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Henry James,

el Maestro
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ÍNDICE
Presentación…3
Nueva York eran unas cuantas familias…4
El escritor se vuelve cosmopolita…8
El londinense…11
Un James naturalista…20
El dramaturgo fracasado…25
Grand finale…33
La cosa distinguida…40
Lecturas…54

Biblioteca Pública Gerardo Diego


C/Monte Aya, 12 (Vallecas Villa)
28031 MADRID

Ilustración para Las alas de la paloma y portada (James en 1905): fotos de Alvin Langdon Coburn

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Henry James, que falleció un 28 febrero de 1916 de la forma más educada posible («Al fin
esa cosa distinguida», dicen que pronunció en el momento de irse), es autor de una vasta
obra narrativa en la que es difícil hallar una sola página prescindible. Maestro del relato en
todas sus distancias (corta, media y larga, o cuento, nouvelle y novela), practicó con igual
brillantez otros géneros como el epistolar, la crítica literaria, la literatura de viajes o la de
memorias… Y, sin embargo, no es popular. Pueden apuntarse diversas explicaciones. Una
es la que dio Borges a propósito de Quevedo, a quien el escritor argentino consideraba de
los mayores y más ignorados genios de las letras. Según Borges, Quevedo constituye por sí
solo toda una literatura a la que, lástima, le falta ese símbolo universal que hace la fortuna
de otros autores. De modo parecido, Henry James sería un París sin torre Eiffel o un
Londres sin Big Ben (es decir, sin su Bovary, su Karenina, su Pickwick o su Gregorio
Samsa; sin un logo de marca, diríamos hoy).
Otra razón más plausible es que James aborrecía lo obvio, el énfasis, el hablar a gritos para
duros de oído. Decía Jardiel Poncela que las cosas, en teatro, hay que contarla tres veces:
una para que pasen; dos para que se entere el público, y tres para que se enteren los críticos.
Ahora bien, Henry James no las contaba a veces ni una; su obra está llena de
sobreentendidos, de understatement, esa palabra tan difícil de traducir y, que por sí sola,
retrata toda una forma de ser. El paisaje de sus novelas parece un territorio de pruebas
nucleares subterráneas, lleno de enormes cráteres que se forman de repente con un
retumbo sordo, a veces con un murmullo. Donde otros ponen un subrayado (el ¡chan-
chán! de las telenovelas), James pasa de puntillas, de modo que cuando queremos darnos
cuenta, lo más dramático ya ha venido y no sabemos cómo ha sido.
Igual que en la realidad, las cosas importantes acontecen no fuera, sino dentro de los
personajes; en las sensaciones, sentimientos, ideas, no siempre claros ni conscientes, que no
dejamos de rumiar ni un instante, ni siquiera cuando dormimos. Ahí dentro, todo lo que
sucede es esencial e intenso, no hace falta énfasis alguno. De hecho, no podemos salir de ahí
dentro para ver el mundo como lo haría una especie de dios o de impersonal notario, tal
como pretendían los novelistas anteriores a James. Todo es punto de vista.
Sus aventuras son aventuras de la conciencia contadas por otra conciencia; los personajes
sudan poco o nada, pese a que sus vidas, todo lo que son, estén en juego. Se le ha
reprochado por ello la falta de carne y sangre en su obra, sin caer en la cuenta de que
cualquier historia, incluidas las de 007, se reduce a representaciones de conciencia cuando
se despojan de lo accesorio.
Precisamente la carne y la sangre (o el sexo y la violencia) son lo irrepresentable, allí
donde nuestra conciencia pierde pie y flaquea; donde no se requiere más luz, sino más
sombra, preservar el misterio, la zona de penumbras. Y no por puritanismo, sino porque
como demuestran el gore y el porno, la luz chillona y el primer plano, en lugar de
acercarnos a lo más crudo de la vida, nos insensibiliza y nos fija definitivamente en su
superficie, impidiendo profundizar más. Los mejores escritores contemporáneos (Sebald,
Modiano o Kertész, por citar sólo a tres) le dan la razón a James en esta manera indirecta y
elusiva de acercarse al trauma, a todo lo que desborda a la conciencia.
«Para la gloria», decía Borges, «no es indispensable que un escritor se muestre
sentimental, pero es indispensable que su obra, o alguna circunstancia biográfica, estimulen
el patetismo». La vida poco novelesca de James estimula aun menos que su obra el
patetismo. Fue un solterón formal, muy victoriano; si tuvo alguna aventura ―poco
probable― fue dentro del armario y a oscuras.
Una última razón para su impopularidad: existen lujos tan al alcance de la mano que
terminamos ignorándolos. Si a Henry James sólo pudieran leerlo quienes conducen un
Ferrari, viajan en jet privado o desayunan caviar, más de uno mataría por tener sus libros.
Por desgracia para él, es un privilegio al alcance de cualquiera, sólo hace falta acudir a una
biblioteca pública. Eso le pierde.

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N UEVA YORK ERAN UNAS CUANTAS FAMILIAS…1

Henry James nació en Nueva York, en 1843, el segundo


de una familia de cinco hermanos. El mayor fue el célebre
filósofo William James (1842-1910), con quien el escritor
mantendría relaciones conflictivas toda su vida. Henry se
sentiría siempre cohibido en su presencia por el carácter
dominante y activo del primogénito. Él era en cambio el
polo opuesto: apacible y observador. William, por su
parte, no dejaría jamás de tratarle con cierta
condescendencia, incluso se permitiría criticarle sus logros
literarios cuando Henry James se había convertido ya en
escritor aclamado. Pese al cariño que se profesaron hasta
el final, nunca dejó de haber cierto recelo y competitividad
entre ambos.

Los dos Henry James, padre e hijo (con once años), en 1854

Del padre del escritor, del mismo nombre, la imagen


que nos queda es la de un hombre bondadoso y en
absoluto autoritario, perdido en vagas especulaciones
filosóficas. «Mi naturaleza», manifestó una vez, «me inclina hacia los afectos y las ideas
antes que a la acción. Prefiero estar junto al fuego del hogar que en el foro». Hijo de un
emigrante irlandés que amasó una considerable fortuna con el comercio, las propiedades
inmobiliarias y el préstamo a interés, no necesitó trabajar en su vida y dedicó sus días a
difundir sus ideas mediante libros y conferencias, más bien espesos y de un difuso
espiritualismo muy influido por el misticismo del pensador sueco Swedenborg. Su
idealismo reformista y de tendencia liberal le llevó a militar a favor de la abolición de la
esclavitud y la liberalización del divorcio. Se relacionó con las principales figuras
intelectuales de su país, como Emerson y Thoreau, y fue un padre cariñoso y tolerante, que
empleó una considerable cantidad de energía en la educación de sus hijos.
A la madre, Mary Robertson, de una familia acomodada de Nueva York, dedicaría Henry
James palabras de sincero afecto en sus memorias. Fue una mujer discreta y entregada a la
familia, el contrapeso práctico del padre, siempre perdido en las nubes y del que hasta sus
hijos se burlaban respetuosamente por su despiste. Ambos formaron un matrimonio bien
avenido, de esos que van juntos a todas partes, incluido el más allá, al que acudieron en
1882, con pocos meses de diferencia.
Estados Unidos era considerado por entonces una cultura provinciana, donde el buen
gusto contaba menos que los negocios o el capital. Las grandes figuras literarias del
momento, como Dickens o Thackeray, eran todas europeas, mientras que el prestigio de un
Hawthorne, un Poe (que murió en la miseria en 1849, cuando el pequeño Henry contaba
seis años) y otras luminarias locales no traspasaba las fronteras del país.
El propio Nueva York de los años 40 poco tenía que ver con la megalópolis posterior.
Con 391.114 habitantes en el momento de nacer el escritor, era una urbe tranquila, regida
por unas pocas familias patricias que formaban un círculo impermeable y de una etiqueta
tan puntillosa como la de cualquier aristocracia europea. Cuarenta años después, cuando el
autor publique una de sus obras más conocidas, Washington Square (1881), la población se
habrá quintuplicado y alcanzará casi los dos millones, buena parte de ellos emigrantes

1 Advertencia: esta guía está repleta de spoilers

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irlandeses, alemanes, judíos rusos, que huyen de la miseria y la persecución, y que
transformarán la ciudad en un hormiguero que horrorizará al nostálgico escritor.
El padre corregiría esta estrechez de miras desde muy pronto con largos viajes por
Europa. Ya sólo con seis meses, el pequeño Henry viaja con toda la familia a Inglaterra y
posteriormente a París, lugares donde pasará los dos primeros años de su vida, antes de
retornar a Nueva York. El escritor contará a quien quiera oírle cómo su primer recuerdo en
la vida es de la plaza Vendôme en
París: lo cual significa una
proverbial memoria que podía
remontarse hasta su segundo año.

Nueva York en los 40 del siglo XIX

En cualquier caso, el resto de su


primera década transcurrirá
tranquila en Nueva York, donde
en 1848 nacerá el último hijo de
la familia, su hermana Alice, con
quien Henry permanecerá
siempre muy unido. Alice será
una mujer sensible e inteligente, a
la que una serie de trastornos
nerviosos convertirán en su
juventud en una inválida. Hay que
aclarar que las crisis nerviosas
eran comunes en la familia. El propio padre sufrió alguna seria durante su existencia, por
no mencionar las del hermano mayor, William, y las del propio escritor. Más que a
inestabilidad hereditaria o a un entorno familiar opresivo, habría que achacar esa debilidad
nerviosa a la irrespirable atmósfera moral de la época, más exigente aún por entonces en la
puritana América. Los abundantes casos de histeria entre las mujeres de la burguesía, con
menos compensaciones y desahogos que los varones, dan testimonio de este apretadísimo
corsé moral, que proporcionaría el caldo de cultivo para las teorías de Freud sobre la
represión sexual.
El padre Henry James, que tuvo una infancia desgraciada como consecuencia de una
severa educación, tenía sus propias ideas sobre el asunto y aborrecía el exceso de disciplina
propio del periodo. En aras de cierto ecumenismo religioso y para no confinarlos en
ningún credo, Henry padre les hizo el inmenso favor a sus hijos de ahorrarle la asistencia a
la iglesia y una educación formal religiosa. El más allá nunca tendría excesiva importancia
para el escritor, salvo como excusa para originales cuentos de fantasmas, tan parecidos en
realidad a los vivos que sólo les falta tomar el té. Si alguna religión sustentó más tarde, sería
exclusivamente la del arte.
En cuanto a la escuela, las ideas liberales del progenitor le llevaron a ensayar diversos
preceptores e instituciones que nunca duraban demasiado; con lo cual, tampoco la
educación académica de los James fue muy formal ni traumática. En general el ambiente
culto de la casa les proporcionaba incentivos de sobra para autoeducarse y la ausencia de
reglas fijas estimulaba el ejercicio de la comparación y el espíritu crítico. El Henry padre tan
sólo llegará a reprocharle por estas fechas al Henry hijo su afición inmoderada a la
novela…
Precisamente para ampliar el círculo de estímulos educativos, el padre embarca una vez
más a toda la familia rumbo a Europa en 1855. Museos, galerías, teatros, monumentos,
paisajes… un Henry James de doce años absorbe con ojos ávidos imágenes de Londres,
Ginebra, París… donde los niños serán puestos al cuidado de nuevos preceptores y

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pensionados. En 1858 regresan a Newport, en la costa
de Nueva Inglaterra, para un año después estar de
vuelta en Europa. Siempre insatisfecho y vacilante, el
padre busca nuevas oportunidades formativas para sus
hijos, que son colocados en diversas instituciones de
Ginebra (más adelante, sus amigos franceses harán
notar el perfecto francés de Henry). En verano, la
familia viaja a Alemania y en otoño están de nuevo a
París. El vagabundeo prosigue incansable hasta que en
1860, el padre embarca de vuelta a América a toda la
familia. El joven Henry cuenta diecisiete años y, por el
momento, ha acabado su aventura europea.

Un jovencito Henry James de diecisiete años

De nuevo en Newport, estrechará una amistad con


un joven algo mayor, el pintor John La Farge, que
animará sus impulsos literarios y le hará leer a Balzac,
un autor de gran influencia en su obra posterior. Son
meses de ocio, de paseos para pintar al aire libre y
charlas interminables con los amigos. El estallido de la
guerra civil americana en abril de 1861 romperá este
compás de espera y dividirá a la familia en dos.
Mientras los mayores, William y Henry, el ala
«intelectual» de los James, deciden iniciar estudios en Harvard, los dos menores, Wilkinson
y Robert, se alistan voluntarios, deseosos de aventura. Se desenvolverán como héroes y
Wilkinson resultará gravemente herido. Los héroes, sin embargo, no tendrán suerte en la
vida: Wilky fracasará en diversos negocios y morirá antes de los cuarenta, casi en la
pobreza, ayudado por sus hermanos. Bob —a quien Henry recordará como el conversador
más brillante que haya conocido— dará tumbos de una ocupación a otra, hasta fallecer
alcoholizado en 1910, el mismo año que el mayor, William.
Cuando en 1863, antes de terminar la contienda, el reclutamiento se haga obligatorio,
Henry tendrá una buena excusa para no acudir a filas: en 1861, mientras ayuda a apagar un
fuego, subido a una cerca, el escritor sufrirá lo que denomina en sus memorias «una herida
horrible aunque oscura». Mucho se ha especulado con la naturaleza de esta misteriosa
herida; algunos han llegado a fantasear sin prueba alguna con una posible castración, lo que
explicaría su posterior soltería; como si no existieran motivos de sobra para explicarla (el
miedo atávico a la mujer y a perder la independencia; su homosexualidad larvada), sin
necesidad de recurrir a burdas teorías.
En todo caso, con diecinueve años Henry James se traslada a Cambridge (el de la Nueva,
no la vieja Inglaterra, una población pegada a Boston) para estudiar derecho en Harvard.
Lo hace con tan poco entusiasmo que éste le durará sólo un curso. Pese a que, por aquellos
años, Boston es el centro de la vida intelectual del país, el lugar, y Nueva Inglaterra en
general, siempre se le antojará un sitio rústico y provinciano, y la adusta y puritana casta
que la gobierna (los «brahmanes de Boston» como se les llama en alusión a la casta
sacerdotal de la India), lo más opuesto al arte y la alegría de vivir.
Un año antes del final de la guerra de Secesión, los padres se mudan a Boston para estar
más cerca de sus hijos. Aquí emprenderá el joven autor sus primeros intentos literarios con
veintiún años: una reseña de un libro, a 2,50 dólares la página, por un total de doce dólares,
publicada en 1864 en la revista bostoniana North American Review. Pronto seguirán nuevas
colaboraciones en otras revistas: críticas, pero también sus primeros relatos cortos, que
publican Atlantic Monthly (aún existente), Continental, The Nation… De las revistas provendrá

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en adelante el principal sustento de su vida profesional, puesto que los libros, afectados por
una rampante piratería, dejaban entonces poco dinero. Hawthorne, George Eliot, Dickens,
y entre los franceses (cuya literatura sigue muy de cerca) Balzac, George Sand y Flaubert
son sus influencias más inmediatas. El debutante se muestra como un crítico
sorprendentemente bien informado que no teme vapulear a vacas sagradas como Dickens
(«el más grande de los novelistas superficiales» le llama) y que ya adelanta algunas de sus
ideas maduras: el narrador no debe hacerse omnipresente como un marionetista con sus
muñecos; los personajes deben gozar de vida propia y moverse por sí mismos…

El final de la guerra en 1865 coincide con su lanzamiento como autor impreso. Al mismo
tiempo que como escritor, el joven James debuta como barbudo; sus fotografías más
conocidas nos hacen olvidar que, durante la mayor parte de su vida adulta, el autor gastó
una recia barba. Por esos años, el flamante autor comienza a frecuentar en Newport a su
prima Minnie (Mary) Temple, dos años menor, una
hermosa joven de mirada hipnótica, llena de vitalidad y
de ideas propias, alrededor de la cual orbita un selecto
círculo de galanes, entre los que se incluye su propio
hermano William. Acorde con su carácter retraído,
Henry James se retira a un segundo plano para adorarla a
distancia, una barrera de seguridad afectiva desde la que
siempre tratará a las mujeres. Cuando en 1870, con sólo
veinticuatro años, Minnie se consuma tuberculosa, su
recuerdo dejará una huella tan indeleble como fecunda
en la obra del escritor. Una y otra vez, su presencia
arrolladora se reencarnará en las mujeres más complejas
y fascinantes de los relatos de Henry James: será la Daisy
Miller de la narración homónima, la Isabel Archer de
Retrato de una dama y culminará transmutándose en la
deslumbrante Milly Theale, la efímera llamarada de Las
alas de la paloma.
Minnie Temple, prima y musa de Henry

Pero durante esta primera etapa americana, James está


aún lejos de alcanzar la profundidad de sus futuras
heroínas y, en sus relatos, se debate entre mujeres-
estatuas inalcanzables y mujeres-vampiro que, de modo
inocente o perverso, amenazan la integridad del amante,
si es que no acaban con él. La pasión en Henry James,
tanto para él como para ella, exige siempre un precio ruinoso: el sacrificio de lo mejor de
uno mismo, la entrega con armas y bagajes a quien raramente lo merece. Y la única
alternativa posible, la práctica del arte, conduce inexorablemente a la soledad.
Su propia vida parece confirmar esta prevención de su literatura contra el amor: en toda
la biografía del autor no hay, entre toda la ingente masa de testimonios propios y ajenos,
una sola evidencia de una relación amorosa de cualquier clase. Hubiera resultado
prácticamente imposible ocultarla en una existencia tan documentada y repleta de
relaciones mundanas y amistosas de todo tipo, algunas muy afectuosas.
En vísperas de su gran aventura europea, con veintiséis años, James es un prometedor
autor de una docena de relatos puramente americanos, ambientados en Boston y
alrededores, y protagonizados en su mayoría por jóvenes cultivados de la clase alta, que se
aman de manera desastrosa. En 1869 decide que América se le ha quedado pequeña y,
provisto de una generosa financiación paterna, da el salto al viejo continente.

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E L ESCRITOR SE VUELVE COSMOPOLITA…

James mantuvo con sus ciudades favoritas una relación mucho más erótica que con las
personas: las asedia, las requiebra con lenguaje amoroso, las hace suyas calle a calle, hasta
que sella su posesión dedicándoles algún escrito. Sus grandes amantes fueron pocas y
constantes: Londres, París, Roma, Florencia, Venecia… En la primera ciudad conoce,
gracias a sus contactos en revistas americanas, a unas cuantas figuras de la cultura: John
Ruskin, Darwin, algunos pintores prerrafaelistas y, sobre todo, a uno de sus autores
favoritos, la escritora de pseudónimo masculino George Eliot, de la que dirá en carta: «es
majestuosamente fea, deliciosamente repulsiva…». Luego viaja a Suiza y visita por primera
vez Italia, que le causa una conmoción estética de la que ya nunca se recuperará. Su
entusiasmo por Roma, sobre todo, resulta desbordante… «He visto Roma», le escribe a su
hermano William el primer día, «y me voy a la cama convertido en un hombre más sabio
que quien se levantó esta mañana».
En marzo de 1870, de vuelta a Inglaterra, recibe la noticia de la muerte de su prima
Minnie Temple. El hecho marcará un antes y un después en su vida (el fin de su juventud,
lo denomina) y se presentará como una confirmación de su teoría del amor como una
especie de vasos comunicantes, en los que la plétora de uno implica necesariamente el
vaciamiento del otro; una idea que reaparecerá con frecuencia en su obra. A William le
escribirá: «En lo que a mí concierne, es casi como si [Minnie Temple] se hubiera
desvanecido una vez cumplida su misión, que consistía en desafiar al mundo invitándome
una y otra vez a seguir adelante con su brillante ejemplo… No puedo evitar pensar que
mientras yo comienzo mi vida, ella ha concluido la suya».
De regreso en Boston, James se siente enclaustrado y ya nunca dejará de sentirse igual
cada vez que pise Nueva Inglaterra. «Podría volver a América en camilla para morir», escribe
en sus últimos años, «pero nunca, nunca para vivir». Se ha vuelto un cosmopolita, alguien
que en América se siente europeo y en Europa americano, y para quien «llega un momento
en que cualquier cuadro de costumbres, se encuentre donde se encuentre, termina por
parecerle a uno tan provinciano como cualquier otro». En sus relatos se reflejará a partir de
entonces, como uno de sus temas favoritos, el del americano a caballo entre dos
continentes y que no termina de encajar en ninguno de ellos; un vagabundo de lujo cuyo
desarraigo le facilita una mirada más libre tanto sobre su lugar de origen (la América fuerte,
ingenua y vulgar) como sobre el de elección (la vieja Europa refinada pero también
decadente, corrompida pero llena de una alegría de vivir ausente en la puritana tierra natal).
Dos años después de su vuelta a Boston, en 1872, James encuentra un pretexto para
marcharse de nuevo a Europa: acompañará a su hermana Alice y a una tía soltera en un
periplo terapéutico, para aliviar los males nerviosos de la primera. Londres, París, Suiza,
Italia, Alemania, Holanda, Bélgica… El padre financia como en la anterior ocasión el viaje,
pero esta vez Henry le devolverá cumplidamente el dinero con lo que gana enviando
crónicas de viaje desde los lugares que visita. Más que la ficción, son las críticas de libros y
de arte, junto con las crónicas viajeras del joven periodista de veintinueve años, las que
empiezan a ser bien valoradas y pagadas por las publicaciones de Boston y Nueva York.
A su retorno a la Cambridge americana en 1874, James ya está preparado para convertirse
en escritor profesional. Tras una primera tentativa discreta en 1870 (Guarda y tutela, que el
propio autor calificaría de «fría como un témpano»), Henry comienza a publicar por
entregas en 1875 su segunda novela y primera importante: Roderick Hudson.
Roderick… es una Künstlerroman, una novela de artistas. Son numerosos los
personajes dedicados de un modo u otro al arte (pintores, escultores, coleccionistas,
diletantes) en la obra de James, que tenía escaso oído musical, pero una mirada

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infalible de pintor, cultivada desde la infancia en los museos de Europa y con numerosas
amistades artísticas (prerrafaelistas, Whistler, Sargent y muchos otros artistas menores). En
sus ensayos, James gustará de comparar el oficio del novelista con el del pintor.
Roderick… toca dos dilemas constantes en su literatura: el de la inocente América contra
la corrupta Europa, y el del arte enfrentado a la pasión. Henry James no es escritor a la
Hemingway, de los que piensan que hay que vivir la experiencia antes de escribir, sino más
bien lo contrario: vivir con intensidad estorba la observación, que es la condición del arte;
el artista debe mantenerse en todo momento au-dessus de la mêlée. La historia de Roderick es
una ilustración de lo que sucede cuando se inculca esta norma y el artista descuida el arte
por la vida. Roderick, el prometedor escultor americano, a quien un mecenas lleva consigo
a Roma para que se forme, buscará su perdición al caer enamorado de una joven
inalcanzable, destinada a un príncipe de conveniencia.
Cristina Light, el personaje femenino de la novela, hija de una americana y un italiano,
representa la síntesis de Europa y América, una mezcla irresistible de los vicios y virtudes
de ambas: caprichosa, inestable, de una belleza deslumbrante, oscilando siempre entre la
obediencia a sus impulsos o el interés y las conveniencias sociales; y tan llena de
posibilidades dramáticas que el autor volverá a utilizarla años más tarde, convertida ya en
mujer casada, en La princesa Casamassima, donde su influencia será igual de perniciosa.
Turguénev, según James: «sus ojos, los ojos más amables, eran profundos y
melancólicos».
James ha adquirido un sólido oficio de narrador en todos estos
años: de Balzac y Thackeray extrae el vigoroso marco realista y la
observación social, mientras que la finura psicológica y la
capacidad para adentrarse en la mente de los personajes
provendrá de George Eliot y de Turguénev, el escritor con el que
quizás siente una mayor afinidad literaria.
1875 es el momento de su lanzamiento en América como escritor profesional. En un
solo año se publican sus tres primeros libros, con excelentes críticas y aceptables ganancias.
James hace su presentación literaria en sociedad a lo grande, mostrando un despliegue de
medios y cubriendo géneros diferentes: el relato (A Passionate Pilgrim, Un peregrino apasionado,
su primer recopilación de cuentos), la crónica de viajes (Transatlantic Sketches) y la novela
(Roderick Hudson, que sale en libro, una vez terminada su publicación por entregas).
Por entonces su apariencia es la de un tipo refinado pero nada melifluo: el barbudo
Henry es bajo y fornido; su propia madre, a la vuelta de su anterior viaje a Europa, lo
encuentra muy mejorado, «quemado y tostado por el mar, con toda la apariencia de un
robusto mocetón inglés». En las fotografías de su madurez podría pasar por un personaje
de Conrad más que del propio James; un recio lobo de mar en dique seco, calvo, con barba
y mirada intimidante; un individuo nada afeminado sin duda.
Se ha especulado mucho últimamente con la sexualidad del escritor. En una época que
consume con avidez toda clase de tutoriales y estadísticas sobre prestaciones sexuales, es
lógica la curiosidad morbosa por un célibe como James. ¿Cómo se las apañaba un hombre
enérgico y saludable, que no hizo uso del matrimonio ni de los burdeles, y a quien no se le
conoce aventura erótica en todos sus años? Ninguno de sus biógrafos duda hoy de su
homosexualidad. El propio escritor llegó a cierto reconocimiento de sus tendencias en sus
últimos años, a tenor de la correspondencia que mantuvo con algunas amistades más
jóvenes, de un tono subido aunque todavía decente. No parece que el escritor pasara de
ahí, lo cual no resulta tan extraño. Hay que tener presente que la represión sexual en la era
victoriana, muy elevada de por sí, alcanzaba cotas inquisitoriales en el caso de la
homosexualidad. Ser homosexual por esa época estaba asociado a lo más sórdido y
perverso. Pocos se aventuraban más allá del platonismo y los afectos idealizados, y no
parece que el retraído Henry James fuera de esos. Para colmo, el escándalo y la condena de
Oscar Wilde en 1895 (cuando James contaba cincuenta y dos años) provocó un

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recrudecimiento de la homofobia y el consiguiente retraimiento de los homosexuales.
Como en el caso de tantos otros gays de la época, parece que James escogió el camino de la
sublimación; naturalmente no sin conflictos internos. Los demonios de la insatisfacción, la
depresión, la sensación permanente de íntima soledad, asolaron al escritor toda su vida, en
especial durante sus últimos años.
Pero al comenzar el último cuarto del siglo, su carrera está despegando y James se
muestra exultante. Tras probar una temporada en Nueva York, decide instalarse
definitivamente en Europa, con una corresponsalía en París para el New York Tribune. Nada
más llegar a la capital francesa en noviembre de 1875, encuentra uno de sus cuentos
traducidos en la revista de culto de su juventud: la Revue des Deux Mondes. Una de las
primeras cosas que hará, una vez instalado, será conocer a su admirado Ivan Turguénev, un
bondadoso gigante de cincuenta y siete años (veinticinco más que los de su admirador), que
se convertirá desde entonces en una de sus más profundas y fieles amistades. Son muchas
las cosas que les acercan: ambos son refinados, cosmopolitas, profundos observadores
psicológicos y, literariamente, gustan que las historias y personajes se desenvuelvan por sí
mismos, sin intervención del autor.
A través de Turguénev, James conocerá a lo más granado de la literatura francesa del
momento: Flaubert, los hermanos Goncourt, Zola, Maupassant, Daudet... A Flaubert lo
visita en diversas ocasiones y, aunque su valoración crítica del francés se nos antoja un
tanto rácana, no dejará de reconocer Madame Bovary como una obra maestra y a su autor
como «el hombre más interesante y el artista más dotado de su círculo». En un ensayo
posterior, recordará la impresión que le produjo el día en que el escritor francés se puso a
recitarle con toda el alma un melancólico poema de Gauthier.
Durante el verano de 1876 viaja al sur de Francia y aprovecha para un par de rápidas
escapadas a San Sebastián, su único contacto con nuestro país. En la primera entra en una
iglesia, contempla una virgen que le parece resumir «el espíritu del catolicismo español,
sombrío pero engalanado, emocional como una mujer y mecánico como una muñeca» y
sale por piernas: «al cabo de un momento, me amedrentó y me escabullí rápidamente». En
la segunda visita, pocos días después, sus anfitriones le llevan a ver una corrida. James
disfruta del espectáculo, aunque saca la impresión de que «el toro es un tipo mejor que sus
atormentadores, y sus atormentadores, mejores que los espectadores»; en cualquier caso,
concluye, «es un espectáculo digno de verse, pero no de pensar en él».
Pese a sus contactos, la sociedad parisina le resulta impermeable y los franceses, «el
pueblo del mundo que más cuesta conocer». «Vi que nunca iba a dejar de ser un extraño»,
escribe en su diario, y a fines de ese mismo año, decide marcharse a Inglaterra. No se trata
ya tan sólo de buscar un entorno más familiar; para cualquier escritor en lengua inglesa,
Londres es el lugar donde se gana de verdad el prestigio y James, muy consciente de su
carrera literaria y de su creciente reconocimiento en su tierra, cree llegado el momento de
intentar el asalto al olimpo.
Justo antes ha ido preparando el terreno con la publicación por entregas en The Atlantic
de Boston de su tercera novela, El americano. Novela imperfecta, como reconocerá su
autor años después, y que retoma su tema favorito: las relaciones conflictivas entre el nuevo
y viejo continente, personificados en un rico y apuesto americano, hecho a sí
mismo, y la encantadora joven casadera, perteneciente a lo más rancio de la
aristocracia francesa. Como casi siempre en su obra, la síntesis —el matrimonio—
resulta imposible y los orgullosos y maquiavélicos aristócratas le cerrarán las
puertas al ingenuo predador, de una manera poco verosímil, como admitirá años
después su autor. Pese a sus defectos, El americano despliega la sutileza y
profundidad características del James maduro en el dibujo psicológico de los
personajes, y una deslumbrante capacidad para armar diálogos brillantes e
inesperados.

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E L LONDINENSE

James alquila unas habitaciones en el céntrico 3 de


Bolton Street, que serán su hogar durante los próximos
diez años, y comienza a anudar relaciones gracias a
algunos compatriotas en Londres. Desde el principio, el
escritor se siente más que a gusto en la capital inglesa.
No se trata, desde luego, del enamoramiento que le
produjo Italia. La ciudad le parece «fea, oscura,
tristona… nada agradable ni alegre ni cómoda… es sólo
magnífica, el más completo compendio del mundo». A
James le chocan vivamente los contrastes y rígidas
divisiones de la sociedad inglesa: «Las clases superiores
son demasiado refinadas y las inferiores, demasiado
miserables». Él, por si acaso, se moverá siempre entre
las primeras.
La imagen canónica e intimidante de su madurez (1890)
Dejando al margen las oscilaciones de su popularidad
literaria, su rutina cambiará poco a partir de entonces. Las mañanas están reservadas al
trabajo infatigable: jornadas de cinco o seis horas de escritura que explican el elevado ritmo
de publicaciones. Por las tardes, una intensa vida social en círculos de la mejor sociedad
londinense, que alternará con largas temporadas en sus lugares favoritos de Europa: París,
Italia, Suiza para los veranos. James tratará con una larga nómina de escritores, artistas,
aristócratas, damas maduras y maliciosas que asumirán para el expatriado un papel
maternal, y en los años finales, algunos jóvenes atractivos hacia los que el escritor mostrará
una evidente debilidad que nunca traspasará lo conveniente. Se necesita desde luego mucha
imaginación, de la peor especie, para extraer de estos afectos tiernos y remilgados un
homosexual activo. Y no se trata de salvar a nadie de sus inclinaciones, sino de evitar
incurrir en anacronismos sacando a rastras al pobre James del armario. No por nada
«victoriano» se convirtió en sinónimo de rigidez e infelicidad.
Si el éxito social se mide por las invitaciones a cenar en mansiones, el de James debió de
ser apoteósico: en 1878 el autor contabiliza nada menos que 140. El célibe, que había
renunciado a los placeres de la carne, se volcaba con toda la energía sobrante en el trabajo
literario y mundano. Su ingenio y exquisitos modales, a los que pronto se sumará el éxito
literario, le abren todas las puertas. Un amigo diplomático lo describe así a los treinta y
cinco años: «un joven más bien moreno e indudablemente guapo, de mediana estatura y
barba cerrada…». Y añade que el solterón recalcitrante les resultaba atractivo a las señoras
de cualquier edad porque «parecía mirar a las mujeres como las mujeres se miran a sí
mismas» y además «poseía un aire inescrutable que excitaba su interés y curiosidad». Su
homosexualidad latente le mantiene a salvo de ese interés; James, que renunció de joven al
amor de las mujeres, aún se plantea menos el escándalo de amar a otro hombre. El amor
físico seguirá tan ausente de su vida como de sus obras. A su hermano William, que se casa
entonces, le escribirá: «Hace tiempo que deseaba verte casado; creo tanto en el matrimonio
para los demás como creo poco en él para mí mismo —lo que es decir mucho».
Como para cualquier víctima del celibato, las compensaciones mundanas tienen un límite.
A su hermana Alice, que le pide informaciones, le reconoce en carta: «Si te acostumbras a
cenar fuera en Londres, llega un momento en que olvidas la cena a la mañana siguiente, o
más bien, si regresas andando a casa, como siempre hago yo, en cuanto tuerces la esquina
ya la has olvidado. Mis impresiones se evaporan como los vapores del champán».

11
Dos años después de su aterrizaje en Londres, en 1879, se produce su consagración
literaria. El escritor cuenta treinta y seis años y ya el año anterior había conseguido publicar
su primer libro inglés, un ensayo
literario titulado Poetas franceses y
novelistas. Pocas veces un autor
habrá tenido un lanzamiento más
rotundo: sólo en el año
consignado salen de las prensas la
prodigiosa cantidad de siete
volúmenes, seis de ellos en
Inglaterra, amén de diversas
publicaciones en revistas de los
dos continentes. Entre todas estas
publicaciones, la novela corta
Daisy Miller se convierte en su
primer éxito clamoroso a ambas
orillas del Atlántico.
Ilustración de Daisy Miller
Daisy… es la historia de una joven americana de gran belleza, impulsiva y alocada, pero
en el fondo inocente. Su única equivocación es desconocer primero, y atreverse a desafiar
después, los rígidos códigos morales de los círculos en los que se mueve. El narrador,
Winterbourne, un distinguido joven americano residente en Ginebra, la conoce durante un
verano en Vevey y ya desde el primer instante le choca el desparpajo de la joven, que no
siente ningún reparo en ponerse a hablar con un desconocido, algo impensable en una
señorita de buena sociedad de la época. La tía del joven, la señora Costello, una imponente
dama de la mejor sociedad, le pone en guardia contra Daisy, a la que considera vulgar y
posiblemente ligera de cascos. La joven ha venido a Europa de vacaciones, acompañada
por su tolerante madre, su hermano pequeño Randolph, un impertinente jovencito de
nueve años, y un courier (una especie de guía-mayordomo), que según la señora Costello se
comporta con los Miller con una familiaridad imperdonable. Winterbourne, sin embargo, se
debate entre considerarla una casquivana o simplemente una nueva rica, ignorante y un
poco inconsciente, que se toma las libertades propias de las jóvenes americanas de su
condición. Fascinado por su belleza, decide en cualquier caso seguirle la corriente y la
acompaña en una excursión en solitario —algo de lo más inconveniente— al castillo de
Chillon, sin lograr llegar a ninguna conclusión sobre su comportamiento.
Winterbourne regresa al día siguiente a Ginebra y se despide de Daisy, con la promesa de
volverse a encontrar ese mismo invierno en Roma, adonde ambos planean viajar. Cuando
unos meses después el americano aterrice en la capital italiana, descubrirá que la joven
Miller se ha convertido en la comidilla de la ciudad por su conducta liberal, que vulnera
todas las reglas sociales. Daisy se deja ver en público y sin carabina con todo tipo de
galanes (en especial un italiano de lo más dudoso, Giovanelli), y el escándalo hace que la
buena sociedad le cierre sus puertas y que Winterbourne, celoso y dolido, le advierta: «El
flirteo es una costumbre puramente americana; aquí no existe. Así que cuando se exhibe
usted en público con el señor Giovanelli y sin su madre…» A pesar de la atracción que el
joven americano siente por ella, empieza a pensar que los rumores que corren son ciertos.
El colmo llegará la noche en que la sorprende a solas con su pretendiente en el interior del
Coliseo. Winterbourne la da en ese momento por perdida, pero aun así le advierte que el
lugar a esas horas tiene fama de ser un foco de malaria y logra que Giovanelli se la lleve.
Daisy, en efecto, enferma a los pocos días con las temibles fiebres de Roma y
Winterbourne, compadecido, acude a visitarla. La joven está demasiado enferma para
recibirle, pero se empeña en que la madre le transmita un mensaje de su parte: quiere que
Winterbourne sepa que nunca estuvo prometida al italiano. Poco después muere y el

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desconsolado Winterbourne comprende que era a él en todo momento a quien deseaba la
coqueta joven. Para confirmar sus sospechas, durante el entierro Giovanelli, el pretendiente
italiano, le confirma que Daisy se comportó siempre con la mayor honestidad y que su
único delito fue actuar antes de tiempo con la naturalidad de cualquier joven de nuestros
días.
Es comprensible el clamoroso éxito de la historia: Daisy Miller es ágil, impecable, de una
eficacia narrativa arrolladora, y por sí sola desmiente a quienes piensan en Henry James
como un escritor envarado y carente de vida. En el choque entre americanos y europeos (o,
lo que es igual, americanos europeizados), James se muestra cauto y se abstiene de
condenar, pero también de salvar, aunque finalmente se pliegue a las convenciones sociales
y termine sacrificando a su heroína para salvaguardar las apariencias.
El escritor retomaría el mismo tema (los malentendidos entre la libertad de costumbres
americana y la rigidez del viejo continente) cinco años más tarde en otra nouvelle, titulada
Pandora, pero esta vez situando la historia en el continente americano. Acorde con el
cambio de escenario, el desenlace será en esta ocasión muy diferente. Con cuarenta y un
años, James se ha vuelto más flexible y le evita a su heroína tanto el mal trago del repudio
social, como ese trasunto de justicia divina que era la muerte por fiebres de Daisy. En lugar
del anterior final trágico, nos encontramos con uno irónico, pleno de ligera sátira.
Partiendo de idénticas premisas (una joven americana muy «suelta» y un estirado galán,
ahora un príncipe germano), la conclusión será la opuesta. El propio James da pie a este
paralelismo al autohomenajearse en el relato, describiendo a su personaje como una «Daisy
Miller en herbe [en ciernes]».
La joven Pandora, una hermosa don nadie que sólo posee su belleza y desparpajo, no
sólo escalará las cumbres de la sociedad, hechizando hasta al mismísimo presidente
norteamericano, sino que dejará con dos palmos de narices a su galanteador, justo cuando
este ya había decidido desprenderse de sus prevenciones y entregarse a la pasión. James
define a su protagonista como «la chica hecha a sí misma» y admite que «Pandora sólo
habría sido posible en América. El modo de vida americano le había abonado el terreno.
No era disoluta, ni estaba emancipada, no era vulgar, ni indecorosa, y no había en ella, al
menos no de manera ostensible, un solo gramo de la que están hechas las cazafortunas. Se
trataba tan sólo de una persona popular y su éxito era exclusivamente personal. No había
nacido con la cuchara de plata de la oportunidad social, pero había terminado por
empuñarla a fuerza de práctica honesta». Por una vez, el autor admitirá el triunfo del mérito
sobre las rancias convenciones sociales.
Primer número de Atlantic, donde James publicaría algunas de sus novelas
Con el éxito, aparecen también las primeras quejas por la falta de
dinero, que con el tiempo se harían crónicas. Es cierto que es una
obsesión común —y razonable hasta cierto punto— en todos aquellos
que dependen del voluble favor del público y carecen de ingresos fijos.
Pero en el caso de alguien como Henry James se antoja un tanto
exagerada. Al escritor le mortificaban especialmente las ganancias de
los pintores. «Supongo que es el demonio de la envidia», le escribe a
una amiga, «pero no puedo evitar comparar las grandes recompensas
de un pintor de éxito aquí, y en general su gloria y su honor, con los
emolumentos mucho más modestos de los hombres de letras».
En cualquier caso, a James nunca le faltaron buenos ingresos. Ni
siquiera en sus últimos años, cuando su popularidad entraba en declive,
dejó de percibir emolumentos más que suficientes para vivir con
desahogo. Y ello sin contar su participación en la fortuna familiar que
fue recibiendo a través de diversas herencias.
El mercado editorial que se encontró el escritor era desde luego muy diferente al de la
generación anterior de Hawthorne y Poe, que apenas daba para vivir de la escritura. La

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literatura se había convertido en Norteamérica en la primera forma de entretenimiento y los
libros y revistas que incluían cuentos y novelas alcanzaban enormes tiradas. Una revista
literaria de calidad como The Century podía alcanzar los 200.000 ejemplares y un millón de
lectores en la década de 18802. Se trata de una envidiable situación, exclusiva de
Norteamérica, que dura hasta nuestros días; ya casi no se publican novelas por entregas,
pero aún se siguen pagando muy bien los relatos que editan las revistas de grandes tiradas.
Una escritora de segunda fila como la amiga y compatriota de James, Constance Fenimore
Woolson, podía mantenerse más que dignamente haciendo literatura seria para revistas. De
hecho, después de la guerra civil americana, los escritores más leídos eran escritoras. Por
otro lado, la existencia de un público culto, cada vez más amplio, que leía revistas de
prestigio, permitía subsistir a la literatura de calidad al lado de la más popular.
Pese a la piratería editorial, que James sufrió en propia carne al principio, y a que los
libros, de elevado precio, rentaban poco, el americano fue uno de los escritores mejor
pagados durante casi toda su carrera, y además cobraba dos veces por cada publicación
(por entregas y en volumen). Aun así, el autor continuó esparciendo lamentos, como este
que se incluye en Los papeles de Aspern:

« —¿No vende los libros que escribe?


—¿Quiere decir si la gente los compra? Algo… Muy poco. Mucho menos de lo que yo
quisiera. Escribir libros, a menos que uno sea un genio (¡y ni aun en ese caso!) es el último
camino para llegar a la fortuna. Creo, además, que ya no es posible ganar dinero con la buena
literatura.
—Tal vez no elige temas hermosos.»

Washington Square en una foto de época; hoy el fondo


del arco está tapiado de rascacielos

Su siguiente gran triunfo, Washington


Square (1880), habla de un mundo que su
autor conoció muy bien, puesto que James
nació al lado de la plaza del título. En su
vejez añoraría aquel universo estrecho y
ceremonioso de la buena sociedad
neoyorkina de mitad del XIX. Pero entonces
aun lo tenía demasiado cercano como para
mostrarse indulgente con su puritanismo, su
mezquindad y sus códigos sofocantes. Hasta
la historia proviene de una anécdota real que
le contó una amiga sobre su hermano, el cual
abandonó a la novia cuando la desheredaron. Al contrario que el resto de sus brillantes
heroínas, James escoge aquí a una joven sosa y poco agraciada, futura solterona. Tal vez sea
esa misma falta de empatía, que el autor prodigó con sus otras protagonistas femeninas, lo
que confiere a esta obra la apariencia de un mecanismo de relojería, que funciona con la fría
eficacia de un aparato de tortura. Se encuentra aquí una de las primeras apariciones de una
figura que tendría larga vida en sus obras posteriores: la del cazadotes cultivado y de
esmeradas formas, pero no por ello menos cínico ni despiadado. Curiosamente y a pesar de
su gran éxito, James la excluyó de la gran edición final de sus obras.

2 Emory Elliot, dir., Historia de la literatura norteamericana, Madrid, Cátedra, 1991, p. 451

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Aún será mayor la resonancia de su siguiente novela, Retrato de una dama (1881), una
de sus obras más populares. El comienzo de Retrato… es irresistible y conecta con las
fantasías que todos hemos tenido alguna vez: ¿qué pasaría si recibieras una herencia
inesperada y tuvieras toda la libertad del mundo y ningún compromiso para emplearla? Tal
es la situación de partida de su protagonista, la inocente Isabel Archer. Aparentemente es
alguien que lo tiene todo: juventud, belleza, inteligencia, carácter, honradez y mucho
dinero. Pocos reparan, sin embargo, en que le falta lo fundamental, aquello que su autor
poseía en abundancia: la posibilidad de desarrollar una vida profesional e independiente al
margen del matrimonio. Desde ese punto de vista, la desastrosa elección de marido de la
heroína es secundaria: cualquier marido es desastroso desde el momento en que anula a la
mujer con la que se casa. Podemos conjeturar perfectamente que si Isabel se hubiera
decantado por cualquiera de los otros partidos disponibles, en principio más
recomendables, su futuro no habría sido más halagüeño. Porque el verdadero tema de la
novela, como su título indica, es el retrato de la mujer —la mejor concebible, inspirada en
su difunta prima Minny Temple— en una sociedad que le corta las alas y la arrincona de
manera irremediable en un papel subalterno. Como el nefasto Osmond resumirá
perfectamente: «Un día le dijo que tenía
demasiadas ideas y que tenía que deshacerse de
ellas […] Lo decía en serio; hubiera querido
que ella no tuviera nada propio fuera de su
aspecto agraciado».
El propio James explicaba en el prólogo que
su punto de partida no era el argumento, sino
«la percepción de un solo personaje» al que,
posteriormente, se viste de peripecias para
desarrollar todas sus posibilidades. Las grandes
novelas anteriores con protagonista femenino,
como Madame Bovary (1857) de Flaubert o Ana
Karenina (1877) de Tolstoi, se ocupaban de
mujeres que sólo viven para el amor y que en
ningún momento se plantean traspasar ese
límite. Isabel Archer tiene una vida interior
mucho más completa que cualquiera de ellas,
que se extiende más allá de los hombres y los
sentimientos. Se trata por ello de la primera
figura de mujer que está a la altura en
complejidad y profundidad de cualquiera de
los protagonistas masculinos.

La dulce Lizzie Boott, amiga de James, y modelo de


Pansy Osmond, hijastra de la protagonista (retrato de
Frank Duveneck)

Esta necesidad de dar cuenta integral de un


personaje conduce a James a su gran
innovación narrativa. El autor se introduce y
nos introduce en la conciencia de su
protagonista como ni ella misma sería capaz de
hacer, puesto que si James le hubiera
concedido la voz —la primera persona
narrativa— a la heroína no habríamos
conocido de ella más que lo que uno está dispuesto a decirse a sí mismo. Fuera habría

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quedado todo aquello que pensamos, sentimos, deseamos, pero nos negamos a expresar o
reconocer. La conciencia del protagonista se convierte así, por primera vez en la literatura,
en el vehículo que nos transporta a lo largo de la historia y desde el que vemos —puesto
que nunca salimos de él— todo cuanto acontece. El autor lo explica de manera inmejorable
en su prólogo: «Coloca el centro del asunto en la propia conciencia de la joven —me dije a
mí mismo— y tendrás la dificultad más interesante y hermosa que puedas desear. No
abandones ese centro, coloca el peso mayor en ese platillo, que será en gran medida el
platillo de su relación consigo misma. Al mismo tiempo, haz que sólo se interese lo justo
por las cosas que no son ella misma y no temas que esa relación sea demasiado limitada».
Por ello, el capítulo que James, y muchos de sus lectores, consideraban lo mejor del libro
(el 42) no es ninguna escena desgarradora o romántica, sino una larga meditación de su
protagonista, que transcurre con Isabel Archer sentada junto al fuego de una chimenea.
James, además, prestó siempre gran interés a sus villanos, a los que fue dotando de una
creciente complejidad a lo largo de sus novelas. Su perversidad es exclusivamente
intelectual, pero no por ello menos abominable. Osmond, el malvado de Retrato, no es un
vulgar maltratador. En todo momento se nos insiste en que se trata de un tipo civilizado,
que no emplea la brutalidad (ni verbal ni física) con su esposa. Es el opresor más actual y
refinado, el que aplasta el espíritu en lugar del cuerpo. Sobre el matrimonio de Isabel
observará el narrador: «Se había eclipsado cuando él la conoció; se había encogido,
aparentado ser menos de lo que era en realidad. Era porque estaba bajo el extraordinario
hechizo que él, por su parte, se había esforzado en tender».
En esta ocasión, Europa supone la corrupción pero también la experiencia, y en cualquier
caso la conclusión de James no es el retorno al punto de partida. Por desolador que sea el
conocimiento, no hay marcha atrás; y en último extremo, son mucho perores las falsas
ilusiones. Isabel permanecerá en Europa, optará por la soledad y el desencanto, pero
también por la libertad, en una época en que una relación amorosa no se daba sin la
anulación y el sometimiento de la mujer.
Retrato… es una de las grandes novelas de todos los tiempos y su protagonista, una de las
figuras femeninas más nobles e inolvidables de la literatura. Para su autor supuso el gran
éxito que andaba persiguiendo y que cimentó de una vez por todas
su prestigio. En el oído del lector resuenan al final, pese a todos los
fracasos de su protagonista, las proclamas orgullosas del comienzo:
«Tengo un gran apego a mi libertad»; «Deseo escoger mi destino».
Constance Fenimore Woolson

En abril de 1880, mientras comienza a escribir El retrato de una


dama, James conocerá en Florencia a una de esas damas, digna de
sus libros, que intentan escapar a los estereotipos. Es una mujer
delgada y de mediana edad, de facciones regulares y sensibles, que
vive soltera e independiente de lo que escribe. Su afición a las letras
le viene de familia: Constance Fenimore Woolson es sobrina nieta
del autor de El último mohicano, James Fenimore Cooper. Siguiendo
el ejemplo de James, de quien se confiesa admiradora (sus escritos
«son mi verdadera patria, mi autentico hogar», le dirá), Fenimore ha decidido trasladarse a
Europa para ampliar horizontes y renovar su inspiración. Ha cumplido ya los cuarenta (tres
más que su modelo) y, al contrario que el escritor, parece no haber renunciado a poner un
poco de romanticismo en su vida. Desde el primer instante —ya venía predispuesta—
caerá presa del hechizo del circunspecto James. En carta a una amistad, poco después de
haberlo conocido, hablará de que «ha sido perfectamente encantador conmigo durante las
últimas tres semanas» y mencionará su «hermoso y regular perfil» y «sus ojos grises claros,
de los que ha desterrado toda expresión». Su comportamiento, dirá, «es calmado, casi frío».

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Esa frialdad, nosotros hablaríamos más bien de prevención ante una mujer matrimoniable,
la mantendrá el soltero durante toda su relación. James por su parte se muestra
condescendiente con ella en las primeras cartas en que la menciona: «Constance es amable,
pero sorda, y me pregunta cuestiones sobre mis obras cuyas respuestas no alcanza a oír»
(en realidad, sólo tenía problemas en un oído); «Constance es una solterona sorda e
“intensa”; pero una buena mujercita en el fondo y toda una dama».
Pese a todas sus reticencias, entre los dos se anudará una amistad muy «intensa» (y, por
supuesto, casta), que durará hasta el final trágico de ella. Fenimore, como James la llama, se
mostrará siempre discreta y reservada sobre sus sentimientos, tanto como el propio James,
pero estos, de manera inevitable, terminan por aflorar ligeramente disfrazados en las cartas
que, sobre cuestiones literarias, se cruzan. En una de ellas, la amiga le reprocha al escritor la
ausencia del amor en sus obras, y entre líneas, suponemos que también en su vida:

¿Por qué no nos entrega, en alguna de sus tres novelas —o si eso fuera imposible, en alguno
de su relatos cortos— una mujer por la que podamos sentir auténtico amor? Tiene que haber
más de una en el mundo. Estoy segura de que usted habrá conocido a varias, se le nota en
algunos rasgos, entre otros rasgos más llamativos. No le estoy pidiendo que la haga feliz ni
siquiera afortunada; pero permítale ser digna de amor; permítale quizá que alguien la quiera
mucho; pero, sobre todo, permítale a ella amar mucho y déjenos ver a nosotros cómo lo hace;
déjenos que nos tomemos todo el interés del mundo por ella. Sólo con que usted mismo se
tomase ese interés mientras la describe el asunto estaría arreglado.

Pero James mantendrá en todo momento la distancia de seguridad. Cuando la Woolson


se traslade unos años más tarde a Londres, para estar más cerca del hombre que ama en
silencio, James pondrá buen cuidado en espaciar los encuentros para no dar pie a
intimidades. «Miss Fenimore Woolson», le escribe a un amigo desde París, «está pasando el
invierno ahí en Londres. La veo a discretos intervalos… Es una mujer muy inteligente y
comprende todo lo que se le dice; una peculiaridad que aprecio tanto más cuanto que cada
vez resulta más escasa». Al cabo de casi un año, la sensible e inteligente Fenimore se
marchará otra vez al continente, después de comprender lo imposible de sus pretensiones.
Ambos seguirán manteniendo una estrecha relación epistolar e incluso se reunirán en
diversas ocasiones (Florencia, Ginebra), pero la escritora, resignada a su soledad, irá
cayendo en un estado de ánimo cada vez más melancólico.

Boston, 1880
En la cumbre de su éxito, en otoño de
1881, cumplidos los treinta y ocho, James
regresa a América para visitar a la familia,
tras seis largos años de ausencia. Se alegra
de ver a los parientes, pero siente con más
claridad que nunca que su lugar está en
Europa: «Mi elección es el viejo mundo; mi
elección, mi necesidad y mi vida… con el
vasto nuevo mundo, je n’ai rien que faire [no
tengo nada que hacer]… ¡Que el cielo me
perdone!, pero siento como si aquí perdiera
el tiempo de la peor manera». Y eso que es
agasajado allí donde va. En Washington
cena con el presidente y tiene un breve y tenso encuentro con Oscar Wilde, también de
visita. James, siempre tan educado, no se privará esta vez de calificar al insoportable snob
de «bestia inmunda» en carta a un amigo.

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Estando en Washington fallece su madre. El escritor le rendirá un sentido homenaje
(«ella era la paciencia, la sabiduría, la exquisita maternidad»), obviando la faceta dominante y
castradora de un matrimonio donde la parte débil la ponía el padre.
Por fin regresa aliviado a Londres en la primavera de 1882. Prosigue allí con su temática
internacional, pero de una forma mucho menos maniqueísta. La historia del inocente
americano expoliado por la depravada Europa recibe ahora un tratamiento más matizado.
Al poco del regreso publica dos cuentos satíricos donde reparte palos por igual. En «El
punto de vista» (1882), siete personajes, entre americanos expatriados y europeos, de
visita en América describen por carta sus primeras impresiones. El tono general es de
crítica hacia una democracia que uniforma por abajo todas las distinciones sociales y cuyo
único dios es el dinero. El francés afirma: «América es la última palabra en democracia y
esa palabra se llama… medianía». El inglés: «Todo el mundo aquí es el señor Jones y el señor
Brown; y todo el mundo parece el señor Jones y el señor Brown». La americana
europeizada: «Nadie es formidable… No hay tipos brillantes; la gente más importante
parece carecer de dignidad». Pero junto a quienes execran la vulgaridad y falta de
refinamiento, se levantan la joven que alaba la libertad de costumbres y el americano
retornado que reniega de los asfixiantes esnobismos europeos. Los Estados Unidos
representan el porvenir, declara este último: «Una vez constatado sobre el terreno que las
grandes cuestiones del futuro son cuestiones sociales, que una imparable marea de
democracia barre el mundo y que este país es el mayor escenario en el que se representa ese
drama, los asuntos de moda en Europa se antojan triviales y
pueblerinos». En James las cosas nunca son simples.
Ilustración de la edición de Nueva York de obras de James (foto de Coburn)
«El cerco de Londres» (1883) se ocupa de la otra parte. El
cuento trata sobre una simpática y vulgar arribista americana,
pluridivorciada, y sobre sus intentos de introducirse en lo más
selecto de la sociedad londinense. Para ello cuenta con la
ayuda de dos caballeros ingleses, Littlemore y Waterville, que,
a pesar de que la señora les divierte y a uno de ellos hasta le
atrae su belleza, no darán su brazo a torcer, pues no la
consideran nada respetable. Uno de los caballeros, Littlemore,
sobre el que narrador centra el relato, conoció a la arribista
señora Headway en sus horas bajas en Norteamérica, cuando
no era más que una pobre y encantadora divorciada. Al cabo
de los años vuelve a encontrársela convertida en rica y
ostentosa viuda de un difunto marido mucho mayor que ella,
con el que —se nos da a entender— matrimonió por interés.
La señora Headway es vulgar, pero animosa y muy bella, y le
pedirá ayuda a Littlemore para que la introduzca en lo más inaccesible de la sociedad
londinense. Littlemore (literalmente «poco más», pues sólo es un poco más lúcido, pero no
mejor, que los hipócritas personajes que le rodean) se mostrará siempre ambiguo. Admirará
sus progresos, pero en el fondo piensa de ella que no es respetable, como finalmente no se
privará de confesarle a la madre del aristócrata que la arribista señora Headway ha
conseguido pescar. Su confesión no le servirá de nada, pues la trepa se ha casado ya en
secreto.
Los personajes forman una galería de hipócritas y estirados: desde el amigo de Littlemore,
Waterville, secretamente enamorado de la arribista, a la que, sin embargo, desprecia; y la
hermana de Littlemore, una casada puritana, que se escandaliza con su hermano por
mantener tratos con la trepa; hasta la rancia madre del prometido, que quiere por todos los
medios impedir la boda de su hijo con la vulgar americana. El personaje de Littlemore es
un prodigio de ambigüedad y cinismo: por un lado admira la valentía y desparpajo de la
arribista en su asalto a la alta sociedad; pero por otro comparte el menosprecio de los

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exclusivistas londinenses hacia una mujer divorciada y de oscuro pasado, como demuestra
su condena final ante la madre del futuro marido.
El problema es que no sabemos muy bien si ésa es también la actitud del propio autor,
porque Henry James se muestra aquí tan ambiguo, cínico y posiblemente reaccionario
como el propio personaje de Littlemore. Lo cual importa poco, habida cuenta del
despiadado retrato de la alta sociedad inglesa que el autor nos ha dejado. A ello se suma
una colección de agudas descripciones de caracteres, como esta de Littlemore: «A la edad
de treinta años, no dominaba ninguna de las artes útiles, a menos que incluyamos entre ellas
la indiferencia». O esta otra de la arribista: «Había llevado una vida bastante excitante y
actualmente su visión de la felicidad se centraba en estar magníficamente aburrida».
Aunque el escritor no reniega de su patria adoptiva, el deslumbramiento inicial se ha
evaporado y comienza a contemplar a los ingleses a una luz más cruda. En un ensayo sobre
su amigo el caricaturista George Du Marier, dirá de ellos: «Carecen de espontaneidad en su
vida artística; su gusto es un asunto de conciencia, reflexión y deber… Transportan sobre
sus anchos hombros una indescriptible montaña de prejuicios y convenciones, una negra
nube de inhibiciones y miedos, que arrojan sombras sobre el sincero y confiado ejercicio
del arte».

La casa de campo inglesa ideal para James


(fotografía de Coburn para Retrato de una dama)

Sólo unos meses después de llegar


a Europa, en diciembre de 1882,
regresa de nuevo a Boston, donde
su padre acaba de fallecer sin darle
tiempo a despedidas. Allí
permanecerá retenido solventando
problemas de herencia y cuidando
de sus hermanos Wilky y Alice, que
se encuentran en un delicado estado
de salud. El padre deja una
cuantiosa fortuna, de la que
Wilkinson ha quedado excluido por
haber recibido con antelación su
parte, pese a que por entonces se encuentre otra vez en la ruina, muy enfermo y con una
familia que mantener. James, que podrá estar obsesionado con sus ganancias, pero nunca
ha sido un miserable, consigue que se haga una parte más para el hermano en desgracia. No
contento con eso, renunciará además a su parte para entregársela a su hermana Alice,
soltera sin oficio ni beneficio.
Mientras se encuentra en su tierra, aprovecha para impartir un par de conferencias (una
en Boston y otra en Nueva York) de las que dirá un asistente: «Dejó una impresión tan
profunda como conferenciante como la que había dejado como escritor». En Nueva York
cumple cuarenta años y siente que aún está lejos de sus metas. Pese a sus éxitos recientes y
a que la prestigiosa editorial Macmillan va a publicar en breve una recopilación de sus obras
en catorce volúmenes de bolsillo, James escribe en su diario: «Debo realizar un gran
esfuerzo en los próximos años si no quiero acabar como un completo fracasado ¡Me
convertiré en un fracasado a menos que haga algo grande!».
Solventados los problemas, el escritor está de regreso en Londres ese verano de 1883. En
septiembre fallece su querido Turguénev y, poco después lo hará su hermano Wilky («uno
de los espíritus más amables y generosos que he conocido»). La sucesión de difuntos marca
un fin melancólico a la etapa más brillante de su carrera y el comienzo de otra nueva
incierta.

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U N JAMES NATURALISTA

James, en efecto, se siente saturado de temática internacional, tipo americano en París o


inglés en Nueva York, que le ha proporcionado fama pero que considera agotada, y ahora
desea emprender nuevos caminos. Durante los próximos años escribirá un par de novelas
en la estela del naturalismo francés, a cuyos maestros frecuenta en sus viajes a París. «Son
los únicos», dirá en una carta, «cuyo trabajo respeto hoy en día; y a pesar de su feroz
pesimismo y su manejo de los asuntos sucios, son al menos serios y honrados». De entre
todos ellos, admira especialmente a Zola, aunque no sin reservas («Ces messieurs parecen no
ver en la naturaleza otra cosa que órganos genitales»). James pondrá en práctica en sus
próximas obras algunos de sus preceptos: observación escrupulosa de lo real, estudio
documental del entorno social que determina a los personajes, atención a las ideas sociales
y políticas novedosas, protagonismo de los desfavorecidos y revolucionarios… A todo ello
aplicará sus correctivos, eliminando por ejemplo el sexo (ah, no, de eso nada, él sigue
siendo victoriano) y aumentando la riqueza psicológica y vida interior de los personajes, en
lo que siempre fue un maestro insuperable.
El primer resultado del experimento —fallido a juzgar por la tibia acogida de crítica y
público— fue Las bostonianas (1886), ambientada como su título indica en la puritana
ciudad de Nueva Inglaterra que tan bien conocía el autor. Como en su siguiente novela,
James aborda por primera vez las cuestiones sociales. La obra describe la
lucha entre una madura feminista y un galán sureño y reaccionario (ambos
primos) por conquistar a una inocente joven, protegida de la primera.
James podía defender mejor que nadie las ansias de libertad de la mujer,
como hizo en Retrato de una dama, pero su conservadurismo le impedía dar
el paso lógico de apoyar el movimiento que trataba de llevarla a la práctica.
La novela adolece por ello de la misma inconsecuencia que lastró toda su
existencia: el respeto a las convenciones sociales, su temor de outsider, le
vedó siempre el salto hacia una actitud más desenvuelta tanto respecto a su
homosexualidad reprimida, como frente a los corsés morales que en el
fondo despreciaba. La conclusión es la previsible: la norma triunfa al final
y la joven renuncia a su actividad política para anularse en brazos del
bigotudo de turno. La incapacidad de James para reconocer lo evidente —
la relación erótica entre dos mujeres— lastra la veracidad de la historia casi
tanto como el triunfo forzado de un héroe de cartón piedra por el que, salta la vista, no
siente la menor simpatía. Una novela de James, sin embargo, nunca es despreciable y ésta
contiene lo que cualquier lector esperaría del escritor: caracterizaciones impecables, un
ambiente social vigorosamente descrito y el incomparable lenguaje del autor. Para muchos
eso es suficiente.

Como para subrayar el cambio de orientación vital y literaria, James se muda de


alojamiento; pero seguirá el camino inverso a su literatura, desde el «naturalista» Bolton
Street (las habitaciones oscuras y más bien lóbregas, donde vivió la década anterior) al
«internacional» 34 de De Vere Gardens (un luminoso piso en el elegante barrio de
Kensington). Por primera vez dispone de una vivienda a su gusto, un par de criados (el
matrimonio Smith) y hasta un perro salchicha, al que bautizará como Tosca. Tiene por
vecino, un poco más arriba de la calle, al poeta Robert Browning, del que admira sus obras
tanto como le asombra su torpeza en sociedad; contraste que dará lugar a uno de sus
brillantes relatos, «La vida privada».

20
En 1884, publica El arte de la ficción, (1884) comentario a una conferencia del
novelista Walter Besant y uno de sus más importantes ensayos teóricos. Besant —un autor
hoy olvidado— defendía en la conferencia la dignidad artística de la novela (cosa no tan
obvia en su época) y la situaba al mismo nivel de las otras artes consideradas más nobles: la
poesía, la pintura y la música. James se adhiere calurosamente a esta opinión.
En cuanto a otras opiniones, como la de que la novela deba alimentarse de la experiencia
de su autor, James se muestra más cauto, puesto que la imaginación, nos dice, cuando es
poderosa puede suplir la falta de vivencias a partir de la mera observación. La experiencia
no tiene por qué ser sólo la vivida, sino también la imaginada.
Por último, James critica sin medias tintas la idea de Besant, corriente en la época, de que
la novela tuviera que servir a algún propósito moral. Al novelista le corresponde
«representar la vida», no juzgarla.
El ensayo de James, al que contestó Stevenson, fue la ocasión para que ambos escritores
iniciaran una estrecha amistad. A pesar de lo opuesto de sus caracteres y escrituras, ambos
se admiraban profundamente. Al ceremonioso James le encantaban el vitalismo y la fuerza
salvaje de los relatos de Stevenson («la innata alegría en todo lo que usted escribe me resulta
una delicia»); y éste por su parte se inclinaba ante la inalcanzable maestría narrativa del
americano («cuando llegamos al terreno de las realizaciones, comparado con usted me
siento un patán y un vago de muchos quilates», le responde el escocés). James visitó a un
Stevenson ya enfermo en 1885, aprovechando la coincidencia de ambos en la localidad
estival de Bournemouth. El autor de La isla del tesoro
contaba entonces treinta y cinco años, siete menos
que el americano. No sólo se respetaban como
colegas, sino que se apreciaban de la manera más
afectuosa. Cuando Stevenson marche a los mares del
Sur, se iniciará entre ambos una hermosa
correspondencia sin desperdicio.
Robert Louis Stevenson, tuberculoso incombustible
Otra enferma reclamará la atención del novelista
por las mismas fechas. Se trata de su hermana Alice,
cuyos padecimientos nerviosos se han agravado tras
la muerte del padre y que decide instalarse en Inglaterra, acompañada de su cuidadora, para
estar cerca de su hermano. Los doctores que la examinan no encuentran ningún mal
orgánico y la diagnostican como neurasténica. Alice está prácticamente inválida y, a pesar
de la devota cuidadora, supondrá una pesada carga para su hermano. En sus últimos años
escribirá un interesante diario, en el que expresará todo su agradecimiento por la
abnegación de «Henry el paciente», como llama al hermano: «Le he dado infinitos cuidados
y preocupaciones, pero pese a todo y a la fantástica naturaleza de mis males, nunca vi una
sola mirada impaciente en sus ojos ni escuché la menor queja ni incomprensión salir de sus
labios».
A la larguísima nómina de artistas y literatos conocidos por James, se sumará en agosto
de 1886 el francés Guy de Maupassant, de paso por Londres y de quien, pese a ser siete
años más joven, James admira la maestría en el relato corto (en sus agendas de trabajo
escribirá antes de iniciar un relato: «Oh, espíritu de Maupassant, acude en mi ayuda» y «Á la
Maupassant debe ser mi constante lema»). Cierto que, como con el resto de los naturalistas,
le fastidia la cortedad de miras a la hora de explicar las motivaciones de sus personajes y su
obsesión por lo sexual. Esto último no es ninguna broma; el francés era un conocido
erotómano, como testimonia su orden de prioridades en Londres, según su
correspondencia: «El lunes estuvimos con varias damas de lo más agradables al parecer…
más Henry James»; «Me gustaría presentarte esa noche a una encantadora mujer, en cuya
casa encontrarás a Bret Harte, el escritor americano… y también a Henry James, creo».

21
En 1886 se publica La Princesa Casamassima,
su segundo experimento naturalista. Se trata de una
obra extraña en el corpus del escritor, pero en
absoluto olvidable pese a su escaso éxito. James se
introduce por primera vez en un medio muy alejado
de aquel que frecuentaba: la miseria del Londres de
las clases trabajadoras, con los inicios del
movimiento obrero y los círculos del terrorismo
anarquista. Este último, en especial, fue un tema que
ya preocupó a otros escritores de la época y que daría
lugar a grandes novelas, como Los demonios de
Dostoievsky (1872) o El agente secreto de Joseph
Conrad (1907). Pese a su escaso conocimiento
directo del ambiente, James dibuja con dramática
fuerza la lóbrega atmósfera del suburbio y muestra
simpatía y respeto por algunos de sus habitantes.
Foto de Coburn para La princesa Casamassima
El protagonista, de nombre imposible (Hyacinth,
pronúnciese ‘jáyiasinz’, Jacinto) es un espíritu
superior nacido en las cloacas. Bastardo de un lord y una francesa pobre, que asesinó a su
aristocrático amante, esta doble herencia determinará de manera trágica todos sus pasos y
terminará por desgarrarlo. Hyacinth se hará en su juventud revolucionario por lealtad a los
pobres entre los que ha crecido, pero su instinto le arrastra hacia las cosas hermosas de la
vida y lo convierten en un exquisito encuadernador (un acertado símbolo de alguien que
permanece a las puertas de la cultura, en el exterior de los libros que ama). Su afán de
justicia le llevará a enredarse en los círculos terroristas, donde conocerá a la fascinante
princesa Casamassima, un personaje que ya encontráramos en la segunda novela de James,
Roderick Hudson, y que ahora reaparece, separada del marido y transformada en una fanática
revolucionaria. La princesa representa para Hyacinth la belleza de un mundo que añora y
que no por injusto deja de ser menos deseable. El encuadernador tomará contacto con esa
realidad inaccesible y deslumbrante durante un breve viaje por Europa, poco después de
serle encomendado un atentado suicida. Durante su periplo comprenderá que, por más
envueltas en injusticias que se hallen tales bellezas, no puede destruirlas, pero tampoco
desligarse de su compromiso con los terroristas. Incapaz de conciliar ambas lealtades,
optará por atentar contra sí mismo en lugar del objetivo marcado: su propio padre.
La princesa Casamassima fue el intento más serio por parte del escritor de acercarse a los
presupuestos de la escuela naturalista. James admiraba las potentes pinturas sociales de
Zola protagonizadas por desfavorecidos, pero renegaba de la tosca caracterización en la
que, según él, incurrían los naturalistas. Con todas sus limitaciones, el naturalismo se hizo
eco antes que nadie de algunas tensiones clave de la época. La marea de industrialización y
el capitalismo salvaje de fin de siglo despertaron enormes movimientos económicos y
sociales frente a los cuales el individuo, cada vez más insignificante, era percibido como un
títere. Al mismo tiempo, el darwinismo social puso de moda un craso biologismo, que
presentaba al hombre como producto de su herencia y del instinto de supervivencia.
Acorde con estos presupuestos, el naturalismo diseñaba a sus personajes como víctimas,
pero también marionetas, de fuerzas que les sobrepasaban tanto por fuera como por
dentro. El escritor naturalista debía actuar como una especie de científico social y
documentar escrupulosamente los aspectos más sórdidos de esta realidad.
James se esforzó por aplicar de manera más o menos ortodoxa los dogmas del
naturalismo e incluso llegó a visitar la siniestra prisión de Millbank, para documentar la
escena en que un Hyacinth aún niño acude a la cárcel a despedirse de su madre moribunda.
«Esta mañana», le escribe a un amigo, «he estado en la prisión de Millbank (un lugar

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espantoso), tomando notas para una escena de ficción. Como ves, ya soy casi un
Naturalista». La impresión que le causó la visita le inspiró una frase digna del mayor
progresista: «La prisión de Millbank es un acto de violencia peor que cualquiera de los que
pretende castigar».
La princesa Casamassima contiene una galería de personajes inolvidables, junto con una
descripción descarnada, de primera mano, del Londres miserable y de sus habitantes. Pero
es cierto que algo falla y que James parece impostado, como un cantante forzado a entonar
en un registro que no es el suyo. El determinismo naturalista se revela como una camisa de
fuerza demasiado prieta para el héroe típico de James, capaz de conservar la dignidad y la
independencia en medio de cualquier circunstancia.

Para poner tierra de por medio con la racha de fracasos, James se traslada a Italia una
larga temporada (de comienzos al verano de 1887), después de seis años sin pisarla.
Dividirá su estancia entre Florencia y Venecia, invitado de lujo en algunas de las mansiones
de amigos. En Florencia comparte residencia durante unas semanas con su arrendataria, la
escritora Constance Fenimore Woolson. Aunque cada uno ocupa una planta de la mansión
(Bellosguardo, un imponente caserón de las afueras, con vistas a Florencia) y viven más
como buenos vecinos que como compañeros de piso, para James, siempre escrupuloso con
las conveniencias, el hecho supondrá una audacia que preferirá no mencionar a sus
amistades. La relación, sobra decirlo, continuó siendo perfectamente casta.
En cualquier caso, James se volvía menos rígido, más tolerante y europeo: «Seamos más
flexibles, querida Grace, seamos más flexibles», le escribe a una amiga; «y si no llegamos al
sol, al menos habremos volado en globo». Y poco antes: «Es una melancólica equivocación,
en esta vida nuestra tan incierta, atenerse a tantas rigideces y
normas…».
Venecia: foto de Coburn para las obras de James
El expatriado se siente más libre que nunca en Italia y también
más productivo. Después del mal trago de sus dos novelas
anteriores, se encuentra de nuevo inspirado y prolífico. Los
papeles de Aspern, Una vida londinense, The Reverberator, The Modern
Warning, Louisa Pallant, La lección del Maestro… una obra maestra
tras otra del relato corto salen de su pluma y se irán publicando,
en un chorreo continuo, durante 1888 en diversas revistas.
Algunas de ellas se escriben por estas fechas en Italia, como el
célebre Los papeles de Aspern, fabulado a partir de una
anécdota real sobre una querida de Byron, contada a James por
una de sus amigas.
Presenta a un estudioso de la literatura, del que no sabremos
el nombre, que llega a Venecia dispuesto a hacerse con los
papeles inéditos de un célebre poeta americano ya fallecido,
Jefrrey Aspern. Los papeles se encuentran en poder de su antigua amante, Juliana
Bordereau, una huraña y arruinada anciana que vive aislada en su viejo palacio, con la única
compañía de una sobrina solterona. Los intentos de comunicarse con ella por correo han
sido infructuosos y el estudioso decide alquilar a un precio exorbitante unas habitaciones en
el palacio de Juliana, haciéndose pasar por un extravagante turista. Como la anciana se
muestra intratable, el estudioso trata de informarse a través de su sobrina, una ingenua y
apocada mujer madura, completamente dominada por el carácter tiránico de la tía. La
sobrina le confiesa que los papeles existen o al menos existían, pero que no sabe dónde se
encuentran y promete ayudar al estudioso.
Al poco, aprovechando que la anciana ha caído gravemente enferma, el crítico se cuela en
su habitación y trata de averiguar el escondite de los papeles; pero la anciana le sorprende in
fraganti y le maldice. Avergonzado, el crítico sale huyendo de la casa y parte de viaje. Al

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regresar al cabo de unos días, se entera de que la vieja ha muerto y teme que, en el último
momento, haya podido quemar los papeles. La sobrina, Tina Bordereau, le tranquiliza y le
confía que, aunque la tía le pidió quemarlos, no le hizo caso. No sólo eso, sino que como
muestra de buena voluntad hacia el crítico, le regala una valiosa miniatura con el retrato de
Jeffrey Aspern, la misma que la vieja quiso venderle por mil libras.
El crítico ve el cielo abierto, hasta que la sobrina le comunica la condición innegociable
para entregarle los papeles: que se case con ella. El hombre saldrá huyendo espantado ante
la perspectiva de tener que cargar con la vieja solterona. Durante la noche, sin embargo,
recapacita, piensa que la condición no es tan terrible y al día siguiente regresa al palacio a
entrevistarse con la sobrina. Pero sólo para enterarse de que llega demasiado tarde y que
Tina Bordereau ha quemado la noche anterior todos los papeles.
La posición del propio James, que en sus últimos años quemó también toda su
correspondencia, es inequívoca: nadie tiene derecho a inmiscuirse en la vida privada de otra
persona, ni siquiera en la de un artista célebre. Pretender desvelar las pasiones e intimidades
que se encuentran en el origen de las obras de arte es tan indigno e inútil para
comprenderlas como intentar descomponer una hermosa pintura en los elementos
materiales de que está hecha (las tierras, minerales y aceites de los pigmentos, los restos
orgánicos de las cerdas de los pinceles, la madera de la tabla o el tejido del lienzo). El
secreto de la obra de arte no se oculta en sus materiales, como tampoco
en las pasiones e impulsos, a menudo reprobables, del creador (los
otros materiales de la creación), sino en una facultad inexplicable de
transmutar toda esa materia prima sin valor en auténtica belleza, donde
su humilde origen queda borrado.
Un James pensieroso en 1890
El cuento «La lección del maestro», de ese mismo año, es otra de
las joyas de James sobre el mundo de los escritores. Recoge una de las
ideas conductoras de su obra (y que el autor se aplicó
escrupulosamente): la incompatibilidad con una vida normal de aquel
que pretenda dedicarse con seriedad al arte; la necesidad renunciar
desde el principio a formar una familia si pretende alcanzar la
perfección en lo que hace. Pero como siempre en James, todo está
envuelto en ambigüedades y la conclusión permanece en suspenso.
La historia es tan simple como eficaz: un autor consagrado, pero consciente de haber
desperdiciado su genio, aconseja vivamente a un principiante con talento que abandone a
su novia y renuncie al matrimonio si quiere prosperar en su arte. El ingenuo novato
aceptará el consejo, sólo para encontrarse, al cabo de un tiempo, con que el escritor
consagrado ha aprovechado la ocasión para casarse con su antigua novia. ¿Eran sinceros
los consejos del escritor veterano o no se trataba más que de una maniobra para levantarle
a la novia? James no despeja la incógnita, pero a cambio nos deja una sucesión de diálogos,
a cuál más irónico e incisivo.

―En tal caso, ¿le niega usted [al artista] el derecho a las pasiones y los afectos comunes a
todos los hombres? ―preguntó Paul.
―¿Es que su pasión, su afecto, no abarca todo lo demás? Por mí, que tenga cuantas quiera,
siempre y cuando mantenga su independencia. Ha de ser capaz de vivir en la pobreza.
Paul se incorporó con lentitud. […]
―¡Qué falacia, qué descrédito de la figura del artista, pintarlo como un simple monje de
clausura, que sólo puede llegar a desempeñar su oficio renunciando a su felicidad personal!
¡Qué terrible condena del arte! ―siguió diciendo Paul con voz trémula.
―¿No se le habrá ocurrido ni por un momento que estoy defendiendo el arte, verdad?
“Condena”… ¡ya lo creo! Felices las sociedades en las que el arte no ha hecho acto de
presencia, pues desde el momento en que aparece, son pasto de un dolor que las consume y
anida en su seno una incurable corrupción. ¡Sin duda que es falaz la misión del artista! Pero creí
que eso lo dábamos por supuesto…»

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E L DRAMATURGO FRACASADO

Desde 1889 y durante todo un lustro, James tratará de resarcirse de sus fracasos
buscando suerte en el teatro, el lugar verdaderamente lucrativo para un escritor de la época.
Su carrera en las tablas, sin embargo, será una sucesión de sinsabores que culminará en el
peor de todos ellos, el estreno en enero de 1895 de Guy Domville. El autor saldrá a saludar al
final de la obra y se encontrará con un despiadado abucheo de los palcos baratos, mientras
los amigos del patio de butacas tratan de compensar el bochorno con un caluroso aplauso.
La situación resulta doblemente mortificante, porque James viene de asistir al clamoroso
triunfo de su odiado rival Oscar Wilde en un teatro vecino, adonde se había escapado para
calmar sus nervios.
El americano resulta demasiado refinado y sus obras demasiado bien escritas para el
público popular del teatro inglés, dirán las reseñas. Algunos críticos del momento (entre los
que se cuentan George Bernard Shaw o H. G. Wells), aun reconociendo la calidad de su
escritura, echarán en falta la agilidad y carpintería teatral que poseen otros dramaturgos más
mediocres.
«Las horas más horribles de mi vida», llamará el escritor a la traumática experiencia, que
marcará un dramático cambio de rumbo en su vida y en su obra. James, no sólo
abandonará definitivamente el teatro en favor de la narrativa, sino que, renunciando al
compromiso con el público, se lanzará a arriesgados experimentos literarios. Se abre
entonces su etapa más innovadora e influyente en la narrativa posterior.
El descalabro teatral venía además a sumarse a una serie de desgracias recientes. En 1892
fallece su hermana Alice. (Henry, en una nueva muestra de generosidad, se desprendió de
un cuarto de su herencia de veinte mil dólares para entregársela a su hermano Robertson,
insatisfecho con su parte). Al año siguiente, poco antes de cumplir el medio siglo, el
escritor sufre su primer ataque de gota, una dolencia que le atormentaría hasta el final de su
vida. Y un año más tarde se suicida en Venecia su más íntima amiga, Constance Fenimore
Woolson. La escritora que, desde que conociera a su colega en 1880 alimentó en vano la
fantasía amorosa, se despide deprimida de Inglaterra después de comprender lo ilusorio de
sus pretensiones. Viaja a Venecia y poco después de su llegada, en enero de 1894, se arroja
desde el balcón de su vivienda. La noticia conmociona al escritor, que atribuye la muerte a
«un ataque repentino de demencia». Como en sus cuentos, la clave de la larga relación entre
ambos permanecerá inexpresada.
Una curiosa fotografía del estreno de Guy Domville
Por si todo esto fuera poco, unos meses
después, en diciembre, en vísperas de su mayor
fracaso teatral, fallece en la Polinesia su querido
amigo Stevenson. Bien es cierto que su nómina
de amistades literarias y artísticas se renueva sin
tregua: en 1892 conoce a un joven y brillante
Rudyard Kipling e incluso actúa de padrino de
su boda. También de esos años data su estrecha
amistad con el refinado escritor francés Paul
Bourget, nueve años más joven, y hoy un tanto
olvidado. Y otra nueva adquisición, que le
acompañaría hasta el final, es la del pintor John Singer Sargent, 13 años más joven; otro
americano cosmopolita y refinado, con el que el arte del propio James tenía tanto en
común que sus pinturas se han utilizado hasta la saciedad para ilustrar sus portadas.

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La experiencia del teatro no caerá, sin embargo, en saco roto. James pondrá en práctica
buena parte de lo aprendido en las tablas en sus siguientes novelas: la sucesión de escenas
sin apenas intromisiones explicativas (Los tesoros de Poynton, 1897), la narración a partir del
puro diálogo (La otra casa, 1896), la economía escénica en la descripción de ambientes
(abstenerse de mencionar una silla si no va a sentarse en ella algún personaje, como en las
acotaciones de teatro)… James tomará buena nota, sobre todo, de la habilidad constructiva
de Ibsen (cuyo prosaísmo aborrece) para plantear un conflicto dramático en unas pocas
situaciones clave.
Todas estas innovaciones tendían a reforzar su ideal, ya antiguo, de la invisibilidad del
narrador y la pretensión de que la historia se contara por sí misma como sucede en el
teatro, donde, a diferencia de la narrativa, no existe una voz en off que nos guíe, y el
conocimiento de los personajes proviene de la propia acción observada. Al igual que en la
vida real, los hechos se presentan por sí solos y es el espectador quien debe sacar sus
propias conclusiones.
Uno de los mejores frutos de esta aplicación de las técnicas teatrales es Lo que Maisie
sabía, publicada en 1897 y una proeza narrativa. No sólo está escrita escénicamente, sino
que el autor se limita a narrar lo que su pequeña protagonista (una inocente niña de ocho
años) va averiguando. Se trata de uno de los ensayos más virtuosísticos sobre el punto de
vista: la historia es percibida en todo momento a través de la conciencia de una niña que va
madurando a pasos agigantados como consecuencia de los propios acontecimientos. James
recurre astutamente a lo que otros personajes le cuentan a la pequeña para completar la
información del lector, pero en ningún caso sobrepasa lo que Maisie ve, escucha, presencia.
Para sortear las limitaciones, el autor se sirve de lo que la niña no acaba de entender, pero el
lector puede comprender mejor que ella desde su perspectiva adulta. De modo que no es
que el lector sepa más que la protagonista, sino que interpreta mejor ―como persona más
madura y experimentada que es― lo mismo que conoce la pequeña protagonista. Los hechos
de conciencia son, pues, los de una niña, aunque expresados en el lenguaje de un adulto.
La novela se inspira en un hecho real que James relata en el prefacio, proporcionando de
paso un inmejorable resumen de la trama:

Me había sido narrado casualmente el modo en que la


situación del infortunado pequeño vástago de un matrimonio
divorciado había sido afectada, bajo la mirada de mi
informante, por el nuevo casamiento de uno de sus
progenitores (cuál de ellos, no lo recuerdo); de manera que, a
causa del poco entusiasmo por la compañía de la criatura
expresado por el nuevo cónyuge de dicho progenitor, no
podía ser llevada a término con facilidad la ley que regía su
infantil existencia, consistente en que debía vivir
alternadamente una temporada con su padre y otra con su
madre. Aun cuando en un principio cada miembro de la
desunida pareja había deseado vengativamente impedirle a su
retoño cualquier relación con el otro, ahora el progenitor
nuevamente desposado buscaba más bien desembarazarse de
él: es decir, dejarlo tanto como fuera posible, y excediéndose
de las fechas y plazos estipulados, al cargo del adversario;
incumplimiento éste que, tomado por el adversario como
prueba de mala intención, naturalmente era compensado y
vengado mediante una perfidia similar. El desdichado infante
se había encontrado, así, prácticamente repudiado, rebotando
de raqueta en raqueta como una pelota de tenis o un volante.

Un fragmento de Las hijas de Edward Darley Boit (1882) de Sargent,


una perfecta ilustración para Maisie.

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La pobre Maisie va dando bandazos (físicos, pero también anímicos) de uno a otro padre
en un caso de custodia compartida, dejándose seducir por una u otra falsa apariencia, para
terminar al poco desengañada y cada vez más sabia. Así irá aprendiendo a orientarse en el
equívoco y traicionero mundo de los adultos. La buena voluntad tan madura de Maise, sus
deseos constantes de ser conciliadora y agradar, resultan desgarradoras cuando se los
compara con la crueldad y estupidez de los mayores. Maisie quiere querer a sus padres, por
mucho que estos se empeñen en traumatizarla.
Las vueltas de tuerca argumentales, en las que James era un especialista, alcanzan aquí un
grado de virtuosismo. Los adultos que parecían más dignos de confianza terminan
revelándose, uno tras otro, poco de fiar, hasta quedar al final sólo Maisie como único
personaje salvable. Su propia inocencia (su «intacta pureza», la llama James) terminará
salvaguardándola en esa pecera llena de despiadados cocodrilos que es su hogar.
Un James lobo de mar en 1897, por la época de Maisie
En medio de todos los altibajos vitales y
profesionales, el narrador continúa imperturbable
su producción cuentística, en la que se
desenvuelve como un maestro infalible, capaz de
encadenar sin desfallecimientos un logro tras otro.
1896, el año siguiente a su fracaso teatral, ve
aparecer dos obras maestras del relato: «La figura
en la alfombra» y «Los amigos de los amigos».
«Los amigos de los amigos» es la historia de
dos almas gemelas, dos individuos hechos el uno
para el otro, que nunca terminan de encontrarse.
Por primera vez en su narrativa James concibe la
pareja ideal, aquella donde ninguno de sus
componentes devora al otro, pero la rodea de
tales impedimentos que sólo pueden consumar su
amor… tras la muerte. La ironía en James es tanto
más eficaz cuanto menos detectable. En este caso
se aplica también al problema de los celos en su
modalidad más extrema: ¡el colmo, sentir celos de
un fantasma! La pasión en su literatura implica la
anulación, si no la destrucción, de uno de los dos polos; uno de los amantes mengua
siempre a costa del otro. James parece insinuar en este caso que un equilibrio perfecto en
esta vida es tan inconcebible como un mar que no se agite, como un mar muerto…, pero
acaso en el otro mundo sea posible.
«La figura de la alfombra» es otro de los más celebrados cuentos de su autor, et pour
cause. En él fustiga la cortedad de miras de la crítica de la época y su incomprensión hacia su
propia obra (aún tenía el fracaso teatral reciente). Los críticos contemporáneos rara vez
estuvieron a la altura del lugar privilegiado que James asignaba a la disciplina. Él mismo fue
uno de los críticos más perspicaces de su tiempo.
La historia repite un argumento parecido al de Los papeles de Aspern: el intento de un
crítico por desvelar el secreto íntimo de un escritor, al que sólo se puede acceder a través
del matrimonio. Podemos especular legítimamente, como hace el propio protagonista del
cuento, con la naturaleza obvia de ese secreto (el secreto mejor guardado de la era
victoriana) que sólo se revela a quien consuma el matrimonio; pero con James las
explicaciones obvias siempre están de más y cometeríamos un error de bulto. El final
inconcluso ha dado lugar a un sinfín de interpretaciones igual de poco concluyentes. Como
en Los papeles de Aspern (y como en toda su obra y hasta en su propia vida, podríamos decir)
James opta por que lo privado y lo íntimo permanezcan inexpresados. Es más, el novelista
que oculta su secreto le llega a sugerir al crítico que revelarlo sería tanto como desactivar su

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efecto: «En resumen, si usted llega a descubrirlo, mi juego se habrá arruinado». James
parece sugerirnos que lo importante no es tanto el motor de la creación (proveniente de
impulsos acaso no muy elevados ni presentables) sino su resultado final, la obra de arte que
lo trasciende.

Entre el centenar de cuentos escritos por James se encuentra buena parte de lo mejor de
su producción; al mismo tiempo constituyeron una de sus fuentes más seguras y regulares
de ingresos. Incluso en 1899, cuando su popularidad como novelista andaba en horas bajas,
las revistas le pagan a 50 libras (270 $) la historia; es decir, que con un par de cuentos
publicados podía costearse el alquiler de un año de su flamante mansión, a la que se
traslada en 1898. Se trata de un amplio caserón con jardín (Lamb House, en la actualidad
casa-museo) situado en la localidad costera de Rye, en Sussex, a unos 120 kilómetros de
Londres. James está cansado de la ciudad, que se le ha mostrado tan ingrata últimamente, y
desea vivir a partir de ese momento una vida más recogida. El contrato de alquiler firmado
es ¡por veintiún años!, a 70 libras (350 dólares) anuales, una elevada cantidad que, pese a sus
eternas quejas pecuniarias, el escritor puede permitirse de sobra. Aun así, la obsesión de
andar corto de fondos se le agudiza con el traslado y emprende una ansiosa búsqueda de
ingresos que consigue en breve plazo. Por una biografía
de un escultor, obtiene un adelanto de 250 libras (más de
tres años de alquiler); por una colaboración en el Times,
40 libras mensuales (casi siete años más de alquiler con
las colaboraciones de un solo año); y finalmente, por la
publicación por entregas de una nueva novela (La edad
ingrata), otro adelanto de 3.000 dólares o 600 libras (que
representan otros ocho años de alquiler). Es decir, que
en un solo año había obtenido ingresos suficientes para
pagar el alquiler de dieciocho de los veintiún años
firmados (prácticamente el resto de los diecinueve de
vida que le quedaban). Y todo ello sin contar los réditos
de su abundante capital, ni los cuentos que cada año le
publican. Un año después incluso, adquiere la casa en
propiedad, reuniendo los fondos necesarios para la
entrada en poco tiempo gracias a las ganancias de sus
publicaciones.
James en el jardín de Lamb House, Rye: más british imposible
Por si todo esto fuera poco, poco antes de mudarse va
a publicar su mayor éxito después de Daisy Miller, y la
obra por la que es más conocido actualmente: Otra vuelta de tuerca (literalmente La vuelta
de tuerca, The Turn of the Screw), escrita en apenas cuatro meses. James desdeñaba esta pieza
como «un tema inferior, meramente pictórico», «una pieza de pura y simple ingenuidad»,
«una obra calculada a sangre fría» y con fines puramente comerciales. Naturalmente nada es
simple en James y, a pesar de todas estas declaraciones, Otra vuelta… es un refinado
mecanismo que no ha dejado de fascinar a sus lectores desde el mismo día de su
publicación, o como decía su autor, se trata de «un divertimento pensado para atrapar a
aquellos que no se dejan atrapar fácilmente».
La historia es clásica. Una institutriz descubre al poco de hacerse cargo de dos hermanos
huérfanos (de nueve y ocho años) en una mansión inglesa de campo, que los niños están
dominados por una pareja de fantasmas. Ambos espectros murieron poco antes y
formaban pareja también en la vida real: él era el ayuda de cámara del tío y tutor de los
chicos; ella, la anterior institutriz, y entre los dos había una relación clandestina.
Ahora bien, el relato está escrito por la nueva institutriz y en él reconoce ser ella la única
persona que ha podido contemplar a los espectros. A pesar de sus sospechas de

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entendimiento entre los niños y los fantasmas, en ningún momento obtiene una prueba
clara o una confesión de este hecho; por lo que podemos sospechar legítimamente que
todas estas apariciones sucedan sólo en su cabeza, y que la supuesta posesión de los por
otra parte encantadores y modélicos críos, sea producto únicamente de su paranoia. Todos
los demás indicios (la coincidencia, por ejemplo, entre su descripción de los fantasmas, a
los que no conocía, y sus modelos vivos) son ambiguos, y, en cualquier caso, pueden haber
sido exagerados o manipulados para justificarse; máxime teniendo en cuenta que, debido a
la presión a que la institutriz somete al sensible chico, éste termina sucumbiendo
repentinamente. En caso de no existir los fantasmas, eso colocaría automáticamente a la
institutriz en el lugar de una peligrosa psicópata paranoide. Tratándose de James, no
debemos esperar ningún final inequívoco y el lector (y los críticos, como demuestra la larga
secuela de interpretaciones) se debate entre considerar a los niños endemoniados y posibles
víctimas de abusos sexuales o bien (como sucedería en nuestros días, ante un caso
semejante) juzgar a la institutriz como una fanática, que ve la mano oculta del mal hasta en
los niños más inocentes.
James retoma la tradicional historia gótica de fantasmas y, sin renunciar a los elementos
del género (la mansión con espectros, los niños poseídos, los secretos inconfesables…), los
renueva radicalmente sumiendo en la ambigüedad al propio narrador: la historia transcurre
en el interior de su conciencia y nunca sabemos si es también allí donde se ha originado.
Los fantasmas se manifiestan siempre a la luz del día; como mucho atardece o amanece,
pero nunca es noche cerrada, como es de
rigor en unos años en que se empieza a
instalar la luz eléctrica en los hogares (James
lo hará en 1895), contra la que los fantasmas,
como es sabido, poco pueden hacer. Situados
entre lo real y lo imaginado, escapados de la
mansión solitaria o de nuestro inconsciente
reprimido, agazapados en los rincones más
oscuros de nuestra mente o en los de las
habitaciones, los nuevos espectros extraen su
poder inquietante de esta misma
ambivalencia, es decir, de la incapacidad para
decidir sobre su verdadera naturaleza y, por
tanto, para combatirlos. En una carta de
aquellos días, el escritor nos daba su receta
magistral para el nuevo cuento de misterio:
«En tanto los acontecimientos continúen
velados, la imaginación no podrá apaciguarse
y se representará todo tipo de horrores; pero
en cuanto se levanta el velo, los misterios
desaparecen y con ellos la sensación de
terror».

Foto antigua de un supuesto espectro. Repárese en que,


también en el más allá, se respeta el sentido de la
composición

Al contrario que la institutriz de su cuento,


James enseguida se siente a gusto en la
mansión de Rye y hasta aprende a montar en bici con entusiasmo de cincuentón. A juzgar
por la primera historia que escribió allí, el cambio no pudo ser más positivo. «En la jaula»
(1898) es uno de sus más extraordinarios relatos y de los más bien escasos que protagoniza

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un personaje de clase baja, lo cual demuestra la pasmosa capacidad de observación de un
autor que se movió toda su vida en círculos muy alejados.
La jaula, el cubículo en que trabaja una modesta empleada de correos, sensible, inteligente
y hermosa, es al mismo tiempo la jaula en que la sociedad nos encierra a la inmensa
mayoría de nosotros: la jaula de una vida mediocre, atada a un trabajo frustrante y de la que
no existen posibilidades de escapar. Un símbolo sencillo y poderoso, que se vuelve más
universal por el hecho de no dotar a su víctima ni siquiera de nombre, de convertirla en una
víctima anónima, es decir, en cualquiera de nosotros.
El punto de partida es el típico de Jane Austen (joven menesterosa enamorada de un
galán de la alta sociedad; el amor saltando las mayores barreras sociales), pero el desarrollo
y conclusión son muy diferentes. El melodrama con final feliz de la Austen es devuelto
aquí a sus crudos términos realistas: la empleada comprende que su deseo es ilusorio, que el
romanticismo termina triunfando sólo en las malas
novelas. James da uno de sus giros asombrosos a otro
personaje tópico: aquí es la jovencita fantasiosa la que
rechaza al aristocrático galán y se conforma con su triste
destino. Y lo hace encima facilitando el matrimonio de
conveniencia del aristócrata ―que en el fondo no tiene
una libra― con otra de su clase. La conclusión no es
conformista, es desoladora; como si James nos dijera:
hasta aquí me he ocupado de los exquisitos conflictos
mentales y sentimentales de los happy few, pero ahora os
contaré lo que le pasa al resto, a la inmensa mayoría
(también de mis lectores): una vida bochornosa y
frustrante.
James y su velocípedo
El inquilino de Lamb House continúa en el campo su
imparable producción literaria, pero no por ello renuncia a
su ajetreada vida social. La edad ingrata (The Awkward
Age), publicada por entregas a partir de 1898 y en libro al
año siguiente, aprovecha su reciente experiencia teatral
para desarrollar prácticamente a base de diálogos una
sátira de la alta sociedad londinense, de su vaciedad y su hipocresía. La novela pasa sin pena
ni gloria, y aún hoy la crítica se muestra dividida sobre su valoración. Pero el escritor, que
ha puesto tierra de por medio no sólo física sino también espiritual con la gran ciudad, cada
vez se siente más impermeable a la opinión ajena. Lo cual no significa en absoluto que se
haya vuelto misántropo. Para compensar el aislamiento y la lejanía de Londres, invita con
frecuencia a amigos y colegas a pasar temporadas en el campo. Algunos, como Joseph
Conrad, Ford Maddox Hueffer, H.G. Wells, Stephen Crane o Chesterton, son además sus
vecinos. El primero, catorce años menor pero de ningún modo un principiante, le llamaría
ceremoniosamente «Maestro», un título que la generación más joven adoptaría de manera
casi unánime como muestra de reconocimiento, no sin cierto temor reverencial. Del último,
el orondo Chesterton, este sí en sus inicios, nos quedan algunos jugosos recuerdos de
Henry y William juntos: «…los dos hermanos ofrecían un contraste casi fantástico; el uno
tan solemne acerca de detalles sociales que a menudo se consideran triviales; el otro tan
entusiasmado con estudios que generalmente se consideran áridos. Henry James hablaba de
tostadas y tazas de té con la grandiosidad de un fantasma familiar; mientras, William James
hablaba del metabolismo y la teoría de los valores con el aire de un hombre que cuenta sus
amoríos a bordo de un transatlántico»3.

3 Chesterton, El hombre corriente, Sevilla, Espuela de Plata, 2013, p. 43

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Que James no le había vuelto la espalda al mundo lo demuestra su actitud respecto al
asunto Dreyfus, que estalla por entonces. El escritor americano declara su total apoyo a su
colega francés Zola, que publica en febrero de 1898 su célebre manifiesto J’Accuse en
defensa del militar francés de origen judío, injustamente acusado de espionaje. Al enterarse
de las tribulaciones del autor de Nana, obligado a exiliarse por su pronunciamiento, James
le envía una carta de ánimo por su actitud, que califica como «una de las cosas más
valientes que se han hecho nunca y un honor para nuestra timorata corporación».
Una vez bien asentado en su nuevo hogar, el autor de La vuelta de tuerca se toma un
descanso. Después de cinco años de ausencia (desde que se suicidara en Venecia su amiga
Constance Fenimore Woolson), el escritor emprende un nuevo viaje al continente en 1899.
James aborrece la nueva moda del turismo, que comienza a llenar las calles y monumentos
de las ciudades emblemáticas ―reservadas hasta entonces a unos pocos privilegiados― con
una nueva especie de paleto con guía, muy diferente del viajero culto y adinerado que
conoció en su juventud. Mejor no pensar en lo que diría ante las hordas de selfiseros
compulsivos de ahora mismo.
James recorre París, Venecia (donde se aloja en el Palazzo Barbaro, escenario de su futura
novela Las alas de la paloma) y por último Roma, donde conocerá a un joven escultor
americano, de origen noruego, del que, digámoslo sin tapujos, caerá enamorado. Hendrik
Andersen es un alto y apuesto nórdico ―por supuesto rubio― de veintiséis años, treinta
menos que su admirador, que parece escapado de uno de los relatos de James
protagonizados por artistas. Como escultor muestra un dudoso gusto por las figuras
monumentales, más bien toscas, y andando el tiempo se revelará como un megalómano,
capaz de incubar proyectos como el de una delirante Ciudad Mundial, atiborrada de sus
colosos estultos y a la que sólo falta la señora
Millonetis lanzando gorgoritos; un proyecto que
James criticará sin contemplaciones.
James y Hendrik Andersen en Roma, en 1907
No parece que fuera la finura de su arte lo que
atrajo al maduro escritor del aspirante a genio
mundial. En realidad se verían muy esporádicamente
a lo largo de los años, siempre durante pocos días, y a
pesar de las tiernas protestas del mayor, el joven no
demostró excesivo interés en prolongar los
contactos. Se ha especulado tanto sobre la naturaleza
real de estas relaciones, que conviene despejar
algunos hechos. Parece evidente a partir de la
correspondencia de James (las cartas del joven las
quemaría el escritor) que Henry sintió por Hendrik
algo más que amistad, aunque en ningún pasaje de
sus cartas se encuentre una declaración explícita. En
una de las primeras, escribe: «Te he echado de menos
de una manera que no guarda proporción con los
escasos tres días (qué extraño que no fueran más que
eso) que compartimos juntos». En otro correo,
recuerda «con cariño el encantador paseo de vuelta a
casa al atardecer» que dieron en bicicleta, y «siente la
extraña perversidad que hace que tales cosas duren
tan poco», pero añade: «Qué importa… ¡ya vendrán
más, muchas más, de esa clase de cosas!». Y en una
misiva de condolencia a Andersen por la muerte de su hermano, se muestra más explícito:
«…antes o después me gustaría tenerte aquí para poder rodearte con mis brazos y dejar que

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te reclines sobre mí como en un hermano o un amante, y que te sostenga y te consuele sin
prisas o al menos que te alivie la amargura de tu dolor…»
Aun siendo mucho para alguien tan pudoroso, el tenor de lo escrito no traspasa el tono
cariñoso que James podía llegar a adoptar con sus amistades más íntimas, incluso en
público. El escritor incorporó la costumbre latina, y tan poco británica, de abrazar
aparatosamente a sus amigos con reiterado palmoteo de espalda. Pero es cierto que tanta
insistencia y lamento parecen excesivos para una simple amistad, por muy profunda que
fuese. Más improbable resulta que dicho sentimiento derivase en una relación erótica,
habida cuenta de los antecedentes y consecuentes del escritor con otros jóvenes. Aunque
nunca se sabe, todo parece indicar que James, incluso reconociendo por primera vez en su
vida su inclinación homoerótica, se conformaba con una
efusión idealizada y platónica, no tan extraña entre los
gays inhibidos de su época. La prueba más concluyente
de su celibato quizás sea la falta de un solo momento
gozoso de amor físico (nada, ni un beso apasionado) en
su obra posterior. Resulta de lo más inverosímil que una
experiencia tan intensa no hubiera dejado algún reflejo
en sus historias, siquiera fuese disfrazada de relación
hetero.
James en Lamb House, bloqueando el acceso a su intimidad
El fracaso profesional en el teatro y el más íntimo de
su pasión imposible apean a James de su pedestal
olímpico, y lo vuelven más humano y vulnerable. Sus
obras se llenarán a partir de entonces de personajes que
lamentan las oportunidades perdidas o reconocen
demasiado tarde, con un desgarro tan conmovedor
como impotente, el sacrificio de lo mejor de sus vidas a
las convenciones y los ideales huecos. En cartas y notas
privadas deja escapar trenos de adolescente solitario: «El
puerto del que partí fue, según creo, la soledad esencial
de mi vida; ¡y parece ser en realidad el mismo puerto
hacia el que se encamina también en línea recta mi trayectoria! Y ya que hablamos de ella,
¿qué es esa soledad sino lo más profundo de uno mismo? Más profundo en cualquier caso
que ninguna otra cosa mía; más profundo que mi “genio”, mi disciplina, mi orgullo; más
profundo, sobre todo, que las más profundas compensaciones del arte». «Los días llegan y
se marchan, agobiados por el peso como una caravana de camellos, a través del desierto de
la propia soledad».
La dogmática creencia en el arte como un refugio seguro desde el que observar la vida a
resguardo de sus contingencias, una creencia que le ha sostenido todo este tiempo, se está
resquebrajando. El arte no lo puede todo; ahora que ha sentido, quizá por primera vez, la
punzada de la pasión, sabe que hay algo que ningún sucedáneo estético puede
proporcionarle. James se desprende de la máscara solemne de artista y, como signo sensible
de esta nueva desnudez, renuncia a algo que le había acompañado, igual que sus rígidos
dogmas, durante 40 años: un día del primer verano del siglo, el escritor se afeita la barba
que empieza a clarear y le hace más viejo. Nace así la imagen canónica del Maestro que
todos conocemos: un tipo macizo, con ojos de faquir, cuya sola mirada haría confesar al
criminal más empedernido. A punto de cumplir los sesenta, el barbilampiño maestro se
siente súbitamente rejuvenecido, «cuarentón, limpio y ligero», dispuesto a lanzar el último
asalto de su prodigiosa creatividad.

32
G RAND FINALE

En enero de 1901, con puntualidad británica, muere la reina Victoria al mismo tiempo
que la época que lleva su nombre. La era eduardiana que le sigue se inaugura con la guerra
de los Boer, preludio de las carnicerías que esperan al nuevo siglo. La contienda afecta
gravemente a la economía, incluyendo el mercado editorial, pero no a la fecundidad del
escritor norteamericano, que comienza justo por entonces un portentoso periodo creativo.
La última producción de Henry James funciona como uno de esos tests cruciales capaces
de dividir en dos bandos irreconciliables a críticos y literatos: por un lado están los que
opinan que se trata de la cumbre de un genio (aquellos a los que no asusta la complejidad y
la innovación formal en literatura); por otro, los que la consideran el comienzo de su
decadencia (los que priman la eficacia y la sencillez narrativas, entre los que se encuentran
algunos de sus mejores amigos y los admiradores más clásicos). Por lo general, los
escritores arriesgados tienden a expresar una admiración sin reservas ante la exigencia
técnica y el refinamiento psicológico del último James. Realmente, después de un siglo que
ha aceptado las audacias mucho mayores de Joyce, Proust, Kafka, Virginia Woolf, Musil,
Becket o Thomas Bernhard, por mencionar sólo a unos pocos, resulta difícil de entender la
reticencia ante uno de sus antecedentes más luminosos.
En todo caso y al margen de su valoración, las últimas novelas de James constituyen una
explosión de creatividad pocas veces alcanzada antes o después: tres novelas nada breves ni
simples de elaboración erigidas en cuatro años, menos aún si lo reducimos al tiempo
estricto de escritura. Cualquier escritor de hoy tardaría no menos de cuatro o cinco años en
una de esas catedrales narrativas como son Los embajadores o Las alas de la paloma
(completadas por James en ocho y diez meses,
respectivamente).
El observador implacable
Todas ellas son hijas de unas condiciones ambientales muy
precisas: en lo humano, un sentimiento irremisible de soledad
y pérdida, después de que su encuentro con Hendrik
Andersen le hiciera melancólicamente consciente de todo lo
que había desperdiciado en su juventud. En lo material, se
contabiliza Lamb House, la casa de Rye en la que todas
fueran escritas y a la que permanecía atado como un galeote,
debido en parte a la máquina de escribir, un artilugio nada
portátil en la época.
Desde 1897 y debido a molestias en su muñeca derecha,
James adopta la costumbre de dictar sus textos a una
mecanógrafa (idea tomada de su colega y amigo Mark Twain),
lo que no sólo limita los movimientos de un trabajador tan
metódico como el americano, sino que, según todos los
estudiosos, influye de manera decisiva en su estilo, lo vuelve
más oral y complejo, o más retórico y menos fluido, al decir
de los que añoran la anterior sencillez. Si la máquina, un
trasto enorme y poco transportable, hace de él un tipo
sedentario, dictar ante ese hipotético público representado
por la mecanógrafa, exacer sus cualidades de orador, ya de por sí muy desarrolladas.
Consciente de su efecto sonoro, la frase se alarga, se adorna, se llena de incisos y
circunloquios; liberada de la mano que escribe, gana paradójicamente en amplitud y vuelo, y
como testimoniaba otro escritor obligado a dictar, el ciego Borges, el dictado es un periodo
pensado de principio a fin, menos espontáneo quizá, pero más rotundo y resonante. De

33
modo que la libertad de movimientos que la máquina arrebata a James, se la compensa por
el otro lado con una libertad estilística desbordante.
Quienes recomiendan escribir como se habla, no saben cómo se las gastaba el americano,
capaz no sólo de hablar como se escribe, sino de hablar como escribía el propio James. Las
enrevesadas frases del escritor se volvían, sin embargo, tan comprensibles como fascinantes
cuando las pronunciaba de viva voz en una conferencia. Tenemos el precioso testimonio de
un asistente a una de estas conferencias, un tal Lord Charnwood, no precisamente un fan
del escritor («personalmente, me ponía enfermo cada vez que veía una página impresa de
Henry James», confiesa el lord), que encontrará su conferencia sobre el centenario del
poeta Robert Browning, pronunciada en 1912, «fascinante, reconfortante, enriquecedora,
incluso inteligible a ratos para mí al escucharla de viva voz de un hombre no menos vivaz».
La seducción debió ser considerable cuando
el solterón, gay y más bien misógino James
logró hasta convencerle «de una cosa que
puede en verdad satisfacer el apetito de un
hombre por la vida, me refiero al amor por
una mujer».
Otro magnífico retrato del Maestro debido a Coburn
En estas novelas tardías, James vuelve al
tema internacional de americanos en Europa,
pero matizado ahora por la experiencia
adquirida durante más de tres décadas a
caballo entre los dos continentes. Su juicio
sobre su tierra natal ha ido afinándose con los
años y volviéndose cada vez más amargo.
América ya no es sólo el lugar del que
proceden las inocentes víctimas
propiciatorias de sus obras, sino una cultura
intransigente y depredadora, donde el único
valor que cuenta es el dinero. Europa, por su
parte, puede ser decadente y corrupta, pero
es la única sociedad capaz de proporcionar al
infeliz americano ―incluso al precio de ser
engañado― aquello que jamás encontrará en
su tierra: la dulzura y alegría de vivir, el
refinamiento de las artes y las costumbres. La sutileza con que James se adentra en la
conciencia de inocentes y réprobos repele cualquier maniqueísmo: los personajes positivos
ya no son tan ingenuos ni los negativos tan perversos. Todos pueden alegar ahora razones
en su favor. Los americanos necesitan de Europa para vivir (es decir, para amar, gozar, ser
más sabios e incluso para morir) y están dispuestos a pagar por ello el precio que haga falta,
haciendo uso de la prepotencia y el chantaje económico si es preciso. Los cazadotes
europeos, por su parte, no son ya cínicos redomados como el Osmond de Retrato de una
dama; poseen una conciencia tan refinada como la de sus víctimas, les mueve la pasión más
que la codicia y no carecen de cierta nobleza; de la misma forma que sus presuntas víctimas
tampoco están libre de doblez y cinismo. Si bien ninguna de las dos partes sale indemne al
final, puede decirse que los americanos obtienen más de Europa que los europeos de ellos.
Pero más que del estilo o la temática, la gran influencia que estas novelas ejercerán en la
novelística posterior proviene de su perspectiva. Desde muy pronto, James persiguió el
ideal, ya formulado por Flaubert, de la desaparición del autor, ese molesto intermediario
que se interpone como un filtro entre la historia y el lector, restándole verosimilitud. De su
experiencia en el teatro, extraería la técnica de presentar a los personajes por sí mismos, a
partir de lo que hacen y dicen, sólo que la literatura dramática (y de ahí su fracaso como

34
autor teatral) no permite lo que mejor sabía hacer James, dibujar a los personajes desde
dentro, a menos que se recurra al anacrónico y artificioso expediente del monólogo.
Únicamente la libertad de la novela ofrecía la posibilidad de aunar lo mejor de ambos
mundos: la inmediatez de la acción sobre un escenario, junto con el retrato de la
interioridad que brinda la narrativa, una visión interior vedada tanto para el teatro como
para su heredero el cine. James desarrolló de este modo una especie de teatro de la
conciencia, en el que los personajes se dan a conocer no tanto por lo que hacen cuanto por
lo que hablan, pero también piensan y sienten.
Al mismo tiempo comprendió que lo que más acerca una historia ficticia a una real es la
ausencia de una posición privilegiada desde la que juzgar los acontecimientos. En la vida
real no hay nada como observadores imparciales ni mucho menos omniscientes; sólo
tenemos visiones parciales, puntos de vista, y jamás podemos obtener la seguridad de haber
alcanzado el fondo último e inapelable de una situación, por más adhesiones que recabe
una opinión dada.
La anterior literatura había convertido al autor en una especie de hacker del alma humana,
capaz de colarse por todos los intersticios de las vidas que retrata y de obtener un
conocimiento pleno de la realidad. A esta siguió la creencia no menos ingenua del autor
naturalista, un notario impersonal que daba fe de la sociedad gracias a la observación
escrupulosa y documentada, ignorando que
ninguna masa de datos puede dar cuenta del
interior del hombre; no existen datos puros,
objetivos, que no estén filtrados e interpretados
por una conciencia.
París a comienzos del XX, escenario de Los embajadores
(foto de Coburn)
La coherencia y verosimilitud de una historia,
nos dice James, son las mismas que las de la vida:
nuestra vida nos parece coherente y real ante todo
porque es nuestra: porque todo lo vemos a través
de los ojos de la propia conciencia y no podemos
salir de ella para verificar cómo sean las cosas y
personas en sí mismas, cuando nadie las observa.
La historia más realista es, por tanto, aquella que
se nos cuenta a través de una conciencia, de la misma forma que vivimos cada uno de
nosotros. Al contrario de lo que sucedía en la narrativa anterior, el lector en las novelas de
James no puede ir más allá de lo que conoce su personaje, una visión tan limitada, y por
ello real, como la que pueda tener cada cual desde el interior de su propia conciencia. El
escritor explicaría su teoría del punto de vista en un célebre párrafo del prefacio a Retrato de
una dama:

La casa de la ficción, en resumidas cuentas, no tiene una sola ventana sino millones, una cantidad
incalculable de posibles ventanas; cada una de ellas ha sido horadada, o es susceptible de serlo,
en su amplia fachada, por la necesidad de la visión individual y por la presión de la voluntad
individual. Estas aperturas de distinta forma y tamaño se ciernen todas tan juntas sobre el
panorama humano, que podríamos esperar de ellas un informe más parecido entre sí del que nos
ofrecen. En el mejor de los casos, sólo son ventanas, simples agujeros en una pared,
desconectados, colgados en lo alto; no son puertas con bisagras abiertas directamente a la vida.
Pero tienen una marca propia: en cada una de ellas se alza una figura con un par de ojos o, al
menos, con unos prismáticos que desarrollan en la observación reiterada un instrumento único,
el cual asegura a la persona que los utiliza una impresión distinta de la de los demás. Él y sus
vecinos están viendo el mismo espectáculo, pero uno ve más donde el otro ve menos; uno ve
negro donde el otro ve blanco; uno ve grande donde el otro ve pequeño; uno ve grueso donde el
otro ve fino, y así sucesivamente. Por fortuna, no se puede decir qué panorama no pueden
divisar desde una ventana un par de ojos concretos; digo por fortuna debido, precisamente, a la

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amplitud de su campo. El espacio desplegado, el escenario humano, es la «elección» del asunto;
la apertura abierta, ya sea ancha y con balcón, o una vulgar hendidura, es la «forma literaria»; pero
no hay nada, junto o por separado, sin la apostada presencia del observador, es decir, sin la
conciencia del artista. Díganme de qué artista hablamos y les diré de qué ha sido consciente. De
ese modo, calcularé de inmediato su ilimitada libertad y si referencia «moral».

Ahora bien, decir conciencia no es lo mismo que decir yo. Lo que James apuntaba de la
niña Maisie en el prefacio a Lo que Maisie sabía, podría aplicarse igualmente al resto de sus
personajes adultos: la conciencia es capaz de ver muchas más cosas de las que comprende. Una
conciencia conoce, pero también siente, presiente, teme e incluso se niega a reconocer
(como en Las alas de la paloma), arrumbando a la preconsciencia o directamente al
inconsciente elementos que sólo el autor es capaz de rescatar y traer a la luz. «Yo tendría
que ensanchar mi método a lo que, material e inevitablemente, mi especulativa testigo viera
(que sería una cantidad que, en buena parte, ella no entendería en absoluto o
malinterpretaría escandalosamente)…» Y no es que el narrador sepa más o tenga más datos
que su personaje, «lo único que ocurre es que nosotros le sacamos mayor provecho que
ella»; o como añade el propio James: «no es que tengamos más vela en este entierro, sino
que simplemente somos valoradores más competentes».
James en Lamb House
Por eso narrar desde la conciencia no significa narrar en
primera persona, un punto de vista que nos confina sólo a
los contenidos aceptados y reconocidos. En otro prefacio
(éste a Los embajadores) James prevenía contra el uso del yo
narrativo en los formatos grandes como un recurso
restrictivo: «Si hubiera hecho de él [del protagonista] héroe
e historiador a un tiempo, confiriéndole el romántico
privilegio de la “primera persona” ―el abismo más oscuro
de la novela, cuando se disfruta en gran formato―, la
variedad así como otras raras cualidades habrían debido ser
introducidas de matute por la puerta de atrás. Baste saber,
para no alargarnos, que en las obras extensas la primera
persona es una forma condenada a la vaguedad…»
En el último James el mundo, pues, se disuelve en la
conciencia de los personajes. A unos personajes los
conocemos por otros, no existe posición objetiva desde la
que podamos observarlos al margen de los reflejos que
proyectan en otros personajes. Lo enrevesado del juego de
los distintos puntos de vista de unos personajes sobre otros (lo que uno piensa que el otro
piensa de lo que uno piensa) queda bien reflejado en este párrafo de la historia de Maisie y
su padre, el señor Beale:

… si él tenía en el fondo de la mente un propósito escondido, ella tenía otro parejamente


recóndito, y durante un rato, mientras permanecían sentados juntos, hubo un extraordinario
intercambio mudo entre la visión que ella tenía de esta visión de él, la visión que él tenía de la
de ella, y la que ella tenía de la que él tenía de la de ella.

Frente a los lectores a los que irrita este procedimiento laberíntico, James reivindica la
complejidad y el andar a tientas. La confusión, el conocimiento incompleto y limitado,
forman también parte de la vida y por tanto de la verosimilitud de la ficción. Dicho de otro
modo: las historias y personajes demasiado transparentes dan una impresión irremediable
de falsedad. De ahí la conveniencia, tan jamesiana, de no ser demasiado diáfano: «Lo
verdaderamente estupendo es que la confusión misma constituye un elemento de la vida, y
de los más intensos, y también posee color y forma y substancia…»

36
Los embajadores, que James consideraba «la mejor, en conjunto, de todas mis
producciones», fue completada en 1901, aunque no sería publicada hasta 1903, un año
después de Las alas de la paloma, escrita a continuación. Los «embajadores» lo son en el
sentido figurado de individuos que viajan al extranjero no como simples turistas, sino para
hacer valer los intereses de los suyos.
Tal es Lewis Lambert Strether, caballero americano maduro (unos cincuenta y cinco),
viudo y de discreta posición económica, que acude a Francia a rescatar al hijo de la rica
viuda a la que aspira, la señora Newsome (alguien que «no admite sorpresas»). El joven
díscolo, heredero de un boyante negocio de manufacturas en Nueva Inglaterra, ha caído al
parecer en las garras de una francesa. Se supone que si Strether logra superar la prueba y
traer de vuelta al redil al hijo pródigo, obtendrá la recompensa del matrimonio que
despejará su futuro.
Al llegar a París, sin embargo, el «embajador» se encontrará con que el joven, Chad
Newsome, no sólo no se ha convertido en un depravado, sino que ha mejorado
sustancialmente y ahora es ya un hombre de mundo, inteligente y refinado. Todo ha sido
obra de la mujer con la que se ha enredado, que lejos de ser la buscona que imaginaba la
madre, es en realidad una elegante y hermosa aristócrata, separada y algo mayor que el hijo,
pero de un trato exquisito.
Strether, fascinado también por Marie de Vionnet, la amante de Chad Newsome,
renunciará a su propósito de llevarlo de vuelta a América y se verá repudiado por la rica
viuda, echando a perder con ello la oportunidad de una vejez acomodada. Descubre algo
más durante su estancia en París, en contacto con la deslumbrante Marie de Vionnet, de la
que se enamora en secreto, y la douceur de vivre francesa: que ha desperdiciado su existencia
por no haber sabido aprovechar el instante, que el puritanismo y la moral estricta del nuevo
continente le ha
impedido disfrutar
de la vida.
Escogerá, pues,
para sus últimos
años la libertad y
la soltería,
renunciando a la
rica viuda, pero
también a la rígida
y provinciana
rutina que le
aguardaba.
Otra maravillosa
ilustración de Coburn,
esta para Los
embajadores
(Londres, Portland
Place, 1908). James
dio instrucciones muy
precisas al fotógrafo
para la serie de fotos
que ilustraron su
edición de Nueva
York.
La historia se
nos narra desde la
perspectiva concentrada de su protagonista, Lewis Strether, con todo lo falible y dubitativo
de cualquier punto de vista, por más excepcional que sea el observador. Como en las

37
últimas novelas de James, la acción exterior es mínima y se evita cuidadosamente el
melodrama y los desenlaces patéticos. Es tan poco lo que explícitamente se nos dice, que
cuando al fin se sincera un personaje (el propio Strether, el propio James), la declaración
resuena de manera estremecedora:

Vive todo lo que puedas; es un error no hacerlo. Da un poco igual lo que hagas, con tal de
que vivas tu vida. Si no lo haces, ¿qué te queda? […] Por fin lo veo claro. No hice todo lo que
podía… y ahora ya soy viejo; demasiado viejo en cualquier caso para lo que veo. Ah, sí, por fin
veo con claridad; y más de lo que supones o yo pueda expresar. Es demasiado tarde. Y es
como si el tren me hubiera estado esperando pacientemente en la estación, mientras yo me
hacía el desentendido. Ahora escucho su silbido desvaneciéndose a lo lejos. Lo que uno
pierde, perdido está; no cometas el mismo error. La cuestión —la cuestión de la vida, quiero
decir— podría haber resultado sin duda muy distinta para mí; porque, en el mejor de los casos,
es un molde de hojalata, acanalada o labrada, con relieves ornamentales o bien lisa y
desoladoramente plana, en la cual se vierte una trémula gelatina: la propia conciencia; de tal
manera que uno “toma forma” del recipiente, como dicen los grandes cocineros, y está
contenido por él de modo más o menos compacto: en fin, que uno vive como puede. Y pese a
todo, conservamos la ilusión de la libertad; por eso no pierdas, como me pasó a mí, el
recuerdo de esa ilusión. En su momento, fui demasiado estúpido o demasiado inteligente ―no
sé bien cuál de las dos cosas― para creérmela.

Palazzo Barbaro, en el Gran Canal de Venecia, donde James residió y


escenario de gran parte de Las alas de la paloma (foto Coburn)

Su siguiente novela, Las alas de la paloma, publicada en


1902, retoma un punto de partida romántico como pocos: «La
idea, reducida a su esencia», dirá James, «es la de una mujer
joven consciente de su gran capacidad para vivir, pero
tempranamente herida y condenada, sentenciada a morir en un
corto plazo a pesar de su amor por el mundo». Detrás de su
protagonista, Milly Theale, se encuentra su añorada prima
Minnie Temple, la joven deslumbrante desaparecida en la flor
de la edad; una figura que obsesionó a James toda su vida y que
ya se encontraba detrás del personaje de Daisy Miller o de la
Isabel Archer del Retrato de una dama.
Todas estas obras parecen responder a la misma cuestión:
¿qué habría sido de ella si hubiera dispuesto de más —o sólo de
un poco más— de tiempo para gastarlo a su antojo? A pesar del
melodramático punto de partida, el tratamiento, como siempre
en James, no puede ser menos tópico. En primer lugar, en una
obra sobre la que planea la muerte desde el principio, apenas se
habla de ella ni de la enfermedad que la trae, sino sólo de las
ansias de vivir de todos sus personajes. Escenas que cualquier
otro autor hubiese explotado vilmente (la muerte de la
protagonista, su último encuentro con el hombre que ama),
James las omite sin contemplaciones. En este punto, el autor se
mostró contundente en la declaración de intenciones: «al poeta no le concierne en absoluto
el acto de morir. Dejemos que trate con los más graves de los enfermos y, aun así, sólo lo
atraerán porque siguen estando vivos». Es, pues, sobre la vida y sólo sobre la vida de lo que
trata esta novela tan poco morbosa. Lo cual no significa que se trate de una historia
consoladora. Muy al contrario, es una tragedia en toda regla (¿cómo podría ser de otra
forma con una moribunda resplandeciente, alguien que lo tiene todo y todo lo va a
perder?), de una dureza tan desgarradora que ni el pudor ni la discreción del estilo pueden
ocultarla. El argumento, similar al de Retrato de una dama, es brutal: una joven pareja de
enamorados pobres tratará de aprovecharse de la rica e ingenua heredera, americana por

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supuesto, sólo que aquí encima la víctima es una moribunda. Kate Croy incitará a su
amante Merton Densher a enamorar a Milly, la rica enferma, con el propósito de hacerse
con el botín ante su muerte anunciada.
James se centra en esta ocasión en la joven que va a morir, en sus pensamientos y
divagaciones, pero utiliza también otros «reflectores» o «centro de conciencia», como los
llama, otros puntos de vista, diríamos nosotros, para enriquecer las perspectivas. Y todos,
incluidos los villanos, están retratados por dentro con esmero e imparcialidad, hasta el
punto de hacer que el lector sienta simpatía por la pareja de cazadotes.
Se ha dicho que Las alas… es la primera novela en la que se muestra una pasión sexual de
manera explícita. Pero es algo exagerado y en todo caso no se trata de un sexo gozoso.
Merton Densher el cazadotes, emplaza a su novia Kate Croy en la habitación de su pensión
veneciana para una cita amorosa. Es el precio fijado por acceder a los planes de esta Lady
Macbeth de embaucar a la moribunda. Kate acude a la cita como quien marcha al sacrificio.
Todo, antes y después, resulta desabrido, casi violento; y en cualquier caso, la escena de
amor físico se omite pudorosamente. El sexo en James siempre funciona como moneda de
cambio para otra cosa (conocimiento en Los papeles de Aspern o La figura en la alfombra;
dinero en Retrato de una dama, Washington Square o Pandora); se halla siempre bajo la ley del
cálculo, no del instinto desatado.
Pese a esta exhibición de testosterona, insólita en James, Merton Densher se revela al
final tan indeciso y pasivo como el resto de sus héroes, como lo era el anterior, por
ejemplo, el Strether de Los embajadores, que se lamenta de haber desperdiciado su vida, pero
no hace nada por remediarlo (declararse a Madame de Vionet o a su alma gemela, Maria
Gostrey) cuando todavía está a tiempo. Todos ellos se
incluyen, como hacía el propio James en sus
memorias, entre «las personas en las que la
contemplación toma el lugar de la acción». En un
final necrofílico típico en las historias del escritor (el
de Maud-Evelyn, La tercera persona, Los amigos de los
amigos o El altar de los muertos, entre otras), Densher
renuncia a la amante de carne y hueso por la amada
fantasmal.
Otra ilustración de Coburn para Las alas de la paloma
La otra gran protagonista de la novela es la propia
ciudad. La atmósfera resplandeciente, embriagadora
del palacio veneciano, tan condensada de belleza que
parece imposible que nada pueda extinguirse entre sus
paredes, envuelve a su protagonista en una burbuja de ensoñación que explotará
cruelmente cuando descubra la verdad. Las páginas que James dedica a la existencia de
Milly en su interior se cuentan entre las más sensuales de su autor. Las alas… es el
homenaje final del escritor a la ciudad que amó quizás por encima de cualquier otra, con
una prolongada devoción que nunca le decepcionó. El flechazo de James con la ciudad de
los canales fue instantáneo y duró toda su vida. Son numerosas las páginas apasionadas que
le dedicó y en todas parece estar dirigiéndose, más que una ciudad, a una persona amada.
En una de sus primeras visitas escribió esta declaración de amor: «[Venecia] es tan
cambiante como una mujer nerviosa y sólo la conoces cuando llegas a conocer todos los
aspectos de su belleza… Deseas abrazarla, acariciarla, poseerla; y al fin, brota un suave
sentido de posesión y la visita se transforma en una perpetua historia de amor». Y en carta a
una amiga, reconocerá haber «caído profunda, desesperadamente enamorado» de la ciudad.

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L A COSA DISTINGUIDA

A punto de entrar en su sexta década, la productividad del señor de Lamb House sigue
siendo inmensa. Aparte de publicar Las alas de la paloma, en 1902 James escribe algunos de
sus mejores relatos, entre ellos «La bestia en la jungla», para algunos su mejor cuento y
una confesión tanto más desoladora, cuanto que nos parece estar escuchando la voz del
propio Maestro dirigiéndose directamente al lector.
John Marcher, el protagonista de esta novela corta, vive con la permanente corazonada
de que algo terrible va a sucederle. Su íntima amiga, May Bartram, la única persona que ha
recibido esa confidencia, se brinda a protegerlo de sus temores, pero Marcher sigue
convencido de que, antes o después, le aguarda un cataclismo sin nombre: «Algo estaba a
su acecho, emboscado entre las vueltas y revueltas de los meses y los años, como una bestia
agazapada en la jungla». Su aprensión nunca termina de concretarse, pero no por ello él
baja la guardia, hasta el punto de renunciar al matrimonio con la única mujer que le
comprende y le ama, para evitar complicarla en su futura desgracia: «un hombre de
sensibilidad no se hace acompañar por una dama a una cacería de tigres», concluye.
La revelación final es desgarradora como pocas veces en un relato de James: Marcher
comprende en el último instante, demasiado tarde, que la verdadera amenaza se ha
materializado ya, porque no era más que el miedo que le ha impedido vivir y amar. La única
catástrofe es que ha desperdiciado su vida por temor a lo que la propia vida pudiera
depararle. Se ha pasado toda su existencia protegiéndose, como el propio James, contra lo
único que habría podido salvarle, la entrega a la pasión amorosa. La verdadera tragedia fue
la propia e inútil espera:

Todo encajaba, todo quedaba expuesto, elucidado, agotado; y al hacerse cargo de la ceguera
que había abrigado quedó estupefacto. El destino para el que había sido marcado se había
cumplido más que sobradamente: había apurado su copa hasta las heces; había sido el hombre
de su tiempo, el hombre a quien jamás habría de sucederle nada. Ése era el insólito lance, ése
era su castigo. Podría decirse que veía, con un horror lívido, cómo una tras otra encajaban las
piezas. Ella lo había visto en tanto él no veía nada, y ahora le ayudaba a darse cuenta cabal de la
verdad. Y la verdad, diáfana y monstruosa, era que durante toda su larga espera, la propia
espera había sido realmente su destino.

Ya sólo por este único relato merecería pasar su autor, con todos los honores, a la
historia de la literatura. Pocos escritores se han asomado a su propia miseria con mayor
lucidez y dureza. Habría que pensar en el Kafka de La
madriguera, una historia con la que «La bestia en la jungla»
guarda más de un punto de contacto, para hallar otro retrato
semejante sobre los que arruinan su vida tratando de
amurallarla, sin percatarse de que esta fortaleza inexpugnable
es al mismo tiempo su prisión y su tumba.
James con sombrero de copa, seguramente hipnotizando a alguien
El 15 de abril de 1903, el propietario-constructor de esta
imponente fortaleza literaria cumple 60 años. Los
contemporáneos lo describen por entonces como un
individuo bajo y corpulento, vestido con una elegancia
rebuscada en la que no faltan los detalles excéntricos (un
plastrón florido, un chaleco extravagante) que, al decir de un
testigo, le dan la apariencia de un actor escapado de un
vodevil. Su aparición pública causaba una invariable
expectación, seguida de mudo asombro. Todos los que lo

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conocieron coinciden en destacar el «insoportable escrutinio de sus ojos», como describiera
uno el taladro de su mirada. Son proverbiales los escalofríos que sufrían los criados que le
abrían la puerta en sus visitas. Su discurso resultaba no menos peculiar que su presencia.
Había que armarse de paciencia para escuchar sus laberínticas frases, pero la experiencia,
por lo visto, nunca defraudaba: «Había que esperar largo tiempo a que la idea terminara de
expresarse… pero cuando por fin venía, se tenía la impresión de que la espera había
merecido por completo la pena».
Su prestigio es enorme entre sus colegas de todas las edades, para quienes Henry James es
sencillamente el Maestro. De Mark Twain a los jóvenes de Bloomsbury, pasando por
Conrad o Kipling, todos lo reverencian como a un híbrido imposible entre Napoléon y un
Mr. Pickwick más sofisticado. Allí donde va (Cambridge, Oxford, Harvard, la Casa Blanca)
se le tributan los máximos honores, que culminarán poco antes de su muerte con la
concesión de la más elevada condecoración civil británica, la Orden del Mérito. Pero todos
estos reconocimientos apenas alcanzan a disimular una amarga constatación: el Maestro
tiene cada vez menos éxito, es lo que hoy llamaríamos un escritor de culto, un escritor para
escritores. El público le vuelve la espalda, sus obras se leen poco, las tres últimas novelas ni
siquiera llegarán a publicarse por entregas, sino en la forma mucho menos remuneradora de
volumen. Más que el quebranto económico (contra el que el escritor dispondrá siempre de
abundantes reservas), lo que de verdad teme James es el olvido.
Su popularidad en declive no afecta, pese a todo, a su ritmo de trabajo. Las mañanas del
escritor están sometidas a un horario inflexible de cuartel o de convento. Se inicia a las
ocho en punto, con el mayordomo preparándole el baño. A las nueve, un impecable James
se sienta a desayunar mientras imparte instrucciones domésticas al ama de llaves. A las diez
llega la mecanógrafa, se encierran en el despacho y el escritor comienza a dictar mientras
camina incansablemente de un lado a otro. Los que le conocen saben que no está para
nadie antes de acabar su jornada de trabajo en torno a las dos. James, que cuando escribía a
mano lo hacía de un tirón y sin apenas correcciones, aprovecha ahora la comodidad del
dictado para volver una y otra vez sobre lo escrito, revisando, insertando, matizando sin
descanso.
James y Wharton de paseo, en el asiento trasero
Si las mañanas eran espartanas, las
tardes estaban dedicadas por entero a la
vida social. Ya no es tan intensa como
cuando vivía en Londres, pero aun así no
carece de alicientes. Uno de los mayores
placeres de sus últimos años fueron los
paseos en coche. La cosa empezó una
mañana de finales de 1902, con Kipling y
señora dejándose caer por Lamb House a
bordo de Amelia, como el autor del Libro
de la selva bautizó a su flamante automóvil
de 2.000 libras (el equivalente a la renta
anual de James, una fortuna en la época).
A la vuelta la máquina se negó a arrancar
y los Kipling tuvieron que regresar en
tren, pero ya Henry James tenía inoculado el gusanillo del automóvil. Desde entonces, el
escritor se dejaría pasear con entusiasmo infantil por sus amigos motorizados, en especial
por su amiga más íntima de sus últimos años, la escritora norteamericana Edith Wharton.
A Wharton la conoció en persona en 1903, cuando la escritora contaba ya con cuarenta
años (20 menos que James) y una estimable obra a sus espaldas. Como todos los escritores
más jóvenes de la época, admiraba sin límites al Maestro y los elogios de este a algunas de
sus obras, terminaron de inflar su ya abultado ego.

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Wharton fue una de las escritoras más pijas de toda la historia de la literatura. Poseía una
enorme mansión en América, vivía a todo trapo y sólo se codeaba con lo más selecto. La
idílica Lamb House y la hospitalidad de su propietario (que cualquier otro alababa) a ella le
parecieron poca cosa, más bien pobretones. Sin embargo, era valiente, leal y generosa, y su
talento, si no alcanzaba el del Maestro, andaba sólo un escalón por debajo. Pese a que la
encontrara un poquito estirada, a James le encantaba ―y al final de su vida, hasta temía un
poco― la impetuosidad con que la grande dame irrumpía en su apacible retiro y lo arrastraba
de un lado a otro a bordo de su bólido. La primera vez que se encontraron a Wharton le
llamó la atención «la noble máscara romana» de su
rostro y «la amplia y dramática boca». No le
convencían demasiado sus últimas novelas, pero eso
no empañó la devoción que sintió por el autor hasta el
último momento. «Henry James», declaró años
después, «fue quizás el amigo más íntimo que nunca
tuve, aunque fuéramos tan diferentes en muchos
aspectos».
James y el Pájaro de Fuego (Wharton)
Otro tipo de amistades vendrán a alegrar sus últimos
años. Se trata de una serie de jóvenes atractivos y
brillantes (a los marmolillos no los tolera) que
reemplazarán en sus afectos al cada día más lejano
Hendrik Andersen. Como en el caso de este último, se
ha especulado sin término, a partir de unas cuantas
frases cariñosas de su correspondencia, sobre lo que
parece evidente: que James sentía una atracción real
por algunos hombres y que era consciente de ello,
pero también que no se consintió nunca traspasar los
límites físicos en estas relaciones. Algunos eran
literatos (Hugh Walpole, popular en su día y hoy olvidado; Morton Fullerton, periodista y
amante también de Wharton; E. F. Benson, inquilino con posterioridad a James de Lamb
House; Rupert Brooke, que murió de manera trágica y un tanto ridícula ―por una picadura
de mosquito― durante la Primera Guerra Mundial…). Otros, como Dudley Jocelyn Persse,
eran simples aristócratas, poco aficionados a las letras. Todos conservaron un inmejorable
recuerdo de la amabilidad de aquel cumplido caballero, y a pesar de una abundancia tal de
fuentes, ningún cotilla ha podido extraer de ellas el menor chismorreo fiable. Lo más
parecido a una revelación escandalosa es la confesión de Hugh Walpole al poeta Stephen
Spender de que en una ocasión se ofreció al Maestro y este le contestó: «No puedo, no
puedo…». Lo cual parece confirmar el decidido propósito de James de, aun
reconociéndolos y no condenándolos, sublimar sus impulsos por escrúpulos sociales.
A este mismo Walpole le confiaría el escritor: «Creo que no lamento ni un solo exceso de
mi despierta juventud; lo único que lamento a estas alturas de la edad es no haber
aprovechado algunas ocasiones y posibilidades». James era menos melindroso de lo que
aparentaba, y siempre estaba ávido de recabar noticias sobre escándalos sexuales. Cuando
Walpole le mencionara por carta cierto escándalo homosexual entre dos conocidos, ambos
religiosos, denominándolo «inmoralidad en suelo sagrado», pero ahorrando, en
consideración al pudor del Maestro, los detalles escabrosos, este le respondió con malicia:
«He ahí un asunto inmejorable del que puedes informarme… Cuando hablas de
“inmoralidad en suelo sagrado” y con un libro de oración en las manos, en la medida en
que las exigencias de la situación permiten la retención manual de volúmenes sagrados, me
gustaría muy mucho que desarrollaras la escena y autentificaras los procedimientos». Este
mismo Walpole, un homosexual activo y sin complejos, salvo cuando se trataba de sotanas,
recibió la siguiente carta de James en respuesta a un informe sobre sus incansables

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mariposeos: «No se me ocurriría comentar otra cosa sino que todo ello es absolutamente
inevitable, teniendo en cuenta tu edad, tu natural curiosidad y, como no podía ser menos,
tus pasiones. Es un ejercicio de lo más saludable cuando se acomete a ráfagas y en breves
convulsiones, y en cualquier caso es algo bueno y considerablemente útil. En el hermoso
arte al que ambos estamos dedicados, resulta conveniente conocer hasta donde sea posible
aquello sobre lo que hablamos; y la única forma de hacerlo consiste en haber vivido,
amado, maldecido, tropezado, gozado y padecido».

De 1904 es la publicación de La copa dorada, última de las 19 novelas que James


completó y la más compleja de todas. La obra provocó el desconcierto de algunos amigos,
que confiesan no entender a veces la escritura. La fiel
Wharton llegó a preguntarle: «¿Cuál era su intención al
suspender en el vacío a los cuatro protagonistas de La
copa dorada? ¿Qué tipo de vida llevaban cuando no
estaban mirándose los unos a los otros, discutiendo
unos con otros?». James extrema, en efecto, el teatro de
la conciencia de sus novelas anteriores, reduciendo la
realidad exterior a un escueto armazón. Pese a que trate
de incesto, adulterio y pasión sexuada, la historia
parece transcurrir entre espíritus puros. El lenguaje
alcanza una complicación y sutileza tan desesperantes
para el lector medio como fascinantes para los
incondicionales del escritor.
El Londres espectral en que transcurre La copa… (foto de Coburn)
El argumento, en cambio, es el ya habitual en James:
matrimonios intercontinentales entre americanos
acaudalados y europeos refinados y pobres que
intentan aprovechar la coyuntura. La historia se
sublima hasta tales extremos que por momentos
olvidamos que se trata de un simple braguetazo. Como
en la lejana Retrato de una dama o la reciente Las alas de la paloma, James enfrenta a una joven
inocente con un cazadotes, a quien respalda y espolea su cínica amante. Sólo que en esta
ocasión introduce un cuarto elemento, el padre de la chica, que modifica todo el cuadro. La
relación entre padre e hija es tan estrecha como para inducir en el lector algunos
interrogantes morbosos. El apuesto y arruinado príncipe italiano, por su parte, ve en el
matrimonio la solución a sus problemas económicos, al tiempo que una útil pantalla para
reanudar sus relaciones con su antigua amante, futura esposa de su suegro. La historia
transcurre en Londres, pero podría hacerlo en Calatayud, tan tenue es el contacto de los
personajes con la realidad exterior.
Los términos crudos del conflicto se desarrollan, en cambio, de la forma más civilizada
concebible. Al contrario que en otras obras de James de similar temática, no hay
vencedores ni vencidos y todo se resuelve al final en una solución de compromiso que
permite a los cuatro protagonistas retomar sus vidas sin sentirse del todo fracasados.
Nunca se alejó más el autor de someter a sus personajes a un juicio moral. De hecho, el
libro se organiza en dos partes simétricas, dedicadas cada una a presentar la historia desde
posiciones opuestas (la del cazadotes y su presunta víctima) y en cualquiera de ellas hay
suficientes razones para justificar o condenar a ambas partes en conflicto. James se muestra
ecuánime con todos los puntos de vista y adopta una «doble perspectiva» de lo más
salomónica. Después de todo, también se encuentra cierta culpabilidad en los inocentes
(padre e hija), que compran un príncipe y no renuncian a su sospechosa intimidad.
La heroína de la Copa se diferencia de todas sus protagonistas anteriores precisamente en
que se niega a la retirada digna y a la resignación. Esta pelea con uñas y dientes (de lo más

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sofisticados, eso sí) por recuperar a su hombre. Finalmente, el autor parece avenirse a
aceptar la necesidad de un poco de cama, incluso con todas sus imperfecciones. La copa
dorada, símbolo de las relaciones problemáticas del cuarteto, se hace añicos, pero la heroína
la recompondrá al final.
El estilo discursivo, mental, casi impalpable de la novela continúa desconcertando al
lector de hoy tanto como en su día. No es extraño que su propio hermano William, que se
mostró siempre reticente con su hermano «fantasioso», le escribiera que La copa dorada le
había dejado en un «estado mental confuso». Y añadió una súplica: «¿Por qué no te sientas
y escribes un nuevo libro, sólo por complacer a tu hermano, sin tanta bruma ni olor a
moho, con acción resuelta y vigorosa, nada de esgrima verbal en los diálogos ni de
comentarios psicológicos, y con una completa claridad de estilo?». Esta vez el paciente
Henry se mosqueó de veras y no supo contenerse. En la carta de vuelta le respondió: «me
sentiría muy humillado si te gustara [el libro]»; y luego le abofetea del revés: «antes prefiero
descender a la tumba sin honor que haber escrito» las cosas que le gustaban al hermano. Y
por si no quedaba claro, concluyó: «Siempre tiemblo cuando oigo que has leído alguna cosa
mía y siempre espero que no lo hagas, porque me pareces constitucionalmente incapaz de
“disfrutarlo”».

William y Henry: puñaladas fraternales


Como después de alguno de sus grandes esfuerzos
literarios, James se marcha de viaje. En agosto de
1905 y movido por la nostalgia, regresa a América tras
más de veinte años de ausencia. Su nostalgia, sin
embargo, es de una América muy reducida; de su
inmenso país, James sólo conocía en realidad una
mínima parte, apenas el área comprendida entre
Nueva York, Boston y Newport. Esta vez se tomará
la molestia de recorrerla a lo largo y a lo ancho, y con
la excusa de escribir un libro de viaje, se llegará hasta
el profundo sur y luego hará la cruz hasta San
Francisco.
Casi nada de lo que ve le agrada, en especial en su
ciudad natal. La última vez que dejó Nueva York
todavía seguía siendo una pequeña y agradable capital
de provincias. Ahora la halla convertida en una
monstruosa urbe erizada de rascacielos y
superpoblada de emigrantes de todos los rincones del
mundo. James apenas la reconocía. La sensación
predominante era de fugacidad y confusión. Todo
cambia y desaparece a velocidad de vértigo en la
nueva América para ser sustituido por algo más feo.
En el mes transcurrido entre dos visitas, la casa de
Boston donde pasó su juventud es destruida; la natal de Nueva York la habían derruido en
su ausencia mucho antes.
En cuanto a los habitantes, el panorama no es mejor: la antigua clase patricia y sus buenas
maneras se han visto reemplazadas por una nueva especie de negociantes vulgares y
codiciosos. Por todas partes, el único valor que se respeta es el dinero. Nunca se sentirá
menos americano que durante esta visita y lo que se preveía como un nostálgico
reencuentro se transformará en alejamiento irreversible.
Y no es que el hijo pródigo fuese mal tratado en su tierra; al contrario. Allí donde va se le
recibe con todas las consideraciones debidas a un gran personaje. Nada más llegar se le
prepara una recepción con la otra gran gloria de las letras norteamericanas, Mark Twain.

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Poco después, el presidente le recibe en la Casa Blanca. Visita a continuación a su querida
amiga Edith Wharton en la espectacular mansión diseñada por ella misma de Lenox,
Massachussetts. A James le abruma tanta ostentación y la juzga de «un gusto demasiado
impecable» en carta a un amigo. Wharton monta a James en su coche con chófer y lo pasea
sin descanso de un lado a otro. El escritor se muestra encantado; lo cual no le impide
propinarle unos zurriagazos críticos que dejaban a la pobre Wharton tiritando. Ella misma
los describe como «devastadores».
Mientras viaja a través del continente, James aprovecha para dar conferencias a 250
dólares la sesión, una cantidad exorbitante para la época. El tema principal es su amado
Balzac, de quien reconoce haber aprendido más, en técnicas de ficción, que de cualquier
otro escritor. En todas partes obtiene un éxito resonante; en Los Angeles consigue reunir a
¡800 ladies! en un club femenino; en San Francisco no le permiten ni pagar el hotel. James
es consciente de que la gente acude a ver, no al refinado escritor de sus obras tardías (de las
que la prensa se burla), sino al autor de Daisy Miller, convertida ya en tal clásico que el
nombre de la protagonista ha pasado a formar parte del vocabulario común para referirse a
un tipo peculiar de chica desenvuelta e independiente.
En julio de 1905, tras casi un año de ausencia, James regresa
aliviado a su amada Inglaterra.
Portada de uno de los volúmenes de la edición de Nueva York
Una vez en casa, comienza a preparar la magna edición de sus
obras que ha contratado con la editorial Scribner’s, para la que
escribirá un total de dieciocho prefacios, que constituyen por sí solos
una de los más extraordinarios compendios de autocrítica y análisis
de técnicas narrativas jamás escritos. La llamada New York Edition
constará finalmente de 24 volúmenes (uno más que La Comédie
humane de Balzac, a la que pretendía emular), y serán publicados entre
1907 y 1909. No se trata ni mucho menos de unas obras completas,
puesto que recoge tan sólo escritos de ficción y aun de entre estos,
algunos títulos importantes han quedado excluidos, en especial los
cuentos y novelas de temática americana (obras tan importantes
como Las bostonianas, Washington Square o Los europeos). El motivo es
que su visión de América, sobre todo tras su última visita, ha cambiado tan sustancialmente
desde que las escribiera que rehacerlas le llevaría un trabajo ímprobo para el que no se
siente con ánimos.
Al igual que su modelo Balzac, James ha optado para su edición por la ordenación
temática en lugar de cronológica: americanos en Europa, cuentos de la vida artística, relatos
sobrenaturales, la escena internacional… El autor no se limitará a seleccionar y prologar los
volúmenes, sino que acometerá una revisión en profundidad de todas y cada una de las
obras. Las correcciones no afectan al argumento, que permanece inalterado, sino a
cuestiones de estilo (imágenes, metáforas, vocabulario) y sobre todo al comportamiento de
los personajes, que se vuelve mucho más explícito, también en el terreno erótico.
Una buena muestra de estos cambios lo tenemos en el beso de la escena final de El retrato
de una dama. Si en la primera edición, James lo ventilaba en una sola frase («Su beso fue
como el fulgor de un relámpago; cuando de nuevo se hizo la oscuridad, estaba libre»), en su
versión final se estira en un párrafo que muestra toda la violencia contenida en el gesto:

«Su beso fue como un destello cegador; un resplandor que se extendía sin término y nunca se
apagaba; y sucedió como si, al sentirlo, experimentase de la manera más viva todos los
elementos que le repelían en su hombría inflexible, cada uno de los rasgos dominantes de su
cara, su figura, su presencia, realzados con intensidad insoportable hasta fundirse en uno solo
con aquel acto de posesión. De esa misma forma, había oído ella, contemplan los que se
ahogan un desfile de imágenes antes de desaparecer bajo las aguas. Pero cuando de nuevo se
hizo la oscuridad ya era libre».

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De repente comprendemos que el rechazo de la protagonista no es simple resignación a
un matrimonio infeliz, sino un acto de rebeldía contra la sumisión incondicional al hombre.
Lo que podía pasar por temor a quebrantar las convenciones sociales, como todavía lo
interpretan algunos, se revela en realidad como una negativa a la pérdida de identidad,
como el desafío de una mujer valiente que compra su independencia al precio de la soledad.
La audacia con que James invierte las metáforas habituales para asociar liberación con
oscuridad y resplandor con asfixia, recuerda la noche oscura del alma, que Juan de la Cruz
utilizó como imagen del alma que escapa a su confinamiento para perderse en una
inmensidad terrorífica, pero también liberadora.
La edición de Nueva York supuso la gran decepción de la etapa final de James.
Comercialmente resultó un completo fiasco y los libros apenas se vendieron. En su último
año de vida, el escritor se quejaba amargamente de que a aquel «monumento», como lo
calificaba, «nunca se le ha hecho la menor justicia crítica e inteligente ni se le ha prestado
ninguna clase de atención crítica».
Fantasmas y codicia: Nueva York a comienzos del XX (Coburn)
Tras La copa dorada, ya prácticamente ha concluido su
obra de ficción, a falta de unos últimos cuentos y una
novela incompleta. Entre los primeros se encuentra «El
rincón feliz» (1908), uno de sus relatos inolvidables y
un original cruce entre el tema del doble y el cuento de
fantasmas.
Es la historia de Spencer Brydon, un americano que
marchó a Europa con veintitrés años y regresa a Nueva
York después de otros treinta y tres de ausencia. Viene a
hacerse cargo de un par de edificios, que son los que le
han permitido vivir desahogadamente todo este tiempo.
Uno lo está reformando para convertirlo en una de esas
moles que tanto odia; pero el otro (al que llama el
rincón feliz) es la casa familiar que acaba de heredar,
donde han vivido varias generaciones de los suyos y que
pretende conservar vacío por un apego sentimental. Es
casi lo único que aún le conmueve de una ciudad que ha
sufrido un desarrollo tan monstruoso durante su
ausencia (llenándose de rascacielos) que ahora le resulta
irreconocible. El otro elemento que le cautiva es su antigua amiga Alice Staverton, una
mujer sensible e inteligente, que le ha añorado todos estos años de lejanía y que aún se
conserva soltera.
Mientras supervisa la reforma del primer edificio, Brydon descubre una faceta práctica
inédita en su carácter, que le lleva a interrogarse qué hubiera sido de él de no haberse
marchado a Europa y convertido en un rentista despreocupado. La fantasía sobre cómo
habría sido su otro yo, su alter ego americano, se apodera de él con tal fuerza que comienza a
especular con la posibilidad de que aquella otra vida no vivida se encuentre de alguna
manera —de una manera espectral— latente entre las paredes del deshabitado caserón.
Desde entonces visita cada noche el «rincón feliz» y recorre sus habitaciones desiertas,
acechando como un cazador la posible presencia de su otro yo. Su amiga, a la que le confía
su secreto («… deseo verle —añadió—. Y puedo hacerlo. Y voy a hacerlo»), le confiesa que
ella ya lo ha visto en sueños un par de veces, pero se niega a decirle cómo es.
Su vida fantasmal va tomando forma día a día, hasta que Brydon se convence de su
presencia efectiva: «Su alter ego “caminaba”». Incluso —en un giro característico de James a
situaciones consabidas— se persuade de que es el espectro quien le rehúye, el vivo quien

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atemoriza al fantasma: «… le daba la impresión, tan íntima y tan extraña a la vez, de que él
mismo era causa de terror…».
Una noche, al entrar en la casa, Brydon está seguro de que su alter ego le está esperando: el
juego se ha dado la vuelta; el perseguidor se ha convertido en perseguido. La impresión se
confirma poco después cuando encuentra cerrada una puerta que él había dejado abierta. El
terror se apodera del héroe, que se niega a abrir la puerta y ya sólo piensa en huir. Pero
entonces es la aparición quien se interpone en su camino y por fin se hace presente: es un
tipo vulgar, vestido de manera ostentosa, que en un principio se tapa el rostro con unas
manos a las que les faltan dos dedos, aunque en seguida le muestra una cara en la que
Brydon no se reconoce, la cara de un individuo «maligno, odioso, estridente y vulgar». Su
otro yo avanza hacia él y Brydon pierde el sentido.
Otra instantánea espectral de Nueva York (Coburn)
Se despertará horas después en el regazo de su amiga
Alice, quien, preocupada por su ausencia, ha acudido al
rincón feliz. Brydon se muestra convencido de que ha
sido la intervención de su amiga la que le traído de vuelta
a la vida. Alice Staverton le confiesa que vio a su otro yo
en sueños a la misma hora que su amigo, pero al
contrario que a Brydon, no le pareció horrible, sino
desdichado y digno de compasión. En cualquier caso,
sigue prefiriendo el yo real de su amigo y Brydon, por su
parte, ha reconocido que el único pasado que desea
recuperar es a su amiga.
Como en sus otras historias sobrenaturales, el fantasma
no es una aparición inesperada; el protagonista lo busca,
lo invoca, en cierta manera lo fabrica, es su producto («Él
no es yo. Él es totalmente distinto, es otra persona. Pero
deseo verle —añadió—. Y puedo hacerlo. Y voy a
hacerlo»). Desde el primer instante el héroe sabe a quién
va a encontrar: al que hubiera podido ser, a su otro yo.
Acorde con los nuevos tiempos, el fantasma proviene de nuestro propio interior, es una
proyección de nuestras obsesiones e impulsos más oscuros y desconocidos, de las otras
múltiples personalidades que albergamos agazapadas en nuestro inconsciente. Es ni más ni
menos que «una duplicación de conciencia», como la llama el narrador.
Al igual que en otras historias de su última época (La bestia en la jungla, El banco de la
desolación, la Maria Gostrey de Los embajadores), James presenta a un tipo de mujer abnegada,
que ama resignada y con discreción, y a la que no cuesta mucho identificar con su difunta
amiga Fenimore Woolson. Aquí por fin, en una especie de reparación póstuma, James le
concede la recompensa de ser correspondida tras su larga espera.
El autor aprovecha de paso el escenario para ajustar cuentas con su ciudad natal en unas
cuantas frases demoledoras: «¿Cómo puede nadie que tuviera un dedo de frente insistir en
que otra persona quisiera vivir en Nueva York?»; «Aquí no existe más que una razón: la de
los dólares…»; «…no había nada en Nueva York capaz de despertar su interés, nada que le
resultara atractivo»…

En medio del esfuerzo de preparar su propio monumento editorial para la posteridad,


comienza el tiempo de las despedidas. En marzo de 1907, James marcha al continente en lo
que él piensa que será su último viaje a Europa; lo que es cierto en el caso de Italia, pero no
de París, a la que volverá al año siguiente. Una vez en la capital francesa, se deja convencer
por la impetuosa Edith Wharton para emprender un viaje motorizado de tres semanas por
Francia. James refunfuña al principio (la energía de su amiga es «devoradora y desoladora,

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devastadora, abrasadora y destructora»), pero en el fondo está encantado de que le sacudan.
«El motor es una maravilla mágica», escribirá exultante como cualquier fitipaldi.
Tras Francia, el escritor marcha solo a Italia, donde se reencontrará con viejos amigos
vivos y muertos. En Roma visita la tumba de su querida Constance Fenimore Woolson y
vuelve a ver al escultor Hendrik Andersen, que le esculpirá un espantoso busto «romano».
Luego viaja a Florencia y Venecia. Roma y Florencia le parecen vulgares ahora; sólo
Venecia no le decepciona. «No me importa, francamente», le escribe a su amiga Wharton,
«si nunca vuelvo a ver Roma y Florencia, echadas a perder; pero Venecia jamás me pareció
más adorable».
En julio de 1907 ya está de vuelta en Inglaterra, donde reemprende su habitual ritmo de
trabajo, aunque ya no dé los frutos de antes. James hace un tímido intento por volver al
teatro que se salda sin excesivo éxito y concluye la preparación de la New York Edition, un
trabajo ingrato y agotador. Mientras tanto, su vida social se anima con la llegada de algunos
jóvenes: Hugh Walpole, Rupert Brooke, dos jovencitas hermanas Stephens, que andando el
tiempo serán más conocidas como Virginia Woolf y Vanessa Bell… A estas últimas, de
cuyos padres James fue gran amigo, las había conocido de niñas y, ya crecidas, reanuda la
relación. Virginia tiene veinticinco años y un desparpajo que nos ha dejado esta divertida
parodia de la forma de hablar del Maestro: «Mi querida Virginia, me dicen…, mmm sí, me
dicen… en fin me dicen que tú ―ciertamente como hija que eres de tu padre, y aun diría
más, como nieta de tu abuelo y descendiente… ummm, sí, descendiente de un siglo… de
todo un siglo, de plumas y tinteros… ciertamente tinteros, me dicen, sí, sí, en efecto, me
dicen, mmm… que tú…. sí, que tú… en definitiva, que tú escribes».
Otro joven (este de treinta y tres años) que daba mucho juego era Chesterton, vecino de
Rye. En su diario, la secretaria de James anota el 27 de julio de 1908: «En el curso de la
mañana, el señor James me hizo acercarme a la ventana y espiar a través de la cortina el
paso del “inefable Chesterton”; una especie de elefante de rostro colorado y rizos
grasientos». Según la mecanógrafa, James consideraba «de lo más trágico que una mente
como ésa viviera atrapada en semejante cuerpo». De la viva curiosidad que suscitaba
Chesterton en los James da cuenta otra anécdota narrada por el escritor H.G. Wells,
también vecino de la zona. Un día, al parecer, Henry sorprendió a su hermano William
―entonces de visita― subido a una escalera para espiar por encima del muro del jardín la
aparición del asombroso Chesterton. Henry se lo recriminó con acritud: una cosa era
cotillear discretamente tras la cortina y otra muy diferente asomarse a la tapia; una fina línea
británica, casi impalpable, que separaba, según el escritor, la curiosidad legítima de la
invasión de privacidad. Henry mandó a su jardinero retirar la escalera del muro y William
permaneció enfurruñado como un niño. Wells, conciliador, resolvió el conflicto montando
a William en su coche y pasando como quien no quiere la cosa al lado de Chesterton, con
lo que el filósofo satisfizo su curiosidad.
El «inefable Chesterton», vecino y admirador de James
Pero quien de verdad le animaba los días ―tal vez en exceso― era
como siempre «la maravillosa, la incomparable Edith Wharton», que,
aprovechando una larga estancia en Inglaterra, se pasaba con frecuencia
por Lamb House para sacar de paseo al Maestro en su bólido. A sus
cuarenta y seis años, después de soportar media vida a un marido mustio,
la Wharton había descubierto las alegrías de la carne gracias al periodista
Morton Fullerton, un simpático libertino que le presentó el propio James.
De las cualidades del periodista ofrece elocuente testimonio una carta que
le escribiera James unos años antes: «Ya te he dicho alguna vez cómo una
imposición de manos de cierta manera tierna “acaba” literalmente
conmigo… Haces conmigo lo que quieres… En cualquier caso eres el
mayor lujo que puedo concebir… Me pregunto cómo diablos puedo
permitírmelo. No obstante, seguiré apegado a ti. No conozco más que

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esta vida. De hecho deseo más de ti… Eres deslumbrante, mi querido Fullerton; eres
hermoso; eres, más que un ser lleno de tacto, alguien tiernamente, mágicamente táctil…»
El «táctil» Fullerton y la adulterina Wharton emprendieron junto con el Maestro
frecuentes excursiones motorizadas por los alrededores de Rye durante 1909; lo que da idea
de la creciente flexibilidad moral de James, que no hubiera consentido unos años atrás una
situación semejante. Más que el escándalo, lo que James en verdad temía (y secretamente
gozaba) era la furia excursionista del Pájaro de Fuego, como cariñosamente apodaba a
Wharton. En una carta de 1912 a una amiga describe los efectos de una típica visita del
Pájaro de Fuego: «Cabalga con el tornado, juega con la tormenta, arrasa el territorio que los
otros elementos furiosos habían respetado, consume en quince días lo que cualquier
comunidad cristiana en diez años. Su poder de devastación es inefable, su repudio del
reposo absolutamente trágico, pero nunca estuvo más brillante, dotada e interesante».
Pese a todos los estragos que causaba y a que la encontrase «casi demasiado
insistentemente olímpica», James no podía dejar de adorarla. Y aún más que la hubiese
adorado si hubiera llegado a averiguar el increíble gesto de generosidad que la escritora
tuvo con él. Sucedió en 1912. Como Wharton se tomara en serio las retóricas quejas de
James sobre sus escasas ganancias (vendía poco, es cierto, pero estaba lejos de hallarse en
bancarrota), le pidió a su editor común que le ingresara al Maestro 1.500 libras de sus
propias ganancias, mucho más
abundantes (unos 8.000 dólares de la
época, que eran muchos). La operación
se disfrazó de adelanto por su próxima
novela (La torre de marfil, que James no
terminaría). El escritor nunca llegó a
sospechar nada y su ego se vio aliviado
ante una cantidad tan suculenta, que
ningún editor sensato le hubiera
adelantado ya por entonces.
La generosidad de Wharton no se paró
ahí. El Pájaro de Fuego hizo campaña
incansable a favor de su amigo para que
le concedieran el Nobel ―el primero
norteamericano―, sin ningún resultado
como es sabido; y poco más tarde realizó
una cuestación con motivo de su setenta
aniversario, algo que el autor rechazó con
horror.
Un Maestro abatido en 1910

Todas estas atenciones no impidieron


que James cayera en una profunda depresión a comienzos de 1909, ante el fracaso de la
Edición de Nueva York. El escritor, que cuenta sesenta y seis años, cree que su corazón
está echado a perder y que puede morir en cualquier momento de una angina de pecho. En
previsión del suceso, un día hace una «gigantesca pira» en el jardín (son palabras de James)
y quema, como la solterona de Los papeles de Aspern, todos sus papeles privados: cuarenta
años de cartas, manuscritos, argumentos, cuadernos de notas… Los médicos consultados le
aseguran, sin embargo, que se encuentra bien físicamente y que sólo padece una crisis
nerviosa. La postración, no obstante, se prolonga lo suficiente para inquietar a sus parientes
y en abril de 1910, su hermano William y su mujer viajan a Inglaterra para socorrerle. El
propio William ―este sí― se halla muy enfermo del corazón y apenas puede moverse. En

49
agosto se encuentra tan debilitado, que el matrimonio decide embarcarse de vuelta a
América, acompañado por el propio Henry. Al poco de llegar, fallece el filósofo. Pese a
todas las diferencias mantenidas en el pasado, el golpe resultará devastador para el escritor.
«Siempre fui de manera absoluta su
hermano menor y más pequeño,
dependiente de su bendito sentido de la
protección y la autoridad… La muerte
de mi amado hermano me ha
desgarrado de manera profunda, como
una verdadera mutilación».
Una de las últimas fotos del Maestro (1913)
James decide permanecer ese invierno
en América, junto a su familia. Será su
última estancia en su tierra natal.
Durante ese tiempo, el escritor se verá
obligado a asistir a algunas sesiones de
espiritismo, en el que no creía, por
respeto a la voluntad de su hermano,
que paradójicamente en un filósofo
racionalista, sí era creyente en tales
pamemas. No hubo mensajes de
William desde el más allá y
posteriormente, Henry describiría las
ridículas sesiones como «la más abyecta
e impúdica, la más vacía, vulgar y
rastrera de las basuras».
Regresa en julio de 1911 a Inglaterra,
de donde ya no saldrá. Se siente cada
vez más solo y deprimido en Rye, y,
para combatir el aislamiento, se traslada de nuevo a Londres, a vivir en el Reform Club, del
que es miembro. Enseguida se siente más animado. «El viejo y querido Londres y sus
caminos y trabajos, sus paseos y conversaciones, que se definen por sí mismos como una
Cura Prodigiosa». Reanuda de nuevo el trabajo y una intensa vida mundana. Del primero,
saldrán las últimas muestras completas de su genio: dos minuciosos libros de memorias y
uno de crítica literaria. Las memorias abarcan la infancia (Un chico y otros) y juventud del
escritor (Notas de un hijo y hermano), y revelan una extraordinaria memoria visual, capaz de
evocar con todo lujo de detalle las escenas más lejanas de su infancia.
En cuanto a la vida mundana, James está de lo más activo, y no sólo se reencuentra con
viejos amigos, sino que amplía su círculo de conocidos. En 1912, por ejemplo, le
presentarán a «un interesante francés» de nombre André Gide, que cuenta por entonces
cuarenta y tres años.
En el otoño de 1912 reaparecen los problemas de salud. James sufre un severo herpes
que le mantiene encamado durante meses. La prolongada inactividad le provoca además
dificultades respiratorias. Para estar mejor atendido, se muda en enero de 1913 a la que será
su última (o penúltima, según se mire) morada y reserva Lamb House exclusivamente para
los veranos. Se trata de un apartamento alquilado con vistas al Támesis en Cheyne Walk,
una tranquila calle del barrio de Chelsea, donde por primera vez dispondrá de teléfono. La
calle, por entonces accesible, cuenta con una nutrida tradición de vecinos escritores y
artistas. Antes de James, pasaron por allí Turner y Bram Stoker, y después de él seguirían
rondándola Somerset Maugham, T.S. Eliot o Ian Fleming. Hoy es difícil que ningún
escritor viva en ella, como no sea de best-sellers. Un piso de dos dormitorios en Cheyne

50
Walk cuesta en la actualidad la friolera de 1.700.000 libras (unos 2.250.000 milllones de
euros).
En abril de ese año el Maestro cumple los setenta y un amplio grupo de amigos hacen
una colecta para regalarle diversos presentes conmemorativos, entre ellos un busto y, sobre
todo, el magnífico y célebre retrato que le hizo para la ocasión su entrañable amigo Sargent.
Flores, telegramas y un desfile interminable de visitas testimonian el respeto que rodea a su
figura. Hasta la prensa se hace eco del aniversario
Pero James sigue delicado de salud y su sobrina Peggy (hija de William) acude a cuidarlo
durante el verano en Rye. No le faltan como siempre las visitas (desde Joseph Conrad a
George Bernard Shaw, entre un largo etcétera). A su sobrina, que se quejaba de la
complicada forma de expresarse de su tío, le responderá con una frase que puede valer por
toda una declaración de intenciones estéticas: «Odio la simplicidad americana. Me
enorgullezco de acumular complicaciones de toda especie. Si pudiera pronunciar el apellido
James de una forma diferente y más elaborada, no dudaría en hacerlo».
Mientras tanto, prosigue con dificultad la redacción de una última novela, La torre de
marfil, que finalmente permanecerá inacabada. James la ambientó en la América que había
conocido y detestado durante sus últimos viajes, y su tema no podía ser otro que la «pasión
por el dinero». A un amigo que le anima a regresar a su tierra, le contesta: «No me gusta
frecuentar los Estados Unidos… El
otoño, invierno y primavera (1910-11)
que pasé en Cambridge y Nueva York…
bien, me iré a la tumba sin susurrar a
otro oído lo que tuve que soportar
entonces».
Retrato de Sargent con motivo del 70 aniversario
El estallido de la guerra mundial en el
verano del 14 deja devastado al escritor.
James habla de colapso de la civilización,
de regreso a la barbarie y, a pesar de su
declinante salud, se vuelca en ayudar a
heridos y refugiados. Frecuenta el hogar
del primer ministro, Herbert Asquith, de
cuya mujer es amigo desde antiguo. En
una de las comidas en la residencia del
estadista conocerá a Winston Churchill,
nombrado Primer Lord del
Almirantazgo, que se comporta con el
educado Maestro como el patán que
podía ser a veces.
En el verano de 1915 James descubre
con sorpresa que es considerado un
extranjero, pese a sus muchos años de
residencia en Inglaterra, a su celebridad
literaria y a que ha desarrollado una
incansable labor humanitaria desde que comenzó la contienda. La policía le exige un
permiso para trasladarse de Londres a Rye a pasar el verano. El escritor decide entonces
solicitar la nacionalidad británica, por patriotismo y porque, después de todo, se considera
ya más inglés que americano. Y también como una forma de protesta contra la pasividad de
América en el conflicto. James necesita cuatro testigos para acreditar que sabe leer y escribir
y que es de buena conducta, y ni corto ni perezoso, le pide al propio primer ministro que
sea uno de ellos. La concesión de la nacionalidad llegó en un tiempo récord y despertaría
duras críticas en su país natal.

51
Posiblemente las miserias de la guerra de las que fue testigo (los refugiados y heridos, las
noticias de jóvenes conocidos muertos) precipitan su final. ¿Qué importaba la muerte de un
viejo de setenta años, cuando todos los días desaparecían cientos de jóvenes? El mundo
que había conocido y amado estaba siendo destruido, y es lógico que James piense que no
le queda sino seguir el mismo camino. Es el fin de un largo periodo de paz y prosperidad
en Europa, y el comienzo de otro terrible, en el que un civilizado cosmopolita como él no
parece tener cabida.
En octubre de 1915 viaja por última vez a Lamb House ―donde aprovecha para destruir
el último lote de fotos y papeles privados―, pero se encuentra tan débil que regresa
enseguida a Londres. Los doctores que le examinan descubren que esta vez la enfermedad
no es imaginaria: James está muy enfermo del corazón. Poco antes ha concluido su último
trabajo literario, el prólogo a un libro de Rupert Brooke, otro de los jóvenes conocidos que
han caído en la guerra.
El 2 de diciembre de 1915 James se desploma víctima de un ataque. Al recuperarse
contará cómo en el momento del desvanecimiento escuchó una voz que decía: «¡Así que al
fin ha llegado, esa cosa distinguida!» Aunque aún viviría tres meses largos, como esta fue su
última frase significativa, podemos considerarla razonablemente sus palabras finales. Al día
siguiente sufrirá un segundo ataque que lo dejará paralizado. Desde entonces James
desvaría y no sabe bien dónde se encuentra. A veces se cree Napoleón y dicta elaboradas
cartas a sus hermanos (los de Napoleón, no los suyos). Durante breves momentos es
consciente de su apagón mental y pregunta con ansiedad el efecto que produce su estado
en quienes le rodean. La viuda de su hermano William acude presurosa desde América para
cuidarlo junto con un par de sobrinos. A esta cuñada, una
mujer de pocas luces y que se inmiscuye sin cesar en su
conversación con su mayordomo, le replica: «¿De quién es
esta voz irrelevante de Boston, Massachusetts, que interrumpe
con comentarios mi conversación con Burguess?». A ella le
debemos, sin embargo, una emocionante descripción del
escritor en sus últimos días:

«Parece como un niño cansado pero tranquilo y cómodo, que


disfruta de su comida y se sienta en un gran salón junto a la
ventana, desde donde puede contemplar el río con su desfile
interminable de barcazas y sus nubes bajas. Cree que está viajando
y visitando ciudades extranjeras, y algunas veces pide sus lentes y
papel e imagina que escribe. A veces su mano se mueve sobre la
colcha como si estuviese escribiendo. Nunca se muestra impaciente
ni contrariado ni preocupado por nada. Aún nos reconoce y le
gusta que nos sentemos un rato a su lado. Siente un gran apego por
Burguess [su mayordomo]; “Burguess James”, lo llamó ayer.
Resulta conmovedor contemplar al pequeño Burguess sosteniendo
su mano y medio arrodillado junto a él en una silla, su cara muy
cerca de la de Henry, mientras trata de comprender las confusas
palabras que Henry le murmura».

En enero de 1916, el rey le concede la Orden del Mérito, la


más elevada condecoración para un civil, pero el condecorado ya no se entera, sigue
navegando en su delirio. Muere tranquilo el 28 de febrero. Su secretaria anotó en su diario:
«Diversas personas que han visto la cara del difunto se han sorprendido de su parecido con
Napoleón, ciertamente muy acusado». Su cuñada incineró su cadáver y trasladó las cenizas
a América, donde reposan en el panteón familiar de Cambridge.
El escritor, que toda su vida temió la ruina, dejaba un magnífico patrimonio (sumados
rentas y propiedades de América e Inglaterra) calculado en 11.000 libras (unos 60.000
dólares de la época), que se repartirían entre sus sobrinos. La posteridad le aplicó el patrón

52
bipolar que reserva a los grandes escritores: de unos, espera a su muerte para empezar a
leerlos; de otros, para dejar de hacerlo. En su caso fue de los segundos; muy pocas de las
novelas de James se encontraban a la venta en el momento de su muerte. Había sido
prácticamente olvidado por el gran público. Él mismo era consciente de este hecho y le
confió a un amigo quince años antes de desaparecer: «mis libros hacen ahora menos ruido y
ondas que si los arrojase, uno tras otro, al fango». El olvido de su figura se prolongaría
durante todo el periodo de entreguerras para volver a revalorizarse de manera imparable en
los años cincuenta.
Dos de los mayores novelistas anglosajones contemporáneos (los dos curiosamente
irlandeses, John Banville y Colm Tóibín) lo tienen en lo más alto de su altar particular.
Resulta difícil encontrar un escritor de prestigio que no sienta adoración por el viejo
Maestro. El pope de la crítica Harold Bloom lo calificó recientemente como «el escritor en
prosa más eminente que haya producido Estados Unidos».4 Pero acaso el mejor resumen
de lo que representa su
obra lo ofrezca aquel
«inefable Chesterton» que
el Maestro espiaba tras
una cortina: «Los libros
de Henry James serán
siempre hermosos y creo
que son lo bastante
jóvenes como para ser
antiguos»5.
Quizás al final, más que
su inmensa influencia en
la literatura posterior (de
Joyce y Virginia Woolf a
los mejores escritores de
nuestros días), lo último
que resuene en la
memoria sea la
desesperada advertencia
que, por medio de su alter
ego, el Lamberth Strether
de Los embajadores, nos
hizo llegar un hombre que
se protegió de la vida:
«Vive todo lo que puedas;
es un error no hacerlo. Da
un poco igual lo que
hagas, con tal de que
vivas tu vida. Si no lo
haces, ¿qué te queda?».

Londres (foto de Coburn)

4 Harold Bloom, Genios, Barcelona, Anagrama, 2005, p. 869


5 Chesterton, El hombre corriente, Sevilla, Espuela de Plata, 2013, p. 177

53
OBRAS DE HENRY JAMES6

El protector, Madrid, Funambulista, 2010 [N JAM pro] (p. 8)

Guarda y tutela, Barcelona, Aleph, 2008 [N JAM gua]


(p. 8, se trata de la obra anterior con diferente título)

Roderick Hudson, Madrid, Funambulista, 2006 [no disponible en


Bibliotecas Municipales de Madrid=BPM] (pp. 8-9)

El americano, Madrid, Alba, 1999 [N JAM ame] (p. 10)

Daisy Miller, Barcelona, Laertes, 1985 [N JAM dai] (pp. 12-13)

Pandora, Madrid, Impedimenta, 2014 [no disponible en BPM] (p. 13)

6 Entre paréntesis se remite a las páginas de la guía en que se habla de la obra

54
Washington Square, Madrid, Alianza, 1988 [N JAM was] (p. 14)

El retrato de una dama, Madrid, Alianza, 1995 [N JAM ret]


(pp. 15-16)

El punto de vista, Madrid, Páginas de Espuma, 2010 [no disponible en BPM]


(p. 18)

Relatos, Madrid, Debate, 2001 [N JAM ret]


(pp. 18-19, 29-30)

Las bostonianas, Barcelona, Seix Barral, 1986 [N JAM bos] (p. 20)

La locura del arte, Barcelona, Lumen, 2014 [no disponible en BPM]


(p. 21)

La princesa Casamassima, Barcelona, Planeta, 1986 [N JAM pri]


(p. 22)

55
Los papeles de Aspern, Barcelona, Tusquets, 2001 [N JAM pap] (pp. 23-24)

La lección del maestro, Madrid, Espasa Calpe, 2004 [N JAM lec]


(p. 24)

Lo que Maisie sabía, Madrid, Valdemar, 2013 [N JAM loq]


(pp. 26-27)

Los amigos de los amigos, Madrid, Siruela, 2007 [N JAM ami]


(p. 27)

La figura de la alfombra, Madrid, Impedimenta, 2008 [N JAM fig]


(pp. 27-28)

Otra vuelta de tuerca, Madrid, Siruela, 1997 [N JAM otr]


(pp. 28-29)

La edad ingrata, Barcelona, Seix Barral, 1996 [N JAM eda]


(p. 30)

56
Los embajadores, Barcelona, Montesinos, 2000 [N JAM emb] (pp. 37-38)

Las alas de la paloma, Barcelona, Bruguera, 1981 [N JAM


ala]
(pp. 39-40)

La bestia en la jungla, Madrid, Arena Libros, 2003 [N JAM bes] (p. 40)

La copa dorada, Barcelona, Alba, 2000 [N JAM


cop]
(pp. 43-44)

Nueva York, Madrid, Sexto Piso, 2010 [N JAM nue] (pp. 46-47)

57
EN TORNO A HENRY JAMES

Javier Marías, Vidas escritas, Madrid, Siruela, 1992 [B MAR]


El capítulo dedicado a Henry James es una pequeña obra maestra del perfil literario, pleno de
suave ironía y de sagacidad. Una lectura ligera que ahorra otras muchas más pesadas, incluida
esta guía.

Colm Tóibín, The Master: Retrato del novelista adulto,


Barcelona, Edhasa, 2006 [N TOI mas]
Tóibín es uno de los grandes novelistas contemporáneos y The Master, una de
sus obras maestras. Centrada en el más dramático periodo de la vida de James,
entre su fracaso teatral y su frustrado enamoramiento, Toibin se adentra con
delicadeza y verosimilitud en el interior del más inabordable de los escritores.
Una proeza.

David Lodge, ¡El autor, el autor!, Barcelona, Anagrama, 2006


A pesar de ser publicadas al mismo tiempo (2004) y tratar sobre el mismo tema (la
aventura teatral de James), las novelas de Tóibín y Lodge son muy diferentes. Sin llegar a
la calidad literaria y capacidad de adentrarse en los vericuetos mentales que demostraba
The Master, la novela de Lodge es una reconstrucción muy estimable, amena y respetuosa
con los datos que conocemos del autor.

Félix de Azúa, Lecturas compulsivas, Barcelona, Anagrama, 1998


Como el de Marías, este es un libro que nos evita muchos otros más aburridos.
Entre agudos comentarios a grandes obras literarias, encontramos aquí un análisis
de Otra vuelta de tuerca, mucho más que un cuento de fantasmas, y del que Azúa sabe
extraer la extraordinaria complejidad que encierra.

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Biblioteca Pública Gerardo Diego
C/Monte Aya, 12 (Vallecas Villa)
28031 MADRID

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