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Cuento: “La fiesta del abuelo”

Mi abuelo había anunciado que pronto llegaría el cóndor andino para llevárselo a la
fiesta del cielo. Estaba preparando coquita, chuño y agua para el camino. Esta
noticia le había devuelto lozanía al rostro. Sin embargo no viajaría si antes no
techábamos la casita de la ciudad para vivir “decentemente”. Yo quería viajar con
el abuelo; él me respondía que era muy joven para los viajes largos.

- El corazón te avisa cuando tienes que ir – me dijo.

Vivíamos en una casita de adobe en un terreno que compró mi abuelo. Quedaba


muy lejos, casi a las afueras de la ciudad, junto al monasterio Carmelita. En esta
parte de la ciudad, el sol despertaba muy temprano. Nuestro barrio apareció como
en medio de la nada. El barrio reunía las mejores virtudes y peores defectos de las
personas.

Al barrio llegaban los migrantes de todas partes, moheños, huancaneños,


ayavireños, azangarinos etc. El abuelo logró organizar a los primeros pobladores
para obtener luz eléctrica y agua potable. El consuelo es que por las tardes el
ventarrón repartía cantidades prodigiosas de polvo para todos sin distinción social.
Las primeras luces de las casitas se encendían a las seis de la tarde. Adentro en
nuestra casita, apenas un foquito expandía su luz débil.

Incluso un padrecito belga formaba parte del barrio, contaba con quince años en
Los Andes regentando el Monasterio Carmelita, bautizando y oficiando las misas.
El hombre de barba rubia y sus cabellos blancos expresaban un aura de profeta.
Fungía de juez, a veces. El abuelo Manuel y el curita, aconsejaban a los habitantes
en problemas. En una oportunidad le pregunté al abuelo si el curita también viajaría
con el cóndor a la fiesta del cielo. Sí, él también irá, me respondió.
El padrecito, en su español juliaqueño, sufría algunos perjuicios. A veces le robaban,
y él se quedaba sin lanzar maldiciones. Los vecinos acudían a él para contarle sus
secretos más escondidos, el padrecito belga parecía entenderles. En esta parte de
la ciudad sin Autoridad, el padre impartía cierta justicia. Resolvía problemas de
envidia entre vecinos, algunos querían despojar de terrenos a otros pobladores.
Me acerqué al padre para preguntarle:
- Usted cree que hay una Fiesta en el Cielo.
Es un viaje muy largo, respondió con seguridad. Está poblado por gentes de todas
partes como acá. El corazón te avisa, cuando tienes que ir. Respondía
pausadamente, mientras masticaba plantitas crudas como los conejos. Seguía
contándome que el cóndor andino baja una vez al año, durante el invierno. Espera
en el cerro Huaynaroque, viene bien abrigado, con una chalina fabulosa de lana de
alpaca. Si emprendes el viaje, tienes que abrazarte muy fuerte a su poncho. A penas
llegan, los viajeros se bañan en un río, donde se rejuvenecen.

A pesar de lo bondadoso del viaje, desistí de viajar con el abuelo, porque mis ojos
estaban encandilados por Claudia, la hija del mecánico. Ella tenía unos cachetes
muy rojitos, una piel muy limpia, unos dientes blanquitos y una voz encantadora.
Asistíamos a la Gran Unidad, en clases leía muy bien, recitaba con mucho énfasis
los poemas. En busca de ayuda, le solicite al curita un libro de poemas, primero me
hizo el leer el Cantar de los Cantarés, y al final me dio un libro azul de Mario
Benedetti. Subrayé el poema “Utopías”

Mi abuelo me contó que una utopía es algo imposible. Aunque, tú, sí puedes hablar
a Claudia, aunque te sonrojes, el abuelo extendía una pícara mirada de complicidad.
Me hizo notar que Claudia, es hija de aymaras, entre los quechuas y los aymaras,
no hay una buena relación, según el abuelo Manuel, aunque eso puede dejar de ser
un problema.
- Con qué la vas a mantener – me molestaba.
Trabajaremos los dos, le respondía, muy envalentonado, creyendo que los tiempos
han cambiado. Si la quieres, vas a tener que ser muy recto, sentenció el abuelo.
En el barrio, querían mucho al abuelo. Se popularizó que mi abuelo viajaría con el
cóndor. Los vecinos rehusaban a ayudarle a techar la casa para demorar su viaje.
El abuelo advertía que si no lo ayudaban, ellos no gozarían del cóndor andino, a
pesar de la contrariedad inicial de muchos vecinos, se decidieron a poner su ayuda
para techar la casita.

Un domingo de junio, bien tempranito las mujeres encendieron las cocinas, llevaron
al horno la carnecita y la papita. Luego del desayuno, los hombres más fuertes
mezclaban el cemento, pedían coquita y alcohol. El maestro constructor dirigía el
techamiento. Poco a poco se fueron juntando los vecinos, traían sus cajas de
cerveza y muchas felicitaciones al abuelo. De pronto aparecieron unas nubes
furiosas, Claudia, nacida en agosto, dijo con firmeza que no llovería. El viento movió
las nubes para otros rincones. Después de las dos de la tarde, la última mezcla de
cemento fue echada al techo. El abuelo rompió el Champagne para inaugurar la
casita.

Después, mi mamá sirvió el almuerzo, los vecinos del barrio “Alomía Robles”
recibieron hambrientos el almuerzo, el abuelo estaba tranquilo junto al curita que
apadrinó el techo, felicitó a la familia en nombre de todos los vecinos. Pasada la
tarde, los más alegres empezaron a bailar unos huaynitos, a zapatear, incluso el
curita se aproximó al ruedo para cantar. El abuelo se regocijaba, jaraneaba de lo
lindo. Así será la Fiesta en el Cielo, pensé.

Hoy me ha dicho, que mañana lo recogerá el cóndor andino para viajar a la fiesta
del cielo. Le pregunté si regresaría. Aprovecho la oportunidad para aconsejarme
que estudie y no enamorarme hasta los huesos. Agregó que volvería cuando el
Inkari ocurra. Hace poco hemos visto el atardecer; como el sol con su color naranjita
va despidiéndose detrás del cerro Huaynaroque, le recité el verso que le gustaba
del libro de poemas. Cómo voy a creer que el horizonte es la frontera…

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