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Teoría de los afectos.

[Música]

Traducción del concepto utilizado por primera vez por los musicólogos alemanes con el nombre de
Affektenlehre que se refiere a la relación entre las diversas manifestaciones del sentimiento
humano y las posibilidades de expresión de estas pasiones mediante la música.

La palabra afecto (Affekt en alemán), que resulta equivalente al término griego pathos y al latino
afectus se refiere en general, no a las emociones subjetivas que puede provocar una experiencia
en particular, sino a aquellos sentimientos que son comunes a todos los seres humanos. De este
modo y siempre desde una perspectiva idealista, su expresión resultaría reconocible por cualquier
oyente educado en la escucha de un determinado lenguaje musical aunque el emisor y el receptor
no coincidan en sentir las pasiones que este evoca en un momento dado. Un afecto, tal y como se
entendía el término a partir del Renacimiento, puede ser definido como una "emoción codificada".
Pero una de las mejores definiciones de lo que quiere decir el término afecto referido a la música
es la que a comienzos del siglo XVII formuló el compositor, cantante y maestro de canto Giulio
Caccini. Este autor propone su definición del concepto "afecto" en los avvertimenti ai discreti
lettori ("advertencias a los discretos lectores") que, a manera de prólogo, preceden su segundo
libro de composiciones, el que lleva por título Nuove musiche e nuova maniera di scriverle (Nuevas
músicas y nueva forma de escribirlas): Lo affetto in chi canta altro no è che per la forza di diverse
note, e di vari accenti co´l temperamento del piano, e del forte una espresione delle parole, e del
concetto, che si prendono à cantare atta à muovere affetto in chi ascolta. ("El afecto en el que
canta no es otra cosa que una expresión de la palabra y del concepto por medio de diversas notas
y de varios tonos, con la combinación del piano y del forte, que se entonan al cantar hasta
conmover el ánimo del que escucha").

La idea de provocar emociones con la música y con la palabra. Los antecedentes clásicos y
renacentistas

Puede decirse que es el Renacimiento el momento en el que la humanidad, representada por las
élites cultivadas del Humanismo italiano, siente la necesidad de mirar hacia su pasado para
recobrar una cierto rumbo artístico e intelectual que había llegado a perderse a lo largo de los
siglos de la, por otra parte, creativa Edad Media. Dentro de estos círculos intelectuales tienen
lugar toda clase de intentos por rememorar y recrear cualquier aspecto de la idealizada cultura
clásica de los griegos y los romanos, desde los objetos de cerámica encontrados en las
excavaciones de las ruinas romanas, hasta su arquitectura, su numismática, su literatura o su
filosofía. Pero el aspecto fundamental de este interés renacentista por la cultura clásica tiene que
ver con el redescubrimiento de unas lenguas, la griega y, sobre todo, la latina, que bien habían
caído en el olvido, bien habían quedado confinadas en las bibliotecas y scriptoria de los
monasterios medievales. Con la nueva atención a estas lenguas, los humanistas que se reúnen en
las academias renacentistas redescubren no solamente todo un saber que permanecía oculto, sino
también la enorme riqueza y las posibilidades expresivas de unos lenguajes que durante años
habían permanecido dormidos.

A partir de entonces, el sueño del Humanismo renacentista consistirá, en buena parte, en


conseguir equiparar las lenguas y las culturas vernáculas con las extraordinariamente ricas y
flexibles lenguas clásicas, un empeño que terminaría extendiéndose, además, a otras
manifestaciones de la cultura, como la arquitectura, la escultura e, incluso, la música. El
redescubrimiento de dos manifestaciones más de la cultura de los clásicos vendrá a animar a los
círculos cultivados de la Italia de la época para profundizar en este empeño: como consecuencia
del estudio de las lenguas clásicas, los humanistas entrarán en contacto con las artes de la retórica
y del teatro. La primera de ellas pondrá a los intelectuales del Renacimiento en contacto con la
idea de conseguir refinar el lenguaje hasta tal punto que, siguiendo unas técnicas y unos modelos
expresivos determinados, fuera posible mover los ánimos de un auditorio. En cuanto al teatro, el
estudio y la fascinación que los círculos cultos del Renacimiento sienten por las representaciones
clásicas pronto les planteará el reto de crear un tipo de arte escénica que consiga emular los
antiguos modelos de representación escénica. De este proyecto nacerá la ópera primitiva, así
como un estilo musical y un tipo de discurso escénico que tanto los compositores como los
hombres de letras acogen con gran entusiasmo: el denominado stile rappresentativo. Con esta
nueva manera de decir los textos apoyándose en la música, los poetas y los músicos de la época
creen haber encontrado el antiguo modo de recitar cantando que empleaban los griegos y los
latinos en sus representaciones escénicas. A partir de entonces, todos los esfuerzos se verán
encaminados a lograr tal refinamiento en la elaboración de los textos, tal adecuación entre la
música y la palabra y tal perfección en la dicción y en la interpretación de dicha música, que
termine por hacerse posible el viejo sueño de transmitir los afectos contenidos en las obras, así
como el de provocar otros nuevos en el auditorio que atiende a la representación.

Los estudios de los teóricos acerca de la relación entre la música y las emociones humanas, y su
influencia sobre el desarrollo y la codificación de la doctrina de los afectos

Ya algunos teóricos primitivos se refieren a esta voluntad de los compositores de conseguir


despertar las emociones gracias a su música. Un buen ejemplo es Gioseffo Zarlino, quien en su
tratado Le Istitutione Harmoniche anima a los compositores a "muover l´animo e disporlo a varij
affetti". Otros autores de la época, como Vincenzo Galilei, discípulo del anterior y miembro de la
Camerata Fiorentina del conde Bardi, dedicaron su atención al estudio y redescubrimiento de la
música de los clásicos, así como a las posibilidades de equiparar la música contemporánea con la
supuestamente ideal música de las civilizaciones griega y romana. En los años posteriores, Giulio
Caccini , maestro de canto, además de cantante él mismo, afirma en su libro Le nuove musiche
que la meta de todo cantante debería ser la de "muovere l´affetto dell´animo". También Claudio
Monteverdi, compositor contemporáneo de Giulio Caccini, se refiere a la música atribuyéndole la
facultad de expresar "le nostre passioni od affettioni del animo". Entre estas “pasiones o afectos
del ánimo” existen tres que son las principales, siempre según el mismo compositor: "Ira,
Temperanza et Humiltà o supplicatione". A cada una de estas "pasiones" o afectos el compositor
le atribuye un estilo musical diferente: a la ira, el Stile concitato, cuya invención se atribuye al
mismo Claudio Monteverdi; a la templanza, el stilo temperato y a la humildad, el stilo molle. El
teórico germano Michael Praetorius afirma en su obra titulada Syntagma musicum que un
cantante no debería sencillamente cantar, sino interpretar de una manera tal que fuera capaz de
mover el ánimo del oyente. Otro teórico de la época, el italiano Cesare Crivellati, en su obra
Discorsi musicali dedicó un capítulo a "come la musica si possa movere diversi affetti".
Afirmaciones parecidas pueden encontrarse en la obra de otros estudiosos como Athanasius
Kircher, quien en su obra Msurgia universalis sive ars magna consoni et dissoni se ocupó de las
relaciones existentes entre los intervalos musicales (distancia entre dos sonidos) y las emociones
humanas. Al hablar de Musica pathetica, el autor pretende precisamente referirse al poder de la
música para modificar los diferentes estados de ánimo que tienen que ver con el carácter humano.
En términos parecidos se expresan teóricos como Neidhardt o Johann Mattheson. En realidad, no
puede afirmarse que los teóricos establecieran ninguna clase particular de teoría de los afectos,
pero sí es cierto que hubo una gran cantidad de ellos (Printz, Marpurg, Scheibe, Quantz, ...) que
dedicaron sus escritos a definir cada uno de los afectos, así como a establecer categorías entre
ellos, lo mismo que habían hecho los griegos en la antigüedad con sus estudios a propósito de los
cuatro temperamentos o humores, así como sobre el poder ético y la capacidad de modificar el
carácter que, según ellos, poseía la música. Además, hubo teóricos que intentaron establecer las
connotaciones afectivas de escalas, movimientos de la danza, ritmos, instrumentos, formas y
estilos, partiendo del presupuesto de que cada una de estas unidades, a las que denominaban
figuras, debía de caracterizarse en la particular gramática de los compositores renacentistas con
un afecto en particular.

En definitiva, fue el nuevo pensamiento de los teóricos renacentistas el que animó a los músicos
de la época a perseguir el ideal de investir sus composiciones de un poder expresivo y emotivo
comparable con aquél con el que los hombres de letras del Renacimiento pretendían dotar a la
recién nacida lengua culta italiana. Pero como suele suceder siempre que se persigue un ideal,
para equilibrar el entusiasmo desmesurado por un objetivo se hace necesario abominar de lo
anterior, del camino que ha conducido al pensamiento hasta un cierto punto que, a partir de ese
momento, parece erróneo. Esto es lo que sucede entre los teóricos renacentistas a propósito de la
música medieval: paralelamente a los esfuerzos por crear una nueva manera de recitar cantando,
que pudiera resultar comparable a la idealizada monodia griega, surge toda una corriente que
denigra la música de la Edad Media, así como la polifonía contemporánea. Desde el punto de vista
de los académicos renacentistas, ambas escuelas musicales, en lugar de tender al ideal de mover
los ánimos del auditorio y hacerlo participar de la soñada armonía universal que representa la
música dentro de la visión platónica del Universo, enajenan de la música a los intérpretes y, por
extensión, al hombre mismo, al que minimizan ante la grandeza de un Dios que no cabe en la
mente humana, en lugar de incluirlo en el orden de la creación.

Así pues, tanto la idea de mover el ánimo humano mediante la música y las palabras como el estilo
musical con el que los artistas del Renacimiento pretendían conseguirlo, el denominado stile
rappresentativo, tienen mucho que ver con la raíz del pensamiento humanista: la consideración
del hombre como un microcosmos que expresa a escala reducida el orden mismo de la creación, la
armonía universal. Cobra así sentido toda manifestación artística que exprese la esencia del
individuo, así como cualquier método que encauce los limitados recursos con los que cuenta el
hombre para comunicarse de tal manera que éste pueda servirse de su lenguaje (sea este la
música o la poesía) en la seguridad de que va a responder a sus fines de la mejor manera posible.
Si el fin último de todo lenguaje es el de la comunicación, las reglas de la retórica o las de una
disciplina paralela aplicada a la expresión musical lograrán su fin cuando consigan esa
comunicación suprema que es la empatía (término que sí procede directamente del griego
pathos): la transmisión, no ya de las ideas o del discurso de los hechos, sino de las emociones, es
decir, de los afectos.

El entusiasmo con el que los compositores se dedicaron a perfeccionar la capacidad de sus obras
para mover los ánimos del público al que se dirigían contribuyó considerablemente a la creación y
desarrollo del género operístico, así como al perfeccionamiento de aquel stile rappresentativo con
el que los músicos y poetas renacentistas pretendían emular la técnica interpretativa practicada
por los actores del teatro clásico. Pero además, en su empeño por transmitir al auditorio los
afectos presentes en el texto, a lo largo de los siglos XVI y XVII tuvo lugar la creación de toda una
técnica representativa que no solamente se refería a la música o a los textos poéticos, sino
también a aspectos como la utilización deliberada de suspiros, respiraciones agitadas, diversos
tonos de voz y otros artificios que probaban la capacidad de un intérprete para transmitir al
público unas determinadas emociones.

Lo cierto es que a lo largo de los siglos que corresponden al Renacimiento y, más tarde, durante la
época barroca, se consideró a la voz humana como el instrumento por excelencia, así como, en
buena medida, se midió el grado de perfección del resto de los instrumentos musicales,
particularmente los monódicos, como los diferentes miembros de la familia de las violas o los
distintos tipos de flautas, según el grado de equiparación que podía establecerse entre ellos y la
voz humana. Así pues, la capacidad para conmover a los auditorios no solamente se asoció con la
disciplina del canto y con el arte expresivo de los intérpretes vocales, sino que con el tiempo fue
desarrollándose todo un conjunto de técnicas y de estéticas asociadas a los diferentes
instrumentos musicales, que tenía por objeto el revelar la capacidad expresiva propia de cada uno
de ellos para lograr el mismo fin de comunicar los diferentes afectos a los auditorios que ya se
pretendía desde antiguo en el campo de la interpretación musical propia de la voz humana. El
teórico Johann Mattheson retomó en 1713 la teoría de los afectos en su obra Das Neu-Eröffnete
Orchestre, para aplicarla a los instrumentos musicales y a sus diferentes timbres, llegando incluso
a atribuir un determinado color emotivo a cada instrumento. Este es también el objetivo último
que revelan diversos tratados de interpretación instrumental, como el titulado Versuch einer
Anweisung die Flöte traversiere zu spielen (Ensayo de un método de enseñanza para tocar la
flauta travesera), compuesto por el flautista Johann Joachim Quantz.

Si a lo largo de los siglos fueron muchos los teóricos de la música que intentaron organizar en una
especie de gramática de "figuras" los medios de los que se habían servido los compositores para
perfeccionar su música según el objetivo de lograr la transmisión de las pasiones humanas, lo
cierto es que el considerar la existencia de una teoría de los afectos no quiere decir que los
compositores barrocos tuvieran en su mente toda una codificación de "figuras" musicales
equivalentes a las figuras retóricas, en función de las cuales compusieran sus obras. La expresión
de los afectos en música se encontraba en la época y ha permanecido desde entonces dentro de
unos límites mucho más difusos que los que han marcado los contornos de la expresión retórica.
Diversos conceptos relacionados con la “retórica musical” continuaron apareciendo en la teoría y
en la terminología musical hasta el final de la era barroca. Las doctrinas retóricas fueron
debilitándose progresivamente a lo largo del siglo XVIII, si bien aun en fechas tan tardías como el
año 1770, teóricos como el alemán J. F. Daube, en su obra titulada Der musicalische Dilettant,
seguían acosejando a los compositores "seguir cuidadosamente las reglas de la oratoria". En
realidad, el final de la doctrina de los afectos llegará cuando en el siglo XIX comiencen a producirse
los primeros síntomas del incipiente Romanticismo. A lo largo de la época en la que la cultura
europea se dejará embargar por el pensamiento y la nueva estética romántica, se otorgará más
importancia a los sentimientos humanos que en ningún otro momento, si bien a partir de
entonces no puede ya hablarse de afectos, es decir, de emociones codificadas y por lo tanto
susceptibles de ser descifradas por cualquier receptor que comparta con el emisor el código en el
que se encuentran expresadas, sino de pasiones individuales, producto de la subjetividad de cada
compositor.

La teoría de los afectos y sus relaciones con el lenguaje corporal. La quirología


El empeño de los artistas renacentistas y barrocos por encontrar los métodos óptimos para lograr
la comunicación perfecta entre intérpretes y público no se limitó a aquellos métodos expresivos
que tenían que ver con la voz o con el sonido de los instrumentos musicales, sino que también se
dedicó a la expresión de los mismos afectos valiéndose del lenguaje del cuerpo. De este modo,
dentro de esta escuela interpretativa centrada en el refinamiento de todos los lenguajes para
conseguir la adecuada representación las pasiones humanas, a lo largo de la época barroca y
particularmente en países como Francia, aunque también en otros lugares de Europa, los
estudiosos del teatro dieron otro paso hacia adelante en el camino de la búsqueda de la
comunicación perfecta, al profundizar en el estudio de la quirología, o "lenguaje de las manos".
Este tipo de lenguaje, cuyo origen se remonta una vez más a la oratoria y al teatro clásico, si bien
se encuentra basado en los gestos espontáneos que un ser humano cualquiera tiende a hacer
cuando se encuentra bajo la influencia de un determinado estado de ánimo, resulta ser lo mismo
que el canto respecto a la voz hablada o que la oratoria respecto al habla espontánea: un lenguaje
estilizado y, a menudo, basado en convenciones. Los gestos y posturas que componían los
recursos de la quirología eran variadísimos, lo que explica la necesidad de elaborar tratados y
compendios de los que pudieran servirse intérpretes y público a la manera de un diccionario. Uno
de los tratados de quirología que más difusión alcanzaron en la época fue el que John Bulwer
publicó en el año 1644. La quirología, entendida como una gramática gestual, sería a lo largo del
barroco uno de los lenguajes a los que recurrirían los intérpretes para transmitir determinados
afectos a un público educado en tales convenciones y que, por lo tanto, podía descifrarlas sin
apenas esfuerzo.

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