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Domingo XVIII/ Tiempo Ordinario / Homilía

(Fr. Alfredo Sánchez, oar/ frayalfredosq@gmail.com)

Reconocernos imperfectos y limitados, requiere una gran dosis de humildad.


Cuesta aceptar que esas imperfecciones o limitaciones no son fallos de la obra
creadora de Dios, sino producto de nuestro mal uso de las cosas y estructuras
terrenas. Las malas acciones distorsionan la imagen del Creador impresa en
nosotros.

Recuperar la imagen y semejanza con Dios, exige un proceso de cambio, que la


tradición identifica como morir al hombre viejo para empezar una vida nueva. Es
un renacer a la vida en Dios. Renunciar al hombre viejo no es sencillo. Implica
desaprender lo aprendido, esto exige renuncias, sacrificios, cambios, para iniciar
un nuevo proceso de aprendizaje, y nos siempre tenemos la disponibilidad para
eso.

San Pablo se lo recuerda a la comunidad de Colosas invitándola a buscar los


bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Trata que
la comunidad enraizada en Cristo empiece a dar muerte al libertinaje al que está
sometida, y, limitando sus acciones, pueda recuperar su vida en Dios. Tienen que
abandonar la idolatría, representada en la avaricia y los desórdenes morales que
vive la comunidad. Tiene que renunciar a sus ídolos si quiere empezar a ser una
criatura nueva.

¿Qué nos ayuda a progresar en el propósito de morir al hombre viejo? El


conocimiento progresivo de Dios, ya que él nos creó a su imagen y semejanza.
Mientras más nos adentramos en su misterio, más podemos calibrar que tan lejos
o cerca estamos de parecernos a él. Enraizarnos en Dios, implica orientar toda
nuestra vida desde la comunión con él y con toda la humanidad. Eso nos debe
llevar a morir al individualismo, al egoísmo, la autosuficiencia, para empezar a
vivir con Él, en comunidad, solidaridad, apertura y confianza. Surge un orden
nuevo, donde todos somos criaturas nuevas, donde ya no hay distinciones
entre judíos y no judíos, israelitas y paganos, bárbaros y extranjeros,
esclavos y libres, sino que Cristo es todo en todos.

La vida con Cristo escondida en Dios, donde Él es todo en todos, nos debe llevar
a relativizar las seguridades de este mundo. Es la madurez a la que ha llegado el
autor del libro del Eclesiastés, quien percibe todo como una vana ilusión, no por
desprecio de la creación, sino porque la vida en Dios es mucho mas valiosa.
Centrada en la búsqueda de los bienes eternos, más que en los efímeros que este
mundo nos ofrece.
Ya en el Antiguo Testamento se percibía la importancia de la vida en Dios, sin
embargo, Jesús encuentra en su caminar quienes todavía tienen sus corazones en
las riquezas de este mundo, como este hombre que hoy sale a su encuentro para
pedirle que interceda ya que su hermano no quiere compartir la herencia con él.
Jesús le cuestiona: ¿Quién me ha puesto como juez en la distribución de
herencias? Esa no es una tarea del Reino, su misión es acercarnos a las
realidades del cielo. Nos invita a dejar la avaricia, porque se convierte en un
impedimento, que hace que el corazón de ocupe en los negocios de este mundo,
despreocupándose de buscar la vida eterna.

Es lo que le pasó al hombre rico que obtuvo una gran cosecha, pensó en disfrutar
de las ganancias: descansar, comer, beber y darse buena vida; no son cosas malas,
pero cuando se viven sin límites nos pueden apartar de los valores eternos. Por
eso, a la par que buscamos el bienestar en este mundo, necesitamos
enriquecernos de lo que nos hace acumular riquezas ante Dios.

Es difícil conocer qué acciones nos enriquecen en la vida eterna. Si una garantía
es la configuración con Jesús, de ella se puede deducir que el amor, el perdón, el
servicio, la solidaridad, la oración, la fidelidad, la perseverancia, la verdad,
nos puede ayudar. Así que nuestras acciones deben estar impregnadas de estas
virtudes y cualidades que contemplamos en la forma de proceder del Señor.

Además, debemos buscar un corazón sensato, que nos permita tomar


conciencia de lo caduca que es nuestra existencia y lo limitado de nuestro
tiempo: Tú haces volver al polvo a los humanos… mil años son para ti como
un día… como una breve noche. El salmista considera que es un don que
debemos pedir al Señor. La oración debe encaminarse a pedir su compasión. Los
testimonios de fe que encontramos en la Sagrada Escritura nos permiten tener la
certeza que Él siente con nosotros, es lo que nos demostró Jesús, la Palabra
Eterna Encarnada; pero nosotros debemos descubrirlo en la propia historia de
salvación, que Dios va escribiendo con nuestras acciones.

Sólo así, experimentado todo su amor, misericordia y compasión podremos


alcanzar la auténtica felicidad en este mundo, como una pregustación de la
felicidad eterna, que disfrutaremos en plenitud en el Reino de los Cielos.

Nos acogemos a la protección de María Santísima, la mujer que supo vivir


en la novedad de Dios y ahora desde el cielo intercede por nosotros ante su
hijo Jesucristo, quien vive y reina, por los siglos de los siglos. Amén. Dios te
Salve María…

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