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ISBN: 958-655-XXX-X
Un punto de partida
entre finales del siglo xix y comienzos del xx. En fin, tampoco
falta quien invoque el año de 1886, con la influencia que ejerce
sobre el arte el proyecto de la Regeneración, de Rafael Núñez
y Miguel Antonio Caro, que se manifiesta en la creación de la
Escuela Nacional de Bellas Artes y en la Primera Exposición
Anual, gracias a la actividad de Alberto Urdaneta.
Esta historia comienza en 1981 y pretende descubrir cada
diez años unos núcleos especialmente determinantes dentro de
nuestros procesos sociales, culturales y estéticos. La elección
de ese punto de partida —que, lo mismo que todo comienzo,
arrastra una carga mítica y convencional— se justifica por la
realización simultánea, ese año, de la iv Bienal de Arte de Me-
dellín y del Coloquio de Arte No Objetual y de Arte Urbano.
Tras este primer mojón, descubriremos la progresiva toma de
conciencia de nuevas formas de entender el arte y de vincularnos
en este campo a los procesos internacionales de la red que lo crea,
lo justifica, lo critica, lo expone, lo vende. Se supone, al menos
en teoría, que todo el sistema mundial del arte inicia, en esos
mismos años, un proceso de globalización que debería dejar de
lado la idea de que existen centros de poder desde los cuales todo
se había definido hasta entonces.
En 1991, diez años después de nuestro punto de partida,
Colombia asiste a una refundación radical con la Asamblea
Nacional Constituyente. En la nueva Carta Magna se consagran
principios básicos que, en el terreno de la cultura, son comple-
tamente distintos a los que regían desde 1886. La Constitución
de 1991 no representa sólo una manera nueva de entender los
derechos o la política, sino también un cambio cultural con
resonancias definitivas en el campo de las artes.
En nuestro esquema cronológico debería pensarse en un
acontecimiento que produzca un cambio significativo en 2001.
Por supuesto, surge de inmediato la imagen de los atentados del
Los antecedentes
sus obras nos ofrece su propia visión del mundo. Por eso, los
historiadores el arte suelen centrar su interés en las figuras
protagónicas de cada época. Pero Leonardo da Vinci, Rafael
Sanzio y Miguel Ángel Buonarotti no estaban solos en el paso
del Renacimiento al Manierismo, entre los siglos xv y xvi; pese
a su grandeza, Rembrandt van Rijn era sólo uno más, aunque el
más trascendental, entre los numerosos pintores holandeses del
siglo xvii; Claude Monet y sus compañeros del impresionismo
francés representan sólo una de las posibilidades de pintura de
la luz en el siglo xix. Muchas veces se deforma la historia del
arte por la posición facilista y perezosa de limitar las épocas del
arte a sus protagonistas, como si éstos constituyeran todo lo que
existe. Por supuesto, siempre es necesario circunscribir el análisis
a los artistas más destacados, pero no se debe olvidar que su
trabajo se destaca, sobre todo, por sus connotaciones ejemplares
frente a su propio tiempo y con respecto al futuro, es decir, por
ser protagonistas incluyentes, no excluyentes.
En definitiva, a pesar de que los historiadores del arte
reconozcan casi siempre que la producción artística implica
la existencia de grupos de creadores en discusión permanente,
más o menos directa, la identificación de protagonistas que se
pueden conocer y analizar con mayor profundidad, da la clave
para aproximarse a una interpretación de los procesos generales.
Por supuesto, ese protagonismo es siempre relativo y cubre sólo
algunos aspectos poéticos, formales, temáticos, culturales o
temporales, con lo cual, si se cambian los criterios de análisis,
cambian necesariamente esos nombres clave; de allí surgen
con frecuencia los mayores conflictos y debates de la crítica y
de la historia del arte. Así, por ejemplo, a finales del siglo xix
se enfrentaban en Bogotá los defensores de la academia y los
del naciente impresionismo, y de allí se desprenden nombres
contrapuestos como los de Epifanio Garay y el mexicano Felipe
La euforia de la renovación
las pequeñas casas que construye, donde la lluvia que las baña se
detiene sobre los techos, o en las gotas que quedan pendientes de
los aleros. Como en el discurso filosófico de la fenomenología,
la suspensión hace posible la reflexión crítica y, a través de ella,
el descubrimiento de nuevas facetas de lo real.
No es azar que estos objetos, así atrapados y suspendidos,
se vinculen siempre con referencias expresas a la ciudad, ni que
ésta se presente abatida por una especie de diluvio universal que
la desarticula. Mientras que los objetos aparecen claramente
identificables en su encierro de resinas, la ciudad y las casas son
esencialmente anónimas y repetidas, sin elementos de identi-
dad precisos, lo que, de inmediato, remite al contexto de una
reflexión general sobre la ciudad. El resultado es una mirada
insistente sobre la dialéctica entre la ciudad, caótica y anónima,
siempre al borde de una catástrofe inminente, y la vida concreta,
vivida y salvada del cataclismo por medio del recuerdo.
En este sentido, es posible descubrir en estas poéticas
del tiempo y la memoria una reflexión más amplia acerca de la
cultura y de la historia. Mnemosine, encarnación de la memoria
en el mito griego, es la madre de las musas, lo que equivale a
afirmar que no sólo las artes, sino también las ciencias y todas
las formas del pensamiento, incluida la historia, tienen su
fundamento en la memoria. Lejos de una ligera mirada senti-
mental, Luis Fernando Peláez propone un enfrentamiento del
problema en un ámbito que podríamos definir como existen-
cial: sin actitudes nostálgicas, aquí se revela cómo la historia
implica un proceso de permanente deterioro y destrucción, que
la suspensión por la obra de arte permite reconocer, aunque no
detener de manera efectiva.
En el campo de los trabajos tridimensionales instalados
en el espacio urbano, el de Luis Fernando Peláez se desarrolla en
las mismas coordenadas de tiempo y memoria. La casa amarilla,
A modo de conclusión
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