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La Inspiración y La Verdad - 2014
La Inspiración y La Verdad - 2014
LA INSPIRACIÓN Y LA VERDAD
DE LA SAGRADA ESCRITURA
ÍNDICE
Prólogo
Introducción general
1. Introducción
2.1. El Pentateuco
2.2. Los libros proféticos y los libros históricos
2.2.1. Los libros proféticos: recopilaciones de lo que el Señor ha dicho a su pueblo por
medio de sus mensajeros
2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia infalible y llama a la
conversión
2.3. Los Salmos
2.4. El libro del Eclesiástico
2.5. Conclusión
4. Conclusión
1. Introducción
4. Conclusión
1. Introducción
4. Conclusión
Conclusión General
Prólogo
Tras haber tratado el concepto de inspiración en los testimonios de los libros bíblicos,
la relación entre Dios y los autores humanos y cuál es la verdad que tales escritos nos
transmiten, la reflexión de la Comisión Bíblica se ha detenido a examinar algunas
dificultades que parecen problemáticas desde el punto de vista histórico o ético-social.
Para responder a estos interrogantes es necesario leer y comprender de manera
adecuada los textos que plantean dificultades, teniendo en cuenta los resultados de las
ciencias modernas y al mismo tiempo su tema principal, o sea Dios y su plan de
salvación. Tal aproximación muestra que es posible superar y explicar las dudas que
se suscitan contra la verdad y la proveniencia de Dios.
22 de febrero 1014
Cátedra de San Pedro
«Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá, sino después de
empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador
y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino
que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo» (Is 55,10-11).
«En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres
por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado
heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos» (Heb 1,1-2)
INTRODUCCIÓN GENERAL
1. Al Sínodo de los Obispos del 2008 se le encomendó tratar el tema La Palabra de Dios
en la vida y en la misión de la Iglesia. En su Exhortación Apostólica postsinodal Verbum
Domini el Santo Padre Benedicto XVI retomó y profundizó la temática del Sínodo,
subrayando en particular lo siguiente: «Ciertamente, la reflexión teológica ha
considerado siempre la inspiración y la verdad como dos conceptos clave para una
hermenéutica eclesial de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, hay que reconocer la
necesidad actual de profundizar adecuadamente en esta realidad, para responder
mejor a lo que exige la interpretación de los textos sagrados según su naturaleza. En
esa perspectiva, expreso el deseo de que la investigación en este campo pueda
progresar y dar frutos para la ciencia bíblica y la vida espiritual de los fieles» (n.19: en
la traducción de la Verbum Domini he seguido la que aparece en la web del Vaticano).
Respondiendo al deseo del Santo Padre la Pontificia Comisión Bíblica se propone
ofrecer una contribución para una comprensión más adecuada de los conceptos de
inspiración y verdad, muy consciente de que ello corresponde de modo eminente a la
naturaleza de la Biblia y a su significado para la vida de la Iglesia.
En el centro de esta asamblea están la presencia de Jesús, revelador de Dios Padre, por
su palabra y su obra salvífica, y la unión de la comunidad de los fieles con él. El
objetivo de la entera celebración es hacer presente a Jesús en medio de la comunidad
de los creyentes y favorecer el encuentro y la comunión con él y con Dios Padre. Cristo
en su misterio pascual es proclamado en la lectura de la Palabra de Dios y celebrado
en la liturgia eucarística.
2. El domingo de cada semana, el domingo, es decir, en el día del Señor, que la Iglesia
considera como «la fiesta primordial» (Sacrosanctum Concilium, n.106), se celebra la
resurrección de Cristo con un gozo y solemnidad especiales. Este día, en el que «la
mesa de la palabra de Dios [debe ser] preparada a los fieles con mayor abundancia»
(Sacrosanctum Concilium, n.51), se cantan algunos versículos de los salmos y se
proclaman tres fragmentos bíblicos, tomados, habitualmente, uno del Antiguo
Testamento, otro de los escritos no evangélicos del Nuevo Testamento, y un tercero de
uno de los cuatro Evangelios. Después de leer cada uno de los dos primeros
fragmentos, el lector dice: «Palabra de Dios» y los fieles responden: «Demos gracias a
Dios». Al término de la proclamación del Evangelio el diácono o el sacerdote proclama:
«Palabra del Señor» y el pueblo responde: «Gloria a ti, Señor Jesús». Mediante este
breve diálogo se resaltan dos características de la lectura y de la escucha: el lector
subraya la importancia de la acción que ha realizado y pide a los oyentes que tomen
plena conciencia de que lo que se les ha comunicado es verdaderamente la Palabra de
Dios o, más específicamente, la Palabra del Señor (Jesús), el cual es en su misma
persona la Palabra de Dios (cf. Jn 1,1-2). Los fieles, por su parte, expresan la actitud de
humilde reverencia con que acogen la Palabra que Dios les dirige: llenos de
reconocimiento, escuchan con sentimientos de alabanza y de júbilo la Buena Noticia
del Señor Jesús.
3. Sobre la base de lo que hemos dicho hasta ahora sobre la Palabra de Dios en la
liturgia de la Palabra y en el contexto de la celebración eucarística, podemos afirmar
que nosotros la escuchamos en un contexto teológico, cristológico, soteriológico y
eclesiológico. Dios ofrece la salvación, de modo definitivo y perfecto en su Cristo,
realizando la comunión entre Él mismo y sus criaturas humanas, que son
representadas por su Iglesia. Este lugar, que es el más apropiado para la proclamación
de la Sagrada Escritura, constituye también el contexto más adecuado para estudiar la
inspiración y la verdad. Como hemos dicho, después de la proclamación de los
correspondientes textos bíblicos se afirma siempre que son «Palabra de Dios» (o
«Palabra del Señor»). Esta expresión puede ser entendida en un doble sentido: ante
todo, como palabra que proviene de Dios, pero también como palabra que habla de
Dios. Estos dos significados están íntimamente relacionados. Solo Dios conoce a Dios;
en consecuencia, solo Dios puede hablar de Dios de un modo adecuado y fiable. Por
ello solo una palabra que proviene de Dios puede hablar justamente de Dios. La
expresión «Palabra de Dios» invita a los fieles a tomar conciencia de lo que están
escuchando y a prestarle una atención correspondiente. Los fieles deben tener la
reverencia y la gratitud debidas a la Palabra que proviene de Dios, y deben estar
atentos para entender y comprender lo que esta Palabra comunica sobre Dios, y
entrar así en una unión cada vez más viva con Él.
La tercera parte del documento trata, finalmente, de algunos retos que nos plantea la
misma Biblia debido a algunos particulares que parecen desmentir su calidad de
Palabra de Dios. Señalamos aquí en concreto dos de los retos que se plantean al lector:
el primero procede del enorme progreso que se ha producido en los dos últimos siglos
en los conocimientos relativos a la historia, la cultura y las lenguas de los pueblos del
Próximo Oriente Antiguo, que era el ambiente de Israel y de sus sagradas Escrituras.
No es raro que se presenten fuertes contrastes entre los datos de estas ciencias y lo
que encontramos en el relato bíblico, cuando se lee este último según el modelo de
una crónica que refiriera puntualmente los acontecimientos, incluso en un orden
escrupulosamente cronológico. Tales contrastes constituyen una primera dificultad y
suscitan interrogantes sobre la fiabilidad histórica de los relatos bíblicos. Otro reto lo
plantea el hecho de que no pocos textos bíblicos están marcados por la violencia.
Podemos citar, como ejemplo, los salmos de imprecación y también el que Dios da a
Israel de exterminar poblaciones enteras. Los lectores cristianos se sienten incómodos
y desorientados ante esos textos. Hay además lectores no cristianos recriminan a los
cristianos el hecho de que sus textos sagrados contengan fragmentos terribles,
acusándolos además de profesar y difundir una religión inspiradora de violencia. La
tercera parte del documento quiere afrontar estos y otros retos de interpretación,
mostrando, por un lado, cómo superar el fundamentalismo (cf. PCB, La interpretación
de la Biblia en la Iglesia, LEV, Città del Vaticano 1993: cf. EB 1381-1390), y, por otro,
cómo evitar el escepticismo. Albergamos la esperanza de que, eliminando tales
obstáculos, quede expedito el acceso a una recepción madura y adecuada de la Palabra
de Dios.
Así, pues, el presente texto pretende ofrecer una contribución para que,
profundizando la comprensión de los conceptos de inspiración y verdad, la Palabra de
Dios sea acogida por todos en la asamblea litúrgica y en cualquier otro lugar, de un
modo cada vez más acorde con este singular don de Dios, en el que Él se comunica a Sí
mismo e invita a los hombres a la comunión con Él.
PRIMERA PARTE
1. Introducción
6. Hemos visto que Dios es el autor único de la revelación y que los libros de la
Sagrada Escritura, que están al servicio de la transmisión de la revelación divina, han
sido inspirados por Él. Dios es «autor» de estos libros (DV, n. 16), pero por medio de
hombres que Él ha escogido. Éstos no escriben al dictado, sino que son «verdaderos
autores» (DV, n. 11), que emplean sus propias facultades y capacidades. La Dei
Verbum,n. 11 no especifica en los particulares cuál sea esta relación entre los hombres
y Dios, aunque en las notas (18-20) remite a una explicación tradicional basada en la
causalidad principal e instrumental.
Volviéndonos a los libros bíblicos e indagando lo que ellos mismos dicen sobre su
inspiración, constatamos que en la Biblia sólo dos escritos del Nuevo Testamento
hablan explícitamente de la inspiración divina, que afirman para escritos del Antiguo
Testamento. En 2 Tim 3,16 se dice: «Toda Escritura es inspirada por Dios es también
útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia». Por su parte, 2
Pe 1,20-21 afirma: «Sabiendo, sobre todo, lo siguiente: que ninguna profecía de la
Escritura puede interpretarse por cuenta propia, pues nunca fue proferida profecía
alguna por voluntad humana, sino que, movidos por el Espíritu Santo, hablaron los
hombres de parte de Dios». La escasa recurrencia rara del término «inspiración»
comporta que no podamos limitar nuestra búsqueda a un campo semántico tan
restringido.
Sin embargo al estudiar de cerca los textos bíblicos constatamos el hecho relevante de
que en ellos se explicita constantemente la relación entre sus autores y Dios. Esto
ocurre de diversos modos, cada uno de los cuales manifiesta con claridad que los
respectivos escritos provienen de Dios. Nuestro estudio pretende individuar en los
textos de la Sagrada Escritura los indicios de la relación entre autores humanos y Dios,
mostrando así la proveniencia divina de estos libros, o lo que es lo mismo su carácter
inspirado. Queremos presentar una especie de fenomenología de la relación «Dios –
autor humano», de acuerdo con las modalidades en las se atestigua esta relación en las
páginas de la Biblia y subrayando así su condición de Palabra que proviene de Dios.
Así, pues, la PCB no pretende demostrar en este documento el hecho de la inspiración
de los escritos bíblicos, tarea propia de la teología fundamental. Partimos más bien de
la verdad de fe según la cual los libros de la Sagrada Escritura están inspirados por
Dios y comunican su Palabra; nuestra aportación consistirá únicamente en esclarecer
mejor su naturaleza, tal como resulta del testimonio de los mismos escritos.
Al fenómeno peculiar de que los libros bíblicos atestiguan la relación de sus autores
con Dios y que provienen de Él podemos denominarlo «autotestimonio». Este
testimonio específico será el centro de nuestras indagaciones.
7. Los documentos eclesiales que hemos citado varias veces (Dei Verbum y Verbum
Domini) distinguen entre «revelación» e «inspiración», considerándolas dos acciones
divinas distintas. La «revelación» se presenta como el acto fundamental de Dios
mediante el cual Él comunica qué y cuál es el misterio de su voluntad (cf. DV, n. 2),
capacitando además, al mismo tiempo, al hombre para recibir la revelación. La
«inspiración» aparece en cambio como la acción mediante la cual Dios habilita a
ciertos hombres, escogidos por Él, para transmitir fielmente su revelación por escrito
(cf. DV, n. 11). La inspiración presupone la revelación y está al servicio de la
transmisión fiel de la revelación en los escritos de la Biblia.
El testimonio de los escritos bíblicos sólo permite entresasacar algunos indicios sobre
la relación específica entre el autor humano y Dios en lo que se refiere la actividad de
escribir. Ello explica que la fenomenología que nos proponemos presentar,
concerniente tanto a la relación entre el autor humano y Dios como a la proveniencia
divina de los textos escritos, constituye un cuadro bastante general y variado.
Veremos que el concepto específico de inspiración no se explicita casi nunca ni se
dilucida conceptualmente en la Escritura. Lo cual se debe a la naturaleza propia de los
testimonios que ofrecen los diversos libros bíblicos; en efecto, bien es verdad que, por
un lado, los textos se refieren constantemente a la proveniencia divina de su
contenido y su mensaje, por otro dicen poco o nada sobre el modo en que fueron
escritos o sobre su condición de documentos escritos. Como consecuencia de ello el
concepto amplio de revelación o el más específico de su puesta por escrito
(inspiración) son contemplados como un proceso único. Muy frecuentemente se habla
de tal modo que al referirse a uno se está pensando en el otro. Sin embargo, por el
simple hecho de que las afirmaciones que citamos proceden de textos escritos, resulta
evidente que los autores de los mismos aseveran implícitamente que sus textos
constituyen la expresión final y el depósito estable de los actos reveladores de Dios.
8. Por lo que toca a los escritos del Nuevo Testamento, constatamos una situación
específica: la relación de sus autores con Dios sólo se manifiesta en ellos mediante la
persona de Jesús. La causa de este fenómeno la expresa el mismo Jesús de modo muy
preciso. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6), afirmación esta que se funda en el
conocimiento singular que el Hijo tiene del Padre (cf. Mt 11,27; Lc 10,22, Jn 1,18).
9. Se establece aquí, precisamente sobre la base del Evangelio de Juan, una conexión
íntima entre la naturaleza de la relación con Jesús y con Dios («inspiración») y el
contenido del mensaje que es comunicado como Palabra de Dios («verdad»). El
mensaje central de Jesús, según el Evangelio de Juan, es este: Dios Padre y su amor
desbordante por el mundo, revelado en su Hijo (cf. Jn 3,16); lo cual corresponde a lo
que afirma Dei Verbum, n. 2: Dios y su salvación. Este mensaje no puede ser recibido y
comprendido con enfoque cognitivo de carácter únicamente intelectual o puramente
memorístico, sino sólo mediante una relación intensamente viva y personal, es decir,
acorde con el tipo de relación con la que Jesús formó a sus discípulos. De Dios y de su
amor se puede hablar siempre de manera formal y correcta, pero sólo la fe viva en Él y
su amor hacen posible recibir el don de Dios y dar testimonio de él. Constatamos,
pues, que el mensaje central («verdad») y el modo de recibirlo para atestiguarlo
(«inspiración») se condicionan recíprocamente: se trata siempre de la comunión de
vida más intensa y personal con el Padre, revelada por Jesús: comunión de vida, que es
la salvación.
1.4 Criterios para la verificación de la relación con Dios en los escritos bíblicos
10. Según cuanto hemos visto en los evangelios, la finalidad principal de la formación
impartida por Jesús a sus discípulos es la fe viva en Jesús, Hijo de Dios, en la cual se
expresa la relación fundamental de aquellos con Jesús y con Dios. Esta fe es un don del
Espíritu Santo (cf, Jn 3,5; 16,13) y se vive en una unión íntima, consciente y personal,
con el Padre y con el Hijo (cf. Jn 17,20.23). Mediante esta fe los discípulos quedan
conectados con la persona de Jesús, que es «mediador y plenitud de toda la
revelación» (DV, n. 2), de quien reciben además él los contenidos de su testimonio
apostólico, tanto en su expresión oral como escrita. Por el hecho de provenir de Jesús,
que es Palabra de Dios, dicho testimonio no puede ser otra cosa que Palabra que
proviene de Dios. La relación personal de fe (1) con la fuente a través de la que Dios se
revela (2) son los dos elementos decisivos para hacer que las palabras y las obras de
los apóstoles provengan de Dios.
Jesús es «el punto culminante de la revelación de Dios Padre» (Verbum Domini, n.20),
punto culminante precedido por una rica «economía» de la revelación divina. Como
hemos indicado ya, Dios se revela en la creación (DV, n. 3) y especialmente en el
hombre creado «a su imagen» (Gén 1,27). Se revela sobre todo en la historia del
pueblo de Israel «hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí» (DV, n. 2). De
este modo se delinean diversas formas de la revelación de Dios, que alcanza su
plenitud y su culminación en la persona de Jesús (Heb 1,1-2).
En el caso de los evangelios (y más en general de los escritos apostólicos) los dos
elementos decisivos para la proveniencia de Dios son: la fe viva en Jesús (1) y la
persona de Jesús, que es la culminación de la revelación divina (2). En nuestro estudio,
dedicado a la proveniencia de Dios de los otros escritos bíblicos, nos servirán estos
dos criterios verificación: ¿qué fe personal en Dios (de acuerdo con la fase específica
de la «economía» de revelación) y qué forma de la revelación divina se manifiestan en
los diversos escritos? El escrito bíblico correspondiente proviene de Dios mediante la
viva fe de su autor en Dios y mediante la relación de este autor con una forma
determinada (o con diversas formas) de la revelación divina. No es raro que un escrito
bíblico se apoye en un texto inspirado precedente y comparta así la misma
proveniencia de Dios.
Con estos criterios se puede investigar útilmente el testimonio de los diversos escritos
bíblicos y se puede ver cómo provienen de Dios, por ejemplo, textos legales, dichos
sapienciales, oráculos proféticos, oraciones de todo tipo, exhortaciones apostólicas,
etc., y cómo, en consecuencia, Dios es autor de los mismos mediante los autores
humanos. De ello resulta que la modalidad concreta de la proveniencia de Dios es
diversa, según los casos, sin que pueda parangonarse con un dictado divino simple y
uniforme. Sin embargo lo que se atestigua constantemente es la fe personal del autor
humano en Dios y su obediencia a las diversas formas de la revelación divina.
De este modo, estudiando los mismos escritos bíblicos e indagando el testimonio que
ofrecen acerca de la relación de sus autores con Dios, tratamos de mostrar más en
concreto de qué modo se presenta la inspiración en cuanto relación entre Dios,
inspirador y autor, y los hombres, verdaderos autores escogidos por Él.
11. Hemos seleccionado algunos libros representativos del Antiguo y del Nuevo
Testamento para ilustrar cómo se expresa en los mismos textos su proveniencia de
Dios. En el caso del Antiguo Testamento seguimos la distribución clásica en Ley,
Profetas y Escritos (cf. Lc 22,44); en este sentido hemos escogido para nuestra
investigación primero el Pentateuco, luego los Profetas y los Libros históricos
(también llamados «profetas anteriores») y, por último, los Salmos y el libro del
Eclesiástico.
2.1. El Pentateuco
La idea de un origen divino de los textos bíblicos se desarrolla en los relatos del
Pentateuco sobre la base del concepto de escribir, poner por escrito. Así, en momentos
especialmente significativos, Moisés recibe de Dios el encargo de poner por escrito,
por ejemplo, el documento fundador de la alianza (Ex 24,4) o el texto de su renovación
(Ex 34,27); en otros lugares Moisés parece realizar el significado de esas instrucciones
poniendo por escrito otras cosas importantes (Ex 17,14; Núm 33,2; Dt 31,22), hasta la
redacción de toda la Torah (cf. Dt 27,3.8; 31,9). El libro del Deuteronomio valora en
particular el papel específico de Moisés, presentándolo como mediador inspirado de la
revelación e intérprete autorizado de la Palabra divina. Sobre esta base se ha
desarrollado armónicamente la idea tradicional de que Moisés es el autor del
Pentateuco, de modo que los libros de Moisés no sólo hablan de él, sino que además
son considerados obra suya.
Las afirmaciones centrales relativas al comunicarse de Dios se hallan en los relatos del
encuentro de Israel con Dios en el monte de Dios Sinaí/Horeb (Ex 19 – Núm 10; Dt
4ss). Estos relatos pretenden expresar con imágenes sugestivas la idea de que Dios
está en el origen del testimonio bíblico. Por lo tanto se puede decir que el fundamento
de la comprensión de la Biblia como Palabra de Dios se puso en el Sinaí, puesto que
allí Dios constituyó a Moisés como único mediador de su revelación. A Moisés le
corresponde poner por escrito la revelación divina, para poder trasmitirla y
preservarla como Palabra de Dios para los hombres de todos los tiempos. Lo escrito
no sólo hace posible la transmisión de la Palabra, sino que suscita además claramente
la pregunta sobre el autor humano, lo cual, en el caso de la Biblia, lleva a la idea de que
aquella es Palabra de Dios en palabras humanas. Esta autocomprensión (cf. DV, n. 12)
se expresa ya in nuceen Ex 19,19, donde se dice que Dios respondía a Moisés «con un
sonido»; se descubre así que Dios «accede» a servirse del lenguaje humano, también y
precisamente en el caso del mediador de su revelación.
Respecto al primer aspecto, el del Decálogo escrito por Dios mismo, debemos notar
que la transmisión y la recepción de este texto particular se afirman en la tradición de
la Sagrada Escritura independientemente de su soporte material, constituido por las
dos tablas de piedra. No son las tablas sobre las que Dios ha escrito las que son
preservadas y veneradas, sino que es el texto que Dios ha escrito el que llega a formar
parte de la Sagrada Escritura (cf. Ex 20; Dt 5).
Los diez mandamientos que Dios ha puesto por escrito y ha entregado a Moisés –y
aquí llegamos al segundo aspecto– apuntan a la relación especial entre Dios y el
hombre en lo que toca a la Sagrada Escritura. En efecto Moisés no es constituido
mediador por razón de un plan divino, sino que Dios cede a la petición de los hombres
(Israel) que solicitan un mediador. Una vez que Dios se ha dirigido directamente al
pueblo de Israel (cf. Ex 19), el pueblo pide a Moisés una mediación, por tener miedo
del encuentro inmediato con Dios (cf. Ex 20,18-21). Dios cede luego a la voluntad del
pueblo e instituye a Moisés mediador, hablando con él y comunicándole
detalladamente sus instrucciones (Ex 20,22-23,33). Moisés, al final, pone por escrito
estas palabras, porque Dios estipula mediante ellas su alianza con Israel (Ex 24,3-8).
Para confirmar este hecho, Dios promete dar a Moisés las tablas sobre las que Dios
mismo ha escrito (cf. Ex 24,12). No se puede expresar de modo más claro y más
profundo el hecho de que la Sagrada Escritura, transmitida a lo largo de las
generaciones de la comunidad de fe de los judíos y de los cristianos, tenga su origen en
Dios también y precisamente en el caso de que haya sido redactada por hombres. Este
auto-testimonio de la Sagrada Escritura alcanza su cumplimiento cuando se afirma, al
final del Pentateuco, que Moisés mismo pone por escrito la instrucción inculcada al
pueblo de Israel antes de entrar en la tierra prometida (cf. Dt 31,9), entregándosela
como programa de vida a seguir en el futuro. Solamente cuando los humanos se dejan
interpelar por esta palabra de la Sagrada Escritura, que se dirige a ellos, pueden
reconocerla y acogerla «no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como
palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes» (1 Tes 2,13).
13. Los libros proféticos y los libros históricos son, con el Pentateuco, las partes del
Antiguo Testamento que insisten en mayor medida sobre el origen divino de su
contenido. En general, Dios se dirige a su pueblo o a sus jefes mediante seres
humanos: Moisés, el arquetipo de los profetas (Dt 18,18-22), en el Pentateuco; los
profetas, en los libros proféticos y en los libros históricos. Ahora se trata de mostrar
cómo los libros proféticos y los libros históricos afirman el origen divino de su
contenido.
Los títulos de dos tercios de los libros proféticos afirman explícitamente que éstos son
de origen divino, sirviéndose de la «fórmula del acontecimiento de la palabra del
Señor». Prescindiendo de diferencias de detalle, la fórmula puede resumirse en la
afirmación: «la palabra del Señor vino a …», seguida del nombre del profeta, receptor
de la palabra (como en los libros de Jeremías, Ezequiel, Oseas, Joel, Jonás,
Sofonías y Zacarías), y a veces también del nombre de sus destinatarios (como
en Ageo y Malaquías). Estos títulos declaran además que el contenido de los libros en
cuestión, sea puesto en boca de Dios o en la de los profetas, es todo él palabra de Dios.
Los demás títulos de los libros proféticos informan de que éstos refieren el contenido
de visiones tenidas por personajes, cuyos nombres son Isaías, Amós, Abdías,
Nahún y Habacuc. El título del libro de Miqueas yuxtapone la «fórmula del
acontecimiento de la palabra del Señor» a la mención de la visión. Aunque no se diga
explícitamente, en el contexto de los libros proféticos, la causa de las visiones no
puede ser sino el Señor mismo. Éste es por lo tanto el autor de los libros en cuestión.
Los títulos no son la única parte de los libros proféticos que declara que son Palabra
de Dios. Las numerosas «fórmulas proféticas» esparcidas por el texto hacen otro
tanto. La expresión más frecuente, la «fórmula profética» por excelencia, es «así dice el
Señor». Al abrir el discurso con esta fórmula, el profeta se presenta como mensajero
del Señor. Informa así a sus oyentes de que el discurso que les dirige no se debe a él,
sino que tiene al Señor como autor.
Sin pretender ser exhaustivos, señalemos otras tres fórmulas que articulan los libros
proféticos: «oráculo del Señor», «dice el Señor/Dios» y «habla el Señor». A diferencia
de la primera de estas expresiones, llamada «fórmula del mensajero», que introduce
los discursos, las dos últimas los cierran. Sirviendo de firma puesta al final de un
escrito, atestiguan que el Señor es el autor del discurso que precede.
14. De entre los libros proféticos, cuatro narran cómo actuó el Señor para que los
autores de los escritos llegasen a ser sus mensajeros: Isaías (6,1-13), Jeremías (1,4-
10), Ezequiel (1,3-3,11) y Amós (7,15). Las misiones de Isaías y de Ezequiel tienen por
marco una visión. Probablemente lo mismo vale para Jeremías. El relato de la misión
de Isaías es una buena muestra del género, porque está bastante desarrollado, aunque
al mismo tiempo es muy conciso. En el consejo divino, al que Isaías asiste en la visión,
el Señor, buscando un voluntario, pregunta: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por
nosotros?», e Isaías responde: «Heme aquí, envíame». Aceptando la oferta de Isaías, el
Señor concluye: «Ve y tú dirás a este pueblo…». Sigue el mensaje del Señor (Is 6,8-10).
Estructurado por los verbos «enviar, ir, decir», el relato concluye en el discurso del
Señor que Isaías tiene la tarea de trasmitir al pueblo. Lo mismo vale para los otros tres
«relatos de envío profético» arriba citados, que concluyen, también ellos, con la orden
que da el Señor a su enviado de trasmitir el mensaje que le comunica (Ez 2,3-4; 3,4-11;
Am 7,15). En el relato del envío de Jeremías el Señor insiste en el carácter perentorio
de su mandato (cf. también Am 3,8) y contemporáneamente en la exactitud que debe
caracterizar la transmisión del mensaje: «Pero el Señor me dijo: No digas: “soy joven”
porque irás a todos aquellos a los que te envíe, y dirás todo aquello que te ordene…»
(Jer 1,7; cf. 1,17; 26,2.8; Dt 18,18.20). Estos relatos fundan el papel de mensajeros del
Señor que los libros proféticos reconocen a sus respectivos autores y,
consiguientemente, fundan también el origen divino de su mensaje.
2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia infalible, y
llama a la conversión
a. Los libros de Josué – Reyes
15. En los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes el Señor toma frecuentemente la
palabra, como ocurre en los libros proféticos, a cuya colección pertenecen también
estos libros según la tradición judía. De hecho, en cada etapa de la conquista de la
Tierra Prometida, el Señor dice a Josué lo que debe hacer. En Jos 20,1-6 y 24,2-15 se
dirige al pueblo por medio de Josué, quien cumple así la función profética. En el libro
de los Jueces, el Señor, o su Ángel, habla con frecuencia a dirigentes, sobre todo a
Gedeón, o al pueblo. El Señor actúa en primera persona, salvo en Jue 4,6-7 y 6,7-9,
cuando se sirve de la profetisa Débora y de un profeta anónimo para dirigirse
respectivamente a Barac y a todo el pueblo.
En los libros de Samuel y de los Reyes, en cambio y salvo raras excepciones, el Señor se
dirige a sus destinatarios por medio de personajes proféticos. Sus discursos están
encuadrados en este caso por las mismas expresiones que introducen o articulan los
libros proféticos. En efecto, entre los libros bíblicos son los de Samuel y los de
los Reyeslos que dan mayor relieve a los profetas y a su actividad como mensajeros del
Señor. En la mayor parte de los oráculos reseñados por Samuel y Reyes, el Señor
anuncia las desgracias que hará venir sobre los dirigentes del pueblo, especialmente
sobre este o aquel rey y su dinastía, o sobre los reinos de Israel (cf. 1 Re 14,15-16) y
de Judá (cf. 2 Re 21,10-15), por el hecho de que rinden culto a divinidades distintas de
Él. Los anuncios divinos de desgracia van seguidos habitualmente de la constatación
de su cumplimiento. Samuel y Reyes se presentan así, en buena medida, como una
sucesión de anuncios de desgracia y de su cumplimiento. Tal sucesión no desaparece
con la destrucción del reino de Judá. En la introducción a los relatos de la conquista
babilónica (597-587 a.C.), 2 Re 24,2 declara, en efecto, que la destrucción de Judá fue
obra del Señor, el cual realizaba así lo que había anunciado «por medio de sus siervos,
los profetas». Puesto que el Señor no deja de cumplir lo que anuncia, su palabra es de
una eficacia infalible. En otras palabras, el Señor es el autor principal de la historia de
su pueblo; anuncia los acontecimientos, y hace que ocurran.
Como en los textos de los que se ha hablado, así también 2 Re 17,7-20 sintetiza la
historia de Israel y de Judá en una sucesión de discursos que el Señor les ha dirigido
por medio de «sus siervos, los profetas». Sin embargo el contenido de los discursos es
diverso. El Señor no anuncia desgracias a Israel y Judá, sino que los exhorta a
convertirse. Puesto que los interesados se han obstinado en su rechazo a las llamadas
del Señor (vv. 13-14), Él acaba por arrojarlos lejos de su rostro.
16. Como en Josué–Reyes, también en las Crónicas abundan los discursos del Señor. Él
habla directamente a Salomón (2 Crón 1,7.11-12; 7,12-22). En general el Señor se
dirige al rey o al pueblo por medio de intermediarios: la mayor parte de ellos recibe
un título «profético», pero los hay también sin título. El primer puesto corresponde a
profetas como Natán (cf. 1 Crón 17,1-15) y muchos otros. El Señor se sirve también de
videntes como Gad (cf. 1 Crón 21,9-12) y de personas que tienen diversos oficios y
hasta de reyes extranjeros como Necó (cf. 2 Crón 35,21) y Ciro (cf. 2 Crón 36,23). Los
jefes de familia de los músicos del Templo profetizan (cf. 1 Crón 25,1-3).
Dicho brevemente, los libros proféticos se presentan integralmente como Palabra del
Señor. Esta ocupa un puesto preponderante también en los libros históricos. Unos y
otros, pero sobre todo los libros históricos, precisan que la Palabra del Señor tiene
una eficacia infalible y llama a la conversión.
Los que oran experimentan la ayuda poderosa de Dios de dos maneras: como
respuesta a su clamor pidiendo ayuda; como escucha de las grandes maravillas de
Dios.
En lo que atañe a los orantes como beneficiarios de la ayuda de Dios, entre tantos
ejemplos posibles, tomemos la oración del Sal 30,9-13: «A ti Señor, llamé, supliqué a
mi Dios: […] Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto,
en danzas, me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te cantará mi alma sin
callarse. Señor, Dios mío te daré gracias por siempre».
Los orantes escuchan las maravillas del Señor, porque Dios habla al orante y a todo el
pueblo mediante las grandes obras que ha realizado en toda la creación y en la
historia de Israel. El Sal 19,2-5 recuerda las maravillas de la creación y describe el
modo en que hablan: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la
obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra.
Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su
pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje». Corresponde al que ora comprender
este lenguaje que habla de la «gloria de Dios» (cf. Sal 147,15-20), y expresarlo con
palabras propias.
El Sal 105 cuenta las obras de Dios en la historia de Israel y exhorta al individuo y al
pueblo: «Recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su boca»
(v. 5). En los salmos históricos cuentan estas «maravillas que hizo», que son también
«las sentencias de su boca». Las palabras de estos salmos, si bien formuladas por
hombres en términos humanos, están inspiradas por la gran actuación del Señor. Esta
voz del Señor continúa resonando en el hoy del orante y del pueblo. Urge escucharla.
18. Tomemos como ejemplos los Sal 17 y Sal 50. En el primer texto la experiencia de
Dios inspira a un justo acusado falsamente, a elevar una plegaria de confianza
incondicional en Dios; en el segundo esta experiencia hace oír la voz de Dios que
denuncia el comportamiento equivocado del pueblo.
En el Sal 17 el último versículo expresa una esperanza segura. Dice: «Pero yo con mi
apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante» (v. 15).
También otras dos plegarias de personas perseguidas terminan de un modo
semejante. El Sal 11,7 se cierra afirmando: «los buenos verán su rostro»; y el Sal 27
recita en el penúltimo versículo: «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la
vida» (v. 13; cf. vv. 4.8.9). La expresión «el rostro de Dios» significa Dios mismo, la
persona de Dios según su realidad verdadera y perfecta. Con la expresión «contemplar
el rostro de Dios» se entiende por lo tanto un encuentro intenso, real y personal con
Dios, no mediante el órgano de la vista, sino en la «visión» de fe. La esperanza
inquebrantable de tener esta experiencia de Dios («contemplaré», en futuro) y el
conocimiento de Dios que en ella se expresa son la fuente de la plegaria entera.
19. La sabiduría y la inteligencia son una prerrogativa de Dios (cf. Sal 136,5; 147,5). Es
Él quien las comunica («En mi interior me inculcas sabiduría»: Sal 51,8), volviendo al
hombre sabio, es decir capaz de ver todas las cosas como las ve Dios. David poseía esta
sabiduría e inteligencia desde el momento en que Dios lo llamó para ser rey de Israel
(cf. Sal 78,72).
El temor de Dios es la condición para ser instruidos por Dios y para recibir la
sabiduría. En la parte inicial del Sal 25 el orante pide intensamente la instrucción del
Señor («Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con
lealtad; enséñame»: vv. 4-5), basándose en la disponibilidad de Dios para donarla (vv.
8-9). El temor de Dios es la actitud indispensable para ser beneficiarios de la
enseñanza sapiencial de Dios: «¿Hay alguien que tema al Señor? Él le enseñará el
camino escogido» (25,12). A los que temen a Dios no sólo se les indica el camino recto
a seguir, sino que, como explicita el Sal 25, también reciben una iluminación más
amplia y profunda: «El Señor se confía a los que lo temen, y les da a conocer su
alianza» (v. 14); en otros términos, Él les otorga una relación de amistad íntima y un
conocimiento penetrante del pacto que ha estipulado con Israel en el Sinaí. Vemos por
tanto que la relación con Dios expresada con la terminología del «temor de Dios» es la
fuente inspiradora de la que provienen muchos salmos sapienciales.
20. En los libros proféticos es Dios mismo quien habla por medio de los profetas.
Como hemos visto, Dios se dirige de diversos modos a las personas que ha escogido
como portavoces suyos en pueblo de Israel. En los Salmos es el hombre quien habla a
Dios, pero lo hace en su presencia y adoptando formas expresivas que presuponen
una comunión íntima con Él. En cambio en los libros sapienciales los hombres hablan
a hombres; sin embargo, el que habla y el que escucha están ambos profundamente
arraigados en la fe del pueblo de Israel en Dios. Con frecuencia en el Antiguo
Testamento la sabiduría es atribuida explícitamente al Espíritu de Dios (cf. Job 32,8;
Sab 7,22; 9,17; también 1 Cor 12,4-11). Estos libros son llamados «sapienciales»
porque sus autores escrutan e indican los caminos para una vida humana guiada por
la sabiduría. En su búsqueda son conscientes de que la sabiduría es un don de Dios
porque: «Uno solo es sabio, temible en extremo: el que está sentado en su trono» (Eclo
1,8). Al querer ilustrar con precisión qué modalidades de relación con Dios atestiguan
estos escritos como base y fuente de lo que enseñan sus autores, hemos concentrado
nuestra investigación en el libro del Eclesiástico, debido a su carácter sintético.
Desde el comienzo el autor es consciente de que «toda sabiduría viene del Señor y está
con él por siempre» (Eclo 1,1). Ya en el prólogo del libro el traductor indica una vía
mediante la cual Dios ha comunicado la sabiduría al autor: «Mi abuelo Jesús –escribe–
después de haberse dedicado asiduamente a la lectura de la Ley, los Profetas y los
otros escritos de los antepasados, y de haber adquirido un gran dominio sobre ellos,
se propuso escribir sobre temas de instrucción y sabiduría». La lectura precisa y
creyente de las Sagradas Escrituras en las que Dios habla al pueblo de Israel ha unido
al autor con Dios, ha llegado a ser la fuente de su sabiduría, y lo ha llevado a escribir su
obra. Se manifiesta así claramente un modo por el que el libro proviene de Dios.
2.5 Conclusión
22. Ya hemos señalado, como una característica de los escritos del Nuevo Testamento,
que estos manifiestan la relación de sus autores con Dios solamente a través de la
persona de Jesús. En este sentido ocupan un lugar especial los cuatro evangelios.
La Dei Verbum habla, en efecto, de su «merecida superioridad, pues son el principal
testimonio acerca de la vida y doctrina del Verbo encarnado, nuestro Salvador» (n.
18). Así, pues, tenemos en cuenta el papel privilegiado de los evangelios; por ello
después de una introducción que expone lo que tienen en común, se explicitará en
primer término el acercamiento de los evangelios sinópticos y luego el que caracteriza
al evangelio de Juan. De los otros escritos neotestamentarios seleccionamos los más
importantes, y nos ocuparemos, en consecuencia, de los Hechos de los Apóstoles, de
las cartas del apóstol Pablo, de la carta a los Hebreos y del Apocalipsis.
23. Los cuatro evangelios se distinguen de todos los otros libros de la Sagrada
Escritura porque refieren directamente «todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Hch 1,1), y,
al propio tiempo, muestran cómo Jesús preparó a los misioneros que debían propagar
la Palabra de Dios revelada por él. Los evangelios, al presentar la persona de Jesús y su
relación con Dios, y a los apóstoles con la formación y la autoridad que confirió Jesús,
atestiguan la manera específica en que su texto proviene de Dios.
Los evangelios revelan una diversidad real en algunos detalles del relato y en
determinadas líneas teológicas, pero muestran asimismo una gran convergencia a la
hora de presentar la persona de Jesús y su mensaje. Aquí ofrecemos cierta una síntesis
que resalta los puntos principales.
Los cuatro evangelios –cada cual a su manera – afirman que Jesús es el Hijo de Dios,
que entienden no sólo como título mesiánico, sino además como expresión de una
relación –única y sin precedentes– con el Padre celestial, con lo que supera el papel
salvífico y revelador de todos los demás seres humanos. Ello se expone de la forma
más explícita en el evangelio de Juan, tanto al comienzo, en el prólogo (1,1-18), como
en los capítulos sobre el Señor resucitado, primero en el encuentro con Tomás (20,28)
y luego en la última afirmación sobre el significado inagotable de la vida y de la
enseñanza de Jesús (21,25). Este mismo mensaje se encuentra también en el evangelio
de Marcos en la forma de una inclusión literaria: al comienzo se declara que Jesús es el
Cristo y el Hijo de Dios (1,1) y al final se cita el testimonio del centurión romano sobre
Jesús crucificado: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (15,39). El mismo
contenido lo atestiguan los otros evangelios sinópticos, en términos fuertes y
explícitos, en una oración de júbilo que Jesús dirige a su Padre (Mt 11,25-27; Lc 10,21-
22). Usando expresiones francamente únicas, Jesús no declara únicamente la perfecta
igualdad existente entre Dios Padre y él mismo en cuanto Hijo, sino que afirma
también que esta relación no puede ser reconocida sino mediante un acto de
revelación: solo el Hijo puede revelar al Padre y solo el Padre puede revelar al Hijo.
24. Todos los episodios de los evangelios se centran en Jesús, que, sin embargo, está
siempre rodeado de discípulos. El término «discípulos» contempla un grupo de
seguidores de Jesús, cuyo número no se precisa. Todos los evangelios hablan
específicamente de los «Doce», un grupo escogido que acompaña a Jesús durante todo
su ministerio y cuyo significado es muy relevante. Los Doce forman una comunidad,
definida con precisión por los nombres personales de sus componentes. Todos los
evangelios dan cuenta de que este grupo fue elegido por Jesús (Mt 10,1-4; Mc 3,13-19;
Lc 6,12-16; Jn 6,70); ellos lo siguieron y se convirtieron en testigos oculares de su
ministerio y asumieron el papel de enviados dotados de plenos poderes (Mt 10,5-8;
Mc 3,14-15; 6,7; Lc 9,1-2; Jn 17,18; 20,21). Su número simboliza las doce tribus de
Israel (Mt 19,28; Lc 22,30) y significa la plenitud del pueblo de Dios que debe
alcanzarse mediante su misión de evangelizar a todo el mundo. Su ministerio no sólo
transmite el mensaje de Jesús a todas las personas de los tiempos venideros, sino que
también, cumpliendo la profecía de Isaías sobre la venida del Emmanuel (7,14), hace
que la presencia de Jesús permanezca en la historia según su promesa: «Y sabed que
yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Los
evangelios, al atestiguar la formación especial de los Doce, manifiestan el modo
concreto en que provienen de Jesús y de Dios.
25. Los evangelios sinópticos presentan la historia de Jesús de tal modo que no dejan
espacio entre la perspectiva del autor de la narración y el retrato de la persona y de la
vida y misión de Jesús que él ofrece. Al describir las múltiples relaciones de Jesús con
Dios, los evangelios muestran, implícitamente, su relación con Dios y su proveniencia
de Dios, siempre mediante la persona y el papel revelador y salvador de Jesús.
Solamente Lucas ofrece una introducción a los dos volúmenes de su obra (Lc 1,1-4;
Hch 1,1), conectando su narración con estadios anteriores de la tradición apostólica.
De ese modo considera su obra en el marco del proceso del testimonio apostólico
sobre Jesús y sobre la historia de la salvación, testimonio iniciado con los primeros
seguidores de Jesús («testigos oculares»), proclamado en la primera predicación
apostólica («ministros de la palabra») y continuado ahora de una forma nueva
mediante el evangelio de Lucas. De este modo Lucas muestra explícitamente la
relación de su evangelio con Jesús revelador de Dios y afirma la autoridad reveladora
de su obra.
26. Los evangelios ilustran de varios modos la relación singular de Jesús con Dios. Lo
presentan como: a) el Cristo, el Hijo de Dios en su relación, privilegiada y única con el
Padre; b) alguien que está lleno del Espíritu Santo; c) que actúa con el poder de Dios;
d) que enseña con la autoridad de Dios; e) alguien cuya relación con el Padre se revela
y confirma definitivamente mediante su muerte y resurrección.
Todos los evangelios sinópticos refieren que, con ocasión del bautismo, el Espíritu de
Dios descendió sobre Jesús (Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22) y corroboran la actuación del
Espíritu Santo en sus acciones (cf. Mt 12,28; Mc 3,28-30). Lucas, en particular,
menciona repetidamente al Espíritu que anima a Jesús en su misión de enseñar y
curar (cf. Lc 4,1.14.18-21). Este mismo evangelista afirma que, en un momento de
gran conmoción, Jesús «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (10,21) y dijo: «Todo
me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni
quién es el Padre sino el Hijo» (Lc 10,21-22; cf. también Mt 11,25-27).
27. La relación singular de Jesús con Dios se manifiesta también en los exorcismos y
en las curaciones. En todos los sinópticos, pero especialmente en Marcos, los
exorcismos cualifican la misión de Jesús. El poder del Espíritu Santo que está presente
en Jesús es capaz de expulsar al espíritu maligno que intenta destruir a los humanos
(p.ej. Mc 1,21-28). El encuentro de Jesús con Satanás, que tuvo lugar en las tentaciones
al comienzo de su ministerio, se prolonga así, durante su vida, en el combate
victorioso contra las fuerzas malignas que causan el sufrimiento humano. Los mismos
poderes demoníacos son presentados como angustiosamente conscientes de la
identidad de Jesús como Hijo de Dios (p.ej. Mc 1,24; 3,11; 5,7). La «fuerza» que
proviene de Jesús es fuerza de curación (cf. Mc 5,30). En los tres evangelios sinópticos
abundan estos relatos. Cuando los adversarios acusan a Jesús de que recibe su poder
de Satanás, él responde con una afirmación sintética que conecta sus acciones
milagrosas con la fuerza del Espíritu Santo y con la presencia del reino de Dios: «Pero
si yo expulso a los demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el
reino de Dios» (Mt 12,28; cf. Lc 11,20).
Los evangelios sinópticos afirman que Jesús enseña con autoridad singular. En la
transfiguración la voz del cielo exige explícitamente: «Este es mi Hijo, el amado;
escuchadlo» (Mc 9,7; Mt 17,5; Lc 9,35). En la sinagoga de Cafarnaún, los testigos de la
primera enseñanza y del primer exorcismo de Jesús, exclaman: «¿Qué es esto? Una
enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y le
obedecen» (Mc 1,27). En Mt 5,21-48 Jesús establece autoritativamente un contraste
entre su enseñanza y puntos clave de la ley: «Habéis oído que se dijo a los antiguos
[…], pero yo os digo…». Él declara además que es «Señor del sábado» (Mt 12,8; Mc
2,28; Lc 6.5). La autoridad que ha recibido de Dios se extiende al perdón de los
pecados (Mt 9,6; Mc 2,10; Lc 5,24).
29. Las Sagradas Escrituras del pueblo de Israel son consideradas como relato de la
historia de Dios con este pueblo y como Palabra de Dios. Los evangelios sinópticos
muestran también la relación de Jesús con Dios cuando cualifican su historia como
cumplimiento de las Escrituras. La relación particular de Jesús con Dios se muestra
también en su manifestación al fin de los tiempos.
c. Conclusión
30. Los evangelios sinópticos muestran la relación singular de Jesús con Dios en toda
su vida y actividad; muestran igualmente el significado singular de Jesús para la
consumación de la historia de Dios con el pueblo de Israel y para la consumación
definitiva de toda la historia. Es en Jesús en quien Dios se revela a sí mismo y su
proyecto de salvación para toda la humanidad; es en Jesús en quien Dios habla a las
personas humanas, a través de Jesús son conducidas a Dios y unidas a Él; a través de
Jesús obtienen la salvación. Presentando a Jesús, que es Palabra de Dios, los propios
evangelios se convierten en palabra de Dios. Es propio de las Sagradas Escrituras de
Israel hablar de Dios con autoridad y conducir a Dios con seguridad. Ese mismo
carácter se manifiesta en los evangelios, y conduce a la creación de un canon de
escritos cristianos que enlaza con el canon de las Sagradas Escrituras hebreas.
31. El prólogo del evangelio de Juan termina con la siguiente afirmación solemne: «A
Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito que está en el seno del Padre, es quien lo
ha dado a conocer» (1,18). Esta presentación de la naturaleza de Jesús (Hijo unigénito;
Dios; unido íntimamente con el Padre) y de su singular capacidad de conocer y de
revelar a Dios no es atestiguada únicamente al comienzo del evangelio, sino que, por
tratarse de una cuestión fundamental, es confirmada por toda la obra joánica. Quien
entra en relación con Jesús y se abre a su palabra recibe de él la revelación de Dios
Padre. Lo mismo que los otros evangelios, también el de Juan insiste en el
cumplimiento de las Escrituras a través de la obra de Jesús y afirma de este modo que
esta forma parte del plan salvífico de Dios. Con todo, una característica propia del
cuarto evangelio es que señala algunos rasgos especiales de la relación del evangelista
con Jesús; se trata en particular de: a) La contemplación de la gloria del Hijo unigénito;
b) El testimonio ocular explícito; c) La instrucción del Espíritu de verdad para los
testigos. Estas características específicas, que conectan al evangelista más
estrechamente con la persona de Jesús, tienen como efecto mostrar que su evangelio
proviene de Dios mismo. Vamos a desarrollar aquí estos rasgos especiales.
32. El evangelista subraya explícitamente en dos ocasiones que ha sido testigo ocular
de cuanto escribe. En la conclusión del evangelio leemos: «Este es el discípulo que da
testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es
verdadero» (21,24). Un grupo («nosotros») presenta al discípulo –identificado con el
protagonista del último relato– como testigo fiable y como quien escribió de toda la
obra. Se trata del discípulo amado de Jesús (21,20), que también en otras ocasiones
(13,23; 19,26; 20,2; 21,7), debido a su particular cercanía a Jesús, ha sido testigo de su
actuación. De este modo se confirma que este evangelio proviene de Jesús y de Dios.
Los que declaran «nosotros sabemos» expresan su conciencia de que pueden hacer tal
valoración. Ello constituye un acto de reconocimiento, de recepción y de
recomendación del escrito por parte de la comunidad creyente.
En otro pasaje se explicita el testimonio ocular en relación con la efusión del agua y la
sangre después de la muerte de Jesús: «El que lo vio da testimonio, y su testimonio es
verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis» (19,35). Aquí
son decisivos los conceptos de ver, dar testimonio, verdad y creer. El testigo ocular
afirma la verdad del testimonio con el que se dirige a una comunidad («vosotros»)
exhortándola a compartir su fe (cf. 20,31; 1 Jn 1,1-3). Esta última se refiere no sólo a
los hechos ocurridos, sino también al significado de los mismos, expresado en dos
citas del Antiguo Testamento (cf. 19,36-37). Por el contexto sabemos que el testigo
ocular es el discípulo amado que estaba junto a la cruz de Jesús y al que Jesús dirigió
(19,25-27). Así, pues, en Jn 19,35 se subraya, con una referencia específica a la muerte
de Jesús, lo que Jn 21,24 afirma en relación con todo lo narrado en el cuarto evangelio:
esto ha sido escrito por un autor que, por experiencia directa y por fe, está
íntimamente unido a Jesús y a Dios, y comunica su testimonio a una comunidad de
creyentes que participan de la misma fe.
34. A Lucas se atribuyen no sólo el Evangelio, sino también el libro de los Hechos de
los Apóstoles (cf. Lc 1,1-4; Hch 1,1). El evangelista señala explícitamente como fuente
de su evangelio «a los que fueron desde el principio testigos oculares y también
servidores de la palabra» (Lc 1,2), sugiriendo de este modo que su evangelio proviene
de Jesús, último y supremo revelador de Dios Padre. La fuente del libro de los Hechos
y su proveniencia de Dios no las presenta de la misma manera. Con todo cabe notar,
por un lado, que los nombres de los Apóstoles son idénticos, salvo el de Judas, en las
lista de Hch 1,13 y de Lc 6,14-16, y, por otro lado, que en los Hechos se destaca su
cualidad de testigos oculares (Hch 1,21-22; 10,40-41) y su misión de ser ministros de
la Palabra (Hch 6,2; cf. 2,42). Así, pues, Lucas describe en Hechos la actividad de
aquellos de quienes había hablado en Lc 1,2, los cuales constituyen, por tanto, la
fuente para sus dos obras.
35. La actividad de los apóstoles referida por el libro de los Hechos manifiesta la
múltiple relación de aquellos con Jesús.
Los discursos de Pedro (Hch 1,15-22; 2,14-36; 3,12-26; 10,34-43) y de Pablo (p.ej. Hch
13,16-41) son sumarios significativos de la vida y ministerio de Jesús y. presentan los
datos fundamentales: su pertenencia a la descendencia de David (13,22-23), su
conexión con Nazaret (2,22; 4,10), su ministerio, comenzando desde Galilea (10,37-
39). Un relieve especial se otorga a su pasión y muerte, en relación con la cual se
implica a los judíos (2,23; 3,13; 4,10-11) y los paganos (2,23; 4,26-27), a Pilatos (3,13;
4,27; 13,28) y Herodes (4,27); también se resalta el suplicio de la cruz (5,30; 10,39;
13,29), la sepultura (13,29) y la resurrección por parte de Dios (2,24.32; etc.).
También las actuaciones milagrosas conectan a los apóstoles con Jesús. Los milagros
de Jesús eran signos del Reino de Dios (Lc 4,18; 11,20; cf. Hch 2,22; 10,38). Él ha
confiado esa tarea a los Doce (Lc 9,1). El libro de los Hechos habla genéricamente de
“signos y prodigios” (2,43; 5,12; 14,3) cuando se refiere a las obras de los apóstoles.
Narra también milagros particulares como curaciones (3,1-10; 5,14-16; 14,8-10),
exorcismos (5,16; 8,7; 19,12), resurrección de los muertos (9,36-42; 20,9-10). Los
apóstoles realizan estas acciones en el nombre de Jesús, con su poder y autoridad
(3,1-10; 9,32-35).
36. La relación de los apóstoles con Jesús se confirma igualmente mediante el Espíritu
Santo que Jesús ha prometido y les ha enviado, y con el que realizan sus obras.
El Señor resucitado les anuncia «la promesa del Padre» (Hch 1,4; cf. Lc 24,49), el
bautismo «con Espíritu Santo» (Hch 1,5), «la fuerza del Espíritu Santo» (Hch 1,8). El
día de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre ellos y «se llenaron todos de
Espíritu Santo» (Hch 2,4), Espíritu prometido por el Padre e infundido por Jesús tras
haber sido exaltado a la diestra de Dios (Hch 2,33). Con este Espíritu «Pedro con los
Once» (Hch 2,14) da valientemente el primer testimonio público de la obra y la
resurrección de Jesús (Hch 2,14-41).
37. En el evangelio de Lucas se narra que el Señor resucitado explicó las Escrituras a
sus discípulos, haciéndoles comprender que con su pasión, muerte y resurrección se
había realizado el plan salvífico de Dios preanunciado por Moisés, los Profetas y los
Salmos (Lc 24,27.44). En el libro de los Hechos hay unas 37 citas del Antiguo
Testamento, la mayoría en los discursos que Pedro, Esteban y Pablo dirigieron a un
auditorio judío. La referencia a los textos inspirados, mostrando su cumplimiento en
Jesús, confiere un valor similar a las palabras de los predicadores cristianos.
e. Conclusión
38. Una de las características del libro de los Hechos es que se refiere a la actividad de
los «los testigos oculares y ministros de la Palabra», los cuales tienen una relación
múltiple con Jesús. Ellos son ante todo testigos de la resurrección de Jesús, que dan
testimonio fundados en los encuentros con el Señor resucitado y por la fuerza del
Espíritu Santo. Presentan la historia de Jesús como cumplimiento del designio
salvífico de Dios, refiriéndose al Antiguo Testamento y viendo su propia actividad
desde esa misma perspectiva. Todo lo que se cuenta proviene de Jesús y de Dios. En
razón de esta clara cualidad del contenido del libro de los Hechos, también el texto
proviene de Jesús y de Dios.
Sagradas Escrituras (cf. Rom 1,2) son para Pablo los libros recibidos de la tradición
judía de lengua griega. Nunca se pregunta sobre su verdad o su inspiración. Al ser un
hebreo creyente, los recibe como testimonio de la voluntad y del plan salvífico de Dios
para la humanidad. Con sus correligionarios, cree en su verdad, en su santidad y en su
unidad. Por medio de ellos Dios se nos comunica, nos interpela y nos manifiesta su
voluntad (Rom 4,23-25; 15,4; 1 Cor 9,10; 10,4.11).
Se debe añadir en seguida que Pablo lee y acoge las Escrituras como profecías de
Cristo y de nuestros tiempos (Rom 16,25-26) o, dicho en otros términos, como
profecía de la salvación ofrecida en y por medio de Jesucristo y, por ello mismo, como
profecías del Evangelio (Rom 1,2): las Escrituras están orientadas cristológicamente y
deben ser leídas como tales (2 Cor 3).
Como palabra de Dios y testimonio en favor del Evangelio, las Escrituras confirman la
unidad y la firmeza del plan salvífico de Dios, que ha sido el mismo desde el comienzo
(Rom 9,6-29).
40. En el primer capítulo de su carta a los Gálatas, Pablo reconoce haber perseguido a
la Iglesia, debido a su celo por la Ley, pero confiesa que Dios, en su infinita bondad, le
reveló a su Hijo (Gál 1,16; cf. Ef 3,1-6). Por medio de esta revelación, Jesús de Nazaret,
que precedentemente era para Pablo un blasfemo, un pseudomesías, pasa a ser el
Resucitado, el Mesías glorioso vencedor de la muerte, el Hijo de Dios. En la misma
carta -Gál 1,12–, declara que su Evangelio le fue revelado; y por Evangelio debemos
entenderlos componentes principales de la trayectoria y de la misión de Jesús, al
menos su muerte y resurrección salvíficas.
En Gál 1-2 Pablo declara además que su Evangelio no incluye la circuncisión. En otras
palabras, afirma que, conforme a lo que le ha sido revelado, no es necesario
circuncidarse y someterse a la ley mosaica para heredar las promesas escatológicas.
Para Pablo, someter a la circuncisión a los cristianos de origen no judío no es una
cuestión periférica o anecdótica, sino que toca al corazón del Evangelio. En efecto él
declara con firmeza que quien se circuncida–para someterse a la ley mosaica y
obtener por ella la justicia– haría para sí mismo la muerte de Cristo en una cruz: «Yo,
Pablo, os digo que, si os circuncidáis, Cristo no os servirá de nada» (Gál 5,2; cf. 5,4;
2,21). Lo que se pone en juego es, por lo tanto, el Evangelio mismo que le fue revelado
y que, en consecuencia, no puede ser modificado.
¿Cómo muestra Pablo en Gál 1-2 que su Evangelio –del que no forma parte la
circuncisión– es de origen divino? Comienza diciendo que esa configuración del
Evangelio no puede proceder de él mismo, porque, cuando era fariseo, se había
opuesto a ello ferozmente, y porque, si ahora anuncia lo contrario de lo que antes
pensaba, no es por incoherencia intelectual: de hecho todos sus correligionarios
conocían bien la firmeza de sus convicciones (Gál 1,13-14). Pablo muestra luego que
su Evangelio no puede proceder de los otros apóstoles, no solo porque él los visitó
mucho tiempo después del encuentro con Cristo, sino además porque no vaciló en
enfrentarse con Pedro, el más conocido de los apóstoles, cuando este mantuvo una
postura que convertía de hecho la circuncisión en un factor de discriminación entre
cristianos (Gál 2,11-14). En conclusión: que, puesto que su Evangelio le había sido
revelado, también él había tenido que obedecer lo que Dios le había dado a conocer. Es
por esta razón por lo que puede decir, al comienzo de la misma carta a los Gálatas:
«Pues bien, aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os predicara un evangelio
distinto del que os hemos predicado, ¡sea anatema!» (Gál 1,8; cf.1,9).
¿Por qué quiso subrayar Pablo el carácter revelado de su Evangelio? De hecho, ese
origen divino era discutido por misioneros judaizantes, pues la circuncisión lo
imponía un oráculo divino apodíctico de la ley mosaica (Gén 17,10-14). Pues bien, Gén
17,10-14 afirma que, para obtener la salvación, es preciso pertenecer a la familia de
Abrahán y, por esta razón, estar circuncidados. Por ello debe mostrar, en dos de sus
cartas, Gálatas y Romanos, que su Evangelio no va contra las Escrituras y no
contradice Gén 17,10-14, un pasaje que no admite excepciones. De hecho Pablo no
puede declarar que este oráculo no sea ya válido, pues todos los judíos observantes lo
reconocen como obligatorio. No pudiendo obviarlo, Pablo debe interpretarlo de modo
diverso, cosa que sólo puede hacer recurriendo a otros pasajes de la Escritura (Gén
15,6 y Sal 32,1-2 en Rom 4,3.6) que se constituyan en norma a partir de la cual sea
preciso interpretar Gén 17,10-14.
Pablo señala además en Gál 2,7-9 que, cuando subió a Jerusalén, Santiago, Pedro y
Juan, los más acreditados e influyentes de los apóstoles, reconocieron que Dios lo
había constituido apóstol de las gentes. Así, pues, Pablo no es el único en afirmar el
origen divino de su vocación, ya que esta última fue reconocida por las autoridades
eclesiales de entonces.
Sin embargo, en relación con esto, hay dos pasajes de importancia excepcional: 1,1-2,
donde al autor hace una síntesis de la historia de la revelación de Dios a los hombres y
muestra la conexión estrecha de la revelación divina en los dos Testamentos, y 2,1-4,
donde se presenta como perteneciente a la segunda generación cristiana, como uno
que había recibido la palabra de Dios, el mensaje de salvación, no directamente del
Señor Jesús, sino a través de los testigos de Cristo, de los discípulos que lo escucharon.
En ella se afirma solemnemente un hecho capital: Dios buscó entrar en una relación
personal con los hombres. Él mismo tomó la iniciativa de este encuentro: Dios
habló. El verbo empleado no tiene complemento directo, no se precisa el contenido de
aquella palabra. En cambio se nombran las personas puestas en relación: Dios, los
padres, los profetas, nosotros, el Hijo. La palabra de Dios no se presenta aquí como la
revelación de una verdad, sino como medio para establecer relaciones entre las
personas.
Para hablar de los mediadores, el autor utiliza una expresión curiosa, poco común:
Dios habló «por» los profetas, «por» el Hijo; normalmente se dice «por medio de» (Mt
1,22; 2,15; etc.; Hch 28,25). El autor pudo tener en vista la presencia activa de Dios
mismo en sus mensajeros. Es el único sentido adecuado a la segunda expresión: «por
el Hijo». A los profetas en sentido amplio, es decir, a todos aquellos cuyas
intervenciones nos cuenta la Biblia, sucede un último mensajero que es «Hijo». La
posición escogida para nombrarlo, al final de la frase, concentra la atención en él. Una
vez mencionado, no se hablará sino de él (1,2-4). El encuentro de Dios con el hombre
se efectúa solo en él. Anteriormente Dios envió a «sus siervos los profetas» (Jer 7,25;
25,4; 35,15; 44,4); ahora, su mensajero no es ya un simple siervo, es «el Hijo». Al
hablar por medio de los profetas, Dios se dio a conocer, pero indirectamente, por
persona interpuesta; ahora el encuentro con la Palabra de Dios se realiza en el Hijo. El
que nos habla ahora no es ya un hombre distinto de Dios, sino una persona divina,
cuya unidad con el Padre queda expresada con las fórmulas más fuertes que el autor
pudo encontrar: «reflejo de su gloria, impronta de su ser» (1,3). No le bastó a Dios
volverse a nosotros asumiendo nuestro lenguaje; viene En la persona de Jesucristo
vino Él mismo a compartir realmente nuestra existencia y a hablar no sólo el lenguaje
de las palabras, sino también el de la vida ofrecida y la sangre derramada.
Los cristianos son invitados a prestar una atención mayor a la palabra escuchada. No
basta con escuchar el mensaje; es preciso adherirse a él ello con todo el corazón y toda
la vida. Sin una seria adhesión al evangelio, se corre el peligro de andar fuera de ruta
(cf. 2,1). Quien se aleja de Dios no puede sino perderse y perecer. Mientras que quien
se esfuerza en adherirse al mensaje escuchado, se acerca Dios (cf. 7,19) y encuentra la
salvación.
Después de haber introducido su tema (cf. 2,1), el autor lo desarrolla en una larga
frase (cf. 2,2-4). Basa su argumentación en una comparación entre los ángeles y el
Señor. El único elemento idéntico en las dos partes es la expresión «anunciada por».
La «palabra» fue anunciada por los ángeles; la «salvación» comenzó a ser anunciada
por el Señor.
3.7. El Apocalipsis
Una lectura atenta del prólogo del Apocalipsis nos ofrece una documentación,
interesante y detallada, del trayecto que lleva, en relación con el texto del Apocalipsis,
del puro nivel de Dios al nivel concreto de un libro legible en la asamblea litúrgica.
Constamos un primer enganche explícito con el nivel de Dios justo al inicio del texto:
la «revelación» es «de Jesucristo» (1,1a). Ahora bien, Jesucristo no es el inventor de la
revelación; lo es Dios, que, de acuerdo con el uso constante del término en el Nuevo
Testamento, debemos entender como «el Padre». La revelación, que ha brotado del
Padre y ha sido entregada al Hijo Jesucristo, y que, por ello mismo, se encuentra,
podríamos decir, en contacto íntimo con Dios, recibe y mantiene una impronta divina.
Del nivel de Dios se desciende luego al nivel del hombre. Es aquí donde nos
encontramos con Jesucristo: todo aquello que es de Dios-Padre se reencuentra en él, la
«Palabra de Dios» viva. Cuando Jesucristo se vuelva a los hombres, se presentará ante
ellos, consiguientemente, como un testigo totalmente fiable, que, en cuanto Hijo a
nivel trinitario, es capaz de acoger plenamente el contenido del Padre, de quien todo
deriva, y, en cuanto Hijo encarnado, puede comunicarlo adecuadamente a los
hombres.
La revelación entra así en contacto con Juan. Lo cual sucede con una modalidad
particular: el Padre, mediante Jesucristo que es el portador, expresa la revelación «con
signos» simbólicos que son percibidos, «vistos» por Juan y comprendidos por él
adecuadamente gracias a la mediación de un ángel que los explica. A su vez, la
revelación que ha llegado a adquirir la expresa Juan en un mensaje suyo a las iglesias,
y, llegada a este punto, la revelación se convierte en un texto escrito. El contacto con el
Padre y con el Hijo encarnado que ha dado origen al texto sigue manteniéndose
posteriormente y se convierte en una cualificación permanente de la misma. Cuando,
como último paso de su acontecer, la revelación escrita se anuncie en la asamblea
litúrgica, asumirá la forma de profecía.
b. La trasformación de Juan obrada por el Espíritu con miras a Cristo (1,10; 4,1-2)
Ello se verifica sobre todo al comienzo de la primera parte del libro (1,10), con
referencia a toda ella. Relegado a la isla de Patmos, con el pensamiento y con el
corazón en su comunidad de la lejana Éfeso, Juan advierte, «en el día del Señor”,
propio de la asamblea litúrgica, una acción del Espíritu que se hace presente de un
modo nuevo: «El día del Señor fui arrebatado en Espíritu». El «ser arrebatado» por
medio del Espíritu y en contacto con él, implica para Juan una transformación interior
que, aun sin alcanzar necesariamente un nivel extático, lo habilita para captar e
interpretar el signo simbólico complejo que le será presentado de inmediato. Ello
producirá en Juan una nueva experiencia existencial, cognoscitiva y afectiva, de
Jesucristo resucitado, de quien recibirá luego el encargo de enviar un mensaje escrito
a las siete iglesias (cf. 1,10b-3,22).
Inspirándose, como punto de partida en varios textos del Deuteronomio (cf. Dt 4,2;
13,1; 29,19), el autor del Apocalipsis acentúa la radicalidad de los mismos: el libro ya
completado tiene la plenitud propia de Dios, al cual no se le puede añadir ni quitar
nada. El contacto prolongado que ha tenido con Jesucristo por mediación del Espíritu
durante su elaboración, ha impreso el mensaje del libro con una sacralización propia:
dentro de él, por así decirlo, hay algo de Cristo y de su Espíritu; de este modo el texto
queda habilitado para desempeñar el papel de una profecía que penetra en la vida y es
capaz de cambiarla.
49. De las observaciones que hemos venido haciendo se siguen, en relación con
nuestro tema, algunas cualificaciones fundamentales del texto del Apocalipsis. El texto
tiene un origen marcadamente divino, pues deriva directamente de Dios Padre y de
Jesucristo, a quien lo entrega Dios Padre. Jesucristo lo entrega a su vez a Juan,
insertando su contenido en «signos» simbólicos, que Juan, ayudado por el Ángel
intérprete, logrará percibir. Este contacto, inicial y directo, del texto con el nivel de
Dios es activado posteriormente, a lo largo de todo el libro, tanto en la primera como
en la segunda parte que lo componen, por el influjo particular y propio del Espíritu,
que renueva y dilata interiormente a Juan, produciendo constantemente en él un salto
cualitativo en el conocimiento de Jesucristo.
Resulta impresionante el hecho de que este último libro del Nuevo Testamento que
contiene la más alta frecuencia de referencias al Antiguo Testamento y puede parecer
una síntesis, atestigua su proveniencia de Dios y su carácter inspirado del modo más
preciso y articulado. Y en contacto con Cristo hace saltar una nueva dimensión:
también el Antiguo Testamento se vuelve inspirado e inspirador en clave cristológica.
4. Conclusión
50. Al concluir la sección sobre la proveniencia de los libros bíblicos de Dios (con la
que ilustramos el concepto de inspiración) resumamos por una parte lo que se ha
manifestado sobre la relación entre Dios y los autores humanos, y destaquemos en
particular el hecho de que los escritos del Nuevo Testamento reconocen la inspiración
del Antiguo Testamento, del que hacen una lectura cristológica. Por otra parte
ampliemos la perspectiva, y busquemos completar los resultados obtenidos hasta
ahora. A la consideración sincrónica se añade un breve recorrido diacrónico de la
formación literaria de los escritos bíblicos. El estudio de escritos individuales se
completará con una mirada al conjunto de todos los escritos que han sido recibidos en
el canon. Este último aspecto será tratado en dos partes: presentando las pocas
alusiones que se encuentran en el Nuevo Testamento a un canon de los dos
testamentos y delineando la historia de la formación del canon y de la recepción de los
libros bíblicos en Israel y en la Iglesia.
51. Era nuestra intención individuar en algunos libros bíblicos los indicios de la
relación entre quienes los han escrito y Dios, evidenciando así cómo se atestigua su
proveniencia de Dios. De este modo ha resultado así una especie de fenomenología
bíblica de la relación «Dios–autor humano». Ahora, tras señalar breve y
ordenadamente cuanto hemos tratado ya, resaltamos algunos rasgos característicos
de la inspiración, y ofrecemos finalmente una conclusión sobre el modo apropiado con
el que deben ser acogidos los libros inspirados.
a. Breve síntesis
En los escritos del Antiguo Testamento la relación entre los diversos autores y Dios se
expresa de muchas maneras. En el Pentateuco Moisés aparece como el personaje
instituido por Dios como único mediador de su revelación. En esta parte de la
Escritura encontramos la afirmación singular de que el mismo Dios ha escrito el texto
de los diez mandamientos y lo ha entregado a Moisés (Éx 24,12); lo cual atestigua la
proveniencia directa de este escrito de Dios. Luego Moisés es encargado de escribir
otras palabras de Dios (Éx 24,4; 34,27), pasando a ser, en definitiva, mediador del
Señor para toda la Torá (cf. Dt 31,9). Los libros proféticos, por su parte, conocen
diversas fórmulas para expresar el hecho de que Dios comunica su Palabra a
mensajeros inspirados que deben trasmitirla al pueblo. Mientras que en el Pentateuco
y en los libros proféticos la Palabra de Dios es recibida directamente por los
mediadores escogidos por Dios, en los Salmos y en los libros diversos encontramos
una situación diversa. En los Salmos el orante escucha la voz de Dios percibida sobre
todo en los grandes acontecimientos de la creación y de la historia salvífica de Israel,
pero también en algunas experiencias personales peculiares. De forma análoga, en los
libros sapienciales el estudio meditativo de la ley y de los profetas, inspirado por el
temor de Dios, hace de las diversas instrucciones una enseñanza de la sabiduría
divina.
Los otros escritos del Nuevo Testamento atestiguan también de modos diversos su
proveniencia de Jesús y de Dios. Mediante la estrecha conexión entre sus dos obras (cf.
Hch 1,1-2), Lucas da a entender que en los Hechos de los él refiere la actividad post-
pascual de los testigos oculares y ministros de la Palabra (cf. Lc 1,3) de los que
depende en la presentación de las obras de Jesús en su Evangelio. Pablo da testimonio
de que ha recibido de Dios Padre la revelación de su Hijo (Gál 1,15-16) y que ha visto
al Señor resucitado (1 Cor 9,1; 15,8), afirmando el origen divino de su Evangelio. El
autor de la carta a los Hebreos depende, para el conocimiento de la salvación revelada
por Dios, de los testigos oyentes del anuncio del Señor. Finalmente, el autor del
Apocalipsis describe con finura y de modo diferenciado cómo ha recibido la revelación
que se encuentra definitiva e inmutablemente en su libro: de Dios Padre por medio de
Jesucristo en signos percibidos con la ayuda de un ángel intérprete.
Así, pues, en los escritos bíblicos encontramos una amplia gama de testimonios sobre
su proveniencia de Dios, pudiendo hablar en consecuencia de una rica fenomenología
de la relación entre Dios y el autor humano. En el Antiguo Testamento la relación se
establece, de diversos modos, con Dios. En cambio en el Nuevo Testamento la relación
con Dios es siempre mediada a través del Hijo de Dios, el Señor Jesucristo, en quien
Dios ha dicho su Palabra última y definitiva (cf. Heb 1,1-2). Ya en la introducción nos
referíamos al hecho de no poder distinguir claramente entre revelación e inspiración,
entre comunicación de los contenidos y asistencia divina en el acto de escribir. Es
fundamental la comunicación divina y la acogida creyente de los contenidos, que va
luego acompañada por la asistencia divina para el hecho de escribir. Es enteramente
excepcional el caso de los diez mandamientos, escritos por el mismo Dios y
entregados a Moisés (Éx 24,12); es también especial el caso del Apocalipsis, en el que
se detalla el proceso de la comunicación divina en la puesta por escrito.
52. Sobre la base de cuanto ha quedado expuesto más arriba de manera concisa,
indicamos ahora brevemente algunos rasgos característicos de la inspiración que
pueden ayudar a precisar la noción de inspiración de los libros bíblicos.
4.2. Los escritos del Nuevo Testamento atestiguan la inspiración del Antiguo
Testamento y ofrecen una interpretación cristológica del mismo
54. En el estudio de los escritos neotestamentarios hemos constatado una y otra vez
que se refieren a las Sagradas Escrituras de la tradición judía. Aquí, en la conclusión,
traemos a colación algunos ejemplos, en los que se explicita la relación con textos del
Antiguo Testamento. Acabaremos comentando dos pasajes del Nuevo Testamento que
no sólo citan al Antiguo Testamento, sino que afirman claramente la inspiración del
mismo.
a. Algunos ejemplos
Mateo cita los profetas de modo emblemático. En efecto, cuando habla del
cumplimiento de las promesas o de las profecías, no las atribuye al profeta
(escribiendo: «Como dice [ha dicho] el profeta»), sino que, explícita o implícitamente,
las asigna a Dios mismo, utilizando el pasivo teológico: «Todo esto sucedió para que se
cumpliese lo que había sido dicho [por el Señor] por medio del profeta» (Mt 1,22: 2.15:
2,17; 8,17; 12,17; 13,35; 21,4); el profeta es sólo el instrumento de Dios. Al presentar
lo sucedido con Jesús como cumplimiento de la antigua promesa da una
interpretación cristológica de la misma.
El evangelio de Lucas añade que esta interpretación tuvo su origen en el mismo Jesús,
el cual describe su ministerio utilizando oráculos de Isaías (Lc 4,18-19) o las figuras
proféticas de Elías y Eliseo (Lc 4,25-27); con toda la autoridad que le da su
resurrección muestra finalmente que todas las Escrituras hablan de él, de sus
sufrimientos y de su gloria (Lc 24,25-27.44-47).
En Juan Jesús mismo afirma que las Escrituras dan testimonio de él; lo hace
enfrentándose a sus interlocutores, que investigan estas Escrituras para obtener la
vida eterna (Jn 5,39).
55. En estas dos cartas (2 Tim y 2 Pe) encontramos los únicos testimonios explícitos
de la naturaleza inspirada del Antiguo Testamento.
Pablo recuerda a Timoteo su formación en la fe, diciendo: «Desde niño conoces las
Sagradas Letras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio
de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura, inspirada por Dios, es también útil para
enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tim 3,15-16). Las
Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento, leídas desde la fe en Cristo Jesús,
constituían la base de la enseñanza religiosa de Timoteo (cf. Hch 16,1-3: 2 Tim 1,5) y
contribuían a afianzar su fe en Cristo Jesús. Al cualificar todas estas Escrituras como
«inspiradas», dice que su autor es el Espíritu de Dios.
Pedro funda su mensaje apostólico (que proclama «el poder y la venida de nuestro
Señor Jesucristo»: 2 Pe 1,16) en su propia condición de testigo que vio y oyó y en la
palabra de los profetas. Menciona (en 1,16-18) su presencia en el monte santo de la
transfiguración, cuando junto a otros testigos («nosotros»: 1,18) oyó la voz de Dios
Padre: «Este es mi Hijo, el amado» (1,17). Se refiere luego a la palabra firmísima de los
profetas (1,19), de la que afirma: «Sabiendo, sobre todo, lo siguiente, que ninguna
profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia, pues nunca fue
proferida profecía alguna por voluntad humana, sino que, movidos por el Espíritu
Santo, hablaron los hombres de parte de Dios» (1,20-21). Habla de todas las profecías
que se encuentran en la Escritura, y dice que se deben al influjo del Espíritu Santo en
los profetas. El Dios cuya voz oyó Pedro en el monte de la transfiguración y el que por
medio de los profetas es el mismo. De este mismo Dios, a través de estas dos
mediaciones, proviene el mensaje apostólico sobre Cristo.
56. Un breve recorrido diacrónico por la formación literaria de los escritos bíblicos
muestra que el Canon de las Escrituras se ha constituido de forma progresiva en el
curso de la historia, etapa tras etapa. En lo concerniente al Antiguo Testamento, estas
etapas pueden esquematizarse así:
Por otra parte, las tradiciones más antiguas fueron objeto de continuas relecturas y de
múltiples reinterpretaciones. El mismo fenómeno se descubre igualmente dentro de
ciertas reagrupaciones literarias: así, en el caso de la Torá, las recopilaciones
legislativas más recientes proponen un desarrollo y una interpretación de las leyes
preexílicas; más todavía, en el libro de Isaías encontramos huellas de desarrollos
sucesivos y de una tarea literaria de unificación.
Finalmente, los escritos más tardíos presentan una actualización de los textos
antiguos; es lo que ocurre, por ejemplo, con el libro del Eclesiástico, que identifica la
Torá con la Sabiduría.
Así, pues, la comprensión del concepto de inspiración de las Sagradas Escrituras debe
tener en cuenta este movimiento interno en las mismas Escrituras. La inspiración
concierne tanto a cada texto en particular, como al conjunto del Canon, que relaciona
entre sí tradiciones veterotestamentarias y neotestamentarias: de hecho, las antiguas
tradiciones de Israel, consignadas por escrito, fueron releídas, comentadas e
interpretadas, finalmente, a la luz del misterio de Cristo, que les da su
sentido pleno definitivo.
El estudio diacrónico de los libros del Nuevo Testamento muestra cómo estos han
integrado tradiciones antiguas, a veces pre-literarias, que reflejan la vida y las
expresiones litúrgicas de la primitiva comunidad cristiana: la carta a los Corintios, por
ejemplo, cita una antigua confesión de fe en 1 Cor 15,3-5. Por otra parte, los libros
recogidos en el Canon del Nuevo Testamento reflejan un desarrollo y una evolución en
la elaboración teológica e institucional de las primeras comunidades: así las cartas de
Tito y a Timoteo atestiguan funciones ministeriales y procedimientos de
discernimiento más elaborados respecto a los de las primeras cartas escritas por
Pablo.
Este breve recorrido diacrónico debe vincularse con una perspectiva de lectura
sincrónica: en la medida en que el Canon de las Escrituras queda enmarcado entre el
libro del Génesis y el Apocalipsis, el lector de la Biblia es invitado a comprenderlas
como un todo, como un único relato que se desarrolla, desde la creación hasta la
nueva creación inaugurada por Cristo.
La inspiración de la Escritura tiene que ver, pues, tanto con cada uno de los textos que
la constituyen, como con el conjunto del Canon. Afirmar que un libro bíblico está
inspirado significa reconocer que el mismo constituye un vector específico y
privilegiado de la revelación de Dios a los hombres, y que sus autores humanos fueron
impulsados por el Espíritu a expresar verdades de fe, en un texto situado
históricamente y recibido como normativo por las comunidades creyentes.
Afirmar que la Escritura, en su conjunto, está inspirada, equivale a reconocer que ella
constituye un Canon, es decir un conjunto de escritos normativos para la fe, recibidos
en la Iglesia. En cuanto tal, la Biblia es el lugar de la revelación de una verdad
insuperable, identificada en una persona –Jesucristo–, la cual, con sus palabras y sus
obras, «cumple» y «perfecciona» las tradiciones del Antiguo Testamento, revelando al
Padre de manera plena.
58. Las cartas 2 Tim y 2 Pe tienen funciones importantes para un primer esbozo de
Canon cristiano de las Escrituras. Apuntan a la conclusión de un corpus de cartas
paulinas y de las petrinas, cierran cualquier añadido posterior a estas cartas y
preparan una conclusión del Canon en relación con ellas. El texto de 2 Pe, en
particular, apunta a un Canon de los dos Testamentos y a una recepción eclesial de las
cartas paulinas, factor importante para la recepción de estos escritos en le Iglesia. La
mayoría de biblistas considera las dos cartas como obras «pseudónimas» (atribuidas a
los apóstoles, pero producidas de hecho por autores posteriores). Ello no afecta a su
carácter inspirado y no disminuye su significación teológica.
Las dos cartas miran al pasado y resaltan el fin inminente de la vida de autores
respectivos. Recurren con frecuencia al «recuerdo», y exhortan a los lectores a
rememorar y aplicar la enseñanza que los apóstoles les han comunicado en el pasado
(cf. 2 Tim 1,6.13; 2,2.8.14; 3,14; 2 Pe 1.12.15; 3,1-2). En la medida en que se refieren
con insistencia a la muerte de los autores, funcionan efectivamente como conclusión
de la colección de las cartas respectivas.
Ambas cartas aparecen así como la última de su respectivo autor, como su testamento,
que pone punto y final a cuanto se proponía comunicar.
59. En 2 Pe 3,2 Pedro indica el objetivo de sus dos cartas: «Para recordar los mensajes
emitidos por los santos profetas y el mandamiento del Señor y Salvador transmitido
por los apóstoles». Aunque el texto hable de palabras dichas por los profetas, no cabe
duda de que el autor está pensando en las Escrituras proféticas (cf. 1,20). El término
«mandamiento del Señor y Salvador» no designa un mandamiento específico del
Señor, sino que tiene el mismo significado que en el pasaje precedente, en el que «el
conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» es calificado como «el camino
de la justicia» y «el mandamiento santo que les había sido transmitido» (2,20-21). El
término «mandamiento» (en singular), acuñado análogamente al de Torá, tiene un
significado casi técnico y, conectado en 3,2 con un doble genitivo, designa la
enseñanza de Cristo trasmitida por los apóstoles, esto es el evangelio como nueva
economía salvífica.
El pasaje de 2 Pe 3,2 resalta a los profetas, al Señor, a los apóstoles. De este modo se
delinea el Canon de los dos Testamentos, el primero de los cuales es determinado por
los profetas y el segundo por el Señor y Salvador Jesús, atestiguado por los apóstoles.
Ambos Testamentos se conectan en el testimonio por la fe en Cristo (cf. 2 Pe 1,16-21;
3,1-2), el Antiguo Testamento (los profetas) mediante su lectura cristológica, y el
Nuevo Testamento mediante del testimonio de los apóstoles que se expresa en sus
cartas (especialmente en las de Pedro y Pablo), pero también en los evangelios,
basados en «testigos oculares y ministros de la palabra» (Lc 1,2; cf. Jn 1,14).
60. Los libros que componen hoy nuestras Sagradas Escrituras no se autocertifican
como «canónicos». Su autoridad, consecuencia de su inspiración, debe ser reconocida
y aceptada por la comunidad, bien sea la sinagoga o bien la Iglesia. Por ello es justo
considerar el proceso histórico de este reconocimiento.
Toda literatura tiene sus libros clásicos. Un clásico procede del mundo cultural de un
determinado pueblo, pero al mismo tiempo amplía el lenguaje de aquella sociedad, y
se impone como modelo para los futuros escritores. Un libro se convierte en clásico no
porque lo decrete una autoridad, sino porque es reconocido como tal por los más
cultos del pueblo. También muchas religiones tienen, por decirlo así, sus clásicos. En
este caso se escogen los escritos que reflejan las creencias de los seguidores de esas
religiones, los cuales encuentran en aquellos las fuentes de sus prácticas religiosas.
Esto ocurre en el Próximo Oriente Antiguo, en Mesopotamia, y también en Egipto. El
mismo fenómeno se ha dado también entre los judíos hebreos, quienes, por su
conciencia especial de ser el pueblo elegido por Dios, se identifican substancialmente
con su tradición religiosa. Entre los diversos escritos conservados en sus archivos los
escribas eligieron, por tanto, aquellos que contenían las leyes sagradas, el relato de su
historia nacional, los oráculos proféticos y la recopilación de los dichos sapienciales en
los que el pueblo hebreo podía verse reflejado y reconocer el origen de su fe. Y lo
mismo ocurrió entre los cristianos de los primeros siglos, con los escritos apostólicos
ahora contenidos en el Nuevo Testamento.
La época preexílica
La época postexílica
Es a la vuelta del exilio, bajo el dominio persa, cuando podemos hablar de los
comienzos de la formación de un Canon tripartito, compuesto por la Ley, los Profetas y
los Escritos (de naturaleza predominantemente sapiencial). Los que habían vuelto de
Babilonia necesitaban reencontrar su identidad como pueblo de la alianza. Se hacía,
pues, necesario codificar leyes, que reclamaban también los persas dominadores. La
recopilación de los recuerdos históricos los conectaba con la Judea preexílica; los
libros proféticos servían para explicar las causas de la deportación, en tanto que los
Salmos eran indispensables para el culto en el Templo reconstruido. Y, puesto que se
creía que la profecía había cesado desde el reinado de Artajerjes (465-423 a.C.) y que
el espíritu había pasado a los sabios (cf. Flavio Josefo, Contr. Ap. 1,8,41: Ant. 13,311-
313), comenzaron a producirse varios libros sapienciales compuestos por escribas
cultos. Estos se encargaron de recoger los libros que, en virtud de su antigüedad,
veneración religiosa y autoridad, podían proveer una identidad precisa a los
regresados, también frente a sus nuevos dominadores. Por lo tanto no se excluyen
motivos políticos y sociales en la formación inicial del Canon. Podemos entonces
considerar el gobierno de Nehemías como el terminus a quo de la formación del
Canon. De hecho, 2 Mac 2,13-15 nos informa de que Nehemías fundó una biblioteca,
recogiendo todos los libros sobre los reyes y los profetas y los escritos de David, así
como las cartas de los reyes sobre ofrendas votivas. Además, lo mismo que en tiempos
de Josías, el escriba Esdras leyó al pueblo con autoridad el libro de la Ley de Moisés
(Neh 8).
Un nuevo problema se planteó cuando Antíoco IV manda destruir todos los libros
sagrados de los judíos. Se hacía necesaria una reorganización, lo cual condujo
al terminus ad quem de la época veterotestamentaria. En las primeras décadas del
siglo II a.C., el Sirácida clasificaba ya los libros sagrados como Ley, Profetas y otros
escritos posteriores (Prólogo). En Eclo 44-50 resume la historia de Israel desde los
comienzos hasta su época , y en 48,1-11 menciona explícitamente al profeta Elías, en
48,20-25 a Isaías y en 49,7-10 a Jeremías, Ezequiel y los Doce Profetas. Unos cincuenta
años más tarde 1 Mac 1,56-57 nos informa de que los Seléucidas, durante la
persecución de Antíoco, habían quemado los libros de la Ley y el libro de la alianza,
pero 2 Mac 2,14 nos dice que Judas Macabeo recogió los libros salvados de la
persecución.
En el primer siglo de la era cristiana, Flavio Josefo refiere que los libros reconocidos
por los judíos como sagrados son veintidós (Contr. Ap. 1,37-43), los cuales contenían
leyes, tradiciones narrativas, himnos y consejos. Dicha cifra se explica porque muchos
libros que van separados en nuestras ediciones de la Biblia (p.ej. los Doce Profetas),
cuentan como uno solo. El número 22 puede indicar totalidad, porque corresponde a
las letras del alfabeto hebreo. Hoy se tiende a datar la conclusión del Canon rabínico
en el siglo II d.c., o aún más tarde, bien por razones internas al judaísmo, o bien para
hacer frente a los libros del Nuevo Testamento, considerados por los cristianos como
Sagradas Escrituras. Actualmente, sobre todo tras los descubrimientos de Qumrán, no
se acepta la distinción, habitual hasta ahora, entre un Canon palestino de 22 libros y
otro más amplio en la diáspora.
También entre los Padres de la Iglesia encontramos divergencias entre aquellos que
aceptaban un Canon breve, acaso para poder dialogar con los hebreos, y los que
incluían también los deuterocanónicos (escritos en griego) entre los libros recibidos
por la Iglesia. En el Concilio de Hipona del 393, en el que estaba presente Agustín,
entonces simple sacerdote, los obispos de África, al establecer el criterio de la lectura
pública en la mayor parte de las iglesias o en las principales, pusieron la base para la
recepción de los deuterocanónicos, que se afianzaron definitivamente en época
medieval. En la Iglesia Católica fue luego el Concilio de Trento el que decidió la
aprobación del Canon largo contra los reformadores, que habían vuelto al breve. La
mayoría de las iglesias ortodoxas no difiere de la católica, aunque se hallan
divergencias entre las iglesias orientales antiguas.
61. Pasando a la constitución de los libros del Nuevo Testamento, constatamos de que
el contenido de estos libros fue recibido antes de que estos se pusiesen por escrito,
pues los creyentes acogieron la predicación de Cristo y de los apóstoles antes que la
composición de nuestros libros sagrados. Baste pensar en el prólogo de Lucas, donde
se afirma que su escrito evangélico no pretende otra cosa que ofrecer, mediante el
relato de la historia de Jesús, un “fundamento sólido” a las enseñanzas que Teófilo
había recibido. Aunque muchos hubieran sido escritos ocasionales, expresaban una
necesidad interna de las comunidades cristianas de añadir una didaché (enseñanza
escrita) al kerygma (anuncio). Leídos inicialmente por las asambleas a las que iban
dirigidos, tales escritos fueron trasmitidos gradualmente a otras iglesias debido a la
autoridad apostólica de los mismos. La aceptación de estos documentos –por el hecho
de que hablaban con la autoridad de Jesús y de los apóstoles, no se identifica, sin
embargo, con su recepción como “Escritura” a la par que el Antiguo Testamento.
Hemos mencionado las alusiones que se hacen en 2 Pe 3,2.15-16, pero hay que
esperar a finales del siglo segundo para que se generalice la convicción acerca de tal
paridad, y se pongan al mismo nivel los libros que llamamos «Antiguo Testamento» y
los que denominamos «Nuevo Testamento».
Durante el primer siglo después de Cristo se pasó del «volumen» (que tenía la forma
de rollo) al «códice» (constituido por páginas encuadernadas, según resulta habitual
hoy para un libro); ello contribuyó notablemente a la formación de pequeños
conjuntos literarios que podían ser recogidos en un solo tomo, como ocurrió ante todo
con los evangelios y las cartas de Pablo. Más tardías son las alusiones a la constitución
de un corpus johanneum y el de las cartas católicas.
Desde finales del siglo II en adelante comienzan a aparecer listas de libros del Nuevo
Testamento. Aceptación universal tuvieron los cuatro evangelios, los Hechos y trece
epístolas paulinas, mientras que hubo vacilaciones sobre la Carta a los Hebreos, las
cartas católicas y también sobre el Apocalipsis. En algunas listas se incluían también la
primera Carta de Clemente, el Pastor de Hermas y algún otro escrito. Sin embargo
éstos, al no ser leídos en todas las iglesias, no fueron asumidos en el Canon. Sobre la
base de un consenso general de las Iglesias, expresado en numerosas declaraciones
del Magisterio y atestiguado en pronunciamientos importantes de varios sínodos
locales, el Concilio de Hipona (a finales del siglo IV) fijó el Canon del Nuevo
Testamento, confirmado por la definición dogmática del Concilio de Trento.
Frente a lo que ocurre con el Canon veterotestamentario, los veintisiete libros del
Nuevo Testamento son considerados canónicos por católicos, ortodoxos y
protestantes. La recepción de estos libros por parte de la comunidad creyente expresa
el reconocimiento de su inspiración divina y de su condición de libros sagrados y
normativos.
Como se ha dicho anteriormente, para le Iglesia Católica el reconocimiento definitivo y
oficial, tanto del Canon «largo» del Antiguo Testamento como de los veintisiete
escritos del Nuevo Testamento, tuvo lugar en el Concilio de Trento (D-S 1501-1503).
La definición se había hecho necesaria porque los reformadores excluían los libros
deuterocanónicos del Canon tradicional.
SEGUNDA PARTE
62. En esta segunda parte de nuestro Documento vamos a mostrar cómo los escritos
bíblicos atestiguan la verdad de su mensaje. Tras de la introducción, en una primera
sección señalaremos cómo algunos libros del Antiguo Testamento, presentan las
verdad revelada por Dios, preparando la revelación evangélica (cf. Dei Verbum [DV], n.
3); en una segunda sección mostraremos lo que algunos escritos del Nuevo
Testamento exponen sobre la verdad revelada por medio de Jesucristo, que lleva a
cumplimiento la revelación divina (cf. DV, n. 4).
1. Introducción
Para introducir el tema, examinamos antes que nada cómo la Dei Verbum entiende la
verdad bíblica, y precisamos luego el enfoque temático que se dará a nuestro examen
de los escritos bíblicos.
Para corroborar esta tesis, la Dei Verbum, n. 11, además de 2 Tim 3,16-17, cita en la
nota 21 el De Genesi ad litteram 2.9.20 y la Epistula 82,3 de San Agustín, quien excluye
de la enseñanza bíblica todo aquello que no es útil para nuestra salvación; y Santo
Tomás, basándose en la primera cita de San Agustín, dice en el De veritate q. 12, a.
2: Illa vero, quae ad salutem pertinere non possunt, sunt extranea a materia
prophetiae, («Sin embargo las cosas que no pueden concernir a la salvación son
extrañas a la materia de la profecía»).
64. El problema es entonces comprender qué significa «verdad por nuestra salvación»
en el contexto de la Dei Verbum. No basta considerar el término «verdad» en su
acepción común; tratándose de verdades cristianas, el concepto resulta enriquecido
por el significado bíblico de verdad, y, todavía más, por el uso del término que hace el
Concilio en otros documentos. En el Antiguo Testamento, Dios mismo es la suma
verdad por la firmeza de sus elecciones, de sus promesas y de sus dones; sus palabras
son verdaderas y reclaman una aceptación igualmente sólida en la respuesta del
hombre, en el corazón y en las obras (cf. p.ej. 2 Sam 7,28 y Sal 31,6). La verdad es el
fundamento de la alianza. En el Nuevo Testamento, Cristo mismo es la verdad, porque
él es el Amén encarnado de todas las promesas de Dios (cf. 2 Cor 1,19-20) y porque él,
que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), al revelar al Padre (cf. Jn 1,18), da
acceso a Él (cf. Jn 14,6), que es la fuente última de la vida (cf. Jn 5,26; 6,57). El Espíritu
que da Cristo es el Espíritu de la verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13), el cual sostendrá el
testimonio de los apóstoles (Jn 15,26-27) y la solidez de nuestra respuesta de fe. La
verdad tiene, por consiguiente, una dimensión trinitaria, pero esencialmente
cristológica, y la Iglesia que la anuncia es «columna y fundamento de la verdad» (1
Tom 3,15). Así, pues, Revelador y objeto de la verdad para nuestra salvación es, por
tanto, Cristo, preconizado en el Antiguo Testamento: la verdad se manifiesta en el
Nuevo Testamento en su persona y en el Reino, presente y escatológico, anunciado e
inaugurado por él. El concepto de verdad del Concilio Vaticano II se explica en el
mismo ámbito trinitario, cristológico y eclesial (cf. Dei Verbum, nn.
2.7.8.19.24; Gaudium et spes, n. 3; Dignitatis humanae, n. 11): el Hijo en persona revela
al Padre, y su revelación es comunicada y confirmada por el Espíritu Santo y
transmitida en la Iglesia.
65. La profundización que vamos a hacer del tema, centrada en algunos escritos
bíblicos, se basa en la enseñanza y la orientación de la Dei Verbum que acabamos de
señalar. Citamos antes que nada la frase con la que la antedicha Constitución cierra el
primer pasaje sobre la revelación: «La verdad íntima tanto acerca de Dios como de la
salvación humana transmitida por medio de esta revelación, brilla para nosotros en
Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitiud de toda la revelación (cf. Mt 11,27; Jn
1,14.17; 14,6; 17,1-3; 2 Cor 3,16 y 4,6; Ef 1,3-14)» (n. 2). No cabe duda de que la
verdad que ocupa el centro de la revelación y, en consecuencia, el centro de la Biblia
en cuanto instrumento de transmisión de la revelación (cf. Dei Verbum, nn. 7-10),
tiene que ver con Dios y con la salvación del hombre. Tampoco hay duda de que la
plenitud de tal verdad se manifiesta por Cristo y en Cristo. Él es, en persona, la Palabra
de Dios (cf Jn 1,1.14) que viene de Dios y revela a Dios. Él, no sólo dice la verdad
acerca de Dios, sino que es la verdad acerca de Dios, aquel que afirma: «Quien me ha
visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9; cf. 12,45). La venida del Hijo revela también la
salvación del hombre: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito,
para que todo el que creen en él no perezca, sino que tanga vida eterna» (Jn 3,16).
67. Las primeras páginas de la Biblia, que contienen los llamados relatos de la
creación (Génesis 1-2), atestiguan la fe en el Dios que es origen y meta de todo. En
cuanto «relatos de la creación» no informan sobre «cómo» ha comenzado el mundo y
el hombre, sino que hablan del Creador y de su relación con la creación y con la
criatura. Cuando estos textos de la antigüedad se leen según la perspectiva moderna,
se producen siempre grandes malentendidos, pues se considera que son afirmaciones
sobre «cómo» se han producido el mundo y el hombre. Para responder más
adecuadamente a la intención de los textos bíblicos se hace necesario contrastar tal
lectura, sin establecer una oposición entre sus asertos con los conocimientos de las
ciencias naturales de nuestra época. Estas no eliminan la pretensión de la Biblia de
comunicar la verdad, ya que la verdad de los relatos bíblicos sobre la creación atañe a
la coherencia, llena de sentido, del mundo como obra creada por Dios.
Los elementos principales de la existencia humana están en el centro del relato de Gén
1, que alcanza su punto culminante en la afirmación antropológica de que el hombre
es «imagen de Dios», esto es, su lugarteniente en la creación. La primera obra del Dios
creador es, según el relato, el tiempo (Gén 1,3-5), representado por el cambio de luz y
tinieblas. Mas con ello no se describe de veras qué es el tiempo. Con la distribución de
las diversas obras de la creación en seis días, no se quiere afirmar, como una verdad
que se deba creer, que el mundo ha cobrado forma realmente en seis días, y que en el
día séptimo Dios se ha dedicado al reposo; lo que se quiere comunicar es más bien que
en la creación existe un orden y una finalidad. El hombre puede y debe insertarse en
este orden, para reconocer en el paso del trabajo al descanso, que el tiempo que Dios
ha estructurado para él le permite comprenderse como criatura que debe su
existencia al Creador.
Mediante las obras singulares de la creación, se muestra qué cosa es la creación y cuál
es su objetivo. Toda la narración, como ya se ha dicho, está orientada al hombre. Así el
relato de la creación no trata de dar una definición física de la categoría del espacio,
sino presentarlo como «espacio de vida» del hombre y mostrar su significado. El
llamado «encargo de dominar la tierra» (Gén 1,28) es una metáfora que expresa la
responsabilidad del hombre en relación con el espacio de vida que se destina a él,
junto con los animales y las plantas.
Los dos textos sobre los orígenes (Gén 1,1-2,4a; Gén 2,4b-25) introducen el conjunto
canónico de la Biblia hebrea y más ampliamente el de la Biblia cristiana. Pese a usar
imágenes diferentes, pretenden enunciar una misma verdad: el mundo creado es un
don de Dios y el proyecto divino se orienta al el bien del hombre (cf. Gén 2,18), como
se deduce, entre otras cosas, del recurso frecuente al adjetivo «bueno» (cf. Gén 1,4-
31). De este modo, la humanidad es situada en una «relación de creación» frente a
Dios: el don originario y gratuito del Creador requiere la respuesta del hombre.
68. Los dos decálogos de Éx 20,2-17 y de Dt 5,6-21 introducen las diversas colecciones
legislativas, reunidas, por una parte, en los libros del Éxodo, del Levítico y de los
Números (Éx 19,1-Núm 10,10), y, por otra, en el libro del Deuteronomio (Dt 12-26).
Estos textos revisten la forma de un discurso del Señor (YHWH), que se dirige a Israel
unas veces en primera persona y otras a través del intermediario Moisés. Esta forma
literaria confiere a tales textos un estatuto de autoridad fortísimo. Los decálogos
constituyen la articulación entre un resumen de la fe de Israel (Éx 20,2 = Dt 5,6) –que
hace referencia a los relatos del Éxodo– por un lado, y el conjunto de las
prescripciones cultuales y éticas, por otro. Tales decálogos tienen numerosos puntos
en común, y al mismo tiempo cada uno ofrece una especificidad teológica propia: de
hecho, mientras el decálogo de Éx 20 desarrolla principalmente una teología de la
creación, el de Dt 5 insiste principalmente en la teología de la salvación.
Al tratarse de síntesis teológicas muy elaboradas, los dos decálogos son considerados
«sumarios» de la Torá, y ofrecen claves teológicas que permiten su interpretación
adecuada.
La introducción de los decálogos (Éx 20,2 = Dt 5,6) define al Señor (YHWH) como Dios
salvador en la historia: el Dios de Israel se da a conocer mediante la obra de la
salvación que realiza en favor de Israel. Esta presentación narrativa del Dios de Israel
como salvador de su pueblo resume toda la primera parte del libro del Éxodo: la
fórmula de autopresentación del Señor en Éx 3,14, «Yo soy el que es/será», introduce
el largo relato de la liberación de Israel (Éx 4-14). El Señor revela su verdadera
identidad ofreciendo a su pueblo el don de la salvación. El don de Dios constituye, por
lo tanto, el fundamento de las prescripciones legislativas recogidas en los decálogos.
Este don de Dios consiste en la liberación otorgada a Israel, sometido a la esclavitud
en Egipto. Las leyes de los decálogos enuncian, por su parte, las modalidades de la
respuesta de Israel al don de Dios: Israel, liberado por Dios, debe entrar ahora en este
camino de libertad, renunciando a los ídolos y al mal[2].
Los dos mandamientos positivos del Decálogo se refieren al sábado y al respeto de los
progenitores (Éx 20,8-12 y Dt 5,12-16). El día del sábado puede ser definido como el
«santuario de Dios» en el tiempo y en la historia; al respetar el sábado, Israel
manifiesta que solo el Señor puede dar sentido a la historia humana.
69. Los decálogos proponen a Israel el camino de la obediencia a la ley revelada por
Dios en el Sinaí (o en el Horeb). El proyecto divino apela a la respuesta de los
hombres, en el marco de la alianza (Éx 24,7-8; Dt 5,2-3).
Las leyes que siguen a los decálogos en la Torá desarrollan el contenido de aquellas.
La prohibición de la idolatría es el leitmotiv del Deuteronomio, mientras que la
apelación a una vida fraternal se tematiza en las Leyes de Santidad (Lev 17-26) y
culmina en la invitación al amor del prójimo, a saber, tanto del que es miembro de la
comunidad de Israel como del extranjero residente (Lev 19,18.34).
Los decálogos proveen una clave interpretativa del conjunto de la Torá, y constituyen
al final un verdadero «catecismo» para la comunidad de Israel. Este catecismo permite
a los israelitas afirmar su fe en el solo Dios verdadero, afrontando los retos de la
historia, y comprometerse en una vida comunitaria fraterna, renunciando a las
estrategias de poder y de violencia. Dicho con otras palabras, los decálogos conjugan
el testimonio de una verdad que concierne a Dios mismo (es el creador y salvador) con
una verdad que contempla las modalidades de una vida justa y recta. La relación con
el Dios de Israel aparece así inseparable de la relación con el prójimo, que es el lugar
por excelencia en el que se expresa la adhesión de los creyentes a la verdad revelada.
La actuación de Dios con los hombres atestiguada por el relato bíblico se presenta,
pues, como una historia de «alianzas», comenzando por la establecida con Noé para
toda la humanidad, y prosiguiendo con las que caracterizan la historia de Israel. La
alianza que Dios ofrece a su pueblo en la persona de Abraham y que luego fue
estipulada solemnemente con Israel en el Sinaí, es continuamente transgredida por el
pueblo a lo largo de su historia, de manera que el hecho de que se llame «eterna» se
debe únicamente a la fidelidad de Dios
a. El Dios fiel
Los profetas, enviados incansablemente por el Señor (Jer 7,13.25; 11,7; 25,3-4; etc.),
son la voz autorizada que recuerda la presencia indefectible del verdadero Dios en la
complicada historia humana (Is 41,10; 43,5; Jer 30,11): ellos proclaman: “Concederás
a Jacob tu fidelidad y a Abraham tu bondad, como antaño prometiste a nuestros
padres” (Miq 7,20).
La verdad del Señor se puede comparar, por ello, a la de la Roca (Is 26,4), enteramente
fiable (Dt 32,4); los que se atengan fuertemente a sus palabras se podrán mantener
firmes (Is 7,9) sin temor de perderse (Os 4,10).
b. El Dios justo
72. Al revelarse, el Dios fiel reclama fidelidad, el Dios santo exige que quien entra en
su alianza sea santo como Él es santo (Lev 19,2), el Dios justo pide a cada uno que
recorra el camino de la rectitud trazado por la Ley (Dt 6,25). Los profetas, en el curso
de la historia, son los heraldos de la justicia perfecta, la que Dios realiza (Is 30,18;
45,21; Jer 9,3; 12,1; Sof 3,5) y la que Él pide a los hombres (Is 1,17; 5,7; 26,2; Ez 18,5-
18; Am 5,24); aquellos no sólo recuerdan las directivas del Señor, explicitando su
sentido, sino que denuncian con valentía cualquier desviación de la vía del bien por
parte de los individuos y de las naciones. De este modo llaman a la conversión,
amenazando con el castigo justo por los crímenes cometidos, y anuncian la catástrofe
inevitable sobre aquellos que, en su perversión, no quieren escuchar la amonestación
divina (Is 30,12-14; Jer 6,19; 7,13-15).
c. El Dios misericordioso
Son los profetas lo que declaran el giro radical en la historia de Israel (Jer 30,3.18;
31,23; Ez 16,53; Jl 4,1; Am 9,14; Sof 3,20) y en la misma historia del mundo, pues
anuncian nuevos cielos y nueva tierra (Is 65,17; 66,22; Jer 31,22). El acontecimiento
del perdón divino, que va acompañado de una inaudita riqueza de dones espirituales
(Jer 31,33-34; Ez 36,27; Os 2,21-22; Jl 3,1-2) y se hace visible en el florecimiento
extraordinario del pueblo restaurado en formas institucionales perfectas (Is 54,1-3;
62,1-3; Jer 30,18-21; Os 14,5-9), lo cual ocurre de hecho en el acontecimiento
definitivo de la historia, no podía ser previsto ni imaginado por la mente humana:
«Desde ahora –dice el Señor por medio de Isaías– te hago oír cosas nuevas, secretos
que no conocías. Solo ahora son creadas, no desde antiguo ni antes de hoy; no las
habías oído y no puedes decir: “Ya lo sabía”» (Is 48,6-7). Es el Señor, por medio de los
profetas, quien revela sus proyectos, infinitamente superiores a cuanto las criaturas
pueden concebir (Is 55,8-9); y es en la manifestación eficaz de la gracia como Dios da a
conocer la perfección de su verdad, llevando a cumplimiento el sentido de la historia.
Esta Palabra de promesa es veraz precisamente porque se cumple (Dt 18,22; Is 14,24;
45,23; 48,3; Jer 1,2; 28,9): «Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven
allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé
semilla al sembrador y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no
volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo» (Is 55,10-
11). El acontecimiento único y epocal produce una alianza eterna (Is 55,3; Jer 32,40;
Ez 16,60). De aquí brota la alabanza, efecto último de la salvación: «Señor, tú eres mi
Dios, te ensalzaré y alabaré tu nombre, porque realizaste magníficos designios,
constantes y seguros desde antiguo» (Is 25,1).
Los creyentes en Cristo reconocerán que son los hijos de los profetas y de la promesa
(Hch 3,25) a quienes ha sido enviada la palabra consoladora de la salvación (Hch
13,26): en la Pascua del Señor Jesús verán, con actitud adorante, la manifestación
plena del Dios fiel, justo y misericordioso.
74. Las plegarias de los Salmos presuponen y manifiestan esta verdad esencial sobre
Dios y sobre la salvación: Dios no es un principio absoluto impersonal, sino una
persona que escucha y responde. Cada israelita sabe que puede volverse a Él en
cualquier circunstancia de la vida: en la alegría y en el dolor. Dios se ha revelado como
el Dios presente (cf. Éx 3,14), que conoce a la persona que ora y siente hacia ella el
interés más vivo y benévolo.
De entre las diversas características de Dios atestiguadas por los Salmos recordamos
las dos siguientes: Dios se revela (a) como el Dios del poder protector y (b) como el
Dios de la justicia que transforma al pecador en justo. Por lo tanto Dios siempre Aquél
que salva a los seres humanos.
La declaración «El señor del universo está con nosotros» se presenta como respuesta
al grito angustiado del pueblo rodeado por enemigos: «¡Levántate a socorrernos!» (Sal
44,27). Dios es llamado «refugio y fuerza» (Sal 46,2), «alcázar» (vv. 8.12) para indicar
el poder con el que protege a sus fieles reunidos en Sión. Todos son invitados a
reconocerlo: «Venid a ver las obras del Señor» (v. 9). Luego el Salmo precisa cuáles
son estas obras: «Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos,
quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos» (v. 10). El Señor mismo se vuelve a los
fieles, diciendo: «Rendíos, reconoced que yo soy Dios: más alto que los pueblos, más
alto que la tierra» (v. 11). Los adversarios deben dejar de presentar batalla, deben
reconocer al Señor y su majestad universal, que alcanza a todas las gentes y toda la
tierra. La intervención poderosa de Dios en favor de Sión tiene un significado
universal: Él trae la paz no sólo a la ciudad de Dios (cf. v. 5), sino a todas las naciones,
a toda la tierra (cf. v. 11).
En realidad, los dos términos, que en un cierto sentido describen dos modalidades
(paterna y materna) del amor de Dios, se usan conjuntamente: «Recuerda, Señor, que
tu ternura y tu misericordia son eternas» (Sal 25,6; cf. 103,13). Dios ama al hombre –
incluso si este es pecador– como una madre a su hijo; lo ama con un amor que no es
fruto de los méritos, sino totalmente gratuito, con un amor que constituye una
exigencia esencial del corazón. Al mismo tiempo lo ama como un padre, con un amor
generoso y fiel. Las dos dimensiones del amor de Dios evocadas al comienzo de Sal 51
son como dos coordinadas de la justicia de Dios que justifica al pecador. El Dios, que
ama y es misericordioso (v. 3; cf. v. 20), es al mismo tiempo el Dios que juzga (v. 6; cf.
v. 16).
La justicia de Dios justifica, esto es, trasforma al pecador en justo (vv. 6.16)
76. Volviéndose hacia el pecador, Dios instaura con él una relación dinámica y
profunda, inspirada en la justicia. Este proceso se desarrolla en varias etapas:
- La compasión o piedad amorosa: «Misericordia, Dios mío» (v. 3). Aquí se usa el verbo
«tener piedad / misericordia» (hanan) (cf. Sal 4,2; 6,3 y otros), que indica un
«volverse» gratuito del soberano hacia su súbdito. El que se ha rebelado contra Dios y
se ha hecho abominable a sus ojos pide hallar su compasión. Esta le levantará de su
miseria más profunda, que es la miseria del pecado.
- La nueva creación: El pecador pide a Dios una nueva creación: «Oh Dios, crea en mí
un corazón puro» (v. 12). Tras esta petición fundamental, el orante suplica por tres
veces recibir el espíritu: «un espíritu firme», la presencia de «tu santo espíritu», «un
espíritu generoso» (vv. 12.13.14). Pide una renovación interior y permanente, para la
cual es decisiva la presencia del Espíritu de Dios, de quien proviene «la alegría de la
salvación» (v. 14).
- El paralelismo entre «tu justicia» y «tu alabanza», en los últimos versículos, permite
concluir que Dios, en su justicia, no produce miedo; más bien, Dios es en realidad –
inspirado por su amor paterno y materno–la única causa que opera la justificación del
pecador, es decir, su nueva creación y su felicidad, liberándolo de la opresión del
pecado.
77. Resulta sorprendente que el Cantar de los Cantares haya sido acogido entre los
libros de la Biblia hebrea (entre los cinco rollos); de hecho su contenido es muy
singular. Reconocido como texto inspirado e integrado en el Canon cristiano, ha dado
lugar a una original interpretación cristológica. El Cantar es un poema que celebra el
amor conyugal como plenitud de la experiencia humana, es decir, como amor que
consiste en la búsqueda reciproca y en la comunión personal entre el hombre y la
mujer. Esta búsqueda y comunión contienen un dinamismo fascinante e infinito que
transfigura a dos criaturas humanas –un pastor y una joven– en un rey y una reina, en
una pareja real.
a. El libro de la Sabiduría
79. La filantropía de Dios, comunicada en Sab 11,15–12,27, se expresa, sobre todo,
mediante el recuerdo de las llamadas plagas que afectaron a los egipcios,
interpretando de forma novedosa los castigos de Dios y su pedagogía. El Dios de la
alianza, señor de la creación, (Sab 16,24-29; 19,6-21), interviniendo repetidamente en
la historia de la salvación, se preocupa tanto de su pueblo como de cada “justo” (cf.
Sab 3,1-4,19); es Él quien premia y castiga (cf. Sab 4,20-5,23; 11,1-5), tratando a todos
con longanimidad para llevarlos a la conversión (Sab 12,9-18; cf. Rm 2,3-4; 2 Pt 3,9) y
educar al justo a que juzgue con clemencia (Sab 12,19-22).
Tras haber recordado que en la época del Éxodo Dios castigó con moderación a los
enemigos de su pueblo, el autor explica las razones de tal comportamiento. Aun
reconociendo que “bien podía tu mano omnipotente, que había creado el mundo de
materia informe, enviar contra ellos manadas de osos” (Sab 11,17), añade: “Te
compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los
humanos para que se arrepientan” (Sab 11,23; cf. Sal 103,8-12; 130,3-4; Ex 34,6-7). La
moderación con respecto a Egipto (Sab 11,15-12,2) no es un signo de debilidad; todo
lo contrario, Dios actuó así porque se compadece “de todos” y porque quiere llevar los
hombres a la conversión, de modo que, renunciando a la maldad, alcancen la fe en él:
“Por eso corriges poco a poco a los que caen, los reprendes y les recuerdas su pecado,
para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor” (Sab 12,2). La omnipotencia de Dios
no se manifiesta en su fuerza, sino, todo lo contrario, en su misericordia. La potencia
divina no es fuente de juicio, sino de perdón (cf. Eclo 18,7-12; Rm 2,4). Lo que motiva
la compasión de Dios es precisamente su omnipotencia. La misericordia de Dios se
manifiesta también en el modo en que castiga a los habitantes de la tierra (Sab 12,8):
los trata con benevolencia, con clemencia (cf. 11,26), porque son frágiles (cf. Sal
78,39). Si Dios se comportó con longanimidad al castigarlos y los perdonó, no lo ha
hecho por impotencia o porque ignorara sus crímenes (Sab 12,11).
El autor no se para aquí y nos ofrece una de las intuiciones más hermosas de todo el
Antiguo Testamento: “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste;
pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. [...] Pero tú eres indulgente con todas las
cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sab 11,24.26). Dios no puede no
amar lo que Él mismo ha formado, porque su espíritu incorruptible está en todas las
cosas (cf. Sab 1,7; 12,1). Dio ha creado todas las cosas para salvarlas, se compadece de
todos en orden a la conversión y no quiere destruir nada de lo que ha creado (Sab
11,26).
El amor de Dios se manifiesta incluso en la muerte prematura del justo. Él ama al justo
por sus virtudes, por su vida intachable (Sab 4,9), y lo quita de este mundo perverso
para que no se corrompa: “Agradó a Dios y Dios lo amó, vivía entre pecadores y Dios
se lo llevó” (Sab 4,10; cf. Gn 5,24; Eclo 44,16; Hb 11,5).
El amor de Dios por sus criaturas no es un amor estático, sino dinámico, se revela en la
acción. El hecho de que las criaturas permanezcan en la existencia y el hecho de que se
conserve su ser multiforme, activo, misterioso, son la prueba más tangible del amor de
Dios en acción.
b. El libro del Eclesiástico
80. También Ben Sira tiene un sentido vivo de la grandeza de Dios, como
omnipotencia y misericordia. Habla de Dios con entusiasmo y admiración
emocionados. Dios es omnipotente y en su providencia concede al escriba la sabiduría
(Eclo 37,21; 39,6) y el éxito que se sigue de ella (Eclo 10,5); además da al pobre la
riqueza (Eclo 11,12-13.21); de Él procede igualmente el decreto sobre la muerte de
cada ser humano (Eclo 41,4). Junto a la grandeza de Dios resalta su misericordia:
“¿Quién medirá el poder de su majestad? ¿Quién conseguirá narrar sus
misericordias?” (Eclo 18,4). Por causa de la debilidad de la criatura, hecha de carne y
de sangre, de tierra y de ceniza Dios se ha mostrado magnánimo con el hombre,
volcando su misericordia (Eclo 18,10) sobre “todo ser viviente” (Eclo 18,13; cf. Sab
11,21–12,18; Sal 145,9). Esta indulgencia de Dios no debe servir para quitar
responsabilidad al hombre, sino que es más bien una invitación a la conversión:
“Retorna al Señor y abandona el pecado, reza ante su rostro y elimina los obstáculos.
Vuélvete al Altísimo y apártate de la injusticia” (Eclo 17,25-26).
a. El libro de Job
81. El libro de Job –enmarcado por un doble prólogo (1,1-2,13) y un doble epílogo
(42,7-17)– es un extenso diálogo, a lo largo del cual, de un Dios “conocido” se llega a la
revelación de un Dios imprevisible y misterioso.
Job había deseado ardientemente la presencia del Señor (9,32-35; 13,22-24; 16,19-22;
23,3-5; 30,20), es más, había pretendido obtener una respuesta a tal deseo (31,35),
porque quería discutir su causa directamente con Él. Pero era una equivocación
enfrentarse a Dios, tratándolo en un plano de igualdad. Cuestionando el modo de
actuar de Dios, pidiéndole cuentas de sus criterios, Job se hace algún modo igual a su
Creador. Para él resulta imposible alcanzar las alturas infinitas del Omnipotente, cuya
perfección es inaccesible al espíritu humano (Job 11,7). Para expresar de modo
elocuente y poético la trascendencia divina, que supera cualquier comprensión
humana, se van presentando los cielos, los infiernos, la tierra y el mar como símbolos
de la altura, longitud y anchura cósmicas, superadas por la inmensidad divina (Job
11,8-9). La profundidad del misterio divino deja al hombre ignorante e impotente (cf.
Am 9,1-4; Jer 23,24; Dt 30,11-14; Ef 3,18-21). De hecho, a los humanos se les ha
concedido tocar con su mano los límites de la grandeza humana; ya los profetas
estigmatizaban a los que “se tienen por sabios y se creen inteligentes” (Is 5,21; cf. Is
10,13; 19,12; 29,14; Jr 8,8-9; 9,22-23; Ez 28).
Job entiende que el hombre no puede conocer los designios de Dios; pero al final
entiende que sus ojos han visto a Dios mismo a través de todo lo que hace en el mundo
(Job 42,5). Mirando el universo y la humanidad con los ojos de Dios, puede confesar su
error de perspectiva y el hecho de haber ido demasiado lejos; por ello dice: “Yo me
retracto” (Job 42,6a). Para Job la sabiduría consiste ahora en confesar que es posible
reconocer que Dios es justo sin necesidad de comprenderlo totalmente; y el hombre
puede comprometerse en la fidelidad a Él sin conocer “de principio a fin” (Ecl 3,11) el
sentido de lo que Dios ha hecho. Dios sigue siendo un misterio insondable para los
humanos.
82. El autor de este libro desarrolla ulteriormente el motivo del carácter inescrutable
de las acciones de Dios. Asumiendo el punto de vista de los sabios (Ecl 8,16-17), se
pone a buscar el sentido de la vida en la medida en que se puede descubrir en las
realidades del mundo, sobre la tierra y bajo el sol. El sabio quiere comprender el
significado de las ocupaciones en las que se afanan los hombres en la tierra (8,16), y
constata: “También pude observar todas las obras de Dios: el hombre no puede
descubrir el sentido de cuanto se hace bajo el sol…; y aunque el sabio pretenda
saberlo, nunca podrá descubrirlo”(8,17; cf. Job 42,3). Nadie puede cambiar lo que Dios
realiza a su debido tiempo (cf. Ecl 1,15; 3,1-8.14; 6,10; 7,13). Dios ha hecho que el
hombre no conozca su obra (Ecl 7,13-14; cf. Job 9,2-4). El Qohelet retoma este tema en
11,5, donde la obra de Dios se presenta como incomprensible y se compara con el
misterio de la gestación en el seno materno. El hombre ignora el sentido de la vida,
pero en la voluntad de Dios todas las cosas creadas tienen su propio puesto y su
propio tiempo (Ecl 3,11). El secreto de la obra de Dios es inaccesible, insondable e
incomprensible para el hombre que busca el sentido fundándose en su propia
experiencia. Tanto la obra de Dios como Dios mismo, el Creador, siguen siendo un
misterio inescrutable para los humanos.
Conclusión
Notemos que los enfoques relativos a la verdad sobre Dios en los libros de la Sabiduría
y del Eclesiástico, por una parte, y en los de Job y Eclesiastés, por otra, son muy
diferentes. De acuerdo con los dos primeros la verdad puede ser alcanzada mediante
la razón y/o mediante el conocimiento de la Torá; el libro de Job y del Eclesiastés
insisten, por su parte, en la incapacidad humana para comprender el misterio de Dios
y de su actividad: sólo resta la confianza que los creyentes tienen en el mismo Dios,
pese a no comprender la lógica de los acontecimientos y del mundo. El Nuevo
Testamento cambia el horizonte de la reflexión y muestra que la verdad va más allá de
la comprensión que de ella tiene la sabiduría de Israel y se manifiesta de forma plena y
definitiva en la persona de Cristo.
Entre los libros de la Biblia cristiana ocupan un lugar sobresaliente los Evangelios, en
cuanto testimonio escrito de la revelación divina en su punto culminante; en ellos
encontramos de hecho la automanifestación de Dios Padre a través de su Hijo, el cual,
hecho hombre, vivió, sufrió y murió, y con su resurrección elevó nuestra naturaleza
humana a la gloria divina (cf. n.22). La Constitución Dogmática Dei Verbum afirma: “La
verdad íntima tanto acerca de Dios como de la salvación humana transmitida por
medio de esta revelación brilla para nosotros en Cristo” (nº 2). La Constitución
concluye de esto “que entre todas las Escrituras, incluso del Nuevo Testamento, los
Evangelios gozan de una merecida superioridad pues son el principal testimonio
acerca de la vida y doctrina del Verbo Encarnado, nuestro Salvador” (nº 18). El mismo
texto conciliar afirma además el origen apostólico de los cuatro Evangelios (ibid.):
mediante el testimonio escrito de los Evangelios, los apóstoles, como “testigos
oculares y ministros de la palabra” (Lc 1,2), y sus discípulos vinculan la Iglesia con el
mismo Cristo.
La Dei Verbum reafirma así mismo el carácter histórico de los Evangelios, los cuales
“transmiten fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y
enseñó realmente para su eterna salvación” (nº. 19). Luego describe el proceso que
condujo a la forma actual de los cuatro Evangelios: estos no pueden ser reducidos a
creaciones simbólicas, míticas, poéticas de autores anónimos, sino que son relatos
fiables de los hechos de la vida y del ministerio de Jesús. Sería erróneo pretender una
equivalencia precisa entre cada uno de los elementos del texto y las particularidades
de los hechos, pues ello no responde a la naturaleza y a la finalidad de los Evangelios.
Los diversos factores que modifican los relatos y crean diferencias entre ellos no
impiden una presentación atendible de los hechos. También es inadecuado el
supuesto que teoriza acerca de la discontinuidad entre Jesús y las tradiciones que dan
testimonio de él, o bien el desinterés o la incapacidad de presentarlo de manera
adecuada. Así, pues, los Evangelios establecen una relación veraz con el verdadero
Jesus.
Jesús dice en mt 11,27 (Lc 10,22): “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie
conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar”. Jesús afirma una relación exclusiva de conocimiento
recíproco entre él y Dios. Dios conoce a Jesús como a su propio Hijo (Mt 3,17; 17,5; Lc
3,22; 9,35) y Jesús conoce a Dios como a su propio Padre, con el cual mantiene una
relación absolutamente única. Este conocimiento del Padre es la base de la capacidad
singular de Jesús para revelar a Dios, para dar a conocer su verdadero rostro. Por otra
parte, la revelación que hace Jesús de Dios como Padre implica siempre la revelación
de sí mismo como Hijo. De esta capacidad singular de Jesús se deriva que el objetivo
principal de su misión es la revelación de Dios. No sólo las palabras, sino también las
obras y todo el camino de Jesús revelan a Dios y requieren una atención continuada y
vigilante a dicha revelación.
La revelación que Jesús hace de Dios como Padre de los que lo escuchan se explicita de
un modo especial en el Evangelio de Mateo. Ello se muestra particularmente en el
Sermón de la Montaña (Mt 5-7). En él Jesús da a conocer a sus oyentes que su Padre
conoce sus necesidades antes de que se las pidan (6,8), y les enseña a dirigirse a Dios
llamándolo “Padre nuestro que estás en el cielo” (6,9). Los instruye sobre la solicitud
que Dios tiene por ellos y, consiguientemente, sobre lo superfluas que resultan las
preocupaciones humanas (6,25-34). El Padre bueno con los buenos y con los malos
(5,45) constituye el modelo de su actuación: “Por tanto, sed perfectos, como vuestro
Padre celestial es perfecto” (5,48). Sólo “el que cumple la voluntad de mi Padre que
está en los cielos” (7,21) –dice Jesús– se halla en el camino adecuado y se libra del
castigo final (cf. 7,24-27). Los oyentes de Jesús son “la luz del mundo” (5,14) y tienen
la tarea de dar a conocer al Padre por medio de sus buenas obras, de modo que los
hombres “den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (5,16). Revelando al Padre,
Jesús encomienda también la tarea de dar a conocer al Padre.
86. El ser humano es criatura de Dios; para él, Jesús, el Hijo de Dios, constituye un
modelo siempre válido de gratitud, obediencia y apertura en las relaciones con Dios
Padre, que es la fuente de toda salvación.
Las curaciones son reales y tienen una gran significación, pero no constituyen el
objetivo del ministerio de Jesús. Ya antes de su nacimiento el ángel le explica a José el
significado del nombre de Jesús: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a
su pueblo de los pecados” (Mt 1,21). La mayor miseria de los humanos no son las
enfermedades, sino los pecados, es decir, la alteración y la ruptura de la relación con
Dios y con el prójimo. Los hombres son incapaces de salir de esta mísera condición y
tienen necesidad de un salvador poderoso que los reconcilie con Dios. El nombre
“Jesús” significa “el Señor salva”; en la persona de su Hijo Jesús Dios ha mandado el
Salvador de Israel y de toda la humanidad. Jesús se acerca a los pecadores no como
juez, sino como médico lleno de misericordia, para sanarlos, y los llama a la
conversión (Mt 9,12-13). El da “su vida en rescate por muchos” (Mt 20,28; Mc 10,45).
Su sangre es “la sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de
los pecados” (Mt 26,28). El sacrificio de su vida sella la alianza nueva y definitiva de
Dios con Israel y con la humanidad, la reconciliación de Dios con los humanos. Esta es
un don gratuito de Dios. Depende de la libre decisión de los hombres aceptar la
invitación a salvarse o bien rechazarla y perderse (cf. Mt 22,1-13; 25,1-13.14-30).
El Evangelio de Lucas describe de modo incisivo qué salvación ofrece Dios a través de
su Hijo. Cuando nace Jesús, un ángel del Señor proclama: “Os anuncio una gran
alegría…: os ha nacido un Salvador, el Cristo, el Señor” (2,10-11). El evangelista narra
después toda la actividad y el camino de Jesús hasta su crucifixión. A esta siguen las
múltiples burlas hechas al Salvador y Cristo, que no es capaz de salvarse a sí mismo
(23,35-39). Pero, al final, uno de los malhechores que habían sido crucificados con él
(23,33) se arrepiente de sus malas acciones y expresa su fe e Jesús y en el Reino que él
había anunciado (23,40-42). Jesús le responde: “En verdad te digo: hoy estarás
conmigo en el paraíso” (23,43). Jesús promete al malhechor arrepentido la salvación
plena, es decir, la comunión inmediata con Dios, que incluye el perdón de los pecados
y la superación de la muerte. Las apariciones de Jesús resucitado (24,1-53) ponen de
relieve y confirman que Cristo entró en su gloria (cf. 24,26) y que de hecho él es el
Salvador, capaz otorgar la salvación prometida a malhechor crucificado.
Subrayemos una vez más el carácter universal de la salvación revelada y realizada por
Jesús. Su misión se dirige primero al pueblo de Israel (Mt 15,24; cf. 10,6), pero está
destinada a todos los pueblos. Su Evangelio se anuncia en todo el mundo (Mt 24,14;
26,13; cf. Mc 14,9) y sus discípulos son enviados a todos los pueblos. (Mt 28,19; cf. Lc
24,47). Dios ha enviado a Jesús como Salvador de toda la humanidad.
87. En este Evangelio encontramos una conexión muy estrecha entre la verdad sobre
Dios y la verdad sobre la salvación de los hombres. Jesús dice en Jn 3,16: “Tanto amó
Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él, no perezca
sino que tenga vida eterna”. Dios manda a su Hijo para salvar a los hombres, pero
precisamente con este envío se da a conocer a sí mismo, revelando su relación con el
Hijo y su amor al mundo. Se determina de este modo para los humanos una
correlación intrínseca entre su conocimiento de Dios y su salvación. De hecho, sobre la
vida eterna en que consiste la salvación plena afirma Jesús: “Esta es la vida eterna:que
te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”(17,3). El mediador
es Jesús, Verbo de Dios e Hijo de Dios hecho carne (1,14). Él revela al Padre (1,18) y
trae la salvación de los hombres; mejor dicho, revelando al Padre, revela la salvación.
Consideremos ahora el papel de Jesús desde tres aspectos: la relación del Hijo con el
Padre; la relación del Hijo y Salvador con los hombres; el acceso de los hombres a la
salvación.
88. El rasgo fundamental y más característico de la relación del Hijo con el Padre es su
perfecta unidad. Jesús dice: “Yo y el Padre somos uno” (10,30) y: “El Padre está en mí y
yo en el Padre” (10,38; cf. 17,21.23). Esta unión se expresa como íntimo conocimiento
recíproco y como amor sublime: “El Padre me conoce y yo conozco al Padre”, dice
Jesús (10,15); el Padre ama al Hijo (3,35; 5,20; 10,17; 15,9; 17,23.24.26) y el Hijo ama
al Padre (14,31).
La orientación salvífica de esta múltiple dependencia del Hijo respecto del Padre es
evidente. En virtud de la vida que posee en sí mismo y conforme a la voluntad del
Padre, el Hijo resucita a los muertos en el último día (6,39-40). Las palabras que ha
oído del Padre son la doctrina que Jesús comunica a los hombres (cf. 7,16; 17,8.14).
Las obras que aprende del Padre son los signos que constituyen el núcleo de su
actividad y que, escritos y transmitidos en el Evangelio, son la base para la fe de las
futuras generaciones (20,30-31). Así resulta claro que no podemos abordar la relación
entre el Padre y el Hijo sin considerar el significado de dicha relación para la salvación
del hombre; es evidente que la relación entre el Padre y el Hijo posee una cualidad
salvífica intrínseca.
Ya en el diálogo con Nicodemo dice: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el
desierto así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, 15para que todo el que cree en él
tenga vida eterna” (3,14-15). En otro pasaje dice: “Cuando levantéis en alto al Hijo del
hombre, sabréis que ‘Yo soy” (8,28); es decir, los hombres comprenderán la verdadera
identidad de Jesús como Hijo de Dios. Sobre sí mismo elevado en la cruz dice
igualmente Jesús “Atraeré a todos hacia mí” (12,32). Él será “el grano de trino” que
“cae en la tierra” y, muriendo, “da mucho fruto” (12,24). Su elevación sobre la tierra es
al mismo tiempo su glorificación (cf. 12,23.28; 17,1.5), es decir, la plena revelación,
tanto de su amor al Padre que se expresa en la obediencia al envío y a la voluntad del
Padre (14,31; cf. 4,34), como del amor ilimitado que manifiesta el Padre enviando y
entregando a su Hijo para salvar al mundo (3,16). Aceptando la hora que ha sido
determinada por el Padre, Jesús lleva su amor a los suyos “hasta el extremo”, hasta el
final (13,1). Y su última palabra, que precede a su muerte en la cruz, es: “Está
cumplido” (19,30). Muriendo en la cruz, cumplió la obra que el Padre le había confiado
para la salvación de los hombres; reveló, no sólo de palabra, sino también con las
obras, su amor y el amor del Padre hacia los hombres.
Habiendo sido enviado por el Padre y habiéndolo recibido todo del Padre, Jesús revela
el significado salvífico de su persona especialmente en las frases que comienzan con la
afirmación “Yo soy”. Con esta expresión –que debe entenderse a la luz de la revelación
de Dios a Moisés: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14)–, Jesús expresa que Dios Padre está
presente en su persona y, al mismo tiempo, concreta el efecto salvador de dicha
presencia. La locución “Yo soy” sin ningún complemento la usa Jesús en tres
ocasiones: cuando camina sobre las aguas (6,20), respecto de sí mismo elevado sobre
la cruz (8,28) y en el aserto solemne: “En verdad, en verdad os digo: antes de que
Abrahán existiera, yo soy” (8,58); en estos casos afirma siempre su presencia salvífica
fundada en su perfecta unión con el Padre. En otros siete casos la expresión “Yo soy”
va seguida de un complemento que introduce la referencia a realidades
fundamentales de la vida humana. Sólo podemos aludir brevemente al significado de
las afirmaciones correspondientes.
En la primera Jesús dice: “Yo soy el pan de vida” (6,35.48.51). Es preciso añadir
inmediatamente que el término “vida” aparece de forma explícita en otras dos
declaraciones (11,25; 14,6), y de manera implícita se halla presente en todas. La vida
terrena es el bien fundamental, la base de todos los demás bienes. Jesús revela que la
vida eterna, que consiste en la unión más viva y completa con Dios (cf. 17,3), es el bien
más alto, es la salvación perfecta. La sentencia de Jesús relativa al pan contiene tres
afirmaciones dobles: 1. El pan os mantiene en la vida terrena. De mí recibís la vida
eterna. 2. Dependéis del pan (del alimento) para vivir; sin el pan la vida se acaba.
Dependéis de mí para obtener la vida eterna; no podéis obtener esta vida por vosotros
mismos. 3. Para poder vivir debéis comer el pan; quien no come muere. Para poseer la
vida eterna debéis creer en mí; quien no cree perece.
Las otras afirmaciones con las que Jesús define la naturaleza de su persona se
estructuran de forma parecida a la que acabamos de describir y coinciden con ella en
cuanto a su significado salvífico. Con frecuencia se relacionan con uno de los signos de
Jesús y/o se encuentran en el marco de una instrucción extensa; el contexto aclara el
significado.
La siguiente afirmación es: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12; cf. 9,5; 12,35). Caminar en tinieblas,
sin luz es muy peligroso. Jesús conoce la verdadera meta (cf. 8,14), el Padre; él busca
el camino justo y lo muestra a los discípulos. Con la frase siguiente, “Yo soy la puerta”
(10,7.9), Jesús dice que Él es el verdadero acceso hacia las ovejas (10,7): los
verdaderos y auténticos pastores del pueblo de Dios son solo las personas a las que
Jesús ha encargado de serlo y que vienen en su nombre (cf. 21,15-17). Jesús es además
la puerta para las ovejas: solo por medio de él encuentran los fieles un alimento bueno
y abundante para tener vida en plenitud (10,10). Al mismo ámbito parabólico
pertenece la otra afirmación de Jesús: “Yo soy el buen pastor” (10,11.14); en ella se
resalta el cuidado solícito de Jesús por los suyos, el cual llega hasta entregar la propia
vida y se caracteriza por una familiaridad recíproca (10,14-18).
La frase “Yo soy la resurrección y la vida” (11,25) expresa el papel de Jesús en orden a
la superación de la muerte. Después de ella dice Jesús: “Yo soy el camino y la verdad y
la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (14,6). En esta afirmación se expresa
sintéticamente el papel de Jesús para acceder a Dios Padre, que es la única fuente de
salvación y de vida; se afirma su papel para llegar al Padre, para conocer al Padre,
para participar en la vida del Padre.
La última afirmación, “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (15,5; cf. 15,1), resume
de algún modo la relación entre Jesús y los hombres: los sarmientos sólo pueden vivir
y dar fruto si permanecen en la vid. La pregunta: “¿Qué deben hacer entonces los
hombres para estar unidos a Jesús”? nos lleva a la consideración que abordamos en el
punto siguiente.
90. Además de la imagen de la vid, Jesús señala dos formas de unión con él (sus
palabras y su amor): “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros…”
(15,7), y: “Permaneced en mi amor” (15,9). Las palabras de Jesús comprenden toda la
revelación que él ha traído. Tienen su origen en el Padre (cf. 14,10; 17,8) y
permanecen en el que las acepta creyendo en Jesús (cf. 12,44-50). Éste es el núcleo de
la fe: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí”(14,11). Por otra parte, en el
amor de Jesús se permanece acogiéndolo con gratitud viva y teniendo confianza total
en él; pero también, observando su mandamiento: “Que os améis unos a otros como
yo os he amado” (15,12; cf. 13,34). Creer en Jesús, en sus palabras y en su amor, y
amar a los otros son la forma de permanecer en él, de mantener la unión con él, que es
la vid, es decir, la fuente de toda vida y salvación (cf. 1 Jn 3,23).
91. Los escritos de Pablo son los más antiguos del Nuevo Testamento; refieren la
verdad que Dios ha revelado a Israel y que, con el envío del Hijo de Dios, Jesucristo, ha
sido llevada a cumplimiento y anunciada más allá de los límites del pueblo elegido, de
modo que “no hay griego ni judío” (Gal 3,28). A diferencia de los Evangelios, todos los
cuales son posteriores a su epistolario, Pablo no considera tanto el pasado cuanto la
actuación y el futuro de la vida en Cristo de las comunidades cristianas, fundadas por
él o por otros, pero unidas todas por la misma respuesta de fe y de amor.
Los recuerdos de Jesús que se pueden encontrar en sus cartas son bastante escasos.
Conviene señalar además que en sus escritos se hallan ausentes los títulos que
atribuyen los evangelistas al Jesús terreno (maestro, rabbí, profeta, hijo de David, Hijo
del hombre), mientras que prevalecen los que se refieren directamente al Resucitado,
tales como Señor (Fil 2,11), Cristo (con la tendencia a emplearlo como nombre propio
de Jesús: cf. Rm 5,6.8; etc.), Hijo de Dios (Rm 1,4; Gal 4,4; etc.), imagen de Dios (2 Cor
4,4) y otros. El interés personal y pastoral de Pablo se concentran de forma casi
exclusiva en la muerte y la resurrección del Señor y en los efectos salvíficos que
proceden de ellas. El Apóstol vive “en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó
por mí” (Gal 2,20). Por ello se enfrenta encarnecidamente con quienes deforman esta
“verdad del Evangelio” (Gal 2,5), y se opone incluso a “Cefas” (Gal 2,11). En cierto
sentido Pablo comienza donde terminan los Evangelios.
Por ello rechaza cualquier forma de separatismo local que se aparte de las otras
Iglesias, y pregunta a los Corintios: “¿O es que ha salido la palabra de Dios de entre
vosotros o ha llegado sólo a vosotros?” (1 Cor 14,36). En esta Iglesia hay muchas
divisiones: grupúsculos que, incluso polémicamente, se remiten a diversas
personalidades eclesiales (cap. 1–4); celebraciones de tinte “clasista” de la misma
Cena del Señor (1 Cor 11,17–34); emulaciones por los carismas más aparentes (cap.
12–14). Tal situación de división explica el amplio alcance del saludo inicial de Pablo:
“A la Iglesia de Dios en Corinto, a los… llamados santos, con todos los que en cualquier
lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”.
Precisamente a esta comunidad, amenazada por tantos peligros de disgregación, la
exhorta Pablo a recordar los muchos importantes factores de unidad: Cristo indiviso
(1,13); el bautismo en un solo Espíritu (12,13); la eucaristía (10,14-17; 11,23-34); el
amor (8,1; 13; 16,24).
93. La muerte del Hijo de Dios en la cruz es el corazón de la verdad revelada que Pablo
anuncia (1 Cor 2,1-2). Es “el mensaje de la cruz” (1 Cor 1,18), que se opone a las
pretensiones de judíos y griegos (1,22-23). A la jactancia de los griegos, orgullosos de
su “sabiduría” él contrapone la “locura” de la cruz (1,23). Pablo reacciona igualmente
al legalismo de los Gálatas: nada se puede añadir a Cristo, ni siquiera la ley que Dios ha
dado como elemento preparatorio y que Cristo ha cumplido y superado.
Pero “la muerte ya no tiene dominio sobre él” (Rm 6,9). Aquí debemos notar además
que Pablo no presenta nunca la resurrección como un hecho independiente de la cruz.
Entre el crucificado y el resucitado hay una identidad absoluta, es decir, no se
interrumpe la continuidad entre el que “se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta
la muerte, y una muerte de cruz”, y aquel a quien “Dios exaltó y le concedió un nombre
sobre todo nombre”, es decir, el nombre de “Señor” (Kyrios: Flp 2,8-9.11). Si se mirara
solo al crucificado, no se encontraría ninguna diferencia entre Jesús y los otros dos
malhechores que fueron condenados junto con él, ni siquiera con el heroico
crucificado Espartaco. Por otro lado, si se tuviera en cuenta solo al resucitado, se
acabaría en una religión abstracta, alienante, que se olvidaría de la vía (crucis) que es
preciso recorrer antes de llegar a la gloria. En cualquier caso, fue el encuentro con
Cristo vencedor de la muerte lo que hizo que Pablo entendiera la vitalidad del
crucificado, y no al revés. Esto ha sido posible tanto por la experiencia personal del
Apóstol (Gal 1,15-16; 1 Cor 9,1; 15,8), como por la mediación de la Iglesia (1 Cor
11,23; 15,3: “Porque yo os transmití… lo que también yo recibí”).
Hablando de los cristianos como “Cuerpo de Cristo”, Pablo va más allá de la simple
comparación: los miembros de Cristo constituyen una sola cosa con él; la Iglesia es
cuerpo “en él”. Esta no es fruto de la suma de los individuos y de su colaboración, ya
que existe antes de que cada uno de los miembros se agreguen a ella. Por la misma
razón tampoco el resultado es algo neutro (hen), sino personal (heis): “No hay judío y
griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno(heis) en Cristo
Jesús” (Gal 3,28).
Este pasaje enseña que “todos nosotros… hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu, para formar un solo cuerpo” (1 Cor 12,13). Casi preanunciando el uso de
dicha metáfora, Pablo había señalado ya la fuente originaria de esta unidad: “Hay
diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero
un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo
en todos” (1 Cor 12,4-6). De este modo se subraya hasta qué punto las diferencias,
armonizadas en unidad en la Iglesia, reflejan la unidad divina originaria, en la que se
hallan enraizadas. Lo da a entender igualmente la preciosa bendición final de 2 Cor
13,13: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu
Santo estén siempre con todos vosotros”. Este augurio de Pablo no comienza hablando
de Dios Padre, sino de Jesucristo, porque sólo él nos ha introducido en el misterio
trinitario (Rm 8,39). Finalmente, debemos notar así mismo el papel de crear
comunión que se atribuye al Espíritu Santo, porque corresponde a él realizar la obra
de la salvación a través de los siglos: “Para que la bendición de Abrahán alcanzase a
los gentiles en Cristo Jesús, y para que recibiéramos por la fe la promesa del Espíritu”
(Gal 3,14). Así todos han sido embebidos del mismo Espíritu (1 Cor 12,13), y forman
una comunidad fraterna, diversificada pero unánime. El don inestimable de esta
unidad, que ha superado incluso la antigua división entre “judío y griego” (Rm 10,12;
1 Cor 1,24; 12,13; Gal 3,28), obliga a caminar “en una vida nueva” (Rm 6, 4), “en la
novedad del Espíritu” (Rm 7,6) de modo que, “si alguno está en Cristo, es una criatura
nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Cor 5,17).
95. La unión con Cristo, que se vive junto a los demás creyentes en el cuerpo de Cristo
que es la Iglesia, no se limita a la vida terrena; es más, Pablo afirma: “Si hemos puesto
nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la
humanidad” (1 Cor 15,19). En el capítulo más extenso de todas sus cartas (1 Cor 15,1-
58), trata de fundar y de explicar la resurrección de los cristianos, que deriva de la
resurrección de Cristo. En dicho contexto dice con fuerza: “Cristo ha resucitado de
entre los muertos y es primicia de los que han muerto… En Cristo todos serán
vivificados” (1 Cor 15,20.22). La fe en la resurrección con Cristo, en la comunión
eterna con él y con el Padre, constituye el fundamento y el horizonte de la predicación
de Pablo. Influye profundamente en su vida terrena actual, hace capaces de soportar
las dificultades y las penas, sabiendo que el “esfuerzo no será vano en el Señor” (1 Cor
15,58). En su carta más antigua el Apóstol explica a los tesalonicenses: “Dios llevará
con él, por medio de Jesús, a los que han muerto” (1 Ts 4,14); y esto, “para que no os
aflijáis como los que no tienen esperanza” (1 Ts 4,13).
Pablo no ofrece ninguna descripción de esa vida, sino que afirma simplemente:
“Estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4,17; cf. 2 Cor 5,8). Reconoce en esta fe y en
esta esperanza una gran fuerza de estímulo y de consuelo y, al final del pasaje, dice a
los cristianos de Tesalónica: “Consolaos, pues, mutuamente, con estas palabras” (1 Ts
4,18). Considerando su propia muerte, Pablo afirma: “Deseo partir para estar con
Cristo, que es con mucho lo mejor” (Fil 1,23). Estar con Cristo, que está con el Padre;
es decir, la definitiva y perfecta comunión de vida con Él y, en Él, con todos los
miembros de su Cuerpo, se presenta como la plenitud de la salvación (cf. 1 Cor 15,28;
anche Jn 17,3.24).
3.5. El Apocalipsis
El desarrollo del Reino de Dios en la historia se lleva a cabo de forma dialéctica: hay
una oposición radical, que se convierte en lucha encarnizada, entre el “sistema de
Cristo” que incluye a Jesucristo y sus seguidores y el “sistema terreno” del mal,
inspirado y activado por lo Demoníaco, el cual pretende realizar su propio antirreino,
opuesto al Reino de Dios. La lucha se concluirá, al final, con la desaparición definitiva
de todos los protagonistas del mal y la actualización plena del Reino de Dios en el
ámbito definitivo de “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21,1), cuando una voz
salida del trono del Reino de Dios declare solemnemente: “He aquí la morada de Dios
entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán sus pueblos, y el ‘Dios con ellos’
será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni
llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido”(Ap 21,3-4). Es la presentación
más hermosa del Reino de Dios realizado.
Pero el sentido agudo que tiene el autor del Apocalipsis del hombre concreto en
general y, específicamente, de las grandes dificultades que halla el cristiano frente a
las iniciativas hostiles del “sistema terrestre”, lo impulsan a resaltar, pensando en el
Reino de Dios, la certeza de su plena actualización. El Reino se realizará en la tierra, en
la zona del hombre, con toda la plenitud con que fue proyectado en el nivel altísimo de
Dios.
Nos encontramos así con el Reino de Dios considerado, por una parte, en el conjunto
de su contenido global y, por otra, seguido y escrutado en su formación concreta. Los
dos aspectos, unidos, se suman, ofreciendo un panorama cautivador y unitario del
Reino de Dios y de su desarrollo. Esta es la verdad revelada típica del Apocalipsis, que
ahora pasamos a considerar en detalle.
97. Los primeras referencias al Reino que encontramos ya al comienzo del libro nos
ofrecen un escenario iluminador: dirigiéndose a Jesucristo Crucificado y Resucitado, al
que percibe como presente y cercano, la asamblea litúrgica, con un impulso de
conmovida gratitud, expresa su agradecimiento por los dones que de él ha recibido:
“Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho
reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A Él, la gloria y el poder por los siglos de los
siglos. Amén” (1,5-6). Alcanzado por el amor de Jesucristo, el cristiano se reconoce
como constituido por él Reino de Dios en Cristo. Es un Reino en desarrollo y en
proceso, no ciertamente concluido, pero ya iniciado: entre el cristiano y Jesucristo hay
una pertenencia recíproca de amor, con una responsabilidad sacerdotal para el
cristiano que lo hace mediador entre Dios, Cristo y la realidad humana.
Pero incluso antes de esta declaración de la asamblea litúrgica encontramos una
referencia al Reino en un sentido opuesto. Impartiendo la bendición trinitaria a la
asamblea, Juan añade: “… y de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los
muertos, el príncipe de los reyes de la tierra”. Junto a la de Dios y de Cristo surge una
realeza antagonista: los “reyes de la tierra” se refieren en el Apocalipsis (cf. Ap 6,15;
17,2; 18,3.9; 19,19) a los centros de poder característicos del “sistema terrestre”,
opuesto al Reino de Dios. Entre los cristianos, que ya pertenecen al Reino de Dios, y el
anti-reino del mal surge una oposición que los llevará a compartir y a flanquear, en
cuanto sacerdotes suyos, la oposición vencedora propia de Cristo-Cordero (cf. Ap 5,6-
10).
La primera de las cuatro atribuciones del término “veraz” a Dios Padre se refiere a él
personalmente. Los mártires, que se encuentran ya en contacto directo con Dios,
constatando la presencia persistente del mal en el mundo, dirigen a Dios una pregunta
crucial y cargada de emotividad, gritando en voz alta: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y
veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra sangre de los habitantes de la
tierra?” (Ap 6,10-11). Los mártires, contemplando a Dios directamente, perciben la
omnipotencia absoluta que lo hace “soberano” de todo; ven a Dios “santo” y, en cuanto
tal, contrapuesto radicalmente al mal y con el impulso irresistible a eliminarlo; ven a
Dios “veraz”, con una coherencia absoluta entre todo lo que es en sí mismo y su acción
en la historia, y le preguntan, turbados, hasta cuándo se va a retrasar su actuación. Y
Dios responde asegurándoles que su actuación para superar el mal se producirá
infaliblemente, pero se realizará de forma gradual de acuerdo con su plan. Mientras,
los mártires reciben inmediatamente una participación directa en la resurrección de
Cristo simbolizada en las “túnicas blancas” (Ap 6,11) que se les entregan.
99. En el paso de don desde Jesucristo a los hombres, propio del proyecto del Reino de
Dios, se inserta tres veces el término “verdadero”(Ap 3,7.14; 19,9), introduciendo una
comprensión más completa del propio Reino y de su desarrollo.
En el primero de estos usos, Jesús se define como “el santo, el Veraz”, (Ap 3,7),
situándose así al mismo nivel que el Padre, al que los mártires habían gritado: “Santo
y veraz” (Ap 6,10). En cuanto “santo”, Jesús posee, como el Padre, la plenitud de la
divinidad. Cuando el Padre y Jesús entran en la historia de los humanos, son
calificados de veraces, en el sentido, ya indicado, de que existe una correspondencia
perfecta entre su divinidad y su implicación en la historia. Su contacto con los
hombres, en el gran proyecto de Dios, no se producirá a un nivel reducido.
Mirando a Jesucristo implicado con los hombres, surge otro aspecto de su presencia
en la concretización de la historia: el testimonio del Padre del que es portador. Como
“Palabra viva” ve directamente al Padre en su inmensidad; como “Palabra encarnada”
está en contacto de adhesión con el hombre, comprendiéndolo hasta el fondo. Su
testimonio podrá poner así al alcance de los hombres, sean como sean y se encuentren
donde se encuentren, la riqueza infinita del Padre, a quien él ve. Al definirse a sí
mismo como “el testigo fiel y veraz” (Ap 3,14), subraya que su testimonio “fiel” se
corresponde completamente con la riqueza infinita del Padre y está al mismo tiempo
en un contacto de adhesión con el hombre. Además, con el calificativo de “veraz” se
explicita que Jesucristo compromete en su testimonio la plenitud de su divinidad y de
su humanidad. La riqueza infinita del Padre que se nos revela, así, en Jesucristo da
cuerpo y espesor a la verdad revelada del gran proyecto del Reino. La revela y la da.
100. En el primero de los tres usos de veraz aplicado a las palabras (Ap 19,9), el Ángel
intérprete que sigue a Juan se expresa en estos términos: “Estas
palabras verdaderas son de Dios”. Las palabras inspiradas que encontramos en el
Apocalipsis son todas, en su raíz, palabras propias de Dios, pasan y se condensan en
Jesucristo, Palabra viviente de Dios; desde Jesucristo y por mediación del Espíritu se
irradian hacia los hombres y los alcanzan. Son llamadas “verdaderas” porque son
capaces de llevar y de aplicar al hombre que las acoge toda la riqueza de Cristo y de
Dios de la que son portadoras.
De este modo se cierra el círculo. Partiendo de Dios Padre, todo pasa a Jesucristo,
Palabra viva del Padre. Jesucristo, Palabra viva, se hace palabra enviada y dada: es
decir, una palabra que parte de él mismo como contenido, alcanza a los hombres e
inserta en ellos su novedad. Del nivel cristológico que se forma y desarrolla así en los
hombres al constituir en ellos gradualmente una unidad inefable con Jesucristo,
Palabra viva, se alcanza el Padre celestial.
4. Conclusión
– La literatura sapiencial, por su parte, refleja los conflictos que pueden plantearse
entre las antiguas culturas que aspiran a la verdad y la revelación específica de la que
se benefició Israel. Un elemento común a las tradiciones sapienciales es que presentan
de la sabiduría de Israel como la expresión por excelencia de la verdad revelada. En
particular la sabiduría de Israel, confrontada con los sistemas filosóficos griegos
durante la época helenista, pretendió proponer un sistema de pensamiento coherente,
que subraya el valor moral y teológico de la Torá y que propuso suscitar la adhesión
del corazón y de la inteligencia.
102. El proyecto que unifica los libros del Nuevo Testamento es el de llevar al lector al
encuentro con Cristo, “revelador del Padre, fuente de salvación y manifestación última
de la verdad. Esta perspectiva común asume pedagogías diversas.
- Según el Apocalipsis Jesús, que recibe y da la palabra inspirada (Ap 1,1), constituye el
don supremo del Padre. Existe una correspondencia absoluta entre el proyecto del
Reino que Dios desea y su actualización verdadera en la historia del hombre a través
de Cristo. Cuando todas las palabras reveladas se hayan realizado, aniquilando el mal
que se halla instalado en la historia e implantando en ella la maravilla de Cristo, Dios
declarará solemnemente refiriéndose a las palabras: “¡Hecho está!” (Ap 21,6).
Esta “lógica canónica” da cuenta de las relaciones que existen entre el Nuevo
Testamento y el Antiguo: las tradiciones neotestamentarias recurren al vocabulario de
la “necesidad” y al del “cumplimiento” (o del “perfeccionamiento”) para expresar el
modo en el que la vida y la obra de Cristo se refieren a las tradiciones del Antiguo
Testamento (cf. Mt 26,54; Lc 22,37; 24,44). El contenido de las Escrituras, para que
sea verdadero, debe cumplirse necesariamente, y este cumplimiento se ha realizado
plenamente en la vida, muerte y resurrección de Cristo (Jn 13,18; 19,24; Hch 1,16). La
misma persona de Cristo otorga su sentido último a tradiciones muy distintas: lo
vemos, por ejemplo, en el relato del capítulo 24 del Evangelio de Lucas, en el que Jesús
en persona muestra cómo su historia individual ilumina las tradiciones de la Torá, de
los profetas y de los Salmos. La persona de Cristo es así la respuesta a las esperanzas
de Israel y cumple la revelación de Dios. Cristo “recapitula” las principales figuras de
la primera alianza y establece un vínculo de unión entre ellas: Él es el Siervo, el
Mesías, el mediador de la nueva alianza, el Salvador.
Por otro lado, Cristo expresa de manera definitiva e insuperable la verdad que se
había revelado y desplegado progresivamente en tradiciones escritas en el contexto
de la primera alianza. La verdad de Cristo se consigna en las tradiciones
neotestamentarias, que vinculan de manera inseparable el testimonio ocular de los
primeros discípulos con la recepción, en el Espíritu, de aquel testimonio por parte de
las primeras comunidades cristianas.
¿En qué consiste esta verdad sobre Dios y sobre la salvación del género humano, que
constituye el centro de la revelación divina y alcanza su última y definitiva expresión
en Jesús? La respuesta a esta pregunta la encontramos en la actuación de Jesús. Él
revela al Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mt 28,19), al Dios que es y vive en sí
mismo la comunión perfecta. Jesús llama a sus discípulos a la comunión de vida
consigo en el seguimiento (Mt 4,18-22) y les encomienda hacer discípulos suyos a
gente de todos los pueblos (Mt 28,19). Expresa, además, su mayor deseo cuando pide
al Padre: “Que también ellos estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria”
(Jn 17,24). Esta es la verdad revelada por y en Jesús: Dios es comunión en sí mismo y
Dios ofrece la comunión con él por medio de su Hijo (cf. Dei Verbum, n. 2). La
inspiración, cuyo carácter trinitario hemos reconocido en los autores del Nuevo
Testamento, se presenta como el camino adecuado para la comunicación de esta
verdad. Entre la inspiración y la verdad de la Biblia hay correspondencia.
TERCERA PARTE
1. Introducción
La misma Dei Verbum nos ofrece algunas pistas para responder a esta pregunta. El
texto conciliar afirma que la revelación de Dios en la historia de la salvación acontece
a través de hechos y palabras que se complementan recíprocamente (n. 2), pero
constata asimismo que en el Antiguo Testamento encontramos “cosas imperfectas y
provisionales” (n. 15). Hace suya la doctrina de la “condescendencia de la Sabiduría
eterna”, que procede de Juan Cristóstomo (n. 13), aunque, sobre todo, se apela a los
“géneros literarios” usuales en la antigüedad, remitiendo a la Encíclica Divino afflante
Spiritu de Pío XII (EB 557-562).
Tenemos que profundizar este último aspecto. También hoy la verdad contenida en
una novela difiere de la de un manual de física; hay diversas modalidades de escribir
la historia, que no siempre es una crónica objetiva; la poesía lírica no expresa lo que se
encuentra en un poema épico, etc. Lo mismo vale para las literaturas del Próximo
Oriente Antiguo y del mundo helenista. En la Biblia encontramos diversos géneros
literarios que estaban en uso en aquel área cultural: poesía, profecía, narración, dichos
escatológicos, parábolas, himnos, confesiones de fe, etc.; cada uno de ellos tiene su
propia forma de presentar la verdad.
El relato de Gén 1–11, las tradiciones sobre los patriarcas y sobre la conquista de la
tierra de Israel, las historias de los reyes hasta el levantamiento de los Macabeos
contienen ciertamente verdades, pero no pretenden proponer una crónica histórica
del pueblo de Israel. En la historia de la salvación el protagonista no es Israel ni los
hombres, sino Dios. Los relatos bíblicos son narraciones teologizadas. Su verdad –que
en las secciones precedentes se ha ilustrado con algunos textos– se deduce de los
hechos narrados, pero sobre todo de la finalidad didáctica, parenética y teológica
buscada por el autor que ha recopilado estas antiguas tradiciones o elaborado el
material contenido en los archivos de los escribas, con el fin de transmitir una
intuición profética o sapiencial y comunicar un mensaje decisivo para su generación.
105. Por otra parte, si es verdad que Dios se revela por medio de “hechos y palabras
intrínsicamente conexos entre sí”, entonces una “historia de la salvación” no existe sin
un núcleo histórico (Dei Verbum, n. 2). Además, si la inspiración abarca el Antiguo y el
Nuevo Testamento “con todas sus partes” (n. 11), no podemos eliminar ningún pasaje
de la narración; el exegeta debe esforzarse por encontrar el valor que tiene cada inciso
en el contexto de todo el relato por medio de los distintos métodos enumerados en el
documento de la Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Chiesa[4].
Si bien un estudio diacrónico de los textos es indispensable para captar las diversas
reinterpretaciones de un oráculo o de un relato original, el verdadero sentido de un
pasaje está unido a su forma última, aceptada en el Canon de la Iglesia. La
reinterpretación puede asumir también la forma de la alegorización de textos más
antiguos. En consecuencia, ciertos relatos o salmos que hablan de exterminios y de
odio hacia los enemigos, incluso teniendo en cuenta la imperfección de la revelación
en el Antiguo Testamento, pueden tener un valor parenético para la generación a la
que se dirigen.
Resulta evidente que estas consideraciones no resuelven todas las dificultades; pero
también es innegable que con la expresión “la verdad... para nuestra salvación”, (n. 11)
la Dei Verbum restringe la verdad bíblica a la revelación divina que se refiere a Dios
mismo y a la salvación del género humano. Por otra parte, el subrayado de los géneros
literarios ha dado mayor respiro a la tarea, ya de suyo difícil, de los exegetas. Los
ejemplos que siguen pueden ilustrar este punto.
La mayoría de los exegetas admite que la redacción final de los relatos patriarcales, de
los del Éxodo, de la conquista y de los Jueces, se llevó a cabo después del exilio en
Babilonia, durante el período persa. Respecto al ciclo de Abrahán, los episodios que
han vinculado la historia de este patriarca con las otras tradiciones patriarcales, en
particular mediante relatos de promesas, son más recientes y van más allá de un
horizonte originariamente limitado a historias de un clan. Un episodio como el de Gén
15 –esencial para la tesis paulina sobre la justificación por la fe sola,
independientemente de las obras de la ley mosaica (cf. Rm 4)– no describe los hechos
en el modo preciso en que se desarrollaron, como muestra la historia de su redacción.
Pero, si esta es la situación, ¿qué decir entonces del acto de fe del patriarca y de la
argumentación de Pablo, que parece perder el apoyo escriturístico que necesitaba?
Lo primero que se puede decir a propósito de los relatos sobre los Patriarcas (sobre el
Éxodo y sobre la conquista) es que no vienen de la nada. Todo pueblo siente, en efecto,
la necesidad de conocer y de expresar, para sí mismo o para otros, de dónde viene, su
procedencia geográfica y temporal, en otras palabras, su origen. Lo mismo que los
pueblos de su entorno, los israelitas de los siglos V-IV a.C. comenzaron a contar su
pasado. Lo hacían en relatos que retomaban tradiciones antiguas, no sólo para decir
que tenían un pasado más o menos rico, como lo tenían los otros pueblos, sino
también para interpretarlo y valorarlo con la ayuda de su fe.
En síntesis, para valorar la verdad de los relatos bíblicos antiguos es preciso leerlos
como fueron escritos y como fueron leídos por el propio Pablo: “Todo esto les sucedía
[a los israelitas] alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos
ha tocado vivir en la última de las edades”(1 Cor 10,11).
108. El relato del paso de los Israelitas a través del mar constituye una parte esencial
de las lecturas prescritas para la celebración cristiana de la noche de Pascua. Dicho
relato se basa en una antigua tradición que recuerda la liberación del pueblo reducido
a esclavitud. Esa tradición oral, puesta por escrito, fue objeto de múltiples “relecturas”
y, por último, fue insertada en la narración del Éxodo y en la Torá. En este marco la
liberación de Israel es presentada como una nueva creación. Lo mismo que Dios creó
el mundo separando el mar de la tierra seca, así “creó” al pueblo de Israel trazando
para él un camino por la tierra seca a través del mar. Así, pues, el relato une
estrechamente una antigua tradición narrativa a una interpretación teológica basada
en la teología de la creación.
109. El libro de Tobías no forma parte de la Biblia hebrea, sino de la griega; el decreto
del Concilio de Trento sobre el Canon lo incluye entre los libros históricos del Antiguo
Testamento (D-S 1502). El libro de Jonás, por el contrario, se encuentra entre los Doce
Profetas (también llamados “Profetas menores”) de la Biblia hebrea. Ambos libros
cuentan una serie de hechos sobre los cuales podemos preguntarnos si realmente
ocurrieron.
Nos encontramos, pues, ante una fábula religiosa popular con una finalidad didáctica y
edificante, que, por ello mismo, se sitúa en el ámbito de la tradición sapiencial. Es una
composición literaria con el conocido esquema –redoblado por el paralelismo entre
Tobit y Sara– del comportamiento del justo que, afligido por las tribulaciones, ora al
Señor, el cual le envía la salvación.
110. El hecho de que el libro de Jonás se haya transmitido entre los escritos de los
Doce Profetas es un indicio de que el protagonista de este libro fue considerado muy
pronto como un auténtico profeta (cf. 2 Re 14,25), que habría que colocar
históricamente en el contexto del dominio asirio, supuesto por el relato, antes de que
los babilonios y los medos destruyeran Nínive en el año 612 a.C. Tal consideración
parece confirmarla el hecho de que el mismo Jesús remite al episodio más llamativo
del relato sobre el profeta, los tres días y las tres noches en el vientre del cetáceo,
como signo “histórico” que prefigura el acontecimiento de su propia resurrección (Mt
12,39-41; Lc 11,29-30; Mt 16,4).
Pese a todo, en el relato hay, no sólo detalles, sino incluso elementos estructurales que
no podemos considerar como hechos históricos y nos llevan a interpretar el texto
como una composición imaginaria, con hondos contenidos teológicos.
Algunos detalles improbables –como, por ejemplo, que Nínive fuera una ciudad tan
inmensa que se necesitaran tres días para recorrerla (Jon 3,3)– pueden ser
considerados hipérboles; entre los elementos estructurales son inverosímiles, por el
contrario, el pez que se traga a Jonás y lo mantiene vivo tres días y tres noches en su
vientre antes de vomitarlo (2,1.11), así como la pretendida conversión de todos los
ninivitas (3,5-10), de la que, entre otras cosas, no hay ninguna huella en los
documentos asirios.
111. Sólo Mateo y (1–2) y Lucas (1,5–2,52) antepusieron a sus respectivas obras un
llamado “evangelio de la infancia”, en el que se exponen los orígenes y el comienzo de
la vida de Jesús. En este caso podemos señalar grandes diferencias entre los dos
relatos, así como la presencia de hechos extraordinarios que causan admiración, como
la concepción virginal de Jesús. De aquí surge la cuestión sobre la historicidad de tales
narraciones. Exponemos las diferencias y las convergencias que se descubren entre
los dos relatos y tratamos de determinar el mensaje de los mismos.
a. Las diferencias
Ninguno de los relatos que se encuentra en Mateo está presente en Lucas; y viceversa.
Entre los dos relatos hay además diferentes notables: según Mateo, María y José, antes
del nacimiento de Jesús, viven en Belén, y sólo van a Nazaret después de la huida a
Egipto y como consecuencia de una advertencia especial. Según Lucas, María y José
viven en Nazaret, el censo los lleva a Belén y, sin huir a Egipto, vuelven a Nazaret. Es
difícil encontrar una solución a tales diferencias, que, por otra parte, revelan que los
dos evangelistas son independientes uno del otro. Pero este último aspecto hace más
significativas las convergencias.
b. Las convergencias
112. Mateo y Lucas tienen en común los siguientes datos. María, la madre de Jesús, era
prometida de José (Mt 1,18; Lc 1,27), que es de la casa de David (Mt 1,20; Lc 1,27). Los
dos no viven juntos antes de la concepción de Jesús, que ocurre por obra del Espíritu
Santo (Mt 1,18.20; Lc 1,35); Jose no es el padre natural de Jesús (Mt 1,16.18.25; Lc
1,34). El nombre de Jesús lo comunica un ángel (Mt 1,21; Lc 1,31), junto con su
significado salvífico (Mt 1,21; Lc 2,11). Jesús nace en Belén en tiempos del rey Herodes
(Mt 2,1; Lc 2,4-7; 1,5) y crece en Nazaret (Mt 2,22-23; Lc 2,39.51). Los dos
evangelistas tienen en común los datos fundamentales sobre las personas, los lugares
y el tiempo. Una importancia particular tiene su convergencia sobre la concepción
virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo, la cual excluye que José sea el padre
natural de Jesús.
c. El mensaje
Mateo presenta a Jesús como Hijo de Dios (2,15), en el que Dios está presente y al que
corresponde el nombre de “Emmanuel”, “Dios con nosotros” (1,23). Dios decide el
nombre de “Jesús”, en el que se expresa el programa de su misión salvadora: “salvará a
su pueblo de sus pecados” (1,21). Jesús es el Cristo de la casa de David (1,1.16.17.18;
2,4), “que será el pastor de mi pueblo, Israel” (2,6; cf. Mi 5,1), el rey último y definitivo
que Dios da a su pueblo. La venida de los magos muestra que la misión de Jesús va
más allá de Israel y concierte a todos los pueblos (2,1-12). La amenaza mortal, que
proviene del rey de aquella época (2,1-18) y continúa con su sucesor (2,22), hace
presagiar la pasión y la muerte de Jesús. El enraizamiento de Jesús en el pueblo de
Israel está presente en todo el relato y se concentra en la genealogía (1,1-17) y en las
cuatro citas de cumplimiento (1,22-23; 2,15.17-18.23; cf. 2,6).
En Lucas hallamos indicaciones parecidas, si bien las expresiones y los acentos son
distintos. Jesús es llamado “Hijo de Dios” (1,35; cf. 1,32) y, en el Templo, su primera
palabra, la única recordada en el relato evangélico de la infancia es: “debo ocuparme
de las cosas de mi Padre”(2,49). Al anunciar a los pastores su nacimiento, el ángel
proclama: “Os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (2,11). En el “Mesías del
Señor” (2,26) ha llegado “la salvación” (2,30), “la redención de Jerusalén” (2,38). Se
subraya la vinculación de Jesús con David (1,26.69; 2,4.11), que culmina en el anuncio
del ángel: “El Señor, Dios, le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de
Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”(1,32-33). El significado universal de la
venida de Jesús lo expresa Simeón: la salvación que llega con Jesús acontece “ante
todos los pueblos” (2,31), y Jesús es “luz para alumbrar a las naciones” (2,32). Simeón
alude asimismo a las dificultades de la misión de Jesús, cuando habla del “signo de
contradicción” (2,34). Todo lo que se cuenta está ambientado en la vida religiosa del
pueblo de Israel: se comienza con un sacrificio en el Templo (1,5-22) y se concluye con
una peregrinación al Templo (2,41-50), observando fielmente la Ley del Señor (2,21-
28).
114. Ambos evangelistas refieren la concepción virginal de Jesús por obra del Espíritu
Santo y atribuyen el comienzo de la vida de Jesús exclusivamente a la acción de Dios,
sin intervención de un padre humano. En Mt 1,20-23 el anuncio del nacimiento de
Jesús va unido al de su misión salvadora: el que salvará a su pueblo de sus pecados y
lo reconciliará con Dios, el que es “Dios con nosotros”, tiene origen divino. El Salvador
y la salvación proceden únicamente de Dios, son un don de su gracia. En Lc 1,35 se
señala la consecuencia de la concepción virginal de Jesús: “Por eso el Santo que va a
nacer será llamado Hijo de Dios”. En la concepción virginal de Jesús se revela su
relación con Dios. En cuanto “santo”, pertenece totalmente a Dios, de modo que
también según su existencia humana Dios es su único padre. La concepción virginal de
Jesús tiene un profundo significado tanto para su relación con Dios como para su
misión salvadora en favor de los humanos.
116. Los libros del Antiguo Testamento están penetrados por la fe en que Dios lo ha
creado todo, obra continuamente en el mundo y mantiene todas las cosas en la
existencia y en la vida. Con esta fe el pueblo de Israel ve la creación, con todas sus
maravillas, como efecto de la acción puntual de Dios, tanto en lo que se refiere a las
realidades ordinarias, como en lo que se refiere a las realidades extraordinarias: todo
es un continuo y gran milagro. Todo es un mensaje de fe, que se resume muy bien en
estas palabras del Salmo: “Solo él hace grandes maravillas: porque es eterna su
misericordia” (Sal 136,4).
117. Los cuatro Evangelios refieren una serie de acciones extraordinarias realizadas
por Jesús. Las más frecuentes son las curaciones de enfermos y los exorcismos. Se
cuentan además tres resurrecciones (Mt 9,18-26; Lc 7,11-17; Gv 11,1-44) y algunos
“milagros sobre la naturaleza”: la tempestad calmada (Mt 8,23-27), Jesús que camina
sobre las aguas (Mt 14,22-33), la multiplicación de los panes y de los peces (Mt 14,13-
21), y la transformación del agua en vino (Jn 2,1-11). Lo mismo que la enseñanza en
parábolas, también la realización de acciones extraordinarias por parte de Jesús
pertenece a su ministerio y es atestiguado de muchas maneras. Estos relatos no
constituyen un añadido posterior a la tradición original sobre el ministerio de Jesús.
Los términos que usan los evangelios para referirse a estas acciones son significativos.
Aunque hablen de la admiración de la gente ante la actuación de Jesús (cf. Mt 9,33; Lc
9,43; 19,17; Gv 7,21), los evangelios no usan un término que corresponda a nuestro
“milagro” (que significa “obra que causa admiración”. Los sinópticos hablan de “obras
de poder” (dynameis), mientras que el Evangelio de Juan usa el término “signos”
(semeia). Esta diferencia terminológica es muy significativa. En todas las acciones
extraordinarias realizadas por Jesús se constata inmediatamente la superación de una
situación de necesidad (enfermedad, peligro, etc.) Por otra parte, Jesús con su
actuación manifiesta que esta intervención extraordinaria no es todo. Mt 11,20 refiere
que “Jesús se puso a recriminar a las ciudades donde había hecho la mayor parte de
sus milagros, porque no se habían convertido”(cf. Lc 10,13). No basta admirar y
agradecer al taumaturgo; es preciso convertirse a su mensaje.
En los evangelios sinópticos, el Reino de Dios es el centro del anuncio de Jesús (cf. Mt
4,17; Mc 1,15; Lc 4,43). Las obras de poder deben confirmar y evidenciar que la
realidad salvífica de este Reino se ha acercado y se ha hecho presente. Jesús dice sobre
su actuación: “Si yo expulso a los demonios por el Espíritu de Dios, es que el Reino de
Dios ha llegado a vosotros” (Mt 12,28; cf. Lc 11,20). Estas obras, en su diversidad, no
sólo manifiestan los diferentes aspectos de la potencia salvadora del Reino de Dios,
sino que tienen además una función reveladora respecto a la identidad de Jesús.
Después de que se haya calmado el mar tempestuoso, los discípulos se preguntan:
“¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y el mar le obedecen!” (Mt 8,27). La pregunta de Juan
Bautista: “¿Eres tú el que ha de venir?”, la provocan “las obras del Mesías” (Mt 11,2-3).
Jesús responde a la pregunta enumerando sus obras poderosas (11,4-5).
Juan usa también con frecuencia el término “obras” (erga) para definir las acciones
extraordinarias de Jesús. Después de la curación de un enfermo un sábado (5,1-18),
Jesús explica (5,19-47) que su actuación depende de la de Dios: “Las obras que el
Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el
Padre me ha enviado” (5,36; cf. 10,25.37-38; 12,37-43). El término “obras” acentúa
otra característica de las acciones de Jesús. Estas son “signos” para los hombres y
además son “obras” que corresponden a la actuación de Dios; por ello son un
testimonio de que Jesús ha sido enviado por Dios Padre.
118. Cabe mencionar por último la que es la meta y el culmen de todos los signos y
obras de Jesús: la resurrección. Esta no es ya un signo visible, y es la obra de Dios
Padre, porque “Dios lo ha resucitado de entre los muertos” (Rm 10,9; cf. Gal 1,1; etc.).
La resurrección de Jesús no fue vista por nadie, pero fue dada a conocer a los
discípulos, que son testigos de ella (cf. Hch 10,41), a través de las apariciones de Cristo
resucitado. La finalidad de los signos y de las obras realizadas por Jesús era revelar su
relación con Dios y mostrar su misión salvadora, misión que se expresa como socorro
a las miserias humanas y comunicación de vida. Todo esto se cumple en su
resurrección. Esta revela y confirma la unión estrechísima de Dios con Jesús, significa
la superación de la muerte y de todas las enfermedades, realiza el paso a la vida
perfecta en la comunión eterna con Dios. Pablo anuncia la resurrección de Jesús con la
convicción de que “quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros
con Jesús y nos presentará con vosotros ante él” (2 Cor 4,14).
119. Una dificultad específica respecto a la verdad histórica de los relatos pascuales la
crea el hecho de que en ellos encontramos muchas divergencias que, situándonos al
nivel de la pura dimensión factual, no es fácil armonizar.
a. El terremoto
120. El hecho de que solo Mt 28,2 se refiera a un terremoto no significa que los otros
Evangelios, al no mencionarlo, lo nieguen. Una deducción de este tipo no sería segura,
pues se apoya exclusivamente en un argumento e silentio. Por otra parte, el
“terremoto” parece formar parte del estilo teológico de Mateo. De hecho, solo este
evangelista menciona un terremoto –unido a otros fenómenos extraordinarios– tras la
muerte de Jesús (27,51-53), y lo presenta como el motivo por el que el centurión y sus
soldados se llenan de miedo y confiesan la filiación divina de Jesús crucificado (27,54).
En relación con esto se debe tener en cuenta que, en las descripciones de las teofanías
que encontramos en el Antiguo Testamento, el terremoto es uno de los fenómenos en
los que se manifiesta la presencia y la actuación de Dios (cf. Ex 19,18; Jue 5,4-5; 1 Re
19,11; Sal 18,8; 68,8-9; 97,4; Is 63,19). En el Apocalipsis el terremoto indica
simbólicamente un movimiento que tiende provocar el derrumbamiento del “sistema
terrestre”, constituido por un mundo que, construido al margen de Dios y en oposición
a Él, llega un momento en que se derrumba (cf. Ap 6,12; 11,13; 16,18).
Así, pues, es probable que Mateo utilice este “motivo literario”. Mencionando el
terremoto, quiere resaltar que la muerte y la resurrección de Jesús no son hechos
ordinarios, sino acontecimientos “convulsionantes” en los que Dios actúa y realiza la
salvación del género humano. El significado específico de la acción divina debe
deducirse del contexto del evangelio: la muerte de Jesús lleva a plenitud el perdón de
los pecados y la reconciliación con Dios (cf. Mt 20,28; 26,28), y en su resurrección
Jesús vence la muerte, entra en la vida de Dios Padre y se le otorga el poder sobre todo
(cf. 28,18-20). Así, pues, el evangelista no habla de un terremoto cuya fuerza pudiera
medirse de acuerdo con los grados de una determinada escala, sino que quiere
despertar la atención de sus lectores y dirigirla a Dios, resaltando el dato más
importante de la muerte y resurrección de Jesús: su relación con la potencia salvífica
de Dios.
121. Algo parecido ocurre con Mc 16,8, donde se habla de la reacción de las mujeres al
mensaje pascual, que fue de temor y de espanto: “Ellas salieron huyendo del sepulcro,
pues estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, del miedo que
tenían”. Los otros evangelistas no se refieren a un comportamiento así. Lo mismo que
el terremoto es uno de los fenómenos que acompañan la manifestación del poder de
Dios, el temor constituye la reacción humana habitual a aquella manifestación. Una
característica del evangelio de Marcos es recurrir a la reacción de los presentes para
expresar la naturaleza y la calidad de los hechos a los que aquellos han asistido. (cf.
1,22.27; 4,41; 5,42; ecc.). La reacción más fuerte y resaltada que nos refiere en su
evangelio es la de las mujeres después de haber escuchado el mensaje pascual que les
transmite el mensajero de Dios. Mediante la reacción de las mujeres el evangelista
subraya que la resurrección de Jesús crucificado es la mayor manifestación del poder
de Dios. El evangelista comunica no sólo el hecho en cuanto tal, sino que muestra
además el significado que tiene para los humanos y el efecto que produce en ellos.
122. Los evangelios presentan de diversos modos la fuente del mensaje pascual. Según
los sinópticos (Mt 28,5-7; Mc 16,6-7; Lc 24,5-7) las mujeres que van a la tumba de
Jesús y la encuentran vacía, reciben el mensaje de la resurrección de uno o dos
enviados celestiales. Frente a esto, según Jn 20,1-2 Maria Magdalena, después de
haber encontrado la tumba vacía, va adonde estaban los discípulos y les dice: “Se han
llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Esta explicación
sobre la tumba vacía la repite dos veces más (20,13.15) y solo tras la aparición del
mismo Señor resucitado (20,14-17) lleva a los discípulos el mensaje de la resurrección
(20,18). Nos podemos preguntar si Mateo, Marcos y Lucas, al referirse al
descubrimiento de la tumba vacía, anticipan la verdadera interpretación de este
hecho, en contraste con la ya mencionada, ofrecida por María Magdalena en Jn
20,2.13.15 (cf. además Mt 28,13). Poniendo esta explicación en labios del mensajero
celeste, los tres evangelistas la caracterizan como un conocimiento sobrehumano, que
solo puede venir de Dios. Pero la fuente efectiva de dicha interpretación es el mismo
Señor resucitado que se aparece a los testigos escogidos. No hay duda de que el
fundamento más sólido de la fe en la resurrección de Jesús son sus apariciones (cf.
también 1 Cor 15,3-8).
Los cuatro relatos de la visita a la tumba, con sus diferencias, hacen difícil una
armonización histórica de los mismos, pero precisamente esas divergencias
constituyen para nosotros un verdadero estímulo para comprenderlas de modo más
adecuado. El estudio de sus tres diferencias principales –el terremoto, la huida de las
mujeres y el mensaje celestial– ha puesto de manifiesto un significado común, es decir,
dar testimonio de Dios y de la intervención decisiva de su poder salvador en la
resurrección de Jesús. Este resultado, si bien nos libera, por una parte, del tener que
descubrir en cada detalle del relato –no sólo de los de Pascua, sino del conjunto de los
evangelios–el dato preciso de una crónica, por otro nos anima a estar abiertos y
atentos al significado teológico presente, no sólo en las diferencias, sino en todos los
detalles del relato.
123. Se halla aún muy extendida la opinión de que los evangelios son esencialmente
una crónica de los hechos, de los que los testigos proporcionan una reseña puntual.
Semejante idea se basa en la convicción adecuada de que la fe cristiana no es una
especulación ahistórica, sino que está fundada en hechos realmente ocurridos. Dios
actúa en la historia y se ha hecho presente de forma eminente en la de su Hijo
encarnado. Sin embargo, una concepción que ve en los evangelios únicamente una
especie de crónica puede perder de vista su significado teológico y descuidar, por ello,
toda su riqueza precisamente en cuanto palabra que habla de Dios. La Pontificia
Comisión Bíblica, ya en su Instrucción Sancta Mater Ecclesia de 1964 sobre la verdad
histórica de los Evangelios, afirmaba:“Dado que las recientes investigaciones han
mostrado que la doctrina y la vida de Jesús no fueron simplemente relatadas con el
único fin de recordarlas, sino que fueron ‘predicadas’ de modo que ofrecieran a la
Iglesia el fundamento de su fe y sus costumbres, el intérprete, escrutando
incansablemente el testimonio de los evangelistas, será capaz de iluminar con mayor
profundidad el perenne valor teológico de los Evangelios y de sacar a plena luz cuán
necesaria y cuán importante es la interpretación de la Iglesia” (EB 652).
Así, pues, debemos tener en cuenta el hecho de que los Evangelios no son solo
crónicas de los hechos de la vida de Jesús, puesto que los evangelistas pretenden
expresar también, según el módulo narrativo, el valor teológico de aquellos
acontecimientos. Esto significa que, en todo lo que nos cuentan, no pretenden relatar
únicamente datos de una crónica, sino que quieren hacer además un “comentario”
teológico a los hechos que narran y expresar su valor teológico, es decir, poner de
relieve la relación con Dios.
Dicho en otros términos, el objetivo de anunciar a Jesús, Hijo de Dios y Salvador de los
hombres, –un objetivo que se puede llamar “teológico”– es prevalente y fundamental
en los Evangelios. La referencia a los hechos concretos que encontramos en los
Evangelios se inserta en el marco de este anuncio teológico. Esto implica que,
mientras que las afirmaciones teológicas sobre Jesús tienen un valor directo y
normativo, los elementos puramente históricos tienen una función subordinada.
125. Uno de los mayores obstáculos para aceptar la Biblia como Palabra inspirada lo
constituye la presencia, sobre todo en el Antiguo Testamento, de manifestaciones
repetidas de violencia y crueldad, ordenadas en muchos casos por Dios, en otros
muchos objeto de súplicas dirigidas al Señor, y en otros atribuidas directamente a Él
por el autor sagrado.
126. Desde sus primeras páginas la Biblia muestra que la violencia surge en la
sociedad humana (Gén 4,8.23-24; 6,11.13), siendo su matriz el rechazo de Dios que se
manifiesta en la idolatría (Rm 1,18-32). La Sagrada Escritura denuncia y condena toda
forma de abuso, desde la esclavitud a las guerras fratricidas, desde las agresiones
personales a los sistemas de opresión, bien sea entre las naciones o bien dentro de
Israel (Am 1,3–2,16). Poniendo ante los hombres las terribles consecuencias de las
perversiones del corazón (Gén 6,5; Jer 17,1), la Palabra de dios tiene función profética;
y así invita a reconocer el mal para evitarlo y combatirlo.
Para promover el conocimiento del bien que se debe hacer (Rm 3,20) y para favorecer
el proceso de conversión, la Escritura proclama la ley de dio, que es como el freno que
evita la difusión de la injusticia. Pero la Torá del Señor no indica solo la vía de la
justicia que cada cual es llamado a seguir como un deber, sino que prescribe también
lo que hay que hacer frente al culpable, en orden a extirpar el mal (Dt 17,12;
22,21.22.24; etc.), resarcir a las víctimas y promover paz. Un sistema así no puede
calificarse de violento. La sanción punitiva es de hecho necesaria, porque no sólo pone
en evidencia la iniquidad y peligrosidad del crimen, sino que, además de constituir
una justa retribución, pretende que el culpable se enmiende y, al infundir el temor a la
pena, ayuda a la sociedad y al individuo a evitar el mal. Abolir completamente el
castigo equivaldría a tolerar el mal y hacerse cómplice del mismo. El sistema penal,
regulado por la llamada “ley del talión” (“ojo por ojo, diente por diente”: Ex 21,24; Lv
24,20; Dt 19,21), constituye de este modo una modalidad razonable de realización del
bien común. Dicho sistema, aun siendo imperfecto debido a sus aspectos coercitivos y
a algunas de sus modalidades sancionadoras, es asumido de hecho, con ajustes
oportunos, por los ordenamientos jurídicos de cualquier época y país, porque
idealmente se basa en la proporción equitativa entre delito y sanción, entre daño
provocado y daño sufrido. En lugar de la venganza arbitraria se fija la medida de una
justa reacción al acto malo.
Se puede objetar que algunas disciplinas punitivas previstas en los Códigos del
Antiguo Testamento parecen insoportablemente crueles (es el caso de la flagelación:
Dt 25,1-3; o de la mutilación: Dt 25,11-12); por lo que se refiere a la pena de muerte,
prevista para los delitos más graves es cuestionada mayoritariamente en la
actualidad. En estos casos, el lector de la Biblia debe reconocer, por una parte, el
carácter histórico de la legislación bíblica, superada por una mejor comprensión de los
procedimientos de justicia más respetuosos con los derechos inalienables de la
persona; por otra parte, las antiguas prescripciones pueden servir, en cualquier caso,
para señalar la gravedad de ciertos crímenes que exigen medidas apropiadas que
eviten la difusión del mal.
127. En el libro del Deuteronomio, en particular, leemos que Dios ordena desposeer a
las naciones cananeas y entregarlas al exterminio (Dt 7,1-2; 20,16-18); la orden es
ejecutada fielmente por Josué (Jo 6–12) y puesta en práctica en la primera época de la
monarquía (cf. 1 Sam 15). Este conjunto literario es bastante problemático, más
incluso que las guerras y masacres narrados en el Antiguo Testamento; hacer de ello
un programa de conducta política nacionalista, justificando sobre su base la violencia
contra otros pueblos, debe rechazarse en cualquier caso sin medias tintas, porque
malinterpreta el sentido de los textos bíblicos.
Es preciso señalar, desde el principio, que estos relatos no ofrecen las características
de una crónica histórica: de hecho, en una guerra real, las murallas de una ciudad no
se derrumban al sonido de las trompetas (Jos 6,20); tampoco se entiende cómo puede
hacerse reamente una distribución pacífica de las tierras mediante sorteo (Jos 14,2).
Por otro lado, la normativa del Deuteronomio que prescribe el exterminio de los
Cananeos toma forma escrita en un momento histórico en el que aquellas poblaciones
no eran ya identificables en la tierra de Israel. Se impone por ello la necesidad de
reconsiderar cuidadosamente el género literario de estas tradiciones narrativas. Como
habían sugerido ya los mejores intérpretes de la tradición patrística, el relato de la
epopeya e la conquista debe ser considerado como una especie de parábola, que pone
en escena personajes que tienen valor simbólico. A su vez, la ley del exterminio exige
una interpretación no literal, lo mismo que se hace, por otra parte, con el mandato del
Señor de cortarse la mano o sacarse un ojo si son ocasión de escándalo (Mt 5,29; 18,9).
En todo caso, nos queda por señalar cómo se puede orientar la lectura de estas
páginas difíciles. Un primer aspecto controvertido de la tradición literaria que
acabamos de mencionar es el de la conquista, entendida como expulsar a los
habitantes de un lugar para instalarse en él. No resulta convincente, sin duda, apelar al
derecho que asiste a Dios de distribuir la tierra favoreciendo a sus elegidos (Dt 7,6-11;
32,8-9), porque de ese modo se desconoce las legítimas pretensiones de las
poblaciones autóctonas. El propio texto bíblico nos ofrece de hecho otras pistas de
explicación más convincentes. En primer lugar, el relato pone en juego el conflicto
entre dos grupos de diversa capacidad económica y militar: por una parte, el de los
cananeos, poderosísimo (Dt 7,1; cf. anche Núm 13,33; Dt 1,28; Am 2,9; etc.), y por otra
el de los israelitas, débil e inerme; así, pues, no se narra –como modelo ideal– la
prevalencia del prepotente, sino todo lo contrario, el triunfo del pequeño, de acuerdo
con una “figura” bien atestiguada en toda la Biblia hasta el Nuevo Testamento (Lc
1,52; 1 Cor 1,27). Se expresa así una lectura profética de la historia, que en la victoria
de los mansos, en una guerra “santa”, descubre la realización del Reino del Señor
sobre la tierra. Además, según el testimonio bíblico, Dios considera a los cananeos
culpables de crímenes gravísimos (Gén 15,16; Lv 18,3.24-30; 20,23; Dt 9,4-5; etc.),
entre otros el de asesinar a sus propios hijos en rituales perversos (Dt 12,31; 18,10-
12). Así, pues, el relato contempla la realización del juicio divino en la historia. Josué
se manifiesta como “siervo del Señor” (Jos 24,29; Jue 2,8) cuando asume la tarea de
ejecutar la justicia: sus victorias son atribuidas una y otra vez al Señor y a su poder
sobrehumano. El motivo literario del juicio sobre las naciones comienza, pues, en los
relatos de los orígenes, pero, como documentan los profetas y los escritos
apocalípticos, se extenderá a los diversos pueblos cada vez que una nación –y,
consiguientemente, también Israel– sea considerada por Dios merecedora de sanción.
Pues bien, es en esta línea como se entiende la ley del “exterminio” y la aplicación
puntual que hacen de ella los fieles del Señor. Esa normativa se inspira en una
interpretación sacra del pueblo de la alianza (Dt 7,6), el cual debe expresar, incluso
con actitudes extremas, su radical diferencia frente a los gentiles. Dios no ordena,
ciertamente, cometer un atropello que se justificaría por motivos religiosos, sino que
pide se obedezca a un deber de justicia, análogo a la persecución, a la condena y a la
ejecución del reo de un crimen capital, sea este un individuo o una colectividad. Tener
compasión del criminal, perdonándolo, se considera un acto de desobediencia e
injusticia (Dt 13,9-10; 19,13.21; 25,12; 1 Sam 15,18-19; 1 Re 20,42). Incluso en este
caso, el acto aparentemente violento debe interpretarse, pues, como la solicitud por
eliminar el mal y de salvaguardar así el bien común. Esta corriente literaria es
corregida por otras –entre ellas, la llamada sacerdotal– que, a propósito de los mismos
hechos, sugieren, por el contrario, líneas de un pacifismo explícito. Por esta razón
debemos entender el conjunto de la conquista como una especie de símbolo, análogo
al que leemos en algunas parábolas evangélicas de juicio (Mt 13,30.41-43.50;
25,30.41; etc.); las peripecias de la conquista debe ser, pues, integrada –lo repetimos –
en el conjunto de otras páginas bíblicas que anuncian la compasión divina y su perdón
como horizonte y finalidad de toda la actuación histórica del Soberano de toda la
tierra, y como modelo de la actuación justa de los seres humanos.
131. Identificar quienes son los enemigos del orante no es una mera operación de
naturaleza exegética, que mostraría a qué personajes y a qué ocasiones históricas
habría hecho alusión el autor sagrado. En realidad, la situación descrita en los Samos
(de lamentación) es por lo general estereotipada; el lenguaje es convencional y
frecuentemente voluntariamente metafórico, de modo que pueda aplicarse a diversas
circunstancias y a diferentes clases de sujeto. Por ello es necesario un acto “profético”,
de interpretación en el Espíritu, para descubrir cómo las palabras del salmista se
aplican a la vida concreta de quien recita un Salmo de lamentación y reconocer en esta
historia concreta quien es el enemigo que amenaza (como en Hch 4,23-30).
En las cartas a los Colosenses (3,18), a los Efesios (5,22-33) y a Tito (2,5) Pablo pide a
las mujeres que se sometan a sus maridos; al hacerlo, sigue los usos griegos y judíos,
según los cuales las mujeres tenían un estatuto social inferior al de los hombres. La
exhortación parece no seguir Gal 3,28, donde se declara que en la iglesia no debe
haber discriminaciones, ni entre judíos y griegos, ni entre libres y esclavos, ni entre
hombres y mujeres.
Con todo, queda una dificultad. ¿De qué sirve recurrir a un modelo cristológico y
eclesial, si no se señala que el rango inferior de la mujer no es pertinente en la Iglesia,
puesto que todos los creyentes tienen la misma dignidad y tienen un solo y único
Señor, Cristo? Es preciso excluir que Pablo haya podido comprometerse con valores
mundanos. En realidad él no propone nuevos modelos sociales, sino que, sin modificar
materialmente los de su época, invita a interiorizar relaciones o reglas sociales
declaradas estables y duraderas en una determinada época –la del siglo primero–, de
modo que pudieran vivirse de acuerdo con el Evangelio.
Así, pues, se puede lamentar, después de tantos siglos, que Pablo no haya afirmado
claramente en estas cartas la igualdad de los cónyuges creyentes en el estatuto social,
pero reconociendo que su modo de actuar era seguramente el único posible en aquella
época –de otro modo el cristianismo habría podido ser acusado de minar el orden
social–. Pese a todo, la exhortación a los maridos no ha perdido nada de su actualidad
y de su verdad.
b. El silencio de las mujeres en las asambleas eclesiales
133. También el pasaje de 1 Cor 14,34-38 plantea ciertas dificultades, porque Pablo
pide a las mujeres que callen durante las asambleas: “Como en todas las Iglesias de los
santos, que las mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido hablar; más
bien, que se sometan, como dice incluso la ley. Pero si quieren aprender algo, que
pregunten en casa a sus maridos, pues es indecoroso que las mujeres hablen en la
asamblea”. Estos verículos pareen contradecir lo afirmado en 1 Cor 14,31 (“podéis
profetizar todos”) y 1 Cor 11,5, donde se haba de mujeres que profetizan en las
asambleas. Pues bien, los enunciados de 1 Cor 14,34-38 deben ser contextualizados, es
decir, interpretados en relación con los versículos precedentes sobre la profecías.
Pablo no pretende decir, ciertamente, que las mujeres no están autorizadas a
profetizar (cf. 11,5), sino que no deben valorar ni juzgar en la asamblea (v. 29) las
profecías de sus maridos. Los principios que subyacen a una prohibición como esta
son los del respeto, la concordia entre los cónyuges y el buen orden en las asambleas.
Si estos principios siguen siendo válidos aún hoy, su aplicación depende
evidentemente del status de las mujeres en las respectivas civilizaciones y culturas.
Pablo no hace del silencio de las mujeres un valor absoluto, sino que lo considera un
medio adecuado a la situación de las asambleas de entonces. Y hoy no debemos
confundir los principios con su aplicación, que está siempre determinada por el
contexto social y cultural.
Lo que crea dificultades no es tanto esta idea –porque, como se ha dicho más arriba,
puede adaptarse a la cultura y a la sociedad en la que se vive–, sino más bien el modo
en que se justifica, es decir, mediante una interpretación problemática de los relatos
de Gn 2-3: el orden creado (el hombre es superior porque fue creado primero que la
mujer: cf. Gén 2,18-24) y la caída de la mujer en el paraíso. Pues bien, la lectura que
hace 1 Tm del relato de Gn 3 se encontraba ya en Eclo 25,24 y en otros escritos, como
por ejemplo, en el escrito judío apócrifo Vida de Adán y Eva o Apocalipsis de Moisés en
su traducción griega. La mujer se dejó engañar por la serpiente, pecó y fue
responsable de la muerte de toda la especie humana; por ello debe comportarse
modestamente y no pretender dominar al hombre. Esta lectura está influida
claramente por el modo en el que se concebía y se justificaba entonces el respectivo
estatuto social del hombre y la mujer; por otra parte, no es compatible con 1 Cor
15,21-22 e Rm 5,12-21; además refleja una situación eclesial en la que era preciso
encontrar argumentos de autoridad para responder a las mujeres que se quejaban de
no poder ejercer dichos papeles en las asambleas eclesiales. Se pone de manifiesto que
esta lectura de Gén 2–3 está condicionada por las circunstancias del siglo primero. Sin
embargo, una interpretación correcta de un pasaje bíblico –aquí, de Gn 2–3– debe
asumir y respetar la l’intentio textus.
4. Conclusión
a. Breve síntesis
El estudio de los cuatro relatos del Antiguo Testamento ha demostrado que una
lectura que se interese únicamente por los hechos realmente ocurridos se incapacita
para comprender la intención y el contenido de dichos textos. En el caso de Génesis 15
y de Éxodo 14, los hechos narrados no pueden ser verificados puntualmente por la
ciencia histórica. Para quienes narran estos textos es un hecho histórico la
supervivencia plurisecular de su pueblo, y es decisiva su fe en Dios en sus
circunstancias y experiencia (época del exilio). Sus relatos dan testimonio de que la
actitud fundamental es la fe incondicional en Dios y en poder salvífico ilimitado. En el
caso de Tobías y Jonás, se percibe que estos textos no relatan hechos realmente
ocurridos y que, pese a ello, se trata de relatos llenos de significado edificante,
didáctico y teológico.
Por lo que respecta a los textos narrativos del Nuevo Testamento, se ha mostrado que
no basta el interés por los hechos ocurridos, sino que es necesario prestar una gran
atención al significado de lo que se cuenta. En el caso de los evangelios de la infancia
no es posible verificar históricamente todos los detalles, mientras que se afirma
claramente la concepción virginal de Jesús. Estos relatos constituyen una introducción
al resto del escrito correspondiente y presentan las características principales de la
persona y de la obra de Jesús. Los milagros (obras poderosas, signos), por su parte,
aparecen en todas las tradiciones sobre la actividad de Jesús. Su significado no se
agota, sin embargo, en su condición de obras extraordinarias. En los evangelios
sinópticos señalan la presencia salvífica del Reino de dios en la persona y en la obra de
Jesús; en Juan revelan la relación de Jesús con Dios y conducen a la fe en Jesús (cf.
también Mt 8,27; 14,33). Los relatos pascuales, debido precisamente a sus
divergencias, muestran que no son simple crónica de los hechos, y centran la atención
en el valor teológico de los detalles de la narración.
136. A primera vista, muchos textos de la Biblia crean la impresión de que pretenden
ser una crónica que cuenta lo que ha ocurrido realmente. A esta impresión
corresponde un modo de leer la Biblia que en todo lo narrado descubre hechos
realmente acontecidos. Esta forma de leer parece favorecer una aproximación al
contenido de la Biblia que es sencillo, inmediato, accesible a todos y con resultados
claros y seguros.
Frente a ello, la lectura de la Biblia que tiene en cuenta las ciencias modernas
(historiografía, filología, arqueología, antropología cultural, etc.) hace la comprensión
de los textos bíblicos más compleja y parece proponer resultados menos ciertos. Pero
no podemos sustraernos a las exigencias de nuestra época e interpretar los textos de
la Biblia al margen de su contexto histórico: debemos leer en nuestra época, con y
para nuestros contemporáneos. La pista seguida en este Documento muestra que la
búsqueda del significado de los textos que supera la preocupación por fijar
exclusivamente los hechos realmente ocurridos conduce a una comprensión más
adecuada y profunda de su sentido.
CONCLUSIÓN GENERAL
139. Las Sagradas Escrituras constituyen un todo unitario, porque todos los libros
“con todas sus partes” (Dei Verbum, n. 11) tienen el carácter de texto inspirado y
tienen al mismo Dios “como autor” (ibid.). Sin emabrgo, aun admitiendo que cada
palabra del texto sagrado puede ser calificada de Palabra de Dios, coherente con todas
las demás, la Iglesia ha reconocido siempre el aspecto múltiple de esas palabras, el
cual podría oponerse aparentemente a su origen divino único.
Esta se hallaba garantizada ante todo por la autoridad de los escritores, que, según
una venerable y antigua tradición, habían sido reconocidos como enviados por Dios y
dotados del carisma de la inspiración. Así, durante muchos siglos y hasta la época
moderna, no se cuestionó la paternidad literaria, atribuido en bloque a Moisés, ni la de
los diversos libros proféticos y sapienciales, que, cuando no tenían un título específico,
se atribuían a autores bien conocidos (como David, Salomón, Jeremías, etc.).
Esta forma de recepción tradicional se asumió también en relación con los escritos del
Nuevo Testamento, todos los cuales se consideraba procedían del círculo de los
Apóstoles. En nuestros días y debido a investigaciones convergentes realizadas con
metodologías literarias e históricas no podemos mantener la misma perspectiva que
los antiguos; la ciencia exegética ha demostrado, en efecto, con argumentos
convincentes, que los distintos libros bíblicos no son el producto exclusivo del autor
indicado en el título de la obra o reconocido como tal en la tradición. La historia
literaria de la Biblia postula, por el contrario, una pluralidad de intervenciones y
consiguientemente una colaboración de diversos autores, la mayoría anónimos, a
través de una historia redaccional bastante larga e incluso complicada. Esta obligada
asunción de un modelo interpretativo relativo al origen de los escritos sagrados no se
opone diametralmente a la concepción tradicional, a la que a veces se tacha con
ligereza de ingenuidad hermenéutica. De hecho la Iglesia, en la paciente y rigurosa
tarea de discernimiento que ha durado varios siglos ha reconocido siempre que podía
acoger como inspirado aquel escrito que estaba en consonancia con el depósito de la
fe custodiado sólidamente y fielmente por la comunidad creyente, garantizado por
aquellos a quienes Dios había antepuesto como pastores y guías de los fieles. El
Espíritu que actúa en la Iglesia, con la fuerza de inteligencia que le es propia,
posibilitaba separar lo que era auténtica comunicación divina de las formas engañosas
o no suficientemente fundantes. Se rechazaba, en algunos casos, un texto, atribuido en
su título a un hombre inspirado, mientras se acogía con veneración otro escrito que,
pese a no estar garantizado por la firma de un autor reconocido, llevaba, sin embargo,
el sello inconfundible del mismo. Con una percepción extraordinaria de la verdad de la
Revelación, la Iglesia se auto-constituye en el reconocimiento obediente de la Palabra
de Dios, de la que ella vive.
141. La Iglesia basa su discernimiento en la experiencia vida del Señor Jesús, recibida
en la palabra de los testigos que lo conocieron y que reconocieron en él el
cumplimiento de la Revelación divina. A partir de lo que proclamaron los Apóstoles y
Evangelistas se fue estableciendo gradualmente el Canon de los libros sagrados, y la
Iglesia reconoció, en sus diversos testimonios, el carácter de la verdad auténtica, por
ser concorde con el testimonio sobre el Hijo de Dios. Así, pues, el simple hecho de
presentarse con la pretensión de ser Palabra de Dios no hacía que un determinado
escrito fuera leído en las asambleas litúrgicas como fundamento de la fe; era preciso
que dicho escrito consonara, en su expresión, con el Verbo, del cual constituía una
explicitación adecuada. Es esta concordancia, incluso en la variedad expresiva y en la
pluralidad teológica, la que pretende ser ilustrada en las páginas del presente
Documento, mediante la exploración de los diversos testimonios que ofrecen los
libros de la Sagrada Escritura.
142. Es este uno de los principales resultados obtenidos sobre la base del análisis de
distintos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento realizada en este Documento.
Junto a este aspecto de convergencia sustancial se ha manifestado además, de forma
evidente, la pluralidad de las experiencias religiosas y de las formas de expresión que
las han transmitido. No es posible retomar aquí de manera detallada y exhaustiva las
formas en las que los distintos autores bíblicos ofrecen un testimonio del origen
divino de su locución; baste señalar algunos modelos que, con acentos diversos, se
encuentran en los distintos libros de la Sagrada Escritura.
La modalidad de auto-testimonio más importante es la expresada en los relatos de
vocación profética y en las distintas formas que se hallan sembradas en las páginas de
los profetas. Aquí se presenta formalmente explicitada la realidad de la inspiración,
expresada como la conciencia íntima de algunos hombres que declaran haber sido
capaces de escuchar las palabras de Dios y haber recibido la orden de transmitirlas
fielmente. Este modelo, por su fuerza sugestiva, fue asumido por algunos autores
sagrados de la tradición legislativa (como Moisés), sapiencial (como Salomón) y
apocalíptica (como Daniel), hasta el punto de crear una especie de uniformidad
general, casi como un sello de garantía que confirmase para los lectores la cualidad del
escrito, que se hacía remontar a una única fuente divina.
143. De una forma igualmente difundida la Biblia pone de manifiesto que el hombre
inspirato cuenta con la participación activa de colaboradores, dotatos de competencia
literaria y de total confianza, los cuales no sólo ayudaron a los autores principales,
sino que además recogieron nuevos materiales, adaptaron los ya existentes a las
nuevas necesidades de los destinatarios y realizaron, generación tras generación, un
imponente trabajo redaccional de importancia decisiva para la calidad del texto
bíblico. El carisma profético estuvo ciertamente activo en estos redactores anónimos,
los cuales atestiguan indirectamente su conciencia de transmitir las palabras del
Señor en el acto mismo de transmitir el escrito marcado por su contribución
específica.
144. Por venir de Dios, la Escritura tiene cualidades divinas. Entre ellas la fundamental
de atestiguar la verdad, entendida no como una suma de informaciones exactas sobre
diversos aspectos del conocimiento humano, sino como revelación de Dios mismo y de
su plan de salvación. La Biblia da a conocer, en efecto, el amor de Dios, manifestado en
el Verbo hecho carne, quien por medio del Espíritu conduce a la perfecta comunión de
los hombres con Dios (Dei Verbum, n. 2).
De este modo queda claro que la verdad de la Escritura es la que tiene como objetivo
la salvación de los creyentes. Las objeciones –planteadas en el pasado y recurrentes
aún hoy– debido a inexactitudes, contradicciones de orden geográfico, histórico,
científico, más bien frecuentes en la Biblia, objeciones que pretenden cuestionar la
fiabilidad del texto sagrado y, en consecuencia, su mismo origen divino, son
rechazadas por la Iglesia con la afirmación de “que los libros de la Escritura enseñan
firmemente, fielmente y sin error, la verdad que Dios, por nuestra salvación, quiso que
fuera consignada en las sagradas letras” (Dei Verbum, n. 11). Esta es la verdad que da
plenitud de sentido a la existencia humana y esto es lo que Dios ha querido dar a
conocer a todas las gentes.
Verdad multiforme
Esta polifonía de voces sagradas le se ofrece como modelo a la Iglesia, para que asuma
en el presente la misma capacidad de conjugar el mensaje que debe transmitir a los
hombres con el necesario respeto a la variedad multiforme de las experiencias
individuales, de las culturas y de los dones otorgados por Dios.
Resulta claro, sin embargo, que, en la perspectiva cristiana, la verdad del escrito
bíblico se da en el testimonio sobre el Señor Jesús, “mediador y plenitud de toda la
revelación” (Dei Verbum, n. 2), Él que se define “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14,6). Esta
centralidad esencial del misterio de Cristo no excluye, sino que más bien resalta las
tradiciones antiguas, que, como afirma el mismo Cristo, hablan de Él (cf. Jn 5,39) y de
la salvación definitiva que se realizó en su muerte y resurrección Cristo es, en su
infinito misterio, el centro que ilumina toda la Escritura.
148. Se hace aquí una alusión a la forma en que hay que comprender la relación entre
la Sagrada Escritura y las tradiciones literarias de otras religiones. Tal cuestión es de
una apremiante actualidad para el diálogo interrelioso; su solución no es ciertamente
cómoda, puesto que se debe conjugar el principio irrenunciable de la “unicidad y
universalidad del misterio de Jesucristo y de la Iglesia” (como reza el título de la
Declaración “Dominus Iesus” de la Congregación para la Doctrina de la Fe) con el justo
aprecio justo por los tesoros espirituales de otras religiones. El presente Documento
no ha explicitado las líneas, que, a partir de la Sagrada Escritura, podrían sugerirse a la
atención teológica y pastoral de la Iglesia. Con todo baste evocar la figura de Balaán
(Nm 24) para evidenciar que la profecia (inspirada) no es prerrogativa del pueblo de
Dios, y recordar que S. Pablo, en el discurso del Areópago, expresión una adhesión
convencida a las intuiciones de los poetas y filósofos griegos (cf. Hch 17,28). Por otra
parte, se reconoce plenamente que la literatura del Antiguo Testamento es deudora en
buena medida de cuanto se había escrito en Mesopotamia y Egipto y que también los
libros del Nuevo Testamento se nutren ampliamente del patrimonio cultural del
mundo griego. Las semina Verbi se hallan esparcidas en el mundo y por ello mismo no
pueden quedar encerradas en el solo texto de la Biblia. La Iglesia ha definido lo que
considera inspirado, pero no se ha manifestado negativamente sobre todo el resto. Sin
embargo, la Palabra de Dios transmitida en las Escrituras canónicas, en particular en
la parte de la misma que atestigua directamente al Verbo hecho carne, constituye el
principio de discernimiento de la verdad de cualquier otro testimonio religioso, bien
sea en la Iglesia o bien en las diversas tradiciones de los diferentes pueblos de la
tierra.
Según se sigue de estas últimas consideraciones, la Iglesia vive de un virtuoso círculo
hermenéutico; saca de la escucha de las palabras de la Escrituralos principios de su fe
e, iluminada por esta fe, es capacitada, no sólo para interpretar correctamente lo que
lee como su libro sagrado, sino además para decidir sobre el valor de cualquier otro
testimonio que pretenda ser escuchado. Es propio del Espíritu ser el principio de
verdad que pone en movimiento y lleva a plenitud el proceso creyente, en una
apertura indefinida al manifestarse de Dios en la historia
149. Así, pues, la Iglesia, cuerpo vivo de lectores creyentes, intérpretes autorizados del
texto inspirado, es la mediación de la acogida y la proclamación de la verdad de la
Escritura en cualquier momento histórico y, consiguientemente, también hoy. Puesto
que la Iglesia está dotada del Espíritu Santo, es realmente “columna y fundamento de
la verdad” (1 Tm 3,15), en la medida en que transmite fielmente al mundo la Palabra
que la constituye. Su misión se desarrolla anunciando con franqueza (parrhesia) a
Cristo Jesús como Salvador único y definitivo (Hch 4,12); pero es también deber de la
Iglesia, en su condición de maestra, ayudar a los fieles y a los hombres que buscan la
verdad a interpretar correctamente los textos bíblicos, mediante metodologías
oportunas y presupuestos hermenéuticos apropiados. En esto ha sido especialmente
útil un anterior Documento de la Pontificia Comisión Bíblica sobre La interpretación
de la Biblia en la Iglesia, del año 1993.
De hecho, desde hace algún tiempo se han hecho más insistentes las reservas sobre la
tradición bíblica debido a que algunas de sus páginas o algunos de sus filones
literarios parecen inaceptables para la conciencia contemporánea, por representar
concepciones judías superadas, costumbres o prácticas jurídicas discutibles o incluso
reprobables, relatos que parecen carentes de fundamento histórico. De ello se sigue
un descrédito difuso del texto sagrado y una desconfianza larvada sobre su utilidad
pastoral, hasta el punto de cuestionar la misma inspiración de ciertas partes de la
Biblia y consiguientemente su verdad. Por todo ello no basta afirmar, de modo
genérico, que en el Antiguo Testamento se encuentran “cosas imperfectas y adaptadas
a su época” (Dei Verbum, n. 15), o recordar que también los escritores del Nuevo
Testamento fueron deudores de la mentalidad de su tiempo; si es justo reafirmar el
principio de la encarnación, aplicándolo de forma análoga a la puesta por escrito de la
Revelación divina, también es obligado señalar que, en esa debilidad humana
resplandece en cualquier caso la gloria del Verbo. Tampoco basta eliminar, en nombre
de una prudente solicitud pastoral, suprimir de la lectura pública en las asambleas
litúrgicas los pasajes problemáticos; quien conoce todo el texto podrá incluso recelar
de una reducción del patrimonio sagrado o acusar a los pastores de ocultar de forma
indebida los aspectos difíciles de la Biblia.
Más que un examen definitivo y exhaustivo de las problemáticas difíciles que plantea
el texto se formula aquí un posible recorrido hermenéutico, en el intento de suscitar
una reflexión ulterior en diálogo con otros intérpretes del texto sagrado. En el
esfuerzo común de búsqueda, el camino hacia la verdad resultará más humilde y, al
mismo tiempo, más luminoso, al estar impregnado por la escucha recíproca del mismo
Espíritu.
[2] Cf., sobre este punto, PCB, Biblia y moral. Raíces bíblicas del comportamiento
cristiano, BAC, Madrid 2009, n. 20.