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GILLES DELEUZE ‐ Pensamiento nómada (Sobre Nietzsche)
Si nos preguntamos qué es o en qué se ha convertido Nietzsche hoy, sabemos bien en qué
dirección hemos de buscar. Hay que mirar hacia los jóvenes que están leyendo a Nietzsche,
descubriendo a Nietzsche. Nosotros, la mayor parte de los presentes, somos ya demasiado
viejos. ¿Qué es lo que un joven descubre hoy en Nietzsche, que no es seguramente lo mismo
que descubrió mi generación, como eso no era ya lo mismo que habían descubierto las
generaciones anteriores? ¿Por qué los músicos jóvenes sienten hoy que Nietzsche tiene que
ver con lo que hacen, aunque no hagan en absoluto una música nietzscheana, por qué los
pintores jóvenes, los cineastas jóvenes se sienten atraídos por Nietzsche? ¿Qué está pasando,
es decir, cómo están recibiendo a Nietzsche? Todo lo que en rigor podemos explicar desde
fuera es el modo en que Nietzsche siempre reclamó, para sí mismo tanto como para sus
lectores contemporáneos y futuros, cierto derecho al contrasentido. Da igual qué derecho, por
otra parte, puesto que posee reglas secretas, pero en todo caso cierto derecho al
contrasentido, del que hablaré enseguida, y que hace que no venga al caso comentar a
Nietzsche como se comenta a Descartes o a Hegel. Me pregunto: ¿quién es, hoy, el joven
nietzscheano? ¿El que prepara un trabajo sobre Nietzsche? Quizá. ¿0 es más bien aquel que,
poco importa si voluntaria o involuntariamente, produce enunciados singularmente
nietzscheanos en el curso de una acción, de una pasión o de una experiencia? Hasta donde yo
sé, uno de los textos recientes más hermosos, y uno de los más profundamente nietzscheanos,
es el que ha escrito Richard Deshayes, Vivir es sobrevivir, un poco antes de ser alcanzado por
una granada en una manifestación (Richard Deshayes: estudiante de enseñanza media de extrema
izquierda, herido por la policía durante una manifestación en 1971). Quizá una cosa no excluye la
otra. Acaso sea posible escribir sobre Nietzsche y además producir enunciados nietzscheanos
en el curso de la experiencia.
Somos conscientes de los riesgos que nos acechan en esta pregunta: ¿qué es Nietzsche hoy?
Riesgo de demagogia («Los jóvenes están con nosotros…»). Riesgo de paternalismo (consejos a
un joven lector de Nietzsche). Y, sobre todo, el riesgo de una abominable síntesis. En el origen
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de nuestra cultura moderna está la trinidad Nietzsche, Freud, Marx. Da igual si todo el mundo
se ha deshecho de ella de antemano. Puede que Marx y Freud sean el amanecer de nuestra
cultura, pero Nietzsche es algo completamente distinto, es el amanecer de una contra‐cultura.
Es evidente que la sociedad moderna no funciona mediante códigos. Es una sociedad que
funciona a partir de otras bases. Si consideramos, pues, no tanto a Marx y Freud literalmente,
sino aquello en lo que se han convertido el marxismo y el freudismo, vemos que están
inmersos en una suerte de intento de recodificación:
‐ por parte del Estado, en el caso del marxismo («es el Estado quien te puso enfermo y
el Estado es quien te curará», porque ya no será el mismo Estado);
‐ por parte de la familia, en el caso del freudismo (la familia te pone enfermo y la familia
te cura, porque no es ya la misma familia).
Esto es lo que sitúa ciertamente, en el horizonte de nuestra cultura, al marxismo y al
psicoanálisis como las dos burocracias fundamentales, una pública y otra privada, cuyo
objetivo es realizar mejor o peor una recodificación de lo que no deja de descodificarse en
nuestro horizonte. La labor de Nietzsche, en cambio, no es ésa en absoluto. Su problema es
otro. A través de todos los códigos del pasado, del presente o del futuro, para él se trata de
dejar pasar algo que no se deja y que jamás se dejará codificar. Transmitirlo a un nuevo
cuerpo, inventar un cuerpo al que pueda transmitirse y en el que pueda circular: un cuerpo
que sería el nuestro, el de la Tierra, el de la escritura…
Sabemos cuáles son los grandes instrumentos de codificación. Las sociedades no cambian
tanto, no disponen de infinitos medios de codificación.
Conocemos tres medios principales:
‐ la ley,
‐ el contrato
‐ y la institución.
Los hallamos bien representados, por ejemplo, en las relaciones que los hombres han
mantenido con los libros. Hay libros de la ley, en los cuales la relación del lector con el libro
pasa por la ley. Se les llama precisamente códigos en otros lugares, y también libros sagrados.
Hay otra clase de libros que tienen que ver con el contrato, con la relación contractual
burguesa. Ésta es la base de la literatura laica y de la relación comercial con el libro: yo te
compro, tú me das qué leer; una relación contractual en la cual todo el mundo está atrapado:
autor, editor, lector. Y hay, luego, una tercera clase de libros, los libros políticos,
preferentemente revolucionarios, que se presentan como libros de instituciones, ya se trate de
instituciones presentes o futuras. Y hay toda clase de mezclas: libros contractuales o
institucionales que se tratan como libros sagrados…, etcétera. Todos los tipos de codificación
están tan presentes, tan subyacentes, que los encontramos unos en otros.
Tomemos otro ejemplo, el de la locura: los intentos de codificar la locura se han llevado a cabo
de las tres formas. Primero, bajo la forma de la ley, es decir, del hospital, del manicomio ‐ la
codificación represiva, el encierro, el antiguo encierro que está llamado a convertirse, andando
el tiempo, en una última esperanza de salvación, cuando los locos empiecen a decir: «Qué
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buenos tiempos aquellos en que nos encerraban, porque ahora nos hacen cosas peores». Y
hay una especie de golpe magistral, que ha sido el del psicoanálisis: se sabía que había quienes
escapaban a la relación contractual burguesa tal y como se manifiesta en la medicina, a saber,
los locos, ya que no podían ser parte contratante por estar jurídicamente «inhabilitados». La
genialidad de Freud consistió en atraer a la relación contractual a una gran parte de los locos,
en el sentido más lato del término, los neuróticos, explicando que era posible un contrato
especial con ellos (de ahí el abandono de la hipnosis). Fue el primero en introducir en la
psiquiatría ‐ y ello ha constituido finalmente la novedad psicoanalítica‐ la relación contractual
burguesa, excluida hasta ese momento. Y después nos encontramos con las tentativas más
recientes, en las cuales son evidentes las implicaciones políticas y a veces las ambiciones
revolucionarias, las tentativas llamadas institucionales. He ahí el triple medio de codificación: si
no es la ley, será la relación contractual, y si no la institución. Y en estos códigos florecen
nuestras burocracias.
Ante la forma en que nuestras sociedades se descodifican, en que sus códigos se escapan por
todos sus poros, Nietzsche no intenta llevar a cabo una recodificación. Él dice: esto no ha
hecho más que empezar, todavía no habéis visto nada (“la igualación del hombre europeo es
hoy el gran proceso irreversible: habría incluso que acelerarlo.”). En cuanto a lo que piensa y
escribe, Nietzsche persigue un intento de descodificación, no en el sentido de esa
descodificación relativa que consistiría en descifrar los códigos antiguos, presentes o futuros,
sino de una descodificación absoluta: transmitir algo que no sea codificable, perturbar todos
los códigos. Esto no es fácil, ni siquiera en el nivel de la mera escritura y del lenguaje. Sólo le
encuentro parecido con Kafka, con lo que Kafka hace con el alemán en función de la situación
lingüística de los judíos de Praga: construye, en alemán, una máquina de guerra contra el
alemán; a fuerza de indeterminación y de sobriedad, transmite bajo el código del alemán algo
que nunca se había escuchado. En cuanto a Nietzsche, él se siente polaco frente al alemán. Se
sirve del alemán para poner en marcha una máquina de guerra que transmita algo que no se
puede codificar en alemán. Eso es el estilo como política. En términos más generales, ¿en qué
consiste el esfuerzo de este pensamiento, que pretende transmitir sus flujos por encima de las
leyes, recusándolas, por encima de las relaciones contractuales, desmintiéndolas, y por encima
de las instituciones, parodiándolas? Vuelvo otra vez al ejemplo del psicoanálisis: ¿por qué una
psicoanalista tan original como Melanie Klein permanece aún en el sistema psicoanalítico? Ella
misma lo dice a la perfección: los objetos parciales de los que habla, con sus explosiones, sus
caudales, etcétera, son fantasías. Los pacientes aportan estados vividos, experimentados
intensivamente, y Melanie Klein los traduce como fantasías. Ahí tenemos un contrato,
específicamente un contrato: dame tus experiencias vividas, y yo te devolveré fantasías. Y el
contrato implica un intercambio de dinero y de palabras. Aún más, un psicoanalista como
Winnicott llega auténticamente al límite del análisis porque tiene la impresión de que, a partir
de cierto momento, este procedimiento no es conveniente. Hay un momento en el que ya no
se trata de traducir, de interpretar, de traducir en fantasías o de interpretar en significados o
significantes, no, no es eso. Hay un momento en el que hace falta compartir y meterse en el
ajo con el enfermo, hay que participar de su estado. ¿Se trata de una especie de simpatía, o de
empatía, de identificación? Como mínimo, es ciertamente más complicado. Lo que sentimos es
la necesidad de una relación que ya no sea legal, ni contractual, ni institucional. Y eso es lo que
sucede con Nietzsche. Leemos un aforismo o un poema del Zaratustra. Material y
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formalmente, estos textos no se comprenden ni mediante el establecimiento o la aplicación de
una ley, ni por la oferta de una relación contractual, ni a través de la instauración de una
institución. El único equivalente concebible podría ser «estar en el mismo barco». Algo de
Pascal que se vuelve contra el propio Pascal. Estamos embarcados en una especie de balsa de
la Medusa, mientras las bombas caen a nuestro alrededor y la nave deriva hacia los glaciales
subterráneos, o bien hacia los ríos tórridos, el Orinoco, el Amazonas, y los que van remando no
se aprecian entre ellos, se pelean, se devoran. Remar juntos es compartir, compartir algo, más
allá de toda ley, de todo contrato, de toda institución. Una deriva, un movimiento a la deriva o
una «desterritorialización»: lo digo de manera muy imprecisa, muy confusa, porque se trata de
una hipótesis o de una vaga impresión acerca de la originalidad de los textos nietzscheanos. Un
nuevo tipo de libro.
¿Cuáles son las características de un aforismo de Nietzsche para que llegue a producir esta
impresión? Hay una que Maurice Blanchot ha esclarecido particularmente en El diálogo
inconcluso. Es la relación con el exterior. En efecto, cuando se abre al azar un texto de
Nietzsche, se tiene una de las primeras ocasiones de soslayar la interioridad, ya sea la
interioridad del alma o de la conciencia o la interioridad de la esencia o del concepto, es decir,
aquello que siempre ha constituido el principio de la filosofía. Lo que confiere su estilo a la
filosofía es que la relación con lo exterior siempre está mediatizada y disuelta por y en una
interioridad. Nietzsche, al contrario, basa su pensamiento y su escritura en una relación
inmediata con el afuera. ¿Qué es un cuadro bello o un gran dibujo? Hay un marco. Un aforismo
también está enmarcado. Pero, ¿a partir de qué momento se convierte en belleza lo que hay
en el marco? A partir del momento en que sabemos y sentimos que el movimiento, que la
línea enmarcada viene de otra parte, que no comienza en el límite del cuadro. Como en la
película de Godard, se pinta el cuadro con el muro. Lejos de ser una delimitación de la
superficie pictórica, el marco es casi lo contrario, es lo que le pone en relación inmediata con el
exterior. Así, conectar el pensamiento con el exterior, eso es lo que, literalmente, nunca han
hecho los filósofos, incluso cuando han hablado de política, de paseo o de aire libre. No basta
con hablar del aire libre o del exterior para conectar el pensamiento directa e inmediatamente
con el exterior.
«[…] Llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pretexto, existen como existe
el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado convincentes, demasiado distintos
para ser ni siquiera odiados […] ». Éste es el célebre texto de Nietzsche sobre los fundadores
del Estado, «esos artistas con ojos de bronce» (Genealogía de la moral, II, 17). ¿0 es el de Kafka
sobre La muralla china? «Es imposible llegar a comprender cómo han llegado hasta la capital,
que está tan lejos de la frontera. Sin embargo, aquí están, y cada día parece aumentar su
número […] Es imposible conferenciar con ellos. No conocen nuestra lengua. […] ¡Hasta sus
caballos son carnívoros!». Pues bien: lo que decimos es que estos textos están atravesados por
un movimiento que viene del exterior, que no comienza en esa página del libro ni en las
precedentes, que no se mantiene en el marco del libro y que es completamente distinto del
movimiento imaginario de las representaciones o del movimiento abstracto de los conceptos
tal y como éstos tienen lugar habitualmente mediante las palabras o en la mente del lector.
Hay algo que se sale del libro, que entra en contacto con un puro exterior. En ello reside, según
creo, ese derecho al contrasentido en la obra de Nietzsche. Un aforismo es un juego de
fuerzas, un estado de fuerzas siempre exteriores las unas a las otras. Un aforismo no quiere
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decir nada, no significa nada, no tiene ni significante ni significado. Esas son formas de
restaurar la interioridad del texto. Un aforismo es una relación de fuerzas en la que la última,
es decir, al mismo tiempo la más reciente, la más actual y provisionalmente la última, es
también siempre la más exterior. Nietzsche lo plantea claramente: si queréis saber lo que
quiero decir, hallad la fuerza que le da sentido, si es preciso un nuevo sentido, a lo que digo.
Conectad el texto con esa fuerza. En este sentido, no hay problema alguno de interpretación
de Nietzsche, no hay más que problemas de maquinación: maquinar el texto de Nietzsche,
buscar la fuerza exterior actual mediante la cual transmite algo, una corriente de energía. Es
aquí donde nos encontramos con todos los problemas que plantean algunos textos de
Nietzsche que tienen resonancias fascistas o antisemitas… Y, tratándose de Nietzsche hoy,
hemos de reconocer que Nietzsche ha sustentado y sustenta aún a muchos jóvenes fascistas.
Hubo un tiempo en el que era importante mostrar que Nietzsche había sido utilizado,
falsificado, deformado completamente por los fascistas. Eso se llevó a cabo en la revista
Acéphale, con Jean Wahl, Bataille, Klossowski. Pero hoy ya no parece ser ése el problema. No
hay que luchar en el terreno de los textos. Y no porque no se pueda luchar en ese dominio,
sino porque esta lucha ya no es útil. Se trata más bien de encontrar, de asignar, de alcanzar las
fuerzas exteriores que dan a tal o cual frase de Nietzsche un sentido liberador, su sentido de
exterioridad. La pregunta por el carácter revolucionario de Nietzsche se plantea en el orden
del método: el método nietzscheano es lo que hace que el texto de Nietzsche no sea ya algo
acerca de lo cual hayamos de preguntarnos «¿Es fascista? ¿Es burgués? ¿Es revolucionario en
sí mismo?», sino un campo de exterioridad en el que combaten las fuerzas fascistas, burguesas
y revolucionarias. Planteado así el problema, la respuesta necesariamente conforme al método
es ésta: hallad la fuerza revolucionaria (¿quién es el superhombre?). Siempre una apelación a
nuevas fuerzas que vienen de fuera y que atraviesan y reformulan el texto nietzscheano en el
marco del aforismo. Éste es el contrasentido legítimo: tratar el aforismo como un fenómeno
que está a la espera de nuevas fuerzas que vendrán a «subyugarle», a hacerle funcionar o a
provocar su estallido.
El aforismo no es solamente una relación con el exterior, sino que su segunda característica es
estar en relación con lo intensivo, que es algo muy parecido. Sobre este punto, Klossowski y
Lyotard lo han dicho ya todo. Esos estados vividos de los que hablaba hace un momento,
cuando decía que no es necesario traducirlos en representaciones o en fantasías, que no hay
que someterlos a los códigos de la ley, del contrato o de la institución, que no hay que
canjearlos sino, al contrario, hacer de ellos fluidos que nos lleven siempre un poco más lejos,
más al exterior, eso es exactamente la intensidad, las intensidades. El estado vivido no es algo
subjetivo, o al menos no necesariamente. Tampoco es individual. Es el flujo, y la interrupción
del flujo, ya que cada intensidad está necesariamente en relación con otra intensidad cuando
pasa algo. Eso es lo que sucede bajo los códigos, lo que escapa de ellos y lo que los códigos
quieren traducir, convertir, canjear. Pero Nietzsche, con su escritura de intensidades, nos dice:
no cambiéis la intensidad por representaciones. La intensidad no remite a significados, que
serían como representaciones de cosas, ni a significantes, que serían como representaciones
de palabras. ¿Cuál es entonces su consistencia, como agente y a la vez como objeto de
descodificación? Esto es lo más misterioso de Nietzsche. La intensidad tiene que ver con los
nombres propios, y éstos no son ni representaciones de cosas (o de personas) ni
representaciones de palabras. Colectivos o individuales, los presocráticos, los romanos, los
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judíos, Jesucristo, el Anticristo, César Borgia, Zaratustra, todos esos nombres propios que
aparecen y reaparecen en los textos de Nietzsche no son significantes ni significados sino
designaciones de intensidad en un cuerpo que puede ser el cuerpo de la Tierra, el cuerpo del
libro, pero también el cuerpo sufriente de Nietzsche: yo soy todos los nombres de la historia…
Hay una especie de nomadismo, de desplazamiento perpetuo de las intensidades designadas
por los nombres propios, que penetran unas en otras a la vez que son experimentadas por un
cuerpo pleno. La intensidad sólo puede vivirse por la relación entre su inscripción móvil en un
cuerpo y la exterioridad igualmente móvil de un nombre propio, y por ello el nombre propio es
siempre una máscara, la máscara de un agente.
encontrar en un aforismo algo que nos haga reír, esa distribución de humor e ironía y ese
reparto de intensidades, entonces no hemos entendido nada.
Y aún queda un último punto. Volviendo al gran texto de La genealogía sobre el Estado y los
fundadores de imperios: «Llegan igual que el destino, sin motivo, razón», etcétera (La
genealogía de la moral, II, 17). Podemos reconocer en él a los llamados «hombres de la
producción asiática». Basándose en las comunidades rurales primitivas, el déspota construye
su máquina imperial que todo lo sobrecodifica con la burocracia y la administración que
organiza las grandes obras y se apropia del excedente («en poco tiempo surge, allí donde
aparecen, algo nuevo, una concreción de dominio dotada de vida, en la que partes y funciones
han sido delimitadas y puestas en conexión, en la que no tiene sitio absolutamente nada a lo
cual no se le haya dado antes un «sentido» en orden al todo»). Pero también podemos
preguntarnos si este texto no reúne dos fuerzas que pueden distinguirse en otro sentido ‐ y
que Kafka, por su parte, distinguía y hasta oponía en La muralla china‐ . Cuando se investiga el
modo en que las comunidades primitivas segmentarias han sido sustituidas por otras
formaciones de soberanía, cuestión que Nietzsche plantea en la segunda disertación de La
genealogía, vemos que se producen dos fenómenos estrictamente correlativos, pero del todo
diferentes. Es verdad que, en el centro, las comunidades rurales quedan atrapadas y regladas
en la máquina burocrática del déspota, con sus escribas, sus sacerdotes, sus funcionarios;
pero, en la periferia, las comunidades emprenden una especie de aventura, con otra clase de
unidad, nomádica en este caso, en una máquina de guerra nómada, y se descodifican en lugar
de dejarse sobrecodificar. Hay grupos enteros que se escapan, que se nomadizan: no como si
retornasen a un estadio anterior, sino como si emprendiesen una aventura que afecta a los
grupos sedentarios, la llamada del exterior, el movimiento. El nómada, con su máquina de
guerra, se opone al déspota con su máquina administrativa; la unidad nomádica extrínseca se
opone a la unidad despótica intrínseca. Y, a pesar de todo, son fenómenos tan correlativos y
compenetrados que el problema del déspota será cómo integrar, cómo interiorizar la máquina
de guerra nómada, y el del nómada cómo inventar una administración del imperio
conquistado. En el mismo punto en el que se confunden, no dejan de oponerse.
El discurso filosófico nació de la unidad imperial, a través de muchos avatares, los mismos que
conducen desde las formaciones imperiales hasta la ciudad griega. E incluso en la ciudad griega
el discurso filosófico mantiene una relación esencial con el déspota o con su sombra, con el
imperialismo, con la administración de las cosas y de las personas (se encuentran todo tipo de
pruebas de ello en el libro de Léo Strauss y Kojève sobre la tiranía) (L. Strauss, De la tyrannie,
seguido de Tyrannie et sagesse de Kojéve, reed. Gallimard. París. 1997). El discurso filosófico siempre
ha permanecido en una relación esencial con la ley, la institución y el contrato que constituyen
el problema del Soberano, y que atraviesan la historia sedentaria que va de las formaciones
despóticas hasta las democráticas. El «significante» es en verdad el último avatar filosófico del
déspota. Si Nietzsche se separa de la filosofía es quizá porque es el primero que concibe otro
tipo de discurso a modo de contra‐filosofía. Es decir, un discurso ante todo nómada, cuyos
enunciados no serían productos de una máquina racional administrativa, con los filósofos
como burócratas de la razón pura, sino de una máquina de guerra móvil. Acaso sea éste el
sentido en el que Nietzsche anuncia que con él comienza una nueva política (lo que Klossowski
ha llamado el complot contra la propia clase). Sabemos bien que, en nuestros regímenes, los
nómadas no tienen cabida: no se escatiman medios para regularlos, y apenas consiguen
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sobrevivir. Nietzsche vivió como uno de esos nómadas reducidos a no ser más que su sombra,
de pensión en pensión. Pero, por otra parte, el nómada no es necesariamente alguien que se
mueve: hay viajes inmóviles, viajes en intensidad, y hasta históricamente los nómadas no se
mueven como emigrantes sino que son, al revés, los que no se mueven, los que se nomadizan
para quedarse en el mismo sitio y escapar a los códigos. Sabemos que el problema
revolucionario, hoy, consiste en hallar una unidad de las luchas puntuales que no reconstruya
la organización despótica o burocrática del partido o del aparato de Estado: una máquina de
guerra que no remitiría a un aparato de Estado, una unidad nomádica en relación con el
Afuera, que no se sometería a la unidad despótica interna. Esto es quizá lo más profundo de
Nietzsche, la medida de su ruptura con la filosofía tal y como aparece en el aforismo: haber
hecho del pensamiento una máquina de guerra, una potencia nómada. E incluso aunque el
viaje sea inmóvil, aunque se haga sin moverse del lugar, aunque sea imperceptible,
inesperado, subterráneo, hemos de preguntar: ¿quiénes son hoy los nómadas? ¿Quiénes son
hoy nuestros verdaderos nietzscheanos?
DEBATE
André Flécheux.‐ Lo que me gustaría saber es cómo piensa Deleuze evitar la deconstrucción, es
decir, cómo puede conformarse con una lectura monádica de cada aforismo, a partir de lo
empírico y de lo exterior, porque esto me parece, desde un punto de vista heideggeriano,
extremadamente sospechoso. Me pregunto si el problema de la «anterioridad» que constituye
la lengua, la organización establecida, lo que usted llama «el déspota», permite comprender la
escritura de Nietzsche como una especie de lectura errática que procedería en cuanto tal de
una escritura errática, cuando Nietzsche se aplica a sí mismo una autocrítica y teniendo en
cuenta que las actuales ediciones nos lo descubren como un excepcional trabajador del estilo
para quien, en consecuencia, cada aforismo no es un sistema cerrado, sino que lleva implícita
toda una estructura de referencias. El estatuto de un afuera sin deconstrucción, en su
pensamiento, coincide con el de lo energético en Lyotard.
Una segunda pregunta, que se articula con la primera: en una época en la que la organización
errática, capitalista, llámela usted como quiera, lanza un desafío que es, finalmente, lo que
Heidegger llama el establecimiento de la técnica, ¿piensa usted, fuera de bromas, que el
nomadismo, como usted lo describe, es una respuesta seria?
Gilles Deleuze.‐ Si le he comprendido bien, dice usted que, desde un punto de vista
heideggeriano, yo soy sospechoso. Me congratula saberlo. En cuanto al método de
deconstrucción de los textos, entiendo perfectamente de qué se trata, y siento gran
admiración por él, pero no tiene nada que ver con el mío. Yo no me presento en absoluto
como un comentador de textos. Para mí, un texto no es más que un pequeño engranaje de
una práctica extratextual. No se trata de comentar el texto mediante un método de
deconstrucción, o mediante un método de práctica textual, o mediante otros métodos. Se
trata de averiguar para qué sirve en la práctica extratextual que prolonga el texto. Me
pregunta usted si creo en la respuesta de los nómadas. Sí, creo en ella. Gengis Kahn no fue un
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cualquiera. ¿Resurgirá del pasado? No lo sé. Si lo hace, en todo caso, será bajo una forma
distinta. Igual que el déspota interioriza la máquina de guerra nómada, la sociedad capitalista
interioriza constantemente una máquina de guerra revolucionaria. Los nuevos nómadas ya no
se constituyen en la periferia (porque ya no hay periferia); lo que me preguntaba era de qué
nómadas ‐ aunque sean inmóviles‐ es capaz nuestra sociedad.
André Flécheux.‐ Sí, pero usted ha excluido, en su exposición, lo que llamaba «la
interioridad»…
Gilles Deleuze.‐ Eso es un juego de palabras con el término «interioridad»…
André Flécheux.‐ ¿El viaje interior?
Gilles Deleuze‐ He dicho «viaje inmóvil». No es lo mismo que un viaje interior, es un viaje por el
cuerpo, si es preciso por cuerpos colectivos.
Mieke Taat.‐ Si le he comprendido bien, Deleuze, usted opone la risa, el humor y la ironía a la
mala conciencia. ¿Estaría usted de acuerdo en que la risa de Kafka, de Beckett o de Nietzsche
no excluye el llanto por estos escritores, siempre que las lágrimas no surjan de una fuente
interior o interiorizada, sino simplemente de una producción de flujos en la superficie del
cuerpo?
Gilles Deleuze.‐ Probablemente está usted en lo cierto.
Mieke Taat.‐ Tengo otra pregunta. Cuando usted contrapone el humor y la ironía a la mala
conciencia, no distingue una cosa de otra, como hacía en Lógica del sentido, donde el uno
pertenecía a la superficie y el otro a la profundidad. ¿No teme usted que la ironía esté
peligrosamente cercana a la mala conciencia?
Gilles Deleuze.‐ He cambiado de opinión. La oposición profundidad‐superficie ya no me
satisface. Lo que ahora me interesa son las relaciones entre un cuerpo lleno, un cuerpo sin
órganos, y los flujos que circulan por él.
Mieke Taat.‐ ¿Eso no excluiría, entonces, el resentimiento?
Gilles Deleuze.‐ ¡Claro que sí!
Notas:
(*) En Nietzsche aujourd’hui?, Tomo I: Intensités, UGE 10/18, París, 1973. pp. 159‐ 174 y
discusión (no se reproducen más que las preguntas dirigidas a Deleuze), pp. 185‐ 187 y 189‐
190). El coloquio Nietzsche aujourd’hui? se desarrolló en julio de 1972 en el Centro cultural
internacional de Cerisy‐la‐ Salle.
Texto extraído de “La isla desierta y otros textos”, Gilles Deleuze, págs. 321/332, editorial
Pre‐textos, Barcelona, España, 2005