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INTRODUCCIÓN

El «desierto» y la «plaza del mercado». En el mundo


monástico de Occidente ha habido siempre una tensión
entre estas dos cosas. ¿Es el monje una persona que se
retira al desierto para orar y estar solo con Dios, o es
alguien que sale a la plaza del mercado para mezclarse
con la gente y servirla? Creo que esta tensión existe en la
mayor parte de las comunidades de monjes negros
distintas, por ejemplo, de los cistercienses y de los
cartujos. Hasta cierto punto existe en cada monje
benedictino inglés. Por otra parte es un problema que el
mismo monje ha de aprender a resolverlo, pero que
también cada comunidad ha de considerar de vez en
cuando para hacer los ajustes que parezcan apropiados.
Las conferencias reunidas aquí reflejan en cierto grado
esta tensión. Y se puede argüir que no es una tensión del
todo malsana, porque en cada uno de nosotros, muy
profundamente, es el resultado de la tentativa cristiana de
responder al doble mandamiento de amar a Dios y al
prójimo. El evangelio exige que el cristiano esté
constantemente buscando a Dios. Esto presupone un
deseo de silencio y soledad en vistas a descubrir la
realidad del amor de Dios para con nosotros; pero de una
manera semejante el cristiano debe aspirar a encontrar a
Cristo en su prójimo y a servir a Cristo en las necesidades
de su prójimo.
Yo di estas conferencias entre los años 1963 y
1976, cuando era abad de Ampleforth. Fueron unos años
de grandes cambios. El concilio Vaticano en su decreto
sobre la vida religiosa,Perfectae caritatis, exige que los
religiososretrocedan hasta sus orígenes para redescubrir el
espíritu de sus fundadores y estudiar la manera de
adaptarlo a las necesidades del mundo moderno. Una
empresa desalentadora. Estrictamente hablando, el
monaquismo como tal no tuvo un «fundador». El «hecho»
monástico no está confinado en el cristianismo. La Regla
de San Benito no fue, ciertamente, una composición
original, ni fue hasta el tiempo de Carlomagno, la única
regla para monjes en Occidente. En estos últimos años se
ha formulado frecuentemente lacuestión: ¿Qué es un
monje? Según mi puntode vista no se puede dar una
definición clara —solamente una amplia valoración—,
que abarque lo suficiente para incluir una extensa
variedad de monasterios en tierras de culturas e historias
diferentes. Pero la cuestión es clara. Digo esto solamente,
para dar a entender que estas conferencias reflejan la clase
de debates que se han ido prosiguiendo en todas las
comunidades monásticas desde el concilio y que, en gran
parte, quedan sin resolver. El mirar a una comunidad
agobiada con este o aquel problema, puede proporcionar
apoyo y consuelo a otras.

La comunidad monástica a la que se dieron estas
conferencias tiene diversas responsabilidades
pastorales: un amplio pensionado, una casa de estudios
universitarios, una serie de parroquias, una fundación en
los Estados Unidos y una casa de retiros. Todo esto,
aparte de las llamadas al tiempo y a la energía de los
monjes para predicar retiros, dar conferencias, o
simplemente para ser asequibles a sus compañeros, tanto
si el tiempo es bueno como si es malo. Es una vida
ocupada que inevitablemente comporta sus problemas. El
mayor, es el trabajo para mantener el equilibrio entre los
tres ingredientes esenciales del monaquismo: oración,
trabajo y vida de comunidad. A la oración y al trabajo nos
referiremos más detenidamente; el trabajo pastoral tendrá
éxito en el sentido más verdadero y profundo solamente si
el monje es un hombre de oración.
Los monjes de la congregación benedictina inglesa, en
general, han estado siempre implicados en actividades
pastorales. Las razones por las que han estado así
implicados, son, la mayor parte, históricas: y éste no es el
lugar para explicar esta historia.
La comunidad monástica ideal, vale la pena también
advertirlo, no existe. Una tal comunidad está compuesta
por hombres normales y corrientes, procedentes de
medios diferentes, y con diferentes ideas e ideales. Esto
puede hacer la vida del monje interesante y creativa. Esta
es también la razón de por qué la Regla de San Benito es
tan comprensible. Para el abad, no hay guía mejor en el
arte de gobernar una comunidad que el principio que San
Benito enuncia en el capítulo 64 de la Regla, cuando
escribe que el monasterio tendría que estar organizado de
tal manera que los fuertes tengan siempre algo ante sí en
que esforzarse, y los débiles no se vean agobiados por
pesos demasiado abrumadores de llevar.
La Regla de San Benito dice al abad que debe
ser un maestro capaz de ofrecer a sus monjes cosas viejas
y nuevas. El lector se dará cuenta de que en Ampleforth,
el mismo abad se ha de enfrentar con problemas variados
en un esfuerzo por reconciliar lo viejo con lo nuevo,
cuando esto último es presentado por teólogos y
pensadores monásticos. Es realmente cierto que algunas
de las cosas que dije en 1963hubiera deseado poderlas
modificar en 1976.El maestro sigue siendo un discípulo.
Algunas de las primeras conferencias se incluyen en esta
colección. Toca al lector juzgar si la doctrina monástica
de estos primeros años puede ser defendida en los años
posteriores. Si estimulan el pensamiento y la reflexión
han cumplido su propósito.
Particularmente, las conferencias se daban en dos
ocasiones: la conferencia semanal, normalmente el jueves
por la noche, a las nueve (¡una hora no muy favorable ni
para elconferenciante ni para los oyentes!) y los
«momentos» especialmente monásticos en que el abad
debía hablar a sus monjes. Esto era conocido con el
nombre de «capítulo».
Una palabra sobre los «momentos» especiales. Después
de ocho días de retiro, al futuro monje se le «viste» como
novicio. Recibe el hábito en presencia de toda la
comunidad y el abad pronuncia unas palabras. Pasado un
año, el novicio emite los votos para dos años, o tres. En la
vigilia de la ceremonia, conocida a veces por «hacer la
profesión simple», el abad vuelve a hablar al novicio o a
los novicios en presencia de la comunidad. Entre la
«vestición» y la «profesión simple» hay las tres
«perseverancias». Después de tres, seis y nueve meses, el
progreso del novicio en el noviciado es considerado con
una cierta profundidad; el maestro de novicios da un
informe al consejo del abad, y el consejo da su
conformidad —o no— para permitir al novicio seguir
adelante en este género de vida. Se considera al novicio
con una «garantía de perseverancia», y así lo comunica el
abad a toda la comunidad, a la que de nuevo dirige la
palabra. El novicio se arrodilla frente al abad, pero las
palabras del abad, se ha dicho a veces, se dirigen también
al resto de lacomunidad que está en las sillas del coro.
Hay algo de verdad en esto. Pasados cuatro o cinco años,
el monje hace su «profesión solemne», es decir, emite los
votos para toda la vida, y se prosigue como se acostumbra
en la profesión simple. Cada año la comunidad se reúne
para el capítulo conventual anual. Todos los monjes
renuevan sus votos y en esta ocasión, también el abad les
dirige la palabra.
El monje se compromete por un voto a la búsqueda de
Dios y a su servicio. Se liga a sí mismo con tres votos. El
voto de estabilidad lo ata a una comunidad particular para
el resto de su vida. Aunque el monje pueda ser enviado a
ocuparse en cualquier obra que esté bajo la
responsabilidad del monasterio en cuestión, permanece
siempre como miembro de esta misma familia monástica
a la que se entregó primeramente. El voto de obediencia le
obliga a aceptar las directivas de sus superiores, pero
desde el punto de vista del monje es también la forma de
expresar su intención de buscar siempre la voluntad de
Dios en este monasterio. El tercer voto que emite es
1
conocido en latín como conversio morum , y la mejor
manera de traducirlo es tal vez «conversión de
comportamiento». No es fácilexplicar exactamente lo que
esto significa, pero en términos generales se puede decir
que el monje acomete la empresa de llevar un cierto
género de vida, que incluye valores tales como celibato,
frugalidad y simplicidad, y en general, de abrazar aquellas
características de la vida monástica que se han mantenido
constantes a través de la historia del monaquismo.
Estrictamente hablando, la vida del monje no está
organizada en vistas a una obra o servicio particular en la
Iglesia. Su intención principal es buscar a Dios y esto lo
asume como un trabajo de toda la vida. En cierto sentido
esto no es diferente de la tarea de cualquier cristiano, o en
realidad, de cualquier persona. La vida monástica es
simplemente una manera de vivir la vida cristiana, y esto
el monje lo hace en una comunidad. El valor de un
monasterio en la iglesia es, principalmente, el hecho de
que exista. Es un centro espiritual que tendría que dar
testimonio de las cosas de Dios, y ser un lugar que
atrajera hacia sí para refrigerio y estímulo espiritual a
aquellos que tienen una vocación diferente. Es obvio que
la vida del monje difiere en muchos aspectos de la de
las personas que tienen otra vocación. Los principios que
guían al monje en su búsqueda de Dios y de los valores
del evangelio, que intenta hacer suyos, son válidos tanto
para los cristianos como para los no cristianos. Tal vez
sea ésta la única justificación para esperar que otras
personas que no son monjes puedan encontrar en este
libro algo que las ayude.
G. B. Hume
Febrero 1977

I VIDA MONÁSTICA Y TRABAJO

1. El hombre y Dios







1. Instinto religioso

Esta noche me gustaría reflexionar con vosotros sobre
el hombre como ser religioso, y sobre un aspecto de la
liturgia que me parece estar íntimamente relacionado con
esto.
Estoy convencido de que el hombre es religioso por
naturaleza. El instinto religioso pertenece a su verdadera
naturaleza. Forma parte de su modo de ser el estar
orientado hacia Dios. Es verdad que para una amplia
mayoría de personas esta orientación es desconocida,
irreconocible. Frecuentemente se dirige hacia cosas
inferiores a Dios; pero así que la mente del hombre
empieza a tantear constantemente hacia el significado
fundamental de las cosas y su deseo anhela ser satisfecho
por este o aquel bien, entonces ha empezado ya la
ignorada, irreconocible y desconocida búsqueda de Dios.
Ciertamente, muchas de las frustraciones del hombre se
pueden atribuir al hecho de que en su condición presente
no puede alcanzar ni alcanza aquello que es fundamental
en el conocer y en el amar, y que pertenece, parece ser, a
la verdadera perfección de su naturaleza. Y en cuanto no
consigue alcanzarlo en el ámbito de su conocimiento y de
su amor, es un ser frustrado.
Su vida cristiana depende, en primera instancia, de algo
que está fuera de él, porque en primer lugar y
fundamentalmente, es una respuesta a una situación
histórica particular: la respuesta a un acontecimiento, a la
encarnación y a todo lo que se sigue de ella y, en último
término, a la resurrección. Tal como yo lo veo, el instinto
religioso es un hecho de mi naturaleza: está dentro de mí.
La respuesta cristiana, sin embargo, siendo en primer
lugar la respuesta a un acontecimiento, desde este punto
de vista, está fuera de mí. La «cosa» cristiana es la que da
sentido al instinto religioso y, en último término, lo lleva
a cabo, porque Cristo es el camino, la verdad y la vida, y
en él encontramos la razón fundamental de las cosas y el
amor fundamental anhelado por nuestra naturaleza.
Yo creo también que cada hombre es un cristiano
oculto. Y en dos sentidos. El hombre ha sido salvado por
Cristo, y por esto, solamente a través de Cristo puede
alcanzar la visión beatífica. Y además, todos los anhelos
por lo divino, sea cual sea la forma que tomen, son y
deben ser atribuidos al Espíritu santo. Esto en un nivel.
Pero el hombre es también un cristiano oculto, porque
aunque no se encuentre en una situación en que responda
conscientemente a los valores cristianos —con toda
probabilidad no conoce a Cristo y no habrá oído hablar de
estos valores— sin embargo, hay algo de Cristo en él, lo
mismo que en todos. Y pienso que esto es verdad en
muchos sentidos. El más obvio, el más simple, es el hecho
de que Cristo se hizo hombre. El hecho de que participe
de nuestra condición humana, da un significado a toda
vida humana, se encuentre donde se encuentre y sea cual
sea la fe que profese. Haciéndose hombre, Cristo se hizo
todos los hombres.
Sería fácil decir que el instinto religioso es algo que
pertenece a la naturaleza —es natural—, y que la «cosa»
cristiana es gratuita —pertenece a la gracia— y que por
esto es sobrenatural. Frecuentemente en mi pensamiento -
cosa desconocida— son instintos primitivos unidos al
miedo, a la necesidad de seguridad, a la búsqueda de la
figura paterna, y a un deseo primitivo de escapar de la
obscuridad. Encuentro que la mayor parte de estas cosas
son verdad. Pero una cosa es decir que nosotros somos
así, y otra cosa totalmente distinta es descubrir, y es
necesario que se descubra, una razón de por qué somos
así, de por qué tenemos estos instintos y qué significan.
Esta es la cuestión que necesita una respuesta.
Si tengo razón al decir que el instinto religioso es fuerte
en el hombre y que fácilmente puede ser despertado, y si
uno de sus constituyentes es la admiración estimulada por
la experiencia estética, es justo que subraye un aspecto
particular de la liturgia, y se trata solamente de un
aspecto. La liturgia tendría que ir siempre marcada por lo
bello, porque la belleza es uno de los medios por los que
somos conducidos hacia Dios. Una cosa bella nos habla
de Dios. Aquello que amamos en cualquier criatura es
solamente aquello en que Dios se refleja. Lo bello es lo
que puede despertar en nosotros admiración, lo que puede
llevarnos a una respuesta que no es exclusivamente
racional, y con razón esto es así, porque no somos
simplemente seres racionales, sino mucho más. Por esto la
liturgia, a veces y en ciertas circunstancias, nos tendría
que hablar deliberadamente de Dios a través de la belleza.
Y la belleza como constituyente de la liturgia será una
de las cosas que activará el instinto religioso; y también
será uno de los medios mediante los que este instinto
podrá ser expresado. Es importante que haya un decoro,
un orden, un ritmo. Realmente causa tristeza el que
mucho de lo que hacemos, no lo hagamos bien. La liturgia
se tendría que adaptar a circunstancias diferentes, a
diferentes estados de ánimo. Intimidad y simplicidad sería
lo propio de pequeños grupos. En ocasiones más
solemnes, el énfasis se tendría que poner en la belleza, el
respeto, el temor, la admiración.
¿Me será permitido añadir una pequeña nota a pie de
página? Una de las cosas que frecuentemente he advertido
en los últimos cuatro o cinco años, al volver a Ampleforth
después de haber estado ausente, es como un “pequeño
espanto” en mi interior.
Hemos adquirido el hábito de ser super-críticos –esto
no nos es peculiar, son los tiempos en que vivimos. La
gente está tensa. Todo se hace objeto de controversia, de
división. Es agotador, y no es una buena señal. Yo no creo
que podamos hacer mucho respecto a esto sino reír.
¿Sabéis? Uno queda totalmente estupefacto cuando
después de haber estado un poco tiempo con una familia,
vuelve aquí y encuentra a toda la gente tensa, más aun,
como resortes de muelle. Todos nosotros necesitamos
relajarnos, y criticar las cosas sin excitarnos. La confusión
se centra en la liturgia, aquello en que deberíamos
encontrar gusto y alegría. (¡El diablo es un tipo muy
astuto!). Nos conviene estar menos “tirantes”, y me
parece que entonces estaríamos más recogidos, más
devotos, y seríamos más caritativos.
26.1.71
2. Instinto monástico.

Durante un cierto tiempo me he sentido descorazonado
al penar en mi imperfección como monje. Mis
deficiencias toman diferentes formas. A veces soy
excesivamente “fácil”; otras veces soy lo que podríamos
llamar, un poco “mundano”. Cuando no soy ni lo uno ni
lo otro, la espina surge de mi vida de oración en la que
hay una falta de sensibilidad en mi respuesta a Dios. Es
más bien desconcertante que un abad haga una confesión
en público. Únicamente lo hago para mostrar solidaridad
con otros que tal vez sientan lo mismo.
¿Qué significado tiene ser “mundano”? Es difícil
decirlo. También es una equivocación procurar analizar el
concepto demasiado detalladamente y perderse en un
remolino de teorías sobre lo que significa «mundano» o
sobre lo que tendría que ser el papel que uno desempeña.
Esto sobre lo que estoy hablando es realmente un instinto
monástico, claramente reconoscible en aquellos que lo
tienen. Es una especie de instinto por el que a uno le es
posible juzgar lo que es apropiado para un monje y lo que
no lo es. Esto puede recubrir un amplio espectro de
actividades, actitudes, lenguaje, la manera de pasar las
vacaciones, de gastar dinero, la forma de hospitalidad que
ofrecemos, la forma como recibimos, nuestro
comportamiento, las cosas que decimos, nuestros valores.
No acabaríamos nunca.
No todos tenemos este instinto monástico, y si
pensamos tenerlo, no todos vivimos conforme a él. Sin
embargo, existe una atención, al alcance de todos
nosotros, para aquello que nos conviene o no. Por otra
parte, si te pones a señalar cosas que parecen inapropiadas
para un monje, no es siempre fácil dar una razón: es
simplemente un instinto. Hay dos palabras —que
usábamos tiempos atrás, y que todavía siguen siendo las
mejores—, que describen lo que tendría que ser la actitud
monástica hacia el mundo. Son: frugalidad y simplicidad.
Además, vale la pena añadir que no debemos dejarnos
engañar con el pensamiento de que el hecho de estar «en
onda» nos hará importantes o nos dará influencia. A nivel
de maestro de escuela, por ejemplo, esto podría ser una
equivocación ridícula, una equivocación que, a pesar de
todo, se comete.
Otros nos encontrarán fáciles, abordables, calurosos,
pero detectarán también otra cosa. Es «otra cosa»
edificada a lo largo de años de fidelidad, esforzándose,
teniendo el propio tesoro en otra parte. Personalmente no
me gusta en el terreno de las relaciones con el mundo
exterior (salidas para comidas, entrar a beber algo, etc.)
establecer reglas firmes y duras. Pero algunos prefieren
este método porque les gustan las cosas claras y precisas,
¡es cierto que la manera más fácil de llevar adelante un
monasterio es tener un montón de reglas! Pero no
necesitamos tener normas como: “No salimos para cenar”;
“sólo salimos para comer con parientes en primer grado
de consanguinidad”. Debe de haber una norma, pero
habrá y ha de haber excepciones y circunstancias
especiales. La forma más clara y más limpia sería decir:
“Esta es la regla, éste es el uso”. Pero no pienso que esto
sea benedictino. No creo que concuerde con principios
tales como: “Que lo tempere todo de tal manera que los
fuertes deseen todavía más y los flacos no se retiren
asustados”.
No creo que en un monasterio benedictino se haya de
tratar todo de la misma manera. Y permitidme añadir,
aunque pueda parecer un poco super-defensivo, que me
parece que los superiores no han de ser necesariamente
firmes. Es mucho lo que pesa sobre un individuo para
saber cuándo ha de preguntar y cuándo no debe hacerlo.
“No causa ningún daño preguntar” es lo que dice un
muchacho de escuelo, no un adulto. No es un intento de
“apretar”, sino más bien, de ayudar a abrirnos camino en
un área muy difícil y de grabar en todos nosotros,
incluyéndome a mí mismo, la importancia de la frugalidad
y de la simplicidad. La tendencia a tomarse las cosas a la
ligera es una parte de la manera de ser de cada uno de
nosotros.
Lo que intento decir es que cada uno de nosotros
tendríamos que reconocer nuestra responsabilidad, y de
esta manera cultivar lo que yo llamo “instinto monástico”.
Porque la espina no solamente es posible sacarla de
nuestra vida de oración: es la comunidad entera la que
puede sacarse su espina.
Para concluir permitidme recordaros el prólogo, en el
que San Benito habla de establecer una escuela del
servicio del Señor, en la que, dice: “esperamos no ordenar
nada duro ni pesado, pero si razonablemente, para la
corrección de malos hábitos y la conservación de la
caridad, se diera algo más estricto en la disciplina, no por
esto te desanimes y huyas».
La frase «corrección de malos hábitos» es dura, pero
tendríamos que entenderla en el sentido de no permitirnos
a nosotros mismos ser cómodos.
«La conservación de la caridad». Esto es profundo.
Para un nivel elevado en la vida monástica todos nosotros
dependemos del estímulo mutuo y del ejemplo.
Ciertamente estímulo y ejemplo, a los que yo añadiría
entusiasmo, son elementos que mantienen a flote a una
comunidad; estímulo del uno para con el otro, ejemplo del
uno para con el otro, y un entusiasmo general por todo lo
que somos y por todo lo que hacemos. La más grande
negación de sí mismo (para dar un paso adelante), la
manera más característica de vivir el capítulo 2 de la
Carta a los filipenses es, ciertamente, la capacidad de
lanzarse uno mismo a la vida monástica y trabajar con
entusiasmo en estos tiempos en los que la autocrítica y la
contestación podrían predisponernos a no implicarnos
suficientemente. Hay algo aquí, de gran importancia, que
cada uno de nosotros tendría que ponderar: abnegarnos a
nosotros mismos y lanzarnos a lo que sigue adelante, de
todo corazón y con entusiasmo, hasta en el caso de que
tuviéramos reservas mentales: esto, diría, es
una kenosis, un vaciarse de uno mismo. Y pienso que esta
es la cualidad que se nos pide hoy en la Iglesia.
12.2.73

2. Formación monástica






1. La ceremonia de la vestición

1. Aprender: sobre Dios, uno mismo, comunidad.



Recientemente fui a ver a uno de nuestra comunidad
que ha empezado a vivir como ermitaño. El no sabe, ni yo
tampoco, si ésta es la vida a la que Dios le llama. Le
costará tiempo saberlo. Y sin ningún género de duda,
tendrá que pasar por períodos de aridez y dificultad si es
que ha de llegar a ser un ermitaño de verdad. Su actual
noviciado, en lo que toca a nosotros, está basado en una
falta de experiencia. Vamos avanzando a tientas,
vacilando. Cuando él y yo tratamos de su vida, somos
como un novicio hablando a otro novicio.
Cuando entrenamos a los hombres en la vida
monástica, concediendo que en esto se dan también
imperfecciones humanas, sabemos, a lo corto y a lo
ancho, lo que traemos entre manos. Sin embargo, vosotros
sois como este novicio, en cuanto estáis aquí para ir
descubriendo si ésta es la vida que Dios quiere para
vosotros. Y nosotros, la comunidad, estamos aquí para
ayudaros, para guiaros y para enseñaros. Por vuestra
parte, tendríais que ver este año, sea como fuere, desde un
punto de vista: como un período de retiro en el que
tendréis que aprender muchas cosas, siendo la principal la
manera de buscar a Dios, no como un ermitaño, solo, sino
en comunidad.
En primer lugar, tendréis que aprender las cosas de
Dios. Y descubriréis que es en la oración, sobre todo,
donde el cristiano busca encontrar a Dios. Hoy en día,
necesitamos hombres y mujeres que puedan hablar con
convicción, basada en la experiencia que Dios haya
querido concederles, sobre Dios mismo, Padre, Hijo y
Espíritu santo, y el amor que es la explicación de la vida
trinitaria, encontrando su correlativo en la explicación de
la vida cristiana. Como todos nosotros, vosotros estáis
aquí, como dice san Benito, para buscar a Dios.
En segundo lugar, tendréis que aprender sobre vosotros
mismos. Yo me pregunto si, pasando por la vida,
llegamos a conocernos a nosotros mismos tal como
realmente somos. Con cuanta frecuencia nos escondemos
detrás de una imagen de nosotros mismos que responde a
lo que nos gustaría ser, y que es también la imagen que
nos gustaría que los demás tuvieran de nosotros. Pero
tendréis que aprender a conoceros, si se trata de descubrir
lo que no agrada a la vista de Dios y lo que es difícil para
aquellos con los que tendréis que vivir. Solamente de esta
manera podréis corregir vuestras faltas y hacer los ajustes
necesarios. Vuestra fuerza está en los talentos que Dios os
ha dado. Miradlos cada vez más como dones suyos, que
se los ofreceréis cuando hagáis vuestra profesión.
La vida en el noviciado estará limitada, y las cosas que
se os encargarán serán a los ojos de los hombres
pequeñas, sin importancia, y, francamente, más bien
grises. Esto puede llegar a ser pesado. Pero aprended,
aprended en la primera semana, que todo lo que hagáis y
que todo lo que os pueda suceder se ha de considerar
como una oportunidad para profundizar vuestro amor de
Dios; que todo lo que hacéis y todo lo que os sucede, se
ha de disfrutar o se ha de sufrir, sea lo que sea, con Cristo
y por Cristo. Buscáis a Dios en comunidad, y pronto des-
cubriréis qué alegría da vivir en comunidad; el soporte
que recibís al participar con otros de los mismos ideales,
de las mismas aspiraciones, del mismo estilo de vida. Y la
vida comunitaria siempre es una alegría si vivís sin
egoísmo, si controláis el prurito de afirmaron a vosotros
mismos y estáis determinados a no buscar vuestra propia
voluntad. Si alguno no es feliz en comunidad, será en este
terreno donde se tendrá que examinar a sí mismo.
Y tendréis que aprender cómo se vive en comunidad.
En esta comunidad no encontraréis unanimidad de
opinión en cualquier materia; en algunas encontraréis
profundas diferencias. Os sorprenderá lo que llegamos a
diferir. Pero también os sorprenderá lo unidos que
llegamos a estar. Y cuanto más pronto lleguéis a ser uno
de nosotros, en todos los sentidos, tanto mejor para
vosotros, y, bien seguro, para nosotros. Una cosa es vivir
con gente que tú mismo has escogido, y otra cosa es vivir
con aquellos que ya están aquí al llegar tú. Una cosa es
vivir con personas que piensan igual y otra cosa es vivir
con aquellos que tiene diferentes puntos de vista. Esta es
una de las razones de por qué los novicios viven
separados del resto de la comunidad: porque tenéis que
aprender rápidamente, día tras día, en un grupo
restringido. Si podéis hacer esto, podréis vivir, creedme,
con quien sea.
A lo largo de toda su Regla, san Benito pone en guardia
a sus monjes contra el vicio de la murmuración. En un
cierto sentido, es importante ser crítico, pero no en el
sentido de que cuando encuentras cosas que no te gustan,
te sientes contrariado y te pones a refunfuñar. Hay una
manera buena y constructiva de criticar; pero también hay
una manera mala, y de ésta es de la que habla san Benito.
Aprenderéis por propia experiencia lo fácil que es la
crítica destructiva; el precipitarse rápidamente a emitir
juicios, el ser intolerante con las faltas de los demás, sus
ignorancias, su estrechez de miras, su falta de visión.
Nuestra vida, es una vida grande, una gran vocación, y
en ella encontraréis alegría y paz: una paz que nadie podrá
arrebataros. Acabaré con las citas de dos místicos. La
primera es: «Si negras nubes te ocultasen de mi mirada,
de tal manera que pareciera que después de esta vida no
hubiera sino una noche todavía más oscura, la noche de
una nada total, esta sería la hora de la más grande alegría,
la hora de ensanchar mi esperanza hasta los límites más
2
distantes» . Y la otra: «Golpea la espesa nube del
desconocimiento con el dardo agudo de un amor
anhelante, y absolutamente de ningún modo pienses en
3
abandonar» . La primera fue escrita en el 1890, la
segunda en el 1370. Me gustaría que esto pudiera
proveeros de un lema para vuestro noviciado :
Confianza: una esperanza ilimitada en la bondad de
Dios.
Amor anhelante: el amor de Dios, que es el rasgo
característico de la vida monástica.
Y por último: no os toméis demasiado en serio a
vosotros mismos. Tomad la vida seriamente. Tomad
a Dios en serio. Pero, por favor, ¡no os toméis demasiado
en serio a vosotros mismos!
6.9.69

2. Sondear: el misterio de Dios



Desde un principio intentad penetrar en el corazón de
vuestra vocación. Es fácil, sobre todo en los primeros
años, hacerse una opinión equivocada de aquello en que
consiste la vocación del monje.
La vida monástica no consiste, en primer lugar, en ir a
la caza de la virtud; ni se trata, en primera instancia, de la
observancia de unas reglas; ni es, principalmente, un
debate o una reflexión teológica, ni comprometerse en una
acción social, ni llevar a término un duro trabajo. Todas
estas cosas tienen su parte, pero cada una de ellas puede
erigirse como un ídolo, convirtiendo en fines o haciendo
absolutas cosas que no son sino medios.
¿Qué es pues, lo que está en el centro de nuestra
vocación monástica? Un sondeo en el misterio de Dios.
La búsqueda de una experiencia de su realidad. Esto es
por lo que nos hacemos monjes. El sondeo es la empresa
de toda una vida. Y cuando lleguemos al final de nuestras
vidas, nuestra tarea no habrá llegado a su término. Esta
experiencia, tal como Dios quiera otorgárosla, será algo
pálido y limitado, comparado con aquello para lo que, en
último término, estamos destinados.
Precisamente en los primeros años de la vida
monástica, podéis distraeros de vuestro objeto. Podéis
dejaros llevar por la preocupación de adquirir la virtud,
podríamos decir, y pasar totalmente por alto el rasgo
característico. Creo que os daréis cuenta de que cuando
hablo de la vida monástica como de un sondeo en el
misterio de Dios, lo que en realidad estoy diciendo es que,
de nuestra parte, se trata de una respuesta a una iniciativa
que depende totalmente de él. El hecho de que ahora
estéis aquí arrodillados en presencia de toda la comunidad
no es más que el primer paso en vuestra respuesta a una
invitación que, tanto vosotros como nosotros mismos,
creemos que os ha sido ofrecida.
La actitud que ha de mantener el monje a lo largo de
toda su vida, si su sondeo ha de ser real y su búsqueda
eficaz, es la de escuchar y mirar. Tendréis que pedir cada
día que el Espíritu de Dios —el poder de Cristo— abra
vuestros oídos de manera que en todas las situaciones y en
todos los acontecimientos podáis oír la voz de Dios, y ver
en todo lo que pueda sobreveniros, algo de él mismo. En
la proporción en que vosotros escuchéis y miréis,
encontraréis un motivo para alabarlo y darle gracias; y
alabarlo y darle gracias es lo que hacemos varias veces al
día aquí en este coro. Así pues, cuando san Benito habla
de las cualidades que ha de tener un novicio, pone en
primer lugar la necesidad de descubrir si siente
entusiasmo para la obra de Dios. Más aún, esta serie de
cualidades se exigen no solamente del novicio, sino de
todo monje a lo largo de toda su vida.
La segunda cualidad que requiere san Benito, es que el
novicio sea obediente. La palabra latina obedientia deriva
de una relacionada con «oír», «escuchar». Para san
Benito, obediencia es en gran manera, una cuestión de
actitud o relación entre el maestro y su discípulo. En
vuestro primer año estáis aquí para aprender los caminos
de Dios. Seréis instruidos por vuestro maestro de
novicios, y también, por la Regla.
La Regla de san Benito fue la codificación de una
experiencia vivida en un período de tiempo. De una
manera semejante, una comunidad monástica es una
comunidad viva con su propia experiencia colectiva.
Debéis observar la comunidad, escuchar y mirar; ir
descubriendo su espíritu y el porqué de la actuación de las
personas; los motivos que pueden tener para permanecer
firmes. De todos los monjes podéis aprender algo que será
de valor para vuestra vocación. En cuanto aprendices
estáis bajo una disciplina. Sois discípulos. Apreciad las
reglas: son medios, no fines, pero son medios
importantes. No os las toméis demasiado a la ligera, como
si tuvieran poca importancia. Vuestros guías en esta
materia son vuestro abad, vuestro prior y vuestro maestro
de novicios: ellos son vuestras autoridades legalmente
constituidas. Seguid sus directrices.
San Benito exige que el novicio acepte
los opprobria. La palabra significa afrentas. Normalmente
se traduce por «humillaciones», que sólo es un poco más
agradable. Lo que en realidad presupone es lo siguiente:
¿Se le pueden decir a un novicio cosas sobre sí mismo sin
que se sienta indebidamente ofendido, irritado o
incomodado? En pocas palabras ¿es humilde? Todo esto
no es fácil. Aún avanzado ya en años descubres con
desaliento que no es fácil aceptar las humillaciones. En el
caso de que se te tengan que decir muchas cosas, abrázate
a ello y saca provecho.
San Benito prosigue diciendo que se han de exponer al
novicio las dificultades que se encuentran en nuestro
sendero hacia Dios. Ahora, una de las mayores es la
aparente ausencia de Dios. Me sorprendería que en los
próximos doce meses, un día u otro, no lo
experimentarais. Es una de la mayores pruebas que
sufrimos en un monasterio. Desde luego es en estos
momentos en los que buscamos una evasión en el trabajo,
en la vida social: hay a disposición un buen número de
caminos para evadirse. Permitid que os recuerde que
cuando sintáis la ausencia de Dios, Cristo nuestro Señor,
nuestro modelo y nuestra esperanza, experimentó
exactamente lo mismo. Hay un ritmo de luz y de tinieblas.
Afortunadamente el recuerdo de la luz nos hace capaces
de soportar la tiniebla, de mirar hacia adelante, hacia el
resurgir de la luz. Porque hay luz, y en cantidad. Viene
por la iniciativa de Dios mismo. Nuestra tarea consiste en
ser fieles, perseverar, responder. En la medida en que nos
demos, en la medida en que nos comprometamos, en la
medida en que oremos y seamos humildes, en la medida
en que nos aproximemos más a Dios, el nos bendecirá y
nos guiará.
17.1.73

3. Escuchar: la sabiduría del maestro



«Escuchad, hermanos míos, tengo algo que deciros.
Tengo un género de vida para enseñaros. Escuchadme con
un corazón y una mente abiertos. Si seguís mis
instrucciones obediente y fielmente, encontraréis aquél
que es la fuente de todos vuestros deseos, precisamente
aquél junto al cual habéis pasado de largo yendo por el
camino de vuestro egoísmo»
Estas son, traducidas más según el sentido que según la
letra, las palabras iniciales de la Regla de san Benito.
Habéis venido a este monasterio, y tenéis que empezar
con la convicción de que sean cuales fueran vuestras
faltas, las dificultades que puedan sobrevenir, por
anticuadas que puedan parecer nuestras estructuras,
podéis, cada uno de vosotros, alcanzar lo que buscáis.
Podéis hallar a Dios, y si perseveráis, lo hallaréis.
La palabra que inicia la Regla es «escucha». Esto ha de
matizar todos vuestros intentos, no sólo este año, sino a lo
largo de toda vuestra vida. La circunstancia de que la vida
en el noviciado esté circunscrita, os puede desconcertar.
Podéis tener vuestras ideas propias respecto a cómo ha de
funcionar un noviciado. Sin embargo, la nuestra es una
forma bien escogida, una buena aproximación.
Vuestra función es triple. En primer lugar, tenéis que
aprender a conocer a Dios y al que Él ha enviado:
Jesucristo, nuestro Señor. Teniendo esto presente, en el
noviciado os proporcionamos un «desierto», de manera
que sin otras preocupaciones, a parte de las que
tradicionalmente se dan en un noviciado, tengáis la
oportunidad de orar, leer y reflexionar. Es una
oportunidad excelente.
En segundo lugar, tendréis que procurar conoceros a
vosotros mismos, y difícilmente podréis escaparos de
hacerlo. Os tendréis que enfrentar con lo que sois; y el
descubrimiento puede ser desconcertante, y aún
alarmante.
En tercer lugar tendréis que procurar conoceros los
unos a los otros. Tendréis que aprender a vivir juntos —
aprender el arte de la vida comunitaria—, con paciencia,
tolerancia, generosidad y respeto. Seríais un grupo
curioso, si en el transcurso del año, en uno y otro
momento, uno de vosotros no pusiese los nervios de punta
a otro. Y recordad que, si alguno os pone los nervios de
punta, podéis estar casi ciertos de que vosotros se los
ponéis a él. Tendréis que aprender a afrentar en la caridad
de Cristo este género de situaciones. Este conocimiento
de Dios, de vosotros mismos y de vuestro prójimo os
tendría que conducir a un triple amor: el amor de Dios, de
vosotros mismos y de los hermanos.
Discípulo es uno que escucha. La lección no tendrá
valor si no sois receptivos; la receptividad es en gran
manera la cualidad que esperamos de un novicio.
Referente a los caminos de Dios, tendréis que aprenderlo
todo. No es fácil hoy en día. El mundo se encuentra en un
estado de flujo. Lo mismo le sucede a la iglesia. Se
plantean cuestiones. Hay incertidumbres. Pero no olvidéis
que dondequiera que os encontréis, sea quien sea con
quien estéis, fuera lo que fuese lo que hicierais, podéis en
este mismo instante alcanzar la unión con Dios.
Todos estamos inclinados a pensar que si las
circunstancias fueran diferentes de lo que son, las cosas
irían mejor. No estéis tan seguros. Es en las
profundidades de nuestros corazones donde encontramos
a Dios, y nada puede separarnos de su amor.
Un palabra sobre la humildad. No es solamente una
virtud, es una actitud básica, actitud cristiana que cuadra a
un ser humano bueno y atractivo... Tal vez una palabra
mejor que humildad sería libertad: libertad interior.
¿Libertad de qué? Libertad de buscarme a mí mismo, de
ser indulgente conmigo mismo, de sentirme prisionero de
mi propia opinión. Nadie de entre nosotros es lo bastante
humilde. Permitidme romper el hilo con una digresión
para animaros. Todos los monjes, aquí, estamos en cierta
manera heridos. Os juntáis a una comunidad compuesta
de seres humanos sumamente imperfectos. Es más bien
como estar en un hospital, en el que tanto el director como
los pacientes están enfermos. No entráis en una
comunidad de santos. Si esto es lo que pensabais que
éramos, iros, por favor, antes de que os vista el hábito.
No, nosotros somos muy humanos, y es importante
acordarse de esto. Necesitamos ser liberados de nuestro
buscarnos a nosotros mismos, de nuestras erróneas
ambiciones, de la vanidad, de caer en la trampa de
nuestras limitaciones, de pensar que nosotros tenemos
razón y los demás, no. Necesitamos ser liberados. ¿Libres
para qué? Libres para encontrar a Aquel que, como dice la
Regla, es la «fuente de todos nuestros deseos», libres para
amar: no podréis amar hasta que no seáis libres.
Sed libres para amar a vuestro prójimo: y en primera
instancia, a vuestros hermanos. Y esto significa trataros
los unos a los otros con respeto, reverencia y moderación.
La clase de libertad que, como he sugerido, se ha de
equiparar a la humildad, será la base de vuestra felicidad,
vuestra alegría, y os protegerá de la peor de las faltas
monásticas —que, tal como he dicho, san Benito llama
murmuración: murmurar, refunfuñar, siempre criticar—
criticar a las personas, criticar cómo se hacen las cosas,
sin cesar de lanzar a los cuatro vientos vuestras críticas,
incapaz de aceptar decisiones, estar «fuera de juego».
Todo esto es pernicioso. Os suplico que no refunfuñéis. Si
deseáis ser humildes, libres, desprendidos; si buscáis a
Dios, deseándole a él sólo, entonces, con alegría —Dios
ama al que da con alegría— y afabilidad podréis llevar a
término grandes cosas para la comunidad y dentro de la
comunidad.
Decía que, hasta cierto punto, todos estamos heridos.
Os acordáis de las palabras del evangelio: «No necesitan
médico los sanos, sino los enfermos». Ponderad
largamente y con frecuencia el amor de Dios para con
vosotros y su misericordia. Recordad la paradoja: «para
vivir, habéis de morir». «Dad y recibiréis». «Perded y
encontraréis». «Morid y viviréis». «Obedeced y seréis
libres». Cuanto más libres seáis, tanto más desearéis
obedecer. Esta es la razón por la que para san Benito, la
obediencia está estrechamente unidad a la humildad.
19.1.74
2.- Perseverancia

1. La plaza del mercado y el desierto



Me gustaría decir algo sobre el papel que juegan el
desierto y la plaza del mercado en la vida monástica,
particularmente en la vida tal como se vive en este
monasterio. Por desierto quiero indicar el retirarse de la
actividad y de la gente, para encontrar a Dios. Por plaza
del mercado quiero indicar el encontrarse implicado en
diversos géneros de situaciones pastorales. La tensión
entre estas dos cosas es una constante en toda la tradición
monástica, y la historia del monacato es un comentario
sobre esta tensión. ¿Tendríamos que estar retirados en el
desierto o tendríamos que estar comprometidos en la
plaza del mercado? San Agustín, hablando de los
obispos, dice que si por una parte el hombre es conducido
a buscarun santo ocio por amor a la verdad, por otra parte
las exigencias de la caridad requieren su
compromiso: Otium sanctum quaerit caritas veritatis,
4
negotium justum suscipit necessitas caritatis .
En la vida monástica, la reforma va siempre en
dirección del desierto, porque el «tirón», la atracción de la
plaza del mercado, lleva consigo sus inherentes peligros,
y puede llegar a provocar que un monje o un monasterio
se haga olvidadizo de los valores del desierto. La tensión
que encontramos a lo largo de toda la historia del
monacato existe, creo, en todos los monasterios; cierto, en
todos los monjes existe el «tirón» dentro de cada uno de
nosotros, entre la alternativa del deseo de retirarse y el
deseo de comprometerse. El arte de ser monje consiste en
saber cómo estar en el desierto, y cómo estar en la plaza
del mercado. Esta es la razón por la que en nuestra vida
monástica proporcionamos, en términos de tiempo y
espacio, un desierto, es decir, una situación de desierto en
la que el silencio es preciso, en la que se requiere el
silencio.
Sería una tontería pensar en términos de reglas de
silencio, como si éstas fueran una disciplina externa
impuesta por la sencilla razón de que la vida monástica ha
de estar sujeta a una disciplina. Más bien tendríamos que
considerar estos lugares y tiempos de silencio como la
verdadera base de una vida espiritual madura, adulta. No
tendríamos que ver el silencio como una interrupción de
nuestra recreación; tendríamos que considerar nuestra
recreación como puntuando nuestro silencio. Pero el
desierto ha de ser algo existente en la mente, y es la
apreciación y la comprensión del papel de la soledad y del
silencio interior —y la relación entre esta actitud interior
y los medios exteriores que nos proporcionamos a
nosotros mismos— las que nos hacen aptos para adquirir
o para habitar en el desierto interior de soledad y de
silencio. Estos tiempos y lugares de silencio son refugios
a donde nos retiramos, porque los deseamos, porque los
necesitamos, porque es allí donde buscamos a Dios.
Ahora bien, la plaza del mercado ocasiona
distracciones. De por sí, tiene atractivos, y en ella
encontramos responsabilidades que se han de llevar a
término. Podemos también escaparnos a la plaza del
mercado porque nos da miedo el desierto, porque
tememos la soledad, el silencio; porque tememos
enfrentarnos con las exigencias y las reivindicaciones que
Dios pudiera hacernos y que, en realidad, nos hace. Nunca
podremos estar a salvo en la plaza del mercado, a no ser
que nos sintamos como en casa en el desierto. Esta es la
razón por la que los primeros años en el noviciado son de
importancia vital; porque el noviciado es un intento de
crear una situación de desierto; la ausencia de
ocupaciones en él, la falta de contactos humanos, tienen,
precisamente, esta finalidad: que podamos descubrir las
reivindicaciones y las exigencias de Dios. Tal vez sonriáis
al oírme hablar de falta de ocupaciones, pero ya entendéis
lo que quiero decir. La falta de contactos, aparte de los
que uno tiene con los que comparte el noviciado, presenta
problemas; y en este contexto, permitidme volver al tema
del desierto para que os quedéis con un pensamiento. El
corazón también ha de aprender a vivir en su desierto, si
es que ha de ser capaz de comprometerse en la plaza del
mercado. Es únicamente en el desierto en donde podéis
aprender a convertir soledad en «solitud», y será
únicamente cuando hayamos aprendido la «solitud» y la
libertad —la capacidad de estar solos— cuando podremos
comprometernos con otros sin peligros.
Aquí, nuestra vida monástica se desarrolla en la plaza
del mercado: tenemos un colegio, parroquias, una
5
Granja . Algunos de nosotros están comprometidos en la
administración. Esta es nuestra vida. Este es el camino
que nos ha forjado la historia. Parece ser que ésta es la
voluntad de Dios para nosotros. Y porque estamos
comprometidos en la plaza del mercado, para nosotros es
crucial apreciar el desierto. Un monje será apreciado en la
plaza del mercado, si conserva la nostalgia del desierto: la
nostalgia de ser un hombre de oración, ocio para
dedicarse a la oración, el deseo de orar, persistiendo en
esto, sin dejarlo nunca pasar; esto es lo que nos hace aptos
para la llamada de Dios a comprometernos con la gente y
en una actividad. Muy simple, nuestra vida es una vida de
oración y de servicio en comunidad, y la vivimos con sus
contradicciones y complejidades, sobre todo según el
espíritu de la Regla de san Benito. Para vivir felices todos
juntos, para alcanzar los fines que cada uno pone ante sí
cuando profesa, hemos de ser una comunidad
disciplinada, que valora las doctrinas fundamentales de
san Benito. Y dos de éstas se refieren a la humildad y a la
obediencia. Ambas, un tesoro. Esta noche he leído: «La
oración es la suma de nuestra relación con Dios. Somos lo
que oramos. El grado de nuestra fe es el grado de nuestra
oración. Nuestra capacidad de amar es nuestra capacidad
de orar». A esto añadiría: el genuino amor a Dios y al
hombre se aprende en el desierto. Apréndelo allí, y
tendrás algo para vender en la plaza del mercado: la perla
de gran valor.
16.10.73

2. Humildad

Hay muchas formas de oración, las unas se adaptan a
ciertos temperamentos, las otras, a otros. El Espíritu santo
sopla donde quiere. Pero voy a hablar sobre una forma
que por el hecho de estar íntimamente ligada con toda la
búsqueda monástica de Dios, se tendría que guardar
especialmente como un tesoro: la oración de quietud.
Esta oración, tanto si dura cinco minutos como media
hora, renuncia a las palabras, las imágenes y las ideas.
Aunque esto no quiere decir que hayan de ser totalmente
excluidas. Lo que importa es adquirir la capacidad de
estarse silenciosamente en la presencia de Dios: que
cultivemos una silenciosa atención en la que el alma
encuentra a Dios en lo más profundo de sí misma.
Hay diferentes puntos de partida de acuerdo con
nuestra manera de considerar la vida, nuestro
temperamento, nuestras lecturas, nuestra educación,
etcétera. Un buen punto de partida, diría, es una
conciencia de pobreza, lo que podríamos llamar una
pobreza radical; o, si me perdonáis la expresión, una
pobreza metafísica: un darse cuenta de nuestra limitación
como criaturas, del sí mismo detrás del cual se halla la
nada en la que encontramos a Dios. Este darse cuenta de
nuestra pobreza en la presencia de Dios despierta un
sentido de dependencia, nos permite encomendarnos, con
mucha paz, a la divina providencia, y ver su mano
guiándonos en las actividades de la vida diaria.
Otra forma que toma la pobreza es un sentido de
nuestra insuficiencia, que clama incesantemente a la
misericordia de Dios, una misericordia que, de acuerdo
con el uso bíblico de la palabra, implica un derrumbar al
que puede más para elevar al que puede menos. «Porque
el Poderoso ha hecho tanto por mí». Hay momentos en
que nos equivocamos o hacemos un papel ridículo, pero a
continuación viene una paz profunda porque la
satisfacción del error que se nos otorga, permanece en
Dios. Un sentido de nuestra ineptitud, de nuestra
fragilidad, que sin una fe verdadera puede llevarnos a
perder la confianza, es, creo, una profunda actitud
monástica: la realización de que tanto da lo ridículo que
pueda yo sentirme ante mis propios ojos o ante los ojos de
los demás, porque he experimentado una vez más lo
mucho que necesito de la misericordia y de la ayuda de
Dios. Y así, esta pobreza —la pobreza de la primera
bienaventuranza: «Dichosos lo que eligen ser pobres,
porque esos tienen a Dios por rey»— es un buen punto de
partida porque es la experiencia de todos nosotros en
nuestra vida de oración: fracaso, frustración, la impresión
de que no se va a ninguna parte. Habitando en esta
pobreza que se presenta en las dificultades de nuestra
oración, encontramos a Dios, o, para ser más exactos,
somos descubiertos por Dios.
Esta es la razón por la que la humildad es una virtud
clave en la vida monástica, una virtud clave en la vida
cristiana. Por esto es por lo que san Benito pone un
énfasis tan grande en ella, y obrando de esta manera se
hacía eco de toda una tradición monástica. El describe los
doce grados de la humildad de una manera distinta de
como lo haríamos nosotros hoy en día, pero la meta a la
que cada uno de ellos conduce es la misma: la realización
de nuestra pobreza y, por consiguiente, una actitud mental
y una forma de comportamiento respecto a nuestro
servicio de Dios y del prójimo.
Pero el silencio es y tendría que ser un silencio lleno de
paz, en el que en primer lugar, estamos a la escucha. En la
oración se da lugar para hablar, pero el silencio juega un
papel de gran importancia. Pensemos solamente en
nuestra Señora, la esclava del Señor: su humildad. Ella
«conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su
interior». Fue bendita porque escuchó la voz del Señor.
Recibió la Palabra, no solo físicamente, sino en todos los
repliegues de su ser. De esta manera, en la oración de
silencio, en la oración de quietud, recibimos el Espíritu.
Perdonadme por expresar estas cosas tan chapucera-
mente: he de admitir que en este terreno no me muevo
con demasiada facilidad; pero uno ha tenido ya la
suficiente experiencia para saber que es a lo largo de esta
pauta donde hemos de buscar un tipo de oración que
siempre existirá en nuestra vida monástica. Esta es la
razón por la que tenemos esta media hora de oración
mental. Y es importante no mirarla desdeñosamente.
Si podéis adquirir esta actitud en los primeros años de
vuestra vida monástica, os librará de convertiros en unos
«activistas», en el sentido de uno que se sumerge en mil y
una cosas que se han de hacer. Más bien esta clase de
oración puede impregnar cualquier cosa que hagamos.
Cuando nos ponemos a nuestro trabajo diario Dios está
presente, como si estuviera en el trasfondo,
permitiéndonos ver a Cristo en nuestro prójimo y la
voluntad divina en aquello que nos tiene ocupados. O,
mirándolo de otra manera, tenemos una presencia hacia la
que nos podemos girar en todo momento. De aquí la
importancia del silencio: lugares de silencio; desiertos en
los que podemos encontrar a Dios en la soledad.
Si de vez en cuando encontráis que el Oficio no va
bien, si se os hace una carga, tengo un par de consejos que
os pueden ser útiles. Haced la práctica de dirigir la
atención hacia el próximo Oficio. Cuando te vas a la cama
por la noche, date cuenta del hecho de que, pasadas siete
horas, volverás a estar en el coro alabando a Dios en los
maitines. Es extraordinario el efecto que esta pequeña
estratagema puede tener a la mañana siguiente. Y no es
una mala idea el tener una intención especial para un
Oficio particular, o una razón especial por la que deseas
levantarte y cantar las alabanzas de Dios aquella mañana.
Aún otra cosa: procura encontrar en el Oficio del día
siguiente a un «amigo» entre los salmos. Cuando el Oficio
va por malos derroteros, una lectura de los salmos es un
ejercicio admirable. Hemos de ser prácticos.
5.7.73

3. Obediencia

Seguro que os sentís constreñidos por la vida algo
estrecha de vuestro noviciado. Es difícil justificar la
manera como funciona un noviciado. Ahora hay aquellos
que hablan de lo que ellos llaman un «noviciado abierto».
El cínico diría: «¡Nada de noviciado!». Pero esto depende
de vuestro punto de partida. Aquí, nosotros no creemos en
un «noviciado abierto», y no me es posible ver cómo
algún día podamos aceptarlo. Sin embargo, es justo
revisar de vez en cuando cómo hacemos las cosas en el
noviciado, y hacer las adaptaciones necesarias, pues una
generación de novicios difiere de otra. Así pues, espero y
ruego para que nuestra actitud sea abierta y flexible. Sin
embargo, tal como lo entiendo, en lo que toca a nosotros
no hay vacilación alguna: en el ámbito del sistema damos
en el clavo y lo que hemos heredado es eficaz; pero
constriñe y delimita, y no habrá muchos que después de
haber dejado el noviciado, y ya en el grupo de los que
llamamos juniores en la comunidad, tengan ganas de
volver a la vida del noviciado. Sin embargo, todos
nosotros hubiéramos deseado aprovechar más cuando
estábamos en él.
Lo más importante en el noviciado es que estéis
protegidos contra las distracciones lo máximo posible, y
esto, sólo por una razón: que aprendáis a ser hombres de
oración, que aprendáis el arte de la oración, la práctica de
la presencia de Dios, que lleguéis a ser hombres de Dios.
Esta es la razón fundamental de todo, y me parece que si
perseveráis, y pasados los años miráis atrás, veréis,
realmente entenderéis lo importante que este año puede
ser para la formación, o lo importante que fue, o, por
desgracia, no fue. En este año se ponen los cimientos. En
este año tenéis que haceros «monjes» en vez de vivir
simplemente como monjes. Es un período crucial. Y es
difícil entender todo esto cuando uno lo está viviendo.
Todavía no podéis tener una visión retrospectiva para
evaluarlo. Estáis sufriendo un proceso que no es fácil
comprender mientras os encontráis en él; y por esto
necesitáis una buena dosis de paciencia y de receptividad
que os permitan aceptar las cosas que en apariencia
carecen para vosotros de importancia y hasta pueden
pareceros estúpidas. Sed sensibles a la experiencia de
aquellos que os ayudan y os guían. Antes de criticar,
procurad apreciar y comprender. No permitáis que vuestra
reacción inmediata sea la de criticar: haced que sea la de
apreciar, un intento de comprensión. En cualquier
monasterio, si buscáis cosas para criticar, encontraréis las
suficientes para manteneros ocupados todo el día. Si sois
sensibles y comprensivos, estáis en una buena posición
para hacer sugerencias constructivas y razonables.
Es verdad que se dan muchas dificultades en lo que
podíamos llamar la «teología de la obediencia». También
es verdad que en la historia de la iglesia, en la historia de
la vida religiosa, ha habido abusos en el ejercicio de la
autoridad. Todo esto se ha de admitir. Y es verdad, me
parece, que la obediencia fuera del contexto de la vida
religiosa, podría tender, y a veces tiende, a debilitar al
individuo. Pero hemos de procurar comprender el porqué
la obediencia ha entrado en la vida espiritual; el porqué
fue importante para personas como san Benito y todos los
escritores espirituales a lo largo de los siglos este vínculo
misterioso forjado entre nuestra obediencia y la
obediencia de Cristo. A veces se nos dice que la
obediencia es una liberación. No siempre es fácil ver el
significado que yace bajo esta paradoja.
¿Permitís que apunte un par de peculiaridades? Si
hacéis un voto de obediencia, perderéis la libertad de
escoger lo que queréis hacer en el monasterio. Hoy en día,
las cosas se hacen más basándose en el diálogo y en la
discusión, y la autoridad se ejerce de una manera más
humana que en el pasado. Sin embargo, perderéis la
libertad de escoger vuestro propio género de vida; y esto,
en sí, es una liberación. Porque aceptáis lo que os piden
vuestros superiores, os veis libres de hacer planes para el
futuro. Vosotros sois algo así como viajeros furtivos a
través de la vida, no como aquel que por adelantado se ha
trazado con esfuerzos el camino. Desde luego, vosotros
tenéis que estar seguros en vuestro interior... habéis de
estar ciertos de vuestras convicciones respecto a Dios y a
las cosas de Dios. Pero la verdadera incertidumbre,
humanamente hablando, en lo que se refiere al futuro, es
un estímulo a tener fe y confianza en la divina
providencia.
Más aún, la obediencia es una defensa contra la
voluntad propia: no hay lobo más astuto que la voluntad
propia cuando se pone una piel de cordero. Lo que dice
san Benito sobre este defecto hace sentir un escalofrío por
la espina dorsal. Parece que va contra lo que hoy día
llamamos auto-expresión (self-expression), auto
realización, etcétera. Pero en él hay algo peculiar aquí. Es
fácil para nosotros hacernos el centro de nuestro pequeño
universo, vivir nuestras vidas para nuestro propio
engrandecimiento, para nuestra propia satisfacción. Las
«buenas» personas caen en esta trampa. En su celo
intentan competir con los demás, pisotearlos bajo los pies.
No estéis tan seguros de que la enseñanza de san Benito
sobre lapropia voluntad está pasada de moda. La
experiencia nos muestra de que manera tan sutil, muy
sutil, nos podemos buscar a nosotros... «mismos». El arte
de ser cristiano y, por consiguiente, de ser monje, es
aprender a poner a Dios en el centro: el amor de Dios y de
nuestro prójimo; estar entregado a Dios y al prójimo.
Encuentras personas que aparentemente son muy
espirituales, muy santas y, cuando las conoces más de
cerca, descubres que la búsqueda de ellos mismos gana en
prioridad a la búsqueda de Dios o al servicio del prójimo.
5.12.69

4. «..una suave reprimenda!»



Conocéis más que entendéis sobre la vida monástica y
los que la vivimos. La comprensión viene despacio,
arrastrándose detrás del conocimiento.
No hay límites para lo que un hombre humilde puede
hacer en el servicio de Dios y de su prójimo. Por el
contrario, no hay obstáculo mayor que el reverso de la
humildad: el orgullo. El capítulo de san Benito sobre la
humildad es todo un programa espiritual.
Tengo la vaga impresión —lo digo así, porque puedo
matizar, o podéis desear que matice lo que voy a decir—,
tengo la vaga impresión de que entráis en el noviciado
para probarnos a nosotros en vez de entrar para que
nosotros, tal como es corriente en la vida monástica, os
probemos a vosotros! Ahora bien, no queremos que seáis
acríticos. Ni tampoco os queremos cerrados y sin
ventilación. No tenemos la pretensión de haceros creer
que tenemos todas las respuestas; no las tenemos, como
ya os habréis dado cuenta, sin duda.
Pero es importante recordar que si vais a aprender
realmente algo sobre la vida monástica, una buena parte
de cosas las tendréis que aceptar por simple confianza,
creyendo que son eficaces o importantes. Posiblemente he
dicho estas cosas con más fuerza de lo que me había
propuesto, pero ya nos conocemos lo suficiente para hacer
las reservas necesarias. Sin embargo, no trato de eliminar
una leve reprimenda.
Ya habéis descubierto, ¿no es verdad?, que ocho
personas viviendo juntas crean problemas dignos de
consideración. Es cuatro veces más difícil que si sólo
fuerais dos, y supongo que lo más fácil sería si solamente
hubiera uno. Pero habéis descubierto el problema. Os
encontráis juntos una serie de compañeros que no habéis
escogido, y no lo habéis encontrado fácil. Es tan fácil
hablar de comunidad; tan simple pensar de la comunidad
como un «estar juntos» temporal. Pero cuando tenéis que
vivir la vida en términos de una dura realidad, esto trae
problemas. Pero vosotros habréis descubierto vuestros
propios defectos en lo que toca a la vida de comunidad.
También habréis descubierto que tiene su recompensa,
que nos apoyamos los unos a los otros. Y me parece que
es evidente lo mucho que habéis aprendido aquí, y que
empezáis a apreciaros mutuamente por lo que sois y no
por lo que os gustaría que los demás fueran. Esta es una
cuestión de primera importancia cuando se vive en
comunidad: aceptar las personas tal como son, no tal
como os gustaría o hubierais esperado que fuesen. Una
profunda tolerancia y aceptación del otro: ésta es la base
de la comunidad. A fin de cuentas, ésta es la base de la
caridad, a la que la comunidad está subordinada.
Diría que vuestro noviciado, hasta ahora, no ha sido
fácil; pero tiene rasgos que son enormemente alentadores.
Formáis un noviciado muy competente; y que un abad
pueda decir esto se ha dado raramente en el pasado. Sí,
sois competentes en todos los conceptos. Esta no es la
mayor de las virtudes; no es el atributo monástico más
importante, pero ayuda. Sois alegres: esto también es
importante. Y creo que podéis reíros de vosotros mismos,
que es muy importante.
Tenéis dos cosas que apreciamos. Procuráis recitar
vuestras oraciones, y en vuestra vida de oración dais un
buen ejemplo a la comunidad: Y ésta es vuestra dualidad
más importante. Sois hombres con ideales, y esto también
es importante. Manteneros en vuestras oraciones,
conservad vuestros ideales, y el resto se pondrá en su sitio
por sí solo.
24.3.70

5. Compromiso

Hubo un tiempo aquí, en el monasterio, en que después
de un año de noviciado se hacían ya votos perpetuos.
Después se tomó la decisión de que en primer lugar se
hiciesen votos por tres años, pasados los cuales se
permitía al novicio, si era considerado apto, hacer los
votos solemnes. Cuando un novicio hacía los votos
simples, se sobreentendía que realmente tenía la intención
de permanecer en el monasterio durante toda su vida.
Desde entonces el pensamiento de la iglesia ha
cambiado. Un documento de Roma,Renovationis
causam, pone de manifiesto que el período de formación
monástica se extiende hasta la profesión solemne: hasta
este momento estáis en período de prueba. El corolario de
esta manera de pensar es que nosotros no contraemos con
vosotros una obligación similar a la que hasta ahora
habíamos tenido con los profesos simples.
Me explicaré. Desde el momento que aceptábamos a
alguien para los votos temporales, no nos podíamos
deshacer de él —si es que puedo usar esta frase espantosa
—fuera del caso en que se diera una culpa grave; la idea
era que aceptándolo para los votos temporales lo
aceptábamos virtualmente a los votos solemnes. Este no
es el caso ahora. No contraemos las mismas obligaciones.
Por esto, en cierto sentido, no estáis seguros, aun pasados
dos años, porque a los dos años de los votos temporales,
vuestro caso será considerado de nuevo. La iglesia ha
tomado esta decisión a la luz de la experiencia de estos
últimos años.
Sin embargo, espero que hagáis los votos temporales
por dos años. Y un voto es una cosa importante: es un
contrato que hacéis directamente con Dios. Y os urjo, si
es que vais a solicitar el permiso para hacer votos
temporales por dos años, a que entendáis plenamente que
es por dos años. Si prevéis que probablemente, pasados
seis meses o un año, vais a cambiar de opinión, no hagáis,
por favor, los votos temporales. Si en este período de dos
años, vais a ir mirando por encima del hombro, por
decirlo así, por favor no hagáis los votos temporales: es
solemne e importante y os liga por dos años: por lo tanto
entrad en este período con entusiasmo y determinación,
comprometiéndoos a vivir para Dios en este género de
vida durante este período de tiempo.
Esto es razonable en cualquier nivel, porque solamente
descubriréis si esta vida es o no para vosotros si entráis en
ella con entusiasmo, de una manera positiva, con alegría.
Aún más, una vez os hayáis comprometido
experimentaréis una sensación de alivio y descargo, pues
el debate que se iba desarrollando en vuestra mente —¿lo
he de hacer, o no lo he de hacer?— llega a su fin. Cierto
que no hay nada que dé más libertad que la profesión
solemne: el debate se ha acabado, estáis comprometidos,
no se puede ir atrás, el futuro es desconocido, y entregáis
a Dios vuestro voto. Esta es la actitud que habéis de tener
al hacer la profesión solemne. Sean cuales fueren vuestras
dificultades, es un pensamiento liberador. Os dais a Dios
y no hay vuelta atrás. Y esta es la actitud que habéis de
tener durante los próximos dos años si hacéis estos votos
temporales.
Cuando erais postulantes y discutíamos si entraríais o
no en el monasterio os decía que había tres preguntas que
os teníais que hacer a vosotros mismos: ¿Deseo vivir con
estas personas? ¿Deseo hacer lo que ellas hacen? ¿Me veo
a mí mismo convirtiéndome en la clase de personas que
ellas son? Estas son tres preguntas que podríais muy bien
volvéroslas a plantear de nuevo. ¿Quieres ser uno de
nosotros? ¿Quieres hacer lo que hacemos nosotros? ¿Te
ves a ti mismo convirtiéndote en la clase de persona que
somos nosotros? En cuanto a este tercer punto: advierte lo
diversos que somos, lo diferentes que somos los unos de
los otros. Lo que quiero decir con esto no es que hayáis de
asumir las maneras y actitudes de cualquier persona
particular; tenéis que seguir siendo vosotros mismos, tal
como sois. Pero necesitáis tener una especie de instinto: la
manera de reaccionar que tenemos por el hecho de ser
monjes, y no por cualquier otra razón.
Sin duda alguna, durante este último año habréis tenido
algunas sacudidas violentas respecto a vosotros mismos;
si no, vuestro noviciado se ha echado a perder hasta cierto
punto. Por ahora habréis aprendido mucho sobre vosotros
mismos, y reconoceréis, posiblemente de una manera que
no lo habíais hecho anteriormente, que tenéis defectos. En
cada uno de vosotros hay un defecto que puede llegar a
ser vuestra ruina, de esto no hay duda. Un defecto de esta
naturaleza puede llevarnos a hacer un papel ridículo, a
cometer una grave equivocación. Reconocer este defecto
y aprender a luchar contra él es una de las maneras de
permanecer en la vida monástica.
Ahora no importa que tengáis defectos, con tal de que
dos factores permanezcan inconmovibles. En primer
lugar, tendríais que estar dedicados a la oración. Y esto no
quiere decir que os encontréis bien en la oración o que
sintáis gusto por la oración. Esto significa
que deseáis orar, no a nivel emocional, sino con la
voluntad; que sabéis lo que queréis hacer y estáis
determinados a continuar; que a veces —digamos, en el
curso de este último año— ha habido una nostalgia de la
oración, un deseo real de oración que, aunque en algún
momento se haya vuelto frágil, casi olvidado, os impide,
sin embargo, abandonar. En segundo lugar tendríais que
desear sinceramente pertenecer a esta comunidad: echar
vuestra suerte con nosotros, a pesar de vuestros defectos y
debilidades; tendríais que estar dispuestos a enfrentar un
futuro desconocido en compañía de estos hombres que
caminan a través de la vida buscando a Dios.
Si nos criticáis, si no os gustamos, si tenéis la sensación
de que os vamos a irritar, no os quedéis. Sabemos que
tenemos defectos, que somos una comunidad imperfecta,
pero al menos estamos juntos en nuestras imperfecciones
y flaquezas. Y si os juntáis a nosotros, es vital que os
mantengáis con nosotros, y, si fuera necesario, que os
hundáis con nosotros. Pero cuando seáis profesos tendréis
que desear ser uno de nosotros. Se os requiere que seáis
hombres humildes, que reconocen el valor de la
obediencia, no solamente porque os conforma a Cristo,
sino también porque os conduce, os ayuda en vuestra
búsqueda del Padre. Tenéis que estar preparados a
afrontar las dificultades varonilmente, valerosamente,
alegremente. No podemos tener en la comunidad hombres
que «llevan a cuestas una astilla en el hombro»; no
podemos tener hombres desilusionados; no podemos tener
aquellos que todo lo encuentran mal; no podemos tener
aquellos que suponen que si cambiásemos todas las cosas,
todo iría mejor. No, tenéis que aceptarnos tal como
somos, y recordad que en un monasterio la murmuración
es una amenaza contra la unidad y la caridad. Esto no
excluye, os lo puedo decir, una crítica positiva: realmente
tendríais que trabajar en cuanto os fuera posible para
cambiar lo que, según vuestra opinión, necesita ser
cambiado, pero de una manera constructiva. Todo es
cuestión de actitud.
Pongo énfasis en esto porque estamos viviendo en una
época de protesta, una época de contestación. Ciertamente
en todo esto hay mucho de bueno, pero si esto ha de
formar parte integral de la vida monástica, entonces me
parece que esta vida no tiene futuro alguno. Las personas
que hoy día entran en el monasterio están como obligadas
a reflejar las actitudes del mundo; pero no podemos
permitir que las actitudes del mundo prevalezcan en el
monasterio. En los viejos tiempos, cuando nosotros
entramos, teníamos actitudes que tuvimos que abandonar.
Lo mismo se aplica a vosotros. Esto es a lo que se refiere
laconversio morum.
Acordaos también de que si hacéis los votos, seguiréis
siendo la persona que erais antes, con las tentaciones y los
deseos que tienen los demás. Es casi cierto —yo diría,
cierto del todo— que en vuestra vida podríais encontrar a
alguien con quien podríais instalaros felizmente en el
estado de matrimonio. No habría nada de sorprendente en
esto. Pero antes de hacer los votos, tenéis que enfrentaros
con el hecho de que se van a dar estas tentaciones y
dificultades. Hacedles frente ahora, y si sois hombres de
Dios y de oración —verdaderos monjes—seréis capaces
de salir airosos.
Como noviciado, habéis sido lentos para aprender una
serie de cosas. Me parece que tenéis una comprensión
correcta de la teoría del monacato, una comprensión
mucho mejor, si puedo decirlo así, que la del noviciado
del que yo formaba parte. Os habéis formulado algunas
preguntas bastante profundas: todo esto es bueno y
merecéis que se os felicite. Sin embargo, no habéis sido
igualmente buenos en la adquisición de los instintos
monásticos. Me parece que habéis sido lentos en dar en el
clavo. Una cosa es saber el rasgo característico, otra es
verlo, otra es vivirlo. El maestro de novicios me dice que
le parece que en vuestro entrenamiento general estáis
varios meses de retraso respecto a la mayoría de
noviciados. Da algo de pena; así pues, vais a tener que
imponeros un esfuerzo. Y como sois hombres hábiles y de
buena voluntad, podréis hacerlo. Tenéis tiempo para
conseguirlo: Yo os urjo a que lo hagáis así.
27.6.70

6. Realización personal

Habéis venido aquí, y lo sabéis muy bien, para buscar a
Dios. Cada persona ha de descubrir en cuanto le sea
posible, cuál es su camino. Esta es la llave: la voluntad de
Dios para cada uno de nosotros. Vinisteis aquí porque
pensasteis, y otros a los que consultasteis estuvieron de
acuerdo, que Dios os llamaba a la vida monástica. Por
ahora, en cuanto podemos decirlo —y sin duda alguna, en
cuanto podéis verlo— esto es lo que Dios desea de
vosotros. Como comunidad os hemos dado la bienvenida
para que viváis, oréis y trabajéis entre nosotros en este
período de prueba para vosotros. Deseamos que seáis
felices, que estéis contentos. Deseamos que vuestra vida
sea de provecho. Deseamos que alcancéis la realización
personal.
Sin embargo, si estáis obsesionados por la realización
personal, es muy probable —es una manera suave de
decirlo— que no lleguéis nunca a alcanzarla. Es verdad,
que la realización personal se alcanza solamente cuando
los objetivos o metas que nos proponemos están por
encima de nosotros. Desde luego, hay una realización
personal de mala calidad, y la hay también de buena
calidad. La de mala calidad, que es buscarse a sí mismo,
afirmarse a sí mismo, mirarse a sí mismo, os conducirá —
y no necesitáis que yo os lo diga— a una considerable
miseria, sea cual fuere el sendero de la vida que vosotros
mismos os tracéis. San Benito es casi cruel en esta
cuestión del buscarse a sí mismo de la propia voluntad. A
lo que apunta es a arrancar de raíz de nuestras vidas, para
salvarnos de nosotros mismos, aquellas formas de
afirmación propia y propio asentimiento que nos
conducen a la miseria y constituyen una barrera entre
nosotros y Dios. No hay nada más sutil y penetrante que
la entronización de «uno mismo» a expensas de los demás
y de Dios.
Esta es la realización personal de mala calidad. La de
buena calidad se expresa en el evangelio en una
paradoja: perder la vida para salvarla. Pero esto puede
sonar un poco negativo. Si miráis a san Pablo podéis
encontrar la inspiración contenida en el mensaje
evangélico: hemos de permitir que Cristo viva en
nosotros; tendríamos que ser receptivos, y prontos a
responder a los toque del Espíritu; tendríamos que vivir
como hijos de Dios, dirigirnos a él como Abba, Padre. Un
secreto de la vida cristiana, y por lo tanto de la vida
monástica, es el ver en cada momento, en cada situación,
en cada persona, la posibilidad de un encuentro con Cristo
y, en Cristo, con el Padre y el Espíritu santo.
Tal vez pueda ayudar el distinguir entre estar resignado
a la voluntad de Dios o abandonarse a su voluntad. La
palabra «resignado» sugiere aguantar una cosa, soportarla.
«Abandono», aunque la palabra tenga una connotación de
debilidad, tiene mucho más el sentido de aceptación,
aceptación voluntaria, un abrazar la voluntad de Dios, un
salir al encuentro de su voluntad.
Si miramos cada momento como un instante en el que
encontramos a Dios, y hacemos de este instante un
momento de amor y abandono a su voluntad, entonces
cada momento de nuestra vida, puede y debe llegar a ser
un momento en el que buscamos y encontramos a Dios.
Esto es para lo que habéis venido aquí. Y la mayor parte
de la vida aquí, está organizada para hacer esto posible;
para proporcionar oportunidades de reflexionar, de
pensar, y para llegar a ser cada vez más conscientes de la
presencia de Dios.
Hemos dicho que hay una buena calidad de realización
personal y una mala. Nos podemos engañar a nosotros
mismos pensando que la mala es la buena. Y también
podemos, por otra estratagema mental, concebir la buena
como si fuera la mala; de manera que cuando las cosas
van bien, cuando la vida fluye tranquila, cuando tenemos
éxito, podemos pensar que la cosa va mal. De vez en
cuando encontramos entre los cristianos esta vena de
pensamiento; así pues, en esta materia se ha de mantener
un equilibrio delicado entre nuestro pensamiento y
nuestra acción.
Dejad que la palabras de nuestro Señor resuenen como
un eco en vuestra mente: para encontrar vuestra vida la
habéis de perder, de manera que viváis, pero no ya
vosotros, sino Cristo en vosotros.
¿Tenéis la mutua impresión de no pareceros a Cristo?
Permitid que lo formule con más dureza. ¿Os parece que
los demás os sacan fuera de quicio? Probablemente
habréis descubierto que es así. Permitid que os formule
este pensamiento que os hará reflexionar: Si alguien os
saca fuera de quicio, podéis estar seguros que vosotros
sacáis fuera de quicio a algún otro. Este es un
pensamiento simple, directo, fuerte; pero es una ayuda
cuando la idiosincrasia de otras personas nos hace perder
nuestro sentido de perspectiva. Pero lo hemos de entender
correctamente. La vida de comunidad está hecha de una
serie de cosas pequeñas. Me refiero a pequeñas muestras
de cortesía: pequeñas formas de consideración, a pensar
en los otros, a ser sensible para con los otros, conscientes
de sus necesidades, de su estado de ánimo, a tratarlos con
tacto, amables cuando se les corrige, apacibles. En la vida
de comunidad inevitablemente hay choques. No
deberíamos aceptar esto demasiado a la ligera;
deberíamos considerarlos siempre como algo que nos
duele y hacer todo lo posible para deshacernos de las
cosas que en nosotros pudieran causar irritación a los
demás. No todos somos igualmente sensibles a las
necesidades de los demás. No es que podamos hacer
mucho por esto, pero si no somos sensibles para con los
demás, es cosa buena descubrir la verdad e intentar
reajustarnos para ser sensibles.
Me gustaría hablar de la soledad, particularmente en la
vida monástica. Nos llevaría mucho tiempo, es una
lástima.
Sin embargo, hay una soledad de buena calidad y otra
de mala calidad. La mayor parte de las personas en el
mundo se sienten solas. Y frecuentemente, pequeñas
muestras de consideración, pequeñas gentilezas: una mera
inclinación de cabeza o un «buenos días», pueden hacer
que todo cambie. Aquí vienen huéspedes. Ellos aprecian
este género de cortesía y consideración. Y reunidos como
estáis en la atmósfera delimitada del noviciado, esto lo
tendríais que practicar en vuestras mutuas relaciones.
Vosotros no decidís conjuntamente juntaros a la
comunidad; cada uno de vosotros lo decide por separado.
Las circunstancias son las que os han reunido. Ahora
como cristianos y como monjes tenéis que aprender a
vivir juntos.
7.4.71

7. Relaciones personales

Hay un gran número de maneras de relacionarse con
los demás. No podemos evitar que unas personas nos
agraden más que otras. En todas nuestras relaciones es
necesario que recordemos este hecho tan importante: que
cada persona está hecha a imagen y semejanza de Dios.
Más aún, cada persona es única, y por esto, él o ella, ha de
manifestar algo especial que ninguna otra tiene. Esta es la
razón por la que cada persona que encuentro tiene derecho
a mi respeto. También es verdad que, en cierto aspecto,
cada persona me es superior, porque en mi experiencia,
cualquiera que encuentro tiene cualidades y capacidades
que no tengo yo, o las tiene en mayor grado. Aun si esto
no fuera verdad, la persona seguiría teniendo su propia
unicidad, que le pertenece solamente a ella.
Podemos seguir adelante y hacer la siguiente reflexión:
Haciéndose hombre se puede decir que Dios se ha hecho a
imagen y semejanza del hombre. Para ser absolutamente
preciso, subrayaría que el hombre, hecho a imagen y
semejanza de Dios, no se hace Dios de la misma manera
que Dios, haciéndose a imagen y semejanza del hombre,
se hizo realmente hombre. Tal vez podamos ver con más
claridad lo que intento decir, si pensamos en el hecho de
ver a Cristo en los demás. ¿Qué es lo que esto significa?
Insinúo que cuando una persona es transformada por el
amor de Dios, esta persona se hace semejante a Cristo.
Esto es importante para todos nosotros, tanto si estamos
casados como si no lo estamos. Es una gran ayuda para
entender cómo ha de amar el célibe. Tendría que intentar
ver la imagen y semejanza de Dios en todos: debe ver a
Cristo en todos los hombres. Si el célibe se siente atraído
hacia una persona particular, su inclinación natural podrá
enseñarle a ver a Cristo en esta persona —sin embargo,
tendrá que luchar para no quedar sofocado por esta
atracción—; puede utilizar esta experiencia para buscar a
Cristo en todo hombre y en toda mujer. Esta sugerencia es
aplicable a todos, pero me estoy dirigiendo a célibes.
No nos hemos de espantar de nuestra capacidad de
amar. Si el amor es fuerte en nosotros, y a veces lo será,
podemos usar la experiencia para reflexionar sobre el
amor que Dios nos tiene, y puede ayudarnos a descubrir el
significado de las palabras de san Juan cuando decía:
«Dios es amor». Este es el secreto: intentad descubrir el
sentido de todo esto, y podréis descubrir el verdadero
sentido del celibato. El amor humano nos lleva a
descubrir el sentido del amor divino; conscientes de este
amor de Dios por nosotros, empezaremos a amar a los
demás en Dios. Este descubrimiento viene después de
buscar mucho, una búsqueda honesta y cordial también en
nosotros mismos. No podemos sobrevivir como célibes si
no somos fieles a la oración. Es en la oración donde
nuestras experiencias se harán inteligibles y manejables.
1979

8. Celibato (1)

Estáis aprendiendo ahora el arte de la vida comunitaria.
Es un arte, un arte delicado, en el que se pueden cometer
toda clase de excesos. Sin duda estáis descubriendo ya por
vuestra propia experiencia aquello que ya sabíais, a saber,
la profunda diferencia que puede llegar a haber entre
nosotros; y esto puede hacer surgir dificultades evidentes.
Cada uno de nosotros es único, absolutamente único, y
detrás de esta unicidad hay una intención que en último
término es la intención de Dios; y esta intención de Dios
está determinada por su amor. Esta es la explicación total
de su obra creadora y redentora; y así, su amor por cada
uno es diferente, pero diferenciado únicamente por el
objeto de su amor, que somos nosotros, cada uno de
nosotros. Como amor que viene de Dios no puede
cambiar en sí mismo, aumentar o disminuir. Somos
nosotros los que lo diferenciamos, usando términos
simples, según el grado de nuestra buena voluntad en
recibirlo.
La relación entre Dios y nosotros, entre él y yo, es
única, y cuando consideramos que en él no hay cambio, ni
aumento ni disminución, se sigue que la totalidad de su
amor se concentra en cada uno de nosotros
individualmente. Un pensamiento asombroso, que
produce vértigos. Encontraréis paz, alegría, tranquilidad y
libertad en vuestra vida monástica en la medida en que
este pensamiento llegue a dominar vuestra mente y a
inspirar vuestras acciones. Y porque habéis descubierto
que lo que es verdad en lo que toca a vosotros lo es
también respecto a cualquiera, esto guiará y determinará
vuestra actitud hacia los demás. En cada individuo hay
una amabilidad única que ningún otro posee, y que por
esto, a los ojos de Dios es infinitamente preciosa; uso
estas palabras deliberadamente. Estas reflexiones son
elementales, obvias; pero es fácil estar tan preocupado por
mil y una cosas que pasemos por alto lo fundamental, y la
razón que se encuentra detrás de todo esto.
El aspecto de la vida de comunidad sobre el que deseo
reflexionar ahora, es la comprensión y la manera de tratar
—en nuestra propia vida y en la guía de los demás—
nuestra parte afectiva: el nivel emocional, nuestras
afecciones. No os tenéis que espantar nunca de vuestras
afecciones. Si no os sintieseis más inclinados a ciertas
personas que a otras, me parece que seríais unos seres
humanos muy raros. Esto es lo primero: no sorprenderse
ni asustarse nunca. En segundo lugar, recordad que no
podéis ignorar vuestras emociones, como si no existieran;
no podéis vivir como si no tuvierais afecciones. En tercer
lugar, éstas no pueden sofocarse: es peligroso intentar
sofocarlas, extinguirlas, vivir como si no las tuvierais.
Son parte de vosotros.
No es siempre fácil el comprender el papel de las
propias afecciones en la vida cristiana, en la vida
monástica. Sería arrogante que pretendiera proporcionar
soluciones fáciles, dejemos a parte las infalibles. Sin
embargo, me parece que el arte de competir con
relaciones personales en las que se encuentran implicadas
las emociones de uno, es el de decir «sí» a los demás, y,
muy frecuente-mente, decirse «no» a uno mismo. ¿Qué
significa esto? Significa que hemos de adquirir una
libertad en nuestras relaciones con los demás, una
naturalidad, pero al mismo tiempo debe haber un control.
Al decir «sí» a los demás, me hago asequible a ellos: no
me aterroriza amar a los demás o ser amado por ellos.
Frecuentemente la gente se aterroriza más de lo último
que de lo primero. Y por control, quiero indicar un darse
cuenta de donde están los límites. «Sí» a los demás
traduce libertad y naturalidad; «no» a uno mismo, control.
Es en este terreno donde se encuentra la llave.
Es difícil comprender el papel del celibato en la vida
cristiana. La explicación que se da en tiempos modernos,
de que «es una dimensión escatológica del reino de Dios»,
para mí personalmente, no constituye una ayuda
particular, aunque puedo seguir adelante con ella. Para
consagrarse a sí mismo a Dios de una manera particular,
tenemos que ser plenamente humanos. Pero ¿podéis ser
plenamente humanos viviendo como célibes? Esta es la
pregunta que muchos hacen. Y si echaseis una ojeada a
las páginas de algunos sicólogos, quedaríais bien
admirados. Por lo que a mí toca, no he leído todavía una
explicación convincente. La única luz que me guía es
Cristo nuestro Señor, al que acepto como plenamente
humano y célibe al mismo tiempo. Como pasa con
frecuencia, en la vida de Cristo y en su doctrina se da una
paradoja. Y más aún, hay un signo de contradicción, de
manera que su doctrina parece contradecir lo que a
nosotros nos parece razonable. Si no fuera así, no podría
aceptar la cruz, aunque esté seguida de la resurrección.
Tanto, que constituye una piedra de escándalo: locura
para los gentiles, pero para nosotros que creemos... Los
teólogos tendrán que descubrir una manera de presentar el
celibato a la luz de la investigación moderna, y
mostrarnos que podemos ser plenamente humanos y
célibes al mismo tiempo. El que nosotros podamos ser, lo
acepto como consecuencia, tal como he dicho, de lo que
yo creo respecto a Cristo, y en un nivel completamente
distinto de lo que he visto en otras personas como
experiencia. El celibato ocupa un lugar central en la vida
monástica.
La solución de nuestros problemas de emociones y
afectos que surgen de nuestra sexualidad, es adquirir la
pureza de corazón en el verdadero sentido bíblico y
monástico. En nuestra vida hemos de buscar al Señor y
desearlo práctica y realísticamente, con todo lo que esto
significa y exige. Es de esta manera como se resuelven los
problemas y empiezan a ocupar el lugar que les
corresponde. En nuestra vida ocupa un lugar central
buscar al Señor con un corazón puro. Esto lo llevaréis a
término, queridos hermanos —todos nosotros lo
llevaremos a término—, en la medida en que lleguemos a
entender la cualidad única del amor de Dios para cada uno
de nosotros, y lleguemos a ver la experiencia del amor en
nuestras vida como espejos en los que podemos
contemplar el amor divino hacia nosotros; ver en nuestra
propia experiencia de amor el camino por el cual podemos
llevar a cabo una respuesta a aquel amor que se nos ha
dado primero a nosotros.
Finalmente, os urjo a que dediquéis mucho tiempo a los
salmos. Examinadlos, analizadlos, hacedlos objeto de
vuestra oración privada. Cuanto más los examinéis,
cuanto más los estudiéis, tanto más veréis cómo expresan
en oración las cosas de que os he hablado. Tal vez
podríais dedicar algún tiempo a examinar el salmo 41, por
ejemplo; o mejor, el salmo 62, y con estos pensamientos
en la mente, convertidlos en oración. Trabajad
intensamente para adquirir el amor a los salmos. Queridos
hermanos, perseverad, ¡perseverad!
5.7.72

9. Celibato (2)

El celibato nos afecta en aquello que hay de más íntimo
y personal en lo más profundo de nosotros mismos. Es
algo que escogemos con completa libertad.
Desgraciadamente, es tan imposible para el joven monje
prever cómo le afectará el celibato más adelante en la
vida, como lo es para el joven casado saber los efectos
que su nuevo estado producirá sobre él.
Los problemas del celibato cambian en las diferentes
épocas de la vida. Cuando se es joven, los problemas
sexuales y emocionales son más evidentes; más tarde,
repercuten a un nivel más profundo —no estoy del todo
seguro de si «más profundo» es la expresión correcta.
Sospecho que se trata para el «yo» masculino de la
realización, de la necesidad de tener el «tú» femenino, en
términos de compañerismo ciertamente, pero más aún,
en ser poseído por un «tú» femenino —«poseer» podría
sonar demasiado egoísta, una expresión mejor sería
«mutuo darse uno a otro».
En el corazón del celibato hay siempre dolor. Ha de ser
así, porque el celibato está privado de algo vital. Pero el
dolor no se ha de escatimar; el célibe deja de lado el
cumplimiento de sus deseos sexuales precisamente porque
reconoce que su sexualidad es una cosa buena. Renuncia a
ella porque sabe que su Maestro también lo hizo, y la
iglesia, desde los primeros tiempos, ha sabido como por
instinto que como resultado de esta renuncia se pueden
ganar otros valores, Dios ama al que da con alegría.
Desde luego, podemos hacer romanticismo sobre el
matrimonio ; pero todos nosotros sabemos por
experiencias pastoral, que el matrimonio, lo mismo que el
celibato, es un arte que se ha de aprender, y que tiene sus
propias trampas y sus propios problemas. Esto, también,
implica renuncia.
Entonces ¿por qué hemos escogido el celibato? Nunca
me ha sido fácil dar razones. Hablamos de estar más
disponibles para los otros. Esto es verdad, o tendría que
serlo. Utilizamos la palabra «testimonio»: por nuestro
celibato damos testimonio de la dimensión escatológica
del reino de Dios. Esto también es verdad, pero yo
personalmente, repito, no veo que esto sea una ayuda
especial. A veces lo aceptamos simplemente como una
parte integral del ser monje. Singularmente esto carece de
inspiración.
En lo que a mí toca, dos cosas son importantes:
primero, el hecho de que nuestro Señor fue célibe. Fueran
cuales fuesen las razones que para él fueron importantes,
deseo hacerlas mías. Nuestro Señor fue virgen. Esto
también es importante. Tendríamos que ponderar estas
verdades en la oración. Segundo, desde los primeros
tiempos el celibato ha sido un valor en la vida de la iglesia
—y ciertamente, para muchos otros también. Es un valor
que ha sido honrado y apreciado a lo largo de los siglos.
Está en la tradición.
Estos dos hechos son razón suficiente para ser célibe.
Gradualmente, a medida que la vida va avanzando, vemos
cada vez más que es una vocación. Dios llama a algunos
hombres y mujeres a ser célibes. Si vemos claro que
nosotros hemos sido llamados al celibato, entonces
llegamos, tal vez lentamente, a vislumbrar el quid.
El objeto —o uno de ellos— es la capacidad de crecer
en amor hacia Dios y hacia el hombre. Esto tendría que
ser evidente de por sí, pero se olvida frecuentemente. Es
el objeto de cualquier vida cristiana, en matrimonio o
fuera del matrimonio. Pero el celibato es una manera
especial de amar. Darse cuenta de esto es un buen punto
de partida, porque hemos de evitar dos extremos: la
estupidez de sentirse sobrecogido por el temor y el peligro
de compromisos extraviados con otras personas. El célibe
debe ser una persona cálida y un ser humano bueno. El
celibato debe hacernos más humanos, no menos, más
capaces de amar y de ser amados. Pero como todo el que
ama, se ha de controlar y disciplinar. Un célibe ha de
decir «sí» a todo aquel que tenga contacto con él, y «no»
a sí mismo en mil y una diferentes clases de situaciones.
Está disponible para ponerse al servicio de todo aquel que
se pone en contacto con él; se ha de dar a sí mismo a
todos y no exclusivamente a uno. Y su servicio será el
más eficaz si está acompañado de una afección real
controlada.
Tampoco tendríamos que olvidar nunca el respeto que
hemos de tener por las otras personas. No es correcto, por
ejemplo, permitir que otras personas se enamoren de
nosotros. Este es un peligro mayor que el que nosotros
nos enamoremos de otras personas. Si somos imbéciles, y
el peligro aquí está en la vanidad, podemos causar dolor y
daño; y esto no está bien.
Así pues, hemos de ser seres humanos buenos,
cálidos y espontáneos en nuestras relaciones con otras
personas, pero sanos y sensibles, reconociendo nuestra
fragilidad, acordándonos de que somos hombres, y que
retenemos nuestra virilidad y el poder de atraer y de ser
atraídos. Una vida de oración fuerte, interior y un amor a
nuestra vida monástica serán nuestra mayor salvaguarda
frente a los peligros, y proporcionará el contexto en el que
con esfuerzo aprenderemos la manera de consagrar a Dios
nuestro celibato y descubriremos su secreto y su valor.
1976

10. Un hombre de Dios



Cuando hablaba con vosotros antes de vuestra entrada
en el noviciado os previne de que durante vuestra vida
podíais encontrar cambios profundos no sólo en la iglesia
sino también en la vida monástica. También os dije que
en esta comunidad encontraríais considerables diferencias
de opinión en muchas materias. Sin pretender ser un
profeta, preveo ciertamente cambios a lo largo de vuestra
vida, aunque nosotros no lleguemos a verlos.
Comprendéis que no es dado a cualquier generación —
y ciertamente no a la nuestra— el tener la última palabra
en cualquier decisión de las que se debaten
corrientemente. Nunca podremos decir que el desarrollo
de la doctrina referente a la iglesia, el sacerdocio, la
eucaristía o la obediencia, han alcanzado un punto al que
no se puede añadir nada más. Y esto es una verdad
profunda, en el sentido de que no podemos pretender vivir
solamente de convicciones intelectuales; más bien hemos
de abrirnos cada vez más al Espíritu. Discernir el Espíritu
y la orientación del Espíritu es extraordinariamente difícil.
Pero no os sintáis contrariados ni os inquietéis si la
comunidad a la que pensáis incorporaros no puede dar
una definición rápida, fácil y convincente, digamos, del
sacerdote, o hasta del monje. En última instancia hay algo
más importante.
Me gustaría puntualizar que en nuestro tiempo somos
llamados por Dios de una manera especial a llevar a cabo
un desprendimiento radical, en el sentido de que se nos
pide que cambiemos prácticas establecidas desde hace ya
largo tiempo; y esto puede ser un proceso doloroso. Lo
que es más doloroso todavía es el tener que modificar o
cambiar nuestra manera de pensar, esto es sumamente
doloroso; y muchos de nosotros hemos sufrido en estos
pocos últimos años más pena, más agonía de lo que
hemos dejado entrever. Pero hemos tratado de ver todo
esto en la presencia de Dios, preguntándonos qué es lo
que intenta darnos o mostrarnos. En lo que a mí toca, sólo
puedo entenderlo como una llamada suya a un
desprendimiento en un nivel en el que todavía no lo
habíamos experimentado hasta ahora.
Esta mañana, mientras escuchaba la homilía me vino
un pensamiento. Se nos decía que pidiéramos que la
voluntad de Dios se hiciera en nosotros y a través de
nosotros. Lo realmente importante es esto: estar abiertos a
Dios para que su voluntad se haga en nosotros: su
voluntad a su manera, no su voluntad a nuestra manera.
La abertura que hemos de tener si estamos dispuestos a
cumplir su designio en nosotros y a través de nosotros,
como individuos y como comunidad, es una actitud
monástica fundamental. Pero no podemos vivir sin
convicciones, y muchas de nuestras antiguas convicciones
se ha podido comprobar que eran meras suposiciones.
Una cosa, sin embargo, es cierta e inmutable, a saber, que
cada uno de nosotros tiene la incumbencia de llegar a ser
en la vida monástica —la frase, me parece, se explica por
sí misma— un hombre de Dios. Esto es lo que importa:
ser sinceros, intrépidos en nuestra determinación a
responder a lo que Dios nos pida, sea lo que fuere.
Ahora bien, en la vida monástica hay ciertas facetas
que no admiten vacilaciones. Mencionaré tres solamente.
Obediencia. Yo no os puedo decir qué es la teología de
la obediencia; soy incapaz de resolver problemas que se
han planteado sobre la obediencia en estos últimos años.
Pero sé dos cosas. Experimentalmente he descubierto
el poder de la obediencia en un monje para el que ésta
constituye un valor importante; y paradójicamente, lo que
entiendo haber aprendido de monjes a los que en una u
otra situación, me he visto obligado a mandar. Por esto,
para mi mentalidad, estaría desprovisto de sentido
devaluar o disminuir la importancia de la obediencia en la
vida monástica. Y aún diría más. Diría que si un monje no
aprecia de corazón este valor —sea lo que fuere lo que él
siga pensando— falla en su vocación, y no sólo se hace
daño a sí mismo sino también a la comunidad; es
demasiado fácil prescindir de la importancia de la
obediencia. Más aún, he observado la paradoja de la
obediencia. Obediencia sugiere obligación, el reverso de
libertad; y sin embargo, de hecho, es el sendero que lleva
a una libertad interior: una total disponibilidad para con
Dios. También he descubierto que el deseo de obedecer,
en un monje, cuando madura, es, de hecho, el resultado de
la libertad alcanzada.
Oración. Oración en comunidad y oración privada. La
oración no se limita a ser algo que me hace capaz de más
eficacia en mi ministerio. No es solamente un medio para
alcanzar la plenitud personal. La oración se practica por sí
misma. Es su propia finalidad. La vida monástica es una
vida pobre si la oración no obtiene la primacía en el
pensamiento del monje. Sean cuales fueren las
circunstancia en que un monje se encuentre; sean cuales
fueren las exigencias del trabajo en el colegio o en su
parroquia —son necesarias, y, a veces, imperiosas—, si
estas exigencias disminuyen la primacía de su vida de
oración, en este terreno su vocación monástica es
defectuosa. Aquí no puede haber compromiso alguno.
Pobreza. La pobreza es una materia difícil. Es cosa de
simplicidad y frugalidad; pero por encima de todo, un
sentido de dependencia: dependencia de Dios,
dependencia de la comunidad. Dependencia es un hecho
en la vida de cada uno. Pero como monjes, vivimos esta
dependencia conscientemente, como un acto de
reconocimiento de que en último término todas las cosas
vienen de Dios. Aquí es donde aparece el papel de los
permisos. Cuando yo pido permiso, es un reconocer
exteriormente que Dios es la fuente de todas las cosas. Es
también reconocer que yo no poseo el objeto en cuestión:
lo uso con el permiso de la comunidad. En cierto sentido,
cuando pido permiso al prior, estoy pidiendo permiso a la
comunidad. Reconozco mi dependencia de Dios. Me
parece que sería una lástima dejar que estas prácticas
desapareciesen de nuestras vidas sin apreciar su valor.
No juzguéis a la comunidad por cosas superficiales. Es
una comunidad numerosa: un grupo de hombres
dedicados al servicio de Dios. No hemos alcanzado todos
la misma perfección. No os toca a vosotros juzgar:
dejadlo para Dios. Y si perseveráis, encontraréis paz, tal
como san Benito promete, a una profundidad más allá,
sospecho, de lo que podáis comprender. Para descubrir
esto, vale la pena insistir.
5.4.72

11. «Sí» a Dios



Hay cuatro criterios, de acuerdo con los cuales san
Benito pide a las autoridades que juzguen vuestra aptitud
para la vida monástica. ¿Buscáis a Dios de verdad? ¿Sois
celosos para la obra de Dios? ¿Estáis preparados para
abrazar una vida en la que la obediencia juega un papel
importante? ¿Estáis preparados a aceptar humillaciones?
—la palabra en latín esopprobria. La palabra
«humillaciones» es una traducción falsa: yo la traduzco
por contradicciones: aquellas cosas que nos entorpecen el
camino, que nos ponen de malhumor, que nos provocan
depresión, y cosas así. Se llega a un momento crucial en
la vida de un novicio o de un monje joven, cuando deja de
pensar que la vida monástica es algo que está ante él para
alcanzar por medio de ella una plenitud personal o una
realización de sí mismo, y hasta su felicidad personal.
Desde esta posición, pasa a reconocerla como la respuesta
a una «llamada»: una llamada a la que él responde: «Sí,
respondo a esta llamada». Esto implica una diferencia
considerable en la actitud mental.
Digo que hay un momento en la vida de un novicio y
de un monje joven en que ha tenido que ver esto así; pero
también es verdad, si decimos que todos nosotros hemos
de aprender de nuevo constantemente, este simple hecho:
venimos aquí respondiendo a una llamada que Dios nos
ha hecho, para seguir a Cristo por el camino de la vida
monástica. Gradualmente, a medida que los años van
pasando, llegamos a ver tal vez más claramente estos
dichos del evangelio: «solamente encuentras tu vida, si la
pierdes»; «el grano ha de morir antes de que pueda
crecer», etcétera. Una vez más, esto contiene lecciones
para nosotros para que sigamos aprendiéndolo todo de
nuevo.
Vuestra vida de noviciado está privada de estímulos, de
acontecimientos. Acaso es también árida durante períodos
de tiempo considerables. Deseo subrayar solamente un
aspecto. Lo que tenéis que aprender es que cada uno de
vuestros actos se convierta en un acto de amor: vuestra
respuesta en amor que os ha sido dado primero. Esta es
una cosa muy importante que hemos de aprender, porque
más adelante, en vuestra vida monástica, encontraréis, y
tendríais que encontrar, satisfacción en el trabajo que
hacéis o en los intereses que perseguís. De esta manera
podéis encontrar alegría, plenitud, realización personal y
todo lo demás. Pero para nosotros, monjes, esto no es
suficiente; todas estas cosas han de ser actos de amor.
Han de ser actos de amor para todo cristiano, pero de una
manera especial, tal vez más conscientemente, para los
monjes. Esto ha de ir, pari passu, junto con una evolución
en vuestra vida de oración; ya hablaré de esto más
adelante. Desde luego no penséis que vuestra vida
monástica vaya a ser toda ella goce y plenitud personal.
Todos nosotros hemos de afrontar la monotonía, afrontar
el tener que hacer cosas que preferiríamos no hacer.
Todos nosotros tendemos a pensar que la hierba es más
verde en la otra parte de la valla. Todos nosotros
corremos hacia nuestras frustraciones: los opprobria son
parte de nuestras vidas. Es importante recordar que el
mantenerse en estas circunstancias no es necesariamente
más meritorio que cuando os lanzáis a hacer cosas que os
gustan. La base del mérito no es la fatiga: la base del
mérito es el amor. Es verdad, la monotonía y la dificultad
pueden ser ciertamente una prueba de amor. Cuando
realmente amáis, no hay nada que sea demasiado servil,
demasiado monótono, demasiado trivial.
Es realmente importante cómo pensáis sobre el amor de
Dios, Padre, Hijo y Espíritu santo; y cómo oráis. Pensad
cada día sobre el gran amor de Dios para con vosotros. No
hay nada que revele más su amor para con nosotros que el
hecho de que Dios, el Hijo, se hizo hombre y murió en la
cruz: «No hay amor más grande que el entregar la vida
por los amigos». Esta es una de las cosas más
maravillosas que nunca fueran dichas. Una cosa es decir
algo y otra, hacerlo. En el crucifijo veis, de la manera más
vívida y convincente, a Dios hablándonos de su gran
amor. Pensad también en vuestra necesidad de amar, en
vuestra capacidad de amar; esto os permitirá vislumbrar lo
que ha de ser el amor de Dios. Este tendría que ser un
tema constante en vuestra meditación, en vuestra oración.
Si nosotros fuéramos realmente buenos cristianos y
buenos monjes, mostraríamos un gusto, una alegría, en
cualquier cosa que hiciéramos, porque nuestro motivo
sería un acto de amor hacia el amado. También es verdad
que el hacer cosas para complacer a otros nos hace
capaces, en cierta manera, de conocer a esta otra persona.
Y esto es verdad en nuestras relaciones con Dios. El hacer
cosas para complacerle especialmente es una de
las maneras por la que llegamos a conocerle, y, tal como
lo dijo el escritor medieval Guillermo de S. Thierry,
«tenéis que amar a Dios, y a través de este amor, llegar a
conocerle». No olvidéis tampoco lo importantes que son
vuestras relaciones con vuestros compañeros de
noviciado, y con los hermanos en general. Han de estar
muy relacionados con vuestro amor de Dios y vuestra
búsqueda de Dios. Tomad como lema o como divisa que
un monje tendría que ser agradable y complaciente para
los demás. Es importante que os deis cuenta de que como
miembros de una comunidad monástica sois responsables
de la alegría y la jovialidad de cualquier otro miembro de
la comunidad. Cualquiera que haga esta constatación tiene
la sensación de ser hipócrita: es un ideal difícil de vivir en
conformidad con él. Sin embargo es un ideal importante,
porque cuando lo practicamos, manifestamos o
adquirimos —las dos cosas al mismo tiempo— nuestro
amor de Dios. En cada uno de los hermanos hemos de ver
la faz de Cristo, y esto significa que procuraremos
encontrar a Cristo, procuraremos agradar a Cristo, en el
otro: lo que significa tratar a la gente con un gran respeto
y delicadeza. Vosotros mismos habéis de ser joviales.
24.4.75

3. Profesión simple

1. Revestirse del pensamiento de Cristo



Durante toda esta tarde me he roto la cabeza pensando
lo que podría deciros: algo que valiese la pena, algo que
os pudiera ayudar. Entonces se me ocurrió que lo que
importa no es lo que yo pueda deciros, sino lo que el
Espíritu santo os revela en vuestros corazones.
Sin pensáis en los tres votos que normalmente se hacen
en la vida religiosa —obediencia, pobreza y castidad—,
una serie de pormenores vienen al pensamiento. Sea cual
fuere su interpretación en la teología moderna sobre cómo
en la práctica son vividos, en ésta o en otra orden, os
recomendaría que reflexionaseis sobre el núcleo
fundamental de cada uno de ellos.
Hacer el voto de obediencia es, en primer lugar,
consagrar a Dios la propia libertad. Es reconocer el hecho
preexistente de que en la vida humana la libertad está
limitada por las exigencias de Dios: él es el autor de
nuestra libertad, el objeto de esta libertad, el dueño de esta
libertad. Cuando profesáis, reconocéis su omnipotencia,
su derecho total sobre vosotros.
Al profesar pobreza reconocéis que Dios es nuestro
tesoro; que, como seres humanos, si en cierta manera no
le poseemos, somos pobres, muy pobres: expoliados.
Por vuestro voto de castidad (celibato) reconocéis que
Dios es el objeto de todos vuestros deseos; que él es en
definitiva el amor esencial que solamente puede satisfacer
el intranquilo corazón del hombre. En nuestra vida
religiosa, la tragedia es que podemos hacer trampa y,
realmente, la hacemos. Hacemos trampa cuando
olvidamos que hemos profesado públicamente hacer
nuestra la voluntad de Dios. Hacemos trampa cuando
hacemos de otras cosas nuestra satisfacción fundamental
y olvidamos lo que hemos profesado. Y podemos hacer
trampa en nuestro voto de castidad cuando buscamos o
nos permitimos una satisfacción sensual ilícita.
Si nos hemos de revestir del pensamiento de Cristo,
nosotros que ya estamos incorporados a él por el
bautismo, por nuestra profesión conformamos nuestras
vidas a la suya. Deseamos ser obedientes como él fue
obediente a la voluntad de su Padre ; deseamos ser pobres
porque él fue pobre; deseamos ser célibes porque él fue
célibe. En nuestra intimidad con nuestro Señor, en nuestra
vida de oración, llegaremos a ver en su obediencia, en su
pobreza, en su castidad, algo del secreto que fue el móvil
de su existencia y que, a medida que la vida avanza,
tendría que llegar a ser nuestro secreto.
A nosotros nos toca revestirnos del pensamiento de
Cristo, porque es en nuestra relación con él y a través de
él como vamos al Padre. En nuestro marco monástico, la
vida es una búsqueda de Dios —con y en Cristo—, del
Padre. Es una peregrinación. Pero juntándoos a esta
comunidad no vais a estar solos. Por vuestro voto de
estabilidad, echáis raíces en la comunidad y avanzáis con
ella. Tenéis que estar preparados para los cambios. No
podéis permitiros permanecer estáticos en vuestra manera
de pensar, o en el grado de oración que habéis alcanzado,
o en vuestros puntos de vista. Tenéis que cambiar, porque
así os preparáis para el final de la jornada.
El final de la jornada. Esto me lleva a decir unas
palabras sobre la esperanza, la confianza y la fe en Dios.
Muchos de nuestro problemas son consecuencia del hecho
de que no ponemos nuestra confianza en Dios; de que nos
permitimos replegarnos sobre nosotros mismos, depender
de nosotros mismos, buscar nuestra salvación por nuestros
propios recursos: nuestro pensamiento, nuestra habilidad,
nuestros talentos. La constante confianza de que habla
Juliana de Norwich, «todo irá bien, y cualquier cosa irá
bien», tendría que ser nuestra meta. Es difícil. Hemos de
vivir en el presente, con la tarea que hoy nos incumbe,
con la gente con la que ha sido echada nuestra suerte.
Hemos de vivir en este mundo renovado y reformado por
Cristo en la encarnación. Hemos de mirar adelante hacia
el futuro, cuando todo será paz, serenidad, alegría.
Tal vez en nuestra espiritualidad contemporánea
pensemos demasiado poco en el gozo del cielo, en la
alegría del cielo. Es bueno mirar adelante con
expectación, con estímulo, hacia el momento en que
«desapareceremos y estaremos con Cristo» 5,estaremos
con Cristo en el Padre. Esta es la gracia que esperamos, y
así ponemos bajo esta perspectiva, la perspectiva de Dios,
las cosas de este mundo.
24.1.74

2. Una búsqueda continua



De ningún modo las cosas van derechas en la vida
monástica hoy en día. Como ya sabéis, hay diferencias de
opinión en muchas materias: la clase de trabajo que
tendríamos que hacer, el tipo de colegio que tendríamos
que dirigir; cómo se tendría que organizar el colegio; los
valores que tendría que inculcar; nuestra vida de oración;
formas de celebrar la eucaristía; la manera de recitar el
Oficio en el coro. Hay diferencias de opinión en lo que
concierne a los mismos principios de la vida espiritual.
Estas diferencias de opinión son realidades, y en cierta
medida, proporcionarán la tela de fondo ambiental de
vuestra profesión. Más aún, se ha de tomar parte en estas
diferencias de una manera constructiva, con caridad, buen
sentido y buen humor. Ha de haber una mutua tolerancia,
paciencia, y, sobre todo, una búsqueda continua de la
voluntad de Dios, que es más importante que los sueños
monásticos de cada uno. Necesitamos recordar que las
fuerzas destructivas de la vida comunitaria y de la alegría
de la comunidad actúan más rápida y eficazmente que las
que construyen y edifican la casa de Dios.
Así pues, este es el contexto en el que vais a emitir
vuestros votos. No los vais a emitir en un vacío. Os
juntáis a un grupo particular de hombres comprometidos
actualmente en actividades específicas, con todo lo bueno
y lo malo que podáis captar en cualquiera de ellos que,
inevitablemente, son imperfectos.
Vuestro voto de estabilidad os hace echar raíces en esta
comunidad y os exige lealtad hacia ella y hacia sus
monjes, vuestros compañeros: no tendríais que hacer nada
que hiriese, dañase o levantase sospechas.
Viviendo vuestro voto de estabilidad según la más
elevada observancia, no quedáis privados de la crítica,
pero vuestra crítica debe ser siempre constructiva,
simpática, y nunca corrosiva.
Amad vuestros votos. Estimadlos como un tesoro,
vividlos y no esquivéis sus exigencias. Exteriormente,
para el ojo no entrenado, las exigencias tal vez no
parezcan considerables; pero interiormente, en vuestras
mentes y en vuestros corazones, serán grandes. Estas
exigencias alcanzarán el punto en el que formaros nuestro
propio juicio sobre cómo tendrían que ser las cosas... y
hasta forzarán nuestro pensamiento y sofocarán nuestra
felicidad personal. No podéis hacer los votos y vivir en
una comunidad monástica sin ser llamados cada día a
hacer sacrificios. Si esto os es igual, os suplico que no
sigáis adelante.
La obediencia es el test de toda nuestra total
disponibilidad hacia Dios: la medida de nuestro amor por
él. Os urjo que en vuestra obediencia no seleccionéis de
manera que interpretéis las reglas o el pensamiento del
superior en formas favorables a vuestra personal manera
de pensar. Si solamente obedecéis cuando una exigencia
parece razonable y se acomoda a vuestra filosofía de la
vida, os advierto que por este camino iréis al desastre o a
la infelicidad. Podéis considerar que vuestros votos son
personales, y que son una entrega personal de nosotros a
Dios, pero la comunidad vive como una corporación y los
votos tienen un aspecto comunitario.
Dejad que ilustre esto a partir del voto llamado
«conversión de costumbres»:conversio morum. Cada uno
de nosotros está llamado por este voto a la santificación
personal: un cambio de corazón, un cambio en la manera
de comportarnos, una purificación de intenciones. Pero la
comunidad ha de trabajar colectivamente para la misma
finalidad.
Considerad la comunidad a la que os vais a incorporar,
sin reserva, tal como deberían hacerlo hombres de Dios.
Procurad ver el valor de lo que somos y de lo que
hacemos. Aceptad que una buena parte de la vida
monástica, tal como se practica aquí, es agradable a Dios,
que hay muchos monjes de oración, que trabajan
intensamente, que tienen ideales elevados, que trabajan en
el anonimato, concienzudamente, y sin quejarse. Sed uno
de éstos. Encontraréis alegría y recibiréis la bendición de
Dios si persistís en su búsqueda y en el cumplimiento de
su voluntad. No es una vida muelle: ciertamente una vida
así sería indigna de nosotros como seres humanos, si no
fuera por nuestra vocación de seguir a Cristo. La paz que
trae consigo se consigue duramente y, creedme, ocasiona
sufrimiento. Y sin embargo, es una paz que no pueden
perturbar las tempestades que nos asaltan de aquí y de
allá. Es la paz de saber que, sean cuales fueren nuestras
deficiencias personales, nuestras limitaciones, sin
embargo hay un Dios que nos quiere y nos ama a cada
uno de nosotros.
16.1.75

4. Profesión solemne

1. El amor es atrevido

En esta semana he participado en tres acontecimientos
históricos para nuestra congregación: La consagración de
un obispo benedictino y la elección de dos abades. Pero
ninguno de ellos me ha dado una alegría mayor de la que
me dará vuestra Profesión mañana.
Estáis respondiendo a la llamada de Dios a seguirlo:
«Id, vended todo lo que tenéis y seguidme». Durante los
6
días después de vuestra Profesión , cuando estéis
totalmente solos con Dios, podréis meditar en el paso que
habéis dado: un paso, queridos hermanos, que es
definitivo, irrevocable. Y éste no es un pensamiento que
nos desanime o deprima; todo lo contrario, es estimulante.
En toda vuestra vida no habrá tres días que os aporten una
tal felicidad. Y el don que hacéis es definitivo. No sabéis
lo que os reserva el futuro. No sabéis las dificultades que
os esperan. No sabéis por qué tortuosos caminos os
conducirá Dios. Todo lo que sabéis es que os habéis
entregado vosotros mismos a Dios. Y esto aportará gozo,
paz y bendición, porque Dios nunca es vencido en
generosidad. Pero si en vuestra entrega os reserváis algo;
si hay segundos pensamientos, os lo advierto, será grande
vuestra aflicción.
Estáis respondiendo a la invitación: «Sígueme». Pero
¿cómo?, preguntáis. Dios os lo ha dicho a través de las
circunstancias de vuestra vida, los acontecimientos que os
han traído aquí, los años que habéis pasado con nosotros.
El dice: «Id a esta comunidad y aprended mis caminos.
Aprenderéis de la experiencia de otros que os han
precedido. Id a esta dominici schola servitii, esta escuela
del servicio del Señor. Aprenderéis de la experiencia
colectiva de los monjes que han estado ocupando esta
casa».
Habéis venido aquí para aprender los caminos de Dios,
a través de la experiencia de otros a la que ajustaréis la
vuestra propia. Pero no habéis venido aquí, queridos
hermanos, sólo para tomar, para recibir. También habéis
venido para dar. Un monasterio no es estático: se mueve
con el tiempo. Os dais cuenta de lo que ha cambiado esta
7
comunidad desde su fundación en Dieulouard, en 1608 .
Y con todo, a pesar del cambio, han surgido ciertas
características que son la expresión de nuestra vida aquí.
No son exclusivamente nuestras: buen número de ellas se
encuentran en cualquier parte. Pero son nuestras
características, gracias a Dios, y estamos orgullosos de
ellas; y vosotros también debéis estar orgullosos.
¿Cuáles son estas características? Subrayaré algunas de
ellas.
En primer lugar, la convicción de todos los monjes que
estamos aquí, aunque no siempre vivamos de acuerdo con
ello, de que «lo primero es lo primero». Espero que hayáis
descubierto que los monjes de nuestra comunidad
procuran amar a Dios al máximo de su capacidad. Se
aprecia la eucaristía. Se aprecia el Oficio, aunque no lo
entiendan siempre; no quiere decir que a veces no sea
pesado; pero constatan que cuando están en el coro, es el
lugar en que desean estar, y saben que si la obediencia los
llama fuera del coro,no es un alivio, es una privación.
En segundo lugar, la caridad. En esta comunidad la
caridad es real. El perdón viene rápidamente. Somos
tolerantes los unos con los otros con nuestros puntos
flacos, con nuestras estupideces, nuestras flaquezas. Sí,
somos generosos mutuamente. Repito, hay caridad en esta
comunidad. Y allí donde hay caridad, allí está Dios.
En tercer lugar, trabajo duro. Nuestro servicio de Dios
nos compromete en el colegio; y también en la cura de
almas en ciudades industriales. Es un servicio que exige
darse de todo corazón, y que trae consigo la negación de
uno mismo. Trabajando duramente nos ganamos la vida;
y como nuestro trabajo es creativo, participamos en la
obra creadora de Dios. Creamos. Edificamos. Edificamos
la imagen de Cristo en los jóvenes. Llevamos a Cristo a
los terrenos paganos en que prestamos nuestro servicio.
También reconocemos que, de todas las actividades
ascéticas de que hablan los autores espirituales, no hay
ninguna que pueda substituir al trabajo.
En cuarto lugar, la lealtad. A veces esto es mal
entendido por la gente de afuera como una especie de
presunción. Tal vez demos esta impresión. Pero no es
presunción; es lo que un monje de otro monasterio,
hablando de nuestra comunidad, llamó pietas —pietas en
el sentido correcto: pietas respecto a Dios, pietas de los
unos para con los otros. Una lealtad que nos lleva a
soportarnos mutuamente en las dificultades, una lealtad
que deriva de la caridad.
Esperamos encontrar en vosotros estas cuatro
cualidades. Seguro que no os habríamos aceptado a la
profesión, si hubiésemos creído que carecíais de ellas.
Pero se han de hacer cada vez más fuertes y profundas. Y
será así si vivís vuestros votos, si vuestra vida se
convierte en una conversio morum, si tenéis una
verdadera visión profunda de la estabilidad, que significa
la aceptación de la comunidad en su totalidad: su trabajo,
su fuerza, su flaqueza, las cosas que os gustan y las que
no os gustan. Queridos hermanos. Vais a hacer vuestra
Profesión mañana. Aceptadnos tal como somos, amadnos
tal como somos.
Y la obediencia. Os entregáis a Dios: «Id, vended lo
que tenéis». Dais vuestras riquezas a los pobres, y os dais
vosotros mismos a Dios; no tenéis nada que podáis llamar
propio, ni siquiera, en cierto sentido, a vosotros mismos.
Vosotros mismos estáis simbólicamente tendidos sobre el
altar, cuando vuestra cédula de profesión se pone sobre él
en el ofertorio. Esto significa, vosotros, vuestros dones.
Todas las cosas que Dios os ha dado. Y la iglesia, que
acepta este don de vosotros mismos en nombre de Dios,
os dirigirá en nombre de Dios. «El que os escucha, a mí
me escucha». Os entregáis a Dios, en y con Cristo. Os
conformáis a la obediencia de Cristo, que se hizo
obediente hasta la muerte de cruz; y por esto ha sido
exaltado y ha recibido un nombre que está por encima de
cualquier otro nombre.
Haced vuestra donación con un corazón ensanchado.
Hacedla atrevidamente. El amor es atrevido.
22.12.66

2. A toda costa.

Es una alegría para nosotros cuando un joven decide
entregarse a Dios en esta comunidad. Inevitablemente
ahora, después de haber estado aquí algunos años, os
conocemos en vuestros aspectos sólidos y en vuestras
fragilidades, y por vuestra parte, podéis presumir que
nosotros hemos disfrutado de vuestra compañía y hemos
llegado a valoraros. Confiamos también y esperamos que
vuestra Profesión solemne os proporcionará una profunda
alegría, no solamente porque os consagráis a Dios, sino
también porque deseáis, así lo esperamos, vivir, orar y
trabajar con nosotros.
La única cosa de la que siempre podremos estar
orgullosos es de ser monjes. En la medida en que esto nos
concierne, dicho esto se ha dicho ya todo. No tenemos
otra vanagloria que la de ser monjes. Y el monje es un
cristiano que ha sido llamado por Dios a vivir la lógica de
sus promesas bautismales de una manera particular. La
vida cristiana exige a la mayoría de las personas, sobre
todo cuando nos acercamos a la edad madura, una especie
de consagración. Para algunos es el estado de matrimonio.
Para nosotros es el estilo de vida monástico en el que
determinamos buscar a Dios de una manera especial,
esforzándonos constantemente por la unión con Dios. No
tenemos otra fuente de orgullo: no deseamos ser
conocidos por otra cosa, sino por monjes. Cuando hayáis
emitido vuestros votos, compartid nuestra suerte sin
reservas. Perseverad con nosotros a toda costa. Si mañana
hubierais de estar ante el altar no para hacer los votos
monásticos, sino para declarar públicamente vuestro amor
a vuestra prometida por las promesas matrimoniales,
prometeríais serle fiel tanto en la riqueza como en la
pobreza, en la enfermedad y en la buena salud, «hasta la
muerte». El voto que vais a hacer mañana aquí ¿es algo
menos que esto? No, es lo mismo. Os habéis ofrecido a
nosotros, para compartir nuestra fuerza, nuestros fallos.
Para bien o para mal.
Las rúbricas exigen que os expongamos las dificulta-
des de la vida monástica. Tenéis claro que son muchas, y
sin duda, encontraréis aún más. Pero no permitáis que os
dominen vuestros pensamientos. Que os domine el
pensamiento de que el amor de Dios os ha escogido. No
podéis tener una certeza matemática o física de que Dios
os ha llamado, que vosotros sois aptos para el estilo de
vida monástico; esta clase de certidumbre nunca podréis
tenerla. Pero podéis estar moralmente ciertos de que
nosotros en comunidad, por nuestra parte, hemos decidido
que sois llamados por Dios, que sois aptos para lo que se
os exige. Y vosotros habéis declarado que así lo deseáis.
No dudéis en absoluto que Dios os haya llamado. Si sentís
la tentación de la duda, podéis presumir, y con razón, que
el diablo está en acción.
Haced vuestra entrega de todo corazón, estad
preparados para cualquier eventualidad, cualquier
posibilidad. Comprobaréis que la obediencia es una
prueba. Es curioso, lo que hiere no son las cosas que os
dicen que hagáis, sino el tener que dejar de hacer las cosas
que os gustan. Con frecuencia un monje puede aceptar
ante Dios en sus oraciones el ser alejado de una tarea que
tiene entre manos; pero a veces es muy difícil aceptarlo
sicológicamente. Es posible aceptarlo en la oración, y con
todo, seguir «fuera de quicio». Creo que se ha de aprender
de joven la manera de dejar las tareas que a uno le gustan
sin «perder los estribos». Recuerdo que aquí había un
monje que se daba de todo corazón a todo lo que hacía,
con tanto entusiasmo que uno hubiera pensado que en
esto consistía toda su vida. Pero interiormente, estaba
desprendido. Cuando se le pedía que dejase las
ocupaciones a que se había dedicado durante largo
tiempo, lo aceptaba con extraordinaria simplicidad y
facilidad. En aquel momento se revelaba el verdadero
valor de aquel monje: aceptaba bajo obediencia las
circunstancias que habían determinado sus superiores, y
éstas le santificaban.
3.9.68

3. Obedeceos los unos a los otros



La vida monástica es una búsqueda de Dios inexorable,
penetrante, llena de alegría. Ni el trabajo que hacemos ni
la comunidad que compartimos con nuestros hermanos
tiene la primacía en nuestras vidas. Lo que tiene la
primacía para nosotros es buscar la faz de Dios en toda
circunstancia, en todas las personas. Es una lástima, más
aún, es una tragedia, cuando un monje pierde el deseo de
hacer oración, pierde su nostalgia de Dios. Por ocupados
que estéis, por distraídos que estéis, por compleja que
pueda llegar a ser vuestra vida, no debéis perder el deseo
de hacer oración. El deseo de orar es una cosa, la
obligación es otra, y no son necesariamente
incompatibles. Hago esta distinción solamente porque hay
épocas en nuestra vida en que no es fácil hacer oración; en
que nos parece que hemos perdido el deseo de orar. De
aquí la importancia de reconocer la obligación que se nos
ha impuesto, que en nuestra fragilidad y debilidad, nos
facilita el perseverar. En la vida de oración, la fidelidad y
la perseverancia frente a toda fuerza que parezca
superarnos, contra toda dificultad, son de capital
importancia. Esta obligación nos facilita el encontrar de
nuevo el deseo de hacer oración que nos parecía haber
perdido.
Al abrazar la vida monástica abrazamos una serie de
valores diferentes de los que generalmente prevalecen en
el mundo. Lucha por el éxito, alcanzar puestos elevados,
procurar una apariencia vistosa: nosotros damos la
espalda a todo esto.
El abrazar el celibato es una cosa asombrosa y difícil de
verdad. Sin embargo la experiencia os enseñará el porqué
en la tradición de la iglesia ha sido un valor constante. Es
difícil controlar las emociones, el lado afectivo de
nuestras vidas. Permitid que os diga solamente esto: lo
que es más profundamente humano en nosotros debe ser
tocado y guiado por el Espíritu al que se le apropia la
palabra amor. Hemos de ser humanos, plenamente
humanos, con todo el calor y el afecto que es propio de lo
que es plenamente humano. Pero ya habréis comprendido
que ser plenamente humano en el sentido en que estoy
hablando, presupone un control, a veces una abnegación,
no siempre fácil de llevar a cabo. Pero un control y un
calor profundamente humano no son necesariamente
incompatibles.
En la vida de cada día encontramos toda clase de
situaciones que coaccionan nuestra iniciativa y nuestra
libertad en el cumplimiento de nuestras tareas. Los planes
de los demás, las combinaciones de los demás, las ideas
de los demás, o simplemente los demás, nos frustran de
una manera o de otra. Se nos impide llevar a término
nuestros propósitos, realizar nuestras ideas tal como
desearíamos, porque hay otros que tienen planes e ideas, o
simplemente, porque hay otros. Me parece que esto es a lo
que se refería san Benito cuando hablaba de obedecerse
los unos a los otros: más bien quería decir aceptar las
limitaciones que los demás nos imponen por el simple
hecho de que son «los demás».
La gran cualidad benedictina: la humildad. No se puede
tener un verdadero amor a Dios, un verdadero amor al
prójimo, a nos ser que venga de un corazón humilde. Y
ser humilde es muy, muy difícil. Y no viene tanto de
dentro como de fuera. Encontraremos situaciones,
circunstancias y personas que nos impondrán la necesidad
de ser humildes, una cualidad difícil de alcanzar y, sin
embargo, básica, porque nos fuerza a vaciarnos de
nosotros mismos para ser llenados del espíritu de Cristo.
Leed lo que dice san Benito ytraducirlo en términos de
pensamiento contemporáneo.
11.9.73

4. «...un paso atrevido, una lógica diferente...»



El proceso por el que llegamos a una decisión respecto
a una vocación monástica puede parecer intrincado: todo
el conjunto desde las visitas y las entrevistas iniciales
hasta el momento presente, la vigilia de la Profesión
solemne. No somos infalibles, ni que decir tiene. Pero en
esta comunidad hay mucha experiencia, sabiduría y buen
sentido; los hermanos son excelentes cuando se les
consulta en materias de grave importancia. El paso que
estáis dando es ciertamente de grave importancia, y se os
permite darlo porque creemos que es lo justo para
vosotros. ¿Dónde está la mano de Dios en todo esto?
Necesitamos tener fe para reconocer la acción de Dios en
materias de esta clase. Habéis de tener fe, no en la
sabiduría y argumentos humanos, sino en el hecho de que
Dios habla de esta manera, a través de las circunstancias.
Dios hasta puede guiar a un hombre a una decisión
correcta por medio de una razón falsa. La convergencia de
opinión en la comunidad respecto a vosotros es un hecho
importante que ni vosotros ni yo podemos considerar a la
ligera.
Dios habla también en vosotros: a través de vuestras
inclinaciones, deseos y pensamientos. La voz no es
siempre clara y constriñente. A veces aparece camuflada.
No siempre es fácil interpretar dudas y temores, pueden
venir de los más profundo de nosotros mismos o de
tiempos lejanos en la historia de nuestras vidas. La guía
de otro puede ser nuestra única salvación. Pablo quedó
ciego después de su visión inicial; también Tomás tuvo
dudas. Al fin se debe dar un paso atrevido; para algunos
en la oscuridad, para todos nosotros, en lo desconocido;
un paso atrevido, resuelto, valiente, sin mirar atrás.
Mañana, cuando hagáis vuestra Profesión, no lo
consideréis como el final de un debate con vosotros
mismos y con los demás, sino como vuestra respuesta a la
llamada de Dios. Vuestro futuro no estará ya más en
vuestrasmanos; se os dará a conocer a través de los
diferentes actos de obediencia que se os exijan. Lo
vuestro no es una carrera, en el sentido que se da
normalmente a esta palabra; vuestra conversio
morum implica otra lógica basada en otras premisas: el
seguimiento de Cristo a lo largo del camino de la vida
monástica. Y vosotros seréis uno de nosotros, un miembro
de esta familia, para siempre. Y este es el punto para
deciros de una manera especial: « ¡Bienvenidos!« Lo que
haréis mañana, agradará a Dios. Y también nos complace
grandemente a nosotros.
20.12.75
5. Ordenación: Tu es sacerdos in aeternum

Faltando ya pocos días para la ordenación, puede
parecer original empezar a hablar del sacerdocio haciendo
referencia a la crisis actual del clero. Pero una crisis es un
momento de cambio. Y sin duda alguna sea cual fuere el
papel que el sacerdocio haya de asumir finalmente en la
iglesia, esto se hará bajo la guía del Espíritu santo. Veréis
cómo esto va a ser un párrafo importante en la agenda del
Sínodo de los obispos en el próximo octubre. Se ha hecho
circular por las Conferencias episcopales un escrito
titulado De sacerdotio ministeriali, para que se discuta en
la iglesia en diferentes niveles. Es un escrito de cara al
trabajo, no un esquema, ni siquiera el esbozo de un
esquema. Por supuesto, ha sido muy criticado.
El debate se refiere al sacerdote en búsqueda de su
identidad. Ahora todos reconocemos que el papel del
sacerdote en la iglesia ha cambiado y está cambiando.
También se reconoce, generalmente, que el estamento
social del sacerdote es diferente del de tiempos atrás.
Además, el problema del celibato es agudo. Se ha dicho:
«Sin duda se da una falta de fe entre un cierto número de
sacerdotes, pero entre la gran mayoría de los que se
encuentran en un estado de crisis, el meollo de su fe no se
ve afectado. Pero ya no pueden por más tiempo asumir la
"fe" en fórmulas dogmáticas ligadas a la historia, en
principios morales y disposiciones eclesiásticas». Es
cierto que hay un malestar entre los sacerdotes en todo el
mundo. Más aún, el estudio de las Escrituras y la
investigación histórica han re-orientado, tal vez, el
pensamiento de la gente hacia los orígenes del sacerdocio.
Hay dos grandes documentos del concilio Vaticano II,
que se han de entender primero, me parece a mí, para
poder desarrollar una teología propia del sacerdocio hoy
en día. Estos son Lumen gentium sobre la iglesia,
yGaudium et spes sobre el papel de la iglesia en el mundo
actual: estos son dos documentos clave del concilio
Vaticano II. Y es axiomático que no se puede entender la
teología del sacerdocio, a no ser en relación con la actitud
de la iglesia hacia el mundo. Para ser breves,Lumen
gentium subraya la iglesia como pueblo de Dios reunido
para escuchar y para responder a la palabra de Dios,
Jesucristo, que libra y reconcilia a todos los hombres por
la efusión del Espíritu. En este contexto, ya no se
considera más al sacerdote como un funcionario
representante de un sistema, sino, como se ha dicho muy
bien, como un testimonio de la esperanza. Gaudium
et spesofrece una actitud fresca y positiva hacia el mundo:
hacia la ciencia, la tecnología, la política, la guerra, hacia
los intereses y las necesidades de todos los seres
humanos. Y considerado ante el telón de fondo de la
enseñanza de Gaudium et spes, el sacerdote no se puede
considerar a sí mismo como fuera del mundo, como quien
ha rehusado sus valores o le ha dado la espalda. Se ha de
considerar más bien como un profeta que da sentido a la
creación de Dios y canta sus alabanzas. Es con el telón de
fondo de la Gaudium et spes como se entenderá y se
desarrollará el papel del sacerdote. Por ejemplo, la idea de
trabajo profesional a jornada limitada y compromiso
político, son cuestiones actuales hoy en día.
No es mi incumbencia señalar la importancia de estas
diferentes aproximaciones al sacerdocio: son todavía
objeto de debate y exigen una ulterior reflexión. Pero si se
me permite arriesgar una conjetura, los sacerdotes serán
ordenados cada vez más de entre las filas de los laicos,
particularmente hombres que, en un mundo en el que cada
vez más habrá menos trabajo, se retirarán a una edad
temprana. Esto puede ser importante, porque llegaremos a
ver que el sacerdocio no se ha de mirar como una cosa a
parte, sino como teniendo una función dentro del pueblo
de Dios, todo entero.
Nuestra situación como benedictinos es algo diferente,
porque nosotros somos monjes-sacerdotes. Digamos,
como ya lo hemos hecho en otras ocasiones, que una cosa
es la vocación monástica, y otra, la vocación al
sacerdocio, pero en todo caso, en un futuro que ya se
puede prever, los sacerdotes seguirán viniendo del pueblo
de Dios, ya sean laicos o religiosos. En nuestro caso
particular, esta combinación de monje y sacerdote es algo
que hemos heredado de nuestro pasado y no ha de
prevalecer necesariamente en el futuro; pero en nuestras
presentes circunstancias, es indispensable. ¿La
combinación de sacerdote y monje empaña tal vez la
claridad de cada una de estas vocaciones? Yo pondría el
énfasis en el hecho de que la vocación monástica da un
carácter especial al sacerdocio ejercido por los monjes, y
viceversa. Nunca podremos afirmar del monje-sacerdote
todo lo que podemos afirmar del sacerdote en general,
porque al ordenarnos y en el ejercicio de nuestro
sacerdocio, no podemos dejar de ser monjes.
La cuestión que más se discute hoy en día es el
sacerdocio de los fieles. Todos los bautizados, ¿no somos
ya sacerdotes? Sabemos que es así, en el sentido de que
solamente existe el único sacerdocio de Cristo, y que en
este sacerdocio hay una diversidad de funciones. El
sacerdocio ministerial se ha de distinguir del sacerdocio
de los fieles, llamado a veces el «sacerdocio general de
los fieles». Una sentencia del Presbyterorum
ordinis(decreto del Vaticano II sobre el sacerdocio) me
parece que es esclarecedora: «A través de este ministerio
—refiriéndose al sacerdocio ministerial—, el sacerdocio
de Cristo llega hasta el cuerpo eclesial, y el sacerdocio
común de los fieles alcanza así el pleno ejercicio de su
oficio». Se dice que el papel del sacerdocio ministerial es
llevar a su pleno ejercicio y a su plena expresión el
sacerdocio del Cuerpo de Cristo entero. Y así, ante el
altar, el sacerdote está presente para expresar, para dar
efecto al sacerdocio del pueblo de Dios allí reunido. Me
parece que siempre tenemos que retroceder hasta el hecho
fundamental del único sacerdocio que es el sacerdocio de
Cristo, del cual todos nosotros participamos en grados
diferentes; y para los que están consagrados para el
sacerdocio ministerial de la iglesia existe una diferencia
de cualidad.
También se plantea hoy en día la cuestión de si el
sacerdote es el delegado de la comunidad o el
representante de Cristo. Desde un punto de vista es el
representante de la comunidad, en cuanto ha sido llamado
de entre los de la comunidad, en cuanto es uno de la
comunidad, realmente la comunidad lo presenta al obispo
para la ordenación. Por otra parte, es representante de
Cristo, en cuanto ha sido especialmente consagrado para
ser la imagen de Cristo, cuando ejerce sus funciones en el
altar: Cristo, cabeza de toda comunidad que se reúne en
asamblea, y la presencia de Cristo manifestada a través de
este signo del que el sacerdote forma parte. Esta es la
doctrina delPresbyterorum ordinis cuando dice: «Cada
sacerdote representa a su manera la persona del
mismo Cristo». De aquí la solemnidad que, con ocasión
de esto, vamos a celebrar el próximo domingo: la
consagración solemne de cuatro miembros de nuestra
comunidad, para esta tarea, esta gran función en la iglesia
que es el sacerdocio, el sacerdocio ministerial.
Es difícil comunicar lo que significa el decir por vez
primera las palabras de la consagración y darse cuenta que
el adjetivo que usamos es el de la primera persona del
singular: «mi cuerpo»; «corpus meum».Conozco poca
cosa de la teología del sacerdocio, pero sé algo de los
debates actuales. Hay una experiencia que transciende
toda teologización en la mente de uno y que es más
grande que el debate que se debe proseguir en la iglesia
en lo que toca a estas materias. Es la pura verificación de
que yo uso la primera persona del singular, que
es mi voz,mis manos, mi mente, que están comprometidos
en este acto tremendo, centro de la eucaristía, en el que
Cristo se manifiesta a través de mi persona. En este
momento que sobrepasa a todos los demás, yo soy el
icono de Cristo, la imagen de Cristo. Soy utilizado por
Cristo de tal manera que me asocia a mí mismo a todo lo
que él hizo en la última Cena, en el Calvario, en su obra
redentora. Más aún, cuando yo presido esta asamblea
eucarística, introduzco a los otros que se hallan presentes
en la obra de Cristo.
Hay otras palabras en el Presbyterorum ordinis que me
impresionan: «La consagración recibida no es un signo
pasivo, sino más bien una fuerza dinámica que dirige toda
la vida del sacerdote hacia el servicio de Dios y del
hombre de manera que penetra toda su persona». En mi
ordenación, yo soy el recipiente de una «fuerza
dinámica», y uno no puede sino preguntar por qué esta
fuerza ha sido tan poco evidente. Cada sacerdote ha de ser
consciente, sin duda, de sus deficiencias. Pero a veces yo
me pregunto si éstas no son debidas a que en el ejercicio
del sacerdote uno comete la equivocación de depender
demasiado de la propia experiencia, de la propia habilidad
y de las propias dotes, y de no darse cuenta
suficientemente de que la consagración del sacerdote, la
ordenación del sacerdote, es una comunicación del
Espíritu santo; y de que uno no confía suficientemente en
el poder de este mismo Espíritu, no se confía
suficientemente a él, no está suficientemente en contacto
con el Espíritu. Es verdad que al hablar como hablo, no
hago la distinción que algunos de nosotros hemos traído a
colación, entre las acciones del sacerdote ex opere
operato y sus acciones exopere operantis. No soy yo quien
ha de decir si esta distinción es válida hoy en día o puede
sernos de alguna ayuda. Pero lo que yo pregunto es ¿por
qué nosotros, que hemos recibido tan tremendos poderes,
parecemos hacer poco uso de ellos? La respuesta puede
darse en parte: ninguno de nosotros puede medir el bien
que hace, y para la mayoría de nosotros el bien que
hacemos no se ve. Así pues, frecuentemente, no somos
capaces de ver el bien que hacemos, pero gracias a Dios,
vemos frecuentemente el bien que han hecho los demás.
Así pues, colectivamente ¿no se puede decir que el
sacerdocio —o los sacerdotes en general— no da, no
contribuye en proporción con los dones conferidos en el
día de la ordenación? Simplemente planteo la cuestión y
así la dejo.
En la vida espiritual, habrá habido para cada uno de
nosotros una experiencia, tal vez no verificada al
momento, pero sí retrospectivamente, de que algo nos ha
pasado; tal vez se nos ha otorgado una comprensión,
implantado una convicción o revelado un cambio de
dirección que después vemos ser la obra de Dios, la obra
del Espíritu.
El momento de la ordenación es para el ordenado un
momento de transformación; y una de las alegrías de este
día es la verificación de que aunque se os pueda privar de
cualquier cosa, hasta de la razón, nadie os puede privar de
vuestro sacerdocio: Tu es sacerdos in aeternum. La
tragedia de dejar el sacerdocio choca más a uno cuando
reflexiona que si bien renuncias a vivir como sacerdote,
no puedes renunciar a tu sacerdocio. Tú eres sacerdote in
aeternum. En el día de la ordenación, verificáis que os ha
sido dado un poder tremendo, un poder del que no se os
puede privar. En el día de la ordenación hay la alegría de
la misa, un deseo de celebrar la misa. Por un tiempo esto
permanece vívido; pero tal vez, al pasar los años, se hace
menos vívido. Lo que intento dejar bien asentado es que
en nuestro servicio de Dios, hay y han de haber momentos
de luz, momentos de calor. Normalmente no duran, pero
tenemos el consuelo de vivir en el calor vivo que dejan
atrás.
El domingo, nuestra oración por los que han de ser
ordenados al sacerdocio es que en su ordenación reciban
de Dios luz, fervor; y por el resto de nosotros, que las
ascuas se enciendan otra vez. En esta «crisis del
sacerdocio», sea cual sea su explicación, es importante
insistir en el hecho de que tenemos algo que no se nos
puede quitar. Hemos recibido una fuerza dinámica en la
que, en el mundo moderno, hemos de llegar a creer cada
vez más, de tal manera que, de acuerdo con los principios
de la Gaudium et spes y la comprensión de laLumen
gentium, podamos ofrecer al mundo nuestra contribución
a través del sacerdocio de Cristo.
29.6.71
3. RENOVACIÓN DE VOTOS







1. Ofrecimiento

Desearía, reverendos padres, que esta ceremonia de la
renovación de los votos pudiera tener lugar durante el
8
sacrificio de la misa . Nos recordaría la unión entre
nuestra oblación y la de nuestros Señor. Haría presentes
de nuevo las circunstancias de nuestra primera Profesión,
especialmente el gesto de colocar nuestra cédula de
profesión en el altar sobre el que se ofreció este sacrificio.
También subrayaría el carácter de acción de gracias que
debería tener siempre nuestro ofrecimiento. Esta
ceremonia en la que ahora tomamos parte, os asegura que
la renovación de vuestros votos es un ofrecimiento
genuino de vosotros mismos a Dios, juntamente con todo
vuestro trabajo en los años que vendrán.
Hay dos aspectos de nuestro ofrecimiento que me
gustaría poner de relieve.
En primer lugar, no hay vida humana que, en cierta
manera, no participe de la cruz de Cristo. Para los que
están destinados a seguir a Cristo, no hay manera de
escapar de la necesidad de cargar con la cruz. Si esto es
verdad de la vida humana en general, cuanto más lo será
de aquellos llamados a seguirle por el camino de la vida
monástica. En cada una de nuestras vidas se dan
circunstancias que, inevitablemente, causan sufrimiento
en cierta medida. Este sufrimiento puede venir del
temperamento, de las relaciones con los demás, de los
problemas de la obediencia; pero no hay vida monástica
sin un cierto grado de dolor que, si ha de dar fruto, ha de
ser considerado como un llevar la cruz a cuestas. Así
pues, me parece que esta es una oportunidad admirable, al
ofrecernos a nosotros mismos, para aceptar con corazón
amplio y agradecido las dificultades con que tropezará
nuestro camino; y aceptarlas llenos de alegría, hasta —
¿osaré decirlo?— con entusiasmo.
En segundo lugar, al ofrecernos nosotros mismos a
Dios, es importante ofrecernos tal como somos, sin
sentirnos ansiosos por lo que desearíamos ser o por los
dones que no nos han sido dados, sino nosotros mismos
tal como somos aquí y ahora.
Además, nos tendríamos que ofrecer en acción de
gracias por lo que encontramos en la vida de la
comunidad. Porque no tengo la menor duda de que las
cuatro cosas más importantes en nuestras vidas se han de
encontrar en esta comunidad, en todos los niveles :
obediencia, humildad, caridad y oración. Para mí ha sido
una fuente de consuelo ver prosperar estas cualidades —y
entre los monjes más jóvenes, no menos que entre sus
hermanos. Es un buen presagio para el futuro.
Más aún, si la renovación de nuestro ofrecimiento se
hiciera durante el sacrificio de la misa, subrayaría el
aspecto comunitario de nuestra vida y nuestro
ofrecimiento de él. Nunca hemos de olvidar esto: aunque
estemos comprometidos en diferentes actividades, aunque
tengamos diferentes ideas y temperamentos, sin embargo
hemos alcanzado una unidad en la única cosa que puede
unirnos: un ferviente servicio de Dios.
Solamente hay dos cosas que pueden arruinar una
comunidad, y son puestas de relieve constantemente por
san Benito. Las mencionaré, no porque crea que faltamos
en ellas, sino porque si hemos de perseverar en verdadero
espíritu monástico, tenemos que atajar, cada uno en sí
mismo, cualquier manifestación de estas faltas: voluntad
propia y murmuración. La voluntad propia es una forma
de soberbia y de ella se sigue, casi automáticamente, la
crítica destructiva.
Finalmente, me gustaría decir que, según mi opinión,
solamente hay una cosa hacia la que debería tender cada
uno de nosotros, y esta cosa es la oración. Ella es el unum
necessarium:la forma más elevada de unión con Dios que
podemos alcanzar en este mundo. Si cada uno de nosotros
se esfuerza constantemente para ser un hombre de
oración, como consecuencia será un hombre de oración. Y
si esto es así, esta casa será lo que tendría que ser, la casa
de Dios.



2. Humildad

Hay dos peligros particulares para el sacerdote y para el
religioso. El primero es desánimo por la propia
incapacidad; el segundo, un sentido de frustración.
Pensad en la escena del evangelio que describe la
vocación de san Mateo (nota), una persona sumamente
desagradable. Era un recaudador de impuestos, un cuerpo
formado por hombres notoriamente deshonestos, tenidos
por pecadores, que trabajaban para un poder extranjero, y
que parecían echar por la borda todo aquello que los
judíos tenían por más valioso. Los fariseos se ofendieron
con nuestro Señor porque se juntaba con Mateo y sus
amigos, «publicanos y pecadores». Y fue a estos mismos
fariseos a quienes Jesús dijo estas palabras de oro: «No
son los sanos los que necesitan médico, sino los
enfermos».
Lejos de mí hacer de la flaqueza humana una especie
de mística, pero es un consuelo saber que si yo soy inepto,
ineficaz, la mano del médico divino está ahí para sanarme.
Es de verdad adecuado para nosotros el mensaje que
María y Marta enviaron a Jesús: «Señor, aquel a quien
amas está enfermo». El evangelio nos muestra, fuera de
cuestión, que en una actitud verdaderamente cristiana no
hay lugar para el desánimo y el desengaño, en cuanto que
la constatación de lo que somos es una constante petición
a Dios.
Más aún, nuestra experiencia cotidiana de ineptitud y
flaqueza, nos fuerza de una manera notable a ser
humildes; y la humildad es la base de la vida espiritual,
base en el sentido de que es el principio: ya que, como por
el resultado del pecado original tendemos a centrarnos en
nosotros mismos, a buscarnos a nosotros mismos, hemos
de aprender a centrarnos en Cristo, y a través de Cristo, a
centrarnos en Dios, de manera que nuestras vidas estén
dedicadas a Dios y no a la exaltación de nosotros mismos.
Y si aprendemos a ser humildes, deseamos
una conversio morum; ydeseamos expresar esto por un
mayor desprendimiento de las cosas materiales, y una
consagración más profunda de nuestras afecciones y de
nuestros cuerpos a Dios.
Intentamos resolver el problema de la frustración,
forzando y cambiando las circunstancias, pensando
remover así dificultades y obstáculos. Pero el verdadero
religioso hace esto, no cambiando las circunstancias, sino
cambiándose a sí mismo, rehusando permitir que su paz y
la profundidad de su unión con Dios sean afectadas por lo
que se mueve a su alrededor. Todavía más, llega a ver
cómo las dificultades, los obstáculos, que son el origen de
sus frustraciones, no son obstáculos para la unión con
Dios sino peldaños para esta unión. Ve a Dios actuando
en su vida en las variadas circunstancias que componen su
vida: la acción de Dios a través del conservadurismo de
algunos, el progresismo de otros; la incomprensión de
algunos, la luz que irradian otros. Hemos de constatar que
en la vida de comunidad, Dios lleva a término su designio
por caminos apropiados para nosotros. Pero en un
verdadero religioso no puede haber frustración profunda,
porque la frustración es «sí mismo»; cosas que ocasionan
frustración, sí, pero frustración interior, no. Este es el
sentido más profundo de nuestro voto de estabilidad:
echamos nuestra suerte con una comunidad concreta,
haciendo de su fuerza nuestra fuerza, de su flaqueza,
nuestra flaqueza. De esta manera, el todo aporta una
unidad en la que experimentamos tolerancia, mentalidad
abierta, buen humor y comprensión. Y esto es estabilidad
en el sentido más profundo.
Nada se necesita tanto hoy en día en la iglesia como un
entusiasmo por las cosas de Dios. Es difícil hablar de esto,
porque en cierta medida el entusiasmo y sus
manifestaciones dependen del temperamento, y una
demostración artificial estaría fuera de lugar. Sin
embargo, al renovar nuestros votos, tendríamos que
renovar en nosotros mismos la convicción de que nuestra
vida vale la pena, no inquietarse excesivamente por las
cosas exteriores, y guardar como un tesoro nuestro secreto
interior: unión con Dios y con nuestros hermanos, en una
verdadera caridad. Ha de haber alegría en nuestro servicio
de Dios —tenemos derecho a ello—, ytambién
paz y serenidad, que son las señales de una vida con Dios.
Sí, tenemos derecho a esto. Estamos obligados a estar
alegres. Sobre todo, es esencial para nuestro trabajo: los
chicos en nuestra escuela, los parroquianos en nuestras
parroquias, tendrían que captar algo de nuestro
entusiasmo por las cosas de Dios. Y más que esto,
tendrían que detectar en nosotros un entusiasmo por la
vida que hemos profesado. Nos tendrían que ver alegres
cuando obedecemos, nos tendrían que ver alegres en
nuestro servicio a Dios.

3. Estabilidad

En la iglesia contemporánea se ve cada vez más la
mano conductora de Dios. Se aproximan cambios y
reformas. Y necesariamente habrá un tiempo de reajuste,
y cuando se hagan los cambios, habrá también
dificultades, inquietudes, desasosiegos. Diré una palabra
sobre tres causas del desasosiego. La primera es la
inestabilidad; la segunda es una especie de activismo, y la
tercera es la «mundanidad».
El correctivo contra la inestabilidad es nuestro voto de
estabilidad. El correctivo contra el activismo es dar a la
oración la prioridad que tendría que tener en nuestras
vidas. El correctivo contra la mundanidad, es una
concepción correcta del papel de la pobreza.
En las órdenes religiosas, hombres y mujeres
abandonan la práctica de la vida religiosa. También los
sacerdotes seculares se olvidan de sus obligaciones. Se
dan muchas razones. Algunos afrontan dificultades
respecto a su fe. Algunos se sienten aburridos. Algunos
piensan que podrían servir mejor a Dios en otra parte.
Algunos, al mirar atrás hacia los orígenes de su vocación,
llegan a la conclusión de que se equivocaron. Algunos se
sienten vencidos por dificultades temperamentales. Hoy
en día, es fácil en la iglesia racionalizar las dificultades a
la luz de los puntos de vista modernos: el papel de la
conciencia para el cristiano; la dignidad de la persona
humana; la distinción entre la vida religiosa y la vida
civil, y sus valores respectivos; el temor de emitir un
juicio sin la madurez que corresponde a un adulto.
Estos problemas no se dan en nuestro
propio conventus, pero somos humanos, y lo mismo nos
puede pasar a nosotros. Todo religioso tiene la obligación
de clarificar su modo de pensar sobre estos problemas,
aunque no sea sino por el hecho de que es un deber
ayudar a sus hermanos. De verdad que está implicada la
verdadera naturaleza de nuestra vocación.
Es fácil olvidarse del significado de las palabras: «Yo
os he escogido a vosotros; no sois vosotros los que me
habéis escogido a mí». Una vocación, siendo como es una
llamada de Dios, no es algo que nos pasó hace veinte,
treinta o cuarenta años. La voz que nos habló entonces,
nos sigue hablando todavía con la misma insistencia, en
espera de la misma respuesta generosa. Hodie si vacem
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eius audieritis, nolite obdurare carda vestra .
Al emitir nuestros votos, nos entregamos a nosotros
mismos al servicio de Dios. Como en el matrimonio,
estábamos preparados a hacer cara a lo que nos tuviera
reservado la vida. En el día de nuestra profesión,
firmamos un cheque en blanco, pagable al Señor. Se hizo
una promesa solemne. Irrevocable. Sin posibilidad de
volver atrás. Dios nos ha llamado. Y si tenéis alguna duda
sobre vuestra vocación, reverendos padres, no penséis ni
discutáis sobre ello si no os habéis arrodillado antes ante
el santísimo sacramento y habéis renovado solemnemente
vuestros votos.
Estas defecciones suceden también, a causa de un
defecto en comprender el papel de las dificultades en una
vida escondida con Cristo en Dios. A veces quedo atónito
ante la poca comprensión de la gente de lo que significa
seguir a nuestro Señor. «Si quieres ser mi discípulo, has
de tomar tu cruz a cuestas y seguirme». Ningún religioso,
digno de su audacia, puede considerar esto como un
programa negativo y deprimente, porque la cruz es la
llave que nos abre todo el misterio de Cristo y de la
santísima trinidad, y además, nos introduce en este
misterio. San Pablo enseña que no hay resurrección para
nosotros a no ser que participemos en los sufrimientos de
Cristo. Y es sin duda axiomático en la vida espiritual el
hecho de que no nos podamos acercar a Dios si no es por
el sufrimiento. Esta es una palabra muy dura. De aquí la
exclamación de Teresa de Ávila: " No es extraño, Señor,
que tengáis tan pocos amigos, cuando los tratáis así!».
Las dificultades son la voz de Dios que nos habla. Dios
nos habla a través de los acontecimientos, de las
circunstancias. Y cuando éstos son difíciles de soportar, lo
que él procura es hacernos menos confiados en nosotros
mismos, enseñándonos a tener más confianza en él. Lo
que estoy diciendo ahora sé que no será del agrado de
algunos de vosotros: la doctrina que estoy predicando no
está de moda hoy en día. Pero creedme, reverendos
padres, cometemos un gran error en la vida religiosa si no
aprendemos, si no aceptamos de corazón, que las
dificultades no son obstáculos entre Dios y nosotros: son
el camino que nos llevan a él. Estamos muy equivocados
si no nos damos cuenta de que este cargar con la cruz es
totalmente compatible con la paz, la serenidad y la
felicidad. Desde luego que toda la vida no es así; desde
luego hay alegrías en la vida que vivimos, en la vida
religiosa que vivimos. Pero cuando se nos pone la cruz
sobre nuestros hombros, es el momento de acordarnos de
lo que estoy diciendo, y de abrazarla con alegría, casi con
entusiasmo, siendo como es el camino cierto, el camino
propio de nuestro Señor, para una unión más estrecha con
él.
Nosotros nos entregamos a Dios en un género de vida
particular, en un lugar particular, junto con compañeros
particulares. Este es nuestro camino: en esta comunidad
con este trabajo, con estos problemas,
con estasdeficiencias. El significado interior de nuestro
voto de estabilidad es que abrazamos la vida tal como la
encontramos, sabiendo que este camino, y no otro, es
nuestro camino a Dios. De vez en cuando, por una y otra
razón, estamos agobiados de trabajo, demasiado
apretados. Cuando esto es así, es correcto exponer nuestro
caso al superior. Muchos de vosotros lo habéis hecho, y
me he dejado conmover por vuestra humildad y vuestro
sentido común. Una precisión más: el vivir en esta
comunidad, con estos problemas y estas deficiencias, no
quiere decir que uno no haya de desear que cambie esto o
lo otro; sino que uno ha de estar básicamente contento.
Cuando los religiosos buscan a Dios en primer lugar y por
encima de todo, encuentran verdadera satisfacción,
mientras que si se buscan a sí mismos, no pueden
encontrar descanso y están descontentos. Así pues, no nos
hemos de desviar de nuestro primer motivo al unirnos a la
comunidad: buscar a Dios.
En la búsqueda de Dios, necesitamos preguntarnos
constantemente a nosotros mismos si la oración tiene el
lugar que le debería corresponder en nuestras vidas.
¿Pensamos y actuamos realmente como si la oración
ocupara el primer lugar, antes que cualquier otra cosa? Es
verdad que tenemos la ventaja del coro, una ventaja muy
considerable. Pero aunque sea ventajoso, tiene también
sus peligros. Queridos padres, las observancias a las que
estamos obligados, la recitación del breviario, etcétera,
serán para nosotros experiencias rebosantes de oración, en
la medida en que al mismo tiempo vayamos adquiriendo
el hábito de la oración privada. La oración privada y la
lectura espiritual, tal como lo he acentuado en repetidas
ocasiones, son dos prácticas en las que debemos persistir,
si es que hemos de dar sentido y vitalidad al resto de
nuestra vida de oración.
Y referente a esto, me gustaría decir a la comunidad
que, sea lo que fuere lo que se diga o se predique en
cualquier otra parte, yo debo insistir en que antes y
después de la eucaristía debería hacerse una preparación
adecuada y una adecuada acción de gracias. Es un error
argüir que estas cosas no son necesarias.
La pobreza en la iglesia es de gran importancia en el
mundo moderno. Además, es necesario distinguir entre la
pobreza del individuo y la de la comunidad; toda la
pobreza comunitaria, la pobreza de la iglesia en general,
es algo sobre lo que la iglesia tendrá que examinarse a sí
misma cuidadosamente. Pero aquí, es sobre la pobreza
individual sobre la que me gustaría decir algo. En nuestras
vidas siempre hay el peligro de que podamos faltar en la
observancia de nuestra pobreza. Os urjo a cada uno de
vosotros, padres y hermanos, a que examinéis vuestra
conciencia sabre esta materia. El uso que hacemos del
dinero. ¿En qué clase de vacaciones lo gastamos? ¿Y qué,
sobre las cosas que adquirimos que de hecho no
necesitamos? Y como éstos, podríamos ir pensando
muchos otros ejemplos: la clase de cosas que nos pueden
hacer demasiado dependientes de las criaturas y que se
pueden interponer fácilmente entre nosotros y Dios. Esta
es una materia que en el presente exige una urgente
consideración.
Padres, vamos a renovar nuestros votos. Nuestra vida
es una vida llena de estímulos, porque cada momento
puede proporcionarnos una oportunidad para una unión
más estrecha con Dios. Así pues, llenos de gozo y alegría,
renovemos nuestra donación, demos nuestra respuesta a
una voz que nos llamó no sólo en el pasado, sino que
también nos está llamando hoy.
5.9.66

4. Disponibilidad

La renovación de los votos tendría que ser una ocasión
para abrirnos a las sugerencias y a las mociones del
Espíritu santo. En un pasado lejano la profesión
monástica se comparó frecuentemente al bautismo, en
cuanto que, de una manera especial, el bautizado se abre a
la acción del Espíritu. Cuando hacemos los votos por vez
primera, y cuando después los renovamos, me gusta
pensar que una voz del cielo nos dice, como a Cristo en su
bautismo: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero». Y
también me gusta pensar: «Yo soy tu hijo, a quien tú
quieres, tu predilecto». Cuando nos entregamos a Dios,
cuando vivimos nuestros votos, esto es sin duda agradable
a nuestro Padre celestial.
¿Qué finalidad tiene el abrirnos al Espíritu? ¿Qué es lo
que hace que el Padre vea en cada uno de nosotros a su
querido Hijo, que vea en nosotros el reflejo de su Hijo,
Cristo nuestro Señor? Esta es la finalidad, la razón de
todo lo que hizo Cristo: que nosotros llegásemos a amar al
Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, toda nuestra
mente, toda nuestra alma, y a nuestro prójimo como a
nosotros mismos.
Cuando dos personas están enamoradas, en cada una de
ellas hay un deseo, una necesidad de la otra. A desea a B.
B necesita y desea a A. Y es de suma importancia que
cada una sepa que esto es verdad de la otra. Esto es
preeminentemente así en la vida matrimonial. Y también
es así en la amistad.
En lo profundo del corazón de cada uno de nosotros
hay sin duda alguna un deseo y una necesidad de Dios, y
este deseo y necesidad de Dios están presentes en
nosotros solamente porque Dios mismo nos desea y nos
necesita. Nunca podríamos empezar a amar a Dios o a
entender lo que esto pueda significar si primero no nos
hubiese Él amado a nosotros. El porqué Dios nos desea y
nos necesita es un misterio. Pero es verdad: si no fuera así
no nos hubiera creado y la vida en último término no
tendría ningún sentido para nosotros. Es bueno recordar
que en Dios hay una constancia, una consistencia de
actitud que nunca cambia, independiente de lo que somos
o de lo que hacemos: él nunca cambia cuando nos desea,
cuando nos necesita. Por el contrario, nosotros nos
desviamos, nos distraemos fácilmente, somos
inconstantes. Esta es una de las razones por las que nos
obligamos con votos. La promesa del matrimonio sirve
para proteger el amor original y ayudarlo a crecer. Me
atrevería a sugerir que no habría ninguna necesidad de
hacer votos si nosotros tuviéramos la constancia y la
consistencia de Dios. Por lo tanto, me gustaría decir algo
sobre nuestro voto de estabilidad, que refleja nuestro
intento de vivir la consistencia y la constancia que es
Dios.
Es característico del amor que el amado sea digno de
confianza: siempre fidedigno, siempre contento de verte,
siempre acogedor, siempre dispuesto a escuchar, firme
como una roca. Dios tiene estas cualidades, y se nos ha
dicho que seamos perfectos como nuestro Padre celestial
es perfecto. En nuestras relaciones, en nuestra vida de
comunidad, debe de haber una confianza mutua, cada uno
poniendo completamente su confianza en los otros;
siempre a punto a escuchar con simpatía; siempre
acogedor, abierto a los demás. Es claro que en una
comunidad siempre habrá diferencias en la consistencia
de las relaciones; pero hemos de ser perfectos como
nuestro Padre celestial es perfecto, y hemos de
esforzarnos por fomentar entre nosotros esta confianza de
los unos para con los otros que caracteriza el amor de
Dios hacia nosotros. Cada miembro de la comunidad ha
de saber que cada uno de los otros miembros lo desean y
lo necesitan, y él mismo debe necesitar y desear a cada
uno de los otros. El voto de estabilidad nos arraiga en esta
comunidad, y si su significado fundamental no consiste en
estabilizarnos en nuestra búsqueda del amor de Dios y en
fortalecer los lazos que nos atan los unos a los otros como
a hermanos, este voto es de poco valor.
De la misma manera que la confianza mutua es
característica del amor, así también lo es la
disponibilidad, no la disponibilidad que consiste en
reservar quince minutos entre compromiso y compromiso;
es mucho más profundo que eso. Significa que deseo
compartir, que deseo dar, que deseo hacer algo por el
otro. Cuando consideramos la disponibilidad de nuestro
Señor, vemos hasta qué punto la disponibilidad para con
los otros puede ser urgente, exigente. Dios tiene esta
especie de disponibilidad, y Cristo es el sacramento de la
disponibilidad de Dios. Nosotros debemos tomar a Cristo
como modelo y ser perfectos como nuestro Padre celestial
es perfecto: estar disponible para con Dios y disponibles
los unos para con los otros. Deseo compartir, deseo dar.
«Que no se haga mi voluntad, sino la tuya» resuena como
un eco en el «Cúmplase en mí lo que has dicho» de
nuestra Señora.
Es bajo esta pauta como me gustaría reflexionar sobre
la obediencia esta noche. Mi obediencia es una señal de
mi disponibilidad, no sólo necesariamente en términos de
acción, de hacer —que connotan las palabras «compartir»
y «dar»—, sino también en términos de aceptación, de
estar preparado a aceptar la voluntad de Dios hasta en el
caso que ello significara ser pasado por alto, que se me
pidiera abandonar una responsabilidad; o solamente, ser
olvidado. La obediencia vista desde este ángulo es un
correctivo constante de mi falta de disponibilidad. ¿Qué
es lo que hace dudar sobre el compartir, sobre el dar,
sobre el estar abierto? ¿Qué es lo que me hace vacilar
sobre el permitirme a mí mismo ser amado?
Frecuentemente son nuestra inhibiciones, que pueden
ocultar un egoísmo, un estar centrado en sí mismo, un
buscarse a sí mismo. La obediencia puede ser mi
liberación: puede librarme de mí mismo y hacerme
disponible a los demás.
La obediencia, en el sentido en que ahora la estoy
considerando, no se limita a los preceptos de los
superiores. o a las prescripciones de las constituciones o
cosas semejantes. Estoy pensado en términos que hacen
referencia a las circunstancias de cada día: la clase a la
que he de asistir, la reunión que he de presidir, la
asistencia a un enfermo, la reunión del consejo, todas las
exigencias que me piden estar preparado, disponible. El
timbre de la casa parroquial -o la campana en nuestro
monasterio: ambos son la voz de Dios que nos amonesta a
estar disponibles. Ser capaz de depender de otro, estar
disponible para otro: esto es lo que significa amor, lo que
significa vida monástica.
Estos ideales son elevados y difíciles de vivir, y sin
duda, casi más allá de nuestras facultades, porque en las
realidades de la vida de cada día nuestra conciencia
del amor de Dios no siempre se mantiene viva en nuestras
mentes. Tanto si se trata de nuestros hermanos como de
las personas a las que servimos, somos conscientes de
nuestros defectos. Todo lo que entra dentro de este terreno
de desaliento, ineptitud, un sentido de fracaso, me parece
que puede hacer mucho más daño que cualquier otra cosa
a la espontaneidad de nuestro amor a Dios y al prójimo. Y
hoy en día, estas actitudes están ampliamente difundidas
entre los sacerdotes. Pero el desánimo es un hecho y una
experiencia que hemos de soportar todos nosotros un día
u otro. Sin embargo, permitidme compartir con vosotros
una palabra de aliento. Me habréis oído preguntar en
ocasiones precedentes, si es mejor estar de pie ante el
Señor ofreciendo una lista de los propios dones, talentos y
realizaciones, o ser el «don nadie» al final de la iglesia
que sólo puede golpear su pecho diciendo: « ¡Dios mío !
Ten compasión de este pecador». Uno se siente
confortado al saber que no tiene mucho que ofrecer, que
uno ha llevado a término pocas cosas. ¿No es esto sobre
lo que habla san Benito en su capítulo sobre la humildad?
¿Y no hay una profunda sabiduría humana en todo esto?
¿Y no tenemos la aprobación divina de esta humilde
actitud, si todo lo que yo he hecho no es sino remitiros a
la parábola de nuestro Señor?
Es también en este contexto en el que tendríamos que
pensar, tal vez, sobre nuestro voto referente a la
«conversión de costumbres»: conversio morum.Desde un
punto de vista, la renovación presupone un aumento de
humildad, un reconocimiento genuino y profundo de la
necesidad que tenemos de Dios. Y cuando me doy cuenta
de que necesito a Dios, entonces lo deseo. Y ahora me
parece que hemos vuelto al punto de partida. No podemos
amar si no somos humildes, y no podemos amar hasta que
Dios tome la iniciativa. Acaso todo lo que podamos
realizar se reduzca a ser humildes. Y si somos humildes,
el Espíritu puede poseernos.

5. Conversio morum

Es bueno, reverendos padres, estar juntos durante estos
días. Además, considero los acontecimientos de estas
veinticuatro horas como uno solo. Nuestra misa
conventual de mañana será el punto culminante, y esta
renovación de nuestros votos forma parte de esta misa, y
de este acto central se derivan nuestras discusiones y
nuestras decisiones.
La importancia de esta renovación de nuestros votos es
evidente para todos nosotros, porque este es el momento
en que nos esforzamos para redescubrir los ideales que
nos incitaron a hacernos monjes y a entregarnos para toda
la vida. Es el momento de reasumir nuestra generosidad
juvenil para el servicio de Dios: de procurar también
experimentar de nuevo la maravillosa libertad de que
disfrutábamos en el momento en que declaramos ante
Dios y sus santos que le serviríamos en el monasterio
hasta el final.
Es el momento de evaluar los grandes votos monásticos
de estabilidad,conversio morum y obediencia. Nuestra
adhesión a esta familia monástica y nuestro compromiso
con ella, con toda su fuerza y toda su flaqueza, con su
futuro, que sólo Dios conoce y que tal vez será diferente
de todo lo que nosotros hayamos podido concebir;
esta conversio morum que nos impulsa a actuar y a
reaccionar y a pensar como monjes verdaderamente
dignos de este nombre; ésta caracteriza nuestro estilo de
vida, junto con nuestra obediencia que es la prueba real de
nuestro amor a Dios, de la misma manera que entre los
amantes, una obediencia mutua es una señal de auténtica
y genuina donación de sí mismo.
El monacato es un «camino de vida», y la palabra
«camino» nos recuerda el carácter de peregrinación de
esta vida y nuestra historia monástica. En un período, la
escena cambia lentamente, en otro, rápidamente. Nosotros
mismos cambiamos, y debemos cambiar. A veces nuestra
marcha será ágil y segura, a veces lenta y el andar,
pesado. Este es un momento, en el curso del año, en que
por el mutuo estímulo y el mutuo ejemplo, y por la
afección genuina que tenemos los unos para con los otros,
la marcha puede acelerarse y los pasos ser más decididos.
Es verdad, y en una ocasión como ésta es apropiado
recordarlo, que nuestro progreso a lo largo del camino
puede retrasarse si nos vamos por los lados y nos
metemos por caminos desviados. Y ahora me gustaría
recordaros algunos de estos caminos desviados, porque
cada uno de nosotros puede ser, y debería ser corregido
por los votos que hemos proferido.
Vivimos en una época inquieta, en una sociedad
inquieta. Pero ¿qué período de la historia no ha sido en
gran parte así? Tal vez somos más conscientes de este
fenómeno en nuestros días; pero si nos sentimos
inquietos, por la razón que sea, es importante reconocer
que esto es un obstáculo entre nosotros y nuestro servicio
de Dios. Aprender el arte de ser críticos respecto a lo que
somos y a lo que hacemos de una manera propia y
correcta, y de permanecer al mismo tiempo dedicado de
todo corazón al trabajo que tenemos entre manos, y los
unos para con los otros; mantener una paz interior, cuando
se es consciente al mismo tiempo de la voz del Espíritu
que nos habla individualmente o colectivamente, como
para llevarnos por caminos desconocidos e imprevistos;
ser conscientes de la llamada del Espíritu en las
necesidades de nuestros tiempos; ser conscientes de la
llamada de la iglesia y al mismo tiempo mantenerse
en la paz, en la quietud: esto solamente es posible si
nuestro empeño es constante y nuestra intención, una. El
camino que con mucha facilidad podemos seguir todos es
el de buscarnos a «nosotros mismos», no tengo ninguna
necesidad de recordároslo. San Benito nos recuerda lo
pernicioso que puede llegar a ser. «El amor no se busca a
sí mismo».
Existen tests simples por los que podemos descubrir si
nuestro corazón está puesto en Dios, o si estamos
preocupados por nosotros mismos. Ahí van algunos
ejemplos. ¿Cómo reacciono cuando se me pide que deje
una tarea y me ocupe en otra; cuando un trabajo que
hubiera podido presentárseme a mí es asignado a
cualquier otro; cuando se me exige que haga algo de una
manera, siendo así que yo desearía hacerlo de otra;
cuando me dejo llevar por la frustración porque no se han
seguido mis ideas, porque no han sido reconocidos mis
ideales? No es necesario entretenerse en esto.
Otro camino desviado es la mundanidad. Esta es difícil
de definir. Se encuentra en el corazón y en la mente más
que en lo que hacemos. Podríamos preguntar ¿cuál es
nuestra actitud cuando nos encontramos lejos del
monasterio? Echando una mirada retrospectiva a unas
vacaciones, ¿podemos decir que nos hemos sentido
siempre orgullosos de ser monjes?, o ¿hemos intentado
emanciparnos de nuestra condición de monjes por nuestro
comportamiento o por los vestidos que llevamos?
Disfrutemos de ser monjes. Estemos orgullosos de ser
monjes.
¿Qué es lo que nos mantiene en nuestro sendero? ¿Qué
es lo que nos disuade de torcer por caminos desviados?
¿Cuál es la incumbencia principal de cada uno de
nosotros? La cuestión proporciona la respuesta. En
nuestros corazones sabemos que es la búsqueda del amor
de Dios, lo que no solamente nos llenará en nuestra
vocación monástica sino que también nos hará alcanzar la
verdadera estatura como seres humanos. Tendríamos que
ponderar frecuentemente la benignidad y la amabilidad de
Dios, especialmente la benignidad y la amabilidad de su
Hijo hecho hombre, a través del cual él nos habla;
ponderar la vida de Cristo como una revelación del amor
de Dios, considerándola y comprendiéndola bajo esta luz;
ponderar la belleza de la creación de Dios, y todo lo más
noble y excelente de los logros humanos; ponderar
también la amabilidad de las otras personas: ahí está la
llave que nos abrirá el misterio del amor que es Dios.
¿Qué clase de miedo, qué clase de vacilación provocada
por el miedo es ésta, que nos intimida respecto a las
reacciones a que tenemos derecho cuando nos
encontramos ante la belleza o las cualidades maravillosas
de los demás? En todo lo que experimentamos, en todo lo
que conocemos, encontremos, o al menos busquemos el
amor de Dios. Las palabras no bastan, pero permitidme
citar a la mística Juliana de Norwich:

«El más elevado amor de Dios por nuestra alma es tan
maravilloso que sobrepasa todo conocimiento. No hay ser
creado que pueda conocer la grandeza, la ternura, el amor que
nuestro Hacedor tiene por nosotros. Sin embargo, por su gracia
y con su ayuda, irgámonos en espíritu y contemplemos,
maravillándonos eternamente, el amor supremo,
sobreabundante, único, que Dios, por su bondad, nos tiene.
Entonces podemos pedir reverentemente a nuestro amante todo
lo que queramos porque, por naturaleza, nuestra voluntad desea
a Dios y la benevolencia de Dios nos desea a nosotros. No
podemos dejar de desearlo y de anhelarlo hasta que lo poseamos
con plenitud y alegría: entonces ya no tendremos ningún otro
deseo. Mientras tanto, su voluntad es que prosigamos
conociendo y amando hasta que seamos perfectos en el
10
cielo» .

Me gusta pensar que la tradición mística inglesa tuvo
una influencia en la época en que nuestra congregación
fue fundada de nuevo; y que se adapta de una forma tan
maravillosa a lo que la gente busca hoy en día, que
haríamos bien en leer y seguir esta enseñanza, y adquirir
algo de esta panorámica.
Perdonadme si también recuerdo, como ya he hecho en
otras ocasiones, otra tradición que es muy nuestra: la
tradición de los mártires. Es una locura, y falso al mismo
tiempo, olvidar que el camino que lleva a Dios ha de ser
en un período o en otro, el de la cruz. Es injusto ocultar
esta realidad a aquellos con los que tenemos trato. El
evangelio es claro. La tradición que llega hasta nosotros
es que la cruz es gozosa, aunque cuando se siente con
todo su peso, estamos lejos de experimentarlo así. Dejad
que comparta un pensamiento con vosotros. Siempre que
uno de nosotros se sienta doblegado por el peso de la cruz
hasta el punto que esta persona en concreto —monje o no
— tiene la sensación de que no la acepta, no la desea y no
puede, es de veras la cruz. Y si, interiormente, se tiene la
sensación de rebelión, no os perturbéis. Cuando resulta
fácil «ofrecer» alguna cosa, no es eso realmente.
Perdonadme si me entretengo en este punto, pero todos
nosotros necesitamos saber cómo hemos de sacar
provecho de estas situaciones. Me parece que también
necesitamos saber cómo aconsejar a otros que se
encuentran en una situación semejante. Cuando la cruz es
demasiado pesada de llevar y caigo al suelo; cuando no
quiero aceptarla, entonces se trata de algo impuesto
realmente sobre nosotros por el Señor. Además, nuestra fe
viva y verdadera nos dice que este es el camino que nos
lleva a una nueva vida, un momento de crecimiento. Los
mártires iban con el corazón alegre a afrontar sus pruebas.
Lo mismo tendríamos que hacer nosotros.
Como monjes somos los herederos de una tradición que
se remonta a un pasado muy lejano. Me chocó una lectura
11
que tuvimos en el refectorio. La encontré impresionante
porque los autores eran también ellos grandes hombres. Y
escuchar a grandes hombres, admirando y evaluando
realmente la nobleza de las personas, sin rebajarles la
talla, como sucede con frecuencia, es notablemente
refrescante. Me parece que ahí tenemos una lección sobre
nuestra caridad, nuestro respeto mutuo, nuestra tolerancia.
Tendríamos que estar siempre preparados a admirarnos
mutuamente, a respetarnos los unos a los otros; a sentir,
también, un interés profundo y una profunda compasión.
Después de todo, nuestra búsqueda de Dios es nuestra
respuesta a un amor que él nos ha manifestado primero. Y
así podemos aprender los unos de los otros y todos juntos,
como comunidad, a volver de nuevo a él.
Ahora hemos de proceder a la renovación de nuestros
votos. Hagámoslo con sinceridad, con plena esperanza,
sabiendo que, haciéndolo así, Cristo está en medio de
nosotros y el Padre nos mira complacido: «Cierto, estos
son mis hijos, a los que yo quiero, mis predilectos».
27.8.73

6. Reafirmación

Una vez, nuestro Señor hizo una pregunta fuera de lo
común: no una pregunta como la que en circunstancias
ordinarias pueden hacerse los hombres unos a otros;
cierto, es una pregunta que probablemente no se ha hecho
nunca, o, en todo caso, raramente.
La pregunta es: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más
que éstos?», «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Y aún
una tercera vez. San Pedro, desconcertado, dice
finalmente: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te
quiero».
Es muy humano sentir la necesidad de una
reafirmación, muy humano. Pero posiblemente ¿no es
también algo divino? Lo digo con interrogante, no como
una afirmación categórica. Me daría temblor considerarlo
como una visión interior, pero ¿quién puede conocer el
misterio de Dios? Y sin embargo, me parece que las
palabras de Jesús me piden a mí y a vosotros que le
demos una seguridad, una reafirmación que dudaríamos
de pedírnosla los unos a los otros. Por más que entre
nosotros sean necesarios gestos sinceros y, a su manera,
elocuentes; también son necesarios en nuestra relación
con Dios: un gesto de reafirmación a Dios de que lo amo,
o al menos, deseo amarlo.
Nuestro Señor no hubiese hecho la pregunta si no
hubiera sido importante para él, si Pedro, como persona,
le hubiera importado poco. «Simón, hijo de Juan, ¿me
amas?». Esta pregunta se nos hace a cada uno de nosotros.
Nuestra respuesta puede dar a entender que estamos
desconcertados: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te
quiero». En nuestra mente se acumulan toda clase de
problemas, personales y monásticos, pero dudo de que en
otras circunstancias la respuesta hubiera sido más sincera.
El amor no conoce los límites del espacio, el tiempo y las
circunstancias: es un lazo entre dos personas que
transciende estas cosas: en la riqueza y en la pobreza, en
la enfermedad y en la salud, tanto si los tiempos son
buenos como malos, la realidad perdura.
Nuestro Señor dice tres cosas en respuesta a la triple
contestación de Pedro. Considerémoslas en orden inverso.
Su último mandato a Pedro es: «Sígueme». ¿Pedro no
había sido ya llamado? Quizás esta «llamada» después de
la resurrección fue la definitiva, la última llamada.
Cuando la primera llamada, la atmósfera es
completamente diferente; es más estimulante: el Mesías
ha venido, el reino será restaurado. «Lo hemos
encontrado» dice Andrés. Andrés lo dice a Pedro, y al día
siguiente es llamado Felipe; después, Natanael. Hay
grandes esperanzas: «veréis los cielos abiertos y los
ángeles subir y bajar, y al Hijo del hombre». Abandonan
las barcas a las orillas del lago de Galilea y dejan las redes
a secar.
¿Se sintió Pedro desilusionado alguna vez? «Nosotros
ya lo hemos dejado todo y te hemos seguido. En vista de
eso, ¿qué nos va a tocar?». Aquellos ingenuos argumentos
sobre quién tendrá el puesto más elevado en el reino, son
muy humanos. La idea que Pedro tenía del reino no era la
que tenía nuestro Señor. Pero si Pedro, cuando arrastró la
barca a la orilla, hubiese visto al héroe que acababa de
encontrar doblegado bajo otra carga en suprema
humillación, y hubiese previsto su despreciable
comportamiento —su huida y la traición a su maestro—,
¿habría dicho que «sí» tan rápidamente? Era un hombre
joven, lleno de vigor, de esperanzas y planes: «Puedes
estar seguro: si de joven tú mismo te ponías el cinturón
para ir a donde querías, cuando seas viejo extenderás los
brazos y será otro el que te ponga un cinturón para
llevarte a donde no quieres» 5. Nuestro Señor dijo esto,
así consta, para indicar la muerte por la que Pedro había
de glorificar a Dios. San Pablo vio en eso algo más que la
muerte física que sería la de Pedro: para san Pablo era una
muerte que significaba vida, un morir cotidiano para vivir
con más plenitud. No el aniquilamiento del vigor y de los
planes, sino su transformación en el vigor y en los planes
de Dios: «Si de joven tú mismo te ponías el cinturón para
ir a donde querías, cuando seas viejo extenderás los
brazos y será otro el que te ponga un cinturón para
llevarte a donde no quieres».
El reino no es lo que suponemos que es, o lo que
desearíamos que fuera: es el reino de Dios y viene por su
camino, no por el nuestro. Y Pedro se ha de hacer
pequeño. No serás eficaz hasta que ames, y por esto es
por lo que se le preguntó tres veces. Y él lo reafirmó:
«Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Y es
ahora cuando se le da una orden, se le confía una tarea:
«Lleva mis ovejas a pastar». Dales esperanza, dales
alegría, dales libertad, dales vida, dales a Cristo. Ellas no
tienen las mismas esperanzas, pero cada una de ellas debe
esperar todavía; no todas tienen alegría, pero cada una de
ellas tiene derecho a tenerla; todas desean la vida, y vida
con más abundancia: se han de amar las unas a las otras
como yo, el Señor, os he amado. Así pues, todas las cosas
cooperan para el bien. Nuestra tarea es esforzarnos en
amarlo y amar todo lo que le concierne, y llevar a pacer a
sus ovejas.
La pregunta se nos hace a vosotros y a mí: «¿me
amas?» y nuestra respuesta es: «Señor, tú lo sabes todo; tú
sabes que te quiero». Reafirmadlo a pesar de vosotros
mismos, sean cuales fueren vuestras inquietudes, vuestras
aspiraciones, vuestras diferencias, vuestros fallos: cuentan
poco en comparación con esta vocación al amor, que es la
vocación cristiana. Al renovar vuestra profesión,
reafirmad a Dios que queréis retornarle el amor que él
primero nos ha dado. Una vez se haya dicho y hecho todo,
esto es lo único que importa.
25.8.75

4. Trabajo monástico







1. Actividad

La última vez os hablaba de los cambios y las


discusiones que van teniendo lugar actualmente en la
iglesia, en el campo de la educación y del monacato.
Decía que me daba la impresión de que esta inquietud iba
a durar muchos años; nos vemos obligados por un tiempo
considerable a vivir en un período muy inestable. Esto
plantea un problema al individuo. E intentaba poner de
relieve la importancia de no permitir que las cosas que se
discuten, y que pueden modificar nuestro estilo de vida,
perturben la paz interior de cada individuo o la paz de la
comunidad. Señalaba que habíamos de aprender a aceptar
la situación presente, en la que cada uno de nosotros se
encuentra, tanto si son tareas que no cuadran con nuestra
manera de ser, como si son problemas personales o ideas
no aceptadas. Hice resaltar la importancia de aceptar la
cruz cuando nos viene al encuentro, y por último, de tener
una confianza y una esperanza ilimitadas en Dios.
Vivimos en una época agitada. Ponemos en cuestión y
criticamos casi todos los aspectos de la vida de la iglesia y
la vida religiosa también. Una crítica buena y honrada es
sana. Pero es mala si perturba al individuo y lo pone en
tensión. Existe otro subproducto de la crítica y de ponerlo
todo en cuestión, que puede ser perjudicial a la vida
espiritual del individuo, y por consiguiente, a la de la
comunidad. Es lo que san Benito, tal como os lo he
recordado en ocasiones anteriores, llama «murmuración».
En la Regla, san Benito nos pone en guardia una y otra
vez, contra la murmuración. «La obediencia –dice- será
solamente aceptable a Dios y agradable a los hombres, si
lo que se manda se lleva a cabo no por temor, ni
rezagadamente, ni sin ganas, ni murmurando, ni con
palabras que demuestran poca voluntad». Así mismo, los
servidores cumplirán su oficio sin murmuración. Lo
mismo que en lo que se refiere a la medida del vino que
bebemos y así otras cosas, como esto: «Amonestamos por
encima de todo, que no haya murmuración entre ellos». Y
en otra ocasión, cuando trata la cuestión de si todos deben
recibir el mismo trato, dice: «Que el mal de la
murmuración no se manifieste ni por la más pequeña
palabra o señal, por el motivo que fuese». Y para que no
os penséis que todo lo encamino sólo en una dirección,
leamos este pasaje: «Que el abad lo ordene y disponga
todo de manera que las almas se salven, y que los
hermanos puedan cumplir su obligación sin causa justa de
murmuración». San Benito, desde luego, con su gran
énfasis en las consultas y demás, reconoce la
probabilidad, o la desea, de una crítica, pero sin amargura
o un celo equivocado. El murmurar produce detrimento a
la vida espiritual. Revela la no aceptación de la situación
presente: y la situación presente en que nos encontramos,
es en la que Dios quiere que estemos.
Hoy en día se habla mucho sobre la distinción que se
ha de hacer entre la vida religiosa como tal y la vida
clerical. Es verdad que para ser religioso no es necesario
ser sacerdote, pero los religiosos son personas adecuadas
para ser sacerdotes. Esta ha sido siempre nuestra
tradición. Nuestra congregación, estoy hablando de los
benedictinos ingleses, ha sido siempre una congregación
activa, yo prefiero la palabra «mixta»: contemplación y
acción. Históricamente hablando, nunca hemos trabajado
para que esto fuera así. La vida monástica se ha ido
desarrollando a lo largo de los años, con su cortejo de
obligaciones, etcétera. Y también se ha desarrollado la
dirección de un colegio. Pero me parece que si estas dos
cosas se han de ajustar más fácilmente la una con la otra,
se ha de hacer alguna modificación: yo abogo por que se
haga alguna modificación en la observancia monástica,
que permita aliviar las tensiones que pueden surgir entre
una vida monástica a gran escala y una actividad en el
colegio a gran escala. Hoy en día corren muchos
12
esquemas para una reducción del Oficio , para hacer más
simple la observancia monástica. Yo voy a favor de esto,
en la medida en que sirva para unir la oración y el trabajo
de una manera más equilibrada.
Nuestra vida incluye el compromiso en una actividad, y
nuestra actividad es apostólica. No me impresiona la
visión del monacato a partir de la premisa de que es una
«huida del mundo». Históricamente, esta idea de la
«huida» apareció bastante tarde, yo diría, hacia finales del
siglo tercero. En los evangelios y en los Hechos de los
apóstoles, el ideal era la vida apostólica. No es que me
quiera adherir a esta tesis, pero es digna de tenerse en
consideración. Por lo que a mí toca, nunca hubiera venido
a esta comunidad si no hubiera tenido parroquias. Fuera lo
que fuere lo que el futuro nos tenga preparado, tendríamos
que tener bien claro que nuestros predecesores nos han
transmitido algo sumamente precioso. Los que nos han
precedido se han hecho santos en este género de vida, y
han hecho una gran obra por Dios, tanto en nuestros
colegios como en nuestras parroquias. Y no hay duda
alguna de que nuestra acción en el colegio y en las
parroquias no sólo es digna de consideración en ella
misma, sino que también es sumamente provechosa para
nuestras almas. El tratar con otras personas, ya sean
muchachos del colegio o parroquianos, el ayudar a los
demás, resulta ser uno de los medios más poderosos de
acercarnos más estrechamente a Dios. Sería difícil
explicar cómo se hace esto, pero es la experiencia de un
gran número de personas. Nuestra doble actividad es
sumamente satisfactoria, y esto es algo precioso, porque a
lo largo de toda nuestra vida sentimos la bendición de
saber que hacemos algo que vale la pena por sí mismo,
que es de provecho para nosotros y, en todos los sentidos,
simpático. Porque aunque es verdad que uno debe ver la
cruz cuando le viene al encuentro y aceptarla, por otra
parte, el trabajo ha de caer simpático y producir
satisfacción, si es que la vida espiritual se ha de
desarrollar normalmente. No puede ser todo cruz y
austeridad.
Lo que quiero puntualizar es que nuestro trabajo, por su
misma naturaleza, nos acerca más estrechamente a Dios, y
es inmensamente beneficioso para nosotros
individualmente. No hablo ya de la gran contribución que
nuestro trabajo supone para la iglesia; digo simplemente
que cada momento del día nos proporciona una
oportunidad para acercarnos más estrechamente a Dios.
Una dificultad, un problema, no son como a primera vista
podría parecer una ocasión de tropiezo. Por el contrario,
son escalones en nuestro camino hacia Dios.
19.5.65

2. Profesor
El principio del curso ofrece una oportunidad para
comunicaros algunos pensamientos básicos referentes al
colegio. Como abad no puedo abandonar mi interés y
mi responsabilidad por el colegio. Por el contrario, mi
tarea consiste en asegurar que el colegio rinda la máxima
contribución a la vida de la iglesia en este país.
Actualmente hay dos puntos que se han de recalcar.
En primer lugar, hemos de hacer inventario y
considerar cuidadosamente qué es lo que hacemos para
enseñar y entrenar a los muchachos en la práctica de su
religión, y así prepararlos para la vida en el mundo. Los
principios básicos son siempre los mismos, pero estamos
en el año 1966, no en el 1930 o en el 1920.
En segundo lugar, hemos de considerar qué es lo que
podemos hacer para enseñar a los muchachos a trabajar
por sí solos. Me parece que todos nos podríamos
preguntar si en el pasado hemos tenido un cien por ciento
de éxito en esta esfera. El arte de ser profesor se puede
resumir de una manera muy simple: es enseñar a los
chicos a que se enseñen a ellos mismos; enseñar a los
muchachos a que ellos mismos se enseñen cómo han de
vivir, cómo han de rezar, cómo han de trabajar, cómo han
de dirigir sus vidas, cómo han de asumir una
responsabilidad, etcétera. Y nosotros hemos de aprender
qué es lo que podemos confiar a los muchachos y cuándo
necesitaremos intervenir para mantener el equilibrio. El
equilibrio implica saber lo que está pasando: qué es lo que
podemos confiar a los muchachos y en qué momento
necesitamos tomar las riendas en nuestras propias manos.
El equilibrio significa saber lo que pasa, actuando en
algunos casos y en otros haciendo parar la marcha de la
acción.
Ser profesor es un arte difícil y también noble. Es
difícil hasta el punto que siempre hemos de ser
principiantes. Reflexionando sobre mi propia experiencia,
muchas cosas las haría ahora de una manera totalmente
distinta. Pero es un arte que se debe aprender, en parte por
experiencia, y en parte, de aquellos que ya la han hecho.
Y esto es muy importante. Yo aprendí a administrar la
casa de losotros siete administradores, como se hacía
entonces. Cuando somos jóvenes en el equipo, hemos de
ser sensibles a la experiencia de los que nos han
precedido, y mirad que hay una gran cantidad de
experiencia en la comunidad.
Solamente añadiré que una gran fuente de satisfacción
en nuestro colegio es la relación que hemos establecido
con los muchachos.
Es ciertamente algo precioso y lo hemos adquirido con
razón: lo hemos aprendido de aquellos que iban delante
de nosotros. Ellos establecieron una maravillosa relación
y un equilibrio que nosotros hemos heredado. Pero es algo
que necesitamos vigilar, proteger y guardar como un
tesoro. Hemos de tachar un equilibrio frívolo, estar en
guardia contra una excesiva familiaridad, haciéndonos
como «uno más entre los chicos», obteniendo así un falso
éxito. Un cierto desprendimiento, un cierto control de uno
mismo, la capacidad de decirse «no» a uno mismo
conservando, sin embargo, cordialidad y amistad: ahí
hemos de encontrar la llave para todo lo que podamos
hacer por los chicos. Pero la nuestra, es una tradición
preciosa que fácilmente podría acabar mal.
De la misma manera que el abad no puede llevar la
dirección del colegio, por lo que delega a un director,
tampoco el director puede dirigir cada uno de los
departamentos. El también ha de delegar. Pero
recordemos que básicamente es el director el que dirige el
colegio, y esto lo hace por medio de un equipo. Pero el
equipo está organizado jerárquicamente: administradores,
prefectos de los alumnos más antiguos y otros oficiales. Y
éstos, los administradores, los prefectos y los otros
oficiales, deben saber cuándo han de remitir las cosas al
director. Han de saber en qué momento las cosas que van
siguiendo su curso han de pasar al examen del director: en
este caso la equivocación estaría más bien en hablar
demasiado que no en hablar demasiado poco.
Naturalmente, hay cosas que no se pueden remitir;
cosas oídas bajo secreto de confesión, por ejemplo, un
caso claro. Cosas también que podrían clasificarse como
«confiadas en secreto». Pero el trabajo del colegio es un
trabajo de equipo: toda la comunidad debe sentirse
corporativamente y colectivamente responsable de todo lo
que pasa en el colegio. Se ha de crear una comunidad que
se considere como formando parte del show, del
espectáculo. Digo que el colegio está organizado
jerárquicamente, porque en una empresa tan enorme como
ésta no podría ser de otra manera; pero cada uno tiene que
desempeñar un papel, ha de aportar una contribución. Las
ideas y las opiniones de cada uno son importantes y han
de ser escuchadas. El director recibe a los miembros de la
comunidad y a todos los de su plana mayor que van a
hablar con él sobre el colegio y sus problemas, por más
que es una persona cargada de ocupaciones. Aunque esto
no lo he hablado con él, estoy seguro de que lo que digo
es lo que él desearía que dijese: que, aunque tiene muchas
ocupaciones, nadie tendría que hacer de esto un motivo
para no molestarlo; si tenéis algo para decirle o deseáis
que él os dé alguna explicación, tendríais que ir. Me
aterroriza oír decir a la gente: «Oh, el abad está
terriblemente ocupado, no debemos molestarlo». Esto no
está bien. Si al abad hubiera de molestársele, debe ser
molestado. Y lo mismo vale para el director.
Al abordar el nuevo curso, varias personas deben estar
fuera del monasterio, ausentarse del coro y apartadas de la
rutina de nuestra vida de monjes. Cuando era junior y
joven sacerdote, acostumbraba a pensar: «Bien, se van.
Esto significa el final de su vida monástica hasta la vigilia
de navidad; y de todos modos, probablemente aun
entonces estarán fuera». Después aprendí que de ningún
modo es así.
13
Aquí, una casa tiene el monasterio por modelo. El
prefecto de la casa es algo así como el abad, que vive en
su comunidad: la casa. ¿Por qué? Para enseñar a los
muchachos a ser cristianos entregados; y también el arte
de vivir en comunidad. Esto es lo que él intenta hacer por
sus sesenta muchachos, más o menos. Por esto está él allí
con ellos. Cuando rezaba mi oficio, me gustaba pensar
que era la contribución particular de la pequeña
comunidad en la alabanza a Dios de la iglesia: la
comunidad cuyo centro es la misa de la casa y las
oraciones comunes. Acostumbraba a pensar que el
modelo eran los doce monasterios benedictinos en
Subiaco. Espero que esto no resulte ingenuo o fantástico,
pero significaba mucho para mí, y tenía sentido. Como
padre de esta pequeña comunidad, enseñaba a sus
miembros a vivir la vida cristiana y a ser miembros de
una comunidad. Estaba allá como su sacerdote, como si
presidiera una pequeña parroquia. Y ésta es la razón por la
que he estado siempre en contra de la idea de hacer asistir
a misa a todo el colegio en un mismo lugar, todos al
mismo tiempo.
Algunos no pueden asistir al coro porque nuestras
obligaciones nos llaman a otra parte. En un monasterio
ideal, en un mundo ideal, todos podríamos asistir al coro y
también podríamos llevar a cabo nuestras tareas
monásticas. De verdad, este es un ideal que nunca
deberíamos perder de vista; pero mientras tanto, cada
individuo ha de soportar el peso de interpretar la parte que
le toca en el coro monástico, tan lejos como le sea
posible. La misa conventual es un buen ejemplo, porque
mi punto de vista ideal es que todo el convento estuviera
presente a esta misa. Espero que un día esto será posible.
Aunque no podamos asistir siempre, es y sigue siendo la
responsabilidad corporativa de toda la comunidad, que la
misa, centro del día monástico, sea celebrada dignamente
y con la seriedad que corresponde a un acto que se hace
por el honor y por la gloria de Dios. Por lo tanto os urjo,
reverendos padres, a que cuando hayáis ordenado vuestro
horario, lo repaséis cada uno de vosotros y anotéis los
días en que con toda honradez os es posible asistir a la
misa conventual, aunque sea a costa de alguna molestia o
de algún esfuerzo extra en otro momento del día. Tal vez
no podáis anotar sino un día, o posiblemente dos o tres,
pero haced la decisión de asistir a la misa conventual los
días que hayáis anotado, y perseverad. Si cada uno acepta
este modo de ver —que la misa conventual es nuestra
responsabilidad corporativa— nuestros principios estarán
en orden.
A parte del principio en sí mismo, hay razones
prácticas para esto, ya que precisamente en este año va a
ser difícil hacer que las cosas marchen. Pero ahora habrá
otro principio para los cantores. He hablado de esto con el
director y nos hemos puesto de acuerdo en que cuando el
trabajo es señalado por él o por los prefectos, algunos
padres podrían estar disponibles algunos días para
mantener el canto. Y así, en vez de dejar la
responsabilidad de la asistencia a la misa conventual al
abad o al prior, teniendo que ir a la caza de las personas,
ahora será —como lo fue siempre o lo habría tenido que
ser— la responsabilidad corporativa de todos.
Ahora debo proseguir con algunos puntos particulares,
pero antes de hacerlo me gustaría citar a san Benito: «Por
lo tanto, vamos a establecer una escuela del servicio del
Señor y, al fundarla, esperamos no disponer nada duro o
pesado. Pero si por una causa razonable, como es la
enmienda de un vicio o la conservación de la caridad,
hubiéramos de disponer algo más estricto, no te
desanimes ni huyas del camino de la salvación, cuya
entrada es estrecha». No me gustan las listas inacabables
de prescripciones. Por otra parte, para conservar la
caridad y la disciplina, es decir, para la marcha sin
tropiezos de lo que está establecido, es necesario tener
claros ciertos puntos. Pero que los anima el mismo
espíritu que «acabo de decir sobre la misa conventual: se
trata de nuestra responsabilidad corporativa.
Un último punto. Durante estos tres últimos años me he
inquietado, sin saber qué hacer, por el número de monjes
que salen del monasterio, durante el año, por navidad y
por pascua. Para la marcha eficaz del colegio es necesario
salir para trámites, para reuniones de profesores de
ciencias, y demás. Esto es sumamente deseable. Y con
toda franqueza, algunas personas necesitan salir,
simplemente por salir. Reconozco todo esto y no deseo
perjudicar la marcha eficiente del colegio ni la salud de
los hermanos. Pero dicho esto, desearía que
aprendiéramos a relajarnos aquí, más de lo que lo
hacemos durante las vacaciones, con el sentimiento de
que retirarse al monasterio, asistir al coro, y tomarse la
vida más pausadamente, puede ser también relajante.
Podemos caer en un estado mental en el que no podemos
relajarnos a no ser que salgamos, y esto es malo para
nosotros. Y no es bueno para la comunidad: porque cae
fuera de lo ordinario el hecho de que nunca nos
encontremos juntos, y si surgen desavenencias, es
simplemente porque las personas están ausentes. Si estáis
fuera la mayor parte de las vacaciones de navidad y
pascua, y todo el mes de agosto, es fácil perder el
contacto respecto a lo que la gente piensa, a lo que les
preocupa, y demás. Y esto va especialmente para los
prefectos de casas y otros sumergidos en el colegio: no
proporcionan una oportunidad a los miembros más
jóvenes de la comunidad para que los puedan conocer.
Tendría que ser como una circulación a doble carril.
No puedo dictar reglas o principios respecto a esto. Me
desconcierta dar con la manera de abordar el problema.
Pero tal vez podríamos pensar todos sobre esto y no estar
tan fácilmente dispuestos a tener ganas de salir. De nuevo
lo repito, no se trata de reglas y reglamentos: es cuestión
de calar el espíritu y la expectativa, queridos padres, de
que a partir de ahora, más que la respuesta «Sí»,
preferiríais recibir como respuesta «No».
Ser profesor en el colegio, como la mayor parte de las
cosas que hacemos por Dios, es un trabajo de «iceberg».
Tal vez sea muy poco lo que se ve en la superficie, pero
muy profundamente, bajo la superficie, hay algo que se va
haciendo y que es muy, muy importante en la vida de un
muchacho. Un verdadero contacto con hombres dedicados
a Dios, conocidos como hombres dedicados a Dios y
vistos como tales, tiene más valor que todo lo que
nosotros pudiéramos decir o hacer. Los muchachos son
muy perspicaces: son muchísimo más agudos de lo que
pensamos, y saben reconocer si el hombre que cuida de
ellos, o con el que ellos tienen que tratar, es auténtico o
no. Pequeñas cosas pueden ejercer en los muchachos un
efecto tremendo. Años más tarde, un hombre de
veinticinco años, digamos, vendrá a vuestro encuentro y
os dirá: «Siempre me acordaré de la primera cosa que Ud.
me dijo. Yo llegué muy nervioso y preocupado de venir al
colegio, y Ud. me dijo...». Tú, probablemente, no lo
dijiste, o lo has olvidado, o fue algo muy trivial. Pero esto
es lo que uno descubre trabajando como profesor en un
colegio: son las mil y una cosas que uno dice o hace las
que tienen una importancia y producen un efecto fuera de
toda proporción. Es por esto por lo que vale la pena ser
profesor: todo ayuda a la construcción de una vida. Lo
que importa es lo que somos. Las cosas pequeñas son las
que cuentan.
Una campana toca para el Oficio monástico del coro.
Pero si yo continúo charlando sobre si esto debería ser así
o asá, o así o asá en la formación de los equipos en el
partido de rugby de mañana, o sobre si deberíamos llevar
pantalones con tirantes o no, esto no es tan convincente
como la obediencia a la campana. Cuando los muchachos
ven que, como monjes, somos disciplinados y deseamos
vivir plenamente nuestra vida monástica, esto produce un
impacto mayor que el ir dando vueltas a lo que sea. Lo
importante es lo que ellos ven que somos.
Así pues, queridos padres, solamente podremos ser
hombres de Dios si somos hombres de oración. Seamos
hombres de oración, y entonces seremos buenos monjes y,
necesariamente, buenos profesores.

3. «...contemplata aliis tradere...»

La vida monástica es, por encima de cualquier otra


cosa, una búsqueda de Dios. No consiste en la adquisición
de las virtudes o en fomentar una integridad moral; no
consiste en llevar la cruz, ni en ir decididamente al
trabajo; ni en vivir bajo la obediencia; no proporciona al
individuo un ambiente para descubrirse a sí mismo y
trabajar para desarrollar su propia espiritualidad. Cada
una de estas cosas constituiría una visión parcial de lo que
es el monacato. Son parte componentes; medios, no fines.
La finalidad es la búsqueda de la unión con Dios. En
nuestro trabajo pastoral, nuestra tarea como monjes es, tal
como lo formulé en ocasión de la renovación de los
votos, contemplata aliis tradere: comunicar a los demás
las cosas que han sido contempladas.
La contemplación no consiste solamente en mirar a
Dios; para la mayoría de nosotros, ahora in via,consiste en
buscar a Dios, y si de vez en cuando se nos concede
alguna «visión» de él, esto será solamente un vislumbre
otorgado por la gracia en lo que siempre será una «nube
de desconocimiento». Así pues, cuando uso el término
«contemplación» lo uso en el sentido de buscar a Dios.
Esta búsqueda de Dios se hace a través de, con y en
Cristo, en unidad con el Espíritu santo, de manera que en
esta verdadera vida de la trinidad, podemos tributar todo
honor y toda gloria a Dios, Padre todopoderoso. Creo que
ésta es, en pocas palabras, la esencia de la vida monástica.
Es una búsqueda de Dios en comunidad. Este es un
valor que se ha puesto de relieve en estos últimos años, y
con razón. Y aunque piense que es verdad, que en el
pasado nos hayamos podido sentir satisfechos
precisamente de nuestra caridad como comunidad, sin
embargo vamos a necesitar cada vez en mayor medida un
sentido de comunidad, una conciencia de comunidad, un
comprometerse en la comunidad. Sí, nuestra búsqueda de
Dios es una búsqueda de Dios en comunidad, y es a la luz
de esta idea como me gustaría proponer algunos cambios
litúrgicos en nuestro modo de vivir. Estos cambios, en un
sentido, son de naturaleza relajantes, pero en otro sentido
son racionalizaciones, y creo que se han de justificar. Hoy
en día, la iglesia está agitada, de esto estoy cierto; y estoy
totalmente convencido que de aquí a uno o dos años habrá
un gran número de vocaciones para la vida religiosa.
Igualmente estoy totalmente convencido de que los
jóvenes no vendrán al monasterio para ser monjes, a no
ser que se dé un reto distintivo, y, si puedo decirlo así, a
no ser que la vida se vea como algo que vale la pena, en la
que un hombre puede ofrecerse a sí mismo y en la que
hay un elemento de sacrificio. En estos últimos años se ha
perjudicado a la vida religiosa pensando que la
renovación es en cierta medida un dejarlo pasar casi todo
y una relajación general. Esto ha sido un grave error.
Nuestra oración coral es importante y, como ya
sabéis, algunos de nosotros hemos participado en
grupos de oración, y estoy seguro que esto tendrá
futuro: y ciertamente, es algo que vale para el
presente. Una de las razones por lo que lo introduje,
es porque el mundo va a tener que aprender a orar, y
no pienso que el hombre moderno esté hecho para
aprender a orar por medio de sermones: aprenderá a
orar creando en sí disposiciones para la oración, y
únicamente creará en sí mismo disposiciones para la
oración si inicialmente ora con algún otro. Y me
parece que son los grupos de personas que oran
juntos los que van a difundir, como lo hicieron en
otro tiempo, el «asunto» de la oración. Esta es una de
las razones por lo que deberíamos hacerlo, intentar
comprender lo que sucede. Cuando abrimos la boca
en nuestros grupos de oración, me parece que no
hemos descubierto todavía la manera de hacerlo,
pero creo que todos hemos abierto la boca
suficientemente, incluyéndome a mí mismo, para
saber qué es lo queno se ha de decir. No tendríamos
que predicarnos homilías los unos a los otros; ni
tendría que ser un ejercicio estimulante de la
conciencia practicado en comunidad; no tendríamos
que tolerar el asemejarnos a un grupo de terapia; ni
tendríamos que ser como gente que nos estamos
descubriendo a nosotros mismos en profundidad; ni
tendríamos que ser como quien está orientando a
Dios hacia nosotros; ni tendríamos que limitar
nuestra visión de Dios como alguien que está «allá
arriba», y que conviene que nos comprenda hoy.
¿Qué es nuestra oración? Es una búsqueda de Dios
en comunidad, esencialmente en silencio. Creo que
se ha causado un perjuicio al dejarse de considerar
que la oración, en primera instancia, es una espera de
Dios en silencio. Esto me parece que es lo que
tendría que ser en sumo grado la oración monástica.
Cuando las personas abren la boca en esta clase de
oración, es para romper el silencio en vistas a
prepararse para el próximo silencio.
Lo que necesitamos es que la gente diga qué
aspecto de Dios, o qué aspecto de la vida cristiana
les ha impresionado, de manera que iluminen y
ayuden al resto del grupo. Ha de ser teocéntrico,
cristocéntrico, más que un pequeño grupo interesado
en su pequeño mundo, en sus propios problemas.
Hemos hecho un buen trabajo, y me parece que nos
va a compensar a un buen número de nosotros. Por
encima de todo, creo que nos ayudará a redescubrir
el «alma» de la oración vocal comunitaria.
Nuestra vida es oración comunitaria; nuestra vida
es trabajo comunitario. He llegado a ver cada vez
con más claridad que en los escritores monásticos
que desvalorizan el «trabajo» hay un peligro.
Después de todo, si pensáis, en lo que hacéis cuando
trabajáis, participamos de la acción creadora de Dios.
Y esto es algo maravilloso. Y ¿qué cosa hay más
creativa que la educación? ¿Qué cosa hay más
creativa, que se asemeje más a Dios, que el imprimir
la imagen de su Hijo en otra persona? Y esto es lo
que hacemos nosotros. ¿Qué podrá haber de más
creativo aunque no sea más que conseguir que otra
persona aprenda y conozca? Cuanto más conozco
más participo de la mente de Dios; así como cuanto
más amo, tanto más participo de la actividad del
amor de Dios. Y de esta manera, a un nivel muy
elevado, hemos de ver nuestro trabajo monástico,
como una participación de la creatividad de Dios
mismo. Así pues, os urjo que os dejéis guiar por esta
verdad vital en todo lo que penséis referente a
vuestro trabajo.
No creo que Dios bendiga a una comunidad monástica
que no es obediente; no creo que el trabajo de un
individuo sea bendecido si no se hace de acuerdo con la
obediencia. Y, ciertamente, no será bendecido si va contra
los deseos expresados por un superior, por equivocado
que esté o por estrecha que sea su visión. Cuando nos
hicimos monjes sabíamos que seríamos gobernados por
hombres con limitaciones: temperamentales, intelectuales
y demás. Esto es lo que aceptamos; lo sabíamos. Y
creedme, cuanto más viejos nos hacemos, más
sorprendidos quedamos cuando miramos a los de nuestra
edad que ocupan puestos de autoridad, y vemos lo
limitados que realmente son. Esto es un hecho. Y digo
esto, no porque todos nosotros nos hayamos pervertido
respecto a esto; pero una mala doctrina puede penetrar y
extenderse rápidamente, y quiero estar totalmente cierto
de que esto no pasa aquí. Por ejemplo, la doctrina que
afirma que si un superior hubiese conocido todas las
circunstancias, no lo hubiera dispuesto como lo ha hecho,
y en consecuencia, soy libre para no tenerlo en cuenta:
esto, creo, es falso. Otro error es que una orden dada sólo
puede llevarse a cabo dentro de todo el contextode lo que
se debe hacer. Esto parece también razonable, pero es
peligroso. También hay la doctrina que dice que la ley de
la caridad ha de prevalecer siempre por encima de las
reglas de obediencia. Esto es muy peligroso, porque
puede ser verdad. Lo que intento decir es que se daría o se
dará muy raramente el caso en que decidamos que la ley
de la caridad debe prevalecer sobre las reglas.
Continuemos con esta cuestión de la obediencia.
Querría recordaros, padres, que lo que acabo de decir no
pretende perjudicar, desde luego, el uso de la iniciativa o
del sentido común. Preferiría que una persona fuera
desobediente a que tuviese a menos la obediencia;
prefiero más que uno diga honradamente: “no voy a hacer
esto por las buenas” que no que desacredite la doctrina.
He llegado a ver cada vez más y más lo central que es
precisamente la obediencia en la vida religiosa. Un
religioso obediente ha adquirido una libertad interior.
Mirad siempre la obediencia como libertadora y como
algo que nos configura a Cristo.
Voy a añadir algo respecto a la organización del
trabajo. En la industria, la definición de una tarea
determinada, normalmente no es dada por el empleado;
normalmente un hombre se emplea para llevar a cabo una
tarea definida por otro. Y tanto en la industria como en el
comercio, se prevé que el individuo usará de iniciativa,
tendrá un plan, tendrá libertad. Pero no podréis dirigir
eficientemente una sección, pongámoslo a este nivel, a no
ser que la gente esté preparada a realizar su tarea de la
manera indicada por la autoridad. Y cuando lo que tú
piensas choca con lo que piensa la autoridad, entonces, en
interés de la eficacia, aparte de cualquier otra cosa, uno se
ha de someter al punto de vista de otro. Frecuentemente la
gente realiza su trabajo de una manera que la autoridad
superior no conoce, o tal vez no desee, de manera que uno
ha de ser sensible para preguntar si esto es lo que se
desea. En un nivel más profundo, si intentamos planificar
nuestras vidas, hacer nuestras propias vidas, llevar a cabo
nuestro trabajo como nos gusta, lo podemos hacer más
fácilmente que adoptar una total disponibilidad, sumisión,
que es la liberación definitiva de nuestra mente y la señal
de que el amor de Dios habita en nosotros. Disponibilidad
y sumisión no tendrían que significar fuerza, pena,
agonía, lucha, sino alegría, porque definitivamente no me
busco a mí mismo, ni promuevo mis propios intereses,
sino que busco al Señor. Si adquirimos esto correctamente
en nuestra vida de oración, correctamente en nuestros
corazones, resultará que lo ejecutaremos correctamente en
la práctica. Por lo tanto no hemos de trabajar por
competencia; ni hemos de utilizar nuestro trabajo para
ascender; ni utilizar nuestro trabajo para hacernos ver, ni
para encontrar en él nuestra realización, porque nuestro
tesoro está en otra parte.
El ideal que acabo de proponeros es elevado,
reverendos padres, y siento pesadumbre y temblor cuando
considero el atrevimiento que he tenido para deciros esto
yo, que he cometido estos errores evidentes a lo largo de
toda mi vida. Acaso sea por el hecho de haber cometido
los errores por lo que uno puede mirar atrás y darse
cuenta de que fue una lástima. Pero lo que yo querría que
retuvierais es esta visión tremenda del trabajo como
participación de la creatividad de Dios. Esto se tendría
que ponderar. Las facultades que yo tengo, sean cuales
fueren, son facultades que Dios mantiene, y yo actúo
como un instrumento divino para hacer lo que él quiere
que yo haga. Este pensamiento es formidable, y no hay
una manera más elevada de realizarlo que por medio de la
educación, la comunicación; y nada hay de más elevado
en la educación que transmitir a los demás un sentido de
Dios. En esto consiste nuestra vida:contemplata aliis
14
tradere.

4. Devoción
He estado pensando sobre renovación, renovación
monástica. Mientras que por una parte, sería odioso estar
satisfecho de como va nuestra vida aquí, se ha de
reconocer, sin embargo, que hay un buen número de cosas
que marchan bien. También sería odioso ser hipercrítico
respecto a la manera como se efectúa la renovación en
otros monasterios u órdenes religiosas. Pero creo que tal
como lo he sugerido ya en otras ocasiones, en muchos
casos las comunidades corren el peligro de cometer un
error muy grave, si van demasiado de prisa en lo que
podríamos llamar una dirección permisiva. Los que han
intentado conscientemente hacer la vida más fácil a sus
miembros, me parece que están cometiendo un grave
error. Ciertamente, creo que hay una correlación entre el
reclutamiento y las exigencias que una orden requiere de
sus miembros. Ahora voy a intentar explicar lo que me
parece que presupone la exigencia. Y en tanto en cuanto
nos atañe, hay un principio orientador con el que puedo
contar: que cualquier cosa que hagamos, planeemos, o
cambiemos, hay cinco cosas a las que hemos de
permanecer fieles, si hemos de seguir siendo algo de lo
que hemos sido, si realmente y a fin de cuentas hemos de
continuar. Las he mencionado antes, y no necesito
excusarme de volver a mencionarlas de nuevo, por lo
importantes que son: oración, obediencia, trabajo intenso,
vida comunitaria, pobreza. Estas son las cualidades
básicas, esenciales que ha de tener nuestra vida
monástica.
Más aún, una cuestión que suena como un desafío me
ha sido propuesta dos veces en los últimos diez días por
personas que se sienten atraídas por la vida monástica;
ciertamente es digno de admiración. La cuestión
propuesta, la indecisión que sienten, su problema, se
reduce a lo siguiente: «En cierto sentido ¿no habéis
optado; no habéis creado para vosotros un ambiente
agradable en el que evitáis ampliamente el género de
responsabilidades que nosotros hemos de soportar en la
batalla que es para nosotros la vida de cada día?». Mi
pensamiento se dirige a X, casado hace diez años, siendo
ya algo mayor, padre de cinco hijos; perdonad que insista,
cerca de los cincuenta años, sobrecargado de inquietudes
y problemas. O Y, enloquecido por una salud enfermiza,
consciente de haber cometido un error casándose y
habiendo de pasar el resto de sus días con una mujer
incompatible, y ella con un esposo incompatible a su vez.
O Z, que ejerce un empleo que no le gusta, y que para él
es una gran prueba; no puede cambiar a su edad; tiene un
hijo subnormal. ¿Por qué X, Y, Z? La mayoría de
nosotros tenemos casos semejantes en nuestra propias
familias; y ciertamente, si nos ponemos a pensar, X, Y y
Z podríamos haber sido tú y yo. Sí, cuando se plantea esta
cuestión, a uno se le ocurren estos ejemplos, que se
pueden ir multiplicando una y otra vez.
Mi respuesta es: Sí, tenemos muchas ventajas: tenemos
tres comidas diarias aseguradas, tenemos un techo sobre
nuestras cabezas, estamos vestidos, vivimos en compañía
de personas orientadas hacia un mismo fin, tenemos
nuestra ancianidad asegurada. Y proseguiré diciendo que
solamente puede haber una justificación del don de Dios
que significan todas estas cosas maravillosas, estas
grandes ventajas, siendo así que la mayoría de los
hombres no las disfrutan. Esto solamente puede
justificarse, digo, bajo el supuesto de que vivimos una
vida que re-quiere exigencias de nosotros de la misma
manera que la vida ordinaria requiere exigencias de
vosotros. Y en nuestra vida monástica, los dos terrenos en
que se nos exige son nuestra vida de oración y nuestro
trabajo. La oración tiene sus exigencias, y cuanto más
responsable es una vida de oración, tanto más nos exige el
Señor a través de ella. Y el trabajo tiene sus exigencias
porque trabajamos durante largas horas: trabajamos
intensa-mente, en siete días hacemos el trabajo que
corresponde a más de siete. Y hasta cuando no estamos
comprometidos a trabajar con tanta intensidad, hemos de
cumplir igualmente nuestras obligaciones: el Oficio coral.
Y también hay las reivindicaciones de los votos
tradicionales de castidad, pobreza y obediencia.
En los primeros años de la vida monástica son las cosas
pequeñas las que parecen pesadas, pero después, son las
cosas más importantes. La castidad, la pobreza y la
obediencia, en el curso de los años, pueden ser pruebas
mayores de lo que eran al principio. Y ahora empiezo a
preguntarme si lo que estoy diciendo es convincente. Hay
una especie de desagradable ir machacando detrás de mi
pensamiento que tal vez sea la manera como tendría que
ser, pero en mi caso, desgraciadamente, no lo es.
Todo lo que he mencionado: las reivindicaciones de los
votos y las exigencias de nuestras actividades, pueden
presentarnos con las mismas posibilidades de heroísmo o
terca intrepidez que la gente del mundo han de sacar de sí
misma en diversas circunstancias de sus vidas. A veces
me pregunto a mí mismo, ¿por qué la vida humana tiene
sus exigencias? Entonces me acuerdo de los
estremecimientos que nos sobrecogen cuando hablamos
de las dificultades de la vida monástica, o cuando se
menciona la cruz, y reconocemos que la vida, una vida
monástica, edificada sobre una especie de masoquismo
espiritual, sería una perversión de lo que tendría que ser el
monacato. Reconocemos en nosotros un espectro curioso,
acechante, en lo profundo del espíritu, cuando tenemos la
impresión de que de alguna manera, aunque las cosas
vayan bien, debe haber algo que va mal; o que si la vida
no es horrenda, no puede ser buena. Este es un espectro
que también debe ser exorcizado: tú no puedes basar una
vida humana o una vida monástica en esto. También hay
un sentimiento en nosotros, que nos afecta; un
sentimiento, no algo racional, de que cuantas más cosas
hagamos más virtuosos somos; cuantas más oraciones
recitamos, más virtuosos somos, y así. Este principio
no es teológico y no tiene ninguna base en la escritura ni
en la tradición. Tal como ya sabemos, el principio del
mérito es la caridad, no la cantidad de cosas que hacemos,
soportamos o decimos en nuestras oraciones. Sí, el
principio del mérito es la caridad. Y habiendo dicho esto,
se ha de admitir que la devoción a la oración y al trabajo
es una señal de caridad, una señal de vida.
Estoy cierto del papel vital que desempeña el trabajo en
nuestro estilo de vida monástico. Sin trabajo, dejaremos
de ser lo que hemos sido, y más aún, dejaremos de ser. Y
el trabajo hecho por los hermanos no es un salir de sí
mismo para darse a la actividad, podría serlo; ni es una
escalera que se ha de subir, como el que quiere sobresalir
en una carrera. Es una participación de la creatividad de
Dios; el fluir, en la actividad, de nuestro amor a nuestro
Señor y Maestro, y a nuestro prójimo. Es una devoción
desinteresada a los que servimos en el colegio, en las
parroquias o en cualquier otra parte. Recordamos con
admiración, para fijar la atención en un monje de nuestro
pasado, al H. Stephen Marwood: claramente un hombre
de Dios, un hombre que alcanzó un nivel muy alto de
oración, y sin embargo, entre nosotros, fue uno de los
hermanos más ocupados y más dedicado. Hasta el día de
hoy se le cita como quien ha ejercido una profunda
influencia. Y me parece que fue la figura representativa, y
fue solamente uno, del tipo de monje más excelente que
ha producido esta casa. Como digo, solamente lo tomo
como figura representativa..Podría haber mencionado
otros nombres, pero surgió él: qué persona más
plenamente humana, tan eminentemente humano y
humanitario.
Y si continúo hablando de ser humano en la vida
monástica, y esto lo digo no como un reproche, ni con la
implicación de que nosotros no tengamos estas
cualidades, me gusta pensar que las cosas sobre las que
voy a hablar son una descripción de lo que nosotros
estamos intentando ser, y de lo que la mayoría de nosotros
somos la mayor parte del tiempo. Pero las cualidades más
delicadas, si las podemos llamar así, son importantes: ser
considerado, precavido, disponible, formal, dispuesto a
colaborar, útil, jovial, aceptado y acogedor; sensible para
con los demás, que sabe perdonar, generoso,
desinteresado. Bien, todos tenemos nuestra lista de
cualidades, lo que pensamos que podría constituir un ser
humano excelente y un excelente monje, y no creo que
ninguno de nosotros pudiera tener en poca consideración
estas cualidades. Pero ahí están como ideales formidables
para todos nosotros: consideración, capacidad de
perdonar, desinterés para uno mismo, generosidad. Estas
son las cualidades más delicadas, más atractivas, sin las
que no hay vida verdaderamente humana, ni vida
monástica tolerable. Pero una vida monástica ha de dar
también al monje un sentido de responsabilidad, y aquí
me voy a referir a tres puntos.
En primer lugar, he de ser capaz de entregarme a mi
vocación por toda la vida; y habiéndome entregado,
perseverar pase lo que pase. Y las personas, los jóvenes,
en general, se muestran vacilantes en dar este paso. Pero
cuanto más avanzo en la vida, me voy dando más cuenta
de que la vacilación es una señal de inmadurez, porque se
llega a un punto en el que uno ha de ser capaz de dar un
paso responsable de este género y perseverar en él, venga
lo que venga. El otro día encontré a una señora que había
llegado ya a los setenta años. Ha pasado y está pasando
una vida horrible, no es católica; una vida horrible con un
marido pendenciero, algo desequilibrado diría. Ella decía:
«Podría abandonarlo, padre, podría; pero no lo haré a
causa de mis votos». Tal era su lealtad y devoción a una
promesa, hecha hace unos cincuenta años, y que le ha
proporcionado poca satisfacción, poca alegría.
Existe otra forma de esta responsabilidad, o de esta
cualidad responsable, que me gustaría exponeros: ser
digno de confianza. No serás una persona responsable, a
no ser que los otros puedan contar contigo; de manera que
cuando se te confía una tarea, uno puede estar seguro de
que será llevada a término, y estará bien hecha, con
perseverancia y eficiencia. Me parece que esto es
importante en nuestro trabajo, en nuestro trabajo en el
colegio.
Y el tercer nivel, que recubre este terreno de la
responsabilidad, se refiere a toda la cuestión de afrontar
las propias obligaciones, los propios deberes, de una
manera viril y valiente. Pensad en el efecto tremendo que
hace un monje que ha salido con un grupo de chicos, o
que está de vacaciones, y se retira para rezar su Oficio, se
retira para orar. Y esto no es acción consciente, como no
lo fue la de aquel otro de nuestros padres, que echó al aire
su libro, y dijo: «Ahora me he de cargar con la piedra de
molino». Digo esto porque me parece que los más jóvenes
se eximen a sí mismo demasiado fácilmente del Oficio.
Nunca he buscado informarme de si cuando participáis en
una salida o en un camping, o cosas de este género, os
retiráis aparte unos cuantos metros, para rezar una «hora
menor». Esto produce una profunda impresión en la
gente. Uno no lo ha de hacer por esto, sino porque se
toma con seriedad y responsablemente su vida de oración,
tal como se nos exige. Nos escabullimos para rezar el
Oficio como una madre podría escabullirse para ir a
planchar la colada.
Siento una incomodidad creciente con respecto a la
pobreza en nuestra congregación y en nuestra
confederación. Es uno de estos temas difíciles porque no
tenemos muy claro de qué manera, con nuestras
obligaciones, con nuestro trabajo, podemos realmente dar
testimonio de una pobreza que sea verdaderamente
evangélica. Podemos reunirnos para discutir esto, y hablar
y hablar y hablar. Lo que yo urgiría es que guardáramos
como un tesoro las formas tradicionales de expresar
nuestra pobreza. Tendríamos que ser escrupulosos cuando
se trata de pedir permiso para cosas que se nos han dado o
nos han enviado; o para pasar cuentas cuando hemos
estado de viaje o de vacaciones —y dicho sea de paso,
esto va bien. Tendríamos que disuadir de que nos hicieran
regalos, especialmente regalos superfluos, sin herir desde
luego, a los que desean hacérnoslos. Sí, es importante no
pedir a la gente que puede dar. Me parece que no hay cosa
más horrible en la iglesia que un sacerdote pesetero. No
creo que aquí tengamos sacerdotes peseteros.
Otro aspecto de la pobreza que tendríais que tener
presente es el no olvidar de dar las gracias a una persona
cuando os da alguna cosa, especialmente con una carta de
agradecimiento. El «dar gracias» no se puede decir que
sea una virtud evidentemente clerical. A veces es difícil
decir “no”; pero en general, tendríamos que hacer desistir
a la gente de que nos den cosas. Lo que quiero indicar es
que nuestro estilo de vida, nuestras actitudes, nuestras
reacciones, nuestros valores —éstas son todas las palabras
— han de dar testimonio de la presencia de Dios, de la
presencia del reino de Cristo, más que no de un estilo de
vida modelado a la manera de como viven los seglares.
¡Es difícil juzgar sobre esto! Pero permitidme que os
recuerde que si abandonáis los vestidos clericales —en las
vacaciones, por ejemplo— rápidamente os identificáis con
el estilo de vida que hombres prudentes y sensibles se
guardarán bien de llamar monástico. Es difícil definir lo
que significa frugalidad y simplicidad de vida; y
naturalmente, dadas las diferencias de ambientes y de
educación entre nosotros, nuestros puntos de vista serán
diferentes. En general, hemos actuado correcta-mente en
esto. Sin embargo, es algo precioso que hemos de
conservar. Creo, padres, que éste es todo el espíritu de
este capítulo. Tenemos valores preciosos, que nos han
legado nuestros predecesores. Pero se han de conservar
con solicitud, con amor, y con un cierto orgullo. Sea lo
que fuere lo que lleguemos a ser, o lo que hagamos en el
futuro, estas cosas deben formar parte de nuestra vida
monástica. Creo que si aflojamos en alguna de estas
cosas, no sobreviviremos; iría hasta el punto de decir que
ni siquiera mereceríamos sobrevivir. Pero porque tenemos
estos valores, sobreviviremos.

5. Simplicidad

Tenemos en nuestra comunidad, reverendos padres,


gran número de cosas por las que deberíamos dar gracias
a Dios cada día. En nuestra vida de cada día, somos
conscientes de cosas que no parecen ir fácilmente, y
somos conscientes de los problemas que afronta la iglesia
y la vida monástica en nuestro tiempo. Pero sería una
locura dejarlo estar, quedarse atrás y afirmar lo felices que
hemos sido. Una de las cosas más remarcables que han
surgido en estas últimas semanas ha sido el evidente
interés de la comunidad por su vida de oración, ya sea en
la controversia que hemos tenido sobre nuestra liturgia, ya
sea el interés que ciertos miembros de la comunidad van
tomando por movimientos de oración contemporáneos y
el poder del Espíritu. Todas estas cosas son importantes.
También hemos de reconocer que la comunidad trabaja
intensa y eficazmente. No es fácil guiar y educar a los
jóvenes hoy día, vosotros lo sabéis mejor que yo. Desde el
punto de vista académico, cultural y atlético, en cuanto
me es posible juzgarlo, diría que el colegio marcha mejor
ahora, como tal vez no haya marchado nunca en el
pasado. Nuestra mayor incumbencia es, desde luego, la
formación cristiana de los muchachos, y no supongo que
vosotros, los que pertenecéis a la plantilla del colegio,
penséis que habéis llegado a la perfección en esto.
También ha sido una bendición, me parece, la manera
como hemos podido ayudar a varios grupos de personas
que han venido aquí, y el trabajo generoso que han hecho
los que se han comprometido con ellos. Tal como digo, si
uno mira lo que se va haciendo en la comunidad,
podemos decir: es sólido, vital y eficaz. Hubo un tiempo
en que la comunidad, en la época de mi vida más
monástica, se miraba tal vez demasiado a sí misma, y en
el que la complacencia era un peligro. Hoy día, en una
época crítica, tendemos probablemente a caer en el otro
extremo: perder la confianza; mirar lo que va mal y no
edificar sobre lo que va bien. Reconocemos que, por la
providencia de Dios, es mucho de lo que podemos estar
orgullosos y que puede hacernos in adelante con
entusiasmo.
Hoy en día, los monasterios van a ser cada vez más
importantes en la iglesia; de esto no hay la menor sombra
de duda ; y para nosotros es algo precioso contribuir.
Como siempre, depende de que cada uno de nosotros
ayude a quienquiera que sea a alcanzar las más elevadas
metas en nuestra devoción a Dios. Hay tres terrenos en
nuestra vida, sobre los que quiero hablar brevemente,
porque son fundamentales para el estilo de vida que se
lleva en este monasterio: oración, simplicidad y
frugalidad, obediencia.
Oración. La controversia sobre la liturgia ha
revelado la verdad, digna de consideración, de que la
comunidad se interesa por su vida de oración y la
considera muy importante. Sin embargo, me gustaría
decir algo sobre lo que yo he dado en llamar
«controversia litúrgica». En la reunión dije que los
cambios que se introdujeron en octubre fueron
promovidos por mí. Digo esto, porque más de una
persona me ha insinuado, algunos con más delicadeza que
otros, que, de hecho, yo era el objeto o el sujeto de un
grupo de presión. Esto no es verdad: se trataba de mis
ideas —malas, por más que parece que resultan— a
excepción de dos, me parece. Yo tomo la responsabilidad
por estos cambios y pido de todo corazón excusas a la
comunidad por ellos y por la forma en que os los presenté.
Pero no me gusta que se reproche a otras personas por
cosas que yo he hecho. Y me excuso sin ninguna
dificultad, porque para los superiores es cosa buena
equivocarse de vez en cuando. Hay cosas irritantes que se
han de apartar de los cambios. Recordad que formé un
grupo que formuló un cuestionario; las respuestas las
encontraréis en la mesa de la sala de comunidad. Como
resultado de un estudio y después de una discusión,
parece que se requieren los siguientes cambios:
Volveremos a la salmodia que usábamos antes; tendremos
la misa en el coro y no iremos al otro lado dando la vuelta
al altar. La «hora de laudes» será después de la comunión.
En cuanto a la simplicidad y frugalidad. Me gustaría
explicaros una historieta contra mí mismo. Me parece que
desde que el Crow Hotel fue construido, hace unos veinte
años, he estado allí tres veces. Hace seis meses estuve a
almorzar en este hotel, que es de los buenos. En la mesa
de al lado había un grupo que observaba a este clérigo y
se preguntaba quién podría ser. ¿Podría ser el abad de
Ampleforth? Decidieron que era imposible: un abad
nunca hubiera ido a un hotel de este calibre. Sin embargo,
con el deseo de superar sus dudas uno de ellos se me
acercó y dijo: ¿Es usted el abad de Ampleforth? Y
entonces, todo fue muy divertido. Pero después, topé con
alguien que me dijo que Mary, o quien fuera, dijo que me
había visto, pero que pensó que no era yo, porque un
abad, así pensaba ella, no podía estar en un hotel de
primera clase. No me avergüenza haber estado en el
Crow; pero hace que uno se pregunte qué es lo que la
gente verdaderamente razonable y sensible espera de
nosotros. Podemos muy fácilmente, en nuestra manera de
comportarnos —en nuestras actitudes, en la manera de
tratarnos o que permitimos que otros nos traten, en el
ambiente en que nos movemos—, encontrarnos en
situaciones en que personas razonables nunca hubieran
esperado ver a un monje. Simplicidad y frugalidad no
significa necesariamente vivir en una habitación con
pocas cosas: es una actitud mental, y para nosotros es
fácil resbalar en «los caminos del mundo». Hemos de
estar en guardia, no por lo que pueda decir o pensar la
gente, este no tendría que ser el motivo, sino porque un
monje, tanto en su estilo de vida como en sus actitudes,
debería ser simple y frugal, en el sentido correcto.
Incidentalmente, me parece que la actitud de la señora era
equivocada, pero la idea general queda clara.
La obediencia ocupa un lugar central en la vida
monástica. Cuanto más tiempo hace que vivo como
monje, tanto más pienso que es importante el que
hayamos escogido —o mejor, hayamos sido escogidos—
para una vida en la que la obediencia y el celibato son
valores importantes. Son tan contrarios a lo que nuestras
naturalezas parecen exigir para sí mismas; es decir, una
total independencia en nuestras opciones, y una total
realización en el estado matrimonial. Es importante optar
por la obediencia y el celibato, pero son señales poderosas
del reino de Dios en medio de nosotros y de nuestra
dedicación. La obediencia es la señal exterior de mi
determinación a dedicar toda mi vida a Dios, mi Padre; es
una expresión de mi amor a Cristo, mi deseo de seguirlo.
Es una liberación, es un quedar libre para ser un
verdadero instrumento del Espíritu. Un estudio de la
obediencia monástica inclina a admitir que ha sido
influenciada por elementos que me parece que solamente
pueden ser juzgados como no monásticos. El concepto de
«como un cadáver» de la obediencia, que, cosa bastante
curiosa, pertenece a san Francisco, no es obediencia
monástica; un concepto «militarista» de obediencia, no es
monástica; la idea de «sumisión de pensamiento» no es
monástica. Igualmente es verdad que la obediencia
monástica puede verse afectada por elementos de la
espiritualidad contemporánea que pueden ser ajenos a la
espiritualidad monástica; tales como la primacía de la
conciencia, el papel de la responsabilidad personal, la
obediencia como obediencia antes que nada a la
comunidad; las reivindicaciones de la caridad que
sobrepasan las exigencias de la obediencia, ciertos
elementos sacados de la sicología moderna. Estas cosas
pueden, y sin duda lo harán, aportar su contribución a la
doctrina de la obediencia, pero en modo alguno tendrían
que disminuir el papel central de la obediencia en la vida
monástica; y mucho menos aún, deberían dar ocasión a
una decepción personal y a buscar hacer la propia
voluntad.
Creo que la obediencia varía en las diferentes órdenes
religiosas. En algunas, la obediencia juega un papel
menos importante que en la vida monástica, y hay
también diferentes interpretaciones. Cada orden tiene su
propio carisma; cada casa monástica, su propio carisma; y
la obediencia siempre ha representado un papel central en
esta casa, y me parece que ha sido la fuente de
considerables bendiciones. Se necesita una buena dosis de
fe, una visión madura, para ver en los superiores humanos
y en las disposiciones de la comunidad la acción de la
divina providencia. Pero no podemos vivir como monjes
genuinos y verdaderamente alegres a no ser que tengamos
esta fe. En nuestra casa hay una gran tradición de
obediencia, y hoy en día —como en el pasado— se dan
ejemplos evidentes que constituyen en gran manera
materia de edificación. Cada uno de nosotros deberíamos
estimularnos a nosotros mismos y animar a los otros a la
consecución de la obediencia. Dedicación a la oración,
simplicidad y frugalidad —en la actitud, el pensamiento y
el comportamiento— y la obediencia, son el legado del
pasado en nuestra tradición monástica. En nuestra casa se
dan señales de muchas bendiciones de Dios, como hemos
dicho antes. Me gusta pensar que es porque nos
interesamos por la oración, por la obediencia y por la
pobreza, por lo que nos vienen estas bendiciones. De vez
en cuando necesitamos reafirmar nuestra fe en estos
valores, porque me parece que para nosotros son los
prerequisitos para nuestra búsqueda de Dios, nuestro amor
de Dios, y nuestro amor y servicio al prójimo.
15.1.73
II VIDA EN EL ESPÍRITU

5. BÚSQUEDA DE DIOS








1. El deseo de orar

Voy a hablar de la oración. Tendríamos que distinguir
dos cosas: la obligación de orar y el deseo de orar.
El deseo de orar es una atracción interior hacia la
oración. No se trata de una actitud de «debería rezar» sino
que se trata de «yo deseo rezar». Es verdad que hay un
estadio a mitad de camino en el que puedo decir: «deseo
hacer lo que debería hacer». Y esto es justo y correcto,
pero no es suficiente. Ha de ir creciendo en nosotros un
deseo de orar, una nostalgia de la oración, un gusto por la
oración. Ahora, a causa de nuestras muchasocupaciones, y
de que nuestras mentes están preocupadas por muchas
cosas, todos nosotros hemos experimentado las
dificultades que la vida ofrece a nuestras oraciones. Es
verdad que el trabajo que hacemos lo hacemos por
obediencia, y solamente por esto ya tiene un valor
particular, a parte de su valor intrínseco. Pero el problema
está en que no es fácil para nosotros mantener un estado
de recogimiento, con nuestra mirada y nuestra atención
puestas en el Señor. En los monasterios en los que no hay
una actividad como la actividad en que nosotros estamos
comprometidos, este sentido de la presencia de Dios se
adquiere más fácilmente a una edad más temprana en la
vida monástica. Para nosotros es más difícil, pero de
ningún modo imposible. Pero esto depende del hecho de
que tengamos una actitud hacia la oración semejante a la
que podríamos tener hacia los negocios. No estoy
hablando de la oración privada o de la oración litúrgica de
una manera específica, hago abstracción de ambas y hablo
en términos generales. Pero sospecho que el deseo de la
oración es algo que viene solamente con la práctica y
poco a poco. Me parece que es una verdad incontestable
en el campo de la oración, el decir que el deseo de ésta, el
gusto por ésta, es una consecuencia de su práctica. En
principio no empezamos a orar porque nos sintamos
atraídos por la oración; con más frecuencia, hemos de
empezar a orar, y entonces, el gusto y el deseo de orar
vienen. Por consiguiente, de una manera semejante, si por
una u otra razón dejamos de hacer oración o permitimos
que la oración desaparezca de nuestras vidas, entonces, el
gusto y el deseo también desaparecen. Cualquiera que
tenga alguna duda sobre esto no tiene más que reflexionar
sobre las cosas que pueden suceder durante nuestras
vacaciones: con qué facilidad el gusto por la oración
puede desaparecer o debilitarse.
Es verdad que la vida de oración tiene sus propias
dificultades. No puede haber práctica de oración llevada a
cabo. con seriedad que no vaya acompañada de oscuridad
y un cierto sentido de cosa irreal. Verdaderamente, la
oscuridad y la irrealidad son parte y porción de la oración.
Son las formas por las que se purifica nuestra fe, cuando
nuestro ser se encuentra privado de los puntales y
soportes que eran necesarios en un estadio anterior. Esta
es una experiencia difícil y a veces espantosa, porque
tenemos la sensación de que no pasa nada, la sensación de
que la oración es una experiencia de frustración. Tal como
nos dicen los escritores espirituales, estos son los
momentos peligrosos, porque es aquí donde podemos, ser
vencidos por el desaliento y dejar así de perseverar. Lo
mismo puede suceder respecto al Oficio divino. Podemos
desalentarnos por la sensación de irrealidad, por la
sensación de que se trata de algo «extraño» a nuestras
vidas, y caer en la tentación de no seguir perseverando en
la aplicación de nuestras mentes, en la concentración en
aquello nos imaginamos estar haciendo en el coro. Ahora
bien, la tenacidad y la perseverancia son cualidades
básicas que uno bien puede esperar encontrar en un
monje: ciertamente, cualidades que san Benito exige del
postulante que solicita la admisión. Debemos ser también
como el que se aplica a un negocio. Y además, es cuestión
de reflexión sobre las cosas de Dios, lectio divina: el
requisito necesario para una oración viva y verdadera; un
prerrequisito necesario para concentrarse en el Oficio
divino. Porque lalectio divina, la lectura reflexiva es esto:
no la preparación para un sermón, no leer teología por
teología, sino una lectura orante que capacita al Espíritu
santo a mover nuestras mentes hacia una comprensión y
una visión de las cosas de Dios, junto con un deseo de
darnos a Dios y de expresar esto en la oración.
15
Me acuerdo que el P. Paúl decía que si llevas bien las
cosas del colegio, todo lo demás va de por sí. Igualmente
es verdad que si llevas bien la oración de una comunidad,
el resto sigue de por sí. La oración es la cosa más
importante. Podemos tener la actitud, por ejemplo —
inconsciente, ya lo sé—, de que hemos de hacer el plan
del día, todas aquellas actividades en que debemos
ocuparnos, y entonces, de una manera u otra, encajar la
oración aquí o allá. O podemos tener la actitud de que
tenemos que hacer oración, y mirar el trabajo que hemos
de hacer como fluyendo de nuestra oración. Y cuando
estamos verdaderamente convencidos de la prioridad que
debe tener la oración, de su valor, entonces sentiremos
ansia por darle en la práctica la primacía que merece, no
sólo en nuestras vida individuales, sino también en la vida
de la comunidad. Como monjes, y monjes comprometidos
en un trabajo por Dios que vale la pena, ya sea aquí o con
nuestros padres en las parroquias, la oración es el
medio por el que el Espíritu puede guiarnos. Cuando
oramos de verdad, entonces podemos empezar a ver a
Cristo en nuestro prójimo; cuando oramos realmente,
podemos empezar a vivir para el Padre. Entonces nuestra
vida monástica empieza a ser una vida en y con Cristo
para el Padre. Para esto hemos venido aquí, y ésta es la
cosa más importante en nuestras vida.
Frecuentemente he hecho la reflexión, y tal vez lo haya
dicho en ocasiones anteriores, que en cada monje debería
haber un trapense en potencia, un cartujo en potencia, o
dicho de otra manera, nos tendría que saber algo mal a
cada uno de nosotros que Dios no nos haya llamado a ser
cartujos, la pena de que esta gran vocación no se nos haya
ofrecido a nosotros. Si conservamos este pensamiento en
nosotros, nos salvaremos del activismo: evitaremos el
peligro de dejar de ver la mano de Dios en nuestras vidas,
la mano de Dios en nuestro trabajo. Es la oración la que
nos da una visión espiritual. Existe una ecuación muy
simple, con la que voy a concluir: un hombre de oración,
igual a un hombre de Dios; y un hombre de Dios, igual a
un hombre de influencia espiritual.
12.5.67



2. La oración de insuficiencia

Es raro oír hablar de oración a los sacerdotes. Parecen
inhibirse cuando intentan explicar lo que pasa cuando
hacemos oración. Sin embargo, me parece que todo
superior de una comunidad religiosa está obligado a
hablar de la oración de vez en cuando. Mi intención es
hablar en términos generales a un grupo específico: a
aquellos que han sido a toda costa fieles a la oración a lo
largo de los años, aunque en la práctica parezcan
encontrar frustración y dificultad: aquellos que
frecuentemente tienen la sensación de que no van a
ninguna parte.
Hay dos aspectos en nuestra vida que militan contra la
práctica de la oración mental o el éxito aparente de una tal
oración.
El primero es nuestra preocupación por las múltiples
actividades en que estamos comprometidos por
obediencia. Nuestras mentes pueden estar de tal manera
abarrotadas de solicitudes y preocupaciones, o la
dificultad de encuadrar muchas cosas en un día, que
cuando nos ponemos a hacer oración mental, nuestras
mentes no están relajadas, no están aliviadas.
La segunda dificultad, que está en conexión con la
primera, es la fatiga mental. Es una cosa de la que
sufrimos todos nosotros en esta comunidad de vez en
cuando, y muchos de nosotros durante períodos
considerables. Hemos de estar seguros, desde luego,
cuando nos ponemos a hacer oración mental, de que
también nosotros ponemos algo de nuestra parte. No me
estoy refiriendo a cosas obvias como la fidelidad a la
media hora dedicada a esto; ni a impedimentos de la
oración, tales como la pereza, el buscarse a sí mismo, y
cosas semejantes. Se presume que, de acuerdo con los
principios monásticos, hay en nuestras vidas una
orientación general hacia las cosas de Dios. Estoy
pensando en el papel que jugamos cuando estamos
implicados en el ejercicio de esta práctica que llamamos
oración mental. Frecuentemente los manuales sugieren
que el seguir un método es algo que pertenece a los
estadios iniciales de la oración, y a medida que el tiempo
va pasando, ya se deja de necesitar un método. Esto es
falso. Es totalmente equivocado pensar que la oración es
algo ascendente. De hecho, la experiencia de la mayoría
de nosotros es de que la oración es algo variable, y que a
menudo tendríamos que volver a un método de los de al
principio antes de lo que lo solemos hacer. Uno se resiste
a proponer cualquier método específico. Asimismo, ¿no
hemos estado educados todos nosotros de acuerdo con el
principio de que la mejor manera de orar es la manera que
se te acomoda a ti? Ciertamente, esto es verdad. La
oración de dos personas no es nunca idéntica. Lo que se
acomoda a uno no se acomodará a otro. Pero si nos
sentimos incapaces de orar, en el sentido de que nuestra
mente vagabundea y se hace difícil fijar la atención en el
Señor, que no sucede nada; cuando ocurre esto, es el
momento de volver a un método que nos haya ayudado en
un estadio previo. Y en la experiencia de todos nosotros,
hay métodos que parece ser que nos han ayudado. Para
algunos será volver a la oración vocal, es decir, el uso de
una fórmula establecida. Santa Teresa de Ávila habla de
una monja anciana que no pudo llegar más allá de ir
diciendo el Padrenuestro durante el tiempo de la oración
mental. Y añade que esta monja había alcanzado un
estadio muy alto de espiritualidad. Pero es la práctica
inicial de aplicarse a una fórmula que puede ser un
apreciable punto de partida.
En tiempos de tensión y agotamiento, puede ayudar el
dividir la media hora en cuatro partes, por ejemplo: los
primeros diez minutos pasarlos con el «kyrie» de la misa;
después, un período de ir repasando el gloria; un tercer
período de reflexión sobre el ofertorio, y el cuarto, tal vez,
de lectura de las oraciones de la consagración. Algo por el
estilo puede ser útil y de ayuda. Es verdad que podemos
no ir más allá de la repetición de fórmulas; y hasta pueden
parecer carentes de sentido, desprovistas de un mensaje;
pero solamente el hecho de mantenerse con fe en esto,
eventualmente dará fruto de una manera que espero
sugerir de aquí a un momento.
Algunos prefieren el uso de su imaginación, sin
palabras; a otros les gusta dejarse impresionar por ideas.
Pero recordad que la palabra, la imagen o la idea son
solamente un punto de partida; más allá de palabras,
imágenes e ideas, hemos de ir a la persona: la persona de
Dios o una de las personas de la trinidad. Porque con toda
seguridad, esto es la esencia de la oración. Necesitamos
estar conscientes de Dios y responder a esta conciencia. Y
esta respuesta algunas veces vendrá en forma de palabras,
y otras veces en un desconcertante y curioso nivel donde
no hay ni palabras ni pensamiento. Y este es el punto
central de mi charla.
Me parece que muchos de nosotros tenemos el
sentimiento, y con frecuencia muy pronto en la vida
religiosa, de que los métodos más que ayudar nos
introducen en el camino. Cuando hablo con sacerdotes de
experiencia, especialmente aquellos que viven lo que
llamamos vida contemplativa, dicen que sus discípulos
abandonan los métodos y van a parar a lo que, a falta de
una expresión mejor, puede ser descrito como oración de
quietud. Esta es una oración en la que ni las palabras, ni
las ideas y ni las imágenes tienen sentido para nosotros.
Somos simplemente conscientes de Dios, y nuestra
respuesta a él no encuentra expresión en ninguna de estas
formas. Es precisamente una respuesta desde las
profundidades de nuestro ser.
El teólogo alemán Paul Tillich, me parece que llegó
casi a describir esta clase de oración —citado
16
en Sincero para con Dios —,cuando hablaba de Dios
como la profundidad o «fundamento» de nuestro ser.
Porque creo que en un nivel elemental de oración se da la
verificación de que Dios está presente en lo profundo de
cada uno de nosotros. Santa Teresa de Ávila decía: «¿Por
qué buscáis a Dios aquí o allá? Dios está dentro de
vosotras».
Queridos padres, debo confesar que esta es una forma
de oración con la que no estoy muy familiarizado. Hay
otra clase de oración, que me parece que es la oración de
muchos de nosotros. No es el resultado de ningún método,
porque el método no ayuda. Ni siquiera se da una
conciencia de oración. Es un estado del que la mayoría de
nosotros podemos hablar honradamente con elocuencia.
Es la «oración de insuficiencia». Y me parece que ésta es
la experiencia normal de muchos de nosotros. Un método
no ayuda: las imágenes y las ideas parecen convertirse en
obstáculos, y hasta cuando las abandonamos, nos
encontramos aún sin ninguna conciencia de Dios. Es aquí
cuando nos viene la tentación de abandonar. Una vez más
santa Teresa nos advierte que la gente abandona la
oración como cosa que nada aporta, como cosa que no
está hecha para ellos.
¿Cuál es el rasgo característico de esto? Me parece que
cuando nos encontramos en este estado se supone que
podemos aprender muchas lecciones, pero en particular,
son dos. La primera consiste en verificar que en la oración
lo que importa es el dar más que no el recibir; que
llevamos a cabo este ejercicio —es una palabra
desafortunada, pero ya sabéis lo que quiero decir— en
primer lugar por amor de Dios, más que por amor a
nosotros mismos. En otras palabras, estamos dispuestos a
arrodillarnos simplemente, o a sentarnos o a pasear, sin
que pasen muchas cosas y estamos preparados a proseguir
de esta manera, esperando —y esto puede durar años—,
esperando como alguien que ha de crecer en humildad y
en la verificación de las limitaciones del alma humana:
esperando que ha de ser Dios el que se ponga en contacto
con nosotros y no viceversa. Esta es la primera lección
que se ha de aprender.
La segunda lección es que no hay progreso en la
oración, si no hay un progreso en la fe, una purificación
de la fe. Y esto ocasiona la remoción de todos los apoyos
que dependen del comportamiento humano,
razonamientos humanos, señales y demás. La fe desnuda
esuna experiencia espantosa y, sin embargo, es finalmente
el punto de encuentro entre Dios y nosotros en lo
profundo de nuestro ser. Esta experiencia de la
purificación de la fe, normalmente no acostumbra a venir
pronto en la vida religiosa. Viene tarde.
Bien, queridos padres, estos son algunos pensamientos
sobre la oración. Pero debemos traer a la memoria lo que
aprendimos cuando éramos novicios: que la llave de todo
esto es la perseverancia. Hemos de aprender a esperar, a
no abandonar nunca, a volver a métodos simples, y
abandonarlos solamente cuando ya no son de ninguna
ayuda.
A veces podemos admirarnos del resultado de nuestra
fidelidad en la oración. De día en día, el resultado que
podemos ver o señalar es pequeño. Únicamente cuando
miramos atrás, pasados los años, llegamos a verificar que
nuestras convicciones respecto a las cosas de Dios son, a
pesar de todo, más claras de lo que eran. Y me parece
finalmente, que el resultado más importante de la
fidelidad a la oración es que, a pesar de todo, deseamos
continuar orando.
3.2.68

3. La profundidad de nuestro ser



La semana pasada hablamos sobre la oración. Y si os
acordáis, dijimos que sería una locura si, cuando
encontramos que la oración se nos hace difícil, dejásemos
de volver a un método de oración, ya sea concentrándonos
en palabras, usando la imaginación, o entreteniéndonos en
una idea. Naturalmente, una oración de este tipo, lo más
probable es que resultase ser una combinación de las tres
cosas: un intento de penetrar a través de la imagen, la
palabra o la idea, en la persona, la persona de Dios.
Continué diciendo que, probablemente en la vida
monástica, uno puede apartarse del método, porque
parece que el método ya no es de ninguna ayuda. Y
entonces describí dos estados de oración: oración de
quietud, cuando se da una conciencia de Dios en lo más
profundo de nuestro ser, una respuesta que no se traduce
necesariamente en palabras, imágenes o ideas. Pero con
más frecuencia, nos encontramos, decía, en lo que
caracterizamos como oración de «insuficiencia», en la que
el método no sirve para nada y parece ser más bien un
obstáculo, y al mismo tiempo, no obstante, no se da una
conciencia de Dios, y una respuesta aparentemente
consciente es imposible. Y continuaba diciendo que éste
es un estado en el que muchos de nosotros nos
encontramos durante un tiempo considerable. En el curso
de esta oración, que no parece ser oración, hemos de
aprender que la oración es esencialmente un dar a Dios,
así como también un recibir de él. Es también un tiempo
en el que podemos aprender a reconocer nuestras
limitaciones.
Deseo seguir pensando sobre esta oración de
«insuficiencia». Para empezar, deseo hacer una simple
constatación que es, en gran manera, una generalización.
Los cambios en la vida espiritual de cada uno, me parece
que están íntimamente relacionados con los cambios
sicológicos que tienen lugar en nosotros a medida que el
tiempo va pasando. En los primeros tiempos de la vida
monástica, porque normalmente tendemos a ser jóvenes,
nuestra característica dominante es «hacer», mientras que
cuando nos vamos haciendo mayores, es «ser». Esta es
una hipersimplificación al máximo, pero probablemente
entenderéis lo que quiero decir. De todas maneras, este
hecho ejerce un efecto sobre nuestra oración: al principio,
somos activos y estamos ocupados cuando oramos,
mientras que más adelante encontramos que esto es
desagradable y, de esta manera, nos limitamos
simplemente a «ser». Sobre esto me gustaría hablar.
Digo que hay características dominantes en las
diferentes edades. Cierto que esto es una
hipersimplificación, porque lo que he descrito como
oración de «insuficiencia» ocurre tanto al principio como
más adelante. Pongo énfasis en esto, porque uno se
encuentra con personas que llevan ya diez, quince o
veinte años en la vida religiosa, y se han desilusionado
porque han llegado a la conclusión de que para ellos no se
da un progreso en la oración, ni conciencia de Dios, ni
pueden estimular en ellos mismos ninguna clase de
respuesta. Se sienten abandonados.
Me gustaría puntualizar tres cosas.
En primer lugar, es importante adoptar la actitud de
espera, de estar simplemente presente en la oración, aun
cuando el esfuerzo parezca que no nos ha de traer ninguna
compensación. Éxito o fracaso, esta es la actitud de
17
Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» . Esta
actitud puede darse en tanto nosotros recibamos. Y según
mi opinión, es una equivocación esperar una respuesta de
Dios en la oración. Frecuentemente la respuesta de Dios
se da fuera de la oración. Dios nos habla a través de los
acontecimientos, por medio de otras personas, en las
oportunidades que se nos presentan en la vida de cada día.
Pero él nos habla esencialmente y por encima de todo en
la profundidad de nuestro ser, inspirándonos un mayor
deseo de Dios; y me parece que éste es uno de los frutos
característicos de la vida de oración: un deseo mayor de
Dios, aunque nuestro conocimiento de Dios no es mayor
ahora de lo que era, digamos, hace diez años. Y entonces,
una comprensión mayor de las cosas de Dios acompañará
probablemente a este deseo; aunque, por otra parte, no es
un conocimiento basado en la investigación teológica o en
alguna actividad mental de nuestra parte: es un
conocimiento de Dios basado en nuestro deseo de Dios y
una convicción que continuamente va creciendo, que, de
hecho, es un don de la gracia y no algo que nosotros
hayamos descubierto o inventado. Siendo ésta una
experiencia tan común en personas que al mismo tiempo
se quejan de que no les va bien la oración, me parece que
tendríamos que aceptar que la fidelidad a la oración está
íntimamente ligada a cosas que van progresando en
nuestro interior y que irán progresando en y a través de
los acontecimientos de cada día.
En segundo lugar, es importante aceptar la condición
de estar aparentemente abandonado por Dios. Todos los
escritores espirituales subrayan este punto. Y qué fácil es
olvidar esto cuando nos encontramos sumergidos en la
oración de insuficiencia, y cómo compensa dar gracias a
Dios por encontrarnos en este estado, cuando nos
sentimos frustrados; reconocer como cosa obvia que él
piensa lo mejor para nosotros. La historia de los dos
ciegos en el camino de Jericó tal como la narra el
evangelio de san Mateo nos puede ayudar. Es un cuadro
maravilloso de lo que sucede tan frecuentemente en la
oración. Nuestro Señor viene a ellos y les dice: «¿Qué
queréis que haga por vosotros?» y ellos: «Señor, que se
18
nos abran los ojos» . Este es el estado en que nos
encontramos ante Dios. Somos ciegos, no podemos ver a
Dios con nuestros sentidos, y nuestras deducciones de lo
que conocemos o pensamos sobre la misma palabra de
Dios, qué poco poder tienen para llevarnos a Dios. Somos
ciegos y nuestros ojos necesitan el contacto de la mano de
nuestro Señor para capacitarnos de ver a veces aunque no
sea sino oscuramente. Hemos de reconocer que somos
ciegos, estar contentos de ser ciegos, aceptar ser ciegos.
En tercer lugar, la experiencia de la oración cuando no
hay conciencia de Dios y ninguna respuesta aparente de
nuestra parte, no nos tendría que llevar a escaparnos de la
oración y a abandonarla. Hemos de intentar, sin tensiones
y sin complicaciones, dirigir nuestra mente a Dios, en
cuanto nos sea posible. Pero todo el problema está aquí,
en el hecho de que no podemos concentrar nuestra mente
en Dios. El pensamiento no puede contener a Dios. Pero,
tal vez, podamos entretenernos en alguno de los atributos
de Dios: los importantes, los que son obvios:
entretenernos en el pensamiento del amor de Dios,
entretenernos en el pensamiento de la misericordia de
Dios; a veces, ir repitiendo simplemente frase del
Evangelio, pequeños retazos de oración aprendidos en una
u otra ocasión, sólo para apartar nuestra atención de otras
cosas, aunque esto no pueda llevarnos de una manera
perfecta a la presencia de Dios.
He hablado de esta oración de «insuficiencia», porque
estoy convencido de que es un estado en el que se
encuentra mucha gente; un estado que puede causar
depresión y hacerles pensar que la oración no es para
ellos. Pero sospecho que esto es una experiencia común y
que tendríamos que aceptar que es un estado en el que a
menudo Dios quiere que estemos. Es un buen estado y
probablemente mucho mejor para nosotros que la oración
en la que estamos conscientes de la presencia de Dios, sea
lo que fuere lo que esto pueda significar. Es un estado de
oración válido, a condición de que en nuestras vidas
cumplamos con lo que nos toca; y en relación con esto es
importante ser fieles a la lectura espiritual. ¿No es verdad
que si nuestra oración no va bien, si nuestro gusto por la
oración se debilita, lo primero que hemos de examinar es
si nos mantenemos firmes en nuestra lectura espiritual?
Padres, la gente hoy en día desea conocer sobre la
oración. Si uno va a un retiro o a una conferencia, la gente
desea oír cosas sobre la oración. Algunos sacerdotes y
monjes tienen oración, son grandes hombres de oración
que tienen un conocimiento profundo de la oración, pero
no son claros. Por desgracia, otros son claros, pero no
expertos en la oración. Pensad en la fuerza irresistible de
aquellos que sobresalen en la oración y pueden hablar de
ella. Desde luego que las necesidades de los demás no son
motivo para que seamos hombres de oración, pero ellos
hacen que no olvidemos nuestra responsabilidad. A
menudo tenemos reuniones y conferencias sobre cómo
enseñar religión ¿Con qué frecuencia tenemos
conferencias sobre cómo enseñar a orar? ¿Con qué
frecuencia hacemos sermones sobre la manera de orar?
Pues esto hoy en día es una gran necesidad, porque
hay una demanda. Y éste, como ya sabéis, es el hecho
central delaggiornamento, la renovación del espíritu en el
pueblo de Dios; y no hay renovación del espíritu donde no
hay una vida de oración responsable.
10.2.68

4. Nostalgia de Dios

Orar es intentar estar atentos a Dios y en esta atención
darle una respuesta. Es un intento de elevar nuestras
mentes y nuestros corazones a Dios.
El abad Herbert acostumbraba a decirnos que el
intentar orar era, de hecho, orar.
La oración es un acto de fe, esperanza y caridad.
Siempre es un acto de fe: «Señor, que se nos abran los
ojos». Nuestro Señor, permitid que os lo recuerde, nos
hace la pregunta que hizo a los dos ciegos en el camino de
Jericó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?» «Señor,
19
que se nos abran los ojos» . Nos hace la pregunta que
hizo al otro ciego que curó, tal como lo cita san Juan:
«¿Crees?» «Creo, Señor», contestó el hombre, y se postró
20
ante él .
La oración es un acto de caridad, un acto de amor.
«Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Es un
acto de esperanza, porque nos hace la misma pregunta que
hizo a algunos de los apóstoles en el capítulo sexto de san
Juan: « ¿También vosotros queréis marcharos?» «Señor, y
¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna,
y nosotros ya creemos y sabemos que tú eres el
21
consagrado por Dios» . También nosotros estamos
tentados de irnos, de volvernos atrás, y entonces nos
acordamos que no hay otro a quien podamos ir para
encontrar vida eterna.
La oración es el grito de un hombre humilde, de uno
que reconoce su insuficiencia ante Dios. «Señor, ten
piedad de mí, pecador». «No necesitan médico los sanos,
22
sino los enfermos» . Orar es reconocer nuestra
dependencia de Dios. Y nos extraña tener que pedir,
cuando Dios ya sabe cuáles son nuestras necesidades.
Porque él mismo nos dijo que teníamos que pedir: «Pedid
y se os dará». Porque nuestro pedir forma parte del orden
de las cosas que pone por obra la actuación de la divina
providencia. Y si nuestra petición no recibe respuesta,
sabemos que es porque lo que él quiere para nosotros
siempre sobrepasa en mucho nuestras ambiciones.
La oración es también el clamor de alguien que está
agradecido: actitud que no se encuentra siempre entre los
religiosos, que no les falta nada, tanto en lo material como
en lo espiritual. Un hombre humilde es un hombre
agradecido. Si nos tocara sufrir privaciones, como les toca
a muchos en el mundo, el agradecimiento por las
pequeñas cosas de la vida y por las cosas grandes de Dios
vendría a nuestros labios más puntualmente.
La oración es el canto de uno que se esfuerza por ver la
majestad y la belleza de Dios; que puede admirar las
maravillas del universo creado para admirar al Creador
cuya majestad y belleza se reflejan en las cosas creadas
como en un espejo. Es un cántico de respuesta que viene
de uno que ha reflexionado sobre la grandeza del amor de
Dios hacia él y que se esfuerza por devolver amor por
amor. Pero en nuestra vida de cada día, no será fácil a
menudo reaccionar de esta manera. Por esto es por lo que
hemos de atesorar momentos de soledad y silencio, por lo
que nos hemos de esforzar por entretenernos en las cosas
de Dios cuando leemos las Escrituras, cuando
ponderamos los acontecimientos del día, cuando
pensamos. Este es el papel que nos toca representar,
reconociendo que es el Espíritu santo el que actúa en
nosotros conformando nuestras mentes a la mente de
Cristo, de tal manera que llegamos a pensar tal como
piensa Cristo, a reaccionar tal como Cristo reacciona; de
tal manera que podemos orar a él con él, «Padre nuestro
que estás en el cielo...» ; un himno de alabanza, hasta
cuando rezamos cada día en este coro, esperando la
venida del reino de Dios, esforzándonos por aprender su
voluntad, poniendo ante él nuestras necesidades
cotidianas: las necesidades de nuestras familias, de los
que pasan por este colegio, de nuestros amigos, de todo el
mundo. Y nos tendría que entristecer el pensar en la
insuficiencia que nos es propia, y esforzarnos, con gran
humildad, por amar a Dios más y más. La oración es un
diálogo de amor entre Dios y nosotros: es el clamor de la
criatura postrada ante la majestad de Dios.
El trabajo de la oración no nos aportará siempre a
nosotros, pobres mortales, una rica recompensa en el
pasar de los días. Y no obstante, la fidelidad a la oración
traerá consigo una mayor estimación por la oración, y,
Dios lo quiera, una mayor nostalgia de Dios.
17.2.68

5. El amor de Dios

Cuanto más piensa uno en la vida espiritual, tanto más
piensa también en la oración; cuanto más intenta uno
encontrar una actitud básica apropiada para la vida
religiosa, tanto más, y en gran manera, verifica uno que
ésta ha de ser una actitud de amor. Me pregunto sila idea
de Dios como amor ha sido lo suficiente evidente en la
enseñanza de la religión a los jóvenes. Hay un cuento de
un muchacho que fue a una tienda de manzanas. Sus
padres estaban afuera, y no había nadie allí cerca; y tenía
ganas de coger una manzana. Pensó que nadie lo iba a
ver. Pero volvió a pensar: alguien lo vería, Dios lo vería y
se enfadaría si él cogía una manzana. Si a uno se le educa
con historias de este género, se desarrolla en el fondo de
la conciencia una visión tergiversada de quién es Dios, de
la clase de persona que es él. Nuestra actitud básica
tendría que ser la verificación de que Dios es amor.
Convendría que examinásemos la primera Carta de san
Juan, capítulo 4.
Ahora bien, supongo que no hay un ser humano, con
toda certeza creo que es así, que no haya tenido alguna
experiencia de amor, algún sentimiento de afecto por otro.
Esta experiencia básica es la que más se acerca si
intentamos explicar lo que significa amar a Dios. Estoy
seguro de que recordaréis las sutiles palabra del Dr.
Dominian cuando dijo: «El amor humano es un
instrumento que podemos utilizar para explorar el
misterio del amor divino». Y lo es. Conocemos el
mandamiento de amar a Dios con todo nuestro corazón,
con toda nuestra alma. Y aún esta experiencia es
verdaderamente difícil de entender, de analizar, de
explicar. ¿Qué significa amar a Dios? Lo digo como
sugerencia, nosotros lo entendemos algo así como: si yo
he experimentado amor o afección por otros, puedo
comprender oscuramente, inadecuadamente, de una
manera incompleta, no tanto lo que Dios significa para
mí, como lo que yo significo para Dios.
Es difícil entender cómo el amor que yo siento por otra
persona me puede mostrar cómo amar a Dios. ¿Puedo
tener para con Dios los mismos sentimientos que tengo
para otro ser humano? Quizás podría, tal vez algún día los
tendré. Sospecho que pocos de nosotros pueden decir que
esto es como es. La llave que nos abre el misterio del
amor de Dios viene a ser algo así. Cuando experimento el
amor, ya sea dándolo a otro o recibiéndolo, empiezo a ver
qué es lo que quiero significar a Dios. Quiero mucho a
una persona particular, y esta persona significa mucho
para mí. Ahora entiendo lo que yo significo para Dios.
Nosotros solamente amamos a Dios, nos dice san Juan,
porque Dios nos ha amado primero.
Sicológicamente parece que ésta es la forma correcta
sin más. Nuestra actitud hacia los demás cambia a
menudo porque hemos descubierto su actitud hacia
nosotros. Tal vez alguien no nos gusta, éramos
suspicaces, pero un buen día descubrimos que le caemos
bien, que nos admira. Nuestra actitud cambia: nos
entusiasmamos por él.
Y así pasa en la vida espiritual. Nuestra respuesta,
nuestra actitud, depende de nuestra realización de la
actitud de Dios hacia nosotros. Si experimento amor, o lo
he experimentado, esta experiencia del amor es un medio
por el que puedo explorar el misterio del amor de Dios.
No se trata de que mi amor a Dios sea semejante al que
experimento por otros, sin embargo, la misma experiencia
me muestra lo que yo significo para Dios. Y el hecho de
vivir con este pensamiento, de entretenerme con este
pensamiento, revelará secretos y hará aumentar en mí la
realización de la profundidad, la fuerza y el ardor de su
amor. Es inevitable, como en los más importantes
intereses humanos, que haya peligros y podamos caer en
trampas: cuanto más preciosa es una cosa, tanto más
tiende a ser frágil, tanto más necesita ser protegida.
Hay el peligro, por ejemplo, de enamorarse del amor,
es decir, de la idea del amor, hasta el punto de hacer de
Dios un objeto impersonal de amor o como si fuera
alguien a quien ya conocemos. Por el contrario, mediante
la buena voluntad de someternos a nosotros mismos,
tendríamos que descubrir la posibilidad de conocer y
relacionarnos con la naturaleza íntima de Dios como
persona.
Debemos intentar comprender a Dios a través de la
verdad que nos ha sido revelada por el Verbo hecho
carne. Debemos intentar interpretar
auténticamente los buenas noticias contenidas en el
evangelio de san Juan. Me parece que esto es lo que
algunos santos intentaban hacer cuando decían que es más
importante amar a Dios que conocerlo. A partir de aquí,
se puede desarrollar el tema de la oración de deseo, que
para muchos de nosotros me parece que es la única
oración de que somos capaces en determinados momentos
de nuestra vida monástica: este simple deseo de responder
al amor que, como se nos ha enseñado, nos ha sido dado
primero.
17.11.70

6. «CRISTO SE HIZO PORNOSOTROS


OBEDIENTE HASTA LA MUERTE»






1. Mirando hacia la alegría de la pascua

San Benito en una frase —«que espere con alegría la


23
pascua» —establece el tono de nuestras observancias
cuaresmales. Hemos de esperar con alegría la pascua, la
alegría de participar en la vida de la resurrección. Por el
bautismo hemos pasado de la muerte a la vida; hemos
pasado de la separación de Dios a la unión con él por la
gracia; por el bautismo fuimos incorporados a la pasión,
muerte y resurrección de nuestro Señor. La vida cristiana
es vivida con la vida de Cristo en el alma. Nos tendría que
llevar a la paz y a la alegría. Pero en nuestra experiencia
no siempre actúa así. El pleno efecto de la resurrección de
Cristo solamente actuará sobre nosotros cuando
lleguemos a la visión beatífica: sólo entonces la alegría y
la paz serán completas, sin que sea posible quitárnoslas
nunca. Ahora vivimos a la espera de esto: no condenados
ya por más tiempo a la separación de Dios pero todavía
no unidos a él de la manera que él ha preparado; porque
aún no estamos in patria,como dice santo Tomás, sino in
via, en camino, y a menudo una vía dolorosa, un camino
penoso. Y de esta manera, tendríamos que considerar la
cuaresma como una «participación» de la pasión de
Cristo. San Benito nos dice que nuestra vida tendría que
tener siempre el carácter de una cuaresma; pero como no
somos suficientemente fuertes para esto, hagamos al
menos en estos días de cuaresma un esfuerzo especial.
Recordemos que si hemos de ser discípulos del Señor,
hemos de tomar su cruz y seguirlo.
En la vida, tal como la vivimos, hay abundantes
oportunidades de encontrar la cruz. Si nos sentimos
frustrados por el exceso de trabajo, por el fallo de otros en
llevar a cabo nuestras ideas, en apreciar nuestras
dificultades; si vemos que las cosas van mal, todas estas
cosas pueden causarnos disgustos. Pero al mismo tiempo
son oportunidades preciosas, si las aceptamos con alegría.
Esto no significa que hayamos de ser estoicos. No
significa que ya no tengamos que esforzarnos más para
que las cosas vayan adelante, para remover ruidosas
contradicciones, etcétera. Pero tened presente que cuando
las cosas no van bien, el proceso de corregirlas está en el
futuro: es una tarea que se ha de hacer más adelante. Pero
en la vida espiritual lo que cuenta es el momento presente,
porque el momento presente es el único que existe. Hasta
cuando tú mismo te encuentras en una posición
intolerable, en la que crees que no tienes derecho a estar,
acéptala como la cruz, aquí y ahora; entonces ya harás
planes para que vaya mejor después. No hay
contradicción en aceptar una dificultad aquí y ahora, y en
esforzarse por removerla después, en el futuro. Pero
nunca pases por alto la oportunidad de la dificultad
presente, del momento presente.
Muchos de nosotros hemos de sufrir, quizás por un
tiempo considerable, lo que los libros espirituales llaman
«la noche oscura del alma». Resulta un poco embarazoso
aplicarnos a nosotros estas experiencias que suenan más
bien a algo elevado, pero las tenemos: muchos pasan
largos períodos en su vida monástica en los que las cosas
no parecen tener ningún sentido; en los que Dios parece
estar lejos; en los que la oración parece ser casi imposible;
en los que el Oficio es a duras penas tolerable. Estas cosas
pasan. Acéptalas de todo corazón como una parte de
la vía dolorosa. Los santos que aprendieron esto, es decir,
a aceptar la voluntad de Dios para con ellos en la forma
de la cruz, si esto es lo que él elige, descubrieron una paz
y una alegría que sobrepasa nuestro entendimiento. Tal
vez, de entre nosotros, no son muchos los que han vivido
estas cosas, pero sabemos lo suficiente de las vidas de los
santos para haber descubierto que hay algo por lo que nos
podemos esforzar y de lo que san Benito habla en el
prólogo de su Regla.
Tenemos, es verdad, la vida de la resurrección en
nuestras almas, pero para nosotros, que todavía estamos in
via, la resurrección se ha de vivir en el contexto de la
pasión. Ahora bien, así como la oración voluntaria da
sentido al ciclo diario de oración obligatoria, también es
verdad que la penitencia voluntaria nos hace más
conscientes del papel de la penitencia involuntaria en
nuestra vida espiritual. La práctica de renunciar a esto o
de asumir esto otro, la que entrena nuestras mentes a ver
la cruz cuando se nos presentan cosas que no hemos
escogido y que han surgido como de improviso. Es un
axioma, la cruz que nos toca es la que más nos desagrada:
nosotros escogeríamos otra. Pero igualmente es verdad
que nuestra cruz es la que Cristo quiere que llevemos.
Así pues, padres, es con tales pensamientos con los que
haremos bien de embarcarnos en esta cuaresma:
alegremente, con gozo, porque el Señor se complace en el
que da con alegría.
3.3.63

2. Corrigiendo la debilidad

Con un poco de retraso leemos la Regla de san Benito


sobre la cuaresma, y dirigimos nuestras mentes a este
período particular del año litúrgico. Recordaréis algunas
de las frases de la Regla: que sea un período en el que
guardemos nuestras vidas con más pureza, en el que
expiemos nuestras negligencias, en el que nos reprimamos
del pecado, y nos apliquemos a la oración con lágrimas, a
la lectura, a la compunción del corazón, a la abstinencia.
Fijémonos en algunas de estas frases y consideremos su
actualidad en el tiempo presente.
Es bueno para nosotros reconocer que somos
negligentes, que hemos de expiar las negligencias de otros
tiempos. Me parece que es bueno confesar y reconocer
nuestras flaquezas e insuficiencias, nuestras
imperfecciones en el servicio de Dios. No hay ocasión
alguna en que esto no sea un gesto apropiado. A medida
que avanzamos en nuestra vida monástica, tengo la
certeza de que este aceptar nuestra imperfección no es, de
hecho, algo que nos lleve al desaliento: por el contrario,
nos puede llevar a una mayor paz. Tendríamos que
reflexionar, una vez más aún, sobre la parábola del
evangelio de san Lucas: la narración del fariseo y el
publicano; y en las palabras de nuestro Señor, cuando
24
llamó a Leví: «No necesitan médico los sanos...» .Estas
son algunas de las grandes verdades del evangelio que son
una fuente constante de consolación. De hecho, se puede
decir que cuanto más verificamos nuestras deficiencias,
tanto mayor es nuestra súplica para obtener la
misericordia y la benevolencia de Dios, y ésta es una
fuente de paz inmensa. Pero no debe ser, ni lo es, un título
para complacernos. San Benito nos dice que en la
cuaresma nos hemos de «aplicar»: lo que en términos
simples significa, no tanto hacer cosas extraordinarias,
como concentrarnos para hacer correctamente las cosas
ordinarias. Hemos de intentar ser mejores monjes, y esto
incluye el ser mejores cristianos y, sin duda alguna, ser
mejores seres humanos.
Un terreno en el que puede ser útil aplicarnos y hacer
un esfuerzo especial para rectificar lo que no va bien, es el
de las relaciones mutuas en la vida de comunidad. Me
parece que siempre hemos considerado que nuestra vida
de comunidad aquí es sólida y que nos llevamos
sumamente bien, en todos los sentidos, los unos con los
otros. Ciertamente, esto se verdad; pero de ningún modo
da lugar a sentirnos satisfechos. Por el contrario, es algo
que hemos de vigilar con sumo cuidado, algo precioso
que hemos de guardar como un tesoro. Deberíamos
considerar si nos tratamos los unos a los otros con la
cortesía, la educación, la sensibilidad, la generosidad y la
comprensión necesarias; preguntarnos, también, si las
necesidades de los demás son para nosotros más
importantes que nuestras propias necesidades. Reflexionar
hasta qué punto de generosidad o de egoísmo vivimos
nuestra vida de comunidad. Cada uno tendría que sentirse
en la comunidad aceptable y aceptado. Cada uno ha de
ser en cierta medida objeto de mi afecto, de mi interés, de
mi compasión. En este tiempo tendríamos que
concentrarnos en el papel que representamos dentro de la
vida de la comunidad. Si nos damos cuenta de que no
hablamos con ciertas personas, tendríamos que escudriñar
el porqué:, o porque los encontramos pelmas, o porque no
estamos de acuerdo con ellos, o hasta, quizás, porque
nos dan miedo. No conversar con las personas porque nos
causan algún temor es también una falta. Hemos de
hacerun esfuerzo con cada uno. ¿Por qué? Porque así toca
hacerlo correctamente a un ser humano, y más aún, a un
cristiano porque Cristo vive en cada uno de nosotros.
Orillara alguien de la comunidad es orillar a Cristo; dejar
de tratar a alguien con cortesía y educación es dejar de
tratar a Cristo con cortesía y educación. Si lo que digo no
es verdad ¿cómo interpretaremos el pasaje del evangelio
en el que se nos dice que alimentemos al hambriento, que
vistamos al desnudo?
Es fácil tener amplios horizontes de cara al ejercicio de
la caridad —nuestro servicio a Cristo— y, con todo,
ignorar al padre o al hermano que está junto a nosotros en
el coro o en el refectorio. Afecto y compasión, interés y
comprensión, son cruciales en nuestra vida monástica y
cristiana. Me parece que en esta comunidad siempre
hemos tenido un fuerte sentido de orgullo de familia, de
mutua lealtad. Pero además, me parece que tendríamos
que examinarnos para ver hasta qué punto este orgullo
nos pertenece individualmente, hasta qué punto somos
leales los unos a los otros. Y esto atañe a nuestras
relaciones con las personas de afuera. Es fácil criticar a un
miembro de la comunidad hablando con una persona de
afuera. ¿Qué motivos tenemos para criticar a uno de
nuestros hermanos o para rebajarlo? Pongo énfasis en
esto, no porque haya oído o detectado algo que pueda
indicar que nuestra caridad se debilita, sino porque es
importante recordar estas cosas de vez en cuando.
Después de todo, el amor a nuestro prójimo es el criterio
de nuestro amor a Dios.
En este tiempo litúrgico abordemos francamente
nuestra actitud hacia Dios. ¿Lo buscamos
verdaderamente? ¿Deseamos hacer su voluntad?
¿Aceptamos su voluntad traducida para nosotros en las
circunstancias de nuestra vida? ¿Vemos su voluntad en las
cosas que nos ocurren: las dificultades, la frustraciones,
las mil y una cosas que nos suceden cada día? ¿Deseamos
lo que él desea? ¿Deseamos realmente la voluntad de Dios
tal como él la quiere o tal como la queremos nosotros?
Me parece que esto es lo que quiere decir san Benito
cuando nos urge a que en la cuaresma nos esforcemos por
la “pureza de corazón”: tener la mente unificada en
nuestra búsqueda de Dios, el verdadero fin de todas
nuestras acciones, todos nuestros pensamientos, todas
nuestras oraciones. Y sabemos por experiencia que es
aplicándonos a la oración y a la lectura, tal como nos lo
urge san Benito, como esto se obtiene con el máximo de
eficacia. Ahora bien, todos sabemos que en cualquier vida
religiosa y en la vida de cualquier sacerdote, las dos
prácticas que se tiende a «dejar de lado» en primer lugar
son la oración y la lectura. Pero también sabemos, si
hacemos el enorme esfuerzo necesario para dedicar unos
pocos momentos extras a la oración, que los resultados
pueden ser fuera de toda proporción respecto al esfuerzo
realizado. Lo que cuenta no es necesariamente hacer
grandes cosas o hacerlas con una meticulosa exactitud,
sino el no dejar pasar pequeñas oportunidades, esto es lo
que hace cambiar nuestra atención o nuestro entusiasmo.
La cuaresma es un tiempo en que se ha de dar a la
oración y a la lectura espiritual la prioridad que tendrían
que tener. Desde luego, es pesado oír consejos de esta
índole. Tenemos la sensación de que no tenemos tiempo
y, si tenemos tiempo, no tenemos la energía suficiente. No
obstante, siempre se repite la vieja historia: las personas
más ocupadas son frecuentemente las de más oración.
Es fácil, especialmente por la mañana, contraer el
hábito de estar medio dormido, atontado, engañarse a uno
mismo pensando que uno se encuentra en un estado de
oración. Lo único que se puede hacer es recogerse y
volver a una forma verdaderamente simple de oración
según alguna fórmula ya dada. Me parece que en este
contexto, la gracia de Dios actúa. Desde luego, se trata de
un asunto personal, y en nuestra comunidad la tradición es
dejarlo a la sensibilidad de cada individuo.
Otra cosa, queridos padres y, especialmente, queridos
hermanos. Esto tendríais que hablarlo con personas
experimentadas en la oración. Toda la función del guía
espiritual está desapareciendo porque la gente ya no
confiesa de una manera regular. Es una lástima; todos
nosotros necesitamos someter nuestra manera de orar a un
padre prudente que pueda juzgar si un tipo particular de
oración es apto para nosotros, y si, de hecho, es verdadera
oración.
En san Benito, tal como lo he subrayado, se usa la
palabra «alegría», y esta alegría, como en cualquier otra
cosa, tendría que caracterizar nuestra observancia de la
cuaresma. Hemos de ofrecer a Dios algo por nuestra
propia iniciativa «en la alegría del Espíritu santo» y
hemos «de esperar con la alegría de un deseo espiritual la
santa fiesta de la pascua». Estas cosas que se nos exigen,
llevémoslas a cabo con calma y alegría, porque cada uno
de nosotros no tiene sino una ambición: ser un siervo de
Dios, a él dedicado, un verdadero monje; y ser un
verdadero monje es ser un monje alegre.
12.3.74

3. Destinado a la muerte

En el pensamiento sobre la cuaresma hay algo de


escalofriante, de austero, un sentimiento igual al que me
sobreviene cuando entro en un cementerio.
Recuerdo las palabras del miércoles de ceniza:
«Recuerda, hombre, que eres polvo, y que al polvo
volverás». Meditando sobre esto, pensé en la conexión
que existe entre la muerte y la cuaresma. «La muerte —
escribía el último profesor Zaehner— es el don de Dios al
hombre, un don que tendríamos que aceptar, no con temor
y temblando, sino con alegría, porque tenemos la
seguridad, no sólo en el cristianismo sino también en
todas las grandes religiones, de que lo que llamamos
muerte no es algo peor que el romperse la cáscara del
amor propio y el dejar fluir dentro de nosotros la savia de
un amor no egoísta que es al mismo tiempo humano y
divino, el Espíritu santo que habita en el corazón de
todos». Me gustan las palabras «La muerte es el don de
Dios al hombre, un don que tendríamos que aceptar, no
con temor y temblando, sino con alegría». Las
observancias que asumimos durante la cuaresma se
pueden llamar «muertes diarias» y la vida está llena de
«pequeñas muertes». Nuestro Maestro nos dijo que sólo
podríamos ser sus discípulos si tomábamos nuestra cruz, y
la cruz lleva a la muerte.
Pero es bueno verificar que las «pequeñas
muertes» de cada día «dejan fluir dentro de nosotros
—son las palabras del profesor Zaehner— la savia de
un amor no egoísta... el Espíritu santo». Es por esto
por lo que la cuaresma es importante. La ceremonia
inaugural nos recuerda, con el realismo característico
de la iglesia, que somos polvo y que al polvo
volveremos. Estamos destinados a la muerte. Pero
esta muerte, este don de Dios que finalmente vendrá
hacia nosotros, es la entrada a una vida que es un
dejar fluir la vida humana y divina en nuestros
corazones, la infusión del Espíritu santo. Este es el
misterio de la muerte de Cristo, un don de su Padre,
aceptado, como ya sabemos, con dolor y conflicto:
«Padre mío, si es posible, que se aleje de mí ese
cáliz. Sin embargo, no se haga lo que yo quiero, sino
lo que quieres tú». Fue un don aceptado con alegría.
Lo negativo, lo triste, lo difícil, no son valores en sí
mismos, sino medios que nos llevan a la alegría, a la
vida, a la unión con Cristo.
San Pablo, como os lo he recordado, dice: «Dios
ama al que da con alegría». Así pues, debemos mirar
estas «muertes diarias» y aceptarlas valientemente y
con alegría. Las penitencias que nos imponemos
voluntariamente tendríamos que asumirlas con
alegría porque nos acercan más a Cristo y nos
preparan para celebrar los grandes misterios de la
muerte y la resurrección de Cristo. Esto, recordemos,
lo subraya san Benito. A lo largo de la cuaresma
tenemos los ojos fijos en aquellos grandes días, los
últimos días de la Semana santa. Nos preparamos a
ellos, no sólo porque nos preparamos para
sumergirnos más profundamente en el misterio de la
muerte y la resurrección de Cristo tal como lo
celebramos en la liturgia, sino también porque la
muerte es una realidad que cada uno de nosotros ha
de afrontar. Pero estas cenizas vivirán de nuevo.
Urjo a todos los que han de intervenir en la
preparación de la Semana santa, que lo preparen con
anticipación, de manera que podamos celebrar estos
días decorosamente y con recogimiento. Nuestros
oficios se han de hacer, queridos padres, con la
dignidad y la sensibilidad que corresponden a la
liturgia. Necesitamos esto en nuestras vidas para
levantarnos por encima de nosotros mismos, para
percibir un reflejo de la dignidad y de la belleza de
Dios. Tendríamos que hacer un esfuerzo especial en
este tiempo de cuaresma para mejorar nuestra
oración pública. Las lecturas tendrían que prepararse
bien y ser bien leídas. Se ha de evitar toda vulgaridad
y dejadez.
11.2.75

4. Crisis

Padres, temo que os he de comunicar malas noticias, y


que la comunidad quedará algo consternada.
Esto me produce una gran tristeza a mí y, sin duda,
también a vosotros. No esperéis que os diga las razones
que han llevado a la decisión de que este hermano nos
deje. Me parece que la mejor manera de resumirlas es
decir que el corazón ha salido de su vocación. Y una vez
ocurrido esto, un hombre se vuelve inestable hasta tal
grado que la tensión resulta excesiva, y lo más prudente
parece ser que es dejarlo salir.
Sin embargo, quiero hablar de esta materia por unos
momentos, de una manera general. No me propongo hacer
un análisis de todas las razones que inducen a la gente a
repensarse las cosas en esta nuestra época. Tal vez sea un
consuelo saber que nuestro récordes bueno en
comparación con el de otros monasterios. Pero es un
consuelo bastante pobre. Me parece que la inseguridad
de los tiempos es una razón. Me parece también que
aquellos de nosotros que han sido educados en el
bienestar y en la prosperidad les cuesta más asumir las
contradicciones y las dificultades que son inevitables en la
vida monástica. Esto es lo que opina la gente en general.
De manera que no nos ha de causar sorpresa si aquí
sufrimos la misma experiencia. Sea cual fuere la causa,
ello nos invita a todos a una buena dosis de búsqueda
sincera: no hay lugar alguno para la satisfacción; ninguna
razón para pensar que nosotros aquí tenemos todas las
respuestas.
Por otra parte, no existe razón alguna para que
perdamos la confianza en nosotros mismos, en
nuestro modo de vida. Pero mi experiencia, cuando
hablo con otros religiosos, tanto de otras órdenes
como de la nuestra, es que hay un cierto fallo de
parte de los monjes jóvenes y de otros jóvenes
religiosos en la apreciación de la gravedad del paso
que dan al hacer su Profesión solemne, y aún hasta
cuando hacen sus votos temporales, un fallo en la
comprensión de que la decisión es definitiva e
irrevocable; tan definitiva e irrevocable como el paso
que da un hombre cuando contrae matrimonio: si un
hombre que se casa descubre dificultades en su vida,
no hay escapatoria del vínculo que ha contraído.
También hay un fallo en hacer una decisión adulta,
que ha de estar bien calculada y dar garantías de
certeza. Digo esto para que aquellos que todavía no
han dado el paso definitivo puedan cerciorarse, sin
desasosiego ni excitación ni exagerando las cosas,
que su decisión es prudente.
Sin embargo, queridos padres, sabéis muy bien
que uno no contrae matrimonio considerando
simplemente los pros y los contras. Uno es llevado
por otra cosa: por el amor. Y es porque deseáis servir
a Dios, porque deseáis amarlo, por lo que estáis
preparados a dar este paso. Así pues, no deseo daros
la impresión de que sólo se trata de un paso frío,
calculado, cuidadosamente considerado, dado sin
fervor ni entusiasmo. Desde luego, no.
Es el fervor y el entusiasmo los que os llevan a
realizarlo. Pero al mismo tiempo, no debéis perder de
vista el hecho en bruto de que se trata de un paso
definitivo e irrevocable. No es un paso definitivo en
otro sentido: es el primer paso. Es el primer paso en
una vida vivida por Dios sin fin: el principio de algo
que llega a su consumación, a su plenitud, en la
eternidad. Pero, C'est lepremier pas qui coûte.
También me parece que la gente falla en
comprender la parte que juegan las dificultades en la
vida religiosa. Cuando vienen las dificultades, se
desencadena una crisis, y cuando se desencadena la
crisis, a menudo existe una incapacidad para soportar
o vivir esta situación. Ya sé que muchos de nosotros
encontramos de mal gusto hablar ahora de
dificultades en la vida monástica; tal vez el tema se
haya prodigado un poco: preferimos las palabras que
nos mueven a la alegría, que nos estimulan. Bien,
esto es natural. Hemos de morar en las alegrías de
nuestra vida, necesitamos estímulo para no dejar de
ir adelante. No obstante, hemos de tener bien claras
las dificultades inherentes a la vida religiosa. Es fácil
tener una noción falsa de lo que es la alegría
cristiana: pensar que a partir del momento en que
uno entra en la vida monástica, el resto va de por sí;
que la gracia sacramental trae consigo una alegría
espontánea, etcétera. Uno puede quedar muy
decepcionado con todo esto.
Me gustaría tocar dos procesos importantes en la
vida espiritual.
El primero es la necesidad de hacerse cada vez
menos egocéntrico y cada vez más centrado en Dios.
Cuanto más aprendemos de nuestras propias vidas en
un monasterio y consideramos las vidas de los
demás, tanto más apreciamos la importancia de irnos
haciendo de una manera creciente no egoístas. El
instinto de cada uno de nosotros es desear el incienso
que ha de ser ofrecido a “uno mismo”: no es cosa
instintiva arrodillarse y ofrecérselo a Dios. Esto
último hubiera sido instintivo en la naturaleza
humana no caída; pero nuestra naturaleza es una
naturaleza caída, y nuestro instinto es dirigir las
cosas a uno mismo: pensamiento terrible, espantoso
des-cubrimiento. Y hasta cuando pensamos que nos
vamos haciendo espirituales en aumento,
descubrimos lo mucho de egoísmo que hay en todo
esto. Y centrarse en Dios comporta sufrimiento: no
hay otro camino. Va a ser doloroso. Por esto es por
lo que yo creo en el provecho que pueden aportar a
la vida espiritual las cosas tal como las tenemos
dispuestas aquí, porque en los conflictos de la vida
de cada día, se nos ofrecen muchas oportunidades de
morir al egoísmo y de resucitar con Cristo. Este
morir y resucitar es fundamental para la vida
espiritual. Es arriesgado ignorar esta verdad.
En segundo lugar, querría recordaros que no hay
progreso en la caridad sin purificación de la fe. Un
ejemplo de esto es la Virgen santísima. Estuvo
frecuentemente desconcertada. No entendía. Ella
«conservaba en su interior el recuerdo de todo
25
aquello» .Leed estos textos con detención y veréis lo que
quiero decir. La fe debe ser purificada. Muchos apoyos
que parecen importantes han de abandonarse en una vida
espiritual verdadera, hasta que no quede ningún apoyo,
sino sólo Dios. Esto es muy duro. Pero sabemos que es así
por nuestras lecturas en los escritores espirituales: los
períodos de aridez en la oración, las dificultades para
comprender las cosas de Dios. Después de todo, hemos
ofrecido a Dios nuestras vidas y, no obstante, se elude tan
frecuentemente... Deseamos vehementemente la luz y se
nos deja en las tinieblas. Deseamos ardientemente
consuelo y solamente encontramos dolor. Y la fe es
puesta a prueba penosamente, porque la fe en último
término es depender sólo de Dios y aceptarlo a él sólo. Se
habla mucho hoy en día de las opiniones sobre esta o
aquella verdad, o esta o aquella manera de hacer las cosas.
Es admirable: tendríamos que participar. Y sin embargo,
es una pérdida de tiempo para el individuo, a no ser que
vaya creciendo continuamente en aquel conocimiento de
Dios que los escritores espirituales llaman
«experimental»; quiero decir, el conocimiento que viene a
través de la fe; aquel conocimiento sobre el que santo
Tomás habla en la primera cuestión de la Summa: un
conocimiento que viene por la oración; una comprensión
que viene por la oración; una sabiduría espiritual que en
términos teológicos es «el don del Espíritu santo». Pero es
este conocimiento «cuasi-experimental» el que viene por
medio de una fe que va siendo purificada; que cada vez
depende menos de razones humanas, de comprensión y
argumentos humanos y, cada vez más, de lo que Dios
quiere revelar en las profundidades de un alma humana,
precisamente cuando el alma parece estar en estrecheces.
Queridos padres, solamente os he dicho lo que
encontraréis en cualquier libro espiritual; lo que
encontraréis leyendo los místicos. En el curso ordinario
de los acontecimientos, estas experiencias, en mayor o
menor grado, vendrán a ser nuestras experiencias: esta
aridez y sequedad, estas «dificultades de la vida
monástica». Tales dificultades frecuentemente sugieren el
levantarse muy de madrugada, la obediencia, etcétera.
Pero uno se ve de pronto ante la dificultad suprema de
desear a Dios con toda el alma y no encontrarlo. Esto
puede provocar tristeza y espanto. Puede provocar el
deseo de volver atrás. Lo peor que podemos hacer es
volver atrás, es fatal. Cuando viene esta experiencia,
necesitas generosidad y valentía. También necesitas estar
abierto: buscar consejo y ayuda. Los caminos de Dios, en
primer lugar, no se aprenden en los libros. La sabiduría de
Dios viene a través de las personas, aquellas que la han
vivido, la han experimentado. Vuestros oídos han de ser
sensibles a los consejos que recibiréis de personas que
suponéis no han tenido estas experiencias; de hecho, las
han tenido, cada uno a su manera. Y por lo tanto no
caigáis en la tentación de escaparos. Alegraos porque
estas cosas no son obstáculos: son oportunidades. Es
mejor caminar en la oscuridad guiándoos el Señor, que
estar sentados en un trono de luz que irradia de vosotros
mismos.
23.6.65

5. Penetrando el secreto

Vamos a centrar nuestro pensamiento y nuestra oración


en los sucesos que ocurrieron en los últimos días de la
vida de nuestro Señor: su paso, su transitus de este mundo
al lugar de su majestad a la derecha de su Padre. La
iglesia se une a estos acontecimientos, porque la historia
del cuerpo místico y de sus miembros se conforma al
modelo de la vida de nuestro Señor. Cada vez que
celebramos los misterios de Cristo —la liturgia—hemos
de procurar penetrar, como dice san Pablo, en el secreto
que Dios Padre nos ha revelado por Jesucristo en el que se
acumulan todos los tesoros de sabiduría y conocimiento.
Nosotros vivimos estos misterios en la liturgia de manera
que crezcamos en nuestro conocimiento de los misterios
de Cristo y lo traduzcamos en nuestras vidas. Así pues,
nuestra tarea consiste en penetrar el «secreto que nos ha
sido revelado por Dios Padre y Jesucristo».
Me gustaría decir una palabra sobre la parte que la cruz
desempeña en nuestras vidas. Decía hace poco, si os
acordáis, que si hemos de ser seguidores de Cristo, hemos
de cargar con nuestra cruz cada día y seguirlo. No nos
incumbe a nosotros reclamar el sentarnos a la derecha o a
la izquierda del Padre, a no ser que primero hayamos
bebido del cáliz. Es digno de notar que en el evangelio, si
no me falla la memoria, nuestro Señor no habla de
seguirlo o de ser sus discípulos sin hacer referencia a la
cruz o al cáliz, símbolo del sufrimiento.
En nuestra vida diaria hay muchas oportunidades de
cargar con la cruz: no pequeñas incomprensiones, un
rechazo inmerecido, una ansiedad que nos corroe, salud
enfermiza, fatiga. Ahora hemos de decidir si estas cosas
son obstáculos para la felicidad o un sendero que conduce
a ella: dos cosas totalmente diferentes. Instintivamente
retrocedemos ante el sufrimiento, pero podemos aprender
a sufrir por una razón dinámica y positiva. Después de
todo, nuestro Señor en el huerto de Getsemaní retrocedió
ante la pasión, pero la aceptó voluntariamente, más aún,
amorosamente. Ahora bien, en esto de cargar con la cruz
no es el aspecto negativo el que cuenta, sino el positivo: el
bien que causa, el bien al que lleva. La cruz en sí misma
no tiene sentido. La cruz junto con la resurrección, sí. El
despojarnos del hombre que éramos antes, como dice san
Pablo, y de su manera de obrar no es suficiente. Nos
hemos de vestir del hombre nuevo.
San Pablo escribe: «A propósito de él (el Mesías), os
enseñaron lo que responde a la realidad de Jesús; es decir,
a despojaros, respecto a la vida interior, del hombre que
erais antes, que se iba desintegrando seducido por sus
deseos; a cambiar vuestra actitud mental y a revestiros de
ese hombre nuevo creado a imagen de Dios, con la
26
rectitud y la santidad propias de la verdad» .
Estas dificultades de toda especie que he mencionado,
las hemos de considerar como oportunidades de
«despojarnos del hombre que éramos antes»; como
oportunidades de crecer en la imagen de Cristo, para
poder ser más semejantes a Cristo, participar más
plenamente de su vida, ser poseído por el Epíritu. Esto es
a lo que apunta san Benito en su capítulo sobre la
humildad:

Después de haber subido todos estos escalones de la
humildad, el moje llegará a aquel perfecto amor de Dios que
desaloja todo temor; con lo que empezará a observar sin trabajo,
como naturalmente y por costumbre, todas aquellas cosas que al
principio no observaba sin temor; ya no lo moverá más el temor
del infierno, sino el amor de Cristo, por la buena costumbre y el
gozo de la virtud. Y esto lo mostrará el Señor por el poder de su
27
Espíritu en su obrero purificado ya de vicios y pecados .

Tengo la convicción de que en cada día de nuestra vida
monástica se nos ofrecen oportunidades para crecer en
humildad.
Es una virtud fundamental y que cuesta trabajo
adquirir. Pero todo el mundo puede reconocer a un
hombre humilde. Y todo el mundo ama a un hombre
humilde. A menudo me he hecho la reflexión de que
si tengo la obligación de amar a mi prójimo, tengo
también la obligación de hacerme amable en la
proporción en que soy humilde. Pienso también otra
cosa, ¿por qué siente uno simpatía por los bribones?
Me parece que es porque los bribones no pueden
enorgullecerse, y por esto hay algo amable en ellos.
A nadie le desagrada una persona genuinamente
humilde, y nosotros tenemos el deber de ser amables,
y por esto, el deber de ser humildes.
Podemos dar la bienvenida a la cruz como una
forma de experimentar el sufrimiento que
experimentó nuestro Señor. Hablamos volublemente
de la pasión y el sufrimiento de nuestro Señor, de
una manera general, sin pararnos a imaginar lo que
en realidad había de ser. Yo pienso frecuentemente
en el desengaño y en la tristeza de nuestro Señor,
cuando al principio de su ministerio, sus propios
parientes, sus propios amigos de Nazaret, querían
echarlo por el precipicio. Reflexionemos en el
rechazo de su pueblo, en la deserción de sus amigos;
la desolación en el huerto, el abandono en la cruz, a
parte del tormento físico. Y sin embargo, como ya he
dicho antes, aprendemos el secreto de la resurrección
cuando aprendemos el secreto de la cruz. Y es
cuando somos llamados a participar de alguna
manera en los sufrimientos de Cristo cuando
llegamos a entender no sólo lo que él experimentó,
sino también aquello a lo que estos sufrimientos
conducen. Porque toda cruz conduce a la
resurrección. Me gusta considerar la vida viendo
cada día como preparado por la divina providencia, y
de muchas maneras resulta ser el camino de la cruz.
Pero conduce a un mayor conocimiento de nuestro
Señor, a una mayor participación en su resurrección.
Cada día tendría que verme a mí más humilde;
cada día, más dispuesto a aceptar lo que se me
presenta en el camino. Así me uno más íntimamente
al Señor y crezco, a medida que voy creciendo en
gracia, en el amor de su Padre.
Consideremos el valor de la cruz en la iglesia,
ponderando las palabras de san Pablo: «Ahora me
alegro de sufrir por vosotros, pues voy completando
en mi carne mortal lo que falta a las penalidades de
28
Cristo por su cuerpo, que es la iglesia» . Palabras
difíciles de entender, pero que nos aportan un
enorme consuelo: cuando el peso de la cruz es
agobiante, contribuye a la vida de toda la iglesia. La
cruz no es algo que nos tenga que hacer menos
humanos. No, nos conduce en Cristo y con Cristo, al
Padre. Esto es el evangelio. Esto es san Pablo :
«Participo de la pasión de Cristo para participar en
29
su resurrección» . Y en otro lugar: «Si habéis
resucitado con Cristo, buscad lo de arriba, donde
Cristo está sentado a la derecha de Dios; estad
centrados arriba, no en la tierra. Moristeis, repito, y
vuestra vida está escondida con Cristo en Dios;
cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, con
30
él os manifestaréis también vosotros gloriosos» .

6. Momentos preciosos

Nadie puede acusar a san Pablo de ser pesimista; para


él la vida es alegre, prometedora, satisface con plenitud.
Su doctrina es una doctrina de esperanza. Pero el pasaje
de san Pablo sobre el que me gustaría meditar es de la
segunda Carta a los corintios: «Con muchísimo gusto
presumiré, si acaso, de mis debilidades, porque así
residirá en mí la fuerza de Cristo. Por esto estoy contento
en las debilidades, ultrajes e infortunios, persecuciones y
angustias por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy
31
fuerte" .
Aquellos de nosotros que tenemos la experiencia de
una labor pastoral, llegamos a verificar que existen
dificultades diarias que al irse acumulando pueden llegar
a constituir una carga sumamente pesada. Además, se
puede decir que en toda vida humana hay alguna tristeza o
dificultad de la que la persona se gustaría ver libre con
alegría. También hay considerables crisis, de una especie
o de otra. A esto nosotros lo llamamos «cruces» y
sabemos por las Escrituras que el cargar con la cruz es
una condición para ser discípulo. También sabemos que
«el grano de trigo debe morir...». Nos es familiar el
concepto de que un peso, cargado como si fuera una cruz,
puede transformarse en luz. Sin embargo, muchos no
deducen de aquí este consuelo, y quedan abrumados.
¿Qué papel desempeña la cruz en la vida espiritual y
monástica? Dios permite constantemente que seamos
abofeteados por los acontecimientos y por las personas.
Hay frustraciones: «¡Si hubiese salido tal como lo había
planeado!»; fallos: «He hecho un papel ridículo»;
sentimientos de insuficiencia: «Otros hacen las cosas
mucho mejor»; incomprensiones: «No pensaba hacerlo
enfadar»; sentirse no apreciado: «Nadie sabe los apuros
que he pasado». O simplemente, sentimos los efectos del
exceso de trabajo y del cansancio. Hay también pruebas
desconocidas de los demás, la castidad quizás, o las
pruebas y también las alegrías, que surgen de las
relaciones personales. Hoy en día las pruebas en el terreno
de la fe pueden ser pesadas. Aquellos de nosotros que ya
hemos llegado a una edad mediana hemos tenido que
adaptarnos a cambios evidentes, aun a nivel doctrinal. A
veces, Dios parece estar muy lejos, y esto puede ser una
gran carga. En el proceso de ir avanzando en años y con
el uso del sentido común aprendemos a adaptarnos a las
situaciones, y a aplicarnos los consejos que debemos dar,
y deberíamos dar, a los demás. Aprendemos a competir
con los problemas y a hacernos menos vulnerables.
Sin embargo, tendríamos que ir más adelante y ver en
el sufrimiento destellos de iluminación y crecimiento en
nuestra vida escondida en Cristo. Tendríamos que
reconocer «momentos preciosos»: «cuando soy débil,
entonces soy fuerte»; podemos hasta llegar aencontrar
satisfacción, más aún, gusto, en las humillaciones, los
insultos, las penalidades, las persecuciones, las
dificultades sufridas por Cristo.
Nos da satisfacción verificar que Dios nos permite
experimentar —con y en su Hijo— algo de lo que Cristo
soportó en Getsemaní, o hasta su abandono en la cruz. No
hay un dolor mayor que la sensación de haber sido
abandonado por Dios: la sensación de que detrás de todo
esto, a fin de cuentas, no hay nada. En tales momentos,
nuestra reacción tendría que ser la de un amante a su
amada: el deseo vehemente de estar unido a él o a ella. Es
verdad que puedo tener el sentimiento de que mi amor por
Cristo no me hace desear ardientemente una tal
experiencia. Pero ¿no es verdad que cuando nos
encontramos con otro que está pasando una crisis es
precisamente en esta situación cuando nos es dado
conocer al otro, aumenta nuestro aprecio por él y, como
consecuencia de este conocimiento y este aprecio,
llegamos a amarlo o a amarla? Así pues, tendríamos que
practicar, cuando se presentan momentos de aflicción, el
arte de aceptar de todo corazón y sinceramente, aun
cuando se revuelva toda nuestra naturaleza, la cruz que
Dios ha puesto sobre nuestros hombros. El dar gracias a
Dios por permitirnos sufrir una prueba nos otorgará paz.
Esta es una buena doctrina: y también un buen sentido.
Aunque a través del proceso ordinario de ir entrando en
años nos ayude a adaptarnos a estas situaciones, es sin
embargo una lástima no ir más a fondo, asumiendo estas
oportunidades para participar en la pasión de Cristo.
Participando en su pasión, participamos en su
resurrección. Presumamos con san Pablo de nuestras
debilidades, de manera que a causa de estas verdaderas
debilidades, la fuerza de Cristo pueda ser guardada dentro
de nosotros mismos como una reliquia. San Francisco de
Sales dice que «la debilidad del hombre es el trono de la
misericordia de Dios». Cuanto más conscientes seamos de
nuestra debilidad, tanto más nos hacemos objeto de la
misericordia de Dios, tanto más verificamos que estamos
en deuda, tanto más Dios nos enriquecerá.
Otro aspecto: el obstáculo de la autosuficiencia que
podemos levantar entre nosotros y Dios. Nuestros
fracasos, nuestras frustraciones, y todo lo demás, pueden
servir para derrocar nuestro egoísmo, nuestro
egocentrismo, nuestra autosuficiencia. El proceso es
doloroso, pero después, damos gracias a Dios. Entonces
viene la paz, la serenidad, la fuerza. El P. Eugenio Boylan
ha escrito en La virtud de la humildad, del libro El camino
del sacerdote hacia Dios:

Nos ha escogido para ser sus amigos de una manera
totalmente gratuita. No nos ha escogido porque fuéramos
buenos o tuviéramos algún valor. Su motivo es más bien dar que
recibir... Hasta en la amistad humana, cuando uno la ha
escogido gratuitamente y desea vehementemente hacer lo que
sea por la persona que uno ha escogido, ¿hay cosa que pueda
causar mayor pena y aflicción que la autosuficiencia? Y lo
mismo es verdad en la amistad divina. Nuestro Señor conoce
nuestra debilidad, nuestra bajeza, él conoce nuestra perfidia, él
conoce nuestra infidelidad. El puede sanar todas estas cosas y
perdonarlas. Pero la autosuficiencia cierra la puerta a todas sus
insinuaciones. El está a la puerta y llama, y la autosuficiencia no
le abrirá. El amor invita a la dependencia, especialmente el amor
divino. El amor desea dar, y el amor divino más que ninguno;
pero nada se le puede dar al autosuficiente.

Por lo tanto, si un sacerdote pregunta qué es lo que ha
de hacer para responder a las exigencias de nuestro Señor
que pide su amistad, la mejor respuesta es que imite a san
Pablo y que presuma alegremente de sus debilidades para
que así resida en él la fuerza de Cristo. El P. Clerissac
decía: «...es nuestro vacío y nuestra sed lo que Dios
necesita, no nuestra plenitud». El darse cuenta de esta
verdad es una gran gracia de Dios... la razón y la
experiencia humanas pueden tal vez indicarnos la pobreza
de nuestros recursos, pero a no ser que Dios nos dé la
gracia, no es probable que nos sintamos bien en nuestra
pobreza y que presumamos de nuestras debilidades. Y sin
embargo, son los títulos más valiosos para la unión
divina. «Dichosos los que eligen ser pobres, porque esos
tienen a Dios por rey».
11.11.69

7. La gloria del Siervo doliente

Me he preguntado a menudo si Pedro, Santiago y Juan,


cuando vieron a nuestro Señor transfigurado, relacionaron
este acontecimiento con la profecía del libro de Daniel
referente a la venida del Hijo del hombre sobre una nube.
No hay indicación alguna de que lo hicieran: se trata
solamente de una especulación. Fue un acontecimiento
que causó impresión a estos tres apóstoles, aunque parece
que después lo olvidaron. «Señor, viene muy bien que
estemos aquí nosotros; si quieres, hago aquí tres chozas,
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Así se lee
en el evangelio de Mateo, capítulo 17; y, al final del
capítulo, leemos que mientras estaban aún en Galilea,
Jesús les dijo: «Al Hijo del hombre lo van a entregar en
manos de los hombres y lo matarán, pero al tercer día
resucitará». Y prosigue: «Ellos quedaron consternados».
Es claro que no hay razón alguna para suponer que este
incidente particular siguiera de cerca cronológicamente al
que ha sido descrito al empezar el capítulo. Pero uno se
pregunta si la enseñanza primitiva, de la que este
evangelio es claramente un documento, no yuxtapuso
deliberadamente estos dos textos para mostrar que la
persona de que hablaba el libro de Daniel, el Hijo del
hombre, y la persona de que se habla en la última parte
del libro de Isaías —el Siervo doliente— son una misma
persona. Al Hijo del hombre, nos dice el texto, lo van a
entregar en manos de los hombres y lo matarán. Nuestro
Señor, intentaba corregir frecuentemente cualquier falsa
impresión que sus oyentes pudieran tener respecto a qué
clase de persona habría de ser el Mesías. Su misión había
de llevarse a cabo de la manera indicada por el Siervo
doliente de Yahvé. San Marco se refiere a esto dos veces.
En la segunda ocasión, en el capítulo ocho de su
evangelio, nos dice que Pedro lo tomó aparte y empezó a
increparlo. Nuestro Señor lo rechazó: «¡Quítate de mi
vista, Satanás!, porque tu idea no es la de Dios, sino la
humana». Cualquier insinuación de que el papel del
Mesías había de ser el del Hijo del hombre triunfante, tal
como lo indica el libro de Daniel, no era correcta: su
misión se había de cumplir en la persona del Siervo
doliente.
Nosotros mismos tendríamos que ir considerando estos
textos durante este tiempo de cuaresma, de la misma
manera que instintivamente y con razón miramos hacia
adelante, hacia el reino del Hijo del hombre. Nuestra fe
cristiana tiene esta esperanza como uno de sus
componentes, este mirar hacia adelante, esta expectación
del triunfo del Hijo del hombre del que ya participamos y
del que participaremos con más plenitud en el futuro. Por
esto es por lo que nos encontramos mejor en la situación
en que Pedro, Santiago y Juan se encontraron en la
transfiguración: «Señor, viene muy bien que estemos aquí
nosotros». El comprometernos en la situación del Siervo
doliente de Yahvé resulta más difícil, porque,
naturalmente y con razón, retrocedemos ante la cruz.
Existe el peligro de construir una espiritualidad que no
afronte la cruz como elemento predominante. Hoy en día,
algunos escritores espirituales parecen olvidar que nuestro
Señor dijo: «...que cargue con su cruz y me siga». Nos
asustamos de la cruz porque es lo más natural, casi lo más
razonable que podemos hacer. Como los apóstoles,
estamos sobrecogidos de temor. Es correcto que
intentemos deshacernos de aquellas cosas que llamamos
la «cruz», ya se trate de problemas personales o de
dificultades prácticas de la vida de cada día. Pero hemos
de recordar una y otra vez que la cruz es, y debe ser, un
elemento de la vida en el que nosotros verdaderamente
seguimos a Cristo. Y solamente en la intimidad de la
oración privada podremos hacerlo y aprender a hacerlo.
Cuando sentimos la carga sobre nosotros —ya sea la
carga que llevamos constantemente, nosotros que somos
productos «dañados», de nuestro pasado, o una carga
impuesta por las necesidades de la vida— debemos
aceptarla en nuestra oración, sin necesidad de palabras ni
de pensamientos, sino pro-fundamente dentro de nosotros
en la presencia de Cristo. Tendríamos que tener
constantemente el deseo de participar de todo lo que
Cristo desea de nosotros; sin temer nada; desprendidos en
cuanto nos sea posible; y sin anteponer nada al amor de
Cristo, como dice san Benito; y por lo tanto, sin querer
otra cosa sino lo que él desea que aceptemos y
soportemos por él; con la firme convicción de que si
aprendemos a hacer esto, alcanzaremos un verdadero
conocimiento de la misión de Cristo en el mundo,
participando nosotros mismos en su obra redentora.
Solamente siguiéndolo como redentor
podremos participar de su resurrección, y finalmente, en
su gloria, cuando él, el Hijo del hombre, aparezca en el
último día.
2.3.71

8. Cuatro sermones de cuaresma



a)«No he venido a invitar a los justos, sino a los
32
pecadores»

Había una vez un hombre que era como una mezcla de


bueno y de malo, como muchos de nosotros, y que ejercía
un oficio que era notoriamente poco honrado, un hombre
de instintos generosos, capaz de responder cuando se
apelaba a su generosidad. Era un recaudador de
impuestos. En aquellos tiempos los recaudadores de
impuestos tenían una mala reputación; tanto, que la gente
cuando hablaba de ellos, añadía inevitablemente la
palabra «pecador». «Publicanos y pecadores», así es
como se los llamaba. Trabajaban para un poder
extranjero. Por aquel entonces Palestina había sido
invadida por Roma, y el pueblo arrogante que la habitaba
había sido hecho esclavo de una dominación extranjera.
La gente decente no trataba con los cobradores de
impuestos. Los despreciaban. Verdaderamente, todo lo
que sabemos sobre este hombre en particular, nos lo
presenta como una persona con las mínimas
probabilidades de ser escogido como apóstol. Y sin
embargo, fue llamado y respondió generosamente a la
invitación que le hizo nuestro Señor.
Como era un hombre simple, decidió celebrar el
acontecimiento. Así pues, ¿qué es lo que hizo? Reunió a
sus amigos: recaudadores de impuestos también y, a los
ojos de la gente honrada, pecadores. Y estaban allí y, en
medio de ellos, nuestro Señor. La gente decente se dio
cuenta de esto y empezó a murmurar, como hace
frecuentemente la gente que está convencida de su propia
rectitud. Nuestro Señor los oyó, y en una de las más
preciosas sentencias de toda la Biblia dijo: «No necesitan
médico los sanos, sino los enfermos; porque no he venido
a invitar a los justos, sino a los pecadores».
Mateo no sabía que nuestro Señor era Dios. A partir de
lo que había oído y, sin duda alguna, de lo que había
visto, sabía que debía haber sido enviado por Dios.
Porque a pesar de todo, Mateo era un judío, y los judíos
eran sensibles a su historia. Sabía que Dios siempre, una y
otra vez, había intervenido para salvarlos de la
dominación de un poder extranjero. Todo judío sabía que
la palabra «Dios» y la palabra «Salvador» eran sinónimas.
Dios salvaba. Y salvaba porque amaba. Todas las páginas
de la Biblia nos revelan esto. Dios desea salvar. Cada
página de la Biblia revela también la insensatez de
aquellos que por sus acciones prueban lo mucho que
necesitan ser salvados. Hubo un acontecimiento que
Mateo y cada judío conocía como el más decisivo de su
historia: sucedió 1.250 años antes de que viniera nuestro
Señor. Mateo sabía que sus antepasados habían sido
reducidos a la esclavitud en Egipto, que su religión había
sido despreciada y que habían sido explotados en su
trabajo; sabía que Dios había enviado a un hombre, a un
gran hombre, Moisés, y las dificultades con que Moisés
salvó de la esclavitud a sus antepasados. Sabía también
cómo Dios había permitido que a este pueblo le
sobrevinieran calamidades, una tras otra... También sabía
el pacto solemne que se hizo en la montaña del Sinaí con
el pueblo, representado por 'Moisés, que había pasado
varios días en la montaña, solo con Dios. Sabía que en
aquel entonces aquella tribu nómada había adquirido una
nueva dignidad. Se convirtieron en el pueblo de Dios.
Mateo sabía todo esto, como lo sabía todo judío, porque
este fue el gran acontecimiento de su historia. Lo
cantaban en sus canciones; fue el tema de su poesía, el
objeto de su oración. Cada año lo celebraban con un
banquete solemne; el fundamento de su esperanza era que
lo que Dios había hecho una vez, lo volvería a hacer de
nuevo. Dios es salvador. Dios es amor. Y cuando su
pueblo está en la servidumbre, viene en su ayuda. Este
hombre, Jesús, que venía ahora ¿no sería el que los
libraría del yugo de los romanos?
Poco a poco, Mateo fue aprendiendo que este hombre
había venido a salvar; a fundar un reino y hacer un nuevo
pueblo de Dios; pero sólo fue gradualmente como llegó a
descubrir estas cosas. Mateo era un hombre humilde.
Conocía sus limitaciones y que cuanto más pecador es un
hombre tanto más necesita de Dios; cuanto más incapaz
se siente, tanto más necesita ayuda. Los fariseos, pobres
insensatos, confiaban en sí mismos. Su actitud era «no
necesitamos ser salvados». Pobres insensatos, de verdad.
Se perdieron lo esencial.
Tanto vosotros como yo, queridos hermanos, podemos
perdernos lo esencial. Pensáis que porque la oración no os
resulta fácil y la asistencia a misa no os es agradable,
vuestro récord en el servicio de Dios no es bueno, las
cosas de Dios no son para vosotros. ¿No sois capaces de
ver que cuanto más ineptos sois, tanto más necesitáis la
ayuda de Dios? No es probable que vosotros ni yo
cometamos el error de los fariseos. No es probable que
digamos: «Yo no necesito ser salvado»; pero sí que
podríamos caer fácilmente en una estructura mental que
nos hiciera decir: «Yo no deseo ser salvado»; y cuando un
hombre llega aquí, su estado es triste de verdad. En mí
hay un anhelo de seguridad y de felicidad,
semiconsciente, no confesado: un anhelo por Dios,
aunque yo no lo sepa. Es este anhelo el que Dios desea
potenciar. Mi corazón no reposará hasta que descanse en
él.
21.2.64

33
b) «Yo soy la resurrección y la vida»

¿No tiene la vida otra cosa que ofrecernos, sino la


muerte? ¿No otra cosa sino los bienes de este mundo y
una alegría transitoria? El mundo ofrece compensaciones
rápidas, que van a dar en la muerte como en una trampa.
Para aquellos cuya única preocupación es buscar el placer,
la fama y el éxito, la muerte es la última y la mayor
tragedia. No, nosotros deseamos vivir, vivir plenamente,
continuar viviendo: ¡Si la muerte pudiera ser conquistada!
¡Si se le pudiese quitar el aguijón! Esto es precisamente lo
que nuestro Señor ha hecho.
Es una doble muerte la que él ha conquistado. Porque
hay dos clases de muerte. Existe la muerte que es la
separación del cuerpo y del alma, la muerte física. Pero
existe también la muerte que es la separación entre el
hombre y Dios. Esta es la muerte espiritual. La muerte
espiritual afecta a una persona que deliberadamente opta
por vivir como si Dios no existiera; que deliberadamente
opta por desobedecer a Dios en materia grave. Ahora
bien, estas dos muertes están íntimamente relacionadas.
Nuestros primeros padres murieron espiritualmente
porque deliberadamente escogieron desobedecer a su
Creador; y el castigo de su rebelión fue la muerte física.
La tragedia es que, aunque sea difícil de comprender,
nosotros, sus descendientes, nos encontramos implicados.
Vosotros y yo nacimos «muertos», separados de Dios,
destinados a ser privados de esta visión que es la
única que puede satisfacer nuestras más profundas
aspiraciones.
Nuestro Señor superó ambas clases de muerte. ¿Cómo
lo hizo? Muriendo él mismo y resucitando de la muerte.
Murió verdaderamente. Murió una muerte física,
sufriendo en ella el castigo por el pecado que es la suerte
de toda la humanidad. Pero en él no se dio la separación
de Dios, como en la muerte espiritual. Esto es un
gran misterio. Se permitió a sí mismo soportar la miseria
de sentirse separado de su Padre celestial: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pero al tercer
día resucitó de entre los muertos. Más aún, la naturaleza
humana en él salió de la tumba renovada y radiante. Esta
vida espiritual, llamada a veces vida sobrenatural y más a
menudo gracia, quiere dárnosla a todos nosotros. Desea
darnos esta vida por la que aquí y ahora podemos disfrutar
de su amistad y finalmente concedernos la visión de Dios,
que es lo único que, tal como he dicho, puede satisfacer
nuestras más profundas aspiraciones.
El desea darnos vida; y desea renovar el gesto por el
que restituyó la vida al hijo de la viuda de Naim, a la hija
de Jairo, a su amigo Lázaro. A ellos les restituyó la vida
física; a nosotros, con un gesto semejante, nos restituye la
vida espiritual. Los sacramentos son los medios por los
que nuestro Señor nos toca y nos da esta vida; nos la da
cuando aún no la poseemos, y nos la da con más plenitud
cuando se encuentra ya en nosotros. Pero si optamos por
rechazarla, entonces, queridísimos hermanos, vivimos
«muertos». Vivimos una vida que fundamentalmente
carece de sentido, porque está ligada por los horizontes de
este mundo presente, destinada en último término a la
frustración, a la miseria. Vivir separado de Dios es
verdaderamente vivir «muerto».
Pidamos a Dios que, los que hemos sido bautizados y
hemos recibido la vida por el mismo Cristo, podamos
vivir de tal manera en unión con él que cuando nos
sobrevenga la muerte corporal muramos «vivos».
28.2.64

c) «De la muerte a la vida»

Salvación significa pasar de la muerte a la vida. Es


decir, pasar de un estado de separación de Dios a la unión
con él. Y esta vida, como hemos visto, nos
vieneprecisamente porque el mismo nuestro Señor pasó
de la muerte a la vida: murió y resucitó. También hemos
visto que esta vida se nos da primeramente en el
bautismo, por el que se nos capacita para disfrutar de la
amistad de Dios aquí y ahora; y después, habiendo pasado
por la muerte física, llegaremos a aquella visión que es la
única que puede satisfacer nuestras aspiraciones más
profundas. Cuando vivimos con esta vida, viviendo
verdaderamente esta vida, nos vamos centrando en Dios
más que en nosotros mismos. Más que vivir una vida en la
que sólo cuentan el éxito material y los placeres
mundanos, vivimos ahora una vida orientada hacia Dios.
Es cosa nuestra optar por vivir «muertos», por vivir
separados de Dios; pero si optamos por vivir para él,
entonces nosotros vivimos aquella vida que Cristo nos da;
con toda verdad vivimos con la vida del mismo Cristo
dentro de nosotros.
Pero nuestro Señor bendito ha de estar incesantemente
a la obra en nosotros. Su poder salvador debe estar
actuando siempre a favor nuestro para reprimir aquellas
fuerzas que trabajan para separarnos de Dios. No hay
nadie entre nosotros que no haya experimentado en sí
mismo la posibilidad real y verdadera de que algo pueda
apartarlo de Dios; así pues, en cada instante necesitamos
ser salvados de hacernos insensatos a los ojos de Dios.
Después de todo, nuestra vida natural está sostenida
constantemente por un querer de Dios. Si Dios cesase de
querernos, volveríamos a la nada de la que procedemos.
Si las cosas son así en la vida natural, con cuanta más
verdad serán las cosas de esta manera en la vida por la
que hemos sido recreados en Cristo. Su contacto
vivificante se mantiene constantemente en nosotros, pero
nosotros podemos rehusar ser tocados. Si, por ejemplo,
rehusamos hacer uso de los sacramentos, estamos
rehusando ser tocados por nuestro Señor. Estamos
optando por vivir «muertos».
Ha de haber un contacto constante con Cristo. Ser
cristiano no significa observar meramente un cierto
código de conducta; no significa poner meramente a
nuestro Señor como nuestro modelo. Significa estas dos
cosas, ciertamente; pero ser cristiano significa ser
penetrado por la vida de Cristo, o, diciéndolo al revés,
permitir a Cristo que penetre mi vida. Ha de haber un
encuentro de persona a persona, una mutua
compenetración del uno con el otro. Estar en contacto con
Cristo, implicará estar también en contacto con la obra de
Cristo, con lo que él hizo. Esto significa estar en contacto
con su obra redentora; la obra de salvación que él ha
realizado a favor tuyo y a favor mío; significa estar en
contacto con su pasión, muerte y resurrección.
¿Qué es lo que hizo nuestro Señor por su pasión, su
muerte y su resurrección? Tendió un puente sobre el
abismo existente entre Dios y el hombre, un abismo sobre
el que sólo él podía tender un puente. El es realmente con
toda verdad un pontífice: el constructor del puente. El es
el mediador entre Dios y el hombre precisamente porque
él es Dios y hombre. Y en su muerte en la cruz, ofreció a
Dios, su Padre, todo lo que es humano. Se ofreció a sí
mismo, y ofreciéndose a sí mismo, ofrecía a cada uno de
nosotros. Al mismo tiempo daba al hombre, o deseaba dar
al hombre, la participación en la vida divina. El papel de
Cristo es dar a Dios las cosas del hombre y al hombre las
cosas de Dios. Así pues, la pasión, la muerte y la
resurrección son el punto central de toda la historia, y
cada individuo ha de ser puesto en contacto con la obra de
Cristo.
En los tres últimos días de la semana santa
pensamos en estas verdades. Pensamos en la pasión, la
muerte y la resurrección de nuestro Señor. No estamos
representando meramente un espectáculo histórico, ni
recordando meramente acontecimientos históricos; los
hacemos presentes de tal manera que nosotros podemos
tomar parte hasta cierto punto en ellos. La eucaristía,
particularmente, nos hace presente la obra de Cristo. Con
una delicadeza divina Dios pone a nuestra disposición la
obra de Cristo, de tal manera que nos sintamos incluidos
en ella. Este es el significado particular del jueves santo,
porque en este día nuestro Señor nos dio la eucaristía. En
este día se reunió con sus discípulos para celebrar la cena
pascual. Recordaréis que esta comida la llevaban
celebrando los judíos unos 1.250 años para conmemorar
aquel conjunto de acontecimientos que nosotros llamamos
éxodo: la liberación de Egipto. Se instituyó para evocar su
gratitud y para recordarles su dependencia de Dios.
Fue en esta comida pascual donde nuestro Señor tomó
pan y lo cambió en su cuerpo; tomó vino, y lo cambió en
su sangre, de tal manera que esta comida conmemoraría
acontecimientos más decisivos, más importantes que
aquellos concernientes a lo que nosotros llamamos éxodo.
Lo que nuestro Señor quería que se recordase era su
pasión, muerte y resurrección. Había una gran diferencia
entre las dos comidas. La primera conmemoraba
meramente acontecimientos pasados. La eucaristía
comporta mucho más: hace presente la pasión, la muerte y
la resurrección de nuestro Señor por medio de símbolos:
el pan consagrado y el vino consagrado. Ni vosotros ni yo
no hubiéramos podido idear una manera de hacer presente
la pasión, la muerte y la resurrección a todos los hombres
de todos los tiempos; sólo Dios podía idear lo que, de
hecho, ha ideado. Porque cada vez que se celebra la
eucaristía, se repite el sacrificio del Calvario. Cada vez
que recibís la santa comunión se os da la vida de Cristo
resucitado. Damos testimonio de dos cosas: el don del
hombre a Dios y el don de Dios al hombre. Es Cristo que
se da a sí mismo a su Padre juntamente con nosotros; y es
Cristo el que se nos da en la santa comunión.
En el viernes santo pensamos en la oblación de nuestro
Señor en la cruz. En el sábado santo pensamos en la vida
que ha resucitado. Así pues, ya podéis ver que el tema
principal de estos tres días es precisamente el tema de la
eucaristía.
3.3.64

34
d) «Este es mi Hijo, mi predilecto»

Durante la semana santa pensamos en la pasión, muerte


y resurrección de nuestro Señor. Como ya hemos dicho,
no se trata de una mera conmemoración de
acontecimientos históricos. No nos limitamos a
representar un espectáculo carente de significado. Lo que
hacemos, lo hacemos en vistas a poder participar nosotros
mismos en la obra de Cristo. Nuestro Señor se ofreció a sí
mismo a Dios, su Padre: ofreciendo su amor, cosa que él
expresó por medio de la obediencia, obediencia hasta la
muerte. Al mismo tiempo, pasó de la muerte a la vida,
para que vosotros y yo pudiéramos participar de su vida
como resucitado. Hemos de penetrar en la oblación de
amor que Cristo hizo en la cruz. En el sacrificio de la misa
se nos ofrece la oportunidad. A través de los sacramentos,
especialmente la eucaristía, recibimos la vida de Cristo
resucitado: verdaderamente en la santa comunión
recibimos al verdadero autor de esta vida. Nuestro
principal pensamiento en el jueves santo será el de la
institución de la eucaristía. En el viernes santo
pensaremos en la oblación que nuestro Señor hizo de sí
mismo a su Padre celestial. En el sábado santo
pensaremos en la vida que participamos del resucitado.
En cierto sentido, cada vez que se celebra la eucaristía, la
semana santa se encuentra contenida en su totalidad.
Esta tarde vamos a pensar en el viernes santo. Es claro
que es preciso seleccionar. Mi mente retrocede hasta el
primer domingo de ramos. Me gusta pensar en Pedro
marchando en aquella procesión triunfal, con el
pensamiento de que las cosas iban realmente bien. Un
sentido de orgullo: la gente abalanzándose, extendiendo
sus mantos y palmas a lo largo del camino por el que
pasaba nuestro Señor. Gritaban: «¡Hosanna al hijo de
David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Y
entonces recordaría profecías como: «Mira, tu rey vendrá
sentado sobre un asno». Un sentido de orgullo. Todo iba a
salir bien.
Y me gusta pensar cómo Pedro se acordaría de cuando
nuestro Señor arriba en la montaña se transfiguró ante él,
Santiago yJuan. Su faz brilló como el sol y sus vestidos se
volvieron blancos como la nieve. Entonces apareció una
nube —para un judío, el signo de la presencia de Dios— y
una voz dijo: «Este es mi Hijo, mi predilecto". Nuestro
Señor había estado allí, con Elías y con Moisés. Después
bajaron de la montaña y la vida siguió como de
costumbre. También me gusta considerar que la mente de
Pedro se dirigió a una visión citada en el libro de Daniel:
«Seguí mirando, y en la visión nocturna vi venir en las
nubes del cielo una figura humana, que se acercó al
anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y
dominio: todos los pueblos, naciones y lenguas lo
respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no
tendrá fin». Esta figura magnífica fue seguramente la del
Hijo del hombre apareciendo en toda su majestad para
fundar un reino, un reino con todos los elegidos. ¿No
deberían bailar por la cabeza de Pedro todas estas cosas
cuando nuestro Señor iba cabalgando a entrar en
Jerusalén? Ahora el poder romano sería derrocado. Ahora,
aquellos que entre los judíos eran enemigos del Señor
serían reducidos al silencio de una vez para siempre, no
tenía ninguna importancia que en este mismísimo
momento estuvieran conspirando contra él. Este era el
momento del triunfo.
Pasa una semana. Todo cambia. Ya no gritan
«Hosanna»; ahora su grito es «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
¿Un rey?, ¡ca!, está coronado de espinas. ¿Transfigurado?
¿Vestidos blancos como la nieve? ¡Cubierto de esputos,
sangre y sudor! ¿Un profeta que viene a enseñar? ¡ca! En
el palacio de Herodes lo tratan como a un loco. ¡Pobre
Pedro! Las dudas nublan su mente. Desilusión. No puede
huir totalmente. Va a la deriva, preguntándose por qué es
tan difícil perseverar cuando el maestro, por lo que
parece, está en manos de sus enemigos.
¿Y Judas? ¡Ah!, él tenía razón. ¿Éxito y placeres de
este mundo? Treinta monedas de plata: esto es todo lo que
tenía ahora. ¿Y nuestro Señor? Bueno, todo fue un sueño;
se había dejado seducir por corto tiempo, pero él, tenía
razón; lo sabía; ni un instante le abandonaba la idea de
que él tenía razón. ¡Pobre Judas !
Luego Pilatos aparece con nuestro Señor:«¡Ecce rex
vester!»: «¡Mirad, este es vuestro rey!». Coronado de
espinas, cubierto de salivazos, tratado como loco. «¡Mirad
a vuestro rey!». Este punto concreto había preocupado a
Pilatos. Había preguntado con insistencia a nuestro Señor
sobre esta pretensión a la realeza. Los que de entre los
judíos eran enemigos de Cristo, utilizaban precisamente
este punto para obtener una prueba de culpabilidad. Aquí
hay un hombre que rivaliza con el César. Aquí hay un
hombre que podría derrocar a los romanos. Pilatos se
espanta. «¡Mirad a vuestro rey!». Y entonces, sobre el
patíbulo, la cruz sobre la que colgará el Señor, pondrán
una inscripción en tres lenguas: «Jesús de Nazaret, rey de
los judíos». No, decían los judíos, no lo pongas así; di
más bien que él decía que era rey de los judíos.
Pilatos: Quod scripsi, scripsi. «Lo que he escrito, escrito
está». Y Pilatos que de todos era el que menos informado
estaba sobre estas cosas, lo hizo bien. Este era
verdaderamente el rey de los judíos.
Pedro parecía haber olvidado, lo mismo que los judíos
que habían conspirado contra la vida de nuestro Señor,
que el reino sería establecido, no por medio de poder, ni
por una manifestación de majestad, sino precisamente de
esta manera. Es extraño cómo todos los contemporáneos
de nuestro Señor habían olvidado aquella visión de Isaías:
Isaías que vio a un hombre:

…sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente,
despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de
dolores acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los
rostros, despreciado y desestimado. El soportó nuestros
sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos
leproso, herido de Dios y humillado... como cordero llevado al
matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría
la boca.

Este era el rey que establecería su reino a través del
sufrimiento y de la muerte. En el mismo nuestro Señor
estaban unidas las dos profecías: la visión del Hijo del
hombre de Daniel y la visión del Siervo doliente de Isaías.
«Y entonces empezó a decirles que el Hijo del hombre
deberá sufrir mucho, ser rechazado por los senadores,
sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al
tercer día». Y más tarde, durante su pasión, nuestro Señor
dice: «Desde ahora vais a ver cómo el Hijo del hombre
toma asiento a la derecha del Todopoderoso y cómo viene
sobre las nubes del cielo». De verdad es así. Con mucha
frecuencia se ha llamado a sí mismo el «Hijo del
hombre», manifestando de esta manera que estaba
cumpliendo la profecía de la poderosa figura que Daniel
había visto en una visión. Con cuánta frecuencia había
predicado que el reino de Dios estaba cerca, al alcance.
Con cuánta frecuencia había comparado el cielo con el
reino. Y aquí, ahora, en este mismo instante estaba
fundando el reino a través del sufrimiento, a través de la
muerte... Una cosa sin sentido, si no hubiera sido por el
triunfo de su resurrección. Cuando él colgaba de la cruz,
se hacía una nueva alianza entre Dios y el hombre. El
«constructor de puentes» estaba tendiendo de verdad un
puente sobre el abismo que separa al hombre de Dios.
Estaba pagando el justo castigo por la enormidad del
insulto que es el pecado. Como sacerdote, se ofrecía él
mismo como víctima en un nuevo sacrificio que sellaría
en su sangre la nueva alianza con Dios. Había nacido un
nuevo pueblo de Dios. Pedro lloró y fue salvado, ¿y
Judas?... ¡Pobre Judas!
13.3.64

7. María







1. ...Escuchar, recibir, vigilar...

Una mujer de entre la multitud gritó, «¡Dichoso el


35
vientre que te llevó y los pechos que te criaron!» y de
esta manera proclamaba la dignidad de aquel cuerpo que
había dado a luz al Hijo de Dios. Tendríamos que pensar
siempre con respeto y admiración en el cuerpo que está
llamado a la noble tarea de dar a luz una nueva vida. Pero
en este caso, se trata del cuerpo de nuestra Señora, noble
más que cualquier otro, en cuanto, con toda propiedad y
con razón, fue de tal manera configurado que pudiera ser
digno de la finalidad para la cual Dios la había escogido.
«Mejor, dijo nuestro Señor, ¡dichosos los que escuchan el
mensaje de Dios y lo cumplen!», con lo que parecía
alabar una dignidad todavía más elevada de nuestra
Señora: que había escuchado el mensaje de Dios y vivía
de acuerdo con él; ella, aquello que escuchaba, lo
conservaba en su interior.
El escuchar, el recibir y el vigilar son rasgos
femeninos. Tal vez sea por esto por lo que las mujeres
rezan más que los hombres. Tal vez sea por esto por lo
que entre los contemplativos hay más mujeres que
hombres: es lo «femenino» lo que escucha y espera.
También es un rasgo femenino el ver y el observar. El
vino se ha agotado. María se da cuenta y, como es una
mujer, su mente es práctica.
Uno se maravilla de lo intuitiva que era. Cuando su
Hijo decía palabras como: «¿Quién te mete a ti en esto,
36
mujer?» , que implicaban que se trataba de una cosa que
no le incumbía, ¿entendió ella que él iba a empezar su
ministerio público, en el que por el espacio de dos a tres
años ella no iba a tener parte alguna? ¿Quería él insinuarle
que de ahora en adelante tendrían que estar separados, la
prueba que toda madre ha de afrontar si no quiere
derrumbar a su hijo? «Todavía no ha llegado mi hora»: la
hora en que él pasará de la muerte a la vida y ella estará
de nuevo unida a él.
Así es ella: controlada, libre, noble, sensitiva en su
capacidad de escuchar, rápida en darse cuenta de las
necesidades de los demás, generosa en su ayuda práctica,
aguda para percibir. Lo que hay de más hermoso en la
mujer en nadie se ha realizado mejor que en ella: María,
que fue concebida inmaculada. Desde el momento en que
empezó a vivir en el vientre de su madre, santa Ana,
estuvo destinada a ser única entre los hijos de Dios.
Cometemos un grave error en nuestra vida espiritual si
ella no tiene parte. Es a nuestro riesgo, si no llegamos a
comprender el papel que ella representa en la vida de su
hijo y en nuestras propias vidas. Concebida inmaculada es
capaz de amar como no puede hacerlo ninguna otra
creatura: ella ha amado al Dios que, como explica la
tradición, sirvió desde su más tierna infancia, al Hijo que
ella engendró, y a nosotros que, por el mismo Hijo, le
fuimos encomendados en el momento más solemne de su
vida.
7.12.71

2.. «Fiat»

Nuestra Señora debió quedar sorprendida del mensaje


que había recibido del ángel. Se le dijo que iba a ser
madre. Pero desde el momento que ella había escogido
una vida de virginidad, ¿no era esto imposible? Y aunque
esto no hubiera sido así ¿por qué tenía que ser ella puesta
a parte para ser la madre del Mesías, desde tan largo
tiempo y tan ansiosamente esperado? Con toda seguridad
había mujeres más apropiadas que ella en Israel. No es de
extrañar que se sintiera profundamente perturbada,
Muy frecuentemente pasa así cuando Dios interviene
en una vida humana, cuando sucede lo inesperado y lo
imposible. Y la primera reacción ante este tipo de
intervención, es la de temor: que puede sobrecoger hasta
casi paralizar. En tal caso lo que es necesario es una
palabra o un gesto tranquilizante, una palabra que tenga
eficacia medicinal: «Tranquilízate, María, que Dios te ha
37
concedido su favor» . Esta palabra de amor divino,
pues lo es en realidad, tiene una cualidad única, especial.
No solamente tranquiliza, da libertad, da vida, inspira.
Hermano, ¿puedes escuchar esta palabra, como dicha a ti
en este momento en que esperas hacer tu profesión?
«Tranquilízate, que Dios te ha concedido su favor». En el
nivel en el que solamente Dios puede penetrar, creo que
sí, puedes.
Durante seis años, tú has reflexionado y has rezado: y
nosotros hemos hecho igual. Tú has tomado una decisión,
y también nosotros hemos decidido que, en cuanto nos es
posible decirlo, Dios te ha llamado para seguir a Cristo en
la vida monástica. A veces su intervención te habrá
podido parecer inesperada e imposible: «Tranquilízate».
Ni por ti ni por nosotros la decisión ha sido tomada a la
ligera. Ninguno de nosotros ha tenido una visión que nos
haya manifestado de una manera evidente la voluntad de
Dios para contigo. Ni nuestra Señora tuvo una tal visión:
ella tuvo que poner su confianza en un mensajero, así
como tú has tenido que poner tu confianza en la
experiencia y en la sabiduría de tus hermanos. Dios usa
intermediarios.
De aquí a un momento pronunciarás tu fiat, tu «Sí»:
38
«Cúmplase en mí lo que has dicho» . La lectura de tus
votos es tu respuesta a la llamada que Dios te hace: en su
forma, parece cosa de negocios, y es canónica, pero el que
está en las profundidades de tu ser, hará revivir a estos
huesos legales. No necesariamente hoy. Pero, de día en
día, esta profesión tendrá pera ti una significación cada
vez más profunda.
¿Supo María qué es lo que, pasaría una vez hubo ella
pronunciado su fiat, su «sí»? No. Ni tú tampoco. El amor
de Dios puede ser exigente y purificador, pero también
nos llena de fervor y nos alienta. Y con toda seguridad,
esta es la experiencia de todos los santos, que cuanto más
grandes son las exigencias de Dios, tanto mayores son las
pruebas de su amor: «Dios te ha concedido su favor».
No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre,
tú eres mío. Cuando cruces las aguas yo estaré contigo, la
corriente no te anegará; cuando pases por el fuego no te
quemarás, la llama no te abrasará. Porque yo, el Señor, soy tu
39
Dios; el Santo de Israel es tu salvador.
Que resuenen en tus oídos estas palabras del profeta
Isaías.
«Que el poder del Espíritu que santificó a María, la
madre de tu Hijo, santifique el don de ti mismo sobre este
altar» (Oración sobre las ofrendas del cuarto domingo de
adviento).
8. EXPERIENCIA DE DIOS









1. Vulnerabilidad de Dios

Cada época produce su expresión particular de la


verdad cristiana. Nuestra época produce diferentes
manifestaciones. El movimiento focolari, por ejemplo,
parece ser, en parte, una reacción al carácter impersonal
de la sociedad urbana moderna, y es la expresión del
deseo de relaciones interpersonales, que vienen de otros
sectores, por decirlo en términos filosóficos. Me parece
que la meditación trascendental es una reacción a formas
de oración exuberantes de palabras, y corresponde a la
necesidad de silencio y de integridad interior. El
movimiento carismático es, en parte, una reacción frente
al sistema de leyes de la iglesia, rígido y tal vez
sobreestructurado y excesivamente gravoso: corresponde
a las aspiraciones que la gente tiene de libertad y
expresión de alegría en su vida espiritual.
En el siglo diecisiete el culto del Sagrado Corazón fue
una reacción contra el jansenismo, esta reducción de la
posibilidad de salvación que se suponía caracterizar al
elegido. Fue como una contrapartida calvinista en la
iglesia católica. No es del todo inapropiado hablar de esto
a una comunidad benedictina, porque como ya sabéis, en
el siglo trece, se dice que Juan evangelista se apareció a
santa Gertrudis y le habló del significado de las
palpitaciones del corazón de Jesús que él percibió cuando
reclinó su cabeza sobre el pecho del Señor; el significado
de esto se revelaría en toda su plenitud cuando nuestro
Señor se apareció a santa Margarita María en Paray-le-
Monial en junio de 1675, en una época en que el mundo
se había enfriado en su apreciación del amor de Dios.
Muchos pueden no sentirse atraídos hacia la devoción del
Sagrado Corazón tal como ha sido presentada al final del
siglo diecinueve y al principio de éste, pero la teología
que existe detrás de la devoción es de capital importancia.
Haríamos bien en tomar como un estímulo para la
oración, las antífonas de vísperas y de laudes.
Querría hacer hincapié en dos puntos. Primero, el
Sagrado Corazón humaniza el amor divino, interpreta el
amor divino en un lenguaje humano; porque la Palabra
hecha carne no habla solamente en una comunicación
verbal, sino también en términos de cualidades divinas
que están vivas en la experiencia humana.
Dirigiré vuestra atención a una cita del evangelio.
Nuestro Señor ha curado a la madre de la mujer de Pedro.
El sol iba a su ocaso y aquellos que tenían amigos
afectados de enfermedades los llevaban a él, y él
40
«aplicaba las manos a cada uno» . Atención personal,
individual. Conocemos la actitud de nuestro Señor hacia
un amplio número de personas con las que tuvo contacto,
haciendo caso omiso de su situación, de su probidad
moral y de si eran atractivas o no. Esta atención personal
nos revela de una manera sorprendente que lo que
sabemos es la verdad de Dios mismo. Para cada uno de
nosotros tendría que ser una fuente de consuelo y ayuda:
Dios tiene esta atención individual para conmigo, aparte
de mis flaquezas, sin consideración a mis defectos.
Segundo, la fiesta del Sagrado Corazón nos revela la
vulnerabilidad de Dios. Para los que son tomista es difícil
usar la palabra «vulnerabilidad» refiriéndose a Dios.
¿Cómo puede ser vulnerable un Dios inmutable?
Solamente en su Hijo hecho hombre podemos vislumbrar
algo de esto. Además, podemos aportar una lista de
situaciones en las que nuestro Señor manifestó su
vulnerabilidad: sureacción a la ingratitud de los nueve
leprosos; su llanto sobre Jerusalén; su pena a la muerte de
Lázaro; su evidente afecto por Marta y por María; y su
reacción a la traición de Judas: «¿Con un beso entregas al
Hijo del hombre?». Leed los evangelios una y otra vez, y
encontraréis la vulnerabilidad de nuestro Señor. Parece
que Dios se hizo hombre para sentir lo que el hombre
siente, para mostrar que él comprende. Y desde el
momento que la humanidad de Cristo es una parte de él y
una parte de la vida de la trinidad, podemos ver hasta qué
punto puede ser vulnerable la trinidad misma.
Fue a santa Gertrudis, tal como se dice, a quien Juan
habló del Sagrado Corazón: podemos decir que Juan es el
teólogo del Sagrado Corazón. El Oficio del Sagrado
Corazón pone de relieve la transfixión del costado de
Cristo y cómo fluyó agua y sangre. Este fue su momento
de gloria: su hora: el agua es un símbolo del Espíritu
santo; la sangre, la sagrada eucaristía. Los cristianos
contemplando el costado traspasado de Cristo han dado
testimonio a lo largo de los siglos de que éste fue el
momento en que nació la iglesia. Los movimientos a que
me he referido antes: el movimiento focolari con su
énfasis en el amor, el amor de Dios y el amor entre las
personas, y el movimiento carismático con su insistencia
en el Espíritu santo y en el bautismo del Espíritu, tal vez
no se acomoden a todos, pero son movimientos que los
hemos de tener en cuenta, aunque no sea sino por elhecho
del énfasis que ponen cuando dicen que es en el corazón
humano de Cristo donde encontramos el misterio del
amor de Dios.
Es por esto por lo que nosotros guardamos la fiesta del
Sagrado Corazón. Necesitamos venir a los primeros
principios de la vida espiritual: el formidable amor que
Dios tiene por cada uno de nosotros. El sentido de esta
fiesta no tendría que ser solamente una inspiración y un
consuelo para nosotros mismos, tendría que ser un
modelo de nuestras reacciones, de unos para con otros. El
interés y la compasión que tendríamos que tener para cada
uno de los miembros de la comunidad es sobremanera
importante. No importa hasta qué punto una comunidad
pueda estar dividida, ni la diversidad que pueda existir en
sus prácticas e ideologías; nada de todo esto importa,
aunque en cierto nivel, pueda ser lamentable. Lo que
interesa es que haya una caridad real, un amor real, un
interés real de los unos para con los otros. Cada uno de la
comunidad ha de ser objeto de mi interés: ha de haber una
generosidad real, una prontitud para ponerme a
disposición de los demás, para negarme a mí mismo por
los demás. Me parece, padres, que hemos de orar con
urgencia para que el amor que Dios nos manifiesta vaya
pasando de uno a otro en esta comunidad, y a través de
nosotros, a todos aquellos con los que tenemos contacto.
Una comunidad cristiana tendría que ser una comunidad
que ama. El trabajo dentro de una comunidad presupone
sacrificio: es fácil hacer una selección de aquellos con los
que estamos en contacto. Esto no es correcto a nivel de
vida cristiana: y ciertamente no es correcto a nivel
monástico. Es extenuante el estar dando constantemente,
el estar constantemente a disposición. Pero esta es la
gracia que hemos de pedir. Este es el camino del Señor, el
camino de nuestro Padre que está en el cielo. Y nosotros,
con todas nuestras deficiencias, hemos de esforzarnos por
ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto.
3.6.75

2. Tres heridas: contrición,


compasión)deseo ardiente de Dios

Los pensamientos que querría exponeros, reverendos


padres, forman como un conjunto abigarrado a partir de
lecturas que hemos escuchado en estos últimos días: un
pasaje de la madre Juliana de Norwich, algunos extractos
del rito de la ordenación, y una o dos que hemos leído
hoy. Me parece que sugieren algunas verdades
importantes.
Muy al principio en sus Revelaciones la madre Juliana
dice: «Por la gracia de Dios y la enseñanza de la santa
iglesia se desarrolló en mí un fuerte deseo de recibir tres
heridas: es decir, la herida de la verdadera contrición, la
herida de la genuina compasión y la herida de un deseo
ardiente y sincero de Dios». Este pasaje me chocó cuando
estaba pensando en el sacerdocio y en el gran
acontecimiento que tuvo lugar el domingo, y las
cualidades que tendría que tener el sacerdote. Se me
ocurrió que los tres deseos de la madre Juliana eran
vitales.
Ninguno de nosotros, al acercarse al sacerdocio, o
mirando hacia atrás en nuestras vidas sacerdotales, puede
verse privado de un sentimiento de contrición, si
pensamos en nuestro pecado y en nuestra indignidad. Este
sentimiento tendría que caracterizar nuestra espiritualidad,
y está muy lejos de ser un pensamiento deprimente.
Nunca nos tendríamos que permitir sentirnos abrumados
por nuestra indignidad, nuestra perversidad: debemos
tener siempre presente el pensamiento de que Dios es
incapaz, si me es permitido expresarme así, de ejercer su
maravilloso poder de perdón si no hay nada que perdonar,
y que nuestro pecado es una reclamación a su poder de
perdonar que forma parte de su interés amoroso por
nosotros. De esta manera resulta ser un pensamiento que
nos tendría que dejar un sentimiento de satisfacción y de
paz. Si no somos conscientes de nuestra maldad, es o
porque tenemos una noción equivocada del pecado o,
peor aún, una visión equivocada de nosotros mismos, o,
en el caso de un sacerdote, no valoramos suficiente-mente
lo terrible que es la vocación a la que hemos sido
llamados. Pero Dios no desea que nos sintamos
deprimidos; si no fuera así, no nos hubiera llamado; no
hubiera instituido el sacerdocio.
Yo me pregunto por qué la madre Juliana hablaba de la
herida del ardiente y sincero deseo, la herida de la
contrición, la herida de la genuina compasión. ¿En qué
sentido usaba la palabra «herida»? En relación con la
contrición, supongo que inevitablemente, el conocimiento
de sí mismo, la revelación de la propia maldad e
indignidad, es, en cierto sentido, una herida. Pero no es
tanto la herida de la cruz como la herida de Cristo
resucitado. Esta es la manera de considerar estas heridas;
aquí es donde nosotros encontramos nuestra esperanza,
nuestra paz, nuestro consuelo. De aquí surge un punto
práctico: es una lástima, me parece, que en la vida de la
iglesia, y posiblemente en la vida de los monjes, la
confesión ha perdido terreno, o es menos importante.
Creo que es muy difícil encontrar realmente algo que
substituya el postrarse ante un representante de Dios para
manifestar la propia indignidad y maldad. No lo hacemos
para conseguir paz; es una manera práctica y sensible de
decir a Dios «lo siento» (sorry).Pero aporta y tendría que
aportar su propia paz.
La herida de compasión genuina. La capacidad de
escuchar y de escuchar con simpatía es compasión, y el
ser capaz de sufrir con los demás: estas cualidades las
reconocemos en sacerdotes que tienen una amplia
influencia pastoral. La lectura de después de maitines (Col
2) me llamó la atención: «Cuidado con que alguno os
engañe con filosofías falaces, vana ilusión tradicional en
la humanidad, basado en lo elemental del mundo y no en
el Cristo» (Knox). No creo que alguien tuviera algo que
discutir con san Pablo sobre esto. Es importante que en el
ejercicio de nuestra compasión, en el ejercicio de nuestro
sacerdocio dando consejo, ayudando a otros, seamos
capaces de comunicar la enseñanza de Cristo, de ofrecer
una palabra que frecuentemente será paradójica, tal como
pueden serlo las palabras de Cristo. Ser capaz de
comunicar la palabra de Cristo es ser capaz de comunicar
la simpatía de Cristo, la fuerza de Cristo.
«La palabra de Dios» —este pensamiento me chocó.
Era una observación de Lord Hailsham; me parece
recordar que sonaba así: «el alma de la oratoria es la
sinceridad». De hecho, me parece que era «el alma de la
retórica es sinceridad»; pero es mejor decir «el alma de la
oratoria es sinceridad». En toda la cuestión de comunicar
la palabra de Dios, lo que importa es la sinceridad: no el
pensamiento agudo, el pulido giro de la frase. Lo que
importa es una genuina sinceridad, que puede venir a
través del pensamiento más banal y de la sentencia más
chapucera. Con cuánta frecuencia es verdad que es
al hombreal que uno escucha, no las palabras que dice. Y
estad seguros que la sinceridad ha de ser la cualidad de
una persona que está en contacto con Cristo, nuestro
Señor.
La herida de un ardiente y sincero deseo de Dios. No es
necesario desarrollar el tema. Lo habéis oído muy a
menudo: aquella nostalgia de la oración, aquella búsqueda
inexorable de Dios que es fundamental en nuestra vida
monástica. Recordáis la narración de nuestro Señor en la
barca con sus discípulos. El se duerme y los discípulos le
gritan: «¡Auxilio, Señor, que nos hundimos! Y el reproche
de nuestro Señor: «¿Por qué sois cobardes? ¡Qué poca
41
fe!» . Y supongo que éste es el peligro de todo cristiano
y, por lo tanto, el peligro de todo sacerdote: el sentirse
atemorizado por la poca fe que uno tiene. La fe da al
sacerdote su poder para actuar y su inspiración. Y
sabemos por experiencia que la fe no es algo que nosotros
podamos producir: es algo que recibimos, que se nos da.
Es algo para lo que nos hemos de preparar y por lo que
hemos de orar. Me parece que pocas aspiraciones pueden
ser mejores para un sacerdote que la plegaria de la madre
Juliana: la contrición, que nos aporta la actitud propia de
humildad hacia Dios; compasión genuina, que hace que
nuestras relaciones con los demás en nuestro ministerio y
trabajo pastoral sean correctas; y nuestro deseo ardiente
de Dios, que es su coronación así como también su
inspiración.
2.7.74

3. Daños interiores

Hemos discutido recientemente sobre el nuevo rito de


la penitencia y sobre el pecado. Hemos de correr un largo
camino, no sólo para comprender estas cosas sino también
para poder comunicarlas a aquellos de los que somos
responsables. Además, nuestra discusión me ha llevado a
pensar mucho sobre el ministerio de sanación. Por más
que yo no sea un experto en la materia y tenga una
tendencia innata a mirar estas cosas con circunspección,
pienso, sin embargo, que aquí hay algo que debemos
considerar; más aún, nos lleva a consideraciones que
pueden ser de ayuda para nuestra vida con Cristo.
Sospecho que estamos condicionados a pensar que los
milagros de nuestro Señor, tal como se nos ofrecen en los
evangelios, son «pruebas» de su divinidad o
acontecimientos que han de ser desmitologuizados, según
el presupuesto de Bultmann de que no existen milagros, o
«narraciones piadosas» introducidas por los primeros
cristianos para beneficio de las comunidades griegas y
judías a las que se dirigían. Sin embargo, en el trasfondo
de nuestras mentes se esconde el pensamiento de que
Cristo tiene poder de verdad y que este poder puede
actuar yactuará a través de los sacramentos y acaso como
respuesta a la oración. Pero no estamos del todo
convencidos.
Releamos el primer capítulo del evangelio de Marcos:
«Jesús se fue a Galilea a pregonar de parte de Dios la
buena noticia. Decía: Se ha cumplido el plazo, ya llega el
reinado de Dios. Enmendaos y creed la buena noticia».
Sigue la llamada de algunos de sus discípulos y la
enseñanza en la sinagoga. Y, después de esto, se nos
habla de una serie de curaciones: un hombre poseído por
un espíritu impuro; la madre de la mujer de Simón Pedro;
después, toda una multitud de personas; y en el versículo
cuarenta, la historia del leproso: «Si quieres, puedes
limpiarme».
El reino es proclamado, el programa es claro:
arrepentimiento y aceptación de la buena noticia.
Pero también hay curación. ¿Qué es lo que Jesús
desea curar y por qué? Consideremos la primera
cuestión: Hay diferentes clases de enfermedades y
sufrimientos, y sus causas no son menos variadas.
Toda clase de sufrimiento puede ser soportado con
provecho; aceptado como una cruz, puede tener valor
redentivo. Sin embargo, hay «enfermedades» que no
son de provecho y que hasta pueden ser
verdaderamente peligrosas. Me refiero a aquellas
interiores que nos corroen, paralizándonos y
haciéndonos menos eficaces para la obra de Dios:
contrariedad, ambición, resentimiento, frustración,
heridas infligidas por otras personas, el sufrimiento
que viene del sentimiento de no sentirse apreciado,
de no caer en gracia, rechazado; también la crítica de
mala fe. Estas cosas pueden dejar heridas que van
emponzoñándose. Necesitan ser curadas. ¿Por qué?
Porque esclavizan y entristecen, mientras que la
misión de Cristo fue traer la libertad y la alegría. Si
estamos paralizados por «daños interiores», nos
introvertimos y nos hacemos incapaces de ayudar a
los otros, de soportar cargas; o no somos libres de
estar totalmente a disposición de Cristo. Sí, estas
heridas interiores deben ser curadas.
¿Por qué seguimos trabajando bajo tensiones sin
provecho, a pesar de los sacramentos y las oraciones en
las que hemos pedido la ayuda de Dios? Cristo no puede
sanar allí donde no hay fe alguna o donde alguien está
privado de la convicción de que él tiene el poder de curar
y desea hacerlo. Confesiones mecánicas o una recepción
rutinaria de la eucaristía pueden causar poco impacto,
poco efecto. «Quiero, queda limpio». Hemos de creer en
el poder de Cristo para curar y en su voluntad de hacerlo.
«¡Señor, fe tengo, ayúdame tú en lo que me
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falte!» . «¿Qué es más fácil, perdonar o decir: carga con
43
tu camilla y echa a andar?» . Cristo, curándolo, probó al
paralítico que había sido perdonado. Perdón y curación
van juntos.
El evangelio no es solamente un programa para la
acción, es también una proclamación del poder que está a
nuestra disposición. Además, el perdonar y el sanar
tendrían que caracterizar nuestro trato mutuo. La manera
que tenía Cristo de actuar ha de ser el modelo de la
nuestra. Como pastores hemos de aprender la manera de
usar este poder de curación, o la manera de ser
instrumentos que le hagan posible ejercer este poder sobre
nosotros. De la misma manera que tiendo a creer que la
mayoría de las personas son enfermos más que pecadores,
pienso también que el factor más corrosivo en una
comunidad o familia son las heridas que nos infligimos
los unos a los otros inconscientemente. Estas necesitan
perdón y curación: el perdón y la curación de Cristo, y
también el nuestro. En ambos casos el perdón y la
curación son una expresión del amor de Dios que actúa en
nosotros y entre nosotros.
¿Cómo podría uno compendiar todo esto? Cristo no
vino sólo a proclamar un mensaje, sino también a usar un
poder de curación. Desea curar porque nosotros tenemos
heridas que paralizan el amor genuino: heridas que nos
hacen sordos a su palabra, ciegos a lo que él desea que
nosotros veamos. Su curación nos trae alegría y libertad
para poder llevar nuestras cargas y servir con más
fidelidad.
En la lectura espiritual podemos escoger episodios que
nos dicen cómo curaba nuestro Señor, y podemos ir
considerándolos atentamente. Nos proveen de
interminable alimento para nuestro pensamiento. Rezad
44
en privado los salmos 29 y 30 (el 30 encaja mejor antes
del 29). Y si vuestra propia situación no se siente
perturbada y conserva la serenidad, entonces pensad en
vuestra familia, la comunidad, o en vuestros amigos, de
los que podéis ser portavoces. Estos pensamientos pueden
ayudar en la administración de los sacramentos,
especialmente el sacramento de la penitencia y el de los
enfermos. Empezamos a ver un nuevo sentido en ellos.
Entre nosotros, siendo como somos una comunidad
monástica que se esfuerza por vivir en evangelio, la
compasión y el interés tendrían que traducirse en actos.
En la raíz de los problemas de la mayoría de las personas,
se encuentra la «inseguridad», y junto con ésta va el
temor. La inseguridad necesita ser curada con compasión
e interés, de tal manera que el amor la eche fuera. Seguro
en Cristo, un cristiano puede ser eficaz.
11.11.75

4. Curación interior

El poder curativo de Cristo se tendría que ejercer sobre


aquellos problemas que son corrosivos de la paz interior y
de la alegría; heridas que necesitan ser curadas.
Reflexionemos sobre esto en el contexto de una vida en
común: una comunidad buena y alegre depende del
reconocimiento de una necesidad básica en cada
individuo, es decir, que una persona tendría que saber que
es estimada no por lo que pueda hacer, sino simplemente
porque es tal como es. La verificación de que uno es
estimado, respetado, deseado, apreciado, es el fundamento
sobre el que se edifica una auténtica vida espiritual. Esta
vida espiritual empieza con una comprensión de aquello
que yo entiendo por Dios. En la vida de comunidad actúa
el mismo principio: sé que soy respetado, deseado y
apreciado por los demás y yo me esfuerzo por respetarlos,
desearlos y apreciarlos. El vivir de acuerdo con este ideal
presupone una transformación dentro de nosotros mismos,
un poner aparte nuestro viejo «yo»: el yo que puede traer
preocupada nuestra mente entera. Es mejor decir «sí» a
los demás que «no» a uno mismo: a pesar de todo, lo
primero exige a menudo lo segundo.
Así pues, una curación interior de heridas infligidas,
que incluye un perdón mutuo real y una comprensión sin
límites, conduce a un respeto real, a un deseo y a un
aprecio de los demás. Este es el secreto de la vida en
comunidad, porque va de acuerdo con el pensamiento de
Cristo y nos hace vivir de acuerdo con la oración que él
nos enseñó: «perdona nuestras deudas así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores».
No puede haber amor alguno entre los hermanos a no
ser que haya compañerismo, un estar juntos, un hacer las
cosas juntos. La naturaleza de nuestro trabajo y de nuestro
estilo de vida tiende a hacernos individualistas:
actividades individuales, a veces en competición con otro,
pueden tener este efecto. No es que se hayan de condenar
las actividades individuales: la necesidad de expresarnos a
nosotros mismos en nuestro trabajo, el deseo de tener algo
para enseñar, un estilo de vida que reconoce talentos
diferentes, temperamentos y gustos, esto es deseable. Pero
ha de haber ocasiones que permitan fomentar el amor
fraterno. El compañerismo, siendo como es la causa del
amor, es también su sirviente.
Orar juntos es importante. En una ocasión previa, di la
bienvenida, y lo vuelvo a hacer ahora, a grupos que se
reúnen para orar, que se juntan a causa de una afinidad, ya
sea de las personas, ya sea de los puntos de vista. Esto es
bueno. Pero, ¿qué decir de la oración en la que nos
juntamos todos? ¿Cómo actúa aquí fraternalmente el
amor? ¿Cómo es posible que para unos sea un esfuerzo y
para otros una delicia? ¿Por qué buscan algunos
oportunidades para ausentarse, y se sienten aliviados
cuando no pueden asistir? Esto da pena, sobre todo si se
considera como soluciones que gustan a unos y
entristecen a otros.
Necesariamente la oración de la comunidad será
inadecuada: la oración en grupos tiende a ser un medio
mejor de expresarse uno mismo, mientras que la oración
del coro aparece frecuentemente como una supresión de
uno mismo. Sin embargo yo no acepto esta antítesis
aparente. Baste decir que una total dedicación a lo que
sucede en el coro es la manera de descubrir su valor. La
irritación y el disgusto lo hacen pesado. ¿Solución? Un
sentido de compañerismo cuando estamos juntos. Un
deseo intenso de agradar a Dios que informe nuestro
deseo de no disgustarnos los unos a los otros, una actitud
tolerante y de perdón; sensibilidad a las dificultades de los
demás: estas cosas son básicas. Desde luego que hay
diferencias en las capacidades de cada uno. Pero aparte de
los esfuerzos de adaptación que cada uno tenga que hacer,
lo que importa es la «actitud»: ésta es la obra de Dios. Si
por las obligaciones conflictivas durante el curso, no se le
puede dar siempre a esto una prioridad, sí que se le puede
dar durante las vacaciones. En el coro, pues, así como en
todos los aspectos de la vida monástica, tendrían que
prevalecer las cualidades de mutuo respeto, mutuo deseo
y mutuo aprecio.
25.11.75

45
5. De todo corazón

Hemos tenido que sopesar vuestras virtudes y vuestras


debilidades, en cuanto son de importancia para una
vocación monástica. Me gustaría decir una palabra sobre
la debilidad de que todos participamos. Cuando entramos
en una comunidad monástica, somos seres imperfectos y
como tales permanecemos a lo largo de toda nuestra vida.
Una comunidad así ha de manifestar un amplio grado de
tolerancia y comprensión. Somos una asamblea a la que la
gente viene a buscar a Dios y nosotros sabemos que
distamos mucho de ser perfectos. Cuando nosotros
aceptamos a un hombre, estamos preparados a mostrar, y
lo debemos mostrar de verdad como cristianos,
comprensión y tolerancia, cosa que esperamos encontrar
también en él. Creo que éste es un aspecto, solamente
uno, de nuestro voto de estabilidad. Nosotros somos una
familia, y vosotros vais a uniros a ella por vuestra
profesión; pero es una familia imperfecta, y nosotros
solamente podemos vivir alegres y contentos si
encontramos tolerancia y comprensión. Me parece que los
monjes se olvidan a veces de su deber de ser amables,
joviales, de asegurarse de que los demás estén alegres y
contentos. Cada uno de nosotros carga con la
responsabilidad de la alegría de cada miembro de la
comunidad. Y después de todo, esto lo hacemos
solamente para reflejar las características de Dios: no hay
nada más consolador, más pacificante, que la
comprensión divina, que la tolerancia divina, que el
perdón divino; y aún más, la voluntad de Dios es que
estemos contentos, alegres, que seamos joviales: esto es lo
que Dios desea. Es verdad que habrá cargas pesadas,
dificultades: sería sorprendente que en el claustro no fuese
así.
Según una frase que ya he usado, nosotros somos
«criaturas heridas», todos nosotros. Pero también he dicho
que no tenemos ningún derecho a estar satisfechos.
Tenemos el deber de vencer nuestras faltas, de hacernos
más dignos de estimación a la vista de Dios y de los
hombres: éste es un aspecto de nuestro voto de
«conversión de costumbres». Hemos de cambiar, y el
esfuerzo nos puede costar algo; debemos tener la valentía
necesaria y un firme propósito. Tendríamos que desear
que se nos señalasen nuestras faltas. Y os urjo también a
ponderar, cuando hagáis vuestra profesión, el don de
vosotros mismos que hacéis de todo corazón a Dios en
esta comunidad; vuestro seguir a Cristo de todo corazón.
Esto presupone una generosidad como la que
manifestaríamos en una vida de familia, si ésta fuera
vuestra vocación, y a toda costa se ha de manifestar
también dentro del monasterio. Los monjes deben ser
generosos, y el test de la generosidad de un monje será su
gusto por ser obediente. Es verdad que éste es solamente
un aspecto de la obediencia monástica, pero es un test de
generosidad, de gran corazón, el dejar de buscarse a sí
mismo, el deseo de buscar y hacer la voluntad de Dios. La
mayoría de nuestros problemas vienen de una falta de
humildad: la cualidad más difícil de adquirir, la más
amable de poseer. Os pido por favor que no os toméis
demasiado en serio. Reíros de vosotros. Y permitid que
los demás se rían con vosotros de vosotros. Esto pertenece
también a la vida de familia.
23.1.76

6. Entusiasmo

Os decía no hace poco, que mi vida estaba pasando por


una etapa difícil. Me preguntaba a mí mismo si me estaba
volviendo demasiado mundano, si vivía de una manera
demasiado mundana, si me lo tomaba con demasiada
tranquilidad, y si, como consecuencia de todo esto, mi
vida de oración había perdido «mordiente». Tal vez os
acordaréis que decía que es difícil definir lo que uno
entiende por «mundano»; que, de hecho, es un instinto
monástico que nos dice, según parece, qué es lo que
conviene y lo que no conviene a un monje. Traíamos a la
memoria que la gente nos mira y espera ver en nosotros
algo diferente que les hable de Dios. Recordábamos el
principio que debe regir nuestras relaciones con los
demás: que no buscamos identificarnos con los demás,
sino que buscamos más bien llegar a ser la clase de
persona con la que los demás desean identificarse. Y
hablábamos de tomárnoslo a la ligera, y de cómo si en una
comunidad cada uno se lo toma a la ligera, entonces la
comunidad se vuelve floja. Un ejemplo nos lo puede dar
el hecho de no ser puntual al Oficio. El primer Oficio del
día, a parte de la dificultad del sueño o de la somnolencia,
es el que nos ofrece menos excusas para llegar tarde. La
referencia de san Benito al primer salmo que se ha de
recitar despacio para dar tiempo a los que llegan con
retraso, es una concesión a la debilidad. Todos tendríamos
que estar en el coro antes de que el superior dé la señal
para empezar. Otro ejemplo es nuestra actitud respecto al
silencio. Podéis recordar que yo, entonces, seguí hablando
sobre el ejemplo y el mutuo estímulo que nos podemos
dar, y de la importancia del entusiasmo. Sobre esto último
es sobre lo que deseo hablar.
Lo opuesto a entusiasmo es apatía, humor agrio, aridez,
fastidio. Y cada uno de estos estados puede tener una
explicación natural: lo que significa el término fastidio es
suficientemente claro. La aridez puede ser un estadio de
purificación de la fe, o, tal como lo diríamos hoy día, un
aspecto de la maduración de la fe. Sin embargo tendría
que haber en nuestra vida monástica una alegría y un
entusiasmo. ¿De dónde han de venir? ¿De las discusiones
de la comunidad, de las comisiones, de las directivas de
los superiores, de una manera de pensar en que todos
estemos de acuerdo? Querría mirar esto a la luz de dos
verdades de las que nuestro pensamiento se ocupa en esta
época del año: el Espíritu santo y la eucaristía.
En primer lugar, el Espíritu santo. «Nadie ha visto al
Padre». El Hijo ha ascendido al cielo y ya no podemos
disfrutar más de su presencia a través de los sentidos; pero
el Espíritu ha sido enviado y durante todo este tiempo ha
actuado en nuestras vidas, aunque nosotros no hayamos
reconocido o realizado siempre su presencia.
Posiblemente, nosotros no reconocemos su presencia de
una manera suficiente y por esta razón limitamos la obra
que él puede hacer en nosotros y por medio de nosotros:
este mismo Espíritu que enseña, inspira, fortalece, da
libertad y es él sólo el que nos hace capaces de decir con
todo su sentido. «Abba, Padre». Yo creo que nos hacemos
presentes al Espíritu, que es lo mismo que decir que nos
hacemos presentes a Dios, sobre todo, por el
reconocimiento de nuestra pobreza: esta pobreza que
comprende nuestra debilidad, nuestra incapacidad de
responder a Dios con fervor y entusiasmo, porque nos
permitimos depender demasiado de nuestros propios
esfuerzos. Hay momentos en que llegamos a una
realización de la presencia de este Espíritu en las
profundidades de nuestro ser. Me gusta explicarlo así : en
el punto en que nuestra conciencia de sí mismo alcanza la
nada o toca la oscuridad que hay detrás: este es el punto
del encuentro con Dios. Es un darse cuenta, como se ha
dicho muy bien, del «fundamento de nuestro ser». Cuando
reflexiono sobre el sí mismo que soy yo, se llega a un
punto en el que uno toca a una nada que hay más allá.
Esta es la pobreza radical en la que encontramos y
recibimos la riqueza que es Dios. Esta pobreza,
experimentada en nuestra nada ante Dios, nos hace aptos
para recibir la acción de Dios sobre nosotros, que es la
acción del Espíritu.
El papa León XIII, en la Mystici Corporis, decía:
«Cristo es la cabeza de la iglesia, y el Espíritu santo es su
alma». Considero que esto es una gran esperanza y me
alegra ver que el Vaticano II ha dicho lo mismo: «El
Espíritu es uno y el mismo en la cabeza y en los
miembros. Es el que da vida, unidad y movimiento a todo
el cuerpo». Y laLumen Gentium continúa: «Como
consecuencia, los Padres han considerado posible
comparar su obra —la del Espíritu— a la función que en
el compuesto humano es llevada a término por el
principio vital o alma».
En otro contexto y en otra ocasión traíamos a la
memoria que la cabeza de una comunidad monástica es
Cristo; en consecuencia ha de ser el Espíritu el que anime
a la comunidad, la haga dinámica y vital. Por encima de
todo es en él donde debemos encontrar el principio de
unidad en la comunidad: en él hemos de encontrar aquello
de que nosotros carecemos, especialmente la capacidad de
responder con entusiasmo y fervor al mensaje de Cristo
que es el evangelio. Acaso rezamos demasiado poco al
Espíritu, y reconocemos demasiado poco la parte que
tendría que tener en nuestra vida interior y el papel que de
derecho le toca en nuestra comunidad. Para los de afuera,
reverendos padres, la apatía, el humor agrio, la aridez, el
fastidio, parecen ser a veces nuestra respuesta a la misa
conventual. Es verdad que no es el mejor momento del
día para ser dinámicos y vitales, pero quizás tendríamos
que tener otro punto de vista respecto a la manera de
hacer las cosas. Hemos de descubrir el alma de la misa
que da vida y nos lleva con ella a la vida. Es el Espíritu el
que hará esto: el Espíritu de Cristo, el Espíritu santo.
A menudo, cuando discutimos sobre la eucaristía, la
misa conventual, hablamos muchísimo sobre cosas que le
son vitales, así como de otras cosas sobre las que
tendríamos que reflexionar y tal vez tomar decisiones.
Pero todo es en vano si, cuando estamos al rededor del
altar, no nos dejamos mover por el Espíritu. Si es
solamente gracias a él como podemos clamar: «Abba,
Padre», a fortiori, me parece, que solamente por él
podremos entrar en éste, el más sublime de los misterios.
Esto no nos proporciona un programa de revitalización
de nuestra misa conventual, pero tal vez nos de una
oportunidad para reflexionar sobre la parte que
desempeñamos cada uno de nosotros, y de orar
colectivamente para ser guiados por el Espíritu santo. Si
alguno de nosotros tiene la impresión, y he de admitir que
yo también la tengo a veces, de que nuestro gran acto del
día, la misa conventual, es pobre, y si es difícil resolver el
problema de esta pobreza a causa de la diversidad de
opiniones, al menos podemos estar de acuerdo en que
somos pobres, y tal vez encontremos la respuesta en
nuestra apertura al Espíritu y en la realización de nuestra
dependencia de él. No apruebo necesariamente todos los
aspectos de la renovación carismática, pero abrazo
ciertamente la teología sobre la que se basa, y nuestra
comunidad irá a la zaga, y no encontrará de verdad las
exigencias de una verdadera renovación, a no ser que
responda a lo que parece ser la moda del día, que es, en
nuestra pobreza, invocar al Espíritu santo.
19.6.73
7. Conciencia del amor de Dios

Tenemos derecho a ser felices: en primer lugar como


cristianos, porque el cristianismo ha de satisfacer nuestras
más profundas aspiraciones humanas. Y los humanos
buscan felicidad; prácticamente toda su actividad se puede
reducir a esto. Sin embargo, sabemos por experiencia que
frecuentemente nos engañamos en nuestra felicidad. La
actividad humana, los objetos, las personas, no nos
pueden dar la felicidad completa y sin fin por la que
anhela nuestra naturaleza. Nos tenemos que contentar con
una sucesión de cosas o acontecimientos que nos hacen
felices, en cuanto es posible en este mundo. Si
pudiésemos agarrar este momento, hacer parar el flujo del
tiempo, entonces la vida quedaría vacía de todo aquello
que le puede acarrear dificultad. Y esto es de verdad lo
que será la felicidad eterna, sin fin, satisfaciendo todas
nuestras aspiraciones. Forma parte de una verdadera
actitud cristiana mirar adelante para disfrutar de esta
felicidad. La imperfección de nuestra felicidad en el
momento presente, a no ser que las aspiraciones humanas
hayan de permanecer frustradas eternamente, apunta a una
felicidad que está más allá de este mundo. Solamente en
Dios encontraremos esta felicidad.
Pero sería una equivocación sacar la conclusión de que
la felicidad es algo que no nos puede pertenecer ahora.
Sería no-cristiano abrigar suspicacias o tener miedo de
cosas que nos dan satisfacción. Hemos de aprender a ver
en ellas el don de Dios. Se han propuesto puntos de vista
erróneos que han conducido a la gente a ser
irrazonablemente suspicaces de las buenas cosas de la
vida. Y todos nosotros, en mayor o menor grado, tal vez
hayamos heredado inconscientemente de nuestros
antepasados una cetrina visión de la vida. Y esto no es
cristiano.
Ciertamente, deberíamos considerar como aplicables a
nosotros mismos las palabras de san Benito en el prólogo:
«A medida que progresemos en la vida monástica y en la
fe, nuestros corazones se dilatarán, y correremos con
inefable dulzura de caridad por el camino de los
mandamientos». Yo solía pensar que esto era algo que
uno podía esperar conseguir en el ocaso de la vida. Ahora,
de ningún modo lo pienso así. Aquel «nuestros corazones
se dilatarán, y correremos con inefable dulzura de
caridad...» es algo que tendría que empezar muy pronto.
Es una sentencia sorprendente escrita en un capítulo que,
por otra parte, no nos compromete. Sería equivocado
decir que ha perdido su carácter, pero no deja de
sorprender; nos tendría que llevar a pararnos y a
preguntarnos a nosotros mismos si esto es lo que, de
hecho, sucede... porque tendría que suceder. Como
monjes, aparte de nuestra condición de cristianos,
tenemos derecho a esperar felicidad aquí y ahora.
Me gustaría hablar de esto como de algo que se da a
dos niveles. Existe una alegría permanente, arraigada en
lo profundo, de la que no siempre somos conscientes
cuando estamos ocupados en nuestras tareas cotidianas.
Esta satisfacción básica viene de una conciencia de Dios
cada vez más despierta: un darse cuenta de que las cosas
que nos suceden son de verdad insignificantes cuando se
las compara con la grandeza de la tarea que es buscar a
Dios. Nuestra búsqueda de Dios —otra manera de decir
«aprender a amar», que en sí es una consecuencia de
nuestra comprensión de lo que para nosotros significa el
amor de Dios— nos da una satisfacción de la que admito
que frecuentemente no podemos darnos cuenta; otorga
una serenidad y una seguridad que deben crecer
constantemente en nuestra vida monástica.
En el otro nivel existen las cosas, los acontecimientos,
las personas que forman la trama de nuestras vidas. Y
muchísimas, ciertamente todas, contribuyen a este sentido
de satisfacción, de bienestar: las satisfacciones ordinarias
de la vida como escuchar música, un vaso de vino, y
demás. «Las satisfacciones —como lo expresa de una
manera magnífica C. S. Lewis— son las flechas de la
gloria de Dios, cuando ésta percute nuestra sensibilidad».
Y también, las cosas que hacemos que valen la pena:
nuestro trabajo en el colegio, nuestro trabajo en las
parroquias vecinas y más distantes en el campo: todo esto
causa satisfacción, y con razón.
Pero por encima de todo está, tal vez, la vida de
comunidad. El arte de la vida de comunidad es con toda
seguridad comunicar alegría a los demás, de manera que
todos puedan participar de esta alegría. La esencia de la
vida de comunidad es desear que los demás sean felices,
hacerlos felices, participar de su felicidad; evitar cualquier
cosa que pudiera herir a otro, perjudicar una relación,
ensombrecer la alegría mutua. Demos gracias a Dios
constantemente por la alegría que encontramos siendo
miembros de esta comunidad.
Leed las palabras de san Pablo en su Carta a los
filipenses: «Como cristianos, estad siempre alegres, os lo
repito, estad alegres. Que todo el mundo note lo
comprensivos que sois. El Señor está cerca, no os
agobiéis por nada; en lo que sea, presentad ante Dios
vuestras peticiones con esa oración y esa súplica que
incluyen acción de gracias; así la paz de Dios, que supera
todo razonar, custodiará vuestra mente y vuestros
46
pensamientos mediante Jesús, el Cristo» .
20.10.65

8. Alegría

¿En qué consiste la alegría? Consiste en desear cosas y


que estos deseos sean satisfechos. Y qué es decir esto sino
decir que la alegría consiste en amar y ser amado. La
alegría completa, aquella para la cual fuimos hechos y la
única que puede satisfacer, consiste, por lo tanto, en amar
a Dios y ser amado por Dios. El mayor problema de los
cristianos y de otros, a menudo me parece que es, no que
ellos no amen a Dios, o no deseen amar a Dios, o que aún
intentando amar a Dios, se den cuenta de que no tienen
éxito. El problema consiste más bien en el hecho de que
nosotros no permitimos a Dios que nos ame.
De una manera u otra no afrontamos las exigencias que
pesan sobre nosotros como resultado de haber verificado
la extensión y la inmensidad del amor de Dios para con
nosotros. Además, muchos de nosotros hemos recibido
una formación equivocada en las cosas de Dios, el énfasis
excesivo del aspecto punitivo, de una visión disciplinaria
de Dios, con un olvido práctico de su amor. La fuerza que
motivaba nuestra vida espiritual, un tiempo atrás, era el
temor más que el amor. Además, cometemos el fallo de
no dejarnos amar; por ignorancia, no hemos pensado
suficientemente en el amor de Dios. Y sin embargo, la
llave que nos abre la vida espiritual, su auténtico
principio, es la realización del amor de Dios para con
nosotros. El amor llama al amor. Abyssus
47
abyssum invocat .
Es un hecho de experiencia común el que a nosotros no
nos gusten las personas a las que nosotros no les
gustamos. Y lo contrario es también verdad: nos gustan
aquellos a los que les gustamos. ¿Habéis hecho la
experiencia de que alguien, como por instinto, no os ha
gustado hasta el día en que habéis descubierto que erais
agradables a él o a ella? Entonces vuestra actitud empieza
a cambiar. Hay también personas a las que tal vez
vosotros menospreciáis, y un buen día descubrís que os
admiran; entonces empezáis a descubrir en ellos cosas que
vosotros admiráis. Así, cuando el amor de Dios se hace
una realidad en nuestras mentes, entonces empieza a
contar en nuestras vidas. Entonces viene nuestra
respuesta. Está explícito en el evangelio de Juan: «Por
esto existe el amor: no porque amáramos nosotros a Dios,
sino porque él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para
48
que expiase nuestros pecados» .
Reflexionemos sobre la naturaleza del amor de Dios.
Son verdades simples, elementales; pero por su
simplicidad nos invitan a una reflexión constante.
Recordemos que el amor es una realidad primaria; que
antes de ser un hecho humano, el amor existe en Dios.
Recordemos que nosotros amamos a las personas, porque
hay personas, pero con Dios pasa totalmente al revés,
porque Dios ama a las personas, hay personas. Esta es una
verdad importante porque da a entender que en todo lo
que ha sido creado hay algo que es amable. Da a entender
que en toda persona hay algo digno de ser amado; si no
fuera así, esta persona no hubiera sido creada. Nuestra
tarea es descubrir todo lo que en los demás es digno de ser
amado.
Recordemos además que el amor divino es el prototipo
de amor humano; y de esta manera, tendríamos que tener
para con los demás la misma actitud que Dios tiene para
cada uno de nosotros. Hemos de amar a los demás porque
Dios los ama y los encuentra dignos de ser amados. Es
bueno retener en la mente «si Dios no me hubiera amado,
yo no estaría aquí». Y el punto de partida de mi respuesta
es reconocer su amor. No podemos estimularnos a
nosotros mismos a amar a Dios como si se tratara de una
especie de ejercicio moral. Hemos de permitir dejarnos
agarrar por el pensamiento de su amor para con nosotros;
entonces, inevitablemente, desearemos responder. Espero
que esta reflexión sobre el amor no sea demasiado poco
clásica. Nunca me han impresionado las distinciones que
hacen sobre el amor los filósofos clásicos. Me pregunto
¿puede existir un amor amicitiae sinun
amor concupiscentiae cuando hablamos de seres
humanos? Se me puede corregir.
Amar es esencialmente un desbordarse, un dar, una
comunicación. En ninguna parte se realiza esto con más
plenitud que en Dios. Por lo tanto el amor es el principio
de toda la vida espiritual, el principio de toda la economía
de la gracia.
Consideremos el amor divino tal como lo vemos en
nuestro Señor. «La Palabra se hizo hombre» traduce
realidades divinas en términos humanos. En las
reacciones de nuestro Señor y en sus actividades vemos,
de manera humana, la actitud y la reacción divinas; no
hubiéramos podido entender estas verdades en términos
que no fueran inteligibles para el hombre, y éstos se nos
ofrecen en el Hijo de Dios hecho hombre. Estudiemos la
actitud de nuestro Señor hacia las personas. Veamos la
fuerza del divino amor.
Cuando os sintáis deprimidos, cuando la vida parezca
que no vale la pena ser vivida, cuando todo se os vaya
abajo, leed en el capítulo quince de san Lucas las historias
del hijo pródigo y de la oveja perdida. Observar la
reacción divina: el estimulante que nos proveerá de la
respuesta correcta.
Así pues, nuestra felicidad ha de consistir en amar a
Dios y en ser amado por él. Si fallamos en corresponder,
es porque a veces nos dan miedo las exigencias que él
pueda pedirnos. Pero es la ley de nuestro ser el desear ser
felices y, además, la verdadera ley de nuestro ser es que
deseemos amar a Dios. El amor de Dios está ahí para
nosotros. Cuando nuestro Señor hizo suyas las palabras de
Dios Padre, diciendo que el primer mandamiento es
«amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y el
segundo es semejantes a éste, amarás a tu prójimo como a
ti mismo», nos decía lo que, de hecho, es la verdadera ley
de nuestro ser: la única cosa que puede dar un sentido a la
vida y, por lo tanto, la única cosa que en último término
nos puede aportar la felicidad.
27.10.65

9. Paz interior

Todos nosotros tenemos la sensación, unos de una


manera más intensa que otros, que sería una buena cosa el
poder encontrar soluciones para muchos problemas
importantes de nuestra comunidad. Tomemos por ejemplo
nuestro trabajo por la iglesia: las contribuciones que
aportamos en el colegio, en las parroquias, como
capellanes de universitarios, y la posibilidad de ampliar
este trabajo. Esto presupone que tenemos una noción
verdadera de lo que es la iglesia; que somos sensibles a
las necesidades del mundo moderno; que comprendemos
a las personas a las que servimos, ya sea los muchachos
en el colegio o las comunidades en las parroquias, y
que tenemos una idea positiva de lo que es o lo que
debería de ser nuestra contribución como monjes. Monjes
ingleses, monjes de esta comunidad. Hay también
problemas locales a nivel de observancia monástica, de la
liturgia y diferentes prácticas que nos conciernen.
En el momento presente pueden existir opiniones
muy divergentes. De cualquier cosa se puede hacer
rápidamente un acontecimiento y excitarse las emociones,
hasta se pueden desencadenar contiendas. Esto es lo que
ocurre en la totalidad de la iglesia: sería sorprendente que
a nosotros no nos afectase. Me parece, de hecho estoy
cierto, que, globalmente, no lo hacemos tan mal: la
comunidad tiene la fuerza suficiente para poder afrontar
diferencias de opinión con una cierta ecuanimidad, buen
sentido y buen humor. Aunque podríamos en todos los
niveles consultarnos más las cosas, y éste es mi deseo.
Hacemos cosas para las que no hemos descubierto todavía
el mecanismo o el método correcto: encuentro que para
uno esto es sumamente frustrante. En gran parte el
problema está, si consideramos todo el convento, en la
enorme dispersión geográfica de la comunidad, con la
consecuencia inevitable de que muchas cosas se tendrían
que discutir en presencia de todo el convento. Por
ejemplo, es difícil discutir el trabajo en las parroquias si
los padres interesados no se hallan presentes. Igualmente
es difícil para aquellos que tal vez tienen ideas sobre el
colegio discutirlas con aquellos de nosotros que no
estamos en el colegio. Es importante recordar que
cualquier parte del convento es de interés para toda la
comunidad.
Además, el problema del diálogo. Falta de tiempo y
energía militan contra la consulta. Es verdaderamente
difícil aplicar nuestras mentes a las cosas, cuando la
naturaleza de nuestro trabajo es mentalmente preocupante
y lleva mucho tiempo. Y además, la dificultad de los
planteamientos hace difícil hablar de ellos con la
extensión suficiente, y desconecta muchos problemas
relacionados entre sí. No obstante hemos de encontrar
medios de consulta, porque todo esto es parte del ejercicio
de la colegialidad, de la corresponsabilidad, de la
participación y del compromiso, tan arraigados en la
tradición benedictina y en el espíritu de la Regla.
Me parece que estamos inclinados a no apreciar
debidamente lo considerable que ha sido la revolución
bajo la que hemos vivido durante los últimos cinco o seis
años: una revolución cultural, social, política y litúrgica al
mismo tiempo, y que todavía continúa. Nos es necesario
recordar que un buen número de entre nosotros hemos de
absorber una gran parte de lo nuevo en nuestra manera de
pensar, de reaccionar y de vivir. El proceso de adaptación
va a ser lento: necesitamos tiempo para ver las
implicaciones de lo que ha estado ocurriendo, y esto,
antes de llegar a una decisión y pasar a la acción. Y ahora
veo más claramente, aunque instintivamente lo sentía así
ya antes, que sería una equivocación precipitarse en tomar
decisiones antes de habernos tomado el tiempo necesario,
cada uno a su manera, para ver las implicaciones. Son
tantas las cuestiones propuestas, las opiniones a discutir;
son tantas las nuevas formas de abordar los temas que han
sido descubiertas.
Lo que realmente importa en tiempos como estos es
que cada uno de nosotros pueda encontrar una paz y una
libertad interior. En los viejos tiempos habríamos llamado
a esto desprendimiento, pero paz y libertad interior resulta
una manera más positiva de expresar lo que quiero decir.
Una paz y una libertad basadas en una vida de oración:
una vida en la que una lectura reflexiva juega un papel
importante: una vida en que el silencio es apreciado como
un tesoro, en la que un monje es capaz y está contento de
estar a veces solo. Estos son los atributos monásticos
tradicionales: oración, lectura reflexiva, amor al silencio:
un silencio exterior que ayudará a crear un silencio
interior, una capacidad de estar solo, amar estar solo con
Dios.
También son los ingredientes de un buen miembro de
una comunidad, porque forman una base sólida desde la
que podemos actuar de una manera determinada en
nuestras relaciones con otras personas. Porque si yo no
me relaciono con los demás a partir de esta base, mi
relación no será recompensada tal como yo podría
suponer. Por otra parte, un hombre libre interiormente y
en paz consigo mismo no es fácilmente incomodado por
los acontecimientos, las circunstancias y las personas.
Esta paz no se da sin más; es el fruto de una madurez, una
madurez monástica y, por lo tanto, fundada en la oración,
la lectura reflexiva, el silencio y la capacidad de estar
solo. Y creo firmemente que estas cualidades son las que
necesita un hombre para ser un buen miembro de una
comunidad y para relacionarse, en sentido cristiano, con
los demás.
Este es un ideal por el que tendríamos que trabajar y
nos dispondría a ser menos vulnerables a las cargas
exteriores. Al exponer éste mi principio, lo voy a hacer de
una manera autobiográfica. Me daba cuenta, y todavía me
doy cuenta, de que cuando estaba sobrecargado de
trabajo, excitado por algún suceso, aunque fuese trivial,
en el colegio o en el monasterio, porque estaba confuso
conmigo mismo y me sentía enfadado, me agarraba a esto
y lo levantaba como una bandera. Es fácil hacer esto; es
fácil proyectar mis propias angustias sobre las situaciones
de los demás o encontrar algún suceso que me excite.
Realmente, lo que menos me importa es el suceso, lo que
no es correcto es el hecho de que yo me sienta enfadado.
Ahora me he dado cuenta de que cuando intento recobrar
una actitud positiva, en la que cuenta la lectura reflexiva,
en la que deseo gustar el silencio, en la que trato de estar a
veces solo con Dios, entonces vuelve la calma, y con la
calma viene una perspectiva, y cuando nos encontramos
con sucesos en los que uno se ve implicado, aumenta la
capacidad persuasiva de uno. Esta es mi experiencia y
sospecho que también podría ser la vuestra.
Es importante en este período deaggiornamento, en este
período de divisiones y opiniones en que hay tantas cosas
para escoger y para realizar, que cada uno sea un hombre
de oración: un hombre para el que la lectura reflexiva es
importante, que conoce el valor del silencio, que conoce
el valor de la verdadera soledad —la soledad es algo muy
diferente del aislamiento. Hemos de seguir trabajando en
estas cosas, guardarlas como un tesoro. Y entonces, tal
como digo, estaremos protegidos de toda clase de cosas
que puedan disgustarnos y perturbarnos. Pienso que
solamente entonces estaremos en disposición de ser
militantes, si me es permitido usar la palabra; entonces
nos sentiremos seguros para luchar por las cosas que de
verdad debemos luchar. Y que el cielo nos guarde de una
comunidad que considera el status quo como una cosa
perfecta y no desea ver ningún cambio. En la iglesia, hoy
en día, no se trata de si deseamos cambiar o no; la iglesia
nos ha dicho que hemos de cambiar; no tenemos otra
opción. En qué ha de consistir el cambio, qué dirección
hemos de tomar, no es fácil verlo, pero a medida que
pasan los años se irá viendo muchísimo más claro. Este
año se ve todo más claro que el año pasado; y el año que
viene se verá todavía más claro, y así cada año.
Finalmente, recordemos que el momento presente es el
único real. Solamente es en el momento presente en el que
me salen al encuentro las realidades: esta realidad
presente que ahora es la mía. Es en el momento presente
en el que encuentro al Señor, ya sea en mi trabajo, o en la
persona en cuya compañía me encuentro, o en la oración
que estoy ofreciendo a Dios: es en este momento en el
que encuentro al Señor. Y cada momento presente es un
don del Señor, o una invitación que el Señor me hace a
responder con amor y obediencia. Y así, volvamos al
pensamiento de san Pablo: no hay nada que pueda
separarnos de Dios, y nada que nos pueda «hacer perder
el equilibrio». Tanto si el momento presente nos trae
alegría o tristeza; tanto si nos trae frustración o puro gozo,
acepto el presente como el momento, como la condición
en la que Dios quiere que yo vaya a su encuentro. Este
vivir en el presente es buscar siempre ser conscientes de
la presencia de Dios. El refuerzo de esta búsqueda en el
curso de los años no solamente aporta un enriquecimiento
que le es propio, sino que en una comunidad crea una
calma general, un buen sentido que lo va penetrando todo.
Una de las tragedias del mundo moderno es la manera
como la clerecía de tantas religiones ha perdido contacto
con los jóvenes, con la juventud. Aquí, donde tantos
jóvenes viven con nosotros, Dios nos ha concedido una
posición privilegiada: una oportunidad para hacer algo en
servicio del Señor. Tenemos contactos formidables. ¡Y a
nuestra puerta! Las palabras que uso no son adornos
rutinarios; las digo con toda sinceridad. Que Dios nos
bendiga y nos guíe, y que nuestro trabajo sea una fuente
de unidad y de entusiasmo en la comunidad.
17.1.70

10. Per Jesum Christum Dominum nostrum


Deseo hablar sobre una cosa, y creo que he de afirmar
que es muy simple, y que presumo que todos nosotros,
más o menos, damos por garantizada. Pero de vez en
cuando nos hemos de preguntar: «¿Qué papel desempeña
la persona de Jesucristo en mi vida espiritual?». Es
posible tener una vida espiritual basada exclusivamente en
ideas y principios y pobre en intimidad con la persona de
Cristo. No voy a considerar las implicaciones sociales del
acontecimiento de Cristo. Estoy hablando de una relación
personal con él. Es lo más importante, en cuanto nuestra
vida monástica es una manera de seguir a Cristo. Las
implicaciones de la encarnación y de la redención, de su
muerte y de su resurrección, son inmensas y no
deberíamos dejar de sacar conclusiones importantes de
nuestra meditación sobre sus misterios, de considerar las
muchas maneras de interpretar estas verdades mayores
por las que tendríamos que vivir. Nunca deberemos cesar
de estudiar a Cristo como nuestro modelo: nuestra lectura
del nuevo testamento nos mostrará actitudes y reacciones
que nosotros deberíamos adoptar en nuestras vidas.
Cierto, estudiando lo que hizo y lo que dijo, nunca
agotaremos las posibilidades de descubrir cada vez más y
más. Y esto da a entender el aspecto fundamental de mi
relación con él. Ha de ser una relación íntima y profunda.
También nos es necesario descubrir que él es nuestro
camino hacia el Padre, que él es el camino del Padre hacia
nosotros. Hemos de tener una convicción creciente de que
la salvación viene de él y a través de él: de que él es la
verdadera vida de nuestras almas.
¿Cómo se desarrolla esta intimidad? Hay tantas
maneras como personas; cada persona descubre lo que es
correcto para él o para ella. Pero hay cosas de particular
importancia. La iniciativa, por ejemplo, es de nuestro
Señor: él desea conocernos, y por «conocer» quiero decir
que él desea poseer el secreto de lo que nosotros somos.
Es verdad que su mirada nos penetra y que no hay nada
escondido para él, pero yo esto lo entiendo más bien
como nuestra disponibilidad a abandonarnos, a darnos
totalmente a él. Cualquier experiencia interior tendríamos
que participarla con él. Y si pensamos en ello, no hay
experiencia alguna que sea enteramente personal y
exclusivamente nuestra, porque él siempre la conocerá y
participará de ella. Pero él ha de encontrar en nosotros dos
cosas. Ha de encontrar en nosotros una necesidad de él; y
esta necesidad se aprende por la experiencia de la vida y
es como el producto de una vida de oración privada
continua. También tendría que encontrar en nosotros la
actitud de humildad que nosotros podemos colegir, me
parece, si hacemos nuestros ciertos pasajes de los
evangelios relativos a dos categorías de personas: los
«malos» y los que «están malos». Los malos: Mateo,
María Magdalena, Zaqueo, el buen ladrón y otros. Los
que están malos: el ciego, el sordo, el paralítico, el mudo.
Si traéis a la memoria los pasajes que se refieren a estas
personas, recordaréis que el impacto que les causa nuestro
Señor parece provocar dos reacciones. La primera es
seguirlo; la segunda, dar gloria a Dios por lo que ha
sucedido. Seguir a Cristo, glorificar a Dios, después de
todo, esto está en el corazón de nuestra vocación
monástica. No es sorprendente que esto haya de ser así, ya
que nuestra glorificación y adoración de Dios siempre
es per Christum Dominum nostrum.

11. Amistad con Dios

Al pensar y al hablar de Dios es correcto usar el


lenguaje del amor, ya que Dios es amor. Y aunque Dios
sea totalmente otro y nuestras mentes sean incapaces de
captar con precisión una imagen suya, sin embargo, en
cuanto estamos hechos a su imagen, hay semejanzas, hay
alusiones. Asimismo, Jesucristo, que es la imagen del
Padre, el icono de Dios, traduce para nosotros en términos
humanos las realidades divinas.
Nos interesan aquí dos características de la amistad.
Primera, a medida que la amistad madura hay menos
necesidad de un contacto frecuente. Lo que importa es
que cada uno tenga una total confianza en la
disponibilidad del otro, de que él o ella puede ser llamado
así que aparece la necesidad. Nada puede conmover esta
relación: es totalmente segura. Segunda, no hay peligro de
que nuestras debilidades sean puestas de manifiesto. A los
conocidos no les manifestamos nuestro ser real. A
nuestros amigos les revelamos nuestras debilidades. Es
verdad, un exceso de manifestación de lo que uno es
puede destruir el misterio de la amistad, pero esto es otra
cosa.
El hecho de que estemos hechos a imagen y semejanza
de Dios alcanza a la amistad que existe entre el hombre y
su creador. Cae dentro de nuestra experiencia el sentir la
lejanía de Dios, el sentirse, a veces, abandonado por Dios.
Cristo en la cruz supo lo que era sentirse abandonado por
Dios, pero yo no puedo creer que su confianza en la
disponibiladad de su Padre se apartara nunca de él.
Frecuentemente nos reducimos a vivir en el recuerdo de
los momentos en que la presencia de Dios era una
realidad. Sin embargo, su presencia, a medida que la
amistad entre Dios y nosotros va madurando, va
aumentando en el trasfondo de nuestras vidas. No es
necesariamente un contacto continuo, porque a menudo
las circunstancias hacen difícil mantener un contacto, en
el sentido de un perpetuo estar atento. Pero lo que al
menos ha de ir creciendo en un estar atento en el tras-
fondo. Porque la oración fortalece y aviva una atención
que se irá debilitando en la proporción en que
descuidemos la oración. Una atención a la presencia de
Dios es el fruto, no la causa de la oración. Pero aún hasta
en el caso de que llevemos seriamente una vida de
oración, se dará frecuentemente la experiencia de un
contacto con Dios que no es continuo.
En Dios no hay debilidad, ciertamente ninguna
debilidad moral. Pero consideremos este pensamiento:
Cristo es el icono del Padre, la imagen del Padre, la
revelación del Padre, la traducción en términos humanos
de las realidades divinas. ¡Qué misterio, si consideramos
esto en relación con la pasión y la muerte de nuestro
Señor! Es más fácil comprender su pasión y su muerte si
lo consideramos como a uno de nosotros. El es uno de
nosotros, pero también es uno de «ellos», con lo que
quiero indicar la trinidad. Cuando contemplamos sus
sufrimientos, ¿quiere revelarnos en cierta manera una
vulnerabilidad divina? La frase necesita un examen más
detenido. Si seguimos esta línea de pensamiento,
llegaremos tal vez a una cierta pequeña comprensión del
efecto que produce en Dios cuando rehusamos devolver
amor por Amor.
Una mente teológica clara se sentiría trastornada ante la
idea de desengaño o tristeza en un Dios inmutable, pero
hay un misterio en lo que toca al efecto que produce en
Dios un fallo de parte del hombre en devolver amor por
Amor. Esto se nos revela de la única manera que podemos
comprenderlo, es decir, en términos humanos: en
experiencia humana, que en este caso es la experiencia de
Cristo. Y este principio como una prueba de amistad tiene
otra consecuencia en nuestra relación con Dios. Nuestra
confesión, nuestra admisión de culpabilidad, de flaqueza a
Dios Padre es un acto de amor. Esta ha de ser la base, la
raíz del sacramento de la penitencia.
Estos pensamientos están basados en la experiencia de
la amistad humana para ayudarnos a comprender algo del
misterio que es Dios. Nosotros tenemos la revelación de
Dios en Cristo; tenemos la revelación de Dios en la
palabra de Dios, las escrituras; pero en la experiencia
humana, porque estamos hechos a imagen y a semejanza
de Dios, podemos encontrar algo de él en nosotros
mismos.
26.3.71
9. SERMÓN PREDICADO SEIS DÍAS
DESPUÉS DE LA NOTIFICACIÓN DE SU
ELEVACIÓN A LA SEDE DE
WESTMINSTER








¿Qué es lo que os he de decir en una ocasión como
ésta? Sería demasiado fácil ponerme sentimental respecto
a Ampleforth y todo lo que ha significado para mí desde
que llegué por primera vez en el año 1933 ; esto me
pondría en un aprieto. O podría refugiarme en clichés y
frases piadosas para enmascarar la profunda tristeza que
siento al irme; esto me pondría también en una situación
difícil.
No, estamos en la presencia de Dios, y esto es cosa
seria. Y como estoy hablando a la comunidad —monjes,
muchos padres de los alumnos, me complace decirlo, y
jóvenes— me parece bien reflexionar ante vosotros sobre
unas pocas cosas que están en primera línea en mi
pensamiento, y haceros mis confidentes.
Antes que nada, pienso en los primeros seguidores y
amigos de nuestro Señor, Pedro, Mateo, Pablo: lo
humanos que eran, los defectos que tenían, y,
humanamente hablando, lo totalmente inadecuados que
eran para su elevada vocación y las tareas que les iban a
ser encomendadas: predicar el evangelio a todos y ser
ejemplos resplandecientes de lo mejor que hay en la vida
cristiana. Y sin embargo, Pablo pudo escribir estas
palabras que han ido resonando en mis oídos durante
estos últimos seis días: «la locura de Dios es más sabia
que los hombres y la debilidad de Dios más potente que
los hombres. Y si no, hermanos, fijaos a quiénes os llamó
Dios: no a muchos intelectuales, ni a muchos poderosos,
ni a muchos de buena familia». Y ahora viene
elquid: «lo necio del mundo se lo escogió Dios para
humillar a los sabios; y lo débil del mundo se lo escogió
Dios para humillar a lo fuerte; y lo plebeyo del mundo, lo
despreciado, se lo escogió Dios; lo que no existe, para
anular a lo que existe, de modo que ningún mortal pueda
49
engallarse ante Dios» .
La generosidad de la prensa y las esperanzas de tantas
50
personas, expresadas en más de mil cartas y cerca de
cuatrocientos telegramas, me han causado un impacto
profundo. Amados míos entrañables, es por lo que
necesito vuestras oraciones y vuestra amistad. La brecha
que existe entre lo que se piensa y se espera de mí y lo
que yo sé que soy es considerable y espantosa. Hay
momentos en la vida en los que un hombre se siente muy
pequeño y, en toda mi vida, éste es uno de estos
momentos. Es bueno sentirse pequeño porque yo sé que
cualquier cosa que yo lleve a término es Dios quién la
lleva a término, no yo.
Y vosotros, ¿qué? Es tanto el bien que cada uno de
vosotros puede hacer. Yo creo realmente que estamos a
punto de entender realmente lo que Dios significa y puede
significar para nuestro mundo moderno, y cómo esto
puede ser una fuente de alegría e inspiración en las vidas
de millones de hombres. Hace una semana no habría
podido decir esto; es ahora, precisamente ahora. Qué
alegría no sería para mí saber que todos los que estáis en
esta iglesia sentís lo mismo; cuánto bien podéis hacer con
toda una vida por delante. Lo que a mí me ha pasado debe
pasaros a vosotros. He sido elevado a cosas más altas a
pesar mío; vosotros también debéis ser elevados a cosas
más elevadas a pesar vuestro. Parémonos a pensar; que
haya solamente pensamientos nobles en vuestras mentes y
hechos nobles en vuestras acciones, que no haya nada ruin
y mezquino. Los ojos de millones de personas se dirigen a
vosotros lo mismo que a mí, porque vosotros sois
Ampleforth, y yo solamente paso a Westminster porque
he sido abad de Ampleforth. Una jugada de la historia ha
hecho que aparezca como cabeza de esta comunidad de
monjes, de seglares que trabajan con nosotros, y de este
colegio. Lo que yo soy es lo que vosotros habéis dado. Y
he sido responsable de una comunidad maravillosa, pero
muy humana. Os urjo, insisto, mantened viva la
comunidad monástica y el cuerpo de seglares, sed su
soporte en los próximos años, y especialmente en los
próximos meses. Os necesitáis los unos a los otros, y
recordad que muchos os observan lo mismo que me
observan a mí.
Permitidme añadir un punto: Ampleforth ha de ser una
comunidad de amor. Cristo nos está diciendo hoy de una
manera especial, lo acabamos de leer en el evangelio:
«Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros
como yo os he amado», y esto significa una comprensión
ilimitada de las mutuas fragilidades, perdón, tolerancia;
todo esto es noble y hermoso. «No hay amor más grande
que dar la vida por los amigos», y cada uno en esta gran
comunidad que llamamos Apleforth debe ser amigo del
otro. Esto no es sólo una ley divina, es el único camino
para la paz y la justicia, es el único camino para encontrar
la verdadera felicidad. No hay mayor traición que se
pueda hacer a otra persona que el no amarla, y uno de los
aspectos más trágicos de nuestra sociedad moderna es que
los hombres se traicionan los unos a los otros, fallan en el
amor. Hay tan poco amor en nuestro mundo, y qué cosa
más difícil y delicada es el actuar; en qué trampas
podemos caer. Pero el amor de Dios por nosotros y
nuestro mutuo amor son el corazón del mensaje cristiano.
Es extraño; en estos últimos días he encontrado una
nueva confianza en Dios y espero que vosotros también.
Yo seguiré dependiendo de una total confianza entre
nosotros, vosotros y yo, porque vosotros sois un caso
especial. No voy a deciros “adiós”. Seguiremos
trabajando juntos, y confío que mis ideales serán los
vuestros.
Que san Pablo diga la última palabra: “Por último,
hermanos, todo lo que sea verdadero, todo lo respetable,
todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de
buena fama, cualquier virtud o mérito que haya, eso
51
tenedlo por vuestro”
24.4.76
III INDICE GENERAL


INTRODUCCIÓN
I VIDA MONÁSTICA Y TRABAJO
1. El hombre y Dios
1. Instinto religioso
2. Instinto monástico.
2. Formación monástica
1. La ceremonia de la vestición
2.- Perseverancia
3. Profesión simple
4. Profesión solemne
5. Ordenación: Tu es sacerdos in aeternum
3. RENOVACIÓN DE VOTOS
1. Ofrecimiento
2. Humildad
3. Estabilidad
4. Disponibilidad
5. Conversio morum
6. Reafirmación
4. Trabajo monástico
1. Actividad
2. Profesor
3. «...contemplata aliis tradere...»
4. Devoción
5. Simplicidad
II VIDA EN EL ESPÍRITU
5. BÚSQUEDA DE DIOS
1. El deseo de orar
2. La oración de insuficiencia
3. La profundidad de nuestro ser
4. Nostalgia de Dios
5. El amor de Dios
6. «CRISTO SE HIZO PORNOSOTROS
OBEDIENTE HASTA LA MUERTE»
1. Mirando hacia la alegría de la pascua
2. Corrigiendo la debilidad
3. Destinado a la muerte
4. Crisis
5. Penetrando el secreto
6. Momentos preciosos
7. La gloria del Siervo doliente
8. Cuatro sermones de cuaresma
7. María
1. ...Escuchar, recibir, vigilar...
2.. «Fiat»
8. EXPERIENCIA DE DIOS
1. Vulnerabilidad de Dios
2. Tres heridas: contrición,
compasión)deseo ardiente de Dios
3. Daños interiores
4. Curación interior
5. De todo corazón
6. Entusiasmo
7. Conciencia del amor de Dios
8. Alegría
9. Paz interior
10. Per Jesum Christum Dominum nostrum
11. Amistad con Dios
9. SERMÓN PREDICADO SEIS DÍAS DESPUÉS
DE LA NOTIFICACIÓN DE SU ELEVACIÓN A
LA SEDE DE WESTMINSTER
III INDICE GENERAL


Notas

[←1]
Conversio morum: una frase que, durante tiempo, ha confundido a los
intérpretes de la Regla, pero que esencialmente significa un dirigir
diariamente el corazón hacia Dios, y un modo de vida de acuerdo con
el espíritu del monacato.
[←2]
Teresa de Lisieux, Autobiografía, cap. 13.
[←3]
Cloud of Unknowing, London 1961,60.
[←4]
San Agustín, De civitate Dei, 19.
[←5]
Hospedería Monatica para visitantes y grupos que practican retiros.
[←6]
El monje inmediatamente después de la profesión solemne está sin
hablar durante tres días – un símbolo de su renacer en Cristo, de su
paso de la muerte a la vida, de al crucifixión a la resurrección.
[←7]
En 1608, el P. Sigebert Buckley, el último monje superviviente de la
Abadía de Westminster, por la profesión de tres monjes (de
Ampleforth – Dieulouard) dio continuidad a la Congregación
benedictina inglesa de los tiempos de la pre- reforma con la
Congregación de la post-reforma.
[←8]
La renovación de los votos se puede hacer ahora durante la misa
conventual.
[←9]
Sal. 95 (94), 7-8.
[←10]
Juliana de Norwich, Revelations of divine love, cap. 6.
[←11]
M. C. D Arcy y otros, The English Way. Studies in English Sanctity
from St. Bede to Newman, London 1933.
[←12]
En 1965 el breviario latino completo estaba en uso en el Oficio
monástico. Por ejemplo, los maitines del domingo duraban noventa y
cinco minutos sin interrupción. En el nuevo oficio inglés se redujo a
treinta minutos.
[←13]
Los alumnos del colegio se agrupan por casas que incluyen jóvenes de
todas als edades escolares y que, durante el curso, forman como una
familia presidida por el prefecto. Los grandes colegios constan de
numerosas casas.
[←14]
St. Tomás, II-II, q 188, a 6.
[←15]
P. Paul Nevill, director del Colegio de Ampleforth, 1924-54.
[←16]
John A. T. Robinson, Sincero para con Dios, Barcelona.
[←17]
1 Sam 3, 10.
[←18]
Mt. 20, 33.
[←19]
Mt. 20, 33.
[←20]
Jn. 9, 38.
[←21]
Jn. 6, 67.
[←22]
Mt. 9, 12.
[←23]
RSB 49.
[←24]
Mt. 9, 12.
[←25]
Lc. 2, 51.
[←26]
Ef. 4, 21.
[←27]
RSB 7.
[←28]
Col. 1, 24.
[←29]
Rom. 6, 5.
[←30]
Col. 3, 1-4.
[←31]
2 Cor. 12, 9-10.
[←32]
Mt. 9, 12.
[←33]
Jn. 11, 25.
[←34]
Lc. 9, 35.
[←35]
Lc. 11, 27.
[←36]
Jn. 2, 4.
[←37]
Lc. 1, 30.
[←38]
Lc. 1, 38.
[←39]
Is. 43, 1-3.
[←40]
Lc. 4, 40.
[←41]
Mt. 8, 26.
[←42]
Mc. 9, 24.
[←43]
Jn. 5,8.
[←44]
Sal. 30 (29) y 31 (30).
[←45]
Este Capítulo fue predicado en ocación de la ceremonia de una
profesión simple; el último sermón que el Abad Basil dio a su
comunidad antes de que se le anunciara su nombramiento de arzobispo
de Westminster.
[←46]
Flp. 4, 4-7.
[←47]
Sal. 42 (41), 8.
[←48]
I Jn. 4, 10.
[←49]
1 Cor. 1, 25-29.
[←50]
Cinco semanas después, cuando fue consagrado y tomó posesión, el
Arzobispo había recibido 4.400 cartas de felicitaciones.
[←51]
Flp. 4, 4-9.


Table of Contents
INTRODUCCIÓN
I VIDA MONÁSTICA Y TRABAJO
1. El hombre y Dios
1. Instinto religioso
2. Instinto monástico.
2. Formación monástica
1. La ceremonia de la
vestición
2.- Perseverancia
3. Profesión simple
4. Profesión solemne
5. Ordenación: Tu es
sacerdos in aeternum
3. RENOVACIÓN DE VOTOS
1. Ofrecimiento
2. Humildad
3. Estabilidad
4. Disponibilidad
5. Conversio morum
6. Reafirmación
4. Trabajo monástico
1. Actividad
2. Profesor
3. «...contemplata aliis
tradere...»
4. Devoción
5. Simplicidad
II VIDA EN EL ESPÍRITU
5. BÚSQUEDA DE DIOS
1. El deseo de orar
2. La oración de
insuficiencia
3. La profundidad de
nuestro ser
4. Nostalgia de Dios
5. El amor de Dios
6. «CRISTO SE HIZO PORNOSOTROS
OBEDIENTE HASTA LA MUERTE»
1. Mirando hacia la alegría
de la pascua
2. Corrigiendo la debilidad
3. Destinado a la muerte
4. Crisis
5. Penetrando el secreto
6. Momentos preciosos
7. La gloria del Siervo
doliente
8. Cuatro sermones de
cuaresma
7. María
1. ...Escuchar, recibir,
vigilar...
2.. «Fiat»
8. EXPERIENCIA DE DIOS
1. Vulnerabilidad de Dios
2. Tres heridas: contrición,
compasión)deseo ardiente
de Dios
3. Daños interiores
4. Curación interior
5. De todo corazón
6. Entusiasmo
7. Conciencia del amor de
Dios
8. Alegría
9. Paz interior
10. Per Jesum Christum
Dominum nostrum
11. Amistad con Dios
9. SERMÓN PREDICADO SEIS DÍAS
DESPUÉS DE LA NOTIFICACIÓN DE SU
ELEVACIÓN A LA SEDE DE
WESTMINSTER
III INDICE GENERAL

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