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Libro institucional.

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Arte en Colombia
-

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Beatriz González. Autorretrato llorando 1, 1996.
Óleo sobre lienzo. 24 x 24 cm.

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Arte en Colombia
-

Carlos Arturo Fernández Uribe

Editorial Universidad de Antioquia

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Universidad de Antioquia

Alberto Uribe Correa, Rector


Martiniano Jaime Contreras, Vicerrector General
Ana Lucía Herrera Gómez, Secretaria General

© Editorial Universidad de Antioquia


© XXXXX XXXXXXXXX X XXXXXXXXXXXX XXXXXXXX

ISBN: 958-655-XXX-X

Primera edición: diciembre de 2006

Editorial Universidad de Antioquia


Teléfonos: (574) 210 50 10. Telefax: (574) 210 50 12
E-mail: editorial@quimbaya.udea.edu.co
Sitio web: www.editorialudea.com
Apartado 1226. Medellín. Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier


propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia

Impreso y hecho en Colombia / Printed and made in Colombia

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Contenido

Arte en Colombia: - 


Un punto de partida 1
Los antecedentes 3
La Bienal de 1981 y el Coloquio de Arte No Objetual 7
La historia del arte y sus protagonistas 15
Beatriz González, figura clave 19
La euforia de la renovación 26
La crisis de los años ochenta 35
Una generación urbana en desarrollo 41
1991: la nueva Constitución 56
Los artistas y la multiplicidad contemporánea 61
Año 2000: las donaciones de Fernando Botero 90
Los artistas en el campo expandido del arte 93
A modo de conclusión 103
Bibliografía 
Agradecimientos 
Créditos 
Índice de obras 
Índice onomástico 

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Arte en Colombia
-

Un punto de partida

Escribir una historia es hacer un relato; y los relatos se inician


con la afirmación de un punto de partida que generalmente hun-
de sus raíces en el mito y escapa a la pura racionalidad. “Había
una vez…” no significa que no haya habido un tiempo anterior
ni que el relato pretenda afirmarse como la única realidad ab-
soluta que puede concebirse. Significa sólo que en un momento
dado hacemos un corte basado en un hecho significativo para
el propio relato, el cual extrae de allí consecuencias relevantes,
que, en las interpretaciones planteadas por otras historias, quizá
ni siquiera se tomarían en consideración.
Nuestros historiadores han discutido muchas veces si el
arte moderno se inicia en Colombia a mediados del siglo xx,
con el grupo de artistas descubiertos y promovidos por la crítica
argentina Marta Traba. Otros piensan que se debería escoger un
momento hacia 1930, que corresponde, entre otros fenómenos,
al nacionalismo expresivo de Pedro Nel Gómez, a los artistas
bachué y al modernismo de Ignacio Gómez Jaramillo. Algunos
se remiten al posimpresionismo de Andrés de Santa María,

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entre finales del siglo xix y comienzos del xx. En fin, tampoco
falta quien invoque el año de 1886, con la influencia que ejerce
sobre el arte el proyecto de la Regeneración, de Rafael Núñez
y Miguel Antonio Caro, que se manifiesta en la creación de la
Escuela Nacional de Bellas Artes y en la Primera Exposición
Anual, gracias a la actividad de Alberto Urdaneta.
Esta historia comienza en 1981 y pretende descubrir cada
diez años unos núcleos especialmente determinantes dentro de
nuestros procesos sociales, culturales y estéticos. La elección
de ese punto de partida —que, lo mismo que todo comienzo,
arrastra una carga mítica y convencional— se justifica por la
realización simultánea, ese año, de la iv Bienal de Arte de Me-
dellín y del Coloquio de Arte No Objetual y de Arte Urbano.
Tras este primer mojón, descubriremos la progresiva toma de
conciencia de nuevas formas de entender el arte y de vincularnos
en este campo a los procesos internacionales de la red que lo crea,
lo justifica, lo critica, lo expone, lo vende. Se supone, al menos
en teoría, que todo el sistema mundial del arte inicia, en esos
mismos años, un proceso de globalización que debería dejar de
lado la idea de que existen centros de poder desde los cuales todo
se había definido hasta entonces.
En 1991, diez años después de nuestro punto de partida,
Colombia asiste a una refundación radical con la Asamblea
Nacional Constituyente. En la nueva Carta Magna se consagran
principios básicos que, en el terreno de la cultura, son comple-
tamente distintos a los que regían desde 1886. La Constitución
de 1991 no representa sólo una manera nueva de entender los
derechos o la política, sino también un cambio cultural con
resonancias definitivas en el campo de las artes.
En nuestro esquema cronológico debería pensarse en un
acontecimiento que produzca un cambio significativo en 2001.
Por supuesto, surge de inmediato la imagen de los atentados del

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Un punto de partida / 3

11 de septiembre, planeados de manera minuciosa para quedar


grabados en la mente de todo el mundo mediante la imagen
televisiva. Nunca antes había sido tan evidente que la nuestra es
la época de la imagen. Las consecuencias en el campo de las artes
están en pleno desarrollo, quizá con menos fuerza en Colombia
que en otras latitudes, por motivos que, por lo demás, pueden
resultar bastante obvios.
Pero, sin negar el impacto profundo del 11 de septiembre
de 2001, e incluso intentando recoger su repercusión, parece
conveniente forzar un poco los ciclos y plantear como tercer mo-
jón las donaciones de Fernando Botero en Bogotá y Medellín,
hechas efectivas en 2000. No se trata de exaltar aquí la obra de
Botero, que, por otra parte, logra su plena significación dentro
del arte colombiano e internacional en un momento histórico
anterior. Lo que se busca es destacar el protagonismo social e
histórico que en los últimos años se reconoce en el país a las
distintas manifestaciones artísticas. En cierto sentido, en 2000
se cumplen muchos de los propósitos que había perseguido el
arte colombiano a lo largo de toda su historia, desde los objeti-
vos de paz, progreso y orgullo nacional que Alberto Urdaneta
señalara en 1886 a la naciente Escuela de Bellas Artes.
Sin embargo, más que a eventos puntuales, es necesario
remitirse a las discusiones que propiciaron y que demuestran
la complejidad de la situación artística en las últimas décadas
del siglo xx. Esa complejidad conceptual es el horizonte de la
historia que aquí se propone.

Los antecedentes

Las bienales de arte de Medellín se llevaron a cabo de manera


regular entre 1968 y 1972. Las tres primeras versiones, patro-
cinadas por la Compañía Colombiana de Tejidos, Coltejer,

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tuvieron un efecto verdaderamente revolucionario en el arte


colombiano de la segunda mitad del siglo xx.
Pero no puede suponerse que la dinámica de las bienales
haya surgido del vacío. En realidad, pese a que en los niveles
institucionales del arte seguía predominando una visión muy
tradicional, la idea de que la cultura contemporánea opera
a través de procesos de ruptura y cambio constante había
comenzado ya a construir un espacio más o menos sólido en
Colombia. Así, por ejemplo, el nadaísmo, cuyo manifiesto se
lanza en 1958 y se convierte en la mayor gresca cultural en la
historia del país, está poéticamente vinculado con las tendencias
neodadaístas que se presentan en el campo internacional en la
misma época, y cumple desde Medellín la más intensa función
de purga, revisión y rechazo de mitos, tabúes y tradiciones que
se desarrollara en el ámbito nacional de la época.
En la misma dirección de apertura hacia nuevos para-
digmas, cada vez más globales, actúan los modernos medios
de comunicación de masas. La televisión, que había llegado
al país en 1954, tiene una influencia definitiva en la transfor-
mación del arte. Por este medio, la presencia de Marta Traba,
por ejemplo, representa mucho más que su reconocimiento de
un grupo de artistas ya ubicados en contextos de avanzada.
En efecto, comienza a plantearse la formación de un público
más amplio, gracias a las discusiones críticas y a las reflexiones
que sobre la historia del arte realiza ella en sus programas de
televisión, lo cual permite pensar que se crea la condición básica
del interés, necesario para generar una nueva dinámica en todo
el sistema del arte.
Tampoco se puede desconocer que a lo largo de los años
sesenta se había configurado, especialmente en Bogotá, una
nueva generación artística que, por una parte, aparecía como
alternativa renovadora frente a aquellos viejos maestros, como

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Los antecedentes / 5

Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Carlos Correa y


Luis Alberto Acuña, entre otros, que hacia 1930 habían roto
con los esquemas académicos tradicionales. Pero los jóvenes
superaban también, por otra parte, las propuestas de la gene-
ración que en los años cincuenta había atrapado la atención de
Marta Traba; a pesar de que ellos mismos eran sus alumnos, y
en sus clases, conferencias y escritos expresaban su admiración
por artistas como Alejandro Obregón, Edgar Negret, Eduardo
Ramírez Villamizar, Enrique Grau, Guillermo Wiedemenn
y Fernando Botero, no se limitaban al ejercicio de la conti-
nuidad que casi siempre había determinado la historia del
arte colombiano anterior. Beatriz González, Luis Caballero,
Bernardo Salcedo y Santiago Cárdenas, por ejemplo, irrum-
pen con personalidad propia aun antes de las bienales y, de
paso, hacen percibir la crisis de los circuitos oficiales del arte,
representados en un Salón Nacional cada vez más anémico e
insignificante.
En estos marcos de referencia, y de acuerdo con la defini-
ción de sus propios objetivos, las bienales contribuyeron sobre
todo a la difusión de las tendencias del arte de vanguardia, de
muy escasa circulación en el país y reducidas al conocimiento
de pocas personas. Las bienales, por el contrario, más allá de
sus obvias limitaciones, ofrecieron el más amplio y generoso
panorama del arte de su tiempo del que se tuviera noticia en la
historia de Colombia. Al respecto, puede citarse la información
que aparecía al comienzo del catálogo de la iii Bienal: “La bienal
educativa. Para mejor comprensión del público, la Bienal se ha
dividido en cuatro secciones: A - Arte figurativo; B - Arte no
figurativo o abstracto; C - Arte tecnológico y científico; D - Arte
de ideas. El arte figurativo comprende diversos tipos que en la
Bienal están representados por: arte primitivo, arte kitsch, arte
semifigurativo, arte surrealista, arte superrealista e hiperrealista,

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arte de la nueva figuración, arte pop, nuevo realismo. El arte


no figurativo o abstracto comprende: arte abstracto geométrico
y constructivista, arte abstracto orgánico y no geométrico,
arte informalista, arte óptico. El arte tecnológico y científico
comprende: arte cinético, arte lumínico, arte audio-visual, arte
lumino-sono-cinético, arte biológico, bioquímico, biofísico.
El arte de ideas comprende: arte ecológico, arte de sistemas,
proposiciones, arte anti-museo”.
En el mismo orden de ideas, el hecho de que se cancelara
la programación de las bienales a partir de la crisis económica
de 1974, representó una cierta desaceleración de los procesos
renovadores del arte colombiano.
Sin embargo, en los años siguientes comienzan a reco-
gerse los frutos de lo sembrado con el proyecto educativo de las
bienales. Tras una concentración casi absoluta de los intereses
de vanguardia en Bogotá desde hacía más de dos décadas
—mientras en las capitales regionales se protegían los fuertes
vínculos con la academia tradicional—, en 1973 el Museo de
Arte Moderno de Bogotá presentó la muestra Barranquilla,
Cali, Medellín. En eventos como éste, además de profundizar la
crítica al Salón Nacional, que se había limitado en gran medida
a los jóvenes estudiantes de arte de la capital, se propone una
vigorosa descentralización que permitirá asimilar mucho mejor
los contextos de la vanguardia.
En efecto, coincidiendo con la cancelación de las bienales,
en los años setenta se toma conciencia de que existe una nueva
generación artística en vigoroso desarrollo, la cual pronto muy
logra que el Salón Nacional recupere su valor y trascendencia.
Cuando evalúa el Salón de 1978, pese a señalar que son obras
en proceso de búsqueda, Marta Traba destaca la apertura de
nuevos campos de experimentación que se apartan de las solu-
ciones convencionales.

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Los antecedentes / 7

No obstante, al mismo tiempo se percibe que, a diferencia


de lo que había definido las precedentes etapas en la historia
del arte colombiano, en esta generación no es posible señalar
rasgos comunes sino, ante todo, la genérica apertura hacia los
procesos de experimentación y novedad, unida al creciente
interés por el análisis de las condiciones sociales y culturales en
las cuales se despliega la obra de arte. Inclusive se percibe que
esa vitalidad difusa es mucho más significativa que la realización
más o menos esporádica de los grandes eventos expositivos de
los años anteriores.
En definitiva, es un período en el cual se recogen e inte-
riorizan los aportes de los años pasados y, como consecuencia,
se afirma con clara conciencia y personalidad una generación
de artistas que, quizá por primera vez en la historia artística del
país, se cree y se siente contemporánea de las más avanzadas
corrientes de la vanguardia mundial.

La Bienal de 1981 y el Coloquio de Arte No Objetual

La trascendencia de las tres primeras bienales se hace patente


en el esfuerzo colectivo por reactivar esa clase de exposiciones,
propósito que se cristaliza en 1981.
La iv Bienal de Arte de Medellín fue posible gracias al
esfuerzo mancomunado de Suramericana de Seguros, Fabricato,
el Banco Comercial Antioqueño, Coltabaco y la Cámara de
Comercio de Medellín. A pesar de que la Corporación Bienal
de Arte de Medellín sólo pudo convocar la muestra de 1981,
es indispensable resaltar que se trató de un evento artístico
que logró unir aportes económicos y de trabajo de la empresa
privada, las universidades y el sistema educativo, el medio
artístico y las entidades culturales de la ciudad, con el apoyo
marginal del Estado. En otras palabras, el mayor interés desde

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el punto de vista organizativo fue el haber logrado desarrollar


un gran proyecto cultural y social “de ciudad”, refrendado por
la presencia de 320.000 visitantes, un número sin precedentes
en la historia colombiana.
Pero también desde el punto de vista artístico la Bienal
de 1981 se convirtió en un hito histórico, porque recogió una
parte muy significativa de la extraordinaria multiplicidad que
en esos años comenzaba a caracterizar al campo del arte. En
ese terreno, la riqueza de la iv Bienal se vio reforzada por el
Coloquio de Arte No Objetual y de Arte Urbano, que orga-
nizó el entonces recién inaugurado Museo de Arte Moderno
de Medellín, MAMM. Incluso puede afirmarse que, mirado
desde el presente, críticos e historiadores reconocen un valor
mucho mayor en el Coloquio, cuya trascendencia descubren en
el posterior desarrollo del arte de América Latina.
Como había sido habitual desde las primeras bienales,
la de 1981 se caracterizó por su propósito educativo. Sin em-
bargo, aunque en ese momento se reconoció que, incluso en
el campo internacional, el perfil pedagógico era el rasgo que
mejor la identificaba, la Bienal no dejó de ser excepcionalmente
problemática.
Todavía desde la perspectiva del presente la iv Bienal de
Arte de Medellín constituye un momento significativo para el
desarrollo del arte contemporáneo en Colombia. El panorama
estético que ofrecían los 240 artistas participantes era tan va-
riado y contradictorio, que parecía imposible comprenderlo si
se recurría sólo a los conceptos y teorías que habían definido
hasta ese momento el arte del siglo xx. Eran manifestaciones
artísticas absolutamente desconcertantes. Tras la efervescencia
creativa de los años sesenta, los movimientos conceptuales
habían reinado en relativa tranquilidad durante más de una dé-
cada; y en este momento, a comienzos de los años ochenta, casi

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La Bienal de 1981 y el Coloquio de Arte No Objetual / 9

todos los críticos en el mundo, lo mismo que la generalidad del


público, suponían que el conceptualismo se afianzaba cada vez
más. Entonces, las grandes exposiciones se llenaron de insólitas
pinturas impresionistas, expresionistas, action painting, manie-
ristas o neobarrocas que comenzaron a ser definidas a partir de
conceptos inusitados, como transvanguardia, hipermanierismo,
esquizofiguración y otros similares. Tan novedosas y complejas
denominaciones querían significar que ahora los artistas creaban
obras que se salían del ámbito estético característico de todo el
siglo: trabajos que iban más allá de las vanguardias, se remitían
al manierismo del siglo xvi o al Neoclasicismo del xviii, o regre-
saban a propuestas figurativas, cuando parecía evidente que el
arte debía ser esencialmente abstracto. Y, como si fuera poco, se
presentaron después la postransvanguardia, los nuevos-nuevos,
el citacionismo, el anacronismo y la pintura culta, entre otros,
que reivindicaban la importancia de las técnicas, del trabajo
manual, del valor decorativo, del pasado y del oficio artístico,
cuando en las décadas anteriores se había proclamado el puro
pensamiento especulativo como esencia misma del arte.
Desde un punto de vista crítico y teórico, el asunto era
grave. Mientras que el arte de las vanguardias del siglo xx
había proclamado la necesidad de la absoluta originalidad y de
la búsqueda permanente de lo nuevo, sucedía, casi de manera
repentina, que los nuevos artistas no querían hacer algo nuevo,
sino releer el pasado. Tras décadas de cambios constantes y de
rechazo a la historia del arte, parecía que era justamente de allí
de donde podía surgir el futuro. Con razón T. S. Eliot sostenía
que no hay nada verdaderamente novedoso que no esté enrai-
zado en la más auténtica tradición.
Ese giro, definitivo para el arte de las últimas décadas
del siglo, se hizo patente en la iv Bienal de Medellín, incluso
de manera más clara que en otras grandes exposiciones interna-

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cionales de ese momento. Por ejemplo, la Bienal de Venecia, en


Italia, presentó en 1980 una cierta crítica al arte experimental
predominante en la década anterior, y expuso una muestra
retrospectiva que, sin embargo, se limitaba tímidamente a los
años setenta; hubo que esperar hasta 1982 para que, tanto en
Venecia como en la Documenta de Kassel, en Alemania, se le
diera plena cabida a las formas de arte que se salían de las rutas
de las vanguardias. En otras palabras, al mismo tiempo, pero
incluso de forma más radical que la Documenta de Kassel o la
Bienal de Venecia, la de Medellín exhibió las obras de artistas
que, en actitud casi inverosímil, se apartaban de los procesos
experimentales de las vanguardias y volvían su interés hacia la
revisión de movimientos anteriores como los expresionismos
de principios del siglo xx u otras tendencias de vanguardia, e
inclusive hacia los ejercicios y períodos más clásicos de la pintu-
ra. En general, estos artistas parecían deleitarse recorriendo las
salas de un museo de historia del arte y saqueando libremente
las imágenes procedentes de las obras de los maestros del pasado,
con intención en esencia lúdica y sin grandes pretensiones ideo-
lógicas. Así, contra la búsqueda de una novedad permanente,
se impone ahora la idea de obras ya vistas o que revelan con
claridad su carácter de reelaboraciones sin afán exclusivista.
Muchos críticos y teóricos en el mundo entero levantaron
entonces su voz contra estas formas de arte que desconocían los
grandes logros estéticos, políticos y culturales de las vanguardias
modernas del siglo xx. En efecto, tampoco parecía posible ol-
vidar de golpe que el movimiento moderno había impuesto los
valores de la racionalidad, la libertad, la justicia y la democracia,
en un Occidente atravesado por todo tipo de fascismos. Los
críticos contrarios a esta nueva actitud posmoderna recuerdan
que la modernidad no era, en el fondo, un grupo de obras de
arte sino, ante todo, una posición ante la vida, según la cual los

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La Bienal de 1981 y el Coloquio de Arte No Objetual / 11

procesos del conocimiento, del sentimiento y de la expresión


son incesantes y no necesitan ni soportan límites.
En realidad, lo que no podía ni siquiera sospecharse era
que el propio paradigma de la vanguardia estaba siendo desmon-
tado en ese mismo momento, y que los nuevos planteamientos,
tan difusos que apenas si se identificaban como algo posterior
(posmodernismo, posvanguardia, poshistoria), lograrían pro-
fundizar los valores fundamentales de las vanguardias, al menos
en una segunda fase, más conceptual y política, en la segunda
mitad de la década.
Por eso, el desconcierto que produce la Bienal de 1981
no puede atribuirse a una falta de información o de perspectiva
en el sólo ámbito del arte o de la crítica en Colombia, sino al
carácter conceptual y filosófico de un proceso que, inclusive en
Europa y Estados Unidos, apenas comenzaría a ser percibirse
a mediados de los años ochenta. Años después, uno de los más
lúcidos críticos y teóricos del arte actual, el estadounidense
Arthur C. Danto, reconocería que en la primera mitad de los
años ochenta las complejas instituciones del arte dentro del
contexto internacional, como galerías, escuelas y academias,
revistas, museos, críticos y curadores, parecían funcionar aún de
manera relativamente estable, y que sólo unas cuantas personas
tenían la sensación de que se estaba produciendo un cambio
real en las condiciones de producción de las artes visuales. Pese
a percibir que la obra de aquellos artistas indicaba que “algo
estaba pasando”, Danto reconocía que ni siquiera a mediados
de los años ochenta disponía él mismo de un panorama que
le permitiera expresar con claridad lo que, quizá, representaba
esa nueva situación.
Hoy sabemos que, sin abandonar las connotaciones con-
ceptuales de la obra, ahora se multiplicaban hasta el infinito sus
posibilidades de despliegue, porque ya la reflexión no se limitaba

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a las diferentes formas de su presencia, es decir, a las discusio-


nes formales —figuración, abstracción, realismo, surrealismo,
etc.— que habían llegado a caracterizar a los movimientos de
vanguardia, sino que surgía la conciencia de que el desarrollo
del arte involucraba el problema de su propia naturaleza. El
clima de reflexión teórica del Coloquio de Arte No Objetual y
de Arte Urbano fue muy oportuno para profundizar el cambio
conceptual que se estaba produciendo.
Un evento como la Bienal de 1981 presentaba, aparente-
mente, una nueva explosión de propuestas artísticas llamadas a
recuperar, como en los años sesenta y setenta, el espíritu revolu-
cionario de las vanguardias. Pero sus constantes y anacrónicas
referencias al pasado y a los más variados ámbitos culturales
hicieron pensar que el modo de entender el arte predominante
hasta ese momento del siglo xx quedaba atrás y que, además,
no se trataba de un fenómeno meramente artístico. Se revelaba
entonces el final de una manera de interpretar la actividad
humana como un proceso histórico de coherencia sistemática,
regido por una perspectiva teleológica unificadora y por la idea
del progreso. En definitiva, la nueva forma de enfrentar el arte era
una manifestación adicional de que las concepciones metafísicas
habían sido sepultadas en el pasado.
La ruptura con las vanguardias y con la idea de progreso
que ellas implicaban representa, al mismo tiempo, un rechazo a
los esquemas de los centros hegemónicos del arte internacional.
En un momento en el cual todos los caminos son posibles y po-
tencialmente válidos, no existe ningún argumento que justifique
la necesidad de seguir una línea maestra, ni las directrices de una
escuela internacional, como habían pretendido los procesos mo-
dernos. De repente, es como si cada operador estético se encontrara
en la completa soledad, consigo mismo. Mientras que hasta ese
momento podía afirmarse que el arte colombiano había cobrado

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La Bienal de 1981 y el Coloquio de Arte No Objetual / 13

conciencia de nuestra condición periférica con respecto a los cen-


tros del arte, ahora se reconocía que no había centros, se rechazaba
la obsesión por los modelos internacionales y por aquella condición
que nos vinculaba de manera esencial con la cultura occidental
europea y estadounidense —para el efecto, era igual que se tratara
del Renacimiento florentino, del impresionismo francés o del pop
neoyorquino—. Lo realmente trascendental es que aquellos lazos
con los centros internacionales de la cultura habían constituido
la esencia de la construcción de nuestra historia y, por tanto, eran
ellos los que marcaba los límites y referencias únicas dentro de los
cuales podía producirse una verdadera obra de arte. Ahora revela
su profunda sabiduría la decisión de una artista como Beatriz
González, quien desde hacía más de una década afirmaba que su
obra era regional y provinciana, como rechazo de las pretensiones
internacionalistas del movimiento moderno.
Así, a lo largo del siglo xx, la historia del arte latinoame-
ricano y colombiano estuvo marcada por la discusión acerca
de la posibilidad de manifestar los propios procesos culturales
aprovechando las formas y desarrollos de las vanguardias, para
hablar de lo propio en un lenguaje que pudiera llegar a todos.
Por eso, ser modernos y actuales no dependía de nosotros, sino
de la manera correcta como cada artista lograra acomodarse a
las ideas y objetivos de los diferentes movimientos y programas
de vanguardia. En pocas palabras, de una forma u otra, saltaba
siempre el fantasma de los centros dominantes, frente a los cuales
debíamos defender nuestra identidad cultural.
Ahora, al menos en teoría, ya no hay centro, ya los artistas
no se ven forzados a seguir las rutas que marcan Nueva York o
París. Se reivindican entonces los valores de lo regional y lo local,
en un contexto de creciente globalización. Ahora el centro está
en todas partes, y eso significa que las preguntas esenciales deben
ser enfrentadas por todos, y también por nosotros.

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14 / Arte en Colombia: 1981-2006

En definitiva, ya no existe, al menos como proyecto


teórico, aquella construcción histórica unitaria característica
de la idea de Occidente desde la época de la Ilustración, basada
en un eurocentrismo que sólo reconocía aquellos valores que
repetían los suyos y afirmaba el progreso como hecho indis-
cutible. Esa clase de historia ya terminó y, en ese sentido, nos
encontramos en una condición poshistórica, o en la posibilidad
de estarlo.
Por todo esto, la iv Bienal de Arte de Medellín y el
Coloquio de Arte No Objetual y de Arte Urbano se ubicaban
ya en un campo distinto al de la modernidad que originó las
primeras bienales. Si se aplica aquí la visión de Danto, puede
afirmarse que éstas fueron, ante todo, eventos modernos que
buscaban reparar las fracturas que distanciaban al arte co-
lombiano respecto a los contextos internacionales o, en otras
palabras, posibilitar nuestra inclusión en los procesos artísticos
de las vanguardias.
Por el contrario, la iv Bienal y el Coloquio son, definiti-
vamente, eventos poshistóricos. A diferencia del clima vanguar-
dista de las primeras bienales, aquí no se da, en sentido propio,
ningún alegato contra el arte del pasado. Todo ello se concibe
como una suerte de inventario disponible para su libre utili-
zación. En una dirección diferente a la desarrollada por el arte
anterior, estos operadores estéticos desarrollan la clara concien-
cia de que la esencia de su trabajo consiste en investigar acerca
de la naturaleza misma del arte, pero sin verse limitados por
proyectos de carácter programático y general. Danto: “Entonces
los artistas se liberaron de la carga de la historia y fueron libres
para hacer arte en cualquier sentido que desearan, por cualquier
propósito que desearan, o sin ningún propósito. Ésta es la marca
del arte contemporáneo y, en contraste con el modernismo, no
hay nada parecido a un estilo contemporáneo”.

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La Bienal de 1981 y el Coloquio de Arte No Objetual / 15

El terreno de la poshistoria permite aproximarse a los


conceptos y realizaciones del arte contemporáneo, caracteri-
zado por un total pluralismo y tolerancia, una realidad en la
cual ya no existen las rígidas reglas del pasado, pero donde
resultan fundamentales los procesos de investigación y análisis
conceptual y teórico.
Justamente por eso parece pertinente señalar el año de
1981, si no como punto de partida, sí como un momento de
inflexión en el proceso del arte en Colombia.

La historia del arte y sus protagonistas

Ernst Gombrich, sin lugar a dudas el más conocido historiador


del arte en la segunda mitad del siglo xx, inició su famosa His-
toria del arte con una frase paradójica: “No existe, realmente,
el arte. Tan sólo hay artistas”. Al margen de las discusiones
teóricas que esa afirmación pueda despertar, se sostiene allí que
el desarrollo histórico del arte está en manos de los artistas y
que los teóricos e historiadores se limitan a proponer interpre-
taciones cuya validez se debe contrastar siempre con las obras
producidas por aquellos.
Por supuesto, aunque Gombrich mira e interpreta el
pasado, aquella afirmación y todos sus planteamientos teóricos
corresponden a conceptos elaborados en el presente. En el caso
de esta exaltación del artista por encima del arte mismo, es
necesario recordar que no siempre fue así.
Por ejemplo, hasta antes del Renacimiento italiano del
siglo xv predominaba la concepción de que el productor de las
obras era una especie de artesano de escasa relevancia social y
cultural, sin responsabilidad intelectual alguna sobre sus obras.
Por el contrario, a partir del Renacimiento se consolida la visión
del artista como genio creador, libre y original, que mediante

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sus obras nos ofrece su propia visión del mundo. Por eso, los
historiadores el arte suelen centrar su interés en las figuras
protagónicas de cada época. Pero Leonardo da Vinci, Rafael
Sanzio y Miguel Ángel Buonarotti no estaban solos en el paso
del Renacimiento al Manierismo, entre los siglos xv y xvi; pese
a su grandeza, Rembrandt van Rijn era sólo uno más, aunque el
más trascendental, entre los numerosos pintores holandeses del
siglo xvii; Claude Monet y sus compañeros del impresionismo
francés representan sólo una de las posibilidades de pintura de
la luz en el siglo xix. Muchas veces se deforma la historia del
arte por la posición facilista y perezosa de limitar las épocas del
arte a sus protagonistas, como si éstos constituyeran todo lo que
existe. Por supuesto, siempre es necesario circunscribir el análisis
a los artistas más destacados, pero no se debe olvidar que su
trabajo se destaca, sobre todo, por sus connotaciones ejemplares
frente a su propio tiempo y con respecto al futuro, es decir, por
ser protagonistas incluyentes, no excluyentes.
En definitiva, a pesar de que los historiadores del arte
reconozcan casi siempre que la producción artística implica
la existencia de grupos de creadores en discusión permanente,
más o menos directa, la identificación de protagonistas que se
pueden conocer y analizar con mayor profundidad, da la clave
para aproximarse a una interpretación de los procesos generales.
Por supuesto, ese protagonismo es siempre relativo y cubre sólo
algunos aspectos poéticos, formales, temáticos, culturales o
temporales, con lo cual, si se cambian los criterios de análisis,
cambian necesariamente esos nombres clave; de allí surgen
con frecuencia los mayores conflictos y debates de la crítica y
de la historia del arte. Así, por ejemplo, a finales del siglo xix
se enfrentaban en Bogotá los defensores de la academia y los
del naciente impresionismo, y de allí se desprenden nombres
contrapuestos como los de Epifanio Garay y el mexicano Felipe

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La historia del arte y sus protagonistas / 17

Santiago Gutiérrez. Quizá para la historia del arte no sea re-


levante afirmar que, en sentido estricto, uno era mejor que el
otro; sino que, en relación con cada uno de esos nombres, se
descubre la defensa de un diferente paradigma, válido según
escalas de valores particulares.
En todas las épocas han existido muchos más artistas
y obras que aquellos de los que alcanzamos a preocuparnos y,
por eso, grupos muy numerosos no llegan a formar parte de
los relatos de los historiadores. También, no pocas veces, una
investigación feliz o una nueva lectura del pasado permiten
comprender el valor de un artista hasta entonces en el olvido,
por el motivo que fuera.
En 1984, el Museo de Arte Moderno de Medellín,
MAMM, presentó una gigantesca retrospectiva de la obra de
Débora Arango, una artista que llevaba casi cuatro décadas de
completo anonimato y ostracismo. Esta exposición permitió
redescubrir una de las figuras trascendentales de la historia del
arte colombiano y, quizá, latinoamericano, lo que, de cierta
manera, obligó a reescribir esa historia para reconocer el justo
valor de las corrientes expresionistas y de las miradas urbanas
casi inadvertidas hasta entonces. No sería exagerado afirmar
que la revisión, a mediados de los años ochenta, de la obra de
Débora Arango es un acontecimiento de dimensiones históricas,
que echa por tierra buena parte de la visión establecida de la
cultura y del arte nacionales. En ese terreno, más próximo a las
interpretaciones de la historia del arte que al de su producción
directa, podría considerarse esta revisión incluso más trascen-
dental que la iv Bienal y el Coloquio de 1981 que nos sirven
de marco de referencia.
A lo largo de la historia del arte en Colombia es posible
reconocer figuras protagónicas que, al mismo tiempo, ayudan
a identificar las principales tendencias del arte nacional. Así,

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en las dos últimas décadas del siglo xix puede estudiarse el


predominio de la academia a partir de la obra del ya citado
Epifanio Garay, sin desconocer u olvidar por ello el trabajo
de otros artistas. Andrés de Santa María y Francisco Antonio
Cano comparten el protagonismo de las primeras tres décadas
del siglo xx, un período en el cual se introducen, de manera
paulatina, tendencias impresionistas y posimpresionistas en un
clima ecléctico que no implica elecciones radicales. A partir de
los años treinta y hasta mediados del siglo, el protagonismo pasa
a figuras como Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo y
Luis Alberto Acuña; si debiera elegirse uno solo, quizá la figura
más significativa de esta etapa de fuerte nacionalismo sería Pedro
Nel. En el periodo siguiente, entre 1950 y hasta 1981, fecha que
hemos escogido como punto de arranque para la consideración
del arte contemporáneo, la selección se hace bastante difícil.
Si se optara por una fi gura protagónica absoluta, debería
pensarse en Marta Traba, aunque no sea una artista plástica y
su influencia en Colombia se haya reducido notablemente en
los años setenta. En el plano de la pura producción plástica,
se imponen Alejandro Obregón y Fernando Botero, quienes
despliegan en esa etapa toda la riqueza de sus particulares vi-
siones de la realidad y del arte, susceptibles de vincularse con la
poética de un realismo mágico. No obstante, a pesar de que la
poética de un artista como Fernando Botero sea un claro punto
de partida para aquellos artistas contemporáneos interesados
en el análisis de la historia del arte —es decir, sin desconocer
sus implicaciones posmodernas–, eventos como la iv Bienal
de Medellín y el Coloquio de Arte no Objetual abren campos
de trabajo que ya no están cubiertos por esas poéticas de más
claras implicaciones teóricas, políticas y culturales.
En este orden de ideas, si se busca una figura clave en
el arte colombiano de los últimos veinticinco años, con una

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La historia del arte y sus protagonistas / 19

propuesta artística crítica, amplia e incluyente, es decir, un


artista cuyo análisis posibilite una mejor comprensión global
de este tiempo, sin olvidar que se trata siempre de una elección
relativa, habría que pensar en Beatriz González.

Beatriz González, figura clave

Si los relatos históricos tienen siempre un punto de partida


que corresponde a una decisión conceptual del historiador,
bien podría plantearse un estudio del arte contemporáneo en
Colombia que partiera de 1965, con Los suicidas del Sisga, de
Beatriz González.
Nacida en Bucaramanga en 1938, estudió en la Escuela de
Bellas Artes de la Universidad de Los Andes, en Bogotá, desde
1959. Compañera de jóvenes definitivos en el arte colombiano
como Luis Caballero, tuvo como maestra y amiga a Marta
Traba, de quien recibe una visión profundamente crítica y ac-
tualizada sobre la situación del arte internacional y colombiano.
Sin ningún tipo de condescendencia, Marta Traba sigue con
interés el trabajo de sus alumnos. Sostiene que la única manera
de apoyarlos realmente es a través de una crítica despiadada que
induzca una autocrítica de iguales características. De Beatriz
González afirma, en 1964, que, como buena pintora, está llena
de dudas, angustias y reticencias con su trabajo.
En 1965, aprovechando un episodio de crónica roja,
Beatriz González pinta Los suicidas del Sisga . Encuentra en un
diario la conmovedora historia de una pareja de enamorados
que, antes de lanzarse a las aguas de la represa del Sisga, se toma
una fotografía que luego aparece entre sus pertenencias y que el
periódico reproduce. A partir de esa foto, y utilizando amplias
zonas de colores planos, la artista crea uno de los retratos más
contundentes de la historia de Colombia. Años después, sobre

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la relación entre su obra y la prensa, dijo: “Quiero intensificar


el dolor […] la prensa registra, pero vuelve todo tan cotidiano
que la gente ya no siente nada. Yo retomo la prensa y la vuelvo
más perenne. La prensa es temporal, de cierta manera la labor
del artista es no permitir que se olviden la muerte y el dolor”.
La obra se inscribe, en términos generales, dentro de los
mecanismos del arte pop, pero sólo en el sentido de que utiliza
imágenes seriadas y anónimas para crear obras únicas. Pero no se
trata de una preocupación intelectual por el pop estadounidense,
vinculado desde sus orígenes con los procesos de una sociedad
de consumo que, lógicamente, ella es la primera en reconocer,
no se da en Colombia. En realidad, el suyo es un compromiso
con las manifestaciones de la cultura popular.
Con Los suicidas del Sisga, Beatriz González gana el pre-
mio en el xvii Salón Nacional de 1965 y determina, en palabras
de Marta Traba, un nuevo modo de ver en el arte colombiano.
El desarrollo de la obra va, sin embargo, mucho más allá de
una simple versión criolla del arte pop. En efecto, en 1964, el
Museo de Arte Moderno de Bogotá había presentado su serie
de pinturas sobre La Encajera, de Jan Vermeer, artista holandés
del siglo xvii. En esta serie, el proceso fue, justamente, el con-
trario del que luego seguiría en Los suicidas del Sisga: parte de
una obra única para desplegar múltiples posibilidades de color
y de composición. Estos diferentes acercamientos a la obra de
arte son posibles porque, en realidad, lo que ya desde entonces
manifestaba la joven pintora era un intenso conocimiento de
la historia del arte y la conciencia de la posibilidad de revisión
renovadora de la misma.
En las décadas siguientes se sucederán los análisis de
otras grandes obras de la historia del arte: El almuerzo sobre
la hierba, de Edouard Manet, Guernica, de Pablo Picasso, u
obras de Auguste Renoir, críticamente convertidas en pinturas

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Beatriz González. Los suicidas del Sisga, 1965.
Óleo sobre tela. 100 × 80 cm.

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valoradas por centímetro cuadrado. A la vez, desarrolla su interés


por las cursis láminas populares, ya insinuado en Los suicidas del
Sisga, pero llevadas ahora a la decoración de muebles y objetos
cotidianos, trillados y corrientes, que, de paso, adquieren el
valor de obra de arte. Por este medio, las imágenes de los héroes
y prohombres nacionales acaban pintadas en cajas de galletas,
mesas de noche o en camas metálicas sacadas de los mercados
callejeros. También los íconos consagrados de la historia del
arte, como el Pífano, de Manet, que, reducido a un esquema
compositivo básico, en colores vivos y chillones, decora un
tambor de hojalata; o la Bañista, de Edgar Degas, en el fondo
de una ponchera de aluminio. Luego pasa a las cortinas de baño
con los Nenúfares, de Claude Monet; a las toallas, a los carteles
publicitarios y a todo tipo de soporte ordinario.
En una dirección, la imagen popular se transforma en
obra de arte, sin dejar de ser imagen popular; en la otra, la obra
de arte del pasado se convierte en imagen popular, sin dejar de
ser obra de arte. El resultado es un proceso de desmitificación
del arte, de lucha contra la retórica del poder y descubrimiento
del valor de la propia cultura nacional, al margen de la grandi-
locuencia del arte internacional de las vanguardias.
Pero la trascendencia defi nitiva de Beatriz González
está vinculada, sobre todo, con sus series sobre la violencia en
Colombia, cada vez más intensas y dramáticas, y con las re-
flexiones y denu ncias sobre el manejo del poder en el mundo
político. La tragedia del Palacio de Justicia en 1985 la decidió a
dedicar toda su energía a reflexionar sobre la realidad nacional,
consciente de que la violencia y la muerte han determinado
toda la historia del país.
Por el despliegue de esta multiplicidad de intereses, desa-
rrollados con absoluta coherencia, Beatriz González encarna de
modo sobresaliente las condiciones fundamentales del arte en

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Beatriz González. Mátenme a mí que yo ya viví 2, 1997.
Óleo sobre lienzo. 160 × 90 cm.

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esta etapa de la posmodernidad y la poshistoria que, recordan-


do siempre a Arthur C. Danto, se puede caracterizar como un
período de casi perfecta libertad, en el cual todo está permitido.
Un estado de libertad estética unido, sin embargo, a una cons-
tante reflexión sobre los problemas del sentido del arte, lo que
va más allá de la preocupación sobre la forma y la producción
de la obra que embargaba a los anteriores movimientos de van-
guardia; ahora se da paso a planteamientos que, sin desconocer
los valores formales, se enfrentan de manera simultánea con
la problemática de la función social del arte, de su incidencia
política y cultural.
Beatriz González es protagonista en asumir con plena
conciencia los alcances de su obra, porque despliega una
permanente actitud conceptual manifiesta, por ejemplo, en el
ingenio de los títulos de sus trabajos y que, desde los comienzos
mismos de su producción, revelan la decisión de crear una obra
significativa y no un mero juego de formas y colores. Ella sabe
muy bien que esta decisión de vincularse de manera radical a
la cultura y a la historia nacional tiene costos muy elevados en
el contexto del sistema del arte; costos que asume plenamente
al decir que ella es, ante todo, una pintora regional, es decir
que, para hacer más “internacional” su obra, no está dispuesta
a renunciar a esa búsqueda de sentido. Y no se trata tampoco de
una decisión sin fundamento, sino de la afirmación contundente
de que, en el actual estado de globalización, un artista que quiera
hacer de su obra un proceso de investigación y análisis, tiene
ante sí un único camino que atraviesa el compromiso político
y cultural que, por supuesto, sólo se da en el ámbito concreto
de la propia historia; lo contrario no pasaría de ser una misti-
ficación romántica y metafísica del arte y del presente. Afirma
expresamente que las verdades universales impuestas por el arte
internacional no son más que un lugar común.

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Beatriz González, figura clave / 25

Por lo demás, el trabajo de Beatriz González puede re-


sultar incomprensible si no se tiene en cuenta su excepcional
conocimiento de la historia del arte y su preocupación por las
reflexiones estéticas contemporáneas, intereses que, de manera
muy clara, recuerdan el profundo impacto de las enseñanzas de
Marta Traba. Es un conocimiento que no se limita al genérico
inventario de obras o movimientos que pudieran resultar más o
menos interesantes y útiles desde la perspectiva de la producción
de la propia obra, como era bastante habitual en las últimas
generaciones de las vanguardias. Por el contrario, Beatriz
González se ha dedicado al estudio sistemático de la historia del
arte y ha propuesto metodologías novedosas para su enseñanza,
convencida de su trascendencia para los procesos de un arte
con sentido. Además, ha desarrollado intensas investigaciones
que la convierten en una de las personas que mejor conoce la
historia artística colombiana de los siglos xix y xx, y escribe
con frecuencia sobre estos temas. Muchos de los resultados de
estas investigaciones los presentó como parte de su labor como
curadora del Museo Nacional, lo que le permitió sacar a la luz
una serie de artistas hasta entonces desconocidos y proponer
nuevas lecturas de capítulos como la Expedición Botánica, la
Comisión Corográfica o el desarrollo de la caricatura en Colom-
bia. También el Museo Nacional fue el marco de su profundo
trabajo pedagógico para la formación de guías, que repercute,
sin lugar a dudas, en una más enriquecedora aproximación al
arte y a la historia por parte del público.
Por todo ello, se puede afirmar que Beatriz González no
sólo es la gran protagonista del arte colombiano de las últimas
décadas, sino también una figura central en los campos historio-
gráfico, museológico, curatorial y pedagógico. En buena hora el
Ministerio de Cultura le concedió en 2006 el Premio Nacional
Vida y Obra, en el campo de las artes visuales.

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La euforia de la renovación

Los años setenta y ochenta asisten a la consolidación de nuevos


artistas, grupos y tendencias que habían comenzado a aparecer,
en buena medida, por efecto de las bienales, de la obra crítica
y curatorial de Marta Traba, de la renovada participación en
eventos y de la consiguiente internacionalización.
A ese clima de renovación contribuyen de manera decidi-
da los museos de arte moderno, en ese momento las instituciones
museales más dinámicas del país, por encima de los museos
históricos. En la misma dirección actúa la progresiva incor-
poración de las viejas academias a los esquemas profesionales
universitarios, o el establecimiento de nuevos programas de artes
plásticas y visuales en las universidades. Se supera así la idea
tradicional de una formación artística exclusiva y excluyente,
pero bastante informal y con frecuencia inestable, predominante
hasta entonces en casi todas las regiones del país. Por supuesto,
ese es un proceso de largo alcance que, en realidad, todavía no
ha concluido.
El resultado de estas transformaciones es el surgimiento
de numerosas propuestas y proyectos artísticos que tienen cada
vez más en cuenta los problemas urbanos y asumen con clara
conciencia su función social.
También en este periodo, y seguramente por el empuje
de las mismas circunstancias que permiten la consolidación
de las nuevas generaciones, se transforma el rol que hasta ese
momento habían desempeñado los viejos maestros en la historia
del arte colombiano. Como si se hubiera comprendido entonces
que, como afirmaba Immanuel Kant, en el campo del arte un
maestro enseña al discípulo sus fuentes para que beba de ellas,
pero no exige imitaciones ni formula paradigmas que el alumno
deba seguir; sólo procura avivar su imaginación y contribuir

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La euforia de la renovación / 27

al desarrollo de la autocrítica. En ese sentido, el cambio con


respecto a las épocas de la academia y del nacionalismo de
la primera mitad del siglo, es radical. Negret, Roda, Botero,
Obregón o Ramírez Villamizar, por ejemplo, no pretenderán
que sus alumnos repitan sus propias poéticas. El resultado es una
proliferación de abstraccionismos geométricos, expresionismos
de todo tipo, nuevas formas de figuración, constructivismos
y estructuras informales, pero también de manifestaciones
artísticas vinculadas con las más recientes tendencias del arte
internacional.
En este orden de ideas, debe tenerse en cuenta la fuerte
presencia del arte pop en la obra de muchos artistas colombia-
nos, ya desde mediados de los años sesenta, casi desde la misma
época en la cual hace su aparición en Estados Unidos. No
obstante, tal como se anotó en el caso de Los suicidas del Sisga,
de Beatriz González, se trata de un pop particular, que no se
inspira directamente en los íconos de la sociedad de consumo,
sino en el campo de la cultura popular. Por eso, dentro de esa
perspectiva particular, Fernando Botero puede afirmar que ya
hacía arte pop en su Apoteosis de Ramón Hoyos, de 1959.
Una aproximación más amplia a las peculiaridades del arte
pop en Colombia puede lograrse a través de la obra de Bernardo
Salcedo (Bogotá, 1939). En una visión muy cercana a ese movi-
miento, Salcedo presentó en 1964 un collage en el cual recurría
a imágenes publicitarias. Luego, a partir de 1966, desarrolló
sus Cajas, con fragmentos arbitrarios de objetos, que permiten
recordar los fuertes vínculos de los artistas pop estadounidenses
y europeos con las poéticas neodadaístas desplegadas a finales de
los años cincuenta. Más adelante, en 1970, para la ii Bienal de
Arte de Coltejer en Medellín, Salcedo presentó la obra Hectárea
de heno, una acumulación de quinientas bolsas plásticas, nume-
radas y llenas de hierba seca. De este modo, Bernardo Salcedo

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se constituye en una de las figuras clave en los comienzos del


arte conceptual en Colombia, y en esa dirección desarrollará en
adelante una obra que llega hasta el presente, cargada poesía,
imaginación y humor, pero también de agudeza crítica y rigor
formal. Es difícil encontrar un artista que de manera más estricta
haya logrado convertir su obra en pensamiento, conservando tan
elevado grado de perfección.
Si a esta simbiosis de intereses pop, dadaístas y conceptua-
les se une la preocupación por la cultura popular y provinciana
que encontramos antes en Beatriz González, estará casi comple-
to el panorama peculiar de la influencia pop en el país.
Con todo, quizá el rasgo fundamental de este ambiente
pop es que, en el contexto del paso entre los años sesenta y
setenta, se encuentra por lo general vinculado con las poéticas
conceptualistas que abundan entonces en el campo internacio-
nal. Así, mientras que en apariencia se trataba de una tendencia
simplemente humorística y superficial, en su seno se desarrollan
algunas de las más serias reflexiones acerca del arte y de la
realidad colombiana.
Esta suerte de pop conceptual en el cual predomina el
pensamiento, será el campo de trabajo de Juan Camilo Uribe
(Medellín, 1945-2005) quien se dedica a poner en evidencia
las implicaciones de la cultura popular: paradojas, prejuicios,
contradicciones, tabúes, provincialismo, mal gusto quizá, pero
también sabiduría ancestral, poesía, identificación de valores,
humor, ternura, y una belleza sólo posible aquí, justamente por-
que corresponde a nuestras propias perspectivas. Por supuesto,
Uribe no se limita a plantear un gesto anodino o decorativo,
sino que busca desencadenar una reflexión; y, por eso, la obra
alcanza una dimensión de crítica eficaz, punzante, irónica,
que nos obliga a pensar, y que está presente, aun más allá de
su realidad física.

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La euforia de la renovación / 29

La obra de Álvaro Barrios es una fiesta de múltiples intereses,


de sabiduría, pero también, paradójicamente, de frescura vital.
Aunque nació en Cartagena, en 1946, se considera de Barran-
quilla, la ciudad donde ha pasado toda su vida y con cuya
imagen y cultura se identifica. En su trabajo, Barrios alcanza
una síntesis muy eficaz entre las técnicas tradicionales, como
el dibujo, la acuarela y la pintura al óleo, por ejemplo, con el
uso del collage y la introducción de elementos extraños, como
trozos de algodón, muñecos de plástico o lentejuelas. Aparecen
igualmente los personajes de las tiras cómicas, de la literatura
más imaginativa o de la leyenda popular. Y a ello se agrega
un amplio conocimiento de la historia del arte, para generar
un clima de absoluta libertad donde conviven la nostalgia, los
recuerdos, el surrealismo, el arte pop y el conceptual, en un
mundo de poesía pura.
Uno de los mayores aportes de Álvaro Barrios al arte en
Colombia es la clara conciencia de que en el panorama con-
temporáneo también los medios tradicionales, como la pintura
y el dibujo, y no sólo las instalaciones y performances, tienen
la necesidad apremiante de estar cargados de conceptos, de
significados e ideas. Por eso, en su obra interesa, ante todo, el
respaldo conceptual que le da sentido, mientras que, según él
mismo, el problema del estilo ya no interesa, ha cumplido su
ciclo con el fin de las vanguardias.
En el mismo clima, predominantemente conceptual,
Álvaro Barrios desarrolla, desde 1972 hasta el presente, el
proyecto de sus “grabados populares”. Retomando la vieja idea
de que a través del grabado se buscaba una popularización del
arte, presenta sus obras impresas dentro de un periódico, como
una página más, con igual tiraje (en 1977 aparecieron 230.000
ejemplares de un grabado suyo en el Magazín Dominical de El
Espectador) y dirigido a todos los lectores. Barrios reconoce,

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Álvaro Barrios. No te muevas fea Cristina, 1966.
Collage. 53 × 29 cm. Colección Compañía
Suramericana de Seguros S. A.

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Álvaro Barrios. La ascensión de Remedios la bella, 1986.
Serigrafía sobre tela. 140 × 80 cm. Colección Compañía
Suramericana de Seguros S. A.

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como dicen algunos grabadores, que no son grabados, en sentido


estricto, pero reivindica su carácter de obra gráfica y, sobre todo,
su profundo impacto social. Aunque el artista firma y numera
los grabados que la gente le solicite, lo que en teoría le da una
valor especial a cada ejemplar, es evidente que sus “grabados
populares” constituyen una estrategia absolutamente novedosa
y eficaz para extender los límites del arte que, de esta manera,
puede llegar a un público amplísimo, en un contexto desmiti-
ficado y casi inmaterial, más allá de las barreras institucionales
determinadas por el museo, las galerías o el mercado.
En 2005, la serie completa de los “grabados populares”
de Álvaro Barrios ingresó oficialmente a la colección del Museo
de Arte Moderno de Nueva York.

Un caso especial es el de Ethel Gilmour, nacida en Cleveland,


Ohio, en 1940, educada en Charlotte, Carolina del Norte, y
radicada en Medellín desde 1971, donde ha desarrollado todo
su trabajo artístico. Con más razón que en cualquier otro caso,
se puede suponer que su obra es una especie de arte pop (hace
su maestría en pintura en el Pratt Institute de Nueva York, en
el mismo momento en el cual se desarrolla allí esa poética).
Sin embargo, ella prefiere afirmar que su interés es sólo hacer
una pintura simple. Eso significa que su trabajo enfrenta los
problemas más concretos y vitales, y que tiene muy poco interés
en dedicarse a elucubraciones teóricas sobre las relaciones más
o menos remotas con unos estilos artísticos que, posiblemente,
sólo sirvan para complicar lo que, por su misma naturaleza, es
elemental y sencillo.
No obstante, desde el punto de vista de la crítica de arte,
la pregunta por el carácter de la pintura de Ethel Gilmour y,
de manera concreta, el planteamiento de sus conexiones con el

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Ethel Gilmour. En este cuadro no se ve un elefante, 1995.
Óleo sobre tela. 60 × 40 cm.

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arte pop, son pertinentes, porque contribuyen a completar el


círculo de esa influencia en el arte colombiano de las últimas
décadas.
Sin necesidad de entretenerse en los problemas del
consumo, ya anotados, y sin la preocupación conceptualista
de otros artistas de su generación, Ethel Gilmour se dedica
simplemente a vivir, a hacer de su obra su propia vida y, a
través de ella, a tomar conciencia de la realidad que nos ro-
dea. En este sentido, lo mismo que en el pop, su pintura está
completamente llena de los objetos más triviales y, en apa-
riencia, intrascendentes. Pero, a diferencia del pop, ella sabe
muy bien que nada es insignificante, porque ese universo de
cositas menudas es lo que nos permite descubrir las pequeñas
verdades que llenan de sentido la vida humana, en un clima
de poesía transparente y en contra de todo intelectualismo y
hermetismo. Por lo demás, esa es la gran búsqueda de todo
el arte conceptual: una profunda significación unida al más
estrecho contacto con la vida cotidiana.
Un tipo de proceso posible sólo a partir de lo real mismo.
Por eso, aunque pueda sonar exagerado y paradójico, dado su
origen extranjero, es necesario afirmar que Ethel Gilmour está
absolutamente comprometida con la realidad colombiana, in-
cluso hasta el provincialismo, y que, desde este punto de vista,
su obra es una de las más colombianas que pueda encontrarse
en la actualidad.
Sus temas son todos intensamente nacionales: los héroes,
las figuras de nuestra historia pasada y presente, los personajes
de la literatura, los mitos sociales y religiosos, los árboles, los
paisajes, los ideales, los estereotipos, el dolor y la violencia, los
lugares comunes, transitorios y triviales, de la cotidianidad
colombiana, que, por eso mismo, revelan nuestra idiosincrasia.
Sus formas y colores están sacados de la realidad colombiana,

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La euforia de la renovación / 35

recordando las manifestaciones artesanales y del arte popular,


sin preocuparse por hacer cuentas con el arte contemporáneo
oficial.
Pero es colombiano, sobre todo, el sentido y las implica-
ciones políticas de su poesía. En efecto, además de sus imágenes
de encantador provincialismo, sin falsas intelectualidades ni
gritos exaltados, Ethel Gilmour ha creado una de las visiones
estéticas más intensas y profundas sobre la violencia en la Co-
lombia de nuestro tiempo, porque ha sabido superar el nivel de
las meras explicaciones racionales sobre el país, a través de una
especie de cuento infantil, profundo pero directo.
Lo que descubrimos en este aspecto de su obra es una
historia dramática, de muerte y violencia pero, al mismo tiempo,
cargada de poesía y de elementos míticos. Como si la artista nos
contara un cuento en voz baja, en un ritmo como de murmullo,
que se manifiesta en las formas esquemáticas y repetidas de unas
imágenes muchas veces minúsculas que sólo es posible distinguir
cuando nos aproximamos y seguimos el ciclo de los cuadros.
En otras palabras, no sólo transmite una idea sino, sobre todo,
que lo hace de la manera más eficaz a través de los elementos
formales que utiliza.
Como frente a nuestra realidad social, ante las obras de
Ethel Gilmour —muchas veces centradas en el problema de la
violencia— no es posible detenerse a lo lejos, si se quiere enten-
der alguna cosa. En definitiva, no es tan importante definir los
vínculos con el pop; lo fundamental es reconocer que esto es
arte político, en el pleno sentido de la palabra.

La crisis de los años ochenta

Los años ochenta son no sólo el momento en el cual asistimos a


la aparición de un arte nuevo, múltiple y libre. Son también una

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época de profundas crisis en todos los ámbitos, internacionales,


regionales y locales.
Por una parte, la Guerra Fría llega a una tensión insos-
tenible y, a través del armamentismo desbordado, amenaza
con producir el desquiciamiento total del sistema mundial; el
resultado, a finales de los años ochenta, será el desmoronamiento
del bloque soviético y el colapso del modelo socialista de Estado,
con los esquemas ideológicos y filosóficos del marxismo que
habían sido su fundamento; en más de un sentido, se ponen
en discusión los referentes conceptuales y políticos en todo el
mundo. También en ese caso amerita hablar de poshistoria,
pues resulta evidente que la historia anterior había llegado a
su fin. Un proceso hasta entonces inimaginable y, quizá con
razón, se afirma a veces que el siglo xx concluyó con la caída
del Muro de Berlín en 1989. Pero ya desde 1979 el panorama
mundial se había visto transformado por la revolución islámica
en Irán, que radicaliza un antagonismo latente entre las culturas
musulmanas y las occidentales.
En América Latina se vive con mucha intensidad la
escalada de los enfrentamientos; la crisis en Centro América se
extiende bajo la forma de guerras civiles generalizadas, mientras
las dictaduras militares refuerzan su presencia en el sur del
continente y se difunde la idea de que la deuda externa acabará
por destruir las frágiles economías de la región, sumidas en una
pobreza general.
En Colombia, la del ochenta es la década del auge de las
mafias del narcotráfico, identificadas en el Cartel de Medellín, y
sus secuelas de bombas, sicariato y descomposición social, política
y económica, que crean una nueva realidad en el país y condi-
cionan la actividad cultural. Desde un punto de vista histórico,
el hecho de que los narcotraficantes se interesaran masivamente
por el arte, se aproximaran a él y, en definitiva, ejercieran una

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La crisis de los años ochenta / 37

influencia muy notable sobre nuestro proceso estético, encuentra


relaciones con muchos otros momentos del pasado. Cada vez que
en la historia ha surgido un grupo que busca ascender en la escala
social con base en el poder que le confiere una enorme cantidad de
dinero acumulado con notable rapidez, ese grupo se ha acercado
al arte, y en particular a las artes plásticas, para ganar el lustre y
prestigio que necesita y afianzar el poder que el dinero le ofrece.
La situación de los años ochenta se vio reforzada también por un
supuesto ingreso en la sociedad de consumo; ahora el arte era un
objeto más, cuyo valor intrínseco y significación trascendente no
resultaba necesario plantearse, porque su función se limitaba a
ser adquirido y poseído, es decir, a ser consumido. Por lo demás,
en esta subcultura del narcotráfico también tuvo consecuencias
la idea, fuertemente arraigada en el ancestro nacional, de que el
arte es una cosa lujosa que sólo sirve para aparentar.
Es claro que tampoco el arte queda al margen de los efectos
del narcotráfico. En primer lugar, porque el contexto de los años
ochenta es el de un arte urbano que vive con especial intensidad la
problemática de la ciudad, que se hace violentamente dramática.
Y, en segundo lugar, se presenta también una influencia perni-
ciosa porque, por ejemplo, con los precios desbordados y de los
ajustes a una estética complaciente, la cultura del narcotráfico
llega casi a destruir el funcionamiento interno del sistema artís-
tico de museos, galerías, exposiciones, e incluso determina un
tipo de desarrollo artístico que, por lo general, parece alejarse de
los procesos contemporáneos que habían comenzado a gestarse.
Es cierto que inicialmente la posmodernidad revaluó el carácter
objetual de la obra de arte, es decir, la existencia de la pintura y
de la escultura; pero en todo el mundo, incluida América Latina,
ello se vio acompañado de un amplio desarrollo de obras no
objetuales, como performances, ambientaciones, instalaciones,
videos, etc. En nuestro medio, este tipo de trabajos fue poco

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numeroso hasta finales de los años ochenta, para aparecer luego


con fuerza inusitada. En otras palabras, los gustos del narcotrá-
fico hicieron que un gran número de artistas renunciaran a las
recientes perspectivas de la posmodernidad y regresaran a los
terrenos de la pintura tradicional y decorativa que interesaba
a los nuevos coleccionistas. Aunque resulta difícil comprobar
de manera directa la hipótesis de que la bonanza de las ventas
determinó el despliegue de un arte básicamente objetual y co-
mercializable, se puede señalar, por lo menos, la coincidencia
cronológica de ambas realidades. Así, mucho más allá de las
decisiones personales de los artistas y sin una responsabilidad
directa de ellos, el narcotraficante se constituyó en un elemento
decisivo en el proceso artístico.
Quizá no se ha hecho todavía un análisis suficientemente
serio sobre las profundas repercusiones del narcotráfico en el
terreno de las artes. Pero salta a la vista que todo el sistema del
arte en Colombia sufrió sus consecuencias. En un mercado
incontrolado como el que caracterizó a los años ochenta, mu-
chos supuestos artistas se valorizaron, apoyados por también
supuestos críticos y galeristas. Incluso los artistas más serios
y comprometidos con su obra se vieron afectados, pues, de la
misma manera que aumentó de forma desmesurada el valor de
la tierra o de la propiedad inmobiliaria en general, se incrementó
el precio de las obras de arte. Recuérdese, por ejemplo, que ya en
1981, con ocasión de la IV Bienal, Marta Traba denunciaba en
sus conferencias, con alguna exageración, que era más costoso
un grabado de un principiante en Colombia que uno de Picasso
en París, y que ello tendría consecuencias nefastas, porque esa
espantosa bonanza de precios sólo podía ser consecuencia de
un grave problema ético.
Las consecuencias infortunadas llegaron más pronto
que tarde. La guerra frontal contra los carteles de la droga hizo

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La crisis de los años ochenta / 39

desaparecer buena parte de los clientes fáciles, pero no podía


bajar los precios por decreto. Finalmente, los más perjudicados
fueron los artistas auténticos, que no se plegaron a los deseos
de los nuevos consumidores y se mantuvieron fieles a procesos
poéticos que, aunque no encontraban compradores, quedaron
atrapados por los altos precios. Fue una pérdida para todos,
difícil de reparar, porque el arte acabó por estar fuera de las
posibilidades reales de la clase media, que a lo largo del último
siglo desempeñó un papel protagónico en el desarrollo del arte
contemporáneo, y reducido casi totalmente a las élites adine-
radas o a los intereses culturales de los demás artistas y de los
estudiosos. Perdió todo el mundo: los artistas, los galeristas, los
críticos, los museos, el público, el arte mismo.
Sin embargo, esta etapa nefasta fue una verdadera prueba
de fuego que consolidó a muchos de los más grandes artistas
colombianos que supieron leer e interpretar la realidad de un
país que parecía caminar irremediablemente hacia el abismo de
la disolución. Como consecuencia, una parte muy significativa
del arte colombiano de los años noventa puede ser interpretada
como el esfuerzo sistemático por recuperar su soporte social,
porque si, en un sentido, el arte es una necesidad básica de los
pueblos, en otro, ningún proceso artístico puede sobrevivir sin
la resonancia de la sociedad.
Por otra parte, a pesar de las sombras, tampoco pueden
olvidarse las realizaciones y logros que, en los años ochenta,
alcanzan niveles casi excepcionales en la historia artística del
país, comenzando por el Premio Nobel que Gabriel García
Márquez recibe en 1982, y que se convierte en un momento de
reunificación y afirmación de la cultura nacional.
En Medellín, el Museo de Arte Moderno, MAMM, que
abre sus puertas en 1980, alcanza logros trascendentales en esta
década. En 1981 se crea el Salón Rabinovich, que impulsa de

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manera efectiva los procesos más contemporáneos del arte. En


1983, con el respaldo de la Alcaldía de Medellín, se construye
el Parque de las Esculturas del Cerro Nutibara, el primero de
su tipo en el país, con la presencia de algunos de los más repre-
sentativos escultores nacionales y latinoamericanos. En 1984 se
lanza el concurso de esculturas para el Aeropuerto José María
Córdova, de Rionegro, Antioquia, del cual se realizaron obras
de Edgar Negret, Bernardo Salcedo, Hugo Zapata y Clemencia
Echeverri. Más adelante, en 1989, se lleva a cabo el Concurso
Nacional de Arte Riogrande II, pensado ante todo como una
muestra de proyectos; y aunque éstos no se desarrollaron, el
concurso marcó para los artistas colombianos la posibilidad
de pensar en grande y explorar inclusive más allá de los límites
del arte urbano, y fue de especial importancia para visualizar
la vitalidad de la escultura en Colombia a finales de los años
ochenta. El MAMM organiza también, a partir de 1986, la
Bienal Internacional de Video-Arte, una modalidad de evento
que entonces comenzaba a realizarse en el ámbito internacional.
Los nuevos medios permiten cerrar la brecha que nos separaba
de éste, y lo logran hasta niveles inimaginables en las décadas
anteriores. Tampoco puede olvidarse la ya citada revaloración de
la obra de Débora Arango, a partir de la retrospectiva de 1984.
Por su parte, además de mantener una intensa actividad
de exposiciones e investigación, el Museo de Arte Moderno de
Bogotá entrega su sede completamente terminada y conme-
mora el centenario de la Constitución de 1886 y de la Escuela
Nacional de Bellas Artes, fundada por Alberto Urdaneta, con
la muestra “Cien años de arte colombiano 1886-1986” y con
el libro homónimo, ambos debidos al trabajo del curador del
Museo, Eduardo Serrano. Esta obra se convierte en una de las
síntesis más completas intentadas en la historiografía artística
nacional.

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Una generación urbana en desarrollo / 41

Una generación urbana en desarrollo

La generación de artistas que irrumpe en el ámbito nacional


a lo largo de los años setenta, y que se consolida, en términos
generales, en los años ochenta, se aproxima con especial interés
a los problemas urbanos. Se debe destacar en ellos la conciencia
de que la historia del país ha cambiado y que, a diferencia de las
ciudades míticas, casi rurales, que todavía llenan, por ejemplo,
las pinturas de Fernando Botero, ahora se impone la áspera
realidad de ciudades que crecen vertiginosamente y enfrentan
las más agudas crisis urbanísticas y sociales de su historia. En
efecto, entre 1970 y 1990, las ciudades colombianas sufren
agresiones de todo tipo, que producen la sensación de un de-
terioro irreversible, donde se pierde el patrimonio histórico en
los centros urbanos, casi por completo en manos del hampa,
mientras, con frecuencia, las ideas de modernización no hacen
más que agravar el estado de las cosas y llevan incluso hasta la
pérdida del paisaje natural. Más que una crisis urbana, está en
acto una crisis generalizada de valores en todo el país.
En ese contexto, resulta apenas obvia la preocupación de
las nuevas generaciones por enfrentarse al mundo de la ciudad.
No se trata de un interés circunstancial, sino que determina
hasta el presente todo el trabajo de estos artistas, al mismo
tiempo investigadores e intelectuales reflexivos que asumen
puntos de vista con los cuales se comprometen profundamente.
El interés por lo urbano tampoco es un rasgo diferencial de la
producción estética de un momento determinado, sino una
característica que atraviesa el arte de las últimas décadas en
casi todo el mundo.

Miguel Ángel Rojas, quien nació en Girardot, Cundinamarca,


en 1946, y vive y trabaja en Bogotá, basa su obra en la certeza de

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que, si bien el arte debe hacer patentes sus valores estéticos, no


puede detenerse allí, en lo simplemente formal; lo fundamental
es que la obra provoque una inquietud en quien se enfrente a
ella. Por eso, el artista debe sumergirse en la cruda realidad,
para tomar conciencia de ella y poder manifestarla. En este
sentido, el artista trabaja a partir de sus propias experiencias y
recuerdos, en un contexto de radical autenticidad. Se impone
aquí la “realidad real” por encima de cualquier idea romántica
de inspiración y creación de un mundo ideal, imaginado o
fantástico. Contra de la paradoja de Miguel Ángel Buonarotti,
para quien el arte podía crear falsedades sin embargo verdaderas,
Rojas plantea un arte que, a través de la experiencia propia,
descubre la verdad más profunda de la realidad en medio de
las verdades, aparentes y reales, de lo cotidiano. Sin desconocer
que aquí prima una mirada personal, insiste en que el análisis
de la realidad y la comunicación sólo son posibles mediante el
diálogo de subjetividades. Pero, a diferencia de la concepción
predominante en casi todo el siglo xx, la subjetividad no se
entiende como la manifestación emotiva y desgarrada del alma
del artista, sino como la afirmación de una perspectiva propia
en el marco de una investigación de la realidad social.
Por otra parte, como lo esencial de la obra es la investiga-
ción y revelación de lo real, quedan abiertas todas las técnicas y
alternativas de trabajo. El problema en el contexto contemporá-
neo no es ya, por ejemplo, el desarrollo de los oficios pictóricos
o fotográficos, ni el despliegue de sus posibilidades formales: no
se trata de ser pintor, sino artista; la diferencia, al parecer sutil,
pero definitiva, es que el pintor pinta, mientras que el artista
hace arte. Así, Miguel Ángel Rojas se ha servido de la pintura,
el dibujo, la fotografía, el video, el cine, las instalaciones, el
collage, los objetos encontrados. Esta versatilidad excepcional
le permite mantener un diálogo constante con los procesos

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Una generación urbana en desarrollo / 43

contemporáneos y lo ha convertido en uno de los artistas que


logra una relación más productiva e influyente con las jóvenes
generaciones; de hecho, casi todos los artistas posteriores reco-
nocen una deuda estética con Rojas.
No sería necesario anotar que la realidad es casi siempre
más dura y difícil de reconocer de lo que estamos dispuestos
a aceptar, y que un proceso de investigación artística como
éste, dedicado a revelar los resultados de experiencias vitales
de inmersión profunda en lo real, nos enfrenta con inmensos
cuestionamientos. Por eso, la obra de Miguel Ángel Rojas
produce siempre desconcierto y sabe que debe contar con la
posibilidad de rechazo.
Así, cuando en 1980 propone la obra Grano, anunciada
como un dibujo de Miguel Ángel Rojas en el Museo de Arte
Moderno de Bogotá, los desconcertados asistentes ven, a través
de un vidrio, un espacio cerrado en el cual el artista ha dibujado
sobre el piso, utilizando tierras calizas y carbón, las baldosas
de un patio, recuerdo de su infancia. Se trata, por supuesto, de
una intervención efímera (se retira al cabo de tres meses), de la
cual se conservan sólo registros documentales que cuestionan
los lugares comunes de las técnicas y ambientes museísticos
tradicionales. Por lo demás, la obra tendrá muchos seguidores
y réplicas entre artistas jóvenes de todo el país a lo largo de las
dos décadas siguientes.
El carácter en extremo relativo de las divisiones crono-
lógicas que se pueden proponer sobre la aparición y desarrollo
de los fenómenos de posvanguardia, y no sólo con referencia
al medio colombiano, resulta notorio cuando se considera en
conjunto la serie de trabajos acerca de la homosexualidad, los
cuales empieza a desarrollar desde el remoto 1973, y en los que
se hace evidente también su carga problematizadora. A partir
de ese año, toma fotos furtivas a través de los agujeros que

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Miguel Ángel Rojas. Serie Faenza, El gran fisgón, 1979-2003.
Cinco fotografías en blanco y negro, impresión de gelatina
de plata sobre aluminio. 70 × 50 cm cada una.

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encuentra en los baños de los cines de Chapinero; se concentra


luego en el Teatro Faenza, donde trabaja hasta 1979, siempre
con este tipo de fotografía “sin permiso”, a veces usando incluso
el teleobjetivo, con películas de alta sensibilidad, intentando
tomar toda la escena; después fuerza el tiempo en el proceso
de revelado y a partir de los resultados genera la serie. A pesar
de que las expone en esa misma época en Nueva York, con
notable éxito de crítica, las series del Faenza sólo se presentaron
en Bogotá a partir de 2003.
El poder de la experiencia subjetiva aparece también en
una serie de los últimos años acerca de las drogas. Utilizando
hojas de coca, pone de manifiesto las profundas injusticias que
rodean la producción, el tráfico y el consumo de estupefacien-
tes, lo mismo que la lucha contra ellos, y hace énfasis, sobre
todo, en la doble moral del mundo industrializado frente a
esta situación.
Cuando el artista se sumerge en la experiencia de la
realidad del país para analizarla con toda profundidad, revela
dimensiones de intenso drama, pero también de belleza. En la
obra David , una serie de fotografías de gran formato, de 2004,
un joven soldado, a quien le falta la pierna izquierda, adopta
la misma postura de la escultura de Miguel Ángel Buonarotti,
conocida por todos. La belleza y serenidad clásica del modelo,
la evidente alusión a las minas antipersona, el hecho de que
este soldado conserve su actitud heroica a pesar de la mutila-
ción, y todo con aquella escultura como marco de referencia,
hacen de esta obra no sólo una contundente expresión de la
realidad nacional, sino también un manifiesto del poder del
arte cuando no se dedica a crear idealismo, sino que se com-
promete con la vida real. La distancia entre esta concepción
del arte en Rojas y la paradoja estética del otro Miguel Ángel,
se hace patente.

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Una generación urbana en desarrollo / 47

Con frecuencia se afirma que la ciudad es la más importante


creación del ser humano, y se agrega, con razón, que es la obra
de arte por excelencia. Al margen de las precisiones que puede
exigir una afirmación como ésta, de ella se desprende la convic-
ción de que, lo mismo que toda obra de arte, la ciudad se nos
impone por su riqueza de significados. Por eso, la aproximación a
la vida ciudadana que realizan estas generaciones de artistas que
calificamos como urbanos, se puede plantear desde perspectivas
muy diversas. En esta relación con la ciudad, Luis Fernando
Peláez y Hugo Zapata ofrecen dos de las propuestas más sólidas
y significativas.
La obra de Luis Fernando Peláez (Jericó, Antioquia, 1945)
se aproxima a la realidad de la ciudad desde una poética del
tiempo y la memoria. Ante todo, se apropia con frecuencia de
objetos que la misma realidad urbana le proporciona, quizá de
manera casual: puertas, sillas o maletas de viaje; pero también
fotografías anónimas o cartas antiguas. Este gesto de apropiación
se podría identificar aparentemente con el que muchos artistas
actuales repiten quizá hasta el abuso; basados la mayoría de
ellos, en primer lugar, en la nostálgica belleza de esos restos del
naufragio del pasado y de la historia, y, en segundo lugar, en
insistentes discursos acerca de la memoria como puente para
reconocer la propia identidad. En realidad, una estrategia que
busca diferenciarse de los movimientos de casi todo el siglo xx
que, con base en la idea de progreso, ubicaban la identidad en un
futuro al que sólo podía accederse rechazando el pasado.
La propuesta de Luis Fernando Peláez plantea una poética
más rica y problemática. No se limita a la mera apropiación,
sino que luego sus objetos son cuidadosamente encerrados entre
lacas y resinas que parecen suspender el paso del tiempo, aunque
sin privarlos de sus valores de belleza, nostalgia y posibilidad de
memoria. La suspensión del tiempo se hace patente, además, en

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Luis Fernando Peláez. Lluvia, 2001. Lámina de
hierro, bronce, madera, aluminio, resinas y objetos.
Pieza de serie de 160 elementos. 50 × 50 × 21 cm.

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Luis Fernando Peláez. Lluvia, 2001. Lámina de
hierro, bronce, madera, aluminio, resinas y objetos.
Pieza de serie de 160 elementos. 50 × 50 × 21 cm.

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las pequeñas casas que construye, donde la lluvia que las baña se
detiene sobre los techos, o en las gotas que quedan pendientes de
los aleros. Como en el discurso filosófico de la fenomenología,
la suspensión hace posible la reflexión crítica y, a través de ella,
el descubrimiento de nuevas facetas de lo real.
No es azar que estos objetos, así atrapados y suspendidos,
se vinculen siempre con referencias expresas a la ciudad, ni que
ésta se presente abatida por una especie de diluvio universal que
la desarticula. Mientras que los objetos aparecen claramente
identificables en su encierro de resinas, la ciudad y las casas son
esencialmente anónimas y repetidas, sin elementos de identi-
dad precisos, lo que, de inmediato, remite al contexto de una
reflexión general sobre la ciudad. El resultado es una mirada
insistente sobre la dialéctica entre la ciudad, caótica y anónima,
siempre al borde de una catástrofe inminente, y la vida concreta,
vivida y salvada del cataclismo por medio del recuerdo.
En este sentido, es posible descubrir en estas poéticas
del tiempo y la memoria una reflexión más amplia acerca de la
cultura y de la historia. Mnemosine, encarnación de la memoria
en el mito griego, es la madre de las musas, lo que equivale a
afirmar que no sólo las artes, sino también las ciencias y todas
las formas del pensamiento, incluida la historia, tienen su
fundamento en la memoria. Lejos de una ligera mirada senti-
mental, Luis Fernando Peláez propone un enfrentamiento del
problema en un ámbito que podríamos definir como existen-
cial: sin actitudes nostálgicas, aquí se revela cómo la historia
implica un proceso de permanente deterioro y destrucción, que
la suspensión por la obra de arte permite reconocer, aunque no
detener de manera efectiva.
En el campo de los trabajos tridimensionales instalados
en el espacio urbano, el de Luis Fernando Peláez se desarrolla en
las mismas coordenadas de tiempo y memoria. La casa amarilla,

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de 1996-1997, recrea el espacio de la memoria y plantea la casa


como lugar de acogida, vientre materno de todas las posibili-
dades. La plaza de la luz , en el espacio de la antigua Plaza de
Cisneros de Medellín, con 365 postes luminosos de alturas
diferentes y guaduales, pretende que la ciudad se relacione con
los cambios de iluminación producidos por las fases de la luna,
lo mismo que por las distintas horas del día, con el sol jugando
entre sus elementos naturales y artificiales. Con ello se busca
reconocer, al mismo tiempo, las vinculaciones cósmicas de la
ciudad, como hicieron todas las civilizaciones ancestrales.

Preocupaciones similares se pueden encontrar en algunas eta-


pas de la obra de Hugo Zapata (La Tebaida, Quindío, 1945).
Con estudios de artes plásticas en la Universidad de Antioquia
y graduado como arquitecto en la Universidad Nacional de
Colombia, Sede de Medellín, ciudad donde ha realizado su
trabajo artístico, Zapata es uno de los artistas más destacados
entre los que irrumpen en el ámbito nacional después de las
primeras bienales de arte de Medellín. En ese momento forma
parte de la muestra “Once antioqueños”, presentada en 1975
por el Museo de Arte Moderno de Bogotá y luego en Medellín;
gracias a la cual se adquiere conciencia de que hay una nueva
generación en desarrollo. En realidad, parece evidente que a
estos jóvenes artistas no los aproxima una manera común de
trabajar sino, a lo sumo, el rechazo a las formas convencionales
del arte y el interés por asuntos del contexto urbano. Se trata de
un grupo que se aparta ya de las formas tradicionales del arte de
la modernidad, basadas en principios indiscutibles que debían
ser acogidos unánimemente, y, en cambio, plantea su trabajo
a partir de perspectivas individuales y divergentes, como será
habitual en el contexto contemporáneo.

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Hugo Zapata. Espejos, 2002.
Lutita y agua. 64 × 45 × 12 cm.

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Hugo Zapata. Laguna (cubo), 2002.
Roca tallada (lutita) y agua. 21 ×
21 × 19 cm.

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Es necesario agregar que Hugo Zapata se vincula con


el principal proyecto de formación artística que se desarrolla
entonces en Colombia. Durante el receso de las bienales, y con
unas características que buscan responder al nuevo contexto
cultural creado por ellas, en establece en 1976 la carrera de Artes
de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín, que
se aleja de las concepciones estéticas predominantes hasta en-
tonces en los medios académicos, y Zapata es nombrado primer
director. La carrera surge de las preocupaciones de un grupo
de arquitectos y artistas, lo que se traduce en un indiscutible
afán constructivo que se verá reflejado en el desarrollo de las
décadas siguientes, especialmente en el campo de la escultura,
pero, además, en un nuevo sentido de la profesión del artista y
en una más amplia dimensión humanística. Bien puede decirse
que es entonces cuando la formación para el arte adquiere un
carácter verdaderamente universitario y creativo, gracias a la
aplicación de nuevas metodologías, estructuradas alrededor
de un “taller central” que permite a los estudiantes realizar sus
propias propuestas estéticas.
En los años setenta, Zapata se dedica sobre todo a de-
sarrollar trabajos en serigrafía, con formas que se mueven en
los límites entre la figuración y la abstracción. Pero ya desde
comienzos de los años ochenta da un salto hacia el espacio
tridimensional, primero a partir de pequeños elementos mine-
rales, para pasar luego a las grandes intervenciones en el espacio
natural. En ese sentido, plantea sucesivos proyectos para el
Aeropuerto de Rionegro, el Cerro Nutibara en Medellín, la
represa de Riogrande ii y para Cartagena, de los cuales sólo
puede llevar a cabo el primero, e incluso en ese caso de manera
parcial. En 1987 presenta la obra Estelas, en Suramericana de
Seguros, en Medellín, y, con su juego de lajas de piedra y vidrio,
plantea la relación entre naturaleza y razón como alternativa al

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Una generación urbana en desarrollo / 55

rigor geométrico que entonces se imponía en la escultura ur-


bana de la ciudad. Lo que realiza en adelante, y continúa hasta
el presente, es uno de los procesos de más ricas implicaciones
poéticas y conceptuales en todo el arte colombiano.
Ante todo, Hugo Zapata enfatiza en la dimensión literal
de su obra: sus piedras son reales, asumidas de los espacios
naturales y desarrolladas a partir de sus propias condiciones
materiales, para revelar una extraordinaria riqueza de formas,
componentes, texturas y colores propios de su carácter de pie-
dra. Se presentan por sí mismas y no buscan representar nada
diferente. Cualquier idea de metamorfosis —la que se da, por
ejemplo, cuando un escultor utiliza el mármol para represen-
tar un cuerpo humano o un vestido— se encuentra aquí por
completo abolida; las piedras sólo existen en su calidad de pie-
dras. Por otra parte, sin embargo, el artista las interviene para
descubrir y revelarnos la riqueza de su potencial significativo:
aunque las asume literalmente como lo que son, las convierte
al mismo tiempo en otras realidades que superan cualitativa y
cuantitativamente cualquier experiencia cotidiana de la pie-
dra. Se produce así una auténtica transformación que permite
descubrir una nueva realidad: la acción del artista hace que ya
no nos encontremos sólo ante una roca, sino ante una nueva
presencia; y, de esta manera, la obra se instala en un nivel de
realidad nuevo, que ella misma ha creado.
Esas nuevas presencias, potencialmente dormidas en
muchísimas piedras con las que nos topamos a diario, pasan de
lo posible a lo real, gracias a la experiencia del trabajo concreto
del artista. Por eso, la obra de Hugo Zapata es ante todo una
experiencia vital; y la explosión de la vida desencadena siempre
una riqueza significativa que va más allá de las discusiones
teóricas o de los juegos estéticos. Esta perspectiva de la obra
como experiencia patentiza que sólo por medio de un proceso

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que integra reflexión, juicio y trabajo se puede penetrar en el


sentido de lo real. Y en ello se manifiesta la convicción de que
la acción humana, de la cual el arte es expresión paradigmática,
es, en lo fundamental, creación de sentido.

1991: la nueva Constitución

No se debe suponer que los cambios legales implican de manera


inmediata un cambio cultural. En el fondo, la situación se de-
sarrolla al contrario, y una larga serie de procesos culturales y
sociales conducen, en última instancia, a una transformación
del marco legal y constitucional. En ese sentido, la Consti-
tución de 1991 no es un producto exclusivo de la Asamblea
Nacional Constituyente, sino que ésta recogió los intereses y
preocupaciones que se venían debatiendo desde hacía mucho
tiempo en el país. Sin embargo, tampoco se puede desconocer
que un nuevo marco legal posibilita el despliegue de procesos
que antes habrían enfrentado todo tipo de dificultades para
hacerse realidad.
Los años de 1886 y 1991 son fechas definitivas, no sólo
para la historia política y constitucional de Colombia, sino
también para su historia cultural y artística, porque en ellas se
consagraron estructuras de pensamiento y formas de entender
la realidad toda.
En 1886, después de tres décadas de federalismo a ultran-
za consagrado en la Constitución liberal de Rionegro de 1863, el
país giró hacia un régimen unitario y de fuerte centralismo con
la Constitución liderada por Rafael Núñez y Miguel Antonio
Caro, que encarnó el proceso de la Regeneración.
Las consecuencias del federalismo extremo estaban a
la vista ya antes de 1886: coexistencia de la Constitución na-
cional y constituciones estatales y provinciales, muchas veces

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1991: la nueva Constitución / 57

contradictorias entre sí; un régimen electoral desordenado y


desequilibrado en el cual se impuso la máxima “El que escruta,
elige”; guerras constantes entre los diferentes estados federales
definidos por la Constitución como “soberanos”, y entre éstos
y el gobierno central, cada vez más débil, sin poder político ni
militar efectivos; un conflicto religioso que llevó a la desamor-
tización de los bienes de la Iglesia, que, en última instancia,
pasaron al dominio de los grupos oligárquicos regionales;
y, por lo demás, una intensa crisis económica expresada en
el decrecimiento de la producción y las exportaciones, y un
profundo desorden monetario y fiscal. Contra todo ello, se
impuso paulatinamente la idea de que era necesario configurar
un Estado unitario y fuerte. El líder político de ese proceso
fue Rafael Núñez, bajo el lema “Regeneración o catástrofe”, y
Miguel Antonio Caro su principal ideólogo.
La Constitución de 1886 defi nió para la República un
modelo de centralización política y descentralización admi-
nistrativa, aunque en esta dualidad el énfasis se puso casi
siempre en la unidad y el centralismo. En efecto, el Artículo
1 señalaba que “La Nación Colombiana se reconstituye en
forma de República unitaria”; y, lo que es más significativo
para nuestro análisis, el Artículo 2 afirmaba que “La sobe-
ranía reside esencial y exclusivamente en la Nación, y de ella
emanan los poderes públicos, que se ejercerán en los términos
que esta Constitución establece”. Insistencia, pues, en los
conceptos de nación y de lo nacional, junto a la ausencia de
cualquier reconocimiento de la diversidad cultural que, quizá,
no era aún conceptualmente posible en ese momento. Tam-
poco en el capítulo consagrado a los derechos civiles existía
referencia alguna a los problemas culturales, exceptuando la
protección a la propiedad literaria y artística, que se reconoce
como derecho individual (Artículo 35), y la garantía de la

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libertad de enseñanza (Artículo 42). En la Constitución de


1886 se produce, además, una desaparición sistemática de las
referencias regionales, limitadas al rango de meras divisiones
administrativas. Para borrar toda memoria del federalismo
anterior, el presidente Núñez pretendía incluso que se disolvie-
ran las fronteras de los antiguos estados federales soberanos,
ahora convertidos en departamentos, y que se formulara
un nuevo ordenamiento territorial; pero debió aceptar con
realismo político que ello no era posible contra los intereses
de los jefes regionales.
El perfil ideológico y monolítico de la Constitución de
1886 se refuerza con la firma del Concordato con la Santa Sede,
el 31 de diciembre de 1887. En este convenio — vigente con
diversas modificaciones hasta la Constitución de 1991— se
establece, en primer lugar, que “La Religión Católica, Apos-
tólica, Romana, es la de Colombia; los poderes públicos la
reconocen como elemento esencial del orden social, y se obligan
a protegerla y hacerla respetar, lo mismo que a sus ministros,
conservándola a la vez en el pleno goce de sus derechos y pre-
rrogativas” (Concordato, Artículo 1).
Como consecuencia de este principio, se reglamenta que
en universidades, colegios, escuelas y demás centros educativos
será obligatoria la enseñanza religiosa, de acuerdo con los dog-
mas y la moral de la religión católica y que, además, en todas
aquellas instituciones se observarán las prácticas piadosas de esa
religión. El aparato eclesiástico tiene el derecho de inspeccionar
y revisar los textos de enseñanza de religión y de moral. Pero el
asunto va todavía más lejos: “El Gobierno impedirá que en el
desempeño de asignaturas literarias, científicas, y, en general, en
todos los ramos de la instrucción, se propaguen ideas contrarias
al dogma católico y al respeto y veneración debidos a la Iglesia
(Concordato, Artículo 13).

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1991: la nueva Constitución / 59

Interesa destacar aquí, sobre todo, la larguísima influen-


cia de todo el esquema ideológico de la Constitución de 1886
en la configuración cultural del país. Sus conceptos básicos se
mantuvieron firmes a lo largo de los siguientes 105 años, pese
a las sucesivas reformas a que fue sometida, especialmente
en 1936, 1945, 1957 y 1968. A su “muerte”, en 1991, era la
Constitución más vieja de Hispanoamérica y una de las más
antiguas del mundo.
El proyecto de la Regeneración liderado por Núñez y
Caro no se limitaba al terreno político o económico, sino
que presentaba también una clara línea de intervención en
el terreno cultural y artístico. En el mismo momento en el
cual el Consejo de Delegatarios redactó la Constitución,
cristalizó la creación de una Escuela Nacional de Bellas
Artes, institución que abrió sus puertas el 10 de abril de
1886, aunque, no por casualidad, sólo fue inaugurada de
forma oficial el 20 de julio siguiente, en coincidencia con la
celebración de la Independencia Nacional. Alberto Urdaneta
asumió la tarea de poner en funcionamiento la Escuela, y el
mismo presidente, acompañado de sus ministros, asistió a la
apertura de actividades.
Es innegable la trascendencia de la Escuela de Bellas
Artes para el desarrollo del arte colombiano. Pero, justamente
por eso, es necesario tener en cuenta que a través de la Escuela
se imponen los mismos modelos de la Constitución, lo que se
traduce en un predominio del arte académico a lo largo de las
décadas siguientes; pero, sobre todo, se consolidan en el país
las ideas de una cultura monolítica, unitaria y centralista, que
desconoce las diferencias étnicas y regionales. En el fondo, una
nueva forma de colonialismo cultural, frente al cual resultan
incómodas incluso las ideas nacionalistas que se despliegan a
partir de 1930.

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Por su parte, el proceso que conduce a la Constitución de


1991 es coherente con la transformación que se percibe en todo
el mundo con respecto a la manera de entender la historia y la
cultura. Tras el fracaso de múltiples intentos de reforma consti-
tucional, que chocan con impedimentos de todo tipo, finalmente
se impone la valoración de una experiencia concreta y vital: frente
a la prepotencia de la alta política, la fuerza de un proyecto que
hace operativas las nociones de resistencia, interculturalidad,
micropolítica. La iniciativa estudiantil de introducir en las urnas
de votación para las elecciones legislativas de 1990 una papeleta
informal en la cual se afirmaba el respaldo a la convocatoria de la
Asamblea Nacional Constituyente, logra una mayoría aplastante.
Así, de manera casi “conceptual”, muere la Constitución de 1886
y, al menos en principio, se cierra el largo capítulo de la visión
monolítica de una cultura nacional.
La Constitución de 1991 afirma un espíritu completa-
mente diferente al de la nación unitaria de Rafael Núñez. Los
primeros artículos de la nueva Carta, que plantean sus principios
fundamentales, son contundentes: “Colombia es un Estado
social de derecho, organizado en forma de República unitaria,
descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales,
democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto
de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de la
personas que la integran y en la prevalencia del interés general”
(Artículo 1).
En la Constitución de 1886 la soberanía residía en la nación;
ahora “La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual
emana el poder público” (Artículo 3). En contra del unanimismo
anterior, “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cul-
tural de la Nación colombiana” (Artículo 7) y “Es obligación del
Estado y de las personas proteger las riquezas culturales y naturales
de la Nación” (Artículo 8). Inclusive se formula una nueva visión

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1991: la nueva Constitución / 61

de la lengua que, como recordaba en su tiempo don Rufino José


Cuervo, es la patria misma: “El castellano es el idioma oficial de
Colombia. Las lenguas y dialectos étnicos son también oficiales
en sus territorios. La enseñanza que se imparta en las comunida-
des con tradiciones lingüísticas propias será bilingüe” (Artículo
10). Por último, mientras que la Constitución de 1886 se había
preocupado ante todo por los límites nacionales, ahora se afirma
que “[...] la política exterior de Colombia se orientará hacia la
integración latinoamericana y del Caribe” (Artículo 9).
Por supuesto, el nuevo ordenamiento constitucional es el
resultado de un proceso cultural largo y profundo, no sólo un
punto de partida programático. Pero es también un proyecto
de construcción de país sometido, como sabe todo el mundo, a
conflictos casi insuperables que no pueden ser ignorados. Como
resultado de ese mismo proceso cultural, el arte colombiano
actual analiza y manifiesta la identidad de manera distinta, a
través del pluralismo y el reconocimiento de la diversidad.
La Constitución por sí sola no crea artistas; pero su
espíritu, como resultado que es, hace patentes, también en el
campo de las artes, muchas de las nuevas búsquedas de las úl-
timas décadas. Es evidente, además, que la Constitución no es
la panacea universal; y, en efecto, tras la euforia de los primeros
momentos, vuelven a copar la atención de los colombianos la
violencia generalizada, el poder del narcotráfico, la corrupción
en todos los niveles del Estado, la impunidad, la politiquería, la
pobreza, la desigualdad, el desempleo, en fin, los mismos vicios
del antiguo sistema.

Los artistas y la multiplicidad contemporánea

Aunque ya entre los años setenta y ochenta los artistas colombia-


nos empiezan a tomar conciencia de las múltiples posibilidades

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que les ofrece la situación contemporánea, los años noventa


se caracterizan por el uso generalizado de los nuevos medios.
Se rompe de manera definitiva la superficie bidimensional del
cuadro, y la obra se despliega en un nuevo espacio donde se
encuentran, simultánea o alternativamente, la instalación, el
video, la música, la fotografía, el cine, los medios digitales, la
internet, el uso del cuerpo, los objetos encontrados y los recur-
sos conceptuales, además de todas sus mezclas, interacciones y
contaminaciones, sin que ello signifique tampoco la desapari-
ción de los medios tradicionales, como el dibujo, el grabado o
la pintura. El resultado es el panorama más variado en toda la
historia del arte colombiano. Y si a eso se une el cambio radical
en las posibilidades de comunicación, que parecen eliminar
todas las distancias, empieza a ser pertinente la idea según la
cual ya no se trata de “arte colombiano” sino, sencillamente, de
arte en diálogo con la realidad contemporánea, y que se hace
en Colombia.
También debe tenerse en cuenta que, tras una primera
etapa posmoderna en la cual predominaban los problemas del
arte, en los años noventa se impone en el mundo una nueva
valoración cultural que, por primera vez en toda la historia del
arte, pone en tela de juicio, de manera efectiva, la concepción
hegemónica del eurocentrismo tradicional. El punto de partida
más reconocido fue la exposición “Los magos de la tierra”, rea-
lizada en el Centro Pompidou de París en 1989. La muestra se
basaba en la idea de que Europa no puede ser entendida como
modelo y guía de las restantes culturas, sino que simplemente
cohabita con ellas, dentro del reconocimiento de un multicul-
turalismo general.
En Colombia, esta nueva perspectiva histórica y antro-
pológica se manifiesta a través de un creciente interés por los
temas y problemas nacionales, todavía más patentes gracias a las

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Los artistas y la multiplicidad contemporánea / 63

discusiones generadas alrededor de la nueva fórmula constitu-


cional. Si bien debe reconocerse que esas preocupaciones están
latentes en los principales artistas desde las décadas anteriores,
su despliegue implica una nueva reacción en contra de la idea
general de las vanguardias del siglo xx. En efecto: al menos hasta
los años setenta, se predicó un internacionalismo estético y la
eliminación de cualquier localismo cultural, calificado entonces
como folclórico, y rechazado porque implicaba el predominio
de lo temático sobre lo formal. Ahora, por el contrario, se
generaliza la reflexión y discusión de problemas y situaciones
políticas, sociales y culturales. De esta manera, se replantea el
más profundo entronque del arte con la propia historia, y, por
ello, se descubre con frecuencia la resonancia de acontecimientos
precisos; por ejemplo, la tragedia del Palacio de Justicia, ocurrida
en noviembre de 1985, gravita sobre toda la historia artística
de estas décadas. Sobra decir que la realidad colombiana del
período es particularmente rica en motivos de reflexión, desde
el más profundo drama hasta la más intensa poesía.

La obra de José Alejandro Restrepo (París, 1959) es una de las


más complejas manifestaciones de esta nueva conciencia de la
realidad estética, social y política, y puede presentarse como
imagen emblemática de su generación. Iniciador de la vide-
oinstalación en el país, desarrolla un proceso de permanente
investigación que, con frecuencia, toma como punto de partida
las paradojas, las contradicciones o las riquezas ocultas de los
acontecimientos más cotidianos.
En contra de una opinión bastante generalizada, en
especial entre los jóvenes artistas interesados por los medios
electrónicos, la obra de José Alejandro Restrepo aprovecha re-
cursos de baja tecnología, prefiere el uso del blanco y negro, lo

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José Alejandro Restrepo. Musa paradisíaca, 1996.
Videoinstalación. Dos videos en ocho monitores
de 5,5 pulgadas y racimos de bananos.

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Los artistas y la multiplicidad contemporánea / 65

mismo que utiliza el ruido, no músicas ambientales, y la toma


directa de imágenes, con mucha frecuencia espontáneas, en las
cuales el azar cumple una función importante.
Muchas de las videoinstalaciones de Restrepo se originan
en su interés por la historia de Colombia y, de manera especial,
por textos, grabados e imágenes de los siglos xix y xx, que le
permiten descubrir ámbitos de significado inadvertidos para el
observador habitual. Así, en la videoinstalación Orestíada, de
1989, trabaja a partir del personaje de Oreste Sindici, el autor de
la música del Himno Nacional, quien después de llegar al país
con una compañía italiana de ópera, se refugia en el pequeño
pueblo de Nilo, Cundinamarca, y se convierte en la imagen
misma de la soledad y el abandono. En El paso del Quindío, con
dos versiones, en 1992 y 1999, parte del testimonio de Alexander
von Humboldt y de otros viajeros del siglo xix que se refieren a
los cargueros que transportan personas a la espalda, y descubre
en esta labor una manifestación de la complejidad de las rela-
ciones entre las personas. En El cocodrilo de Humboldt no es el
cocodrilo de Hegel , de 1994, se vale de una crítica de Humboldt
a Hegel, para dejar al descubierto los prejuicios implícitos en las
miradas eurocéntricas y del primer mundo, y su incapacidad
de comprender nuestra realidad.
La investigación que conduce al desarrollo de Musa
paradisíaca, una videoinstalación de 1996, se origina en el ha-
llazgo de un grabado del siglo xix que representa a una mujer
bajo una mata de banano. A partir del nombre científico de la
planta, Musa paradisica, empieza a establecer relaciones entre
los múltiples sentidos antropológicos, sociales, económicos
y políticos vinculados con el banano, dentro de los cuales se
destacan, por supuesto, los que hacen referencia a algunas de
las etapas más violentas de la historia de Colombia, incluida la
matanza de las bananeras, en 1928, y las masacres en la región

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de Urabá. La videoinstalación resultante está conformada por


ocho pequeños monitores de televisión que cuelgan de otros
tantos racimos de banano suspendidos del techo. Los monitores
pasan simultáneamente dos videos diferentes, uno de ellos con
fragmentos de noticieros en los cuales se informa de las masacres
de Urabá, y el otro con la imagen de una pareja desnuda, Adán
y Eva, que gira en medio de un paraíso de matas de plátano. A
lo largo de los días que permanece la instalación, los racimos
maduran y comienzan a podrirse, y el olor agrega connotaciones
simbólicas a las derivadas de la estructura general, las imágenes,
el ruido o la luz.
La obra de José Alejandro Restrepo se impone por su
capacidad poética para descubrir las implicaciones políticas y
sociales de los lenguajes comunes que nombran nuestra realidad
y nuestra historia.

También la obra de Óscar Muñoz (Popayán, 1951) asume una


perspectiva de significaciones múltiples con la idea de la obra
como memoria de la vida humana, desde la afirmación de la
propia conciencia hasta la muerte. Un proceso que permite
recordar la poesía española del siglo de oro, en la cual la vida
se identifica con la muerte: lo que hemos vivido es lo que ya
hemos muerto.
Para llegar a la manifestación de ese proceso, también la
obra debe convertirse en un devenir que se desarrolla más allá del
control del artista. Por eso, en los años noventa, Óscar Muñoz
deja atrás la seguridad del dibujo tradicional que había realizado
con maestría anteriormente, y en un acto de experimentación
audaz, con medios absolutamente frágiles, desarrolla una obra
que, después del momento de su creación, queda sometida a las
puras fuerzas del tiempo y la realidad.

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Óscar Muñoz. Narciso, 2001-2002.
Serie de doce fotografías sobre papel.
70 × 50 cm cada una.

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Óscar Muñoz. Ambulatorio (detalle), 1994-1995. Vidrio
de seguridad sobre aerofotografía. 500 × 500 cm.

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Los artistas y la multiplicidad contemporánea / 69

Así, por ejemplo, en Narcisos, de los cuales realiza distintas


series y variaciones desde 1995, trabaja con polvo de carbón que,
a través de un tamiz fotoserigráfico, crea una imagen —con
frecuencia su autorretrato— sobre una superficie de agua es-
tancada en una caja transparente. Podríamos decir que ese es el
momento de la creación o de la afirmación de la conciencia, el
comienzo de la vida, donde aparecemos como deseamos. Pero
luego, sin ninguna intervención por parte del artista, el agua
comienza a evaporarse y, lo mismo que en los procesos de la
vida, la imagen se va transformando hasta morir en el fondo de
la caja transparente. En una versión de 2002, titulada Narciso y
documentada en video, la caja es remplazada por un lavamanos,
de tal manera que la imagen se deforma rápidamente y acaba
engullida por el desagüe, con el ruido correspondiente, que se
recoge en la videoinstalación y hace más apremiante la presencia
de la violencia y de la muerte.
Además de esta poética de la vida y la muerte, y en estre-
cha relación con ella, en la obra de Óscar Muñoz hay también
una decidida posición política, en defensa de la vida contra la
desaparición y el olvido. Aliento, de 1995, está compuesta por
una amplia serie de pequeños espejos de acero sobre la pared,
como si fuera una instalación del más extremo formalismo
moderno. Pero cuando el visitante se acerca y respira junto a
los espejos, el aliento cálido hace que en la superficie aparezcan
momentáneamente las imágenes de personas ya fallecidas,
impresas allí por medios serigráficos sobre una superficie de
grasa. La obra produce un impacto profundo en el observador:
la única posibilidad de que se sepa de estos desaparecidos, de que
no sean sólo cenizas, sino imágenes reales, depende de nosotros,
de nuestro aliento. Y queda claro que casi nunca hacemos nada
y preferimos pasar junto a los hechos más graves, sin respirar,
literalmente, para no comprometernos.

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Doris Salcedo (Bogotá, 1958) es, sin lugar a dudas, la figura


más internacional del arte colombiano actual, con una obra que
se identifica y afirma expresamente como arte político y que
se desarrolla a través de largos procesos de reflexión, lecturas y
nuevas experiencias, aunque siempre con la clara conciencia de
la imposibilidad de plantear de forma adecuada los problemas
que enfrenta.
La obra de Doris Salcedo está radicalmente comprometi-
da con la reflexión acerca de la violencia, no sólo en Colombia,
y de los problemas que de ella se derivan. Pero la suya no es una
mirada unidireccional ni directa; la misma artista anota que
el aspecto de la violencia que más le impacta e interesa no es
el de la muerte de la víctima inmediata, sino aquel por el cual
el evento violento deforma la vida de otra persona, le impide
seguir el camino que deseaba. Su terreno de reflexión es en-
tonces el de las víctimas secundarias de la violencia: las viudas,
los huérfanos, los desplazados, los desquiciados por efectos del
conflicto. El caso de una mujer que perdió su marido en una
masacre en Urabá y se dedicaba todos los días desde entonces
a lavar y planchar de manera obsesiva las camisas del muerto,
será el punto de partida de la obra Camisas, de 1989, compuesta
por una serie de camisas blancas, cuidadosamente arregladas,
apiladas en varios morros y atravesadas por varillas de acero.
Este interés, unido al peligro que siempre entraña en Co-
lombia la recolección directa de los testimonios de las víctimas
de los conflictos, la lleva a percibir que la violencia no es un
problema colombiano, sino universal. Y es en esa dimensión
universal de lo humano donde se despliega el sentido de su poé-
tica. En efecto, Doris Salcedo plantea realidades que son válidas
en todas las latitudes; por eso mismo sostiene que la idea de la
suya como una obra referida sólo a la violencia colombiana, es
una forma de evasión y un mecanismo de defensa de críticos y

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Los artistas y la multiplicidad contemporánea / 71

público de las naciones desarrolladas que quieren evitar la toma


de conciencia de sus propias realidades violentas.
A partir de los años ochenta y hasta el presente, Doris
Salcedo trabaja sobre el concepto de los muebles, al principio
con una transformación que evoca una especie de clínica de
los horrores; luego formando pesados bloques de cemento,
más adelante mezclados en uniones imposibles y monstruosas
que los privan de toda funcionalidad. Esos trabajos se basan
en la idea de que los muebles configuran en gran medida los
espacios que habitamos; pero estos muebles de Doris Salcedo
hacen evidente que aquí no existe un lugar habitable, e indican,
en última instancia, que, en las condiciones actuales produci-
das por la violencia generalizada, no es posible llevar una vida
realmente humana.
En diferentes oportunidades, Doris Salcedo ha mani-
festado que el impacto de la tragedia del Palacio de Justicia en
Bogotá, los días 6 y 7 de noviembre de 1985, cambió su vida y
la llevó a dedicarse de lleno a un arte político. En 2002 realizó
la obra Noviembre 6 y 7, una instalación sobre los muros del
reconstruido Palacio, el mismo día de la conmemoración de la
tragedia, pero sin ningún aviso que preparara al público para
lo que iba a ocurrir. El objetivo fundamental del trabajo era
impedir que se olvidara un hecho tan aterrador, que dividió de
manera dramática la vida del país y abrió una etapa de total
degradación de los conflictos nacionales. Noviembre 6 y 7 seguía
minuciosamente el curso de los acontecimientos diecisiete años
antes. A las 11:25 de la mañana del 6 de noviembre, hora en la
cual ingresó al Palacio el primer grupo de guerrilleros y asesinó
al primer guardia, Doris Salcedo descolgó con lentitud desde el
techo del edificio una silla de madera que quedó pendiente con-
tra el muro. A partir de ese momento y hasta las 2:30 de la tarde
del día siguiente, hora en la cual concluyó el operativo militar,

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Doris Salcedo. Noviembre 6 y 7, 2002.
Instalación. Aprox. 190 sillas de madera.
Fotografías de Andrés Gaitán Tobar.

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fue descolgando, una a una, 280 sillas, siguiendo los momentos


en los cuales, según los datos que pudo recoger, murieron las
personas. El proceso de descolgar las sillas fue absolutamente
lento y silencioso; el resultado final era una estructura caótica,
donde el interior desaparecía en la pura exterioridad. Sin lugar
a dudas, se trata de uno de los eventos más impactantes en la
historia del arte colombiano, con un efecto de recordación muy
profundo, y con la más clara revelación del carácter absurdo
de la guerra.
Aquí la memoria no es un juguete romántico, sino una
clara toma de posición ética y política. Seguramente por eso toda
la obra de Doris Salcedo se caracteriza por su extraordinario
rigor y austeridad formal.

María Fernanda Cardoso (Bogotá, 1963) realiza una actividad


artística que hace patente la apertura del arte contemporáneo
hacia cualquier tipo de referencia y desarrollo de materiales:
plásticos, elementos de desecho, plantas, animales vivos y di-
secados, huesos humanos y animales, flores artificiales, icopor,
tierras y hasta pulgas vivas. Lo más importante, sin embargo, es
que el uso de materiales tan poco ortodoxos dentro del mundo
del arte, no pretende desconcertar ni escandalizar sino, por
el contrario, conectar con nuevas fuentes de sentido que, en
general, se despliegan dentro de la siempre rica relación entre
cultura y naturaleza.
Así, por ejemplo, el uso de lagartijas o ranas disecadas
como elemento básico para crear esculturas, ha sido un medio
privilegiado para aludir a la cultura chibcha y a sus intensos
vínculos simbólicos con el mundo de los animales. Obras
como Corona para una princesa chibcha, realizada en 1990 con
lagartijas disecadas, o Ranas bailando en la pared , de 1992, se

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María Fernanda Cardoso. Corona funeraria, 1991.
Flores plásticas y metal. 100 × 100 × 25 cm.

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presentan en un ambiente casi sagrado que muestra la realidad


del mundo mítico. Quizá en el polo opuesto, como manifes-
tación del saqueo irracional de la naturaleza, cada vez más
alejado de lo natural, virginal e incontaminado, la instalación
Amazonas, de 1992, reúne una serie de pirañas disecadas, que
la artista había comprado directamente de los almacenes para
turistas en los puertos del río.
María Fernanda Cardoso tampoco ha estado al margen
de la dramática situación del país. Introduce calaveras huma-
nas convertidas en balones, como en las peores historias de la
violencia colombiana. En 1991 encontramos el uso de flores de
plástico que forman una Corona funeraria, y, entre 1992 y 1999,
una serie de versiones de Jardín vertical , o Cementerio vertical ,
con centenares de flores artificiales plantadas en el muro, sobre el
cual se han dibujado formas delicadas que recuerdan las bóvedas
en altura de un camposanto y la costumbre de decorarlas con
flores. Cementerio vertical fue una de las obras fundamentales
dentro de la muestra con la cual el Museo de Arte Moderno de
Nueva York celebró el cambio de milenio.
Todos, procesos apoyados en una sólida reflexión con-
ceptual no sólo sobre los aspectos antropológicos, sociales e
históricos, sino también sobre los relativos a la forma estética
y a la historia del arte.
Quizá el más inquietante proyecto de María Fernanda
Cardoso haya sido el Circo de pulgas, que desarrolla entre 1994
y 2000. Convertida en insólita pero auténtica y exitosa doma-
dora de pulgas, la artista presentó su show alrededor de todo
el mundo, en un evento que, asegura, se puede calificar como
arte, si bien podía suceder que los espectadores no llegaran a ser
conscientes de ese carácter. En el proyecto se hacen evidentes
los complejos procesos técnicos, la solución sistemática de los
problemas visuales, escenográficos, de iluminación, sonido y

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María Fernanda Cardoso. Corona para una princesa chibcha, 1990.
Lagartijas disecadas, metal. 195 × 90 × 20 cm.

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diseño, e incluso las relaciones que se establecen entre la artista


y sus animales, a los que no sólo debe educar, sino también
alimentar con su propia sangre. Pero lo más significativo es que
nos movemos en un mundo en el cual los terrenos propios del
arte se han expandido hasta límites antes inimaginables.

La ampliación de los límites del arte es llevada hasta los últimos


extremos vitales por María Teresa Hincapié (Armenia, 1956).
En efecto, su obra se identifica con su propia vida, en una di-
mensión que supera la idea de las artes del cuerpo y se ubica,
mejor, dentro de las poéticas del comportamiento.
En 1990, después de una amplia formación y experiencia
en el campo del teatro, gana el primer premio del Salón Nacional
de Artistas con la acción o performance titulada Una cosa es una
cosa. A lo largo de doce horas diarias, durante dieciocho días,
María Teresa Hincapié se dedicó a ordenar en el espacio del Salón
todos los objetos de su vida cotidiana, siguiendo una especie de
espiral con líneas en ángulo recto. No era una presentación de lo
cotidiano, como hizo con frecuencia el arte del siglo xx, sino una
reflexión sobre su sentido. Por eso, en los días sucesivos, la acción
se repetía siguiendo cada vez ritmos y esquemas de ordenación
diferentes, mostrando, como en la clasificación de los animales
en el texto de Jorge Luis Borges, que siempre podemos ordenar
la realidad de diversas maneras, de acuerdo con el significado
que se procure poner de manifiesto. En Una cosa es una cosa no
existía, en realidad, ningún afán demostrativo, sino un interés
básico de experimentación. Según la artista, lo que buscaba en ese
tiempo lento, largo y repetido era la posibilidad de experimentar
la eternidad, haciendo de ella algo concreto.
La lentitud y duración de sus acciones se convierte en
una insistente llamada de atención acerca de la necesidad

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María Teresa Hincapié. Una cosa es una cosa, 2005. Video
still. Video con sonido. 13,27 minutos. Galería Alcuadrado.

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imperiosa de recuperar el valor de lo elemental. Por eso, María


Teresa Hincapié dedica su vida entera a las actividades más
elementales, como respirar o caminar con plena conciencia,
para descubrir en ellas la vida misma, en contra del frenesí
del mundo contemporáneo que proyecta todos sus valores
en el consumo. Lo que en última instancia descubre en esas
acciones casi rituales, es su dimensión sagrada, es decir,
significativa, y lo refuerza con actividades directamente
relacionadas con el retorno a las raíces ancestrales. Hacia
lo sagrado consistió en hacer a pie el trayecto entre Bogotá
y la zona arqueológica de San Agustín, en un recorrido que
duró veintiún días. A partir de 2001 y durante tres años, se
traslada a la Sierra Nevada de Santa Marta para vivir de la
tierra. Por desgracia, pero coherente con el hecho de que la
obra es la vida misma, el proyecto acabó atascado entre los
diferentes bandos de la guerra. De regreso a Bogotá, y como
resultado de esa experiencia, presenta, en 2004, El espacio se
mueve despacio, una acción de veinticuatro horas continuas,
donde plantea la transformación del dolor padecido en amor
hacia la comunidad y la ciudad recuperada. Y, todavía ins-
pirada por las mismas ideas, en 2005 desarrolla el proyecto
Peregrinos urbanos, con un grupo de voluntarios que realizan
actos simples y lentos en medio del caos urbano, sin molestar
a nadie, sino intentando presentarse como ritual de amor,
tranquilidad y movimiento.
La obra de María Teresa Hincapié intenta suscitar una
especie de meditación lenta y silenciosa y, en ese sentido,
aparece como una acción intensamente poética que, sin em-
bargo, enfrenta altos grados de incomprensión por parte de
los públicos que buscan obras tradicionales, permanentes y
comercializables.

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María Teresa Hincapié. Una cosa es una cosa, 2005.
Performance. Iglesia colonial - Galería Alcuadrado.

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La idea de que el fundamento del arte actual es la reflexión


constante acerca de la cultura, informa toda la obra de Nadín
Ospina (Bogotá, 1960). Desde los años ochenta trabaja a partir
de imágenes de animales amazónicos, en los cuales descubre
símbolos de la identidad cultural colombiana y latinoamericana,
sin renunciar a las referencias a contextos globalizados. En efecto,
los animales de Nadín Ospina se presentan con frecuencia recu-
biertos de pinturas chorreadas o lanzadas que hacen pensar en el
arte estadounidense de mediados del siglo xx. Más adelante, esa
especie de figuras totémicas aparecen pintadas en un azul cobalto
que se podría relacionar con ciertos trabajos monocromáticos de
comienzos de los años sesenta. Aunque esas relaciones parecen
accidentales a la luz de los desarrollos posteriores, permiten
indicar que ya desde entonces Nadín Ospina trabajaba básica-
mente como artista conceptual, pues las diferentes intervenciones
cromáticas alejan por completo las referencias figurativas. En
otras palabras, el artista no buscaba representar los animales,
sino lo que simbolizan, y esto hace posible vincular su obra con
un contexto mítico y antropológico.
Este pensamiento se intensifica desde comienzos de los
años noventa y lo conduce a una nueva concepción del estatuto
del artista contemporáneo. La adquisición de una pieza pre-
colombina que resultó ser falsa, lo lleva a reflexionar sobre la
esencia misma de la obra de arte y las relaciones entre original
y copia, un problema, por lo demás, con ricas posibilidades
de análisis en contextos culturales más amplios, como los del
eurocentrismo dominante —que pretende hacer ver las demás
culturas como copias degradadas de sus modelos—, o, en
general, en los ámbitos de las nuevas formas de colonialismo
contemporáneo.
En 1992 recibe el primer premio del Salón Nacional con
la instalación In partibus infidelium, donde explora la relación

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Nadín Ospina. Barriguda, 2000.
Cerámica. 27 × 18 × 17 cm.

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Nadín Ospina. Chac Mool II, 1999.
Piedra. 30 × 60 × 22 cm.

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Los artistas y la multiplicidad contemporánea / 85

entre unos falsos precolombinos y el espacio del museo. Para este


momento, la idea del artista tradicional ya ha desparecido de su
obra, y Ospina actúa como una especie de productor o coordi-
nador que recoge y exhibe, bajo su propio nombre, el trabajo de
artesanos anónimos que laboran para él. Más adelante llegará
incluso a solicitar, por los medios de comunicación masiva, el
envío de obras anónimas, que luego serán magnificadas por la
intervención de artistas profesionales, que también producen
por contrato bajo sus órdenes.
Desde comienzos de los noventa, la situación está cargada
de una fina ironía acerca de los problemas del arte y la cultura,
que en los años siguientes da lugar a un gesto lleno de humor,
pero siempre con fuerte contenido conceptual. Así aparecen las
falsas cerámicas precolombinas con la figura de Bart Simpson,
o los ídolos “prehispánicos”, agustinianos o mesoamericanos,
con las figuras de Mickey Mouse o de Tribilín.
En general, la obra de Nadín Ospina revela gran habilidad
comunicativa que, más allá de la ironía y el humor, abre amplios
espacios de reflexión y de crítica. Del 2004 es la instalación
Colombian Land , basada en un catálogo danés de Lego, el viejo
juego para armar, en el cual aparecen referencias expresas a un
viaje exótico por las que se presentan como peligrosas tierras
latinoamericanas. De todas maneras, el artista reafirma siempre
su propósito de apartarse de los falsos clichés sobre la violencia
en Colombia y del recurso a un asunto tan dramático y sensible
en beneficio propio, y prefiere dirigir toda su reflexión estética
y conceptual al terreno de la cultura.

En un panorama con tal proliferación de nuevos medios,


se consolida también, en aparente paradoja, la obra de José
Antonio Suárez (Medellín, 1955), desarrollada a partir de los
medios más tradicionales, como el dibujo y el grabado.

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José Antonio Suárez Londoño. 2001.
Dibujo sobre papel.

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Los artistas y la multiplicidad contemporánea / 87

Para su exposición en la Sala de Arte de Suramericana


de Seguros, en Medellín, en 1999, Suárez escogió como título
la consigna, Nulla dies sine linea, “Ningún día sin una línea”,
con la cual el escritor romano Plinio el Viejo recomendaba a los
escritores el ejercicio permanente de su trabajo. Plinio agrega que
esa era también la costumbre del pintor griego Apeles, quien, a
pesar de otras ocupaciones, siempre dedicaba una parte de su
tiempo al arte, trazando al menos una línea. La obra de José
Antonio Suárez parece dominada por esta obsesión del trabajo
incesante, que se manifiesta en una enorme cantidad de pe-
queños dibujos, a veces más allá de la miniatura, referidos a los
más diversos asuntos. Y, justamente en esta dirección, se puede
comprender que en esta obra el uso de los medios es tradicional
sólo en apariencia, pero no en cuanto al fondo estético.
Cabe destacar los altos valores artísticos de los dibujos de
Suárez, su precisión y limpieza, el equilibrio en su minúsculo
tamaño, la riqueza de tramas, luces y sombras, su variedad. Sin
embargo, lo que encontramos aquí se aparta de la idea clásica
del dibujo como forma de apropiación de las apariencias de lo
real o como boceto para la preparación de una obra “mayor”, e
incluso de la alternativa, también tradicional, del dibujo como
obra de valor autónomo.
La obra de José Antonio Suárez no se reduce a ser un
dibujo. En ella no es posible determinar con claridad si la
categoría de la obra de arte se establece en la separación entre
cada dibujo, si se refiere a las distintas series que va elaborando,
o si, en último término, es la totalidad de estos dibujos lo que
se constituye en obra de arte. En realidad, a través de su mul-
tiplicación y sobreabundancia, el trabajo de Suárez manifiesta
una fuerte carga conceptual que lo distingue de los procesos
tradicionales. Es una especie de diario de vida que abarca todas
las dimensiones de la existencia, quizá más allá de todo límite.

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Lo consciente y lo inconsciente, la poesía, la cultura popular,


la historia social, la naturaleza, la historia del arte, retratos;
sellos, grabados antiguos, notas de prensa, cartas, plantas,
eventos, lecturas; todo se presenta aquí de manera simultánea.
Como ocurre en la vida cotidiana, cada una de estas realidades
llega caóticamente a nuestra conciencia; pero Suárez tiene la
capacidad de separarlas y, en el breve lapso de cada dibujo,
someterlas a una observación minuciosa que revela su dimen-
sión poética. Casi de inmediato, con la premura que impone
la decisión de no dejar pasar ni un solo día sin dibujar, pasa
al análisis de otros asuntos. El resultado, mucho más allá de
la evidente calidad plástica de estos pequeños dibujos, es una
forma de diario íntimo que, posiblemente, no hace referencia
tanto a los acontecimientos de su vida cotidiana sino, sobre
todo, a la existencia humana como proceso siempre abierto a
la experiencia y el conocimiento. En otras palabras, para José
Antonio Suárez el dibujo es un medio conceptual y no un simple
ejercicio académico o formal.
Por otra parte, no es casual que para la exposición de 1999
en la Sala de Suramericana de Seguros, Suárez haya puesto un
subtítulo: “Hacer siempre lo mismo, y hacerlo siempre distin-
to”. Es la idea de un compromiso permanente con la obra que
se desarrolla de manera cada vez más profunda y diversa, en
la clara conciencia de que, desplegando su relación intrínseca
con las experiencias cotidianas, el trabajo gira alrededor de los
mismos asuntos. Se plantea así un concepto que se descubre
en amplios sectores del arte contemporáneo, según el cual el
artista es un investigador que profundiza una línea específica
de pensamiento y, por eso, de algún modo, trabaja siempre
sobre su propia obra.
También en el arte colombiano la situación contem-
poránea se caracteriza por una multiplicidad de absoluta

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José Antonio Suárez Londoño. 2001.
Dibujo sobre papel.

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tolerancia, en un contexto de casi perfecta libertad, donde


ya no existen linderos programáticos ni estilos que deban
respetarse. Por eso mismo, el arte adquiere una conciencia
cada vez más lúcida de la riqueza de significación que puede
trabajar, y se plantea compromisos cada vez más intensos con
la realidad nacional.

Año 2000: las donaciones de Fernando Botero

El 14 de octubre de 2000, en la ceremonia de inauguración


de la nueva sede del Museo de Antioquia, en Medellín, el pre-
sidente Andrés Pastrana afirmó que la donación que acabada
de hacer al país por Fernando Botero era el acontecimiento
cultural más importante en Colombia desde los remotos años
de la Expedición Botánica. En los meses anteriores, Medellín
había recibido de Botero un total de 93 obras de su autoría,
23 de sus esculturas monumentales, además de 21 pinturas de
artistas internacionales. Simultáneamente, el artista entregaba
a Bogotá 123 de sus obras y 85 de otros artistas que constituían
su colección privada. Se podrá estar o no de acuerdo con un
juicio como el del presidente, pero en él se planteaba que el país
había asistido a un hecho de dimensiones históricas.
Pero la donación de Botero no fue histórica simplemente
por su carácter extraordinario o excepcional, porque algo así
no hubiera ocurrido antes en Colombia, sino, en un sentido
mucho más profundo, porque transformaba la historia artística
y cultural del país.
La de los meses finales del 2000 era apenas la más reciente
de las donaciones de Botero. De hecho, donaciones anteriores
al Museo Nacional y al Museo de Antioquia se remontan hasta
mediados de los años setenta, y otras posteriores han venido a
enriquecer estos patrimonios artísticos nacionales.

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Año 2000: las donaciones de Fernando Botero / 91

Las donaciones al Museo de Antioquia parecen desarro-


llar un propósito pedagógico sostenido que importa analizar.
En 1974, en la inauguración de la Sala de Arte de la Biblioteca
Pública Piloto de Medellín con una exposición del artista, y
luego de una petición de Teresa Santamaría de González, di-
rectora del entonces Museo de Zea, Botero donó el óleo Exvoto,
de 1970, con el cual había participado en la II Bienal de Arte
de Coltejer. Tras la muerte de su hijo Pedro, ese mismo año,
en un accidente automovilístico en España, manifiesta que si
el Museo realiza las adecuaciones necesarias y crea una sala
que lleve el nombre de Pedrito Botero, él estaría dispuesto a
donar a la ciudad un conjunto de obras que conservaba para
sí mismo por su valor artístico y sentimental. Y, en efecto, ya
a finales de 1977, se reinaugura el Museo con la Sala Pedrito
Botero, no sólo como un homenaje a la memoria del niño y un
testimonio del dolor del padre, sino también como la completa
presentación de las preocupaciones estéticas de Fernando Botero
y, hasta cierto punto, como una muestra general de su desarrollo
hasta entonces.
Queda patente en estas primeras donaciones el interés de
Botero por acompañar al espectador en el descubrimiento del
arte, entre otras razones porque ello constituye uno de los obje-
tivos clave de toda su obra. Además, como si la finalidad última
de la donación fuera didáctica, a Botero parece interesarle, sobre
todo, la formación del público, para que pueda aproximarse
cada vez más intensamente a la obra de arte, a cualquier obra
de arte, no sólo a las de él mismo.
Las donaciones de los años ochenta estuvieron relaciona-
das con la escultura, con el impulso a una mayor ampliación de
los espacios de exhibición y la adopción definitiva del nombre
de Museo de Antioquia. Se trató, ante todo, de una abundante
colección de piezas que conformaron la apretada sala de esculturas

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del viejo Museo. Botero había incursionado en este campo desde


comienzos de los años setenta, y en 1977 realizó su primera
exposición en París con algunas de las obras que luego donaría
al Museo y que no presentaban todavía las grandes dimensiones
de los bronces posteriores. De hecho, en 1986 entrega a la ciudad
una de sus primeras esculturas monumentales, el Torso femenino,
inmediatamente rebautizado por todos como La gorda de Botero,
que se instala en el Parque Berrío y se convierte desde el primer
momento en un hito urbano esencial. Quizá la excepcional ex-
periencia estética colectiva que significó La gorda opacó entonces
la importancia de la sala de esculturas, en un momento en el cual
el Museo atravesaba, además, profundas crisis económicas que
no permitían su adecuado funcionamiento.
A mediados de los años noventa, en el curso de la visita que
realiza a Medellín para recibir el título Honoris Causa de Maestro
en Artes Plásticas que le otorga la Universidad de Antioquia,
agrega a la donación tres nuevas esculturas monumentales que
se ubican en el recién terminado Parque de San Antonio. Ya para
entonces Medellín era la ciudad que reunía de forma permanente
el mayor número de bronces de gran formato del artista.
En 1997, con el nombramiento de Pilar Velilla Moreno
como directora del Museo de Antioquia, comienza el capítulo
de las nuevas donaciones, en un proceso lleno de dificultades que
sólo culmina con la decisión del alcalde Juan Gómez Martínez de
acoger la donación de Botero y, de acuerdo con ello, convertir la
transformación del Museo de Antioquia en el proyecto bandera
de la administración municipal. Así, de manera insólita en la
historia de Medellín, la ciudad vio que el arte podía convertirse
en un motor de cambio social y cívico: de la cultura representada
por un museo-mausoleo casi cerrado, que en cierto sentido ejem-
plificaba una cultura muerta, se pasa a la afirmación “Medellín,
cultura viva” que sirvió de eslogan al proyecto.

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Año 2000: las donaciones de Fernando Botero / 93

Además de los trabajos del propio Botero, las donaciones


de Bogotá y Medellín en el 2000 incluyeron la más amplia co-
lección de obras de artistas significativos en la historia del arte
que haya disfrutado el país de forma permanente y que, lógica-
mente, favorecen un clima de discusión sobre todo el conjunto.
Con este grupo de obras, Botero parece querer insistir, siempre
de manera didáctica, en la importancia que para el arte actual
presentan elementos como el inconsciente, la expresividad, el
rigor formal, la vinculación con la materia y con el paisaje, en
el más amplio sentido, además de la necesidad de cuestionar la
concepción y validez de la obra misma.
Por todo lo anterior, la donación de Botero es histórica.
No se discute aquí la validez de la obra del mismo Botero;
tampoco se le presenta como modelo para los jóvenes artistas.
Lo que se destaca es el sentido y la resonancia cultural de la
entrega de sus obras y colecciones al país. A partir de ese gesto,
todos hemos dado un paso muy significativo hacia un nuevo
tipo de ciudad y de nación, donde el arte y la cultura, es decir,
lo que somos los ciudadanos, vuelven a estar en el centro físico
y espiritual de nuestra historia.
Y ese cambio de concepción, desde un arte como el de me-
diados del siglo xx, con frecuencia encerrado en la expresión de
la pura subjetividad, hacia otro en el cual se plantea la necesidad
de una amplia participación ciudadana, también es perceptible
en la producción de los jóvenes artistas de los últimos años.

Los artistas en el campo expandido del arte

Vistos desde la distancia de los siglos, las fechas y los aconteci-


mientos adquieren una relevancia que los hace aparecer como
definitivos ante nuestros ojos, con mayor claridad que ante sus
propios contemporáneos: la caída del Imperio Romano (para

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nosotros el final de una Edad, y para los propios ciudadanos


de Roma al parecer algo sin mayor importancia), la llegada del
año mil, o el descubrimiento de América. El reciente cambio
de milenio está demasiado cerca aún como para que podamos
atribuirle el valor de una definición. Tal vez muchos se pondrán
más fácilmente de acuerdo en ubicar una cesura profunda en
la fecha trágica del 11 de septiembre de 2001.
Tampoco en el terreno del arte puede esperarse un
cambio radical por efecto del paso al siglo xxi y ni siquiera,
en realidad, como resultado de los atentados de Al Qaeda. En
otras palabras, al menos por el momento, lo que percibimos
es la continuidad de los procesos que se venían desarrollando
desde las décadas anteriores.
Sin embargo, teóricamente, se ha planteado que, más o
menos en el cambio de siglo, se percibe una cierta transforma-
ción en los procesos del arte mundial que, de manera general,
pasa del predominio de formulaciones políticas bastante claras
y radicales, a veces incluso con carácter de manifiestos, a plan-
teamientos de orden micropolítico que se despliegan en ámbitos
más cercanos a los de la vida diaria. Ya no se tiene la ilusión de
cambiar globalmente al mundo a través del arte, pero ello no
significa que se descarte su compromiso social. Ahora los artistas
saben que pueden proponer y liderar proyectos que impliquen
un mejoramiento efectivo de sus propias comunidades, aunque
sea sólo en aspectos muy específicos.
Además, como directa continuación de los procesos an-
teriores, el arte se enriquece con dimensiones socioculturales,
antropológicas y políticas que expanden su campo de acción.
Inclusive se puede afirmar que en los últimos años se acentúa la
crisis de los estatutos de la obra de arte y del artista que se presen-
taba ya en los años noventa. Hoy muchos jóvenes despliegan su
trabajo artístico en campos más próximos a la gestión cultural,

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Los artistas en el campo expandido del arte / 95

a la pedagogía o al trabajo social con comunidades, que a los


esquemas del arte tradicional. Por supuesto, esta hibridación
se presenta también como resultado del progresivo desarrollo
de los valores conceptuales dentro de la obra; pero no puede
negarse que esas mismas condiciones dificultan, en muchas
ocasiones, la comprensión de la obra de arte, que ingresa ahora,
definitivamente, en los terrenos de la investigación histórica,
social, ecológica y cultural.

Jesús Abad Colorado (Medellín, 1967) puede ser presentado


como una de las figuras más emblemáticas de los últimos años
en el panorama del arte en Colombia. Comunicador Social
de la Universidad de Antioquia, trabaja durante nueve años
como reportero gráfico del periódico El Colombiano, donde
recibe numerosos encargos de cubrir sucesos relacionados con
el conflicto armado, que lo llevan a conocer directamente gran
parte del país. En el desarrollo de esa tarea como periodista
profesional, se enfrenta, en especial, con el drama del despla-
zamiento. Aquí nada está maquillado ni preparado en estudio,
sino que se trata siempre de situaciones encontradas. De hecho,
es coautor de un libro sobre el tema, Relatos e imágenes: el
desplazamiento en Colombia.
Sin embargo, más allá del cumplimiento de una directa
reportería gráfica, sin proponérselo, ni tener nunca en mente
el desarrollo de una propuesta artística, las fotografías de Jesús
Abad Colorado empiezan a superar el solo nivel documental,
pero conservando siempre la carga de eventualidad y rapidez
que implica su trabajo como reportero. Desde el punto de
vista teórico, en consonancia con los procesos expansivos del
arte actual, quizá el aspecto más interesante de su obra es que
la consideración de encontrarnos ante un trabajo artístico no

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Jesús Abad Colorado L. De la serie Bojayá, 2002.
Película Ilford HP5, blanco y negro.

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Jesús Abad Colorado L. De la serie Bojayá, 2002.
Película Ilford HP5, blanco y negro.

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Jesús Abad Colorado L. De la serie Bojayá, 2002.
Película Ilford HP5, blanco y negro.

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Jesús Abad Colorado L. De la serie Bojayá, 2002.
Película Ilford HP5, blanco y negro.

El 2 de mayo de 2002, dentro de la iglesia del mu-


nicipio de Bojayá, Chocó, a orillas del río Atrato,
murieron casi un centenar de personas.
Las víctimas, todas civiles, se protegían de los
combates iniciados el primero de mayo por para-
militares de las Autodefensas Unidas de Colombia,
AUC, y guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revo-
lucionarias de Colombia, Farc. Una pipeta bomba,
lanzada por la guerrilla contra miembros del grupo
paramilitar, cayó en el altar, ocasionando la tragedia
y un nuevo desplazamiento de esta y otras comuni-
dades de afrodescendientes, que completaban para
ese momento seis años de bloqueos alimentarios
y de asesinatos por parte de los actores armados y,
vale decir, de olvido repetido del gobierno.
La mayoría de los desplazados de Bojayá y de los
pueblos vecinos retornaron cuatro meses después y
prendieron velas, oraron y danzaron donde habían
muerto sus familiares y amigos.

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surge del proyecto personal de su autor, el fotógrafo, sino como


reconocimiento desde el mundo del arte. Esto puede parecer
absurdo si se plantea en el contexto tradicional; pero cuando se
piensa en la multiplicidad que define la condición posmoderna
del arte y en la posibilidad de ampliar sus límites hasta que
cualquier cosa pueda entrar en él, se comprende que muchas
veces son los museos, los críticos y curadores quienes están en
capacidad de identificar las condiciones estéticas de un trabajo
que no tenía primariamente una función artística.
La obra de Jesús Abad Colorado se caracteriza por la
intensidad de su mirada frente a los dramas de las víctimas de la
guerra que, unida a una actitud de absoluto respeto, le permite
captar los momentos más plenos de sentido. Nunca hay espec-
tacularidad ni se busca satisfacer la curiosidad morbosa de los
observadores distantes. Por el contrario, lo que estas fotografías
nos entregan es la revelación de la realidad, con toda su carga
y profundidad de experiencias vividas. Por eso, lo que en ellas
interesa es que establecen un contacto, aunque sea indirecto,
con los dramas humanos, que nos llevan a compartir siempre
en una actitud de profundo silencio y respeto.

Fredy Serna (Medellín, 1972) ha sido definido muchas veces


con el cliché de “El pintor de las comunas”. Esa calificación
encierra un peligro reduccionista que puede malinterpretar su
trabajo. En efecto, como resulta claro ante sus pinturas, el suyo
no es un interés meramente figurativo ni se detiene, de hecho,
en los detalles que pudieran configurar una iconografía de las
comunas nororiental y noroccidental de Medellín.
Por el contrario, mirando desde su estudio, desde el
occidente, realizó una amplia serie de paisajes de la vista que
se extendía ante él, hacia el oriente, y los tituló genéricamente

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Fredy Serna. Paisajes, 2006. Acrílico.

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Horizontes. Es evidente que el título implica, en este caso, una


decisión conceptual que contribuye a comprender mejor los
alcances de su propuesta. Horizontes es un nombre casi mítico
en la historia del arte colombiano, pues es tomado de la más
célebre pintura de Francisco Antonio Cano quien, a través de
ella, en 1913, abre la perspectiva de un compromiso del arte
con los problemas sociales del país. Con esa obra, Cano hizo
visible una nueva realidad, de perspectivas inéditas, no siem-
pre fáciles de aceptar por sus contemporáneos: una Colombia
campesina, la de la colonización antioqueña, enfrentada con
las dificultades de la naturaleza, pero que encontraba en el
trabajo y la unidad familiar las fuentes de una dignidad moral
superior. Cano plantea la necesidad de una nueva mirada sobre
los asuntos nacionales que dé cabida a los problemas que genera
esa realidad.
La propuesta de los Horizontes de Fredy Serna va en la
misma dirección: la necesidad de una nueva mirada sobre los
asuntos de la ciudad, en una dimensión incluyente, sin detenerse
en referencias anecdóticas. Esa nueva mirada descubrirá que,
lo mismo que la comuna nororiental de Medellín, y no sólo
ella, todas las ciudades colombianas acogen hoy amplísimos
grupos de campesinos, desplazados o no, que se trasladan a los
centros urbanos, y, siguiendo la ilusión de mejores alternativas
de vida, transforman las ciudades. En ese sentido, lo que crea
Serna son paisajes dramáticos, contaminados, fragmentados e
incompletos, lejos de toda contemplación despreocupada.
Por eso, en un salto cualitativo dentro de su obra, Fredy
Serna se dedicó luego durante varios a años a trabajar con jóve-
nes de su mismo barrio. No se trataba sólo de la realización de
pinturas que llevaban las imágenes de las comunas a las culatas
de las edificaciones cercanas a la estación San Antonio del Me-
tro de Medellín, sino, en primera instancia, de una actividad

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A modo de conclusión / 103

a la vez estética y pedagógica, de profunda resonancia social y


cultural, pero también con implicaciones de orden conceptual.
Serna no considera que ese fuera, por así decirlo, un trabajo de
profesor de arte con sus alumnos; lo que de hecho investiga en
ese momento es la ampliación de su propia concepción artística:
si el arte es, ante todo, un proceso creativo, eso es justamente
lo que desarrolla junto con los jóvenes del barrio, eliminando
las viejas jerarquías de maestros y ayudantes, y planteando el
desarrollo de un nuevo estatuto del artista.
Además de la obra de Jesús Abad Colorado y de Fredy
Serna, los últimos años asisten a una explosión masiva de
propuestas de jóvenes artistas, empeñados siempre en un com-
promiso profundo con la realidad que vivimos. Por supuesto,
no se trata de rechazar de plano la figura del creador encerrado
en su taller, analizando con toda intensidad los problemas más
profundos del arte; esa es una alternativa no sólo posible, sino
siempre necesaria, porque asegura la permanente revisión teórica
y formal, el polo ideal de la cuestión. Pero, sin lugar a dudas,
hoy predomina el “polo a tierra”, con la discusión antropológica
y cultural de los problemas. Sin, por otra parte, considerarlos
alternativas contrapuestas, como lo demuestra muy bien la obra
de Fredy Serna, quien en los últimos años ha regresado sobre
todo al trabajo en el taller, donde investiga las posibilidades de
la pintura de paisajes al óleo.

A modo de conclusión

Obras en pleno desarrollo y, por tanto, en un proceso de revisión


permanente, pueden hacer obsoletas muchas de las reflexiones
anteriores. Falta en ellas una justa presentación y valoración
de muchos eventos artísticos trascendentales de estas décadas.
Para una adecuada apreciación del arte colombiano habría que

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104 / Arte en Colombia: 1981-2006

analizar, entre otros, la Bienal de Bogotá, el Salón Rabinovich,


el Premio Luis Caballero, el proceso de los salones regionales
y del Salón Nacional, el proyecto Pentágono, la repercusión de
los proyectos de la Biblioteca Luis Ángel Arango y de la Casa
de Moneda del Banco de la República, eventos tan ingeniosos
e impactantes como la Bienal de Venecia en el barrio Venecia
de Bogotá, las escuelas de guías en los museos, empezando
por el programa de Beatriz González en el Museo Nacional,
que tantos artistas actuales valoran como fundamental en su
formación, el desarrollo de la educación artística universitaria,
la investigación en artes, y así siguiendo.
La historia del arte es necesariamente parcial y frag-
mentaria. De hecho, las páginas anteriores no pretenden ser
una historia del arte colombiano sino, apenas, el recuento de
ciertos desarrollos fundamentales a lo largo de estos veinticinco
años. Un campamento provisional que busca servir a quienes
deseen emprender la conquista de la montaña o sienten cu-
riosidad por sus terrenos. El campamento cumple su función
si permite a los montañistas adaptarse para la nueva travesía.
Pero sólo quien se atreva a emprenderla, podrá descubrir sus
múltiples vertientes y la posibilidad de nuevas rutas, quizá más
espaciosas y directas.

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Bibliografía

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Agradecimientos

La Editorial Universidad de Antioquia agradece muy especial-


mente a las siguientes personas por su valiosa colaboración en
el acopio de la información y las imágenes que hacen parte de
este libro: Alberto Sierra, Ángela Parra (Museo de Antioquia),
Jesús Gaviria, Fernando Ojalvo (Suramericana de Seguros S.
A.), Inti Guerrero (Galería Alcuadrado), Ángela María Pérez
Mejía (Banco de la República), María Elvira Ardila (Museo de
Arte Moderno de Bogotá).

Créditos

La Editorial Universidad de Antioquia agradece a los siguientes


artistas e instituciones su gentil autorización para reproducir las
obras incluidas en Arte en Colombia, 1981-2006:

Beatriz González, por Autorretrato llorando 1, Los suicidas del


Sisga, Mátenme a mí que yo ya viví 2

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108 / Arte en Colombia: 1981-2006

Miguel Ángel Rojas y Galería Alcuadrado, por El gran fisgón


María Teresa Hincapié y Galería Alcuadrado, por Una cosa es
una cosa
Óscar Muñoz y Galería Alcuadrado, por Narcisos y Ambula-
torio
Álvaro Barrios y Suramericana de Seguros S. A., por La ascensión
de Remedios la bella y No te muevas fea Cristina
Ethel Gilmour, por En este cuadro no se ve un elefante
Andrés Gaitán Tobar, Fotografía de Instalación en los muros
del Palacio de Justicia, de Doris Salcedo
Banco de la República, Instalación en los muros del Palacio de
Justicia, de Doris Salcedo
Corona funeraria, de María Fernanda Cardoso
Musa paradisíaca, de José Alejandro Restrepo
Nadín Ospina, Barriguda, 2000
Chac Mool II, 1999
Hugo Zapata, Espejos, Laguna (cubo)
Luis Fernando Peláez, Lluvia
José Antonio Suárez, Dibujos sobre papel, 2001
Jesús Abad Colorado, De la serie sobre Bojayá
Fredy Serna

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Índice de obras

Aliento (Óscar Muñoz), 69 Encajera, La (Jan Vermeer), 20


Almuerzo sobre la hierba, El (Edo- Espacio se mueve despacio, El (Ma-
uard Manet), 20 ría Teresa Hincapié), 80
Amazonas (María Fernanda Car- Estelas (Hugo Zapata), 54
doso), 76 Exvoto (Fernando Botero), 91
Apoteosis de Ramón Hoyos (Fer-
nando Botero), 27 Gorda de Botero, La (Fernando
Botero), 92
Bañista (Edgar Degas), 22 Grabados populares (Álvaro Ba-
rrios), 29, 32
Cajas (Bernardo Salcedo), 27 Grano (Miguel Ángel Rojas), 43
Camisas (Doris Salcedo), 70 Guernica (Pablo Picasso), 20
Casa amarilla, La (Luis Fernando
Peláez), 50 Hacia lo sagrado (María Teresa
Cementerio vertical (María Fer- Hincapié), 80
nanda Cardoso), 76 Hectárea de heno (Bernardo
Circo de pulgas (María Fernanda Salcedo), 27
Cardoso), 76 Horizontes (Francisco Antonio
Cocodrilo de Humboldt no es el Cano), 102
cocodrilo de Hegel, El (José Horizontes (Fredy Serna), 102
Alejandro Restrepo), 65
Colombian Land (Nadín Ospina), 85 Jardín vertical (María Fernanda
Corona funeraria (María Fernanda Cardoso), 76
Cardoso), 76
Corona para una princesa chibcha Musa paradisiaca (José Alejandro
(María Fernanda Cardoso), 74 Restrepo), 65
Cosa es una cosa, Una (María
Teresa Hincapié), 78 Narcisos (Óscar Muñoz), 69
Narciso (Óscar Muñoz), 69
David (Miguel Ángel Rojas), 46 Nenúfares (Claude Monet), 22
Noviembre 6 y 7 (Doris Salcedo), 71

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112 / Arte en Colombia: 1981-2006

Nulla dies sine linea (José Antonio Plaza de la luz, La (Luis Fernando
Suárez), 87 Peláez), 51

Orestíada (José Alejandro Restrepo), 65 Ranas bailando en la pared (María


Fernanda Cardoso), 74
Partibus infidelium, In (Nadín
Ospina), 82 Suicidas del Sisga, Los (Beatriz
Paso del Quindío, El (José Alejan- González), 19, 20, 22, 27
dro Restrepo), 65
Peregrinos urbanos (María Teresa Torso femenino v. Gorda de Bote-
Hincapié), 80 ro, La (Fernando Botero), 92
Pífano (Edouard Manet), 22

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Índice onomástico

Abad Colorado, Jesús, 95, 100, 103 Grau, Enrique, 5


Acuña, Luis Alberto, 5, 18 Gutiérrez, Felipe Santiago, 17
Arango, Débora, 17, 40
Hincapié, María Teresa, 78, 80
Barrios, Álvaro, 29, 32 Humboldt, Alexander von, 65
Botero, Fernando, 3, 5, 18, 27, 41,
90, 91, 92, 93 Manet, Edouard, 20
Buonarotti, Miguel Ángel, 16, 42, 46 Monet, Claude, 16, 22
Muñoz, Óscar, 66, 69
Caballero, Luis, 5, 19
Cano, Francisco Antonio, 18, 102 Negret, Edgar, 5, 27, 40
Cárdenas, Santiago, 5 Núñez, Rafael, 2, 56, 57, 58, 59, 60
Cardoso, María Fernanda, 74, 76
Caro, Miguel Antonio, 2, 56, 57, 59 Obregón, Alejandro, 5, 18, 27
Correa, Carlos, 5 Ospina, Nadín, 82, 85
Cuervo, Rufino José, 61
Pastrana, Andrés, 90
Danto, Arthur C., 11, 14, 24 Peláez, Luis Fernando, 47, 50
Degas, Edgar, 22 Picasso, Pablo, 20, 38
Plinio el Viejo, 87
Echeverri, Clemencia, 40
Ramírez Villamizar, Eduardo, 5
Garay, Epifanio, 16, 18 Renoir, Auguste, 20
García Márquez, Gabriel, 39 Restrepo, José Alejandro, 63, 65, 66
Gilmour, Ethel, 32, 34, 35 Rijn, Rembrandt van, 16
Gombrich, Ernst, 15 Roda, 27
Gómez, Pedro Nel, 1, 5, 18 Rojas, Miguel Ángel, 41, 42, 43
Gómez Jaramillo, Ignacio, 1, 5, 18
Gómez Martínez, Juan, 92 Salcedo, Bernardo, 5, 27, 40
González, Beatriz, 5, 13, 19, 20, Salcedo, Doris, 70, 71, 74
22, 25, 27, 28, 104 Santamaría de González, Teresa, 91

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114 / Arte en Colombia: 1981-2006

Santa María, Andrés de, 1, 18 Velilla Moreno, Pilar, 92


Sanzio, Rafael, 16 Vermeer, Jan, 20
Serna, Fredy, 100, 102, 103 Villamizar, Ramírez, 27
Serrano, Eduardo, 40 Vinci, Leonardo da, 16
Suárez, José Antonio, 85, 87, 88
Wiedemenn, Guillermo, 5
Traba, Marta, 1, 4, 5, 18, 19, 20,
25, 26 Zapata, Hugo, 40, 47, 51, 54, 55

Urdaneta, Alberto, 2, 3, 40, 59


Uribe, Juan Camilo, 28

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Índice onomástico / 115

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COLOFÓN

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