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EL MENDRUGO DE PAN

Ella todo lo transformaba en poesía, se dice que no se nace poetisa, ella sí, le faltaban solo
encontrar las palabras, pero en las noches de cándida niñez, a la tenue luz de las lamparitas, vivía
historias que desde las páginas de tanto libro, saltaban a sus caminos de ensueños. Que gigantes
e inalcanzables, se veían las cúspides de los árboles de su casa materna, donde se crió, donde fluyó
su vocación por la poesía. De pronto la tierra se estremecía, el tambor de un tren anunciaba su
paso, los bocinazos cortos y uno largo saludan al viento. Inunda su memoria, el perfume de los
rojos cardenales, que pintaban su ropa al pasar. El nogal con sus frutos, regalaba lluvias sobre el
caldo caliente, el puré verde del palto, enriquecía el tibio pan, salido de ese horno de barro con
boca a veces negra fría o roja ardiente. ¿Que será del generoso protector parral?. Con el tiempo,
sus piernas, fueron ganando fuerzas y seguridad al pisar. Trepaba por las ramas de los árboles,
desde allí se veía el convoy en su raudo andar, fue su manera de jugar, alcanzando con sus manos
a la pálida luna o al brillante sol matinal. Los rayos de la estrella solar, pintaron de flores amarillas
sus largas pestañas. Equináceas multicolores, coronaron su pelo, Era la casa vieja, desde donde
salió solo para hacerse mujer y madre. Herencia que se perdió hiriéndola casi mortalmente,
llevándose su niñez, su adolescencia por un fajo de monedas que se escurrió como el agua entra
las manos, dejándole en la nada. Pero, no, algo quedó, el embrión de los poemas. Sucedió
cuando su corazón menos lo esperaba. Aún viven en su memoria, los fantasmas de su historia
familiar. Han quedado las huellas de estos pedestales de pies pequeñitos, desnudos soterrados en
el jardín. La montaña, dura, fría y silente la trasformaba en un paisaje, que invitaba al amor, su
silueta era una ninfa elevándose al sol, era mujer de tierra. En las noches cordilleranas, diáfanas
estrelladas, con la galaxia al alcance la mano, parecía que el universo entero se rendía a su
presencia, era mujer de aire. De nuevo el sismo, ahora nocturno, los bogíes del tren saltan sobre
los durmientes, quebrando lo noche dos bocinados cortos y uno largo. Cuando las rocas del mar,
le ofrecían su regazo para recibir su espalda, ella se vestía de arco iris, una acuarela de colores,
mientras el mar complaciente, subyugado le besaba sus pies, una y otra vez, era mujer de agua.
Esa brisa costera que le salaba sus labios, se convertían en miel cuando besaba con pasión. Por
eso no me extrañó tanto, si algo me sorprendió, que ya desde la ventana, con sus hojas abiertas de
par en par, al mediodía, como esperándole para un abrazo de bienvenida, se percibía el aroma
de las especies al bullir. Vi mi propia sonrisa, reflejada en el cristal. En el umbral de la puerta, el
olfato adivinó el manjar. Raudamente, me acercó a la cocina, aflojando la corbata, un pequeño
beso en sus labios y untado en salsa un mendrugo de pan, me recibieron como premio al llegar.
También eran felices las ollas, que con sus tapas aplaudían, la escena que acaban de ver, mientras
fumaban esa nube blanca que dejaban escapar. De pronto ella se desvaneció en mis brazos, había
tomado una ducha de agua fría, sin embargo su cuerpo ahora hervía en fiebre, balbuceando
murmurantes desvaríos excitantes, calientes. Con la misma rapidez y forma que cayó la blanca
espuma alrededor de la olla de la abuela, se derrumbó su vestido al suelo, como manta que
descubre una estatua de marfil, desapareció ante mis ojos la mujer y surgió como un rayo la
hembra. La tela cubrió solo hasta la altura de sus tobillos. Arriba no quedó nada, solo el color
canela de su cuerpo, totalmente desnudo, que hambriento, sediento besé. No, no, lamí hice
mucho más que eso, pues succioné todos sus pensamientos, mientras el rostro de ella sonrojó, su
cara, se llenó de una mezcla de sorpresa, vergüenza, pudor y pasión. La olla aboyada herencia de
la abuela se cubrió con la tapa para no mirar. La cuchara de madera tallada por el abuelo su
hundió en la sopa. La llama azul se recogió en sí misma. El perrito vestido de blanco algodón, se
escabullo rápidamente entre las patas de la mesa para ocultarse en su rincón. El gato perezoso,
desganado salió por el estrecho espacio que le regaló el ventanal. El azúcar y la sal saltaron desde
la alacena para darle sabor a su recóndita e erizada piel. El remesón del tren en su nuevo transitar,
cooperó en el momento preciso, los bocinas no pudieron opacar nuestros gemidos ahogados, de
los espasmos. Es que para el amor es útil cualquier tiempo y lugar. Las pastas a la primavera,
pueden esperar. El nunca fumó pero en la calma, recobrada la normal respiración, ya satisfecho
un cigarrillo deseó. Cuan afrodisiaco, puede ser un mendrugo de pan, untado en pomarola. Ella
nunca perdió el deseo al momento de hacer el amor, lo delataba su cuerpo, su prosa, se palpitante
manera de escribir. Pero como todo, ese paraíso se terminó, ni siquiera tuve la fuerza o la
hidalguía de pedirle perdón. No fue con escándalos histéricos, cuando me dijo que todo terminó,
sus ojos pintabas aros de rojo sangre, de la noche de insomnio y llanto, lágrimas que frente a mi
jamás derramó. Hoy que no la tengo, no la toco, no la escucho, solamente no puedo renunciar a
pensarle, recordando lo que en su pecho fui feliz y donde tantas veces morí. Sin embargo a ella se
le hizo fácil olvidarme, reemplazar tantas horas felicidad, que en otras bocas borró, haciendo
alarde con los besos que yo le enseñé. Hoy descansa en brazos que no son los míos, espero que le
den el amor y la fidelidad que le negué. Su nombre lo esculpiré en la roca más alta con el cincel de
acero, producto de mis lágrimas producto de lo que siento por ese amor desperdiciado,
derrochado. Cada cuatro de agosto, añoro el momento en que la conocí. Si Dios la hizo desde una
costilla, cuando me dejó se llevó algo mas, arrastró mi vital, quebrado corazón (Mario Fuentes
San Martín, escribidor).

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