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La vida con Cristo escondida en Dios, donde Él es todo en todos, nos debe llevar
a relativizar las seguridades de este mundo. Es la madurez a la que ha llegado el
autor del libro del Eclesiastés, quien percibe todo como una vana ilusión, no por
desprecio de la creación, sino porque la vida en Dios es mucho mas valiosa.
Centrada en la búsqueda de los bienes eternos, más que en los efímeros que este
mundo nos ofrece.
Ya en el Antiguo Testamento se percibía la importancia de la vida en Dios, sin
embargo, Jesús encuentra en su caminar quienes todavía tienen sus corazones en
las riquezas de este mundo, como este hombre que hoy sale a su encuentro para
pedirle que interceda ya que su hermano no quiere compartir la herencia con él.
Jesús le cuestiona: ¿Quién me ha puesto como juez en la distribución de
herencias? Esa no es una tarea del Reino, su misión es acercarnos a las
realidades del cielo. Nos invita a dejar la avaricia, porque se convierte en un
impedimento, que hace que el corazón de ocupe en los negocios de este mundo,
despreocupándose de buscar la vida eterna.
Es lo que le pasó al hombre rico que obtuvo una gran cosecha, pensó en disfrutar
de las ganancias: descansar, comer, beber y darse buena vida; no son cosas malas,
pero cuando se viven sin límites nos pueden apartar de los valores eternos. Por
eso, a la par que buscamos el bienestar en este mundo, necesitamos
enriquecernos de lo que nos hace acumular riquezas ante Dios.
Es difícil conocer qué acciones nos enriquecen en la vida eterna. Si una garantía
es la configuración con Jesús, de ella se puede deducir que el amor, el perdón, el
servicio, la solidaridad, la oración, la fidelidad, la perseverancia, la verdad,
nos puede ayudar. Así que nuestras acciones deben estar impregnadas de estas
virtudes y cualidades que contemplamos en la forma de proceder del Señor.