a esta
entrada latinoamericana en la nueva literatura mundial? Las
respuestas obvias girarán en torno a que falta tiempo, o a que
los que han propuesto la noción lo han hecho desde el pri-
mer mundo, lo cual es cierto. Lo «interesante», y este vocablo
es insuficiente, es que toda la literatura de Bolaño tematiza
aquellos problemas, y hasta ahora sólo se la ha comenzado a
concebir como la veta inagotable que es para tratarlos.
Casi sin excepción, las reseñas revisadas de La literatura nazi
en América no señalan cuatro hechos importantes. El primero
es el mensaje o advertencia de Bolaño que en el proceso de
32
Me refiero respectivamente a «Un lío bestial» de Forrest Gander (38-
42), que se concentra en Los detectives salvajes y la poesía, y a «Windows
into the night» de Marcela Valdes [sic] (34-38), que se ocupa de presentar
al autor y sus ensayos. Valdes, como veremos hacia el final de este libro,
también reseña 2666 para The Nation.
256
luchar contra los monstruos uno debe tener cuidado de no
convertirse en uno de ellos, o ser literal al describirlos. El
segundo es más técnico y aliado a las ideas de Blumenberg:
las metáforas deben actuar como ficción dentro de la ficción,
y para llevar eso a cabo deben ser anárquicas, llenas de cierta
jerigonza y frecuentemente poéticas. El tercero es el canon,
ya que como dice D’Erasmo al comparar a Bolaño con Leni
Riefensthal, los artistas que inventa el autor comparten cierta
estética romántica, «un gusto por lo clásico y no vulgar, un
disgusto de la cacofonía y un sentimiento merodeador que
algo ha salido mal en el mundo moderno» (9). El último fac-
tor se traduce al hecho de que los fascistas latinoamericanos
no tienen que ser nazis, porque los hemos criado nosotros, y
estaríamos censurando nuestras propias creaciones. Piénsese
en Hamsun, Celine, Ezra Pound, Wyndham Lewis, Eliot y
Cabrera Infante. ¿Qué es una literatura anti-fascista? Según
Bolaño, nunca lo sabremos, porque transmite que toda obra
es una negociación, con alguien o algo. Es la «banalidad del
mal» de que hablaba Hanna Arendt, metáfora definitoria y
consistente de las novelas chilenas de Bolaño, porque al ig-
norar las realidades que les rodean, los personajes afirman su
inferioridad humana e intelectual. Lo que asemeja la visión
de Bolaño a la de Arendt es que a él no le interesa la ame-
ricanidad del caso, sino profundizar y mostrar que los seres
humanos no se meten en el mundo político para conseguir
justicia o crear un mundo mejor, sino para satisfacer nece-
sidades que frecuentemente no tienen nada que ver con el
bien de los otros. A la vez, lo que lo distancia de Arendt es
que no culpa a las víctimas recurriendo a mitologías ahistó-
ricas y poco serias, precisamente porque no se sabe quiénes
son los verdaderos culpables.
Como dice Picón Salas en el ensayo que cité al principio
de este libro: «Y nunca las peores dictaduras de América se

257
hubieran atrevido (aunque lo sintieran) a expresar aquel odio
a la Cultura que es el más enfermizo síntoma del enorme
cáncer europeo denominado ‘Fascismo’ o ‘Nazismo’» (427).
Que en otros momentos se haya bienvenido los paradigmas
europeos no quiere decir que se haya seguido su ejemplo,
porque las condiciones culturales y sociales latinoamerica-
nas no han llegado al momento en que sólo se puede hacer
literatura de ellas. Por esto las biografías imaginarias tienen
un papel ambiguo, porque dan memoria y dignidad a obras
insignificantes o subestimadas que podrían ser semejantes en
valor a las canónicas, más allá de los guiños al público ente-
rado. Otra manera de ver las de Bolaño es que, por horrible
que sea aceptarlo, el nazismo aceleró el proceso mediante el
cual la política se convirtió en espectáculo, y a su vez el arte
se hizo inseparable de una política, como muestra El Tercer
Reich. De los destiempos de su recepción, entonces el más
substancial gira probablemente en torno a esta novela com-
puesta llamada La literatura nazi en América, que es un aviso y
recuerdo de lo frágiles que son los estándares de la conducta
«civilizada» en momentos de pánico nacional. Lo expreso
así porque este comienzo es además clave para entender su
producción posterior, en español o en inglés, como he men-
cionado anteriormente.
Hasta 2011 el entusiasmo ha sido casi unánime, tal vez
porque La literatura nazi en América yuxtapone con tanta ha-
bilidad archivos culturales auténticos con documentos falsi-
ficados que es imposible para los lectores no instruidos dis-
cernir entre lo verdadero y lo falso. El hecho es que en La
literatura nazi en América hay tantos referentes culturales que
su contenido es ideal para los académicos más preocupados
por la cultura sacada de enciclopedias o manuales que por un
verdadero conocimiento enciclopédico. Pero también es tan
sui generis que en The Times Literary Supplement del 18 de sep-

258
tiembre de 2009, un reseñador de un diccionario de orien-
talismo francés lo llama «un libro de referencia menos útil».
Con ese tipo de apreciación se vuelve al problema de medir
su obra por las novelas más conocidas de él, añadiendo el
destiempo que mencioné al principio de este capítulo. Pre-
cisamente, ya publicada 2666, The New Yorker del 22 y 29 de
diciembre de 2008 publicó la traducción al inglés de «En-
cuentro con Enrique Lihn» de Putas asesinas. Aun cuando el
más culto de los lectores anglosajones supiera quién fue el
admirado y genial Enrique Lihn (sólo tres de sus poemarios
han sido traducidos al inglés, dos por editoriales menores), y
que ese cuento tenga una magnífica recepción, la impresión
dejada en el público anglosajón, de que ese relato es pos-
terior a sus novelas ya traducidas, no deja de tergiversar la
producción del chileno.
La traducción llamada Nazi literature in the Americas se pu-
blicó primero en Estados Unidos en 2008, y en edición de
bolsillo en 2009, edición que publica Picador en Inglaterra
con paginación diferente. Ésta es la edición que en abril de
2010 Ben Jeffery reseña para The Times Literary Supplement.
Jeffery observa lo ya conocido, señalando que el libro está
«entre una colección de cuentos y un diccionario biográfico
falso» (21). El resto de la reseña es descriptivo, aunque con-
tiene un par de comentarios que la crítica podría desarrollar.
Primero, Jeffery asevera que «En términos generales, es el
mismo tipo de broma [sic] repetida una y otra vez: la dis-
tancia entre los ideales artísticos de los escritores y sus vidas
lastimosamente deformes» (21). Segundo, concluye: «Lo que
queda claro según progresan las historias –y curioso al tratarse
de fascistas– es la falta de amenaza» (21). Por comentarios
como estos, que también revelan que los reseñadores existen
en un estado perpetuo de vaticinar su propia desaparición, el
entusiasmo anglosajón seguirá dando una impresión positiva

259
pero inexacta de la progresión de Bolaño, que por suerte es
una condición que se corregirá seguramente. Tal vez más
significativo, también es claro que su obra seguirá definiendo
el papel latinoamericano en lo que se entiende por literatura
mundial, y esto es algo que ni sus mejores antecesores logra-
ron en tan corto tiempo con sus mejores novelas. Bolaño sí
lo pudo llevar a cabo, con una novela que no vio publicada
en vida, pero que ha resultado decisiva para comprender la
renovación del fenómeno de la narrativa latinoamericana en
el mundo.

260
IX.
2666: el secreto del mundo en la obra maestra.

¿Se sostiene la bolañomanía con y después de 2666, que con-


tiene el «secreto» del mundo según su autor, quien lo sacó del
secreto del «mal»? Más que para ninguna de sus obras, como
decía al comenzar este libro, la acogida de 2666 sigue siendo
positivamente rimbombante, cuando se creía que sólo con
Los detectives salvajes su autor había logrado convertirse en in-
mortal. Entre el 3 de noviembre de 2008 y mediados de julio
de 2009 se publicó más de cuarenta notas o reseñas en me-
dios anglosajones de gran difusión e importancia, sin contar
la artillería mediática de la red mundial y sus blogs. Rápida-
mente, e impulsada por las ventas, en septiembre de 2009,
Vintage/Random House publicó una edición de bolsillo, en
español y en Estados Unidos, privilegio reservado para un
par de «boomistas» que venden bien. No ha habido una ce-
lebración tan sostenida o similar de un latinoamericano en
los últimos treinta años de la recepción de la literatura del
continente. Llámesela total, abierta, posmoderna, ensayís-
tica, enciclopédica, épica, súper novela o una combinación
de esas características, el hecho es que las digresiones (a la
vez progresivas, como dice Sterne en Tristram Shandy) que
por mucho tiempo se consideró una especialidad de Bolaño,
se convierten en 2666 en desviaciones de un tipo de conoci-
miento al cual sus narradores siempre deben volver, permi-
tiéndonos creer que su pasado es su presente. Como afirma
su amigo Montané: «La convivencia de escrituras paralelas,
en cierto modo arbóreas o irradiadas, generará a partir de
261
ese punto textos radicalmente ricos en historias que pongan
en juego la apuesta por la narratividad total» (11). Parale-
lamente, el método que califiqué de «desnarrado» no sólo
le permite reaccionar a expectativas sociales específicas sino
también manipular y defraudar las de los lectores, porque si
la literatura es universal la percepción no lo es. Éste sería un
resumen de la percepción anglosajona de lo que es y significa
la novela póstuma más famosa escrita por cualquier narrador
latinoamericano de los dos últimos siglos, y se puede asegu-
rar esa calificación sin ningún recelo, y como lección para sus
futuros críticos de lengua española. Pasemos así a cómo se
ha leído 2666 hasta 2011.
La primera lectura de la excelente versión inglesa de esta
novela póstuma del autor la entrega Adam Kirsch el 3 de
noviembre de 2008 a Slate, una de las dos más respetadas
en ese medio (para Salon, la otra, 2666 es la mejor novela
del año). Titulada «Slouching towards Santa Teresa. Roberto
Bolaño’s utterly strange masterpiece», la reseña muestra una
percepción excelente de la «extrañeza» y brillantez de la no-
vela, y en ese sentido resulta ser similar al resto de las que
se han publicado hasta la fecha. Con razón Kirsch dice que
equiparar Santa Teresa con Ciudad Juárez es una simplifica-
ción excesiva, y como hemos visto, sólo cierta crítica politi-
zada insiste en esa identificación directa. Ciudad Juárez ha
sido parte del imaginario fronterizo por lo menos desde que
Ambrose Bierce pasó por allí para juntarse a Pancho Villa.
Es otra de las «ciudades de llegada» a las cuales hay grandes
migraciones desde el campo, como un París o Los Ángeles
pequeña, y abandonada como ellas.
Según Kirsch, en vez de sacar provecho de la capacidad de
un novelista para «meterse» en la mente de las víctimas o de
los asesinos, Bolaño opta por hacer que sus lectores sientan
la realidad física de la violencia y el mal. Con Santa Teresa

262
Bolaño transmite así un síntoma mundial de enajenación, y
Kirsh concluye que «por eso, mucha de la actividad de 2666
no ocurre dentro de los ejes ordinarios de trama y perso-
naje, sino en niveles poéticos y aun místicos del símbolo y
la metáfora». Si se quiere comparar a Bolaño con todavía
más autores mundiales que se ocupan del tema, se puede co-
menzar con Zadie Smith y Gary Shteyngart. Hay una super-
abundancia literaria y crítica sobre el tema de la novela como
gran metáfora, y Bolaño no se adelantó al asunto, sino que
le dio su mejor representación híbrida, donde todo convive
sin gran fricción, incluso la traducción, que Kirsh califica de
lúcida, versátil y triunfante.
Antes, el fotógrafo francés Patrick Bard había publicado
su novela La frontière: thriller (2002), en español como La
frontera: Una novela de denuncia sobre las muertas de Ciudad Juárez
(2004). En 2007 Teresa Rodríguez, Diana Montané y Lisa
Pulitzer publicaron, en inglés y español, The Daughters of
Juárez: a true story of serial murder south of the border («al sur de
la frontera» no le dice nada al lector latinoamericano). Aun-
que comenzó con Juárez: the laboratory of our future (1998), el
periodista Charles Bowden resume toda esa atención en su
ensayo-ficción Murder city: Ciudad Juárez and the global economy’s
new killing fields (2010), asumiendo al principio la voz de un
sicario, y sin verificar hechos o templar su hipérbole. Por
su parte, las crónicas que Judith Torrea reúne en Juárez en la
sombra (2011), todavía tienen el tono de alarmismo banal del
blog que es su fuente, con innecesarias notas a pie de pági-
nas que traducen «pendejo» como «idiota» para los lectores
españoles, cuando «gilipollas» sería lo corecto. Aunque ya
se puede hablar de una literatura del feminicidio, mutatis mu-
tandi, este tipo de escritura se queda en denuncias parecidas
a las de películas sobre el tema, porque como el reciente es-
tudio Trama de una injusticia. Feminicidio sexual sistémico en Ciu-

263
dad Juárez (2009), de Julia Estela Monárrez Fragoso, tienen
algo de diccionario traducido, sin el poder seductor de las
«listas» de Bolaño. La realidad de Ciudad Juárez es algo que
él bien creía imposible de representar, y no sólo por la com-
binación de complicidad, ineficiencia oficial, incertidumbre
y contragolpe machista que no explica la situación real. Por
esto Kirsch no ve ningún problema con que Bolaño dedi-
que cientos de páginas a «La parte de los crímenes», por-
que así tiene éxito «en restaurarle a la violencia física algo
de su maldad genuina», sobre todo cuando los lectores del
Primer Mundo están acostumbrados a experimentarla por
medios que la desechan o apagan. Para Kirsch 2666 es una
obra maestra porque «en cada aspecto falla o rehúsa con-
formarse con nuestras expectativas de lo que debe ser una
novela».
Las últimas lecturas de 2666 a que me referiré comprue-
ban la visión general de Kirsch: «Sólo una vez que hemos
aprendido cómo leerlo nos damos cuenta de que su fealdad
es en realidad un tipo de nueva belleza totalmente inespe-
rada». Cheah, quien en una lectura marxista de la literatura
mundial postula que Casanova y Moretti no captan los as-
pectos normativos de la mundialización (30), afirma que
ésta es «un trabajo continuo de negociación entre una gama
de particulares para llegar a un universal» (28), y es a la vez
«un aspecto importante del cosmopolitismo porque es un
tipo de actividad que al hacer mundo nos permite imaginar
un mundo» (27). No obstante, estos comentarios no con-
firman exactamente o invalidan nuestras sospechas sobre
cómo Bolaño cabe en esa mundialización. Después de todo,
un influyente crítico marxista, Fredric Jameson, decía en un
artículo de 1990 que desde el boom la literatura latinoame-
ricana es el actor más importante de la literatura mundial,
y en este momento Bolaño es el actor más substancial en

264
los cruces de esas dos literaturas que mencionaba Jameson,
como hemos visto.
Las primeras reseñas impresas de 2666 salen el mismo día,
el 9 de noviembre de 2008, en Los Angeles Times Book Review
y en The New York Times Book Review. Esas notas vienen pre-
cedidas por el apoyo de la presentadora de televisión estado-
unidense Oprah Winfrey, en cuya revista O, The Oprah Ma-
gazine (octubre 2008) se comparó la publicación de la novela
del chileno a una de Harry Potter, y esto se usó en la prensa
española para hablar del gran espaldarazo que recibieron el
autor y su obra. La realidad es que ese sustento mediático le
dice más a cierto público americano, nada a los ingleses, y
muchos menos a los latinoamericanos que ven programas
como «Sábado Gigante», público que en verdad no tiende a
leer autores como Bolaño. Todo esto tiene que ver con cierta
visión mundializada de la literatura como espectáculo, lo cual
haría dar vueltas en su tumba a reseñadores como Sainte-
Beuve y Connolly.33 Por encima de la diferencia en los niveles
y públicos de los periódicos, el mayor contraste es que el dia-
rio neoyorquino le asigna la reseña a Jonathan Lethem. Éste,
autor de siete novelas, de las cuales La fortaleza de la soledad
(original de 2003, con título copiado a una novela de 1968)
tal vez sea la más conocida en español, está decididamente
impresionado por la obra de Bolaño, y por ende matiza su
lectura como novelista compañero de viaje.
A pesar de manifestar que a través de la obra del chileno la
literatura y la política están entrelazadas inextricablemente, y
antes de volver a Lethem, en el Los Angeles Times Book Review
Ehrenreich acierta parcialmente (ya lo hace con sus cuentos)
33
Bolaño no era extraño a esta percepción de la cultura. Se discute con-
siderando públicos europeos y estadounidenses en Jorge Bustos, «Sainte-
Beuve y Cyril Connolly. Escribir un libro que dure diez años» (105-118),
Fernando González-Ariza, «Los premios literarios: entre la cultura y el
marketing» (119-127), y Ángel Peña, «El efecto Oprah contra el modelo
Pivot» (128-132), recogidos en Nueva Revista 114 (Diciembre 2007).

265
al decir que en 2666 «Bolaño por primera vez pone a un lado
las grandes decepciones de los setenta» (F10), y que si sus
ambiciones eran apropiadamente desmesuradas, «Bolaño es
demasiado inteligente, o triste, para intentar juntarlo todo»
(F10). Ehrenreich se adelanta así a la única salvedad que se
expresa sobre esta novela en el resto de las reseñas que exa-
minaré: su estado diferido. A su vez, como afirma Hensher
respecto a 2666, «es imposible no sentirse agobiado por sus
ambiciones y la mayoría de sus logros» (30). No obstante,
y como comprueba Echevarría en su «Nota a la primera
edición» de 2666 (1121-1125) y todos los reseñadores, ésta
es una obra totalmente acabada, como lo es Rayuela, así se
quiera establecer paralelos entre ésta y 62 Modelo para armar,
o un díptico con Los detectives salvajes y 2666. Aun si se la con-
siderara aplazada o truncada, leerla es como encontrarse con
un viejo amigo que creíamos se había ido para siempre. Si las
novelas póstumas son un desquicio, un montón de fragmen-
tos, pertenecen al desorden de Bolaño, que siempre es o será
superior al orden de la mayoría de sus contemporáneos.
Menciono la novela seminal de Cortázar porque Lethem
–el primero en notar relaciones más precisas entre Bolaño y
sus pares mundiales y en distanciarse de las comparaciones
con Borges respecto a lo libresco– asevera que «a partir de
la evidencia de una prosa siempre inmediata, que no esca-
tima esfuerzos, es extática y divagante, siempre cosmopolita
y hechizante, el boom Bolaño debe convertirse en causa inme-
diata para renovar el interés en el abandonado maestro Julio
Cortázar» (11). Lethem, de la estirpe de Banville, produce
la misma sensación: su conocimiento de la teoría novelís-
tica y sobre todo de su práctica, no deja que la jerigonza
de aquella agobie el fluir de las historias contadas, y le per-
mite un incomparable acercamiento íntimo a sus pares en la
literatura mundializada. Similar a Banville, Lethem valoriza

266
cómo «al presentar rastros de la cultura latinoamericana de
manera intermitente, con sabiduría popular y sospechoso del
machismo grosero, Bolaño ha sido tomado como botón de
reencendido para nuestro apetito deplorablemente esporá-
dico por la escritura internacional» (10). Los referentes con
que Lethem define a Bolaño son Foster Wallace (su único
par contemporáneo respecto al productivo exceso cerebral,
la canonización temprana y hacerle sombra a novelistas del
último medio siglo; aunque el nihilismo del americano no
crea una narrativa resistente), Dennis Johnson, Dick, Haruki
Murakami, De Lillo, e incluso el cineasta David Lynch. Se-
gún Lethem, «a Bolaño le divierte violar casi todas las prin-
cipales reglas de las escuelas de creación literaria contra las
secuencias oníricas, los espejos como símbolos, y contra las
venias levemente disfrazadas hacia conocidos, y así sucesi-
vamente» (10). Por otro lado Deresiewicz, cuya reseña se
concentra en 2666 y además es una de las dos mejores que
se ha escrito sobre el chileno, afirma que «su ficción multi-
facética no adumbra ninguna teoría o jura adherirse a una
escuela, incorporando en vez una búsqueda sin fin de una
nueva estética y asuntos morales» (38). Es más, añade Dere-
siewicz con léxico bolañense, «en cada oración que escribió,
en cada imagen que concibió, cada elección de composición
que hizo, Bolaño hizo lo que carajo le dio la gana» (38), y la
obra póstuma confirma la sabiduría de esa actitud.
A su vez, Lethem no le teme a la totalidad de la novela,
indicando que Bolaño ha dado no sólo un toque final a su
propia ambición apabullante, «sino un monumento de lo que
es posible para la novela como forma en nuestro creciente y
aterrador mundo posnacional» (10, énfasis mío). Obviamente, la
preclara interdisciplinaridad de Bolaño ha despachado fácil-
mente a los estudios culturales al presentar todo por medio
de la literatura, en una serie de unidades relativamente autó-

267
nomas que eventualmente converge en una totalidad impre-
cisa, aunque convencionalmente resuelta al final de la novela.
Igualmente, lo que está detrás de la lectura de Lethem es una
práctica mundial de los pocos narradores que son sus pares:
novelas como 2666 son excesivas no sólo por la gama de
historias y personajes que contienen sino por su capacidad
para generar tantos modelos o narraciones especulares de
su propia construcción. Por último, es interesante notar que
en las lecturas latinoamericanas de esta reseña de Lethem se
ha optado por concentrarse en su mención de la presunta
adicción de Bolaño a la heroína, más que en los valores de
su interpretación. Hay que dejar de gastar el tiempo en eso,
porque lo que han hecho Lethem y otros anglosajones (no
sabemos si leen un español tan sutil y mestizo como el del
chileno) es tomar como evangelio una referencia mal leída y
falsa en términos de los hechos, que Wimmer incluyó en una
versión digital de su introducción a la versión de bolsillo de
The savage detectives, como explico inmediatamente.
Relatos como ése coadyuvan al fuego que se le echa a la
leyenda que ahora se debe convertir en ser humano, y dan
de comer a los que tratan de resolver este asunto inconse-
cuente en sus blogs. Lo que en verdad ocurrió es lo siguiente,
y habrá que esperar los artículos, cartas, descubrimientos de
documentos, diarios, ediciones críticas y nuevas tesis que
rompan con la leyenda. Wimmer publicó un texto digital lla-
mado «Roberto Bolaño and The savage detectives», borrador de
la Introducción que escribió para la edición de bolsillo de
su traducción de aquella novela. Se puede acceder en línea
a aquel proto-texto, y sólo basta cotejarlo con la versión de-
finitiva e impresa de su introducción para darse cuenta del
error de la atribución.34 De hecho, en «Roberto Bolaño and
34
[us.macmillan.com/CMS400/uploadedFiles/custompagecontents/
titles/bolano-biographicalessay.pdf]. Wimmer tradujo el texto para Granta
114 (Winter 2011), que lo publica como «cuento».

268
The savage detectives» Wimmer incluye una referencia a «Playa»
en su decimotercera nota, pero se constatará en la introduc-
ción publicada por Picador/Farrar, Straus and Giroux que
aquella nota fue eliminada. No hay que ser detective o ha-
blar de «La parte de la heroína» para darse cuenta de cómo
algunos lectores anglosajones consultaron o se fían de esa
versión y llegaron a conclusiones ficticias, en el mejor de los
casos. Es más, las 29 notas de la versión disponible en la red
mundial han sido reducidas a 26, Wimmer ha actualizado y
corregido su texto, enjundioso, inteligente y revelador dicho
sea de paso, y el descuido no es de ella sino de los que se han
apresurado a leer mal la reseñas anglosajonas. He aquí la di-
ferencia básica que ha producido más ruido que nueces:
«He was desperately poor, often sick; for a time he was
addicted to heroin» (versión en la red mundial, cuya deci-
motercera nota remite al texto «Playa» de Entre parénte-
sis, énfasis mío).
«He was desperately poor, often sick.» (versión impresa,
sin nota al pie).
Es decir, Wimmer ha hecho sus deberes, y tanto ella como
cualquiera de nosotros podría creer en las trampas autobio-
gráficas que, obviamente, le gustaba tender a Bolaño. Como
decía, en un texto («Derivas de la pesada») citado por Wim-
mer (xx): «Ojo: no tengo nada en contra de las autobiografías,
siempre y cuando el que la escriba tenga un pene en erección
de treinta centímetros» (Entre paréntesis, 28). Si sus ficciones
contienen su vida –y reitero que el consenso es que no era
un personaje atormentado del tipo «Sufro luego escribo»–
en el mejor de los casos serían lo que para otro contexto, y
pensando en Roth, Coetzee, Naipul y otros, Echevarría ha
llamado «autobiografías sin yo».
Como he comprobado en partes/capítulos anteriores de

269
Bolaño traducido, la acogida en un medio como The New York
Times, disponible digitalmente como otros periódicos de su
nivel, tiene un significado mayor en la aceptación de un au-
tor extranjero, y se eleva a una potencia mayor cuando la
reseñadora es Janet Maslin, reconocida crítica cultural. Críti-
cos como Maslin, citados en contraportadas y otros tipos de
propaganda editorial, establecen pautas de lectura, incluso
para reseñadores que aparentemente leen fragmentos de un
libro o notas sobre él, como veremos hacia el final. Reseñas
como la de Maslin, además, potencian las posibilidades de
que una novela extranjera entre en la lista de bestsellers del
mismo periódico. El problema, como señala una nota publi-
cada en el mismo número en que sale la reseña de Lethem,
es que «el mundo se mueve hacia lo posnacional, pero la
lista sigue siendo un sitio de English-only» (50). Maslin espe-
cula que Bolaño debe haber sabido que su «esfuerzo prodi-
gioso tendría recompensa. Seguramente sabía que dada la
naturaleza torrencial, erudita, burlona y auto-referencial de
su obra, [él] obtendría algún día la talla de Archimboldi»
(C1). Como Lethem, Maslin compara la novela a la obra de
Lynch, cierto Bob Dylan y Duchamp, artista cuya influencia
en el autor no ha sido examinada todavía. Y en lo que se
refiere a esas referencias mundiales, Maslin acentúa que son
«lo suficientemente globales como para abarcar todo eso, y
para entretejer ambas, la academia acartonada y la ficción
detectivesca hortera en la mezcla monumentalmente inclu-
siva de este libro» (C8).
Un factor importante en estas comparaciones es subesti-
mar la fabulación de bestsellers como la trilogía Millenium de
Larsson, a la defensa de cuyos giros narrativos salió Vargas
Llosa en septiembre de 2009 con «Lisbeth Salander debe vi-
vir». Tal vez no sea inconsecuente observar que los libros de
Larsson y Bolaño son ambiciosos, sus personajes son com-

270
plejos, su escritura es fuerte, comparten la capacidad de na-
rrar ágilmente y desafiar las convenciones de novelas detecti-
vescas, y haber consumido cantidades industriales de ficción
policiaca. No es menos significativo que ambos murieron a
la misma edad, antes de ser recibidos con los brazos abiertos
por el mundo, con la traducción como embajadora y especie
de contrabando cultural, y que sus herederos lidien con la
saga de su obra póstuma. Ahí se acaban las semejanzas con
el sueco, porque hasta la fecha ni Vargas Llosa, quien llega a
compararlo a Dumas père, ni sus entusiastas han resuelto el
misterio de por qué es tan popular, a pesar de sus fallas res-
pecto a los diálogos y vocabulario formulaico, absolutismo
moral (en Bolaño sí vemos la violencia contra las mujeres,
en Larsson están en el pasado), o qué escrúpulos se aplicó al
traducir o editar al sueco. ¿Por qué matizar estas comparacio-
nes? Porque Larsson transmite una política anti-capitalista
caricaturesca, en que los periodistas virtuosos batallan con-
tra capitalistas criminales que se reconoce fácilmente.
No obstante, no todas estas notas, apuntes y reseñas, a
pesar de su evidente entusiasmo, logran desarmar los mitos
y realidades del éxito de Bolaño. Como dice el colombiano
Alexander Cuadros, en otra reseña de 2666: «La mayoría de
la gente no sabe muy bien por qué les gusta Roberto Bolaño»
(1), y extiende esa opinión a la crítica académica. Pero esta
nota, publicada en el San Francisco Chronicle, es típica de la
lectura apresurada y poco informada, que lanza al viento ge-
neralizaciones como «en su mayor parte, ésta es una novela
sobre la obsesión, y producto de ella» (2), afirmación que los
lectores más fugaces de 2666 pueden proveer. A su vez, en
un párrafo anónimo sobre 2666, The New Yorker, que tanto
ha hecho y sigue haciendo por la narrativa de Bolaño, afirma
el 17 de noviembre de 2008 que 2666 «no es la obra maestra
de Bolaño sino casi un compendio, en escenas individuales,

271
de las cualidades que lo hicieron un gran escritor» (105). Para
poner ese recuadro en perspectiva, algo similar se hizo con
la novela corta más reciente de Philip Roth, Nemesis, a finales
de octubre de 2010. Lo importante, como fijaré inmediata-
mente, y más allá de que The New Yorker no le dedique las
páginas acostumbradas a ese tipo de novela ya reconocida,
es que no todos los lectores perspicaces o fieles de Bolaño
aceptan el desafío de su narrativa, y los mejores reseñadores
de ella son los que admiten esa dificultad, y la confrontan
abiertamente.
Por eso, a veces las publicaciones más populares pueden
proveer mejores lecturas, como en el caso de la de Sam An-
derson en New York Magazine. Anderson, como mencioné
respecto a la lectura de Zambra y otros chilenos, ve un
«poema» en 2666, y resume con ingenio el «estilo» del nove-
lista: «alérgico a las monadas, convenciones ficticias, atajos
que ayudan al lector […] ofendido por el artificio del cierre
narrativo, y aunque adicto a tramas detectivescas, las emplea
casi puramente como ejercicios filosóficos» (76). Si hubiera
sido así, Bolaño habría estado en la paradójica posición de
ser el principal vendedor de una filosofía anti-ventas. Yendo
contra la corriente de otros comentaristas que sólo perciben
víctimas y violencia en «La parte de los crímenes», Anderson
afirma que «[Él] humaniza no sólo a las mujeres y sus fami-
lias sino a la policía corrupta e incluso a los sospechosos de
asesinato» (77), y recuérdese que entre estos hay migrantes
centroamericanos. Bolaño procede así porque no quiere vio-
lar la que tal vez sea una constricción fundamental de la fic-
ción detectivesca: que todas las claves de las que dispone el
detective deben estar disponibles para los lectores también.
El chileno también sabía que a los lectores actuales no les
importa ver si son más ingeniosos que el detective principal,
o que un profesor universitario, y por ende ignoran las nor-

272
mas de la peste de novelas policiacas basadas en recetas o
impulsadas por cháchara.
No es gratuito entonces que se sepa, aunque nunca se lo
representa fotografiado, que Archimboldi (Wimmer, p.xxii,
lo considera un recluso a lo Pynchon, pero extremadamente
europeo como receptáculo de la violencia del siglo veinte)
es exageradamente alto, y que el principal sospechoso de los
asesinatos en Santa Teresa también sea un alemán muy alto,
que resulta ser su sobrino. Tampoco sorprende, como ase-
vera Deresiewicz, que al relatar los 108 informes sobre los
asesinatos Bolaño quiere sugerir la indiferencia sexista ante
las mujeres, y sobre todo «cumplir con la función más básica
del arte: atestiguar» (40). Lo que tiene que decir Bolaño so-
bre el tema es inseparable de la experiencia de leerlo. Así se
entiende mejor la presencia de los chistes machistas en la no-
vela, los comentarios sobre feministas parisinas y neoyorqui-
nas en «La parte de los críticos», las predicciones de Auxilio
en Amuleto acerca del futuro de las obras de varios autores
latinoamericanos y mundiales, y retrocediendo un poco, los
papeles que en la tercera sección de la primera parte de Los
sinsabores del verdadero policía (31-32) Padilla asigna a autores
españoles (y Vargas Llosa) para una película.
Hacer listados es una obsesión o técnica temprana. Así,
la sección 19 de la segunda parte de Los sinsabores del verda-
dero policía contiene unas «Notas de una clase de literatura
contemporánea: el papel del poeta» (131-134) que terminan
con un «Cuestionario» y relación de «Lecturas» centrados en
Amado Nervo, y la primera sección de la cuarta parte de la
novela recuperada revela las obras de «J.M.G. Arcimboldi»
(191-192), seguida por secciones en que se registra resúme-
nes de la lectura de esas obras. No es infrecuente encontrar
otras «listas» en Bolaño, que como señala Crusat (101-102),
podrían ser un fenómeno de la época posmoderna –piénsese

273
en un libro de Umberto Eco sobre el tema, y en el catálogo
Lists (2009), compilación de enumeraciones e inventarios to-
mados de los archivos de varios artistas– aunque ya había si-
milares registros en Benjamin y Monterroso, en términos de
cómo deshacerse de libros, y armar bibliografías apócrifas,
en el caso del guatemalteco. Pero en 2666 hay otros recono-
cimientos más puntuales que Bolaño conocía bien. Primero,
va contra la corriente según la cual el genocidio es algo calcu-
lado y racional, basado en ganar políticamente, nutrido por
miedos seculares, y la confianza de que se saldrá ganando
y no habrá consecuencias. Segundo, un narcocorrido puede
contar con menos palabras y sin inventarios lo mismo que
una novela policial o un tratado intelectual sobre esa situa-
ción mexicana.
La parte de Anderson es el segmento principal de la in-
terpretación en New York Magazine. En las mismas páginas
Christine Smallwood resume la mercadotecnia editorial con
el título (que traduzco) «La industria Bolaño. ¡Qué bueno que
escribió tanto tan rápido», y provee ciertas estadísticas que,
como otras, no podrán distraen del valor literario del nove-
lista. Según Smallwood, Farrar, Straus and Giroux envió 950
ejemplares adelantados de Los detectives salvajes (Thompson
dice que fueron tres mil), recuerda que en la primavera de
2008 Wylie asumió la representación de Bolaño, y que New
Directions planeaba publicar traducciones de La pista de hielo
(ya cumplida), cuatro novelas, una colección de ensayos (he-
cho), y más cuentos (cumplido también). A su vez, una nota
de autor anónimo en The Economist dice que a los pocos días
de la publicación de 2666, Farrar, Straus and Giroux «aceleró
una segunda reimpresión, elevando el total a más de 75.000
ejemplares». Hay estimados periodísticos que para mediados
de 2009 Bolaño había vendido en español más de 350 mil
ejemplares, y estaba traducido a varios idiomas en 27 países,

274
cifras que aumentarán. Todo esto debe entenderse dentro
del contexto que Wylie, quien pasó de bohemio neoyorquino
en los setenta a «El Chacal» elegante de los agentes estrella,
sostiene en una entrevista de mayo de 2011 en The Wall Street
Journal que «estamos en el negocio de identificar, capturar y
anticipar el valor de libros que son inherentemente clásicos,
clásicos futuros».
Como he mencionado, estas cifras son extraordinarias
para un novelista latinoamericano relativamente nuevo en-
tre el público anglosajón, especialmente si se considera una
estadística contemporánea de The Economist: «Cuando menos
del 4% de la ficción en Estados Unidos es traducida de otros
lenguajes» (98). Por supuesto, lo que también asombra de
esta acogida es el embrujo de que esta maravilla fue produ-
cida por un latinoamericano. Así, en su reseña de La pista de
hielo para The New York Times Book Review, Mason comienza
diciendo: «Además de los ocho que han llegado rápida y ca-
pazmente traducidos en los seis años después de su muerte
en 2003 a los cincuenta años, cuatro libros de Bolaño (dos
novelas, dos colecciones de cuentos) están programados para
aparecer en este 2010, más tres otros en 2011» (8). A finales
de 2009 New Directions anunció la publicación de la traduc-
ción de Amberes para abril de 2010 (cumplida, y hecha por
Wimmer), y para julio del mismo año la publicación de una
segunda antología de los cuentos, titulada The Return (que
llegó a los reseñadores en junio) título tomado del cuento
«El retorno», de Putas asesinas.
La verdadera sorpresa, como asevera Emily Bobrow en
una nota de The New York Observer cuyo título «La fascina-
ción de lo que es difícil» calca el de un poema de Yeats, es
que «dada la manera en que [la novela] divaga sin urgencia,
es difícil creer que es la obra de alguien en la antesala de la
muerte» (2). Me parece muy bien que la más reciente no-

275
vela publicada en inglés del chileno sea su primera, y que
hasta este momento la recepción sea magnífica, porque hay
cierta justicia más que poética en ese hecho. Como afirma
Mason, para el público anglosajón se trata de confrontar «el
problema muy práctico de adivinar cuál libro del cada vez
más amplio estante de Bolaños escoger» (8). Por supuesto,
queda la pregunta de qué hemos aprendido de los reseña-
dores extranjeros, aparte de la visión que nos dan de la lite-
ratura latinoamericana, enfoque que en los académicos casi
nunca ha logrado dejar de girar en torno a la violencia sin
ninguna especificidad, falla señalada con enfoques diferentes
por Burgos y Donoso Macaya.
En su conocido ensayo sobre ese tema Arendt postula
que, como toda acción, la violencia cambia al mundo, pero
el cambio más probable es hacia un mundo más violento.
Y así como se comienza a desarrollar patrones sobre las in-
fluencias en Bolaño y los autores a los cuales se le puede
comparar, la violencia en su obra, particularmente en 2666,
es, según Carlos Burgos, una piedra de toque temática con-
flictiva, razón por la cual no todo el que acude a explicarla
mejora o supera lo ya dicho.35 Por esta razón, la reseña de
Steven Moore en The Washington Post es magníficamente
ejemplar y equitativa. Tal vez por esa calidad la suya fue la
primera reseña de 2666 publicada en Inglaterra, ya que The
Guardian Weekly la reproduce con sólo un breve cambio en
35
Así el interesante aunque repetitivo trabajo de Donoso Macaya, po-
blado de citas teóricas superfluas. Según ella, 2666 se ordena por la vio-
lencia en el interior de la ficción, no según referentes externos. Su deseo
de superar lo esquemático (127-128) no se cumple al manejar referentes
críticos casi exclusivamente chilenos, y dejar lo literario a un lado. Desde
Derrida (no el Jacques Rancière que privilegia Donoso Macaya) y «La
farmacia de Platón» (1969) se sabe que la repetición no puede ser domi-
nada por el valor de la verdad. Kierkegaard, en su novela epistolar In vino
veritas. La repetición (1843, trad. 1975), postula que la repetición no es la
nostalgia del pasado a la que tenderían nuestros deseos, sino un impulso
hacia más allá del tiempo, que es lo que hace Bolaño.

276
la primera oración, aunque cambiando el título significativa-
mente a «Una obra monstruosa de un nuevo inmortal» (38).
En una sola página (BW7) Moore manifiesta: «En el fondo
2666 es una meditación fascinante sobre la violencia y la li-
teratura», «En vez de contar una historia prolija [él] estaba
más interesado en transmitir la cultura de la violencia y cómo
los escritores responden a ella» (BW7). Moore no termina
allí, porque asevera que 2666 «es un libro encantadoramente
libresco, lleno de escritores, críticos, editores, reporteros, y
todo ilustra cómo leer y escribir ayudan a darle sentido al
mundo» (BW7), y aliado a esa visión: «Con 2666 Bolaño se
une a los ambiciosos súper dotados de la novela del siglo
veinte, aquellos como Proust, Musil, Joyce, Gaddis, Pynchon,
Fuentes y Vollmann, que empujan la novela más allá de su
tamaño convencional…» (BW7). También aclara, y fulmina,
dos salvedades que se le ha hecho a la novela: «Mientras que
los crímenes de Santa Teresa ocupan el centro de la novela,
los perímetros proveen la lectura más satisfactoria», y con-
firma una visión generalizada: «La novela es probablemente
más larga de lo necesario, pero no hay una página aburrida en
ella, y sospecho que estudios posteriores justificarán todo lo
que contiene» (BW7, énfasis mío).
En ese sentido, otras comparaciones que se ha hecho con
Homero, Poe y Baudelaire (más por la parte «maldita» que
por el heroísmo de la vida moderna), Boswell e incluso el
Marqués de Sade y el popular James Ellroy (habla de Mis
rincones oscuros, libro autobiográfico del autor de novelas ne-
gras, en Entre paréntesis [206-207]) no son descabelladas. No
obstante, hacen que la lectura académica se desvíe o equi-
voque, y así Bolognese llama a Ellroy «Thomas» (41, n.69) y
se le pierde que «Enrique Martín» es un problemático alter
ego de Vila-Matas (182). Si se va a poner la novelística del
chileno en un contexto mundial todavía regido por la lengua

277
inglesa, no desmerece comparación con las novelas de ideas
altamente alusivas de la inglesa A. S. Byatt, recordando que
Bolaño no tuvo tiempo de publicar más. Como asevera Ja-
mes Wood, la difícil tarea del novelista contemporáneo es
conectar la vida íntima de nuestra cultura con la vida interior
de los humanos y describir a ambas vívidamente, conectar lo
íntimo con lo presente, como quería Henry James; y lograr
esa evocación sin ocultarle a los lectores que esa conexión
se ha convertido en problemática para la vida y para el ar-
tista (2005: 136). Esto es lo que logra Bolaño, devolviéndole
al género la autonomía estética que Wood prefiere sobre lo
que llama «novelas sociales» paranoicas, como las de DeLillo
(2005: 131).
En las revistas de cultura general la aceptación de 2666
ha sido igualmente exaltada. Time y Newsweek publican sus
reseñas en mismo día, el 24 de noviembre de 2008. La acla-
mación de Lev Grossman en Time no puede ser mejor, ya
que la llama «obra maestra» y asevera que «con 2666 se com-
pleta la conquista póstuma de América por Bolaño» (60). Fi-
nalmente, afirma que es «probablemente un despliegue tan
brillante de maestría novelística y una experiencia devasta-
dora de lectura como ninguna otra» (60). En Newsweek, que
publica la misma nota de Malcolm Jones en su edición esta-
dounidense y latinoamericana, el enardecimiento es similar,
porque Jones manifiesta que la novela contiene coincidencias
dignas «de Dickens» (60/44).36 Menos apegado a la falacia
biográfica que parece ser el modus operandi de varios críticos,
Jones afirma que «nada de esta información biográfica es
necesaria para leer 2666, pero ayuda a explicar el alcance del
36
Las referencias completas son: Lev Grossman, «The broken book»,
Time 172. ����������������������������������������������������������
21 (November 24, 2008), 60; Malcolm Jones, «Fiction as fi-
reworks», Newsweek clii. 21 (November 24, 2008), 60, y en la versión en
español: «La obra imperfecta», Newsweek en español 12. 47 (24 de noviem-
bre de 2008), 44.

278
libro. Bolaño no era un novelista chileno, un novelista mexi-
cano o un novelista español» (60/44). Tampoco faltan, ine-
vitablemente, reiterar que «su tema principal es nada menos
que la malevolencia de la cultura moderna, inoperable y pe-
netrante» (60/44), y compararlo a los grandes de la narrativa
mundial: «Cada capítulo, al igual que las cuatro partes de El
ruido y la furia, de William Faulkner, trata de contar la misma
historia de una manera diferente y cada capítulo fracasa. Sin
embargo, colectivamente, suman algo más, algo que desafía
la simple aritmética» (60/44).
Llegamos así a algunas notas publicadas durante diciem-
bre de 2008, la primera de las cuales es de Francine Prose,
otra novelista cuya opinión acerca de la primera selección
traducida de los cuentos de Bolaño ya tratamos. Prose co-
mienza mencionando cómo ha querido contagiar a amigos,
escritores, familiares y conocidos de su entusiasmo por la
obra del chileno, asegurando que «es como la experiencia
de leer Moby-Dick o David Copperfield o En busca del tiempo per-
dido» (92), y aunque no faltan las comparaciones con David
Lynch, Pynchon y Stanley Kubrick (Prose considera que la
novela es cinemática), afirma que 2666 es «en su mayoría
Roberto Bolaño» (92). Como con Moore, es fácil comprobar
que Prose sí leyó la novela, y que no tiene ningún problema
con que sea larga (94), sobre todo cuando un tema principal
es el mal. Por ende expresa que sus 900 páginas (en la versión
inglesa) proyectan una visión apocalíptica y:
Son mucho más densas que lo que la cifra sugiere, re-
pletas de sucesos, tramas, subtramas, sueños, lirismo vi-
sionario, cuentos intercalados, páginas de diálogo com-
primido de despliegue rápido, cambios de ritmo y tono
de comedia académica a algo sugerente de cine noir […]
informes periodísticos, interrogatorios policiales (92).

279
Y como novelista que es, Prose concluye señalando la posibi-
lidad de que el personaje Florita Almada, quien aparece más
o menos en la mitad de la novela, «funciona como el verda-
dero doble del autor de la novela» (96). Pero como sabemos
por la autorizada voz de Echevarría en la mencionada «Nota
a la primera edición» de 2666, Bolaño dejó dicho que el na-
rrador de la novela es Arturo Belano (1125), alter ego del
autor en Los detectives salvajes y otras obras. Novelistas como
Banville, Lethem y Prose son visionarios del gremio, así que
no debe extrañar que los que no están en el oficio muestran
preferencias menos convincentes.
Ya he señalado que los medios anglosajones políticamente
comprometidos generalmente permiten que sus notas sobre
la ficción se supediten a cualquier tema político y se ponga
la literatura al servicio de ese contenido, y ése es el caso con
la de Marcela Valdes (sin tilde) en The Nation. Es meritorio
que Valdes revele y dedique casi toda su nota, reproducida
tal cual como introducción a Roberto Bolaño: the last interview &
other conversations, al aporte de González Rodríguez (17-22) a
la construcción de 2666, pero en esa atención a una fuente se
pierde de vista casi totalmente el logro verdadero del nove-
lista. Los detalles biográficos e históricos que provee Valdes
acerca de la intrahistoria mexicana de la novela se concen-
tran forzosamente en «La parte de los crímenes» en 2666, y
la investigación detectivesca de la autora al respecto es en-
comiable. Si acierta, como otros, al mencionar la deuda con
Melville respecto al tratamiento del mal (17), afirmaciones
como «2666, como toda la ficción de Bolaño, rebosa de es-
critores, artistas e intelectuales, pero estos personajes provie-
nen de afuera: de Europa, Sur América, los Estados Unidos
y la Ciudad de México» (14), o decir que mientras leía Huesos
en el desierto y 2666 «estuve asolada por pesadillas» (22), no
superan los clichés o el creer que tratar de leer mentes es

280
una forma decididamente alta del periodismo. Sus contra-
dicciones y especulaciones frecuentemente banales no son
menores en «His stupid heart», donde expresa crípticamente
que «no es difícil simpatizar» (178) con el rebaño chileno que
atacó a Bolaño cuando volvió a su país. Sin duda, Valdes ha
desaprovechado la ventaja de tener a la mano Entre paréntesis,
o citarlo contextualmente.
La primera afirmación es difícil de explicar sin pensar en
algunos críticos especializados que conceptualizan la litera-
tura mundial en términos nacionalistas, porque ¿qué hay de
malo con que algunos europeos encuentren cierto nirvana
en México? La segunda aserción de Valdes no tiene nada que
ver con una interpretación, y es más una débil lectura perso-
nalizada. No por nada los críticos «transatlánticos» Pelletier,
Moroni, Espinoza y Norton van a México a un congreso lla-
mado «La obra de Benno von Archimboldi como espejo del
siglo xx» (99), sobre un autor alemán, en el trasunto de una
ciudad que, en su última entrevista, Bolaño dijo ser como el
infierno y «nuestra maldición y nuestro espejo» (339). No
por nada, sobre todo si se piensa en lo que sólo se puede
llamar «poesía visual» y su conceptualización en Los detectives
salvajes, Bolaño recogió el nombre de Archimboldo, uno de
los pocos artistas renacentistas que han pasado a la cultura
popular, cuyos cuadros son una indagación sobre la percep-
ción y los mundos de la naturaleza y lo fantástico. Tampoco
sorprende que fueran los dadaístas y surrealistas, caros al chi-
leno con su gusto por la desubicación, quienes rescataron
al artista milanés de siglos de oscuridad, convirtiéndolo en
mercancía. En estas especulaciones se olvida que una novela
sobre la vida imaginada de un autor es el reverso de una no-
vela sobre sus personajes. Sin embargo, lo que ambas tienen
en común es el supuesto de que la ficción provee la mejor

281
forma de rellenar grietas, aun cuando los espacios en blanco
son ficticios.
Vale detenerse entonces en un artículo de Sven Birkerts
sobre 2666, porque Birkerts tiene cierta fama como reseña-
dor, y por argüir que la lectura está en declive debido a las
nuevas tecnologías. Su «Bolaño summer: a reading journal»,
más que un diario de su lectura de 2666 durante un verano
es un ejercicio bastante narcisista y divagador sobre el acto
de leer novelas. Aunque no cabe duda de que Birkerts admira
2666, y sin ella no habría podido incluir una sección sobre
«La idea de la obra maestra» (8-13), la realidad es que nunca
precisa por qué Bolaño le ocasiona momentos «simbióticos»
(2), le hace sentir un «éxtasis estético» y «mágico» (3-4), o que
las primeras 400 páginas le hagan creer que su «inversión» ha
sido pagada con creces , o que en cada momento crea que
está ante una obra mayor (5-6). Si de las quince páginas de su
artículo seis (8-13) son dedicadas a ideas muy personales y
otros autores y sus novelas , es sólo en las última dos páginas
es que vuelve directamente a Bolaño, y se pregunta «¿Qué
me ha dado la lectura de 2666?» (14). Su respuesta es más
bien una transferencia, en el sentido psicoanalítico, ya que
atribuye el efecto de su lectura a todo el mundo. No obs-
tante, resume bien algunas de las partes de 2666. La primera
le provee «una comprensión mayor de la dinámica de rela-
ciones literarias y no literarias» (14); la segunda «un sentido
afinado de cómo la bancarrota emocional se puede convertir
en desesperanza» (14), y la que corresponde a «La parte de
los crímenes» le provee una «absorción testimonial en el sa-
dismo frío de una serie de asaltos sexuales… y mucho más»
(14-15). Tal vez la reacción más importante de Birkerts es su
admisión que 2666 le causó una especie de transubstancia-
ción con la conciencia del libro (15), lo cual es una manera

282
de expresar las conexiones que señala Blumenberg sobre la
legibilidad del mundo.
Con la de Deresiewicz, la siguiente lección (más que reseña
o artículo) de 2666 a que me dedicaré es una de las dos rese-
ñas más contundentes y convincentes de todas. En ella Sarah
Kerr provee frases o ideas excelentes que cualquier editorial
podría emplear para enaltecer la novela y otras obras de su
autor, y esto sólo una indicación de una lectura bien hecha,
de pies a cabeza, y más de una vez. Kerr trata brevemente
la traducción al inglés de Los perros románticos, sin detenerse
en las claves que proveen esos poemas de 1980-1998 para la
narrativa futura de Bolaño. No obstante, su análisis de 2666
es suma y borrón y cuenta nueva para el entendimiento cabal
de la novela. Un «subtexto» de su interpretación, como diría
la crítica especializada, es su sutil visión política de Bolaño.
Refiriéndose a «La parte de los críticos», para ella «a pesar
de la extrañeza de su presentación, el cuarteto es en muchas
maneras típico de los liberales europeos, con sus acostum-
bradas contradicciones» (14); y «si 2666 contiene una lec-
ción, es que la gente siempre surge de alguna confluencia de
factores más estrambóticos que un país» (16). Desde el co-
mienzo Kerr afirma: «Bolaño era profundamente escéptico
respecto al sentimiento nacional, y se ha dicho que su obra
señala el camino hacia una especie de ficción posnacional»
(12), y que al tratar a los críticos, «está tomando el pelo a los
tipos nacionales» (14). Kerr facilita mucho más, y en cada
instancia resume sabiamente lo que otros sólo intuyen, como
diciendo que decir «posnacional» es tan decimonónico como
«nacional». Por ejemplo, sobre la relación entre Estados Uni-
dos y México respecto al narcotráfico que tanto le preocupa
a Valdes, Kerr dice: «En vez de machacar lo obvio, Bolaño
parece haber escogido el desafío de representar algo más

283
omnipresente» (14). Ese algo serían los discursos oficiales,
estatales, feministas, machistas, esteticistas, etc.
Los detalles de lectura que entreteje Kerr son un modelo
de cómo interpretar la obra de un autor nuevo, cuando la
obligación es presentarlo a un público con ciertas expec-
tativas. Ya he examinado las nociones de Blumenberg en
torno a las metáforas, y Kerr no pasa este tema por alto,
retomando la tan citada evaluación que hizo Bolaño del libro
de González Rodríguez: «Se convierte en una metáfora de
México y del pasado de México y del incierto futuro de toda
Latinoamérica» (12, y en Entre paréntesis, 215). Kerr también
señala que «de vez en cuando un personaje puede comenzar
a discutir los problemas de semblanza y metáforas que reve-
lan u ocultan» (14). Por último, elogia a Bolaño en términos
de Mark Twain por el espíritu de su estilo contestatario, y no
debe de extrañar que un texto de Entre paréntesis haya sido
usado como prólogo para una edición de 2006 de Las aventu-
ras de Huckleberry Finn. Respecto de su voluble estilo compá-
rese un revelador (y especular) comentario de Bolaño acerca
de González Rodríguez: «Transgrede a la primera ocasión
las reglas del periodismo para internarse en la no-novela, en
el testimonio, en la herida e incluso, en la parte final, en el
treno» (Entre paréntesis, 215). Para Bolaño, las categorías del
periodismo y los estereotipos de la literatura convencional
son míseros cuando se trata de pronosticar el curso de una
vida literaria. Aun así, cuando una reseñadora como Kerr
elogia ese estilo de un escritor generalmente se debe a que
el reseñado facilita deslizarse de una oración a otra, porque
el intérprete presuntamente está ansioso por descubrir qué
pasará después, o qué nuevo descubrimiento le sorprenderá.
Recuérdese en este sentido que una cosa es un comentario
editorial sobrio, que los ensayos de opinión son para ideas
estimulantes fuera de la norma que a veces son novedosas,

284
mientras que las reseñas son para presentar libros. Los vai-
venes de estas posibilidades son notables en las reseñas en
inglés de 2666 que seguiré examinando.
Si Kerr muestra cómo leer a Bolaño, más allá de 2666,
las próximas dos lecturas muestran cómo no leerlo, y hay
más de una lección en cotejar las lecturas positivas con otras
indecisas hechas a regañadientes o al apuro, porque nos es-
timulan a preguntar por qué se las escribió o publicó. La
primera es de Ilan Stavans, cuya reseña de Distant star ya exa-
miné. Se publicó en el semanario The Chronicle of Higher Edu-
cation [LV. 17 (December 19, 2008), B20-B21], medio leído
exclusivamente por académicos de varias especializaciones, y
comprueba las razones por las cuales Bolaño se burló tanto
de ellos, y no sólo en 2666. Es claro que la nota, titulada
«Roberto Bolaño’s ascent», no fue redactada o pasada por un
corrector de pruebas, o un verificador de información. Sta-
vans simplemente asume como suyas las opiniones generales
que cualquiera puede conseguir de la red mundial. Cuando
dice «Algunas secciones parecen inacabadas, como si Bolaño
estuviera meramente acumulando material» (B21), uno se da
cuenta de que no ha aceptado o no conoce los desafíos que
varios reseñadores han señalado, o no entendió 2666 y el
propósito del autor, o ésta no cumple con la subjetividad
de sus expectativas. Como también vimos en Manguel, son
tantos los comentarios banales y resentimiento levemente
disfrazado ante el éxito del chileno que da vergüenza ajena.
Debido a que su «El ascenso [sic] de Roberto Bolaño» se
dirige a un público universitario estadounidense suficiente-
mente especializado, su inexactitud acerca de la atención aca-
démica a Bolaño revela todavía más antipatía e imprecisión
sobre las biografías de artistas (B20). No extraña que en una
publicación llamada The Australian (8 de abril de 2009, p. 35),
Stavans publicó una nota titulada «Rebel takes his position

285
[sic] in the canon», en que no sólo repite el cliché de que el
chileno era un «renegado», sino que asevera que 2666 es una
«reescritura» de «El acercamiento a Almotásim» de Borges.
Es fácil comprobar que esta opinión es más absurda que la
más descabellada de algún crítico hiperespecializado.
Siento decir que los errores de Stavans son garrafales, en-
tre ellos aseverar que el canon latinoamericano que se enseña
actualmente en Estados Unidos se compone de obras me-
nores de maestros «boomistas» de los sesenta como Fuen-
tes, García Márquez y Elena Poniatowska [sic], y, horror de
horrores, que «Todos ellos son programáticos en su política
de tendencia izquierdista» (B21). ¿Vargas Llosa? Milagrosa-
mente, cuando reseñó la versión inglesa de Estrella distante
hace unos seis años Stavans dijo que su autor era «de persua-
sión [sic] izquierdista». En su caso, las comparaciones con
Cortázar, Pynchon y Borges son gratuitas, por ser tan impre-
cisas, vacuas y recicladas. Stavans quiere instruir, y subestima
ofensivamente el nivel de su público, sobre todo el de los
no pocos latinoamericanos que leen narrativa anglosajona.
Su animosidad, incongruente considerando que al publi-
carse Los detectives salvajes lo calificó de «genio», parece ser
producto de no formar parte de la nueva literatura mundial,
y se pregunta banal y retóricamente por qué surge Bolaño
ahora: «Porque otra vez, la literatura de Occidente parece
ser displicente: no es tanto escrita sino manufacturada. Los
géneros impuestos por las editoriales establecidas se asfixian.
Necesitamos un profeta, o enfant terrible, que nos despierte de
nuestro sueño» (B21). Además de ser un cliché conservador,
el comentario comprueba que Stavans no sabe casi nada de
Banville, Lethem, Vila-Matas, Foster Wallace, o que ha leído
sin profundizar a los autores «de marca» de Occidente que
menciona cada vez que escribe sobre Bolaño.
Como ocurre con Stavans, las lecturas menos felices del

286
Bolaño traducido suelen surgir de algunos latinoamericanos
trasplantados al ámbito anglosajón, que ejercen de profeso-
res universitarios, o son a la vez novelistas de menor cate-
goría. Éste es el caso del boliviano Edmundo Paz Soldán,
paradójicamente uno de los compiladores de los estudios re-
cogidos en Bolaño salvaje. Publicada en la nueva revista Ameri-
cas Quarterly [2.4 (Fall 2008): 126-129], los descuidos y gene-
ralizaciones de su curiosa nota son alarmantes. Al principio,
y aun aceptando las buenas intenciones, el reseñador dice:
«Bolaño es una influencia principal para la nueva generación
de escritores franceses, rusos y también americanos [sic]»
126). ¿Según qué o quiénes, qué datos hay hoy para sostener
esa opinión? Luego afirma que Bolaño es el único escritor
latinoamericano mencionado en How fiction works del crítico
inglés James Wood, y que éste no incluye a García Márquez.
Esto es comprobadamente falso. Wood no sólo menciona a
éste, sino también a Fuentes, como he constatado en la nota
20. No deja de ser revelador al respecto que Banville haya
decidido reseñar el libro de Wood, y que no tenemos noti-
cias de que Wood haya leído 2666. El problema podría ser el
inglés del reseñador o la falta de redacción responsable, Paz
Soldán asevera que «sería sorprendente si 2666 […] equipa-
rara el éxito crítico y comercial de Los detectives salvajes» (127),
sin notar, para comenzar, la notable red de relaciones entre
ambas novelas y la recepción que ya existía en español.
En otras notas sobre la narrativa de sus contemporáneos,
Paz Soldán siempre muestra ser simplista en términos in-
terpretativos y políticos, y aquí además de confundir que lo
que se conoce en español como «editor» se llama publisher en
inglés, opina que el enfoque de Bolaño respecto al mal está
enraizado «en lugares y tiempos específicos». Entonces, ¿de
dónde sale la temática universal? A la vez, el comentarista
asevera que en Ciudad Juárez ha habido «más de 200 críme-

287
nes no resueltos de mujeres jóvenes desde 1993» (128). La ci-
fra le dará un infarto a cualquiera que esté al tanto del asunto,
porque incluso un reseñador sin la formación académica que
se supone podría aprovechar Paz Soldán se refiere a las más
de cuatrocientas mujeres asesinadas (Dereseiwicz, 40). Sin
disminuir el feminicidio, la realidad es mayor, porque se sabe
que sólo durante 2009 hubo 200 muertos por mes (no todos
mujeres) en Ciudad Juárez, siete cada día. Lo más grave y
último es que Paz Soldán, también un narrador, nunca aban-
dona frases que se quedan en el aire, por no significar nada o
arrimarse al cliché, entre ellas «Se puede percibir 2666 como
una obra que, aunque imperfecta, se aventura hacia lo desco-
nocido» (128-129).
El academicismo demostrado por Stavans y Paz Soldán,
y después por Crusat, le era conocido a Bolaño y su idea de
que conocer la literatura académicamente es saber al dedi-
llo los útiles para disecarla viva, y a la perspectiva que tenía
de aquellos ejercicios intelectuales («desprecio tragicómico»
según Garner), y de los cálculos profesionales que podría
haber detrás de ellos. En «Intento de agotar a los mecenas»
asevera:
Tampoco están en peligro de extinción los profesores
latinoamericanos en universidades norteamericanas. Su
concepción del mecenas se sustenta en la fuerza bruta
y en una cobardía sin fin. La mayoría son de izquier-
das. Asistir a una cena con ellos y con sus favoritos es
como ver, en un diorama siniestro, al jefe de un clan ca-
vernícola comiéndose una pierna mientras sus acólitos
asienten o ríen. El mecenas profesor en Illinois o Iowa
o Carolina del Sur se parece a Stalin y allí radica su más
curiosa originalidad (Entre paréntesis, 195).

Pero es ecuánime, porque en «La parte de los críticos» de


2666 también se deja sin cabeza a otro tipo de intelectual
288
latinoamericano, concentrándose en los mexicanos y su rela-
ción con el poder (160-164). A Bolaño sólo le faltó mencio-
nar que su nómina se extiende fácilmente al resto del impe-
rio estadounidense tan temido, donde seguirán viviendo los
latinoamericanistas mundialistas. A pesar de lecturas como
las de Stavans y Paz Soldán, la respuesta a la pregunta con
que comencé esta sección es un rotundo «sí», especialmente
cuando se toma con un grano de sal las lecturas más acadé-
micas de Bolaño. No se pretende crear un perfil psicológico
de esos reseñadores, porque realizarlo los rebaja a ellos, la
crítica, la lectura, y al que los lee. Tampoco quiero decir que
las lecturas académicas casi siempre se equivocan, y precisa-
mente Burgos, antes que Donoso Masaya, escoge a Bolaño
para establecer con sutileza, excelente documentación y se-
riedad, que los críticos que no saben cómo contender con
lo nuevo recurren a ideas recibidas y gastadas –entre ellas
la «monstruosidad» de la figura del dictador– al pretender
politizar constantemente los temas de la violencia, el mal y la
memoria en el chileno, proceder que ya vimos con Franco.
Desde Arendt, aunque no exclusivamente por ella, el con-
cepto de la violencia se ha hecho tan famoso que es difícil
recordar que fue controvertido en un momento inicial, sobre
todo para el primermundista que no quería ver otro tema en
la narrativa latinoamericana. Pero no es difícil recordar que
a pesar de que diez millones de europeos fueron asesina-
dos por política nazi o soviética, los asesinatos masivos han
producido menos literatura europea o mundial de lo que se
podría esperar, y casi ninguna permite ver el fenómeno por
lo que fue. A su vez, Deresiewicz, ensayista y crítico no aca-
démico, postula que «a través de la obra de Bolaño la violen-
cia es frecuentemente un sustituto torcido [sic] del sexo, la
única manera en que sus figuras aisladas pueden conectarse
con otra gente» (40). Lo que no se discute, más allá de los

289
avatares de la sexualidad en toda la obra de Bolaño, es que
para entender el mal uno debe hablar su lenguaje, y hablar
su lenguaje es intrínsecamente comprometedor (no por nada
Bolaño llegó a España en el apogeo de la «movida» pos-fran-
quista, y frecuentemente usa españolismos para describir va-
rios actos sexuales), por no decir nada de los mexicanismos
en Los detectives salvajes y su complicada traducción. Volvamos
entonces a otras interpretaciones que no transmiten un inte-
rés personal en lo que le ocurra a la obra del autor.
No se puede suponer que el hecho de que dos periódicos
diferentes publiquen una reseña del mismo libro el mismo
día, caso discutido a continuación, tiene que ver con un es-
fuerzo calculado de las editoriales, como ya he fijado. En lo
que se refiere a la recepción de Bolaño en Inglaterra, donde
se publicó primero las traducciones de sus novelas cortas,
lo primordial es que esas reseñas llegan con la carga de las
lecturas estadounidenses, para bien o para mal, aun cuando
se arguya que los lectores no se dejan o deben dejarse influir
por lecturas anteriores. La nota de The Times Literary Supple-
ment es asignada a Michael Saler, quien ya había reseñado
Nazi literature in the Americas para el mismo suplemento y a
cuya crítica de los reseñadores americanos de 2666 ya me
he referido. Si al descifrar la trama de aquella novela Saler
no se diferencia mucho de sus antecesores, la relación que
establece entre esta prosa y la poesía de la traducción al in-
glés de Los perros románticos es ilustrativa, porque no deja de
conectar los elementos posiblemente autobiográficos, como
si su ficción al fin hubiera alcanzado a su vida. Es más, hay
dos momentos valiosos en la nota de Saler.
El primero es manifestar (2009: 19) que una influencia
de Bolaño es el escritor estadounidense de ciencia ficción
Theodore Sturgeon (1918 – 1985), autor de 41 novelas y 221
relatos, y poco traducido al español. Precisamente, Sturgeon

290
aparece en el monólogo de Felipe Müller en Los detectives sal-
vajes (423-426), aunque el narrador dice «para mí el nombre
de Theodore Sturgeon no significa nada» (423). He rastreado
las varias menciones de influencias en 2666, y la de Saler
es más una prueba de cómo Bolaño despista y enriquece
al incluirlas (Sturgeon, por ejemplo, también fue autor de
algunos capítulos de la serie televisiva Star trek). Su otro mo-
mento meritorio es concluir que Archimboldi descubre su
centro en el joven poeta ruso y mártir político Boris Ansky
(2009:20), cuando otros reseñadores se han estancado en el
«misterio» de Archimboldi y cómo en la parte de él se re-
suelve la fragmentación de la novela. Tómese en cuenta al
respecto que Massot relata que entre los papeles inéditos de
Bolaño hay «un bloque homogéneo que podría considerarse
la sexta novela de 2666», y que en otros documentos se des-
vela el misterio de la fuga de Amalfitano (traductor de una
de las novelas de Archimboldi), así que en Bolaño los cabos
sueltos resultan estar bien atados.37
No es inconsecuente recordar que su viuda Carolina Ló-
pez ha manifestado en las pocas entrevistas que cede que
todos los cuadernos que dejó Bolaño están revisados, y que
después de la de Los sinsabores del verdadero policía queda una
séptima carpeta. Sin embargo, y como he constatado, él no
se apegaba a sus palimpsestos. Hablando de ciertos facsími-
les en Los sinsabores del verdadero policía, Echevarría asegura que
«lo que nos cabe leer tiene que ver sobre todo con Amalfi-
tano, un Amalfitano bastante distinto al que da nombre a
una de las partes –la más enigmática, ahora intuimos por
37
Santos arguye contra la enumeración caótica: “Cada parte puede incluir
a su vez diversas variaciones estructurales, lo cual favorece una especie de
‘transgénero’ que le permite asimilar con comodidad novela, anécdota,
relato corto, poemas, sinopsis argumentales de autores apócrifos, bellísi-
mas transcripciones epistolares […] y en general esas historias que nos
remite a otras y a su vez cuentan una tercera donde más que la introspec-
ción triunfa el placer por la superposición de lances casi folletinescos…”
(2011: 181-182).

291
qué– de 2666» («La contraseña…» 10). Vale pensar además
en que el Pancho Monje Expósito no es otro que Lalo Cura
Expósito de 2666 y del cuento de Putas asesinas. No sorpren-
derá entonces que en su reseña Marco se explaya sobre otras
conexiones con 2666 («la completa», dice) respecto a Amal-
fitano y el carácter metaliterario de la novela más reciente, y
como otros, concluye que es «un revoltijo de tiempos y de
historias, suma de diálogos inscritos, confesiones, reflexio-
nes más cercanas al ensayo que a la invención en el seno de
una atmósfera propia e identificable» (17).
En la prensa diaria inglesa la resonancia de Bolaño viene
precedida por el enfoque que ha provisto la prensa estado-
unidense, lo cual es una ventaja para mantener el interés na-
tivo en su obra, y una desventaja para su acogida mundial,
por las razones que siguen. El 9 de enero de 2009 salieron re-
señas en The Times y The Independent de Londres, la primera de
las cuales citaré por la versión digital. Es revelador observar
las similitudes entre ellas, particularmente la capacidad para
resumir o sintetizar lo que por lo general es una explicación
rebuscada en las reseñas estadounidenses. Así, en The Times
Leo Robson, a quien cito por la versión en línea, comienza
diciendo que Bolaño era un «glotón cultural cuya gama de
referencias iba de Heidegger a Keanu Reeves». Respecto a la
literatura mundial, más que hablar del lugar de Bolaño en ella
Robson lo distingue de la noción goetheana a la cual siempre
vuelven varios de los intérpretes que he discutido: «La dife-
rencia es que Goethe concebía la ‘literatura mundial’ como
una manera de pensar acerca de todos los libros, mientras
que Bolaño, con su mezcla de dinamismo y ambición, consi-
guió lograrla con una sola novela».
Como dije al principio, no sabemos ni estamos cerca de
saber el lugar exacto de la literatura latinoamericana en la
literatura mundial, aunque ahora tenemos atisbos respecto

292
a dónde ubicar a Bolaño en ese parnaso y cómo lo cambia.
Otra vez, el problema surge de la crítica. En una bien inten-
cionada aunque superficial nota acerca del lugar latinoameri-
cano en ese contexto mundialista, Castany Prado no aporta
ningún ejemplo concreto, tampoco se dirige a la calificación
de «nueva» o la matiza, y es acrítico respecto a Harold Bloom
y su bien registrado desconocimiento acrítico de la narra-
tiva latinoamericana, como ha pormenorizado Landa en el
citado Canon city. Castany Prado no es tan conceptualmente
ofensivo como los colaboradores de Sánchez-Prado, algu-
nos de los cuales cita, pero en ningún sentido «compara», o
calibra autores de esa «nueva» literatura mundial, y termina
repitiendo clichés sobre autores «migrantes, mestizos, bicul-
turales o cosmopolitas» (152), como si fueran la misma cosa.
Al fin y al cabo, un corpus literario compartido tal vez no sea
más que un club del libro a nivel planetario. La conversación
de Eckermann con Goethe no significó que la «literatura
mundial» era un compendio de toda la literatura escrita por
todo el mundo, sino la posibilidad de diálogo entre diferen-
tes culturas a través de sus mejores escritores.
Para poner en perspectiva ese tipo de descuido, una plan-
tilla de estas páginas ha sido la recepción específica del autor
en inglés, y esto es un hecho que Robson denota: «La repu-
tación de Bolaño fuera de los países latinos se ha logrado
lentamente, pero ha crecido rápidamente. Las traducciones
al inglés han sido un factor clave». No obstante, cuando la
reputación de un escritor aumenta después de su muerte no
es porque ahora al público le gusta algo de su obra que no
les gustaba antes. No habría mucho más que decir. Sin em-
bargo, también hemos visto que muchos reseñadores quie-
ren ver la obra como «posmodernista», y Robson desmenuza
esa percepción otra vez. Aunque lo cree abierto a un tipo
de escepticismo posmoderno, Robson deja claro que Bolaño

293
«no muestra ningún desdén posmoderno hacia el canon de
Occidente y el legado de la Ilustración». En lo que más se
asemejan las reseñas inglesas de 2666 es en el efecto físico
de leerla, rara vez mencionado en las estadounidenses: «La
febrilidad del libro puede ser contagiosa; sus síntomas inclu-
yen la nausea y el déjà vu», dice Robson. No obstante, hay
una especie de consenso entre los anglosajones respecto a la
actitud burlona de Bolaño ante los posmodernismos, y para
definirla son más precisos que los intérpretes latinoamerica-
nos que ilusoriamente persiguen una caótica sobremoderni-
dad pos-occidental.
Precisamente, en The Independent Richard Gwyn empieza
su nota aseverando que leer 2666 es una experiencia de la
cual es difícil deshacerse: «persiste en el subconsciente como
una crepitación psicotrópica por días o semanas después de
la lectura» (8). Más adelante, Gwyn compara la novela a «una
monumental olla a presión, en la que se cocina los órganos
internos de finales del siglo veinte» (8). Y similar a Robson
respecto al género de 2666, Gwyn afirma que como Cervan-
tes, Sterne, Melville, Proust, Musil y Pynchon, precursores
titánicos, Bolaño «casi ha llegado a re-imaginar la novela»
(8). Como otros ingleses, Gwyn considera que la parte de
Archimboldi es la más lograda de la obra, y está por verse
si se sostiene la misma percepción en la recepción en espa-
ñol. A los dos días de publicadas las reseñas de Robson y
Gywn, The Sunday Times de Londres publicó una de Stephen
Amidon, que cito por la versión en la red mundial del 11 de
enero de 2009. Ese mismo domingo, en The Observer, William
Skidelsky publica una nota más larga, titulada, traduzco, «El
forajido literario de Latino América».
Pero ésta provee una especie de estribillo a lo ya dicho,
aunque dentro de esa inevitabilidad Skidelsky anota que, «sin
embargo, lo más sorprendente de esto [la trama] es que es

294
literatura». Con estas notas se puede pensar en que el con-
senso inglés respecto a Bolaño es que el autor y su obra que-
rían estar a la altura de la extensión de la cultura occidental
contemporánea, y del género que se le atribuye a 2666. Según
Amidon, «leída en su totalidad 2666, cuyo enigmático título
nunca se explica en el texto, logra algo extremadamente raro
en la ficción: provee una visión abarcadora del mundo», y «el
autor claramente socava el género aun cuando trabaja dentro
de él». Y cumple con mucho más, porque pretende organizar
la totalidad sin una cronología linear, no sin tiempo, sino
con un sentido alternativo de la temporalidad. El «secreto» a
voces de Bolaño es mostrar perfectamente el conflicto entre
la necesidad de encontrarle sentido al mundo por medio de
contar relatos y la tendencia a buscar significado en detalles
anecdóticos, lingüísticos y simbólicos que son indiferentes y
hasta hostiles con esos relatos.
La nota publicada por Hensher en The Spectator de Inglate-
rra el 17 de enero de 2009, en que llama a 2666 «un bestseller
improbable», contiene la siguiente perspicacia: «Tan pronto
como Roberto Bolaño llegó a la atención del mundo fue claro
que, por extraordinaria que parecía su obra en diseño formal
y materia, tal vez escondía algo todavía más extraordinario»
(30), explicitando que «no está adornada por las acostum-
bradas insinuaciones de la ficción, y le cae al lector como un
bloque de granito del cielo» (30). Ese mismo 17 de enero
Christopher Tayler publica en The Guardian una reseña rela-
tivamente larga, que cito y traduzco según la versión todavía
disponible en la red mundial. De los diecisiete párrafos de la
nota de Tayler, sólo cinco están dedicados a 2666, mientras
que los otros, aunque contienen algunas perspicacias, tienen
el tono de presentación a que me he referido anteriormente.
El recorrido que realiza Tayler es válido en sus anécdotas, y
en un momento relata cómo en una presentación de 2666 en

295
Nueva York, un reportero preguntó «¿Está Bolaño aquí?».
Tayler concluye que 2666 está a la altura de cómo se la pinta,
y que su autor cumple con cómo se lo pregona; y señala
en particular que no tiene sentido hablar del «desorden» de
la novela, porque al componerse de monólogos dramáticos,
«hay poca oportunidad para la escritura embellecida». Tayler,
más preocupado por dar la banda sonora de la vida de Bo-
laño, concluye bien que la noción de pulcritud esquemática
no cuaja con la manera de pensar del chileno.
La siguiente reseña que examino se publicó en The Guar-
dian Weekly [180.3 (II.01.09), 38], pero resulta ser la misma
que Steve Moore publicó en The Washington Post Book World
en noviembre de 2008. Sólo se le ha cambiado el primer
párrafo y, significativamente, el título, a «Una obra mons-
truosa de un nuevo inmortal» (38). Ese mismo día en The
Independent on Sunday, Ian Thomson, a cuya reseña de 2004
de Nocturno de Chile ya me he referido, considera que 2666 es
«rabelesiana», conclusión que sólo se puede entender desde
el contexto de una literatura mundial occidental. La reseña
que sigue a la de Moore es de Robert Hanks, y aparece en
The New Statesman, revista que sería el equivalente de la ame-
ricana Time. La de Hanks es una breve obra maestra sobre el
papel de la digresión en la novela, y asevera que «personajes
menores producen chorros de listas incongruas de libros que
han leído; y a través del libro hay relatos de sueños, a veces
tan densos y vivos que se tragan la realidad de la narración»
(55). Expresa que «el libro está repleto de subtramas, deta-
lles y disquisiciones casi neuróticos» (55); y añade: «De 2666
emergen patrones, sólo para desaparecer en la inundación de
ideas y experiencias» (55). Ésa es una visión de la inutilidad
de los registros, y Bolaño añade sutilmente su opinión sobre
ellas a las de autores como Benjamin, Monterroso y Vila-
Matas. Por último, Hanks recalca que las comparaciones con

296
Borges y García Márquez no son tan pertinentes como las
que se puede hacer con las «ficciones enciclopédicas de Her-
man Melville o Thomas Pynchon» (55).
Como decía, la de Deresiewicz, la antepenúltima reseña
hasta este momento sobre 2666, es una de las más defini-
tivas. Lo es porque el crítico no analiza la novela desde un
vacío en torno al autor o la cultura, o enfatizando la trama,
y se cuestiona si está aplicando expectativas modernistas (en
el sentido anglosajón, de la experimentación del tipo Joyce
y Pound) a una obra posmodernista (41). Si Deresiewicz no
puede dejar de elogiar el gran plan de Bolaño y señalar todas
sus virtudes, tampoco acepta el entusiasmo circundante cie-
gamente, lo cual es una manera de corregir más a los reseña-
dores previos que al chileno. Así, piensa que la novela no es
una épica global, «como la inclusión de personajes y escenas
europeas y norteamericanas ha conducido a algunos a mani-
festar» (43), sino una épica de una configuración geopolítica
particular. En lo que se refiere a la presencia de seres margi-
nales, observa que no son un suplemento al relato (sentido
amplio) latinoamericano actual, sino que esos marginales eu-
ropeos y estadounidenses son el relato latinoamericano con-
temporáneo. Y si tanto se habla del virtuosismo de Bolaño
con los modos narrativos que definirían las cinco partes de
2666, que Deresiewicz reconoce, también comenta que a la
novela «le falta un impulso emotivo unificante. Sus cinco
partes se dividen sin integrar las preocupaciones de toda la
vida de Bolaño» (41).
Como hemos visto, el chileno puso todo eso en otras
novelas, y Deresiewicz casi se contradice, porque sus otros
elogios se refieren a la consistencia del autor y al carácter
positivo de la fragmentación. Es más, concluye que:
Quizá la fuente más profunda de la grandeza de Bo-
laño fue el valor con el cual impulsó más allá de sus

297
propios conceptos, amontonó preguntas sobre pregun-
tas, aceptó el fracaso como precio del descubrimiento,
y siguió las pistas de su prodigioso poder para construir
imágenes hasta la caverna de su genio (43).

Deresiewicz no se apega a la idea romántica del artista como


genio, y analiza cada uno de los componentes de 2666, par-
ticularmente la oralidad de sus personajes (42), pero no pro-
fundiza, aunque lo toca, en el tema del artista como uno
de los aspectos fundacionales de la narrativa de Bolaño (40,
43). En varios textos de Entre paréntesis exige valentía ante
el fracaso, sobre todo a los críticos, postura que lo asemeja
al Conrad de Victory, el Philip Roth de Sabbath’s Theater, y al
Vargas Llosa de La tía Julia y el escribidor y su prosa no ficticia.
Sin embargo, el tema le provee a Deresiewicz el ímpetu para
desarrollar su nota, porque percibe una conexión entre autor
y obra, en que «el arte verdadero surge de los márgenes, de
las profundidades sociales, de la sublevación y el disgusto y
de no tener nada» (38).
La visión algo encontrada de Deresiewicz no es una limi-
tación suya sino del género en que se inscribe. Como hemos
visto con su misma exégesis, esta forma también produce in-
terpretaciones que nos dicen mucho más acerca de lo «mun-
dial» en la nueva literatura que produce Bolaño. Por último, y
para cerrar con broche de oro, en el ya mencionado número
de Bookmarks que contiene un dossier sobre Bolaño, Smith
asevera que leer una épica magistral como 2666 es una tarea
ardua, porque aun cuando ya esté aceptada, «el resultado sería
algo parecido a lo que los lectores sintieron en 1922 cuando,
confrontando por primera vez la perturbadora visión mo-
derna de James Joyce, cogieron Ulises y fueron cambiados
por la experiencia. Tal vez nos enteraremos en 657 años»
(27). Los lectores nativos podrían quedarse con la impresión
de que se quiere controlar o neutralizar el poder anárquico y
298
perturbador de artistas del nuevo mundo, y con la impresión
de por qué no sumarse al optimismo que también produce
la obra de Bolaño.
La siguiente de las notas que he escogido reseña Nazi li-
terature in the Americas y 2666, en ese orden, y es reveladora
más por su autor que por lo que argumenta. Michael Wood,
respetado crítico inglés y profesor en Estados Unidos que
anteriormente ha publicado notas y reseñas sobre algunos
novelistas del boom, mantiene que «la parte de los crímenes»
de 2666 «por sí sola es suficiente como muestra de escritura
para proveerle buenas probabilidades de no caer en el olvido»
(10). Y ya que cada reseñador anglosajón de esta novela se
siente obligado a manifestarse sobre la violencia contra las
mujeres, este Wood reconoce esa presencia, añadiendo que
aquel terror también trata de «lo que podemos ver como una
patología de la rabia y el temor, tal vez una de las condicio-
nes de vivir en la historia moderna y en un borde, literal o
figurado» (10). Y como cualquier lado político de Bolaño
seguirá siendo su talón de Aquiles y el de sus críticos –por
siempre estar al margen del lugar y momento adecuados–
Wood también procede hacia 2666 en base a La literatura nazi
en América. Según él, ésta no es un ataque satírico contra la
imaginación derechista del continente sino una celebración
siniestra de los horizontes más salvajes de la escritura, sea
buena, lenta, lunática y espantosa. Según Wood, lo aterra-
dor de los retratos de Bolaño es que la derecha es para él
claramente «una contraimagen de la izquierda. No es que la
política no importe. Toda política importa. Pero tal vez sea
la única diferencia que se puede establecer» (9). En relación
a esa visión, y considerando que casi siempre se quiere poli-
tizar las metáforas de Bolaño, Wood cierra afirmando que la
escritura del chileno es clara, natural, «y sólo ocasionalmente
se eleva hacia metáforas líricas o góticas, motivada por una

299
capacidad aparentemente inagotable para inventar historias
concretas y detalladas» (10).
Algunas notas recientes se publicaron en otras revistas in-
glesas, Literary Review y Prospect. Como hoy la canonicidad
de Bolaño en el mundo anglosajón y su capacidad de poner
entre paréntesis la literatura mundial están perfectamente
asumidas, valorarlo ya no es cuestión de comodidad, imagen
u operatividad. En la nota de la primera revista Beckman
se refiere a la reseña de Los detectives salvajes de James Wood,
aseverando que 2666 sugiere implícitamente que cualquier
esfuerzo por llegar a una sola interpretación armónica de
sus cinco secciones es tan fútil como investigar los crímenes
de Santa Teresa. Tampoco es casual que en La pista de hielo,
como había dicho Mason (8), Bolaño eleve el género a una
dimensión superior a la del género policíaco, al emplear un
coro narrativo y hacer que los tres sospechosos/narradores
estén tan profundamente involucrados. No debe extrañar
entonces que Beckman sugiera que «ambos, la crítica y el
trabajo policíaco, requieren la identificación e interpretación
de pautas» (50). En Prospect (155 [March 2009]), que cito por
la versión digital titulada «When we dead awaken», Tom Cha-
tfield dice que 2666, como todo texto bastardo súper con-
fiado, es halagador, imprevisible, arrogante; y el reseñador se
pregunta retóricamente si el mundo ya no simpatiza con los
libros que implementan este tipo de exigencia, contestando:
«Evidentemente no, o ya no más». Chatfield concluye: «Con
razón que los reseñadores la quieren. Más allá de escribir
una ellos mismos, reseñar una novela como ésta [2666] es
probablemente la emoción más intensa que jamás va a tener
un crítico». Así sea, y ahora nos queda ver las variaciones que
vendrán.
Es patente que no sólo 2666 sino toda la obra de Roberto
Bolaño seguirá siendo objeto del tipo de escrutinio que la

300
mayoría de los escritores de nivel mundial se atreve a de-
sear, raramente logra, y casi nunca soporta. Que su narrativa
pueda sobrellevar esas cuidadosas lecturas mundiales es la
mejor evidencia de que él es muchísimo más que un exce-
lente estilista latinoamericano. También es obvio que reseñar
a un autor que todavía no es un bestseller en lengua inglesa
presenta una serie de problemas específicos, y sobresalen
entre estos cuál es el público y cuáles son sus expectativas.
Nótese empero cómo no tan sutilmente Bolaño también es
hoy la parte más trascendente de los diálogos latinoamerica-
nos internacionalistas, particularmente de los que las lenguas
extranjeras no entienden, y la visión que dio el chileno de las
políticas culturales que engendran esas lenguas podría ser la
razón principal para ese estado de las cosas. Pero el lenguaje
de su narrativa es tan inmediato, los personajes tan auténti-
cos, que los textos están propulsados por una energía innata,
del tipo que hace que los lectores se pregunten «¿y entonces
qué pasó?». Por esto no se sabe si la pregunta concluyente
debe ser «¿En qué se diferencia la recepción de Bolaño en
inglés de la llevada a cabo en español?», porque en lo que
he rastreado arriba no he considerado, por ejemplo, las re-
señas que comienzan a salir en el ámbito estadounidense,
pero escritas en español (déjese la recepción en otras lenguas
para otro momento). Espero haber mostrado los contrastes,
incompatibilidades, divergencias, oposiciones y por cierto la
disconformidad con las lecturas del público latinoamericano,
que también es tema de otro libro. Hay que recordar que
cuando se resume opiniones que han sido expresadas exten-
samente y en muchas formas, algunas más austeras y otras
más sutiles, es inevitable sobre-interpretar.
Un peligro de los ecos que sigue teniendo la obra de Bo-
laño en el mundo anglosajón es que al elogiar su actitud
iconoclasta se la institucionalice, y que no se ponga en un

301
contexto mayor, por ejemplo, los riesgos que toma en 2666
(aparentemente, existe una sexta «novela» inédita que com-
pletaría a esa obra maestra) u otras obras póstumas por exa-
minar cabalmente, o las que todavía están inéditas. Como
asevera Wyatt Mason, uno de los reseñadores más recientes
de Bolaño al momento de terminar Bolaño traducido, «cuando
se trata de publicar a los muertos, no siempre se deja lo mejor
para el último» (8). Según él, dada la casi uniforme excelencia
de la escritura de Bolaño hasta la fecha, parece improbable
que alguna de las inminentes obras de Bolaño tenga la misma
calidad de las traducidas hasta estos días. Esta afirmación,
algo compartida por los pocos reseñadores de los cuentos
de The Return, que algunos consideran «póstuma», también
quiere decir que la mercadotecnia no siempre añade al mé-
rito de un autor, y que la nueva literatura mundial no siempre
será una duplicación de sí misma.
Un reseñador inmediatamente anterior de la traducción de
La pista de hielo, Kevin Canfield, actualiza la recepción con-
textualizándola con el 2009 estadounidense, al indicar que
los que lo leen en inglés «han aprendido que los narradores
y personajes centrales de los libros de Bolaño […] frecuen-
temente son tan confiables como los estafadores de bienes
raíces» (E2). Distinguir así la obra de un autor latinoameri-
cano relativamente joven es mucho decir, porque un reseña-
dor como Canfield la lee como si los referentes del chileno
fueran de su cultura y su crisis económica de ese momento,
y en explicarlo así también yace una porción de la impor-
tancia general del chileno para la nueva literatura mundial
que he mencionado a través de Bolaño traducido. No obstante,
en todos esos esfuerzos por «familiarizar» a los lectores an-
glosajones, los reseñadores no han señalado todavía la ma-
nera tan convincente y extremadamente verosímil en que
Bolaño transmite algunas historias de la cultura anglosajona.

302
Así ocurre, por ejemplo, con el retrato del ambiente políti-
camente radical del partido negro Black Panthers, mundo
poco disfrazado en «La parte de Fate». Tal vez la relativa
juventud de la mayoría de sus reseñadores anglosajones les
hace ignorar esos llamados y sus guiños, o acaso se deba a la
agobiante información que provee el novelista, que escribe
como si hubiera estado allí. O tal vez sea que en esa parte
funciona menos con metáforas, las cuales son la única ma-
nera de transmitir sucesos culturales muy difíciles, complejos
y vitales. ¿No es esto lo que ha hecho vigorosamente todo
autor de literaturas periféricas que ha pasado toda frontera
para ser considerado «mundial»?

303
Algunos desenlaces

Para que la interpelación no se quede en el aire, reafirmo


que la recepción del chileno en inglés sigue siendo positiva,
claramente no por el sentido «real maravilloso» atribuido a la
narrativa latinoamericana anterior, o por la fascinación ante
«lo nuevo», sino porque Bolaño y su obra incendian el pa-
sado y dejan una llama eterna, especificando que no espe-
raba peregrinaciones a su obra como germen de la narrativa
del siglo actual. La dimensión comercial de su resonancia no
ha opacado su valor literario, y este hecho prevendrá que se
lo considere como uno de esos escritores de quien muchos
hablan y es citado por la academia, pero no todos han leído.
Bolaño es un fenómeno porque no falta la iniciativa para
distribuir su obra óptimamente, ni ha pasado por otras limi-
taciones que los circuitos comerciales e institucionales im-
ponen a la nueva narrativa mundial. Para esto no falta, como
hemos visto, el aprovechamiento de las nuevas tecnologías.
También es pertinente observar, por lo menos respecto a Los
detectives salvajes, que en sus elogios las reseñas anglosajonas
rara vez la comparan a las mayores novelas del siglo veinte
occidental, incluso dentro de las nuevas definiciones de la
literatura mundial, que antiguos y nuevos críticos presentan
en lenguaje terciario. Cuando ahora algunas reseñas y críticas
latinoamericanas dedican más páginas para cerciorarse del
valor más amplio de aquella obra primeriza, no dialogan a
fondo con otra posibilidad que ofrece el chileno para poner
aquellas definiciones en perspectiva. Es decir, la cultura de la
reseña que examino en Bolaño traducido sólo puede y debe ser
305
parte de exámenes mayores, porque como la de la crítica, es
de vital importancia para el desarrollo de buenas explicacio-
nes por medio de la corrección de errores. Al mostrar que no
hay límite para lo que se puede explicar, Los detectives salvajes
y 2666 han cambiado drásticamente ese estancamiento. En
el caso de ambas y en el de todas las obras de por medio, no
cabe duda de que uno se dedica a ellas porque Bolaño no
escribe en base a la soledad cósmica de la humanidad, o por-
que la historia es farsa o tragedia, permitiendo que una ex-
plicación decente tenga un alcance mundial, y comprobando
que la búsqueda de ella es lo que nos hace humanos.
Además de lo que he argumentado, debo precisar que el
éxito de un autor no siempre o necesariamente se explica
en términos de un público anglosajón, como con Agatha
Christie. Coelho, de quien ya tenemos una biografía popular,
vende cientos de millones de libros en traducción en todo el
mundo, y el fenómeno Harry Potter, el último volumen de
cuya serie se publicó en 2007, proveen aun mayores razones
para no preocuparse por la pervivencia de la ficción literaria
de Bolaño. El esquema básico de las novelas de Harry Potter
es «Corre, Harry, corre», seguido de «¡Hombre! Harry, te sal-
vaste por un pelo», simplificación que no se puede aplicar a
las de Bolaño, o Larsson, no importa cuántas fórmulas se les
encuentre. Nunca se sabrá por qué ciertos lectores se sienten
atraídos a libros como los de Rowling y Coelho (ya vimos lo
que pensaban de éste el chileno y su coetáneo Abad Facio-
lince), especie de sub-literatura selectivamente edificante que
todavía no está entre la más traducida, y las buenas reseñas
de ellos no ocasionan que un público lea mejores novelas. Se
entiende quizá que un público compre ciertas novelas popu-
lares una vez, pero no se sabe por qué un autor dedicado a
un solo género como James Patterson, menos conocido que
los mundiales Brown, Stephen King o John Grisham, vende

306
muchísimo más.38 Las novelas de ellos tampoco hacen que
aumente o mejore el nivel de lectura, o que sus lectores se
conviertan en fanáticos de otros libros, como reportó The
New York Times en julio de 2007 respecto al efecto de los li-
bros de Harry Potter entre sus lectores comunes. Al respecto,
Bolaño sí creía en las jerarquías literarias, porque suprimirlas
podría engendrar una literatura copista, que se ahoga en la
prosa del mundo del cual quiso escapar. O en palabras pleo-
násticas de Strich, «la ciencia de la literatura universal forma
un edificio escalonado» (455).
El síndrome Harry Potter y su realismo mágico anglo-
sajón ha causado que algunos chicos lean esas novelas de
un tirón, y que se enfermen de la espalda, y nunca sabremos
qué diría Bolaño de ese efecto. ¿Es esa situación mejor o
peor que al leer a Bolaño alguien cuestione su propia visión
del mundo? Poco se sabe sobre lo que sacan los lectores de
un bestseller, más allá de los lugares comunes reportados en
la prensa, pero sí se sabe detallada e inteligentemente qué
se logra con Bolaño, y ahí yace su gran diferencia. Es difícil
creer que alguien lee un libro porque está de moda, y si ese
misterio existió con el «primer Bolaño» de Los detectives salva-
jes, es claro que ya no es así, como demuestran los reseñado-
res en inglés de 2666. Connolly concluye el artículo citado
anteriormente con consejos que le vendrían bien a futuros
reseñadores del chileno. Son admoniciones que el co-autor
de ese pre-laboratorio elíptico de su obra llamado Consejos de
38
Según Jonathan Mahler, «James Patterson Inc», The York Times Magazine
(January 24, 2010), 32-39, 64-68, Patterson, antiguo publicista, participa
en la promoción de su obra. Lleva vendidos más de 14 millones de ejem-
plares en 38 lenguas y unos 220 millones en total, publicó 9 libros en
2009, y otros 9 en 2010; más que Grisham, King y Brown juntos. La
neoyorquina Mary Higgins Clark también promueve sus libros, y es au-
tora de 42 thrillers detectivescos (todos bestsellers). Apreciada por Foster
Wallace, ha vendido 100 millones de libros en su país, 24 millones en
Francia. Los académicos dedicados a la nueva literatura mundial conside-
ran hechos como estos de pasada, como curiosidad cultural.

307
un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce habría aprobado o
apreciado:
Primero, nunca elogies: elogiar te envejece. Al reseñar un
libro que te guste, escribe para el autor; al reseñar cual-
quier otro, escribe para el público. Lee los libros que rese-
ñas, pero sólo necesitas leer por encima una página para
decidir si valen la pena reseñar. Nunca toques novelas
escritas por tus amigos. Recuerda que el objeto del crítico
es vengarse del creador, y su método debe depender de
si el libro es bueno o malo, de si se atreve a condenarlo él
mismo o se debe quedar callado y dejar que amaine (94).

Aun cuando la lectura de la ficción literaria puede ser un ejerci-


cio solitario, en momentos de crisis o no, no es como un juego
de vídeo donde todo vale, a pesar del aprecio que el chileno
mostró en El Tercer Reich por ese arte de entresiglo. Por es-
tos cruces, que no son sólo atemporales, no sin razón se pre-
guntaba en «El invierno de las lectoras» de qué se compone la
buena literatura (Entre paréntesis, 110). Su logro es mayor porque
los nuevos medios literarios pos-imprenta son amenos a lo efí-
mero y la falta de contexto, y su narrativa nunca pudo cumplir
con el mandato «sólo unas palabras para despedirme».
Su propia respuesta confirma el hecho de que inaugura
una plantilla conceptual de la narrativa en lengua española y
mundial del siglo veintiuno, desafiando particularmente las
metáforas políticas y culturales almibaradas, sin el nihilismo
que erróneamente se le quiere atribuir. El 1 de octubre de
2007 The New Yorker publicó la traducción de «El gaucho
insufrible», uno de los mejores cuentos del último Bolaño
(y especie de reescritura de «El sur» de Borges), y durante
2011 se siguieron publicando otras obras suyas, hasta por
entregas. Una relativamente reciente, como he discutido, es
la traducción de La pista de hielo, y en su número de diciem-
bre de 2009 Harper’s sacó como adelanto un par de páginas
308
de la traducción de Amberes, ya publicada por New Direc-
tions, como también vimos. La fascinación continúa, y en
sus números del 9 de febrero y 19 de abril de 2010 The New
Yorker publicó respectivamente los cuentos «William Burns»
de Llamadas telefónicas y «Prefiguration [sic] of Lalo Cura»
de Putas asesinas. Tampoco es casual que en agosto de 2010
Harper’s publicó una traducción de «Literatura + enfermedad
= enfermedad», de la traducción de Andrews de El gaucho
insufrible, cuento-ensayo dedicado a su hepatólogo, como si
se quisiera llegar hasta el fin de la traducción de su vida real.
Otra vez, sus relatos son el imán y piedra de toque.
Ese entusiasmo por re-presentarlo se sigue dando en casi
todo tipo de revista cultural anglosajona, ya no desde y so-
bre la periferia, como concluye Bolognese (300), proyecto
e idea que tomando en cuenta las coordenadas examinadas
anteriormente, no pararán –Rosendahl Thomsen se refiere
a «ejemplos de subcentros temporarios en la literatura mun-
dial» (39)– y seguirán haciendo todo esfuerzo por etiquetar
la producción latinoamericana. Esas publicaciones apuntan
a un hecho innegable: Bolaño sabía que las metáforas abren
perspectivas, alternan puntos de vista, y a la misma vez li-
beran y coaccionan el pensamiento y afectan decisiones, se
refieran al autor o a la obra. Aun cuando las reseñas de las
traducciones de La literatura nazi en América y La pista de hielo
no están a la altura de aquellas obras, la acogida decidida-
mente positiva de 2666 ya ha dejado su marca indeleble en
la nueva literatura mundial, y al reseñar en junio de 2011 la
versión de Wimmer de Entre paréntesis Garner asevera que la
reputación de Bolaño lo presenta como «demasiado bueno
para este planeta» (C4). Puede haber tensión en estos puntos
de vista sobre él, pero todos reflejan un aprecio del enorme
poder de su arte para suscitar pasiones, formar opiniones y
moldear predicciones. No obstante, el poder económico de

309
la esfera cultural anglosajona no ha podido comprar el pres-
tigio cultural que haría escribir en inglés a todo narrador del
mundo, deseo implícito en varios de los críticos académicos
de la nueva literatura mundial traídos a colación aquí.
¿Cómo terminó la primera década de Bolaño en el mundo
de esa literatura? En el número 5565 (27 de noviembre de
2009) de The Times Literary Supplement, dedicado a «Libros
del Año», no hay muchas menciones de narrativa latinoame-
ricana entre los cincuenta y siete comentarios reunidos. Sin
embargo, la obra del chileno sobresale repetidamente, y no
sólo porque es la única a la que se le dedica mucha atención.
Siddharta Deb, a cuyas reseñas me he referido, escoge la tra-
ducción de La pista de hielo como uno de sus libros del año,
señalando que «reduce la melancolía del exilio con un interés
en lo siniestro y una preferencia por la imagen surrealista»
(8). Angus Trimble opta por 2666, y aunque no añade nada
nuevo a lo que sabemos sobre esa novela y su calidad, dice
que la traducción de Wimmer le gustó tanto que la leyó otra
vez, y concluye que es «un logro sorprendente» (16). El co-
mentario más revelador es el del aclamado Edmund White,
biógrafo, exitoso novelista y escritor de memorias, quien tam-
bién escoge 2666, advirtiendo que se queda corta ante Los
detectives salvajes. No obstante, White asevera, reafirmando uno
de los consensos que hemos visto a través de Bolaño traducido,
que «ambos libros comparten una fascinación romántica con
la gente literaria» (16). White llega a otra visión compartida:
«Mientras que cuesta terminar mucha de la ficción contem-
poránea extensa, Bolaño siempre es interesante. Si el primer
y más importante requisito de la ficción es ser interesante,
entonces no hay otro escritor contemporáneo tan agradable
y exitoso como Bolaño» (16). No es baladí que White repita a
su manera la proclama de Henry James de que la única obli-

310
gación de la novela es ser interesante, y ésta es la tracción que
tendría que adquirir la prosa suya que se sigue publicando.
Hoy ya está confirmado que no se le podrá separar de ese
tipo de acogida literaria y cultural, precisamente porque su
obra sigue definiendo y mostrando que la historia de esta
nueva literatura mundial tendrá que ser redefinida, sin de-
pender siempre en modelos occidentalizados como los que
he examinado. Bolaño sabía que se idealiza a los modelos
que uno admira, y que mientras más se los admira lo más que
uno se aleja del que uno busca. Aunque continúa sorpren-
diéndonos, «el autor Bolaño» no tuvo tiempo para ser muy
mayor y reiterarnos que tuvo razón al ver el lazo entre un
arte narrativo, el lucro y la tecnología como una relación bien
constituida, o que lo que importaba durante la época en que
vivió ya no era la destreza técnica sino la capacidad para enre-
darse ingeniosamente con las ideas, tema inconcluso cuando
El Tercer Reich no cuestiona que algunas tecnologías peligro-
sas pueden llegarnos disfrazadas como un utópico gran paso
adelante. Que su obra continúe precisando el nuevo arte de
la prosa o no está por verse, pero en este momento es claro
que también define un segmento considerable del nuevo
mercado, y que a pesar de los argumentos de Benjamin, más
que ser un aura pasajera durante nuestro capitalismo, siem-
pre se encuentra originalidad en ella. Si algo aclarará la obra
póstuma de este Lázaro literario es que muchos deben dejar
de engañarse al seguir creyendo que la técnica escritural que
él desarrolló quemándose las pestañas está pasada de moda,
o que es parte de una de las modernidades tolerables del fu-
turo. Su maestría es tal que con frecuencia tiene el poder de
hacer que los adelantos narrativos actuales parezcan redun-
dantes, distracciones fugaces o filigrana innecesaria.
En suma, Bolaño desafía la historia de la nueva literatura
mundial como otros vanguardistas impuros. No obstante, lo

311
que lo separa de esa tradición es desafiar esa misma impureza,
permitiendo que se le separe del montón. Siempre que una
narrativa que se populariza se desvía de la historia empírica
hay lectores dispuestos a advertir que se está falsificando el
pasado. Ese desapego nunca es un problema cuando la cultura
alta de la «ficción literaria» no se guía exactamente por las his-
torias oficiales. En esos casos nadie se queja, por ejemplo, de
cómo las «novelas del dictador» o las todavía populares nove-
las históricas tergiversan esas historias. La pregunta entonces
es quién debe ser capaz o tiene razón de emplear la historia
como materia prima de la narrativa, y es obvio que esta con-
dición contamina a la de Bolaño. Traducido, Bolaño es el no-
velista como falsificador, y también un forastero, porque para
el que lo lee en inglés un expatriado como el chileno siempre
es un impostor respecto a la cultura, a pesar de que sus textos
póstumos comprueban su productividad disciplinada.
El intercambio cultural entre su literatura traducida y la
mundial no siempre va a ser ecuánime. Sin embargo es in-
cuestionable que ambas tienen excelentes historias en co-
mún, y que pocos mantienen la ilusión de que esas literaturas
van a cambiar al mundo, cuando en el mejor de los casos
sólo nos cambian a nosotros. Bolaño traducido muestra que
uno de los intereses de la literatura latinoamericana que se
canoniza es evocar dispositivos culturales estáticos que ha-
cen de la traducción uno de los instrumentos de la propa-
ganda cultural exterior de un nuevo paisaje literario. Sin tener
que recurrir a la clandestinidad e historia de distorsiones que
significaron los comienzos de la traducción de obras latinoa-
mericanas, vale notar el efecto positivo de que las suyas sólo
alentarán las de su cohorte. Es de esperar que para cuando
se traduzca el resto de su narrativa (parece haber más inte-
rés en leer los fragmentos publicados de su poesía que en
analizarla o traducirla completamente, lo cual le favorece),

312
se perciba que Bolaño –quien tampoco pudo concederles
a sus críticos todo el tiempo que ha necesitado la literatura
mundial de sus pocos pares para gestarse– sabía que toda
literatura excelente e importante nunca depende de fórmulas
o apostasía gratuita, porque estas dos características son el
establishment. En cualquier traducción y mundo, su litera-
tura siempre demostrará que para él el talento de conjurar
todas esas verdades era una gran responsabilidad, y nunca
abandonó la valentía de asumirla.
San Francisco, 655 años antes

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