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Lacroix - La Paradoja Del AMOR
Lacroix - La Paradoja Del AMOR
Xavier Lacroix*
http://www.mensaje.cl/2003/enero/amor.htm
Luego de presentar los significados diversos que tiene la palabra amor, el autor
reflexiona sobre tres relevantes tipos de amor: la amistad, el amor eros y el amor
ágape. Finalmente indaga sobre la fuente de donde viene ese movimiento que a la vez
nos permite acceder a lo más profundo de nosotros mismos al tiempo que nos
conduce hacia los otros.
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Este mandamiento que nos pide amar
parece fácil de entender a primera vista. ¿Hay algo que sea más agradable? Varias
encuestas nos muestran que el amor forma parte, con la familia y la amistad, del tercio
superior de los valores más apreciados por los jóvenes, quienes comparten la intuición
de que el amor es aquello que da gusto a la vida. Sin embargo, las cosas se complican
si prestamos atención a dos términos: “Tú amarás”. Se trata de un mandamiento.
¿Puede acaso mandarse el amor? ¿No es más bien un movimiento natural, un
sentimiento espontáneo? Además, es al prójimo a quien se nos manda amar. ¿Quién
es ese prójimo? ¿No es evidente que amamos a los que nos aman, nuestros amigos,
nuestra familia, nuestra novia(o)? ¿Es necesario ir aun más lejos? Tal vez esta sería la
razón del mandamiento, ya que para aquellos que amamos naturalmente no habría
necesidad de tenerlo.
Nos confrontamos entonces con la siguiente alternativa: o bien no tiene sentido
mandar el amor y así podemos dejar nuestra Biblia en un rincón; o bien decidimos
confiar en la Escritura y en la palabra cristiana. Si esto es así, sería necesario
encontrar una nueva manera de entender la palabra amar, de modo que ella adquiera
su verdadero sentido.
Niveles de amor
Este reconocimiento del “precio” del otro, yo lo designaría con un término que es
poco utilizado cuando se habla de amor, pero que, sin embargo, es una de sus formas
más preciosas: amistad. Será el primero de los tres términos que retendré para
diferenciar tres formas fundamentales del amor.
La amistad es el lugar de una doble revelación: al mismo tiempo que yo recibo la
revelación del precio de la presencia del otro, yo me revelo a mí mismo. Es como si
una nueva dimensión se abriera en mí al momento en que descubro al otro y me
siento reconocido por él. Amistad es más que simple atracción. Es concordia, es decir,
acuerdo de corazones o, siguiendo a Montaigne, “conveniencia de voluntades”. Se
apoya en lo que hay de mejor en cada uno para juntos perseguir un bien, un valor;
descubrir uno por otro, uno en otro, la verdad de nuestras vidas. Aristóteles definía la
amistad por un término muy rico, la koinonia, es decir, la comunidad. Poniendo en
común —por la palabra, por el don, por los actos de afecto— es la manera como se
construye el lazo. La amistad cuida y respeta este “entre” nosotros. Integra la distancia
entre las personas. Sin lugar a dudas ella se erige como el modelo del amor o, puede
ser, como su forma más luminosa.
Existe un segundo tipo de amor, donde la distancia entre las personas deviene
en sufrimiento y es el lugar de nacimiento de una tensión. Tensión hacia lo uno, hacia
la unión o unidad total. El compartir, la palabra, ya no bastan; el otro se hace carne. Su
cuerpo aparece en su densidad, su oscuridad, su profundidad. Yo mismo soy asumido
por esta tensión cuerpo y corazón, alma y carne. Soy arrebatado por el deseo de
sumirme en el otro, de perderme en él, en ella, de conocer su sustancia íntima. Se
trata de una segunda forma de amor, el amor de deseo, en griego, el amor “eros”. Es
la forma que toca lo más íntimo de nuestro ser, ya que compromete la carne, el cuerpo
vivido del interior y, especialmente, la sexualidad. El deseo es uno de los resortes más
legítimos de las relaciones entre los seres sexuales que somos. Contribuye, por
ejemplo, a hacernos percibir el encanto o la belleza de tal sexualidad. Porque
compromete lo más íntimo de los cuerpos en su totalidad, hasta las fuentes mismas de
la vida que hay en ellos, su puesta en acción llama a una relación que esté a la altura
de lo que esos gestos significan. Gestos de donación, de abandono, de acogida mutua
que encuentran su verdadero sentido en el contexto de una relación de don recíproco.
El amor eros está llamado a tomar forma en una relación única que se construye a
través del tiempo.
¿Qué sería de todos aquellos por los cuales no experimentamos
espontáneamente ni amistad ni deseo? La Biblia y la palabra cristiana, desde el
origen, abren un tercer campo al amor: “Si aman a quienes los aman, ¿qué
recompensa merecerían?”, pregunta Jesús (Mateo 5, 46). Y de esta manera nos
cuenta una historia: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó”. Conocemos la
parábola del buen samaritano (Lucas 10). El samaritano ¿descubre un sentimiento de
amistad hacia el herido? Ni siquiera lo conoce. ¿Habrá sentido deseo por él? Sin duda,
sería ridículo pensar algo así. Si se trata de amor, puede que sea un amor de otro
orden: un amor por el desconocido, por el recién llegado, un amor en acto, que no
mide, generoso y desinteresado. La Biblia, y el Nuevo Testamento en particular, le da
un nombre a este amor inédito. Precisamente, San Juan y San Pablo quieren aportar
en esto un nuevo sentido. Se trata del amor ágape, término que traduciremos por
caridad. A quienes no les gusta este último término —que, sin embargo, es bastante
bello— pueden también llamarlo amor fraternal, ya que consiste en amar al otro como
a un hermano o hermana.
El texto es claro. No se trata de experimentar sentimientos, sino de actuar como
si los sintiéramos. El sentimiento no es algo que se gobierna, pero los actos sí pueden
ser mandados. Es por esto que el amor puede ser objeto de un mandamiento:
“Amarás a tu próximo como a ti mismo”. Dicho de otra forma: harás todo para que el
otro viva, gastarás sin medida para que puedan cuidarlo… o serás tú mismo quien
cuide de él. Se trata de una opción fundamental, de un compromiso de la libertad, de
una voluntad. Sin embargo, percibimos que este querer viene de más lejos y de un
lugar más profundo al de una decisión racional o de una elección intelectual.
Amarse a sí mismo
El Evangelio nos pide amar al prójimo “como a uno mismo”. ¿Significa que es
necesario amarse uno mismo? Sin duda, pero debo hacer una confidencia. Nunca he
podido comprender bien lo que significa “amarse a uno mismo”. Ciertamente se trata
de algo más que el afecto natural al yo psicológico, aquél que en nosotros dice “por
mí”, “a mí”… Se traga de un “ego” que es bastante invasor, mientras que el sentido del
mandamiento bíblico es más bien de descentrarnos para dar a la existencia del otro
tanta importancia como a la nuestra, lo que no es fácil.
El Evangelio va aun más lejos que la letra de este mandamiento, ya que durante
la última cena Jesús afirma: “No hay amor más grande que dar la vida por aquellos a
quienes uno ama” (Juan 15, 13). Dar su vida es aceptar perderla y, con mayor
precisión, renunciar a poseerla, como lo han hecho los grandes testigos, los mártires
de la fe, de la justicia o de la libertad. El Evangelio lo dice bien: “El que quiere salvar
su vida la perderá”. Tal vez se dirá que para amar, para dar su vida, hay que estar vivo,
hay que ser uno mismo, tener consistencia. Ésta es la gran paradoja del amor. El don
de sí no es una actitud suicida. Tiene su fuente en una experiencia gozosa de la vida.
Porque la vida es buena, tiene sentido darla. El verdadero amor no es la fuga
desesperada de un vacío, de una discordia interior, para agarrarse del otro como si
fuera un salvavidas. La estima de sí mismo es importante para la vida moral, del
mismo modo que la aceptación de sí es fundamental para la vida espiritual. Amamos
mejor si aceptamos con paz nuestros límites, nuestras pobrezas y si sabemos
perdonarnos a nosotros mismos. Si el amor a uno mismo tiene un sentido, este
consiste, según la palabra de Georges Bernanos, en “amarse humildemente a sí
mismo, como a cualquiera de los miembros sufrientes de Jesucristo”. La humildad es
así la clave del auténtico amor de sí y, poniendo atención a la cita, aquél yo amado no
está solo, es uno con otros y, como ellos, miembros de Cristo.
¿Quién es entonces ese yo profundo? ¿De dónde viene que sea amable como el
otro es amable? ¿De dónde vendrá la energía para vivir este don con toda libertad?
Hemos dicho que el amor es reconocimiento. Pero, ¿de quién? ¿de qué?
Cuando amo de verdad, no sólo descubro mi espejo en el otro. Reconozco en él, en
ella, un ser diferente pero emparentado. No un extranjero, sino un hermano, una
hermana. Descubro en él, en ella, la vida que brota y que al mismo tiempo nace en mí.
Es en la vida, cerca de la fuente, el lugar donde nos reunimos. En términos de fe,
reconozco en él, en ella, al hijo de un mismo Padre: Dios.
Es aquí donde hay que escuchar dos palabras de San Juan: “El que diga: ‘Yo
amo a Dios’, mientras odia a su hermano, es un embustero, porque quien no ama a su
hermano, a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede amarlo” (1 Juan 4, 20).
Esto es esencial. Pero dos versículos más abajo podemos leer un texto tanto o más
importante, pero pocas veces citado: “Quien ama al que ha engendrado, ama también
a todo el que ha nacido de él. Sabemos que amamos a los hermanos cuando,
cumpliendo sus mandamientos, amamos a Dios, porque amar a Dios significa cumplir
sus mandamientos” (1 Juan 5, 1-2). Ustedes han leído bien: Juan nos dice que
amando a Aquél que ha dado el ser, que ha engendrado —una manera precisa para
designar al Padre—, amaremos a aquel que ha nacido de él. Es algo muy concreto.
Siendo receptivos, sensibles a la escucha del don secreto de la vida de Dios,
estaremos en condiciones de recibir la revelación de ese don, de ese tesoro que
aparece en la mirada del otro y que me permito reconocer como hermano o como
hermana. ¿Cómo ser hermanos o hermanas sin un padre común?
Dice San Juan: “…amar a Dios significa cumplir sus mandamientos”. El don
recibido no es sólo interior, sino que implica actos. Si leemos y entendemos la
Escritura, comprenderemos con mayor precisión lo que significa amar y amar hasta el
extremo. Con la Escritura y la fe podremos reencontrarnos con Aquél que ha cumplido
totalmente esa Escritura y ha puesto en práctica la radicalidad del amor: “Habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Amor que
consiste en quitarse el manto y lavarles los pies, asumiendo la posición del sirviente,
hasta dar su vida por ellos.
Lo maravilloso de esta revelación es que el mismo movimiento que nos permite
acceder a lo más profundo de nosotros mismos es también aquel que nos conduce
más allá de nosotros mismos. Volviendo a la fuente de nuestro ser, somos, al mismo
tiempo, descentrados y empujados hacia nuestros hermanos. Y en movimiento
inverso, el salir de nosotros mismos, liberándonos del cómodo estar ligados a nuestro
ego, nos lleva hacia la verdad de nuestro ser, ya que somos conducidos a descubrir y
realizar una dimensión más auténtica de nuestra persona, más profunda que el yo y
que la pesadez de nuestra vida psicológica. Al entrar en la dinámica del don, entramos
en la dinámica de nuestra vida espiritual, que es lo más profundo de nuestro corazón.
Accedemos así a la verdadera libertad. Alguien decía que nuestro “yo” era la primera
de nuestras prisiones. Amando, somos liberados o, incluso, aliviados de ese “yo”.
Un gran filósofo judío, comentador del Talmud, Emmanuel Lévinas, nos muestra
que modificando apenas el espacio entre dos letras del hebreo, el mandamiento que
meditamos podría leerse así: “Ama a tu prójimo, es tú mismo”. No se trata de
identificarse con su prójimo o de identificar al prójimo con uno mismo, sino de entender
que amar a tu prójimo es ser tú mismo. Que tú eres tú mismo en el movimiento que te
lleva hacia tu prójimo. Eres verdaderamente tú cuando te descentras para ir hacia el
otro. Ese es el secreto de aquello que nos reúne: nuestra vida verdadera no está sólo
en nosotros, clausurada en nosotros mismos, sino que ella se encuentra y se realiza
en el movimiento por medio del cual aceptamos ser desposeídos de nosotros mismos
para darnos al otro. Nuestro centro de gravedad está fuera de nosotros… delante de
nosotros.
* Teólogo moral y decano de la Facultad de Teología de Lyon. Este artículo fue
publicado en dos partes por la revista francesa Croire, aujourd’hui (Números 138 y 139
de septiembre 2002). Traducción de Roberto Saldías, S.J.