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Una sombra gigantesca se deslizaba suave y rítmicamente por el cielo azul


celeste del Mar Grande. Era un navío que llevaba la carga preciosa del
trabajo de muchos días, de las colonias africanas, hacia los puertos vacíos
de brazos de un Imperio que tambalea. Su ruta era E. O. El sol poniente
que proyectaba su sombra cada vez más grande, como si fuera creciendo
en su tamaño, lo iba, a la vez, desdibujando. Era un inmenso esfumino
que lo hacía desaparecer.

El cielo se repetía en estrellas en las aguas. La música de las aves se


perdía en lontananza como un eco que va apagándose. Un silencio de
soledad se yergue de los campos en sombras. El último camello se internó
resueltamente en el desierto, para transformarse en otra sombra que
avanza. Así se van sumando las sombras hasta convertirse todo en una
oscuridad de noche sin luna. La sombra cubre toda la tierra. La sombra
cubre todo el inmenso mar. La sombra cubre toda la humanidad. La arena
tenía calor de seno y suavidad de caricias. Se introducía en los lugares
más escondidos y estrechos que les daban cabida. Una manota que
aprieta un puñado de arenas es una fuerza que deja escapar muchos
granos.

Recostado en su lecho tibio de arenas, Simón contemplaba la noche que lo


había envuelto totalmente. Por fuera y por dentro. Él mismo era otra
noche. Por eso se sentía tranquilo allí en la arena del desierto, recostado,
con la vista perdida en la estrella más lejana. La estrella que se le escapó a
su noche, ahora más negra. Un animal perdido de cuidados y acaso
relegado de los demás, lo olfateó en el suelo. Se alargó la mano que dejó
caer un gesto, que también, se perdió en la noche. Ni la bestia recibía su
cariño. Se alejó rumiando la última mata dile le iba dejando un verano que
se despedía con el pañuelo de sus días claros. También los días se estaban
poniendo oscuros y cada vez más lentos se estaban viniendo, tal vez de
cansados y viejos.

Simón estaba, de nuevo, solo. Le gustaba estarse así en medio de la noche


del desierto. Estaba solo pero no se sentía solo. La noche lo acompañaba.
Y se diría que la noche lo quería. Se diría que la noche, todas las veces, lo
esperaba. Se diría que la noche fuera su amante. Casi siempre perdía la
cuenta de las horas vacías que dejaba pasar en su sitio. Y en no pocas
oportunidades el alba lo venía a despertar con un zumbido de aves
madrugadoras. El oriente le traía un beso de luz que le colgaba en su cara
rubicunda y tostada, pero lampiña.

Cuando se levantaba quedaba en el suelo la marca de un gigante


dibujado. Se desperezaba con movimientos duros, lentos, inhábiles. Se
mesaba los cabellos. Dejaba escapar un bostezo que parecía un trueno.
Luego comenzaba a caminar, todavía desperezándose. Sus pasos eran
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seguros, firmes; llevaba plomo en cada sandalia. Tenía que andar muchas
horas hasta llegar a su casa. Cuando no le urgen problemas que resolver o
trabajos que terminar recorre incansable el campo y a veces se llega a la
ciudad. Si está de buen humor, cosa que no sucede muy a menudo,
conversa con compatriotas suyos de hondos temas que le preocupan. Su
ejercicio de todos los días, su pan cotidiano para sus energías físicas, es
arrojarse verano e invierno en las aguas siempre quietas de un arroyo que
corre suave y cercano a su casa.

Para Simón la ciudad de Cirene no tiene más atractivo que su famosa


Escuela en la que, a veces, se detenía a escuchar y casi nunca a hablar.
No resultaba buen peripatético. Sin embargo en la casa del maestro
husmea con inusitado interés todo documento que cae bajo sus párpados.
Tiene afición por los papiros de los filósofos. Pero muy pocos caen en sus
manos ansiosas de palparlos. De sus continuas caminatas hasta la ciudad
y de sus conversaciones con sus compatriotas acerca de la creación y los
motivos para ello, lo mismo que acerca de las tradiciones patriarcales, por
un lado; y de sus conversaciones, en la Escuela, con los maestros acerca
de la vida, la felicidad, la razón y el placer, por el otro, había adquirido
una capacidad de discurrir superior a la de cualquier otro campesino
como él. A más, una resistencia física inusitada, sólo concebida en una
corpulencia física como la suya. De todo esto había adunado, para su
experiencia creciente, un caudal precioso, que en su campo de las
inmediaciones, lo único que podía hacer era enterrarlo en una cueva y
nada más. En vez de volver de estas sus frecuentes visitas a la ciudad con
un sabor de dulces en la boca, llevaba el amargo de un ansia, todavía,
incumplida. Nadie conocía su tragedia ni siquiera lo podían imaginar.
Como tampoco ningún augur puede barruntar en una noche negra nada
más que una oscuridad muy densa y pobladas de sombras dantescas. De
vuelta, pues, de sus correrías a su casa, se mostraba más parco, si puede
esto concebirse, más sombrío, más huraño. Era un cacto. Era una espina
que caminaba. Era un dolor que se hundía en sus pensamientos hasta
hacerlos sangrar. Era la lava ardiendo de un volcán sin su cráter. Por eso
andaba solo. Por eso fue grande. De fuera y de adentro. Grande como
todas las tormentas que se agitaban en su pecho.

De este estado de nervios en tensión sólo era sacado por un trabajo


intenso y agotador y que, a la vez, no lo dejara pensar. Pensar. Pensar.
Pensar era éste su martirio de cada instante. Si acaso fuera una cosa, ¡qué
suerte!, ya no pensaría. Entonces trabajaba. Trabajaba. Trabajaba. Antes
que el rubio jinete cabalgue el horizonte, estaba en el surco con su yunta
de bueyes cansinos y aburguesados, hiriendo con su madera de punta la
panza de una tierra pródiga en frutos y verduras. Antes que las figuras
aladas de su pensamiento se detengan a recoger los bichos de los surcos
de su mente, abandonaba la mancera y corría campo traviesa en busca de
los umbríos montes en donde descolgaba sus fuerzas titánicas. Así caían,
las hojas arrancadas por el viento, los cedros añosos y los nogales
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seculares, que iban a formar la herramienta de mañana, en sus manos o


el fuego que entibaría sus sueños, durante esas noches de vigilia en las
que se asomaría al abismo de su alma para apreciar el vértigo. Huyendo
de sus pensamientos en una carrera desenfrenada, la cruz del sur lo
atraía al desierto que era en la noche una manta demasiada tibia para su
calentura. Su aparición era un acontecimiento fantástico o demoníaco en
las caravanas en descanso. Lo mismo que su desaparición que era una
exhalación en marcha. Las horas de sus días y las horas de sus noches
tenían una celeridad sin pausas que lo sorprendían siempre andando.
Otra vez el mar tiraba una cuerda de salud y, a veces, el fuerte frente a
otro más fuerte se calmaba. Apolonio era el puerto donde ancló, más de
una vez, su bravura tan temida por toda la comarca. Entonces la brisa
salobre, fría y marina le daba sosiego, y le hacía paladear el dulce placer
de la nave que hinchada de velas se desliza tranquila, silente y muy suave.
Lo que no le gustaba era la calma del mar. Eso no es ni placer ni locura o
pena, es algo intermedio que lo enloquecía. No puede ser, se decía, ningún
movimiento. Todo se mueve. Todo se dirige hacia un destino. Todo llega
algún día a la estación terminal de su suerte. No existe el descanso, el
quietismo, lo detenido definitivamente en medio de la vida. Ora hacia
adelante, ora hacia atrás, ora hacia derecha, ora hacia izquierda, todo;
absolutamente todo lo que es se dirige. Por eso en vez de aquietarlo, un
mar sin movimientos visibles lo encolerizaba más, y en la superficie del
mar de su alma soplaba un viento recio, tempestuoso que barría con todas
sus buenas intenciones y lo convertía en un trasto inválido. Más tarde se
daba cuenta de lo absurdo de su situación y se reía de sus simplezas.
Muchas veces había discutido con su maestro en Cirene, arguyendo que
en la vida hay potencias, energías y sentimientos que escapan a la volun-
tad más firme y enérgica, lo mismo que al control de la razón.

Tampoco para él, decía, el sumo bien de la vida consiste en halagar


voluptuosamente a los sentidos, aunque debe moderárselos por medio de
la preocupación diaria. En qué consistía no lo sabía siquiera, quizás lo
imaginaba. O esperaba poder decirlo con toda certeza cuando el
precipitado saturado de sus emociones cristalizara en alguna forma.

Otras veces lo recogía alguna de las otras cuatro ciudades de la


Pentápolis, con sus mercados llenos de novedades para una vida fuerte,
curiosa y con ganas de rendir su esfuerzo a algo de importancia. Unas
veces conversaba con el poeta de sus mundos infinitos. Algunos
infinitamente pequeños y otros infinitamente mayúsculos. Se descubría
simple y transparente en sus descripciones de la naturaleza, que veía
maravillado todos los días. Algunas otras, era el geógrafo que le descubría
más inmensos mundos que los que él tenía. Y entonces escuchaba
encerrado en su caparazón de seda. Aquí repetía lo que le explicaban los
que venían de la Grecia de sabiduría profunda o de más allá del Mar
Púrpura de sus historias de todos los días en la cocina.
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Así andaba; andaba; andaba. Su lucha era hora tras hora, día tras día,
noche tras noche... hasta que al fin su angustia se resolvía en una
sonrisa. Caía a la cama rendido. Dormía. Roncaba muy fuerte. Hasta que
se levantaba totalmente cambiado.

Había pasado la tormenta. Una tormenta que podía arrasar con todo lo
que a su paso se presentara. Había pasado la tormenta y la brisa fresca y
la luz del sol se filtraban por la fisura finísima de su alma, para llenársela
de claridad. Ahora era todo sonrisas. Sonrisa ancha, limpia, fresca. Hasta
el otoño se aclaraba un poco para entonar con él una canción nueva y
feliz. Se llevaba al campo, prendido a los labios, un silbo, y en el búcaro de
sus manos la tibieza de una ternura. Ternura que descolgaba en el testuz
de su yunta a que lo miraban con ojos llenos de mares y lejanías, sin
sentido y sin horizontes. La atmósfera toda había cambiado. Ahora era
más liviana. Más suave. Más fresco. Y un poco de esta mañana se le había
metido en el cuerpo a Simón. Lo reflejaban sus ojos, sus manos, su cara,
su andar, y su trabajo cada vez más vivo, más intenso y más prolijo.
Detrás del arado iba no ya Simón sino una calandria. A ratos truncaba la
herida de la tierra y se agachaba a observar las carnes desgarradas del
surco. Momentos antes, cuando la tormenta se cernía sobre su espíritu,
habría mirado a los insectos del surco, con deleite, al verlos destrozados
por el arado y tocado con gusto sus entrañas asquerosas, derramadas. Se
habría solazado contemplando las repugnantes babas de las sierpes y el
ondular sigiloso de las víboras. Se diría que jugaba en su mente con
pensamientos sucios, impuros, sórdidos, lascivos que le provocaban cierta
satisfacción. Pero ahora le daban lástima. Lástima sincera, simple,
sencilla. Pensaba que el mundo era grande, ancho, inmenso, donde cabían
él y muchos de esos bichos que nunca le hicieron ningún daño. Le hubiera
gustado poder unir las partes separadas de los cuerpos de los bichos y
darles de nuevo la vida que su mancera le quitaba. Que el mismo le
quitaba. Al no poder remediar lo ya hecho se complacía con acariciar a
sus mansos bueyes y en suspirar con sus intenciones sanas. No era un
remedio pero sí un consuelo.

Esa noche, aunque muy cansado, se fue a Cirene, donde lo esperaba un


amigo suyo. Su único amigo; éste era estudiante de la Escuela de
Medicina, famosa desde los tiempos de Herodoto y reconocida en todo el
mundo intelectual de la época, por la capacidad indiscutida de los
médicos que ella producía. Este amigo estudiante se llamaba Lucio. Al
encontrarse se apretaron en un abrazo fraterno. Conversaron
animadamente. En más de una ocasión Lucio debió corregir el griego
olvidado de Simón, cosa que éste agradecía sin ambages. Hablaron de un
tema que le preocupaba no poco a Simón: el del dolor de los hombres y las
bestias. El dolor en general fue el tema de la conversación de esa noche.
No cabía en la enorme masa física y fortaleza natural de Simón, el
concepto del dolor. No podía ver a los hombres que hablan y sienten el
dolor en toda su intensidad y menos aún, aquellos que se dejan llevar por
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la aflicción, a causa de un mal que les ha sobrevenido. Lucio ponía en la


conversación su experiencia junto a los lechos de los desdichados que
agonizaban agobiados por una larga y penosa enfermedad que decía, le
llenaban el corazón de angustias. Simón comprendía muy bien lo que su
amigo decía pero no comprendía en absoluto a la per-sana que sufre y
menos aún le podía provocar simpatía alguna. No pensaba como su padre,
como sus antepasados de raza, que el dolor era provocado por una vida
desordenada o como había leído en la Ley y los Profetas, que eran la
consecuencia de un pecado. Cuanto más grande el pecado más agudo el
dolor, más nefanda la enfermedad. Pero tampoco los excluía totalmente.
Debía haber alguna razón, pero no atinaba a hallarla. La conversación era
amena, ágil e intrascendente, corno cuando se habla de algo que no nos
toca ni de cerca ni de lejos. Era solamente un tema de interés. Cuando se
separaban en la puerta, excesivamente baja de la casa, los dos amigos
notaron un aire demasiado cálido, que contrastaba, evidentemente, con el
día fresco que habían tenido. Era un vientecito leve que venía desde el
fondo del desierto. La noche era muy oscura. "Vete pronto, Simón —dijo
Lucio—, parece que comienza a soplar el simún. Y cuando este viento
sopla no trae nada bueno consigo". Simón emprendió rápidamente el
regreso. Era una tuerza que avanzaba contra el viento. Se diría que se lo
llevaba a empellones por delante. No había andado mucho cuando el
simún alcanzó su máxima intensidad. El calor era insoportable. Era un
mediodía de calor en medio de la noche. Nadie transitaba por las angostas
y desparejas calles. A veces se inclinaba una casa a hablarle al oído,
cuando se animaba a caminar. Pero tuvo al fin que detenerse agotado,
sudoroso y lleno los ojos de arenas, que le impedía continuar la marcha,
sabiendo dónde ponía los pies. Se reparó contra una casa que ofrecía la
seguridad de su consistencia ante los embates.

Allí se detuvo indefinidamente. Hasta que el viento amainó casi por


completo, de improviso. Pero, mientras aún soplaba una ligera ventolina,
comenzó a llover. Era lo esperado. Se ablandaba con el agua el calor.
Simón retomó el camino de regreso a la casa. El agua de la lluvia le iba
lavando la cara con suavidad de caricia. Su paso, al principio tan decidido,
tuvo luego que imprecisares. Los lodazales se sucedían o le salían al paso.
Lo enfrentaban con valor decidido. Simón tenía que esquivarlos o meterse
en ellos, para salir todo enlodado. Las casas se ponían un vestido de brillo
nuevo.

Estaba lejos de la granja, todavía, cuando Simón tuvo noción exacta de


que algo en su casa había sucedido. Apretó el paso primero y más tarde
cuando fue certeza que algo había acaecido, inició una firme carrera. Era
otro simún que atropellaba. Su pesado cuerpo al desplazarse rápidamente
empujaba el aire como si fuera un verdadero simún. En el camino había
visto andar despavoridos los animales, que reconoció eran los de su
granja. Se imaginó lo que había pasado. Él se había ido al pueblo
temprano; no había puesto a reparo a las bestias. Se desató el simún y los
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animales asustados por la furia del viento, inquietos por el calor excesivo,
y azotados por las arenas levantadas, se espantaron y arremetieron contra
los débiles cercos que cedieron, y se lanzaron desesperados campo afuera.
Pero, ¿qué había pasado con su padre?, se preguntaba. ¿Y con los de la
casa? Las preguntas se le colgaban a la memoria como las gotas de la
lluvia a su túnica de lino. Ya en la casa poco le costó darse cuenta cabal
de los sucesos. Sus ojos acostumbrados a la oscuridad encontraron en
uno de los potreros un cuerpo tendido y suplicante. Sus ayes eran
sumamente débiles. Percibió pronto que era su padre. Se dio cuenta que
se hallaba allí y en ese estado, debido a que, apenas notara la agitación de
las bestias, causadas por el viento, salió a sujetarlas, pero ya era de-
masiado tarde. Las bestias desesperadas lo atropellaron en su despavorida
carrera huyendo del peligro. Y el peligro en todas partes acechaba.

Simón se agachó a levantar a su padre. Notó que quería hablarle, más sus
palabras eran apenas un suspiro que no se podía entender. Lo levantó
como quien levanta una hoja de un árbol caída. Lo llevó a la casa. A la luz
imprecisa de una lámpara a aceite comprobó lo delicado de su situación.
No había tiempo que perder. Alzó nuevamente a su padre en brazos, luego
de cubrirlo con una manta, y salió precipitadamente de la casa con rumbo
a la ciudad de Cirene, que de este campo distaba un par de estadios. La
lluvia fina y penetrante era un estímulo para andar rápido. Llevaba el
cuerpo de su padre con una facilidad sin molestias, como si llevara el
cuerpo de un niñito recién arrancado de la cuna. El primer estadio lo
recorrió sin notar el peso de su padre; pese al día de intenso trabajo
desplegado y parte de la noche que usó en su caminata para llegar a
Cirene poco tiempo antes. Su fortaleza era incansable e inagotable. Pero
ahora sentía que su padre le pesaba algo. Era el peso de algo inerte y frío
que lo hizo estremecer. Su pensamiento en vuelos ligeros le dictaba
preguntas y su ansiedad le cubría de reproches. Apuraba el paso como
quien quiere huir de algún peligro cierto o imaginario. La casa del médico
le parecía más lejana que nunca. La noche más negra y más sombría que
todas las que hasta ahora hubo conocido. El camino se alargaba con su
inquietud sin palabras. El camino más largo es el que se recorre con
ansias listas para llegar. Parece que se alarga debajo de los pies,
aligerados por un arribo pronto. O que la meta se alejara.

Lucio y el Profesor atendieron al viejo. Simón con aparente calma


aguardaba. Su amigo vino a decirle que era cosa de cuidado, pero que no
revestía gravedad mortal. Que si quería podía volver a la casa, pues
apenas el viejo se hubiera recobrado lo volverían al hogar. Simón quiso
quedarse. Estuvo hasta más allá de la media mañana. Cuando habló con
su padre se fue más tranquilo. Algunos días bien atendido, y luego podría
volver a la casa, hasta su restablecimiento definitivo, que sería lento a
causa de sus achaques. Un peso de muchos ciclos se le cayó de encima a
Simón. Y se volvió tranquilo a su casa. Los perros vagabundos y
hambrientos, que de noche intimidaban a todo el mundo y que
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provocaban desprecio a todo judío de la dispersión, le parecían ahora más


lindos, juguetones y algo satisfechos. Uno le hizo un guiño con su cola
roma. Otro marchó a su lado por algún trecho, y como Simón marchaba a
demasiada prisa, el perro vagabundo, a quien no lo apuraba nadie, se
volvió a reunirse con sus iguales.

La noticia del accidente del viejo y el trabajo del hijo fue conocida pronto
por toda la comarca, que se hizo lenguas de la hazaña. A ésta se sumaban
otras que había realizado antes. Algunas eran ciertas, otras inventadas,
las más inconcebibles para naturalezas humanas, pero es que Simón...
era algo más que naturaleza humana sólo. Así comenzó a recordarle
cuando Simón solo levantó a un buey muerto que se había caído justo
sobre la lanza de la carreta a la que había sido uncido; y la carreta no
podía seguir su camino al puerto a dejar su carga de trabajos y fortuna, a
menos que se quitara el animal caído. Así pudo marchar agradecido el
labriego y Simón recoger las prendas de la admiración callada de los
campesinos. Así fue ganando reputación de fuerte y de noble. Pero Simón
decía, que lo hacía nada más que porque era más fuerte que los demás y
que no sabía utilizar su vigor nada más que para eso: ayudar a sus
vecinos. Y mucho de esto había.

A esto se unía una hermosa tradición familiar de ricos y nobles


comerciantes que eran sus ascendientes. Las mejores dotes morales se las
iban ensartando a Simón, como si ensartaran cuentas en un rosario. Se le
colocaba en cualquier pleito, problema o circunstancia, siempre del lado
de la justicia. Y su ayuda se prodigaba, continuamente, al decir de las
gentes, al más necesitado.

Simón era el más fuerte. Simón era el más noble. Simón era el más justo.
Era un buen hijo y un mejor vecino. Claro que todo el mundo aprovechaba
de su vigor físico en beneficio propio, y de su hidalguía tímida para
perjudicarlo, y con esto no lograban arrancarle ninguna queja y menos
aún la propia justicia de su mano que hubiera sido cruenta. Mientras
fuera un buen hombre, para ellos, Simón sería el más fuerte y el más
noble.

II

Desde hacía un tiempo Simón ya no era el mismo. Algo había cambiado


para siempre. Llevaba un rictus de inconsciente melancolía en su rostro y
en sus ojos se apagaron las certezas. En su espalda erguida y colosal se
acurrucó una sombra que le daba el aspecto de una comba de vencido, de
agotado.

La vuelta de su padre lo había encontrado en esa situación. El proceso


comenzó a verificarse, tal vez, en la misma Escuela de Medicina, donde
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fuera llevado el viejo para su tratamiento y cura. La vuelta del viejo fue
emotiva, triste y alegre, a la vez. Debió haber sido traído desde la clínica
médica, ya que por sus propios medios no podía andar, y difícilmente
anduviera ya, en los años que le restaban de vida. Durante su
convalecencia comenzó a madurar pensamientos que durante toda su vida
había esbozado su ser en la mente ágil.

Simón se entretenía, ahora, más que nunca en las tareas agrícolas. No era
que le tomaran más tiempo que antes realizar los mismos trabajos, sino
que huía de las conversaciones con su padre. Por eso salía con las
primeras manifestaciones del día, antes que los rayos del sol se abrieran
paso entre las sombras de la noche, y regresaba a horas por demás
avanzadas de la noche, cuando creía que su padre ya se habría retirado al
descanso. Pero más de una vez se sorprendió viendo al viejo que lo
esperaba con las preguntas a flor de labios. Preguntas que no podía rehuir
pero que en muchas ocasiones no se animaba a contestar, o no sabía
hacerlo. La culpa de esas preguntas era ese viejo Libro gastado por el
tiempo más que por el uso, y que ahora estaba siempre abierto en las
manos del viejo. Esa versión de la Septuaginta lo perseguía inexorable-
mente. Simón sabía que le daría alcance con facilidad, ya que desde niño
había sido su silabario, primero y su horizonte de conocimientos, después.
Horizonte que cada vez se alejaba más al ir en su procura. Horizonte que
se confundía con lo infinito.

Frente a ese viejo libro Simón era una gigantesca estatua, siempre callado.
No tenía respuestas para su viejo padre cuando le hablaba con su griego
gangoso acerca del contenido de ese libro. El viejo tomaba este silencio
como prueba de asentimiento, cuando lo que pasaba era que Simón
cerraba su mente, herméticamente, a su significado y apenas si
comprendía los hechos crudos, reales y amargos, siempre desnudos, que
le salían al paso. Ante esta obstinada persecución, la huida le pareció que
era la mejor solución. Por primera vez en la vida había cruzado por su
mente esta idea de la huida. El gigante, el valiente, el fuerte, el noble,
huyendo. Esta idea al principio le pareció ridícula y la aherrojó de sí, como
si fuera un sierpe inmundo que le molestaba. Pero a medida que más se
entretenía en ese pensamiento, le iba pareciendo menos asquerosa. Hasta
que llegó un momento que parecióle lo mejor que podía hacer. Ya no tenía
ningún reparo en ir preparando, en mente, los detalles de la huida y
acumulando las excusas que presentaría en su descargo. Sin pensar que
esas excusas se estaban convirtiendo en verdaderos motivos.

Fue en esas circunstancias que a Simón le pareció sobrenatural la idea de


ir a buscar mejores mercados para sus productos, y así se lo dijo a su
padre cierta tarde, que cayó a la casa de improviso, cuando se lo esperaba,
como siempre, más allá de las horas del crepúsculo.

"Nuestro trigo, nuestro lino —dijo Simón— y nuestros ganados son los
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mejores de todo Cirene y es menester conseguir mejores precios por todo


ello. Las circunstancias son ampliamente favorables para procurarnos
mejores beneficios de nuestros trabajos. Máxime ahora que debemos
prevenirnos contra un futuro de sorpresas".

El viejo lo miraba por en medio de sus cenicientas y bien pobladas cejas.


Veía más lejos que lo que Simón podía prever.

La turbación e indecisión de éste contrastaba con la seguridad y soltura


que en otras oportunidades hiciera gala.

Sin tratar de disuadirlo de su propósito, el viejo hizo ver a su muchacho


los peligros que le acecharían en su empresa. Esto desconcertó a Simón
que esperaba una enconada resistencia. Sin embargo las palabras
paternas le dieron motivo para una superficial y airosa defensa de una
causa enclenque. Fue como darle aliento, oxígeno. Tuvo el efecto de un
reactivo inyectado en una arteria. Fue la palanca de Arquímedes que
necesitaba. Al hallarla la utilizó diestramente. Por eso viólele gesticular
exageradamente y hablar con un entusiasmo, calor y elocuencia
inopinadas. Por eso es que decía, "que si había dificultades era de hombre
el vencerlas y cuando mayores sean los obstáculos a vencer, mejor se ven
los músculos que lo consiguen y que él no tenía miedo a nada ni a nadie,
que estaba hecho para doblegar las más agudas dificultades que se le
pudieran presentar". ¡Y a fuer de sincero que tenía razón!

Por supuesto que con esos argumentos no pudo convencer al viejo, pero
por lo menos tuvo que acordar que su hijo tenía razón, en lo que atañe a
su fuerza, que sin duda le permitiría salir airoso de cualquier evento
infausto en que pudiera verse comprometido.

Espoloneado por lo fácil de su triunfo frente a un rival que no presentaba


resistencia ni defensa alguna a sus argumentos, que Simón creía eran
irrebatibles, esbozó una ligera sonrisa y continuó con su premeditado
plan, para vencer los escrúpulos paternos opuestos a su proyectado viaje.
Habló de que "quería ver nuevos campos, estudiar nuevos métodos de
cultivos que, decía, estaban rindiendo cosechas ubérrimas en Europa y,
especialmente, en Medio Oriente. Que quería estar al día en cuanto a
progreso agropecuario se refiriera, pues quería hacer rendir a sus campos
y haciendas los más hermosos dividendos, en la esperanza que su padre
nunca fuera a pasar alguna penuria". Aquí ya estaba sincera y
honradamente emocionado. En su sonrisa había asomado el destello de lo
asombroso. Estaba estupefacto de la maestría de sus argumentos, del feliz
manejo de sus armas dialécticas y de lo diestro de sus estocadas retóricas.
Era la escuela de filosofía que ascendía a la conciencia. Simón se sentía
transportado, era un nauta en medio de un mar sereno, risueño y azul.
Por eso el fluir constante de su palabra rápida, de las ocurrencias certeras
y de ideas felices. El rostro senil era su espejo.
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Esa noche, si se hubiera acostado, Simón no hubiera podido conciliar el


sueño. Ideas e imágenes en veloces sucesiones cruzaban por su mente
calenturienta. Así que se propuso ir a la ciudad de Cirene a conversar con
sus amigos. Su paso se hizo alado. Se llevaba en andas su triunfo
verborrágico y aplastante sobre su viejo y gastado padre. Nadie podría
decir que ese paso arrastraba una corpulencia colosal.

Se encontraron, esa noche, en la vieja Escuela de Medicina, Lucio y un


médico que recién llegaba de Roma, cuyo nombre era Lucas. Tenía éste
todo el aspecto de un hombre de bien; sus ojos luminosos, inteligentes,
ágiles, denotaban una bondad natural y grande; su cabello negro
ensortijado; mentón prominente, expresión de voluntad férrea; labios
delicados y estirados, en los que se había prendido una sonrisa
interminable. Las manos grandes de dedos largos y afilados, eficaces en el
manejo de instrumentos delicados y de precisión. No obstante, una
sombra se descubría en el fondo luminoso de sus pupilas. Su porte era
distinguido. Su misma presencia imponía respeto y, a la par, confianza.
De no habérselo encontrado en la Escuela de Medicina uno supondría
hallarse en la presencia de un Profeta. Firme, sí, pero tierno. Visionario a
la par que realista. Ingenuo e inteligente. De rasgos bellos pero
severísimos.

Frente a Lucas quedó sin habla Simón. De nuevo apareció delante de él el


fantasma de la timidez, que lo paralizaba a la vez que lo demudaba. Nadie
hubiera dicho que esta persona fuera la misma que recién volaba con la
euforia del triunfo, desbordando de toda su vida. El mayor gasto de la
conversación lo hizo, en esta oportunidad, por supuesto, Lucas, quien lo
hizo con palabra oportuna, fácil y elocuente. Su griego era perfecto. Era
una música azul que acariciaba los oídos y el más hondo sentir de los
presentes, especialmente de Simón. Simón escuchaba ensemismado, y a
medida que avanzaba la conversación, incuestionablemente que con
Lucio, aquél se iba transfigurando. Su rostro adquiría una brillantez de
luz de lámpara en plena oscuridad. Escuchaba. Solamente escuchaba. ¡Y
no le costaba ningún esfuerzo! Se bebía las palabras del orador. Ya que
por momentos Lucas improvisaba un monólogo, tal la riqueza de
expresión que poseía.

Habló de los mundos que llevaba admirados, de las gentes que había
conocido, de los idiomas que había tenido que aprender en su continuo
rodar por los caminos áridos y por las sendas húmedas. Cómo se había
puesto ducho en conocer a las personas y cómo había tenido que bucear
hondo, muchas veces, para poder encontrar el alma del individuo o su
verdad, no pocas veces pulverizada en el torrente de la vida que huye
célere a perderse en el infinito nada. Y cómo, también, debió luchar
titánicamente para aherrojar de muchos pacientes sus prejuicios
inhibitorios, sus crasas supersticiones y sus terrores ancestrales. No
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había sido menos, decía, su lucha por sembrar verdades que para él son
evidentes, claras y conminatorias.

A esta altura, terció en la conversación Lucio, diciendo que discrepaba de


su manera de pensar con respecto a sembrar verdades, pues nadie tiene el
derecho de hacer cambiar a nadie de opinión, y menos aún, influir en su
personalidad, es decir, coartar su libertad para que se solidarice con las
propias opiniones. Que si bien es cierto que la humanidad es depositaria
de todas las verdades aprehendidas por los genios y de ellas tomarnos
todos los conocimientos que necesitarnos o pretendemos tener, esto no
implica que haya que hacer coerción, aunque sólo sea moral, sobre el que
vive y piensa como se le da la gana, dentro de la honestidad.

"Al que sabe que vive en el error y en el engaño y quiere permanecer en él


nada hay que decirle ya, agrega Lucas, pero al que no lo sabe hay que
advertirle su situación deplorable y su gravedad; y más todavía, hay
quienes no conocen sus reales necesidades, pero tientan la verdad y una
guía; con ellos, pues, es más que de nuestro deber ponerles a sus
alcances, la medicina que sabernos les hará bien".

—"O le aliviará momentáneamente" —alegó Lucio. —"En un instante


puede estar marcada la eternidad" —sentenció Lucas.
—"La eternidad de la nada, tal vez".
—"Sea".

Con el temor y el temblor de la gacela cuando va a la fuente a tomar agua,


Simón atinó a balbucir: "Yo creo que es de beneficio para todos los
hombres el poder viajar, de la manera que lo ha hecho el doctor, tratando
de ampliar sus propios horizontes y hacérselos ampliar a aquellos que les
rodean".
—"¡Así que solidario con mi rival!" —Ironizó Lucio, y agregó—: "¿Lo es que
vas a viajar?..."

—"En eso estoy pensando... Es necesario para colocar en mejores


mercados nuestros productos y no recibir lo que se les antoje darnos a
quienes nos compran, con ganancias para ellos, tradicionalmente. Aunque
creo que es de mayor interés para mí, en esta estancia de mi vida, el
conocer nuevos ambientes, nuevas condiciones de vida, nuevas personas,
que de otra manera jamás conocería. Cuando hablaba el doctor Lucas —se
excusó—, yo callaba porque él estaba mencionando lo más íntimo de mi
propio pensamiento. Claro que. .. Con mejores palabras...”

La conversación, luego, fue diluyéndose hasta perderse en formalidades.


Palabras dichas por no estarse callados, por sólo decir algo, por ocupar el
tiempo. Llegado a este punto, Lucas se despidió de su colega y de su
reciente conocido. Y se marchó.
13

Quedaron solos, Simón y Lucio. Frente a frente. Se estaban estudiando.


Lucio miraba hondo en los ojos zarcos de su amigo. Buscaba la razón de
ese plan de viaje. Los argumentos eran demasiado cuidadosamente bien
presentados, metódicamente estudiados y didácticamente comunicados
para que se puedan tomar como reales y efectivos. ¡Y así se lo hizo saber
Lucio a su amigo!

—"¡Hay algo más, Simón —le dijo—. Nunca te he visto mirar a las niñas de
Cirene, ni sé que te haya gustado ninguna de las campesinas, pero me
temo que la causa de tu inesperada ansia de viaje sea una aventura
sentimental. Las odaliscas adolescentes, siempre ponen en las vidas
vigorosas de los hombres anhelos inconfesables de placeres... lícitos,
cuando ello es posible!"

Simón sonrió. Se sonrojó también. Su rostro noble e ingenuo era un


espejo demasiado fiel de sus emociones más íntimas. Pero negó que en su
conciencia hubiera el planteo que se le presentaba. "Más bien —atinó a
aclarar Simón—, creo que el motivo de un repentino viaje— que no es tan
repentino, ya que siempre he admirado esos blancos barcos, jinetes de las
ondas, y no puedo olvidar esa mi niñez ocupada en contemplar largas
horas, a solas, a esas naves que se llevaban mis ansias de marchar lejos—
, el motivo de mi viaje, pues, imagino que se debe a que en casa ya no nos
podemos poner de acuerdo con el viejo. ¡Y la culpa la tiene ese viejo libro!
De un tiempo a esta parte ya no se puede conversar ni discutir con mi
padre. Se aferra a ese libro como si fuera el horizonte de la vida y el
súmun del conocimiento humano. ¡Y yo no lo puedo aceptar así ! Hay
evidencias que no se pueden recibir tal como se narran allí. ¡ Yo no puedo
! Tal vez yo no tengo la fe del viejo, pero no puedo aceptar las Escrituras
como él..."

—¿"Y quieres ver si detrás del horizonte hay más vidas y más
conocimientos... ? —Requirió melancólicamente Lucio—. Vete, Simón,
vete. No dejes de hacerlo. Cirene es demasiado pequeño para un ansia tan
grande como la tuya. ¡ Quizá este mundo lo sea, también! Vete. No te
detengas. Por nada. Vete. Todas las vidas tienen que alcanzar ciertas
etapas, ciertas estancias o de lo contrario se frustran. ¡Y tu próxima
estancia te está esperando, Simón. Vete".

—"Gracias" —alcanzó a extender su voz apenas audible Simón... y se alejó.

III

Era una delicada, tenue, clara llovizna de luz que se empinaba en punta
de pie sobre el filo del horizonte, ese amanecer cálido, para la estación,
que iba dibujando siluetas y que traía del puerto una brisa húmeda y
salobre. Las aves del arroyo, recién despertadas, saludaban con trinos
14

tibios, la caricia rubicunda. Una bandada de patos silvestres hizo un


manchón de plumas en el firmamento. En ese entonces la caravana había
partido de la chacra. Encabezando la marcha se destacaba el guía,
montado en un asno. A la silla de éste se ató el cabestro del primer
camello, viejo y manso, y a la silla de la carga del viejo primer rumiante, el
cabestro del segundo y en la misma forma se fueron atando los camellos
siguientes, hasta llegar al último. De esta manera se evitaría el peligro de
que alguno de los camellos jóvenes y díscolos, espantado, pudiera es-
capar de la caravana, lo cual implicaría la pérdida del cargamento, de
tiempo, para ir en su caza, y no pocas ve-ces del mismo animal
despavorido.

La luz naciente le daba a la caravana un aspecto fantasmagórico.


Acompañaban a Simón, su padre, a quien se le había preparado una silla
especial, colocada entre dos camellos viejos y muy mansos, dejados al
cuidado de un esclavo fiel, algunos vecinos y los camelleros. El guía de la
caravana era un beduino fuerte, tostado de soles, alto, cimbreante, corno
una hoja de acero. Estaba atento a todo. Estaba en todo. Cada camello era
inspeccionado minuciosamente. De una sola mirada reconocía si la carga
estaba desequilibrada o si algún inconveniente amenazaba a las bestias.
Tenía entrañable cariño por los camellos de su flota. Los hacía marchar
tan sólo quince millas diarias, o sea, camino de un "sabbaton". Y nadie lo
sacaba de ese ritmo. Daba la impresión de que los animales le
respondieran a tanta solicitud. Una sola palabra del guía y los camellos
obedecían instantáneamente. La caravana iba haciendo sendas en su
marcha. ¡ Y allí quedó establecido un camino que el constante tránsito lo
convirtió en obligado!

Las patas largas y finas de estos camellos altos y flacos, con una sola giba
y un pelaje pardo y suave, fueron abriendo rutas durante siglos hasta
llegar al floreciente comercio que movía esta caravana. Por mucho tiempo
quedó la huella de su paso, y el ambiente, saturado de alquitrán junto al
olor natural del camello, que hacían inolvidable por varios días el paso de
la caravana.

Simón, durante la marcha, varias veces fue a ver si su padre necesitaba


algo o si viajaba cómodo. El viejo iba melancólico. Pero no se hubiera
podido imaginar su estado de ánimo, tan poco expresivo era su rostro,
cubierto de una larga y espesa barba. Más parecía un "rabino" en su
meditación que un campesino, padre a quien se le arranca un hijo.

Las millas se iban sucediendo lentamente, pesadamente y ponían más


ansias de arribo en Simón. Las pocas "jornadas" recorridas hasta el puerto
le parecieron infinitas. En cambio el viejo las midió con su inquietud y su
desasosiego incomunicables y cada una se le acortó en varios "pies". Los
peligros del camino fueron salvados todos con felicidad. El guía era
experto. Y todo resultó feliz.
15

Cuando arribaron a un "refugio" del camino, entraron personas y


caravana, por la sola puerta de acceso, y en el grande cuadrado, rodeado
de una firme empalizada, hallaron todos albergue seguro. Las cargas
fueron quitadas de los camellos, pero mantenidas en sus sillas especiales,
para poder reiniciar la marcha apenas personas y bestias hubieran
descansado y hubiera alimentándose.

Una fogata acogedora puso calor de relato a las aventuras vividas y luz de
agüero en las sombras huidizas de aspecto fantasmal.

Simón y su viejo padre no hubieran podido descansar. El geniecito


inquieto de sus preocupaciones los tenía alertas. Algunos amigos
arrebujados en sus grandes gabanes y otros en sus mantas, se tendieron
al suelo a dormir. El vigía de cuando en cuando se acercaba a la fogata a
calentarse un poco y a escuchar lo más.

—"Creo —decía Simón a su padre—, que de ahora en adelante nuestro


trabajo rendirá marcadas ganancias.

Tengo la seguridad que esta carga de trigo y lino, que llevan los camellos,
la venderemos a tan buen precio que no dejaremos año tras año de
llevarla a Jerusalén. Para las grandes fiestas, allí se vende todo y a muy
buen precio".

—"Mi querido hijo Simón —respondió el viejo—, muchas veces hemos


conversado sobre lo mismo. Es cierto que los mediadores, entre nosotros,
los productores del campo y los grandes centros de consumo, se llevan
buena parte de nuestros esfuerzos, pero ello nos ahorra un sin fin de
contratiempos, de idas y venidas que, sin duda, compensa sus ganancias".
—"Pero yo no quiero perder con tanta facilidad el fruto de nuestro trabajo"
—interrumpió Simón.

—"Además —agregó el viejo—, no es la fortuna y los bienes de este mundo


lo que constituye la felicidad, hijo".

—"Sí, ya sé..., ya me lo ha dicho centenares de veces, que dice nuestro


viejo libro, es decir, tu viejo libro que "son mejores los tesoros eternos, los
cuales no se corrompen y que nadie puede hurtar". Pero yo estoy
dispuesto a hacer valer nuestros derechos hasta sus últimas
consecuencias. Un solo derecho que tengamos y que no reneguemos de él,
está poniendo la base de una humanidad justa para todos, sin
discriminación".

—"Espero —intercaló el viejo— que mantendrás siempre esa posición.


Porque te has de enfrentar con situaciones muy difíciles que pondrán a
prueba tu fidelidad a tales principios. Y además debes recordar que hay
16

derechos que corresponden a otros también. Nuestra vieja ley prevé el


derecho de los padres sobre los hijos ..."

—"Se me inculcó desde la niñez que "debía adorar sólo a Dios y honrar a
mis padres, para tener larga vida", cosa que he tratado de cumplir
fielmente, ¿no es verdad, padre?"

—"Sí, Simón. Has sido un buen hijo. Por eso es que hemos decidido, con
nuestro vecino Benjamín Ben Jonás, tu compromiso con Miriam, su hija,
que ha sido muy bien dotada, para que sea un excelente partido para un
muchacho de tu posición".

Ah !, padre mío ... ¡ ¿Hasta cuándo, Jacob Ben Siché, se ocupará de su


hijo, que ha dejado ya de ser un chico?!" —alegó Simón, no queriendo
demostrar la contrariedad que le significaban esos convenios hechos a sus
espaldas. Hubo un tono de amargo reproche en sus palabras, pero como
callara evitando expresar sus emociones convulsas, el viejo entendió ese
silencio como acatamiento a su voluntad. Por eso es que, con serenidad en
su espíritu y la flor de una sonrisa hecha botón en la comisura de los
labios, se entregó al descanso. Dejando al pobre Simón con una rebelión
crispada entre sus manazas y un amargo sabor a desencanto en sus ojos,
ahora fijos en una nube vagabunda por el cielo sobre su gigantesca
cabeza.

La negra nube fue alejándose. Alejándose. Alejándose. El cielo límpido se


repetía en el mar. En el horizonte se confundían en un abrazo los azules
cielos y las azules aguas. La brisa húmeda le lavó la cara de ceño adusto a
Simón. Un rayo de sol iluminó sus pupilas. Y en gesto abiertamente noble
se acercó al navío, en el que los esclavos, con el agua a las rodillas, iban
cargando los sacos de su trigo y de su lino, bajo la mirada centelleante de
los soldados romanos y ante la amenaza, no siempre incumplida, del
látigo de cuero de cocodrilo que desgajaba las carnes del esclavo entrevisto
como indolente. Más de una vez ese látigo fue injusto instrumento de
condena. Más de una vez un esclavo vigoroso o de mirar altivo sucumbió a
la furia sádica de la soldadesca. Simón vio cómo el látigo despiadado de
un soldado cayó sobre las espaldas ya heridas de un esclavo, y se
encontró con los puños crispados y la mirada imponente y severa, entre
elles. El látigo no volvió a sacudir la espalda desgarrada. La mano fiera de
una, mirada acerada detuvo en el aire el látigo aleve. Una mirada de
estrella humedecida se incorporó del fango. El soldado miró a Simón con
odio y venganza. Sus ojos despedían maldiciones que hubieran incendiado
el amor propio, y lanzado a ambos hombres en una lucha desigual. Pero
Simón estaba mirando cómo el esclavo levantábase del fango, recobraba
su saco de trigo y lo depositaba en la bodega hambrienta del navío; luego
lo vio ocupar su puesto junto al remo y a la larga serie de desdichados.
Instintivamente, el soldado llevó la mano a su alfanje de puño reluciente.
Se enfrentaban dos potencias. Medíanse la una a la otra. Dos
17

posibilidades de vida encaraban su preeminencia...

Un agudo toque de corneta, hecha con cuerno de buey, quebró aquellas


miradas desafiantes. El soldado corrió a su puesto en el barco.

Como movidos por resortes, todos los esclavos estuvieron al unísono en


sus puestos junto a los remos. En tres filas superpuestas, con sus
banquillas respectivas, se acomodaron los remeros. La fila inferior estaba
al nivel de la línea de flotación del barco. Casi se tocaban uno a otro, los
esclavos, como para animarse en la monótona y pesada tarea.

Simón ocupó su lugar en los apartamentos destinados a la tripulación


sobre cubierta, próximo a la proa. Desde este punto de observación podía
medir con facilidad la nave y ver tanto a esclavos remeros con sus relevos
cada dos horas, sino los vencía antes la fatiga o el látigo romano, como a
marinos y tripulantes. Con él viajaban otros pasajeros, con quienes
siempre le faltó interés en conversar. En cambio llamó poderosamente su
atención el trabajo de los remeros. Su fatiga. Su desesperación, iluminada
por el milagro de una estrella. Su ritmo. ¡ Y lo sacaba de quicio ver los
castigos que se les infligía a esa pobre carne sangrante que los llevaba a
destino! Los coágulos sanguinolentos eran "dracmas" perdidas que se
llevaban consigo el rédito de un mundo en corrupción. Dolorida se
apartaba la mirada de Simón de esa fila de remeros esclavos y se posaba
en el navío al que medía de proa a popa, y que le calculaba tenía, apenas,
ciento cincuenta pies ; y de babor a estribor no más de veinte pies. Simón,
sobre cubierta, notó que ésta se elevaba a quince pies del nivel del agua.
Le había llamado la atención que este "trirreme" había entrado más que
otros en las aguas del puerto de Apolonia, por lo que dedujo que su calado
era muy pequeño, o más bien, casi plano. Así con facilidad cada noche
amarraba en la costa.

Recordó Simón, recostado en su litera, los cuentos de los marineros que


escuchara en sus correrías a Apolonia, y que repetían en las inmediatas
poblaciones de la Pentápolis ; ya en Arsinoe, ya en Berenice ; ya en
Ptolemais o en la misma Cirene. Se le hizo tan real la batalla que un viejo
marinero griego contara, cuando un barco romano, en andanzas de
piratería, se lanzó violentamente contra su propio navío, amenazándole su
casco con el triple pico de bronce, destacado en la proa, a manera de
arma. Una feliz maniobra, hecha a tiempo, permitió al barco griego tomar
al abordaje al romano, y no sólo impedir su saqueo sino llevarse ellos el
botín y los esclavos, que vendieron luego en el primer mercado. Tan real se
le presentó lo que estaba imaginando, que se incorporó en su lecho,
pensando que había pegado un grito, como participante de la batalla. Y en
esa posición esperó unos instantes por si alguien hubiese oído su grito. El
silencio fue la respuesta. Sólo el golpe acompasado de los remos,
martillando las aguas, se dejaba oír sordamente. Los cuatrocientos seres
humanos que viajaban en este barco estaban más preocupados por llegar
18

a puerto que en advertir lo que se desarrollaba a su alrededor. De esta


manera a Simón no le fue difícil hacerse el viaje lo más cómodo y llevadero
que se le presentara. ¡Y de noche sus pupilas repetían a las estrellas! Este
marzo de su viaje estaba marcado a fuego su recuerdo. Sus ojos estaban
llenos de mar. Sus ojos zarcos tenían la hondura del mar y ocultaban
tesoros de ternura insospechada. Cada noche le cantaba a su alma de
niño, aprisionada en un cuerpo gigante, la canción de nuevas estrellas y lo
acunaba el rumor de nuevas aguas. En éstas bebía insatisfecho su ansia
de más distancias. ¡Y cada amanecer renacía en cada milla recorrida! Los
pequeños arribos de cada noche fueron menguando la temida escala
obligada de los grandes puertos. Distaban muchas millas para fondear en
puerto y ya un fanal imponente iluminaba sendas en el mar. Alejandría.
Cuando llegó a Alejandría, a Simón ya no le inquietaba el tiempo que
habrían de gastar la soldadesca en juergas y correrías, y el tiempo que
permanecería anclada la nave, esperando volver a trazar surcos en las
aguas. Un día recorrió la calle a lo largo de la ciudad, y atravesó varias
veces su anchura de dos mil pies, para admirar lo que le interesaba;
escuchar palabras familiares y otras distorsionadas lenguas
incomprensibles; animarse con músicas exóticas, ejecutadas en
instrumentos sencillos... y cuando se cansó de marchar se allegó al barrio
judío, donde se cobijó entre hermanos que lo recibieron con su cordial
"Shalom" ... y, más tarde, lo despidieron , con el reverente y profundo :
"Yahveh te guarde". Simón respondió: "Amén".

IV

Simón vio que los galeotes de su nave se habían relevado varias veces. Sus
sudores añadían amargor a las aguas del mar. Su sangre aumentaba la
vergüenza de cada amanecer. ¡Y al fin llegaron a Gaza! La nave fue
anclada a varios "estadios" de la costa. Había incontables blancos de
arena y promontorios rocallosos que cuando la pleamar elevaba el nivel de
las aguas hacía peligroso el atraca-miento en el embarcadero. Por lo que
del "puerto" se enviaron pequeños botes a remo, a cargo de los esclavos,
para transportar los pasajeros, la tripulación, la carga y los galeotes.
Simón pudo observar, antes de ser acercado a la costa, no sólo la playa
bañada por las aguas azules y transparentes sino también acariciada por
un sol poniente que acumulaba púrpura en toda la extensión que su vista
admiraba. Era una túnica real que se acostaba a sus pies para hacerle
acogedora su estancia en la tierra de sus mayores. Todavía alcanzó a ver
la baja pero extensa colina en que estaba edificada la población de Gaza.
Su vista podía abarcar algo más que las tres millas que los separaban. Las
viejas murallas, en parte sepultadas por las arenas cambiantes de la zona,
le revivieron recuerdos de su paso por esas mismas sendas, cuando
dejaba atrás, para siempre, una niñez llena de promesas, vacías de
realidad hasta el presente.
19

La tarde se había, en quietud, puesto su túnica de sombras. El


embarcadero, en cambio, era un hervidero de botes que iban y venían,
apresurados todos, para llegar antes que la noche a tierra firme. Cada
bote se iba convirtiendo en luciérnaga a medida que avanzaba la
oscuridad. ¡ Y en un instante el embarcadero fue un cielo bajito en el que
las estrellas navegaban impulsadas por los remos! Los esclavos no
necesitaron de látigos para cumplir su faena con desusada celeridad.
Habían pasado muchos días sobre las movientes ondas como para
permanecer más tiempo a horcajadas sobre ellas.

El primero en arribar a la costa fue el oficial romano que venía a cargo de


la nave. Se dirigió directamente a la Torre, en la que ondeaba un
estandarte con el águila de la Legión Romana, y que estaba situada en el
extremo S. O. de la muralla, la cual, en ese lugar, se hallaba en buenas
condiciones de seguridad y estabilidad. Saludó a la guardia. ¡Y se llegó
ante la presencia del Tribuno Claudio, a quien rindió los honores de su
jerarquía! Una vez que cambiaron sus melifluos saludos, llenos de
pomposa y vacía solemnidad, el Centurión Julio entregó los documentos y
pergaminos del barco. El Tribuno los miró cuidadosamente y los entregó a
su guardia para que, nuevamente, le pusiera el sello con el anillo de
César.

Entre tanto, Simón, uno de los últimos en arribar, caminaba lentamente.


Medía cada palmo del terreno como si le quisiese escuchar palabras de
bienvenida. El soldado que llegó en el último bote no disimulaba su
desagrado de tener que andar tan pesadamente. ¡Ya las estrellas se
estaban dando su baño de agua de mar, que salpicaba reflejos, cuando las
lámparas en la Torre de la Legión, quemaban el fragante aceite! Muchos
de los pasajeros y algunos de los tripulantes de la recién llegada nave, ya
habían armado campamento junto a las murallas, en tiendas y alrededor
de las fogatas. Las fogatas eran los ojos con que la noche miraba
asombrada el tráfago. Los esclavos fueron conducidos al patio interior de
la Torre, que apenas si los podía contener y donde se hacinaron, con más
odio que vergüenza.

Simón fue conducido a la presencia del Tribuno. En la sala de recepción


se habían ya acomodado en rústicas bancas varios centuriones, mientras
que permanecían erguidos, imponentes e indiferentes una gran cantidad
de soldados, más de los que podían respirar aire no viciado en esa sala,
blandiendo sus poderosas lanzas, siempre listas para la conquista. El
centurión Julio presentó a Simón al Tribuno Claudio. Simón hizo la
reverencia de rigor y Claudio sólo levantó la vista de su pergamino como
todo saludo. El Tribuno Claudio, sin levantar la vista de su pergamino,
dijo:

—"Así que usted es Simón, natural de Cirene, ¿verdad?... Viaja con una
carga completa de trigo y lino... Todos los documentos están en regla.
20

Puede seguir viaje a Jerusalén tan pronto como lo desee."

Iba a contestar prestamente Simón, pero cuando vio la mirada altiva y


despreciativa del Tribuno sólo atinó a murmurar: —"Desearía, si el
glorioso Tribuno Claudio lo cree posible, seguir viaje mañana mismo".

—"¡ No sé por qué tanta prisa !" —espetó diestramente el centurión Julio.

—"¡ Bien, bien! —Carraspeó y siguió diciendo el tribuno Claudio—, si el


noble peregrino Simón de Cirene desea partir mañana mismo, no hay
inconvenientes en que así se haga. El Emperador me comunica, por medio
de este pergamino que, antes del mes judío de Nisán, ha de estar, por lo
menos, la mitad de nuestra Legión en Jerusalén".

Al oír esto los presentes se movieron inquietos y se cruzaron miradas


llenas de interés y codicia. Estar en Jerusalén para las fiestas grandes era
una recompensa muy bien valorada por los soldados romanos, ya que
habría la posibilidad de diversiones, placeres y azares, de los cuales
carecían en la apartada Legión de Gaza. Ya en los ojos de muchos oficiales
y soldados se veía bailar de fiesta a la lujuria. Y algún otro, jugó en sus
manos inquietas, con un par de dados. ¡Es cierto que mercaban
ventajosamente con toda clase de embarcaciones, que llegaban a estas
playas, lo mismo que con las caravanas a Jerusalén y a Damasco! Pero los
apetitos militares cebados no se sacian tan fácilmente. Una orden
imperativa y estentórea atravesó la monótona nube de sueños fáciles como
el viento las frondas.

—"¡ Centurión Maleo !" —gritó Claudio.

—"¡ A sus órdenes, glorioso Tribuno!" —respondió el aludido. Simón se


sorprendió al escuchar por primera vez el nombre del oficial ante el cual se
interpuso para defender a un esclavo que estaba siendo vejado por el
ominoso látigo lacerante. "Yo, pensó, lo hubiera llamado Longinos".
Longinos llamaba a ese oficial romano que castigara brutalmente a un ser
humano en su lejana playa de Cirene. Después de muchos días de viaje,
advierte, recién recordaba la querida Cirene. Su partida. El adiós de su
anciano padre. Sus amigos. ¡ Cirene !

—"Ordene a la guardia en los depósitos —continuó el Tribuno Claudio, lo


cual lo volvió a Simón a la realidad—, que se arrojen, desde la ventana
oriental, a los esclavos algunas mantas y que luego se les dé algo de
comer. ¡ Mañana temprano marcharemos hacia Jerusalén!"

—"¡ Así se hará !" —respondió Maleo; saludó, hizo las acostumbradas
genuflexiones, giró sobre sus talones y fue-se. Simón se repitió para sí:
"¡Centurión Maleo !". ¡ Y sin embargo a sus ojos seguía siendo el iracundo
e inflexible longinos de la partida en Cirene! ¡ Sólo un longinos! ¡Apenas
21

un longinos ! ¡Longinos ! Aún sin el látigo de cuero de hipopótamo seguiría


siendo en su mente un cruel longinos.

En la sala de recepción de la Torre la conversación se hizo imprecisa,


elevándose la voz tanto que llegó a ser todo un enorme desorden. Simón
aprovechó tal circunstancia para salir inadvertido. Salió al exterior de la
Fortaleza. Una bocanada de aire salobre le purificó los pulmones y no
pocos pensamientos. Respiraba hondo. Andaba despreocupadamente
entre las sombras. Una ventana hacia el oriente de la Torre se abrió y dejó
ver la luz de las lámparas que se marchaba a campo traviesa. Una
exclamación de mil voces se dejó escuchar. Simón notó que eran los
esclavos. Desde lo alto de la Torre se fueron arrojando algunas mantas, y
a medida que caían se repetían los gritos, los ayes, las injurias, las
blasfemias, el llanto y las risas neuróticas de los esclavos. A poco la
gritería se hacía ensordecedora y Simón dedujo que les llevaban
alimentos. No le costó mucho darse cuenta que los esclavos, quienes, poco
ha, estaban juntos y remando al unísono, se peleaban ahora por un
pedazo de pan amargo que se les arrojaba a los pies. Los chillidos de los
golpeados y arrollados, en la oscuridad del patio exterior de la Fortaleza,
atrajeron a un fuerte grupo de soldados de refuerzos para la guardia, que
entró, lanzas y espadas en mano, a poner orden a cualquier precio. Los
ayes se sucedieron por un momento. Luego, silencio. ¡ Silencio! La tropa
de asalto regresó sudorosa y fatigada. De algunas puntas de las lanzas
todavía goteaba sangre humana tibia. Una vez más el imperio romano
imponía su paz, basada en el atropello y la crueldad. Un sabor amargo de
rebeldía se acurrucó entre los pliegues de los labios de Simón. Su gesto de
impotencia se perdió en el seno frío de la noche. Tal vez fue la primera
sensación de fracaso que cobijó en su mente. Su voluntad siempre
satisfecha declinó esta vez su alteza. Era muy avanzada la noche cuando
entra en el cuarto que se le había asignado. Un guardia le franquea la
puerta. Sin que medie ninguna palabra. Simón quedó solo. Se sintió solo.
Solo.

La marcha se hacía rápida pese a los sinnúmeros contra-tiempos con que


se enfrentaba la gigantesca caravana. Simón se entretuvo mucho tiempo
contando los camellos, los briosos caballos árabes de los soldados, las
tiendas, los es-clavos, los sacos de la carga, los viajeros y peregrinos, los
soldados ... Su cuenta era demasiado larga para retenerla en la memoria y
cuando puso fin a su inútil tarea, pronto lo olvidó todo, perdido su interés.
Era fines de marzo. A medida que iban dejando atrás la región de la costa
de la mar Grande, que es una de las partes que la "mischná" divide el
territorio de Judea, el clima húmedo, caluroso y pesado, se dejaba sentir
más leve, produciendo un bienestar físico que aceptaban manifiestamente
bestias y personas. El bienestar general era perceptible. El paso se hacía
más fácil. El "camino del centro", con dirección general N.E., cortaba la
meseta en dos partes desiguales, con sus profundas huellas bien
diferenciadas ; las más alejadas, de los carros herrados; las del centro, de
22

pisadas de camellos que, caravana tras caravana, le dejaron su herida


indeleble. Las tres marchaban paralelas siempre. Cuando trepaban alguna
cuesta, que a Simón le recuerda la de "luhith", muy a menudo se repetía
las palabras de los rabinos, transmitidas por su viejo padre: —"Judea es el
grano, Galilea la paja, Perea el tamo"—. Algunas lluvias tardías volcaron
en el desierto sendero sus cristales, que recogió avaramente una tierra
sedienta y resquebrajada, en sus arroyos flacos, y que no obstante eran
una caricia para el viajero hastiado y las bestias cansadas.

Simón no olvidó nunca su primer viaje por estos mismos rumbos, la


oportunidad en que su padre lo llevó a Jerusalén para ser recibido como
hijo de la Ley". Entonces tenía doce años. Ahora renacía todo, como en
una primavera, en su alma. El cielo puro y sin nubes reflejaba aquella
alma inocente. ¡Tal vez pudiera ser a la inversa! Su vista se alejaba
navegando enormes distancias para iluminarse con ese tapiz de verdor
que cubría toda la tierra, o se bañaba en colores, de los más variados, en
ese mar de flores, apenas mecido por una brisa suave. La caravana
buscaba a Jerusalén. ¡Cuánto le dijo su padre, a Simón, en aquel primer
viaje! ¡Jerusalén! Le hizo querer esa ciudad que ya conocía bien de tantos
recuerdos que se le entregara. Esas palabras eran, ahora, un tintineo
alegre de cascabeles en su corazón. ¡Jerusalén! El génesis de sus
pensamientos, el centro de sus afectos y la fuente de su vida interior y
religiosa! ¡Cubre como un manto celeste la existencia de todo fiel judío en
la dispersión!" Así escuchaba a su padre y le tenía presente, mientras la
caravana avanzaba sin darle otra preocupación. En un instante, casi
enajenado, volteando páginas en su recuerdo, se encontró cantando:

A los montes mis ojos alzaré porque de allí la protección me llega. Mi


socorro es de parte de Yahveh que hizo los cielos y la tierra.

Se extrañó Simón en sentirse a sí mismo acompañando el salmo con el


tono y el ritmo que le imprimía siempre su padre. Si alguien le hubiera
escuchado no dejaría de pensar en un viejo. Todo su pensamiento estaba
lleno de su padre. Todo su ser sentía su compañía. Estaba junto a sí. Lo
veía. Le sonreía. Lo escuchaba. Adivinaba sus palabras iluminadas de
esperanza por estar en Jerusalén, la santa ciudad. "Entrar en sus atrios,
llevar las ofrendas, ver a los sacerdotes con sus vestidos blancos, oír la
salmodia de los levitas, mirar las espirales del humo de los holocaustos y
de los sacrificios elevarse a los cielos... todo lo cual —subrayaba el viejo—,
constituye la cima de la felicidad humana, el norte de la paz y el horizonte
del goce de la vida".

—"Y para quienes no tienen su, o mejor dicho, "nuestra" —se apresuró a
corregirse Simón—, religión padre, ¿qué hay?", preguntó aquella vez.

—"Las dádivas generosas que devienen del pueblo de Dios enaltecido" —


fue la sentenciosa contestación de esa vez.
23

El alazán oscuro del centurión Julio hizo restallar sus cascos junto al
camello, lujosamente enjaezado de Simón. Los sueños espantados
huyeron. Un gesto de fastidio quiso escurrirse por las sendas de su ceño
fruncido inútilmente.

El Centurión sonrió amable. La sonrisa cabalgó hábil entre sus labios. Y


andando junto a Simón dejó caer sus palabras prudentes: —"Noble
peregrino Simón, tengo a bien notificaron que al fin de esta jornada
acamparemos en un valle pequeño rodeado de montes cercanos que hacen
el lugar muy peligroso, ya que es un seguro refugio de ladrones y gente de
mal vivir. Más adelante se nos unirá una Legión de Cesarea, al mando del
Procurador Agripa, y nuestra caravana, por su número y poderío, será
inatacable, o suicidio cualquier intento de asalto. Pero mientras tanto es
menester estar atentos. Yo vigilaré y protegeré con mi vida vuestra
hacienda. Es mi deber. Y a la vez mi satisfacción más íntima".

—"Gracias, noble Centurión Julio —reconoció Simón, y se le desvaneció en


el pecho una aprehensión—. Con estas palabras me demostráis un afecto,
del cual no soy merecedor, que recordaré toda mi vida. Yo no tengo ningún
temor ni por mí mismo ni por mi hacienda. Pero me perturbaría mucho
que a esta caravana tan tranquila le ocurriera algo desagradable. Viaja
muy buena gente en ella. ¡ Yo también me mantendré alerta !"

—"Mi buen Simón, yo sé que vosotros los judíos nos despreciáis


olímpicamente a los soldados romanos ... pero os aseguro que no todos
somos inhumanos y despiadados... Muchos velamos por vuestros
derechos y seguridad personales y todos cumplimos con nuestro deber...
¡Y no falta quienes oteamos los cielos en busca de sus dioses !... —
defendió su causa el centurión. A lo que Simón replicó: —"He reconocido
vuestra nobleza, Centurión Julio, con lo que os demuestro, por otro lado,
que nosotros también nos hemos ganado injustamente vuestro honor de
llamarnos ingratos y usureros. Pero hemos de concordar, buen Centurión
Julio, que vuestra bota imperial sojuzga, esclaviza Y envilece a nuestro
pueblo y a muchos otros".

—"Esas palabras en otros oídos romanos os hubieran costado muchas


prisiones, generoso Simón".

—"¡Otra vez de acuerdo!, delicado Centurión!" —contestó Simón. Ambos


sonrieron por la ocurrencia. Y cuan-do se disponían hilvanar el diálogo
interrumpido, un soldado, llegado al galope, entregó un parte al
Centurión. Se despidió. Marchóse. El galope del alazán del Centurión dejó
una nube de polvo flotando en el aire agitado.

Los "estadios" se fueron sucediendo unos tras otros acumulando, en los


viajeros, cansancios, y en los ociosos soldados renovadas ansias de llegar
24

a ciudad alguna. Las reyertas entre éstos, en los altos del camino, alojados
en los seguros "khans", eran continuas y no poco animadas. A veces con
riñas de cuantía.

Habían andado ya más de doscientos "estadios".

Una noche la caravana puso aire de fiesta en el desierto. El vino agrio


corrió entre los fogones de soldados llevando cuentos de los más variados
matices. Algunos de subido tono. Las risas brutales eran pedradas que se
arrojaban contra las peñas y los cantos marejadas que impulsaban
pasiones. Las mujeres esclavas arrastradas a la caravana eran pasto de
las desorbitadas concupiscencias de los soldados "llenos de mosto". Y
cuando el rocío abundante tendió sus sábanas brillantes, la mayoría de
los ahítos, arrebujados en sus mantas o en los trastos de las
cabalgaduras, recién pudieron conciliar el sueño.

Otra noche, en medio de la ruidosa algazara, se oyó estridente y horrísona


la trompeta de la guardia, que los montes repetían en un eco lúgubre.

En contados segundos la Legión se había puesto en pie de combate. Sus


armas desnudas. Sus cascos afirmados. Sus lanzas empuñadas. Sus
escudos blandidos. Las cabalgaduras encabritadas. Improvisadas
antorchas encendidas. Los esclavos en la vanguardia y el motivo del ruido
de batalla corrían de boca en boca. Un grupo de asaltantes consiguió
llevarse un grueso botín, amparado por las sombras, los abstrusos
senderos entre las breñas y las oscuras cuevas. Un guardia fue hallado
muerto. Y de allí partió la voz de alarma. Todo lo demás fue oír el trompa y
lanzarse en persecución encarnizada de los fieros bandoleros. La
persecución duró toda la noche. En las desoladas inmediaciones, entre las
montañas, sólo se hallaron guardando sus vigilias sobre sus ganados, a
unos harapientos pastores, que nada sabían de la caravana y menos aún
de los robos y crímenes. Todos los hombres que fueron hallados en una
distancia no inferior a los veinticinco, "estadios" fueron llevados al
campamento de la caravana. Y allí se los mantuvo prisioneros hasta el día
siguiente. Los que protestaron por el atropello y arguyeron que perderían
sus ganados, expuestos a los lobos y a los ladrones, consiguieron que los
soldados los sustituyeran en los lugares de delicados pastos. En vano
trataron los centuriones, soldados y caravaneros, con promesas y con
amenazas de descubrir a los malhechores. Era difícil entender la lengua
en que algunos de ellos se expresaban. Los más hablaban arameo, otros
hebreo, alguno maltrataba el griego, pero ciertos otros una jerigonza
ininteligible. Todos los intérpretes de la caravana fueron consultados, sin
que ninguno pudiera entender y hacerse comprender por ésos. Al fin el
Centurión Maleo, con maliciosa intención y sonrisa burlona, indicó,
mientras escupía ruidosamente, que "Simón, el de Cirene, podía
interpretar a los acusados". Simón fue traído. Casi a la rastra por los
soldados. Sus ojos acostumbrados a la oscuridad de su retiro, se
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encandilaron con las llamas de la fogata y el brillo de las antorchas, de tal


manera que le dolían en sus órbitas. Cuando se repuso, debido a que le
presentaron un cuerno con agua y pudo refrescar los ojos, vio cómo las
sombras proyectadas por la luz del fuego daban a la escena una impresión
espectral, demoníaca. ¡Y era un infierno! Se confundían en estrepitoso
fragor las voces, los gritos, los ayes, los insultos, las órdenes, los bufidos y
repiques, el crepitar, el bramido y toda clase de ruidos y voces de una
ululante multitud, compuesta de soldados, esclavos, camelleros,
prisioneros, bestias, fuegos, vientos ...

Simón preguntó a todos los detenidos lo que los centuriones reclamaban y


lo hacía saber. Habían llamado la atención dos hombres de apariencia
desagradable y cuya jerga no pudieron entender. Simón les hizo, a éstos,
las mismas preguntas. Las respuestas fueron inmediatas. Sin
vacilaciones. Eran sinceras o muy bien preparadas. El Centurión Maleo
inquirió de Simón, con muy mal humor y de peor talante, "por qué sus
intérpretes no habían podido entender a los detenidos, y si era exacta y
simplemente eso lo que los acusados respondieron". Simón en el mismo
tono informó que "tal vez los intérpretes de la caravana no estaban
acostumbrados a escuchar el dialecto y la pronunciación peculiares, con
sonidos, los más, guturales, de los galileos y por eso no pudieron
entender. Por otro lado —prosiguió— es todo y únicamente lo que me han
dicho". Nuevamente se midieron dos colosos. Frente a frente de nuevo
Simón y el Centurión Maleo. Otra vez el triunfo correspondió a Simón.
Esto, sin duda, no le atraía la simpatía del Centurión. Pero allí estaba y no
cejaría.

La marejada fue cediendo sin prisas. La noche se rezagaba. Las claridades


acechaban.

Simón consiguió quedarse con los detenidos. La guardia se estrechó. La


vigilancia era estricta. Simón se interesó vivamente en cada uno de los
aprehendidos. Sobre todo acució a preguntas a los dos galileos. No podía
comprender por qué se hallaban en Judea, tan lejos de sus suelos. Y
mientras recibía las contestaciones fue fijándose en su mente las
fisonomías de los galileos. Uno era bajo, fornido, de cutis castaño
percudido por los soles y las intemperies, de cabellos del mismo tono,
ensortijados, barba espesa y corta, destacaba el mentón prominente,
labios gruesos y orejas pequeñas.

El otro era delgado, alto y de apariencia delicada, de cutis encurtido por


los soles. Se llama Dimas. Del primero no pudo obtener el nombre. Le
advirtieron que pertenecían al grupo de los "celotes" y que, aunque
inocentes, la llevarían muy mal porque se oponen a ser gobernados por los
romanos y dejan de pagar los impuestos. A muchos de los pobres pastores
de Judea ni siquiera les preguntó el nombre. El pánico que generalmente
paraliza los músculos, a éstos los hacía temblar, como el viento a las hojas
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de los árboles. Los más serenos y menos atemorizados le contaron


historias serias y encantadas. Algunas maravillosas. Llegaron a contar
algunos de los milagros que, dijeron, "realiza un tal Nazareno, a quien
muchos siguen". Simón por la primera vez oyó nombrar ese tal Nazareno y
de sus obras y de sus palabras. Dudaba mucho de la sensatez de sus
flamantes confidentes.

—"Habla de un Reino —dijo humildemente otro—, en el que no habrá


pobres, ni tristes, ni hambrientos, ni sedientos, ni violentos..."

—"¡ Está loco!" —Espetó el detenido de pelo ensortija-do—, si cree que a


los romanos se los va a sacar de encima sin arrancarles el alma primero y
si va a redimir a los pobres sin violencias, contra las oligarquías egoístas y
satisfechas".

—"¡ Cuidado con lo que vomitas, perro galileo! —gritó un soldado y acercó
la punta de su lanza romana a la gar-ganta del que había hablado. Éste
retrocedió espantado.

El campamento reinició su actividad. Los movimientos se hacían más


continuos. El día apuntaba. La luz indecisa se afirmaba. La caravana se
ponía otra vez en marcha. Es un mundo que anda. Un mundo que busca
su destino.

Muchos, entre ellos Simón, se sorprendieron de haber pasado la noche tan


cerca de la ciudad de Hebrón. Ahora que la luz del sol iluminaba los
montes la vieron a una distancia poco mayor que "un tiro de piedra". El
sol resbalando por las cimas redondeadas de las colinas se detenía en los
techos de las casas de la ciudad, que se había guarecido en el hermoso
valle con dirección N.O. a S.E. Una extraña emoción indefinible sacudió a
Simón, cuando, de pie sobre su camello, vio la multicentenaria "encina de
Abraham". Las palabras de su padre se le engarzaron a la conciencia. Él
también, junto a su padre, en el primer viaje, había 'legado bajo su fronda
en muda pero sincera veneración. Las líneas precisas de los viñedos lo
saludaban exuberantes ; los olivares en flor le agitaban pañuelos
perfumados de bienvenida ; y las higueras permanecían inconmovibles
ante el paso peregrino. Las casas de piedra con azoteas planas coronadas
de pequeñas cúpulas, se le agrandaron a sus ojos, recorriendo las
estrechas calles. Un grupo de chiquillos bulliciosos acompañó a la
caravana hasta el estanque de piedra, donde, primero soldados,
peregrinos y esclavos, y luego las bestias, se refrescaron y abrevaron su
sed. Muchos a la vez cubrían las ciento treinta y tres pies del contorno del
estanque. Y allí intercambiaron informaciones con las autoridades del
pueblo y can su gente. Simón se enteró de las convulsiones que agitaban
la vida de Jerusalén y del equilibrio que hacía Poncio Pilatos, el
Gobernador, para mantenerse en el poder y ahogar los tumultos.
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El tiempo se dio prisa en adelantarse y la caravana prosiguió su marcha.


No habían atravesado la muralla en la puerta del norte cuando los alcanzó
la Legión al mando del Procurador Agripa, quien había forzado su tren.
Creció sostenidamente la animación de la caravana. Viejos soldados Je
abrazaban con sus antiguos camaradas. Los oficiales hicieron un "randez
vous" alegre. Sólo los esclavos sintieron un mayor -número de clavos
hendirle las sienes.

Turbó la cómoda marcha de la caravana la noticia de que "el galileo


pequeño había conseguido escapar, burlan-do la estrecha vigilancia". Una
cohorte salió en su persecución. En tanto la caravana seguía su camino
ajena al incidente.

Algunos peregrinos que marchaban de pie o en asnos buscaron amparo de


los asaltos del camino en la seguridad que imponían los miles de soldados
y la gran cantidad de personas que componían la larga caravana. Allí se
sentían seguros. Tranquilos. Y andaban...

Al pasar por Belén, con Jerusalén ya al alcance de la mano, a tan solo diez
kilómetros de distancia, un agitar de emociones felices barría, como una
brisa fresca en un asombrado estío, amarguras y desprecios acumulados
en la larga marcha, y se encendía en los rostros la lumbre de una dicha
largamente acariciada. Los peregrinos cantaban sus salmos procesionales.
Los soldados no podían taparse los oídos y dejar de escucharlos; pero
hacían la mayor bulla posible con sus cabalgaduras y sus gritos dirigidos
a los esclavos y a las bestias; y con sus cuernos vibrando en el aire
límpido de un atardecer sereno. Y sin embargo el cielo escuchaba recogido
esas sublimes alabanzas!

Desde la alta colina, de cerca de dos mil setecientos pies, en que estaba
edificada esta ciudad, cuyo nombre significa "casa del pan", anunciando
que las cosechas abundaban para el bienestar de todos, se podía observar
un hermoso panorama de la comarca. Simón y un grupo de peregrinos,
quienes formaron un entusiasta y reverente corro, al que se agregó el
Centurión Julio, se sorprendieron que tan temprano asomara rutilante
una estrella en ese firmamento cercano de Belén. Un canto de luz de
estrella se escuchaba en cada corazón animado de religiosa ansia de
arribo.

—"¡Mira, Simón —dijo un anciano peregrino de larga barba canosa, con


paternal solicitud, alargando su visión hasta la ubérrima cosecha de
granos y uvas en los campos cercanos—. Mira si no parecen un retoño del
"tronco de Sinaí" esta gente de Belén que vuelve a sus casas después de la
fatigosa jornada".

--"Cuando regresan en parejas iluminados por un sol poniente real, estos


"belemitas", hermosos; en sus muchachas alegres, limpias y sanas;
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laboriosos e inteligentes, en sus hombres honrados, me recuerdan,


precisamente, aquel romance pastoril tan suave, tan tierno, tan delicado
de Ruth y Booz, que más parece una leyenda sentimental que un girón de
historia de la felicidad humana" —agregó otro peregrino, joven, con ojos
apagados, de larga y ondulante cabellera, cuerpo esquelético y visión
soñadora. A lo que Simón, con un poco de descreimiento, comentó: —"Sí,
eso pudo haber sido hace mucho tiempo, tal vez. Hoy me parece imposible
no sólo vivir la felicidad sino siquiera soñarla sin utópicas esperanzas. Hoy
se vive muy diferentemente Los hombres somos distintos la o sabemos
vivir juntos los unos a los otros. Nos recelamos. Nos odiamos. Y atraemos
a la vida, en cambio de un jirón de dicha, la totalidad de un infierno que
nos oprime".

—"Pero no debe ser así —intercaló sus palabras el Centurión Julio,


mientras la brisa agitaba las crines de su caballo y el ondulante crestón de
su yelmo—. Tenemos que aprender a vivir juntos y en armonía si hemos
de subsistir. Hasta las fieras en el campo nos dan este ejemplo de unidad
y supervivencia, pese a las persecuciones que les ha hecho objeto el
hombre. Creo firmemente esto a pesar de pertenecer al ejército romano y
deberle lealtad".

—"Siempre lo reconoció —volvió a decir el viejo peregrino— nuestra


antigua ley que "sin amor a Dios y al prójimo" es imposible la vida. ¡Y
estamos pretendiendo vivir de esa manera!"

—"Tal vez eso sea un viejo sueño del alma vagabunda y soñadora de
nuestro pueblo, que la quiso hacer realidad el poeta pastor de estos
campos, a quien la empinada esperanza popular hizo rey para la ejecución
de esa singular misión que, todavía, está a la espera de su cumplimiento"
—opinó Simón. Muchos de los que le rodeaban la escucharon cabizbajos y
asentían allá en lo íntimo de su conciencia. Pero el "otro peregrino", de
visión soñadora, se atrevió a alargar la esperanza de todos al prevenir; —"¡
El reino de David, padre de nuestra nacionalidad, sigue estando delante
nuestro y si extendemos los brazos, puede que no esté tan lejano!"—.
Algunos sonrieron acariciando el botón recién_ nacido de su más caro
anhelo. Otros duda-ron. Simón, izando al tope su insatisfacción,
marcándolo intencionalmente, subrayó: —"Sueños muy hermosos mucho
más que los jardines pensiles de Babilonia o que aquellos otros jardines de
Salomón, de los cuales no queda otra cosa que un magnífico relato
anotado en los Libros o en los recuerdos de los fanáticos. ¡Mirad las ruinas
de esos jardines y el agua infestada de sus famosas fontanas! ¡Ya no
queda nada!"

—"Todo cambiado, por orden de Pilato, en un acueducto moderno, que


entrega filtrada y purificada sus aguas a una inmensa ciudad como
Jerusalén. Tal vez lo que haya que hacer con vuestro reino es adecuarlo a
la realidad contemporánea para hacerlo efectivo" —con pasión y
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sinceridad hizo su afirmación el Centurión Julio. A lo que alguien del


grupo respondió —"¡Sea! —sin notarse quien lo dijera. En todo caso fue
todo el grupo.

Todavía no había oscurecido lo suficiente como para impedir la visión feliz


de Jerusalén, a la cual el gozo de estar junto a sus muros la rodeaba de
cariñosa claridad, pese a que las sombras de los montes se alargaban al
máximo para cubrirlo todo, cuando la gigantesca caravana se desordenó
con el ansia incontenible de entrar en el santuario de sus sueños, "al gozo
de la tierra", a través de las puertas de los muros. Los más apresurados
fueron los últimos peregrinos abrigados en la seguridad de la cara-vana,
en los recientes trechos. Ímproba tarea ocasionaron a los celosos
custodios. Algunos soldados debieron apelar a sus recursos más
expeditivos para restablecer la calma.

Simón dejó resbalar sus ojos empañados, en los que se asomaba la


presencia de su viejo padre, por la pendiente, en cuya cima se halla
ubicada Jerusalén, que baja gradualmente hacia el E. y que termina
bruscamente en un precipicio. En su borde, más de una vez, en su lejana
anterior permanencia en la ciudad, se detuvo a mirar el valle de Josafat o
del Cedrón, que separa al Monte de los Olivos. Recordaba que al S. la
pendiente tenía su fin en el profundo y angosto valle del Hinnón. Este es el
límite meridional de la ciudad.

Los montes de Sión y de Moriah no sólo servían de apoyo a Jerusalén y al


Templo, sino que sostuvieron largos arios las esperanzas de su padre de
volver a subir sus cuestas para "entrar en el gozo de su Señor".

El muro con sus cicatrices de siglos contuvo a la gigantesca caravana. Sus


quince metros de altura levantaban su imponencia exigiendo calma,
tranquilidad, y las sombras parecían proyectar su "Shalom". En la puerta
de Sión, al S. del muro, en el que se destacaban las Torres, con sus
soldados en guardia y sus estandartes aún no arriados, sufrieron los
peregrinos larga detención, motivo por el cual muchos se impacientaron,
obligando a esfuerzos violentos de los soldados para mantener el orden.
Mientras algunos caravaneros permanecían en el valle del Hinnón, la
guardia de la puerta de Sión y algunos "publicanos", más una serie de
curiosos y mendigos, impedían el pronto despacho de los trámites fiscales.
De los primeros en entrar a la ciudad se hallaron el Centurión Julio,
Simón y sus amigos y acompañantes. Uno de los peregrinos preguntó,
cuando le cobraron impuestos más elevados que los de costumbre, el "por
qué se le imputaba con tanta usura y si no estaba más en la puerta el
"publicano" Leví ben Leví, quien era de los más honestos que conocía". Por
toda respuesta obtuvo una contestación grosera: —"Si le parece excesivo el
impuesto vuélvase por donde ha venido que nadie lo llamó aquí o diríjase
a los soldados romanos o al Gobernador Pilato, quienes sabrán atenderlo
como corresponde y le hará justicia". El pobre peregrino se dio cuenta de
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la ironía feroz de esas palabras del publicano y sólo atinó a mirar con odio
a ese connacional al servicio de los conquistadores opresores. Ese odio se
multiplicó por ciento, entre los que se contaba Simón.

A un mercader que estaba sentado junto a su alfarería casera le reiteró su


pregunta por el cobrador de impuestos Leví ben Leví. A lo que con
amabilidad contestó el comerciante, con una sonrisa buena en la boca: —
"Leví ben Leví cesó en sus funciones de cobrador. Su renuncia causó ad-
miración en los romanos gobernantes. El círculo de sus relaciones sociales
le ha hecho vacío. Pero ahora es altamente apreciado por sus hermanos de
raza y religión que antes lo despreciaban profundamente. Dicen los
soldados con menosprecio que va en pos de un Rabí de Nazaret, y que se
ha hecho su discípulo. Yo no sé qué beneficios obtendrá siguiendo al
rabino ... pero lo que es aquí, tras su banca de publicano, sus ganancias
era cuantiosas. ¡ Si no, miren con qué codicia recuenta las monedas
extranjeras ese publicano !. . Le llaman Zaqueo. Es pequeño en estatura
pero gigante en usura. Se ha hecho riquísimo con sus ganancias mal
habidas". Simón y sus compañeros miraron la banca señalada por el
mercader y dejaron allí su asco y su desprecio, prendidos a las monedas
de oro y plata que manipulaban los pequeños dedos torvos de Zaqueo.

Y siguieron su camino.

La larga espera en la puerta de Sión fue disgregando la caravana. Los


soldados se apresuraron a llegar a la Fortaleza Antonia. Los esclavos
buscaron albergue junto a la muralla, vigilados constantemente por
soldados y camelleros.

El Centurión Julio se acercó a Simón y le dijo que: "él iría a disponer que
la carga de Simón fuera colocada en un depósito del mercado para que a
la mañana fuese la primera en ser vendida. Él mismo, el propio Centurión
Julio —recalcó— se haría cargo de que no lo defraudaran con balanza
falsa esos mercaderes inescrupulosos. "Os esperaré, dignísimo Simón, a la
entrada del mercado, bien temprano, si es que no quisierais honrar la
casa que el Imperio Romano le ha asignado, en la parte de la ciudad que
está sobre la Bezeta, a este humilde centurión de sus gloriosos ejércitos".
Simón le agradeció sinceramente conmovido tal prueba de fina
magnificencia oculta tras la cota de un uniforme frío y desprestigiado. El
Centurión Julio se alejó sin sentir la repetida humillación del desprecio
judío. Era la primera vez que le ocurría en su larga carrera. ¡ La primera
vez ! ¡ Y floreció en los pliegues de su alma una expresión de gratitud !

¡JERUSALÉN! ¡Cuántas ansias plegaron sus alas inquietas ! Simón se


sentía en una cumbre. Tal vez la de su alma. No dejaba de admirar la
"bienaventurada" "ciudad del Gran Rey". Una cascada de luz de sol se
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volcaba radiante sobre las almenas del soñado Templo y se quebraba en


múltiples reflejos, en cada una de las aristas de los mármoles con
historias policentenarias. El rey Salomón y su impresionante corte
contaban episodios de lejanos siglos con un hilo de voz áurea apenas
perceptible para oídos ajenos a una historia de renovadas esperanzas.
Mármoles del orden de Corinto; oro de Ophyr; cedros añosos perfumados
de distancias; herrajes orientales de complicada filigrana; ornamentación
cosmopolita, abigarrada ... eran acordes de una música sacra que elevaba
el espíritu a la comunión con lo eterno. Unos compases orientales, de ori-
gen persa, otorgaban un ritmo lejano en el que se confundían gratitud y
amarguras acumuladas en las playas ausentes. La historia reciente la
cantan los niños en sus corros inocentes, en los que Herodes representa el
papel del ogro con fauces enormes e insaciables. El palacio magnífico en la
ciudad alta repite reflejos pero no inspira buenos sentimientos.

Las calles estrechas ofrecían la sombra fresca, protectora de rayos


abrazadores de sol, pero sombrías en noches sin luna, ya que la luz
artificial era insuficiente, cuando la había; sobre esas calles se recuestan
las casas sin ventanas sobre ese frente ; refugian a los mercaderes en
horas tempranas, los que dan nombre a algunas de ellas, como la "calle de
los panaderos", extendida de N. a S. atravesando el valle del Tiropeon, por
el pesado puente con arcos romanos ; y descubren, asimismo, las
sinuosidades del suelo, casi virgen de marcas de carruajes, formadas de
piedras que no sólo sostienen a los millares de peregrinos venidos de los
cuatro rumbos del mundo sino el peso de muchos siglos. Simón
escuchaba ecos de voces lejanas. Tienen voces de siglos esas piedras
traídas de Egipto por el legendario Salomón.

La calle a lo largo del valle del Tiropeon lo obligó a ascender, en ciertos


lugares, suavemente, y en otros, a través de las escaleras labradas en la
roca, a esfuerzos sin prisa y sin costo.

Los burritos juguetones con cargas abultadas achicaban más aún las
callejas, por las que, a veces, sólo podían andar ellos y con mucho cuidado
su propio dueño. Otras, se llevaban por delante alguna tienda improvisada
bajo un toldo, con el consiguiente denuesto de su titular, que amenazaba
con sus gestos desarticulados.

Muchachas alegres sostienen los cántaros que buscan la fuente. Chicos


que corren en bullicioso juego ponen un ambiente feliz de canto en el día.
Simón recorre las calles. Alguien lo detiene y le habla. Se desean "paz" y
"abundancia" y luego siguen ambos en direcciones contrarias. Le
zumbaban en los oídos ciertas palabras. Notaba en el ambiente cierta
presencia que no se corporizaba. Se diría que lo perseguía un encuentro.
Aunque en lo inconsciente, tal vez él fuera el que andaba en pos de ese
encuentro. Sus ojos se abrían tratando de abarcar en su órbita todo lo que
lo asombraba. Y no era poco. Los ecos de las palabras repetían en su
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mente y brincaban en su corazón, con giros imprevistos.

Por fin se detuvo en el mercado intramuros situado al N.O. del Templo y


muy cercano a la muralla. Era un espacio abierto y grande. Allí se
apiñaban mercaderes, funcionarios y mendigos. Una multitud
incontenible hacía sus provisiones, recibiéndolas algunas "con medida
apretada, remecida y rebosando, en el seno". Un colorido deslumbrate de
vestimentas se mecía al compás de los pasos, en busca de mejores
comodidades. Las armaduras de los soldados refulgían a los rayos del sol.

Por varios siervos precedido, marchaba un "fariseo", cubierto por sus


ropas talares de colores violáceos, en su frente y muñeca las "filacterias",
que son unas pequeñas cajitas de cuero con cuatro compartimentos en las
que se deben llevar las cuatro porciones de las escrituras consideradas
imprescindibles, con sus bandas tan agrandadas que le daba un aspecto
imponente. Usaba cuatro borlas azules —los flecos— en las cuatro
esquinas del manto exterior. Los parroquianos admiraban su dedicación a
la religión y el cumplimiento estricto de la ley y de la tradición, como
ninguno de ellos lo podía cumplir. Un murmullo de admiración se elevó
cuando se puso sobre una tarima para hacer sus oraciones de la mañana.
Unos soldados se alejaron mascullando maldiciones contra este aparatoso
fariseo. La vanidad que tomaban de su rango, de su profesión y de su
secta, además por integrar el sanedrín, tantas veces opuesto a los
intereses romanos, lo hacía más que abominable. Como por arte de copia
un grupo de muchachotes lo molestó gritándole : —"Ahí viene el Rabí de
Nazaret para arreglar cuenta contigo, fariseo". "Haz tus oraciones en lo
secreto de tu cámara y Dios te recompensará en público", gritó otro. Y a
los gritos los acompañaban con risas y burlas hirientes. "Fariseos
hipócritas", se oyó la voz ya lejana de otro pilluelo cuando los soldados y
los sirvientes los persiguieron, hasta que los perdieron más allá del muro.
Simón, siguiendo su camino, halló a un chico que con unos troncos de
encina se había fabricado unas "muletas", con las que podía andar. Su
rostro de niño tenía el apergaminamiento de las señales del dolor y de la
tristeza. Se diría que había juntado montones de ellas, como otros niños,
juegos y risas, y cuentas y conchas marinas en la playa del mar de
Galilea. Con ternura hecha nido en el hueco de una caricia se llegó al
inválido y al abrazarlo le preguntó: —"¿Son compañeros tuyos aquellos a
quienes corrieron los soldados?"

—"Sí, señor ... pero yo no hice nada" —respondió asustado el chico.

—"No te asustes. Yo no soy ni policía ni guardia. No te haré nada. Sólo me


interesa estar contigo un momento y preguntarte algo respecto a tu
enfermedad, si es que puedes contestarme".

—"¿Qué le podré decir, señor... ? Tuve un accidente cuando tenía 3 años y


me lesioné, según dicen los médicos, la columna vertebral; por eso tengo
33

que andar con estas muletas. ¡ Y gracias a Dios que, por lo menos, puedo
andar !"

—"¡ Muy bien, muchacho, por tu valentía! El dolor no abate a los que lo
miran de frente con ánimo, ¿qué haces ahora y qué esperas para más
adelante?"
—"¡Si tuviera la suerte de encontrar a Jesús, el Rabí de Nazaret, creo que
Él me sanaría, como lo hizo con uno de los nietos de Zebedeo en
Capernaún; entonces, yo también podría correr por nuestras colinas o
valles y estar contento y trabajar para ayudar a mis padres...

—"¿Y crees que ese Jesús puede curarte?" —preguntó Simón, apretando
entre los labios, para que no se escape, un gesto de incredulidad.

—"; Sí que puede !" —contestó el chico, estirando tanto su anhelo que
alcanzó otra caricia de Simón. ¡ Era imposible que no lograse su empeño!

Simón siguió andando. Observó las casas arrimaditas a la calzada en afán


confidente, en las que podía descubrir la posición de sus propietarios. En
las hondonadas del "valle de los queseros" la gran mayoría eran de los
pobres, que las construían de ladrillo, si poseía cierta solvencia, o de barro
secado al sol, cuando los recursos eran mínimos. Apenas tenían un piso,
en algunas ocasiones ocupado por la familia y los pocos animalitos que se
podían conservar. Si tenían ventanas estaban tan altas, tocando el techo,
o cubiertas de enrejados que el sol y el aire encontraban dificultad para
dar el saludo matinal a sus ocupantes. Por la escalera exterior de una de
estas casas, trepaba, con un canasto de acebuches, una joven señora de
cabello cubierto por un grueso paño, a la azotea plana, hecha de ramas de
árboles cubierta con una torta de barro mezclado con paja. Tal vez llevaría
la fruta a escurrir con el calor del sol para obtener el aceite pobre de las
lámparas.

¡Cómo diferían estas casitas de aquella que le daba albergue en estos días
de su permanencia en Jerusalén! Un pariente rico le había hospedado. La
casa era espaciosa, de dos pisos, cubierta de mármoles y piedras. El patio
interior era amplio y cubierto por una glorieta; una fuente ponía rumor
humedecido de quietud ; los tapetes y alfombras, divanes y las flores en
profusión hacían de la estancia un placer. Una balaustrada circundando
un pirítilo de varios pies de profundidad unía a las piezas entre sí, ya que
no tienen ninguna otra comunicación. Simón se había alojado en una
habitación llamada "Aleya" que se comunicaba con la casa por un
corredor. Estaba esta habitación sobre el pórtico principal de la regia casa.
Todos los rincones de la mansión hablan el lenguaje de la comodidad y de
la magnificencia de su rico pariente.

En su andar infatigable, que recordaba sus caminatas en Cirene, Simón


atravesó todas las calles de Jerusalén de S. a N. y de E. a O., conversando
34

con amigos circunstanciales, con paisanos olvidados, ayudando a


mendigos y no terminando de asombrarse por tanto nuevo que recogía de
esta Jerusalén entrañable. Con la anuencia de los soldados atravesó la
puerta "de los pecadores" en la parte N.E. del muro para descender
suavemente por la falda occidental del Monte Olivetti. No había recorrido
dos millas cuando se encontró en la falda oriental del Monte al Este-
Sudeste de Jerusalén, en la apacible Betania.

Su atención fue requerida por una persona que entraba a una casa de dos
pisos con un cántaro de agua. Este hombre era de mediana estatura,
fornido, como de cincuenta años. Simón no recordaba haber visto, hasta
allí, a otro hombre cántaro en mano. Siempre había visto a las mujeres
con ellos. Tanto le llamó la atención que se acercó a él deseándole: —"¡
Shalom leklia!" (Que se traduce : "¡ Sea la paz contigo !") , a lo que contesté
el interpelado con una cortesía profusa y ampulosa: —"Contigo sea la
paz". Su aspecto era el de un hombre culto, de posición social respetable,
pulcro en todos los detalles de su aspecto personal, en el que se
destacaban cabellos y barbas prolijamente cuidados, y vestidos finos y
túnicas ricas. Sus ojos despedían un brillo extraño y dulce que Simón no
había hallado hasta entonces.

—"¡ Vengo de lejos —dijo Simón entrando en tema— y no atino a


explicarme por qué nuestro querido Templo está atiborrado de su propia
policía y de una guardia tan fuerte de soldados romanos, los que también
he visto patrullar las calles, provocando corridas y castigando a cuantos
encuentran por delante".

—"Es muy sencillo : el Procurador Poncio Pilato teme una sedición ; ya ha


ahogado en sangre muchos alborotos, y hace unos días no más detuvieron
a varios celotes, quienes procuran derrocar al gobierno por medio de una
revolución, llevados a esa posición extrema por un nacionalismo que no
puedo justificar de ningún modo. Es cierto que el gobierno romano no es
justo, y ha profanado muchas veces nuestra religión, pero ello no implica
que debamos devolverle golpe por golpe, copiando sus nefandos
procederes".

—"¿No es eso lo que dice nuestra ley?" —preguntó convencido Simón.

—"Sí, pero lo anota para impedir la venganza que siempre es cruel y


nunca repara ningún daño. Hay algo más alto que la antigua "ley del
talión", y es : "volver la mejilla", "andar la segunda milla", "dejar la túnica
a quien pide la capa", "ganar con amor al enemigo". Es la fortaleza
inexpugnable de los verdaderamente fuertes'.

—"Nuestro Rabí Shammai interpretó distinto la ley. ¿De dónde, pues,


habéis obtenido exégesis tan extraña para la Ley?" —inquirió Simón.
35

—"Tal vez pueda contestares vuestra primera cuestión ahora. En nuestro


querido Templo, que representa la permanente presencia de Dios y su
ayuda con nosotros, se ha refugiado una clase sacerdotal que reniega de
la pureza, de la santidad de nuestro culto y ha permitido que en los atrios
y aún más adentro se instalara un vulgar mercado, cuyas ganancias,
compartidas por aquéllos, superan en mucho lo decoroso. Por ello es que
el Rabino de Nazaret, Jesús, el hijo de María y de José el carpintero, con
un azote de cuerdas, trastornó las mesas de los cambistas y de los
mercaderes y arrojó del Templo a los que habían convertido "su" casa de
oración en cueva de ladrones".

—"Pero eso ha sido muy violento, más propio de un centurión romano que
de un sencillo Rabino. No se lo debió permitir el sanedrín" —alegó Simón
con indignación.

—"Por lo contrario —repuso el interlocutor—, no tocó a nadie. Y demostró


que su reino no es de este mundo. Que Él es el Mesías. Pero no es el
Mesías esperado por los celotes. Es el "Hijo del Hombre" que vive en el
mundo. Es el verdadero Salvador".

—"Estimo por lo que me habéis dicho que conocéis bastante bien a ese
Rabino de Nazaret, a ese tal Jesús" —distinguió Simón.

—"Sí, y estará en casa para comer la Pascua, así me lo pidieron hace un


instante, junto a la fuente, dos de sus discípulos. Si vos quisierais le
podríais conocer, entonces. Estáis invitado. Y al respecto, ¿te habréis
extrañado verme con el cántaro de agua? Fue, precisamente, el elemento
por el cual me reconocieron los discípulos de Jesús. Fui yo, hoy, a la
fuente, debido a que por tener a mi hijo Juan Marcos enfermo, su madre y
los sirvientes han debido ir por el médico y al mercado, esta es la
explicación de verme con el cántaro a cuestas".

"—Os agradezco, bondadoso hermano, vuestra ambilísima atención. Y


dispensadme por haber ocupado vuestro tan precioso tiempo" —se excusó
Simón. Se saludaron con complicados requiebros y ambos siguieron sus
propios caminos.

A Simón comenzó a preocuparle una inquietud que se iba anidando en lo


más íntimo de su conciencia. Lo perseguía inexorable un encuentro. Todo
el mundo le hablaba del Rabí de Nazaret. Todas las palabras que se
volaban de labios tibios de cariño, se venían a posar en la fronda de su
mente preocupada e insatisfecha. Como una brisa suave, una bandada de
chicos con los estandartes, las palmas, las flores recién arrancadas de
jardines ajenos, y los mantos de sus juegos bullangueros, arrastró la nube
oscura y preocupada de sus pensamientos, dejando límpido su cielo y
despejado su desasosiego. Iban jugando a "la entrada del Rey en
Jerusalén", precedidos de dos chicos, uno a "babuchas" del otro. Todos los
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demás cantaban, danzaban, arrojaban sus palmas, flores y mantas al aire,


hacían oír las voces vibrantes de las flautas de fabricación casera, y esa
comparsa de un puñadito de chicos ponía en el aire ensordecedora grita.
Al pasar junto a sí la procesión, Simón tomó en sus brazos titanes al más
pequeñín de los fervorosos fieles, del rey de sus juegos, un rubicundo
muchachito de ricitos de oro, de ojos llenos de cielo, que apenas era una
luciérnaga agitada entre tamaños brazos.

—"Precioso —inquirió Simón—, ¿por qué este juego?" —A lo que el chico


respondió con sin par ingenuidad: —"Porque es un juego muy viejo y muy
lindo; los otros días, cuando todo el pueblo aclamó a Jesús, que, sabes, es
nuestro gran Amigo, nos parecía que todo era muy lindo y que los ojos
tristes, casi siempre, del Amigo se llenaban de claridad y brillaban de
alegría. Por eso nuestro canto:

"¡Salve, glorioso Rey! que llegas bueno, en nombre de Yahveh, a los fieles
de 'tu pueblo; ¡Salve, glorioso Rey!"

El canto del chico era como una sonrisa pequeña que se colaba en el
hondón del alma de Simón. La actitud de éste era tan límpida, suave y
dulce que el niño no se asustó; quedó tranquilo en los brazos que lo
alzaron. Y cuando el canto de la manifestación se recostaba en la cuesta
del Monte, Simón dejó al niño en el suelo que le pagó tanta ternura con un
apretón de mano de "adultos", y se marchó corriendo, con la flor de su
canto entre los pliegues de sus labios, a reintegrarse a la fila de los felices
profesantes de un Rey, triunfante en su alma tierna.

Siguiendo a la encantada columna de los niños, que se perdió del otro lado
de la colina, Simón se encontró asombrado con un lirio silvestre en su
mano temerosa de ajarlo. Lo había recogido inadvertidamente mientras
andaba por las sendas de Betania. Se detuvo a considerar, sin pizca de
emoción sentimental, la rara hermosura y la perfecta simetría de esa flor
nacida sin culpa de nadie junto al camino. Mientras admiraba la frágil
florecilla se dio cuenta que tenía un rasguño en la mano que vertió una
gota de sangre, que fue a violar la pureza ahora maculada del lirio. Buscó
la causa que produjo la leve herida y la halló en un espinillo leñoso, de
tallo rastrero, aspecto achaparrado, hojas finas, ramas que se arquean
fácilmente, de espinas duras y muy agudas que cubría el suelo sin huellas
de Betania y Jerusalén.

Una bandada ágil de gorriones le hizo levantar la frente desde la punzante


espina al cielo claro de una mañana límpida. Le prendieron en los ojos un
gorjeo gutural y monocorde que, no obstante, agradeció con una sonrisa.

Del grueso de una partida de soldados se apartó resueltamente su jefe y se


llegó al encuentro de Simón. La cabalgadura quedó a cargo de un soldado.
Venía andando y la armadura le daba un aspecto imponente. Simón lo
37

reconoció.

—"¡ Centurión Julio" —exclamó.

—"¡ Cuánto tiempo sin vernos, amable Simón! ¿ Qué es de vuestro


reverente peregrinar por las calles de la Santa Ciudad? Yo he estado muy
ocupado. Todos los soldados lo estamos. Hay demasiada gente en
Jerusalén y sus alrededores y no faltan motivos de alteración del orden
que requieran nuestra atención. Me parece que esta fiesta grande en
Nisán nos traerá muchos dolores de cabeza!"

—"Supe —afirma Simón sin entusiasmarse mucho en la conversación—


que habéis tenido dificultades con un grupo de celotes en Jerusalén!"

—"¡ Cierto!, y hemos recobrado y puesto a buen recaudo en la Fortaleza a


aquel galileo que se nos escapó de la caravana en el camino de Jerusalén
a Gaza. Se llama Barrabás. Confesó haber cometido el crimen por el cual
se lo buscaba. Sin duda que pagará caro su acción sediciosa. ¡ Y ahora ese
grupo de fariseos y escribas que allá va (señaló con la fusta), cabizbajo y
derrotado nos quiere seguir creando dificultades. Por eso estoy con mis
soldados por Betania. Estos están tramando toda clase de tumultos con el
propósito de vengar sus celos, envidias y odios contra ese vuestro Rabí de
Nazaret, procurando darle la muerte. ¡ Ah, pero se han de andar con
cuidado !"

—"Pues, ¿qué ha pasado en la tranquila Betania ; qué quieren esos


fariseos y escribas, y qué tiene que ver en todo esto ese Jesús de Nazaret?
Os aseguro, magnífico Centurión Julio, que a ese tal Jesús, que se
pretende nuestro Maestro, lo oigo nombrar por todas partes y a toda hora.
Si hasta parece que me persigue invisiblemente su presencia. Y tenlo por
cierto que ha llegado a inquietarme de veras" —anotó Simón con evidente
nerviosidad.

—"Tal vez —opinó el Centurión Julio—, eso mismo es lo que mueve a esos
fariseos y escribas a perseguirlo encarnizadamente. Me da mucho que
pensar el incidente del cual yo mismo fui testigo hace un momento. Esos
hombres le llevaron al Rabino de Nazaret una mujer tomada en el mismo
hecho del adulterio, y pidieron aplicarle la ley, tal cual Moisés la
promulgara siglos ha. Y casi no me cabe duda que alguno de esos mismos
fariseos, tan falsamente escrupulosos, fuera el participante del delito que
se le enrostra a la mujer y se exime de toda culpa al hombre, con el
deliberado propósito de hacer caer al Rabino en una coartada infame. Así
son ciertas almas pervertidas; sacian sus apetitos malsanos pero nunca
sus odios. Además si vuestras leyes se siguen aplicando con tanta saña
contra una pobre mujer indefensa, no veo la superioridad de ella sobre
cualquiera otra entidad jurídica ya sea de Roma, ya de Atenas o ya de
Alejandría".
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—"¡ Todas las leyes por perfectas que sean pueden ser falseadas y
convertirse en un cadalso cuando el encargado de aplicarlas es un
verdugo! ¿Y qué dijo el Rabí de Nazaret, entonces?" —se interesó Simón.
—"¡ Confesad que comenzáis a interesaros en ese famoso Rabino
ambulante, noble Simón? Os relataré la escena sin muchos pormenores.
Lo esencial de ella. Esos fariseos y escribas llevaron arrastrándola por las
piedras que le desgarraban su falda y sus carnes, a esa pobre mujer. Es
pelirroja, joven, bastante bonita, distinta a muchas paisanas vuestras, en
que sus ojos, en vez de claros, son profundamente oscuros y grandes. La
presentaron al Jesús ese, al que rodeaban sus discípulos y algunas
mujeres, sin duda de su compañía, las cuales subvienen a las necesidades
físicas del grupo con sus propios bienes. Le dijeron al Nazareno, con
palabras impúdicas y sin piedad, la inconducta de la muchacha. Ésta no
se atrevía a levantar el rostro fijo en el suelo donde había sido arrojada.
Un mechón de cabellos rojos, como un fuego, caídos sobre la frente,
mostraba la vergüenza que no tenían sus acusadores. El Maestro se irguió
(me pareció que era excesivamente alto, aunque no lo es más que lo
regular de los judíos), y con una mirada firme, penetrante, segura, severa
pero con una luminosa expresión de bondad, les dijo con palabras
enteras, sin levantar la voz: "¡ El que esté de vosotros sin pecado que
arroje él el primero la piedra de la condena!" Ninguno se atrevió a hacerlo
aunque muchos tenían sendas piedras en sus manos, las que dejaron caer
avergonzados junto a sí. Luego quedaron solos el Rabino de Nazaret y la
muchacha. Conversaron algo que yo no alcancé a escuchar y al
despedirla, Jesús dice a la mujer: "¡Tus pecados te son perdonados! Vete y
no peques más". La niña lloraba a mares y besó los pies del Maestro".

—"I Eso es blasfemia, no debió decirlo ese Rabino, y tampoco permitir


actitud tan humillante a la mujer !", gritó enfurecido Simón, sin darse
tiempo a mayor reflexión.

—"¡ Hola, hola, dignísimo Simón, paréceme que esa actitud iracunda más
corresponde a los fariseos y escribas despiadados que a tus nobles
sentimientos. Aquellos también manifestaron su desaprobación por la
conducta de Jesús de Nazaret, y me terno que no le atraiga muchos bienes
de tal gente".

--"¡ Perdonadme, magnífico Centurión, ha sido una reacción impensada.


Reconozco que cada vez se me descubren más facetas de la personalidad
de ese Rabino que no alcanzo a comprenderlas !"

—"¡ Bien, Simón, os dejaré con vuestros pensamientos...! Yo iré a cuidar


que los fariseos y los escribas, y algún otro que siempre se les alía, no
cometan algún desorden en su camino de regreso a Jerusalén. Los ánimos
no están serenos".
39

—"¡ Os acompañaré" —concluyó Simón.

Marcharon juntos. Las palabras se habían secado en las fuentes de sus


ánimos.

Dos mujeres sostenidas una en la otra los enfrentaron. Una, de acuerdo a


la descripción hecha por el Centurión Julio, no era otra que la "mujer
pecadora" del incidente con Jesús de Nazaret. La otra era una mujer de
mucha más edad, de rostro surcado por el dolor, de cabello grisáceo, que
en otra época habría sido perfectamente azabache, con una expresión
tierna y honda en un mirar asombrado de luz. Su actitud era maternal.
Una túnica celeste claro cubría parte de su cabello y caía en pliegues
suaves sobre las espaldas un poco curvadas por las fatigas. El sol dejaba
un haz en su derredor reflejando el brillo de su túnica.

Simón y el Centurión Julio saludaron a las mujeres a su paso. Las


palabras de "paz" con las cuales respondieron ellas, tenían acento lejano
de brillo estelar. Se detuvieron contemplando su paso pausado. Luego
volvieron la mirada para verlas penetrar en una casona amplia, con
jardines reventando en rosas y otras flores. Las enredaderas se trepaban
por las paredes apretando verdor. Las fontanas sonreían con reflejos. La
serenidad se asomaba por todos los rincones de la vieja_ propiedad.

—"¡ Entran en casa de Lázaro y sus hermanas ... ! —Anotó suavemente el


Centurión—. Ahora podemos ir tranquilos a Jerusalén".

—"Yo os acompaño, Centurión Julio". —Antes que el Centurión aceptara


esa orden sin imperativos, ya se encontraban subiendo la cuesta de la
colina nororiental del Monte de los Olivos en procura de Jerusalén. La
ascendían pausadamente. Sin esfuerzos. Los dos hombres eran fuertes,
aunque Simón excedía de los hombros hacia arriba a su ocasional
compañero de senda, quien era corpulento también.

—"¿, Qué os han parecido las mujeres que se albergaron en casa de


Lázaro?" —preguntó el Centurión.

—"Pues —contestó Simón algo interesado—, que ambas son igualmente


hermosas. Una es el día en todo su esplendor y la otra es el sereno
atardecer sobre nuestro delicioso mar de Galilea".

—"Así que habéis podido advertir cabalmente, en el breve lapso de su


paso, todos los encantos femeninos de vuestras paisanas; por lo tanto, no
sois indiferentes a ellos" —con indulgencia se expresó el Centurión.

—"i Nadie puede serio !" —afirmó tan categóricamente Simón, que la
conversación quedó truncada al punto. Y fue difícil renovarla. Aunque el
Centurión Julio se empeñó en lograrlo. Por lo cual dirigió la siguiente
40

pregunta:

—"¿, Conocéis al tal Lázaro y a sus hermanas, de Betania? Dicen que el


Rabino de Nazaret lo resucitó de los muertos, aunque yo, como vuestros
saduceos, no puedo creer en ello. Dispensadme si he vuelto a mencionar
la cuerda en casa del ahorcado".
—"No conozco al tal Lázaro. Y no creo haberlo visto en estos días. Pero si
vos creéis que vale la pena recordar su historia, estoy pronto a
escucharos. El Jesús ese, es cierto que me preocupa, pero no al extremo
de no sentir mentarlo. Por otro lado, cuanto más me niego a aceptar sus
obras más se me le nombra. Es como golpearse siempre en la misma llaga.
Continúa, noble Centurión Julio, te escucho".

—"Dicen muchos paisanos vuestros, y también lo he oído de los discípulos


de Jesús, que Lázaro había, cuatro días ya, sido puesto en la tumba, y
cuando pensaron que su cuerpo ya hedía, fue el Rabino a casa de Marta y
María y resucitó al hermano. Yo lo he visto pero no le arriendo la
ganancia. Vaga por la casa como un fantasma, con la mirada ausente y
lejana. Sus ojos están sin brillo. Parece escapado de otro mundo. No come
casi. No habla con nadie, ni a sus hermanas. Da la sensación que extraña
un país lejano. Mucho más lejano que Roma para nosotros los soldados.
Se diría que le falta su centro de gravedad celeste. Sólo encuentra reposo y
paz cuando Jesús está junto a él, y le habla. Por eso es que el Nazareno
está muy seguido en su casa, aquí en Betania".

—"Observad, Centurión Julio, las palabras que usáis : "fantasma",


"ausente", "lejano", "centro de gravedad celeste", "paz"... y lo habéis
contado todo con tanto fervor, casi místico, que de no conoceros tanto
como os conozco supondría que vos sois uno de los seguidores del Rabino
de Nazaret".

—"No imagináis, Simón, ¡ cuánto me interesa saber algo cierto de ese


Jesús!"

—"Dejemos andar el tiempo y sabremos hasta dónde llega la celebridad del


Nazareno".

—"Parécerne que os ha vuelto el juicio, preclaro Simón!"

—"i Amén!" —dijo Simón y ambos rieron. La cordialidad les daba el brazo.

VI

La semana del "pan Ázimo" se había presentado convulsionada. Un


mundo de gente se agitaba en las calles de Jerusalén y en las colinas
cercanas. En éstas los campamentos destacaban sus tiendas multicolores.
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Pequeños grupos de familias se dirigían a sendas puertas en los muros.


Algunos guiaban animales para los sacrificios en el Templo. Familias
pobres se unían entre sí para compartir el excesivo gasto que
demandarían los holocaustos.

Era muy temprano, ese 13 de Nisán, cuando los judíos piadosos, con sus
vestidos festivos, se acercaban a las sinagogas intramuros a fin de
prepararse espiritualmente para la gran fiesta, la Pascua, del siguiente
día.

Las multitudes se agolpaban en los patios de las sinagogas procurando,


apenas fueran abiertas las puertas, penetrar y ocupar los primeros
asientos, lo que demostraría su celo religioso. Generalmente formaban
congregaciones muy homogéneas. Los que venían del exterior se agrupa-
ban por países o regiones de iguales lenguas o dialectos. Los que no
debieron emigrar formaban las regionales. De suerte que a nadie le faltaba
sinagoga a la cual recurrir en su necesidad espiritual.

Simón se acercó a una de ellas. Y repasó en mente la historia de su


creación. Esta sinagoga de "los libertos" estaba rodeada, como todas las
demás, de un numeroso contingente. Destacaba de las otras, la severa
vigilancia que le imponía una fuerte guardia de soldados romanos con sus
espadas y armaduras bien pulidas. Está ubicada en el ángulo N.E., donde
la colina declina suavemente, del Templo, y detrás del Palacio de Herodes,
recamado de mármoles, poniendo un notable contraste con sus líneas
arquitectónicas exteriores sencillas y rectas, pero sin desentonar en
cuanto a altura e imponencia con el resto edilicio de la ciudad.

La multitud no se arracimaba tanto, como en las otras sinagogas, debido a


que la liturgia se celebraba en idioma hebreo, sin traducirse al "tárgum"
(arameo, por la mayoría de los pobres hablado), pero haciéndolo al griego,
en sus partes salientes, que todos conocían. Componía esta congregación
una mayoría impresionante de ex-esclavos, que fueron el botín de guerra
romano arrancado a Jerusalén en una anterior toma de la ciudad por el
Imperio, y que fueron llevados a la capital del César. Muchos allí fueron
"liberados" y algunos otros alcanzaron su propia "manumisión". En su
largo peregrinar, tan igual a otros anteriores en siglos, a través de su
azarosa historia habían adquirido la lengua griega, otras costumbres,
ideas amplias y nuevos conceptos filosóficos, que no los habían apartado
de sus convicciones israelitas, bien fundadas, pero que los predisponían
para atender toda noción religiosa que se les presentara con visos de real,
aunque no la aceptaran como final.

Por su estatura que sobrepasaba a la de todos los circundantes, Simón


pudo advertir en el patio anterior de la sinagoga a muchos amigos
antiguos, llegados de lejanos suelos. Pero a causa de la multitud que lo
estrechaba no pudo saludar a ninguno. Se "purificó" las manos en una
42

pila cercana a la puerta principal, a modo de preparación para la


inminente ceremonia de la que habría de participar ; penetró a la "nave" y
se sentó en las primeras filas. Sus ojos se elevaron al "luneto", que
siempre se orienta hacia Jerusalén, debajo del cual estaba el "arca" con
los rollos de la Escritura. Su reverencia era sin emoción. Es-taba allí
celebrando un solemne acto tradicional, nada más. Mientras se oficiaba el
servicio religioso se entretuvo en rever la ornamentación, que limpia y
sencilla admiraba, aunque las columnas que sostenían la galería de las
mujeres y los niños, mostraban los arabescos de la línea griega con sus
exactas complicaciones, que le ponían clima a las expresiones vertidas en
esa lengua. Sin voltear la cabeza, de manera de no llamar la atención de
sus vecinos inmediatos, se limitó a curiosear sólo aquello que alcanzaba
desde el vértice del ángulo de su visual. Pudo ver en la galería a la "mujer
pecadora". De quien no conocía siquiera el nombre. Notó, más que la vez
que la viera en Betania, su hermosura. Su cabello rojo, cubierto por una
delicada mantilla, se escapaba para ponerle una nota de color a su faz
nívea. Esta presentaba las marcas del dolor: era una línea que corría del
ángulo de sus ojos hasta la comisura de los labios, que le daba un aspecto
severo. Los labios gruesos e inflamados de rojo vivo los tenía férreamente
apretados. Enmarcado todo en un rostro sereno, nacido de una sublime
piedad y que mostraba un espíritu tocado en adoración. Era un alma
bañada de santidad. Un gozo recóndito y angelical se asomaba a su
belleza joven. Sus manos eran palomas vencidas sobre la falda pulcra y
purpúrea con amplios pliegues.

Aunque Simón desvió la vista hacia el oficiante, su pensamiento no se


apartaba de la mujer de cabello rojo de la galería. Su imagen se había
prendido a su mente. El ministro presentó los rollos sagrados a un
"fariseo" de cuerpo magro, enjuto, esmirriado, pequeño de estatura,
doblado por los achaques, en cuyos ojos se mostraban las huellas de una
enfermedad progresiva y en la cara una severidad cercana a lo demencial.
Una cabellera abundante y una barba recortada le daban un aspecto de
ancianidad que no poseía. Le llamó : Saulo (natural) de Tarso. Se cortó el
aliento de la congregación cuando puesto en pie, dando frente al Templo
de Jerusalén, dirigió el "Shema", o sea el credo de Israel. Todas las voces
de los hombres le formaron un inspirador coro que sobrecogía el ánimo. El
tintineo de las campanillas que pendían en ristra de las perillas de las
varas de los rollos puso una nota de descanso en la tensión. Hizo girar el
rollo de una a otra varilla hasta encontrar el pasaje correspondiente a la
fecha, y una vez obtenido, comenzó a leer con una voz que no sólo
denotaba costumbre en hacerlo, sino también reverencia y cultura
superior. Leyó en hebreo e inmediatamente tradujo al griego. Muchos
asentían, con movimientos afirmativos de cabeza, al oír el pasaje en
griego, lo que denotaba que habían olvidado el hebreo de sus mayores.
Terminada la lectura envolvió el pergamino y lo volvió al jefe de esta
sinagoga. Sentóse en la silla de la cátedra hasta el momento de
pronunciar el sermón. Los ojos de todos estaban fijos en él. Tal vez Simón
43

aprovechó esta circunstancia para volver a admirar a la joven de cabello


rojo de la galería. A pesar de que el sermón seguía la línea tradicional de la
devoción judía, el pensamiento de Simón estuvo ajeno a lo que se decía.
Saulo de Tarso versó su discurso sobre los privilegios que tenían como
"pueblo elegido de Dios" frente a todas las naciones de la tierra. Es cierto
que estamos usando una lengua extraña, continuó, en nuestro propio
servicio religioso, pero ello no implica superioridad de ésta hacia la
nuestra, sino que es un ejemplo de cómo la misericordia de Yahveh ha
preservado nuestra religión y costumbres, aún en las regiones más
remotas, donde hemos servido de verdaderos testigos del único e
insondable Dios, en medio de las más groseras y pagana polilatría de esas
gentes. Yo mismo que detento la ciudadanía romana por nacimiento,
reconozco que soy y seré, hasta la última gota de mi sangre, del linaje de
Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo descendiente de hebreos,
circuncidado al octavo día ; en cuanto a la Ley ; fariseo; en cuanto a la
justicia que es en la Ley ; irreprensible; "y el celo de la Casa de Yahveh me
consume". El sermón que había comenzado con una nueva insinuación
provocando la atención de la congregación fue aumentando de volumen
hasta darle un acento de aguda persuasión y las palabras eran una cata-
rata de sugestiones que llenaban todo el ámbito del recinto con una
pasión incontenible y encrespaba los ánimos de los más tranquilos. Sólo
Simón no era barrido por esa marejada de sentimientos encontrados que
levantaba la palabra de Saulo. Simón estaba en una isla en medio de la
congregación. Su pensamiento atento a las más íntimas sugestiones
descubría maravillado el nuevo mundo de sus sentimientos más puros.
Descubrimiento que lo admiraba. Descubrimiento que lo deslumbraba y lo
dejaba en el abismo de su mente preocupada, el rayo de luz de un goce
indefinido. Sólo Simón se había aislado suficiente de la marejada como
para no dejarse arrastrar por ella. Por eso su tranquilidad pasmosa. En
cambio la sinagoga toda seguía el bramar de las palabras de Saulo y el
filoso discurrir que penetraba en el espíritu de la congregación
enervándola. La sabiduría rabínica de Saulo que podría, en distinta
circunstancia, haber sido admirada, sólo provocaba ahora un
sacudimiento de espasmo sobre la columna vertebral de su público. Y en
la cresta de, la ola apasionada de su sermón dejó la conclusión. Había
librado un severo combate y salía victorioso. Era un cuerpo pequeño que
ocultaba una pasión gigante. La sinagoga estaba con su capacidad
totalmente colmada. No se podía calcular en cuántas personas
sobrepasaban las quinientas.

Al terminar Saulo su sermón pidió "excusas por el apasionamiento" que


puso en sus palabras, "expresión de su más caro sentir" y solicitó de la
"reverentísima congregación hiciera uso del derecho a comentar lo recién
escuchado".

Un tenso silencio se extendió a lo largo y a lo ancho de la sinagoga. Un


silencio pesado. Apretaba en sus asientos a los asistentes. Hasta que un
44

jovencito, recién salido de la adolescencia, de rostro límpido, de ojos claros


y pasos firmes, se atrevió a subir a la tarima en la que se encontraba
Saulo. Éste era una sombra contrahecha prematuramente, aquél un rayo
de sol matinal colgado en medio de un cuarto.

—"Esteban nos dirigirá en la palabra —anunció el maestro de ceremonia.


—"No es sino con profunda humildad y reverente temor que me tomo el
atrevimiento de dirigir unas pocas y torpes palabras a tan solemne y
magna asamblea, máxime después de haber oído la sabia y elocuente
disertación de Saulo de Tarso" —comenzó diciendo Esteban, con un hilo
de voz cantarina, musical, dulce, que expresaba una serena timidez
vencida. Y continuó por un breve lapso recitando "una historia del pueblo
desde que Dios lo guiara en la persona de Abraham al cumplimiento de la
promesa providencial, pasando por Moisés, quien promulgó la Ley, por
disposición de ángeles, que todos vosotros, inclusive fariseos y escribas
fervorosos, no las guardasteis. Ese mismo Moisés dijo a las generaciones
de Israel: "Profeta mayor que todos los profetas os levantará el Dios
vuestro y nuestro, y sólo a Él oiréis". Y sin embargo a ese enviado del Dios
viviente de nuestros mayores vosotros desecháis y yo adoro, sirvo y sigo,
con toda mi alma, con todas mis fuerzas, con toda mi vida, ahora y para
siempre jamás". Todos se dieron cuenta que Esteban había aludido a
Jesús de Nazaret. El primero que lo intuyó fue Simón, a quien le llamó la
atención el rostro de Esteban, reflejando una felicidad y una paz
existenciales, que él había buscado hasta allí en vano. Se diría que era
una personalidad imantada en el Amor y que tenía la suficiente fuerza de
atracción para influir en su propia vida falta de la esencia misma de la
naturaleza humana. La palabra cálida, como una caricia de abuela, había
ganado simpatías entre los desprevenidos de prejuicios, pero los fariseos y
escribas de intereses creados espúreos, "oyendo esas cosas regañaban en
sus corazones y crujían los dientes contra él". Pero no fue todo más que
una tormenta de verano. Al ponerse Lucio en pie la calma volvió a reinar
en la sinagoga de los libertos. Se alegró, como hacía mucho tiempo no lo
sintiera tanto, Simón de hallar, después de largos meses, a su amigo de
pláticas sosegadas en la Escuela de Medicina de Cirene. Lucio avanzó al
estrado, y con la sobriedad y la serenidad que dan la experiencia, la
cultura y el amplio roce social, con palabra pausada habló "de un
humanismo social que trascendía toda clase de nacionalismos. La hu-
manidad es mayor que el nacionalismo luminoso de la Grecia clásica con
sus cumbres de verdades descubiertas. La humanidad es mayor que el
nacionalismo glorioso de un Imperio Romano que ya ve los síntomas de su
decadencia en la ruina moral de sus más altos dignatarios a quienes
imitan servil y fatalmente todos sus acólitos, desde los más encumbrados
hasta los de más abajo. La humanidad es mayor que cualquier profeta,
aún que éste de nuevo cúneo que llama Jesús de Nazaret ; porque la
humanidad está grávida de descubrimientos, progresos y verdades. ¡ Y en
medio de ella, parte integralísima de la misma, está nuestro pueblo que
señala rumbos a una historia que busca su destino".
45

La importancia del discurso de Lucio está en que no halló la oposición de


nadie. No encontró resistencias. Era de una diplomacia tan refinada que
obtuvo una aquiescencia absoluta. Habló muy florido, buscando la
aprobación de la asamblea, pero en sustancia era vacío de contextura y de
vida. No había dicho nada en sustancia.

El culto había seguido, luego, su curso normal. Terminó normalmente. Y


todos tomaron sus caminos con sus ansias espirituales satisfechas. Las
conversaciones en el atrio y en el patio de la sinagoga de los libertos eran
animada y salpicada de risas, saludos y cariños. Sólo Saulo "respiraba
odio y amenazas, aún, contra Esteban". Andaba de contramano.

Esteban se alejaba acompañando a "la mujer pecadora". Simón los alcanzó


y se dirigió resueltamente a Esteban.

—"Esteban, le dijo, y disculpe joven que lo llame por su nombre, pero


como lo oí en la sinagoga creo que puedo hacerlo. Sus palabras no me
impresionaron tanto, ya llevo escuchado mucho acerca de ese Rabino de
Nazaret, aunque no lo conozco, pues parece que todo el mundo se ha
confabulado para hacérmelo conocer de oídas; decía que no me
impresionaron tanto como su propia personalidad y su santo atrevimiento
de venir a la misma boca del lobo a decir tales cosas. ¿Es ese Jesús quien
os manda hacer tales cosas ?"

—"No, nuestro Señor Jesús no nos manda nada, pero de estar en su


contacto uno cobra valor que de otro lado no puede adquirir. Es su
persona divina y su trascendencia humana la que imprime en nuestra
vida un sello característico. ¿No es verdad, María?" —dijo Esteban y al
mencionar a su acompañante se dio cuenta que no la había presentado.
Lo hace: "María de Magdala y ..."

—"Simón de Cirene" —se apresuró a aclarar el aludido. María confirmó


con una palabra de seda lo anunciado por Esteban.

—"Jesús de Nazaret, mi Señor y mi Dios, es el que hace de nuevo la vida,


es el que le da significado, es el que le pone un poco de cielo al barro
humano que somos y en el centro de nuestra alma, como si fuera en un
cielo, engarza la estrella resplandeciente de una esperanza de eternidad"
—consignó la dulce María de Magdala. Simón escuchó atentamente,
fijándose más en el fulgor interior que se asomaba a sus pupilas negras
que al significado de las palabras, oyendo más el timbre sincero de la voz
que las expresiones vertidas. Simón todavía preguntó :

—"Pero, es verdad todo lo que se cuenta de este Jesús de Nazaret? He oído


hablar de Él mucho más allá que en Jerusalén. Y siempre es lo mismo. Es
el Maestro divino y el realizador de hechos maravillosos para todos los que
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me han hablado de Él. ¿Es posible?"

—"En una oportunidad —agregó Esteban— cuando le mandaron a


preguntar a Jesús las mismas cuestiones que usted, el Señor les dijo: "Oíd
y contad las cosas que oís y veis: los ciegos reciben la vista y los cojos
andan, los leprosos son limpiados y los sordos oyen, los muertos son
resucitados, y a los pobres son anunciadas buenas nuevas; y
bienaventurado el que no se escandalizare en mí". "Y nosotros lo hemos
visto y oído todo esto".

—"Nuestra propia vida arrancada al negro fango del pecado es un ejemplo


viviente de que Jesús es el Cristo de Dios, más grande que la humanidad
porque sin el Cristo la humanidad desciende a los más bajos niveles de la
animalidad y sólo en Él alcanza la cima de la hombría" —dijo María de
Magdala con seguridad. Esteban, que estaba mirando hacia todos lados,
notó que se acercaban otros compañeros, por lo que acotó : —"Allí vienen
María, la madre de Jesús, acompañada de Juan Bonaerges; les saldré al
encuentro para que salgamos todos juntos por la puerta "Dorada" hacia
Betania, así ahorramos tiempo y recorrido". Esteban se encontró, pues, en
busca de los nombrados. Quedaron juntos en medio de una multitud
trajinante. Mientras caminaban rumbo a la puerta "dorada", María de
Magdala y Simón de Cirene, aquélla dice: —"Allí tenéis otro cuadro del
poder que manifiesta la presencia de Jesús, el Cristo, en la vida de los que
se fían a Él en cuerpo y alma. Juan, al que se apoda Bonaerges, el hijo del
trueno, hermano de Jacobo, otro discípulo de Jesús e hijos de Zebedeo,
que trabajaban como pescadores en nuestro hermoso Mar de Galilea,
transformado de un voluntarioso, fornido e impaciente muchacho galileo,
en el suave joven lleno de amor por todos los que le rodean, y dócil a la
voluntad de su Señor, a quien le está confiada, en las andanzas de esta
semana, la bendita madre del Nazareno, como todos le llaman".

—"¡ Ahora sí que me entran ganas de conocer al Rabino de Nazaret !" —


exclamó Simón.

—"Podéis hacerlo ya que el Señor está siempre predicando en el mercado,


en la calle, sanando junto a las fuentes y entrando a casas aún de los
despreciados publicanos para anunciarles que la salvación ha llegado
también hasta ellos".

—"Así que todo el que va al Rabino, sea rico o pobre, sea sano o enfermo,
sea honesto o ladrón, sea niño o anciano, recibe de Él la salvación !" —
dudó un tanto Simón, sin darlo a entender cabalmente. Todavía preguntó;
"¿ No es eso una pretensión demasiada empinada para un nazareno?"

—"No sé, sólo sé lo que he visto y lo que he recibido de mi Señor, y eso os


he dicho" —afirmó María de Magdala. Simón recogió esas palabras en el
cuenco vacío de su corazón, como una gota fresca de agua que comienza a
47

reavivar una inquietud.

En la puerta de la "dorada" se encontraron con Juan y Esteban; éstos


conducían con tanto amor a María, la madre de Jesús, que casi parecía no
la dejaban apoyar los pies en el suelo de miedo a que se los lastime o que
se le gasten las sandalias. Otras muchas personas atravesaban de ida o de
vuelta la misma puerta que ellos. Cuando transponían la "dorada",
vigilados celosamente por rudos soldados, Simón saludó a todos los que
momentos antes no conocía. Muchos eran discípulos de Jesús. En todos
ellos había una expresión inconfundible de paz. Las borrascas de la vida,
como a un barquito en el mar, podía acometerlos violentamente, pero no
desaparecía de esas miradas dulcificadas la presencia invisible de la
gracia que los animaba. Todos lo acogieron cariñosamente. Pero sintió
muy en lo hondo de su corazón un ardor extraño y maravilloso, como si
una llama blanca se lo abrasara, cuando fue saludado por María, la madre
de Jesús. Su actitud maternal lo cautivó. Recordó con viva emoción a su
propia madre, que nunca llegó a conocer. Reconoció la ausencia de su
madre propia ante la presencia de esta dulcísima madre de Jesús. Tenía
todo el aspecto de la madre de la humanidad. Sus manos gastadas pero
florecientes le dejaron el perfume de lo sublime. A su lado no se podía
menos que respirar el aura de la santidad. Ahora comprendía un poco
más ese maravilloso resplandor de felicidad que irradiaban los íntimos de
Jesús, entre ellos los mismos discípulos, que recién conocía. Había entre
ellos una fortaleza inexpugnable.

VII

En la noche inminente, que se celebra la Pascua, los acontecimientos se


precipitan de una manera vertiginosa.

Llegados de Emaús, distante 60 estadios (30 kilómetros) de Jerusalén,


Simón y su viejo tío Cleofás anclan por las calles de "la ciudad real". La
conversación que sostienen animadamente da la pauta de su parentesco.

—"Tu plan es excelente, querido sobrino —decía el viejo y noble Cleofás—,


pero, ¿cómo nos encontraremos con los discípulos de Jesús de Nazaret?
Hay tanta gente hoy en Jerusalén que me parece que hallarlos ha de ser
como encontrar una aguja en un pajar".

—"Yo conozco, tío Cleofás, los lugares donde ellos concurren


frecuentemente. Sé que los celotes, entre los cuales se encuentran Cefas,
el pescador, y Judas Iscariote, quien es el único de los doce no galileo, se
reúnen muy cerca de la Torre Antonia para no llamar la atención de los
soldados a sus planes. Y en cuanto a los que del grupo de los discípulos
hablan el griego los he hallado muchas veces en la dulce y somnolienta
Betania. Por otro lado, esta noche comían la Pascua en casa de los padres
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de Juan Marcos ; a esta familia usted conoce muy bien".

Las palabras de Simón pusieron la punta de una senda a la decisión de tío


y sobrino. Marcharon hacia Betania. Las sombras se iban estirando de
manera que alfombraban de oscuridad todos los rincones. Llegaron a casa
de la familia de Juan Marcos, a la puerta de la cual se hallaban todavía
conversando María, madre de Jesús, y María Magdalena junto a Andrés y
Felipe.

La inquietud que había echado raíz en el alma de Simón reventó en el


botón de una flor palpitante cuando manifestó el deseo, en el cual incluía
a su tío, de "quisiéramos ver a Jesús". Nadie se mostró extraño ante el
pedido. Era natural. Acogieron con simpatía a los llegados. Los
reconocieron y los colmaron de atenciones.

—"Jesús no está en estos momentos en la casa ; ha salido con Cefas,


Jacobo y Juan y no sabemos bien a dónde hayan ido. Aunque no sería
improbable fueran al Jardín del Getsemaní a hacer las acostumbradas
oraciones. Siempre lo hace" —dijo Felipe con palabras cristalinas y
serenas. A las que acotó María, madre de Jesús, puntualizando:

—"Y ahora más que nunca. Parece que está resumiendo todo el dolor del
mundo sobre su corazón, que no sé cómo no estalla. ¡ Pobre hijo mío !"

—"Jesús, tu hijo, santa madre, tiene todo el poder para salvar el mundo y
no le ocurrirá nada que Él mismo no hubiese previsto. Muchas veces dijo
"que subía a Jerusalén a cumplir todas las cosas que los profetas dijeron
acerca del Hijo del Hombre..." —puso el bálsamo de una palabra tierna y
caritativa, María de Magdala, sobre el amor maternal herido. María
reconocía el milagro pero recordaba el dolor de su entraña siempre.

—"Además le acompañan Cefas, que siempre ha jurado defenderlo aunque


le cueste la vida, y yo que conozco a mi hermano, les aseguro que su
voluntad es inquebrantable ; y también los hijos de Zebedeo, que todos
sabemos que son muy firmes. No es de temer que pueda pasarle nada. ¡
Nuestro pueblo está de fiesta y sólo quiere paz y a foración!" —agregó
Andrés.

—"¡ Sin embargo... !" —atinó a esbozar la madre de Jesús. Pero fue
interrumpida con toda delicadeza por Andrés.

—"¡ Sin embargo nada! Jesús tiene una tarea que cumplir y nada impedirá
su concreción".

El fresco de la noche se hacía sentir. Se arrebujaron las damas. Se


disponían entrar a la casa cuando llega al galope de su cabalgadura un
soldado, reconocido por Simón. Era el Centurión Maleo. Éste saludó seca
49

y protescamente. Todos contestaron con dulzura y comprensión. Se


cruzaron en el aire el filo de una espada y el perfume de una rosa.
Todavía, con mal talante, preguntó el Centurión Maleo:

—"¿Dónde está ese Jesús, jefe de un complot contra el gobierno, que ya ha


sido descubierto? No se dan cuenta que el ejército romano es invencible.
El propio Judas, su discípulo, nos lo ha declarado. ¡ En nombre de la Ley
no os compliquéis con vuestra complicidad porque será para peor !
¿Dónde está Jesús?"

Las palabras furibundas del Centurión Maleo golpearon como arietes los
corazones amantes. La anciana madre se dobló vencida por el dolor. Todos
la rodearon con inmenso cariño. Sólo el jinete se mantuvo impertérrito y
frío. Una distancia sideral los separaba. Con gesto hosco se adelantó
Simón a declarar: —"Nosotros no somos cómplices de nadie, ni jueces
tampoco. ¡El Rabino Jesús no está aquí! Nosotros hemos venido a
buscarle y no le encontramos ..."

—"¡ Más vale que sea cierto lo que decís! En cuanto a ti, perro judío,
recuerda que tienes conmigo pendiente una deuda que espero saldarla
pronto" —amenazó el soldado con la misma anterior brusquedad. Viboreó
en el aire la fusta que cayó sobre la grupa de la cabalgadura, no sin antes
rozar el rostro de Simón. El caballo se levantó sobre sus patas traseras y
en giro violento se alejó raudo. Todos vieron al jinete perderse en la
hondonada del valle, pero sólo Simón notó entre las sombras de la noche,
en el monte de los Olivos, una turba que enardecida marchaba muda de
odios y rencores implacables, apretados en la negrura de sus almas
tortuosas.

Sin despedirse casi, Simón se alejó de sus compañeros. Éstos entraron en


la casa. Se acompañaban mutuamente, queriendo todos sostener a la
madre de Jesús adolorida.

Simón avanzó precipitadamente arrastrando su corpulencia con rítmica


facilidad, hacia el Monte de los Olivos. Una ruta de improvisadas
antorchas y un ejército de armas ocasionales, tales como palos, espadas y
piedras, se abalanzaba por el Jardín del Getsemaní, apenas iluminado por
una luna de nisán titubeante. El sordo rumor de los pasos ocultaba las
voces apagadas y amenazantes, que se arrastraban viboreantes buscando
afanosas su víctima.

Las mezquinas antorchas apenas alumbraban la vanguardia de tan


satánica o espectral procesión. Eran sus guías los principales sacerdotes,
escribas, ancianos y la misma guardia del templo. Acompañando a los
jefes de la intriga, cabalgaba airoso, en son de triunfo, el Centurión Maleo,
con algunos soldados guardando a una turba manchada de sombrías
tinieblas.
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El vaso de la amargura se le volcó en el corazón a Simón al ver al frente de


tan pugnaz morralla a Judas Iscariote, el discípulo de Jesús. Ante la
actitud expectante de los sayones, que son la policía del Templo, y la
trahilla de sacerdotes, escribas y fariseos, y de la mercenaria turba, Judas
se adelantó y besó al Rabino de Nazaret. Inmediatamente de hecho esto
comenzaron los alaridos frenéticos y el tratar todos de acercarse al así
señalado para saciar todos sus ansias serviles de venganza. El desorden
se hizo general, lo que impidió a Simón ver a Jesús.

Por sobre la infame grita se oyó a Judas arengar a los inmediatos con voz
horrísona :

—"El reino de la justicia apresura su advenimiento. Ya está en marcha. Ya


nadie lo detiene. Es el fin del imperio vergonzante. ¡Es el triunfo de
nuestra causa mesiánica!"

Como si el beso y las palabras fueran el santo y seña de la rebelión, Cefas


sacó de debajo de su túnica rústica, un largo mohoso cuchillo de
pescador, con el cual atacó al Centurión que guiaba el fraudulento
procedimiento. Desgarró de un ajustado golpe la oreja del Centurión
Maleo. El pánico cundió entre los dirigentes. Se vio entrar en la acción al
joven Juan Marcos, cubierto por una sábana, que evidenciaba que recién
se levantaba de su cama de enfermo, para estar en la frustrada
conspiración.

Fue en una sucesión de segundos cargados de electricidad en los que se


sucedieron estos incidentes. Sobrecogióse de espanto la canalla al ver que
Jesús de Nazaret no sólo no acudía a establecer su reino sino que por el
contrario, en un gesto de grandiosa magnanimidad, restituía sana la
extemporánea herida del Centurión Maleo. Era el reino de la
mansedumbre que enfrentaba al poderío irracional de la fuerza. Simón
vislumbró el cambio repentino. A la sorpresa del movimiento celote que se
acreditaba el triunfo siguió la certeza que Jesús se entregaba inerme a las
fauces voraces de sus verdugos. Lo cual llevó ánimo a la multitud. Cobró
valentía. Ajustaron las filas. Las rehicieron. Y principiaron a ultrajar y
vejar al sereno Jesús, mientras que salidos de su estupor el Centurión
Maleo, los sacerdotes, los fariseos y escribas comenzaron a azuzar a la
Legión. Nadie vio a Jesús defenderse. Se entregó sumiso. Pacífico.

Las órdenes del Centurión Maleo superaban la grita multitudinaria y


comenzaron a perseguir a los celotes. Al tratar de arrestar a Juan Marcos,
éste se desprendió de sus perseguidores, dejándoles la sabana que lo
cubría y huyó desnudo.

Al ponerse en marcha, de regreso, el gentío con su arrestado Jesús, se


volvió a impregnar el aire del olor repugnante de las antorchas encendidas
51

y de las palabras groseras que se dirigían al preso, mientras Cefas, que


había huido junto con Juan Marcos, se volvió pero "siguiendo de lejos" la
fantasmagórica procesión.

Simón acortó camino hacia la puerta del muro en Jerusalén atravesando


la seca barranca del Cedrón y se llegó a casa del Centurión Julio. Éste no
estaba presente. Pero Simón tenía autorización de aguardarlo
cómodamente instalado en el lar amigo. Desasosegado y nervioso, Simón
recorrió varias veces la habitación. Un esclavo de la casa le trajo un
calmante. Por él supo que el Centurión Julio fue precisado a presentarse
con urgencia en la Fortaleza a la guardia. Simón no supo, aunque lo
pensara firmemente, si se había quedado dormido, pero lo que constató es
que las horas se le escaparon con una celeridad asombrosa.

Cuando estaba conversando con el Centurión Julio ya el día se había


abierto en flor de luz radiante. Un cortinado entreabierto en la ventana
dejaba colar un rayo de sol que inundaba la estancia. Ponía lucidez en la
habitación sin femenino encanto. Penetraba también al alma abrumada de
Simón. El motivo de la conversación era el único posible en tales
circunstancias. El simulacro de proceso que se le levantó al Rabino de
Nazaret. Era incomprensible para una mentalidad judía cultivada en el
exilio que los de su propia raza cometieran tantos actos dolosos; que de
noche arrestaran a una persona, que se buscaran falsos testigos y que no
obstante no coincidir sus testimonios se los presentara como pruebas, que
trataran de arrancar a un tribunal de justicia incompleto y a sus escasos
jueces venales una condena...

—"Lo más vergonzoso es el trato que se le infligió, no tanto entre Anás y


Caifás, el joven sumo sacerdote, representante de todo lo inicuo de una
"generación de víboras", como la llamara el Rabino, que se burlaron cruel-
mente, mordazmente, procazmente del suave prisionero, sin poderle
arrancar una sola palabra de protesta y menos aún de odio, sino la
actitud asumida por el inicuo Herodes; los soldados que se burlaron
cínicamente colocándole como manto real un cortinado escarlata
arrancado a una ven-tana del palacio ; las bofetadas, los escupitajos, la
corona de espinas, y luego yo mismo debí ordenar esto —esto es lo más
desagradable de nuestra profesión, por lo cual más de una vez me Sentí
impulsado a arrojar lejos de mí esta espada romana para no complicarme
en tanto crimen, sin que hasta el momento lo haya llevado a cabo— —
continuó el Centurión Julio con un sentimiento de confusión irritado—
debí ordenar, repito, a uno de mis soldados que lo flogelara con su látigo
de cuero de hipopótamo del que pendían pequeñas agudas puntas en
formas de espuelas que se hundían en las carnes desnudas del Nazareno.
La sangre marcaba la historia de la humanidad sobre el níveo mármol del
Atrio del Tribunal que presidía el gobernador romano Poncio Pilato.
Mármoles, más que esta vez, manchados de humanos dolores. ¡La justicia
de Roma hecha escarnio por un vil mercader de posiciones políticas
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Escrupulosas! Y frente a él erguido con la imponencia de lo absolutamente


soberano, con la serenidad de un rey en su propio trono impoluto, con la
majestad de lo divino, el reo desafiaba a Roma y al mundo a una causa
definitiva. ¡ Y nadie le quitaría el triunfo conclusivo!

"Con esta actitud Pilato creía poder satisfacer a la gentuza y disponer la


liberación del regio prisionero. Pero la ruindad de aquéllos se mezclaba
entre la turba, pidiendo con alaridos obsecuentes y con los solemnes ritos
de rasgaduras de vestidos y llenando el aire con nubes de polvo levantado
muy alto, la sangre de la víctima. Las calles de Jerusalén, pese a lo
entrado de la noche, estaban colmadas de interesados y curiosos. Algunos
subían a las azoteas. De la parte baja de la ciudad provenía una marejada
confusa, aterradora, en la que se empinaba el furibundo: "¡Crucifícale!
¡Crucifícale!" El eco se repetía de boca en boca, y lo devolvía el
ensombrecido monte cercano: "¡Crucifícale! ¡Crucifícale!" Yo vi como Pilato
en un gesto sensacionalista pero cobarde se lavó las manos en presencia
de los religiosos y del pueblo, tratando de indultar al reo, y hasta Procla,
su dignísima esposa, le mandó un mensaje de "que no tuviera nada que
ver con la sangre de ese inocente". Pero todo fue en vano. La jauría
desenfrenada de las pasiones humanas sólo saciaría su cebo con la sangre
tibia de la víctima inocente. "¡Crucifícale! ¡Crucifícale!" Enfurecido
atronaba la negra noche la grita de la pobre multitud".

El relato había sido apasionado, febril, borbotante, y Simón había sido un


mudo escucha atribulado. Muchas veces los ojos del Centurión Julio se
habían nublado de lágrimas presintiendo el horrendo crimen que
comenzaba a pesar sobre su no muy delicada conciencia. Y que debería
pesar como un crimen cósmico sobre la conciencia de la humanidad! El
rudo soldado no había dejado, aún, de ser un hombre. La coraza no podía
impedir el brusco latido de un corazón tierno. La espada reluciente no
había penetrado tan hondo en carne alguna como ahora lo hacía con su
propia alma. La cimera ondulante de su yelmo apenas si podía cubrir las
venas hinchadas de vergüenza. Sus pies tan firmemente afirmados en
tantos predios lejanos en cumplimiento de deberes fundamentales no
encontraban apoyo en la tierra que huía debajo de su planta.

Simón estrechó en fuerte abrazo al conmovido Centurión. Por lo mismo no


vio como rodaban gruesas lágrimas por el rostro curtido del soldado. Y le
habló palabras de reciente resolución.

—"Yo tengo que conocer a ese Jesús de Nazaret, que tanto está dando que
hablar y que hacer a todo el mundo y que, aun cuando se le cometen los
más nefandos de los crímenes, no levanta ni siquiera la voz para
defenderse, cuando yo, como todo el mundo, hubiera levantado mi brazo
para hacerme mi propia justicia denegada. No puede ser sólo un hombre
quien actúe de esa forma. Los profetas eran gigantes defendiendo, en
nombre de Dios, la causa de los pobres y su justicia ; pero esto sobrepasa
53

todo lo conocido. ¡ Es más, muchísimo más que un hombre !"

—"Si habéis de ir a ver a Jesús tratad de no poneros en el camino del


Centurión Maleo, quien tiene a su orlen la crucifixión. Esa es la sentencia
inapelable. No confiéis en vuestras propias fuerzas, pues a veces nos
flaquean cuando más las necesitamos. Es lo que le pasó al discípulo
Cefas, quien al ser interrogado, por tres veces, si él era de la compañía de
ese Jesús de Nazaret, lo negó por las mismas veces. Por lo cual, más
tarde, lo vi llorar amargamente su menguado poder. Daba pena ver a un
hombre fornido y voluntarioso con sus ojos arrasados de lágrimas
vergonzosas y de dolor, en el rincón más sombrío de una calle del
Jerusalén nocturno. Había despertado en el fondo de un abismo. Me
relevaron de la guardia en el momento que sacaban de la Torre la Cruz
que el mismo Jesús debe cargar hasta las afueras de las murallas de la
ciudad. Era un árbol toscamente tallado y todavía no bien seco por falta
de estacionamiento. Una rama de otro tipo de árbol la cruzaba en la parte
próxima al extremo. Una muletilla o especie de asiento sostendría el
cuerpo para que no se desgarraran las carnes clavadas antes de la
expiración del reo. Seguramente le crucifiquen en el lugar de la Calavera,
llamado así a causa de las muchas víctimas allí "ajusticiadas". Vuelvo a la
guardia a la hora de "sexta", según vosotros medís el tiempo".

Salió Simón a la calle y le golpeó la cara la luz brillante del sol. Un mundo
de gentes se apretujaba en las calles. Eran éstas demasiado estrechas
para contenerlas. La inaudita procesión que había partido de la Fortaleza
Antonia, debajo mismo de las tres torres más cercanas entre sí, se dirigía
hacia el oeste, en busca de la Puerta de Gennath, en la muralla
septentrional. La marcha era lenta, pesada, doliente. Sobresalían por
encima de la multitud los palos de las cruces. Los soldados en sus
cabalgaduras iban y venían, provocando alarma entre los peatones,
intentando hacer más viva la marcha hacia el Calvario.

Los comentarios de la gente decían del escarnio, de la vergüenza, de la


atrocidad de la condena en una Cruz. ¡ Qué terrible delincuente la persona
así sentenciada! ¡ Qué esclavo más degradado! Todos se hacían lenguas de
los crímenes nefandos y los latrocinios cometidos por Dimas y su
compañero. Recordaban que Jesús Barrabás, libertado recientemente de
la cárcel, en lugar de Jesús de Nazaret, había sido un temible malhechor
que asoló poblaciones enteras, con sus secuaces, llenando la tierra de
pánico, terror y dolor. ¡Cuánto más peligroso debía ser Jesús de Nazaret !Y
a fe que lo era, aunque en otro sentido! ¡La historia lo habría de
comprobar!

El pregonero iniciaba la fila procesional portando un cartel en el que


estaba inscripto el crimen por el cual se condenaba a los culpables a la
crucifixión. Los palos portados por sus inmediatos poseedores se movían
mostrando el lugar de los condenados. La lentitud era pasmosa. Los siglos
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se marchaban tras cada paso. El peso de los palos de las cruces bien
podía aplastar la fortaleza de cualquiera. Los reos siempre flagelados, con
sus carnes desgarradas, pocas reservas físicas poseían para andar más de
prisa con su carga.

Simón se había encontrado con un grupo de personas de habla griega.


Entre ellos estaban Esteban y Saulo de Tarso. Muy cerca del grupo
distinguió a su tío Cleofás. Los discípulos de Jesús marchaban alejados de
la caravana y la tristeza había arrojado un manto de sombras en sus
rostros y sobre sus esperanzas de triunfo en la causa común. Cada rostro
era un mosaico de emociones encontradas. Las lágrimas de las mujeres
piadosas lavaban de las piedras de la calle la sangre vertida por las
heridas de los pobres sentenciados. Los gemidos y los ayes ponían una
nota de desconsuelo y desesperación tal, que se conmovía la entraña
misma de la piedra. Haciendo restallar los cascos de su cabalgadura el
Centurión Maleo imponía mayor rapidez a la marcha, descargando su
látigo sobre presos y multitud, sin conseguir su inicuo intento, por lo que
dándose diente contra diente de rabia e impotencia, atronaba el ambiente
con sus insultos e injurias soeces. "¡ Hay que marchar más de prisa ¡ Tu
Rabino bribón, vas demasiado lentamente, a ver si te apuras, que no eres
de mantequilla para aplastarte! ¡ Adelanta tu paso! ¡ Con que te doblega el
peso de la rama de un árbol, paliducho nazareno! ¡ Vamos, levántate,
perro judío, si no quieres que te reviente el lomo con mi látigo! ¡ Más de
prisa! ¡ Más de prisa !" El Centurión Maleo hizo virar su cabalgadura y su
rostro ensombrecido de impotencia se iluminó imprevistamente con una
sonrisa siniestra. Y fulmíneo dirigió su caballo hacia el grupo en que se
encontraba Simón. Éste sobrepasaba de hombros arriba a todos los que le
rodeaban. Su vestimenta ese día recordaba sus días de campo en Cirene,
su predio recordado con nostalgia siempre.

—"¡ En nombre del Imperio de Roma ; en nombre de César Augusto, el


más grande de los reyes; en nombre del glorioso ejército romano ; en
nombre de la ley te conjuro a ti, Simón de Cirene, a que tomes la Cruz del
Nazareno y la conduzcas al lugar de la ejecución, en el Monte Calavera.
Tú eres fornido y gigantesco y podrás hacer que esta procesión, pesada,
vaya más de prisa. Es lo que todos deseamos. Que esto termine de una
vez. ¡ Lo más pronto posible!" La forma en que el Centurión Maleo dirigió
esas palabras tenía un sentido autoritativo decente e inflexible. No
obstante, a Simón le sonaron a venganza, represa-lía y burla hirientes. Por
lo que, con su imponencia, alargó su brazo tomando bruscamente de la
cota al soldado conmoviéndolo; al zamarrearlo, casi lo sacó de su silla, y si
no lo castigó como su impulso lo insinuara fue porque los amigos
inmediatos lo sujetaron y en pocos segundos la cohorte de soldados lo
aprehendieron y lo obligaron a cumplir con la orden impartida por el
superior.
Quitaron a Jesús el peso del tronco hasta allí conducido y lo pusieron en
los hombros hercúleos de Simón. El palo, con todo su peso, no significó
55

mayor esfuerzo para el campesino. Pero hirió su dignidad libérrima que se


le tomara como un esclavo para realizar una tarea inicua. Las llamas de la
venganza devoraron sus nobles intenciones. Todo un ejército era lo único
que podía llevar a cabo tamaña infamia e inferirle semejante ultraje,
porque unos pocos soldados menos que lo hubieran atacado y hubieran
sido todos ellos barridos por la furia desatada de su vergüenza maculada.
Simón hubiera hecho trizas aquella trahilla de soldados ruines. Pero debía
acatar aquella vieja ley que imponía al pueblo vasallo ; "al que te cargare
con una milla ve con él dos...".

Debido a este incidente incalculado, se encontraron frente a frente Jesús


de Nazaret y Simón de Cirene. Simón vio que ese Jesús que lo persiguiera
hasta allí con su influencia reflejada en sus discípulos y en todo el pueblo;
que lo persiguiera hasta allí con sus mensajes de justicia, de paz y de
bienaventuranza, repetida como un eco por todas las bocas de grandes y
de niños, de mujeres y de ancianos, de ricos y de pobres, que en plazas y
mercados, junto a caminos o a orillas del mar escucharon asombrados su
palabra de autoridad; que lo persiguiera hasta allí con las obras de
prodigios realizadas en bien de todos los que le encontraron por alguna
necesidad; que lo persiguiera hasta allí a través de las vidas renovadas,
purificadas y dulcificadas de tantos amigos, como había conocido en los
últimos tiempos; que lo persiguiera hasta allí con su raro poder, majestad
y gloria que lo sobrecogía; ese Rabino de Nazaret que lo persiguiera hasta
allí, está ahora frente suyo y comprende que es, en su pueblo elegido, n
seo más que "un renuevo sin forma ni hermosura para que lo quiera
mirar. ¡Despreciado y desechado de los hombres, varón de dolores y que
sabe de padecimientos! Y como uno de quien se aparta la vista con horror
es, y no hacemos aprecio de Él. Ciertamente Él lleva nuestros
padecimientos y se carga con nuestros dolores, más nosotros le reputamos
como herido, castigado loe Dios y afligido. Pero es traspasado por nuestras
rebeldes, quebrantado por nuestras iniquidades, y el castigo que nosotros
merecemos Él lo sufre para darnos su Paz, y por sus llagas somos
nosotros curados". Ese Jesús Nazareno está frente suyo. Las marcas de
sus sufrimientos y la sangre coagulada de su frente no pueden ocultar la
limpidez, la serenidad y la certeza que emana de toda su persona
consumando una tarea sin par. Simón siente traspasada su alma de la luz
divina de los ojos del Nazareno. El amor eterno se vuelca en su corazón.
Es sólo una mirada en busca de los ojos de Jesús pero renace a una
nueva manera de ver las cosas. Renace a una nueva esperanza. Renace a
una nueva vida. A nadie, jamás, miró Jesús con tanta ternura. Era un
girón de cielo puro, un trozo de gloria que se acurrucaban en su
tembloroso corazón humano. Jesús encontró a Simón aquí para hacerle
conocer un amor sin medida, que se da todo, absolutamente, en beneficio
de aquellos que son objeto de tamaño sentimiento. Es el amor que no tiene
fin, que no se muere nunca. Que no sabe de claudicaciones, ni de
sacrificios. Es el amor que se auto entrega para ser simiente fecunda de
un mundo mejor. Es el amor que triunfa definitivamente. Es el amor que
56

cambia, transforma y hace nueva la vida. Sólo este es el amor. ¡ Y una


chispa de él en el corazón humano lo transmuta en heredero de la
posesión más fabulosa que ser humano alguno pueda ambicionar! ¡ Y ya
no se quiere más nada! ¡Ya se lo posee todo! Este es el encuentro. Es lo
definitivo. ¡ Es lo eterno!

Aquel palo de una Cruz que ni siquiera pesó lo que medio "gerath" sobre
las espaldas enormes de Simón lo enfrentó con un encuentro para
siempre. Ese árbol de la Cruz se prendió en su alma. Se hundió hasta la
esencia misma de la vida y allí brotó una flor y dio un fruto. ¡ Es la
verdadera Cruz, la que permanece para siempre ¡ Es la Cruz en el alma!

La procesión doliente emprendió una marcha más vigorosa y cuando el sol


marcaba la hora tercia (más o menos las 9 a.m.) habían ya llegado al
Monte donde se efectuaría la Crucifixión. Pocas personas pudieron
acercarse al lugar de la Calavera, debido al cerco cerrado que le habían
impuesto los soldados. Simón debió llevar los leños de la Cruz hasta el
mismo lugar donde se había hecho un hoyo suficientemente profundo
como para sostener la Cruz y su peso, y donde se introduciría la parte
inferior del palo vertical de la Cruz. Los maderos fueron tendidos sobre la
dura peña. Un soldado con clavos de un par de "tephach" (ocho a diez
centímetros) y un martillo en la mano se adelantó. Tendieron a Jesús
sobre los palos. Manso como un cordero delante de sus trasquiladores se
mantuvo el soberano Rabí de Nazaret. No abrió su boca. El Centurión
Maleo pretendía imponer a Simón, además, la obligación de martillar los
clavos en las manos del condenado. Pero ya una vez había probado la
potencia de su puño gigantesco, y al ver a Simón dispuesto a hacer valer
la contundencia de su "argumentación"; cuando lo vio enérgico y decidido
a sustraerse a más vejaciones para con el Nazareno, volvió sobre su
decisión y ordenó al soldado martillar los clavos en las manos divinas
contra el leño infame. Eran golpes que si bien laceraban las carnes de
Jesús, también destrozaban el alma del universo y conmovían los
corazones tiernos de tantos seres queridos, separados, escasamente, por
un centenar de pasos y una barrera infranqueable de soldados.

Simón es uno de los pocos no uniformados que estaban junto a Jesús


cuando el soldado machacaba los clavos que hendían las carnes. Manos
heridas que hasta pocas horas antes habían desparramado pródiga la
simiente fecunda del amor en los surcos de la vida para ver de traer sobre
la faz de la tierra un mundo mejor; una humanidad más buena; una
sociedad feliz. ¡Qué poco habían conseguido! Sólo dos surcos rojos se
abrieron en la roca y la semilla de la sangre de esas manos espera
germinar y brindar el fruto de eternidad sembrado.

Simón con sus ojos turbios de desesperación miró a Jesús estirado sobre
el madero con sus manos atravesadas, y aunque los labios del crucificado
no se movieron, creyó escuchar palabras que Cefas había oído de su
57

Rabino: "El amor alcanza su máxima expresión cuando se perdona al


hermano ofensor durante toda la vida. ¡Cuando se perdona setenta veces
siete!" Insistió en mirar los labios resquebrajados por la fiebre del
sacrificio, para oír esas palabras. No atinaba a pensar que fuese su propio
corazón que las dictase. Miró los labios del Maestro y sólo los vio florecer
en una sonrisa dolorosa, amarga, cruel, pero llena de la generosa miel de
la misericordia. ¿Sería el precio por la ayuda prestada? Era mucha gracia
para tan poco esfuerzo.

El sol, pasada la hora "tercia", se hacía cada vez más fuerte y su reverbero
en la roca lastimaba la vista. Hacía más cruento el suplicio de los
crucificados. La atribulada compañía que se había animado a presenciar
la crucifixión apenas si podía contener su desesperación diluida en las
amargas lágrimas que velaban sus miradas compasivas. Varios soldados a
la vez levantaron la Cruz tomándola de su brazo horizontal. Así quedó
pendiente el Cristo de su Cruz. Hundieron el palo vertical en el hoyo
practicado en el firme suelo y luego con piedras y guijarros lo llenaron
para afirmar bien la Cruz. La Cruz de Jesús quedó en medio de la de los
dos ladrones y criminales convictos y confesos. Uno era Dimas y el otro un
compañero de sus fechorías. La Cruz de Jesús era más alta y estaba
colocada un paso más adelante que las otras dos.

Las negras nubes de una tormenta inminente, pesadamente se detuvieron


sobre el cielo jerusalemitano, cubriendo el lugar de profunda oscuridad
repentina, que inquietó de terror a la soldadesca supersticiosa y de
extraño sentimiento de arrepentimiento a la compañía que presenciaba la
macabra escena.

Simón escuchó las palabras que se cruzaron entre sí los condenados en


las cruces. Los soldados entretenidos en sus vicios y consecuentes con
ellos, jugaron a los dados la pertenencia de las ropas del Rabino de
Nazaret. Se afanaron en ganar la túnica inconsútil. Ocupaban su ocio y su
indiferencia en dar rienda suelta a sus apetitos egoístas. Era el último
grado del oprobio y del horror esa escena soldadesca de indiferencia e
impiedad. Los judíos y funcionarios asistían impávidos a tanta injusticia.
Las palabras de perdón que surgieron de la Cruz de Jesús cayeron como
braza ardiendo sobre el corazón del pobre Simón. La mayoría se
desentendía de sus víctimas. Un alma apiadada acercó a los labios
afiebrados de Jesús la misericordia de un poco de vinagre que tomaban
los soldados y los pobres, para aplacar su sed y su vicio. En un momento
en que los soldados a los pies de la cruz, ensimismados en su juego de
azar, no los advirtieron se allegaron más acá del cerco algunos amigos y
seres queridos de Jesús. María, la madre del Crucificado, se acercó
apoyada en Juan y en María de Magdala. Simón se unió a ellos. La
palabra de consuelo que faltó en sus labios se hizo gesto tierno en una
caricia blanca. La madre de Jesús le besó el corazón con una mirada
nublada de llanto. Juntos se acercaron a la Cruz y desde lo alto de ella,
58

como maná caído del Cielo, Jesús dejó caer la palabra más tierna que se
escuchara en la historia de la humanidad: "mi Madre, he ahí tu hijo !" Y el
manto níveo de la mirada divina cubrió de luz al "discípulo amado", y
referido a éste, añadió el Crucificado: "Hijo, he ahí tu madre!"

A nadie nunca hizo faltar el Nazareno su ayuda en la más tremenda, como


en cualquiera, de sus necesidades. El corazón traspasado de dolor de la
madre sintió el aceite de la misericordia volverse sobre su herida y
suavizar su desgarradura. Pero hubiera caído sin fuerzas, exánime sobre
la peña, de no haberla sostenido Juan, "el discípulo amado", y el propio
Simón. La muda desesperación era marejada incontenible en tan delicada
contextura.

Los soldados levantaron la vista a este cuadro de dolor lacerante, para


volverla, indiferentemente, sobre los dados arrojados con destreza.

Las negras nubes dispersas que vagaban sin rumbo se fundieron de tal
forma que impedían al sol hacer llegar sus flamígeros rayos. El ambiente
comenzó a hacerse pesado y sofocante a causa de que el viento del S.E., al
que se llama "solano", comenzó a soplar y a barrer la colina del Calvario.
La sequedad propia de la época se aumentó con la llegada intempestiva de
este viento venido a través del desierto de Arabia y que produjo en los
soldados y personas al pie de la Cruz, gran malestar físico, languidez y
debilidad general. Algunas nubes abrieron sus ventanas enlutadas para
dar paso a la luz fugitiva de los relámpagos, que cruzaban el espacio
viboreando, pero sin anunciar lluvia. El calor se hacía insoportable; las
personas buscaron refugiarse; las aves se guarecían sofocadas y con el
pico abierto junto a los muros, apenas distantes, de la ciudad. El viento
bramaba horrísono y violento, levantando polvo, arenas y piedrecitas, que
herían con su furia. La atmósfera se oscureció como preparando un
incendio voraz ; los rayos del sol desaparecieron y su aspecto era como un
globo opaco de fuego que sofocaba. Las bestias de los soldados se
encabritaron y les costó ingentes esfuerzos sujetarlas. Las arenas
golpearon con violencia todo lo que se opuso a su paso. Buena parte de las
personas que presenciaban la Crucifixión pudieron pensar en las
predicciones de los profetas que anunciaban la manifestación del gran
poder de Dios, en aquellas palabras que cobraban fuerza de realidad
ahora ; "Se verán prodigios en el cielo y en la tierra, sangre y fuego y
columnas de humo ; el sol se tornará en tinieblas y la luna en sangre".

La confusión reinante y la burla de los soldados y de la mercenaria turba


hicieron incomprensibles las palabras del Nazareno; "i Eloí, Eloí! ¿lamá
sabactani?" ... Sólo Simón que estaba a la expectativa de la Cruz escuchó
y comprendió ese salmo de soledad mortal, rezado entre los estertores de
la muerte, y sólo él, entre tantos, percibió con iluminada nitidez su
encomienda al amoroso cuidado del Padre Celestial y su entrega confiada
a la comunión viviente y eterna. "¡ Padre, en tus manos encomiendo mi
59

espíritu!" Y dicho esto, expiró. Fue como el quebrarse en el aire el perfume


de una rosa ; fue como el desprenderse la luz de una estrella; fue como
escurrirse el agua de un búcaro en el que se marchita una flor ; fue como
desbrozarse del rostro de un ángel una sonrisa ; fue como interrumpirse la
melodía de la hueste celestial; fue el suspiro de la esperanza entregada a
la más gloriosa y permanente realidad.

En tanto el mundo se agitaba y confundía en el fango abyecto de las


pasiones inconfesables; de la rapiña contumaz y de los odios implacables.
Se abría un abismo en la roca. Se partió en medio el velo del santuario.
Era la hora de "sexta", pleno mediodía, y las tinieblas más densas cubrían
la tierra. ¡Y no se iluminaba, todavía, a la hora de "nona"! Muchas
personas al ver estos signos se volvieron golpeándose el pecho en señal
manifiesta de contrición. ¡Y una crisis aguda de neurosis se apoderó de los
más exaltados!

Algunos miembros del sanedrín, entre ellos José de Arimatea y Nicodemo,


acompañados de Simón de Cirene, se apersonaron en el palacio del
Procurador, delante de Poncio Pilato, y le pidieron que "los cuerpos de los
crucificados no quedaran en los maderos por iniciarse un par de horas
más tarde la solemne festividad del sábado de la Pascua". Así que llegaron
de regreso junto a la Cruz y viendo a Jesús pendiendo exánime,
presentaron el documento del Gobernador con la autorización para
llevarse el cuerpo al guardián de la Crucifixión, es a saber el Centurión
Malco, a quien Simón de Cirene había bautizado con el nombre infame de
Longinos ; éste, entonces, para certificar la muerte del odiado Nazareno "le
abrió el costado izquierdo con su lanza y al instante brotó de la profunda
herida sangre y agua".

Hubo un nuevo alboroto cuando llegó la guardia de relevo, al mando de la


cual venía el Centurión Julio. Éste permitió que los hechos que se
sucedieron fueran llenos de sentida piedad. Sus soldados se mantuvieron
alejados y en posición de firmes, en respetuoso recogimiento, mientras que
los familiares y amigos de Jesús de Nazaret atendían a sus últimos
menesteres terrenos, acongojados, doloridos pero con tierna y amorosa
solicitud. Quitaron el cuerpo de Jesús de su Cruz con infinita gracia,
recibida como carisma oportuno y lo cubrieron con un lienzo de lino de
Sidón puro, sin ningún otro uso anterior. Esta pieza de lino, lo más
delicado que había entonces, fue traído por el propio José de Arimatea,
quien asimismo legó la tumba nueva labrada en la roca, en el jardín de su
casa, cuidado con primor por un eficiente hortelano y que ahora ostentaba
algunas flores de la estación.

Los soldados habían preparado una angarilla para transportar el cuerpo


de Jesús, pero Simón pidió a la santa madre "le concediera el privilegio de
conducir en sus brazos aquel cuerpo tan querido. Y que si antes llevó la
Cruz, en descargo le permitiera cumplir con ese último deber. Mis fuerzas
60

pueden servir fácilmente en tan delicado menester. Ha de ser una carga


suave y muy apreciada". Poco trecho tuvo que andar el atribulado cortejo
para entrar al primoroso jardín en la propiedad de José de Arimatea.
Cumplidos los solemnes funerales, el Centurión Julio y sus soldados
hicieron rodar una pesada piedra con la que cubrieron la sepultura, y
luego, por mandato del Gobernador, la tumba fue sellada con el anillo del
César para imposibilitar su violación. Se mantuvo de custodios a un par
de guardias que se relevaban cada dos horas. La piadosa compañía fue a
cobijar su tremenda congoja, iluminada por una esperanza más
vislumbrada que expresada, en la regía mansión de José de Arimatea que
la ofreció generosa y hospitalariamente. Era un refugio tibio para el
corazón desgarrado de María. El vaso escogido, el ánfora santificada,
estaba vacío. ¡Y ese vacío mordía su entraña! Recogida en un diván,
cubierto de un damasco vivo en colores, sus manos inertes, vencidas, eran
dos palominos heridos. María de Magdala, echada a sus pies, no podía
infundirle mucho consuelo, pues ella misma se deshacía en convulsivo
llanto de reverencia. Su cabello rojo se mecía sacudido por sus emociones,
como los ceibos por los vientos.

Los hombres pasaron a otro compartimento no menos lujoso. Los


mármoles reflejaban las luces recién encendidas. Los tapices mitigaban el
ruido más leve descuidadamente provocado. Las atenciones asignadas
fueron solícitas para todos y atento el cuidado dispensado. Era un rocío
fresco de ternura que ponía perlas de cariño sobre la roja rosa de los
corazones afligidos.

Simón y Cleofás, su tío, se retiraron de la casa de José de Arimatea, pues


tenían por delante una larga jornada hasta Emaús. En el camino hacia el
portal en la muralla de Jerusalén se encontraron con la partida de
soldados dirigida por el Centurión Julio. Éste, al reconocer a sus amigos,
se acerca y comienzan a conversar a media voz, con respetuoso
recogimiento, de los acontecimientos recientes de los que eran testigos.

—"¡ Qué distinto a todos los hombres fue este Jesús de Nazaret! Su misma
muerte en la Cruz, sin ningún cargo fehacientemente comprobado que
importara tamaña condena, no le arrancó una sola palabra de protesta ; al
contrario, las únicas dichas fueron de perdón. Se diría que la Cruz era,
toda ella, una gigantesca palabra de perdón. Perdón para todos. Perdón
para el culpable y perdón para el inocente. La Cruz no era un símbolo ya
del oprobio, de la venganza y del escándalo, sino un inmenso perdón.
Perdón que llegaba hasta el cielo. Perdón que llegaba desde el cielo. ¡
Perdón nacido de un amor infinito y eterno !" —había anotado Simón,
marcando los sentimientos en pugna que se agitaban en su vigoroso
corazón. El Centurión Julio acogió esas palabras en su intimidad como
recibe el yelmo el rocío. Por eso más que interrogantes sus palabras
siguieron el rumbo de una madurada reflexión: —"¿Es que se puede llegar
a perdonar a quien tanto mal nos hace? ¿Es humano poder perdonar? ¿No
61

es una debilidad? Ese discípulo Judas, quien vende a su Maestro por


treinta dineros, que apenas le alcanzan para comprar una sepultura en el
campo del alfarero y unos metros de cuerda con los cuales se ahorca,
¿puede acaso merecer perdón? Y nosotros los soldados cómplices y jueces
de un crimen injusto, ¿ cómo obtendremos perdón? Y esa multitud que
pidió antes desearse "paz" y "prosperidad". Éstos tomaron el camino que
sube a la Torre Antonia, en tanto que aquéllos descendieron para tomar el
camino a la propia villa. La tristeza impuso su manto de silencio a los dos
caminantes a Emaús. Atrás quedaba Jerusalén. Atrás quedaba un hecho,
el hecho de la Cruz, inconmovible. Y adelante, también, tenía Simón el
hecho de la Cruz. Y en el fondo del alma ese hecho de la Cruz se erguía
con firmeza de perpetuidad. Los caminantes se alejaban. ¡ y Jerusalén ya
vivía su fiesta de la Pascua! ¡ Y en toda la tierra estaba el Cordero! a gritos
: "¡ Crucifícale !" ; y ese Pilato desentendido de la justicia, pretendiendo
lavarse las manos ; y esos religiosos que provocaron el desenlace; y esos
fariseos escrupulosos que lo persiguieron con saña, y todos... todos ...
todos quienes somos culpables, podemos esperar perdón siendo tan
graves nuestros cargos? Disculpadme, amigos, por este momento de
debilidad que he tenido y que os he hecho partícipes. ¡ Ya ha pasado! ¡ No
volverá a suceder ! Para algo uno es soldado y debe sobreponerse siempre
a estos sentimentalismos, casi femeninos" —se disculpó el Centurión,
finalmente, después de haber descubierto un fondo moral, todavía,
incontaminado. El viejo Cleofás, con la parsimonia y la seguridad que dan
la experiencia, lo exhortó a: "dejarse de escrúpulos y prejuicios
inhibitorios, estimado Centurión Julio —dijo— que no hay
sentimentalismos femeninos y masculinos sino nobleza y rectitud, y nadie
debe avergonzarse de tener un corazón generoso. Nosotros creemos en el
advenimiento de la paz y de la justicia para todos por el camino del amor y
del sacrificio. ¡Y cuando eso suceda, lo que no está tan lejano, usted
también se contará en el número de los supremos vencedores. ¡Y tendrá la
corona de la vida!"

El camino ensombrecido por las calles de la "ciudad eterna" se hizo corto.


Algunos desprevenidos peatones se llamaron a sorpresa al ver al piquete y
a los dos civiles. Las últimas aves remolonas se fueron a cobijar en las
almenas del Templo. Un borrico pequeño, panzón, de paso juguetón, en el
que cabalga un chico rengo, hizo un saludo formal con su rabo a la
comitiva.

Sobre el puente del Tiropeon, tomando caminos divergentes, se separaron


Simón y el viejo tío Cleofás de sus acompañantes, el Centurión Julio y sus
soldados, no sin antes desearse "paz" y "prosperidad". Éstos tomaron el
camino que sube a la Torre Antonia, en tanto que aquéllos descendieron
para tomar el camino a la propia villa. La tristeza impuso su manto de
silencio a los dos caminantes a Emmaús. Atrás quedaba Jerusalén. Atrás
que-daba un hecho, el hecho de la Cruz, inconmovible. Y adelante,
también, tenía Simón el hecho de la Cruz. Y en el fondo del alma ese
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hecho de la Cruz se erguía con firmeza de perpetuidad. Los caminantes se


alejaban. ¡ y Jerusalén ya vivía su fiesta de la Pascua! ¡ Y en toda la tierra
estaba el Cordero!

VIII

—"¡ Ya lo sé! ¡ Ya conozco el misterio!" —podría decir una humanidad


recién nacida a una nueva esperanza. ¡Y todo el orbe repetiría el eco
iluminado de resplandores de eternidad! "¡ Sea la luz! ¡Y fue la luz!" Otra
vez, después del caos y de las tinieblas, fue la luz. La luz que era un
carrousel de oro que avanzaba prendiendo lumbres en todas las sombras.
Su cuadriga flamígera creaba una cata-rata de luz donde asentaban sus
cascos restallantes. Las sombras quedaron atrás, lejos, en los abismos.
Pero sobre la faz de la tierra todo estaba resplandeciente de luz. La luz
esplendente de un nuevo día. Un nuevo día en esta tierra acostumbrada a
las sombras y a las tinieblas. Nuevo día, hecho totalmente de nuevo, para
que nada viejo prevaleciera.

El aire tenía cascabeles claros que sonaban a gloria. La bóveda celeste era
una campana gigantesca que repicaba un son de eternidad cercano y
brillante. Las frondas tocadas de incontables verdores se ahuecaban
buscando un son que respondiera a tanta lucidez. Las aves ele los cielos
tenían trinos de cencerro para acompañar la música de tanto destello. Las
flores en los muros y jardines se hacían campanillas de polícromos
matices que resonaban arpegios de angelical expresión. Y hasta un corro
de la hueste celestial, con sus áureas arpas y sonoros clarines ponían un
canto de rebato sobre la tierra estremecida. ¡Era la luz! ¡La luz del mundo!
¡La luz viva de la gloria eterna que expandía sus esplendores rutilantes!
"¡Sea la luz! ¡Y fue la luz!". . . ¡ para siempre!

Esa mañana todas las personas tenían una extraña transparencia.


Reflejaban en sus rostros expresivos; en sus manos tibias de caricias; en
sus pasos seguros y alados; en sus frentes amplias y serenas ; en sus
cabellos rubios u oscuros, pero sedosos, jugueteando a la suave brisa y,
sobre todo, en un mirar pacífico, soñador, trasuntaban una rara
luminosidad ultrahumana, que se admiraba, sin atreverse a imaginar su
procedencia. Un asombro general corrió su marcha imprevista. Muchas
veces se volvía la cabeza para descubrir el sortilegio ...¡y sin embargo, eran
los amigos de ayer, no más! ¡Seguían siendo los mismos: humildes,
buenos, francos; pescadores, mercaderes, publicanos! ¡ Sin embargo... !

El Mar de Galilea esa mañana lucía la túnica real de sus días festivos. Su
espejo pulido repetía la canción verdosa de los árboles, la sombra tenue de
un ave fugitiva, los fulgores de un sol límpido, tibio que arrojaba a las
ondas suaves, puñados de plata bruñida. Una barca de pescador se mecía
con ansias de puerto. Su vientre satis-fecho, después de larga y fructífera
63

jornada de pesca, buscaba su poltrona de arenas limpias. El carbónico del


agua copiaba fielmente su silueta delicada, su velamen recogido y al fuerte
pescador tostado de yodo y vientos marinos.

Capernaum, al N.O. del lago, recostada contra los cerros del N., se miraba
en el espejo transparente de las aguas azules siempre. La limpidez del lago
se extendía hasta la aldea que buscaba constantemente el beso de la
playa. Huellas hondas y permanentes dibujó la gracia en sus arenas. ¡ Y la
luna encandilada, más de una vez, encontró lumbre en el piélago! La
sinagoga, el fuerte de la legión y la aduana receptora de impuestos
signaban su importancia; la ruta comercial a través del lago y por la Vía
Máris de Damasco a Telemaida le otorgaban pujanza, y un puñado de
casas blancas, pequeñas, recamadas de flores, en sus muros, patios y
jardines, le brindaban un aspecto confortador, pacífico y alegre.

María de Magdala, con ágiles pasos, con rostro radiante y con el cabello
encendido entre la mantilla, conduciendo un cántaro de agua desde la
fuente pública, se introdujo en la casa, conocida por la de Cefas, el
pescador, donde se refugiaron sus anhelos y acunan esperanzas los
discípulos y amigos del Rabino Crucificado. Un corro de mujeres, todas
radiantes, se unieron en el relato maravilloso; el que parecía un sueño
encantado, todavía; el que prendía en los labios y en los ojos de una
admiración rutilante.

A poco, con perfume de mar en las ropas y profundidad de abismos en las


miradas, fueron llegando los pescadores, que habían dejado en el mercado
los afanes de una noche óptima. Traían fatigas y, a la vez, sonrisas; brazos
doloridos de remo y abrazos; ojos cargados de sueño y ternuras; bocas
impregnadas de sales y rebosantes de palabras inspiradas... Cefas,
Jacobo, Andrés, Juan, Tomás y muchos más se agregaron a la ronda
magnífica.

—"¡ Fue corno un contraste notable, de luz y de sombra, su palabra


esclarecida y la bruma de mi pasado pecaminoso, cuando se me acercó y
me habló esa mañana en el Jardín de José de Arimatea..." —dijo
emocionada María Magdalena como continuando un diálogo que había
interrumpido la costumbre.

—"Siempre, desde muy niño, ayudó más al que más lo necesitaba" —


asintió la madre.

—"Pero sobrepasa todo lo humano y sólo el Mesías, que Él era, podía


restañar la herida de mi incalificable negación y asignarme una tarea en
su misión que recién comienza. Prueba real, esto, de su soberanía" —
amplió Cefas.

—"Y cuando le vimos —acotó Juan, el discípulo amado—, en la playa


64

asándonos un pescado y partiendo el pan bendecido que nos fue dando, ¡


cómo nos recordó la multiplicación de los panes y de los peces! ¡Y estaba
con nosotros! ¡ Y nos alentó! ¡ Y compartió su pan! ¡ Y juntos comimos!
¡Estaba vivo, y era Él, no era un fantasma! ¡ Había resucitado! ¡ Estaba
vivo! ¡ Y su mano con la roja herida traspasada se levantó como bandera
blanca, impartiendo su "Paz", que sólo Él podía dar! ¡ Y es su Paz la que
sobrecoge nuestros corazones y nos une para participar de su maravilla
vertical; su Resurrección !"

Unos golpes en la puerta puso una exclamación y no poco temor en la


boca de muchos; —"¡ Llaman !"

—"Iré a ver quién es" —anunció Cefas con resolución y se encaminó a la


entrada de la casa. Alegremente se abrazó con Simón de Cirene, quien
llegó hasta allí acompañado de un soldado. Cumplido su menester Léste
saludó y fuese; en tanto Cefas y Simón de Cirene se unieron al grupo, que
recibió al llegado con muestras de simpatía y afecto. Habían compartido
horas cruciales; podían participar de las horas de victoria; habían
atravesado la noche para arribar al nuevo día. La conversación continuó
con su nota de gozo iluminado. Todos tenían un recuerdo feliz. Todos
tenían una palabra cobijada en sus corazones. Todos tenían un hecho
maravilloso. Todos tenían una sonrisa abierta en flor. Todos palpitaban
con una presencia bendita. Todos tenían alguna prenda particular y
muchas en común, de las que le legara el "Vivienta Eterno".

—"Y usted, Simón —dijo la madre de Jesús, el Crucificado-- estuvo


presente en las palabras y en el corazón de mi hijo en todas sus
apariciones. No conoció a usted ni su nombre en vida. Sólo le vio cargar
con la Cruz y desde entonces tiene usted en el corazón viviente y eterno de
nuestro querido Resucitado, un lugar de privilegio. No fue poca su ayuda
en aquel trance" —aquí se anudó en la garganta maternal un sollozo que
impidió una emisión de voz natural, pero sobreponiéndose continuó— : "Y
nos aseguró que no perderá usted su recompensa".

—"Como no puede perderla nadie que obre en su nombre, aun lo que crea
de más insignificante, en bien de su prójimo que lo necesita o lo requiera"
—anotó alguien del grupo, cuya presencia quedó inadvertida, aunque
todos reconocieron su pausada voz.

—"A nosotros también —con una voz titubeante comenzó a narrar Simón
de Cirene, por lo que todos prestaron cuidadosa y expectada atención; y lo
que así comenzara, fue ganando en confianza, certeza y precisión, de tal
manera que las palabras tenían acentos vibrantes, sonoros, metálicos, en
los que se suspendían, como gotas de rocío en el pétalo de una rosa, las
notas de admiración; y continuó—: es decir, a mi buen tío Cleofas y a mí,
el Resucitado Eterno también nos manifestó su gloria. Caminábamos
tristes por causa de los acontecimientos de los cuales habíamos sido
65

testigos, descendiendo de Jerusalén a Emmaús, cuando se puso en medio


nuestro una presencia, que no pudimos reconocer de inmediato por
nuestros problemas recientes. Nos habló y tampoco descubrimos la voz. ¡Y
hasta nos fastidió un tanto su insistencia en preocuparnos más de lo que
estábamos! Luego mostrando un conocimiento superior de la "Ley y los
Profetas", nos aclaró lo que allí se decía respecto del Mesías y sus
padecimientos para bien de todos los seres humanos. Nos sorprendió
tanto conocimiento pero no pusimos mayor cuidado. Llegamos a casa de
tío Cleofas en Emmaús y Él pretendió seguir su camino; le detuvimos para
que pasara la noche con nosotros y participara de nuestra frugal cena.
Estuvo con nosotros y al bendecir los alimentos nos dimos cuenta que era
el Crucificado, como si recién se nos hubieran abierto los ojos; vimos sus
manos horadadas y en su frente las heridas de las espinas de la corona...
y cuando quisimos retenerle para gozarnos de su gloria, se alejó
súbitamente, dejándonos en el alma una paz traspasada de dulzura que
se ha clavado honda aquí adentro... para siempre. ¡ Ahora ya lo sé todo! ¡
Ahora ya conozco el misterio! ¡ El Rabino de Nazaret, el Crucificado, es el
Hijo de Dios! ¡Y su muerte en esa Cruz que yo mismo conduje hasta el
Monte Calvario fue cambiada de vileza y escarnio en bondad y aprecio; de
maldición en bendición; de deshonor en honra ; de muerte en victoria. Esa
Cruz que no se puede contemplar sin convertirse "en un escéptico o en un
santo" me ilumino misterio. Solamente el Mesías podía realizar ese
milagro, el mayor de todos. Hacer del hecho de la Cruz una victoria
definitiva y gloriosa. ¡ Ahora ya lo sé todo! ¡ Ya conozco el misterio! En el
fondo de mi alma se ha hecho la luz. Un nuevo día ha amanecido para mi
conciencia. Y cada latido de mi corazón repica, con jubilosa resonancia,
como si fuera un carrillón celestial: ¡ ya lo sé! ¡ Ya conozco el misterio! Y el
día nuevo con sus luces, con sus cantos, con sus flores me gritan
incansables: ¡ ya lo sé! ¡ ya conozco el misterio! Y cuando marcho por las
calles, recorro sendas, atravieso sembrados, vadeo arroyos, me interno en
los mares, se incorpora un coro multitudinario de voces que me cantan
con acento angelical: ¡ya lo sé! ¡ya conozco el misterio! y los rostros, las
manos, los cabellos, la frente, los ojos de todos mis hermanos los hombres
y las mujeres, los niños y los ancianos, los ricos y los pobres, todos mis
hermanos me dicen: ¡ ya lo sé! ¡ ya conozco el misterio!, o me inspiran ese:
¡ ya lo sé! ¡ ya conozco el misterio!, o me lo callan y es lo mismo, escucho
siempre: ¡ ya lo sé! ¡ ya conozco el misterio! y cuando recuesto mi frente
afiebrada de inquietudes sobre la almohada; y cuando se apaga la luz en
la lámpara; y cuando las sobras de la noche se cierran sobre mí y el
cansancio presiona los párpados con el sueño, siguen resonando arpegios
de gloria en el templo de mi corazón, que modulan: ¡ ya lo sé! ¡ ya conozco
el misterio! El Mesías murió en la Cruz por mí. Los beneficios del hecho de
la Cruz no son para unos pocos sino para todos. Entre los que me cuento
yo mismo, este pobre campesino de Cirene. Los beneficios de la Cruz no
quisiera perderlos por ninguna fortuna del mundo. Los beneficios de la
Cruz son amor, paz, benignidad, mansedumbre, justicia, redención,
eternidad... No se puede dejar de sentir la gracia de la Cruz. La Cruz es la
66

expresión mayúscula del amor manifiesto de Dios para el ser humano


perdido. ¡ Y es cierto, y yo lo sé, y ya no hay más misterio, sino la
Presencia Eterna del Resucitado Glorioso, con nosotros para siempre! ¡
Amén !"

Nadie interrumpió el largo monólogo, que estaba apretado de verdades


candentes, que todos compartían. Un asentimiento general los unía
estrechamente. Un vínculo invisible y perfecto los sustentaba. Se
fortificaban mutuamente. ¡ Y para salir de allí a conquistar el mundo con
la Presencia Eterna sólo mediaba un paso! ¡ Y la inquietud estaba
cuajando en una resolución!.

—"Ahora esto hay que ir a contarlo a todo el mundo, en las calles, en las
plazas, en los mercados, gritarlo desde los tejados para que nadie deje de
oír la noticia más buena que se pudo escuchar sobre la faz del mundo,
esto es : que no hay distancia entre Dios y el hombre; que nos ha
reconciliado con Él mediante Jesucristo nuestro Señor y Salvador, que
está con nosotros para siempre" —afirmó Cefas.

—"Hemos sido comisionados para ello" —dijo otro.

___"Yo iré con vosotros hasta el fin" —anunció decidido Simón de Cirene--.
"Yo, también, he sido escogido por el Mesías para una tarea, en su plan
incambiable de salvación del mundo, al conducir los maderos de la Cruz; y
más que esto, ahora que miro hacia atrás a toda mi vida me doy cuenta
que, a través de las estancias recorridas, se deja ver esa elección. Su mano
me sacó de Cirene sin que yo tuviera una razón para ello, su mano me
guió hasta estos lares de nuestros mayores, su mano de potencia invisible
me atrajo a la "vía crucis" y su mano permitió que yo llevara su Cruz y que
ésta no quedara enhiesta solamente en el Monte Calvario sino también en
el hondón de mi alma. Y ha poco su revelación gloriosa con su cuerpo de
eternidad no es sino otro signo de esa elección. Y si me permitís,
hermanos amados, yo iré con vosotros hasta el fin del mundo. No sé en
qué forma podré seros útil, pero mis fuerzas, mi alma y mis puños están a
vuestra disposición. Servíos de mí en cuanto queráis".

—"El Camino de Jesús es camino de Paz ; su espíritu es de mansedumbre;


su victoria ya está columbrada en la Cruz y en la fe de sus seguidores. ¡ Id
a anunciarlo! Decidlo a todos, no olvidéis a ninguno. Ahora, mi Jesús, es
herencia de todos, sin distinciones. ¡ Id en paz y que Él os acompañe!" —
había expresado con persuación y cariño maternal María, la madre de
Jesús.

¡ Y salieron gigantes todos a anunciar una buena noticia de salvación!

IX
67

Atardecía. Plácidamente el sol se iba recostando detrás de las colinas


orientales sobre las que apoyaba su mano clara y lánguida. Los cerros
sonreían secamente, un instante, con una luz prestada para,
paulatinamente, quedarse sin la prenda que la noche venía a reclamar. La
arboleda junto a la playa recogía en su fronda de verdor atenuado por una
oscuridad creciente, los murmullos de las aves que se contaban sus
ligeras andanzas. La playa del Mar de Galilea, todavía clara con los
brillantes que durante el día el sol le arrojara para enjoyarla, se ampliaba
con una bajamar constante, anunciadora de una luna llena recién nacida.
Las sombras se alargaban ... se alargaban.., se alargaban hasta dar la
sensación de una larga línea trazada en la arena que se tendía a
descansar. Envueltos por este atardecer sereno, con su suave luz-sombra,
paseaban lúcidos, tranquilos, acompansados, María de Magdala y Simón
de Cirene. Sus pasos pequeños y apretados trazaban una senda en la
arena tibia. Las ondas del mar, reflejando la púrpura de un sol incendiado
que se apagaba, venían a murmurar a aquellas marcas sus afanes de
distancias aquietados. El rumor de las aguas era una nota sonrosada en
la melodía de un día feliz que se despedía. María y Simón caminaban
silentes. Les sobraban las palabras. No las necesitaban. Podían arrojarlas
al mar, a todas ellas, como a cosas en desuso. El guiño picaresco de la
primera estrella fue capturado por los corazones tiernos donde le pusieron
grillos y quedó prisionero. Una mano de sombra borró del cielo el último
rayo de luz ... y se vino la noche trayendo, atada con piolín, a una luna
infantil con la cara redonda y limpia por recién lavada. Acompañaban los
pasos de la pareja la atención sencilla de sus amigos. Una barca de
pescadores los esperaba lista para pasar, antes de terminada la "hora
prima", a la ribera opuesta del lago. Los comentarios de los últimos
acontecimientos fueron animados. La beatitud era un pasajero más en el
navío. A todos los inundó de su esencia.¡ Y todos la mostraban!

Cada vez que se reunían los amigos de Jesús la conversación no podía


girar en torno a nada que le fuera ajeno. Nada más natural, pues, que,
mientras el barco surcaba las aguas, recordar aquel episodio que sucedió
allí mismo no hacía mucho tiempo, cuando una tormenta se desencadenó
intempestivamente, y en el barco Jesús dormía apoyada sus sienes sobre
unos cabezales, en tanto todos los discípulos aterrados fueron a pedirle su
auxilio.

—"¡ Nunca hubiera creído que mi fe fuera tan frágil!" —reflexionó Cefas.

—"Es que la tempestad se desencadenó violenta ; la barca hacía aguas; el


viento huracanado barría la cubierta ; los relámpagos causaban pavor ; el
abismo abría sus fauces enormes intentando tragarnos..." —se justificó
Jacobo.
—"Pero no fueron peores otras tormentas que nos tomaron mientras,
noche tras noche, nos empeñábamos en nuestras pescas" —acusó Juan,
con tanta delicadeza que no pudo ofender a nadie.
68

—"Y, sin embargo, estaba Jesús con ustedes ; no podía pasarles nada. Él
nunca hubiera permitido un desastre. De Él dependía el llegar a destino y
nada, ni aún las fuerzas descontroladas de la naturaleza, podrían
provocarlo. No debieron temer. Con Jesús siempre se está seguro. Se
arriba a destino ; Él permite que así sea y media para ello" —aseguró la
madre. ¡ Todos asintieron! Sus palabras eran caricias en sus almas
nuevas. Todos lo comprendieron.

—"Y cuando Jesús despertado por vuestra desesperación puso calma en la


tempestad y paz en los ánimos, ¿qué pensasteis?, ¿qué dijisteis?, ¿os
volvió la fe perdida?" —inquirió María Magdalena para permitir a sus
agobiados compañeros volcaran sus más profundos sentimientos.

—"Quedamos maravillados, primero —se apresuró a contestar Cefas—,


luego, serenado nuestro ánimo, más dócil que el mar, reconocimos el
poder del Señor y quisimos caer a sus pies para adorarle, pero Él, como en
tantas otras oportunidades, no nos lo permitió".

—"Reconocimos que nuestro Señor poseía una potencia superior a todo lo


humanamente conocido. ¡ Que aún la naturaleza se doblegaba a sus
sublimes intenciones! Lo hemos reconocido pero no sé si lo hemos
aprehendido" —se desahogó Juan.

—"Es la fuerza superior que se manifestó en la Cruz —intervino Simón de


Cirene— y que ha venido a ser el centro de gravitación para la vida con
aspiración celestial. Es la fuerza que ha rendido más corazones; que ha
doblado más rodillas, que es lo mismo que decir : orgullos, vanidades
pretensiones humanas; que ha impuesto más verdades ; que ha afianzado
más justicia ; que ha defendido mejores causas; que ha establecido un
vínculo universal, que colma los más grandes anhelos de fraternidad
social; que ha acercado el aceite de la misericordia a las heridas
desgarrantes de la humanidad ; que ha establecido los inalienables
derechos ; que ha estimulado el progreso y el bienestar ..."

—"Esa fuerza, como vosotros la llamáis, es el amor que puede esperar


milagros donde se yerguen, como espinos, las espadas de la maldad. Es el
amor que opera siempre un milagro de renovación en quien se entrega
totalmente" —afirmó, con énfasis, María de Magdala. Y sus cabellos rojos,
encendidos como ascuas, jugaban con la brisa salobre. La barca buscaba
su puerto. Unas sombras ágiles se treparon a los cerros. Huyeron
espantadas unas nubes negras que mancharon el cielo y su espejo de
aguas del lago. Una ventolina fría y rugiente se precipitó de las colinas de
areniscas abajo y golpeó de flanco a la barca; las aguas se encresparon;
las furias se desataron y el pequeño navío era un estremecido juguete en
manos de la ruda tempestad exterior. Pero ninguno de los pasajeros perdió
la calma interior. Había una Presencia incorpórea que los animaba e
69

infundía su paz, serenidad y aún gozo, en medio del torbellino. Poco duró
la ventisca. Enseguida se restableció la calma en las aguas del lago. Las
que llegaron a la playa con un sudor de cansancio hecho espuma. Frente
al barco detenido y anclado se levantaba la aldea de Gadara. El rumbo del
viaje había sido S.E. La cumbre plana de la colina caliza, en la que la
aldea se asentaba, brillaba a la luz de la luna. Al llegar los arribados de
Galilea a la puerta del fuerte, un soldado preguntó en griego, "quiénes
eran y qué querían".

Contestó Simón de Cirene que "venían a participar de unas ceremonias


religiosas a realizarse en la casa de un amigo, a quien apodaban "Legión",
por causa de una enfermedad que le acosó durante mucho tiempo y de la
cual fue sanado por Jesús".

El soldado romano se disgustó mucho al oír el nombre de Jesús, cosa que


no trató de disimular, cuando preguntó con desprecio : —"¿Vosotros sois
discípulos de ese judío crucificado por orden de Poncio Pilato?"

—"Sí que lo somos —contestó Simón de Cirene—. Y venimos a Gadara,


precisamente en su bendito Nombre, a bautizar a toda la familia de ese tal
"Legión" y a algunos vecinos. También anunciaremos a todo el pueblo una
buena noticia. Os lo notificamos a fin de que vos, o la autoridad
correspondiente, toméis los recaudos pertinentes".

—"Está bien".

El soldado se vio precisado a orientar a los extraños en las calles de


Gadara e indicarles la casa de "Legión". Hacia allí se dirigieron Simón de
Cirene y sus amigos.

Las ceremonias celebradas en casa de "Legión" fueron muy solemnes y


emocionantes. El recuerdo de Jesús y de su muerte en la Cruz puso una
nota doliente en medio del gozo de los festejos. Se habló en griego y en
arameo. Cefas usó el arameo que manejaba con elocuencia ; Felipe y
Simón de Cirene el griego que conocían en Decápolis. Para agasajar a sus
eminentes (así lo reconocía) huéspedes, "Legión" había previsto una fiesta,
que alcanzó contornos muy lucidos. Estando ésta en su apogeo, María de
Magda-la y Simón de Cirene salieron a caminar por las angostas calles de
Gadara, aromadas de tramas, que vestían de esponsales a los añosos
olivos, anunciando una abundante cosecha de aceitunas, en tanto que el
acanto disponía de perenne solemnidad como contraste. Tropezaron en su
pausado andar con los soldados del fuerte que cumplían la ronda.
Extrañaba ver personas por la calle, apenas comenzada la noche, tal vez
por ello es que el soldado les interceptó brusca y groseramente el paso.
Temerariamente in-quietaron a Simón de Cirene. María Magdalena
interpuso su delicadeza y el incidente no pasó a mayores, donde el soldado
no habría llevado la mejor parte. Obviado el obstáculo, siguieron los
70

jóvenes su marcha descendiente, sin inconvenientes en la puerta del


fuerte, a la playa del lago argentado por una luna dictadora en medio de la
noche. Se sentaron en la arena seca y tibia. Sus miradas se estiraron
sobre la superficie de plata bañándose en las aguas. El incidente
traspuesto anticipó las palabras.

—"Fue realmente molesto el incidente con el soldado, pero no pensé, ni


por un momento, que usted pudiera dejarse llevar por un impulso general
de defensa hacia sus derechos, utilizando para ello su fortaleza física".

—"No. Ni por un instante siquiera me asaltó tal impulso. Sé que puedo


tomar a ese soldado y a varios como él juntos, con sus armaduras y todo,
y hacer de ellos un montón de escombros y arrojarlos al mar. Pero ya no
puedo hacerlo. Ni me tiento siquiera. ¡ Hay algo que ha cambiado en el
fondo de mi corazón al contacto con la Cruz de Jesús de Nazaret, y me
alegro de ello! Debo cuidarme de no engañarme a mí mismo y desconfiar
bastante de mi seguridad. ¡Tener la absoluta posesión de ese espíritu
manso de Jesús es tremendamente difícil!"

—"Mas una vez obtenido es el que resultados más hermosos puede


proporcionar. Es ese amor el que triunfa siempre. Todas las demás
conquistas por la fuerza son efímeras y maldisponen a los oprimidos. Esto
es embrión de un nuevo conflicto, del que no se puede esperar sino
oprobio y vergüenza".

—"Nunca mis victorias fáciles de fortaleza física me dejaron este sabor


dulce de bienes en la boca, y este gozo, y esta paz, que son como caricias
celestes en mi interior. Todos queremos conquistar algo hasta que nos
damos cuenta que lo que más vale sólo se acepta".

—"¡Cierto!: no conquistamos la mansedumbre, ella nos conquista y la


aceptamos ; no conquistamos el amor, el amor nos conquista y lo
aceptamos... Esto es lo que Jesús enseñó y reveló. No es que nosotros le
buscamos a Él, sino que Él viene en nuestra búsqueda, y nos halla, y
nosotros solamente lo aceptamos".

—"¡ María ... !"

—"Se hace tarde... Volvamos".

—"Sí. Volvamos".

Quedó flotando en el aire una caricia que se deshizo en un suspiro muy


hondo e inexpresivo. Una brisa y un perfume se encontraron. El calor y la
lumbre se fundieron. No hubo necesidad de otras palabras. Se volvieron.
Uno junto al otro. Muy juntos. La luna de vergüenza se tapó la cara con la
rama de un árbol.
71

Atravesaron la guardia del fuerte y, sin detenerse, ascendieron el camino


del regreso. La prisa que llevaba el paso se contagió a las voces
borbotantes que siguieron.

—"Nunca agradeceré bastante al Señor el haberme liberado de mis


pasiones desenfrenadas; de esos demonios infernales que nos acosan
cuando la miseria y la vanidad nos han apresado entre sus garras
carniceras ; y el haberme permitido acercarme a su compañía de testigos.
Quisiera ser como la sombra de ellos. Estar con ellos siempre. Pero,
entonces, me pregunto: ¿ con qué derecho lo pretendo?, ¿por qué he de
estar yo y no otra más virtuosa? ¡ Y no me contesto! Pero un rocío suave
se posa sobre mi corazón sangrante y me vuelve la tranquilidad..."

—"Ninguno tiene méritos para ser elegido. Si la elección dependiera de


virtudes nadie la alcanzaría. La elección es por gracia. Es maná que
recibimos. Y que implica obligaciones. Todos nosotros hemos sido elegidos
así, sin que medie virtud alguna. Es lo que le da valor. Valor eterno".

—"Y la santa madre de Jesús, ¿qué me dice usted, Simón, de ella ?"

—"Lo mismo".

—"Sin embargo... El pasado es como una barrera ..."

—"Todos son hechos nuevas criaturas en la Cruz, de donde se tiene que el


pasado no existe. El elegido no tiene pasado, sólo tiene porvenir".

—"Pero la sociedad sólo acuerda derechos a los hombres; las mujeres


somos cosas, apenas si cosas de los hombres ; enseguida el hombre, haga
lo que hiciere, obtiene carta de divorcio y la mujer debe aguantarse sus
desmanes y es la víctima; en casos como el mío, que sirvió, después de
todo, para conocer al Maestro y recibir perdón..."

—"La sociedad no es un espejo muy limpio en el que debamos mirarnos


permanentemente. Ahora hay en nuestra conciencia una nueva norma a
la cual ajustamos nuestros actos y planes. ¡ Y, más aún, si su marido ha
obtenido carta de divorcio, no tiene usted, María, que atarse a una cadena
que a él lo ha libertado !"

—"Tal vez".

Habían llegado a la casa. La fiesta continuaba. María y Simón participaron


de ella. Aunque el festín de sus corazones hacía palidecer todo lo que a su
lado sucedía. Se hablan prendido bengalas en sus espíritus. Se cantaban
armonías en sus corazones. ¡Y todos los sentimientos respiraban un aire
puro de felicidad!
72

Los alojamientos preparados eran todos confortables ; no obstante, Simón,


sin quitarse la ropa, tendido sobre el lecho, contemplaba por la ventana
abierta la más pequeñita y lejana de las estrellas. No podía ni quería
conciliar el sueño. Y se imaginó encontrarse nuevamente en Cirene, su lar
tan querido, lanzarse a campo traviesa hasta alcanzar el límpido arroyo,
donde tantas veces se había zambullido sin más intenciones que
refrescarse; y ahora lo haría para ir al mismo lecho del arroyo, iluminado
totalmente por la luna, a arrancarle la mejor de las perlas. Una perla
fantásticamente bella por la que los reyes darían hasta la mitad de su
reino. Bucearía hondo hasta agotar la última libra de aire de sus
pulmones. Y si no la hubiera hallado en el primer intento, tomaría aliento
y volvería a lo profundo hasta hallarla. Y una vez asida no la soltaría. Se
vestiría de prisa. Expondría la perla a la comparación con la luna, que
envidiosa de su esplendor se ocultaría detrás de una nube. Llevaría la
perla firmemente asegurada contra su mano. Correría al bosque a
arrancar la más preciosa flor que se tuviera noticia y volvería a exponerlas
jun-tas para compararlas, hasta ver que la flor se marchitara por notar
una belleza superior. Y una calandria suspendería su canto ante el fulgor
de la perla incomparable. Y en la fuente se secaría la surgencia por una
comparación desfavorable. Y la llevaría en triunfo por todo el mundo,
mostrando con satisfacción el más preciado de todos los trofeos. Y todos
estarían a sus pies adorando aquella su perla de la soñada felicidad.

Sin saber cómo, advirtió Simón sobre su rostro la perla de una lágrima. La
recogió en su mano. La miró detenidamente. Un vago perfume entrado de
rondón por la abierta ventana le susurró muy quedo las dos palabras de
esperanza: "Tal vez", y fueron para su corazón como una canción. Como la
canción de una nueva esperanza.

En el horizonte se enlazaban el azul pastoso del mar y el azul claro de un


cielo de "marshram" (octubre-noviembre). El verano cargado con sus
frutos se había retirado a gozar de sus ganancias. Un otoño pequeñito,
como permanencia de una rosa, tendía una alfombra de esmeralda sobre
la breve llanura de Magdala. La atmósfera es tersa y limpia como un
espejo. Del baúl del tiempo las montañas sacaron a relucir sus
espléndidos ropajes tintos en púrpura y rosa. La temperatura durante el
día tenía la suavidad del plumaje de una tórtola y es agradable como el
cuento de la abuela en las noches largas junto al hogar encendido. El
frescor de la noche, apenas iluminada por una luna tímida que escondía
tras la sombra fugitiva de una nube la mayor parte de su faz, hacía que se
recogieran temprano, no sólo las aves sino aún las propias personas. La
tierra resquebrajada y seca de un verano agobiante mostraba la blandura
de una tierra recién bailada por las lluvias tempranas. Tenían perlas
73

prendidas las ramas de los árboles y las flores curiosas que asomaban su
belleza por sobre los cercos. Un brillo de limpio iluminaba las calles.

De un edificio público, que hacía las veces de "Tribunal", salieron Simón


de Cirene y un escriba ; éste era el "abogado" que entendía en los casos de
ventas, esponsales o repudiaciones. Su vestimenta larga y oscura y llena
de las filacterias tradicionales, a las que adicionó algunas más, le daban el
aspecto de una persona muy importante. La conversación que mantenían
había sido, innegablemente, iniciada en el interior del "palacio de justicia".

—"Esa persona hace mucho tiempo que desapareció de Magdala. Nadie


conoce su paradero. Desde que obtuvo su carta de divorcio, parece que
hubo cobrado alas y volado. Su vida de transhumante permanente, sus
vicios invertebrados y su descuido de todo, no hacen difícil presumir que
se haya embarcado en un navío comercial rumbo al Oriente legendario o
se alistara en el ejército romano que está luchando en las Galias. De este
hombre, llamémosle así, no se tiene ningún informe. Hace mucho tiempo
que ha des-aparecido. La sociedad puede considerarlo como perdido" —
había dicho el escriba.

—"Me devolvéis, excelente escriba, la tranquilidad que había turbado mi


ánimo. Es una buena noticia que me sale al paso hoy y que debo
compartir inmediatamente".

—"Pero no olvidéis, distinguido Simón, que la mujer no queda por ese


documento de divorcio libre de la tutela de su ex marido. La mujer sigue
siendo objeto del hombre. Es una posesión suya".

—"Nuestras leyes no pueden permitir semejante injusticia" —insistió


Simón con calor—. "¡ Si hay libertad para uno no se la puede privar al
otro! La mujer debe dejar de ser instrumento del capricho del hombre,
para ser la persona con todos los atributos que la distinguen. La mujer es
una existencia; es un alma; es una vida que no se puede enajenar sin
barrer con la civilización".

—"Tiempo al tiempo, ¡Ya llegará el día de la justicia para todos! Pero hoy
vivimos en una sociedad con sus prejuicios y sus normas que no podemos
variar a menos que nos coloquemos a espaldas suyas".

—"He aprendido demasiadas cosas como para someterme con tanta


facilidad" —concluyó terminantemente Simón. Fue seco, tajante y severo.
La determinación se dibujó en su rostro ingenuo; la mano se cayó al
costado del cuerpo con aplomo; su paso se adelantó en busca de un
destino. El escriba se alejó mostrando una ancha espalda oscura en una
toga que alcanzaba la calle. La calle le siguió los pasos de cerca.
Un grupo de soldados que salían de una posada riendo escandalosamente,
escupiendo en cada risa el hedor del vino fermentado que les había
74

embotado el raciocinio, nublado la visión, agrandado el desparpajo y


empequeñecido la nobleza, al ver a Simón dirigirse hacia la casa de María
de Magdala comenzaron a proferirle puyas sangrantes e insultos groseros
y soeces. Y sus risas torpes, que escapaban de sus bocas distorsionadas
escasas de dientes, soplaban unas barbas sucias de mosto y de vómitos y
se interpusieron en el camino del gigantesco Simón.

—"¡ Miren, muchachos, al desposado con María...!, ¡ja... ja... ja!" —escupió
sus palabras uno. Otro en el mismo tono sangriento agregó:

—"¡ El prometido de la mujer de todos!"

—"Mañana dirá que se casó con una virgen... ¡ja... ja... ja!" —vomitó sus
palabras un tercero. ¡Y las estupideces y las risas se sucedían
concupiscentes! Los soldados avanzaron al encuentro de Simón. Muchas
veces vieron cómo la gente se abría para darles lugar de paso! Pero hete
aquí que ahora Simón se plantó delante de ellos. Su gesto era firme,
resuelto; su mano apretada en un puño contundente; los dientes
mordiendo su seguridad; el pecho palpitante; y la mirada desafiante.. , Era
una espada de acero toledano que se había clavado en el suelo y se
hamacaba de pura flexibilidad. Tal fue su apostura que el impertinente
grupo de la soldadesca cortó de golpe sus risas, su grita y sus insultos.
Las manos temblorosas buscaron en vano las, empuñaduras de sus armas
y quedaron inermes frente al titán. Sólo esperaban el castigo inminente.
Simón hubiera podido juntar todos esos cráneos huecos e insensibles y
golpearlos unos contra otros sin siquiera obtener nada digno de ellos. Pero
Simón había visto florecer en sus manos la mansedumbre, en su pecho la
misericordia y en su alma la serenidad. Por ello recibió aquellas graves
ofensas con sonrisas y brotaron en sus labios las palabras de la
compasión;

—"No tengáis miedo, no os haré daño! Vuestras ofensas sólo me


entristecen porque me muestran vuestras vidas inútiles y el hondo abismo
de inmoralidad en que os debatís. Pluguiese a los dioses vuestros y a
nuestro Señor Jesucristo que un rayo de luz penetre en vuestras almas
para que conozcáis lo mejor que de la vida ignoráis. Todos pueden hallar
redención con tal que con sinceridad la busquen. Vosotros también podéis
aspirar a algo mejor que esa inútil y sangrienta profesión que detentáis.
Todos pueden cambiar. Todos pueden ser mejores de lo que son con la
condición de no empecinarse en el error. Sí ; todos pueden cambiar como
"mi" María Magdalena. Esa María de aquí, de este Magdala, esa María
Magdalena que todos conocíais, que era un poco de todos vosotros y de
todos vuestros vicios, ella ha podido cambiar. Es otra mujer. Es una
nueva mujer. ¡ Y debéis dejarla vivir su nueva vida! Esa mujer que ayer
fuera de todos hoy es sólo mía y la puede ofender la mínima mirada
sensual vuestra. Tiene ahora la sensibilidad moral de la pureza que se
puede mancillar con sólo el aliento impuro que se le acerque. Esa mujer
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de todos hasta ayer, hoy es sólo mía... mía toda ella, alma, corazón y
cuerpo, por derecho de amor. ¡ Y su pureza nueva y mi amor son los
bastiones inexpugnables de una dicha que ya empezamos a gozar! ¿ Lo oís
bien?, esa María de Magdala que era de todos, ahora es mía... mía... mía
solamente. ¡ Ahora marchaos y dejadnos en paz !"

Apenas habían marchado unos pasos los soldados volvieron a mofarse y a


reírse de la ingenuidad del gigantesco judío de Cirene. Todavía pudo oírle,
en medio de las burlas, el aforismo popular de: "Los abismos siempre se
encuentran".

¡ Y era cierto!

Simón entró en la casa de María Magdalena. Un grupo de amigos lo


esperaba. Allí estaban María de Nazaret y otras mujeres junto a algunos
de los discípulos del Crucificado. El corro era entusiasta, locuaz, alegre.

Un ramo perfumado de rosas le dio una bienvenida real. La luz inundaba


la estancia y le hizo una caricia ligera y suave. Un breve lapso medió para
que la conversación girara en torno a una inminente boda. Las palabras
tenían repiques d cascabeles, las risas sonidos de fontanas, los gestos
presencia de ternuras y todos se aliaron en una complicidad sin picardías
y noble.

—"Recuerdo poco, más hermoso que la boda en Caná de Galilea" —dijo


María de Nazaret, con un hilo de voz dulce y melancólico ; en sus ojos
sonrieron recuerdos felices que le iluminaron su rostro sereno, surcado de
años, y puso en el ambiente claridad de bondad; luego prosiguió :

—"Cuando Juana, mi prima, estaba preparando la fiesta, muchas veces


vino a mi casa o yo iba hasta Caná, y conversábamos sobre los
pormenores, tales como la dote de la novia, la armonía que hubo siempre
entre las dos familias hasta concordar plenamente en el matrimonio de los
jóvenes ; así, largas jornadas se gastaron en los preparativos. Me
emocionó hasta las lágrimas la tarde en que mi prima le probó el velo
tradicional y antiguo de la familia a su hija. El lujo del vestido nuevo se
deslucía ante aquella reliquia tan querida..."

—"El novio no era menos gallardo, apuesto y gentil" —agregó Jacobo. "En
esa casa donde nos reunimos los hombres, para marchar a la de la novia,
todo era alegría y canto... La fiesta había comenzado con antelación, allí,
en los corazones de todos los amigos. Las congratulaciones se sucedían
sin interrupción".

Una amiga de María de Magdala, a quien ésta ceñía en un tierno abrazo,


indicó que: "En la casa de la novia se respiraba un aroma de felicidad que
lo inundaba todo, como si los jardines de Caná y del mundo florecieran
76

juntos

Una amiga de María de Magdala, a quien esta ceñía en un tierno abrazo,


indico que: “En la casa de la novia se respiraba un aroma de felicidad que
lo inundaba todo, como si los jardines de Caná y del mundo florecieran
juntos para engalanar la boda. Los epitalamios tenían la gracia y la
dulzura de las viejas leyendas patriarcales. Las imprevisiones de los
cantores, que se sucedían sin solución de continuidad, tenían la
inspiración y la fecundidad de los tocados por las musas dichosas".

—"Era como una luminaria cercana la diadema que llevaba el novio, la


que en medio de nuestra campiña, entre árboles y cuchillas en sombra,
lucía su esplendor real. Y en la casa nupcial era una estrella más que
había traído el cielo de felicidad" —agregó Andrés.

El corro seguía animado. Todo era luz. Sólo una sombra se acurrucaba en
la pupila de María de Magdala. Nadie la advertía. Aquella felicidad
ambiente y la pureza de las intenciones amigas eran juicios condenatorios
contra su vida pasada.
¿Y su enmienda?

¿Es que todos la aceptaban?

Hubo un momento en que le pareció que sus amigos sintieron los fuertes
latidos de su corazón y se le puso en vilo, un instante infinito, su
atención. Su aprehensión se calmó cuando nadie le dirigió ningún
reproche, ni con la mirada ni con la intención, a su inquietud.

Simón de Cirene refugió su timidez en el rincón de la semipenumbra del


cuarto, desde donde podía contemplar embelesado los giros leves, ligeros y
caprichosos de su corazón, bailando la danza de una dicha, hasta allí
desconocida. Entre sus manos de nido gigantesco se posaba la blanca,
suave y delicada paloma de la mano amada. En la cumbre de un peñasco
un nido de amor y cerca, muy cerca, la transparencia celeste.

Las voces y comentarios se sucedían. Siempre había alguna que llevaba la


voz cantante y todos prestaban atención. A momentos, cuando nadie se
dirigía directamente al grupo, los vecinos inmediatos con satisfacción
comentaban aquella "famosa boda".

—"A pesar de estar acostumbrado a oficiar en las ceremonias


matrimoniales, cuando se me pidió que, fuera yo el que leyera en el viejo
pergamino el contrato del matrimonio, casi no lo pude hacer" —recordó
Cefas.

Y agregó Bartolomé : —"Pero una vez que empezó —hermano Cefas—


parecía que el viento del "ahora" lo arrastraba. Casi no se entendían las
77

palabras del contrato".

Las risas se chocaron unas contra las otras y pusieron una nota
juguetona en la estancia. A Cefas le saltó una risotada fresca y vigorosa,
que a poco pudo contener. Simón de Cirene rió limpiamente. Y María de
Magdala notó que su sonrisa se había humedecido en la fuente de una
pureza nueva.

—"Al adelantarse el Señor e impartir la bendición nupcial, la vieja


bendición mosaica, que halló en sus labios acentos de gloria, se sintió tal
silencio en la casa, contenido hasta el aliento casi, que pudo percibirse el
beso del cielo sobre aquella ceremonia" —apuntó Juan, con ternura,
mientras en sus ojos brillaba la estrella de una lágrima. Todos se
sobrecogieron de emoción por el recuerdo permanentemente presente.

—"Los milagros de esa noche se han seguido repitiendo cada vez más
trascendentes. ¡Y al milagro de esta estancia, de este encuentro, de esta
presencia invisible y cierta, de una vida nueva, de una esperanza nueva y
de un amor puro y simple, no dejan de asombrarnos!" —exclamó María
Magdalena en un impulso genial.

Un silencio breve los acompañó.

Todos miraron hacia adentro de sus corazones y encontraron radiante un


milagro.

—"En medio de la noche se hizo día cuando partimos en la manifestación


de antorchas, saliendo de la casa de la novia para llegar a la de su
desposado. La noche era más negra porque nos cercaba la luz y la luz
penetraba más a lo hondo la oscuridad ambiente. Los cantos y las alegrías
poblaban la noche corno en el día lo hacían los pájaros. La luz de las
antorchas y la de los cantares tenían alas y se marchaban por todos los
rumbos" —comentó Andrés que tenía ojos hondos de mar y mirada
perdida en la lejanía.

—"Y en el trasfondo de tanta belleza se proyectaba hacia adelante el Monte


Hermón en todo su esplendor; a un lado el inmenso camino azul mojado
del Mar Grande y al otro la viboreante plata del Jordán acercando
riquezas, nuestro pequeño Mar de Galilea enjoyado de luminarias
reflejadas y las cordilleras firmes de Galaad; y detrás la llanura, a veces
interrumpida, de Esdraelón. Como si la mano del Creador hubiese reunido
toda esa belleza para el mejor logro de la boda de mis queridos familiares"
__volvió a anotar María de Nazaret.

Todos recibieron sus palabras en suspenso.

—"Y más luz, y más alegría, y más canto, y más felicidad al llegar a la casa
78

de la novia" —recordó Tomás—. "Y se vaciaron los recipientes de trigo


sobre las sienes de la feliz pareja ..."

—"Creced y multiplicaos..." —interrumpió Simón de Cirene— "fue el grito


unánime de los amigos". —La espontaneidad de lo dicho no atrajo el
comentario. Pero María de Magdala se ruborizó, dándole más calor a la
agradable reunión.

—"Si tú no estabas allí, ¿cómo sabes eso?"

—"Es lo que se usa".

—"Lástima que no arrojaran monedas, como en otras bodas... les hubiera


evitado a los pobres algunas hambres posteriores" —comentó Mateo.
Inmediatamente indicó Felipe ; —"A ninguno de nosotros nos tocó hacer
guardia con las armas blandidas para espantar los espíritus malignos —lo
cual nosotros no compartimos por ser una superstición infundada y que
según ellos— podían impedir el éxito de la fiesta, ya que unos parientes
soldados se hicieron cargo de esa tarea".
—"Luego se cerró la puerta —añadió otro— quedando en la residencia
nupcial todos los amigos, con sus lámparas encendidas en señal de seguro
cariño y velando une felicidad que se quería permanente".

—"No sin antes darnos cuenta —intercaló la amiga de María Magdalena—


que varias niñas se hallaban fuera, presumiblemente por haberse
distraído en un quehacer ajeno a la boda. Los que nos dimos cuenta de
esto sentimos pena por ellas, pero los más, estaban totalmente engolfados
en los bailes y músicas y cantos que no supieron de nuestro sentir".

Mateo culminó el relato anotando que: "La enorme cantidad de


instrumentos musicales que los amigos habían logrado reunir para
amenizar la fiesta y entre los que había podido contar: arpa, flauta,
caramillos de juncos, adufes, sistros, salterio, sacabuche, címbalos, laud,
dulcémele, cuerno, trompeta, etc., daban la pauta del despliegue de
preocupaciones que no se omitieron para animar la boda, todo lo cual
impresionaba por lo ajustado de su ritmo".

La casita de Magdala había recogido el recuerdo de la boda de Caná de


Galilea como una gema centellante. Todos los rostros mostraban la
animación de lo bueno y de lo sencillo que compartieron. La emoción
había conmovido los corazones. Y la presencia invisible y cierta los
alentaba. La unanimidad era absoluta. Sin esa presencia no se hubieran
encontrado ni compartido sus bienes, capacidades y vivencias. Estaban
conscientes de un auxilio extraterreno. Y a él se confiaban. En ese
abandono sereno quedaron en suspenso todos. Y fue eco transparente la
interpolación propuesta por Simón de Cirene ; —"¡ Amigos queridos : —
hizo una pausa breve, utilizada por los contertulios para gradualmente ir
79

prestando atención—. Nos habéis permitido compartir vuestras


experiencias junto a Jesús de Nazaret y os lo agradecemos muy de veras y
nosotros ..." —tomó a María de Magdala de la cintura, se pusieron de pie
turbados pero seguros y tranquilos— "Queremos hace-ros partícipes de
una dicha sin par, que reconocemos es una dádiva divina para sus
escogidos. Hemos obtenido la carta de divorcio para el marido de María y
nosotros tenemos el placer de informaros que hemos de unirnos en
matrimonio ante la ley y ante vosotros..."

Sin que le permitieran a Simón de Cirene terminar con su discursito


cuidadosamente preparado y estudiado, aquél y María de Magdala se
vieron rodeados por abrazos y besos afectuosos de felicitaciones. Cuando
María de Nazaret estrechó contra su seno protector a la feliz pelirroja se le
soltaron las lágrimas y sólo pudieron articular dos palabras entrañables;

—"¡ Hija mía!"

—"¡ Madre mía !"


Los felices acontecimientos se sucedieron céleres pero con la exactitud de
lo anticipadamente ensayado. Cefas fue invitado y aceptó gustoso a oficiar
en el convenio legal del matrimonio.

Juan puso reparos en impartir la "bendición religiosa, que en los labios del
Nazareno había alcanzado cimas de eternidad, y que él no podía celebrar
sin macular un recuerdo puro". No obstante, al final, fueron obviados sus
reparos para con unción bendecir al flamante connubio.

Un apretado haz de simpatía rodeó a la pareja. ¡ Y otra vez una paz


sobrehumana los besaba!

María de Nazaret ofreció su casita modesta de Galilea a sus "nuevos hijos"


para que pasaran allí su "luna de miel". Ellos aceptaron complacidos,
agregando oye ; "Ni el mismo rey Salomón con toda su riqueza pudo tener
un tálamo tan precioso, ya que allí se sentirían rodeados de una pequeñita
sonrisa, de un gesto chiquitín, de los primeros balbuceos del niño de
Nazaret, joyas éstas que no se pueden pagar con el oro común de los
negocios humanos. ¡ Muchas gracias !"

—"¡ Que el Padre os bendiga, os guarde y os dé su paz ... !" —concluyó


María de Nazaret, en la puerta de la casa de Magdala, donde apretó en
una abrazo firme a quienes despedía como a hijos amados.

La noche los envolvió con un canto de felicidad que sonaba a melodía


angélica y los más variados objetos eran los instrumentos de una armonía
infinita que cantaba al amor. El crujiente vehículo y el repique de los
cascos ; la clara pelambre equina y la sombra del carruaje ; el murmullo
de la fronda y el bramido de la mar ; las perlas sobre el césped y los
80

pétalos de las rosas; las alas de los grillos y la lumbre de las luciérnagas ;
el guiño de las estrellas y el saludo claro de una nube de algodón; los
nidos silentes en los árboles y las cumbres níveas en el horizonte ; los
hogares sin luces y las ventanas cerradas ; los objetos despiertos y las
cunas de niños en reposo, la creación toda cantaba un himno de felicidad
para María de Magdala y Simón de Cirene.

El himno vibraba en sus corazones. Estaba en ellos. Mil calandrias


cantaron al amor en sus sueños cumplidos. Era una canción interminable
y dulce, suave y penetrante. Era un amor inacabable. Era un amor eterno.
Y esa música se abrazaba a sus cuerpos, se metía en sus venas y corría
por sus huesos subrayando una felicidad sin límites. A esa felicidad se
entregaron integralmente María de Magdala y Simón de Cirene. Esa
felicidad los poseyó en forma absoluta. La vida era su amor. Y la vida que
es amor entona un himno de felicidad que se escucha en los cielos y
repica por toda la eternidad.

XI

"Camino". El nuevo Camino es una manera distinta de vivir. Y los que


viven diferente por su bondad, por su amor, por sus sacrificios, por su
lealtad se encuentran en el Camino. No van solos. No se aíslan.
Comparten. ¡Y marchan!

No se detienen. Los caminos no tienen principio ni fin, tienen continuidad.


El Camino es transitado, primero, por unos pocos; luego los "Caminantes"
son más... más. . . Ya hay un pueblo en el Camino! ¡Y marchan!

El Camino atraviesa la aldea ; la pequeña y dulce y somnolienta aldehuela


y atrae hacia sí a la nueva gente; a la gente distinta que tiene el
atrevimiento de manifestar su elección trascendente ; y sigue adelante el
Camino pasando por los pueblos, y quienes no pueden permanecer en sus
prejuicios ancestrales, en sus comodidades palaciegas y en sus
costumbres desprestigiadas se lanzan al Camino, a la noche del Camino y
al día rutilante del Camino; y el Camino avanza, cruza atajos, vadea
charcas, arroyos, ríos y mares, penetra en las ciudades opulentas y
percibe injusticia, la impiedad, la lujuria desenfrenada ... y el Camino
refleja otra ciudad : la limpia por fuera y por dentro, la sana y llena de
perfumes buenos, y quienes se dan cuenta del cambio se arrojan de los
balcones de su sinrazón y se abrazan al Camino. ¡Y se unen en
matrimonio indisoluble con el Camino! ¡Es la "locura del Camino"! La
nueva manera de ser, de existir, de vivir que alcanza una victoria sin
parangón en los campos de Troya inviolables de una conciencia real.

Pero detrás de esos caminantes con rostros de luz y ojos de estrellas, con
manos llenas de ternuras y pies de "peregrinos y advenedizos", se lanza la
81

jauría desenfrenada de los odios insaciables, de los corazones implacables,


de las venganzas fratricidas... y el Camino que resonara ecos de gloria,
latidos de eternidad y reflejara la gracia luminosa, se estremece al repique
de los cascos, se espanta al rugido soez de las palabras inhumanas, se
enrojece de la sangre de los héroes. Los nuevos y distintos mártires del
Camino.

Allá quedó sepulto entre las piedras mortales y enrojecidas de las rosas de
una piedad fragante, el dulce y mínimo Esteban. ¡Lapidado! Y la Cruz en el
Camino tenía inscripta una gigantesca palabra de perdón. Perdón que se
alarga en el Camino como la proyectada sombra de un viejo árbol besado
por la aurora nueva que despunta.

Y la turbamulta golpea las puertas de los hogares, asola las plazas,


desbanda el mercado, profana los templos, irrumpe fatídico en el Camino.
¡Y al frente marcha Saulo de Tarso!

¡Saulo de Tarso!

El pequeño, enjuto, flamígero, centellante, desdichado Saulo de Tarso


persigue encarnizadamente a los del Camino. Su pelambre hirsuta y
abundante le daba un aspecto demoníaco y destacaba el relampagueo
furioso de unos ojos atacados de tracoma.

¡Atrás queda Jerusalén! Y el camino se alarga compadecido como si


quisiera dar tiempo a los Caminantes a refugiarse en un lugar,
transitoriamente, más seguro que sus pechos de mártires.

Los tronantes mensajeros del averno sorprenden los ojos inocentes que se
escapan de sus órbitas de los habitantes de la suave aldea de Nazaret.
Pero Nazaret está vacío de la gente del Camino. Está vacía. Totalmente.

Lo que resta no es; medra tan solo.

¡Y en la casita de Nazaret sólo había encendida, esa noche, una lamparilla


que consumía su última gota de aceite!

--"¡Encended vuestras antorchas!" —rugió la voz de Saulo. Y la escena se


iluminó siniestramente. Apeado un soldado, golpeó con su rebenque la
madera, perfumada de niñez, de recuerdos tiernos, de historias mínimas,
de la puerta de la casita de Nazaret. Sin aguardar respuesta, los soldados
se abalanzaron y le hicieron saltar los goznes. Un curioso vendaval arrasó
la estancia quieta y sosegada.

—"¡Entregadnos a esos renegados galileos que se fueron tras la demencia


de tu hijo. Traigo órdenes del gobernador y de los ancianos para llevarlos
encadenados a Jerusalén".
82

Qué te hemos hecho, Saulo, para que así nos persigas" —inquirió con un
hilito de voz maduro de sufrimientos, la ya apergaminada mujer que
responde al dulce nombre de María de Nazaret. También su voz era una
lucecita pronta a extinguirse. Pero tuvo hondura de abismo la cuestión. Y
fue a hendirse en la conciencia distorsionada de Saulo.

—"¿Por qué nos persigues .. . ?"

No hubo respuesta.

Entre los conmilitones de Saulo se hallaba el Centurión Maleo, que atronó


la estancia con su grosera soberbia cuando dijo:

—"En atención a tus canas, María de Nazaret, no le metemos fuego a esta


madriguera de discípulos de tu hijo el crucificado entre ladrones y
criminales. Pero dile a tus amigos que si por lo menos te respetan no se
refugien aquí, pues les ha de costar caro la osadía".

Con el mismo estruendo y hedor de la llegada se volvieron.

Pasaron por un mesón donde la soldadesca bebió hasta los heces el mosto
fermentado que se puso ante su sed abrazadora. Algunos de los coludidos
se aprestaban al descanso pero el imperativo los lanzó hacia el largo
camino a Damasco.

—"¡ A Damasco !"

La débil lucecita de una lámpara de aceite se hizo cénit de sol en el alma


de los perseguidos. El pergamino de un rostro querido se hizo tersura de
bondad en los pliegues dolientes de los hallados por la furia de Saulo.

Conducida por una de sus hijas, llevaba María de Nazaret, consuelo y


esperanza a los del Camino. En el refugio obligado a que lo condujera la
persecución, encontró a María de Magdala y a Simón de Cirene. El refugio
en el monte era una limpia, clara y aireada casita. Ante la colosal
imponencia de los montes, el refugio apenas si era un juguetito azul.

—"¿Qué noticias hay ... ?" —requirió Simón con la angustia y la


impotencia pintadas en su rostro. Estaba oculto, junto al monte, cuando
hubiera querido mostrar a todo el mundo, como un gigantesco picacho
sus nieves permanentes, el orgullo de su nueva vida, de su felicidad, de su
amor... ¡De sus hijitos! Sus hijitos inmensamente queridos: Alejandro y
Ruffo. Lo que había sido imposible se hizo realidad maravillosa. Lo
inesperado llenó de certeza su vida. ¡ Y por ellos enfrentaba de esta
manera la situación!
Alejandro era una esperanza sonrosada de una conquista espiritual que
83

no tendría fin. Ruffo tenía el pelo rojo de la madre, los ojos hondos de
María de Magdala y las manos tibias del amor que le hizo conocer el cielo
aquí en la tierra.

Rehuyendo una respuesta, María de Nazaret se entretuvo acariciando,


besando y canturreando una canción de cuna lejana, junto a los pequeños
Alejandro y Ruffo. Mientras tenía contra su seno agostado la llamita viva
de uno de los niñitos, la pregunta le volvió a tocar la punta de su más
hondo sentir.

—"¿Qué noticias hay ... ?"

—"¡ Buenas ... y de las otras!"

—"Cefas está en la cárcel... Jacobo, el hermano de Juan, fue pasado por la


espada..." —se interrumpió en un ahogado sollozo la hermana de Jesús de
Nazaret. Y comunicó a sus interlocutores una doliente emoción.

La resolución ya había prendido la mecha de una iniciativa esperanzada


en lo íntimo de Simón de Cirene. Inmediatamente lo compartió con sus
entrañables amigos.

—"Si los Apóstoles no pueden predicar la nueva de una salvación en la


Cruz, hemos de hacerlo quienes tenemos fuerzas y todavía tenemos por
delante el ancho mundo y no las rejas de la prisión!"

—"¡ El Señor te proteja, hijo mío!"

Las miradas entre María de Magdala y Simón de Cirene tendieron el


puente de una comprensión sin palabras inteligente y firme.

—"i Simón... tesoro mío!"

—"¡ María !"

Unos besos cargados de presagios, más rebosantes de dulzura, fueron a


posarse delicadamente en las caritas de Alejandro y Ruffo.

La marcha se hizo fatigosa. Los escondrijos fueron descubiertos apenas


eran abandonados por los del "Camino". La persecución seguía siendo
implacable y el ansia absoluta de libertad invencible. Las huellas de los
caminos se ahondaban a su paso, y en los rostros otras huellas se hacían
más dolorosas, más firmes, más viejas. Los días tenían pequeñez de
marcha y largura de cuidadosa espera. Las noches tenían caminos largos,
viajes serenos, sombras aliadas que recogían el murmullo de una
esperanza feliz y el susurro de un canto amanecido de luz, y tenían
descanso mínimo.
84

A veces el amor común que los lanzaba a la tremenda odisea les proveía de
un par de camellos, útiles para tanto pie destrozado de las peñas de los
caminos. La marcha, entonces, se ponía unas alitas pequeñas. De vez en
cuando alguna barca de pescador compadecido los llevaba hasta la otra
orilla y ponía en las bocas recuerdos imborrables, y de allí en adelante la
compañía se aumentaba en algunos más. Los pueblos atravesados tenían,
todavía, dispuesta la ayuda recabada. Los niños recibían con los dulces la
ternura cómplice de los corazones sensibles.

Las altas montañas que servían de cerco, no dejaban de ser refugio. Desde
muy lejos vieron María de Magdala, Simón de Cirene y los niños, y toda la
compañía de peregrinos, con ojos cansados de vigilias, con fatigas hondas
de penurias, con achaques de inclemencia ambiente, el concurso de las
grandes cordilleras del Líbano y del Tauro. Los maravillosos paisajes
naturales los deslumbró. La belleza imponente de los macizos rocosos los
hizo pensar en la fortaleza de sus propias convicciones; los picachos
nevados desafiando tempestades los afirmó en esa libertad que les traía
tantas penurias pero que no la cambiarían por la comodidad perjura, y ese
solitario e independiente peñón que besaba las nubes les hizo levantar los
ojos más arriba aún y dar gracias al Creador porque recibían tanta gracia.
Bajando la vista, se hallaron navegando con rumbo a la desembocadura
del río Orontes, y notaron en el puerto marítimo de Antioquía a la pequeña
aldea de Seleucia, y allí un tráfico superior al que habían advertido en los
puertos de Fenicia, mucho más grandes todos ellos. Distaba Seleucia de
Antioquía, según cálculos de Simón de Cirene acostumbrado a medir
distancias de un solo golpe de vista, ciento veinte estadios. La meta estaba
cerca.

Los helenistas que ocupaban los más importantes cargos administrativos


en la región facilitaron la entrada a los agostados peregrinos.

La figura de un pez manifiesta en algún equipaje, que ojos interesados


descubría con facilidad, les hizo hallar amigos de inmediato. Siempre se
destacaban "caminantes" a !a espera de los seguros perseguidos por las
furias judías y romanas. La humildad de estos huéspedes revelaba la clase
de ocupación que realizaban en la comunidad, pero ponían tanto cariño
en la empresa que la dignificaba.

Después de tanta sombra deslumbraba tanta luz.

Así se hallaron María de Magdala y Simón de Cirene y sus compañeros en


Antioquía. Habían andado a lo largo del río Orontes cerca de cinco millas y
terminaron de recorrer la ciudad, que estaba edificada en su margen sur.
Entraron en Antioquía de Siria por el Distrito Sur que estaba poblado en
gran medida por helenistas de Alejandría, de Chipre, de Cirene... Se
encontraron en su propia casa. Su sorpresa fue mayor cuando penetraron
85

a una rica mansión, donde acomodados en suntuosos sofaes y pisando


delicados tapices, fueron recibidos por su anfitrión, nada menos que Lucio
de Cirene. El viejo compañero de la Escuela de Medicina de Cirene los
recibía espléndidamente en la orientalísima Antioquía. El largo y fraternal
abrazo en que se envolvieron Lucio y Simón puso un nudo de emoción en
todas las gargantas. Después de tantos sinsabores un dulce afecto les sale
al encuentro para hacerles más apacible la estancia. Siguieron las
presentaciones y Lucio no pudo menos que dejar escapar su admiración
por la belleza deslumbrante de María de Magdala. La plenitud de su
belleza fulgía a través de las manifiestas fatigas.

—"¡ Te felicito, querido Simón, por la belleza deslumbrante de tu esposa! ¡


Solamente en nuestra añorada patria podrías haber hallado un tesoro tan
precioso! ¡ Por nada menos que esta angelical señora podías haber dejado
Cirene !"

—"Realmente fue un don celestial".

—"Usted es excesivamente generoso, estimado Lucio, con nuestra humilde


persona" —anotó María de Magdala, agregando; —"Además, todo lo que
tenemos y somos es regalo de nuestro buen Dios y por mucho que lo
admiremos es incomparable al bien supremo del amor del Salvador,
manifiesto en la Cruz del Calvario".

—"No se olvide que también somos humanos".

—"De acuerdo" —terció Simón de Cirene, y flotó en el ambiente una


espontánea cordialidad que contagió a todos.

Por intermedio de Lucio fueron conociendo a otras personas de destacada


actuación en Antioquía. Así aparecieron delante de ellos Manahen y
Simeón Niger, quienes, al decir de Lucio, "constituyen esa clase de héroes
anónimos de la Cruz y de los cuales tanto depende la difusión de la buena
noticia".

Los mismos humildes servidores de la casa de Lucio se encargaron de


divulgar la noticia del arribo de estos nuevos "caminantes", y al anochecer
la casa de Lucio, en una dependencia amplia, amueblada con gusto e
iluminada con profusión, se reunió una grande congregación que les dio
una muy cordial y calurosa bienvenida.

Respondió Simón, sinceramente emocionado, agradeciendo la recepción


cariñosa que se les había dispensado.

Lucio, un excelente huésped, exhortó a la congregación a poner a prueba


el afecto que cada uno debe tenerse en recuerdo de "Aquel que amó hasta
lo sumo".
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La comunidad los había acogido fraternalmente y los incorporó a su


normal vida cotidiana. Tuvieron oportunidad de conocer día tras día la
opulencia y el esplendor de la ciudad; platicar con los más destacados
literatos, filósofos y políticos, y compartir ideas políticas y sociales con los
más altos dignatarios. A ojos acostumbrados a la sencillez de las normas y
al sosiego de las aldeas palestinas no dejaron de impresionar con
desagrado la riqueza inútil y los refinamientos rebuscados; la ostentación
del lujo golpeaba con arrietes su sobriedad, y los vicios sin encubrir de la
ciudad grande les angustiaron. En vano les dijera Simeón que: "Roma que
la sobrepuja a Antioquía en grandeza material no era menos licenciosa"; y
Manahen que: "Alejandría, que le seguía a aquella en esplendor, tampoco
podía ocultar sus lacras". Pero que no obstante, la pureza, la justicia y la
fraternidad podían crecer y desarrollarse sin agostarse en medio del
légamo".

—"No es un consuelo para quienes esperan y luchan por un Reino de


concordia y buena voluntad universal, tal como lo concibiera Quien dio su
vida en una Cruz a tal fin" —anotó su descontento Simón de Cirene.

Cada paso que daban por Antioquía, Simón y los suyos, les hablaba de
una historia lejana hasta los tiempos de Alejandro el Grande. La mano de
Simón acompañaba el recuerdo acariciando los cabellos de su hijito. La
calle principal, llamada de Herodes, de cuatro y media millas de largo, era
única en el mundo, se lo aseguraron sus amigos, por la arcada que le
cubría a ambos lados, alargándose a toda su extensión, debajo de la cual
los habitantes de Antioquía podían caminar, efectuar sus transacciones
comerciales..., en todo tiempo, libres de la preocupación del calor, del frío
y de las lluvias.

Sólo el agua cantando por los canales, límpida, abundante y fresca, ponía
un haz de claridad en la ciudad. El agua era su orgullo. La limpieza
exterior de los hogares, plazas y mercados ocultaba un interior que, a poco
investigar, se descubría.

Un sábado Simón de Cirene y su familia quisieron participar del culto de


la sinagoga central de Antioquía. Acudieron allí con devoción y sinceridad.
Pero tanta era la riqueza en oro y reliquias preciosas que colmaban el local
que Simón no pudo concentrar su atención en el servicio. Es cierto que
muchos de los objetos expuestos habían estado en Jerusalén, en el
Templo querido, antes de su destrucción por los babilonios, pero en ese
rincón del mundo en que se encontraban ahora no podía prestar igual
significado al adorante. Luego de leída la Ley, se invitó a un fariseo,
huésped de honor ese día, a impartir la enseñanza. Se levantó
pomposamente y con paso por demás pausado se llegó a la silla de la
cátedra que ocupó majestuosamente. Su exégesis estuvo llena de lugares
comunes y de una insistencia antinatural respecto "del cumplimiento
87

estricto de la Ley y del rito de la circuncisión", "para poder pertenecer al


pueblo de la promesa".

Abierto el debate, todo era un repicar la misma nota. como si todo en la


sinagoga fuera un solo pensamiento y sentir, lo que estaba muy lejos de
ser, dadas las distintas actitudes asumidas. Acotar un pensamiento
disímil hubiera sido tronchar una quietud cómoda y hubiera disgustado a
la mayoría pero no la hubiera intranquilizado en su fuero íntimo. Es lo
que pasó cuando Simón de Cirene se acercó a la plataforma con reverente
humildad sin afectación alguna, y contradijo al maestro que los había
guiado en la interpretación de la Ley, diciendo:

—"No sólo los que pretender cumplir escrupulosamente la Ley y el rito de


la circuncición son pueblo de Dios; el Dios de nuestros padres Abraham,
Isaac y Jacob. Hay otros hijos de Dios. Hay otro pueblo de Dios nacido del
Hijo de la Promesa. Nacido del hecho de una Cruz que es todavía "potencia
de Dios a todo aquel que cree". Hay una vida elegida que, a través de todas
las etapas recorridas, por muy difíciles que hubieran sido o acaso por esa
dificultad, puede presentarse como pueblo de Dios. Es Dios quien elige y
la vida se complace en aceptar sus designios. Designios imperativos por lo
santo pero llenos de simpatía, de manera que los elegidos los realizan
fervorosamente y con gozo. Vida elegida que sólo se complace en la
realización de los planes divinos que se le revelan. Toda rebeldía es inútil
sino, acaso, perversidad".

El discurso de Simón fue escuchado por la grande concurrencia en


silencio sepulcral, frío e indolente. Dejaban pasar las palabras. Dejaban
pasar la intención. Dejaban pasar la existencia que las cobijaba. Sólo
María de Magdala palpitaba con el pulso generoso de la exposición.

Las autoridades de la sinagoga, que a su vez lo eran de los judíos dentro


de la ciudad, invitaron ceremoniosamente a Simón y a sus compañeros a
pasar a las adyacencias del recinto donde se efectuaría una audiencia
formal. El etnarca sentado en su poltrona, rodeado de las autoridades
religiosas, acogieron a sus invitados, solícitos, sonrientes, benévolos...
Presumían superioridad. Guardaban distancias. Y desde lo alto de su
propio concepto, el dirigente se dirigió a Simón con palabra pausada.

—"Excelente hermano, el poco tiempo que hace que estás entre nosotros te
impide reconocer el amplio espíritu que rige nuestros actos y conducta.
Has puesto demasiado fervor —digámoslo así— en tus declaraciones de
ahora, y de otras, pronunciadas en los hogares de correligionarios y aún
en la plaza, y en el mercado, para que esas declaraciones no estén
tachadas de parcialidad y fanatismo. No es ese el camino que lleva a la
concordia con todo el pueblo.

Hay muchos helenistas en medio nuestro que te seguirán. La liberalidad


88

de la civilización griega que se respira en la ciudad debe hacerte más


cauto, más sabio y atento. No tomaremos ninguna actitud rígida contra
esos fanatismos pero os exhortamos a la moderación. No provoquéis
perturbaciones". —Tanta fue la parsimonia con que se dirigió el etnarca a
sus auditores que éstos podían pensar mil respuestas durante la
exposición. Pero Simón de Cirene sólo se conformó con afirmar:

—"Excelso maestro: es tan grandioso el hecho de la Cruz, tan maravillosa


su acción salvadora, que no podemos dejar de anunciar lo que "Dios ha
hecho por nosotros", sin hacerle traición. Hemos sido rescatados por la
Cruz de Cristo; de esta manera, pues, le pertenecemos en alma y cuerpo.
Ahora considerad vosotros, dignísimos señores, si esto no es justo y
sabio".

—"¡Sois unos pobres "cristianos"... !, de quienes ni siquiera hemos de


cuidarnos. No iréis demasiado lejos. ¡ Andad en la "shalom" de Yahveh!"

Estas palabras de ironía sonaron a cascabeles celestiales en las entretelas


de los corazones de los acusados. Lo que quiso ser una ofensa se
transformó en un blasón distintivo.

—"¡ Cristianos !"

—"¡ Cristianos !" —se repetía Simón de Cirene. Le pertenecemos a Cristo.

—"¡ Cristianos !" -Y gritó a los cuatro vientos su característica distintiva "¡
Cristiano !" Era un ¡Cristiano !! Dios le había escogido a él, al pobre
Simón, de la lejana Cirene, para ser, para siempre, de Cristo. ¡ Era un
Cristiano ! Los picachos nevados siempre de la Cordillera del Líbano, que
toda Antioquía podía contemplar desde cualquier ángulo, no exhibía tanto
su esplendor como Simón y sus amigos su nuevo blasón : "¡ Cristianos!"

Lucio, cuando se lo dijeron, sólo pudo aprobar que, en Antioquía por


primera vez, a los seguidores de Jesús de Nazaret se los llamara ";
Cristianos !" Tal fue la sorpresa del encuentro con una palabra feliz. No
eran los del Camino solamente sino eran pertenencia del único Señor, del
Absoluto Soberano : ¡ Cristianos !

En la reunión del primer día de la semana, en casa de Lucio, se divulgó


este nombre de "¡ Cristianos !" Todos lo aceptaron con entusiasmo.
Glorificaban en su vida al Señor, al Cristo. ¡ Eran Cristianos !

La actividad de los "Cristianos", así recién nominados, en Antioquía, no se


redujo a las reuniones comunes, sino que floreció en un empuje
incontenible de compartir lo que les hizo inmensamente felices. Las tardes
y las noches todas de la semana se ocupaban con las ceremonias de una
religión nueva que, desprovista de ritos externos, poseía calor espiritual,
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existencia rica y pasión redentora.

Las horas del día cada uno de ellos las ocupaba en su propio oficio o
labor. Así se agrupaban los panaderos, los tenderos, los tejedores, los
curtidores, los carpinteros, etc., en sendos lugares asignados en la ciudad
o sus aledaños. Los curtidores habían sido arrojados a la periferia debido
a los fuertes olores que producía la tarea, era la orden gubernamental,
pero la verdadera razón radicaba en que los judíos, cuya influencia era
poderosa en las altas esferas, consideraban a sus ejecutores como
"impuros". En una curtiembre trabajaba largas horas del día Simón de
Cirene. Al dedicarse a esta tarea fue distanciado más de los judíos pero lo
unió estrechamente a los "cristianos"; en manera especial a los más
desposeídos. La curtiembre estaba situada en la margen Norte del río
Orontes, a cinco millas del centro de Antioquía; rodeada de chozas
miserables, en cuya construcción se empleaban unos pocos cueros que, si
bien cubrían de los fuertes rayos solares y resguardaban de las intensas
lluvias, no proporcionaban abrigo durante el frío ni resguardo ninguno
contra la canícula. El salitre de la región era bien aprovechado en el
curtido pero daba a la zona su aspecto desértico e inhóspito, donde
apenas si unos arbustos de espinillos achaparrados se atrevían a medrar.
La miseria de sus moradores era evidente y, a la vez, desgarradora. Sólo el
agua clara del río y un rayo de luz recién amanecido ponía una nota viva y
alegre en el lugar.

Simón de Cirene y su familia vivían en casa de Silvano, el curtidor, a


media distancia entre Antioquía y el lugar de trabajo. Silvano estaba
atacado de tuberculosis, y su curtiembre, en otro tiempo febril, había
perdido su actividad. Simón de Cirene se propuso ardientemente ayudar a
este hermano y darle al taller el ritmo de agilidad máxima que se pudiera
cobrar. Puso de inmediato manos a la obra. La caminata al amanecer
hasta la curtiembre; el trabajo febril durante todo el largo día ; su lucha
nadando contra la corriente para agilitar los músculos y despejar la
mente, que le recordaba las horas felices del arroyo límpido de Cirene; el
viaje de regreso a Antioquía y allí la realización de reuniones, en las que
explicaba su intervención en el hecho de la crucifixión de Jesús de Nazaret
; y su vuelta al hogar, donde se refugiaba en el amor de María de Magdala
y en sus hijos Alejandro y Ruffo, quienes crecían felices, sanos e
inteligentes, con los ojos en los que viboreaban las picardías ; todo lo cual
apenas si consumía el exuberante caudal de las fabulosas energías de
Simón.

En medio del intenso trajín del día y de la noche se sentía humanamente


feliz y no cerraba sus ojos para el descanso sin fijar su atención más allá
de las estrellas, visibles des-de su ventana abierta, a la región del Altísimo
para agradecer a su Dios la incontable cantidad de bendiciones recibidas.

En tanto, María de Magdala llegaba a las pocilgas in-mediatas a la


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curtiembre como un haz de luz para iluminar los corazones de niños y


mujeres abandonados. Era un soplo de belleza en medio del desierto; era
una caricia en medio de la llaga ; era una senda iluminada hacia la
buenaventura. Sus labios purificados por el amor besaron tiernos las
caritas tristes y macilentas; sus manos limpias llevaron alimento y
vestidos, y su permanente cuidado de todos los desdichados permitió que
germinara una flor en el erial. La medicina recetada por Lucas, el médico
cristiano y amigo, desde que Simón lo conociera en Cirene, ahora
establecido en Antioquía, que curaba la llaga física, era completada con la
dedicación y la ternura de María de Magdala, que eran besos de cielo
sobre sus corazones apesadumbrados.

María de Magdala y Simón de Cirene estaban "consagrando sus vidas, sus


talentos, sus fuerzas, sus cuerpos en sacrificio vivo en el altar del amor al
prójimo". Una aureola de admiración los rodeaba donde quiera
frecuentaban.

—"Estamos admirados de tanto trabajo y abnegación vuestro" —había


dicho Lucas, cuando aquellos lo visita-ron con Silvano para seguirle el
tratamiento médico—. "Toda la congregación de Antioquía os ha situado a
vos-otros en medio de su gratitud. Y los dirigentes aprueban todas
vuestras actividades y os bendicen. Vuestras fuerzas multiplicaron las de
todos y estamos haciendo progresos notables".

—"Es lo menos que podemos hacer por nuestro Señor que murió en la
Cruz —afirmó Simón, continuando—: y mientras tengamos fuerzas no las
mezquinaremos en la tarea, que es nuestro, más que deber, privilegio". —
María de Magdala anotó que:

—"Además todos vosotros habéis hecho tan feliz nuestra estancia en


Antioquía que sólo nos parece mezquina retribución todo lo que podamos
hacer".

—"De cualquier manera —agregó Lucas— idos con cuidado. Siempre quien
se destaca por su bondad y su servicio es el centro de los ataques de los
envidiosos e inútiles. Y vosotros habéis alcanzado altura de héroes en
Antioquía. Además, vuestro celo en las labores del Camino, que consigue
adhesiones incondicionales está perjudicando los negocios de los plateros
e iconógrafos, ya que los idólatras se vuelven de sus malos pasos. No sería
nada raro que armaran algún motín para perjudicaros, arrojaros de la
ciudad o algo peor, acusaros de "rebeldes" y tratar de mataros". —Hubo
una profunda emoción en las palabras de Lucas que hizo estremecer a
María de Magdala, pero que animó a Simón.

—"No cejaremos en nuestra labor, la que la gracia de Dios nos permite


efectuar, y nos consideraremos honrados de sufrir por el Señor de la
Cruz". —Simón dijo estas palabras sin suficiencia, con la humildad de
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quien se sabe con fuerzas para salir victorioso de todos los eventos.

—"Y todos estaremos con vosotros" —añadió Lucas. El entusiasmo había


encendidos los corazones y los rostros lo reflejaban plenamente. Había
una comunión de ideales, un ensamble de actitudes y un espíritu rector.
Vibraban al unísono de la misma emoción.

Desde un local amplio vecino llegaban murmullos de voces, cantos


apagados y un eco de gozo contagioso. Cuando Simón y los demás
contertulios lo advirtieron mostraron de inmediato interés por lo que allá
se realizaba. Por lo que Simón anotó:

—"Debemos ir a la reunión, no retrasarnos más, siempre es una gran


bendición poder nutrir nuestros espíritus con el recuerdo de Jesús de
Nazaret y de su obra, como diariamente se alimentaban de maná los
israelitas en el desierto".

—"Pero antes tendremos que esperar que nuestro doctor Lucas termine de
atender a Silvano" --acotó María de Magdala, que desde muy lejos
pensaloa más en el prójimo que en sí misma.

—"Ya he terminado mi examen —dijo Lucas— y por otra parte, mi


amanuense escribirá en un pergamino el tratamiento que deberá seguirse,
y esperamos obtener buenos resultados. Los colegas de Atenas y Corinto
ya lo han probado, este tratamiento, y han logrado éxitos notables. En el
congreso que tuvimos allá hace un ario, precisamente, se debatió este
tema y las resoluciones tomadas nos alientan a esperar buenos
resultados. Más, contando, como nosotros lo tenemos, con el apoyo de la
fe y de la creación que siempre han obrado maravillas. Los médicos
quedamos deslumbrados, muchas veces, de esa medicina espiritual, que
no podemos negar dada su tremenda influencia. ¡Y toda la comunidad de
Antioquía estará unánime intercediendo por vos, querido Silvano!"

—"Gracias" —sólo alcanzó a balbucir Silvano.

Cuando Simón y sus amigos entraron en el local donde se estaba


anunciando la buena nueva de la salvación en la Cruz de Jesús de
Nazaret, aquél, más que todos los de-más, quedó estupefacto. Sus ojos
desorbitados, su aliento contenido, la respiración alterada, los puños
crispados y un estremecimiento brusco le impidió avanzar hacia el centro
de la congregación que seguía atenta el discurso del orador de
circunstancia. Simón no daba crédito a lo que sus ojos veían y se los
restregó como para quitarse alguna alucinación. La mano de Lucas
apoyada sobre su brazo lo trajo a la realidad y las palabras quedas, de
éste, lo calmaron.

—"Es Saulo de Tarso, que desde que está entre nosotros se dedica a hacer
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carpas, es un gran amigo mío. Posee una cultura superior y una pasión
por la Cruz de Jesús de Nazaret que lo pone a cubierto de cualquier
sospecha. Ya conoce, él también, el dolor de la persecución". —Estas
palabras sirvieron de bálsamo para la inquietud de Simón. y con calma
mencionó:

—"Me sorprendió verlo. Recordé instantáneamente su posición fanática en


el debate de la sinagoga de los libertos en Jerusalén y las noticias que nos
dieron los discípulos de Jesús, de la posterior persecución a ellos y de la
muerte de nuestro dulce Esteban, todo lo cual estaba encabezado por este
Saulo de Tarso. ¡Cuánto mal ha ocasionado a los del "Camino"! ¡ Y al
Señor mismo !"

—"Y bien que lo ha pagado y que todavía lo está pagando. Su conciencia lo


acusa siempre. Tiene la certeza del perdón del Crucificado, pero las
marcas de su tremen-da traición, dice que nunca se borrarán" —comentó
Lucas y dejó entrever su simpatía hacia Saulo. Luego siguió un silencio
largo entre ambos. Escucharon ensemismados la lógica, el orden, la
naturalidad y el fervor del discurso de Saulo. Era tan alto el vuelo de la
inspiración que hacía gala Saulo que todos los congregantes quedaron en
suspenso. De haber estado al aire libre, en la rotonda de un teatro,
hubieran aplaudido fervorosamente las partes salientes de este discurso
sin par que estaban escuchando. Algunos de los párrafos sustanciales del
discurso de Saulo decían:

—"...mas yo soy carnal, vendido al pecado. Porque lo que obro no lo


entiendo; pues, no lo que quiero, eso practico ; antes lo que aborrezco, eso
hago. ...de consiguiente ya no soy yo quien obra aquello, sino la maldad
que habita en mí. Pues yo sé que en mí no mora el bien; porque el querer
lo bueno está conmigo pero no puedo efectuarlo. Porque no hago lo bueno
que quiero ; sino lo malo que no quiero, eso practico. Más si hago lo que
yo no quiero, ya no lo obro yo, sino el pecado que mora en mí. Así que
hallo esta ley : que cuando yo quiero hacer lo bueno, lo malo está
conmigo. "... ¡ Desgraciado de mí ! Quién me librará del cuerpo de esta
muerte?"

El discurso había llegado a su parte más culminante. La congregación


tenía el aliento contenido. En no pocos ojos brillaban las estrellas caídas
de dos lágrimas. El mismo rostro de Saulo demacrado, dolorido, sus ojos
apagados, purulentos, llorosos, todo su cuerpo esmirriado y poseído de un
extraño temblor ; sus manos de dedos larguísimos y torcidos por las
firmes labores, pero muy expresivas, le daban el aspecto de la imagen de
la viva desolación. Pero desde el hondón del alma surgió un grito que era
una pedrada de luz iluminando el abismo:

—"¡ Gracias a Dios, por Jesucristo Señor nuestro !"


—Así concluyó Saulo su discurso aquel atardecer. Se desplomó sobre una
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banqueta rústica que se hallaba junto a la tarima que le sirvió de púlpito.


Agotado. Tembloroso. Deshecho. Más se parecía a un montón de mantas
que a un ser humano el cuerpo arrollado de Saulo. Manos cariñosas se
acercaron a calmarlo. A alentarlo. Sin fingida piedad. Con sincero afecto
fraternal. Saulo así lo comprendió. Y poco a poco fue rehaciéndose. Hasta
poder incorporarse en su banquilla. Y poder mirar de frente a todos los
que le rodeaban. Sobresaliendo por toda la cabeza sobre los demás se
destacaba Simón; a su lado estaba María de Magdala enternecida por el
espectáculo doloroso de un alma agitada por el remordimiento. Su mente
voló a Betania, a un atardecer lejano cuando la arrastraron los miserables
escrúpulos farisaicos a los pies del Santo, cuando escuchó las más
condenadoras palabras para la soberbia humana: "Quien esté sin pecado
que arroje la primera piedra", cuando la dejaron sola frente a la Santidad
absoluta; y cuando nació de nuevo por la gracia de unas palabras eternas
y del cielo : "Ni yo te condeno, vete y no peques más". Las lágrimas habían
trazado hondos surcos en su rostro bello y sereno como un trozo de cielo
pintado de crepúsculo. Saulo alzó los ojos y vio a Simón, y a su lado ese
trozo de cielo que anda entre los seres humanos, que era María de
Magdala. ¡ Y también en su conciencia iluminó la caridad! Un abismo
llama a otro abismo. Sólo las cumbres se aíslan. Frente a frente estuvieron
unos segundos María de Magdala y Saulo de Tarso. Se midieron en toda
su imponencia. Se estudiaron el alma el uno al otro. Fueron segundos en
que se encontraron las hondas miradas expresivas, pero el universo de
amor y de pecado se mostró tremendo. Saulo vio toda la belleza abierta en
flor de María de Magdala, y ésta miró, con una caridad palpitante, la llaga
dolorosa del alma de Saulo. Lo abrazó con todas las fuerzas de su
maternal ternura, lo envolvió dulcemente con su mirada, y su manita
blanca, sedosa, blanda se estiró suave para abrigar un desamparo intuido.
Saulo se dejó inocentemente amar; con un amor maternal pequeño; de
niña casi. La imagen bruñida de dos almas gigantes, cegaban con su
resplandor, ocultando la diferencia de una belleza sin par y un desaliño y
una poco afortunada virilidad. María de Magdala y Saulo de Tarso.

El grupo de los congregantes se fue disolviendo lenta-mente. Al fin


quedaban unos pocos "ancianos" y otros pocos dirigentes de la creciente
comunidad de Antioquía. Entre éstos se destacaban Lucio, Lucas,
Bernabé, Manahén, Simeón, Saulo y algunos más, que permanecían en el
cono de sombras que proyectaban aquéllos. Sin formar un grupo aparte
pero notándose una cierta dependencia se destacaban en el cono Juan
Marcos, Silvano y algunos jovencitos, casi niños la mayoría de ellos. Las
conversaciones siempre fueron animadas. Y en un momento dado, de
significativa emoción, se llevó a efecto una ceremonia des-usada en
Antioquía. Los ancianos impusieron las manos sobre Bernabé y Saulo y
oraron fervorosamente por una misión que, de allí en adelante, les
encomendaban. Lucas, que había andado mucho por las provincias
inmediatas como Cilicia, Capadocia, Galacia, Bitinia, Ponto, Licia, Tracia,
Acaya, Macedonia, había traído de allá el pedido expreso, el clamor
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angustioso, de volver a ayudarles en sus tremendas necesidades físicas y


espirituales. Las giras de Lucas siempre habían sido agotadoras. De
trabajo in-tenso. Y cuando podía trataba, de reponerse entre sus amigos
junto al delicioso Mar de Galilea o en Antioquía, como lo había hecho en
esta oportunidad. Un gran entusiasmo cogió a la compañía de amigos ele
Saulo y de Bernabé por la designación con que los habían honrado. De allí
en adelante comenzarían los preparativos para la misión que se les
encomendaba. Todos les desearon el mejor de los éxitos. Sólo una nube
barría tan límpido cielo: era la que nublaba el entusiasmo de Simón ele
Cirene. Cuánto le hubiera gustado y cuánto hubiera querido ser él el
elegido para esa misión que consideraba fundamental para el novel
"cristianismo" y para el mundo que lo reclamaba! María comprendió la
situación embarazosa en que se encontraba Simón de Cirene, su
maravilloso esposo, y se acercó a él y lo rodeó con su cariño inagotable. Se
volvieron cibizbajos. No había envidia sino ansia tumultuaria que se había
aquietado; que se había aquietado tanto, que da la sensación de un ansia
yerta. Caminaron silentes en un anochecer deliciosamente musical que no
podían oír. No había palabras en ese retorno triste de Simón de Cirene y
de María de Magdala, a su hogar de Antioquía. Sólo había un apretado
abrazo lleno de amor, de simpatía y de comunión. Abrazo que pretendía
fundir las dos carnes en un mismo sentir. A fe que lo conseguía. A costa,
por cierto, del crujir de los huesos de la pobre María de Magdala. Cuando
Simón se dio cuenta de su inocente crueldad pidió con contrición
disculpas.

—"No es nada, querido" —respondió dulce y suavemente María,


apoyándose con todo su ser sobre el formidable pecho de Simón de Cirene.
Las risas y las lágrimas ruedan... ruedan... ruedan y un día se encuentran
y ese día fraguó una voluntad. Otra vez estaban estrechamente unidos
Simón y María.

Como antes, cuando debieron ocultarse en las montañas cercanas a


Nazaret, en la chocita azul, junto al monte.

Dos camellos blancos, ligeros y lujosamente enjaezados llamaron la


atención de los niños que volvían a sus casas desde la sinagoga donde
habían ido a rumiar los primeros indispensables conocimientos. La
algarabía infantil se aumentó cuando los jinetes saludaron con cariño a
todos los niños. Era fiesta para los ojitos juguetones de los chiquilines
esos camellos tan ricamente ensillados y tan poco frecuentemente vistos
por las salitrosas planicies de las estribaciones de Antioquía. Las ropas
decentemente limpias de los chicos no podían ocultar el desgaste de tanto
uso. Y lo advirtieron los jinetes de los blancos camellos. Por eso, como
excusa o como razón, se apearon los jinetes de sus camellos y
preguntaron a los niños:

—"¿Saben ustedes dónde vive Simón de Cirene, el curtidor?"


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Los niños no lo sabían pero indicaron a otros niños que se habían


adelantado, uno de los cuales viajaba en un pequeño asnito de hocico y
patas delanteras blancas a la altura de una cuarta de los cascos. Tal vez
ellos lo supieran. Los jinetes montaron sus camellos y apuraron el paso
hasta alcanzar el grupo de chicos que rodeaba un asnito de hocico y patas
delanteras, hasta una cuarta del casco, blancas. Le preguntaron al mayor
de los niños;

—"¿Sabes dónde vive Simón de Cirene, el curtidor?"

—"Sí, señor, cómo no voy a saberlo —respondió el chico— si es mi padre.


Mejor dicho nuestro padre". —E hizo un gesto en el que incluyó al grupo.
Es decir, al jinete del asníto y al otro chico de pelo colorado. Estaba
contestando y su vista, como la de los otros dos pequeños, admiraba los
blancos y briosos camellos.

—"Bien, ¿ cómo se llaman ustedes?" —volvió a inquirir el viajero.

—"Yo, Alejandro; mi hermanito, Ruffo (aquí señaló al de cabello rojo) y


Samuelito que..." —No tuvo, Alejandro, necesidad de continuar la frase, al
indicar al que cabalgaba el asnito, porque las miradas de los viajeros ya
habían advertido los miembros tullidos de la criatura.

—"¿Dónde viven ustedes, entonces?" —insistieron en preguntar los


viajeros. —Alejandro les indicó con precisión y con toda soltura el lugar.
Los camellos, una vez que sus jinetes estuvieron cómodos, emprendieron
la marcha hacia el lugar que señalara Alejandro, hijo de María de Magdala
y de Simón de Cirene.

María de Magdala dio la más cordial de las bienvenidas y les deseó la "paz
de Yahveh" y la "gracia de nuestro Señor Jesucristo" a los distinguidos
huéspedes de su "humildísima casita".

—"No es lugar para recibiros a vosotros, dignísimos Saulo y Bernabé, pero


estáis en vuestra casa" —se excusó María de Magdala. Agradecieron los
llegados. Y cuando se hizo presente Simón de Cirene, además de
saludarse muy fraternalmente, trataron el motivo de la inesperada visita.
Saulo fue el que hizo el mayor gasto de ese motivo. Y fue derecho al
asunto.

—"En una semana más estaremos listos para zarpar del puerto de
Seleucia, a cumplir con la misión que nos han encomendado tan
cariñosamente los hermanos de Antioquía. Ya tenemos todo listo, excepto
que no hemos podido completar aún los colaboradores. Vos, dignísimo
Simón, por vuestros conocimientos del griego, de nuestra tradición, del
"Camino" y vuestro talento especial, demostrado a lo largo de jornadas
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inolvidables, sois el hombre que necesitamos. Viajaremos con Lucas, el


médico amado, Juan Marcos y Silvano, quien ya está muchísimo mejor.
Esperaremos vuestra respuesta hasta la próxima reunión en la ciudad. Y
allí nos despediremos de los hermanos. Pensad, noble Simón, cuanto
necesitéis la respuesta y una vez tenida nos la diréis".

El alegre revoloteo de los niños desvió hacia ellos la atención de todos.


Habían llegado Alejandro y Ruffo. Saludaron a sus padres. Y Saudo anotó
inmediatamente:

—"Estos hombrecitos fueron los que nos dirigieron hasta aquí. Lo cual
agradecemos mucho. Han sido muy amables. Pero veo que falta
Samuelito... Qué han hecho de él? ¡Y tan bien que cabalgaba el asnito de
hocico y patas delanteras blancas hasta la altura de una cuarta de los
cascos!"

El asombro se pintó en los rostros de Simón y de María. Y los niños con


genuina franqueza aclararon.

—"Samuelito es el hijito inválido del jornalero de la curtiembre que está en


el recodo del río. Su padre gasta todo su jornal en la taberna. Cuando
vuelve a la casa siempre está muy bebido. A veces lo castiga a Samuelito,
pero cuando está fresco lo acaricia y lo besa mucho. Nosotros fuimos
muchas veces a jugar con él. Algunas veces le llevamos alimento que
mamá nos daba para nosotros. Cuando supo que nosotros íbamos todos
los días a la escuela de la sinagoga se puso muy triste porque él no podría
ir nunca. ¡Y como ya Ruff o es bastante grandecito y él y yo podemos
andar, por lo cual no puedo dejar de agradecerlo a nuestro Dios, hemos
resuelto prestarle todos los días a nuestro "Estrella" —dirigiéndose a los
huéspedes—, el asnito del hocico y patas delanteras blancas hasta un
cuarto del casco, para que él también vaya a la escuela! ¡No sabes lo
contento que eso lo tiene !"

—"Pero nunca nos dijeron nada" —con mal anotado reproche les habló la
madre.

—"Tampoco tú dices a nadie todo el bien que haces a los que sufren. El
refrán que tantas veces ustedes nos enseñaron, hoy debimos aprenderlo
en hebreo en la sinagoga: "No sepa tu mano izquierda lo que hace tu
derecha".

Un nudo de emoción se ajustó a la garganta. Los niños pasaron al patio


interior de la casa donde los esperaba "Estrella" con su mancha blanca en
el hocico y con sus dos patas delanteras blancas hasta la altura de una
cuarta del casco, como si hubiera pisado una nube que se le hubiera
prendido a los miembros. Acariciaron al animalito cómplice de una
bondad inocente.
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Los mayores participaron de un silencio sagrado. Habían pasado por la


estancia un par de ángeles. Habían tocado sus alitas. Se habían quedado
en la mano y en los ojos y en el alma fulgores de eternidad.

La semana se había detenido más de la cuenta en pasar. Por lo menos así


lo hallaron Simón y su familia. Pero al fin llegó el día en que debían
embarcarse. Todo un mar de encontrados sentimientos había agitado las
últimas horas. El calor fraternal que les dispensó la comunidad de
Antioquía hacía inolvidable la estancia. La silueta blanca del barco se
destacaba nítida sobre el fondo azul de un mar en calma. La partida era
inminente.

XII

La vuelta al mundo pequeño había comenzado. Un mundo ancho se abría


delante del destino de Simón de Cirene y de su familia. Los pequeños
rincones asociados a sus más queridos recuerdos iban quedando atrás. La
pequeña blanca embarcación se deslizaba majestuosa y mínima por las
aguas que la apartaban de la tierra. Se iba empequeñeciendo la estancia
muy feliz de su vida en Antioquía. Todo empezaba a verse de lejos y cada
vez más nebuloso, tenue y chico. Toda la vida mirada hacia atrás
adquiriría las mismas dimensiones y adelante todo se iría agigantando.

Los compañeros de Saulo, en el viaje, se reunían junto a éste para


concertar la estrategia de las futuras labores. La opinión de todos era
pesada y tenida en cuenta. Lucas, Silvano, Simón de Cirene, María de
Magdala, Saulo mismo no dejaban de expresar sus opiniones, ninguna de
ellas era irreflexiva. Pero todo lo encomendaban a la dirección de Quien los
comisionaba a una tarea superior a las humanas fuerzas.

Atrás fue quedando el puerto de Antioquía, la pequeña aldea de Seleucia.


Las primeras caricias primaverales hinchaban las velas de la embarcación.
Una suave brisa empujaba la nave. Un sol brillante, un cielo límpido y un
mar transparente hacían deliciosa la marcha.

Simón no podía estarse mucho tiempo quieto, máxime después de haber


trabajado afanosamente en Antioquía durante su larga estancia, por lo
que iba de proa a popa, de babor a estribor y bajaba a las filas de los
remeros. Cuando veía a alguno de los esclavos desfalleciente, él ocupaba
su lugar y doblaba el ritmo de la marcha en toda la hilera de remeros. La
admiración de todos en el barco, inclusive los esclavos, lo seguía en cada
uno de sus pasos y de sus actos y de sus actitudes. Una simpatía natural
lo envolvía. Era el hombre del barco.

Roma había extendido los beneficios de su "Pax Romana" y la noticia tan


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buena que llevaban consigo Saulo y sus 'acompañantes no encontraban


escollos insalvables. Un mundo pequeño en paz era un acontecimiento
inusitado pero probable. Y de esa probabilidad realizada gozaban los
viajeros. Los mares estaban vacíos de la piratería que los hacía tan
peligrosos y la nave proseguía su marcha airosa, blanca y rauda. Las
tormentas que inquietaban tanto a los espíritus supersticiosos no hacían
mella en los de los amigos de Saulo. En medio de las tempestades siempre
tenían un cántico que si no aquietaba las aguas, ni calmaba la furia de
sus ondas, ponía tranquilidad y fortaleza en sus ánimos.

Los puertos pequeños se fueron sucediendo unos tras otros. Salamina en


Chipre; rodeando la isla llegaron a Paphos en el extremo 0.E.; más tarde
hicieron rumbo al N. hasta Pamphilia, desembarcaron y por largas
jornadas se internaron en el continente. La cultura griega de casi todos los
integrantes de la misión les allanó más de un camino, en un imperio que
había sido barrido por la influencia helena. Pero no les faltaron
dificultades entre los de su propia nación. Trabajaron en Pergue, en
Antioquía de Pisidia, en Iconio, en Listra, en Derbe, y en todas partes la
semilla de una verdad, aprehendida con lo más sagrado de sus
conciencias, iba levantando el edificio de una nueva comunidad, regida
por el precepto más simple pero a la vez más tremendo del "amor a Dios y
al prójimo". Los misioneros que partieron de la exitosa comunidad de
Antioquía de Siria renovaron sus conquistas permanentes en todas partes.
En Colosas tuvieron la satisfacción de hacer amigos sinceros, para
siempre, en Filemón y su esposa Aphia, y en el hijo de éstos Arquipo.

Los viajes se sucedieron. Los triunfos se extendían. Las persecuciones no


cedían un palmo pese a esa "Lex Romana" que garantizaba para todos,
incluso los esclavos, medidas de protección legal. Nunca es suficiente una
ley cuando falta el espíritu que la anima y aplica. Por eso es que el mismo
Saulo se vio envuelto en serias dificultades ante las turbas judías, a las
que se agregaron un no pequeño grupo de gentiles, en Filipo, y debió
hacer privar su ciudadanía romana, ante lo cual los mismos magistrados
temieron y se arrodillaron implorando que su gestión no trascendiera. A
las dificultades de algunos momentos seguía siempre un clima y una paz
proficua en labores y logros.

Una visión inolvidable se grabó en la retina de Simón de Cirene y de María


de Magdala, para quienes era desconocido el paisaje que se les desnudaba
delante, cuando entraron al itsmo de Corinto, en su extremo occidental,
donde se levantaba la imponencia de la ciudad de Corinto.
Estratégicamente situada entre las rutas marítimas y terrestres de todo el
pequeño mundo del progreso de la época. Al O. el puerto de Lecheun y al
E. el de Cencreas. Estaba defendida por una larga muralla, por el Arco-
Corinto, masa rocallosa que se elevaba a más de dos mil pies sobre el nivel
del mar, con precipitosos costados y con espacio en su cima para una
ciudad. Desde lo alto de esta ciudadela podía verse Atenas, a una
99

distancia de 45 millas ; las montañosas islas del Eggeo y las montañas y


valles del Argos y Esparta al S. y al O.E. El golfo de Corinto, que se tendía
azulado como un brillante tapiz persa, hacia el Norte, dibujaba sobre un
horizonte límpido la silueta majestuosa del Parnaso. Los ojos dilatados de
Simón y de María de Magdala no podían abarcar tanta belleza como se le
descubría en Corinto. Los instantes de contemplación pronto fueron
sucedidos por los de intenso trajín. La población heterogénea, compuesta
por gran cantidad de judíos, esclavos y griegos mercaderes, más los
traficantes acostumbrados que siempre se hallaban de paso, creaba una
serie de problemas sociales. El odio racial contra los judíos había
comenzado hacía algún tiempo y permanecía implacable; los gentiles,
liberales por ignorancia, rodearon con más comprensión y con simpatía
las buenas noticias que le traían Saulo y sus compañeros desde el Monte
Calvario, en Jerusalén. La riqueza proveniente de los cuatro vientos hizo
de Corinto una ciudad orgullosa, afeminada y con todos los vicios que
acarrea generalmente la abundancia. La lascivia, sobre todo, no sólo se
toleraba, sino que se consagraba allí por el culto de Venus y por la notoria
prostitución de las mil sacerdotisas de la ciudad, sin contar con las que
había en las sucursales del famoso templo. Tal grado de vicio había
recibido el nombre de "corintionizar". No era menos exagerada la idolatría
a toda clase de "falsías". Las rivalidades, por el beneplácito de los dioses,
hendían la sociedad. La esclavitud creaba problemas en sus ansias, a
veces, contenidas de libertad.

Parece imposible que con un pueblo así, esclavo de los vicios más
desagradables, se pudiera lograr algo. Y que este mismo pueblo no se
desintegrara por la acción centrípeta de sus propias pasiones. Pero si
abismal era la degradación de la gente de la ciudad de Corinto, fue
ciclópea, alcanzando altura de cumbres, la tarea realizada por los
mensajeros del evangelio. Otra vez sucedía, en la dimensión moral, que a
los grandes abismos correspondían grandes cumbres. Fue tarea casi de
maravilla la efectuada y los logros obtenidos. Lograr unidad de criterio y
de acción en bien de todos no fue lo menos conseguido. La tristeza, la
simpatía, el dolor que producían en el ánimo de los misioneros la
enormidad de los vicios, en vez de apocarlos, les daba más renovadas
energías para apartarlos de tal comportamiento. La débil, delicada y bella
María de Magdala fue la que con más ardor se empeñó en rescatar las
niñas de las fauces del grotesco ídolo que arrancaba a pedazos su pureza.
Y todos hicieron en largos días de agotador trabajo una obra ímproba.
Utilizando, en algunos casos, la alabanza; en otros, suplicaban con
palabras amorosas; en ocasiones, se los regañaba; en otras, se los
amenazaba con vara; pero en todos los casos el impulso milagroso fue
dado por la potencia de un "amor que todo lo puede", por una paciencia
que esperó y trabajó el desierto para que naciera una flor; y sobre todo por
la certeza inconmovible de que Cristo en el centro de la vida es el poder
centrífugo que transforma al ser humano y a la sociedad. Con estos
elementos poderosos se amalgamó, en el pueblo de Corinto, heterogéneo,
100

una especie de conciencia cristiana rudimentaria que a la postre crearía


una cultura, una mente y una manera de ser cristianos que perdurarían
para siempre.

Durante la permanencia en Corinto, Simón de Cirene, Saulo de Tarso y


toda la compañía debieron trabajar en tareas seculares para poder hacer
frente a las demandas de la vida. Saulo trabajó con Priscila y Aquila
haciendo carpas. Simón fue al campo a las tareas agrícolas. Pero todos, a
la caída de la tarde, cuando el trabajo había concluido, se encontraban en
un lugar establecido para tener sus reuniones religiosas. Los mozos de
cordel llegaban desde los muelles, los esclavos desde sus talleres de
alfarería, de las hilanderías o de las casas de familia donde servían, y no
pocos de la inmediata parcela que cultivaban. Al llegar a la reunión todos
se saludaban "con ósculo santo". Participaban del "ágape", que comenzaba
con "el partimento del pan y un sorbo de vino en recuerdo del Señor", que
el jefe distribuía. Luego continuaban con la cena para la cual todos
aportaban los implementos.

Seguía el "ágape", con la enseñanza propiamente dicha. Donde todos eran


guiados por el dirigente, pero podían intercambiar ideas, para beneficio de
todos. De estas sencillas reuniones salió el impulso renovador de la
sociedad y el fermento de un "respeto infinito" por la personalidad y el
pensamiento ajeno.

El cántico del himno final ponía en las mentes y en los rostros de todo
resplandor seráfico. La bendición impartida y luego compartida por cada
uno de los presentes, se extendía a todo el diario trajinar. La nueva vida
imponía su razón de ser lenta pero firmemente.

Mientras Saulo, Bernabé, Juan Marcos y otros de la compañía se volvieron


a Jerusalén con el producto del amor para los más necesitados, Simón de
Cirene, María de Magdala, Lucas y unos pocos más, continuaron una obra
de elevación moral de los pueblos que atravesaban sin parangón en la
historia. Toda la provincia de Acaya, como la de Macedonia y muchos
lugares más fue recorrida por estos nuevos "trovadores" de una noticia
sensacional y eterna. Y cuando Grecia toda les quedó chica, emprendieron
un nuevo viaje, lleno de los azares y de los placeres que el mar prodiga a
sus corifeos. Del puerto de Apolonia, en la provincia de Macedonia,
cruzaron el Mar Adriático y desembarcaron sin contratiempos en Brindisi,
extremo suroriental en la Península de Otranto. Desde allí partía rumbo a
Roma la famosa y muy transitada "Vía Apia".

Los mármoles, de los cuales se enorgullecía Augusto, no impresionaron


mayormente a Simón y sus acompañantes. La muralla serviana había sido
traspasada por la pujanza de la Capital del mundo pequeño. Los edificios
ocupaban una extensión de 12 millas cuadradas y no estaba resguerdada
por ninguna muralla exterior. Las calles, en general, eran angostas y
101

torcidas, con casas de alojamientos apiñadas de uno a otro lado. Se


destacaba la imponencia del edificio del Foro, el campo de Marte y en el
Cerro Palatino se erguía el marmóreo Palacio Imperial, asegurado por la
permanente guardia del cuartel general.

Al suroeste del Foro, en la parte baja que bordea el Tíber, se hallaba el


barrio judío, que les sirvió de albergue un tiempo. Sus trabajos
comenzaron con sus paisanos, pero se sorprendieron en encontrar una
congregación numerosa, creciente y fiel. No había allí dirigentes
destacados, todos dedicaban sus mejores energías para compartir una
buena noticia que los había hecho felices y que esperaban, por la gracia
que la había anunciado, transformar la vida licenciosa del pueblo. El
ejército más poderoso de aquel mundo pequeño había ya sentido la
influencia del cristianismo y perdía la inhumanidad que lo caracterizó
siempre. Muchos mercenarios lo abandonaron. Y costaba esfuerzos
completar los cuadros. La nueva vida y nueva manera de ser no sólo atrajo
a su seno a las clases más humildes del pueblo como eran los esclavos y
trabajadores manuales, sino que llegó, como queda dicho, al mismísimo
ejército Imperial y a la misma casa del César. La nobleza romana no
despreciaba por si las nuevas ideas y nuevas prácticas del cristianismo. Y
cuando lo abrazaban se dedicaban con fervor a practicar la democracia, la
bondad, y estaban listos a ayudar al prójimo, al enfermo, al perseguido, al
extranjero. Las tareas de Simón se concretaron a participar en lo que la
comunidad ya desde largo tiempo atrás rendía. Así que pensó que su
estancia en Roma no sería prolongada. Pensamiento que compartió con
María de Magdala y luego con Lucas, "el médico amado". Éste le aconsejó:
—"Si habéis pensado, amable Simón, volver a Cirene, creo que no deberías
dejar de hacerlo. Llevar allí también esta buena noticia que tanto bien ha
logrado sobre la faz del mundo. La Cruz de Cristo no es privativa de
ninguna sociedad de hombres, ni de ninguna raza especial: es de la
humanidad toda. Y todo el que se siente desposeído de la gracia puede
recabarla de Aquel que muriendo en la Cruz, que vos mismo habéis
ayudado a llevarla, invita a todos a recibirla. Si estáis pronto a marchar
allá te desearé, con toda mi alma, el mayor de los éxitos para la gloria del
Crucificado".

En tanto Roma bullía con sus millones de almas agitadas por encontradas
emociones, humilde y silenciosamente partían de Puteoli, con rumbo Sur,
Simón de Cirene y su pequeña familia.

Volvían, después de un lapso prolongado, a Cirene. Cerraban así el círculo


comenzado hacía casi treinta años. Mientras se alejaban Simón y María de
Roma, estaban lejos de prever lo que ha poco de su marcha sucedería en
la capital del mundo pequeño. Conducido prisionero llegaba a Roma,
rodeado de una aureola de admiración, Saulo de Tarso. Fue encontrado
por la Iglesia Cristiana de Roma en el puerto de Puteoli y desde allí
conducido y acompañado hasta su lugar de prisión. Si bien llegaba como
102

prisionero, no por ello lo hacía agobiado, pues había deseado


ardientemente conocer a la firme comunidad romana. A Saulo se le
permitió alquilar su propio alojamiento, donde quedó prisionero por dos
años, con una guardia permanente de dos soldados, cada uno en su
correspondiente turno. Saulo no fue tratado como un criminal común sino
como un ciudadano romano a quien debían respetárseles sus derechos, y
que, por otro lado, tenía suficientes bienes como para que se le tuviera en
consideración. A los tres días de establecido en Roma comenzó la tarea de
evangelizar que lo arrojó a todos los rumbos del mundo pequeño. Invitó a
los principales judíos a visitarlo y allí les habló del Mesías encarnado por
el Crucificado glorioso: Jesús de Nazaret.

Nuevamente el mensaje de Saulo halló oposición entre los de su propio


pueblo. Y nuevamente, también, una Iglesia gentil lo honró y amó por la
tarea que estaba realizando, aun con los medios precarios de que podía
disponer. Lo visitaban con frecuencia y lo consultaban para la acción y
por problemas comunes de cada día que aparecían en medio de la
comunidad.

La estrecha prisión de Saulo no podía contener a la creciente congregación


de Roma, pero hogares grandes, de gente de muy buena posición, se
abrieron generosamente, como una flor, para brindar la esencia de la
hospitalidad a la Iglesia. Ésta estaba formada, en su mayor parte, no como
la Iglesia de Corinto de plebeyos, sino de conversos ricos y poderosos. Los
triunfos de Saulo en Roma se sumaron a la larga serie de los obtenidos en
otros lugares.

No obstante, la Iglesia romana debió pasar por pruebas de fuego. Fue en el


año 64 cuando Nerón, el emperador más brutal del mundo, acusó a los
cristianos del incendio de Roma, que él mismo y sus secuaces habían
encendido. Llevados ante tribunales venales les fueron arrancadas
confesiones espúreas y a los que no lo hacían les arrancaban la lengua.
Todos eran condenados a la pena capital. Los cristianos fueron entregados
como diversión a la muchedumbre. Algunos fueron envueltos en pieles de
animales y arrojados a los perros salvajes y por éstos destrozados; otros
fueron amarrados a cruces y, cuando la luz del día desaparecía, fueron
quemados como antorchas que iluminaron los jardines del "cristianicida"
Nerón. Resultó de tanta canalla y ruindad un sentimiento de simpatía
hacia aquellos que enfrentaban tantos improperios con una palabra de
perdón. Los suplicios a los cristianos no eran castigo de crímenes sino
saciamiento de la crueldad monstruosa de un degenerado. ¡Y lo que
comenzó como un castigo terminó como el odio hacia el inspirador de tan
demoníaca acción!

Saulo de Tarso también murió en sus manos de rapiña.


103

XIII

La estancia última lo había recibido como a un desconocido. Simón de


Cirene entró en su antiguo ciudad nativa, junto a sus seres queridos,
como un intruso. Los años transcurridos lo habían cambiado mucho a él
para que se lo pudiera reconocer ; en cambio Cirene seguía siendo la
misma pequeña ciudad, con un poco de acrecentamiento, que apenas si se
notaba, y con un poco más del polvo de los años. Había salido muchacho
fornido, rodeado con la aureola de leyenda de su potencia, y volvía
agobiado por el peso de los años; dolorido de tanto sufrimiento; acosado
de tanta persecución, pero manteniendo en alto un espíritu que hacía
reverdecer esperanzas, muchas veces marchitas en el cuenco de su
corazón. Había salido solo; volvía acompañado de los seres más queridos
que la misericordia divina —así lo reconocía— le quiso otorgar. Lo habían
despedido con cariño sin par su padre y sus amigos y al volver no
encontró ninguna cara conocida que le diera la bienvenida. Había
conocido mucho mundo ajeno y desconocía el suelo de su infancia. La
estancia gigantesca de su mundo infantil se había achicado a medida que
recorría aquel mundo ajeno; por eso es que a la vuelta de los años, todo le
parecía mínimo, insignificante, gastado. La imagen guardada en lo más
recóndito del ser no correspondía a la que le devolvía el espejo de una
realidad que ponía nostalgia en el sentir y nubes humedecidas en los ojos.
Recorrió las mismas viejas callejuelas de Cirene, que callaban una historia
de siglos a los oídos atentos de María de Magdala, pero que la susurraban
en el alma del cireneo. El polvo del camino cubrió, otra vez, los pies
calzados de sandalias abiertas, que hacía mucho tiempo se empolvaban de
otros rumbos. Sintió nuevamente el calor tibio de aquel suelo añorado
siempre y poseído ahora, le daba la sensación de algo inerte. Sus ojos
acostumbrados a mirar distancias, abarcaron el horizonte y su alma de
niño y de joven fue a darse un baño de paz en el arroyo cercano a la
chacra de su padre. Su padre. ¡ Cuánto tiempo que no lo veía! ¡Y ya no lo
vería más! Ni conocería a su esposa ni a sus hijos : Alejandro y Ruffo.
¡Cuánto le hubiera gustado a Simón decirle :

—"Padre, he aquí a María, de la ciudad de Magdala, la compañera de mi


vida y la madre de mis hijos; la madre de sus nietos: Alejandro y Ruffo".

Pero ya no se lo podía decir. Ya no lo podía escuchar el viejo Jacobo ben


Siché. Mientras esto pensaba, mientras rehacía, en su interior, el mundo
de su infancia, se acercaron a lo que fuera el campo de labor de la familia
de Simón en Cirene. El verano maduró las mieses. El campo seguía
cultivado como en los mejores tiempos. No sabía quién era el dueño ni
quién lo cultivara tan perfectamente. Sintió impulsos de ir a la vieja
casona donde pasara los primeros años de su vida en África, pero dejó
abandonados en su esfuerzo el impulso que se deshizo en un largo y
pronunciado suspiro.
104

Poco a poco fue rehaciéndose al ambiente, tanto tiempo ha, abandonado.


Los lazos sanguíneos que se deshicieron, se unieron fuertemente con
aquellos espirituales que el Crucificado de Nazaret establecía. También en
Cirene el impacto del cristianismo se había hecho sentir. Así que le fue
fácil encontrar una tarea en la que volcar las todavía tibias energías ; en la
cual depositar sus sedimentadas emociones, y aún ver los frutos que
siempre se esperan de una siembra feliz. Todo el esfuerzo de su madurez
se volcó en la tarea. La experiencia que enmienda errores le fue de ayuda.
La comunidad que lo había recibido cariñosamente recogió como en un
ánfora la enseñanza pródiga en secuencias. Comenzó ayudando y de
inmediato se irguió en el líder indiscutible de la comunidad. Se lo
consideró el "epíscopo" de mayor autoridad. Y secundado por su
inseparable y utilísima compañera, María de Magdala, llevaron a cabo una
obra de amor que no conocía sectores. Todo Cirene le había abierto la
puerta de par en par de su afecto fraternal. La leyenda de su fortaleza, que
aún perduraba, fue cediéndole lugar a la simpatía que despertaba su fe,
su contracción a la labor de difusión de la buena noticia de la salvación en
la Cruz del Calvario, su lealtad a principios de dignidad y de respeto y su
amor a toda cria-tura La renovada casita blanca que habitaban en Cirene
siempre estaba llena de amigos que venían a expresarle gratitud por algún
bien hecho en su favor, a rendirle el tributo de su admiración, o a recibir
la caricia tierna de sus manos y de sus palabras llenas de compasión. No
eran los más desdichados los que se allegaban; no faltaban tampoco los
poderosos del pueblo que le debían reconocimiento. Los niños formaban
corros alegres junto a las flores multicolores del bien cuidado jardincito.
Toda la comunidad cristiana de Cirene rodeaba como nietos a un abuelo
querido, a este Simón de Cirene, en su estancia, tal vez definitiva, dado lo
avanzado de su edad y de sus gastadas energías.

La calma y la paz reinante eran gozadas plenamente. Ni una sombra


turbaba la plácida lucidez de Cirene. La guardia de la Legión romana de
tanto en tanto hacía oír sus voces señalando las horas que se iban. La
quietud africana dominaba todos los músculos. Era el clima que se hendía
en las venas.

---"¡Centinela alerta! ¡Centinela alerta!" —fue el eco repetido


insistentemente que despertó inquieto una noche a Cirene.
Inmediatamente las autoridades del pueblo y en-re ellas Simón de Cirene
y una enorme masa humana se dirigieron a la guarnición militar romana
para requerir informes de la situación y del estado de alerta.

—"Del fondo del desierto, como una gigantesca nube de arena levantada
por el viento tropical, avanza una sombra apretada que... no sabemos, si
no son árabes en tren de conquista".

Fue la respuesta que recibieran del oficial al mando de la Legión. Y ya


nadie se volvió tranquilo a sus hogares. Los lugares altos y estratégicos
105

fueron ocupados como atalayas. Los ojos se extendían hacia el horizonte


oscurecido buscando una certeza. Los soldados patrullaban las calles
disponiendo pertrechos, imponiendo disciplina y ordenando cuadros, "por
si la necesidad lo requiere", era la orden. La noche avanzó lentamente.
Como nunca las horas se detenían para alargar la inquietud que no lo
necesitaba ya. Al fin alboreó. El rosicler, humedecido de imprescindible
rocío, puso una esperanza nueva en el pueblo sobrecogido de espanto. La
mañana ablandó la angustia. Disipó la incertidumbre. ¡Y la vida del
pueblo recobró la normalidad acostumbrada! El horizonte había perdido
su embrujo. Pero la nube de arena permanecía agazapada. El pueblo fue
formando su defensa. Disponiendo sus cuadros de milicianos. Alistando
sus armas. La segunda noche la inquietud fue menor. La nube de polvo en
el horizonte del desierto fue menguando. La tercera noche muy pocos,
entre ellos los legionarios, velaban sobre el sueño tranquilo del pueblo de
Cirene. El soplo del viento, del desierto que se esperaba se deshizo en una
fresca brisa de mar, por cambio de frente. ¡ Ya nadie oteaba el horizonte! ¡
Ni siquiera los legionarios! El "¡centinela alerta !" se durmió en los labios
militares y despertó la sed del brebaje consuetudinario. La leva general de
infantes fue relajando su tensión. Las mujeres y los niños que se habían
refugiado volvieron a sus hogares sin temor. Sólo unas pocas quedaron
manteniendo los refugios dispuestos para la eventualidad. Entre ellas,
disponiéndolo todo, estaba María de Magdala.

Y cuando nadie lo esperaba, cuando nadie se fijó sobre el desierto en el


horizonte, la negra nube de polvo, ésta fue avanzando con rapidez, como
arrastrada por el simún, para cuando estuvo muy cerca de la ciudad, ser
avistada por la guarnición. Poco tiempo medió para disponer las filas de
soldados y la falange de infantes armados de lanzas, mientras que las filas
traseras presentaban sus más largas picas por entre los hombres del
frente. Los carros de guerra, a los que se prendían cuatro caballos, eran
insuficientes si las luchas se presentaban multitudinarias. Las catapultas
que habían introducido los legionarios podían hacer mella en una
infantería pesada y poco flexible. Todo estaba dispuesto para la lucha, si
la nube que venía del desierto era, como se pensaba, un ejército árabe de
conquista. Pronto debieron salir de su incertidumbre. Ya tenían a unos
pocos kilómetros el grueso del ejército árabe constituido por una veloz
caballería de arqueros, que montaban briosos y fuertes caballos puros, en
el centro de la línea y a los flancos, apretadas huestes de camellos feroces
en la carrera desenfrenada que se le impuso. Éstos llevaban fuertes
lanzas. Resonaban con ecos atronadores los cascos y hendían el aire los
gritos ululantes de la carga feroz, las blancas vestiduras volaban al
impulso de la marcha, y era un verdadero simún el invasor cercano. Los
fieros árabes se movieron oblicuamente en relación al frente de los
cireneos en buen orden ; éstos, siguiendo aquel movimiento por el flanco,
dejaron brechas en su orden de batalla, y de repente la caballería, en una
carga a fondo, ocupó algunos de aquellos claros y cayó sobre la hueste de
los cireneos. Simón se hallaba en la retaguardia de la infantería de la
106

defensa del pueblo, alentando, exhortando, animando a sus huestes. Le


faltaba el vigor de la juventud que lo hubiera convertido en un héroe de la
defensa sino en el libertador de su pueblo, pero hizo todo lo que estaba a
su alcance para defender ese terruño que era toda su posesión humana.
Junto a Simón estaban en la lucha sus propios hijos, que habían recibido
inspiración y ejemplo de la conducta paterna. La lucha se definía. El
centro y la derecha formada por la caballería de los legionarios romanos,
de la defensa cirenea se replegaron. Por algunos momentos el ala
izquierda de la defensa mantuvo a raya a los camelleros árabes, quienes
ayudados por el centro de la línea de caballería dio fácil cuenta de su ya
virtual vencido. Los carros de guerra cireneos quedaron de inmediato
inutilizados al ser volteados algunos de sus animales. Las catapultas ante
el arrollador avance de la caballería no pudieron ser utilizadas y de
haberlo hecho nada hubiera significado en el desarrollo de la cruenta
lucha. La defensa de Cirene fue batida. Los árabes arreciaron en su
ataque hasta el centro de la ciudad. Persiguió a la infantería cirenea con
ferocidad y saña. Aquélla se disolvió en una vasta muchedumbre de
fugitivos que corría, entre grandes nubes de polvo, y sin rehacerse ni
siquiera una sola vez, por la ardorosa planicie de Cirene. Entre el polvo y
la multitud fugitiva cabalgaban los vencedores, matando sin tregua, hasta
que la oscuridad puso fin a la dantesca batalla y a la cruel matanza. El
pueblo fue arrasado. Las casas devoradas. El botín asegurado. Una buena
cantidad de prisioneros llevados a la cautividad. El ejército árabe se
perdió, de regreso, en el desierto de donde había provenido, como
anunciador del averno.

Triste. Muy triste fue la tarea de remoción de escombros y de recolección


de muertos queridos. Entre éstos, las manos piadosas de María de
Magdala, separaron el cuerpo desgarrado, pisoteado y exánime de Simón,
el "epíscopo" de Cirene. De rodillas junto al cuerpo yerto de Simón,
llorando sangre de dolor, María era la imagen viviente de la desesperación.
Sus cabellos, cayendo desordenadamente sobre el rostro ensangrentado
de Simón, fueron una tibia mortaja. El rojo vivo de antaño era ahora una
fina corona de plata bruñida. Así de rodillas y así desesperada, pero por
otros motivos, se encontró un día frente a su destino, cuando el Maestro
de Galilea "le devolvió la vida" y la "envió con paz" de regreso a su
estancia. Ahora esa paz que siempre le acompañaba le había abandonado.
El amor único de su vida nueva, el aliento de sus días más difíciles, el
compañero entrañable de largas jornadas, la abandonaba. Se sentía sola.
Muy sola. Pero cuando levantó los ojos arrasados, en ellos se reflejó la
primera estrella. ¡Y allí estaba su consuelo! ¡Y brilló en su cielo la dulce
esperanza! Difícil. Muy difícil fue separarla de su compañero: Simón de
Cirene. La última estancia de su vida fue su querido, su añorado, su
pequeño Cirene. La última estancia también es la definitiva sobre este
mundo. Allí en Carene quedó para siempre lo que en vida fuera Simón de
Cirene. Simón de Cirene, el muchacho fornido, valiente que partió un día
por un impulso de su alma, rumbo a Palestina, la nación de sus mayores,
107

y que un día debió cargar con la Cruz de un desconocido, a quien


llamaban Jesús de Nazaret, y desde ese día la Cruz lo persiguió implacable
hasta que rindió su vida a sus plantas y recibió la bendición de
contemplar el rostro glorioso del resucitado eterno ; y el mismo impulso
que lo puso en marcha de Cirene, lo impele a una tarea de anunciar la
nueva noticia de la nueva vida a través de la Victoria de la Cruz ; y cierra
su ciclo, heroico y tierno, sencillo y gigante, de honor y de gloria, en la
defensa de su lar querido. Ciertamente —como Simón de Cirene más de
una vez lo dijera— todas las estancias de su vida fueron dirigidas por la
mano que guía el universo y se cuida de los "gorriones y de los lirios".

La misma mano eterna no dejó desamparada a la ya vencida María de


Magdala. Ella iba a retornar a Palestina, en busca de los lugares de sus
estancias más felices, cuando la viene a buscar Lucas, el médico amado.
Lucas está escribiendo una historia de los acontecimientos de la vida de
Jesús de Nazaret y venía a recabarlos de Simón de Cirene, que, recordaba,
"había llevado la Cruz de Jesús hasta la colina del monte Calvario". Y
María de Magdala fue la confidente de los azares y de los logros de Simón
en nombre de Jesús. Lucas recogía los detalles y cubría de ternuras la
vejez de la aún bella María de Magdala. Juntos habrían de recorrer los
caminos viejos que contaban la historia nueva del "amor redentor". Un día
tibio y claro zarpó un barco del puerto cercano a Cirene. En la cubierta
Lucas acompañaba a María de Magdala que despedía con las manos, con
los ojos y con el alma la tierra cálida de Cirene. Lucas recitó en los oídos
de María las palabras de Saulo: "...El amor es sufrido; el amor es
benigno... No se goza de la injusticia, más se goza con la verdad ; todo lo
soporta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. El amor nunca se acaba
..."

—"¿Y cómo llegó a esta certeza del amor nuestro querido hermano Saulo?"
—inquirió dulcemente María de Magdala.

_"Muchas son las causas y uno solo el móvil. Es el amor de Dios que
cubre, como un manto celeste, a toda la humanidad, y la abraza para
salvarla, en la Cruz del Calvario de Jesucristo, nuestro Señor. Y ese amor
volcado en el cuenco del corazón humano es el que realiza el prodigio de la
mejor vida sobre este mundo. Me temo que ese amor inmenso que atesoró
el alma de Saulo de Tarso no pudo dejar de inspirarse en una belleza sin
par que aquél conociera en los días de su juventud" —explicó Lucas. Un
rubor inconsciente subió al pálido rostro de María de Magdala. Lucas lo
notó y calló. El silencio fue significativo para ambos.

El barco en cuya cubierta llevaba a Lucas y a María de Magdala, entre


otros, se iba alejando de las costas de África. Su rumbo era N.E. El azul de
las aguas se oscurecía con las sombras cada vez más largas del navío. Un
sol poniente alargaba la sombra del barco hasta darle la figura débil y
prolongada de una senda. Un pájaro marino desapareció pronto. El aire
108

fresco estremeció las carnes de María. Se arrebujó en su manto oscuro


como la noche que se cernía. Una estrella se repitió en la plateada
superficie. Lejos. Lejos. Muy lejos quedaba la tierra de Cirene. ¡ Y allí,
también lejos... lejos . lejos: ¡ Simón! ¡ Simón de Cirene!

Cuando buscaban refugio en el interior del navío, María de Magdala


susurraba: "El amor nunca se acaba... !" "¡ Simón de Cirene !" "¡ Simón de
Cirene !"

VOCABULARIO

1. Mar Grande = Lo que hoy se conoce como Mar Mediterráneo. Mar de


Púrpura = Lo que hoy se llama Mar Rojo.
2. Estadio = Distancia equivalente a 200 metros cada uno,
aproximadamente.
3. Siclo = Medida de peso judía, igual a 4 gramos.
4. Septuaginta = Versión de la Biblia realizada en Alejandría por 70
sabios, muchos, años antes de Cristo.
5. Camino de un Sabbaton = Distancia de 1,109.62 mts.
6. Rabino = Maestro judío.
7. Milla = Distancia de 1.479,50 mts.
8. Jornada = Distancia de 29.590.00 mts.
9. Pie = Medida de 0,30 ctms.
10. Dracma = Moneda de oro de Persia de un valor aproximado a
los 5 dólares.
11. Trirreme = Barco con tres filas de remeros.
12. Shalom = Palabra hebrea equivalente a Paz.
13. Centurión = Jefe de una centuria de soldados romanos.
Tribuno = Jefe de una legión de soldados romanos.
14. Nisán = Mes judío correspondiente a nuestro abril.
15. Mischná = Nombre de una meseta palestina.
1. Luhith = Nombre de un monte de Palestina.
2. Khans = Refugio en el camino para las caravanas de camellos.
3. Publicanos = Empleados romanos encargados de cobrar los
impuestos.
4. Fariseos = Expositores de la Ley judía entre el pueblo.
5. Aleyyah = Pieza para huéspedes de categoría.
6. Saduceos = Secta religiosa de los judíos.
7. Ázimo = Pan sin levadura de la Pascua, que recordaba la huida de
Egipto.
8. Luneto = Arq. Especie de bovedilla abierta en la bóveda principal
para darle luz.
9. Arca = O cofre que en la Sinagoga sirve para guardar las tablas de la
Ley.
10. Shema = La Ley entre los judíos. Mandamientos.
11. Sayones = Policía del Templo de Jerusalén.
109

12. Legión = Compañía de soldados romanos compuesta de 6.000


infantes y 700 caballos.
13. Hora de sexta = Mediodía. División del día entre los judíos.
14. Cohorte = Cuerpo de infantería que constaba de 500 soldados.
15. Gerath = Medida de peso equivalente a 7,1 decigramo.
16. Teplhach = Medida de longitud de 8 a 10 ctms.
17. Hora de Nona = Aproximadamente las 3 de la tarde.
18. Hora prima = Cerca de las 10 horas.
19. Libra = Teso que consta de 460 gramos.
20. Marshram = Mes judío correspondiente a octubre-noviembre.
21. Escriba = Hombre hábil entre los hebreos, como nuestros
contadores, y buen escritor también.
22. Ahor = Punto cardinal igual a occidente.
23. Mesón = Casa donde concurren los forasteros, que pagando se
les da albergue, alimentos y también a las cabalgaduras.
24. Etnarca = Dirigente de una sinagoga.
25. Ancianos = Dirigentes de la Iglesia cristiana primitiva.
26. Pax Romana = Paz que disfrutó el imperio romano un tiempo.
Lex Romana = Ley que regía en el imperio para protección de las
27. familias y los bienes, incluso los esclavos.
28. Vía Apia = Camino afirmado que conducía a Roma.
29. Epíscopo = Rango de primacía en la Iglesia.
110

Contenido
I .............................................................................................................................................. 2
II ............................................................................................................................................ 8
III ......................................................................................................................................... 13
IV ......................................................................................................................................... 18
V .......................................................................................................................................... 30
VI ......................................................................................................................................... 40
VII........................................................................................................................................ 47
VIII ...................................................................................................................................... 62
IX ......................................................................................................................................... 66
X .......................................................................................................................................... 72
XI ......................................................................................................................................... 80
XII........................................................................................................................................ 97
XIII .................................................................................................................................... 103
VOCABULARIO ............................................................................................................. 108
111

165
164

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