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El profeta Isaías nos decía en la 1ª lectura: “Esto dice el Señor: comparte tu pan
con el hambriento, abre tu casa al pobre sin techo, viste al desnudo”
Hay que compartir el pan con el que tiene hambre, hay que pensar en los que no tienen
lo que nosotros tenemos, hay que vestir al desnudo, hay que dar y darse uno mismo.
En la ley de Dios no cabe el egoísmo, no cabe el que todo lo guarda para sí mismo, el
que no abre su corazón y su billetera a las necesidades de los demás hombres. Si
actuamos así no somos cristianos, si no miramos hacia los demás, tampoco Dios nos
mirará a nosotros.
No, nos engañemos. Es imposible ser hijo de Dios y no querer a los demás hombres.
Ni el Bautismo ni la Penitencia ni la misma Eucaristía nos servirán para algo mientras
tengamos el corazón cerrado al prójimo.
Hay que dar, pero, dar no sólo pan. Porque no sólo de pan vive el hombre. Hay que dar
también otras cosas. Hay que dar nuestro tiempo, hay que dar nuestras buenas
palabras, hay que dar nuestra sonrisa. Y sobre todo hay que dar nuestra comprensión.
Ponerse en la posición del otro, sentir como él siente, ver las cosas como él las ve.
Juzgar como se juzga a un ser querido, con benevolencia, saber disculpar, disimular,
callar... Desterrar la calumnia, la lengua desatada que corre a su capricho, sin respetar
la buena fama del prójimo... No nos engañemos. O queremos de verdad a todos, o Dios
nos despreciará por hipócritas y fariseos.
San Pablo, en su 1ª carta a los Corintios, nos recordaba que “ser luz” es
identificarnos con Cristo.
Pero San Pablo nos dice que la salvación está en la “locura de la cruz” y que la vida
en plenitud está en el amor desinteresado que debemos dar a los demás. Habría
que preguntarse hoy quién tiene razón: ¿nuestros teóricos salvadores del mundo,
formados en las más importantes universidades del mundo, o san Pablo, formado en la
universidad de Jesús?
Todos deberíamos ser instrumentos humildes, a través de los cuales Dios actúa
para salvar al mundo. Dejemos que sea el Espíritu de Dios, a través nuestro, el que
actúe en el mundo para que la Palabra de Dios que anunciemos sea eficaz.
En el evangelio de San Mateo, Jesús exhorta a sus discípulos a que no se instalen
en la comodidad y les pide que sean la sal que da sabor al mundo, y también los
exhorta a que sean luz para que podamos vencer las oscuridades del sufrimiento, del
egoísmo, del miedo que hay en nuestra vida.
Ser cristiano debe ser para nosotros un compromiso serio y exigente que nos obligue
a dar testimonio, incluso en los ambientes adverso, de nuestra fe. No podemos
sentirnos satisfechos simplemente porque venimos a misa el domingo y cumplimos
algunos ritos que la Iglesia nos pide. Hemos de, día a día, ser sal que da sabor, que
aportemos una mayor riqueza de amor y de esperanza a la vida de aquellos que
caminan a nuestro lado.
Ser cristiano es también ser una luz prendida en la noche del mundo, alumbrando los
caminos de la vida, de la libertad, del amor, de la fraternidad. Hemos de ser luz para
muchas personas que viven en la superficialidad y en una vida sin sentido.
Hemos de ser luz para este mundo que quiere prescindir de Dios y que quiere poner
sus esperanzas en los bienes materiales. Hemos de ser luz para todas esas personas
que se encierran en sí mismas creyendo que así son felices. Hemos de ser luz para
que muchas personas amplíen sus horizontes para fijarse en Dios y en los demás y no
sólo en ellos mismos.