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Conversación Entre Ricardo Piglia y Roberto Bolaño
Conversación Entre Ricardo Piglia y Roberto Bolaño
Roberto Bolaño. Querido Piglia, ¿te parece bien si empezamos hablando de algo
que dices en La novela polaca? "¿Cómo hacer callar a los epígonos? (Para escapar a
veces es preciso cambiar de lengua)". Tengo la impresión de que en los últimos
veinte años, desde mediados de los setenta hasta principios de los noventa y, por
supuesto, durante la nefasta década de los ochenta, este deseo es algo presente en
algunos escritores latinoamericanos y que expresa básicamente no una ambición
literaria sino un estado espiritual de camino clausurado. Hemos llegado al final del
camino (en calidad de lectores, y esto es necesario recalcarlo) y ante nosotros (en
calidad de escritores) se abre un abismo.
Bolaño. Sí, para nuestra desgracia, creo que seguimos siendo latinoamericanos. Es
probable, y esto lo digo con tristeza, que el asumirse como latinoamericano
obedezca a las mismas leyes que en la época de las guerras de independencia. Por
un lado es una opción claramente política y por el otro, una opción claramente
económica.
Piglia. Me gustan mucho los libros de Mendoza, aunque no he leído la novela que
estás leyendo. Es intrigante, es cierto, ese juego con las lenguas extranjeras y con
las traducciones. Para mí, Hudson y Gombrowicz producen efectos raros en la
literatura argentina porque hacen entrar una voz próxima, un fantasma familiar,
que se mueve invisible en un terreno conocido. Hay una tensión entre lo que se lee
en la lengua propia y lo que se lee fuera de la lengua materna. Y los traductores
están en esa frontera. Me interesa mucho la vida de los traductores, son un molde
extraño de escritor. Ligado a Hudson, estoy leyendo ahora una biografía de
Constance Garnett, una mujer fantástica que se pasó la vida traduciendo a los
rusos al inglés. Imagínate que tradujo todo Tolstói y todo Dostoievski y terminó,
por supuesto, medio ciega, una viejita feminista, muy simpática. Casi todos los
norteamericanos y los ingleses, de Hemingway a Forster, admiraban a Tolstói por
medio de ella, aunque Nabokov la destestaba, claro que Nabokov detestaba a todo
el mundo.
Bolaño. La Divina Comedia, ni más ni menos. Bueno, no se puede decir que no fuera
pertinente. Y sobre lo que dices de Sergio Pitol, estoy totalmente de acuerdo. El
primer libro de Pitol que cayó en mis manos fue una traducción suya de un escritor
polaco hoy bastante olvidado, Jerzy Andrzejewski. El libro se llamaba Las puertas
del paraíso y su argumento era el mismo que ya había tratado Marcel Schwob en La
cruzada de los niños. Otro dato curioso: en mi ejemplar de La cruzada de los niños, el
traductor dedica su versión de la obra a Julio Torri, que es un escritor mexicano
rarísimo (o normalísimo, depende desde dónde se le mire) y que fue un hombre de
una modestia yo diría que patológica y un gran escritor de textos breves. De
alguna manera, Torri fue como el reverso de Alfonso Reyes, la brevedad ante la
multiplicidad. Pero dejemos la literatura mexicana. A mí me interesa muchísimo la
visión que tienes de la literatura contemporánea argentina, con esos cuatro puntos
de referencia que son Macedonio Fernández, Borges, Arlt y Gombrowicz.
Bolaño. Yo creo que las cartas de Satie muestran una cierta deferencia para con el
interlocutor, es decir, no deja cartas sin contestar, pero el conjunto de la
correspondencia más bien es una aceptación, razonable, eso sí, de la imposibilidad
del diálogo, aunque también caben otras explicaciones, la más obvia sería la
desconfianza de Satie en la palabra escrita, que me parece improbable pues Satie es
uno de los músicos que más ha escrito. También existe la posibilidad de que Satie,
conociendo a sus amigos, no considerara necesario abrir sus cartas, o lo
considerara redundante. Es curioso, pero podemos encontrar más de una
semejanza entre Macedonio y Satie, pero ninguna entre Borges y Satie. Y yo creo
que esto se debe a que Borges no lo aprende todo de Macedonio, sino también, una
parte importante, de Alfonso Reyes, quien lo cura para siempre de cualquier
veleidad vanguardista. Macedonio es el riesgo, la audacia, el vanguardismo y el
criollismo juntos, pero Alfonso Reyes es el escritor, la biblioteca, y el peso que tiene
sobre Borges es importantísimo, tanto en el desarrollo de su poesía como en su
prosa. Digamos que Reyes proporciona el elemento clásico a Borges, la mesura
apolínea, y eso de alguna manera lo salva, lo hace más Borges.
Bolaño. Sí, a un amigo se le contesta siempre, algo que a veces puede resultar
terrible. Michel Tournier, en El espejo de las ideas, opone a la amistad el concepto del
amor, y viene a decir algo como que todo lo que no toleraríamos jamás a un amigo,
un acto de vileza, por ejemplo, lo toleramos y lo aceptamos en el amor, pues el
amor, en ocasiones, y al contrario que la amistad, también se alimenta de la vileza,
de la cobardía, de la bajeza. El amor, y la historia está llena de ejemplos que lo
certifican, puede ser coprófago, algo que jamás es la amistad. Bueno, todo esto es
relativo, por supuesto. William Burroughs zanja la cuestión a su manera, cuando
afirma que el amor es una mezcla de sentimentalismo y sexo. Recuerdo que
cuando leí esta declaración de Burroughs, a los veintipocos años, me sentí muy
apesadumbrado.
Piglia. Los amigos son lo mejor de la poesía, decía siempre un poeta argentino,
Francisco Urondo, que murió asesinado por la dictadura militar. Las amistades
literarias tienen siempre un aire extraño. La amistad entre Alfonso Reyes y Borges,
por ejemplo, o la amistad silenciosa y brevísima entre Beckett y Burroughs, que se
encontraron en Suiza y estuvieron una tarde juntos casi sin decir nada,
conversando sobre ciertos matices del inglés en Irlanda que intrigaban a Burroughs
(Beckett casi no habló, sólo dijo una frase que Burroughs consideró siempre el
mayor elogio que había recibido: "Usted es un escritor"). O la amistad de Hannah
Arent y Mary McCarthy, fantástica, de la que nos ha quedado la correspondencia.
O la amistad de Gombrowicz con el poeta Carlos Mastronardi, que discurría
siempre del mismo modo. Mastronardi, que era un hombre muy fino y muy
discreto, un gran noctámbulo y un extraordinario poeta que en toda su vida
escribió un solo libro, lo esperaba en el Querandi, un café de Buenos Aires,
tomando un té, y Gombrowicz llegaba siempre un poco apurado. Mastronardi lo
recibía con gentileza y preguntaba "¿cómo está, Gombrowicz?". Y Gombrowicz le
decía siempre: "Cálmese, por favor, Mastronardi". Como si Mastronardi se hubiera
dejado llevar por una emoción excesiva por el solo hecho de saludarlo gentilmente.
"Cálmese, Mastronardi", fue durante años una de las consignas de mi juventud.
Por eso, en fin, quiero decirte que esta conversación va a ser el comienzo de una
amistad, o la continuación de la amistad que hemos establecido ya con nuestros
libros. Pienso ir a Barcelona en las próximas semanas y ojalá podamos vernos y por
supuesto siempre puedes venir a visitarme a California.
Bolaño. Yo también espero que nos podamos ver pronto, aquí o en cualquier parte.