Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
A La Busqueda de Dios - Basil Hume PDF
A La Busqueda de Dios - Basil Hume PDF
1. Instinto religioso
Esta noche me gustaría reflexionar con vosotros sobre
el hombre como ser religioso, y sobre un aspecto de la
liturgia que me parece estar íntimamente relacionado con
esto.
Estoy convencido de que el hombre es religioso por
naturaleza. El instinto religioso pertenece a su verdadera
naturaleza. Forma parte de su modo de ser el estar
orientado hacia Dios. Es verdad que para una amplia
mayoría de personas esta orientación es desconocida,
irreconocible. Frecuentemente se dirige hacia cosas
inferiores a Dios; pero así que la mente del hombre
empieza a tantear constantemente hacia el significado
fundamental de las cosas y su deseo anhela ser satisfecho
por este o aquel bien, entonces ha empezado ya la
ignorada, irreconocible y desconocida búsqueda de Dios.
Ciertamente, muchas de las frustraciones del hombre se
pueden atribuir al hecho de que en su condición presente
no puede alcanzar ni alcanza aquello que es fundamental
en el conocer y en el amar, y que pertenece, parece ser, a
la verdadera perfección de su naturaleza. Y en cuanto no
consigue alcanzarlo en el ámbito de su conocimiento y de
su amor, es un ser frustrado.
Su vida cristiana depende, en primera instancia, de algo
que está fuera de él, porque en primer lugar y
fundamentalmente, es una respuesta a una situación
histórica particular: la respuesta a un acontecimiento, a la
encarnación y a todo lo que se sigue de ella y, en último
término, a la resurrección. Tal como yo lo veo, el instinto
religioso es un hecho de mi naturaleza: está dentro de mí.
La respuesta cristiana, sin embargo, siendo en primer
lugar la respuesta a un acontecimiento, desde este punto
de vista, está fuera de mí. La «cosa» cristiana es la que da
sentido al instinto religioso y, en último término, lo lleva
a cabo, porque Cristo es el camino, la verdad y la vida, y
en él encontramos la razón fundamental de las cosas y el
amor fundamental anhelado por nuestra naturaleza.
Yo creo también que cada hombre es un cristiano
oculto. Y en dos sentidos. El hombre ha sido salvado por
Cristo, y por esto, solamente a través de Cristo puede
alcanzar la visión beatífica. Y además, todos los anhelos
por lo divino, sea cual sea la forma que tomen, son y
deben ser atribuidos al Espíritu santo. Esto en un nivel.
Pero el hombre es también un cristiano oculto, porque
aunque no se encuentre en una situación en que responda
conscientemente a los valores cristianos —con toda
probabilidad no conoce a Cristo y no habrá oído hablar de
estos valores— sin embargo, hay algo de Cristo en él, lo
mismo que en todos. Y pienso que esto es verdad en
muchos sentidos. El más obvio, el más simple, es el hecho
de que Cristo se hizo hombre. El hecho de que participe
de nuestra condición humana, da un significado a toda
vida humana, se encuentre donde se encuentre y sea cual
sea la fe que profese. Haciéndose hombre, Cristo se hizo
todos los hombres.
Sería fácil decir que el instinto religioso es algo que
pertenece a la naturaleza —es natural—, y que la «cosa»
cristiana es gratuita —pertenece a la gracia— y que por
esto es sobrenatural. Frecuentemente en mi pensamiento -
cosa desconocida— son instintos primitivos unidos al
miedo, a la necesidad de seguridad, a la búsqueda de la
figura paterna, y a un deseo primitivo de escapar de la
obscuridad. Encuentro que la mayor parte de estas cosas
son verdad. Pero una cosa es decir que nosotros somos
así, y otra cosa totalmente distinta es descubrir, y es
necesario que se descubra, una razón de por qué somos
así, de por qué tenemos estos instintos y qué significan.
Esta es la cuestión que necesita una respuesta.
Si tengo razón al decir que el instinto religioso es fuerte
en el hombre y que fácilmente puede ser despertado, y si
uno de sus constituyentes es la admiración estimulada por
la experiencia estética, es justo que subraye un aspecto
particular de la liturgia, y se trata solamente de un
aspecto. La liturgia tendría que ir siempre marcada por lo
bello, porque la belleza es uno de los medios por los que
somos conducidos hacia Dios. Una cosa bella nos habla
de Dios. Aquello que amamos en cualquier criatura es
solamente aquello en que Dios se refleja. Lo bello es lo
que puede despertar en nosotros admiración, lo que puede
llevarnos a una respuesta que no es exclusivamente
racional, y con razón esto es así, porque no somos
simplemente seres racionales, sino mucho más. Por esto la
liturgia, a veces y en ciertas circunstancias, nos tendría
que hablar deliberadamente de Dios a través de la belleza.
Y la belleza como constituyente de la liturgia será una
de las cosas que activará el instinto religioso; y también
será uno de los medios mediante los que este instinto
podrá ser expresado. Es importante que haya un decoro,
un orden, un ritmo. Realmente causa tristeza el que
mucho de lo que hacemos, no lo hagamos bien. La liturgia
se tendría que adaptar a circunstancias diferentes, a
diferentes estados de ánimo. Intimidad y simplicidad sería
lo propio de pequeños grupos. En ocasiones más
solemnes, el énfasis se tendría que poner en la belleza, el
respeto, el temor, la admiración.
¿Me será permitido añadir una pequeña nota a pie de
página? Una de las cosas que frecuentemente he advertido
en los últimos cuatro o cinco años, al volver a Ampleforth
después de haber estado ausente, es como un “pequeño
espanto” en mi interior.
Hemos adquirido el hábito de ser super-críticos –esto
no nos es peculiar, son los tiempos en que vivimos. La
gente está tensa. Todo se hace objeto de controversia, de
división. Es agotador, y no es una buena señal. Yo no creo
que podamos hacer mucho respecto a esto sino reír.
¿Sabéis? Uno queda totalmente estupefacto cuando
después de haber estado un poco tiempo con una familia,
vuelve aquí y encuentra a toda la gente tensa, más aun,
como resortes de muelle. Todos nosotros necesitamos
relajarnos, y criticar las cosas sin excitarnos. La confusión
se centra en la liturgia, aquello en que deberíamos
encontrar gusto y alegría. (¡El diablo es un tipo muy
astuto!). Nos conviene estar menos “tirantes”, y me
parece que entonces estaríamos más recogidos, más
devotos, y seríamos más caritativos.
26.1.71
2. Instinto monástico.
Durante un cierto tiempo me he sentido descorazonado
al penar en mi imperfección como monje. Mis
deficiencias toman diferentes formas. A veces soy
excesivamente “fácil”; otras veces soy lo que podríamos
llamar, un poco “mundano”. Cuando no soy ni lo uno ni
lo otro, la espina surge de mi vida de oración en la que
hay una falta de sensibilidad en mi respuesta a Dios. Es
más bien desconcertante que un abad haga una confesión
en público. Únicamente lo hago para mostrar solidaridad
con otros que tal vez sientan lo mismo.
¿Qué significado tiene ser “mundano”? Es difícil
decirlo. También es una equivocación procurar analizar el
concepto demasiado detalladamente y perderse en un
remolino de teorías sobre lo que significa «mundano» o
sobre lo que tendría que ser el papel que uno desempeña.
Esto sobre lo que estoy hablando es realmente un instinto
monástico, claramente reconoscible en aquellos que lo
tienen. Es una especie de instinto por el que a uno le es
posible juzgar lo que es apropiado para un monje y lo que
no lo es. Esto puede recubrir un amplio espectro de
actividades, actitudes, lenguaje, la manera de pasar las
vacaciones, de gastar dinero, la forma de hospitalidad que
ofrecemos, la forma como recibimos, nuestro
comportamiento, las cosas que decimos, nuestros valores.
No acabaríamos nunca.
No todos tenemos este instinto monástico, y si
pensamos tenerlo, no todos vivimos conforme a él. Sin
embargo, existe una atención, al alcance de todos
nosotros, para aquello que nos conviene o no. Por otra
parte, si te pones a señalar cosas que parecen inapropiadas
para un monje, no es siempre fácil dar una razón: es
simplemente un instinto. Hay dos palabras —que
usábamos tiempos atrás, y que todavía siguen siendo las
mejores—, que describen lo que tendría que ser la actitud
monástica hacia el mundo. Son: frugalidad y simplicidad.
Además, vale la pena añadir que no debemos dejarnos
engañar con el pensamiento de que el hecho de estar «en
onda» nos hará importantes o nos dará influencia. A nivel
de maestro de escuela, por ejemplo, esto podría ser una
equivocación ridícula, una equivocación que, a pesar de
todo, se comete.
Otros nos encontrarán fáciles, abordables, calurosos,
pero detectarán también otra cosa. Es «otra cosa»
edificada a lo largo de años de fidelidad, esforzándose,
teniendo el propio tesoro en otra parte. Personalmente no
me gusta en el terreno de las relaciones con el mundo
exterior (salidas para comidas, entrar a beber algo, etc.)
establecer reglas firmes y duras. Pero algunos prefieren
este método porque les gustan las cosas claras y precisas,
¡es cierto que la manera más fácil de llevar adelante un
monasterio es tener un montón de reglas! Pero no
necesitamos tener normas como: “No salimos para cenar”;
“sólo salimos para comer con parientes en primer grado
de consanguinidad”. Debe de haber una norma, pero
habrá y ha de haber excepciones y circunstancias
especiales. La forma más clara y más limpia sería decir:
“Esta es la regla, éste es el uso”. Pero no pienso que esto
sea benedictino. No creo que concuerde con principios
tales como: “Que lo tempere todo de tal manera que los
fuertes deseen todavía más y los flacos no se retiren
asustados”.
No creo que en un monasterio benedictino se haya de
tratar todo de la misma manera. Y permitidme añadir,
aunque pueda parecer un poco super-defensivo, que me
parece que los superiores no han de ser necesariamente
firmes. Es mucho lo que pesa sobre un individuo para
saber cuándo ha de preguntar y cuándo no debe hacerlo.
“No causa ningún daño preguntar” es lo que dice un
muchacho de escuelo, no un adulto. No es un intento de
“apretar”, sino más bien, de ayudar a abrirnos camino en
un área muy difícil y de grabar en todos nosotros,
incluyéndome a mí mismo, la importancia de la frugalidad
y de la simplicidad. La tendencia a tomarse las cosas a la
ligera es una parte de la manera de ser de cada uno de
nosotros.
Lo que intento decir es que cada uno de nosotros
tendríamos que reconocer nuestra responsabilidad, y de
esta manera cultivar lo que yo llamo “instinto monástico”.
Porque la espina no solamente es posible sacarla de
nuestra vida de oración: es la comunidad entera la que
puede sacarse su espina.
Para concluir permitidme recordaros el prólogo, en el
que San Benito habla de establecer una escuela del
servicio del Señor, en la que, dice: “esperamos no ordenar
nada duro ni pesado, pero si razonablemente, para la
corrección de malos hábitos y la conservación de la
caridad, se diera algo más estricto en la disciplina, no por
esto te desanimes y huyas».
La frase «corrección de malos hábitos» es dura, pero
tendríamos que entenderla en el sentido de no permitirnos
a nosotros mismos ser cómodos.
«La conservación de la caridad». Esto es profundo.
Para un nivel elevado en la vida monástica todos nosotros
dependemos del estímulo mutuo y del ejemplo.
Ciertamente estímulo y ejemplo, a los que yo añadiría
entusiasmo, son elementos que mantienen a flote a una
comunidad; estímulo del uno para con el otro, ejemplo del
uno para con el otro, y un entusiasmo general por todo lo
que somos y por todo lo que hacemos. La más grande
negación de sí mismo (para dar un paso adelante), la
manera más característica de vivir el capítulo 2 de la
Carta a los filipenses es, ciertamente, la capacidad de
lanzarse uno mismo a la vida monástica y trabajar con
entusiasmo en estos tiempos en los que la autocrítica y la
contestación podrían predisponernos a no implicarnos
suficientemente. Hay algo aquí, de gran importancia, que
cada uno de nosotros tendría que ponderar: abnegarnos a
nosotros mismos y lanzarnos a lo que sigue adelante, de
todo corazón y con entusiasmo, hasta en el caso de que
tuviéramos reservas mentales: esto, diría, es
una kenosis, un vaciarse de uno mismo. Y pienso que esta
es la cualidad que se nos pide hoy en la Iglesia.
12.2.73
2. Formación monástica
1. La ceremonia de la vestición
2. Humildad
Hay muchas formas de oración, las unas se adaptan a
ciertos temperamentos, las otras, a otros. El Espíritu santo
sopla donde quiere. Pero voy a hablar sobre una forma
que por el hecho de estar íntimamente ligada con toda la
búsqueda monástica de Dios, se tendría que guardar
especialmente como un tesoro: la oración de quietud.
Esta oración, tanto si dura cinco minutos como media
hora, renuncia a las palabras, las imágenes y las ideas.
Aunque esto no quiere decir que hayan de ser totalmente
excluidas. Lo que importa es adquirir la capacidad de
estarse silenciosamente en la presencia de Dios: que
cultivemos una silenciosa atención en la que el alma
encuentra a Dios en lo más profundo de sí misma.
Hay diferentes puntos de partida de acuerdo con
nuestra manera de considerar la vida, nuestro
temperamento, nuestras lecturas, nuestra educación,
etcétera. Un buen punto de partida, diría, es una
conciencia de pobreza, lo que podríamos llamar una
pobreza radical; o, si me perdonáis la expresión, una
pobreza metafísica: un darse cuenta de nuestra limitación
como criaturas, del sí mismo detrás del cual se halla la
nada en la que encontramos a Dios. Este darse cuenta de
nuestra pobreza en la presencia de Dios despierta un
sentido de dependencia, nos permite encomendarnos, con
mucha paz, a la divina providencia, y ver su mano
guiándonos en las actividades de la vida diaria.
Otra forma que toma la pobreza es un sentido de
nuestra insuficiencia, que clama incesantemente a la
misericordia de Dios, una misericordia que, de acuerdo
con el uso bíblico de la palabra, implica un derrumbar al
que puede más para elevar al que puede menos. «Porque
el Poderoso ha hecho tanto por mí». Hay momentos en
que nos equivocamos o hacemos un papel ridículo, pero a
continuación viene una paz profunda porque la
satisfacción del error que se nos otorga, permanece en
Dios. Un sentido de nuestra ineptitud, de nuestra
fragilidad, que sin una fe verdadera puede llevarnos a
perder la confianza, es, creo, una profunda actitud
monástica: la realización de que tanto da lo ridículo que
pueda yo sentirme ante mis propios ojos o ante los ojos de
los demás, porque he experimentado una vez más lo
mucho que necesito de la misericordia y de la ayuda de
Dios. Y así, esta pobreza —la pobreza de la primera
bienaventuranza: «Dichosos lo que eligen ser pobres,
porque esos tienen a Dios por rey»— es un buen punto de
partida porque es la experiencia de todos nosotros en
nuestra vida de oración: fracaso, frustración, la impresión
de que no se va a ninguna parte. Habitando en esta
pobreza que se presenta en las dificultades de nuestra
oración, encontramos a Dios, o, para ser más exactos,
somos descubiertos por Dios.
Esta es la razón por la que la humildad es una virtud
clave en la vida monástica, una virtud clave en la vida
cristiana. Por esto es por lo que san Benito pone un
énfasis tan grande en ella, y obrando de esta manera se
hacía eco de toda una tradición monástica. El describe los
doce grados de la humildad de una manera distinta de
como lo haríamos nosotros hoy en día, pero la meta a la
que cada uno de ellos conduce es la misma: la realización
de nuestra pobreza y, por consiguiente, una actitud mental
y una forma de comportamiento respecto a nuestro
servicio de Dios y del prójimo.
Pero el silencio es y tendría que ser un silencio lleno de
paz, en el que en primer lugar, estamos a la escucha. En la
oración se da lugar para hablar, pero el silencio juega un
papel de gran importancia. Pensemos solamente en
nuestra Señora, la esclava del Señor: su humildad. Ella
«conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su
interior». Fue bendita porque escuchó la voz del Señor.
Recibió la Palabra, no solo físicamente, sino en todos los
repliegues de su ser. De esta manera, en la oración de
silencio, en la oración de quietud, recibimos el Espíritu.
Perdonadme por expresar estas cosas tan chapucera-
mente: he de admitir que en este terreno no me muevo
con demasiada facilidad; pero uno ha tenido ya la
suficiente experiencia para saber que es a lo largo de esta
pauta donde hemos de buscar un tipo de oración que
siempre existirá en nuestra vida monástica. Esta es la
razón por la que tenemos esta media hora de oración
mental. Y es importante no mirarla desdeñosamente.
Si podéis adquirir esta actitud en los primeros años de
vuestra vida monástica, os librará de convertiros en unos
«activistas», en el sentido de uno que se sumerge en mil y
una cosas que se han de hacer. Más bien esta clase de
oración puede impregnar cualquier cosa que hagamos.
Cuando nos ponemos a nuestro trabajo diario Dios está
presente, como si estuviera en el trasfondo,
permitiéndonos ver a Cristo en nuestro prójimo y la
voluntad divina en aquello que nos tiene ocupados. O,
mirándolo de otra manera, tenemos una presencia hacia la
que nos podemos girar en todo momento. De aquí la
importancia del silencio: lugares de silencio; desiertos en
los que podemos encontrar a Dios en la soledad.
Si de vez en cuando encontráis que el Oficio no va
bien, si se os hace una carga, tengo un par de consejos que
os pueden ser útiles. Haced la práctica de dirigir la
atención hacia el próximo Oficio. Cuando te vas a la cama
por la noche, date cuenta del hecho de que, pasadas siete
horas, volverás a estar en el coro alabando a Dios en los
maitines. Es extraordinario el efecto que esta pequeña
estratagema puede tener a la mañana siguiente. Y no es
una mala idea el tener una intención especial para un
Oficio particular, o una razón especial por la que deseas
levantarte y cantar las alabanzas de Dios aquella mañana.
Aún otra cosa: procura encontrar en el Oficio del día
siguiente a un «amigo» entre los salmos. Cuando el Oficio
va por malos derroteros, una lectura de los salmos es un
ejercicio admirable. Hemos de ser prácticos.
5.7.73
3. Obediencia
Seguro que os sentís constreñidos por la vida algo
estrecha de vuestro noviciado. Es difícil justificar la
manera como funciona un noviciado. Ahora hay aquellos
que hablan de lo que ellos llaman un «noviciado abierto».
El cínico diría: «¡Nada de noviciado!». Pero esto depende
de vuestro punto de partida. Aquí, nosotros no creemos en
un «noviciado abierto», y no me es posible ver cómo
algún día podamos aceptarlo. Sin embargo, es justo
revisar de vez en cuando cómo hacemos las cosas en el
noviciado, y hacer las adaptaciones necesarias, pues una
generación de novicios difiere de otra. Así pues, espero y
ruego para que nuestra actitud sea abierta y flexible. Sin
embargo, tal como lo entiendo, en lo que toca a nosotros
no hay vacilación alguna: en el ámbito del sistema damos
en el clavo y lo que hemos heredado es eficaz; pero
constriñe y delimita, y no habrá muchos que después de
haber dejado el noviciado, y ya en el grupo de los que
llamamos juniores en la comunidad, tengan ganas de
volver a la vida del noviciado. Sin embargo, todos
nosotros hubiéramos deseado aprovechar más cuando
estábamos en él.
Lo más importante en el noviciado es que estéis
protegidos contra las distracciones lo máximo posible, y
esto, sólo por una razón: que aprendáis a ser hombres de
oración, que aprendáis el arte de la oración, la práctica de
la presencia de Dios, que lleguéis a ser hombres de Dios.
Esta es la razón fundamental de todo, y me parece que si
perseveráis, y pasados los años miráis atrás, veréis,
realmente entenderéis lo importante que este año puede
ser para la formación, o lo importante que fue, o, por
desgracia, no fue. En este año se ponen los cimientos. En
este año tenéis que haceros «monjes» en vez de vivir
simplemente como monjes. Es un período crucial. Y es
difícil entender todo esto cuando uno lo está viviendo.
Todavía no podéis tener una visión retrospectiva para
evaluarlo. Estáis sufriendo un proceso que no es fácil
comprender mientras os encontráis en él; y por esto
necesitáis una buena dosis de paciencia y de receptividad
que os permitan aceptar las cosas que en apariencia
carecen para vosotros de importancia y hasta pueden
pareceros estúpidas. Sed sensibles a la experiencia de
aquellos que os ayudan y os guían. Antes de criticar,
procurad apreciar y comprender. No permitáis que vuestra
reacción inmediata sea la de criticar: haced que sea la de
apreciar, un intento de comprensión. En cualquier
monasterio, si buscáis cosas para criticar, encontraréis las
suficientes para manteneros ocupados todo el día. Si sois
sensibles y comprensivos, estáis en una buena posición
para hacer sugerencias constructivas y razonables.
Es verdad que se dan muchas dificultades en lo que
podíamos llamar la «teología de la obediencia». También
es verdad que en la historia de la iglesia, en la historia de
la vida religiosa, ha habido abusos en el ejercicio de la
autoridad. Todo esto se ha de admitir. Y es verdad, me
parece, que la obediencia fuera del contexto de la vida
religiosa, podría tender, y a veces tiende, a debilitar al
individuo. Pero hemos de procurar comprender el porqué
la obediencia ha entrado en la vida espiritual; el porqué
fue importante para personas como san Benito y todos los
escritores espirituales a lo largo de los siglos este vínculo
misterioso forjado entre nuestra obediencia y la
obediencia de Cristo. A veces se nos dice que la
obediencia es una liberación. No siempre es fácil ver el
significado que yace bajo esta paradoja.
¿Permitís que apunte un par de peculiaridades? Si
hacéis un voto de obediencia, perderéis la libertad de
escoger lo que queréis hacer en el monasterio. Hoy en día,
las cosas se hacen más basándose en el diálogo y en la
discusión, y la autoridad se ejerce de una manera más
humana que en el pasado. Sin embargo, perderéis la
libertad de escoger vuestro propio género de vida; y esto,
en sí, es una liberación. Porque aceptáis lo que os piden
vuestros superiores, os veis libres de hacer planes para el
futuro. Vosotros sois algo así como viajeros furtivos a
través de la vida, no como aquel que por adelantado se ha
trazado con esfuerzos el camino. Desde luego, vosotros
tenéis que estar seguros en vuestro interior... habéis de
estar ciertos de vuestras convicciones respecto a Dios y a
las cosas de Dios. Pero la verdadera incertidumbre,
humanamente hablando, en lo que se refiere al futuro, es
un estímulo a tener fe y confianza en la divina
providencia.
Más aún, la obediencia es una defensa contra la
voluntad propia: no hay lobo más astuto que la voluntad
propia cuando se pone una piel de cordero. Lo que dice
san Benito sobre este defecto hace sentir un escalofrío por
la espina dorsal. Parece que va contra lo que hoy día
llamamos auto-expresión (self-expression), auto
realización, etcétera. Pero en él hay algo peculiar aquí. Es
fácil para nosotros hacernos el centro de nuestro pequeño
universo, vivir nuestras vidas para nuestro propio
engrandecimiento, para nuestra propia satisfacción. Las
«buenas» personas caen en esta trampa. En su celo
intentan competir con los demás, pisotearlos bajo los pies.
No estéis tan seguros de que la enseñanza de san Benito
sobre lapropia voluntad está pasada de moda. La
experiencia nos muestra de que manera tan sutil, muy
sutil, nos podemos buscar a nosotros... «mismos». El arte
de ser cristiano y, por consiguiente, de ser monje, es
aprender a poner a Dios en el centro: el amor de Dios y de
nuestro prójimo; estar entregado a Dios y al prójimo.
Encuentras personas que aparentemente son muy
espirituales, muy santas y, cuando las conoces más de
cerca, descubres que la búsqueda de ellos mismos gana en
prioridad a la búsqueda de Dios o al servicio del prójimo.
5.12.69
5. Compromiso
Hubo un tiempo aquí, en el monasterio, en que después
de un año de noviciado se hacían ya votos perpetuos.
Después se tomó la decisión de que en primer lugar se
hiciesen votos por tres años, pasados los cuales se
permitía al novicio, si era considerado apto, hacer los
votos solemnes. Cuando un novicio hacía los votos
simples, se sobreentendía que realmente tenía la intención
de permanecer en el monasterio durante toda su vida.
Desde entonces el pensamiento de la iglesia ha
cambiado. Un documento de Roma,Renovationis
causam, pone de manifiesto que el período de formación
monástica se extiende hasta la profesión solemne: hasta
este momento estáis en período de prueba. El corolario de
esta manera de pensar es que nosotros no contraemos con
vosotros una obligación similar a la que hasta ahora
habíamos tenido con los profesos simples.
Me explicaré. Desde el momento que aceptábamos a
alguien para los votos temporales, no nos podíamos
deshacer de él —si es que puedo usar esta frase espantosa
—fuera del caso en que se diera una culpa grave; la idea
era que aceptándolo para los votos temporales lo
aceptábamos virtualmente a los votos solemnes. Este no
es el caso ahora. No contraemos las mismas obligaciones.
Por esto, en cierto sentido, no estáis seguros, aun pasados
dos años, porque a los dos años de los votos temporales,
vuestro caso será considerado de nuevo. La iglesia ha
tomado esta decisión a la luz de la experiencia de estos
últimos años.
Sin embargo, espero que hagáis los votos temporales
por dos años. Y un voto es una cosa importante: es un
contrato que hacéis directamente con Dios. Y os urjo, si
es que vais a solicitar el permiso para hacer votos
temporales por dos años, a que entendáis plenamente que
es por dos años. Si prevéis que probablemente, pasados
seis meses o un año, vais a cambiar de opinión, no hagáis,
por favor, los votos temporales. Si en este período de dos
años, vais a ir mirando por encima del hombro, por
decirlo así, por favor no hagáis los votos temporales: es
solemne e importante y os liga por dos años: por lo tanto
entrad en este período con entusiasmo y determinación,
comprometiéndoos a vivir para Dios en este género de
vida durante este período de tiempo.
Esto es razonable en cualquier nivel, porque solamente
descubriréis si esta vida es o no para vosotros si entráis en
ella con entusiasmo, de una manera positiva, con alegría.
Aún más, una vez os hayáis comprometido
experimentaréis una sensación de alivio y descargo, pues
el debate que se iba desarrollando en vuestra mente —¿lo
he de hacer, o no lo he de hacer?— llega a su fin. Cierto
que no hay nada que dé más libertad que la profesión
solemne: el debate se ha acabado, estáis comprometidos,
no se puede ir atrás, el futuro es desconocido, y entregáis
a Dios vuestro voto. Esta es la actitud que habéis de tener
al hacer la profesión solemne. Sean cuales fueren vuestras
dificultades, es un pensamiento liberador. Os dais a Dios
y no hay vuelta atrás. Y esta es la actitud que habéis de
tener durante los próximos dos años si hacéis estos votos
temporales.
Cuando erais postulantes y discutíamos si entraríais o
no en el monasterio os decía que había tres preguntas que
os teníais que hacer a vosotros mismos: ¿Deseo vivir con
estas personas? ¿Deseo hacer lo que ellas hacen? ¿Me veo
a mí mismo convirtiéndome en la clase de personas que
ellas son? Estas son tres preguntas que podríais muy bien
volvéroslas a plantear de nuevo. ¿Quieres ser uno de
nosotros? ¿Quieres hacer lo que hacemos nosotros? ¿Te
ves a ti mismo convirtiéndote en la clase de persona que
somos nosotros? En cuanto a este tercer punto: advierte lo
diversos que somos, lo diferentes que somos los unos de
los otros. Lo que quiero decir con esto no es que hayáis de
asumir las maneras y actitudes de cualquier persona
particular; tenéis que seguir siendo vosotros mismos, tal
como sois. Pero necesitáis tener una especie de instinto: la
manera de reaccionar que tenemos por el hecho de ser
monjes, y no por cualquier otra razón.
Sin duda alguna, durante este último año habréis tenido
algunas sacudidas violentas respecto a vosotros mismos;
si no, vuestro noviciado se ha echado a perder hasta cierto
punto. Por ahora habréis aprendido mucho sobre vosotros
mismos, y reconoceréis, posiblemente de una manera que
no lo habíais hecho anteriormente, que tenéis defectos. En
cada uno de vosotros hay un defecto que puede llegar a
ser vuestra ruina, de esto no hay duda. Un defecto de esta
naturaleza puede llevarnos a hacer un papel ridículo, a
cometer una grave equivocación. Reconocer este defecto
y aprender a luchar contra él es una de las maneras de
permanecer en la vida monástica.
Ahora no importa que tengáis defectos, con tal de que
dos factores permanezcan inconmovibles. En primer
lugar, tendríais que estar dedicados a la oración. Y esto no
quiere decir que os encontréis bien en la oración o que
sintáis gusto por la oración. Esto significa
que deseáis orar, no a nivel emocional, sino con la
voluntad; que sabéis lo que queréis hacer y estáis
determinados a continuar; que a veces —digamos, en el
curso de este último año— ha habido una nostalgia de la
oración, un deseo real de oración que, aunque en algún
momento se haya vuelto frágil, casi olvidado, os impide,
sin embargo, abandonar. En segundo lugar tendríais que
desear sinceramente pertenecer a esta comunidad: echar
vuestra suerte con nosotros, a pesar de vuestros defectos y
debilidades; tendríais que estar dispuestos a enfrentar un
futuro desconocido en compañía de estos hombres que
caminan a través de la vida buscando a Dios.
Si nos criticáis, si no os gustamos, si tenéis la sensación
de que os vamos a irritar, no os quedéis. Sabemos que
tenemos defectos, que somos una comunidad imperfecta,
pero al menos estamos juntos en nuestras imperfecciones
y flaquezas. Y si os juntáis a nosotros, es vital que os
mantengáis con nosotros, y, si fuera necesario, que os
hundáis con nosotros. Pero cuando seáis profesos tendréis
que desear ser uno de nosotros. Se os requiere que seáis
hombres humildes, que reconocen el valor de la
obediencia, no solamente porque os conforma a Cristo,
sino también porque os conduce, os ayuda en vuestra
búsqueda del Padre. Tenéis que estar preparados a
afrontar las dificultades varonilmente, valerosamente,
alegremente. No podemos tener en la comunidad hombres
que «llevan a cuestas una astilla en el hombro»; no
podemos tener hombres desilusionados; no podemos tener
aquellos que todo lo encuentran mal; no podemos tener
aquellos que suponen que si cambiásemos todas las cosas,
todo iría mejor. No, tenéis que aceptarnos tal como
somos, y recordad que en un monasterio la murmuración
es una amenaza contra la unidad y la caridad. Esto no
excluye, os lo puedo decir, una crítica positiva: realmente
tendríais que trabajar en cuanto os fuera posible para
cambiar lo que, según vuestra opinión, necesita ser
cambiado, pero de una manera constructiva. Todo es
cuestión de actitud.
Pongo énfasis en esto porque estamos viviendo en una
época de protesta, una época de contestación. Ciertamente
en todo esto hay mucho de bueno, pero si esto ha de
formar parte integral de la vida monástica, entonces me
parece que esta vida no tiene futuro alguno. Las personas
que hoy día entran en el monasterio están como obligadas
a reflejar las actitudes del mundo; pero no podemos
permitir que las actitudes del mundo prevalezcan en el
monasterio. En los viejos tiempos, cuando nosotros
entramos, teníamos actitudes que tuvimos que abandonar.
Lo mismo se aplica a vosotros. Esto es a lo que se refiere
laconversio morum.
Acordaos también de que si hacéis los votos, seguiréis
siendo la persona que erais antes, con las tentaciones y los
deseos que tienen los demás. Es casi cierto —yo diría,
cierto del todo— que en vuestra vida podríais encontrar a
alguien con quien podríais instalaros felizmente en el
estado de matrimonio. No habría nada de sorprendente en
esto. Pero antes de hacer los votos, tenéis que enfrentaros
con el hecho de que se van a dar estas tentaciones y
dificultades. Hacedles frente ahora, y si sois hombres de
Dios y de oración —verdaderos monjes—seréis capaces
de salir airosos.
Como noviciado, habéis sido lentos para aprender una
serie de cosas. Me parece que tenéis una comprensión
correcta de la teoría del monacato, una comprensión
mucho mejor, si puedo decirlo así, que la del noviciado
del que yo formaba parte. Os habéis formulado algunas
preguntas bastante profundas: todo esto es bueno y
merecéis que se os felicite. Sin embargo, no habéis sido
igualmente buenos en la adquisición de los instintos
monásticos. Me parece que habéis sido lentos en dar en el
clavo. Una cosa es saber el rasgo característico, otra es
verlo, otra es vivirlo. El maestro de novicios me dice que
le parece que en vuestro entrenamiento general estáis
varios meses de retraso respecto a la mayoría de
noviciados. Da algo de pena; así pues, vais a tener que
imponeros un esfuerzo. Y como sois hombres hábiles y de
buena voluntad, podréis hacerlo. Tenéis tiempo para
conseguirlo: Yo os urjo a que lo hagáis así.
27.6.70
6. Realización personal
Habéis venido aquí, y lo sabéis muy bien, para buscar a
Dios. Cada persona ha de descubrir en cuanto le sea
posible, cuál es su camino. Esta es la llave: la voluntad de
Dios para cada uno de nosotros. Vinisteis aquí porque
pensasteis, y otros a los que consultasteis estuvieron de
acuerdo, que Dios os llamaba a la vida monástica. Por
ahora, en cuanto podemos decirlo —y sin duda alguna, en
cuanto podéis verlo— esto es lo que Dios desea de
vosotros. Como comunidad os hemos dado la bienvenida
para que viváis, oréis y trabajéis entre nosotros en este
período de prueba para vosotros. Deseamos que seáis
felices, que estéis contentos. Deseamos que vuestra vida
sea de provecho. Deseamos que alcancéis la realización
personal.
Sin embargo, si estáis obsesionados por la realización
personal, es muy probable —es una manera suave de
decirlo— que no lleguéis nunca a alcanzarla. Es verdad,
que la realización personal se alcanza solamente cuando
los objetivos o metas que nos proponemos están por
encima de nosotros. Desde luego, hay una realización
personal de mala calidad, y la hay también de buena
calidad. La de mala calidad, que es buscarse a sí mismo,
afirmarse a sí mismo, mirarse a sí mismo, os conducirá —
y no necesitáis que yo os lo diga— a una considerable
miseria, sea cual fuere el sendero de la vida que vosotros
mismos os tracéis. San Benito es casi cruel en esta
cuestión del buscarse a sí mismo de la propia voluntad. A
lo que apunta es a arrancar de raíz de nuestras vidas, para
salvarnos de nosotros mismos, aquellas formas de
afirmación propia y propio asentimiento que nos
conducen a la miseria y constituyen una barrera entre
nosotros y Dios. No hay nada más sutil y penetrante que
la entronización de «uno mismo» a expensas de los demás
y de Dios.
Esta es la realización personal de mala calidad. La de
buena calidad se expresa en el evangelio en una
paradoja: perder la vida para salvarla. Pero esto puede
sonar un poco negativo. Si miráis a san Pablo podéis
encontrar la inspiración contenida en el mensaje
evangélico: hemos de permitir que Cristo viva en
nosotros; tendríamos que ser receptivos, y prontos a
responder a los toque del Espíritu; tendríamos que vivir
como hijos de Dios, dirigirnos a él como Abba, Padre. Un
secreto de la vida cristiana, y por lo tanto de la vida
monástica, es el ver en cada momento, en cada situación,
en cada persona, la posibilidad de un encuentro con Cristo
y, en Cristo, con el Padre y el Espíritu santo.
Tal vez pueda ayudar el distinguir entre estar resignado
a la voluntad de Dios o abandonarse a su voluntad. La
palabra «resignado» sugiere aguantar una cosa, soportarla.
«Abandono», aunque la palabra tenga una connotación de
debilidad, tiene mucho más el sentido de aceptación,
aceptación voluntaria, un abrazar la voluntad de Dios, un
salir al encuentro de su voluntad.
Si miramos cada momento como un instante en el que
encontramos a Dios, y hacemos de este instante un
momento de amor y abandono a su voluntad, entonces
cada momento de nuestra vida, puede y debe llegar a ser
un momento en el que buscamos y encontramos a Dios.
Esto es para lo que habéis venido aquí. Y la mayor parte
de la vida aquí, está organizada para hacer esto posible;
para proporcionar oportunidades de reflexionar, de
pensar, y para llegar a ser cada vez más conscientes de la
presencia de Dios.
Hemos dicho que hay una buena calidad de realización
personal y una mala. Nos podemos engañar a nosotros
mismos pensando que la mala es la buena. Y también
podemos, por otra estratagema mental, concebir la buena
como si fuera la mala; de manera que cuando las cosas
van bien, cuando la vida fluye tranquila, cuando tenemos
éxito, podemos pensar que la cosa va mal. De vez en
cuando encontramos entre los cristianos esta vena de
pensamiento; así pues, en esta materia se ha de mantener
un equilibrio delicado entre nuestro pensamiento y
nuestra acción.
Dejad que la palabras de nuestro Señor resuenen como
un eco en vuestra mente: para encontrar vuestra vida la
habéis de perder, de manera que viváis, pero no ya
vosotros, sino Cristo en vosotros.
¿Tenéis la mutua impresión de no pareceros a Cristo?
Permitid que lo formule con más dureza. ¿Os parece que
los demás os sacan fuera de quicio? Probablemente
habréis descubierto que es así. Permitid que os formule
este pensamiento que os hará reflexionar: Si alguien os
saca fuera de quicio, podéis estar seguros que vosotros
sacáis fuera de quicio a algún otro. Este es un
pensamiento simple, directo, fuerte; pero es una ayuda
cuando la idiosincrasia de otras personas nos hace perder
nuestro sentido de perspectiva. Pero lo hemos de entender
correctamente. La vida de comunidad está hecha de una
serie de cosas pequeñas. Me refiero a pequeñas muestras
de cortesía: pequeñas formas de consideración, a pensar
en los otros, a ser sensible para con los otros, conscientes
de sus necesidades, de su estado de ánimo, a tratarlos con
tacto, amables cuando se les corrige, apacibles. En la vida
de comunidad inevitablemente hay choques. No
deberíamos aceptar esto demasiado a la ligera;
deberíamos considerarlos siempre como algo que nos
duele y hacer todo lo posible para deshacernos de las
cosas que en nosotros pudieran causar irritación a los
demás. No todos somos igualmente sensibles a las
necesidades de los demás. No es que podamos hacer
mucho por esto, pero si no somos sensibles para con los
demás, es cosa buena descubrir la verdad e intentar
reajustarnos para ser sensibles.
Me gustaría hablar de la soledad, particularmente en la
vida monástica. Nos llevaría mucho tiempo, es una
lástima.
Sin embargo, hay una soledad de buena calidad y otra
de mala calidad. La mayor parte de las personas en el
mundo se sienten solas. Y frecuentemente, pequeñas
muestras de consideración, pequeñas gentilezas: una mera
inclinación de cabeza o un «buenos días», pueden hacer
que todo cambie. Aquí vienen huéspedes. Ellos aprecian
este género de cortesía y consideración. Y reunidos como
estáis en la atmósfera delimitada del noviciado, esto lo
tendríais que practicar en vuestras mutuas relaciones.
Vosotros no decidís conjuntamente juntaros a la
comunidad; cada uno de vosotros lo decide por separado.
Las circunstancias son las que os han reunido. Ahora
como cristianos y como monjes tenéis que aprender a
vivir juntos.
7.4.71
7. Relaciones personales
Hay un gran número de maneras de relacionarse con
los demás. No podemos evitar que unas personas nos
agraden más que otras. En todas nuestras relaciones es
necesario que recordemos este hecho tan importante: que
cada persona está hecha a imagen y semejanza de Dios.
Más aún, cada persona es única, y por esto, él o ella, ha de
manifestar algo especial que ninguna otra tiene. Esta es la
razón por la que cada persona que encuentro tiene derecho
a mi respeto. También es verdad que, en cierto aspecto,
cada persona me es superior, porque en mi experiencia,
cualquiera que encuentro tiene cualidades y capacidades
que no tengo yo, o las tiene en mayor grado. Aun si esto
no fuera verdad, la persona seguiría teniendo su propia
unicidad, que le pertenece solamente a ella.
Podemos seguir adelante y hacer la siguiente reflexión:
Haciéndose hombre se puede decir que Dios se ha hecho a
imagen y semejanza del hombre. Para ser absolutamente
preciso, subrayaría que el hombre, hecho a imagen y
semejanza de Dios, no se hace Dios de la misma manera
que Dios, haciéndose a imagen y semejanza del hombre,
se hizo realmente hombre. Tal vez podamos ver con más
claridad lo que intento decir, si pensamos en el hecho de
ver a Cristo en los demás. ¿Qué es lo que esto significa?
Insinúo que cuando una persona es transformada por el
amor de Dios, esta persona se hace semejante a Cristo.
Esto es importante para todos nosotros, tanto si estamos
casados como si no lo estamos. Es una gran ayuda para
entender cómo ha de amar el célibe. Tendría que intentar
ver la imagen y semejanza de Dios en todos: debe ver a
Cristo en todos los hombres. Si el célibe se siente atraído
hacia una persona particular, su inclinación natural podrá
enseñarle a ver a Cristo en esta persona —sin embargo,
tendrá que luchar para no quedar sofocado por esta
atracción—; puede utilizar esta experiencia para buscar a
Cristo en todo hombre y en toda mujer. Esta sugerencia es
aplicable a todos, pero me estoy dirigiendo a célibes.
No nos hemos de espantar de nuestra capacidad de
amar. Si el amor es fuerte en nosotros, y a veces lo será,
podemos usar la experiencia para reflexionar sobre el
amor que Dios nos tiene, y puede ayudarnos a descubrir el
significado de las palabras de san Juan cuando decía:
«Dios es amor». Este es el secreto: intentad descubrir el
sentido de todo esto, y podréis descubrir el verdadero
sentido del celibato. El amor humano nos lleva a
descubrir el sentido del amor divino; conscientes de este
amor de Dios por nosotros, empezaremos a amar a los
demás en Dios. Este descubrimiento viene después de
buscar mucho, una búsqueda honesta y cordial también en
nosotros mismos. No podemos sobrevivir como célibes si
no somos fieles a la oración. Es en la oración donde
nuestras experiencias se harán inteligibles y manejables.
1979
8. Celibato (1)
Estáis aprendiendo ahora el arte de la vida comunitaria.
Es un arte, un arte delicado, en el que se pueden cometer
toda clase de excesos. Sin duda estáis descubriendo ya por
vuestra propia experiencia aquello que ya sabíais, a saber,
la profunda diferencia que puede llegar a haber entre
nosotros; y esto puede hacer surgir dificultades evidentes.
Cada uno de nosotros es único, absolutamente único, y
detrás de esta unicidad hay una intención que en último
término es la intención de Dios; y esta intención de Dios
está determinada por su amor. Esta es la explicación total
de su obra creadora y redentora; y así, su amor por cada
uno es diferente, pero diferenciado únicamente por el
objeto de su amor, que somos nosotros, cada uno de
nosotros. Como amor que viene de Dios no puede
cambiar en sí mismo, aumentar o disminuir. Somos
nosotros los que lo diferenciamos, usando términos
simples, según el grado de nuestra buena voluntad en
recibirlo.
La relación entre Dios y nosotros, entre él y yo, es
única, y cuando consideramos que en él no hay cambio, ni
aumento ni disminución, se sigue que la totalidad de su
amor se concentra en cada uno de nosotros
individualmente. Un pensamiento asombroso, que
produce vértigos. Encontraréis paz, alegría, tranquilidad y
libertad en vuestra vida monástica en la medida en que
este pensamiento llegue a dominar vuestra mente y a
inspirar vuestras acciones. Y porque habéis descubierto
que lo que es verdad en lo que toca a vosotros lo es
también respecto a cualquiera, esto guiará y determinará
vuestra actitud hacia los demás. En cada individuo hay
una amabilidad única que ningún otro posee, y que por
esto, a los ojos de Dios es infinitamente preciosa; uso
estas palabras deliberadamente. Estas reflexiones son
elementales, obvias; pero es fácil estar tan preocupado por
mil y una cosas que pasemos por alto lo fundamental, y la
razón que se encuentra detrás de todo esto.
El aspecto de la vida de comunidad sobre el que deseo
reflexionar ahora, es la comprensión y la manera de tratar
—en nuestra propia vida y en la guía de los demás—
nuestra parte afectiva: el nivel emocional, nuestras
afecciones. No os tenéis que espantar nunca de vuestras
afecciones. Si no os sintieseis más inclinados a ciertas
personas que a otras, me parece que seríais unos seres
humanos muy raros. Esto es lo primero: no sorprenderse
ni asustarse nunca. En segundo lugar, recordad que no
podéis ignorar vuestras emociones, como si no existieran;
no podéis vivir como si no tuvierais afecciones. En tercer
lugar, éstas no pueden sofocarse: es peligroso intentar
sofocarlas, extinguirlas, vivir como si no las tuvierais.
Son parte de vosotros.
No es siempre fácil el comprender el papel de las
propias afecciones en la vida cristiana, en la vida
monástica. Sería arrogante que pretendiera proporcionar
soluciones fáciles, dejemos a parte las infalibles. Sin
embargo, me parece que el arte de competir con
relaciones personales en las que se encuentran implicadas
las emociones de uno, es el de decir «sí» a los demás, y,
muy frecuente-mente, decirse «no» a uno mismo. ¿Qué
significa esto? Significa que hemos de adquirir una
libertad en nuestras relaciones con los demás, una
naturalidad, pero al mismo tiempo debe haber un control.
Al decir «sí» a los demás, me hago asequible a ellos: no
me aterroriza amar a los demás o ser amado por ellos.
Frecuentemente la gente se aterroriza más de lo último
que de lo primero. Y por control, quiero indicar un darse
cuenta de donde están los límites. «Sí» a los demás
traduce libertad y naturalidad; «no» a uno mismo, control.
Es en este terreno donde se encuentra la llave.
Es difícil comprender el papel del celibato en la vida
cristiana. La explicación que se da en tiempos modernos,
de que «es una dimensión escatológica del reino de Dios»,
para mí personalmente, no constituye una ayuda
particular, aunque puedo seguir adelante con ella. Para
consagrarse a sí mismo a Dios de una manera particular,
tenemos que ser plenamente humanos. Pero ¿podéis ser
plenamente humanos viviendo como célibes? Esta es la
pregunta que muchos hacen. Y si echaseis una ojeada a
las páginas de algunos sicólogos, quedaríais bien
admirados. Por lo que a mí toca, no he leído todavía una
explicación convincente. La única luz que me guía es
Cristo nuestro Señor, al que acepto como plenamente
humano y célibe al mismo tiempo. Como pasa con
frecuencia, en la vida de Cristo y en su doctrina se da una
paradoja. Y más aún, hay un signo de contradicción, de
manera que su doctrina parece contradecir lo que a
nosotros nos parece razonable. Si no fuera así, no podría
aceptar la cruz, aunque esté seguida de la resurrección.
Tanto, que constituye una piedra de escándalo: locura
para los gentiles, pero para nosotros que creemos... Los
teólogos tendrán que descubrir una manera de presentar el
celibato a la luz de la investigación moderna, y
mostrarnos que podemos ser plenamente humanos y
célibes al mismo tiempo. El que nosotros podamos ser, lo
acepto como consecuencia, tal como he dicho, de lo que
yo creo respecto a Cristo, y en un nivel completamente
distinto de lo que he visto en otras personas como
experiencia. El celibato ocupa un lugar central en la vida
monástica.
La solución de nuestros problemas de emociones y
afectos que surgen de nuestra sexualidad, es adquirir la
pureza de corazón en el verdadero sentido bíblico y
monástico. En nuestra vida hemos de buscar al Señor y
desearlo práctica y realísticamente, con todo lo que esto
significa y exige. Es de esta manera como se resuelven los
problemas y empiezan a ocupar el lugar que les
corresponde. En nuestra vida ocupa un lugar central
buscar al Señor con un corazón puro. Esto lo llevaréis a
término, queridos hermanos —todos nosotros lo
llevaremos a término—, en la medida en que lleguemos a
entender la cualidad única del amor de Dios para cada uno
de nosotros, y lleguemos a ver la experiencia del amor en
nuestras vida como espejos en los que podemos
contemplar el amor divino hacia nosotros; ver en nuestra
propia experiencia de amor el camino por el cual podemos
llevar a cabo una respuesta a aquel amor que se nos ha
dado primero a nosotros.
Finalmente, os urjo a que dediquéis mucho tiempo a los
salmos. Examinadlos, analizadlos, hacedlos objeto de
vuestra oración privada. Cuanto más los examinéis,
cuanto más los estudiéis, tanto más veréis cómo expresan
en oración las cosas de que os he hablado. Tal vez
podríais dedicar algún tiempo a examinar el salmo 41, por
ejemplo; o mejor, el salmo 62, y con estos pensamientos
en la mente, convertidlos en oración. Trabajad
intensamente para adquirir el amor a los salmos. Queridos
hermanos, perseverad, ¡perseverad!
5.7.72
9. Celibato (2)
El celibato nos afecta en aquello que hay de más íntimo
y personal en lo más profundo de nosotros mismos. Es
algo que escogemos con completa libertad.
Desgraciadamente, es tan imposible para el joven monje
prever cómo le afectará el celibato más adelante en la
vida, como lo es para el joven casado saber los efectos
que su nuevo estado producirá sobre él.
Los problemas del celibato cambian en las diferentes
épocas de la vida. Cuando se es joven, los problemas
sexuales y emocionales son más evidentes; más tarde,
repercuten a un nivel más profundo —no estoy del todo
seguro de si «más profundo» es la expresión correcta.
Sospecho que se trata para el «yo» masculino de la
realización, de la necesidad de tener el «tú» femenino, en
términos de compañerismo ciertamente, pero más aún,
en ser poseído por un «tú» femenino —«poseer» podría
sonar demasiado egoísta, una expresión mejor sería
«mutuo darse uno a otro».
En el corazón del celibato hay siempre dolor. Ha de ser
así, porque el celibato está privado de algo vital. Pero el
dolor no se ha de escatimar; el célibe deja de lado el
cumplimiento de sus deseos sexuales precisamente porque
reconoce que su sexualidad es una cosa buena. Renuncia a
ella porque sabe que su Maestro también lo hizo, y la
iglesia, desde los primeros tiempos, ha sabido como por
instinto que como resultado de esta renuncia se pueden
ganar otros valores, Dios ama al que da con alegría.
Desde luego, podemos hacer romanticismo sobre el
matrimonio ; pero todos nosotros sabemos por
experiencias pastoral, que el matrimonio, lo mismo que el
celibato, es un arte que se ha de aprender, y que tiene sus
propias trampas y sus propios problemas. Esto, también,
implica renuncia.
Entonces ¿por qué hemos escogido el celibato? Nunca
me ha sido fácil dar razones. Hablamos de estar más
disponibles para los otros. Esto es verdad, o tendría que
serlo. Utilizamos la palabra «testimonio»: por nuestro
celibato damos testimonio de la dimensión escatológica
del reino de Dios. Esto también es verdad, pero yo
personalmente, repito, no veo que esto sea una ayuda
especial. A veces lo aceptamos simplemente como una
parte integral del ser monje. Singularmente esto carece de
inspiración.
En lo que a mí toca, dos cosas son importantes:
primero, el hecho de que nuestro Señor fue célibe. Fueran
cuales fuesen las razones que para él fueron importantes,
deseo hacerlas mías. Nuestro Señor fue virgen. Esto
también es importante. Tendríamos que ponderar estas
verdades en la oración. Segundo, desde los primeros
tiempos el celibato ha sido un valor en la vida de la iglesia
—y ciertamente, para muchos otros también. Es un valor
que ha sido honrado y apreciado a lo largo de los siglos.
Está en la tradición.
Estos dos hechos son razón suficiente para ser célibe.
Gradualmente, a medida que la vida va avanzando, vemos
cada vez más que es una vocación. Dios llama a algunos
hombres y mujeres a ser célibes. Si vemos claro que
nosotros hemos sido llamados al celibato, entonces
llegamos, tal vez lentamente, a vislumbrar el quid.
El objeto —o uno de ellos— es la capacidad de crecer
en amor hacia Dios y hacia el hombre. Esto tendría que
ser evidente de por sí, pero se olvida frecuentemente. Es
el objeto de cualquier vida cristiana, en matrimonio o
fuera del matrimonio. Pero el celibato es una manera
especial de amar. Darse cuenta de esto es un buen punto
de partida, porque hemos de evitar dos extremos: la
estupidez de sentirse sobrecogido por el temor y el peligro
de compromisos extraviados con otras personas. El célibe
debe ser una persona cálida y un ser humano bueno. El
celibato debe hacernos más humanos, no menos, más
capaces de amar y de ser amados. Pero como todo el que
ama, se ha de controlar y disciplinar. Un célibe ha de
decir «sí» a todo aquel que tenga contacto con él, y «no»
a sí mismo en mil y una diferentes clases de situaciones.
Está disponible para ponerse al servicio de todo aquel que
se pone en contacto con él; se ha de dar a sí mismo a
todos y no exclusivamente a uno. Y su servicio será el
más eficaz si está acompañado de una afección real
controlada.
Tampoco tendríamos que olvidar nunca el respeto que
hemos de tener por las otras personas. No es correcto, por
ejemplo, permitir que otras personas se enamoren de
nosotros. Este es un peligro mayor que el que nosotros
nos enamoremos de otras personas. Si somos imbéciles, y
el peligro aquí está en la vanidad, podemos causar dolor y
daño; y esto no está bien.
Así pues, hemos de ser seres humanos buenos,
cálidos y espontáneos en nuestras relaciones con otras
personas, pero sanos y sensibles, reconociendo nuestra
fragilidad, acordándonos de que somos hombres, y que
retenemos nuestra virilidad y el poder de atraer y de ser
atraídos. Una vida de oración fuerte, interior y un amor a
nuestra vida monástica serán nuestra mayor salvaguarda
frente a los peligros, y proporcionará el contexto en el que
con esfuerzo aprenderemos la manera de consagrar a Dios
nuestro celibato y descubriremos su secreto y su valor.
1976
3. Profesión simple
4. Profesión solemne
1. El amor es atrevido
En esta semana he participado en tres acontecimientos
históricos para nuestra congregación: La consagración de
un obispo benedictino y la elección de dos abades. Pero
ninguno de ellos me ha dado una alegría mayor de la que
me dará vuestra Profesión mañana.
Estáis respondiendo a la llamada de Dios a seguirlo:
«Id, vended todo lo que tenéis y seguidme». Durante los
6
días después de vuestra Profesión , cuando estéis
totalmente solos con Dios, podréis meditar en el paso que
habéis dado: un paso, queridos hermanos, que es
definitivo, irrevocable. Y éste no es un pensamiento que
nos desanime o deprima; todo lo contrario, es estimulante.
En toda vuestra vida no habrá tres días que os aporten una
tal felicidad. Y el don que hacéis es definitivo. No sabéis
lo que os reserva el futuro. No sabéis las dificultades que
os esperan. No sabéis por qué tortuosos caminos os
conducirá Dios. Todo lo que sabéis es que os habéis
entregado vosotros mismos a Dios. Y esto aportará gozo,
paz y bendición, porque Dios nunca es vencido en
generosidad. Pero si en vuestra entrega os reserváis algo;
si hay segundos pensamientos, os lo advierto, será grande
vuestra aflicción.
Estáis respondiendo a la invitación: «Sígueme». Pero
¿cómo?, preguntáis. Dios os lo ha dicho a través de las
circunstancias de vuestra vida, los acontecimientos que os
han traído aquí, los años que habéis pasado con nosotros.
El dice: «Id a esta comunidad y aprended mis caminos.
Aprenderéis de la experiencia de otros que os han
precedido. Id a esta dominici schola servitii, esta escuela
del servicio del Señor. Aprenderéis de la experiencia
colectiva de los monjes que han estado ocupando esta
casa».
Habéis venido aquí para aprender los caminos de Dios,
a través de la experiencia de otros a la que ajustaréis la
vuestra propia. Pero no habéis venido aquí, queridos
hermanos, sólo para tomar, para recibir. También habéis
venido para dar. Un monasterio no es estático: se mueve
con el tiempo. Os dais cuenta de lo que ha cambiado esta
7
comunidad desde su fundación en Dieulouard, en 1608 .
Y con todo, a pesar del cambio, han surgido ciertas
características que son la expresión de nuestra vida aquí.
No son exclusivamente nuestras: buen número de ellas se
encuentran en cualquier parte. Pero son nuestras
características, gracias a Dios, y estamos orgullosos de
ellas; y vosotros también debéis estar orgullosos.
¿Cuáles son estas características? Subrayaré algunas de
ellas.
En primer lugar, la convicción de todos los monjes que
estamos aquí, aunque no siempre vivamos de acuerdo con
ello, de que «lo primero es lo primero». Espero que hayáis
descubierto que los monjes de nuestra comunidad
procuran amar a Dios al máximo de su capacidad. Se
aprecia la eucaristía. Se aprecia el Oficio, aunque no lo
entiendan siempre; no quiere decir que a veces no sea
pesado; pero constatan que cuando están en el coro, es el
lugar en que desean estar, y saben que si la obediencia los
llama fuera del coro,no es un alivio, es una privación.
En segundo lugar, la caridad. En esta comunidad la
caridad es real. El perdón viene rápidamente. Somos
tolerantes los unos con los otros con nuestros puntos
flacos, con nuestras estupideces, nuestras flaquezas. Sí,
somos generosos mutuamente. Repito, hay caridad en esta
comunidad. Y allí donde hay caridad, allí está Dios.
En tercer lugar, trabajo duro. Nuestro servicio de Dios
nos compromete en el colegio; y también en la cura de
almas en ciudades industriales. Es un servicio que exige
darse de todo corazón, y que trae consigo la negación de
uno mismo. Trabajando duramente nos ganamos la vida;
y como nuestro trabajo es creativo, participamos en la
obra creadora de Dios. Creamos. Edificamos. Edificamos
la imagen de Cristo en los jóvenes. Llevamos a Cristo a
los terrenos paganos en que prestamos nuestro servicio.
También reconocemos que, de todas las actividades
ascéticas de que hablan los autores espirituales, no hay
ninguna que pueda substituir al trabajo.
En cuarto lugar, la lealtad. A veces esto es mal
entendido por la gente de afuera como una especie de
presunción. Tal vez demos esta impresión. Pero no es
presunción; es lo que un monje de otro monasterio,
hablando de nuestra comunidad, llamó pietas —pietas en
el sentido correcto: pietas respecto a Dios, pietas de los
unos para con los otros. Una lealtad que nos lleva a
soportarnos mutuamente en las dificultades, una lealtad
que deriva de la caridad.
Esperamos encontrar en vosotros estas cuatro
cualidades. Seguro que no os habríamos aceptado a la
profesión, si hubiésemos creído que carecíais de ellas.
Pero se han de hacer cada vez más fuertes y profundas. Y
será así si vivís vuestros votos, si vuestra vida se
convierte en una conversio morum, si tenéis una
verdadera visión profunda de la estabilidad, que significa
la aceptación de la comunidad en su totalidad: su trabajo,
su fuerza, su flaqueza, las cosas que os gustan y las que
no os gustan. Queridos hermanos. Vais a hacer vuestra
Profesión mañana. Aceptadnos tal como somos, amadnos
tal como somos.
Y la obediencia. Os entregáis a Dios: «Id, vended lo
que tenéis». Dais vuestras riquezas a los pobres, y os dais
vosotros mismos a Dios; no tenéis nada que podáis llamar
propio, ni siquiera, en cierto sentido, a vosotros mismos.
Vosotros mismos estáis simbólicamente tendidos sobre el
altar, cuando vuestra cédula de profesión se pone sobre él
en el ofertorio. Esto significa, vosotros, vuestros dones.
Todas las cosas que Dios os ha dado. Y la iglesia, que
acepta este don de vosotros mismos en nombre de Dios,
os dirigirá en nombre de Dios. «El que os escucha, a mí
me escucha». Os entregáis a Dios, en y con Cristo. Os
conformáis a la obediencia de Cristo, que se hizo
obediente hasta la muerte de cruz; y por esto ha sido
exaltado y ha recibido un nombre que está por encima de
cualquier otro nombre.
Haced vuestra donación con un corazón ensanchado.
Hacedla atrevidamente. El amor es atrevido.
22.12.66
2. A toda costa.
Es una alegría para nosotros cuando un joven decide
entregarse a Dios en esta comunidad. Inevitablemente
ahora, después de haber estado aquí algunos años, os
conocemos en vuestros aspectos sólidos y en vuestras
fragilidades, y por vuestra parte, podéis presumir que
nosotros hemos disfrutado de vuestra compañía y hemos
llegado a valoraros. Confiamos también y esperamos que
vuestra Profesión solemne os proporcionará una profunda
alegría, no solamente porque os consagráis a Dios, sino
también porque deseáis, así lo esperamos, vivir, orar y
trabajar con nosotros.
La única cosa de la que siempre podremos estar
orgullosos es de ser monjes. En la medida en que esto nos
concierne, dicho esto se ha dicho ya todo. No tenemos
otra vanagloria que la de ser monjes. Y el monje es un
cristiano que ha sido llamado por Dios a vivir la lógica de
sus promesas bautismales de una manera particular. La
vida cristiana exige a la mayoría de las personas, sobre
todo cuando nos acercamos a la edad madura, una especie
de consagración. Para algunos es el estado de matrimonio.
Para nosotros es el estilo de vida monástico en el que
determinamos buscar a Dios de una manera especial,
esforzándonos constantemente por la unión con Dios. No
tenemos otra fuente de orgullo: no deseamos ser
conocidos por otra cosa, sino por monjes. Cuando hayáis
emitido vuestros votos, compartid nuestra suerte sin
reservas. Perseverad con nosotros a toda costa. Si mañana
hubierais de estar ante el altar no para hacer los votos
monásticos, sino para declarar públicamente vuestro amor
a vuestra prometida por las promesas matrimoniales,
prometeríais serle fiel tanto en la riqueza como en la
pobreza, en la enfermedad y en la buena salud, «hasta la
muerte». El voto que vais a hacer mañana aquí ¿es algo
menos que esto? No, es lo mismo. Os habéis ofrecido a
nosotros, para compartir nuestra fuerza, nuestros fallos.
Para bien o para mal.
Las rúbricas exigen que os expongamos las dificulta-
des de la vida monástica. Tenéis claro que son muchas, y
sin duda, encontraréis aún más. Pero no permitáis que os
dominen vuestros pensamientos. Que os domine el
pensamiento de que el amor de Dios os ha escogido. No
podéis tener una certeza matemática o física de que Dios
os ha llamado, que vosotros sois aptos para el estilo de
vida monástico; esta clase de certidumbre nunca podréis
tenerla. Pero podéis estar moralmente ciertos de que
nosotros en comunidad, por nuestra parte, hemos decidido
que sois llamados por Dios, que sois aptos para lo que se
os exige. Y vosotros habéis declarado que así lo deseáis.
No dudéis en absoluto que Dios os haya llamado. Si sentís
la tentación de la duda, podéis presumir, y con razón, que
el diablo está en acción.
Haced vuestra entrega de todo corazón, estad
preparados para cualquier eventualidad, cualquier
posibilidad. Comprobaréis que la obediencia es una
prueba. Es curioso, lo que hiere no son las cosas que os
dicen que hagáis, sino el tener que dejar de hacer las cosas
que os gustan. Con frecuencia un monje puede aceptar
ante Dios en sus oraciones el ser alejado de una tarea que
tiene entre manos; pero a veces es muy difícil aceptarlo
sicológicamente. Es posible aceptarlo en la oración, y con
todo, seguir «fuera de quicio». Creo que se ha de aprender
de joven la manera de dejar las tareas que a uno le gustan
sin «perder los estribos». Recuerdo que aquí había un
monje que se daba de todo corazón a todo lo que hacía,
con tanto entusiasmo que uno hubiera pensado que en
esto consistía toda su vida. Pero interiormente, estaba
desprendido. Cuando se le pedía que dejase las
ocupaciones a que se había dedicado durante largo
tiempo, lo aceptaba con extraordinaria simplicidad y
facilidad. En aquel momento se revelaba el verdadero
valor de aquel monje: aceptaba bajo obediencia las
circunstancias que habían determinado sus superiores, y
éstas le santificaban.
3.9.68
1. Ofrecimiento
Desearía, reverendos padres, que esta ceremonia de la
renovación de los votos pudiera tener lugar durante el
8
sacrificio de la misa . Nos recordaría la unión entre
nuestra oblación y la de nuestros Señor. Haría presentes
de nuevo las circunstancias de nuestra primera Profesión,
especialmente el gesto de colocar nuestra cédula de
profesión en el altar sobre el que se ofreció este sacrificio.
También subrayaría el carácter de acción de gracias que
debería tener siempre nuestro ofrecimiento. Esta
ceremonia en la que ahora tomamos parte, os asegura que
la renovación de vuestros votos es un ofrecimiento
genuino de vosotros mismos a Dios, juntamente con todo
vuestro trabajo en los años que vendrán.
Hay dos aspectos de nuestro ofrecimiento que me
gustaría poner de relieve.
En primer lugar, no hay vida humana que, en cierta
manera, no participe de la cruz de Cristo. Para los que
están destinados a seguir a Cristo, no hay manera de
escapar de la necesidad de cargar con la cruz. Si esto es
verdad de la vida humana en general, cuanto más lo será
de aquellos llamados a seguirle por el camino de la vida
monástica. En cada una de nuestras vidas se dan
circunstancias que, inevitablemente, causan sufrimiento
en cierta medida. Este sufrimiento puede venir del
temperamento, de las relaciones con los demás, de los
problemas de la obediencia; pero no hay vida monástica
sin un cierto grado de dolor que, si ha de dar fruto, ha de
ser considerado como un llevar la cruz a cuestas. Así
pues, me parece que esta es una oportunidad admirable, al
ofrecernos a nosotros mismos, para aceptar con corazón
amplio y agradecido las dificultades con que tropezará
nuestro camino; y aceptarlas llenos de alegría, hasta —
¿osaré decirlo?— con entusiasmo.
En segundo lugar, al ofrecernos nosotros mismos a
Dios, es importante ofrecernos tal como somos, sin
sentirnos ansiosos por lo que desearíamos ser o por los
dones que no nos han sido dados, sino nosotros mismos
tal como somos aquí y ahora.
Además, nos tendríamos que ofrecer en acción de
gracias por lo que encontramos en la vida de la
comunidad. Porque no tengo la menor duda de que las
cuatro cosas más importantes en nuestras vidas se han de
encontrar en esta comunidad, en todos los niveles :
obediencia, humildad, caridad y oración. Para mí ha sido
una fuente de consuelo ver prosperar estas cualidades —y
entre los monjes más jóvenes, no menos que entre sus
hermanos. Es un buen presagio para el futuro.
Más aún, si la renovación de nuestro ofrecimiento se
hiciera durante el sacrificio de la misa, subrayaría el
aspecto comunitario de nuestra vida y nuestro
ofrecimiento de él. Nunca hemos de olvidar esto: aunque
estemos comprometidos en diferentes actividades, aunque
tengamos diferentes ideas y temperamentos, sin embargo
hemos alcanzado una unidad en la única cosa que puede
unirnos: un ferviente servicio de Dios.
Solamente hay dos cosas que pueden arruinar una
comunidad, y son puestas de relieve constantemente por
san Benito. Las mencionaré, no porque crea que faltamos
en ellas, sino porque si hemos de perseverar en verdadero
espíritu monástico, tenemos que atajar, cada uno en sí
mismo, cualquier manifestación de estas faltas: voluntad
propia y murmuración. La voluntad propia es una forma
de soberbia y de ella se sigue, casi automáticamente, la
crítica destructiva.
Finalmente, me gustaría decir que, según mi opinión,
solamente hay una cosa hacia la que debería tender cada
uno de nosotros, y esta cosa es la oración. Ella es el unum
necessarium:la forma más elevada de unión con Dios que
podemos alcanzar en este mundo. Si cada uno de nosotros
se esfuerza constantemente para ser un hombre de
oración, como consecuencia será un hombre de oración. Y
si esto es así, esta casa será lo que tendría que ser, la casa
de Dios.
2. Humildad
Hay dos peligros particulares para el sacerdote y para el
religioso. El primero es desánimo por la propia
incapacidad; el segundo, un sentido de frustración.
Pensad en la escena del evangelio que describe la
vocación de san Mateo (nota), una persona sumamente
desagradable. Era un recaudador de impuestos, un cuerpo
formado por hombres notoriamente deshonestos, tenidos
por pecadores, que trabajaban para un poder extranjero, y
que parecían echar por la borda todo aquello que los
judíos tenían por más valioso. Los fariseos se ofendieron
con nuestro Señor porque se juntaba con Mateo y sus
amigos, «publicanos y pecadores». Y fue a estos mismos
fariseos a quienes Jesús dijo estas palabras de oro: «No
son los sanos los que necesitan médico, sino los
enfermos».
Lejos de mí hacer de la flaqueza humana una especie
de mística, pero es un consuelo saber que si yo soy inepto,
ineficaz, la mano del médico divino está ahí para sanarme.
Es de verdad adecuado para nosotros el mensaje que
María y Marta enviaron a Jesús: «Señor, aquel a quien
amas está enfermo». El evangelio nos muestra, fuera de
cuestión, que en una actitud verdaderamente cristiana no
hay lugar para el desánimo y el desengaño, en cuanto que
la constatación de lo que somos es una constante petición
a Dios.
Más aún, nuestra experiencia cotidiana de ineptitud y
flaqueza, nos fuerza de una manera notable a ser
humildes; y la humildad es la base de la vida espiritual,
base en el sentido de que es el principio: ya que, como por
el resultado del pecado original tendemos a centrarnos en
nosotros mismos, a buscarnos a nosotros mismos, hemos
de aprender a centrarnos en Cristo, y a través de Cristo, a
centrarnos en Dios, de manera que nuestras vidas estén
dedicadas a Dios y no a la exaltación de nosotros mismos.
Y si aprendemos a ser humildes, deseamos
una conversio morum; ydeseamos expresar esto por un
mayor desprendimiento de las cosas materiales, y una
consagración más profunda de nuestras afecciones y de
nuestros cuerpos a Dios.
Intentamos resolver el problema de la frustración,
forzando y cambiando las circunstancias, pensando
remover así dificultades y obstáculos. Pero el verdadero
religioso hace esto, no cambiando las circunstancias, sino
cambiándose a sí mismo, rehusando permitir que su paz y
la profundidad de su unión con Dios sean afectadas por lo
que se mueve a su alrededor. Todavía más, llega a ver
cómo las dificultades, los obstáculos, que son el origen de
sus frustraciones, no son obstáculos para la unión con
Dios sino peldaños para esta unión. Ve a Dios actuando
en su vida en las variadas circunstancias que componen su
vida: la acción de Dios a través del conservadurismo de
algunos, el progresismo de otros; la incomprensión de
algunos, la luz que irradian otros. Hemos de constatar que
en la vida de comunidad, Dios lleva a término su designio
por caminos apropiados para nosotros. Pero en un
verdadero religioso no puede haber frustración profunda,
porque la frustración es «sí mismo»; cosas que ocasionan
frustración, sí, pero frustración interior, no. Este es el
sentido más profundo de nuestro voto de estabilidad:
echamos nuestra suerte con una comunidad concreta,
haciendo de su fuerza nuestra fuerza, de su flaqueza,
nuestra flaqueza. De esta manera, el todo aporta una
unidad en la que experimentamos tolerancia, mentalidad
abierta, buen humor y comprensión. Y esto es estabilidad
en el sentido más profundo.
Nada se necesita tanto hoy en día en la iglesia como un
entusiasmo por las cosas de Dios. Es difícil hablar de esto,
porque en cierta medida el entusiasmo y sus
manifestaciones dependen del temperamento, y una
demostración artificial estaría fuera de lugar. Sin
embargo, al renovar nuestros votos, tendríamos que
renovar en nosotros mismos la convicción de que nuestra
vida vale la pena, no inquietarse excesivamente por las
cosas exteriores, y guardar como un tesoro nuestro secreto
interior: unión con Dios y con nuestros hermanos, en una
verdadera caridad. Ha de haber alegría en nuestro servicio
de Dios —tenemos derecho a ello—, ytambién
paz y serenidad, que son las señales de una vida con Dios.
Sí, tenemos derecho a esto. Estamos obligados a estar
alegres. Sobre todo, es esencial para nuestro trabajo: los
chicos en nuestra escuela, los parroquianos en nuestras
parroquias, tendrían que captar algo de nuestro
entusiasmo por las cosas de Dios. Y más que esto,
tendrían que detectar en nosotros un entusiasmo por la
vida que hemos profesado. Nos tendrían que ver alegres
cuando obedecemos, nos tendrían que ver alegres en
nuestro servicio a Dios.
3. Estabilidad
En la iglesia contemporánea se ve cada vez más la
mano conductora de Dios. Se aproximan cambios y
reformas. Y necesariamente habrá un tiempo de reajuste,
y cuando se hagan los cambios, habrá también
dificultades, inquietudes, desasosiegos. Diré una palabra
sobre tres causas del desasosiego. La primera es la
inestabilidad; la segunda es una especie de activismo, y la
tercera es la «mundanidad».
El correctivo contra la inestabilidad es nuestro voto de
estabilidad. El correctivo contra el activismo es dar a la
oración la prioridad que tendría que tener en nuestras
vidas. El correctivo contra la mundanidad, es una
concepción correcta del papel de la pobreza.
En las órdenes religiosas, hombres y mujeres
abandonan la práctica de la vida religiosa. También los
sacerdotes seculares se olvidan de sus obligaciones. Se
dan muchas razones. Algunos afrontan dificultades
respecto a su fe. Algunos se sienten aburridos. Algunos
piensan que podrían servir mejor a Dios en otra parte.
Algunos, al mirar atrás hacia los orígenes de su vocación,
llegan a la conclusión de que se equivocaron. Algunos se
sienten vencidos por dificultades temperamentales. Hoy
en día, es fácil en la iglesia racionalizar las dificultades a
la luz de los puntos de vista modernos: el papel de la
conciencia para el cristiano; la dignidad de la persona
humana; la distinción entre la vida religiosa y la vida
civil, y sus valores respectivos; el temor de emitir un
juicio sin la madurez que corresponde a un adulto.
Estos problemas no se dan en nuestro
propio conventus, pero somos humanos, y lo mismo nos
puede pasar a nosotros. Todo religioso tiene la obligación
de clarificar su modo de pensar sobre estos problemas,
aunque no sea sino por el hecho de que es un deber
ayudar a sus hermanos. De verdad que está implicada la
verdadera naturaleza de nuestra vocación.
Es fácil olvidarse del significado de las palabras: «Yo
os he escogido a vosotros; no sois vosotros los que me
habéis escogido a mí». Una vocación, siendo como es una
llamada de Dios, no es algo que nos pasó hace veinte,
treinta o cuarenta años. La voz que nos habló entonces,
nos sigue hablando todavía con la misma insistencia, en
espera de la misma respuesta generosa. Hodie si vacem
9
eius audieritis, nolite obdurare carda vestra .
Al emitir nuestros votos, nos entregamos a nosotros
mismos al servicio de Dios. Como en el matrimonio,
estábamos preparados a hacer cara a lo que nos tuviera
reservado la vida. En el día de nuestra profesión,
firmamos un cheque en blanco, pagable al Señor. Se hizo
una promesa solemne. Irrevocable. Sin posibilidad de
volver atrás. Dios nos ha llamado. Y si tenéis alguna duda
sobre vuestra vocación, reverendos padres, no penséis ni
discutáis sobre ello si no os habéis arrodillado antes ante
el santísimo sacramento y habéis renovado solemnemente
vuestros votos.
Estas defecciones suceden también, a causa de un
defecto en comprender el papel de las dificultades en una
vida escondida con Cristo en Dios. A veces quedo atónito
ante la poca comprensión de la gente de lo que significa
seguir a nuestro Señor. «Si quieres ser mi discípulo, has
de tomar tu cruz a cuestas y seguirme». Ningún religioso,
digno de su audacia, puede considerar esto como un
programa negativo y deprimente, porque la cruz es la
llave que nos abre todo el misterio de Cristo y de la
santísima trinidad, y además, nos introduce en este
misterio. San Pablo enseña que no hay resurrección para
nosotros a no ser que participemos en los sufrimientos de
Cristo. Y es sin duda axiomático en la vida espiritual el
hecho de que no nos podamos acercar a Dios si no es por
el sufrimiento. Esta es una palabra muy dura. De aquí la
exclamación de Teresa de Ávila: " No es extraño, Señor,
que tengáis tan pocos amigos, cuando los tratáis así!».
Las dificultades son la voz de Dios que nos habla. Dios
nos habla a través de los acontecimientos, de las
circunstancias. Y cuando éstos son difíciles de soportar, lo
que él procura es hacernos menos confiados en nosotros
mismos, enseñándonos a tener más confianza en él. Lo
que estoy diciendo ahora sé que no será del agrado de
algunos de vosotros: la doctrina que estoy predicando no
está de moda hoy en día. Pero creedme, reverendos
padres, cometemos un gran error en la vida religiosa si no
aprendemos, si no aceptamos de corazón, que las
dificultades no son obstáculos entre Dios y nosotros: son
el camino que nos llevan a él. Estamos muy equivocados
si no nos damos cuenta de que este cargar con la cruz es
totalmente compatible con la paz, la serenidad y la
felicidad. Desde luego que toda la vida no es así; desde
luego hay alegrías en la vida que vivimos, en la vida
religiosa que vivimos. Pero cuando se nos pone la cruz
sobre nuestros hombros, es el momento de acordarnos de
lo que estoy diciendo, y de abrazarla con alegría, casi con
entusiasmo, siendo como es el camino cierto, el camino
propio de nuestro Señor, para una unión más estrecha con
él.
Nosotros nos entregamos a Dios en un género de vida
particular, en un lugar particular, junto con compañeros
particulares. Este es nuestro camino: en esta comunidad
con este trabajo, con estos problemas,
con estasdeficiencias. El significado interior de nuestro
voto de estabilidad es que abrazamos la vida tal como la
encontramos, sabiendo que este camino, y no otro, es
nuestro camino a Dios. De vez en cuando, por una y otra
razón, estamos agobiados de trabajo, demasiado
apretados. Cuando esto es así, es correcto exponer nuestro
caso al superior. Muchos de vosotros lo habéis hecho, y
me he dejado conmover por vuestra humildad y vuestro
sentido común. Una precisión más: el vivir en esta
comunidad, con estos problemas y estas deficiencias, no
quiere decir que uno no haya de desear que cambie esto o
lo otro; sino que uno ha de estar básicamente contento.
Cuando los religiosos buscan a Dios en primer lugar y por
encima de todo, encuentran verdadera satisfacción,
mientras que si se buscan a sí mismos, no pueden
encontrar descanso y están descontentos. Así pues, no nos
hemos de desviar de nuestro primer motivo al unirnos a la
comunidad: buscar a Dios.
En la búsqueda de Dios, necesitamos preguntarnos
constantemente a nosotros mismos si la oración tiene el
lugar que le debería corresponder en nuestras vidas.
¿Pensamos y actuamos realmente como si la oración
ocupara el primer lugar, antes que cualquier otra cosa? Es
verdad que tenemos la ventaja del coro, una ventaja muy
considerable. Pero aunque sea ventajoso, tiene también
sus peligros. Queridos padres, las observancias a las que
estamos obligados, la recitación del breviario, etcétera,
serán para nosotros experiencias rebosantes de oración, en
la medida en que al mismo tiempo vayamos adquiriendo
el hábito de la oración privada. La oración privada y la
lectura espiritual, tal como lo he acentuado en repetidas
ocasiones, son dos prácticas en las que debemos persistir,
si es que hemos de dar sentido y vitalidad al resto de
nuestra vida de oración.
Y referente a esto, me gustaría decir a la comunidad
que, sea lo que fuere lo que se diga o se predique en
cualquier otra parte, yo debo insistir en que antes y
después de la eucaristía debería hacerse una preparación
adecuada y una adecuada acción de gracias. Es un error
argüir que estas cosas no son necesarias.
La pobreza en la iglesia es de gran importancia en el
mundo moderno. Además, es necesario distinguir entre la
pobreza del individuo y la de la comunidad; toda la
pobreza comunitaria, la pobreza de la iglesia en general,
es algo sobre lo que la iglesia tendrá que examinarse a sí
misma cuidadosamente. Pero aquí, es sobre la pobreza
individual sobre la que me gustaría decir algo. En nuestras
vidas siempre hay el peligro de que podamos faltar en la
observancia de nuestra pobreza. Os urjo a cada uno de
vosotros, padres y hermanos, a que examinéis vuestra
conciencia sabre esta materia. El uso que hacemos del
dinero. ¿En qué clase de vacaciones lo gastamos? ¿Y qué,
sobre las cosas que adquirimos que de hecho no
necesitamos? Y como éstos, podríamos ir pensando
muchos otros ejemplos: la clase de cosas que nos pueden
hacer demasiado dependientes de las criaturas y que se
pueden interponer fácilmente entre nosotros y Dios. Esta
es una materia que en el presente exige una urgente
consideración.
Padres, vamos a renovar nuestros votos. Nuestra vida
es una vida llena de estímulos, porque cada momento
puede proporcionarnos una oportunidad para una unión
más estrecha con Dios. Así pues, llenos de gozo y alegría,
renovemos nuestra donación, demos nuestra respuesta a
una voz que nos llamó no sólo en el pasado, sino que
también nos está llamando hoy.
5.9.66
4. Disponibilidad
La renovación de los votos tendría que ser una ocasión
para abrirnos a las sugerencias y a las mociones del
Espíritu santo. En un pasado lejano la profesión
monástica se comparó frecuentemente al bautismo, en
cuanto que, de una manera especial, el bautizado se abre a
la acción del Espíritu. Cuando hacemos los votos por vez
primera, y cuando después los renovamos, me gusta
pensar que una voz del cielo nos dice, como a Cristo en su
bautismo: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero». Y
también me gusta pensar: «Yo soy tu hijo, a quien tú
quieres, tu predilecto». Cuando nos entregamos a Dios,
cuando vivimos nuestros votos, esto es sin duda agradable
a nuestro Padre celestial.
¿Qué finalidad tiene el abrirnos al Espíritu? ¿Qué es lo
que hace que el Padre vea en cada uno de nosotros a su
querido Hijo, que vea en nosotros el reflejo de su Hijo,
Cristo nuestro Señor? Esta es la finalidad, la razón de
todo lo que hizo Cristo: que nosotros llegásemos a amar al
Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, toda nuestra
mente, toda nuestra alma, y a nuestro prójimo como a
nosotros mismos.
Cuando dos personas están enamoradas, en cada una de
ellas hay un deseo, una necesidad de la otra. A desea a B.
B necesita y desea a A. Y es de suma importancia que
cada una sepa que esto es verdad de la otra. Esto es
preeminentemente así en la vida matrimonial. Y también
es así en la amistad.
En lo profundo del corazón de cada uno de nosotros
hay sin duda alguna un deseo y una necesidad de Dios, y
este deseo y necesidad de Dios están presentes en
nosotros solamente porque Dios mismo nos desea y nos
necesita. Nunca podríamos empezar a amar a Dios o a
entender lo que esto pueda significar si primero no nos
hubiese Él amado a nosotros. El porqué Dios nos desea y
nos necesita es un misterio. Pero es verdad: si no fuera así
no nos hubiera creado y la vida en último término no
tendría ningún sentido para nosotros. Es bueno recordar
que en Dios hay una constancia, una consistencia de
actitud que nunca cambia, independiente de lo que somos
o de lo que hacemos: él nunca cambia cuando nos desea,
cuando nos necesita. Por el contrario, nosotros nos
desviamos, nos distraemos fácilmente, somos
inconstantes. Esta es una de las razones por las que nos
obligamos con votos. La promesa del matrimonio sirve
para proteger el amor original y ayudarlo a crecer. Me
atrevería a sugerir que no habría ninguna necesidad de
hacer votos si nosotros tuviéramos la constancia y la
consistencia de Dios. Por lo tanto, me gustaría decir algo
sobre nuestro voto de estabilidad, que refleja nuestro
intento de vivir la consistencia y la constancia que es
Dios.
Es característico del amor que el amado sea digno de
confianza: siempre fidedigno, siempre contento de verte,
siempre acogedor, siempre dispuesto a escuchar, firme
como una roca. Dios tiene estas cualidades, y se nos ha
dicho que seamos perfectos como nuestro Padre celestial
es perfecto. En nuestras relaciones, en nuestra vida de
comunidad, debe de haber una confianza mutua, cada uno
poniendo completamente su confianza en los otros;
siempre a punto a escuchar con simpatía; siempre
acogedor, abierto a los demás. Es claro que en una
comunidad siempre habrá diferencias en la consistencia
de las relaciones; pero hemos de ser perfectos como
nuestro Padre celestial es perfecto, y hemos de
esforzarnos por fomentar entre nosotros esta confianza de
los unos para con los otros que caracteriza el amor de
Dios hacia nosotros. Cada miembro de la comunidad ha
de saber que cada uno de los otros miembros lo desean y
lo necesitan, y él mismo debe necesitar y desear a cada
uno de los otros. El voto de estabilidad nos arraiga en esta
comunidad, y si su significado fundamental no consiste en
estabilizarnos en nuestra búsqueda del amor de Dios y en
fortalecer los lazos que nos atan los unos a los otros como
a hermanos, este voto es de poco valor.
De la misma manera que la confianza mutua es
característica del amor, así también lo es la
disponibilidad, no la disponibilidad que consiste en
reservar quince minutos entre compromiso y compromiso;
es mucho más profundo que eso. Significa que deseo
compartir, que deseo dar, que deseo hacer algo por el
otro. Cuando consideramos la disponibilidad de nuestro
Señor, vemos hasta qué punto la disponibilidad para con
los otros puede ser urgente, exigente. Dios tiene esta
especie de disponibilidad, y Cristo es el sacramento de la
disponibilidad de Dios. Nosotros debemos tomar a Cristo
como modelo y ser perfectos como nuestro Padre celestial
es perfecto: estar disponible para con Dios y disponibles
los unos para con los otros. Deseo compartir, deseo dar.
«Que no se haga mi voluntad, sino la tuya» resuena como
un eco en el «Cúmplase en mí lo que has dicho» de
nuestra Señora.
Es bajo esta pauta como me gustaría reflexionar sobre
la obediencia esta noche. Mi obediencia es una señal de
mi disponibilidad, no sólo necesariamente en términos de
acción, de hacer —que connotan las palabras «compartir»
y «dar»—, sino también en términos de aceptación, de
estar preparado a aceptar la voluntad de Dios hasta en el
caso que ello significara ser pasado por alto, que se me
pidiera abandonar una responsabilidad; o solamente, ser
olvidado. La obediencia vista desde este ángulo es un
correctivo constante de mi falta de disponibilidad. ¿Qué
es lo que hace dudar sobre el compartir, sobre el dar,
sobre el estar abierto? ¿Qué es lo que me hace vacilar
sobre el permitirme a mí mismo ser amado?
Frecuentemente son nuestra inhibiciones, que pueden
ocultar un egoísmo, un estar centrado en sí mismo, un
buscarse a sí mismo. La obediencia puede ser mi
liberación: puede librarme de mí mismo y hacerme
disponible a los demás.
La obediencia, en el sentido en que ahora la estoy
considerando, no se limita a los preceptos de los
superiores. o a las prescripciones de las constituciones o
cosas semejantes. Estoy pensado en términos que hacen
referencia a las circunstancias de cada día: la clase a la
que he de asistir, la reunión que he de presidir, la
asistencia a un enfermo, la reunión del consejo, todas las
exigencias que me piden estar preparado, disponible. El
timbre de la casa parroquial -o la campana en nuestro
monasterio: ambos son la voz de Dios que nos amonesta a
estar disponibles. Ser capaz de depender de otro, estar
disponible para otro: esto es lo que significa amor, lo que
significa vida monástica.
Estos ideales son elevados y difíciles de vivir, y sin
duda, casi más allá de nuestras facultades, porque en las
realidades de la vida de cada día nuestra conciencia
del amor de Dios no siempre se mantiene viva en nuestras
mentes. Tanto si se trata de nuestros hermanos como de
las personas a las que servimos, somos conscientes de
nuestros defectos. Todo lo que entra dentro de este terreno
de desaliento, ineptitud, un sentido de fracaso, me parece
que puede hacer mucho más daño que cualquier otra cosa
a la espontaneidad de nuestro amor a Dios y al prójimo. Y
hoy en día, estas actitudes están ampliamente difundidas
entre los sacerdotes. Pero el desánimo es un hecho y una
experiencia que hemos de soportar todos nosotros un día
u otro. Sin embargo, permitidme compartir con vosotros
una palabra de aliento. Me habréis oído preguntar en
ocasiones precedentes, si es mejor estar de pie ante el
Señor ofreciendo una lista de los propios dones, talentos y
realizaciones, o ser el «don nadie» al final de la iglesia
que sólo puede golpear su pecho diciendo: « ¡Dios mío !
Ten compasión de este pecador». Uno se siente
confortado al saber que no tiene mucho que ofrecer, que
uno ha llevado a término pocas cosas. ¿No es esto sobre
lo que habla san Benito en su capítulo sobre la humildad?
¿Y no hay una profunda sabiduría humana en todo esto?
¿Y no tenemos la aprobación divina de esta humilde
actitud, si todo lo que yo he hecho no es sino remitiros a
la parábola de nuestro Señor?
Es también en este contexto en el que tendríamos que
pensar, tal vez, sobre nuestro voto referente a la
«conversión de costumbres»: conversio morum.Desde un
punto de vista, la renovación presupone un aumento de
humildad, un reconocimiento genuino y profundo de la
necesidad que tenemos de Dios. Y cuando me doy cuenta
de que necesito a Dios, entonces lo deseo. Y ahora me
parece que hemos vuelto al punto de partida. No podemos
amar si no somos humildes, y no podemos amar hasta que
Dios tome la iniciativa. Acaso todo lo que podamos
realizar se reduzca a ser humildes. Y si somos humildes,
el Espíritu puede poseernos.
5. Conversio morum
Es bueno, reverendos padres, estar juntos durante estos
días. Además, considero los acontecimientos de estas
veinticuatro horas como uno solo. Nuestra misa
conventual de mañana será el punto culminante, y esta
renovación de nuestros votos forma parte de esta misa, y
de este acto central se derivan nuestras discusiones y
nuestras decisiones.
La importancia de esta renovación de nuestros votos es
evidente para todos nosotros, porque este es el momento
en que nos esforzamos para redescubrir los ideales que
nos incitaron a hacernos monjes y a entregarnos para toda
la vida. Es el momento de reasumir nuestra generosidad
juvenil para el servicio de Dios: de procurar también
experimentar de nuevo la maravillosa libertad de que
disfrutábamos en el momento en que declaramos ante
Dios y sus santos que le serviríamos en el monasterio
hasta el final.
Es el momento de evaluar los grandes votos monásticos
de estabilidad,conversio morum y obediencia. Nuestra
adhesión a esta familia monástica y nuestro compromiso
con ella, con toda su fuerza y toda su flaqueza, con su
futuro, que sólo Dios conoce y que tal vez será diferente
de todo lo que nosotros hayamos podido concebir;
esta conversio morum que nos impulsa a actuar y a
reaccionar y a pensar como monjes verdaderamente
dignos de este nombre; ésta caracteriza nuestro estilo de
vida, junto con nuestra obediencia que es la prueba real de
nuestro amor a Dios, de la misma manera que entre los
amantes, una obediencia mutua es una señal de auténtica
y genuina donación de sí mismo.
El monacato es un «camino de vida», y la palabra
«camino» nos recuerda el carácter de peregrinación de
esta vida y nuestra historia monástica. En un período, la
escena cambia lentamente, en otro, rápidamente. Nosotros
mismos cambiamos, y debemos cambiar. A veces nuestra
marcha será ágil y segura, a veces lenta y el andar,
pesado. Este es un momento, en el curso del año, en que
por el mutuo estímulo y el mutuo ejemplo, y por la
afección genuina que tenemos los unos para con los otros,
la marcha puede acelerarse y los pasos ser más decididos.
Es verdad, y en una ocasión como ésta es apropiado
recordarlo, que nuestro progreso a lo largo del camino
puede retrasarse si nos vamos por los lados y nos
metemos por caminos desviados. Y ahora me gustaría
recordaros algunos de estos caminos desviados, porque
cada uno de nosotros puede ser, y debería ser corregido
por los votos que hemos proferido.
Vivimos en una época inquieta, en una sociedad
inquieta. Pero ¿qué período de la historia no ha sido en
gran parte así? Tal vez somos más conscientes de este
fenómeno en nuestros días; pero si nos sentimos
inquietos, por la razón que sea, es importante reconocer
que esto es un obstáculo entre nosotros y nuestro servicio
de Dios. Aprender el arte de ser críticos respecto a lo que
somos y a lo que hacemos de una manera propia y
correcta, y de permanecer al mismo tiempo dedicado de
todo corazón al trabajo que tenemos entre manos, y los
unos para con los otros; mantener una paz interior, cuando
se es consciente al mismo tiempo de la voz del Espíritu
que nos habla individualmente o colectivamente, como
para llevarnos por caminos desconocidos e imprevistos;
ser conscientes de la llamada del Espíritu en las
necesidades de nuestros tiempos; ser conscientes de la
llamada de la iglesia y al mismo tiempo mantenerse
en la paz, en la quietud: esto solamente es posible si
nuestro empeño es constante y nuestra intención, una. El
camino que con mucha facilidad podemos seguir todos es
el de buscarnos a «nosotros mismos», no tengo ninguna
necesidad de recordároslo. San Benito nos recuerda lo
pernicioso que puede llegar a ser. «El amor no se busca a
sí mismo».
Existen tests simples por los que podemos descubrir si
nuestro corazón está puesto en Dios, o si estamos
preocupados por nosotros mismos. Ahí van algunos
ejemplos. ¿Cómo reacciono cuando se me pide que deje
una tarea y me ocupe en otra; cuando un trabajo que
hubiera podido presentárseme a mí es asignado a
cualquier otro; cuando se me exige que haga algo de una
manera, siendo así que yo desearía hacerlo de otra;
cuando me dejo llevar por la frustración porque no se han
seguido mis ideas, porque no han sido reconocidos mis
ideales? No es necesario entretenerse en esto.
Otro camino desviado es la mundanidad. Esta es difícil
de definir. Se encuentra en el corazón y en la mente más
que en lo que hacemos. Podríamos preguntar ¿cuál es
nuestra actitud cuando nos encontramos lejos del
monasterio? Echando una mirada retrospectiva a unas
vacaciones, ¿podemos decir que nos hemos sentido
siempre orgullosos de ser monjes?, o ¿hemos intentado
emanciparnos de nuestra condición de monjes por nuestro
comportamiento o por los vestidos que llevamos?
Disfrutemos de ser monjes. Estemos orgullosos de ser
monjes.
¿Qué es lo que nos mantiene en nuestro sendero? ¿Qué
es lo que nos disuade de torcer por caminos desviados?
¿Cuál es la incumbencia principal de cada uno de
nosotros? La cuestión proporciona la respuesta. En
nuestros corazones sabemos que es la búsqueda del amor
de Dios, lo que no solamente nos llenará en nuestra
vocación monástica sino que también nos hará alcanzar la
verdadera estatura como seres humanos. Tendríamos que
ponderar frecuentemente la benignidad y la amabilidad de
Dios, especialmente la benignidad y la amabilidad de su
Hijo hecho hombre, a través del cual él nos habla;
ponderar la vida de Cristo como una revelación del amor
de Dios, considerándola y comprendiéndola bajo esta luz;
ponderar la belleza de la creación de Dios, y todo lo más
noble y excelente de los logros humanos; ponderar
también la amabilidad de las otras personas: ahí está la
llave que nos abrirá el misterio del amor que es Dios.
¿Qué clase de miedo, qué clase de vacilación provocada
por el miedo es ésta, que nos intimida respecto a las
reacciones a que tenemos derecho cuando nos
encontramos ante la belleza o las cualidades maravillosas
de los demás? En todo lo que experimentamos, en todo lo
que conocemos, encontremos, o al menos busquemos el
amor de Dios. Las palabras no bastan, pero permitidme
citar a la mística Juliana de Norwich:
«El más elevado amor de Dios por nuestra alma es tan
maravilloso que sobrepasa todo conocimiento. No hay ser
creado que pueda conocer la grandeza, la ternura, el amor que
nuestro Hacedor tiene por nosotros. Sin embargo, por su gracia
y con su ayuda, irgámonos en espíritu y contemplemos,
maravillándonos eternamente, el amor supremo,
sobreabundante, único, que Dios, por su bondad, nos tiene.
Entonces podemos pedir reverentemente a nuestro amante todo
lo que queramos porque, por naturaleza, nuestra voluntad desea
a Dios y la benevolencia de Dios nos desea a nosotros. No
podemos dejar de desearlo y de anhelarlo hasta que lo poseamos
con plenitud y alegría: entonces ya no tendremos ningún otro
deseo. Mientras tanto, su voluntad es que prosigamos
conociendo y amando hasta que seamos perfectos en el
10
cielo» .
Me gusta pensar que la tradición mística inglesa tuvo
una influencia en la época en que nuestra congregación
fue fundada de nuevo; y que se adapta de una forma tan
maravillosa a lo que la gente busca hoy en día, que
haríamos bien en leer y seguir esta enseñanza, y adquirir
algo de esta panorámica.
Perdonadme si también recuerdo, como ya he hecho en
otras ocasiones, otra tradición que es muy nuestra: la
tradición de los mártires. Es una locura, y falso al mismo
tiempo, olvidar que el camino que lleva a Dios ha de ser
en un período o en otro, el de la cruz. Es injusto ocultar
esta realidad a aquellos con los que tenemos trato. El
evangelio es claro. La tradición que llega hasta nosotros
es que la cruz es gozosa, aunque cuando se siente con
todo su peso, estamos lejos de experimentarlo así. Dejad
que comparta un pensamiento con vosotros. Siempre que
uno de nosotros se sienta doblegado por el peso de la cruz
hasta el punto que esta persona en concreto —monje o no
— tiene la sensación de que no la acepta, no la desea y no
puede, es de veras la cruz. Y si, interiormente, se tiene la
sensación de rebelión, no os perturbéis. Cuando resulta
fácil «ofrecer» alguna cosa, no es eso realmente.
Perdonadme si me entretengo en este punto, pero todos
nosotros necesitamos saber cómo hemos de sacar
provecho de estas situaciones. Me parece que también
necesitamos saber cómo aconsejar a otros que se
encuentran en una situación semejante. Cuando la cruz es
demasiado pesada de llevar y caigo al suelo; cuando no
quiero aceptarla, entonces se trata de algo impuesto
realmente sobre nosotros por el Señor. Además, nuestra fe
viva y verdadera nos dice que este es el camino que nos
lleva a una nueva vida, un momento de crecimiento. Los
mártires iban con el corazón alegre a afrontar sus pruebas.
Lo mismo tendríamos que hacer nosotros.
Como monjes somos los herederos de una tradición que
se remonta a un pasado muy lejano. Me chocó una lectura
11
que tuvimos en el refectorio. La encontré impresionante
porque los autores eran también ellos grandes hombres. Y
escuchar a grandes hombres, admirando y evaluando
realmente la nobleza de las personas, sin rebajarles la
talla, como sucede con frecuencia, es notablemente
refrescante. Me parece que ahí tenemos una lección sobre
nuestra caridad, nuestro respeto mutuo, nuestra tolerancia.
Tendríamos que estar siempre preparados a admirarnos
mutuamente, a respetarnos los unos a los otros; a sentir,
también, un interés profundo y una profunda compasión.
Después de todo, nuestra búsqueda de Dios es nuestra
respuesta a un amor que él nos ha manifestado primero. Y
así podemos aprender los unos de los otros y todos juntos,
como comunidad, a volver de nuevo a él.
Ahora hemos de proceder a la renovación de nuestros
votos. Hagámoslo con sinceridad, con plena esperanza,
sabiendo que, haciéndolo así, Cristo está en medio de
nosotros y el Padre nos mira complacido: «Cierto, estos
son mis hijos, a los que yo quiero, mis predilectos».
27.8.73
6. Reafirmación
Una vez, nuestro Señor hizo una pregunta fuera de lo
común: no una pregunta como la que en circunstancias
ordinarias pueden hacerse los hombres unos a otros;
cierto, es una pregunta que probablemente no se ha hecho
nunca, o, en todo caso, raramente.
La pregunta es: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más
que éstos?», «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Y aún
una tercera vez. San Pedro, desconcertado, dice
finalmente: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te
quiero».
Es muy humano sentir la necesidad de una
reafirmación, muy humano. Pero posiblemente ¿no es
también algo divino? Lo digo con interrogante, no como
una afirmación categórica. Me daría temblor considerarlo
como una visión interior, pero ¿quién puede conocer el
misterio de Dios? Y sin embargo, me parece que las
palabras de Jesús me piden a mí y a vosotros que le
demos una seguridad, una reafirmación que dudaríamos
de pedírnosla los unos a los otros. Por más que entre
nosotros sean necesarios gestos sinceros y, a su manera,
elocuentes; también son necesarios en nuestra relación
con Dios: un gesto de reafirmación a Dios de que lo amo,
o al menos, deseo amarlo.
Nuestro Señor no hubiese hecho la pregunta si no
hubiera sido importante para él, si Pedro, como persona,
le hubiera importado poco. «Simón, hijo de Juan, ¿me
amas?». Esta pregunta se nos hace a cada uno de nosotros.
Nuestra respuesta puede dar a entender que estamos
desconcertados: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te
quiero». En nuestra mente se acumulan toda clase de
problemas, personales y monásticos, pero dudo de que en
otras circunstancias la respuesta hubiera sido más sincera.
El amor no conoce los límites del espacio, el tiempo y las
circunstancias: es un lazo entre dos personas que
transciende estas cosas: en la riqueza y en la pobreza, en
la enfermedad y en la salud, tanto si los tiempos son
buenos como malos, la realidad perdura.
Nuestro Señor dice tres cosas en respuesta a la triple
contestación de Pedro. Considerémoslas en orden inverso.
Su último mandato a Pedro es: «Sígueme». ¿Pedro no
había sido ya llamado? Quizás esta «llamada» después de
la resurrección fue la definitiva, la última llamada.
Cuando la primera llamada, la atmósfera es
completamente diferente; es más estimulante: el Mesías
ha venido, el reino será restaurado. «Lo hemos
encontrado» dice Andrés. Andrés lo dice a Pedro, y al día
siguiente es llamado Felipe; después, Natanael. Hay
grandes esperanzas: «veréis los cielos abiertos y los
ángeles subir y bajar, y al Hijo del hombre». Abandonan
las barcas a las orillas del lago de Galilea y dejan las redes
a secar.
¿Se sintió Pedro desilusionado alguna vez? «Nosotros
ya lo hemos dejado todo y te hemos seguido. En vista de
eso, ¿qué nos va a tocar?». Aquellos ingenuos argumentos
sobre quién tendrá el puesto más elevado en el reino, son
muy humanos. La idea que Pedro tenía del reino no era la
que tenía nuestro Señor. Pero si Pedro, cuando arrastró la
barca a la orilla, hubiese visto al héroe que acababa de
encontrar doblegado bajo otra carga en suprema
humillación, y hubiese previsto su despreciable
comportamiento —su huida y la traición a su maestro—,
¿habría dicho que «sí» tan rápidamente? Era un hombre
joven, lleno de vigor, de esperanzas y planes: «Puedes
estar seguro: si de joven tú mismo te ponías el cinturón
para ir a donde querías, cuando seas viejo extenderás los
brazos y será otro el que te ponga un cinturón para
llevarte a donde no quieres» 5. Nuestro Señor dijo esto,
así consta, para indicar la muerte por la que Pedro había
de glorificar a Dios. San Pablo vio en eso algo más que la
muerte física que sería la de Pedro: para san Pablo era una
muerte que significaba vida, un morir cotidiano para vivir
con más plenitud. No el aniquilamiento del vigor y de los
planes, sino su transformación en el vigor y en los planes
de Dios: «Si de joven tú mismo te ponías el cinturón para
ir a donde querías, cuando seas viejo extenderás los
brazos y será otro el que te ponga un cinturón para
llevarte a donde no quieres».
El reino no es lo que suponemos que es, o lo que
desearíamos que fuera: es el reino de Dios y viene por su
camino, no por el nuestro. Y Pedro se ha de hacer
pequeño. No serás eficaz hasta que ames, y por esto es
por lo que se le preguntó tres veces. Y él lo reafirmó:
«Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Y es
ahora cuando se le da una orden, se le confía una tarea:
«Lleva mis ovejas a pastar». Dales esperanza, dales
alegría, dales libertad, dales vida, dales a Cristo. Ellas no
tienen las mismas esperanzas, pero cada una de ellas debe
esperar todavía; no todas tienen alegría, pero cada una de
ellas tiene derecho a tenerla; todas desean la vida, y vida
con más abundancia: se han de amar las unas a las otras
como yo, el Señor, os he amado. Así pues, todas las cosas
cooperan para el bien. Nuestra tarea es esforzarnos en
amarlo y amar todo lo que le concierne, y llevar a pacer a
sus ovejas.
La pregunta se nos hace a vosotros y a mí: «¿me
amas?» y nuestra respuesta es: «Señor, tú lo sabes todo; tú
sabes que te quiero». Reafirmadlo a pesar de vosotros
mismos, sean cuales fueren vuestras inquietudes, vuestras
aspiraciones, vuestras diferencias, vuestros fallos: cuentan
poco en comparación con esta vocación al amor, que es la
vocación cristiana. Al renovar vuestra profesión,
reafirmad a Dios que queréis retornarle el amor que él
primero nos ha dado. Una vez se haya dicho y hecho todo,
esto es lo único que importa.
25.8.75
4. Trabajo monástico
1. Actividad
2. Profesor
El principio del curso ofrece una oportunidad para
comunicaros algunos pensamientos básicos referentes al
colegio. Como abad no puedo abandonar mi interés y
mi responsabilidad por el colegio. Por el contrario, mi
tarea consiste en asegurar que el colegio rinda la máxima
contribución a la vida de la iglesia en este país.
Actualmente hay dos puntos que se han de recalcar.
En primer lugar, hemos de hacer inventario y
considerar cuidadosamente qué es lo que hacemos para
enseñar y entrenar a los muchachos en la práctica de su
religión, y así prepararlos para la vida en el mundo. Los
principios básicos son siempre los mismos, pero estamos
en el año 1966, no en el 1930 o en el 1920.
En segundo lugar, hemos de considerar qué es lo que
podemos hacer para enseñar a los muchachos a trabajar
por sí solos. Me parece que todos nos podríamos
preguntar si en el pasado hemos tenido un cien por ciento
de éxito en esta esfera. El arte de ser profesor se puede
resumir de una manera muy simple: es enseñar a los
chicos a que se enseñen a ellos mismos; enseñar a los
muchachos a que ellos mismos se enseñen cómo han de
vivir, cómo han de rezar, cómo han de trabajar, cómo han
de dirigir sus vidas, cómo han de asumir una
responsabilidad, etcétera. Y nosotros hemos de aprender
qué es lo que podemos confiar a los muchachos y cuándo
necesitaremos intervenir para mantener el equilibrio. El
equilibrio implica saber lo que está pasando: qué es lo que
podemos confiar a los muchachos y en qué momento
necesitamos tomar las riendas en nuestras propias manos.
El equilibrio significa saber lo que pasa, actuando en
algunos casos y en otros haciendo parar la marcha de la
acción.
Ser profesor es un arte difícil y también noble. Es
difícil hasta el punto que siempre hemos de ser
principiantes. Reflexionando sobre mi propia experiencia,
muchas cosas las haría ahora de una manera totalmente
distinta. Pero es un arte que se debe aprender, en parte por
experiencia, y en parte, de aquellos que ya la han hecho.
Y esto es muy importante. Yo aprendí a administrar la
casa de losotros siete administradores, como se hacía
entonces. Cuando somos jóvenes en el equipo, hemos de
ser sensibles a la experiencia de los que nos han
precedido, y mirad que hay una gran cantidad de
experiencia en la comunidad.
Solamente añadiré que una gran fuente de satisfacción
en nuestro colegio es la relación que hemos establecido
con los muchachos.
Es ciertamente algo precioso y lo hemos adquirido con
razón: lo hemos aprendido de aquellos que iban delante
de nosotros. Ellos establecieron una maravillosa relación
y un equilibrio que nosotros hemos heredado. Pero es algo
que necesitamos vigilar, proteger y guardar como un
tesoro. Hemos de tachar un equilibrio frívolo, estar en
guardia contra una excesiva familiaridad, haciéndonos
como «uno más entre los chicos», obteniendo así un falso
éxito. Un cierto desprendimiento, un cierto control de uno
mismo, la capacidad de decirse «no» a uno mismo
conservando, sin embargo, cordialidad y amistad: ahí
hemos de encontrar la llave para todo lo que podamos
hacer por los chicos. Pero la nuestra, es una tradición
preciosa que fácilmente podría acabar mal.
De la misma manera que el abad no puede llevar la
dirección del colegio, por lo que delega a un director,
tampoco el director puede dirigir cada uno de los
departamentos. El también ha de delegar. Pero
recordemos que básicamente es el director el que dirige el
colegio, y esto lo hace por medio de un equipo. Pero el
equipo está organizado jerárquicamente: administradores,
prefectos de los alumnos más antiguos y otros oficiales. Y
éstos, los administradores, los prefectos y los otros
oficiales, deben saber cuándo han de remitir las cosas al
director. Han de saber en qué momento las cosas que van
siguiendo su curso han de pasar al examen del director: en
este caso la equivocación estaría más bien en hablar
demasiado que no en hablar demasiado poco.
Naturalmente, hay cosas que no se pueden remitir;
cosas oídas bajo secreto de confesión, por ejemplo, un
caso claro. Cosas también que podrían clasificarse como
«confiadas en secreto». Pero el trabajo del colegio es un
trabajo de equipo: toda la comunidad debe sentirse
corporativamente y colectivamente responsable de todo lo
que pasa en el colegio. Se ha de crear una comunidad que
se considere como formando parte del show, del
espectáculo. Digo que el colegio está organizado
jerárquicamente, porque en una empresa tan enorme como
ésta no podría ser de otra manera; pero cada uno tiene que
desempeñar un papel, ha de aportar una contribución. Las
ideas y las opiniones de cada uno son importantes y han
de ser escuchadas. El director recibe a los miembros de la
comunidad y a todos los de su plana mayor que van a
hablar con él sobre el colegio y sus problemas, por más
que es una persona cargada de ocupaciones. Aunque esto
no lo he hablado con él, estoy seguro de que lo que digo
es lo que él desearía que dijese: que, aunque tiene muchas
ocupaciones, nadie tendría que hacer de esto un motivo
para no molestarlo; si tenéis algo para decirle o deseáis
que él os dé alguna explicación, tendríais que ir. Me
aterroriza oír decir a la gente: «Oh, el abad está
terriblemente ocupado, no debemos molestarlo». Esto no
está bien. Si al abad hubiera de molestársele, debe ser
molestado. Y lo mismo vale para el director.
Al abordar el nuevo curso, varias personas deben estar
fuera del monasterio, ausentarse del coro y apartadas de la
rutina de nuestra vida de monjes. Cuando era junior y
joven sacerdote, acostumbraba a pensar: «Bien, se van.
Esto significa el final de su vida monástica hasta la vigilia
de navidad; y de todos modos, probablemente aun
entonces estarán fuera». Después aprendí que de ningún
modo es así.
13
Aquí, una casa tiene el monasterio por modelo. El
prefecto de la casa es algo así como el abad, que vive en
su comunidad: la casa. ¿Por qué? Para enseñar a los
muchachos a ser cristianos entregados; y también el arte
de vivir en comunidad. Esto es lo que él intenta hacer por
sus sesenta muchachos, más o menos. Por esto está él allí
con ellos. Cuando rezaba mi oficio, me gustaba pensar
que era la contribución particular de la pequeña
comunidad en la alabanza a Dios de la iglesia: la
comunidad cuyo centro es la misa de la casa y las
oraciones comunes. Acostumbraba a pensar que el
modelo eran los doce monasterios benedictinos en
Subiaco. Espero que esto no resulte ingenuo o fantástico,
pero significaba mucho para mí, y tenía sentido. Como
padre de esta pequeña comunidad, enseñaba a sus
miembros a vivir la vida cristiana y a ser miembros de
una comunidad. Estaba allá como su sacerdote, como si
presidiera una pequeña parroquia. Y ésta es la razón por la
que he estado siempre en contra de la idea de hacer asistir
a misa a todo el colegio en un mismo lugar, todos al
mismo tiempo.
Algunos no pueden asistir al coro porque nuestras
obligaciones nos llaman a otra parte. En un monasterio
ideal, en un mundo ideal, todos podríamos asistir al coro y
también podríamos llevar a cabo nuestras tareas
monásticas. De verdad, este es un ideal que nunca
deberíamos perder de vista; pero mientras tanto, cada
individuo ha de soportar el peso de interpretar la parte que
le toca en el coro monástico, tan lejos como le sea
posible. La misa conventual es un buen ejemplo, porque
mi punto de vista ideal es que todo el convento estuviera
presente a esta misa. Espero que un día esto será posible.
Aunque no podamos asistir siempre, es y sigue siendo la
responsabilidad corporativa de toda la comunidad, que la
misa, centro del día monástico, sea celebrada dignamente
y con la seriedad que corresponde a un acto que se hace
por el honor y por la gloria de Dios. Por lo tanto os urjo,
reverendos padres, a que cuando hayáis ordenado vuestro
horario, lo repaséis cada uno de vosotros y anotéis los
días en que con toda honradez os es posible asistir a la
misa conventual, aunque sea a costa de alguna molestia o
de algún esfuerzo extra en otro momento del día. Tal vez
no podáis anotar sino un día, o posiblemente dos o tres,
pero haced la decisión de asistir a la misa conventual los
días que hayáis anotado, y perseverad. Si cada uno acepta
este modo de ver —que la misa conventual es nuestra
responsabilidad corporativa— nuestros principios estarán
en orden.
A parte del principio en sí mismo, hay razones
prácticas para esto, ya que precisamente en este año va a
ser difícil hacer que las cosas marchen. Pero ahora habrá
otro principio para los cantores. He hablado de esto con el
director y nos hemos puesto de acuerdo en que cuando el
trabajo es señalado por él o por los prefectos, algunos
padres podrían estar disponibles algunos días para
mantener el canto. Y así, en vez de dejar la
responsabilidad de la asistencia a la misa conventual al
abad o al prior, teniendo que ir a la caza de las personas,
ahora será —como lo fue siempre o lo habría tenido que
ser— la responsabilidad corporativa de todos.
Ahora debo proseguir con algunos puntos particulares,
pero antes de hacerlo me gustaría citar a san Benito: «Por
lo tanto, vamos a establecer una escuela del servicio del
Señor y, al fundarla, esperamos no disponer nada duro o
pesado. Pero si por una causa razonable, como es la
enmienda de un vicio o la conservación de la caridad,
hubiéramos de disponer algo más estricto, no te
desanimes ni huyas del camino de la salvación, cuya
entrada es estrecha». No me gustan las listas inacabables
de prescripciones. Por otra parte, para conservar la
caridad y la disciplina, es decir, para la marcha sin
tropiezos de lo que está establecido, es necesario tener
claros ciertos puntos. Pero que los anima el mismo
espíritu que «acabo de decir sobre la misa conventual: se
trata de nuestra responsabilidad corporativa.
Un último punto. Durante estos tres últimos años me he
inquietado, sin saber qué hacer, por el número de monjes
que salen del monasterio, durante el año, por navidad y
por pascua. Para la marcha eficaz del colegio es necesario
salir para trámites, para reuniones de profesores de
ciencias, y demás. Esto es sumamente deseable. Y con
toda franqueza, algunas personas necesitan salir,
simplemente por salir. Reconozco todo esto y no deseo
perjudicar la marcha eficiente del colegio ni la salud de
los hermanos. Pero dicho esto, desearía que
aprendiéramos a relajarnos aquí, más de lo que lo
hacemos durante las vacaciones, con el sentimiento de
que retirarse al monasterio, asistir al coro, y tomarse la
vida más pausadamente, puede ser también relajante.
Podemos caer en un estado mental en el que no podemos
relajarnos a no ser que salgamos, y esto es malo para
nosotros. Y no es bueno para la comunidad: porque cae
fuera de lo ordinario el hecho de que nunca nos
encontremos juntos, y si surgen desavenencias, es
simplemente porque las personas están ausentes. Si estáis
fuera la mayor parte de las vacaciones de navidad y
pascua, y todo el mes de agosto, es fácil perder el
contacto respecto a lo que la gente piensa, a lo que les
preocupa, y demás. Y esto va especialmente para los
prefectos de casas y otros sumergidos en el colegio: no
proporcionan una oportunidad a los miembros más
jóvenes de la comunidad para que los puedan conocer.
Tendría que ser como una circulación a doble carril.
No puedo dictar reglas o principios respecto a esto. Me
desconcierta dar con la manera de abordar el problema.
Pero tal vez podríamos pensar todos sobre esto y no estar
tan fácilmente dispuestos a tener ganas de salir. De nuevo
lo repito, no se trata de reglas y reglamentos: es cuestión
de calar el espíritu y la expectativa, queridos padres, de
que a partir de ahora, más que la respuesta «Sí»,
preferiríais recibir como respuesta «No».
Ser profesor en el colegio, como la mayor parte de las
cosas que hacemos por Dios, es un trabajo de «iceberg».
Tal vez sea muy poco lo que se ve en la superficie, pero
muy profundamente, bajo la superficie, hay algo que se va
haciendo y que es muy, muy importante en la vida de un
muchacho. Un verdadero contacto con hombres dedicados
a Dios, conocidos como hombres dedicados a Dios y
vistos como tales, tiene más valor que todo lo que
nosotros pudiéramos decir o hacer. Los muchachos son
muy perspicaces: son muchísimo más agudos de lo que
pensamos, y saben reconocer si el hombre que cuida de
ellos, o con el que ellos tienen que tratar, es auténtico o
no. Pequeñas cosas pueden ejercer en los muchachos un
efecto tremendo. Años más tarde, un hombre de
veinticinco años, digamos, vendrá a vuestro encuentro y
os dirá: «Siempre me acordaré de la primera cosa que Ud.
me dijo. Yo llegué muy nervioso y preocupado de venir al
colegio, y Ud. me dijo...». Tú, probablemente, no lo
dijiste, o lo has olvidado, o fue algo muy trivial. Pero esto
es lo que uno descubre trabajando como profesor en un
colegio: son las mil y una cosas que uno dice o hace las
que tienen una importancia y producen un efecto fuera de
toda proporción. Es por esto por lo que vale la pena ser
profesor: todo ayuda a la construcción de una vida. Lo
que importa es lo que somos. Las cosas pequeñas son las
que cuentan.
Una campana toca para el Oficio monástico del coro.
Pero si yo continúo charlando sobre si esto debería ser así
o asá, o así o asá en la formación de los equipos en el
partido de rugby de mañana, o sobre si deberíamos llevar
pantalones con tirantes o no, esto no es tan convincente
como la obediencia a la campana. Cuando los muchachos
ven que, como monjes, somos disciplinados y deseamos
vivir plenamente nuestra vida monástica, esto produce un
impacto mayor que el ir dando vueltas a lo que sea. Lo
importante es lo que ellos ven que somos.
Así pues, queridos padres, solamente podremos ser
hombres de Dios si somos hombres de oración. Seamos
hombres de oración, y entonces seremos buenos monjes y,
necesariamente, buenos profesores.
4. Devoción
He estado pensando sobre renovación, renovación
monástica. Mientras que por una parte, sería odioso estar
satisfecho de como va nuestra vida aquí, se ha de
reconocer, sin embargo, que hay un buen número de cosas
que marchan bien. También sería odioso ser hipercrítico
respecto a la manera como se efectúa la renovación en
otros monasterios u órdenes religiosas. Pero creo que tal
como lo he sugerido ya en otras ocasiones, en muchos
casos las comunidades corren el peligro de cometer un
error muy grave, si van demasiado de prisa en lo que
podríamos llamar una dirección permisiva. Los que han
intentado conscientemente hacer la vida más fácil a sus
miembros, me parece que están cometiendo un grave
error. Ciertamente, creo que hay una correlación entre el
reclutamiento y las exigencias que una orden requiere de
sus miembros. Ahora voy a intentar explicar lo que me
parece que presupone la exigencia. Y en tanto en cuanto
nos atañe, hay un principio orientador con el que puedo
contar: que cualquier cosa que hagamos, planeemos, o
cambiemos, hay cinco cosas a las que hemos de
permanecer fieles, si hemos de seguir siendo algo de lo
que hemos sido, si realmente y a fin de cuentas hemos de
continuar. Las he mencionado antes, y no necesito
excusarme de volver a mencionarlas de nuevo, por lo
importantes que son: oración, obediencia, trabajo intenso,
vida comunitaria, pobreza. Estas son las cualidades
básicas, esenciales que ha de tener nuestra vida
monástica.
Más aún, una cuestión que suena como un desafío me
ha sido propuesta dos veces en los últimos diez días por
personas que se sienten atraídas por la vida monástica;
ciertamente es digno de admiración. La cuestión
propuesta, la indecisión que sienten, su problema, se
reduce a lo siguiente: «En cierto sentido ¿no habéis
optado; no habéis creado para vosotros un ambiente
agradable en el que evitáis ampliamente el género de
responsabilidades que nosotros hemos de soportar en la
batalla que es para nosotros la vida de cada día?». Mi
pensamiento se dirige a X, casado hace diez años, siendo
ya algo mayor, padre de cinco hijos; perdonad que insista,
cerca de los cincuenta años, sobrecargado de inquietudes
y problemas. O Y, enloquecido por una salud enfermiza,
consciente de haber cometido un error casándose y
habiendo de pasar el resto de sus días con una mujer
incompatible, y ella con un esposo incompatible a su vez.
O Z, que ejerce un empleo que no le gusta, y que para él
es una gran prueba; no puede cambiar a su edad; tiene un
hijo subnormal. ¿Por qué X, Y, Z? La mayoría de
nosotros tenemos casos semejantes en nuestra propias
familias; y ciertamente, si nos ponemos a pensar, X, Y y
Z podríamos haber sido tú y yo. Sí, cuando se plantea esta
cuestión, a uno se le ocurren estos ejemplos, que se
pueden ir multiplicando una y otra vez.
Mi respuesta es: Sí, tenemos muchas ventajas: tenemos
tres comidas diarias aseguradas, tenemos un techo sobre
nuestras cabezas, estamos vestidos, vivimos en compañía
de personas orientadas hacia un mismo fin, tenemos
nuestra ancianidad asegurada. Y proseguiré diciendo que
solamente puede haber una justificación del don de Dios
que significan todas estas cosas maravillosas, estas
grandes ventajas, siendo así que la mayoría de los
hombres no las disfrutan. Esto solamente puede
justificarse, digo, bajo el supuesto de que vivimos una
vida que re-quiere exigencias de nosotros de la misma
manera que la vida ordinaria requiere exigencias de
vosotros. Y en nuestra vida monástica, los dos terrenos en
que se nos exige son nuestra vida de oración y nuestro
trabajo. La oración tiene sus exigencias, y cuanto más
responsable es una vida de oración, tanto más nos exige el
Señor a través de ella. Y el trabajo tiene sus exigencias
porque trabajamos durante largas horas: trabajamos
intensa-mente, en siete días hacemos el trabajo que
corresponde a más de siete. Y hasta cuando no estamos
comprometidos a trabajar con tanta intensidad, hemos de
cumplir igualmente nuestras obligaciones: el Oficio coral.
Y también hay las reivindicaciones de los votos
tradicionales de castidad, pobreza y obediencia.
En los primeros años de la vida monástica son las cosas
pequeñas las que parecen pesadas, pero después, son las
cosas más importantes. La castidad, la pobreza y la
obediencia, en el curso de los años, pueden ser pruebas
mayores de lo que eran al principio. Y ahora empiezo a
preguntarme si lo que estoy diciendo es convincente. Hay
una especie de desagradable ir machacando detrás de mi
pensamiento que tal vez sea la manera como tendría que
ser, pero en mi caso, desgraciadamente, no lo es.
Todo lo que he mencionado: las reivindicaciones de los
votos y las exigencias de nuestras actividades, pueden
presentarnos con las mismas posibilidades de heroísmo o
terca intrepidez que la gente del mundo han de sacar de sí
misma en diversas circunstancias de sus vidas. A veces
me pregunto a mí mismo, ¿por qué la vida humana tiene
sus exigencias? Entonces me acuerdo de los
estremecimientos que nos sobrecogen cuando hablamos
de las dificultades de la vida monástica, o cuando se
menciona la cruz, y reconocemos que la vida, una vida
monástica, edificada sobre una especie de masoquismo
espiritual, sería una perversión de lo que tendría que ser el
monacato. Reconocemos en nosotros un espectro curioso,
acechante, en lo profundo del espíritu, cuando tenemos la
impresión de que de alguna manera, aunque las cosas
vayan bien, debe haber algo que va mal; o que si la vida
no es horrenda, no puede ser buena. Este es un espectro
que también debe ser exorcizado: tú no puedes basar una
vida humana o una vida monástica en esto. También hay
un sentimiento en nosotros, que nos afecta; un
sentimiento, no algo racional, de que cuantas más cosas
hagamos más virtuosos somos; cuantas más oraciones
recitamos, más virtuosos somos, y así. Este principio
no es teológico y no tiene ninguna base en la escritura ni
en la tradición. Tal como ya sabemos, el principio del
mérito es la caridad, no la cantidad de cosas que hacemos,
soportamos o decimos en nuestras oraciones. Sí, el
principio del mérito es la caridad. Y habiendo dicho esto,
se ha de admitir que la devoción a la oración y al trabajo
es una señal de caridad, una señal de vida.
Estoy cierto del papel vital que desempeña el trabajo en
nuestro estilo de vida monástico. Sin trabajo, dejaremos
de ser lo que hemos sido, y más aún, dejaremos de ser. Y
el trabajo hecho por los hermanos no es un salir de sí
mismo para darse a la actividad, podría serlo; ni es una
escalera que se ha de subir, como el que quiere sobresalir
en una carrera. Es una participación de la creatividad de
Dios; el fluir, en la actividad, de nuestro amor a nuestro
Señor y Maestro, y a nuestro prójimo. Es una devoción
desinteresada a los que servimos en el colegio, en las
parroquias o en cualquier otra parte. Recordamos con
admiración, para fijar la atención en un monje de nuestro
pasado, al H. Stephen Marwood: claramente un hombre
de Dios, un hombre que alcanzó un nivel muy alto de
oración, y sin embargo, entre nosotros, fue uno de los
hermanos más ocupados y más dedicado. Hasta el día de
hoy se le cita como quien ha ejercido una profunda
influencia. Y me parece que fue la figura representativa, y
fue solamente uno, del tipo de monje más excelente que
ha producido esta casa. Como digo, solamente lo tomo
como figura representativa..Podría haber mencionado
otros nombres, pero surgió él: qué persona más
plenamente humana, tan eminentemente humano y
humanitario.
Y si continúo hablando de ser humano en la vida
monástica, y esto lo digo no como un reproche, ni con la
implicación de que nosotros no tengamos estas
cualidades, me gusta pensar que las cosas sobre las que
voy a hablar son una descripción de lo que nosotros
estamos intentando ser, y de lo que la mayoría de nosotros
somos la mayor parte del tiempo. Pero las cualidades más
delicadas, si las podemos llamar así, son importantes: ser
considerado, precavido, disponible, formal, dispuesto a
colaborar, útil, jovial, aceptado y acogedor; sensible para
con los demás, que sabe perdonar, generoso,
desinteresado. Bien, todos tenemos nuestra lista de
cualidades, lo que pensamos que podría constituir un ser
humano excelente y un excelente monje, y no creo que
ninguno de nosotros pudiera tener en poca consideración
estas cualidades. Pero ahí están como ideales formidables
para todos nosotros: consideración, capacidad de
perdonar, desinterés para uno mismo, generosidad. Estas
son las cualidades más delicadas, más atractivas, sin las
que no hay vida verdaderamente humana, ni vida
monástica tolerable. Pero una vida monástica ha de dar
también al monje un sentido de responsabilidad, y aquí
me voy a referir a tres puntos.
En primer lugar, he de ser capaz de entregarme a mi
vocación por toda la vida; y habiéndome entregado,
perseverar pase lo que pase. Y las personas, los jóvenes,
en general, se muestran vacilantes en dar este paso. Pero
cuanto más avanzo en la vida, me voy dando más cuenta
de que la vacilación es una señal de inmadurez, porque se
llega a un punto en el que uno ha de ser capaz de dar un
paso responsable de este género y perseverar en él, venga
lo que venga. El otro día encontré a una señora que había
llegado ya a los setenta años. Ha pasado y está pasando
una vida horrible, no es católica; una vida horrible con un
marido pendenciero, algo desequilibrado diría. Ella decía:
«Podría abandonarlo, padre, podría; pero no lo haré a
causa de mis votos». Tal era su lealtad y devoción a una
promesa, hecha hace unos cincuenta años, y que le ha
proporcionado poca satisfacción, poca alegría.
Existe otra forma de esta responsabilidad, o de esta
cualidad responsable, que me gustaría exponeros: ser
digno de confianza. No serás una persona responsable, a
no ser que los otros puedan contar contigo; de manera que
cuando se te confía una tarea, uno puede estar seguro de
que será llevada a término, y estará bien hecha, con
perseverancia y eficiencia. Me parece que esto es
importante en nuestro trabajo, en nuestro trabajo en el
colegio.
Y el tercer nivel, que recubre este terreno de la
responsabilidad, se refiere a toda la cuestión de afrontar
las propias obligaciones, los propios deberes, de una
manera viril y valiente. Pensad en el efecto tremendo que
hace un monje que ha salido con un grupo de chicos, o
que está de vacaciones, y se retira para rezar su Oficio, se
retira para orar. Y esto no es acción consciente, como no
lo fue la de aquel otro de nuestros padres, que echó al aire
su libro, y dijo: «Ahora me he de cargar con la piedra de
molino». Digo esto porque me parece que los más jóvenes
se eximen a sí mismo demasiado fácilmente del Oficio.
Nunca he buscado informarme de si cuando participáis en
una salida o en un camping, o cosas de este género, os
retiráis aparte unos cuantos metros, para rezar una «hora
menor». Esto produce una profunda impresión en la
gente. Uno no lo ha de hacer por esto, sino porque se
toma con seriedad y responsablemente su vida de oración,
tal como se nos exige. Nos escabullimos para rezar el
Oficio como una madre podría escabullirse para ir a
planchar la colada.
Siento una incomodidad creciente con respecto a la
pobreza en nuestra congregación y en nuestra
confederación. Es uno de estos temas difíciles porque no
tenemos muy claro de qué manera, con nuestras
obligaciones, con nuestro trabajo, podemos realmente dar
testimonio de una pobreza que sea verdaderamente
evangélica. Podemos reunirnos para discutir esto, y hablar
y hablar y hablar. Lo que yo urgiría es que guardáramos
como un tesoro las formas tradicionales de expresar
nuestra pobreza. Tendríamos que ser escrupulosos cuando
se trata de pedir permiso para cosas que se nos han dado o
nos han enviado; o para pasar cuentas cuando hemos
estado de viaje o de vacaciones —y dicho sea de paso,
esto va bien. Tendríamos que disuadir de que nos hicieran
regalos, especialmente regalos superfluos, sin herir desde
luego, a los que desean hacérnoslos. Sí, es importante no
pedir a la gente que puede dar. Me parece que no hay cosa
más horrible en la iglesia que un sacerdote pesetero. No
creo que aquí tengamos sacerdotes peseteros.
Otro aspecto de la pobreza que tendríais que tener
presente es el no olvidar de dar las gracias a una persona
cuando os da alguna cosa, especialmente con una carta de
agradecimiento. El «dar gracias» no se puede decir que
sea una virtud evidentemente clerical. A veces es difícil
decir “no”; pero en general, tendríamos que hacer desistir
a la gente de que nos den cosas. Lo que quiero indicar es
que nuestro estilo de vida, nuestras actitudes, nuestras
reacciones, nuestros valores —éstas son todas las palabras
— han de dar testimonio de la presencia de Dios, de la
presencia del reino de Cristo, más que no de un estilo de
vida modelado a la manera de como viven los seglares.
¡Es difícil juzgar sobre esto! Pero permitidme que os
recuerde que si abandonáis los vestidos clericales —en las
vacaciones, por ejemplo— rápidamente os identificáis con
el estilo de vida que hombres prudentes y sensibles se
guardarán bien de llamar monástico. Es difícil definir lo
que significa frugalidad y simplicidad de vida; y
naturalmente, dadas las diferencias de ambientes y de
educación entre nosotros, nuestros puntos de vista serán
diferentes. En general, hemos actuado correcta-mente en
esto. Sin embargo, es algo precioso que hemos de
conservar. Creo, padres, que éste es todo el espíritu de
este capítulo. Tenemos valores preciosos, que nos han
legado nuestros predecesores. Pero se han de conservar
con solicitud, con amor, y con un cierto orgullo. Sea lo
que fuere lo que lleguemos a ser, o lo que hagamos en el
futuro, estas cosas deben formar parte de nuestra vida
monástica. Creo que si aflojamos en alguna de estas
cosas, no sobreviviremos; iría hasta el punto de decir que
ni siquiera mereceríamos sobrevivir. Pero porque tenemos
estos valores, sobreviviremos.
5. Simplicidad
5. BÚSQUEDA DE DIOS
1. El deseo de orar
Voy a hablar de la oración. Tendríamos que distinguir
dos cosas: la obligación de orar y el deseo de orar.
El deseo de orar es una atracción interior hacia la
oración. No se trata de una actitud de «debería rezar» sino
que se trata de «yo deseo rezar». Es verdad que hay un
estadio a mitad de camino en el que puedo decir: «deseo
hacer lo que debería hacer». Y esto es justo y correcto,
pero no es suficiente. Ha de ir creciendo en nosotros un
deseo de orar, una nostalgia de la oración, un gusto por la
oración. Ahora, a causa de nuestras muchasocupaciones, y
de que nuestras mentes están preocupadas por muchas
cosas, todos nosotros hemos experimentado las
dificultades que la vida ofrece a nuestras oraciones. Es
verdad que el trabajo que hacemos lo hacemos por
obediencia, y solamente por esto ya tiene un valor
particular, a parte de su valor intrínseco. Pero el problema
está en que no es fácil para nosotros mantener un estado
de recogimiento, con nuestra mirada y nuestra atención
puestas en el Señor. En los monasterios en los que no hay
una actividad como la actividad en que nosotros estamos
comprometidos, este sentido de la presencia de Dios se
adquiere más fácilmente a una edad más temprana en la
vida monástica. Para nosotros es más difícil, pero de
ningún modo imposible. Pero esto depende del hecho de
que tengamos una actitud hacia la oración semejante a la
que podríamos tener hacia los negocios. No estoy
hablando de la oración privada o de la oración litúrgica de
una manera específica, hago abstracción de ambas y hablo
en términos generales. Pero sospecho que el deseo de la
oración es algo que viene solamente con la práctica y
poco a poco. Me parece que es una verdad incontestable
en el campo de la oración, el decir que el deseo de ésta, el
gusto por ésta, es una consecuencia de su práctica. En
principio no empezamos a orar porque nos sintamos
atraídos por la oración; con más frecuencia, hemos de
empezar a orar, y entonces, el gusto y el deseo de orar
vienen. Por consiguiente, de una manera semejante, si por
una u otra razón dejamos de hacer oración o permitimos
que la oración desaparezca de nuestras vidas, entonces, el
gusto y el deseo también desaparecen. Cualquiera que
tenga alguna duda sobre esto no tiene más que reflexionar
sobre las cosas que pueden suceder durante nuestras
vacaciones: con qué facilidad el gusto por la oración
puede desaparecer o debilitarse.
Es verdad que la vida de oración tiene sus propias
dificultades. No puede haber práctica de oración llevada a
cabo. con seriedad que no vaya acompañada de oscuridad
y un cierto sentido de cosa irreal. Verdaderamente, la
oscuridad y la irrealidad son parte y porción de la oración.
Son las formas por las que se purifica nuestra fe, cuando
nuestro ser se encuentra privado de los puntales y
soportes que eran necesarios en un estadio anterior. Esta
es una experiencia difícil y a veces espantosa, porque
tenemos la sensación de que no pasa nada, la sensación de
que la oración es una experiencia de frustración. Tal como
nos dicen los escritores espirituales, estos son los
momentos peligrosos, porque es aquí donde podemos, ser
vencidos por el desaliento y dejar así de perseverar. Lo
mismo puede suceder respecto al Oficio divino. Podemos
desalentarnos por la sensación de irrealidad, por la
sensación de que se trata de algo «extraño» a nuestras
vidas, y caer en la tentación de no seguir perseverando en
la aplicación de nuestras mentes, en la concentración en
aquello nos imaginamos estar haciendo en el coro. Ahora
bien, la tenacidad y la perseverancia son cualidades
básicas que uno bien puede esperar encontrar en un
monje: ciertamente, cualidades que san Benito exige del
postulante que solicita la admisión. Debemos ser también
como el que se aplica a un negocio. Y además, es cuestión
de reflexión sobre las cosas de Dios, lectio divina: el
requisito necesario para una oración viva y verdadera; un
prerrequisito necesario para concentrarse en el Oficio
divino. Porque lalectio divina, la lectura reflexiva es esto:
no la preparación para un sermón, no leer teología por
teología, sino una lectura orante que capacita al Espíritu
santo a mover nuestras mentes hacia una comprensión y
una visión de las cosas de Dios, junto con un deseo de
darnos a Dios y de expresar esto en la oración.
15
Me acuerdo que el P. Paúl decía que si llevas bien las
cosas del colegio, todo lo demás va de por sí. Igualmente
es verdad que si llevas bien la oración de una comunidad,
el resto sigue de por sí. La oración es la cosa más
importante. Podemos tener la actitud, por ejemplo —
inconsciente, ya lo sé—, de que hemos de hacer el plan
del día, todas aquellas actividades en que debemos
ocuparnos, y entonces, de una manera u otra, encajar la
oración aquí o allá. O podemos tener la actitud de que
tenemos que hacer oración, y mirar el trabajo que hemos
de hacer como fluyendo de nuestra oración. Y cuando
estamos verdaderamente convencidos de la prioridad que
debe tener la oración, de su valor, entonces sentiremos
ansia por darle en la práctica la primacía que merece, no
sólo en nuestras vida individuales, sino también en la vida
de la comunidad. Como monjes, y monjes comprometidos
en un trabajo por Dios que vale la pena, ya sea aquí o con
nuestros padres en las parroquias, la oración es el
medio por el que el Espíritu puede guiarnos. Cuando
oramos de verdad, entonces podemos empezar a ver a
Cristo en nuestro prójimo; cuando oramos realmente,
podemos empezar a vivir para el Padre. Entonces nuestra
vida monástica empieza a ser una vida en y con Cristo
para el Padre. Para esto hemos venido aquí, y ésta es la
cosa más importante en nuestras vida.
Frecuentemente he hecho la reflexión, y tal vez lo haya
dicho en ocasiones anteriores, que en cada monje debería
haber un trapense en potencia, un cartujo en potencia, o
dicho de otra manera, nos tendría que saber algo mal a
cada uno de nosotros que Dios no nos haya llamado a ser
cartujos, la pena de que esta gran vocación no se nos haya
ofrecido a nosotros. Si conservamos este pensamiento en
nosotros, nos salvaremos del activismo: evitaremos el
peligro de dejar de ver la mano de Dios en nuestras vidas,
la mano de Dios en nuestro trabajo. Es la oración la que
nos da una visión espiritual. Existe una ecuación muy
simple, con la que voy a concluir: un hombre de oración,
igual a un hombre de Dios; y un hombre de Dios, igual a
un hombre de influencia espiritual.
12.5.67
2. La oración de insuficiencia
Es raro oír hablar de oración a los sacerdotes. Parecen
inhibirse cuando intentan explicar lo que pasa cuando
hacemos oración. Sin embargo, me parece que todo
superior de una comunidad religiosa está obligado a
hablar de la oración de vez en cuando. Mi intención es
hablar en términos generales a un grupo específico: a
aquellos que han sido a toda costa fieles a la oración a lo
largo de los años, aunque en la práctica parezcan
encontrar frustración y dificultad: aquellos que
frecuentemente tienen la sensación de que no van a
ninguna parte.
Hay dos aspectos en nuestra vida que militan contra la
práctica de la oración mental o el éxito aparente de una tal
oración.
El primero es nuestra preocupación por las múltiples
actividades en que estamos comprometidos por
obediencia. Nuestras mentes pueden estar de tal manera
abarrotadas de solicitudes y preocupaciones, o la
dificultad de encuadrar muchas cosas en un día, que
cuando nos ponemos a hacer oración mental, nuestras
mentes no están relajadas, no están aliviadas.
La segunda dificultad, que está en conexión con la
primera, es la fatiga mental. Es una cosa de la que
sufrimos todos nosotros en esta comunidad de vez en
cuando, y muchos de nosotros durante períodos
considerables. Hemos de estar seguros, desde luego,
cuando nos ponemos a hacer oración mental, de que
también nosotros ponemos algo de nuestra parte. No me
estoy refiriendo a cosas obvias como la fidelidad a la
media hora dedicada a esto; ni a impedimentos de la
oración, tales como la pereza, el buscarse a sí mismo, y
cosas semejantes. Se presume que, de acuerdo con los
principios monásticos, hay en nuestras vidas una
orientación general hacia las cosas de Dios. Estoy
pensando en el papel que jugamos cuando estamos
implicados en el ejercicio de esta práctica que llamamos
oración mental. Frecuentemente los manuales sugieren
que el seguir un método es algo que pertenece a los
estadios iniciales de la oración, y a medida que el tiempo
va pasando, ya se deja de necesitar un método. Esto es
falso. Es totalmente equivocado pensar que la oración es
algo ascendente. De hecho, la experiencia de la mayoría
de nosotros es de que la oración es algo variable, y que a
menudo tendríamos que volver a un método de los de al
principio antes de lo que lo solemos hacer. Uno se resiste
a proponer cualquier método específico. Asimismo, ¿no
hemos estado educados todos nosotros de acuerdo con el
principio de que la mejor manera de orar es la manera que
se te acomoda a ti? Ciertamente, esto es verdad. La
oración de dos personas no es nunca idéntica. Lo que se
acomoda a uno no se acomodará a otro. Pero si nos
sentimos incapaces de orar, en el sentido de que nuestra
mente vagabundea y se hace difícil fijar la atención en el
Señor, que no sucede nada; cuando ocurre esto, es el
momento de volver a un método que nos haya ayudado en
un estadio previo. Y en la experiencia de todos nosotros,
hay métodos que parece ser que nos han ayudado. Para
algunos será volver a la oración vocal, es decir, el uso de
una fórmula establecida. Santa Teresa de Ávila habla de
una monja anciana que no pudo llegar más allá de ir
diciendo el Padrenuestro durante el tiempo de la oración
mental. Y añade que esta monja había alcanzado un
estadio muy alto de espiritualidad. Pero es la práctica
inicial de aplicarse a una fórmula que puede ser un
apreciable punto de partida.
En tiempos de tensión y agotamiento, puede ayudar el
dividir la media hora en cuatro partes, por ejemplo: los
primeros diez minutos pasarlos con el «kyrie» de la misa;
después, un período de ir repasando el gloria; un tercer
período de reflexión sobre el ofertorio, y el cuarto, tal vez,
de lectura de las oraciones de la consagración. Algo por el
estilo puede ser útil y de ayuda. Es verdad que podemos
no ir más allá de la repetición de fórmulas; y hasta pueden
parecer carentes de sentido, desprovistas de un mensaje;
pero solamente el hecho de mantenerse con fe en esto,
eventualmente dará fruto de una manera que espero
sugerir de aquí a un momento.
Algunos prefieren el uso de su imaginación, sin
palabras; a otros les gusta dejarse impresionar por ideas.
Pero recordad que la palabra, la imagen o la idea son
solamente un punto de partida; más allá de palabras,
imágenes e ideas, hemos de ir a la persona: la persona de
Dios o una de las personas de la trinidad. Porque con toda
seguridad, esto es la esencia de la oración. Necesitamos
estar conscientes de Dios y responder a esta conciencia. Y
esta respuesta algunas veces vendrá en forma de palabras,
y otras veces en un desconcertante y curioso nivel donde
no hay ni palabras ni pensamiento. Y este es el punto
central de mi charla.
Me parece que muchos de nosotros tenemos el
sentimiento, y con frecuencia muy pronto en la vida
religiosa, de que los métodos más que ayudar nos
introducen en el camino. Cuando hablo con sacerdotes de
experiencia, especialmente aquellos que viven lo que
llamamos vida contemplativa, dicen que sus discípulos
abandonan los métodos y van a parar a lo que, a falta de
una expresión mejor, puede ser descrito como oración de
quietud. Esta es una oración en la que ni las palabras, ni
las ideas y ni las imágenes tienen sentido para nosotros.
Somos simplemente conscientes de Dios, y nuestra
respuesta a él no encuentra expresión en ninguna de estas
formas. Es precisamente una respuesta desde las
profundidades de nuestro ser.
El teólogo alemán Paul Tillich, me parece que llegó
casi a describir esta clase de oración —citado
16
en Sincero para con Dios —,cuando hablaba de Dios
como la profundidad o «fundamento» de nuestro ser.
Porque creo que en un nivel elemental de oración se da la
verificación de que Dios está presente en lo profundo de
cada uno de nosotros. Santa Teresa de Ávila decía: «¿Por
qué buscáis a Dios aquí o allá? Dios está dentro de
vosotras».
Queridos padres, debo confesar que esta es una forma
de oración con la que no estoy muy familiarizado. Hay
otra clase de oración, que me parece que es la oración de
muchos de nosotros. No es el resultado de ningún método,
porque el método no ayuda. Ni siquiera se da una
conciencia de oración. Es un estado del que la mayoría de
nosotros podemos hablar honradamente con elocuencia.
Es la «oración de insuficiencia». Y me parece que ésta es
la experiencia normal de muchos de nosotros. Un método
no ayuda: las imágenes y las ideas parecen convertirse en
obstáculos, y hasta cuando las abandonamos, nos
encontramos aún sin ninguna conciencia de Dios. Es aquí
cuando nos viene la tentación de abandonar. Una vez más
santa Teresa nos advierte que la gente abandona la
oración como cosa que nada aporta, como cosa que no
está hecha para ellos.
¿Cuál es el rasgo característico de esto? Me parece que
cuando nos encontramos en este estado se supone que
podemos aprender muchas lecciones, pero en particular,
son dos. La primera consiste en verificar que en la oración
lo que importa es el dar más que no el recibir; que
llevamos a cabo este ejercicio —es una palabra
desafortunada, pero ya sabéis lo que quiero decir— en
primer lugar por amor de Dios, más que por amor a
nosotros mismos. En otras palabras, estamos dispuestos a
arrodillarnos simplemente, o a sentarnos o a pasear, sin
que pasen muchas cosas y estamos preparados a proseguir
de esta manera, esperando —y esto puede durar años—,
esperando como alguien que ha de crecer en humildad y
en la verificación de las limitaciones del alma humana:
esperando que ha de ser Dios el que se ponga en contacto
con nosotros y no viceversa. Esta es la primera lección
que se ha de aprender.
La segunda lección es que no hay progreso en la
oración, si no hay un progreso en la fe, una purificación
de la fe. Y esto ocasiona la remoción de todos los apoyos
que dependen del comportamiento humano,
razonamientos humanos, señales y demás. La fe desnuda
esuna experiencia espantosa y, sin embargo, es finalmente
el punto de encuentro entre Dios y nosotros en lo
profundo de nuestro ser. Esta experiencia de la
purificación de la fe, normalmente no acostumbra a venir
pronto en la vida religiosa. Viene tarde.
Bien, queridos padres, estos son algunos pensamientos
sobre la oración. Pero debemos traer a la memoria lo que
aprendimos cuando éramos novicios: que la llave de todo
esto es la perseverancia. Hemos de aprender a esperar, a
no abandonar nunca, a volver a métodos simples, y
abandonarlos solamente cuando ya no son de ninguna
ayuda.
A veces podemos admirarnos del resultado de nuestra
fidelidad en la oración. De día en día, el resultado que
podemos ver o señalar es pequeño. Únicamente cuando
miramos atrás, pasados los años, llegamos a verificar que
nuestras convicciones respecto a las cosas de Dios son, a
pesar de todo, más claras de lo que eran. Y me parece
finalmente, que el resultado más importante de la
fidelidad a la oración es que, a pesar de todo, deseamos
continuar orando.
3.2.68
4. Nostalgia de Dios
Orar es intentar estar atentos a Dios y en esta atención
darle una respuesta. Es un intento de elevar nuestras
mentes y nuestros corazones a Dios.
El abad Herbert acostumbraba a decirnos que el
intentar orar era, de hecho, orar.
La oración es un acto de fe, esperanza y caridad.
Siempre es un acto de fe: «Señor, que se nos abran los
ojos». Nuestro Señor, permitid que os lo recuerde, nos
hace la pregunta que hizo a los dos ciegos en el camino de
Jericó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?» «Señor,
19
que se nos abran los ojos» . Nos hace la pregunta que
hizo al otro ciego que curó, tal como lo cita san Juan:
«¿Crees?» «Creo, Señor», contestó el hombre, y se postró
20
ante él .
La oración es un acto de caridad, un acto de amor.
«Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Es un
acto de esperanza, porque nos hace la misma pregunta que
hizo a algunos de los apóstoles en el capítulo sexto de san
Juan: « ¿También vosotros queréis marcharos?» «Señor, y
¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna,
y nosotros ya creemos y sabemos que tú eres el
21
consagrado por Dios» . También nosotros estamos
tentados de irnos, de volvernos atrás, y entonces nos
acordamos que no hay otro a quien podamos ir para
encontrar vida eterna.
La oración es el grito de un hombre humilde, de uno
que reconoce su insuficiencia ante Dios. «Señor, ten
piedad de mí, pecador». «No necesitan médico los sanos,
22
sino los enfermos» . Orar es reconocer nuestra
dependencia de Dios. Y nos extraña tener que pedir,
cuando Dios ya sabe cuáles son nuestras necesidades.
Porque él mismo nos dijo que teníamos que pedir: «Pedid
y se os dará». Porque nuestro pedir forma parte del orden
de las cosas que pone por obra la actuación de la divina
providencia. Y si nuestra petición no recibe respuesta,
sabemos que es porque lo que él quiere para nosotros
siempre sobrepasa en mucho nuestras ambiciones.
La oración es también el clamor de alguien que está
agradecido: actitud que no se encuentra siempre entre los
religiosos, que no les falta nada, tanto en lo material como
en lo espiritual. Un hombre humilde es un hombre
agradecido. Si nos tocara sufrir privaciones, como les toca
a muchos en el mundo, el agradecimiento por las
pequeñas cosas de la vida y por las cosas grandes de Dios
vendría a nuestros labios más puntualmente.
La oración es el canto de uno que se esfuerza por ver la
majestad y la belleza de Dios; que puede admirar las
maravillas del universo creado para admirar al Creador
cuya majestad y belleza se reflejan en las cosas creadas
como en un espejo. Es un cántico de respuesta que viene
de uno que ha reflexionado sobre la grandeza del amor de
Dios hacia él y que se esfuerza por devolver amor por
amor. Pero en nuestra vida de cada día, no será fácil a
menudo reaccionar de esta manera. Por esto es por lo que
hemos de atesorar momentos de soledad y silencio, por lo
que nos hemos de esforzar por entretenernos en las cosas
de Dios cuando leemos las Escrituras, cuando
ponderamos los acontecimientos del día, cuando
pensamos. Este es el papel que nos toca representar,
reconociendo que es el Espíritu santo el que actúa en
nosotros conformando nuestras mentes a la mente de
Cristo, de tal manera que llegamos a pensar tal como
piensa Cristo, a reaccionar tal como Cristo reacciona; de
tal manera que podemos orar a él con él, «Padre nuestro
que estás en el cielo...» ; un himno de alabanza, hasta
cuando rezamos cada día en este coro, esperando la
venida del reino de Dios, esforzándonos por aprender su
voluntad, poniendo ante él nuestras necesidades
cotidianas: las necesidades de nuestras familias, de los
que pasan por este colegio, de nuestros amigos, de todo el
mundo. Y nos tendría que entristecer el pensar en la
insuficiencia que nos es propia, y esforzarnos, con gran
humildad, por amar a Dios más y más. La oración es un
diálogo de amor entre Dios y nosotros: es el clamor de la
criatura postrada ante la majestad de Dios.
El trabajo de la oración no nos aportará siempre a
nosotros, pobres mortales, una rica recompensa en el
pasar de los días. Y no obstante, la fidelidad a la oración
traerá consigo una mayor estimación por la oración, y,
Dios lo quiera, una mayor nostalgia de Dios.
17.2.68
5. El amor de Dios
Cuanto más piensa uno en la vida espiritual, tanto más
piensa también en la oración; cuanto más intenta uno
encontrar una actitud básica apropiada para la vida
religiosa, tanto más, y en gran manera, verifica uno que
ésta ha de ser una actitud de amor. Me pregunto sila idea
de Dios como amor ha sido lo suficiente evidente en la
enseñanza de la religión a los jóvenes. Hay un cuento de
un muchacho que fue a una tienda de manzanas. Sus
padres estaban afuera, y no había nadie allí cerca; y tenía
ganas de coger una manzana. Pensó que nadie lo iba a
ver. Pero volvió a pensar: alguien lo vería, Dios lo vería y
se enfadaría si él cogía una manzana. Si a uno se le educa
con historias de este género, se desarrolla en el fondo de
la conciencia una visión tergiversada de quién es Dios, de
la clase de persona que es él. Nuestra actitud básica
tendría que ser la verificación de que Dios es amor.
Convendría que examinásemos la primera Carta de san
Juan, capítulo 4.
Ahora bien, supongo que no hay un ser humano, con
toda certeza creo que es así, que no haya tenido alguna
experiencia de amor, algún sentimiento de afecto por otro.
Esta experiencia básica es la que más se acerca si
intentamos explicar lo que significa amar a Dios. Estoy
seguro de que recordaréis las sutiles palabra del Dr.
Dominian cuando dijo: «El amor humano es un
instrumento que podemos utilizar para explorar el
misterio del amor divino». Y lo es. Conocemos el
mandamiento de amar a Dios con todo nuestro corazón,
con toda nuestra alma. Y aún esta experiencia es
verdaderamente difícil de entender, de analizar, de
explicar. ¿Qué significa amar a Dios? Lo digo como
sugerencia, nosotros lo entendemos algo así como: si yo
he experimentado amor o afección por otros, puedo
comprender oscuramente, inadecuadamente, de una
manera incompleta, no tanto lo que Dios significa para
mí, como lo que yo significo para Dios.
Es difícil entender cómo el amor que yo siento por otra
persona me puede mostrar cómo amar a Dios. ¿Puedo
tener para con Dios los mismos sentimientos que tengo
para otro ser humano? Quizás podría, tal vez algún día los
tendré. Sospecho que pocos de nosotros pueden decir que
esto es como es. La llave que nos abre el misterio del
amor de Dios viene a ser algo así. Cuando experimento el
amor, ya sea dándolo a otro o recibiéndolo, empiezo a ver
qué es lo que quiero significar a Dios. Quiero mucho a
una persona particular, y esta persona significa mucho
para mí. Ahora entiendo lo que yo significo para Dios.
Nosotros solamente amamos a Dios, nos dice san Juan,
porque Dios nos ha amado primero.
Sicológicamente parece que ésta es la forma correcta
sin más. Nuestra actitud hacia los demás cambia a
menudo porque hemos descubierto su actitud hacia
nosotros. Tal vez alguien no nos gusta, éramos
suspicaces, pero un buen día descubrimos que le caemos
bien, que nos admira. Nuestra actitud cambia: nos
entusiasmamos por él.
Y así pasa en la vida espiritual. Nuestra respuesta,
nuestra actitud, depende de nuestra realización de la
actitud de Dios hacia nosotros. Si experimento amor, o lo
he experimentado, esta experiencia del amor es un medio
por el que puedo explorar el misterio del amor de Dios.
No se trata de que mi amor a Dios sea semejante al que
experimento por otros, sin embargo, la misma experiencia
me muestra lo que yo significo para Dios. Y el hecho de
vivir con este pensamiento, de entretenerme con este
pensamiento, revelará secretos y hará aumentar en mí la
realización de la profundidad, la fuerza y el ardor de su
amor. Es inevitable, como en los más importantes
intereses humanos, que haya peligros y podamos caer en
trampas: cuanto más preciosa es una cosa, tanto más
tiende a ser frágil, tanto más necesita ser protegida.
Hay el peligro, por ejemplo, de enamorarse del amor,
es decir, de la idea del amor, hasta el punto de hacer de
Dios un objeto impersonal de amor o como si fuera
alguien a quien ya conocemos. Por el contrario, mediante
la buena voluntad de someternos a nosotros mismos,
tendríamos que descubrir la posibilidad de conocer y
relacionarnos con la naturaleza íntima de Dios como
persona.
Debemos intentar comprender a Dios a través de la
verdad que nos ha sido revelada por el Verbo hecho
carne. Debemos intentar interpretar
auténticamente los buenas noticias contenidas en el
evangelio de san Juan. Me parece que esto es lo que
algunos santos intentaban hacer cuando decían que es más
importante amar a Dios que conocerlo. A partir de aquí,
se puede desarrollar el tema de la oración de deseo, que
para muchos de nosotros me parece que es la única
oración de que somos capaces en determinados momentos
de nuestra vida monástica: este simple deseo de responder
al amor que, como se nos ha enseñado, nos ha sido dado
primero.
17.11.70
2. Corrigiendo la debilidad
3. Destinado a la muerte
4. Crisis
5. Penetrando el secreto
6. Momentos preciosos
33
b) «Yo soy la resurrección y la vida»
34
d) «Este es mi Hijo, mi predilecto»
2.. «Fiat»
1. Vulnerabilidad de Dios
3. Daños interiores
4. Curación interior
45
5. De todo corazón
6. Entusiasmo
8. Alegría
9. Paz interior
INTRODUCCIÓN
I VIDA MONÁSTICA Y TRABAJO
1. El hombre y Dios
1. Instinto religioso
2. Instinto monástico.
2. Formación monástica
1. La ceremonia de la vestición
2.- Perseverancia
3. Profesión simple
4. Profesión solemne
5. Ordenación: Tu es sacerdos in aeternum
3. RENOVACIÓN DE VOTOS
1. Ofrecimiento
2. Humildad
3. Estabilidad
4. Disponibilidad
5. Conversio morum
6. Reafirmación
4. Trabajo monástico
1. Actividad
2. Profesor
3. «...contemplata aliis tradere...»
4. Devoción
5. Simplicidad
II VIDA EN EL ESPÍRITU
5. BÚSQUEDA DE DIOS
1. El deseo de orar
2. La oración de insuficiencia
3. La profundidad de nuestro ser
4. Nostalgia de Dios
5. El amor de Dios
6. «CRISTO SE HIZO PORNOSOTROS
OBEDIENTE HASTA LA MUERTE»
1. Mirando hacia la alegría de la pascua
2. Corrigiendo la debilidad
3. Destinado a la muerte
4. Crisis
5. Penetrando el secreto
6. Momentos preciosos
7. La gloria del Siervo doliente
8. Cuatro sermones de cuaresma
7. María
1. ...Escuchar, recibir, vigilar...
2.. «Fiat»
8. EXPERIENCIA DE DIOS
1. Vulnerabilidad de Dios
2. Tres heridas: contrición,
compasión)deseo ardiente de Dios
3. Daños interiores
4. Curación interior
5. De todo corazón
6. Entusiasmo
7. Conciencia del amor de Dios
8. Alegría
9. Paz interior
10. Per Jesum Christum Dominum nostrum
11. Amistad con Dios
9. SERMÓN PREDICADO SEIS DÍAS DESPUÉS
DE LA NOTIFICACIÓN DE SU ELEVACIÓN A
LA SEDE DE WESTMINSTER
III INDICE GENERAL
Notas
[←1]
Conversio morum: una frase que, durante tiempo, ha confundido a los
intérpretes de la Regla, pero que esencialmente significa un dirigir
diariamente el corazón hacia Dios, y un modo de vida de acuerdo con
el espíritu del monacato.
[←2]
Teresa de Lisieux, Autobiografía, cap. 13.
[←3]
Cloud of Unknowing, London 1961,60.
[←4]
San Agustín, De civitate Dei, 19.
[←5]
Hospedería Monatica para visitantes y grupos que practican retiros.
[←6]
El monje inmediatamente después de la profesión solemne está sin
hablar durante tres días – un símbolo de su renacer en Cristo, de su
paso de la muerte a la vida, de al crucifixión a la resurrección.
[←7]
En 1608, el P. Sigebert Buckley, el último monje superviviente de la
Abadía de Westminster, por la profesión de tres monjes (de
Ampleforth – Dieulouard) dio continuidad a la Congregación
benedictina inglesa de los tiempos de la pre- reforma con la
Congregación de la post-reforma.
[←8]
La renovación de los votos se puede hacer ahora durante la misa
conventual.
[←9]
Sal. 95 (94), 7-8.
[←10]
Juliana de Norwich, Revelations of divine love, cap. 6.
[←11]
M. C. D Arcy y otros, The English Way. Studies in English Sanctity
from St. Bede to Newman, London 1933.
[←12]
En 1965 el breviario latino completo estaba en uso en el Oficio
monástico. Por ejemplo, los maitines del domingo duraban noventa y
cinco minutos sin interrupción. En el nuevo oficio inglés se redujo a
treinta minutos.
[←13]
Los alumnos del colegio se agrupan por casas que incluyen jóvenes de
todas als edades escolares y que, durante el curso, forman como una
familia presidida por el prefecto. Los grandes colegios constan de
numerosas casas.
[←14]
St. Tomás, II-II, q 188, a 6.
[←15]
P. Paul Nevill, director del Colegio de Ampleforth, 1924-54.
[←16]
John A. T. Robinson, Sincero para con Dios, Barcelona.
[←17]
1 Sam 3, 10.
[←18]
Mt. 20, 33.
[←19]
Mt. 20, 33.
[←20]
Jn. 9, 38.
[←21]
Jn. 6, 67.
[←22]
Mt. 9, 12.
[←23]
RSB 49.
[←24]
Mt. 9, 12.
[←25]
Lc. 2, 51.
[←26]
Ef. 4, 21.
[←27]
RSB 7.
[←28]
Col. 1, 24.
[←29]
Rom. 6, 5.
[←30]
Col. 3, 1-4.
[←31]
2 Cor. 12, 9-10.
[←32]
Mt. 9, 12.
[←33]
Jn. 11, 25.
[←34]
Lc. 9, 35.
[←35]
Lc. 11, 27.
[←36]
Jn. 2, 4.
[←37]
Lc. 1, 30.
[←38]
Lc. 1, 38.
[←39]
Is. 43, 1-3.
[←40]
Lc. 4, 40.
[←41]
Mt. 8, 26.
[←42]
Mc. 9, 24.
[←43]
Jn. 5,8.
[←44]
Sal. 30 (29) y 31 (30).
[←45]
Este Capítulo fue predicado en ocación de la ceremonia de una
profesión simple; el último sermón que el Abad Basil dio a su
comunidad antes de que se le anunciara su nombramiento de arzobispo
de Westminster.
[←46]
Flp. 4, 4-7.
[←47]
Sal. 42 (41), 8.
[←48]
I Jn. 4, 10.
[←49]
1 Cor. 1, 25-29.
[←50]
Cinco semanas después, cuando fue consagrado y tomó posesión, el
Arzobispo había recibido 4.400 cartas de felicitaciones.
[←51]
Flp. 4, 4-9.
Table of Contents
INTRODUCCIÓN
I VIDA MONÁSTICA Y TRABAJO
1. El hombre y Dios
1. Instinto religioso
2. Instinto monástico.
2. Formación monástica
1. La ceremonia de la
vestición
2.- Perseverancia
3. Profesión simple
4. Profesión solemne
5. Ordenación: Tu es
sacerdos in aeternum
3. RENOVACIÓN DE VOTOS
1. Ofrecimiento
2. Humildad
3. Estabilidad
4. Disponibilidad
5. Conversio morum
6. Reafirmación
4. Trabajo monástico
1. Actividad
2. Profesor
3. «...contemplata aliis
tradere...»
4. Devoción
5. Simplicidad
II VIDA EN EL ESPÍRITU
5. BÚSQUEDA DE DIOS
1. El deseo de orar
2. La oración de
insuficiencia
3. La profundidad de
nuestro ser
4. Nostalgia de Dios
5. El amor de Dios
6. «CRISTO SE HIZO PORNOSOTROS
OBEDIENTE HASTA LA MUERTE»
1. Mirando hacia la alegría
de la pascua
2. Corrigiendo la debilidad
3. Destinado a la muerte
4. Crisis
5. Penetrando el secreto
6. Momentos preciosos
7. La gloria del Siervo
doliente
8. Cuatro sermones de
cuaresma
7. María
1. ...Escuchar, recibir,
vigilar...
2.. «Fiat»
8. EXPERIENCIA DE DIOS
1. Vulnerabilidad de Dios
2. Tres heridas: contrición,
compasión)deseo ardiente
de Dios
3. Daños interiores
4. Curación interior
5. De todo corazón
6. Entusiasmo
7. Conciencia del amor de
Dios
8. Alegría
9. Paz interior
10. Per Jesum Christum
Dominum nostrum
11. Amistad con Dios
9. SERMÓN PREDICADO SEIS DÍAS
DESPUÉS DE LA NOTIFICACIÓN DE SU
ELEVACIÓN A LA SEDE DE
WESTMINSTER
III INDICE GENERAL