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21/5/2019 Sobre los límites de la violencia - Giorgio Agamben | Revista Fractal

NÚMERO 78

Sobre los límites de la violencia*


Giorgio Agamben

C
incuenta años después de la publicación del ensayo de Benjamin sobre la crítica de la violencia
violencia, y
a más de sesenta años de la aparición de las Ré exions sur la violence de Sorel, una remeditación
del problema de los límites y el signi cado de la violencia no corre de ninguna manera el riesgo
de parecer inactual. Y esto no tanto porque, con la posibilidad de la destrucción instantánea del género
humano, la violencia haya alcanzado una dimensión que ni Benjamin ni Sorel podían imaginar —a tal
grado que nosotros podemos decir que vivimos hoy bajo la amenaza constante de una violencia que no
es ya, objetivamente, algo que esté a la altura del hombre—, sino porque tal vez nunca como hoy se
había planteado en términos tan ambiguos la relación de la violencia con la política. Es por esto que en
este estudio desplazaremos los ejes de una crítica de la violencia
violencia, desde su relación con el derecho y con
la justicia (que fue la tarea que Benjamin se propuso), hasta la exposición de su relación con la política. En
efecto, sólo una correcta localización de su relación con la política podrá permitirnos plantear el
problema de la violencia en sí y para sí, es decir, el problema del límite (si es que tal límite existe) que
separa a la violencia de la esfera de la cultura humana entendida en su sentido más amplio. Y es también
únicamente en este contexto en el que podemos plantear el problema de la única violencia que hoy sería
posible devolver a la altura del hombre: la violencia revolucionaria.

A primera vista, la exposición de la relación entre violencia y política puede parecer una tarea
contradictoria. Según una tradición que se remonta a los orígenes de la historia europea, violencia y
política se excluirían de hecho recíprocamente. Los griegos, que inventaron casi todos los conceptos de
los que hoy nos servimos para expresar nuestra experiencia de la política, designaban precisamente con
el término polis aquel modo de vida fundado en la palabra y no en la violencia
violencia.

Ser político, vivir en la polis, signi caba en primer lugar aceptar el principio de que todo fuera decidido a
violencia.1 Por consiguiente, el atributo
través de la palabra y la persuasión, y no con la fuerza y la violencia
esencial de la vida política se expresaba por medio de su caracterización como peitharchia, poder de la
persuasión; y este poder era tomado tan en serio que incluso el ciudadano condenado a la muerte tenía
que ser persuadido a matarse con sus propias manos.

La identi cación de la política con el lenguaje y la comprensión del lenguaje como esfera de la no-
violencia eran a tal grado totales que todo aquello que se encontraba por fuera de la polis —es decir,
tanto las relaciones con los esclavos como aquellas con los bárbaros— era, para los griegos, aneu logou. Y
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esto no se refería, evidentemente, a una privación siológica del habla, sino a la exclusión del único modo
de vida en el que el lenguaje tenía sentido realmente.

Esta propiedad del lenguaje de excluir de sí mismo cualquier posibilidad de violencia queda atestiguada,
como Benjamin bien observó, en la impunidad de la mentira en todas las legislaciones más antiguas. En
efecto, la caracterización de la vida política como peitharchia se fundaba en una comprensión particular
de su relación con la verdad y, por lo tanto, en la creencia de que la verdad tenía por sí misma el poder de
persuadir a la mente humana. «Persuasión» indicaba originariamente, para los griegos, no una técnica
particular (aquella que más tarde se convertiría en el arte del so sta), sino un atributo de la verdad. El
con icto constante que la losofía griega sostuvo, ya desde su surgimiento, con la esfera política tenía su
razón de ser precisamente en el hecho, observado por los lósofos (y, con particular amargura, por
Platón, quien asistió impotente a la condena a muerte de su maestro Sócrates), de que las verdades
políticas habían comenzado a perder su poder de persuasión y se encontraban, por lo tanto, cada vez
más expuestas a la amenaza de la violencia
violencia; fue por esto que emprendieron una búsqueda de verdades
que —situándose más allá de la esfera político-temporal— estuvieran radicalmente sustraídas de toda
posibilidad de violencia
violencia.

Desde este punto de vista, nuestra experiencia de la política es totalmente diferente de la griega, ya que
hemos podido observar con nuestros propios ojos que no sólo (como los lósofos griegos ya habían
señalado) la verdad en la política no es por sí misma su ciente para persuadir ante la violencia,
violencia sino que
es incluso posible la existencia de una forma de violencia —totalmente desconocida en la antigüedad—
que consiste precisamente en la introducción masiva de la mentira en la esfera política.

En este punto, la identi cación del lenguaje con la esfera de la no-violencia


violencia tiene que sufrir
necesariamente alguna restricción. Podemos incluso decir que el desmantelamiento de este principio es
una de las características que más claramente distinguen nuestra experiencia política de aquella de la
antigüedad, y que la relación diferente con el lenguaje que deriva de esto retira toda credibilidad a una
teoría política que siga queriendo fundarse sobre presupuestos griegos.

Así pues, corresponde a la época moderna el triste privilegio de haber transformado la constatación
evidente del poder sugestivo de la palabra en el proyecto consciente de introducir la violencia en el
lenguaje mismo. La manipulación de las consciencias a través de la violencia lingüística organizada se ha
convertido en una experiencia tan ordinaria que una exposición de las relaciones entre violencia y
lenguaje es hoy parte integrante de una teoría de la violencia.
violencia

Por lo demás, esta experiencia no se limita a la esfera de la política en sentido técnico, sino que de ahora
en adelante se ha introducido en el patrimonio cotidiano de los divertissements del hombre. La explosión
de la pornografía a partir de nales del siglo XVIII no es en realidad sino el descubrimiento (destinado
rápidamente a salir del terreno relativamente inocuo de la literatura) de que determinadas expresiones
lingüísticas en un cierto contexto pueden producir sobre aquellos que las perciben un efecto que se
encuentra al margen de su voluntad. Este efecto, que, puesto que actúa sobre el patrimonio instintivo del
cuerpo humano, pasa por encima de la voluntad y efectúa aquella reducción del hombre a naturaleza —
lo cual de ne el procedimiento típico de la violencia
violencia—, es la excitación erótica. Así, aquello que constituye
la fascinación de la pornografía es precisamente la aparición de la violencia en el reino mismo de la no-
violencia, es decir, en el lenguaje. En este sentido, el más serio y coherente de los teóricos de la
violencia
pornografía, el marqués de Sade, formuló el proyecto consciente (que constituye la contrapartida exacta
del proyecto kantiano de una máxima de la acción que pueda elevarse a ley universal) de encontrar una
forma de violencia «cuyo efecto continuara actuando in nitamente, incluso cuando yo hubiera cesado de
actuar, a tal punto que no existiera un solo instante de mi vida que, incluso durmiendo, no fuera causa de
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algún desorden y este desorden se extendiera al grado de provocar una corrupción generalizada y una
alteración tan formal que el efecto se prolongara también más allá de mi vida». La violencia lingüística le
ofreció este multiplicador universal de la violencia.
violencia

Por otra parte, mirando más atentamente, esta característica de la pornografía también está presente de
algún modo en una forma de expresión lingüística que se suele situar en el lugar más alto de la jerarquía
de los valores culturales: la expresión poética. No es una casualidad que, durante los mismos años en
que Sade formulaba su proyecto de una multiplicación universal de la violencia
violencia, Hölderlin (que es tan sólo
el primero de una larga serie de poetas que se sirvieron de imágenes de violencia para describir su
experiencia de la poesía) hablaba de la violencia de la palabra trágica, «la cual da la muerte, porque el
cuerpo del que ella se apodera mata de verdad».

El descubrimiento de que el uso de la violencia es en cierta medida una parte integrante del lenguaje
poético puede, por lo demás, ser remontado a Platón. Es curioso notar de qué modo el fundamento del
tan discutido ostracismo con el que él conminó a los poetas, sólo en raras ocasiones ha sido
comprendido, a pesar de ser, en un cierto sentido, perfectamente explícito. Esto se debe al
convencimiento de que la persuasión no podría volverse en ningún caso violenta. Éste es el presupuesto
de la teoría socrática, la cual de ne como maieutica (arte de la partera) el carácter más auténtico de la
relación lingüística libre entre seres humanos. La mayéutica es incompatible con la violencia
violencia, ya que la
violencia, como irrupción desde el exterior que tiene por efecto inmediato la negación de la libertad de
violencia
aquel sobre quien es ejercida, no puede de ningún modo llevar a la luz la espontaneidad creativa interior
de su víctima, sino únicamente su corporeidad desnuda. Precisamente porque la poesía ponía en acción
una forma de persuasión que no dependía de su relación con la verdad, sino de su peculiar e cacia
emotiva, vinculada al ritmo y a la música —y de algún modo actuaba, por lo tanto, violenta y
corporalmente—, Platón se vio obligado a expulsar a los poetas de su ciudad.

Pero aquello que verdaderamente cava un abismo entre nuestra experiencia política y la griega es el
descubrimiento de que la propia persuasión puede (en determinadas formas y circunstancias, es decir,
cuando queda desvinculada —gracias a las posibilidades modernas de reproducción del lenguaje escrito
y hablado— de la relación lingüística libre entre dos seres humanos) convertirse en violencia
violencia. Este
descubrimiento es el fundamento de una forma de violencia ampliamente difundida en nuestra sociedad
y que, por lo menos en su estructura actual, es la única que nuestro tiempo puede pretender de modo
legítimo haber inventado: la propaganda.

La aparición de la propaganda nos conduce de vuelta al problema que constituye propiamente nuestro
objeto, a saber, aquel de la relación entre la violencia y la política. A este respecto, podemos observar que
en nuestro tiempo se ha difundido una teoría de la violencia que invierte completamente las ideas
tradicionales sobre el tema.

Según esta teoría, la violencia


violencia, lejos de ser incompatible (como lo creía Platón) con el arte de la partera,
sería más bien, en las palabras de Marx, «la partera de toda sociedad que está preñada de una nueva».
Esta frase de El capital adquiere una importancia particular no sólo porque puede decirse que todas las
discusiones modernas sobre la violencia no son otra cosa que intentos de exégesis de ella, sino también
porque, si se tiene presente la identi cación marxiana entre política y sociedad, su interpretación
correcta permitirá de igual forma comprender el modo en que Marx entiende la relación entre violencia y
política.

El problema no es tan simple como parece, ya que es evidente que el juicio de Marx no se re ere a
cualquier tipo de violencia
violencia. En efecto, frente a la violencia que, demoliendo la vieja forma social, despliega
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una acción mayéutica en relación con la nueva sociedad, se erige la violencia que conserva el derecho
existente y se opone a cualquier cambio. Esto signi ca que, en este punto, el problema se convierte en
aquel de la identi cación de una violencia justa, es decir, de la violencia que, girada hacia algo
radicalmente nuevo, puede aspirar legítimamente a de nirse como revolucionaria.

El criterio más común para identi car esta violencia se funda en aquello que podría de nirse como una
especie de darwinismo aplicado a la historia. Según esa teoría (que, aunque sea corrientemente
misti cada como marxismo ortodoxo, tiene en realidad muy poco que ver con el marxismo y deriva más
bien de la concepción sociológica burguesa de la historia que fue desarrollada en la segunda mitad del
siglo XIX bajo la in uencia del darwinismo), la Historia se con gura como un proceso regido por leyes
necesarias completamente análogas a aquellas que gobiernan el reino natural. La identi cación marxiana
del hombre y de la naturaleza —que implicaba una transformación radical de los dos conceptos (su
aufhebung, en términos dialécticos)— resulta aquí entendida groseramente como reducción de la Historia
a la idea de la naturaleza que imperaba en la ciencia del siglo XIX.2 La conciliación hegeliana entre
necesidad y libertad, a la que Marx había apuntado de manera constante, se vuelve así el presupuesto de
una instauración del reino de la necesidad mecanicista, que no deja en realidad ningún lugar para la
actividad humana libre y consciente.

A partir de estos presupuestos, el problema de la identi cación de la violencia justa se resuelve


rápidamente: que la violencia sea la partera de la historia signi ca, según esta teoría, que ella no tiene
otra tarea que la de apresurar y ayudar a la veri cación —por otra parte inevitable— de las leyes
necesarias de la Historia, y se de ne entonces como justa la violencia que responde a dicho n, y como
injusta aquella que se le resiste. Para entender plenamente lo grosero de esta interpretación es preciso
observar que, con base en ella, el papel del revolucionario se convierte en aquel de un naturalista que,
tras haber identi cado en la naturaleza cuál sería la especie condenada a sucumbir en la lucha por la
vida, se lanzara a apresurar esa desaparición empleando todos los medios de los que dispone, con el
único objetivo de acelerar la realización de las leyes de la evolución.

Y tal es, de hecho, el modelo de acción de los movimientos totalitarios que, en nuestro tiempo, invocaron
para sí mismos el derecho al uso de la violencia revolucionaria, al igual que de los procesos involutivos
de nidos en el seno de los auténticos movimientos revolucionarios: se trata, en resumen, de lo que
sucedió en la Alemania nazi con la deportación de los judíos y en Rusia, en la época de las grandes purgas
de 1935, con la deportación de poblaciones soviéticas enteras, con la única diferencia de que cuando, en
el primer caso, Hitler quería «apresurar» la realización de una ley de la naturaleza (la superioridad de la
raza aria), en el segundo caso Stalin creía «apresurar» la veri cación de una ley histórica no menos
necesaria.

De igual modo, sin tener en consideración las ruinosas consecuencias que esta teoría ha ejercido en los
destinos políticos de nuestro tiempo, su defecto reside, desde el punto de vista que aquí nos interesa, en
su búsqueda del criterio de la violencia fuera de la propia violencia
violencia. Por consiguiente, ella no hace otra
cosa que encuadrar la teoría de la violencia en una teoría más amplia de los medios en relación con un
n superior que se coloca como el único criterio de la justicia de los medios mismos. Benjamin observó
con razón que lo que puede emerger de semejante sistema no es ya un criterio de la propia violencia
como principio, sino simplemente un criterio para los casos de su aplicación. La teoría que tiende a
justi car el medio revolucionario a través de la justicia de su n, es tan contradictoria como la teoría
legalista que tiende a garantizar la justicia de los nes a través de la legitimidad de los medios represivos.

Así como la violencia que reina en la naturaleza no puede ser de nida como justa más que en relación
con el designio cósmico de la providencia divina, del mismo modo la violencia humana puede ser llamada
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justa sólo por aquellos que conciben la historia como moviéndose en un tiempo lineal homogéneo a lo
largo de un carril predeterminado (y tal es la visión del progresismo vulgar). Y así como la cultura europea
sintió la necesidad de una teodicea, es decir, de una justi cación losó ca de Dios, sólo cuando se
extinguió la fe inmediata en la justicia divina y se perdió la capacidad de conciliar la crueldad de la historia
con la bondad celeste, del mismo modo se comenzó a sentir la necesidad de una justi cación de la
violencia sólo cuando ya se había perdido la consciencia de su signi cado original. Pero una teoría de la
violencia revolucionaria encuadrada en una teodicea de la historia vacía de todo contenido la palabra
«revolución», porque el revolucionario se transformaría paradójicamente en una especie de Pangloss
convencido de que todo va por lo mejor en el mejor de los mundos posibles.

El problema que aquí nos interesa no es, por tanto, el de una justi cación de la violencia (entendida como
medio con respecto a un n justo), sino el de la búsqueda de una violencia que no necesitaría ninguna
justi cación, en la medida en que tendría en sí misma el criterio de su derecho a existir.

Para fundar una teoría de la violencia revolucionaria, tanto Sorel como, en sus huellas, Benjamin
advirtieron la necesidad de salir del círculo vicioso de los medios y los nes, buscando una forma de
violencia que, por su propia naturaleza, fuera irreductible a cualquier otra. Sorel respondió a esta
exigencia distinguiendo entre la fuerza, que tiende a la autoridad y al poder, es decir, a un nuevo estado, y
la violencia proletaria, que quiere más bien abolir el propio estado. Según Sorel, la fuente de todos los
malentendidos en el tema de la violencia proletaria residiría en el hecho de que Marx describió con
mucha minuciosidad los fenómenos de la evolución del orden capitalista, con sus cambios también
violentos, pero fue, por el contrario, muy sobrio en cuanto a los pormenores de la organización del
proletariado:

Esta insu ciencia de la obra de Marx tuvo como consecuencia el desvío del marxismo de su
verdadera naturaleza. Las personas que se enorgullecían de su ortodoxia marxista no
quisieron agregar nada esencial a aquello que su maestro había escrito y creyeron que
tenían que utilizar, para razonar sobre el proletariado, aquello que habían aprendido de la
historia de la burguesía. Por consiguiente, no sospecharon que había que establecer una
diferencia entre la fuerza que marcha hacia la autoridad y busca realizar una obediencia
automática, y la violencia que quiere romper esta autoridad. Según ellos, el proletariado
debe adquirir la fuerza del mismo modo en que la burguesía la adquirió, servirse de ella del
mismo modo en que la burguesía lo hizo y desembocar en un Estado socialista que remplace
al Estado burgués.3

Desarrollando la teoría soreliana de la huelga general proletaria, Benjamin buscó el modelo de la


violencia revolucionaria en la distinción entre violencia mítica, que funda el derecho y, por eso, puede
llamarse dominante, y violencia «pura e inmediata», que no quiere fundar el derecho, ni siquiera en la
forma de un ius condendum, sino derrocarlo junto con la fuerza en la que se apoya, es decir, el Estado, y
abrir así una nueva época histórica.

Sin embargo, la exigencia en ambos casos de encontrar una violencia que tuviera en sí misma su principio
y su centro fue medianamente satisfecha, porque, en última instancia, continúa siendo un criterio
teleológico —es decir, el n al que ella se dirige— la decisión de la cuestión: el derrocamiento del Estado y
el inicio de una nueva época histórica. A pesar de esto, tanto Sorel como Benjamin, bajo un ojo más
atento, atravesaron hasta el otro extremo el umbral a partir del cual se vuelve posible una teoría de la
violencia revolucionaria. ¿Qué es, en efecto, una violencia que no funda el derecho? ¿No contradice a la
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esencia misma de la violencia el hecho de que ella no a rme un poder? Y ¿qué con ere a la violencia
revolucionaria la milagrosa capacidad de hacer saltar el continuum de la historia y de dar así inicio a una
nueva era? En la respuesta a estas preguntas se especi ca la tarea de una teoría de la violencia
revolucionaria.

La idea de una violencia que deliberadamente no se propone a rmar un derecho, sino romper la
continuidad del tiempo humano y dar así inicio a una nueva época, no es tan inconcebible como a
primera vista lo parece, y se conoce al menos un ejemplo de ella, aunque éste se sitúa por fuera de la
experiencia de los pueblos llamados civilizados: la violencia sagrada. Casi todos los pueblos primitivos
conocen rituales violentos cuya celebración apunta a interrumpir el ujo homogéneo del tiempo profano
y, reactualizando el caos primordial, a permitir al hombre, que se convierte de nuevo en un
contemporáneo de los dioses, alcanzar la dimensión original de la creación. Cada vez que la vida de la
comunidad se encuentra amenazada o el cosmos le parece vacío y agotado, el hombre primitivo siente la
necesidad de recurrir a esta especie de regeneración del tiempo, y sólo después de ella una nueva época
(una nueva revolución del tiempo) puede dar inicio.

De forma bastante curiosa, estos ritos de regeneración del tiempo pueden ser encontrados con especial
frecuencia en los pueblos llamados creadores de historia: babilonios, egipcios, judíos, iraníes, romanos;
como si estos pueblos, que se arrancaron de un modo de vida fundado en un registro puramente cíclico y
biológico del tiempo, sintieran con mayor intensidad la necesidad de regenerarse periódicamente,
renovando ritualmente el acto de violencia que dio origen a su historia.

De hecho, el deseo de reintegrar en la violencia sagrada el tiempo de la creación original no nace, en los
pueblos en los que esta violencia existe, de un rechazo pesimista de la vida y de la realidad. Por el
contrario, es justamente a través de la irrupción imprevista de lo sagrado y de la interrupción del tiempo
profano como el hombre primitivo asume, en cada ocasión y hasta el punto más extremo (es decir, hasta
el sacri cio de sí mismo y de su sangre) su responsabilidad con respecto al cosmos, adquiriendo así,
nuevamente, el poder de acceder una vez más a la creación de una cultura y de un mundo histórico.

Los griegos que, por su concepción de la polis, se plantearon con especial urgencia el problema de la
violencia sagrada, expresaron todo su signi cado inquietante con la gura de Dionisio, es decir, de un
dios que muere y renace. En la intuición de esta proximidad esencial entre la vida y la muerte, entre la
violencia y la regeneración, y en el descubrimiento de que, haciendo la experiencia de esta proximidad, el
hombre es capaz de alcanzar una nueva generación del tiempo y un nuevo nacimiento, es en donde se
encuentra el carácter especí co de la violencia sagrada. Y, desde esta perspectiva, adquiere un signi cado
particular el hecho de que Las bacantes de Eurípides —es decir, una tragedia que tiene precisamente por
objeto el con icto entre la violencia sagrada del dios y la violencia profana de un tirano— se cierre con las
palabras que expresan la fe eterna del hombre en la posibilidad de que algo absolutamente nuevo e
inesperado pueda producirse, dando inicio nuevamente al tiempo:

Muchas veces los dioses actúan en contra de nuestras expectativas: lo que era de esperarse
no se cumple y el dios encuentra la vía para lo inesperado.

Hay una frase de Marx, en La ideología alemana, en la que la capacidad de la revolución para dar un
nuevo inicio a la historia y para fundar sobre nuevas bases la sociedad, es explícitamente puesta en
relación con el carácter particular de la experiencia que cumple en ella la clase revolucionaria. Marx
escribe que «la revolución no es necesaria sólo porque la clase dominante no puede ser abatida de
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ninguna otra manera, sino también porque sólo a través de la revolución la clase que la abate puede
conseguir liberarse de toda la vieja inmundicia y volverse por esto capaz de fundar nuevamente la
sociedad». Así pues, lo que con ere a la clase revolucionaria la capacidad única de abrir una nueva época
histórica es el hecho de que, en la negación de la clase dominante, ella experimenta su propia negación.

Si atribuimos ahora a la violencia el carácter que Marx asignó a la experiencia revolucionaria, podremos
decir que hemos encontrado el criterio sobre el cual se puede fundar una teoría de la violencia
revolucionaria.

No la violencia que es simplemente medio para el n justo de la negación del sistema existente, sino la
violencia que, en la negación del otro, hace la experiencia de la autonegación propia y, en la muerte del otro,
lleva a la consciencia la muerte propia, ésa es la violencia revolucionaria. Sólo en la medida en que es
portadora de esta consciencia, es decir, sólo en la medida en que frente a la acción violenta sepa que lo
que está en todo caso en cuestión es esencialmente su propia muerte, la clase revolucionaria adquiere no
ya el derecho, sino que asume más bien el terrible compromiso de recurrir a la violencia
violencia. Así como la
violencia sagrada, del mismo modo la violencia revolucionaria es ante todo pasión, en el sentido
etimológico de la palabra: autonegación y sacri cio de sí. Desde este punto de vista superior, tanto la
violencia represiva —que conserva el derecho— como la violencia del delincuente —que se limita a
negarlo—, al igual que toda violencia que se agote en la fundación de un nuevo derecho y de un nuevo
poder, son equivalentes, porque la negación del otro realizada por ellas permanece simplemente en
cuanto tal y nunca puede volverse negación de sí. Toda violencia meramente ejecutiva, de cualquier
proyecto del que se considere instrumento —como la sabiduría popular lo ha intuido al marcar con la
infamia a las guras del verdugo y del policía—, es esencialmente impura, porque le queda vedada la
única posibilidad que habría podido redimirla y, por lo tanto, la de hacer de la negación del otro su
autonegación.

Por esto, sólo la violencia revolucionaria resuelve la contradicción que ya Hegel había visto en el deseo
íntimo de la violencia,
violencia es decir, el hecho de que «ella se destruye a sí misma inmediatamente en su
concepto, en cuanto manifestación de una voluntad que anula la manifestación o la existencia de una
voluntad».4

Esta observación también nos proporciona el único criterio según el cual una violencia podrá aspirar
legítimamente a de nirse como revolucionaria, ya que es evidente, si consideramos que la experiencia
común que nuestra sociedad nos ofrece es la de una violencia que casi nunca es consciente de su
contradicción fundamental, que el efecto revolucionario no sigue inmediatamente a todo acto violento
dirigido contra la clase dominante como el efecto taumatúrgico a la absorción del remedio. Sólo quien, a
través de la violencia
violencia, alcanza conscientemente la negación de sí y es de este modo «liberado de la vieja
inmundicia», puede dar un nuevo inicio al mundo y, como lo ha hecho toda revolución, aspirar a una
interrupción mesiánica del tiempo y la apertura, no sólo de una nueva cronología (un novus ordo
sæclorum), sino de una nueva experiencia del tiempo, de una nueva Historia.

Así pues, el problema de la de nición de la violencia revolucionaria ha resultado ser aquel de la


exposición de su relación con la muerte. Esta circunstancia nos permite de igual modo precisar en qué
sentido es posible concebir la relación entre la violencia revolucionaria y la cultura.

Toda cultura está dirigida, de hecho, hacia la superación de la muerte. Se puede decir que todo aquello
que los hombres han pensado, conocido, escrito o formado como cultura fue formado, escrito, conocido
o pensado con el objetivo de reconciliarse con la muerte. Éste es también el fundamento de la oposición
que el hombre siempre ha visto entre violencia y lenguaje: porque el lenguaje es por excelencia la
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potencia humana dirigida contra la muerte y el único terreno sobre el cual le es posible al hombre
reconciliarse con ella. A la pregunta extrema que dice: «¿por qué hay algo en vez de nada?», la cultura
responde dirigiendo de nuevo la atención hacia el misterio, que Benjamin alguna vez de nió como «algo
para lo cual la envoltura es esencial», y termina en última instancia llevándonos a una región en la que
«nada» y «algo», «vida» y «muerte», «generación» y «negación» revelan su recíproca pertenencia y se
aproximan con ello hasta el límite de las posibilidades del lenguaje. Tras habernos conducido hasta el
umbral de aquello que no puede ser conocido ulteriormente en el lenguaje, la cultura agota su función.
En su tarea de reconciliar al hombre con la muerte, ella es incapaz de continuar adelante sin negarse.

Sólo la violencia revolucionaria puede sobrepasar este umbral. Ella es el punto en que el hombre
experimenta de la forma más deslumbrante la indisoluble unidad entre la vida y la muerte, la generación
y la negación. Que esta toma de consciencia pueda tener lugar sólo en una esfera que —por estar más
allá del lenguaje— perturba y expropia radicalmente al ser humano (porque la violencia
violencia, en cuanto
autonegación, no pertenece ni al agente ni a la víctima, sino que es esencialmente —como lo habían
intuido los griegos, que le habían dado forma en la gura de un dios loco— embriaguez y expropiación de
sí), que el viviente no pueda reconocer su esencial proximidad con la muerte sin, al mismo tiempo,
negarse, tal es el sello, puesto en custodia, del misterio más profundo y más sagrado de la existencia del
hombre entre sus semejantes.

De hecho, en la medida en que es esta experiencia de la negación propia, la violencia revolucionaria es lo


arrheton por excelencia, lo indecible que pasa eternamente por encima de las posibilidades del lenguaje y
que elude toda justi cación. Pero exactamente en la medida en que, en la violencia revolucionaria, el
hombre va más allá del lenguaje y se niega por consiguiente como ser dotado de habla, él puede alcanzar
la esfera original en la que el conocimiento del misterio que encontró su forma en la cultura se rompe y
un nuevo inicio se vuelve posible para su acción y para su palabra. Si en el inicio de la historia de la
salvación y de la conciliación con la muerte siempre quedará escrito: «En el principio era el verbo», en el
inicio de toda nueva historia temporal siempre se leerá: «En el principio era la violencia
violencia».

Éste es el límite y, a la vez, la verdad insuprimible de la violencia revolucionaria. En la medida en que


supera el umbral de la cultura y se mantiene, en su gesto, en una zona inaccesible al lenguaje, la violencia
revolucionaria desciende, por así decirlo, a lo Absoluto y justi ca el hecho de que Hegel haya podido
expresar el carácter más profundo de la verdad a través de la imagen violenta de un «delirio báquico en
el que no hay ningún miembro que no esté ebrio».

Traducción del italiano:


Alan Cruz

© Giorgio Agamben, «Sui limiti della violenza», en Nuovi argomenti, núm. 17, 1970, pp. 154-174.

Bibliografía

Hannah Arendt, The Human Condition, Chicago, University of Chicago Press, 1958.
Georges Sorel, Ré exions sur la violence, París, Marcel Rivière, 1908.

* En una entrevista del 10 de noviembre de 1985 con el diario Reporter, Giorgio Agamben explica que el
nacimiento de este texto, publicado en 1970 cuando contaba con 28 años, se inscribe en un momento de
disgusto suyo hacia el movimiento de 1968: «En aquellos años leía a Hannah Arendt, a quien mis amigos
de izquierda consideraban una autora reaccionaria y de la cual no se podía hablar de ninguna forma. Mi
ensayo sobre los límites de la violencia
violencia, que arreglaba cuentas con el pensamiento de Arendt, fue

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rechazado por una revista del movimiento y tuvo que ser publicado en una revista literaria». Hay que
agregar que el 21 de febrero de 1970 Agamben envió por correo una carta acompañada de este texto al
domicilio personal de Arendt, un texto que, de acuerdo con su dedicatoria, «habría sido incapaz de
escribir sin la guía de tus libros». [N. del T.].

1 Véase la exposición que Hannah Arendt realiza sobre esta concepción griega de la política en el primer
capítulo de The Human Condition.

2 Es sorprendente que la ciencia contemporánea abandonó esta idea y no conoce ya leyes de la


naturaleza calcadas sobre un modelo mecanicista del mundo.

3 Georges Sorel, Ré exions sur la violence, p. 156.

4 G. W. F. Hegel, Principios de la losofía del derecho, i, iii, 92.

SOBRE EL AUTOR
Giorgio Agamben (1942) es un lósofo nacido en Roma, Italia. Es principalmente conocido por su larga investigación de
casi veinte años Homo sacer, en donde emprendió una arqueología de la política occidental que retoma elementos de la
obra de Martin Heidegger, Carl Schmitt, Walter Benjamin, Michel Foucault, entre muchos otros autores y registros. Entre
sus obras más leídas se encuentran La comunidad que viene (1990), El tiempo que resta (2000), Estado de excepción (2003),
El Reino y la Gloria (2007) y El uso de los cuerpos (2014).

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