Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Aniquilación - Philip
Aniquilación - Philip
Aniquilación
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Si la Ciudad de las Arañas acabase enterrada, los enemigos de los drows vivirían un gran
triunfo. Pero el archimago Gomph Baenre no permitirá que ocurra. Cuando llegue el
momento, lo arriesgará todo para salvar a la ciudad que ama más de lo que ningún drow se
atrevería a admitir.
Aniquilación es la quinta novela de una serie de seis libros inspirados por la fértil imaginación
de R. A. Salvatore y redactados por un selecto grupo de los escritores más recientes e
interesantes del género.
Philip Athans
Aniquilación
Reinos Olvidados: La Guerra de la Reina Araña 5
ePub r1.0
helike 09.12.13
Título original: Annihilation
Philip Athans, 2004
Traducción: Emilio G. Muñiz
Ilustración de portada: Brom
Agradecimientos
Los que hicieron posible este libro y los demás de esta serie son: Peter Archer, Mary Kirchoff,
Matt Adelsperger, Liz Schuh, Mary-Elizabeth Alien, Rachel Kirkman, Angie Lokotz y su
magnífico equipo, y los coordinadores Marty Durham y Josh Fischer.
Es superfluo decir que no habría Libro V sin los libros I, II, III, IV y VI, por eso tengo una
enorme deuda de gratitud con otros autores de la Reina Araña: Richard Lee Byers, Thomas M.
Reid, Richard Baker, Lisa Smedman y Paul S. Kemp. Agradezco a Elaine Cunningham su ayuda
en un problema concreto de coordinación y a Ed Greenwood que haya creado este mundo.
Brom, gracias por los dibujos de las cubiertas, todos ellos auténticas obras maestras. Gracias
también a los diseñadores de juegos Eric L. Boyd, Bruce R. Cordell, Gwendolyn F. M. Kestrel, y a
Jeff Quick por lo mucho que nos hemos divertido con los nuevos juguetes de Underdark.
Pero, por encima de todo, tengo que agradecer a R. A. Salvatore, que contribuyó con mucho
más que su nombre a esta serie. Nos dio su creatividad, su energía y su generosidad de espíritu
en unas proporciones que no teníamos derecho a esperar. Si estos libros tienen algo bueno, se
lo deben a él.
Era la más fuerte. Se había dado más banquetes que ningún otro ser vivo. Había matado más
que ningún otro ser vivo. Había matado a todos los que la rodeaban y ni siquiera se había
molestado en devorar sus cadáveres antes de arremeter contra los más alejados del combate.
Era la más fuerte. Lo supo cuando otro sucumbió a sus poderosas mandíbulas. Era la que
destacaría a través de la matanza y el dominio.
Era la más fuerte.
Los demás lo supieron también muy pronto.
Por eso estaba muerta.
En el caos había inteligencia y finalidad. En el hambre y la matanza había una causa
común. Ella era la más fuerte, y los mataría o los dominaría por completo, de modo que todos
se unieron y le arrancaron sus ocho patas y la devoraron antes de revolverse unos contra
otros.
Otro empezó a destacar a través de la muerte y de los espantosos ataques.
También éste sucumbió ante la causa común.
La prueba mortal siguió adelante. El más fuerte murió, pero el más astuto prevaleció. Los
manipuladores permanecieron, los que ocultan su fuerza más allá de lo necesario para matar
al oponente de turno.
Los que dieron un paso adelante y estuvieron por encima del tumulto, murieron.
A lo largo de los milenios, había reconocido a los que eran más fuertes que ella, y los había
convencido de que, si no se sometían a su poder, morirían. La fuerza no está relacionada con
el tamaño de los músculos, sino con el poder de la astucia.
En el frenesí del alumbramiento, en el fragor de la matanza, estos rasgos preparan el
terreno para la victoria.
Encontrar el momento en que la fuerza individual superaba al poder colectivo para
derrotarlo.
Intrigar en plena batalla para destruir a los que eran más fuertes.
Y para algunos, admitir la derrota antes de caer en el olvido, huir y sobrevivir, nuevos
demonios del caos que corren libremente por las llanuras y al final sirven al vencedor.
Los números menguan. Los de la izquierda crecen en poder y tamaño.
Cada uno de ellos acechado y vigilado, decidiendo quién debía morir antes de que ella
pudiese reinar con carácter absoluto, maniobrando en el caos para provocar ese final
deseado.
Los que estaban movidos por un apetito voraz ahora están muertos.
Los que estaban movidos por un mero afán defensivo ahora están muertos.
Los que estaban movidos por un orgullo vano ahora están muertos.
Los que estaban movidos por el instinto de supervivencia están muertos o han huido.
Los que estaban movidos por la astucia permanecieron, sabiendo que sólo uno sobrevivirá
al final.
A todos los demás sólo les quedarían la esclavitud o el olvido. No había otras posibilidades.
Del mismo modo que había manejado tanto a los mortales que la servían como a los que la
temían, de la misma manera que había manejado, incluso, a otros dioses a lo largo de los
siglos, de igual forma, ella controló su renacimiento. Ésta fue la demostración de su voluntad.
No podía ser de otro mundo.
Capítulo 1
Gomph se dio cuenta de que se estaba acostumbrando cada vez más a mirar el mundo a
través de los ojos de su mascota. Ese sentimiento lo impulsó a hacer algo al respecto.
Gomph Baenre, hermano de la madre matrona de la primera casa de la Ciudad de las
Arañas, archimago de Menzoberranzan, ya no miraría a través de los ojos de una rata como
lo había hecho hasta entonces.
La cabeza de Kyorli se movió de un extremo al otro y de arriba abajo mientras olfateaba.
La rata estaba obligada a mirar lo que Gomph quería que mirara, pero se distraía con
facilidad. Tampoco ella veía muy bien en la oscuridad, lo cual, en la Antípoda Oscura,
significaba ver bastante poco, y además no captaba los colores. Gomph percibía la cámara
de los conjuros, al igual que el resto del mundo, en tonos apagados de gris y negro.
El archimago conocía perfectamente la cámara y por lo tanto no necesitaba de la visión
de la rata para percibir los límites del espacio. Las manchas borrosas de la visión periférica
de Kyorli eran las grandes columnas que se elevaban hasta una serie de contrafuertes
volados, que se alzaban unos veinte metros hacia la penumbra superior. Las tallas de las
columnas eran escasas, y lo que les faltaba en belleza se compensaba con su utilidad
mágica. La cámara, situada en las profundidades del laberinto de Sorcere, estaba allí con
una finalidad y no para impresionar. Allí se lanzaban los conjuros durante la formación de
los estudiantes, para probar a los maestros, para buscar nuevos conjuros que aumentaran
sus poderes, y se hacían las extrañas invocaciones o imprecaciones.
Gomph fue hasta el centro de la estancia y por el rabillo de los ojos de Kyorli vio a los
dos drows que lo estaban esperando. Le hicieron una profunda reverencia. La rata seguía
olisqueando el aire, con la nariz orientada hacia el círculo de los gigantescos tallos de
champiñón que se habían fijado al suelo en el centro de la cavernosa cámara. Había diez y a
cada uno de ellos estaba atado un solo drow macho.
—Archimago —susurró tan reverentemente uno de los dos magos que lo esperaban
que, pese a que su voz rebotó en las paredes más alejadas en un sinnúmero de ecos, Gomph
habría dudado haber oído de no haberlo tenido ante sus ojos.
El archimago ordenó a Kyorli que volviese la cabeza para tener de frente a los magos, y
lo dejó muy satisfecho comprobar que estaban vestidos y equipados tal como él había
ordenado.
Durante su permanencia fuera de Menzoberranzan, gracias al traidor lichdrow Dyrr,
algunos elementos de la Academia se habían delatado. A Gomph le había exigido menos
tiempo del que se temía, pero más del que hubiera deseado, reafirmarse en Sorcere. Triel lo
había hecho realmente bien, para gran sorpresa de Gomph, manteniendo el control de la
casa sobre la escuela de magos, pero quedaban aún traidores por eliminar y conspiradores
por apaciguar. Todo eso había retrasado sus esfuerzos por recuperar su visión. Ahora había
llegado el momento.
—Todo está preparado —dijo el mago Prath Baenre, sobrino lejano suyo.
Prath era joven, apenas un aprendiz, y aunque Gomph no podía ver las caras de los dos
elfos oscuros, porque Kyorli no dejaba de insistir de cuando en cuando en mordisquearse
los cuartos traseros con sus afilados dientes, estaba seguro de que el acompañante —un
maestro de Sorcere de nombre Jaemas Xorlarrin— estaba mirando al joven drow con
impaciencia. Baenre o no, Sorcere tenía sus jerarquías.
—Maestro Xorlarrin —dijo Gomph, convencido de que era necesario poner de
manifiesto aquella jerarquía—, como es obvio, tengo algunos problemas de visión. Necesito
respuestas sencillas a algunas sencillas preguntas. Usted se colocará a mi izquierda. El
muchacho se retirará a un lado hasta que yo lo llame.
—Como desee —contestó el mago Xorlarrin.
La rata dejó de rascarse cuando Gomph chasqueó los dedos. Miró a través de los ojos
del animal cuando Kyorli trepó por su pierna, y de ahí pasó a su mano, luego a su brazo y
finalmente se sentó, estirándose y olisqueando, en el hombro del archimago. Verse a sí
mismo a través de los ojos de la rata inquietó a Gomph, y sentir las patas de la rata sobre él
—ambas sensaciones por separado— era algo que el archimago estaba decidido a no
experimentar nunca más.
Gomph avanzó hacia los elfos oscuros encadenados, consciente de que el mago
Xorlarrin le pisaba los talones. Cuando estuvieron más cerca, se puso de relieve una forma
borrosa, que era otro drow que estaba de pie, dentro del círculo de los cautivos. Se trataba
de Zillak, uno de los asesinos de mayor confianza del archimago.
—¿Está preparado el muchacho con los sellos? —preguntó Gomph.
Le respondió un claro tintineo metálico y el sonido de unos pasos apresurados que de
repente se detuvieron.
—Sí, archimago —le respondió Jaemas Xorlarrin.
Gomph se aproximó a uno de los elfos oscuros encadenados. Los diez allí presentes eran
primos, malvados descendientes de la casa Agrach Dyrr y traidores todos ellos a
Menzoberranzan. Gomph había ordenado que se perdonase al más joven, fuerte y capaz.
—Dyrr —dijo el archimago, tratando de fijar sus ojos invidentes en la cara del cautivo.
El prisionero se estremeció ligeramente al oír el sonido del nombre de su familia.
Gomph deseaba saber si el muchacho se sentía avergonzado de la traición que su casa había
infligido a todos y cada uno de los miembros de la familia del archimago.
—Yo… —murmuró el prisionero—. Sé por qué estoy aquí, Baenre. Puedes hacer lo que
quieras conmigo, pero no traicionaré a mi casa.
Gomph soltó una carcajada. Se sentía bien. Hacía mucho tiempo que no se reía a gusto, y
con el asedio de Menzoberranzan en vista, sin noticias de Lloth ni de su Silencio, no creía
que tuviera ocasión de reírse mucho en los días, decenas, meses o incluso años venideros.
—Gracias —dijo el archimago al muchacho. Captó la expresión sorprendida y confusa
del cautivo cuando Kyorli volvió a preocuparse por la picazón de sus cuartos traseros—. No
me interesa nada lo que pudieras decir acerca de tu maldita casa. Sólo quiero que
respondas a una pregunta… ¿Qué es ese sello?
Se produjo un silencio que Gomph interpretó como confusión.
—El signo —urgió el archimago dejando traslucir impaciencia en su voz—. El sello que
mi sobrino te está mostrando.
Según se le había ordenado, Prath se había alejado unos metros. Sostenía una pequeña
plancha de unos seis centímetros de lado. En su superficie estaba pintada una sencilla runa
fácilmente reconocible, incluso por un drow, que la identificaba como la señal del camino
hacia un refugio, hacia un lugar seguro en las regiones salvajes de la Antípoda Oscura.
—Podría obligarte a leerlo, mentecato —gritó el archimago ante las dudas del
prisionero—. Dime lo que es y sigamos adelante.
—Es… —dijo el cautivo echándole una ojeada—. ¿Es el símbolo de Lloth?
—Casi —dijo Gomph en un susurro.
El archimago dio mentalmente un codazo a la rata, que seguía en su hombro, y volvió la
cabeza para ver cómo Zillak colocaba un fino alambre alrededor del cuello del prisionero.
Cuando empezó a brotar sangre de la marca que dejaba el alambre y vio que le salía
espuma por la boca, Kyorli prestó más atención. Gomph esperó a que el prisionero dejase
de forcejear y muriese antes de encararse el siguiente traidor.
—¡No quiero leerlo! —vociferó el prisionero mientras temblaba de miedo—. ¿Qué es
esto?
Gomph, irritado por la pérdida de tiempo que exigiría un conjuro para obligarlo a
hablar, ladeó la cabeza hacia el mago Xorlarrin, que seguía de pie inmediatamente detrás de
él y le preguntó:
—¿Qué color?
—Un magenta intenso, archimago —respondió Jaemas.
—Bien —repuso el archimago—, aquí no hay nada que hacer ¿no?
Eso bastó para que Zillak apretase el alambre, manchado aún con la sangre del primero
de los primos Dyrr, alrededor del cuello del segundo. Gomph ni se molestó en esperar a que
el prisionero expirase sino que avanzó hacia el tercero del círculo.
En el suelo había un abundante charco de orina que a punto estuvo de hacer caer de
espaldas a Gomph y cuyas gotas dispersas salpicaron toda la estancia al chocar contra las
lajas de granito que lo cubrían. El archimago expulsó el aire con fuerza por la nariz para
librarse del hedor.
—Léelo —ordenó al aterrizado cautivo.
—Es una runa que indica el camino a un refugio —gritó más que dijo el aterrorizado
primo Dyrr—. Un refugio del camino.
Gomph pudo deducir por el timbre femenino de su voz que se trataba de uno de los
primos más jóvenes. Eso era muy positivo. Kyorli, tal vez porque sentía el miedo del
muchacho o quizá atraído por el olor de la orina, miró al prisionero a la cara y Gomph hizo
todo lo que pudo para que la mirada de la rata se centrase en los ojos del muchacho.
Jaemas Xorlarrin se aproximó por detrás:
—Un agradable rojo sangre, archimago —dijo sin inmutarse.
Gomph sonrió y el prisionero encadenado hizo todo lo que pudo por apartar la mirada.
—El menor —dijo Gomph mientras oía detrás de él el crujido de los ropajes de Prath—.
Léelo —ordenó al prisionero.
El muchacho levantó la mirada mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y
parpadeó en dirección al joven Baenre, que, como sabía Gomph, sostenía en alto la otra cara
de la placa en la que estaba escrita.
—Cinco —respondió el prisionero con voz inconvenientemente chillona.
Gomph esbozó una sonrisa y dio un paso atrás al tiempo que Jaemas se apartaba para
dejarle sitio.
—Sí —dijo el archimago—, este mismo.
Jaemas chasqueó los dedos y Prath acudió rápidamente para atender a sus superiores.
El sonido del criminal alambre ejecutando a los elfos oscuros volvió a resonar en toda la
estancia una y otra vez, hasta siete, a medida que Zillak ejecutaba al resto de los cautivos,
exceptuando el de los sensibles ojos color rojo sangre.
Cuando Zillak concluyó su sangrienta tarea, Gomph, Jaemas y Prath se despojaron de
sus vestimentas hasta quedarse descalzos y desnudos de cintura para arriba, cubiertos
solamente por unos sencillos pantalones. Gomph, concentrado en los sonidos de las
ejecuciones, mantenía la mente tan clara como le era posible.
En su ascenso a través de una casa que tanto exigía, luego a través del ejército de
Sorcere, Gomph había visto y hecho muchas cosas. No le eran ajenos ni el dolor ni el
sacrificio y era capaz de soportar la mayor parte de lo que desmoronaría incluso a otro
drow noble. Se dijo que también soportaría los hechos de ese día por su propio bien y por
amor a Menzoberranzan.
Llevó cuenta mentalmente del número de estrangulamientos que había oído, mientras
Zillak le estaba arrebatando los últimos suspiros de vida al último de los cautivos.
—Acerca la mesa cuando hayas acabado, Zillak. Luego déjanos solos —dijo Gomph.
—Sí… archimago —gruñó el asesino mientras remataba la última ejecución.
Una vez cobrada la última vida, Gomph captó a través de los ojos de Kyorli la figura de
Zillak saliendo apresuradamente del círculo de la muerte, y limpiándose las manos con un
trapo. El Dyrr superviviente estaba llorando y por el sonido Gomph pensó que el muchacho
estaba más avergonzado que amedrentado. Al fin y al cabo se había desmoronado. Se había
comportado como un… goblin, y no ciertamente como un drow. Los elfos oscuros no se
inmutan ante la perspectiva de la muerte ni de la tortura. Los elfos oscuros no lloran
delante de sus enemigos, en realidad no lloran nunca. Si el muchacho no hubiera
demostrado su aguda visión oscura, Gomph podría haber pensado que se trataba de un
semihumano.
«Un ejemplo —pensó—, para todos nosotros».
Zillak aproximó una mesa sobre la que estaban fijadas cuatro gruesas correas de cuero.
En uno de los extremos había un tubo que desaguaba en una botella de grandes
dimensiones que colgaba de la parte inferior de la mesa. Zillak la dejó en el lugar que le
señaló Jaemas Xorlarrin y abandonó la estancia a toda prisa.
Gomph echó mano de Kyorli y la acunó en sus brazos mientras se sentaba en la mesa.
Teniéndola así cogida, se dio cuenta de que podía orientar su visión hacia donde él quisiera.
Gomph se rió por lo oportuno de aquel descubrimiento y volvió la cabeza de la rata hacia
Jaemas. El mago Xorlarrin se empeñaba en no tomar en consideración las muestras de
humor de Gomph. El joven Prath parecía nervioso.
—Esto es algo —dijo Gomph a su sobrino— que pocos maestros han visto en sus vidas
más que centenarias, joven sobrino. Podrás contar a tus nietos que fuiste testigo de ello.
El aprendiz de mago asintió, sin saber qué responder, como era obvio, y Gomph se rió
de él mientras se echaba sobre la mesa. Notó el frío acero en su espalda y a Gomph se le
puso carne de gallina. Dejó escapar un profundo suspiro para evitar un escalofrío y puso a
Kyorli sobre su pecho desnudo. Las uñas de la rata lo arañaban, pero Gomph ni se inmutó.
Se avecinaba un gran dolor y no sólo para el archimago.
Presa del vértigo en un primer momento debido al cambio de perspectiva, Gomph
sostuvo en alto a la rata y le dio la vuelta hasta situarla enfrente del maestro de Sorcere. Del
cuenco que Prath tenía en las manos, Jaemas había sacado una pulida cucharilla de plata.
No se trataba de un utensilio para comer, pues los rebordes de la cucharilla estaban
afilados como el filo de una navaja. Jaemas hizo un gesto a Prath para que se acercase más
al prisionero mientras él entonaba un conjuro.
Las palabras de poder eran como una música, y su sonido provocaba un escalofrío en la
ya helada espina dorsal de Gomph. Era un buen conjuro, un conjuro difícil, un conjuro raro,
que sólo conocía un reducido número de drows. Jaemas había sido cuidadosamente
elegido.
A medida que la cadencia se elevaba y descendía, las palabras se repetían y luego
volvían sobre sí mismas, el mago Xorlarrin se iba acercando al tembloroso y aterrorizado
cautivo. Sostenía la cucharilla delicadamente, igual que un artista su pincel. Con la otra
mano, Jaezas mantuvo abierto de par en par el ojo izquierdo del prisionero. Sólo cuando la
brillante cucharilla de plata estuvo a pocos centímetros de su ojo el cautivo pareció
entender lo que estaba a punto de pasarle.
Entonces gritó.
Cuando el aguzado reborde de la cucharilla se deslizó bajo su párpado, gritó a voz en
cuello.
Cuando Jaemas, en un rápido y diestro movimiento, separó el ojo de su cuenca, gritó con
todo su ser.
Cuando el ojo cayó, con un sonido suave y húmedo, en el cuenco que Prath sostenía bajo
su barbilla, el muchacho emitió un agudo chillido.
Vista a través de los ojos de la rata, la sangre que manaba de la cuenca vacía se veía
negra. Jaemas mantuvo abierto el ojo derecho del prisionero y el joven drow empezó a
suplicar. Entretanto, el maestro de Sorcere seguía con su conjuro, sin olvidar ni una frase,
ni una sílaba. Cuando la cucharilla se deslizó bajo su párpado derecho, el muchacho empezó
a rezar. Cuando el ojo saltó de la cuenca, el traidor no pudo hacer otra cosa que sacudirse,
con la boca completamente abierta, sus cuerdas vocales a punto de salírsele del cuello y el
rostro bañado por la sangre que salía de las cuencas.
Gomph tuvo la fugaz idea de decirle al prisionero, paralizado por la agonía y el horror,
que al menos lo último que había visto era la cara de un drow y la sencilla línea de una
cucharilla de plata. Lo próximo que vería Gomph podría incluso volver loco al archimago.
Por supuesto, Gomph no dijo nada.
A través de los ojos de Kyorli, Gomph vio que Jaemas introducía la cuchara en el cuenco
y la deslizaba con el mayor cuidado para no cortar ninguno de los dos frágiles globos. El
mago Xorlarrin, aún salmodiando, cogió la rata de las manos de su maestro y la visión de
Gomph se desenfocó vertiginosamente. Oyó que Prath apoyaba delicadamente el cuenco en
el suelo, y Jaemas volvió la rata para que Gomph pudiese verse a sí mismo acostado boca
arriba, sobre la fría mesa de acero. Pudo ver cómo temblaban las manos de Prath mientras,
con toda suavidad, casi con recelo, ataba las tiras de cuero alrededor de la muñeca derecha
de Gomph. Apretó, pero no hasta el punto que convenía.
—Más fuerte, muchacho —gruñó el archimago—. No seas tan delicado y no tengas
miedo de hacerme daño.
Gomph se permitió soltar una carcajada mientras su sobrino le apretaba con fuerza la
correa; luego pasó al tobillo derecho. Jaezas seguía salmodiando las palabras del conjuro
mientras Prath terminaba de atar a su tío a la mesa por las muñecas y los tobillos. Cuando
Gomph estuvo seguro de que lo habían atado bien, hizo una señal con la cabeza al mago
Xorlarrin.
«Raro», pensó el archimago de Menzoberranzan cuando Jaezas puso a Kyorli sobre el
pecho desnudo de su maestro. Si Lloth lo hubiese querido, no habría sido necesario nada de
esto, pero tanto si ella respondía como si no a las plegarias de sus sacerdotisas, todo ello
seguiría siendo posible.
Ese pensamiento aportó a Gomph un atisbo de paz. El conocimiento, que no la certeza,
de su poder siempre lo había reafirmado y seguía reafirmándolo. Esa certidumbre lo
ayudaba a respirar con normalidad y seguía acompañándolo cuando vio, a través de los
ojos de la rata, los rodeos de Kyorli en su incierta marcha pecho arriba, hasta el mentón. La
rata se detuvo, y Gomph vio las puntas de unos dedos negros, los de Jaemas, que
descendían sobre su ojo izquierdo con un trozo retorcido de alambre. El toque de Xorlarrin
sobre los párpados de Gomph resultaba frío y seco. El archimago aguantó mientras el mago
Xorlarrin colocaba delicadamente los alambres para mantener abiertos los párpados. La
operación se repitió en el ojo derecho mientras Jaemas no dejaba de salmodiar, y Kyorli se
revestía de una paciencia que no era habitual. La rata fue entrando poco a poco bajo la
influencia del conjuro, y era esa magia la que centraba la atención del roedor sobre los ojos
de Gomph.
Aunque podía sentir los alambres que mantenían abiertos sus ojos, Gomph, cuando
apartó la concentración de su mascota, ya no pudo ver nada. No había ni una rendija de luz
ni de oscuridad, ni una chispa de reflejo.
Gomph respiró una honda bocanada de aire.
—Adelante.
Por su desinterés por la rata y su concentración en sí mismo, Gomph no podía ver el
avance de Kyorli por su cara, pero podía sentir perfectamente cada una de las afiladas
puntas de sus garras, podía percibir su olor almizclado y oía con toda claridad sus
olisqueos. Un pelo del bigote entró en uno de los ojos de Gomph, que se movió. Le produjo
escozor. El hecho de que sus ojos no le permitieran ver no significaba que no fuesen aún
sensibles al dolor.
«Bien —pensó Gomph—, peor para mí».
El primer mordisco desencadenó una oleada de ardiente agonía que explotó en la
cabeza del archimago. El cuerpo de Gomph se puso tenso y sus dientes rechinaron. Podía
sentir el retroceso de la rata y también cómo la sangre corría lentamente por un lado de su
cara. Jaemas seguía con su salmodia. El dolor tampoco remitía.
—Kyorli —gruñó el archimago.
La rata estaba dudando. Incluso bajo la influencia del conjuro, a pesar del jugoso bocado
de un ojo vivo —aunque ciego— que se le ofrecía, la rata sabía que estaba mutilando a su
amo, que en el pasado no se había manifestado precisamente como alguien olvidadizo.
Gomph desplazó su conciencia a la de su mascota y a pesar del ojo herido, cuya sangre
resbalaba por uno de los lados de su cabeza, podía ver. Claro que era la habitual visión sin
color de la rata. Distinguió el trozo que la rata había arrancado de su ojo derecho, pudo ver
la sangre, pudo verse a sí mismo agitándose, pudo ver la feroz apariencia de su mandíbula,
y el globo indefenso de su otro ojo ciego, que esperaba los reacios servicios del roedor.
Gomph alentó a la rata a que terminase su trabajo.
Kyorli podría haber tenido dudas ante las órdenes de Jaemas, pero respondió sin
pérdida de tiempo a la invitación de su amo de seguir comiendo. Al menos durante tres
bocados, Gomph vio cómo arrasaban el ojo de su cabeza, luego la visión de Kyorli se nubló
al hundir la cabeza en el globo ocular para arrancar los bocados tiernos y empapados en
sangre.
El dolor no tenía nada que ver con todo lo que Gomph pudiera haber imaginado, y en su
larga y poco placentera vida el archimago de Menzoberranzan había imaginado mucho.
—Grite si tiene que hacerlo, archimago —le susurró su sobrino al oído, casi imposible
de oír debido al sonido de la rata engullendo—. No hay vergüenza alguna en ello.
Gomph gruñó, tratando de hablar, pero mantuvo la mandíbula cerrada. El joven
aprendiz no tenía ni idea de lo que era la vergüenza, pero incluso en su enloquecedora
agonía, Gomph se prometió que su sobrino lo aprendería y que sería la última vez que
Prath Baenre diera consejos a su tío.
Gomph no gritó, ni siquiera cuando la rata se cambió al otro ojo.
Capítulo 2
El demonio los condujo a la parte más oscura del lago, y ninguno de los drows receló nada.
Balanceándose y sujeto por el ancla en la profunda penumbra del Lago de las Sombras, el
blanco puro del barco del caos —barco del caos de Raashub— destacaba sobre la negra
oscuridad. El agua misma era de un negro sólo comparable con el profundo color ébano de
la piel de su capitán drow. El mago, al que ellos llamaban Pharaun, lo había encontrado, lo
había maniatado y lo había encadenado a su propio puente de mando, y lo había hecho sin
humildad, sin respeto y sin miedo. El solo hecho de pensarlo hacía que se erizasen los
crespos pelos negros que moteaban la carne arrugada y grisácea del demonio. Por un
instante, el demonio puso de manifiesto el odio que sentía por aquel drow y por su altanera
familia.
El drow había estado encerrando a un sinnúmero de manes serviles, tontos y sin
voluntad. Las almas condenadas de los pequeños pecadores servían de comida en el
Abismo y alimentaban el barco del caos. El uridezu tomaba nota del número de almas que
el mago drow traía en cada momento con la esperanza de calcular el poder del elfo oscuro.
Si era una ciencia exacta eso de apresar demonios menores, Raashub no conocía los
pormenores, pero el hecho de que llegasen tantos no dejaba la menor duda acerca de la
habilidad de los drows. Raashub no estaba ayudando a los drows y se sentía feliz no sólo de
permitirles que abasteciesen su barco, sino también de que empleasen a fondo sus
conjuros, sus esfuerzos y su atención. La presencia de todos aquellos gimientes y
miserables demonios habría embotado hasta tal punto los sentidos de la sacerdotisa drow
que algunas veces Raashub podía ampliar los límites de su cautividad.
La conciencia primitiva de una rata se le impuso, y Raashub sólo pudo lanzar una tímida
ojeada en esa dirección. La había estado llamando sutilmente durante dos días, desde que
los drows habían subido a bordo por primera vez. Los roedores nadaban por la superficie
del Lago de las Sombras y vivían en los espacios que había entre los puentes y bajo las
escaleras del barco del caos, del mismo modo que las ratas de todas partes nadaban, se
escondían y sobrevivían. Raashub, un uridezu, era tan rata como cualquier congénere
terrestre y conocía tanto a las ratas de la Antípoda Oscura como a las de todos los rincones
de los infinitos planos.
El roedor respondió al vistazo de Raashub con un silencioso movimiento de sus bigotes,
un gesto que el uridezu sintió más que vio. Se escabulló detrás de la gruesa base del mástil
principal y se arrastró con el mayor cuidado hacia el draegloth.
Ellos llamaron al mestizo Jeggred. Para los draegloths él era un individuo típico. Si
Raashub hubiera sido lo suficientemente estúpido como para medirse con él, el draegloth
habría vencido en una lucha cuerpo a cuerpo, pero el uridezu no llegaría nunca a cometer
esa estupidez. No sería nunca tan estúpido como el draegloth.
La rata no quiso morder al semidemonio, y Raashub tuvo que insistir silenciosamente.
Era un riesgo, pero al uridezu no lo preocupaba el pequeño castigo por una recompensa
aún menor. Su apremio psíquico atrajo nuevamente la atención de una de las hembras
drows, que apartó la vista al tiempo que el uridezu reculó, antes de que se cruzaran sus
miradas. Todos los drows se sometían, aunque con gruñidos, a la mujer llamada Quenthel,
que al parecer era una especie de suma sacerdotisa de Lloth, la araña-hembra drow. Esa
mujer era tan injustificadamente presuntuosa como todos los demás, pero era más
sensible. Raashub estaba preocupado porque ella pudiese oírlo cuando menos deseaba él
que lo oyese.
Rápida como una flecha, la rata se tiró al tobillo del draegloth. El semidemonio se la
sacudió con un gruñido y el pequeño roedor voló por los aires perdiéndose en la oscuridad.
El chapoteo se produjo tan lejos que apenas se oyó. El draegloth, en cuya piel no habían
hecho mella los débiles dientes de la criatura, centró sus ojos en Raashub y lo miró
fijamente.
El draegloth no había hecho mucho más que mirarlo en los dos últimos días.
Fastidioso gusanillo, transmitió Raashub a la mente del draegloth, ¿acaso no son ellos,
Jeggred?
El draegloth expulsó un corto y maloliente resoplido por la nariz y sus labios se
retrajeron ligeramente para dejar al descubierto los colmillos, auténticas hileras de hojas
de puñal afiladas como navajas y tan penetrantes como agujas. El semidemonio silbó su
rabia y en sus labios chisporroteó la saliva ardiente.
Encantador, se mofó Raashub.
Los ojos del draegloth se achicaron, confusos. Raashub se permitió lanzar una carcajada.
La suma sacerdotisa se dio la vuelta y los miró a ambos. De nuevo, Raashub evitó que se
cruzasen sus miradas. Movió repetidas veces el pie para que la cadena que lo ataba chocase
ruidosamente contra el hueso de dragón que constituía la mayor parte de la cubierta de su
barco. Por encima de él, las andrajosas velas de piel humana colgaban fláccidamente en el
aire estancado. El demonio oyó cómo Jeggred se daba vuelta. Raashub estaba encantado
con el juego. Ambos habían sido víctimas de una madre austera y excesivamente severa en
su traviesa infancia.
Quenthel apartó la mirada y Jeggred volvió a clavar los ojos en Raashub. El uridezu no
se molestó en agraviarlo más aquel día. Se empezaba a aburrir. En lugar de eso, el demonio
se conformó con permanecer tranquilo, acercando de cuando en cuando un poco más el
barco a la profunda oscuridad siguiendo la pared de la caverna.
La paciencia no era una cualidad que adornase a los de su especie, pero Raashub llevaba
mucho tiempo atrapado en el Lago de las Sombras. La aparición de los drows había sido
una especie de regalo del cielo, aunque por el tono de sus conversaciones y por los atisbos
de los hechos relativos a su misión que se les habían escapado, Raashub sabía que era
bastante difícil que los hubiese enviado un dios o una diosa. Habían tratado de liberar su
barco y de liberarlo a él. Si no fuera un uridezu, un demonio nacido en el vertiginoso caos
del Abismo Madre, podría haber estado… ah, ¿cuál era la palabra? ¿Agradecido? En cambio,
debía ser paciente, paciente por algún tiempo más.
Muy pronto los drows se sumirían en su Ensoñación, su trance de meditación, muy
parecido al sueño, y la suma sacerdotisa se ensimismaría. Cuando llegase ese momento y
ella no pudiese darse cuenta de lo que estaba haciendo él, Raashub traería a otro de su
especie a través de la infinitud ilimitada entre planos. Ya había traído a uno el día anterior.
Los drows, muy confiados en el control que tenían sobre él, no habían percibido dicha
llamada, no se habían dado cuenta de que su primo Jaershed cruzaba el Abismo y tampoco
repararon en que el otro uridezu estaba en ese momento colgando de la quilla, oculto en la
cómplice oscuridad, al acecho.
Jaershed no había aprendido a tener tanta paciencia como Raashub, y a veces el ansia de
sangre y caos surgía en él por oleadas. Cuando eso ocurriese, la detestable suma
sacerdotisa miraría a su alrededor como si oyera algo, como si pensase que alguien la
estaba mirando. Entonces Raashub se lamentaría en silencio sumando su voz mental a los
angustiados quejidos de la hilera de manes que ellos traían y metían en la bodega. Quenthel
sentiría curiosidad, incluso se alteraría, pero finalmente se lo creería.
Los elfos oscuros habían vencido a Raashub, después de todo. Su poderoso mago lo
había atrapado en aquel miserable plano, lo había encadenado a su propio puente, lo había
intimidado y esclavizado… y ninguno de ellos podía imaginar que, por más que eso fuera
así, no había nada —ni en el Abismo, ni en la Antípoda Oscura, ni en el Lago de las Sombras,
ni a bordo de un barco de hueso y caos— que durase para siempre.
Ryld Argith escrutó la oscuridad de la noche de Velarswood y suspiró. En los lugares en que
los árboles eran lo suficientemente altos y estaban muy cerca unos de otros como para
ocultar el cielo tachonado de estrellas casi se sentía cómodo, pero esos momentos eran
escasos y muy distanciados en lo que el maestro de armas había llegado a darse cuenta de
que era un bosque relativamente pequeño. Los sonidos no ayudaban; de todas direcciones
llegaban silbidos y crujidos, que no solían producir eco alguno. Su oído, sensibilizado por
décadas de entrenamiento en Melee-Magthere, estaba adaptado a las peculiaridades de la
Antípoda Oscura, pero en el Mundo de Arriba le estaba destrozando los nervios. El bosque
parecía estar lleno de enemigos.
Se dio la vuelta para rastrear la oscuridad buscando la fuente de alguna perturbación,
algo que le habían dicho que era un «pájaro nocturno», y en lugar de eso se encontró con el
ojo de Halisstra. Ella sabía lo que estaba haciendo él, sobresaltándose con cada sonido, y le
sonrió de un modo que sólo algunos días atrás Ryld hubiera interpretado como una señal
de que ella había percibido un punto débil en él, del que se aprovecharía más tarde. El brillo
de sus ojos enrojecidos parecía indicar lo contrario.
Halisstra Melarn había sumido a Ryld en un estado de confusión desde el momento
mismo en que se conocieron. La Primera Hija de una casa noble de Ched Nasad al principio
había sido la arrogante y serena sacerdotisa en que estaba destinada a convertirse por su
educación, pero cuando su diosa le volvió la espalda, su casa cayó y luego su ciudad se
derrumbó hasta los cimientos, Halisstra cambió. Ryld abandonó a su aliado de tanto
tiempo, Pharaun, y al resto de los menzoberranios que la acompañaban, y no sintió pesar
por ello; pero no estaba seguro de poder dar la espalda para siempre a la Antípoda Oscura
del mismo modo en que ella lo había hecho. Ryld seguía teniendo un hogar en
Menzoberranzan, al menos creía que lo tenía, a falta de nuevas noticias de la ciudad, que ya
había notado los efectos del Silencio de Lloth cuando ellos la habían abandonado. Cuando
pensó en ello, tuvo la seguridad de que algún día volvería allí. Cuando miró a Halisstra vio a
un elfo oscuro como él, pero diferente. Sabía que ella nunca podría regresar, incluso aunque
tuviera una casa a la que volver. Ella era diferente y Ryld sabía que, finalmente, o mucho
tendría que cambiar él o volvería a su hogar sin ella.
—¿Te encuentras bien? —preguntó ella con una voz que fue como una tregua
reconfortante de los ruidos del bosque.
Sus miradas se cruzaron, pero él no supo qué contestar. Gracias a las sacerdotisas de
Eilistraeen, Uluyara y Feliane, no sólo estaba vivo sino también indemne. El veneno que
casi se lo había llevado le había sido extraído de la sangre por ellas, mediante su magia, y
habían curado tanto sus heridas como las de Halisstra, sin que les quedasen marcas. La
diosa ajena de los elfos de la superficie le había concedido la vida y Ryld seguía esperando
que ella o sus seguidores le pasaran la factura.
—¿Ryld? —inquirió de repente Halisstra.
—Aquí estoy.
Él se detuvo, volvió la cabeza y cuando oyó que Halisstra tomaba aire para hablar de
nuevo, levantó la mano en señal de aviso para indicarle que guardase silencio.
Algo se estaba moviendo muy cerca, por el suelo. Y avanzaba hacia ellos. Sabía que
Feliane se les había adelantado. Los eilistraeenos tenían siempre mucho cuidado de no
dejar a los dos recién llegados solos en ningún momento, pero la sacerdotisa estaba
bastante lejos.
Detrás de ti, indicó a Halisstra con un gesto, y a la izquierda.
Halisstra asintió mientras llevaba su mano derecha a la espada encantada que colgaba
de su cadera. Ryld observó que ella se volvía lentamente y, al tiempo que desenvainaba su
propia espada, grande y poderosa, que llevaba ceñida a la espalda, tuvo un instante para
admirar las caderas de Halisstra, cuya cota de malla brillaba a la luz de las estrellas sobre el
negro telón del bosque. Los pies de la mujer silbaron en la nieve y Ryld rastreó los sonidos.
Fuera lo que fuese aquello no se movía de una manera muy deliberada y por su sonido se
diría que era más de una cosa, aunque la ausencia de ecos le hacía difícil estar seguro. No
detectó ningún cambio en la trayectoria que estaba siguiendo cuando ambos
desenvainaron sus espadas, por eso Ryld pensó que era improbable que el intruso los
hubiera oído.
Una planta alargada —los eilistreeanos habían llamado a una igual «arbusto»— se
movió, pero no a causa del viento. Halisstra retrocedió un paso y sostuvo la Espada de la
Medialuna en posición defensiva. Estaba de espaldas a él, por eso Ryld no podía
comunicarse con ella valiéndose del lenguaje de los signos. Quería decirle que retrocediera
más, para que él se ocupase de aquello, fuera lo que fuese, pero no quería decirlo con
palabras.
Cuando la cosa salió de detrás del arbusto, Halisstra retrocedió tres pasos rápidamente,
con la espada en posición de ataque. Ryld se abalanzó sobre el bulto de erizada piel marrón
suponiendo que Alistar le despejaría el resto del espacio. Como ella no lo hizo, él se vio
obligado a detenerse, y la cosa lo miró. Lo más parecido a la criatura que Ryld había visto
nunca era un rote, pero eso no era un rote. Era un ser pequeño, con el tamaño y el peso del
torso de Ryld, y sus ojos abiertos de par en par estaban húmedos y eran inocentes, frágiles
y…
—Una cría —susurró Halisstra, como si estuviera completando su pensamiento.
Ryld no bajó la guardia, por más que el animal se sentó tranquilamente en el suelo,
mirándolo fijamente.
—Es una cría —repitió Halisstra mientras envainaba la Espada Medialuna.
—¿Qué se supone que es? —preguntó Ryld, sin decidirse a bajar la guardia, y mucho
menos a envainar su espada.
—No tengo ni idea —respondió Halisstra, pero se agachó frente al animal.
—Halisstra —siseó Ryld—, por Lloth…
Se detuvo antes de terminar la frase. Era otro hábito que tendría que cambiar.
—No nos va a comer, Ryld —susurró ella, mirando a los ojos a la pequeña criatura.
El animal arrugó el hocico y le sostuvo la mirada. Parecía curioso, con un rostro
vagamente élfico, pero su mirada transmitía inteligencia animal, y sólo eso.
—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó él.
Halisstra se encogió de hombros.
Antes de que Ryld tuviera tiempo de decir nada más, de los arbustos salieron otros dos
animalitos y se quedaron mirando a su congénere y a los dos elfos oscuros con mansa
curiosidad.
—Feliane sabrá qué hacer con ellos —aseguró Halisstra—, o por lo menos podrá
decirnos qué son.
Ahora fue Ryld el que se encogió de hombros. Una de las criaturas se estaba lamiendo y
ni siquiera Ryld estaba tan embelesado como para no seguir viéndolos como una amenaza.
Halisstra envió una llamada que le habían enseñado los eilistraeeanos —el canto de algún
pájaro— y Ryld devolvió la espada a su vaina.
Feliane oiría la llamada y vendría hasta ellos. Ryld se acobardó al darse cuenta de que
cuando ella llegase allí y los viese a los dos paralizados por lo que parecían indefensos
animales… ambos volverían a parecer trastornados. Ryld, al menos, lo parecería.
Feliane venía abriéndose paso a zancadas entre la maleza. Ryld estaba sorprendido no
sólo por lo rápido que avanzaba la eilistraeeana, sino por lo grande que era. Admiraba la
habilidad que mostraban los eilistraeeanos para deslizarse por el bosque sin…
En ese momento se dio cuenta de que los crujidos que se oían en la impenetrable
oscuridad del bosque no eran de Feliane. No era un drow, ni un elfo de la superficie ni
siquiera un humano. Era otra cosa, sin duda de gran corpulencia.
El ser emergió de la espesura del monte bajo como una pared de enmarañada piel
marrón que se cayera encima. Ryld consiguió llevar la mano hasta la empuñadura de
Tajadora, pero no pudo desenvainarla antes de que el animal se lo llevara por delante. El
maestro de armas trató de hurtar el cuerpo para protegerse de las atenazadoras garras del
monstruo, pero no tuvo tiempo.
La criatura lo pisoteó, destrozó sus ropas, se abalanzó sobre él y luego se le subió
encima. Todo lo que pudo hacer Ryld fue mantener los ojos fuertemente cerrados y gemir.
La criatura era pesada y cuando lo tiró al suelo Ryld sintió que al menos se le rompía una
costilla bajo aquel peso. Finalmente lo liberó y Ryld rodó sobre un lado para acabar
acurrucado bajo un crecido «arbusto» cuajado de espinas que arañaron su armadura y su
piwafwi. La nieve se incrustó entre las laminillas de su armadura y le congeló el cuello y las
manos.
La criatura se detuvo, dio una voltereta en el aire y cayó sobre sus patas, evitando en
todo momento mirar de frente a Ryld. El maestro de armas levantó la vista y la miró con
asombro. Parecía una versión más grande —mucho más grande— de los animalitos que
habían aparecido frunciendo sus hociquitos ante el drow. Era una astuta maniobra y con
seguridad una exitosa estrategia de caza: desarmar y distraer a la presa con unas curiosas
crías, para derribarla cuando estaba distraída.
El maestro de Melee-Magthere hizo una mueca de desagrado por haberse dejado
engañar, aunque fuera con tamaña astucia.
«Me estoy volviendo más lento —pensó—. Este lugar abierto, todas esas
conversaciones de diosas y redención…».
Ahuyentando de su cabeza todos esos pensamientos que lo distraían, Ryld se puso de
pie de un salto. Desenvainó a Tajadora y cruzó con ella el aire en todas direcciones. El
pesado animal se dio la vuelta para enfrentarse a él, pero Ryld estaba listo para esa
contingencia.
La bestia lo miró fijamente a los ojos y la mirada de Ryld centelleó sobre el aguzado filo
de su gran espada.
De su nariz salió vaho al tiempo que emitía una serie de sonoros gruñidos. Arañó la
nieve con una de las patas delanteras, y Ryld pudo contemplar sus negras garras, del
tamaño de un cuchillo de caza, al final de unas bien articuladas manos, cosa que le resultó
sorprendente. La mirada de los ojos de la criatura era una mezcla de pasmo y de rabia. Esa
mirada ya la había visto antes Ryld y había aprendido a respetarla. Los enemigos estúpidos
eran fáciles de vencer y ya no digamos los enemigos furiosos. Mézclalos a ambos y estarás a
punto de iniciar una pelea.
El animal cargó y Ryld lo esperó a mitad de camino. Cuando se irguió al final de su
carrerilla, vio que la bestia era tres veces más alta que el drow. Esta visión probablemente
atemorizaría a oponentes de menor envergadura, pero a Ryld le puso al alcance el vientre
de la criatura. El maestro de armas levantó rápidamente su gran espada a la altura del
hombro en un formidable mandoble dirigido a destripar al animal. De todos modos, la
criatura era más rápida de lo que parecía y cayó hacia atrás, y rodó sobre el lomo cuando el
filo de la espada de Ryld cortó el aire como un rayo, fallando apenas por unos centímetros.
Ryld no pudo hacer nada por detener la trayectoria del golpe, pero alcanzó a aprovechar la
inercia para desplazarse hacia la izquierda y evitar así que la bestia lo alcanzase con sus
afiladas garras.
Ryld se detuvo en seco, la espada en alto, mientras el animal seguía rodando hasta que
finalmente se puso en pie. El aliento de ambos se convertía en vaho en el gélido aire, pero
sólo Ryld sonreía.
Volvieron a cargar uno contra el otro, y Ryld estaba preparado para que la criatura lo
pisotease. El animal no hizo nada de eso. Extendió ambas manos hacia el guerrero drow
con la clara intención de agarrarlo por los hombros o por la cabeza. Ryld se deslizó hacia él
y lo pinchó con su gran espada al tiempo que pasaba bajo la mandíbula inferior del animal.
Trataba de atravesarlo, tal vez incluso de degollarlo, pero su oponente demostró una vez
más una sorprendente agilidad. Ladeó la cabeza rápidamente y todo lo que pudo hacer Ryld
fue rebanarle parte de una oreja.
El maestro de armas siguió deslizándose, tratando de apuñalar de nuevo a la criatura y
alcanzarla al menos en el vientre, pero el animal saltó hacia un lado y se alejó con una
voltereta, consiguiendo así eludir el ataque del drow.
Ryld se puso de pie y ambos oponentes volvieron a verse las caras. El maestro de armas
oyó una voz a su izquierda y echó un vistazo para ver a Halisstra, arrodillada en actitud de
rezar, murmurando entre dientes una especie de canto. El animal aprovechó la fugaz
distracción de Ryld y saltó sobre él salvando fácilmente los más de dos metros que los
separaban. La criatura tuvo que echarse hacia atrás, trastabillando, para esquivar otro
mandoble de Tajadora. Abrió cuanto pudo sus fauces, mostrando unos peligrosos colmillos,
y dejó escapar otra serie de furiosos y frustrados gruñidos.
Amagó una serie de zarpazos contra Ryld. El drow estaba dispuesto a enfrentarse con la
criatura, firmemente empeñado en cortarle la pata delantera por el codo, cuando ambos
retrocedieron de repente con el fin de esquivar algo que zumbaba en el aire entre ellos en
una ráfaga de plumas, garras y turbulencia.
Ryld siguió la mirada del animal mientras éste seguía las locas evoluciones en el aire del
nuevo jugador. Era una especie de pájaro, pero con cuatro alas. Sus plumas multicolores se
disimulaban bien sobre el fondo tenebroso del bosque y Ryld lo perdió de vista por un
segundo. La enorme bestia peluda retrocedió, intentando mirar a Ryld y al pájaro al mismo
tiempo.
Cuando el peludo animal estuvo frente a él y bajó fugazmente su guardia, el maestro de
armas se lanzó de nuevo al ataque y, una vez más, el pájaro-cosa se interpuso entre ellos,
peinando el aire con unas garras como agujas.
Ryld apenas pudo echarse hacia atrás, pero el enorme animal casi se le cayó encima
tratando de esquivar al recién llegado. Ryld, que ya había lanzado su mandoble, lo detuvo a
mitad del recorrido y cambió rápidamente la dirección del ataque. Estaba a pocos
centímetros de cortar en dos al pájaro de rápido vuelo cuando oyó detrás de sí la llamada
de Halisstra.
—¡Espera! —gritó ella y Ryld bajó la punta de su espada justo lo suficiente para no
cortar el vuelo del pájaro—. Es mío. Yo lo he invocado.
Ryld no tuvo tiempo de preguntarle cómo lo había conseguido. En cambio retrocedió
tres grandes zancadas, sin apartar los ojos de la bestia, que ya se había vuelto a poner de
pie. El pájaro irrumpió desde la oscuridad y clavó sus garras en la cabeza de la criatura. Al
sentirlas aulló de dolor y de sorpresa e intentó clavar sus garras en el pájaro, pero falló.
—¿Qué es eso? —preguntó Ryld, sin mirar a Halisstra, la vista fija en el furioso animal
del bosque.
—Es un halcón flecha —respondió Halisstra.
Ryld pudo percibir orgullo y sorpresa en la respuesta, y eso le produjo un escalofrío que
le recorrió la columna dorsal.
El animal lo miró fijamente, lanzó un gruñido y se le vino encima. O bien se había
olvidado del halcón flecha o bien había renunciado a averiguar si volvía. Ryld se puso en
cuclillas, blandió a Tajadora y esperó la carga de la bestia. Mantuvo los hombros relajados y
se dijo a sí mismo que la lucha ya había durado bastante. No iba a cometer la tontería de…
… y el halcón flecha silbó sobre su cabeza, esquivando por apenas un centímetro la
punta de su pelo blanco cortado al cero.
Ryld agachó la cabeza al paso del pájaro, que volaba con la rapidez de una flecha, y al
drow no le resultó difícil entender por qué la criatura había recibido ese nombre. Parecía
como si el halcón volase directamente hacia los ojos de la criatura peluda. La mitad de Ryld
deseaba que el halcón flecha la matase, pero la otra mitad no quería que lo pusiese en
evidencia un pájaro invocado. Al menos no delante de…
También ese pensamiento quedó interrumpido cuando Ryld se oyó carraspear ante la
visión del enorme animal terrestre aferrando al halcón flecha en pleno vuelo con una de sus
manazas.
El pájaro emitió un graznido ensordecedor, y la criatura peluda lo miró a los ojos
mientras lo estrujaba. Ryld no dudó ni por un instante de que el enorme animal fuese capaz
de partir en dos con una mano al alargado y esbelto halcón flecha. Apenas medio segundo
antes de que eso ocurriese, el halcón movió su larga y emplumada cola y la dirigió hacia la
cara del animal. Un chispazo de cegadora luz formó un arco desde la cola del halcón flecha
hasta la punta del hocico de la criatura. Ryld cerró los ojos y rechinó los dientes para
contrarrestar el dolor. Se produjo un sonoro revoloteo de plumas, otro graznido de furor y
un agudísimo gemido que sólo podía provenir de la gran bestia peluda.
Ryld abrió los ojos y tuvo que parpadear para desvanecer la imagen residual del
llamativo chispazo púrpura que había salido disparado de la cola del halcón flecha. El
animal había soltado al pájaro, al que no se veía por ningún lado. Una voluta de humo salía
de la nariz quemada de la bestia, y el hedor de la carne quemada saturó rápidamente el aire
estancado de la noche.
Halisstra avanzó hacia Ryld, ambos se miraron y esbozaron una sonrisa mientras el
animal se retorcía de dolor.
—No ha estado mal —bromeó el maestro de armas, y Halisstra le respondió con una
sonrisa complacida.
—Da gracias a Eilistraee —dijo ella.
Como si la hubiera entendido y no tuviera ni el menor amor a su diosa, el gran animal la
miró fijamente, emitió dos o tres feroces gruñidos y se lanzó contra ellos. Ryld extendió una
mano para colocar a Halisstra tras la protección de su cuerpo, pero ella ya había
desaparecido en la oscuridad. El drow se afianzó sobre sus pies, listo para repeler la carga,
y vio cómo el halcón flecha salía de repente de las tinieblas. El pájaro orientó su cola hacia
adelante y Ryld, sabiendo lo que venía después, cerró los ojos y levantó un brazo —
aferrando con ambas manos la empuñadura de Tajadora— para proteger sus sensibles
ojos.
Se produjo un chisporroteo eléctrico, sintió un tenue olor a ozono y de nuevo el aire se
cargó de un insoportable hedor a carne quemada. La peluda criatura gruñó agónicamente y
Ryld abrió los ojos. Una vez más, el halcón flecha había desaparecido de la vista.
Probablemente estaba revoloteando por el bosque, alrededor de los troncos de los árboles,
preparándose para hacer otra pasada.
—¡Espera! —gritó una voz femenina, que Ryld pensó en un primer momento que era la
de Halisstra.
—No, Feliane —respondió en voz alta Halisstra—. Todo está en orden. Entre Ryld y el…
—¡No! —la interrumpió la drow de la superficie.
Ryld se había dado la vuelta para ver cómo se acercaba Feliane, pero el animal había
decidido volver a cargar sobre él. Sin saber exactamente qué era lo que Feliane estaba
tratando de evitar, Ryld avanzó en dirección al gran animal. Vio cómo el halcón flecha,
resistente y escurridizo, hacía un alto en la nieve. La criatura peluda debía de haberse dado
cuenta de por qué se detenía el drow tan de repente, y cuando el halcón descendió para un
nuevo ataque con sus garras, la criatura también lo vio.
Sus fauces atraparon al halcón flecha. Se produjo una ruidosa confusión de aleteos,
gritos, gruñidos, dentelladas y crujidos, y el halcón cayó sobre la nieve con el cuerpo
dividido en dos partes sangrantes.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Feliane, cuya voz sonó mucho más próxima—.
¿Qué estáis haciendo, por el nombre de la diosa?
Con sus mandíbulas coronadas de afilados colmillos de las que chorreaba aún la sangre
del halcón, el animal parecía aún más feroz, más peligroso y más rabioso que nunca. Ryld
sonrió, blandió su maciza y mágica espada y corrió hacia la bestia.
Detrás de él y entre los arbustos, Halisstra y Feliane hablaban con tono de disputa, pero
los sentidos entrenados de Ryld se desentendieron de ello. Eran aliados y el único oponente
destacable era la furiosa bestia. Fuera lo que fuese lo que estaban discutiendo, se lo podrían
decir más tarde, después de que él hubiera acabado con el robusto y astuto depredador.
La criatura retrocedía a medida que Ryld se acercaba, y el drow blandió a Tajadora a
media altura y abrió un profundo tajo en el desprotegido bajo vientre de la bestia. Un
chorro de sangre brotó de la herida y rápidamente empapó la piel marrón de los bordes.
Ryld atrajo la espada hacia sí y la apuntó hacia adelante, sujetándola con ambas manos, por
encima de la cabeza, para lanzar una estocada final que atravesase a la bestia.
El depredador del bosque volvió a demostrar que no sería fácil abatirlo. Antes de que la
estocada de Ryld alcanzara su destino, la enorme garra de la bestia lo aferró por el brazo
derecho y se hundió entre el espaldarón y el avambrazo para rasgar la piel de la axila de
Ryld.
Ryld plegó su brazo derecho, presionando la garra contra el costado de su armadura
para evitar que la bestia le arrancase el espaldarón y con él una buena porción de piel y
músculo. Eso tuvo el desafortunado efecto de desviar hacia arriba la punta de la gran
espada. El animal empujó hacia abajo y su peso bastó para provocar el trastabilleo de Ryld
y, finalmente, su caída de espaldas. La punta de Tajadora se desvió del hombro del animal
sin llegar a causarle daño alguno. Cuando sintió que se le clavaba la otra garra en el
espaldarón izquierdo, Ryld supo que estaba inmovilizado.
La criatura le lanzó un golpe a la cara, pero Ryld aún pudo apartar la cabeza y
esquivarlo. Reuniendo todas sus considerables fuerzas, el maestro de armas se impulsó
hacia arriba, pero al tener los brazos atrapados sobre la cabeza y la espada totalmente
inmovilizada, tenía que valerse de su espalda y de sus hombros para tratar de levantarse
del suelo, desplazando al mismo tiempo a aquella criatura de casi cinco metros que debía
de pesar casi una tonelada. No fue mucho lo que pudo moverse, pero cuando el animal se
dio cuenta de que estaba tratando de empujar hacia arriba, presionó hacia abajo,
extendiendo los brazos esos escasos centímetros que Ryld necesitaba para hacer un uso
eficaz de su espada. Retorciendo sus muñecas dolorosamente, Ryld consiguió apuntar su
espada hacia la barbilla de la bestia.
El animal bajó los oscuros y perezosos ojos y estiró el cuello para esquivar la espada.
Ambos estaban inmovilizados y Ryld temió que fueran a permanecer mucho tiempo de
aquel modo: la criatura tratando de vencerlo y él tratando de atravesarle la garganta.
—¡Halisstra! —gritó Feliane—. ¡No!
El grito resonó con estridencia, teñido de pánico, y lo suficientemente cercano para que
Ryld se diese cuenta de que las dos hembras seguían allí. No estaba solo. Como las hembras
no estaban dispuestas a hacerlo, le dejaban a él la parte dura del castigo, pero no querían
dejarlo así ¿o querían? A juzgar por el sonido de la voz de Feliane, eso era exactamente lo
que ella trataba de hacer.
Ryld redobló sus esfuerzos, pero el animal hizo otro tanto, y eso no ayudaba a dirimir el
asunto, hasta que Ryld oyó murmurar a una mujer de una manera extraña, y comprobó que
era Halisstra. La criatura se inclinó esos pocos centímetros que Ryld estaba esperando.
La punta de la gran espada infligió un corte en la garganta al animal, y la sangre corrió
espada abajo. El animal gruñó, abriendo la boca unos centímetros y permitiendo que la hoja
se deslizase mucho más adentro. Un chorro de caliente sangre roja brotó de la herida, luego
empezó a salir del cuello del monstruo al ritmo de los rápidos latidos de su corazón: Ryld
había atravesado la arteria que buscaba.
Vio cómo Halisstra saltaba hacia la derecha y oyó el roce de una espada al salir de su
vaina. Ella había saltado sobre la espalda del animal y lo estaba montando a horcajadas,
mientras desenvainaba la Espada de la Medialuna para asestar el golpe de gracia.
Ryld lo celebró retorciendo la punta de Tajadora en la garganta de la criatura,
ampliando la hemorragia y provocando un fuerte estremecimiento en todo su cuerpo.
Feliane se acercó a ellos y debió de golpear con fuerza el costado del animal. Halisstra
gruñó y el hulk empezó a tambalearse. Ryld aserró su cuello por precaución, desconfiando
de que estuviera ya muerto.
A su lado, Feliane pateaba, contrariada, la nieve.
—Para ya —exclamó—. Por el amor de Eilistraee, la Espada de la Medialuna no se
concibió para eso.
Ryld dejó que el espasmódico cuerpo rodase lejos de él hasta quedar tendido como un
muñeco desmadejado entre la maleza. Haciendo caso omiso del dolor que sentía en el
hombro y en el antebrazo, retiró la espada del cuello del animal y se puso de pie.
Retrocedió unos pasos antes de poder afirmarse sobre las piernas.
Halisstra y Feliane estaban de pie al lado del animal abatido, y la mano de Feliane
apretaba firmemente el brazo de Halisstra que sostenía aún la espada.
—No podía… —dijo Halisstra con voz temblorosa, acompañando cada palabra con un
soplo de vaho que se disipaba en el gélido aire—. No podía dejar que lo matase a él.
Ambas hembras se dieron la vuelta para mirar a Ryld, que no pudo hacer otra cosa que
encogerse de hombros.
—No hacía más que proteger a sus crías —dijo Feliane.
Miraba a Ryld, pero el maestro de armas tuvo la clara impresión de que estaba hablando
para Halisstra. Ryld no lo entendía ¿Qué estaba protegiendo…?
—¿El animal? —preguntó.
—Es un sloth terrestre gigante —informó la eilistraeena, soltando el brazo de Halisstra
y apartándose de ella—. Era una sloth terrestre gigante. Son animales raros, sobre todo
aquí, en el lejano norte.
—Está bien —dijo Ryld—. Era más fuerte de lo que parece.
—¡Maldita sea! —exclamó Feliane—. Sólo estaba protegiendo a su cría. No teníais que
haberla matado.
Halisstra estaba contemplando su espada, cuya hoja centelleaba en la oscuridad.
—¿Por qué —preguntó Ryld— atacaría a un drow armado para proteger a sus crías?
Podría haber vivido para alumbrar más.
Feliane abrió la boca para responder, pero no dijo nada. En sus ojos se vio una extraña
mirada, tan extraña como jamás recordaba Ryld haberla visto en la cara de ningún drow.
Halisstra bajó la mirada para contemplar a la sloth muerta:
—Ella…
Ryld meneó la cabeza. No entendía nada y estaba empezando a pensar que nunca lo
entendería.
Capítulo 3
Habían pasado dos días desde que Pharaun había tomado contacto con su maestro, y las
noticias recibidas seguían apesadumbrando al mago. El conjuro sólo permitió la
transmisión de un breve mensaje a través del Tejido, desde el Lago de las Sombras hasta
Menzoberranzan, y un mensaje de respuesta igualmente corto.
El barco del caos es nuestro —rezaba el mensaje de Pharaun, evitando las palabras
innecesarias por más que eso iba en contra de sus inclinaciones naturales—. Aconsejar
sobre dieta adecuada. No confiar en el capitán. ¿Se sabe algo de Ryld Argith o de Halisstra
Melarn? Enviar a casa para informe detallado.
Había esperado interminables segundos para obtener una respuesta, preguntándose
constantemente si habrían llegado los tiempos que él había estado esperando, el momento
en que Gomph Baenre, archimago de Menzoberranzan, dejaría de responder. Ése sería el
momento en que Pharaun sabría que ellos habían fallado, que no tenían ciudad a la que
volver ni civilización que proteger.
Sin embargo, todavía no habían llegado esos tiempos.
Alimenta a las almas —le había respondido el archimago—. A todas las que puedas. El
capitán se pondrá al servicio del poder. El maestro Argith y la maestra Melarn no están aquí.
Déjate de peleas y ponte en marcha.
Pharaun no dejaba de preguntarse cómo había sabido Gomph que las tenues alianzas se
estaban debilitando dentro de la expedición. Gomph también era drow, después de todo, y
probablemente lo daba por supuesto. De haber pensado que iba a tener tiempo, Pharaun
podría haber estudiado ese punto con mucha más atención, tratando de establecer hasta
qué punto conocía Gomph las actividades de la expedición, pero había que ponerse a
trabajar.
Un demonio de almas no era la criatura más intimidadora ni para convocarlo ni para
controlarlo, pero de todos modos era un demonio. Tendría que usar sus poderosos
hechizos para convocarlos y unirlos a todos, al tiempo que mantenía cierto control sobre el
capitán uridezu, que decía llamarse Raashub. Habían sido dos largos, difíciles y agotadores
días para Pharaun. Sólo había disfrutado de una dosis suficiente de Ensoñación para dar
contenido a sus conjuros y estaba haciendo todo lo que su considerable formación le
permitía para llevar hasta el límite el alcance de los mismos. El desfile de subdemonios
monstruosos, rastreros, irritables, que trajo al puente del barco empezaban a asombrarlo
incluso a él, y Pharaun esperaba que Quenthel y los demás estuviesen tomando nota de ello.
Los que pudieran apreciar esas capacidades tendrían que estar impresionados, y si lo
estaban deberían estar asustados. Y en la medida en que estuviesen asustados, él estaría a
salvo.
Mientras conducía a una fila de malolientes diablos a las rechinantes fauces de las
bodegas del barco demoníaco, Pharaun hizo un repaso mental del resto de aquella
expedición. Ryld no había llegado aún a Menzoberranzan, pero eso podía significar
cualquier cosa. Podía estar muerto en cualquier punto entre aquella cueva del Mundo de
Arriba y la Ciudad de las Arañas, o tal vez estuviese aún de camino. No había líneas rectas
entre dos puntos cualesquiera en la Antípoda Oscura, y podía ser que se encontrase a pocos
kilómetros mientras el gusano horadaba desde Menzoberranzan y tuviese aún por delante
un viaje de varias jornadas.
Era posible que Ryld estuviese aún resentido por el hecho de que Pharaun los hubiera
abandonado días atrás en la ciudad, pero Pharaun sabía que seguía teniendo un poderoso
aliado en el maestro de Melee-Magthere. Podía ser que el guerrero hubiera caído bajo el
hechizo de la primogénita de la casa de Melarn, pero si Halisstra seguía viva lo más seguro
es que también estuviera de camino hacia Menzoberranzan. Pharaun no imaginaba que la
sacerdotisa sin casa tuviese algún otro lugar adonde ir.
Sin Ryld a su lado, Pharaun había dado a Quenthel y a su sobrino draegloth Jeggred
tanto espacio como permitía el atestado puente. Ellos no habían comprendido que Pharaun
los hubiese dejado dando vueltas mientras él se había ido a rescatar a Valas y Danifae.
Incluso a éstos les había extrañado, pero Pharaun había aprendido hacía mucho tiempo que
siempre que sea posible un drow cauto deja que sus enemigos se desesperen por un
momento, aunque sólo sea para recordarles que puede hacerlo.
De todos modos, la Señora de Arach-Tinilith estaba más que contrariada, y Jeggred
había hecho otro firme intento de llevar a cabo un asalto físico. Quenthel lo había retenido y
había encargado al draegloth la vigilancia del uridezu. Ambos estaban en la misma
situación: eran dos demonios anclados en la dimensión equivocada, obligados a servir al
drow que estaba dispuesto a devolverlos al Abismo que los había engendrado. Pharaun
dejó escapar un suspiro ante ese pensamiento. Sabía que aparentemente era una mala idea
eso de ir al Abismo, pero ya habían dejado atrás lo que era aceptable hacía mucho. Estaban
en un nuevo territorio. Los encabezaba la propia Reina Araña y justo cuando Lloth parecía
menos proclive a darles la bienvenida.
Pharaun estaba seguro de que no era el único que tenía dudas acerca de la expedición,
independientemente de la vehemencia con que había defendido que siguiera adelante. Para
un maestro de Sorcere aquella misión podía convertirlo en archimago de Menzoberranzan.
En lo que a ella se refería, Quenthel ya había alcanzado el puesto más encumbrado al que
podía aspirar. Como Señora de Arach-Tinilith, Quenthel era la directora espiritual de todo
Menzoberranzan y la segunda mujer de la ciudad por su poder. Algunos aducirían que
incluso era más poderosa que su hermana Triel.
Entre todos los drows que estaban bajo Faerun, ella era la que mejor acogida tendría en
los dominios de Lloth, suponiendo que hubiera aún una Lloth o una red demoníaca de
pozos, pero incluso así la gran sacerdotisa tenía los nervios de punta. La severa contención
que le era habitual se había convertido casi en rigidez, y sus movimientos resultaban
bruscos y crispados. Cualquier comentario de la jornada que tenían por delante la hacía dar
vueltas por el puente, sin la menor preocupación por los demonios que frecuentemente la
agarraban o se estiraban para intentarlo.
Incluso Pharaun, con lo cínico que era, no quería creer que la Señora de Arach-Tinilith
pudiera estar perdiendo su fe.
El hecho de que Jeggred también percibiese la incomodidad de Quenthel no contribuía a
tranquilizar al mago. Las expresiones del draegloth no siempre eran tan fáciles de
interpretar, por más que el demonio era el menos sagaz del grupo, pero desde que había
llegado al Lago de las Sombras —tal vez incluso antes— Jeggred había mirado a su tía de
forma muy diferente. Podía percibir su agitación, aunque podría haber pensado que era
miedo, y no le gustaba. No le gustaba nada.
Pharaun cerró los ojos y respiró hondamente cuando las últimas almas del día
descendieron a las entrañas del barco. Se sentía lo suficientemente cansado como para
dormir como un humano. Sin molestarse en cruzar el puente para llegar hasta su petate,
Pharaun se dejó caer sobre los gruesos tablones y se quedó sentado.
—Antes de que te sumas en la Ensoñación —dijo detrás de él Valas Hune—, tenemos
que hablar de asuntos prácticos.
Pharaun se dio la vuelta, miró al explorador de Bregan D’aerthe y le dedicó una sonrisa
sinuosa.
—¿Asuntos prácticos? —preguntó el mago—. A estas alturas estoy demasiado cansado
para abordar otros asuntos… que no sean los que…
Pharaun cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—¿Qué te pasa? —preguntó el explorador en un tono que revelaba ausencia de
preocupación.
—Se me ha ido la cabeza —respondió Pharaun—. Debo de estar realmente cansado.
El explorador asintió.
—Necesitamos provisiones —informó dirigiéndose a los cuatro.
Quenthel no levantó la vista, y Jeggred sólo apartó la mirada del demonio encadenado
por un segundo.
El draegloth se encogió de hombros.
—Yo me puedo comer al capitán.
Pharaun ni se molestó en mirar al uridezu para demandar una explicación, y el
demonio, prudentemente, tampoco dijo nada.
—Bueno, yo no puedo —replicó Valas—. Ni tampoco pueden los demás.
—¿No podremos parar en el camino? —preguntó Danifae.
Pharaun miró a la hermosa y enigmática prisionera de guerra con una leve sonrisa en
los labios.
—Navegaremos desde este lago a través de la Linde y hasta la Profundidad Oscura —
dijo—. Desde allí hasta la interminable Astral, y desde ahí hasta el Abismo. Todos los
albergues del camino serán… poco seguros, por decirlo suavemente.
—Eso quiere decir —cortó Valas— que no habrá ninguno.
—¿Qué habías pensado, Valas? —preguntó Pharaun—. ¿Cuántas veces hemos hablado
de eso?
El explorador hizo intención de encogerse de hombros y se volvió hacia Quenthel.
—¿Cuánto tiempo estaremos fuera? —preguntó el explorador.
Quenthel casi rechazó la pregunta, y Jeggred volvió a fulminarla con la mirada, a sus
espaldas, por un instante antes de fijar de nuevo su atención en el uridezu capturado.
—Un mes —respondió Pharaun por ella—, dieciséis días, tres horas y cuarenta y cuatro
minutos.
Quenthel miró con dureza a Pharaun. Estaba pálida.
—Creo que ha perdido el juicio, maestro de Sorcere —comentó Danifae volviéndose
hacia Quenthel—. A mi parecer, es una pregunta imposible de contestar con exactitud,
Señora, pero supongo que con un cálculo adecuado puede encontrarse una respuesta.
Miró a Valas, enarcadas las cejas blancas en su tersa frente negra.
Valas asintió, sin dejar de mirar a Quenthel.
—A decir verdad, no tengo ni la menor idea —dijo al fin la Señora de Arach-Tinilith.
Los demás drows enarcaron las cejas. Los ojos de Jeggred se achicaron. Eso no era lo
que ellos esperaban que dijera.
—Ninguno de nosotros la tiene —prosiguió ella haciendo caso omiso de la reacción—, y
en primer lugar ni siquiera sabemos a ciencia cierta por qué seguimos adelante. Lloth hará
con nosotros lo que le plazca una vez que estemos en la Red Demoníaca de Pozos. Si
tenemos que recibir suministros, entonces necesitaremos provisiones para todo el viaje de
ida y tal vez para el de regreso. Si Lloth decide proveernos mientras estamos allí, que así
sea. Si no es así, no necesitaremos sustento alguno, al menos ninguno que pueda
conseguirse en este mundo.
La suma sacerdotisa apoyó las manos sobre los brazos y un estremecimiento la
recorrió. Todos los presentes la vieron temblar con indisimulado miedo. Pharaun también
se quedó sorprendido al ver las reacciones de los demás. Finalmente, atrajo su atención un
oscuro y estruendoso gruñido de Jeggred, y vio que el draegloth clavaba su mirada en
Quenthel, el cual había logrado desentenderse de su sobrino con éxito.
—Habláis como los humanos —gruñó el draegloth—. Os referís al Abismo como si fuera
un perro feroz que teméis que os vaya a morder el culo, por eso nunca os levantáis de
vuestros asientos. Olvidáis que para vosotros el Abismo ha sido un terreno de caza, aunque
cobráis la mayor parte de vuestras piezas en todos los demás planos. ¿Acaso no sois drows?
¿Señores de este mundo y del que viene? ¿O sois más bien…?
Jeggred se detuvo, apretadas la mandíbula y la garganta, y volvió a centrar su dura
mirada en el uridezu. El demonio capitán apartó la vista.
—Das muchas cosas por supuestas, honorable draegloth —dijo Danifae con su voz
clara, que el eco propagó por las tranquilas aguas—. No es el miedo el que nos alienta en
nuestro viaje, estoy segura, sino la necesidad.
Jeggred se volvió lentamente, pero sin mirar a Danifae. En cambio, sus ojos volvieron a
centrarse, una vez más, en la Señora de Arach-Tinilith. Quenthel parecía haber sucumbido,
al menos así lo veía Pharaun, a la Ensoñación. Jeggred emitió una breve y cortante
exhalación por las amplias ventanas de su nariz y dedicó a Danifae una sonrisa forzada.
—El miedo —dijo el draegloth— se huele.
Danifae le respondió.
—Seguro que el miedo de la Reina Araña es el que tiene el olor más dulce.
—Sí —intervino Valas, aunque Danifae y el draegloth siguieron mirándose con una
expresión imposible de describir—. Bueno, todo está muy bien y es estupendo, pero seguro
que alguien sabe cuánto tiempo nos llevará llegar hasta allí y cuánto el camino de regreso.
—Diez jornadas —respondió Pharaun, sin más base para su cálculo que el deseo de
poner fin a aquello para poder descansar y reponer su magia—. Cada trayecto.
El explorador asintió, y nadie más planteó controversia alguna. Jeggred volvió a mirar al
capitán y Danifae echó mano de una piedra humedecida para afilar un puñal. Las víboras
del látigo de Quenthel se envolvieron cariñosamente sobre ella y empezaron, una tras otra,
a caer en un profundo sopor.
—Entonces yo me voy —dijo Valas.
—¿Te vas? —preguntó Pharaun—. ¿Adónde?
—A Sshamath, creo —contestó el explorador—. Está razonablemente cerca y tengo
contactos allí. Si voy solo, puedo ir y volver en poco tiempo y nadie que no tema a Bregan
D’aerthe sabrá que estoy allí.
—No —intervino de repente Danifae, sobresaltando tanto a Valas como a Pharaun.
—¿Tiene la joven señora una idea mejor? —preguntó Pharaun.
—Sschindylryn —apuntó ella.
—¿Y por qué motivo? —preguntó Pharaun.
—Está más cerca —respondió Danifae— y no está gobernada por los vhaeraunitas.
Ella lanzó una mirada de inteligencia en dirección a Valas, y Pharaun esbozó una sonrisa
forzada.
—Estoy cansado —dijo el maestro de Sorcere—, de modo que me faltan fuerzas para
hablar en nombre de Valas. Él se debe a Bregan D’aerthe, joven señora, y su lealtad
pertenece a quien le paga. No creo que tengamos el problema de que nuestro guía nos eche
encima a los dioses. Si puede llegar a Sshamath, entrar y salir rápidamente, dejemos que
haga aquello para lo que ha sido contratado.
—Irá a Sschindylryn —intervino Quenthel con una voz tan apagada que Pharaun no
estaba seguro de haberla oído bien.
—¿Señora? —inquirió él.
—¿Me has oído? —dijo mirándolo finalmente. Ella mantuvo por un instante su heladora
mirada, y Pharaun no apartó la suya. Luego se volvió hacia Valas—. Sschindylryn.
Si el explorador pensaba oponer alguna resistencia, abandonó la idea de inmediato.
—Como deseéis, Señora —respondió Valas.
—Iré contigo —dijo Danifae, dirigiéndose a Valas, pero mirando a Quenthel.
—Puedo ir más rápido si voy solo —replicó el explorador.
—Tenemos tiempo suficiente —repuso la cautiva de la batalla, sin dejar de mirar a
Quenthel.
La suma sacerdotisa se volvió lentamente hacia Danifae. Sus heladores ojos rojos se
templaron a medida que pasaba la vista por las curvas de la chica. La prisionera de guerra
se inclinó más levemente que nunca, provocando una sonrisa de Pharaun, que estaba tan
impresionado como divertido.
—Sschindylryn… —evocó el mago—. Pasé por allí una o dos veces. Portales, sí, portales.
Es una ciudad llena de portales que lo pueden llevar a uno, en un instante, de un confín a
otro de la Antípoda Oscura… o a cualquier otra parte.
Danifae se volvió hacia Pharaun y le devolvió la sonrisa, impresionada y divertida.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Valas, que seguía ajeno a la más sutil y
silenciosa conversación dentro de la conversación.
Pharaun se encogió de hombros.
—Cinco días… o tal vez incluso siete. Yo tendré el barco aprovisionado con los víveres
necesarios para entonces.
—Puedo conseguirlo —respondió Valas—. Ajustadamente.
El explorador miró a Quenthel buscando una respuesta, y Pharaun suspiró para
expresar su frustración. También él miró a Quenthel, que golpeaba suavemente la cabeza
de una de las víboras de su látigo. La serpiente balanceaba la cabeza el aire cerca de la
suave mejilla de ébano de la sacerdotisa mientras las demás dormían. Pharaun tuvo la clara
impresión de que la serpiente hablaba con ella.
Un ruido atrajo la atención de Pharaun y vio a Jeggred que se revolvía incómodo. La
mirada del draegloth iba y venía de su tía a la serpiente. Pharaun se preguntó si sería capaz
de oír algún silencioso diálogo mental entre la suma sacerdotisa y su látigo. De ser eso
cierto, lo que estaba percibiendo empezaba a ponerlo nervioso.
—Te acompañará Danifae —dijo Quenthel, sin apartar la vista de la serpiente.
Si Valas estaba molesto no lo dejó traslucir. Se limitó a asentir con la cabeza.
—Partid cuando estéis listos —concluyó la gran sacerdotisa.
—Yo ya estoy preparado —respondió el explorador, tal vez con cierta precipitación.
La serpiente volvió la cabeza para mirar al explorador, que miró a los ojos negros del
animal con el entrecejo fruncido. Pharaun estaba fascinado con aquel diálogo, pero el
cansancio lo iba agotando a medida que se alargaba la conversación.
Quenthel se recostó para descansar sobre la amura de hueso del barco no muerto. La
última serpiente apoyó su cabeza sobre el muslo de la sacerdotisa.
—Entonces, Pharaun y yo nos sumiremos en la Ensoñación —dijo la Señora de la
Academia—. Jeggred se quedará de guardia y vosotros dos os pondréis en camino.
Danifae no se movió.
—Gracias, S… —dijo en voz baja.
Quenthel la cortó con un brusco movimiento de su mano, luego la gran sacerdotisa
cerró los ojos y se sentó muy quieta. Jeggred gruñó de nuevo, sordamente. Pharaun
también se preparó para sumirse en la Ensoñación, pero no podía evitar sentirse incómodo
por la forma en que el draegloth estaba mirando a su señora.
Danifae se deslizó sobre su petate mientras Valas miraba su propio equipo. La
prisionera de guerra caminó hacia Jeggred y pasó ligeramente su mano sobre la revuelta
cabellera blanca del draegloth.
—Todo va bien, Jeggred —le susurró—. Todos estamos cansados.
Jeggred se inclinó ante aquel suave contacto, y Pharaun apartó la vista. El draegloth dejó
de gruñir, pero Pharaun sintió que el semidemonio vigilaba todos los movimientos de
Danifae hasta que ésta, finalmente, siguió a Valas a través de un portal dimensional hecho
por el explorador y desapareció.
«¿Por qué Sschindylryn?», se preguntó Pharaun.
El responsable de que el mago se sumiese con incomodidad en la Ensoñación fue el
contacto apaciguador de la prisionera de guerra con el draegloth.
Capítulo 4
A poco menos de un kilómetro por debajo de las ruinas de la ciudad de Tilverton, corrían
dos elfos oscuros.
Danifae jadeaba tratando de mantenerse a la altura de Valas, pero sólo conseguía ir
unos cuantos pasos por detrás de él. El explorador avanzaba a un ritmo que estaba entre la
marcha y la carrera. A veces parecía que sus pies no tocaban los resbaladizos adoquines
que pavimentaban el túnel. Cuando habían emergido del último, en una vertiginosa
sucesión de puertas, Valas le había dicho que aún les faltaba recorrer más de la mitad del
camino hasta Sschindylryn, y que había pasado sólo un día. Danifae se admiró de la
habilidad del mercenario para moverse por la Antípoda Oscura, del mismo modo que había
censurado la manifiesta falta de ambición y de iniciativa de Valas. Parecía contento con su
situación de subordinado —explorador y recadero de Quenthel Baenre— y ese
conformismo era profundamente ajeno a Danifae.
Después de todo, recapacitó, Valas no era más que un varón.
El explorador se detuvo de repente, tanto que Danifae tuvo que hacer equilibrios para
no acabar sobre él. Pero la oportunidad de hacer una pausa y descansar la disuadió de
quejarse.
—¿Dónde…? —empezó a decir ella, pero Valas le hizo con la mano la indicación de que
guardara silencio.
A pesar de los años que llevaba como prisionera de guerra al servicio de la insensata e
irreflexiva Halisstra Melarn, Danifae no se había acostumbrado a que la hiciesen callar
cuando empezaba a hablar. El gesto represivo del explorador la soliviantó, pero se calmó
rápidamente. Valas estaba en su elemento, y si pedía silencio era porque las vidas de ambos
dependían de ello.
Se volvió hacia ella y Danifae se quedó sorprendida al no observar en su rostro ni rastro
de fastidio ni de irritación, a pesar de que la única palabra que ella había pronunciado
resonaba aún tenuemente en el estancado y gélido aire de la caverna.
Otro portal por delante, le dijo Valas por señas. Nos llevará lejos, casi hasta la puerta
oriental de Sschindylryn, pero es uno que no uso desde hace mucho tiempo.
Pero lo has usado antes, replicó ella en silencio.
Los portales, especialmente los que son como éste, explicó Valas, son como los charcos.
Atraen tu atención.
¿Sientes algo?, preguntó ella.
El sensible oído de Danifae no percibió ningún ruido ni su nariz, igualmente sensible,
notó otro olor que no fuera el del servidor y el suyo propio. Eso no significaba que
estuviesen solos.
En la Antípoda Oscura nunca estás solo, contestó Valas como si le hubiera leído el
pensamiento.
¿Qué es eso, entonces?, preguntó ella. ¿Podemos evitarlo? ¿Podemos matarlo?
Quizá no sea nada, respondió el explorador, probablemente no lo sea, y eso espero.
Danifae le sonrió. Valas inclinó la cabeza hacia un lado, sorprendido y confuso por la
sonrisa.
Quédate aquí, le indicó él, y no te muevas. Me adelantaré.
Danifae echó una mirada al camino por el que habían venido y luego miró en la
dirección que debían seguir. El túnel —de unos nueve metros de ancho por otros tantos de
alto— se adentraba en la oscuridad en ambas direcciones.
Si me dejas atrás… —Danifae lo amenazó por señas y con una mirada dura y fría.
Valas no se inmutó. Parecía estar esperando a que ella terminase.
Danifae volvió a echar una mirada, sólo por un instante, al túnel aparentemente
interminable que tenían por delante. Cuando se dio la vuelta, Valas ya se había ido.
Ryld pasó lentamente la piedra humedecida por el filo de Tajadora. La espada encantada
casi no necesitaba que la afilasen, pero Ryld se había dado cuenta de que le resultaba más
fácil reflexionar mientras realizaba las sencillas tareas de un soldado. La espada no tenía
signos visibles de poseer inteligencia propia, pero Ryld se había convencido hacía muchos
años de que Tajadora disfrutaba con las atenciones que él le brindaba.
Estaba solo en el cobertizo ruinoso y cubierto de hierbajos que compartía con Halisstra.
Los sonidos y los olores del bosque circundante lograban invadir incluso ese tiempo
personal que compartía con su espada y sus pensamientos. Ryld se sentía tan relajado bajo
aquel cielo infinito como no lo había estado nunca en la superficie y a la luz del día. Al
menos lo estaba cuando no tenía a Halisstra a su lado.
El maestro de Melee-Magthere estaba solo porque no había sido invitado al círculo con
el que Halisstra había acudido a reunirse. Los singulares y heréticos drows de la superficie
estaban planeando algo, y Halisstra y su nuevo juguete —la Espada de la Medialuna— eran
una parte importante de ello. Él había matado al furioso animal que lo había atacado, y pese
a los múltiples intentos de Feliane de explicárselo, él no podía entender por qué lo
convertía aquello en un proscrito. Además, Ryld sabía que no era ésa la única razón por la
que lo habían dejado de lado.
Se había sentado solo también porque, a diferencia de Halisstra, él no había rechazado a
la Reina Araña ni se había puesto abiertamente del lado de su rival desfigurada por el sol, la
Señora de la Danza. Ryld no entendía a aquella diosa frívola que tenían. ¿La Señora de la
Danza? ¿Acaso debían plantear sus vidas siguiendo un camino definido por la danza? ¿Qué
clase de diosa estrafalaria podía extraer, y mucho menos imponer, su poder de algo tan sin
sentido como la danza? Lloth era una señora cruel y caprichosa, y sus sacerdotisas
aceptaban su poder sin rechistar, pero era la Reina de las Arañas. Las Arañas eran
depredadores fuertes, ricos en recursos… eran supervivientes. Ryld se veía a sí mismo
como una araña. Las arañas no tenían clemencia, pero tampoco la pedían. Tejían sus redes,
cazaban a sus presas y vivían. Las arañas tenían sentido, tenían poder, y poder era todo lo
que necesitaba cualquier drow.
Aunque, al parecer, no todos.
No obstante, Ryld sabía que había una tercera razón por la que estaba allí sentado,
afilando su espada, mientras las hembras conspiraban, y esa razón era precisamente que él
no era una mujer. En Menzoberranzan, Ryld Argith gozaba de muy alta consideración y era
un guerrero muy respetado, un soldado con poderosos amigos y con muchas cualidades
que valoraban sus superiores. Llevaba una vida cómoda, manejaba algunos elementos
imbuidos de poderosa magia, entre ellos su gran espada, e incluso confiaban en él lo
suficiente como para ser miembro principal de la expedición en busca de su diosa. Pero, a
pesar de todo eso, Ryld Argith era varón y, por consiguiente, nunca dejaría de ocupar un
lugar secundario, y bien sabía que era probable que ni siquiera eso. Tendría a su mando a
otros varones, a otros guerreros, pero nunca a una mujer. Le pedirían su opinión, y en
ocasiones incluso la tomarían en cuenta, pero nunca decidiría. Sería un soldado —un
instrumento, un arma— pero jamás un líder. Eso ni en Menzoberranzan, entre las hijas de
Lloth, ni en el bosque calcinado por el sol, entre las sacerdotisas danzantes.
Tres razones para ser excluido, pensó Ryld, mientras que en casa sólo tenía la tercera.
Tres razones para volver a su casa, en Menzoberranzan.
Una razón para quedarse.
En las últimas horas de soledad que habían transcurrido con lentitud, Ryld había
pensado a menudo en volver a la Antípoda Oscura. Pharaun y los demás seguramente
habían seguido adelante, continuando con su búsqueda. Lo más probable era que se
hubieran olvidado del maestro de Melee-Magthere que había salido con ellos de la Ciudad
de las Arañas. Ryld no se hacía ilusiones sobre su valor para individuos como Quenthel
Baenre, y Pharaun había demostrado al menos una vez que la vida de Ryld era menos
importante que su propia conveniencia y aún menos que el bienestar del maestro de
Sorcere.
Con todo, Pharaun era predecible. Ryld conocía al mago y sabía qué esperar de él,
aunque eso fuera la traición. Pharaun era un elfo oscuro que no sólo respondía a la
naturaleza de los suyos, sino que además se regocijaba en ella. Con Quenthel Baenre
sucedía lo mismo, y por eso se irritaban tanto el uno al otro. Esos dos y los demás, incluido
el lacónico Valas Hune, eran como arañas: supervivientes predecibles, eficientes. Ryld se
consideraba a sí mismo un igual, y estar en compañía de los semejantes tenía un atractivo
indudable.
Hasta que pensó en Halisstra.
En sus años en Menzoberranzan, Ryld había disfrutado de la compañía de unas cuantas
hembras, pero como cualquier varón de la Ciudad de las Arañas, evitaba que las aficiones
arraigaran. Alguna que otra vez se había dado cuenta de que era un juguete, un
instrumento, un capricho pasajero, un intérprete, pero nunca hubiera usado una de esas
palabras de los elfos de la superficie, como «amante», «compañero», «amigo», «esposo».
Esas palabras no habían tenido sentido antes de Halisstra.
Por más que lo intentaba, no podía entender el ascendiente que tenía la primogénita de
la casa de Melarn sobre él. Incluso había recurrido a los poderes de Tajadora para
desactivar cualquier magia a la que ella pudiera haber recurrido para mantenerlo a su
lado… pero no había magia. No había hecho ningún conjuro, no había cantado ninguna
balada bae’qeshel, no había recurrido a ninguna poción para mantenerse tan estrechamente
unida a él. Ryld se daba cuenta de que ni siquiera había hecho o dicho nada muy diferente
de lo que había oído antes, aunque en el pasado esas cosas las decían en tono de burla o
incluso con una ironía fría y mordaz las drows que, en número aproximado de diez, lo
habían tenido.
Halisstra no había hecho otra cosa que sonreírle, sostener su mirada, tocarlo, besarlo,
mirarlo con miedo, con anhelo, con arrepentimiento, con dolor, con ira, con ausencia…
mirarlo con sinceridad. Ryld jamás había visto nada como aquello, ni en el rostro negro de
un elfo oscuro ni en las frías tinieblas de la Antípoda Oscura. La podía sentir cuando estaba
cerca, como si ella emitiera algún tipo de onda que sintonizara sus sentidos con los suyos.
Ella era simplemente Halisstra, y el maestro de Melee-Magthere reconocía, atónito, que con
eso bastaba. Su simple presencia era suficiente para apartarlo de una vida que era, y
seguiría siendo, todo lo gratificante que un drow varón podía esperar.
Allí estaba él, aguantando las mismas cosas, siendo como siempre el varón cuyo
vigoroso brazo manejaba la espada y sería llamado a servicio sin previo aviso, pero no era
digno de sentarse a la misma mesa.
La cuarta razón de que llevara solo todo el día, y que lo hubiera estado la mayor parte
del día anterior, se deslizó entonces en la mente de Ryld sin que él ofreciera resistencia,
pero sólo por un momento.
«Pretenden matarla», pensó mientras un escalofrío le recorría la columna vertebral y la
piedra que hasta ese momento se había movido de forma lenta y rítmica por la hoja de su
espada se detuvo de golpe. «Tienen pensado matar a Lloth».
Ryld cerró los ojos y respiró hondo para aquietar su corazón que de repente se había
desbocado.
Ésa era la razón por la cual habían enviado a Halisstra a recuperar la Espada de la
Medialuna, la razón por la cual las sacerdotisas eilistraeenas habían aceptado la presencia
evidentemente incómoda del maestro de Melee-Magthere, por petición de Halisstra. Y
había sido la razón por la cual Halisstra se había quedado y se había comportado con una
confianza y una compostura que no había visto… bueno, nunca entre los marginados de las
ruinas de Ched Nasad. Y era la razón por la cual Halisstra ya no temblaba de miedo, la razón
por la que ella se despertaba por la mañana y por la cual respiraba todo el día.
En nombre de Eilistraee, Halisstra Melarn tenía intención de asesinar a la Reina de la
Red Demoníaca de Pozos mientras dormía.
Ryld volvió a poner en movimiento la piedra de afilar mientras sonreía.
Pensó que tal vez ella se parecía más a una araña de lo que estaba dispuesta a admitir.
Valas acercó el cristal a su ojo izquierdo y exploró la estancia. Estaba de pie en las sombras,
en el borde de donde el túnel —un túnel de lava muy antiguo— desembocaba en la caverna
piramidal. El antiguo monasterio era evidente pese a su limitada visión. Contra la pared
norte del espacio con aspecto de catedral, a la derecha de Valas, había un semicírculo de
piedra de algo más de veinte metros de radio. La pared curva se elevaba más de sesenta
metros antes de terminar en una cúpula redondeada, unos nueve o diez metros más arriba.
En lo alto de las paredes había dos ventanales que tendrían de ancho la altura de Valas,
pero de unos veinticuatro metros de alto. Un ladrón habría tenido que trepar por la pared
de ladrillos hasta una peligrosa altura de treinta metros para poder deslizarse hacia el
interior. Entre las dos altas ventanas y a escasos metros de su base se veía un par de
pequeños y oscuros agujeros lo bastante altos como para que Valas pudiera pasar por ellos
sin agachar la cabeza. Por debajo de esos agujeros redondos una abertura oblonga se abría
hacia el interior oscuro como boca de lobo.
Las ventanas, los dos agujeros redondos y la abertura oblonga daban al monasterio en
ruinas el aspecto, evidentemente buscado, de una cara amenazadora.
En el borde superior de la boca se habían formado estalactitas que parecían colmillos
mellados, y el agua, al correr, había arrastrado durante siglos sedimentos que, al caer sobre
la cúpula, habían formado sobre el extremo de la gran cabeza un sombrero descentrado.
Valas no se atrevía siquiera a imaginar qué macabras ceremonias podrían haberse
celebrado ante esa cara gigantesca. Los siglos transcurridos desde que sus antepasados lo
habían abandonado habían sido poco caritativos con el edificio, pero Valas sabía que los
estragos del agua, el moho y los terremotos no habían afectado a la puerta que había en su
interior. Dos veces antes, aunque hacía de eso muchos años, Valas había trepado hasta la
lánguida y melancólica boca y había pasado entre dos pilares con runas talladas para
recorrer a continuación los trescientos kilómetros que había hasta la orilla noroccidental
del lago Thalmiir, apenas un paseo hasta Sschindylryn.
Valas sabía que no había sido el único que lo había utilizado.
Solía llevar colgado de su chaleco —una prenda encantada a la que Valas debía su paso
ágil y ligero y su rapidez de reacción— un cristal, junto con muchos otros artilugios
mágicos que había recogido a lo largo de su vida en los desiertos de la Antípoda Oscura.
Con ese cristal, el explorador era capaz de ver lo que los demás no veían, la mayor parte de
las cosas que por medios mágicos adquiridos o innatos eran invisibles.
Lenta y minuciosamente, Valas repasó la base de la gran cara y después el lado
izquierdo, siguiendo el estanque remansado de negras aguas que dividía en dos el suelo
circular de la caverna. Había una oquedad en la pared inclinada que tenía enfrente y otra
más pequeña —otro túnel de lava de dimensiones similares a aquél por el que había
venido— un poco más arriba y a la derecha. El explorador empezó a revisar el techo del
ruinoso monasterio cuando oyó a Danifae, que llegaba de forma nada sigilosa por el túnel
que tenía a sus espaldas.
Valas no interrumpió su metódico examen de la estructura. Sabía que Danifae podía
pasar de largo, tocándolo casi, pero sin verlo. Le había dicho que esperara, y si no había
atendido a su advertencia, allá ella.
Que pasara por encima de él, pensó. Que…
Valas se quedó paralizado cuando el cristal reveló la punta de lo que sólo podía ser una
garra apoyada sobre el techo del monasterio. Conteniendo la respiración, el explorador de
Bregan D’aerthe echó levemente hacia atrás la cabeza y repasó con el cristal, que mantenía
pegado al ojo izquierdo, el techo abovedado de la antigua cara.
La criatura que se había posado sobre las ruinas no era demasiado grande, al menos
para lo que suele ser un dragón. No más alta que el propio Valas, y con una envergadura de
aproximadamente el doble de su estatura, la bestia estaba cómodamente echada pero en
actitud de alerta. Aunque el cristal solía despojar de colores la escena, Valas sabía que el
monstruo era tan gris como se le presentaba a través del mágico artilugio. Incluso a través
del cristal se veía indefinido, borroso como si lo hubieran pintado con acuarela sobre la
gigantesca faz.
«Así es como te ocultas —pensó Valas—, camuflándote en la oscuridad».
Danifae pasó a su lado y se dirigió como si tal cosa a la boca del túnel de lava. Se detuvo
un momento, con una mano apoyada descuidadamente sobre la pared rocosa, y miró al
interior de la caverna. Valas se dio cuenta de que no había reparado en el dragón posado
encima de la cara, pero una rápida comprobación con el cristal le demostró que el dragón sí
la había visto a ella. Lentamente se irguió y dispuso sus alas para el vuelo.
Valas se deslizó hacia el interior de la caverna gracias, en buena medida, a su
entrenamiento y experiencia, pero no demasiado orgulloso de recurrir al poder de un anillo
encantado para hacerlo más rápido. La cota de malla de mithril amortiguaba cualquier
ruido que pudiera hacer al moverse y ayudaba a que sus pies encontraran apoyo seguro y
silencioso. Manteniéndose siempre en las sombras, casi sin rozar la piedra con los pies, sin
el menor reflejo de luz extraviada sobre el metal, Valas bajó la pendiente desde la
embocadura del túnel de lava y, siguiendo el borde en forma de cuenco del enorme espacio,
llegó hasta la negra oquedad que se abría al otro lado.
Echó alguna que otra mirada a la criatura, cuyo contorno apenas adivinaba en las
tinieblas de la parte superior de la caverna. También echó algún vistazo a Danifae que,
lentamente y con sorprendente gracia, descendía hacia el cuenco de la caverna mirando a
todos lados, hacia arriba. En ningún momento posó sus ojos ni en Valas ni en el dragón gris
como la piedra.
Danifae caminó lentamente hacia el borde del estanque mientras Valas descolgaba el
arco que llevaba a la espalda, colocaba una flecha y tensaba la cuerda.
La hembra se estaba ofreciendo en bandeja de plata a la bestia, y aunque Valas ardía en
deseos de dejar que pagara cara su necedad, le preocupaba Quenthel. La suma sacerdotisa
parecía haberle tomado cariño a la prisionera de guerra de los Melarn y la había tomado
prisionera sin la menor reflexión. Valas no quería averiguar qué podía pasarle por haber
dejado morir a la cautiva si acaso Quenthel tenía para Danifae algún plan de más largo
alcance que unos escarceos amorosos ocasionales.
—¿Valas? —llamó la hembra dirigiéndose hacia el interior de la oscura y silenciosa
caverna.
Nimor Imphraezl observaba desde lo alto mientras los duergars combatían a las arañas.
Guerreros drows —todos ellos varones— cabalgaban a los enormes arácnidos en la batalla.
Las arañas correteaban y se arremolinaban a su alrededor mientras los jinetes
permanecían montados muy erguidos en sus monturas. Los drows llevaban largas picas —
armas a las que no estaban habituados los duergars ya que las armas largas eran raras en
los confines de la Antípoda Oscura— y las ensartaban una tras otra antes de que los enanos
grises derramaran la sangre de los elfos oscuros.
Los jinetes estaban en desesperada inferioridad numérica frente a las hordas de
duergars que seguían asediando la ciudad de Menzoberranzan, que se desmoronaba
lentamente, y Nimor se resignaba con gusto a perder a unos cuantos enanos grises sólo por
ver combatir a los drows. Eran buenos, tenía que reconocerlo. Las arañas mataban a tantos
duergars como las picas, pero los jinetes mantenían en todo momento a las bestias bajo
control. En conjunto era una danza hermosa y sangrienta.
En el centro de los jinetes montados en arañas, un varón drow lucía una armadura del
más genuino mithril, que emitía un fulgor mágico. Iba armado con una pica como los
demás, pero todavía no la había utilizado. La sostenía en alto y llevaba en ella un estrecho
estandarte que flameaba en el frío aire de la Antípoda Oscura. A Nimor le llevó un instante
reconocer el escudo que blasonaba el estandarte. Los jinetes representaban a la casa
Shobalar, una casa menor, pero leal a los Baenre y reconocida en todos los asentamientos
de drows de la Antípoda Oscura por su caballería impecablemente entrenada. El elfo oscuro
que portaba el estandarte debía de ser su jefe.
Uno de los jinetes acabó con dos duergars de una vez, al ensartarlos de un solo golpe en
su pica. Es más, luego, con el peso de sus víctimas, derribó a otros tres. Nimor sonrió.
Había acudido a este túnel en particular después de haberle llegado por tres veces el
rumor de que había allí una actividad desacostumbrada. Los duergars se las habían
ingeniado para matar a un explorador menzoberranio apenas un día antes, e incluso los
rudos enanos grises habían admitido que otro drow se había introducido allí y había
logrado escapar. No era el acceso mejor defendido, y Nimor lo había vigilado con la certeza
de que los menzoberranios lo estaban poniendo a prueba.
Después de la muerte del explorador, Nimor había hecho que el príncipe real Horgar
enviara refuerzos, pero en número reducido. Nimor confiaba en que serían suficientes para
satisfacer a los drows, pero no para detener el avance. Nimor quería hacerlos salir a la luz,
y, como aristócratas arrogantes que eran, habían mordido el anzuelo.
Nimor estaba suspendido cabeza abajo, oculto por un conjuro de invisibilidad, su
piwafwi, otro conjuro que impedía que cualquiera que usase una magia similar lo
encontrara y otro que distraería la atención de sus enemigos en el improbable caso de que
miraran hacia él. Todo eso y la amenaza inmediata de los soldados duergars bastaban para
que pudiera observar con tranquilidad… esperar y observar hasta que el capitán de los
jinetes se incorporara a la refriega y pasara justo por debajo de donde él se encontraba.
Con un toque a un broche que llevaba el signo de Jaezred Chaulssin, Nimor se dejó caer
lentamente, todavía invisible a las miradas gracias a la magia. Mientras descendía, sacó su
daga, una daga muy especial, y cuando se posó sobre la araña, a pocos centímetros por
detrás del jefe de la caballería, le hizo un ligero corte en la nuca, en el espacio exacto que
quedaba entre el yelmo y el espaldarón.
El jinete sorprendido se dio la vuelta en su montura. Nimor, todavía invisible, rodeó el
cuello del drow con su brazo y colocó la daga envenenada sobre la garganta del guerrero.
El jinete no podía verlo, pero oía su voz que le susurraba al oído una pregunta.
—¿Cómo te llamas, Sholobar?
—¿Quién eres tú? —preguntó el guerrero. A modo de respuesta, Nimor volvió a hacerle
un corte, no demasiado profundo.
El drow emitió un gruñido y Nimor sintió que se cuerpo se ponía rígido primero, se
sacudía a continuación y por fin se estremecía.
—Sí —bisbiseó Nimor al oído del oficial condenado a una muerte lenta—, es veneno. Un
veneno muy, pero que muy refinado. Te paralizará, te obstruirá la garganta, te dejará los
pulmones sin aire y evitará que grites mientras te asfixias.
El drow farfulló algo con una voz que ya sonaba sofocada.
—Mi casa me vengará.
—Tu casa será quemada, capitán…
—Vilto’sat Shobalar —respondió el guerrero drow luchando contra la obstrucción de su
garganta—. De los Jinetes de las Arañas de la casa Sh…
Sin dejar de sonreír, Nimor mantuvo al drow erguido en su montura mientras se
asfixiaba. El Espada Ungida de Jaezred Chaulssin esperó a que el capitán Vilto’sat Shobalar
diera la última boqueada y sus ojos color magenta se pusieran vidriosos. Después levitó y
se apartó de la salvaje araña de guerra, ahora descontrolada.
El arácnido se puso hecho una furia y empezó a repartir mordiscos entre los duergars
primero y después entre otros de su misma especie. El jinete de la araña atacada se
concentró en proteger su montura del arácnido rabioso. Bastó un momento para que un
duergar de la infantería lo desnucase.
Nimor se encargó personalmente de otros ocho drows en los diez minutos que
siguieron, mientras el duergar acababa con tres. Por fin, el resto de los jinetes dio media
vuelta y huyó por el túnel hasta dejar atrás la línea de asedio y volver a Menzoberranzan.
No se llevaron nada, mientras que Nimor tenía a cuatro de sus arañas y a los drows
muertos.
Nimor dio órdenes de que acudieran más duergars a reforzar la posición, y de que
prepararan a los arácnidos para un viaje. A continuación se dirigió a su puesto de mando
con el cadáver del capitán Vilto’sat Shobalar.
Despojos de guerra.
Capítulo 5
Valas se dio cuenta de que Danifae no se había percatado del dragón que tenía detrás hasta
el momento en que su flecha desgarró la fina membrana del ala de la criatura. El ser alado
emitió un gutural ronquido, y eso, unido al ruido de la flecha cuando atravesó el tejido y al
espasmo en que acabó el ágil movimiento del dragón, fueron suficientes para que la
hembra percibiera que algo sucedía a sus espaldas y se volviera. Ese reflejo le salvó la vida
a Danifae.
Aunque el dragón se olvidó del blanco de su ataque, aterrizó pesadamente, y se deslizó
de lado. La habría derribado si ella no se hubiera apartado de un salto, lo que consiguió a
duras penas.
El dragón del portal se revolvió hacia donde había salido la flecha de Valas. De su boca
abierta chorreaba saliva, que, tras superar la barrera de sus dientes, caía en el suelo de la
cueva formando charcos humeantes. Valas vio un brillo de inteligencia en los ojos del
monstruo, fruto de siglos de vigilancia ante los portales mágicos de la Antípoda Oscura, y
también una ira fría, intensa.
El dragón lo buscó en la oscuridad, pero Valas sabía que no lo vería. No quería que lo
viera; era así de simple.
Detrás de la criatura, Danifae se puso de pie con dificultad mientras sacaba su estrella
matutina. Valas ya tenía dispuesta otra flecha y mientras se desplazaba por el borde de las
sombras, la colocó en el arco y tensó la cuerda. El dragón pareció responder a ese
movimiento llenando de aire sus pulmones. No podía ver a Valas, pero al parecer había
llegado a la conclusión de que sólo tenía que acercarse más. Era una conclusión que,
desgraciadamente, Valas encontraba inobjetable.
Después de tomarse un instante para apuntar, Valas disparó. El dragón exhaló, lanzando
al aire una nube ondulante de vapor verde y aceitoso que rugió y se expandió al abandonar
la boca del dragón.
Danifae atacó desde atrás con su estrella matutina, un arma encantada con el poder del
relámpago, y el dragón del portal hizo un violento movimiento hacia adelante. La flecha de
Valas penetró profundamente en el pecho de la criatura, tras encontrar el resquicio que
necesitaba entre dos coriáceas escamas. La piel blindada del monstruo se estremeció, sus
músculos se tensaron y, al cortársele la respiración, la nube dejó de salir, aunque el gas
exhalado avanzó hacia donde se encontraba Valas.
El explorador lo vio venir. Había sido lanzado más hacia él que sobre él, de modo que
retrocedió para evitarlo. No había forma de protegerse contra el gas tóxico, lo cual
contrarió a Valas. Todo lo que podía hacer era evitarlo. Pero sabía cómo hacerlo.
—Ocúltate entre las sombras si quieres, drow —dijo el dragón del portal con acento
sibilante en la baja lengua común. Su voz era fría y áspera, casi mecánica, y se propagó con
el eco por la elevada bóveda con un sonido como de cristal que se rompe—. No puedo
verte.
Acto seguido, se volvió hacia Danifae, que hacía molinetes con su estrella matutina, la
mirada fija en los ojos del dragón mientras retrocedía.
—Pero puedo verla a ella —añadió.
Danifae sonrió, y su expresión hizo que un escalofrío corriera por la espalda de Valas,
que se detuvo sorprendido y confundido.
Cuando la prisionera de guerra volvió a lanzar un trallazo de su arma encantada, el
dragón lo esquivó sin dificultad.
—¿Qué esperabas, lagarto? —preguntó Danifae al dragón—. ¿Pensabas que se iba a
revelar para salvarme? ¿Es el primer elfo oscuro con el que te encuentras?
Valas, que estaba a punto de sacar otra flecha, la dejó caer en su aljaba sin hacer el
menor ruido. Se colgó el arco al hombro y rodeó al dragón por detrás, pegado a la pared de
la caverna, hasta colocarse frente al gigante. Calculó rápidamente el número de pasos, el
número de segundos, y midió el ruido de fondo para la cobertura sonora.
—¿Elfos oscuros? —dijo el dragón—. Me he comido uno o dos a lo largo de mi vida.
Danifae volvió a tratar de hacer impacto sobre él y el animal le lanzó una dentellada.
Ambos se apartaron al mismo tiempo, lo que dejó sin efecto el mutuo ataque.
—Déjanos pasar —dijo Danifae con un tono imperativo que llamó la atención de Valas y
del dragón.
—No —respondió la criatura.
Danifae se adelantó con una rapidez de la que Valas no la hubiera creído capaz.
La estrella matutina alcanzó al dragón en el costado izquierdo, y Valas parpadeó
deslumbrado por el destello dolorosamente brillante de luz azulada. La candente
iluminación trazó dibujos en el aire que parecían telarañas resplandecientes. La bestia se
retrajo y volvió a rugir, evidenciando su ira y su dolor por la forma en que sus labios
dejaron los dientes a la vista.
Danifae retrocedió, haciendo molinetes otra vez con su arma. El dragón se agachó, y
Valas se detuvo y se quedó rígido. La bestia no se lanzó hacia ella, sino que levantó vuelo
con un ensordecedor batir de alas. En menos de un segundo había tomado altura suficiente
para desaparecer en las tinieblas de lo alto de la catedral.
Valas se adelantó y removió con los pies la gravilla. Danifae levantó la vista hacia él.
Corre a refugiarte en el túnel, dijo Valas usando el lenguaje de signos. ¡Rápido!
Danifae lo vio y sin molestarse siquiera en asentir se dio la vuelta y corrió. Valas volvió
a ocultarse en las sombras, se echó su piwafwi por encima de la cabeza y dando una
voltereta volvió a colocarse en un lugar donde nadie pudiera verlo.
Valas vio correr a la prisionera de guerra, sabedor de que ella no sería capaz de ver al
dragón del portal. Sacó otra flecha del carcaj sin hacer el menor ruido y la giró y torció unos
milímetros aquí, una pizca allá, de modo que la punta de acero no reflejara ninguna luz.
Respirando lentamente por la boca, el explorador de Bregan D’aerthe esperó, pero no por
mucho tiempo.
El sonido del batir de alas del dragón le llegó desde arriba, multiplicado por dos, luego
por cuatro o tal vez más… no era sólo efecto del eco.
«Cinco», contó Valas.
Protegido todavía por auras de invisibilidad y por la penumbra de la caverna tanto
tiempo abandonada, Valas avanzó.
Cinco dragones del portal se lanzaron desde las sombras en formación. Los dos más
alejados volaron hacia el centro y otros dos hacia los extremos. Aunque cambiaban sus
puestos mientras volaban, su objetivo era el mismo.
Danifae vaciló. Valas lo percibió en su paso. La cautiva los oyó y supo que podían volar
más rápido, varias veces más rápido que ella. Sin embargo, había que decir a su favor que
no se paró para mirar hacia atrás.
Los cinco dragones del portal eran idénticos en todos los detalles, y nadie que hubiera
viajado tanto como Valas se hubiera dejado engañar durante mucho tiempo. Sólo tres
golpes de ala. Valas supo qué eran.
No todos los artilugios que Valas llevaba estaban encantados, pero el pequeño objeto
ovoidal de bronce sí lo estaba, y Valas lo tocó mientras corría. El calor de sus dedos
despertó la magia y sólo fue necesario un pensamiento para activarlo. Sucedió sin un ruido,
y Valas no perdió un solo movimiento ni se reveló en modo alguno.
De repente, Danifae se detuvo y Valas se empezó a preguntar por qué.
Igualmente sorprendidos, los dragones del portal refrenaron el vuelo, aleteando hasta
hacer un alto que les hizo cruzarse los unos en la trayectoria de los otros y correr peligro de
chocar.
Danifae les sonrió mientras se preparaban para despedazarla con sus afiladas garras.
—Ahora con cuidado —dijo—. Mirad hacia atrás.
La mueca con la que respondieron las criaturas se dibujó al mismo tiempo en todas
ellas.
Valas dejó volar su flecha, y las cuatro imágenes conjuradas hicieron lo propio. El
pequeño objeto ovoidal, un recipiente para un conjuro, que había sido fabricado de forma
muy especial por un antiguo mago cuyos secretos se habían perdido hacía tiempo, había
cumplido su función, y por cada uno de los cinco dragones de portal había un Valas, y por
cada uno, una flecha.
El dragón podría haberlas oído o percibido de algún otro modo, o puede que su
curiosidad fuera más fuerte. La criatura giró en redondo y recibió la flecha en su ojo
derecho. Cuatro de las flechas desaparecieron de golpe en cuanto tomaron contacto con los
dragones falsos, y los dragones ilusorios también desaparecieron. Sólo quedaron una flecha
auténtica, un dragón auténtico y un ojo auténtico.
La fuerza del impacto hizo que la criatura se crispara y retrocediera un paso, aturdida.
Valas se dio cuenta de que el dragón podía verlo, en sus cinco versiones, con su único
ojo bueno.
—Te voy a comer vivo —dijo el dragón de portal con voz ronca— por esto.
Valas sacó su kukris, y lo mismo hicieron sus otras imágenes. El dragón, de cuyo ojo
derecho manaba sangre, ni siquiera se paró a arrancar la flecha que tenía clavada en él. En
lugar de eso atacó, con las alas hacia arriba, las garras extendidas y las mandíbulas abiertas.
Valas dio un paso hacia un lado, colocándose en el punto muerto de la visión del dragón.
Era evidente que la criatura nunca había combatido con un solo ojo y se dejó engañar por la
finta. Valas le lanzó dos rápidas estocadas y a cada una de ellas respondió la criatura con un
par de sonoros gruñidos.
El dragón lo atacó con una garra y Valas dio un paso hacia atrás y hacia el lado, dejando
que una de las imágenes se cruzara en su camino. La garra del dragón tocó el hombro de la
imagen. Cuando la garra llegó al abdomen del falso explorador, la ilusión había
desaparecido.
El dragón rugió frustrado mientras Valas volvía al ataque. La criatura se puso fuera de
su alcance retorciéndose y le lanzó una dentellada, peligrosamente cerca del auténtico elfo
oscuro. Cuando el único ojo del dragón se entrecerró y el fuego brilló en él, el explorador
supo que la bestia lo había localizado.
Con un ágil paso, Valas se colocó en el punto muerto del dragón, dio un paso atrás y
empezó a girar sobre sí para hacerle perder el equilibrio mientras sus imágenes
especulares se movían frenéticamente a su alrededor. El dragón eliminó a una con la garra
y de una dentellada hizo desaparecer a otra.
Valas vio cómo la imagen desaparecía y siguió con la mirada el cuello del dragón, que
pasaba frente a él, buscando resquicios, junturas o cualquier signo de debilidad en la piel
gruesa y escamosa del monstruo.
Encontró uno y clavó un kukri entre las escamas, atravesó la piel y llegó hasta la carne,
la arteria y el hueso que había debajo. Por la herida salió un torrente de sangre. El dragón
trató de atacarlo aunque casi no podía verlo. Mientras moría, todavía tuvo tiempo de dar un
zarpazo al último drow falso. El dragón empezó a derrumbarse, y Valas apenas tuvo tiempo
de esquivarlo. La estrecha cabeza se disparó como un látigo, y las fauces del dragón lo
golpearon en el hombro, chocando contra la armadura con ruido de metal y produciéndole
una magulladura en la piel.
El explorador se escurrió y, con una voltereta, se puso de pie, esgrimiendo los kukris
para defenderse.
No se produjo ningún ataque. El dragón del portal se desplomó en el suelo de la
caverna. La sangre brotaba con menor fuerza a medida que los latidos de su corazón se
hacían más lentos.
—Siempre supe… —suspiró el dragón moribundo—, que sería… un drow.
El dragón del portal murió con la palabra en la boca, y la idea hizo que Valas alzara una
ceja.
Se apartó de aquel asqueroso cuerpo y enfundó los kukris. No había ni vestigio de
Danifae. Valas no sabía si habría desandado, corriendo, todo el camino por el que habían
venido o si estaría oculta entre las sombras.
Con un encogimiento de hombros y una última mirada a la bestia, Valas se dirigió al
monasterio abandonado. Suponiendo que la prisionera de guerra de Melarn volvería en
algún momento a la caverna y al portal que era su objetivo, Valas trepó a la gran boca
deteriorada.
Dentro de la estructura semicircular había dos altos pilares exentos. Entre ellos no
había nada más que aire inerte. El interior estaba cubierto de sombras de las que salía el
hedor de la suciedad del dragón del portal.
Danifae lo esperaba entre los pilares, apoyada en un pie y con una mano apoyada en la
cadera.
—¿Está muerto? —preguntó.
Valas se detuvo a varios pasos de ella y asintió.
Danifae levantó la vista y paseó por los pilares de tierra.
—Y bien —dijo la cautiva—. ¿Es éste el portal?
Cuando volvió a mirar a Valas éste asintió una vez más.
—Tú sabes abrirlo —dijo sin la menor entonación interrogativa.
Valas asintió una tercera vez y Danifae sonrió.
—Antes de irnos —dijo ella sacando una daga de su sugerente cadera—, quiero recoger
algo de veneno.
Valas parpadeó.
—¿Del dragón del portal? —preguntó.
Danifae pasó a su lado, sonriendo, haciendo girar la daga entre los dedos.
—Esperaré aquí —dijo el drow.
Ella siguió su camino sin molestarse en responder.
Valas pensó que si sobrevivía, tal vez valdría la pena viajar con ella.
Pharaun pasó el dedo por algo que no estaba ahí el día anterior: una vena. El vaso
sanguíneo seguía una sinuosa trayectoria a lo largo de la barandilla de hueso del barco del
caos. A intervalos aleatorios se ramificaba en capilares más finos. La cosa toda, lenta y casi
imperceptiblemente, latía con un latido vital, cálido, al fluir la sangre por ella. Cuando
habían subido al barco demoníaco, la barandilla era de sólido hueso muerto. Después de
cinco días de encerrar allí a demonios menores y de alimentar con ellos al barco, éste
estaba cambiando. Estaba cobrando vida.
—¿Llegará a salirle piel? —preguntó Quenthel a sus espaldas.
Pharaun se volvió y vio a la suma sacerdotisa en cuclillas, examinando la cubierta del
modo que él había examinado la barandilla.
—¿Piel? —inquirió el mago.
—Estas venas que le están saliendo parecen tan frágiles… —dijo Quenthel con una voz
que parecía aburrida, distante—. ¿No se romperán si las pisamos?
—No lo sé —respondió Pharaun. Lo que quería decir era que no le importaba—. ¿En
qué cambiaría eso las cosas?
—Podría sangrar —dijo ella sin apartar los ojos de la cubierta—. Si puede sangrar,
puede morir, y si muere estando nosotros…
Pharaun se percató de que no había terminado la frase porque le daba miedo. Odiaba
que una suma sacerdotisa tuviera miedo. Las cosas no solían salir bien si empezaban así.
—No todo lo que sangra muere —replicó con una sonrisa forzada.
Ella levantó la vista y sus miradas se cruzaron. Pharaun pensó que estaría enfadada
cuando menos, quizá ofendida, pero ni una cosa ni la otra. No sabía qué podía estar
pensando.
—Me preocupa —dijo Quenthel tras una pausa— saber tan poco. Un barco como éste…
Debe de haber algo al respecto en el saber popular ¿no es cierto? ¿No estudiaste nada de
eso en Sorcere?
—Claro que sí —dijo Pharaun—. Lo he estado alimentando de forma continuada. He
amenazado al capitán y estamos casi listos para nuestra pequeña excursión interplanaria.
Sé lo que es y cómo funciona, o sea, que sé lo suficiente. ¿Le saldrá piel? Así será si quiere.
¿Se desangrará si tus zapatos cortan una vena? Lo dudo. ¿Se comportará exactamente igual
y en todos los casos para todos? Bueno, si lo hiciera no sería tan caótico ¿no te parece?
—Algún día —dijo Quenthel sin una pausa—, te haré coser la boca para que dejes de
hablar el tiempo suficiente para matarte en paz.
Pharaun rió entre dientes y se secó el sudor frío que le perlaba la frente.
—¿Por qué, señora? —inquirió con una sonrisa—. ¿De qué serviría?
—Porque te odio —fue la respuesta.
Pharaun no dijo nada. Siguieron midiéndose con la mirada unos segundos antes de que
la suma sacerdotisa se pusiese de pie y mirara en derredor.
—Me estoy aburriendo —dijo, sin dirigirse a nadie en especial.
«Lo que te pasa es que tienes miedo», pensó Pharaun.
—Yo me estoy enfadando —intervino Jeggred.
Tanto Pharaun como Quenthel miraron hacia donde estaba sentado el draegloth. El
semidemonio se dedicaba a desollar a una rata de forma lenta y metódica. El roedor estaba
vivo.
—Nadie te preguntó nada —dijo Quenthel con gesto desdeñoso.
—Mis disculpas, honorable tía —respondió el draegloth con un tono cargado de frío
sarcasmo.
—Valas y Danifae volverán pronto —dijo Pharaun—, y tendremos el barco listo cuando
lleguen. No tardaremos en ponernos en marcha, pero mientras tanto no debemos dejar que
el tedio de este maldito lago se nos contagie. No nos beneficiaría en nada tener una partida
de elfos oscuros que no hicieran más que pelearse.
—No es el lago lo que me aburre, mago —replicó Jeggred.
Pharaun desechó la primera media docena de respuestas que le vinieron a la mente,
pero su expresión delataba algo. Se veía en la mueca desdeñosa y divertida del draegloth.
—Sí —dijo por fin—. Bueno, aceptaré esa graciosa amenaza teniendo en cuenta de
quién viene, Jeggred Baenre. De todos modos, yo…
—¿Te callarás? —lo interrumpió el draegloth—. ¿Cerrarás de una vez esa maldita boca?
Jeggred lamió la rata moribunda, gimiente, desollada. Un hilo de sangre chorreó de sus
grises labios.
—No me gusta esto —dijo el semidemonio—. Este —dijo señalando con el mentón al
uridezu cautivo— está planeando algo. Nos va a traicionar.
—Es un demonio —respondió Quenthel sin inmutarse.
—¿Y eso qué significa? —preguntó el draegloth casi gritando.
—Significa —Pharaun respondió por ella— que es normal que nos traicione… o que lo
intente. Lo único seguro respecto de un demonio es que no se puede confiar en él. Tal vez te
anime saber que tú nos inspiras la misma desconfianza, amigo draegloth.
Pharaun había previsto alguna reacción a su comentario, pero no la que se produjo.
Jeggred y Quenthel cruzaron sus miradas, interrogándose el uno al otro con los ojos.
Sobrevino un largo silencio y fue Quenthel quien primero apartó la vista.
Jeggred parecía realmente decepcionado.
Capítulo 6
Aliisza se acurrucó junto a Kaanyr Vhok, mezclando sus largas trenzas de ébano con el pelo
gris del semidemonio.
—¿Has estado divirtiéndote con alguna dama durante mi ausencia? —susurró Aliisza
con la boca pegada al cuello de su amante.
El semidemonio resopló por la nariz y pasó una mano por la espalda de Aliisza. La
atrajo más hacia sí, hasta que sus pieles se tocaron. Aliisza sintió el intenso calor de su
cuerpo, mucho más intenso que el del elfo oscuro. Tan reconfortante y tranquilizador, tan
poderoso.
—¿Celosa? —preguntó Kaanyr Vhok en voz queda.
Aliisza se estremeció al ver el juego que se traía. Era una reacción extraña entre los
semidemonios que normalmente se cuidan mucho de expresar sus sentimientos.
—Jamás —susurró como respuesta, haciendo una pausa para pasar sus labios calientes
y húmedos por la piel de él—. Es sólo que me hubiera gustado compartirlo contigo.
Esperó a que los juegos continuaran, pero Kaanyr Vhok se limitó a reír entre dientes y a
separarse de ella, a lo que Aliisza respondió con un mohín de contrariedad, entrecerrando
los profundos ojos verdes y frunciendo el entrecejo.
Vhok le dedicó una extraña sonrisa y apoyó con suavidad un dedo sobre sus labios.
—No llores, querida mía —dijo—. Cuando esta descabellada guerra haya terminado
tendremos tiempo para juegos que incluso a ti te dejarán boquiabierta.
—¿Y hasta entonces?
Él retiró la mano y se dirigió hacia una pequeña mesa en la que había dispuesta una
bandeja con una frasca de cristal llena de fino brandy robada por diversión en el Puerto de
la Calavera, y un solo vaso.
—Hasta entonces —dijo Vhok, vertiendo un chorro del líquido color herrumbre en el
vaso—, tendremos que separarnos ocasionalmente para atender a nuestros asuntos.
—¿Cómo van esos asuntos?
—Menzoberranzan está sitiada —respondió el semidemonio— y lo estará durante
mucho tiempo, a menos que alguien se las ingenie para inyectar una dosis de inteligencia o,
me atrevería a decir, imaginación, en nuestros aliados, los enanos grises.
—No pareces muy esperanzado —dijo ella.
—Tienen tan poco ingenio como mal genio —replicó Vhok—, pero tendremos que
arreglarnos con lo que hay.
Se volvió a mirar a Aliisza, que sonrió, se encogió de hombros y se sentó, mejor dicho,
dejó resbalar su cuerpo en un sofá ricamente tapizado. Se movió seductoramente por él sin
separar los ojos del cuerpo del semidemonio. Su chaleco de cuero parecía rígido e
incómodo, pero caía sobre su piel con tanta gracia como ella sobre el sofá, obedeciendo a su
capricho, como su propia piel. La larga espada envainada que llevaba a la cadera se
adaptaba a la forma de la pierna.
Vhok iba ricamente ataviado, como de costumbre, con una lujosa túnica bordada de
estilo militar. De su costado colgaba una espada larga, y Aliisza sabía que, incluso en la
intimidad de sus propios aposentos, llevaba encima buen número de artilugios mágicos.
La tienda en la que se alojaban, detrás de las líneas de asedio, estaba revestida de
conjuros que impedían que nadie pudiese oír, ver o espiar. Aun así, Aliisza se sentía
expuesta.
—Ese lago —dijo, paseando la vista por los confines cubiertos de seda de la tienda— es
el lugar más aburrido que haya visto jamás, y eso que he pasado tiempo en las ciudades de
los duergars.
Vhok bebió un sorbo de brandy y cerró los ojos, saboreándolo. Aliisza hacía tiempo que
había superado el desaire de que no le ofreciera.
—Es una aterradora cueva gris —añadió Aliisza—. Quiero decir, el aire es realmente
gris. Es horrible. —Vhok abrió los ojos y se encogió de hombros, esperando a que
siguiera—. Han capturado al capitán —continuó la semisúcubo.
—¿Un uridezu? —preguntó el semidemonio.
Aliisza asintió, alzando una ceja ante una suposición tan extrañamente acertada.
—A veces —dijo Vhok—, creo que te olvidas de lo que soy.
—Nunca lo olvido —se apresuró a decir ella.
Kaanyr Vhok era un semidemonio, hijo de padre humano y madre demonio. Compartía
las cualidades más peligrosas de estos dos animales del caos.
Aliisza tendió una mano y se revolvió en el sofá.
—Vamos —dijo—, siéntate conmigo y te contaré todo lo que vi, hasta el último detalle.
Todo sea por la guerra.
Vhok apuró el brandy, dejó el vaso y cogió la mano que le ofrecía Aliisza. Su piel
aceitunada tenía un aspecto oscuro y untuoso contra la piel pálida de ella. No era tan oscura
como la de Pharaun, claro está, pero…
—Tengo la impresión —dijo el semidemonio dejándose caer en el sofá junto a su
demoníaca amante— de que esos drows están planeando un viaje.
—Mucho más que planeando —respondió ella.
—Se están pasando de tontos —replicó Vhok—. Es típico de los drows servir a una
señora caótica con una anarquía tan notoria. Siempre marcando el paso, con sus casas y sus
leyes y sus infantiles tradiciones. No es de extrañar que esa furcia de araña les haya vuelto
la espalda. Me sorprende que haya aguantado tanto tiempo sus tonterías.
Aliisza sonrió dejando ver una dentadura perfecta, dientes humanos que prefería para
las ocasiones íntimas. Había descubierto con el correr de las décadas que incluso Vhok
podía sentirse descolocado por sus puntiagudos colmillos.
Aliisza sonreía a menudo, casi tan a menudo como cambiaba el tamaño y la forma de sus
dientes para adecuarlos a su estado de ánimo.
—Creo que los subestimas —le advirtió—. Hay uno o dos drows interesantes. Si esos
interesantes se unen, pueden resultar peligrosos.
Vhok respondió con un gruñido.
—Supongo que debería disculparme por haberte hecho venir del Lago de las Sombras
antes de que pudieras ponerte en contacto con ese mago tuyo. Fue imperdonable por mi
parte.
La semisúcubo se acercó más a él y dejó que su lengua jugueteara con la puntiaguda
oreja de Vhok. Él permaneció quieto. Su respuesta trascendió lo físico y Aliisza sintió que se
ruborizaba.
—Nos vas a meter en problemas —le susurró el semidemonio al oído— con tus flirteos
indebidos.
—O haré que ambos triunfemos —replicó ella— con los debidos.
Vhok asintió, y Aliisza trató de interpretar esa respuesta. Pensaba que estaba satisfecho
con ella, al menos por mostrarse tan discreta, incluso en el interior de la tienda protegida
contra conjuros.
Empezó a desabrocharle la guerrera, provocándolo con cada lento y sinuoso
movimiento de sus dedos, con cada uno de los cuales lo iba despojando de la ropa. Aliisza
sabía qué podía esperar de Kaanyr Vhok sin ropa. Aunque según todas las apariencias el
marqués era un semielfo de mediana edad del Mundo de Arriba, con el pecho, los brazos y
las piernas cubiertos de escamas verdes, la carne del demonio era un espectáculo al que
pocos habían sobrevivido.
—Van en busca de esa araña ramera —dijo Vhok, ayudando con sus movimientos a que
ella lo despojara de la guerrera.
—¿Pretenden despertarla? —preguntó Aliisza centrando su atención en las escamas
relucientes que cubrían el ancho pecho de Vhok.
—Pretenden llegar hasta su pegajoso pequeño trono —respondió el semidemonio—, o
hasta su pequeña y pegajosa cama… o hasta su pequeña y pegajosa tumba, y despertarla de
su sueño. ¿Dices que han estado alimentando el barco?
—Con una dieta constante de manes —respondió ella hablándole al oído.
Vhok asintió mientras empezaba a despojar a Aliisza de sus ropas.
—¿El mago? —preguntó.
—Pharaun —respondió ella.
—Entonces puede hacerlo —decidió Vhok—. Nada menos que un maestro de Sorcere,
con el capitán cautivo.
—Pueden llegar hasta la Red Demoníaca de Pozos —dijo Aliisza—, pero ¿crees que
podrán despertarla?
—No —respondió una tercera voz.
Los dos se pusieron de pie y en menos de lo que se tarda en pensarlo estaban
empuñando sus espadas. Las hojas, idénticas hasta en los menores detalles, casi bullían de
energía mágica. Se colocaron espalda contra espalda, una posición defensiva más instintiva
que aprendida.
Aliisza no veía a nadie, pero podía sentir la tensión en el cuerpo de Vhok. Había
aprendido a conocer bien sus emociones, y lo que ahora percibía no era miedo sino ira.
Siguió explorando la estancia hasta que se presentó una figura.
—Nimor —suspiró Aliisza.
—Ha sido una decisión peligrosa —dijo Vhok a la sombría figura del drow asesino— la
de presentarte aquí sin anunciarte.
—Puedes creerme —replicó Nimor— si te digo que nada más lejos de mi intención que
convertirme en un mirón cualquiera. Como tú mismo dijiste, lord Vhok, hay cuestiones a las
que atender. Además, no me «he presentado».
Vhok devolvió la espada, una hoja a la que llamaba Sangre Ardiente, a su vaina y se
apartó de Aliisza. Con movimientos lentos y estudiados recogió su guerrera y se la volvió a
poner, cubriendo la piel escamosa que tan pocas veces dejaba a la vista.
Nimor plegó sus delgados labios en una sonrisa seca y divertida. En esa reacción hubo
algo que intranquilizó a Aliisza… más de lo que era normal en presencia del asesino.
—¿Qué asunto te trae por aquí en este momento, Espada Ungida? —inquirió Vhok.
—Esa expedición drow, por supuesto —replicó el asesino—. ¿Han encontrado un barco
del caos y pretenden hacer una visita a su diosa durmiente?
El asesino miraba a Aliisza esperando una respuesta. Ella enfundó su espada y volvió a
tenderse en el sofá, sin apartar en ningún momento los ojos del elfo oscuro. La semisúcubo
no se molestó en volver a cerrar los corchetes de su corpiño.
—Hay pocos motivos para pensar que lo van a conseguir —dijo Vhok.
—¿Tú piensas lo mismo, Aliisza? —preguntó Nimor.
—Entre ellos se encuentra un mago que tal vez pueda manejar el barco —dijo ella
encogiéndose de hombros—. Lo conocí en Ched Nasad poco antes del fin, y me pareció muy
capaz.
—Ah, sí —dijo Nimor—, Pharaun Mizzrym. Podría ser el próximo archimago, según
tengo entendido, es decir, si su nombre fuera Baenre.
—Podrían hacerlo —dijo Vhok.
Nimor respiró hondo.
—Hay mil cosas que podrían salir mal entre el Lago de las Sombras y el Abismo —
dijo—, y mil cosas que podrían salir mal entre el borde del Abismo y el plano sexagésimo
sexto.
—¿Qué encontrarán allí, Nimor? —preguntó Aliisza con auténtica curiosidad.
Nimor sonrió y Aliisza sintió un escalofrío al ver su expresión feroz.
—No tengo la menor idea —respondió.
—¿Si encuentran a Lloth? —preguntó Vhok.
—Si encuentran a Lloth —dijo Nimor—, y está muerta, entonces podemos disponernos
a un asedio tan largo como sea necesario. Menzoberranzan está perdida. Si ella duerme y
consiguen despertarla o es que ella no les está haciendo el menor caso y consiguen
recuperar su favor… bueno… en ese caso nos plantearía una dificultad.
—¿Cómo podemos saber con qué se encontrarán? —preguntó el semidemonio.
—No podemos —respondió Nimor.
El elfo oscuro se cruzó de brazos y agachó la cabeza. Sus facciones se volvieron más
oscuras y tensas mientras pensaba.
—Que vayan, pero… —estuvo a punto de sugerir Aliisza, pero no llegó a terminar la
frase.
—Envía a alguien con ellos —terminó Nimor por ella.
—Los Agrach Dyrr están solos —dijo Triel Baenre—. Solos y asediados.
Gomph asintió, pero sin mirar a su hermana. Lo tenía cautivado la vista de
Menzoberranzan. La Ciudad de las Arañas se extendía ante ellos, envuelta en un fuego
feérico, magnífica en su caos, en su naturaleza perversa… una cueva convertida en hogar.
—Bien —replicó Gomph Baenre—, pero no supongas que se van a dar por vencidos así
como así. Tienen sirvientes y aliados que les son fieles y que compensan su falta de
inteligencia con su superioridad numérica.
Desde la posición que ocupaban en un alto mirador en el borde exterior de una de las
agujas más occidentales del complejo de la casa Baenre, Gomph tenía una visión
panorámica de la ciudad subterránea. El palacio de los Baenre estaba contra la pared
meridional de la enorme caverna, sobre el segundo nivel de una gran repisa rocosa. Era la
primera casa, y su posición por encima del resto de la ciudad era algo más que simbólica.
—Puede que lo hayan apostado todo a los enanos grises —dijo Andzrel Baenre—, pero
no hay ningún elfo oscuro en Menzoberranzan que luche en su bando.
Gomph se volvió hacia la izquierda y miró en dirección al oeste, a través de la
altiplanicie de Qu’ellarz’orl. Tenía ante sí la alta torre estalagmítica de la casa Xorlarrin, y
más allá el grupo de estalactitas y estalagmitas que daba cobijo a los traicioneros Agrach
Dyrr. Destellos de fuego y relámpagos, obra de los formidables y numerosos magos de los
Xorlarrin, zigzagueaban por tierra y aire en torno a la residencia de los Dyrr. El lichdrow
que era el jefe de la casa rebelde estaba escondido dentro, en algún lugar, y sus magos
respondían con fuego y truenos. Gomph sentía la presencia de su hermana Triel y del
maestro de armas Adzrel detrás de él, pendientes de sus palabras.
—Es como si me hubiera marchado hace mucho, mucho tiempo —dijo Gomph con voz
controlada pero cuidadosamente modulada para transmitir a su hermana su enorme
decepción por el estado de la guerra.
Podía sentir la tensión de Triel a sus espaldas y cómo a continuación se sacudía sus
palabras.
—Y así ha sido —dijo Triel, con un tono ácido—, pero no nos paremos a lamentar los
fracasos cuando todo lo que amamos corre tan grave peligro.
Gomph se permitió una sonrisa y echó una mirada de reojo a su hermana, que lo
observaba con los brazos cruzados muy apretados contra el cuerpo, como si tuviera frío.
Volvió a evaluar la situación de estancamiento que rodeaba toda la base de Agrach Dyrr y
observó con satisfacción lo bien que veía con sus nuevos ojos. El dolor y la visión borrosa
casi habían desaparecido, dejando a Gomph con la irónica sensación de disfrutar de la caída
de la casa Agrach Dyrr con un par de ojos Agrach Dyrr.
—Sin embargo, no todas las casas están a nuestra disposición ¿verdad? —preguntó.
—Sigue siendo Menzoberranzan y nosotros seguimos siendo elfos oscuros —dijo Triel
con un suspiro—. Las casas Xorlarrin y Faen Tlabbar están decididamente con nosotros.
Faen Tlabbar trae consigo a la casa Srune’lett, que tiene una poderosa alianza con la casa
Duskryn. De las casas menores podemos confiar en Symrywin, Hunzrin, Vandree y
Mizzrym.
—¿Y eso es todo? —preguntó Gomph tras una pausa.
—Es posible que Barrison Del’Armgo todavía tenga ascendencia sobre Oblondra —
replicó Triel—. Siguen siendo leales a Menzoberranzan, y luchan, pero tienen su propio
consejo.
—Y sus propios aliados —añadió Gomph.
—Por suerte, no —corrigió Triel, obviamente complacida por demostrar que su
hermano estaba equivocado y por el hecho de que aquella poderosa casa mantuviera su
independencia—. Las demás casas menores siguen siendo neutrales y ofrecen a la ciudad
sus medios defensivos. Es mejor un vecino elfo oscuro al que odies que un duergar en el
cargo que sea.
—O un tanarukk —añadió Gomph.
—O un tanarukk —corroboró su hermana.
Gomph volvió a centrar su atención en la ciudad. Había muy pocos drows en la calle y el
archimago podía ver columnas de soldados marchando, algunos a paso redoblado, por las
callejas serpenteantes.
—La ciudad se ve tranquila —comentó.
—La ciudad —intervino Andzrel— está bajo un duro asedio.
A Gomph el comentario le sentó fatal, pero sabía que no era cuestión de matar al
mensajero, al menos no ese caso.
—Estamos rodeados por todas partes, pero combatimos —continuó el maestro de
armas— y seguiremos haciéndolo. Nuestras fuerzas dominan Qu’ellarz’orl y están tratando
de dar apoyo a la casa Hunzrin en el norte de Donigarten.
—El asedio de Agrach Dyrr —intervino Triel— es, en gran medida, el de la casa
Xorlarrin, y da la impresión de que lo tienen bien controlado.
—¿Está muerto el lichdrow? —preguntó Gomph.
Hubo una pausa durante la cual ni la matrona madre ni el maestro de armas se
molestaron en responder.
—Entonces podrían tener una mano más firme —concluyó el archimago.
—Faen Tlabbar —continuó Andzrel tras aclararse la garganta—, además de bloquear la
retirada de Agrach Dyrr por el oeste, guarda los accesos sudoccidentales al Dominio Oscuro
desde la Telaraña hasta el extremo occidental de Qu’ellarz’orl. Se enfrentan a la mayor
concentración de enanos grises, asistidos por la casa Srune’lett. Faen Tablar también apoya
los esfuerzos de la casa Duskryn para mantener las cuevas del norte de la Grieta del Oeste.
—Vaya —dijo Gomph con tono irónico—, los de Faen Tlabbar son impresionantes.
—Lo son —coincidió Triel—, y Srune’lett y Duskryn no necesitan más pruebas. Si los
Faen Tlabbar pensaran en traicionarnos, se llevarían consigo por lo menos a esas dos casas.
—De toda la Antípoda Oscura ¿por qué precisamente ellos iban a hacer eso? —bromeó
Gomph.
Triel se rió, y el maestro de armas carraspeó.
—¿Y las casas menores? —preguntó Gomph.
—Symrywin ayuda a Duskryn por encima de la Grieta del Oeste —dijo Andzrel.
—Otra probablemente esté del lado de Ghenni, en caso de tener que decidir —comentó
Triel.
Gomph se encogió de hombros.
—Si defienden Menzoberranzan ahora —dijo—, que hagan planes para después. Si
sobrevivimos, sobreviviremos como primera casa.
—En eso coincido contigo, archimago —dijo Andzrel.
Gomph se volvió a mirar al guerrero y paseó una mirada glacial por sus facciones
ásperas y su deteriorada armadura de guerra.
—Por supuesto que sí —dijo el archimago con una voz que era casi un susurro.
Andzrel bajó la vista y después miró a Triel, que se limitó a sonreírle.
—La casa… —empezó el maestro de armas, evidentemente convencido de que era
menos arriesgado seguir dando el parte que respaldar al poderoso archimago. Carraspeó y
siguió—: La casa Hunzrin se encuentra muy presionada contra las fuerzas de la Legión
Flagelante en el norte de Donigarten. Vandree se mantiene firme contra los duergars al sur
de la Grieta del Oeste. Mizzrym apoya en la medida de sus posibilidades los esfuerzos de
Xorlarrin contra Agrath Dyrr, y también envían patrullas al bosque de los hongos, donde
han encontrado al extraño espía.
—¿Entonces los tannaruks están sobre todo en el este? —preguntó Gomph.
—Como era previsible, archimago. —El maestro de armas se arriesgó—. Marcharon
desde más abajo de la Torre de la Puerta del Infierno, que está al este de nosotros. Los
duergars son de Gracklstugh.
Gomph dejó escapar un resoplido por la nariz.
—Nunca pensé que viviría para ver el día —murmuró Triel—. Gracklstugh…
—Los tanarukks son enemigos más formidables —siguió Gomph, como si no hubiera
oído a su hermana—. Dime quiénes, además de la casa Hunzrin, les oponen resistencia.
—Barrison Del’Armgo combate de forma satisfactoria en el sur de Donigarten —
respondió Andzrel— contra la mayor concentración de la Legión Flagelante.
—Mez’Barris tendrá sus héroes —suspiró Triel.
—¿Al norte? —preguntó Gomph.
—También Barrison del’Armgo, con la ayuda de la Academia, resiste en la Grieta de la
Garra —replicó el maestro de armas—, sobre todo al este, hacia Eastmyr. Allí hay pocos
duergars. Ha habido noticias de incursiones de ilitidas, en el este, desde más allá de los
Caminos Serpenteantes.
—Los desolladores perciben la debilidad —dijo Gomph—. Son carroñeros. Nos
hostigarán cuando puedan y desaparecerán cuando no puedan. Algunos de ellos pueden
resultar… irritantes, pero esperarán a que seamos más débiles, si nos dejamos debilitar,
antes de aparecer en número importante.
Ni Triel ni Andzrel arriesgaron el menor comentario al respecto.
—¿Y las demás casas? —preguntó Gomph.
—Se protegen —respondió Triel—. Patrullan las inmediaciones de sus fincas, ayudan a
mantener la paz en las calles, y yo diría que esperan órdenes.
—Bien —dijo Gomph—. Estoy seguro de que pronto lo sabremos con certeza. De todos
modos, me gustaría contar con mayor número de aliados dentro de nuestra propia ciudad.
—Tier Breche está con nosotros —dijo Triel—, aunque creo innecesario tener que
decírtelo. En ausencia de Quenthel, Arach-Tinilith sólo responde ante mí. Sé que has hecho
bien al devolver el poder a Sorcere, y Melee-Magthere siempre luchará si una sola espada
se alza contra la Ciudad de las Arañas.
—Supongo que los mercenarios los has pagado con tu oro —dijo Gomph.
Triel se encogió de hombros.
—El contrato de Bregan D’aerthe ha sido prorrogado, aunque el Abismo sabe dónde ha
estado Jarlaxle. Será necesario hasta el último diente de oro de los duergars para volver a
llenar nuestras arcas cuando todo esto acabe, pero mientras tanto, los de la casa Bregan
D’aerthe actúan como infiltrados y como exploradores, y están movilizando fuerzas por
toda la ciudad para controlar y apoyar a las casas menores.
—Gran parte de lo que te hemos contado hoy, archimago —terció Andzrel—, proviene
de los partes de Bregan D’aerthe.
—Bien por ellos —mintió Gomph.
—Menzoberranzan resistirá —declaró Andzrel.
—Pero no para siempre —añadió Triel.
—Ni por mucho tiempo —dijo Gomph.
Se produjo un largo silencio. Gomph pasó ese tiempo observando el chisporroteo de la
valiosa magia de guerra que se empleaba contra la casa Agrach Dyrr.
—¿Qué quedará? —preguntó Triel después de un rato.
—Madre matrona, archimago —dijo Andzrel—, en mi opinión, la mayor amenaza
proveniente del interior de la ciudad ya no es Agrach Dyrr, sino Barrison Del’Armgo.
Gomph alzó una ceja y se volvió hacia el maestro de armas.
—Incluso considerando que no tienen de su lado a ninguna de las casas menores —
prosiguió el guerrero—, son la mayor amenaza contra el poder de la primera casa. La
madre matrona Armgo ya está haciendo ofertas a muchas de las casas menores,
especialmente Hunzrin y Kenafin.
—Y —intervino Gomph acabando la frase de Andzrel— podrían hacerse con
Donigarten.
—Nuestra fuente de alimento —añadió Andzrel.
Gomph sonrió al ver que a Triel se le ponía la cara casi gris.
—Vaya, bueno, cada cosa a su tiempo —dijo el archimago—. Barrison Del’Armgo
responderá por su ambición sólo después de que haya acabado con una insurrección más
abierta.
—¿Dyrr? —Triel no tenía necesidad de preguntar.
—Es hora de que nuestro viejo amigo, el lichdrow, muera otra vez —replicó Gomph—,
esta vez para siempre.
Capítulo 7
Danifae contó los guerreros que tenía ante sí: ocho armados con lanzas y otros doce con
ballestas, detrás de ellos. Danifae esperó.
—Bienvenidos a la Ciudad de los Portales —dijo uno de los lanceros mientras sus ojos
de color rojo sangre pasaban rápidamente de Danifae a Valas—. Si hacéis intención de
coger un arma o empezáis a formular un conjuro, os mataremos antes de lo que dura un
suspiro.
Danifae lanzó al varón una sonrisa y se sintió gratificada al ver que su mirada se
demoraba en ella. Si Valas hubiera pensado en atacar, ése habría sido el momento. No lo
hizo, de modo que Danifae se encontró en situación de tener que volver a confiar en él.
—¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? —preguntó el guardia—. ¿Qué os trae a
Sschindylryn?
—Soy Valas Hune —respondió el explorador.
Hizo una pausa y lentamente se llevó la mano al cuello de su piwafwi. Cuando apartó un
poco la prenda, los ojos del guardia se fijaron en algo. Danifae estaba segura de que tenía
que ser la insignia de la empresa de mercenarios a la que pertenecía Valas.
—Vengo aquí para reaprovisionarme. Dadnos un día para reunir lo que necesitamos y
emprenderemos el regreso.
El guardia asintió y miró a Danifae.
—¿Y tú? —inquirió—. Tú no pareces una Bregan D’aerthe.
Danifae acompañó su respuesta de una risita juguetona.
—Soy Danifae Yauntyrr. ¿Y tú?
El guardia quedó descolocado con la pregunta.
—Es una prisionera de guerra al servicio de la primogénita de la casa Melarn —
respondió Valas por ella.
Danifae sintió que la piel se le erizaba por la rabia reprimida. ¿Qué clase de explorador
daba semejante información? ¿O acaso pretendía ponerla en su sitio recordándole que ella
no era libre y él sí?
El guardia esbozó una sonrisa más bien lasciva y miró rápidamente a Danifae de arriba
abajo.
—¿Melarn? —dijo—. Nunca oí ese nombre.
—Una casa menor —respondió Valas, ganándole otra vez por la mano a Danifae—. Fue
destruida junto con las demás durante la caída de Ched Nasad.
El guarda volvió a mirarla.
—Eso significa que ahora eres libre ¿no?
Danifae se encogió de hombros y no dijo nada. Ella, a diferencia de Valas, no estaba
dispuesta a revelar información. Lo que menos necesitaba era que alguien se enterara de
que había venido a Sschindylryn para abordar esa cuestión de una vez por todas.
—No queremos problemas con Bregan D’aerthe —dijo el guardia a Valas—. Consigue
tus provisiones y vete. Los menzoberranios no son populares por aquí.
—¿Y cuál es el motivo? —inquirió Valas.
Los guardias se relajaron visiblemente, y la mitad de los arqueros bajaron sus ballestas
y dieron un paso atrás. Los lanceros apoyaron las lanzas en el suelo, pero seguían en actitud
de alerta.
—Dicen que la culpa es vuestra —respondió el guardia.
—¿Y de qué se nos culpa? —demandó Danifae mientras se preguntaba por qué se
identificaba como menzoberrania cuando ni siquiera había estado en esa ciudad.
—Se dice —aclaró el guardia— que un menzoberranio mató a Lloth.
Valas rió con notorio desdén.
—Sí, bueno… —prosiguió el guardia—. Eso es lo que se dice.
—Por aquí —le indicó Valas a Danifae volviendo la cabeza.
La cautiva asintió, recogió sus pertenencias y pasó junto a los guardias siguiendo al
explorador hacia la ancha puerta abierta que daba al interior de la ciudad. Al pasar, Danifae
dirigió al capitán de la guardia un guiño. El varón se quedó boquiabierto, pero consiguió
cerrar la boca antes de que fuera tarde.
Cuando estuvo segura de que los guardias no podrían oírla, Danifae se acerco más al
explorador de Bregan D’aerthe. Valas evitó el contacto con ella. Danifae, tomando buena
nota de su reacción, se inclinó hacia él. Soltando más aire caliente del que era necesario, le
habló al oído en voz baja e incitante.
—No voy a ir contigo —le dijo a Valas.
—¿Por qué no? —inquirió él, imitando el volumen pero no el tono provocador de
Danifae.
—Nunca me gustó ir de compras —replicó ella—, y tengo mis propios recados que
hacer.
Durante un instante, Danifae pensó que Valas se iba a oponer o que iba a tratar de
sonsacarle más información.
—Muy bien —dijo el explorador—. Tengo una forma de llamarte cuando sea hora de
marcharnos.
—Y yo una forma de no hacerte caso si no estoy lista —respondió ella.
Valas no dijo nada, pero Danifae estaba segura de que esa vez había conseguido
traspasar su impenetrable armadura. Se dio media vuelta y se metió entre la muchedumbre
que pasaba por la estructura aportalada, semejante a un templo, que rodeaba la puerta. En
cuestión de segundos se había perdido en la ciudad extraña, dejando atrás al explorador.
La ciudad de Sschindylryn estaba contenida en una oquedad en forma de pirámide
excavada en la dura roca a una distancia insondable por debajo de la superficie de Faerun.
La pirámide tenía tres lados, cada uno de más de tres kilómetros de largo, y el vértice
estaba tres kilómetros por encima del suelo. Unos hongos bioluminiscentes crecían en
colonias en torno a las lisas paredes exteriores, otorgando a toda la ciudad una
fantasmagórica luz ambiental de una tonalidad amarillenta. Los drows que habitaban en
esta ciudad lo hacían en casas de piedra y de ladrillo, cosa nada habitual en las ciudades de
los elfos oscuros, construidas en filas escalonadas. Las lindes exteriores de la ciudad eran
en realidad trincheras excavadas en el suelo de piedra de la pirámide. En el centro se
elevaba una especie de enorme zigurat. Ningún túnel conectaba la caverna con el resto de
la Antípoda Oscura. Sschindylryn estaba herméticamente cerrada. Aislada. Salvo por las
puertas, y había miles de ellas.
Las había por todas partes. Sólo en las primeras manzanas Danifae contó una docena de
ellas. Conducían a todos los rincones de la Antípoda Oscura, al Mundo de Arriba, puede que
incluso a los planos que estaban más allá y a otros lugares. Algunas estaban abiertas al
público, puestas allí por no se sabe quién. Otras eran para fines comerciales, ofreciendo
transporte a alguna otra ciudad drow o emplazamientos de comercio de las razas inferiores
por un canon. Y todavía había otras que tenían carácter secreto y sólo podían usarlas unos
cuantos elegidos. Las bandas controlaban algunas, los vendedores ambulantes controlaban
otras, mientras que los clérigos mantenían bajo su autoridad un centenar.
Con los que más se cruzó Danifae por las estrechas calles fue con otros elfos oscuros, y,
al igual que ella, todos parecían ir a lo suyo. No reparaban en ella, ni ella en los demás.
Mientras avanzaba fue tomando conciencia de que se encontraba en una ciudad extraña,
sola, buscando a un solo drow que lo más probable era que estuviera procurando
La casa Agrach Dyrr había sido parte de la escena política de Menzoberranzan durante más
de cinco mil años. Sólo la casa Baenre la superaba en antigüedad.
Durante la mayor parte de ese tiempo, las casas Baenre y Agrach Dyrr habían
mantenido una relación muy estrecha. Por supuesto que nunca existió confianza entre
ambas, pues eso era algo que sólo se daba en sus formas más rudimentarias en la Ciudad de
las Arañas, pero existían ciertos acuerdos. Compartían intereses y objetivos. Agrach Dyrr
había desempeñado su papel en la jerarquía de la ciudad. Iba a la guerra con la ciudad, se
defendía contra las casas rivales, destruía a alguna de vez en cuando según lo aconsejaban
las necesidades, y en todo seguía los dictados y los caprichos de la Reina de la Red
Demoníaca de Pozos.
A la madre matrona Yasraena Dyrr le gustaba el dolor. Le gustaba el caos y contaba con
las bendiciones de Lloth. Cuando todo vestigio de ello hubo desaparecido, las cosas
cambiaron.
Desde su palacio en la ancha bancada de Qu’ellarz’orl, el lichdrow Dyrr había resistido
junto con su nieta mucho más joven y había visto cómo la ciudad se volvía contra ellos.
Bueno, eso no era del todo exacto, el lichdrow lo sabía. Había sido él quien se había vuelto
contra la ciudad, y lo había hecho según un cálculo preciso y minucioso. Había tomado la
decisión final, como siempre lo había hecho en las ocasiones de extraordinario peligro y
más provechosas. Yasraena hacía lo que se le ordenaba, aunque en ocasiones se le hacía
creer que era idea suya y otras simplemente se le daba una orden.
La mayor parte de las veces, la joven madre matrona gobernaba tanto la casa como
cualquiera de las matronas de la ciudad. Sin embargo, cuando realmente contaba, el
lichdrow tomaba el mando.
El palacio de la casa Agrach Dyrr era un círculo de nueve estalagmitas gigantes que
salían del rocoso suelo de Qu’ellarz’orl, rodeado de un foso seco atravesado sólo en un
punto por un puente ancho y defendible. En el centro del círculo de estalagmitas, detrás de
un muro cuadrado de piedra que era obra de un conjuro, estaba el templo de la casa.
Aquella enorme catedral era algo más que un símbolo para los drows de la casa Agrach
Dyrr: era una proclamación sincera y apasionada de su fe en la Reina Araña.
Sin embargo, en los últimos meses el templo se había vuelto tan silencioso como la
diosa en cuyo honor se había levantado.
—Lloth nos ha abandonado —dijo el lichdrow.
Estaba de pie, a la entrada del templo. Cien metros delante de él, su nieta estaba de
rodillas frente al negro altar, en silencio, con los ojos fijos en una enorme y estilizada
representación de la diosa que había en lo alto. El ídolo pesaba varias toneladas y había
sido configurado mediante magia divina a partir de los mil más preciosos materiales que
podía ofrecer la Antípoda Oscura.
—Nosotros la hemos abandonado —replicó Yasraena.
Las voces de ambos se propagaron por la enorme estancia.
El lichdrow se acercó a ella levitando, casi rozando con los pies el suelo de mármol. Ella
no se volvió.
—Bueno —dijo el lichdrow—, ¿qué podía esperar?
La madre matrona dejó pasar la broma sin comentario.
—El puente se sostiene —informó Dyrr con cierto aburrimiento en la voz—. Según
agentes de Sorcere, Vorion fue capturado y después asesinado. Todavía queda por
averiguar si dijo algo.
—Vorion… —suspiró la madre matrona.
Había tomado a Vorion por esposo apenas unos años antes.
—Mis condolencias —dijo el lichdrow.
—Tenía unas cuantas cualidades admirables —respondió la madre matrona—. Bueno,
al menos murió defendiendo la casa.
Dyrr empezaba a cansarse, de modo que cambió de tema.
—Gomph ha recuperado la vista.
—Vendrá a por nosotros —dijo Yasraena.
—No, vendrá a por mí —la corrigió el lichdrow.
La madre matrona suspiró. Seguramente sabía que él tenía razón. La sacerdotisa,
despojada de su conexión con Lloth, todavía era una fuerza con la que había que contar.
Tenía experiencia, era cruel y fuerte, y había tenido acceso a los almacenes de la casa de
artilugios, artefactos y pergaminos mágicos; pero, enfrentada al archimago de
Menzoberranzan, era poco más que una molestia. Si Gomph venía, vendría a por el
lichdrow, y si Agrach Dyrr sobrevivía, sería el lichdrow el que la salvaría.
—Supongo que puedes contar con tus nuevos amigos —dijo la madre matrona.
—Mis «nuevos amigos» tienen sus propios problemas —respondió Dyrr—. Están
sitiando la ciudad, pero Baenre y las demás casas han mantenido muy bien sus posiciones
en las entradas al Dominio Oscuro.
—Nos tienen encerrados en nuestro palacio como a ratas en una trampa —dijo la
madre matrona.
Dyrr rió y su risa sonó amortiguada y forzada bajo la máscara. El lichdrow casi nunca
permitía que le vieran la cara. Yasraena era una de los pocos a los que se mostraba, pero
tampoco muy a menudo. Aunque no lo estaba mirando, él mantenía la pose de apoyarse en
su bastón. La farsa de la edad avanzada y la debilidad física se habían convertido para él en
una segunda naturaleza, y había llegado a mantenerla incluso cuando nadie lo miraba. Su
cuerpo, liberado de las servidumbres de la vida desde hacía un milenio, respondía de la
misma manera que el día en que había muerto y resucitado.
—No empieces a creer en nuestro propio engaño, nieta —dijo Dyrr—. No todo ha salido
como lo habíamos planeado, pero no todo está perdido y todavía no estamos atrapados. Se
suponía que debíamos permanecer en la ciudad, y aquí estamos. Aquí nos tienes a los dos,
en nuestro propio templo, sin que nadie nos moleste. Hemos perdido soldados y a nuestro
extraño consorte y primo, pero seguimos vivos y nuestros activos siguen intactos en su
mayor parte. Nuestros «nuevos amigos», como tú los llamas, tienen a la ciudad bien sitiada,
y muchas de las casas se niegan a intervenir en la contienda o al menos a participar
decididamente. Todo lo que tenemos que hacer es seguir presionando, seguir presionando,
y así ganaremos tiempo. Reconozco que es un contratiempo que Gomph haya escapado a
mi pequeña trampa y no dejo de preguntarme cómo lo consiguió, pero te aseguro que será
la última vez que subestime al archimago de Menzoberranzan.
—¿Lo subestimaste —preguntó ella— o es que te venció?
Sobrevino un momento de silencio entre ellos mientras Yasraena seguía con la mirada
fija en la imagen de Lloth, y Dyrr esperaba en muda protesta.
—Ese asesino… —dijo por fin.
—Nimor —completó Dyrr.
—Sé que no confías en él —añadió ella.
—Por supuesto que no —respondió el lichdrow con una risita seca—, pero es leal a su
causa.
—¿Y cuál es esa causa? —preguntó la madre matrona—. ¿La caída de Menzoberranzan?
¿La destrucción del matriarcado? ¿El abandono absoluto del culto a Lloth?
—Lloth se ha ido, Yasraena —dijo Dyrr—. El matriarcado ha funcionado, pero como
todas las cosas del pasado, es probable que no sobreviva a la desaparición de la Reina
Araña. Por supuesto que la ciudad resistirá. Resistirá bajo mi mano firme e inmortal.
—¿La tuya —preguntó ella— o la de Nimor?
—La mía —respondió el lichdrow con absoluta convicción.
—Debería estar en la ciudad —añadió Yasraena antes de que la pausa se volviera
demasiado significativa—. Nimor y sus amigos duergars deberían estar aquí. Cada día que
pasa, Baenre y Xorlarrin nos van ganando terreno. Poco a poco, es cierto, pero poco a poco,
durante el tiempo suficiente y…
Dejó la frase inconclusa y por toda respuesta Dyrr se encogió de hombros.
—Si esperabas hacer esto sin Gomph de su lado —preguntó Yasraena—, ¿qué harás
ahora que ha vuelto?
—Como ya dije —respondió el lichdrow—, lo mataré. El vendrá a por mí y yo estaré
preparado. Cuando llegue el momento, le saldré al encuentro.
—¿Solo? —La preocupación era evidente en su voz.
El lichdrow no respondió. Ni uno ni otra se movieron y el templo permaneció silencioso
Había venido por algo de comida y algunos elementos secundarios. Podían beber el agua de
Lago de las Sombras, pero les vendrían bien unos cuantos pellejos más para almacenarla.
En circunstancias normales, nada podía ser más fácil para alguien tan viajado como Valas
Hune.
Circunstancias normales.
Esas palabras habían perdido todo significado.
—Eh —gruñó el gnoll levantando su pesada hacha de guerra para que Valas pudiera
verla—. Haz cola, drow.
Valas miró al gnoll a los ojos, pero el otro no se amilanó.
—Todo el mundo guarda cola —insistió con tono áspero.
Valas respiró hondo y mantuvo las manos a los lados del cuerpo.
—¿Está Firritz aquí? —preguntó.
El gnoll pestañeó, sorprendido.
Valas sintió que otros ojos se fijaban en él. Unos drows, otros duergars y varios
representantes de unas cuantas razas menores miraron hacia él. Aunque seguramente
estarían contrariados, impacientes por tener que hacer cola mientras Valas pretendía
saltársela, ninguno de ellos dijo nada.
—¿Cómo es que…? —musitó el gnoll entrecerrando los ojos—. ¿Cómo es que conoces a
Firritz?
Valas esperó a que el gnoll se convenciera de que no iba a decir nada más. Le llevó unos
segundos.
Echando una mirada a la fila, cada vez más inquieta, el gnoll le dijo que lo siguiera.
Valas no sonrió ni habló ni miró a los demás. Siguió al gnoll en silencio a lo largo de toda
la cola y después a través de una cortina llena de moho hacia una gran estancia de techo
incómodamente bajo. El espacio estaba tan atiborrado de sacos, cajas y barriles que casi a
primera vista Valas vio un envase de cada una de las cosas que había ido a buscar. Un solo
drow encorvado por la edad ocupaba una mesa en el centro del almacén. Frente a él se
apilaban una docena de diferentes tipos de monedas. El gnoll lo señaló con un movimiento
de cabeza y Valas se acercó al comerciante.
—Firritz. —La voz del explorador fue repetida por el eco.
El viejo drow ni siquiera se volvió a mirarlo. Siguió contando lentamente una pila de
monedas de oro y después escribió el total en un pergamino que tenía sobre la mesa. Valas
esperó.
Pasaron unos diez minutos y en ese tiempo el gnoll abandonó el almacén tres veces y
tres veces volvió. Cada vez que volvía parecía un poco más perplejo. Valas no movió un solo
músculo.
Por fin, cuando el gnoll había salido otra vez, Firritz levantó la cabeza y echó una mirada
a Valas.
—Ése es aproximadamente el tiempo que hubieras tenido que esperar en la cola —dijo
el viejo drow con voz aflautada y esforzada—. Veamos ¿qué puedo hacer por ti?
—Recuerda que has hecho esperar a Bregan D’aerthe —dijo Valas.
—No me amenaces, Valas Hune —dijo Firritz—. La reputación de Menzo ha dejado de
ser tan impresionante. He oído algo de enanos grises. ¿Por qué no estás defendiendo la
madre patria?
—Yo voy a donde me lleva el dinero —dijo el explorador—. Igual que tú.
—El dinero ya no me lleva a Menzoberranzan ¿no es cierto?
—Bregan D’aerthe todavía tiene crédito aquí —dijo Valas—. Necesito provisiones.
—¿Crédito? —dijo Firritz—. Esa palabra implica que tu señor tiene intención de pagar
su deuda. La deuda se va acrecentando cada vez más, año tras año, y no veo nada. Es
posible que las cosas hayan cambiado mucho ¿no te parece?
—Respira hondo —dijo Valas.
El viejo se lo quedó mirando. Así permanecieron un instante hasta que finalmente
Firritz respiró hondo y soltó el aire lentamente.
—Así están las cosas —terminó Valas—, y necesito algunas provisiones.
—Nada mágico —dijo Firritz frunciendo el entrecejo—. Todo el mundo ha estado
adquiriendo artilugios mágicos… y por el doble o el triple del valor de mercado.
—Necesito alimentos —replicó el explorador—, pellejos y unas cuantas cosas más.
—¿Tienes un lagarto de carga?
—No —Valas acompañó la negación de una sonrisa—, de modo que necesitaré algo en
qué llevarlo todo. Algo mágico.
Firritz barrió la mesa con el brazo, desparramando las monedas por el suelo con un
tintineo repetido por mil.
—Alimentos, Firritz —dijo Valas—. El tiempo se ha convertido en un problema para mí.
Capítulo 8
Danifae podía sentir el Vínculo y también podía sentir a Halisstra. A pesar de los muchos
miles de metros de roca que las separaban, estaban conectadas.
Sintió que se le erizaba la piel.
Cuanto más se alejaba del centro de la ciudad, tanto mayor era la proporción de
población no drow que encontraba por la calle. Fue un gran alivio cuando después de
soportar las observaciones lascivas de un trío de hobgoblins llegó a su destino.
Nunca había estado antes en Sschindylryn ni había visto aquella estructura en
particular, pero había ido hacia ella sin dudarlo. No había tomado ninguna calle equivocada
ni preguntado a nadie.
Danifae estaba frente a una compleja estructura de ladrillos de barro y losas de piedra
dispuestas en una especie de colmena o de termitero. Por encima de la ancha puerta, lo
bastante ancha como para permitir el paso de un lagarto de carga y un carro de tamaño
normal, colgaba una losa de piedra negra que llevaba tallado un complejo dibujo. El
símbolo contenía rastros inconfundibles de la cresta de Yauntyrr, aunque algo plegado
sobre sí, vuelto hacia adentro, pervertido.
Danifae se obligó a recordar que, pasara lo que pasase, la casa Yauntyrr había
desaparecido. La integridad de su heráldica ya no debía preocuparla, ni a ella, eso era
indudable, ni a nadie más.
Entró. La entrada de Zinnirit, al igual que la puerta de mayor tamaño por la que habían
entrado en la ciudad, era en su mayor parte espacio abierto sobre el nivel de la calle.
Parecía que había espacio para otro piso, o incluso dos, más arriba, probablemente la
residencia privada de Zinnirit, pero el centro del establecimiento estaba en aquella única
estancia hundida.
Había tres puertas, cada una de ellas un círculo de piedras interconectadas de nueve
metros de diámetro. No se veía a través de ellas ninguna luz mágica relumbrante. Las tres
estaban oscuras, inactivas.
—Zinnirit —llamó Danifae.
Su voz reverberó en el espacio vacío. No hubo respuesta inmediata. Hacía ya rato que
Danifae había perdido la noción del tiempo, y mientras llamaba al antiguo mago de la casa
una vez más se dio cuenta de que tal vez había llegado en medio de su Ensoñación.
No le importó.
—¡Zinnirit!
Un leve rumor de pies que se arrastraban respondió a la tercera llamada de Danifae. El
sonido era inconfundible, pero difícil de situar en el enorme espacio reverberante. A pesar
de los ecos, Danifae tuvo la nítida sensación de se trataba de más de un par de pies. No
contó el número exacto… tal vez media docena… y se acercaban.
Danifae sacó su estrella matutina y la balanceó sobre su lado derecho.
—Zinnirit —llamó una vez más—. Muéstrate, viejo tonto.
Otra vez el rumor de pasos fue la única respuesta.
Vio una sombra que se balanceaba en el límite de su campo visual saliendo de la
profundidad en sombras del portal. Danifae reaccionó con un pensamiento, sin vacilación
ni duda, invocando una capacidad de las que estaban imbuidos todos los drows de alta
alcurnia.
Cinco figuras cobraron vida con una luz purpúrea y relumbrante. El fuego feérico
bordeó sus cuerpos y los destacó sobre la penumbra del fondo. Las figuras avanzaron
lentamente hacia ella sin hacer el menor caso al fuego feérico.
Medio segundo después de haber percibido el hedor se dio cuenta de lo que eran.
Eran zombis: muertos vivientes de lo que en apariencia habían sido humanos, aunque a
Danifae no le interesaba llevar a cabo un concienzudo examen físico.
—Zinnirit… —dijo en voz baja, irritada.
Uno de los zombis tendió una mano hacia ella y de sus labios corrompidos, cuarteados,
salió un callado gemido, doloroso.
Por toda respuesta, Danifae se mantuvo erguida, enarcó una delicada ceja y estiró su
mano de dedos finos.
—Deteneos —dijo.
Los zombis se detuvieron.
—Ya basta —dijo con voz perfectamente calma, equilibrada.
Los zombis, de un color morado muy vivo, se volvieron torpemente, tropezando los
unos con los otros, y se apartaron de la prisionera de guerra.
Ahora se movían un poco más rápido que durante la maniobra de aproximación.
—Bien —dijo una voz firme y masculina. Esa única palabra fue multiplicada por mil por
el eco en el espacio del portal.
Danifae bajó la mano y la apoyó en la cadera.
—Se suponía que no deberías haber podido hacer eso —dijo la voz, más baja, pero más
próxima.
Danifae siguió el eco hasta su origen y vio otra sombra con forma de drow en el límite
de la oscuridad.
—No había necesidad de fuego feérico —dijo él acercándose más para que Danifae
pudiera verlo.
—Zinnirit —dijo la cautiva con una ancha sonrisa en el rostro—. Qué gusto volver a
verte, viejo amigo.
El anciano drow avanzó unos cuantos pasos más, aunque mantuvo una distancia no
desconfiada sino respetuosa.
—Te llevaron a Ched Nasad —dijo el mago—. Oí que Ched Nasad se había venido abajo.
—Así fue —respondió Danifae.
—Venero a Lloth tanto como cualquier drow —dijo el mago—, pero te puedes guardar
los edificios hechos de telaraña. No los quiero para nada.
—No fue ése el problema —respondió Danifae—, aunque, por supuesto, a ti te importa
un bledo lo que pueda haber pasado con Ched Nasad.
—Veo que todavía me conoces demasiado bien —dijo.
—Tanto como tú a mí.
—No es fácil, lo sabes —dijo el viejo mago acercándose unos pasos más—. Lo que
quieres hacer no es algo que simplemente… se hace desaparecer.
Zinnirit parecía diferente. Danifae comprobó sorprendida lo encorvado, delgado y
marchito que se lo veía. Parecía un humano, o un goblin. Tenía muy mal aspecto.
—Veo que has adoptado las maneras de tu nuevo hogar —señaló Danifae indicando con
un gesto la vestimenta exótica del mago.
—Así es —respondió—. Es bueno para los negocios, ya sabes. No asusta tanto a los
vecinos como la vieja armadura de púas.
—Sabes a qué he venido —dijo Danifae—, y sé que sabías que venía. ¿Los zombis eran
para asustarme?
—En realidad, otro toque de teatralidad —explicó el mago—. Los drows y las razas
menores se sienten atraídas por un poco de necromancia. Me hace parecer más serio,
supongo.
—Supiste que estaba en Sschindylryn en el momento mismo en que atravesé el portal
—dijo la cautiva.
—Sí, es cierto.
—Entonces pongámonos a ello.
—Las cosas han cambiado, mi querida Danifae —dijo Zinnirit—. Ya no soy el mago de la
casa de tu madre, sometido a los caprichos de sus malcriadas hijas.
—¿Esperas que te pague? —preguntó Danifae.
—¿Esperas que lo haga por nada?
Danifae frunció en entrecejo como respuesta. El gesto apenas perceptible hizo que el
mago desviara la vista. Ella respiró hondo y se concentró en el rincón de su mente en el que
residía el Vínculo.
—Sé por qué has venido —insistió Zinnirit—. Siempre está ahí ¿no es cierto?
Danifae pensó que no había razón para mentir.
—Lo está. Ha estado ahí cada segundo desde caí en manos de la casa Melarn.
—Es un ensalmo insidioso que te liga… —dijo el viejo drow—. Te liga de un modo que
sólo un drow es capaz de imaginar. Mientras el Vínculo se mantenga, nunca serás libre. Si tu
señora…
—Halisstra Melarn.
—Si Halisstra Melarn muere, tú también —continuó el mago—. Si ella te llama, allá vas.
Sin cuestionamientos, sin vacilaciones, sin elección. Te guste o no, no puedes levantar tu
mano contra ella, ni siquiera para suicidarte. El Vínculo no permitirá que tu cuerpo se
mueva de un modo que pueda traer aparejada la muerte de tu señora.
—Lo entiendes bien —susurró Danifae—, pero no del todo. En muchos sentidos el
Vínculo me alimenta. Ese conjuro me mantiene viva, vital, me mantiene alerta, vigilante y
ávida de aprender. Ese conjuro y mi deseo de que desaparezca es la razón de mi vida.
Danifae vio que el miedo cruzaba por los ojos del mago.
—No fuiste el único miembro de nuestra casa que fue llevado a Ched Nasad —dijo—.
Después de aquella incursión, la que destruyó el reducto, la que destruyó a la familia, otros
fueron apresados por las casas de Ched Nasad, y los demás fueron dispersados por un gran
espacio de la Antípoda Oscura. Pocos vivieron, de todos modos, unos pocos y preciados
seres.
—Zinnirit Yauntyrr llegó a Sschindylryn —continuó Danifae por él—, y le fue bastante
bien aquí. Eso no me sorprendió. Tú eras un mago con talento. Nadie como tú para
teletransportarse. Eras el maestro. Y la teletransportación no era lo único en lo que
destacabas.
»Estás dispuesto, te conozco.
—¿Qué harás cuando seas libre? —preguntó el mago.
Danifae sonrió y se acercó. Podían tocarse con sólo levantar la mano.
—Está bien —dijo el mago con un suspiro—. No necesito saberlo ¿verdad?
Danifae no respondió. Permaneció a la espera.
—Tendré que tocarte —dijo el mago.
Danifae asintió y se acercó más aún, tan cerca que podía oler el aliento del viejo mago:
canela y hierba de pipa.
—Te va a doler —dijo el mago antes de que su mano tocara a la cautiva. Le colocó las
yemas de los dedos índice y medio sobre la frente. Su tacto era seco y fresco. Unas extrañas
palabras brotaron de su boca, probablemente fuera dracónico, pero ella no lo entendía.
Después de un minuto largo, dejó de hablar y bajó la mano. Sus ojos de color rojo
anaranjado quedaron prendidos en los de la joven. Danifae no apartó la vista, por más que
quería hacerlo.
—Dime —musitó el mago— que quieres acabar con ello.
—Quiero que termine —dijo Danifae. A ella misma su voz le sonó demasiado alta,
demasiado aguda—. Quiero liberarme del Vínculo.
Aún no había abandonado sus labios la última sílaba cuando sintió una tensión en el
pecho, después en las piernas, en los brazos, en los pies, en las manos, en el cuello, en la
mandíbula, y también en cada uno de los dedos de manos y pies. Todos los músculos de su
cuerpo quedaron agarrotados y como si estuvieran a punto de desgarrarse debajo de la
piel. Podría haber gritado, pero tenía la garganta cerrada. Sus pulmones pugnaban por
expulsar el aire encerrado en ellos a través de la garganta atascada, atravesando sus
agarrotadas mandíbulas y los dientes apretados. El dolor la cegó.
Después, todo pasó.
El cuerpo se le aflojó de forma tan rápida y absoluta que cayó. Sintió náuseas y se le
nubló la vista. Empezó a lagrimear y a moquear, y a punto estuvo de orinarse.
Eso también pasó.
Cuando logró ponerse de pie, temblaba. Logró dominar el cúmulo de emociones que la
asaltaron, todo, desde la humillación hasta la furia homicida, con un solo pensamiento.
—Ahora soy libre.
Se pasó la manga por la boca y se apartó de su propio vómito. Zinnirit la siguió,
tendiendo la mano para sujetarla por si volvía a caerse, pero ella rechazó su contacto y él
parecía igualmente reacio a tocarla.
—No puedo sentirla —dijo Danifae al darse cuenta de que la conexión se había roto
realmente.
—Ella tampoco te sentirá a ti —dijo el mago—. Es probable que crea que has muerto…
dondequiera que esté.
Danifae asintió y se rehízo. Una parte de sí quería gritar de gozo, danzar y cantar como
pudiera hacerlo cualquier elfo de la superficie, pero no lo hizo. Todavía necesitaba una cosa
más de Zinnirit. La prisionera de guerra convertida ahora en una drow libre trató de
contener las lágrimas que asomaban a sus ojos y miró las manos del viejo mago.
Zinnirit llevaba muchos anillos, pero Danifae buscaba uno en particular, y lo reconoció
de inmediato. En el dedo índice de la mano izquierda de Zinnirit había un cintillo de platino
y uno de cobre entrelazados con una delicada inscripción en dracónico.
—Lo has guardado —dijo.
Él la miró entrecerrando los ojos y sacudió la cabeza.
—Ese anillo —explicó ella—… el anillo de mi madre.
Zinnirit asintió, no muy seguro.
—Lo encantaste para ella ¿verdad? —preguntó Danifae.
Zinnirit volvió a asentir.
—Fuera a donde fuese —musitó Danifae—, ese anillo la devolvería a casa, a su cámara
privada en la casa Yauntyrr, en la lejana Eryndlyn. Recuerdo que lo usó en una ocasión,
cuando estábamos en Llacerellyn. El anillo nos llevó a ambas a casa cuando una vaga
amenaza se convirtió en un intento de asesinato y alguien envió un elemental tras ella.
»¿Nunca lo has usado? ¿Nunca has tratado de volver?
—Allí no hay nada —respondió el mago con demasiada rapidez—. Nada a que volver.
Volví a sintonizar el anillo hace años para que me trajera de vuelta aquí.
—De todos modos ¿alguna vez tuviste necesidad de usarlo? —preguntó la joven—.
¿Alguna vez te trajo de vuelta desde alguna cueva distante?
Zinnirit negó con la cabeza.
—¿Jamás traspasaste tus propias puertas?
El viejo drow volvió a negar con la cabeza.
—No tengo ningún sitio adonde ir —dijo.
Danifae ladeó un poco la cabeza y esbozó una pequeña sonrisa.
—Pobre —musitó—. Todos estos años… tan solo. Esperando una última oportunidad de
servir a una hija de la casa Yauntyrr.
Danifae estiró la mano y cogió la de Zinnirit. El mago se estremeció al sentir su contacto,
pero no se desasió. Ella acercó la mano del anciano a sus labios y la besó. Pensando que
acababa de vomitar en el suelo, Zinnirit frunció algo los labios ante su gesto, pero no lo
rechazó. Danifae apretó la mano del drow contra su mejilla. Ya estaba más tibia, menos
seca.
—Querido Zinnirit —dijo en voz queda mirando al viejo mago a los ojos—. ¿En qué te
has convertido?
—Tengo mil años —replicó el mago—. Por lo menos, creo. No tengo una casa, sólo estas
tres puertas y el magro peaje que consigo cobrar. Soy un extraño en una ciudad extraña, sin
una casa que proteger ni una madre matrona a quien servir. ¿En qué me he convertido? A
duras penas recuerdo lo que fui.
—Pero a mí me recuerdas ¿verdad? —dijo Danifae volviendo a besarle la mano.
No respondió, pero tampoco retiró la mano.
—¿Recuerdas nuestras lecciones? —preguntó, subrayando sus palabras con el tenue
roce de sus labios sobre su mano—. ¿Nuestras lecciones especiales?
Introdujo el dedo del mago en su boca y jugueteó con él. La piel del anciano drow estaba
seca y no sabía a nada, después percibió el sabor a metal.
—Yo no… —balbuceó el mago—. No…
Danifae le quitó el anillo del dedo sin dejar de acariciarle la piel con los labios. Lo ocultó
debajo de la lengua antes de volver a besar el dorso de su mano.
—Yo sí —dijo.
Danifae retorció el brazo del viejo drow hacia abajo con tal rapidez y tan fuerte que más
de un hueso se partió. El dolor y la sorpresa dejaron a Zinnirit sin aliento y ni siquiera
intentó detenerla. Ella le cogió la barbilla con la otra mano. Estaba de pie detrás del mago y
le sujetaba con fuerza el brazo roto a la espalda.
Para cualquier mago, la preparación de los conjuros de un día era en parte experiencia, en
parte intuición y en parte inspiración. Pharaun Mizzrym no era una excepción.
De vez en cuando levantaba la vista de su libro de conjuros para descansar los ojos y
dejar que un ensalmo especialmente complejo se asentara en su mente. Lo que vio al
levantar la vista fue la cubierta quieta y silenciosa del barco del caos. Retazos más extensos
de tendón y cartílago, y redes más complejas de venas y arterias adornaban el esqueleto del
barco. Vivía —una vida simple, atormentada por el dolor— y cuando reinaba el silencio y
los demás estaban todavía en la Ensoñación, Pharaun creía oír la respiración de la nave.
El capitán uridezu estaba en su sitio, visitado de vez en cuando sólo por las ratas. Estaba
echado formando una bola, con el cuerpo plegado sobre sí mismo, lo que hacía que a
Pharaun le doliera la espalda con sólo mirarlo. Su respiración era profunda y regular,
salpicada por algún que otro sonoro ronquido.
Jeggred estaba sentado frente al demonio capturado con las rodillas plegadas sobre el
pecho y la cabeza gacha. A diferencia de Pharaun y de los demás elfos oscuros, el draegloth
dormía. Evidentemente, era una característica heredada de su padre, Belshazu.
«Bueno —pensó el maestro de Sorcere—, uno no elige a sus padres».
Quenthel se había sentado lo más lejos posible de los demás, en el extremo mismo de la
aguzada proa del barco demoníaco. Estaba de espaldas a Pharaun, sentada bien erguida y
rígida, meditando.
¿Puedes hablar? La voz sonó en el límite de su conciencia, una voz que reconoció en
seguida.
¿Aliisza?, respondió mentalmente.
¿Me recuerdas? La voz de la semisúcubo resonó con más fuerza en su cabeza… ¿o tal vez
más clara? Lo consideraré un supremo honor.
Debes hacerlo, respondió Pharaun, pensando instintivamente en emociones luminosas y
gozosas. ¿Dónde estás?
En el techo, dijo, justo encima de ti.
Pharaun no pudo por menos de mirar, pero a pesar de su aguda visión oscura, las
tinieblas del Lago de las Sombras ocultaban el techo a sus ojos.
¿Cómo me has encontrado?, inquirió.
Soy una mujer de recursos, inteligente y con talento.
Eso es indudable, respondió Pharaun.
Si levitas en línea recta, le comunicó, llegarás a donde estoy.
Bueno, dijo el mago, en ese caso…
Cerró el libro en el que estaba trabajando sin haber terminado de preparar el conjuro y
volvió a meter el volumen en su bolsa. Se puso de pie y tocó el broche que sujetaba el
piwafwi sobre sus hombros.
¿En línea recta hacia arriba?, preguntó.
Yo te saldré al encuentro, fue la divertida respuesta de la semisúcubo.
Los pies de Pharaun abandonaron la cubierta y ascendió a gran velocidad, dejando
rápidamente el barco allá abajo. Cuando lo perdió de vista, o mejor dicho cuando él se
perdió de vista en las amenazadoras sombras negras como boca de lobo de la caverna,
redujo la velocidad.
—Un poco más —susurró Aliisza en voz apenas audible.
Pharaun se paró poco a poco con un conjuro defensivo en la punta de la lengua por si la
semisúcubo lo atacaba. Después de todo era un demonio y siempre existía esa posibilidad.
Lo sorprendió un sonoro aleteo que lo hizo mirar para arriba. Aliisza, con sus alas de
murciélago desplegadas a la espalda, bajaba lentamente hacia él. Pharaun se volvió y ambos
quedaron frente a frente.
Estaban casi juntos.
—¿Puedes sostenerme con tu levitación? —preguntó Aliisza.
Pharaun no tuvo ocasión de responder porque los brazos de la semisúcubo ya le habían
rodeado el cuello y todo su peso, aunque no era mucho, cayó sobre él. El mago se concentró
intensamente en el broche, perdiendo casi su conjuro defensivo en el proceso, y consiguió
mantenerse y mantenerla en el aire. Al principio se balancearon un poco, pero por fin
consiguieron un estrecho abrazo en el aire tenebroso, cerca del techo del Lago de las
Sombras.
Estaban frente a frente, a escasos centímetros el uno del otro. Pharaun podía oler el
aliento de la hermosa semisúcubo. El tacto de su piel contra la suya, las curvas de su cuerpo
otra vez en sus brazos y la suave caricia de sus carnosas alas plegándose en torno a él,
abrazándolo, hicieron que su cuerpo reaccionara por sí mismo.
Una sonrisa juguetona se formó en los carnosos labios de Aliisza dejando ver una hilera
de dientes perfectamente blancos con los caninos exagerados de un vampiro. Pharaun
recordó su costumbre de jugar con los dientes. No se tomó el trabajo de preguntarse por
qué eso le gustaba tanto.
—Sí —susurró la semisúcubo—, te recuerdo.
Pharaun le devolvió la sonrisa.
—Dime —preguntó—, ¿qué trae a una chica mala como tú a un antro del mal como
éste?
Eso la hizo reír.
—¿Al Lago de las Sombras? —respondió la semisúcubo juguetona—. Ah, siempre trato
de venir al menos un par de veces al año cuando puedo. Para tomar las aguas.
Pharaun asintió, sonrió, pero no se molestó en seguirle la broma. La consorte de Kaanyr
Vhok había venido por alguna razón, y él no estaba lo bastante enamorado ni era tan
egocéntrico como para pensar que estaba allí sólo por verlo.
—Otra vez nos estás espiando —la acusó.
—No —protestó Aliisza con un mohín—. Todavía te sigo espiando. ¿No hace que te
sientas importante que alguien como yo te esté espiando todo el tiempo?
—Sí —dijo—, ése es precisamente el problema.
—¿Qué esperas encontrar en el Abismo? —preguntó ella de repente. Pharaun tuvo que
parpadear unas cuantas veces para asimilar la pregunta—. ¿No es allí adonde vas en ese
magnífico barco viejo del caos que has salvado?
—¿Y qué le importa a Kaanyr Vhok lo que hacemos —preguntó— o adónde vamos?
—¿Acaso una chica no puede tener curiosidad?
—No —respondió tajante—, en este caso no, no puede.
—Puedes ser un perfecto roedor cuando quieres, Pharaun —dijo con otra sonrisa.
—¿Debo tomarlo como un cumplido?
Aliisza volvió a mirarlo a los ojos. Tanto el drow como la demonio eran lo
suficientemente elegantes y pragmáticos como para saber que no eran un par de
malhadados amantes humanos. Incluso podían ser combatientes en bandos opuestos de
una guerra capaz de arruinar sus dos civilizaciones… si es que la andrajosa Legión
Flagelante de Kaanyr Vhok podía considerarse una civilización.
—¿Puedo ir yo también? —preguntó, ladeando la cabeza y mirándolo como si quisiera
leer una respuesta escrita en su expresión.
—¿Con nosotros? —preguntó el drow—. ¿En el barco?
Ella asintió.
—Tendría que consultar con el sobrecargo de a bordo a ver si hay algún camarote
disponible, pero a primera vista te diría que de ninguna manera, ni por los Nueve Infiernos
ni por los Yermos de la Muerte y de la Desesperación.
—Qué pena —dijo ella—. Ya he estado allí antes ¿sabes?
—¿Dónde más has estado? —preguntó Pharaun, dejando a propósito el tema de su
participación en el viaje—. ¿Has visitado últimamente la Ciudad de las Arañas?
—¿Menzoberranzan? ¿Por qué lo preguntas?
—Ya sabes, por tener noticias de casa y esas cosas —dijo el mago.
Ella lo envolvió más estrechamente entre sus alas y a Pharaun le gustó la sensación. Era
similar a las mantas calientes con que su masajista favorita solía envolverlo en
Menzoberranzan. Llevaba viajando demasiado tiempo.
—Estás perdiendo a demasiados camaradas —observó la semisúcubo—. El fornido
luchador con la gran espada y el otro, el explorador.
—Decididamente nos has estado espiando —replicó Pharaun.
No podía imaginar el motivo por el cual podía querer saber eso, a menos que estuviera
poniendo a prueba su fortaleza o acaso…
—¿Informas a Kaanyr Vhok? —preguntó.
Ella simuló azoramiento y agitó mucho las pestañas.
—Menzoberranzan está sitiada —dijo el mago—. Supongo que lo sabes.
Aliisza asintió.
—¿Has enviado a tus guerreros para ayudar en la defensa de la ciudad? —preguntó.
Pharaun se rió y Aliisza pareció molesta. A él no le importó.
—Dime que no han tenido un encuentro con habitantes menos civilizados de la
Antípoda Oscura entre Ched Nasad y este lugar —dijo la semisúcubo—. Me rompería el
corazón.
—Tu corazón no corre ningún peligro —respondió Pharaun—. Supongo que no te hará
daño decirme quién pone sitio a mi ciudad.
—Pues podría ser que sí —replicó ella con un guiño—. Por si acaso, no corramos el
riesgo. Claro que si supiera lo que tú sabes sobre la suerte de tu Reina Araña, eso
amortiguaría el golpe.
—Ah —dijo el mago—, o sea que yo te digo el gran secreto y a cambio tú me cuentas
otro pequeñito.
—No hay secretos pequeños —dijo la semisúcubo—, cuando eres tú quien está a
oscuras.
—¿Sabes una cosa, Aliisza? —replicó el mago—. Deberíamos reunimos más a menudo
para no decirnos nada. Es mejor que preparar conjuros y seguir adelante con mi vida.
—Eres un diablillo sarcástico, Pharaun. Eso es lo que me encanta de ti.
—Te puedo jurar que el sentimiento es mutuo. ¿Me puedo marchar ahora que hemos
terminado de no decirnos nada?
—Nos hemos dicho cosas, Pharaun —dijo Aliisza—, estoy segura de ello. Por ejemplo,
hasta ahora no había imaginado siquiera que tú no sabías quién estaba asediando tu Ciudad
de las Arañas. Ah, y además me has dicho que vais al Abismo.
—Sí, es cierto —dijo Pharaun sin dar importancia al hecho de que ella hubiera sacado
conclusiones tan obvias—. Me alegro por ti. Anda, corre y cambia el curso de la vida en la
Antípoda Oscura.
—Estás jugando conmigo —dijo la semisúcubo. Tanto su voz como sus ojos tenían una
expresión helada, tan helada como Pharaun no había visto jamás—. Eso me gusta, pero no
para siempre.
—Y tú estás ocultándome información —replicó él—, y eso no me gusta en ningún caso.
Así siguieron, flotando en el aire, envueltos en un estrecho abrazo, mirándose con
expresión fría, hostil, durante largo rato.
—Todavía podría ser tu amiga, Pharaun —dijo Aliisza en voz queda, apenas algo más
que un susurro.
El maestro de Sorcere trató de encontrar algo que decir. Sabía que habían terminado y
temía que fuera para siempre, aunque en el fondo deseaba que no fuera así.
«Anhelos», dijo para sus adentros.
Sí, replicó Aliisza en comunicación mental directa, anhelos.
Pharaun la apartó de sí. Aliisza quedó suspendida en el aire durante medio segundo y
después empezó a caer. Lo fulminó con la mirada mientras abría las alas para detener la
caída. Pharaun pensó que parecía más dolida que enfadada.
—Volveremos a hablar —dijo la semisúcubo antes de desaparecer con un destello de
luz purpúrea y dejar a Pharaun solo en medio de la oscuridad impenetrable.
El mago se quedó pensando que realmente esperaba que así fuera.
Capítulo 9
Le faltaba algo.
Halisstra podía sentirlo, o más bien se trataba de lo que no podía sentir. No podía sentir
el Vínculo. No podía sentir a Danifae.
Tener a una cautiva ligada a ella mediante aquella oscura magia drow era una
experiencia extraña y sutil. No era algo de lo que realmente fuera consciente, al menos de
forma permanente. Era más bien algo que estaba allí, en el fondo, como el sonido de su
propia respiración o el latido de su pulso.
Estaba bailando cuando cesó. Las sacerdotisas que la habían acogido en su círculo
bailaban a menudo. Bailaban en combinaciones diferentes de ciertas hembras y bailaban en
diferentes lugares, tanto sacros como profanos. Casi siempre lo hacían desnudas, aunque a
veces, también vestidas. Bailaban con sus armaduras y sus armas, y bailaban con ofrendas
de frutas o de obras de arte. Bailaban en torno al fuego o en medio del frío. Bailaban de
noche, a oscuras, cosa que a Halisstra le resultaba reconfortante, o durante el día. Todavía
estaba aprendiendo el significado de cada una de esas manifestaciones, cada cambio sutil
en los componentes y en la actitud, el ritmo y el movimiento.
Cuando la asaltó aquella sensación, Halisstra dejó de bailar. Las otras sacerdotisas no
repararon en ella. Ni siquiera hicieron una pausa, y mucho menos abandonaron su gozoso
ritual.
Halisstra abandonó el círculo, vacilante, y rápidamente se dirigió, con una nefasta
premonición, a donde había dejado a Ryld. El maestro de armas no tenía acceso a los
círculos de sacerdotisas y Halisstra sabía que eso estaba haciendo mella en él. Ella se
marchaba durante horas y al volver se enfrentaba a preguntas que no siempre podía
responder. No tenía forma de estar segura de que Ryld la amaba, ya que todavía no conocía
bien lo que era el «amor», aunque creía estar aprendiendo, pero el guerrero no se iba. Se
quedaba allí, en el frío bosque, donde la luz hacía estragos, se quedaba con ella, rodeado
por adoradoras de la que para él seguramente era una diosa traidora.
Entró dando tumbos en la cámara fría y oscura que compartían, sorprendiéndolo en
medio de un ejercicio de meditación que le había visto hacer a menudo. Estaba apoyado
sobre las manos, con los ojos cerrados, los dedos de los pies tensados y las piernas
levemente flexionadas. A veces se mantenía en esa posición durante horas, pero Halisstra
no podía hacerlo durante más de dos segundos.
Ryld abrió los ojos al entrar ella y algo debió de ver en su expresión porque con una
fluida voltereta se puso en pie de inmediato sin dar la menor muestra de estar mareado ni
desorientado.
—Halisstra. ¿Qué sucede? —preguntó.
Ella abrió la boca para responder, pero las palabras se negaban a salir.
—Ha pasado algo —afirmó el guerrero recorriendo la estancia con la mirada.
—Ryld, yo… —empezó a decir Halisstra y se quedó mirando mientras él empezaba a
armarse.
Echó mano de Tajadora, su enorme espada, en primer lugar y después se ajustó
rápidamente la vaina de la espada corta. Ya tenía la armadura en las manos cuando ella lo
tocó en el brazo para detenerlo. Tenía la piel tibia, casi caliente, pero no había sudor. Su
piel, negra como el ébano, estaba tan tensa que al tocarla ella tuvo la sensación de que
estaba cincelado en piedra.
—No —le dijo sacudiéndose finalmente las telarañas de la mente—. Déjalo.
Él se detuvo y la miró, expectante. Halisstra notaba la impaciencia en sus ojos,
impaciencia mezclada con frustración.
—¿De qué se trata? —preguntó Ryld. Mientras hacía la pregunta, una luz de
comprensión apareció en sus ojos.
Ella sonrió y él suspiró.
—Se trata de Danifae —dijo Halisstra por fin—. Ya no puedo sentirla. El Vínculo se ha
roto.
A él se le abrieron mucho los ojos, cosa que Halisstra interpretó como sorpresa. Pero no
era porque se hubiera roto el Vínculo; parecía esperar oír algo más.
—¿Qué significa eso exactamente? —preguntó, dejando la coraza contra la pared, junto
a la cama que compartían.
Halisstra sacudió la cabeza.
—¿Ha muerto? —preguntó Ryld sin rastro de emoción.
—Sí —respondió Halisstra—. Tal vez.
—¿Y por qué te asusta eso?
Halisstra dio un paso atrás. Aunque era perfectamente lógica, la pregunta la había
descolocado.
—¿Que por qué me asusta? —repitió—. Me asusta… me preocupa que esté libre de mí.
Sea como sea, ya no soy su señora, y ella ya no es mi prisionera de guerra.
Ryld frunció el entrecejo y se encogió de hombros.
—¿Y por qué te importa? —preguntó.
Ella abrió la boca para responder, pero otra vez se quedó sin palabras.
—Quiero decir —prosiguió el maestro de armas— que no estoy seguro de que tus
nuevas amigas lo aprobaran. ¿O sí? ¿Es que estas trai… quiero decir… estas sacerdotisas
toman alguna vez cautivos de guerra?
Halisstra sonrió y él miró a otra parte, simulando que estaba muy ocupado devolviendo
a Tajadora a su lugar, debajo de la cama.
—No son sacerdotisas traidoras, Ryld —dijo Halisstra.
Él respondió con una leve inclinación de cabeza, después se sentó en la cama y la miró.
—Sí que lo son —dijo, con voz tan inexpresiva y abatida como su mirada—. Son
traidoras a su raza lo mismo que nosotros. Lo que me pregunto una y otra vez es si es tan
malo ser traidor.
Halisstra se puso en cuclillas a su lado y le puso las manos sobre las rodillas. Él tendió
una mano y le apartó el largo pelo blanco de la oscura mejilla en un gesto casi instintivo.
—No lo es —dijo Halisstra con voz apenas audible—. No es tan malo. En cualquier caso,
uno sólo puede traicionarse a sí mismo, y creo que en el fondo ambos somos auténticos y
fieles el uno con el otro.
A Halisstra se le cayó el alma al suelo al ver la expresión en la cara de Ryld. No la creía,
pero ella no podía evitar pensar que quería creerla.
—¿Qué se siente? —preguntó él.
Ella no entendió la pregunta y lo miró de forma inquisitiva.
—Me refiero a no sentir el Vínculo —aclaró.
Ella trasladó el peso de su cuerpo a la cadera y se sentó en el suelo, apoyando la cabeza
sobre la fornida pierna de él.
—Siento como si toda mi vida anterior se recolocara pieza por pieza junto con algo
nuevo.
Él volvió a tocarla, recorriendo con un dedo la línea de su hombro. Ella sintió un
estremecimiento.
—Lloth ha sido reemplazada por Eilistraee —dijo la joven—. La oscuridad ha sido
reemplazada por la luz. La sospecha ha dado lugar a la aceptación. El odio ha sido
reemplazado por el amor.
Sintió que sus ojos se llenaban de una tibieza y una humedad desconocidas. Estaba
llorando.
—¿Estás bien? —preguntó Ryld con un susurro de preocupación Halisstra se enjugó las
lágrimas y asintió.
—El odio —repitió— ha sido reemplazado por el amor, y aparentemente la esclavitud
ha sido reemplazada por la libertad.
—¿No será que la vida fue reemplazada por la muerte? —preguntó Ryld.
Halisstra suspiró.
—Es posible que así sea —respondió—, pero en cualquier caso, es libre. Se ha
marchado hacia lo que la espere después de la vida. Por su bien, espero que no sean esas
oscuras y vacías ruinas de la Red Demoníaca de Pozos. A lo mejor todavía deambula por la
Antípoda Oscura, viva y enérgica. Viva o libre, o muerta y libre. Libre de todos modos.
—Libre… —repitió el guerrero como si fuera la primera vez que pronunciara esa
palabra y tuviera que practicarla.
Estuvieron allí sentados un buen rato hasta que a Halisstra empezaron a entumecérsele
las piernas y Ryld percibió su incomodidad. La levantó y la puso en la cama, muy cerca de él
como si no pesara nada. Su abrazo fue como un escudo a su alrededor, como un capullo
revitalizador.
—Tenemos que volver —dijo ella en un susurro.
Él la abrazó con más fuerza.
—No es lo que estás pensando —aclaró ella en el mismo tono porque sabía que él
quería volver a las profundidades y no regresar jamás—. Ha llegado por fin el momento de
encontrar a Quenthel y a su expedición.
—¿Y detenerlos? —preguntó Ryld. A cada palabra, su aliento cálido le acariciaba el
cuello.
—No —susurró.
—¿Seguirlos? —Esta vez las palabras se enredaron con su pelo mientras la mano de él
le acariciaba la espalda y la cintura.
Halisstra se fundió más con él y sintió como si desapareciera en la piel negra como la
noche del guerrero.
—Sí —respondió—. Nos llevarán con ellos, quieran o no. Nos conducirán hasta Lloth y
podremos ponerle fin.
Halisstra sabía que en ese momento él empezaba a hacerle el amor porque no quería
Pharaun estaba junto a la barandilla del barco del caos, mirando hacia la oscuridad vacía
del Lago de las Sombras porque no se le ocurría nada mejor que hacer. Valas y Danifae no
habían vuelto de su misión de aprovisionamiento, había alimentado al barco con suficientes
demonios menores para satisfacer su apetito, el capitán uridezu estaba intimidado y
silencioso y no había ni rastros de Aliisza.
El maestro de Sorcere repasaba mentalmente una y otra vez la conversación que habían
mantenido y seguía convencido de que la semisúcubo se las había ingeniado para no decirle
nada, pero también se había marchado sin sonsacarle nada. De todos modos, había dado
con él y había visto el barco. Sabía adonde iban y lo que tenían pensado hacer allí, aunque
eso era algo que podía imaginar cualquiera que hubiera asistido a la caída de Ched Nasad.
Apartó a la semisúcubo de su mente y escudriñó las sombras aunque no había nada que
ver. Pharaun no tuvo necesidad de volverse para saber que Quenthel estaba sentada contra
la barandilla, comunicándose con aire ausente por algún medio telepático con los cautivos
ligados a los que su maligno látigo debía su malvada inteligencia. No podía imaginar el
contenido de una conversación que cualquiera pudiera mantener con un demonio atrapado
en el cuerpo de una serpiente pegada al extremo de un látigo.
Fuera cual fuese ese contenido, no parecía ayudar demasiado a Quenthel. A su entender,
la suma sacerdotisa se iba volviendo loca poco a poco. Siempre había sido huraña y
temperamental, pero últimamente estaba siempre inquieta.
Su demoníaco sobrino se iba poniendo más violento cuanto más aburrido estaba.
Jeggred descargaba gran parte de su odio por los ojos sobre el uridezu. Era admirable cómo
Raashub conseguía hacer caso omiso de él.
Un movimiento que captó Pharaun por el rabillo del ojo le llamó la atención, y se apartó
a tiempo de la barandilla de hueso y cartílago para ver pasar por ella a una rata empapada y
chorreando.
Pharaun la vio correr mientras se preguntaba distraído adonde pretendería ir.
«Tal vez a algún lugar seco», pensó.
Le llegaron ruidos desde atrás… era Jeggred, que se removía.
Pharaun se disponía a volver a la barandilla para volver a escudriñar la oscuridad
impenetrable, cuando otra rata pasó arrastrándose.
—Maldita sea —dijo el mago entre dientes.
Se volvió para quejarse a Jeggred en voz alta, pero las palabras se congelaron en la
garganta.
Además de las dos ratas que había visto pasar, había docenas de ellas tal vez cientos de
ratas que se arremolinaban encima de Jeggred.
«Algo va mal», pensó Pharaun sorprendido de lo lentamente que se formaban las
palabras en su mente después de días de tedio a bordo del barco anclado.
Más que nada, el draegloth parecía molesto. Las ratas correteaban por encima de él,
enredándosele en el pelo, mordisqueándole la piel donde podían, aunque no podían
perforar su pellejo de semidemonio. Cada vez subían más a la cubierta. Pharaun las podía
oír chapoteando en el agua, al otro lado del barco demoníaco. Era como si docenas, cientos
de ratas, se dirigieran nadando hasta él.
Pharaun empezó a lanzar sobre sí mismo conjuros defensivos mientras observaba a
Quenthel, que finalmente levantaba la vista y miraba a su sobrino.
Abrió los ojos como platos y después los entrecerró mientras observaba a Jeggred
aplastando una rata tras otra con sus manos mayores, mientras que con las menores se
apartaba a otras de la cara. Quenthel se puso de pie lentamente, dejando que las cabezas de
su látigo colgaran libremente a su alrededor.
—¿Jeggred? —llamó.
—Ratas —dijo el draegloth por toda respuesta.
Pharaun acumuló más protecciones mágicas sobre su persona mientras Quenthel se
acercaba a su sobrino.
—Raashub —dijo Pharaun, manteniendo el tono acerado y frío de su voz.
El demonio se removió al oír su nombre, pero no levantó la vista.
—¿Qué estás haciendo Raashub? —preguntó Pharaun entre dos conjuros de
protección—. Para. Déjalo ya.
El demonio lo miró con ojos llameantes.
—No he sido yo —susurró—. Estas ratas no son mías.
Pharaun tuvo la sensación de que el uridezu decía la verdad, al menos una versión de la
verdad.
—Pharaun. —El mago detectó algo más que un vestigio de pánico en su voz—. ¿Qué son
todas estas ratas…?
—Prestad mucha atención, los dos —dijo Pharaun al tiempo que preparaba un conjuro
más ofensivo—. Hay otr…
Un globo de oscuridad envolvió a Quenthel.
Cualquier drow podría haberlo hecho, pero no sólo un drow.
Los sonidos inconfundibles de un enfrentamiento físico resonaron desde el interior de
la nube de oscuridad. Algo golpeó contra la cubierta y algo se rompió.
Pharaun cambió de dirección incluso antes de empezar a lanzar el conjuro que tenía en
mente. En lugar de eso, formó las palabras y los gestos de un conjuro que esperaba que
eliminara la oscuridad.
Desde dentro de la nube, Pharaun pudo oír el sonido del choque de metal contra metal…
¿o era de hueso contra hueso?
Lanzó el conjuro y la oscuridad desapareció.
Quenthel, nuevamente visible, yacía boca abajo en la cubierta, tanteaba la superficie de
hueso tallado que tenía ante sí, buscando el látigo que estaba fuera de su alcance. Sangraba
por la nariz y hacía un gesto de dolor cada vez que flexionaba la espalda.
De pie a su lado había otro uridezu.
Al igual que Raashub, el demonio era una rata humanoide. Era más pequeño y menos
corpulento que Raashub y vestía unos andrajos que dejaban poco que imaginar de su
pellejo gris jaspeado. Su cola larga y rosada estaba llena de pústulas, y sus fríos ojos negros
contemplaban desde arriba a la suma sacerdotisa con mirada asesina. De las comisuras de
su boca de grandes colmillos salía espuma, y de sus dedos artríticos y escuálidos salían
unas garras amarillentas y curvadas en los extremos.
—Jeggred… —dijo Pharaun, con una mirada al draegloth.
El semidemonio estaba cubierto de pies a cabeza de ratas de todos los tamaños y
colores. Era como si todas las alimañas del Lago de las Sombras hubieran sido convocadas
para una reunión familiar en los alrededores y encima del draegloth. Trepaban por él más
rápido de lo que él conseguía eliminarlas, aunque las despachaba de cuatro en cuatro.
Pharaun repasó rápidamente todos los conjuros posibles, avanzando algunos pasos
hacia Quenthel.
El uridezu la golpeó en la espalda con su cola. La suma sacerdotisa cayó de bruces
contra la cubierta de duro hueso. Saltó sangre, pero no mucha, y ella recibió el golpe con un
gruñido.
Pharaun estaba impresionado. Algo hizo que dejara de lado el primer conjuro en el que
había pensado.
«Demasiado —pensó—, para sólo un…».
El maestro de Sorcere miró a Raashub. Los ojos del capitán demoníaco pasaban
rápidamente de Quenthel al recién llegado.
«Nos está poniendo a prueba —pensó Pharaun—. El maldito bastardo ha conjurado
contra nosotros a uno de los suyos para ver cuáles son nuestras flaquezas y nuestros
puntos fuertes».
Por más que Raashub estuviera atado, seguía siendo un demonio, y en un demonio
siempre hay un espíritu pendenciero que pugna por salir.
El otro uridezu arañó las piernas de Quenthel, dejándole profundos rasguños a los que
ella respondió dándole patadas. El demonio se apartó de un salto, poniéndose fuera del
alcance de sus botas. La suma sacerdotisa extendió una mano hacia atrás, por encima de su
cabeza, pero tampoco pudo alcanzar su látigo. Las cabezas viperinas parecían presas del
pánico y no podían coordinar sus movimientos para arrastrarse hacia ella.
Pharaun pronunció una rápida sucesión de sílabas rítmicas e hizo un movimiento
rápido con la mano derecha. Impulsado por su magia, el látigo se deslizó por la cubierta
unos centímetros hasta ponerse al alcance de Quenthel.
Cuando la suma sacerdotisa consiguió asir el mango del látigo, Pharaun rió para sus
adentros. El conjuro que había utilizado no era más que un truco, una transmutación tan
simple que cualquier estudiante de primer curso de Sorcere podía dominar. No le diría a
Raashub nada sobre los límites de su poder.
El uridezu lanzó un silbido, alejándose de Quenthel, agitando la cola delante de sí y
blandiendo amenazadoramente sus garras. Era evidente que pensaba que estaba fuera del
alcance del látigo, pero se equivocaba.
Las cinco serpientes de que se componía el látigo de Quenthel tenían un metro y medio
de largo, lo que daba al arma un alcance considerable. La suma sacerdotisa estaba todavía
sobre la cubierta y no se molestó en ponerse de pie. Con las mandíbulas apretadas y
lanzando fuego por los ojos, agitó el látigo por detrás de sí y las serpientes salieron
disparadas hacia adelante, extendiéndose cuan largas eran. El uridezu se estremeció,
aunque parecía convencido de que estaba fuera del alcance del arma. Sin embargo, las
serpientes se extendieron aún más, estirándose, estirándose, añadiendo unos cuantos
centímetros a su longitud.
El uridezu no entendió lo que sucedía con rapidez suficiente para evitar a las serpientes.
Todas menos una hundieron sus colmillos aguzados como agujas en la carne del
ratidemonio. En su camino de vuelta, los látigos trazaron surcos profundos, sangrantes, en
el pellejo coriáceo del uridezu.
El demonio gritó, con voz tan aguda que a Pharaun le dejó los tímpanos zumbando.
Cualquier otra criatura habría muerto. Cada víbora tenía un veneno mortal,
malignamente potente. Quenthel, con un frenesí combativo desatado que Pharaun jamás
habría imaginado, y mucho menos visto, en ella, no habría permitido que las víboras se
reservaran una sola gota de veneno. Habría sido suficiente para matar a un rote.
La víctima del venenoso látigo no era un manso animal doméstico; era un uridezu, y
Pharaun había estudiado a los demonios lo suficiente como para conocer las características
que compartían todos ellos. El veneno no los afectaba. El látigo había herido al capitán, pero
no lo había matado. Pharaun sabía que podía aguantar más que eso. Incluso un demonio
tan relativamente débil como un uridezu, y las criaturas-ratas no eran las más resistentes
de su especie, podía soportar el frío y el calor extremos y contaba con recursos mágicos
innatos como el de la oscuridad que había usado para tender la emboscada a Quenthel. Un
uridezu podía convocar a sus primas, las ratas, tal como éste había hecho contra Jeggred.
Había algo sobre la mordedura de uridezu que Pharaun sabía que debería recordar, pero no
lo conseguía. Por supuesto que, como en el caso de todos los tanar’ri, los relámpagos sólo
pasaban a través de ellos.
Mientras esa idea pasaba por su mente, Pharaun tenía una mano sobre una varita
mágica capaz de descargar truenos relampagueantes. Sabedor de que eso era inútil, el
maestro de Sorcere desplazó la mano y sacó otra varita diferente.
Pharaun vaciló y observó a Quenthel ponerse de pie de un ágil salto y enfrentarse al
uridezu. El demonio silbó amenazador, pero Quenthel no dijo nada ni dio muestras de
haberlo oído. La suma sacerdotisa chasqueó otra vez el látigo fustigando al demonio, y tres
de las cinco serpientes se hundieron en el pecho del ratidemonio. La criatura trató de
alcanzar a las víboras con sus garras, pero éstas se retrajeron a tiempo y lo único que
consiguió arañar fue el aire.
Sin hacer caso del fracaso, el uridezu giró en redondo y atacó a la sacerdotisa con su
pesada y rápida cola. Quenthel levantó el escudo con la mano izquierda para repeler el
ataque. El apéndice la golpeó con tanta fuerza que Pharaun pensó que le habría roto el
brazo, pero ella se las ingenió para apartar la cola de sí.
No obstante, el uridezu se recuperó más rápido que Quenthel y replegando la cola atacó
más bajo, golpeando a la sacerdotisa en las costillas. Se quedó sin aliento y dio un paso
lateral, vacilante. Una sonrisa feroz apareció en la cara del demonio, que se preparó para
atacar. Tenía intención de morderla y desgarrarla con sus afiladas uñas al mismo tiempo.
Pharaun respiró hondo para pronunciar la orden de activación de su varita mágica
cuando el demonio atacara, pero… La bestia recibió el impacto del escudo de Quenthel en
plena cara. Hubo un sonoro crujido. Saltó la sangre entre el escudo y el hocico del uridezu.
El demonio bajó las manos inermes delante de Quenthel y cada una de las cinco víboras
hundió sus colmillos en una de las partes más sensibles de su pellejo. El uridezu lanzó un
gemido de agonía.
Pharaun pensó que era innecesario activar la magia de su varita, parecía que ella ya lo
tenía dominado…
Sus ojos se posaron en Raashub. El uridezu cautivo lo estaba mirando, recorriendo con
la vista su varita mágica de un extremo al otro. Era evidente que esperaba algo.
Pharaun miró la varita y volvió a mirar a Raashub. Sus miradas se encontraron y el
capitán le sonrió.
Sonriendo a su vez, Pharaun volvió a deslizar la varita en su bolsa. Raashub disimuló
bien su decepción y volvió a prestar atención a Quenthel y al otro uridezu.
Pharaun tomó la decisión de ayudar a Jeggred. Raashub se iba a enterar de qué era
capaz el draegloth y, si Pharaun podía ocuparse de las ratas y dejar libre a Jeggred para que
ayudara a Quenthel, podrían despachar rápidamente al uridezu libre sin que Pharaun
tuviera que desempeñar un papel más activo, y más revelador, en la contienda.
Cuando había tomado ya esa decisión, llamó su atención una serie de crujidos y
estallidos. La señora de Arach-Tinilith había arrancado un tramo completo de la barandilla
del barco. El hueso y el cartílago se separaron de la cubierta, desprendiéndose como si
fueran setas desecadas. Llevaba el látigo en el cinto y ante el uridezu, que se tambaleaba
frente a ella mientras sangraba copiosamente por el maltrecho hocico, levantó el tramo de
barandilla, de tres metros de largo, por encima de su cabeza.
Pharaun preparó rápidamente un conjuro para ayudar a Jeggred, y Quenthel se lanzó al
ataque. Descargó la improvisada arma sobre el demonio rápida y enérgicamente. El
uridezu, a quien la sangre no había cegado totalmente, esquivó el golpe poniéndose fuera
de su alcance de un salto en el último segundo. La barandilla golpeó contra la cubierta y se
hizo pedazos, sembrando el aire de fragmentos de hueso. Varios de ellos rebotaron en las
protecciones mágicas y escudos de Pharaun, que vio cómo un par de ellos se clavaban en
dos de las ratas que cubrían a Jeggred.
La rabia hizo que Quenthel soltara un gruñido. A Pharaun el sonido le resultó
inquietante, impropio de la Señora de la Academia.
En el punto donde la barandilla había golpeado la cubierta se estaban formando charcos
de sangre. El barco del caos estaba sangrando. El mago no estaba seguro de poder
repararlo, y si había más daños era probable que su viaje se viera demorado o incluso
suspendido. De todos modos, Pharaun no quería decir nada en voz alta, y Quenthel no lo
miraba, por lo que no podía hacerle señas de que no dañara más el barco.
Pharaun lanzó un conjuro contra las ratas de Quenthel. Fue un conjuro sencillo, que
consistía en producir un cono de energía reverberante y multicolor del Tejido. Pharaun
tuvo cuidado en dirigir el conjuro de modo que el efecto rozara el costado del draegloth
acosado por las ratas. La magia no afectó al semidemonio en lo más mínimo, pero una
buena parte de las molestas ratas se desprendió de él y cayó sobre cubierta. Allí quedaron,
retorciéndose y chillando, y formando una pila de cuerpos peludos y húmedos.
Jeggred rugió y se sacudió, salpicando de ratas, sangre y agua toda la cubierta con el
movimiento de su melena blanca. El draegloth todavía aplastó a otras cuatro de las
asquerosas criaturas, una con cada mano, y pisoteó a otras tres.
Pharaun miró de soslayo a Raashub y se tranquilizó al ver la expresión de frustración
desencantada en la cara del capitán. El maestro de Sorcere había lanzado otro conjuro
básico, uno que había aprendido cuando no era más que un niño, y Raashub lo sabía.
Pharaun volvió a prestar atención a Jeggred.
—Deja a las ratas, Jeggred. Tu señora tiene problemas con un demonio.
Con otro rugido, Jeggred se sacudió más ratas muertas o inconscientes y saltó sobre
Raashub disponiéndose a despedazarlo a cuatro manos. Raashub se encogió ante el ataque,
levantó las manos y se hizo daño con las cadenas.
—¡No! —gritó Quenthel con voz áspera y feroz—. ¡Ése no, maldita sea! ¡Mata a éste!
Jeggred giró en redondo, abarcando con una mirada refulgente la escena de la pelea
entre Quenthel y el segundo uridezu.
El ratidemonio, aprovechando la momentánea distracción de Quenthel, saltó hacia ella y
le clavó las garras a la altura del estómago, abriendo grandes surcos en la armadura y
haciéndola sangrar. Quenthel hizo una mueca y rechinó los dientes de dolor, pero le
devolvió el golpe con el látigo. Ambos se tambalearon un poco al pisar los traicioneros
fragmentos de hueso de la destrozada barandilla y los charcos de sangre del barco herido.
Los labios de Jeggred se retrajeron dejando ver una monstruosa fila de amenazadores
colmillos, y el draegloth se incorporó a la refriega.
Capítulo 10
Danifae estuvo sentada en el suelo del portal durante un tiempo que le pareció larguísimo.
No se había permitido pensar mucho en su vida antes de su cautiverio. Sólo había unas
cuantas formas de sobrevivir como prisionera de guerra, y una ellas era convencerse de
que siempre lo había sido.
Antes de la batida en la que había acabado en poder de la casa Melarn, Danifae había
estado tomando clases con el mago de la casa Yauntyrr. Zinnirit era un profesor capaz y
muy detallista, y Danifae había aprendido mucho de él, especialmente en los campos de la
teletransportación, la translocación y los viajes tridimensionales. En realidad no habían
empezado con su estudio del arte arcano antes de que su casa fuera arrollada, pero Zinnirit
había familiarizado a la hija menor de la casa Yauntyrr con un gran número de artículos
encantados.
Danifae tocó el anillo de su madre y sintió que el metal se calentaba al contacto de su
piel. El anillo podía impulsarla a través de la Antípoda Oscura, pero sólo a ella y a otro más.
Para sus planes, Danifae necesitaba más.
Sus ojos se posaron en la mano inerte del mago muerto.
—Más anillos —musitó mientras esbozaba una sonrisa.
El uridezu ya se estaba preparando para volver a golpear con la cola a Quenthel cuando
Jeggred se lanzó sobre él. El draegloth asió el pesado apéndice caudal con sus manos
mayores. El impulso de la cola se detuvo tan repentinamente que el uridezu perdió el
equilibrio y cayó en medio de los restos de la barandilla arrancada. Astillas de hueso de
bordes irregulares se clavaron profundamente en el cuerpo ya sangrante del demonio. Al
mismo tiempo, las cinco víboras del látigo de Quenthel atacaron en puntos sensibles y
volvieron a morder. El cuerpo del demonio se sacudió en convulsiones de agonía y al toser
empezó a expulsar unas flemas sanguinolentas.
—Te… —articuló el demonio con dificultad—. Te veremos en el Abismo… ¡Maldito
drow!
«¿Veremos?», pensó Pharaun, con una mirada de soslayo a Raashub, que contemplaba
la escena con gran interés.
—Mátalo ya, Jeggred —ordenó Quenthel, cuya voz todavía sonaba medio ahogada y
jadeante—. Mata este uridezu antes de que vuelva al Abismo.
Una luz feroz brilló en los ojos del draegloth cuando clavó su garra en el vientre del
uridezu. La afilada garra se hundió en la carne del demonio casi veinte centímetros. Jeggred
abrió en el abdomen de la criatura una brecha suficiente para formar una pila con los
amarillentos intestinos, humeantes, sobre la cubierta del barco del caos.
El demonio dio un grito cuyo eco se propagó de una forma antinatural antes de
desvanecerse, al tiempo que el uridezu se evaporaba. Estaba volviendo al Abismo sin haber
muerto todavía.
Pharaun tuvo que admitir que no estaba seguro de cuánto podría vivir un demonio
después de ser destripado, pero más de uno era capaz de regenerarse totalmente después
de una herida semejante.
No obstante, cuando el demonio empezó a desvanecerse, Jeggred retiró rápidamente su
garra y cogió la cabeza del uridezu entre sus manos mayores. El draegloth retorció y tiró
tan fuerte que Pharaun podía ver sus venas hinchadas contra sus músculos en tensión.
Hubo un crujido cartilaginoso y de repente, con un ruido, la cabeza del demonio se
desprendió, quedando sostenida entre las manos de Jeggred.
El resto del cuerpo del demonio desapareció, pero quedaron la cabeza y las entrañas.
Los ojos negros quedaron mirando fijamente a la nada. Las tripas empezaron a crepitar y
Pharaun observó que, lentamente, eran absorbidas por el propio barco. El mago se dio
cuenta de que la mayor parte de los fragmentos de la barandilla destrozada también habían
desaparecido. El barco se estaba alimentando por su cuenta, reparando los desperfectos.
Ajeno a las capacidades regenerativas del barco del caos, Jeggred tiró la cabeza del
uridezu por la borda y se volvió a mirar al capitán.
Raashub se retrajo todo lo que permitían sus ataduras, levantó las manos en gesto
suplicante y miró para otro lado.
Jeggred, con un bronco rugido que salía del fondo de su garganta, avanzó a grandes
zancadas hacia el uridezu cautivo con claras intenciones.
—No lo sé, sobrino —dijo Quenthel, que empezaba a hablar y a respirar con
normalidad. Sangraba, pero no prestó atención a sus heridas—. Todavía tengo que tomar
una decisión.
Las víboras hervían de furia en el extremo de su látigo y Quenthel miró a una de ellas
como si estuviera escuchando lo que decía, y sin duda lo hacía, aunque Pharaun todavía no
tenía acceso a esa comunicación.
—Espera —dijo el mago acercándose, pero cuidándose mucho de ponerse en medio de
Jeggred y el uridezu—. Me temo que todavía lo necesitamos.
Jeggred gruñó sin mirar a Pharaun, pero vaciló.
—Era de esperar —dijo Pharaun—. Ambos habéis trabajado con demonios otras veces
¿verdad? Trató de matarnos y falló.
Quenthel volvió la cabeza hacia él. El repentino movimiento sacudió a las víboras de su
látigo, que también se volvieron hacia el mago.
—No puedes controlarlo —le dijo a Pharaun—. ¿Cómo puedes impedir que vuelva a
intentarlo?
—No fui yo, señora —suplicaba Raashub con una voz cargada de falsa humildad—. En el
Lago de las Sombras viven muchos de mi especie.
Pharaun alzó una ceja ante una mentira tan obvia y empezó a lanzar un conjuro.
—Deja que me coma sus riñones —gruñó Jeggred sin apartar la mirada del uridezu—.
Aunque sea sólo uno.
Haciendo caso omiso del draegloth, Pharaun acabó su conjuro.
Raashub dio un grito.
El sonido fue tan repentino y tan fuerte que hasta Jeggred dio un paso atrás. Un horror
desatado recorrió el cuerpo del uridezu en oleadas. Raashub alzó las manos tratando de
asir algo en el aire, frente a sí, sollozando, gimiendo y gritando, bajo la mirada de Pharaun,
Quenthel y Jeggred.
—¿Qué le estás haciendo? —preguntó Jeggred, confundido.
—Le estoy dando una lección —respondió Pharaun.
Miró a Quenthel, que, evidentemente, esperaba una explicación más detallada.
—Hasta los demonios tienen pesadillas, señora —explicó el maestro de Sorcere—. Mi
conjuro hace que algunas de ellas se reproduzcan. Os aseguro a los dos que es una
experiencia que nuestro querido amigo Raashub no olvidará en mucho tiempo y, además,
ahora sabe que puedo repetirla.
Jeggred suspiró tan hondo que hasta Pharaun llegó el olor rancio de su aliento. Después
se acercó a Raashub.
—No, Jeggred —ordenó Quenthel.
El draegloth vaciló antes de acatar la orden, pero finalmente se detuvo.
—Raashub todavía sirve para algo —dijo la suma sacerdotisa, que ya empezaba a
evaluar sus heridas.
Jeggred se volvió a mirarla, pero ella no le prestó atención.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó el draegloth con un ronco gruñido—. ¿El caballero —
señaló a Pharaun— o las serpientes?
Quenthel pasó por alto la pregunta, pero Pharaun pensó largamente en ella.
A Danifae le llevó un poco más de lo que esperaba recordar las palabras imperiosas
favoritas de Zinnirit y determinar cuál correspondía a cada anillo. A continuación se dedicó
a estudiar los detalles de los portales que había «heredado» del difunto mago de la casa
Yauntyrr.
No sólo había perdido toda noción del tiempo mientras estudiaba la colección de
pergaminos y volúmenes de Zinnirit sobre el tema, hacía unos cuantos recorridos
exploratorios por los portales abiertos y desestimaba hacer una invocación de Valas, sino
que, además, había agotado los límites de su familiaridad con el Arte arcano. Danifae no era
maga, pero afortunadamente no necesitaba serlo para usar muchos de los poderes de
Zinnirit.
Las puertas se usaban fundamentalmente para transportación, es decir para trasladar a
una persona u objeto a cientos o incluso miles de kilómetros en un abrir y cerrar de ojos,
pero también podían usarse para encontrar a alguien. Aunque el fuerte vínculo psíquico
había desaparecido, Danifae todavía tenía cierta conexión con su antigua ama. Conocía a
Halisstra mejor que nadie, incluso mejor que los principales miembros de la casa Melarn.
La hermana de Halisstra había tratado de matarla, y su madre siempre había sido el modelo
de la distante y controladora madre matrona. Danifae, aunque reconcomida por el odio,
siempre había servido leal y eficazmente a Halisstra cada minuto del día.
En fin, todo lo que tenía que hacer Danifae era recordarla. Sólo tenía que imaginar cómo
era Halisstra, visualizarla y activar uno de los portales de la manera adecuada. Al menos
eso creía ella.
Después de varios inicios en falso e intentos fallidos, Danifae salió del portal y empezó a
pasearse. Mientras lo hacía, jugueteaba con uno de sus anillos, después con otro de la otra
mano y…
Se detuvo y se miró las manos. Danifae le había quitado tres anillos al mago. Dos los
había guardado cuidadosamente en un bolsillo. Llevaba puesto el que Zinnirit había hecho
para su madre, el que la traería de vuelta al portal desde cualquier lugar, pero también otro,
uno que casi había olvidado. Pertenecía a Ryld Argith, el maestro de armas menzoberranio
que, al igual que la antigua señora de Danifae, había abandonado la expedición.
Ryld y Halisstra pasaban mucho tiempo juntos. Incluso en la cueva donde Pharaun
había invocado al demonio Belshazu, Danifae había sospechado que Ryld se escabullía para
reunirse con Halisstra. De ser así, podía usar el anillo como punto de referencia.
Fueron necesarios varios intentos más hasta que Danifae finalmente encontró a su
señora. La antigua prisionera de guerra había compartido con el menzoberranio la
impresión de que Halisstra había ido a la Ciudad de las Arañas para informar de sus
progresos (o falta de ellos), y Danifae había dedicado mucho tiempo a buscarla allí. Horas
después, Danifae se dio cuenta de que Halisstra no estaba ni siquiera en la Antípoda
Oscura: estaba en el extraño paisaje del Mundo de Arriba.
Danifae había sospechado que Halisstra estaba en vías de abandonar el culto a Lloth.
Todos habían visto su reacción ante la caótica y vacía Red Demoníaca de Pozos.
A pesar de haber visto con sus propios ojos aquel plano en ruinas, Danifae había sido
sacerdotisa de Lloth cuando era libre y vivía en Eryndlyn, y había servido a la diosa con
mayor fidelidad y sinceridad que a la casa Melarn más tarde, de modo que su fe permanecía
incólume. Tal vez más cauta, menos incondicional, pero incólume. Danifae no se atrevería a
cuestionar la voluntad de la diosa, y el compromiso de Halisstra con la Reina Araña no era
de su incumbencia. Estaba dispuesta a dejar a un lado la religión si era necesario, pero
jamás renunciaría a su venganza. Halisstra Melarn tenía que morir, y no en nombre de
Lloth. Para Danifae era imperativo.
Estando todo lo segura que podía estar de que el portal se encontraba debidamente
sintonizado con el lugar del Mundo de Arriba donde se hallaban Halisstra y Ryld, Danifae lo
traspasó. Sintió como si la estuvieran volviendo de arriba abajo y de dentro a fuera al
mismo tiempo, aunque no experimentó dolor, sólo un vértigo sordo, palpitante… y de
repente, allí estaba.
Era de noche, y Danifae dio gracias a Lloth. Sus ojos todavía tenían que adaptarse al
brillante resplandor de las estrellas sobre la blanca nieve, pero no estaba cegada.
Aparentemente había aparecido, en silencio y sin la manifestación de luces y relámpagos
que solían acompañar a la magia arcana, frente a un edificio en ruinas. La estructura estaba
cubierta por la vegetación y no había indicios de luz ni de fuego en el interior.
Danifae se cubrió bien los hombros con el piwafwi para protegerse del gélido frío
reinante. Se dirigió con gran sigilo hacia la entrada. Sus ojos se iban adaptando poco a poco,
y para cuando llegó al edificio en ruinas ya veía bastante bien. En el interior, Halisstra y
Ryld estaban sentados, espalda contra espalda. Los dos estaban sumidos en una profunda
Ensoñación, y por la posición de los cuerpos supo todo lo que necesitaba saber sobre la
relación que había entre ambos.
La antigua prisionera de guerra sintió que aumentaba el respeto que sentía por
Halisstra, pero también su desprecio. Halisstra había conseguido burlar a Quenthel y a los
demás, seducir al resuelto maestro de armas —algo admirable incluso para alguien que
había dedicado toda su vida a la manipulación y el engaño— y había establecido un dulce y
pequeño hogar para ambos en el bosque helado e infestado de animales, un acto extraño e
indecoroso de traición contra la naturaleza esencial de los elfos oscuros.
Danifae cogió aire y lo dejó salir en un silbido agudo, aflautado. Halisstra abandonó la
Ensoñación sin pestañear y la miró. La primogénita de la casa Melarn había establecido ese
sonido como señal entre ambas hacía años, y ambas habían tenido ocasión de usarlo más
de una vez.
Halisstra esbozó una media sonrisa y señaló a Ryld con un lento movimiento de los ojos.
Danifae asintió con la cabeza.
Halisstra se puso de pie lenta y cuidadosamente para no molestar a Ryld.
—¿Estás bien? —preguntó en un susurro el maestro de armas sin ni siquiera abrir los
ojos.
—Estoy bien. En seguida vuelvo —respondió Halisstra en el mismo tono.
Ryld asintió y volvió a su meditación mientras Halisstra salía sin hacer ruido de la
estructura en ruinas. Segura de que Ryld no la había visto, Danifae condujo a su antigua
señora a una distancia conveniente de las ruinas, esperando a que Halisstra dijera que ya
estaban bastante lejos. Se detuvieron y se miraron la una a la otra por primera vez como
dos drows libres.
¿Y el Vinculo?, inquirió Halisstra por señas.
Eliminado por Quenthel…, respondió Danifae. En realidad por Pharaun, pero por orden de
Quenthel. Hemos encontrado un barco del caos que nos llevará de vuelta al Abismo.
Halisstra se retrajo visiblemente antes de hablar.
Ya veo por qué escapaste.
En realidad no lo hice, replicó Danifae. Me enviaron junto con el maestro de Hune a
buscar provisiones para nuestro funesto viaje.
¿Cuánto queda para la partida?, preguntó Halisstra.
Algunos días todavía, respondió Danifae.
¿Por qué vienes a contarme esto?, quiso saber Halisstra. Ahora eres libre. Vuelve a
Eryndlyn si te atreves, o sigue con los menzoberranios hasta el día inevitable en que todos
mueran. Haz lo que quieras, pero ya no necesitas mi permiso.
Te servía a ti, replicó Danifae, y ahora sirvo a Quenthel. No soy tan libre como piensas, con
o sin Vínculo.
Sobrevino un breve silencio mientras ambas se estudiaban en la oscuridad. Danifae
percibía lo mucho que Halisstra se había apartado del camino de Lloth, cosa que unos
segundos más tarde confirmó la propia Halisstra.
Ahora sirvo a Eilistraee, Danifae. Para mí ya no habrá más esclavos.
Danifae hizo como si estuviera pensando en esas palabras. En su fuero interno, lo que
intentaba era que su cabeza dejara de dar vueltas. La traición de su antigua señora era más
profunda de lo que había imaginado. Danifae no podía creer que se hubiera dejado apresar
por una señora tan débil, capaz de volver la espalda a toda su cultura a la menor
provocación, al menor indicio de debilidad. Ese pensamiento fue el que sacó a Danifae de su
confusión. Halisstra debía de haber interpretado el Silencio de Lloth como un signo de
debilidad, aprovechando la oportunidad para escapar. Pero ¿cómo era posible que una
sacerdotisa tratara de escapar del servicio de Lloth?
Me gusta cómo suena, dijo Danifae por señas, pero todos somos esclavos tarde o
temprano.
No tenemos por qué serlo, fue la rápida respuesta de Halisstra.
Danifae pestañeó al ver con qué claridad, convicción y despreocupación manifestaba
Halisstra sus ideas.
Lloth no va a volver ¿verdad?, preguntó Danifae.
No lo sé, dijo Halisstra, pero no tiene un buen cariz.
Si muero mientras la sirvo, preguntó Danifae, ¿adónde irá mi alma? No había almas de
drow en la Red Demoníaca de Pozos, ni entrada alguna más allá de las puertas selladas.
¿Dónde están todas esas almas?
Halisstra miró a su antigua cautiva con una expresión dolida, franca, que hizo que a
Danifae se le erizara la piel.
¿Qué intenciones traes?, preguntó Danifae.
Has sido tú quien me encontró, respondió su antigua señora. Dime, ¿cuáles son tus
intenciones? ¿Me estás espiando para los burócratas Baenre?
No, respondió Danifae con tono cortante. Le di el esquinazo a Valas en Sschindylryn. Era
el único lugar donde podía encontrar un portal y dar contigo. No me fío de los
menzoberranios.
No tienes motivos para hacerlo, replicó Halisstra estudiando a su antigua cautiva.
¿Qué está haciendo aquí el maestro de armas?, inquirió Danifae.
Pudo ver por la reacción de Halisstra que las cosas entre ella y el maestro de armas
habían tomado un inesperado cariz. La luz y el aire del Mundo de Arriba indudablemente
habrían afectado a Halisstra de una manera imprevisible. Danifae se maravilló de que
pudieran suceder cosas así.
¿Te sientas en Ensoñación contra su espalda?, preguntó.
Halisstra se irguió cuan alta era y trató de recuperar el porte de una dueña de esclavos.
Danifae no estaba dispuesta a desempeñar el papel de una prisionera de guerra.
En lugar de montar en cólera, Halisstra se relajó.
¿Tú te sientas de la misma manera con Quenthel?, le preguntó por signos.
Danifae se mostró convincentemente incómoda ante la pregunta. Ella intimaba con
Quenthel no por alguna extraña emoción como el amor o la compasión, sino porque sabía
que podía ayudarla. Quenthel, por su parte, utilizaba a Danifae para obtener placer físico y
también para tener a alguien que le diera coba. Todo era perfectamente natural. Halisstra,
en cambio, parecía haber trascendido un límite con Ryld Argith, y eso era algo que Danifae
comprendía que le podría ser de utilidad.
Dijiste que Quenthel está llevando la expedición de vuelta al Abismo, dijo Halisstra por
señas. ¿Por qué? ¿Para qué hacer eso? ¿Qué sentido tiene?
Danifae podía haberle dado algunas razones, pero el hecho era que había otras que ella
no tenía claras.
Puedo explicarlo todo, mintió Danifae, pero debo volver a Sschindylryn. Valas empezará a
sospechar y se marchará sin mí. Debo volver a la Antípoda Oscura y después al Lago de las
Sombras. Volveré a ponerme en contacto contigo.
Halisstra la estudió de arriba abajo.
—Te estaré esperando —susurró al oído de Danifae.
Danifae asintió, la saludó con una leve inclinación de cabeza e hizo todo lo posible por
mirar a la primogénita de la casa Melarn con aire fraternal y amistoso.
Cuando Halisstra hubo desaparecido en el interior del bosque oscuro, Danifae añadió
algo por señas a sus espaldas.
Volveremos a vernos muy pronto, Halisstra Melarn. Antes de lo que piensas.
Danifae tocó el anillo que le había quitado al moribundo Zinnirit y después de uno o dos
segundos de extraña sensación se encontró de vuelta en el portal.
«Perfecto —pensó Danifae—. Ha funcionado a la perfección».
Capítulo 11
Probablemente, Valas compró más provisiones de las necesarias —tres grandes bolsas con
más de lo que podían cargar ambos— pero no podía dejar de pensar que estarían fuera más
tiempo del que pensaba Pharaun. Hasta el momento, el viaje ya había durado más de lo que
ninguno de ellos suponía al dejar Menzoberranzan.
Estaba sentado en la terraza de un café, en lo alto del centro de la ciudad-zigurat,
esperando a Danifae. Era evidente que la prisionera de guerra no bromeaba cuando dijo
que no haría caso de sus llamadas.
Valas no estaba precisamente ansioso por volver al Lago de las Sombras, pero quería
salir de la ciudad. Los elfos oscuros de todo Sschindylryn andaban mirando de reojo. Los
ánimos estaban inquietos y las razas menores tenían un brillo peligroso en los ojos. La
ciudad no estaba tan mal como Ched Nasad, pero el explorador se daba cuenta de que tarde
o temprano acabaría igual.
—¿Me esperabas? —preguntó Danifae.
Valas se volvió, sorprendido al verla de pie, a sus espaldas. No había notado su
presencia.
—Ciudades… —suspiró.
Se puso de pie y reunió rápidamente los bultos.
—¿Realmente tienes tanta prisa? —preguntó Danifae colocando una silla al otro lado de
la mesa a la que él había estado sentado.
Lo miró con un brazo levantado y una ancha y radiante sonrisa. Parecía diferente. Valas
no pudo evitar notarlo.
—En los Reinos de Arriba —dijo Danifae— es costumbre que los caballeros inviten a
una dama a una copa. Eso tengo entendido.
Valas sacudió la cabeza, pero le resultó difícil apartar los ojos de ella.
La silla en la que había estado sentado se deslizó lentamente hacia él. Ella la empujaba
con el pie por debajo de la mesa.
—Pide una botella de vino de algas —pidió con un mohín.
Valas se volvió para pedir el vino, pero se detuvo.
—Deberíamos volver —dijo—, los demás nos estarán esperando.
—Que esperen.
Valas respiró hondo y cargó los bultos sobre sus hombros.
—La señora Quenthel se disgustará —dijo, y aunque no le importaba nada, el hecho es
que quería ponerse en camino.
—Que se disguste —insistió Danifae sin dejar de sonreír, aunque sus ojos tenían una
expresión más fría—. Me gustaría tomarme un descanso.
—Su casa es la que paga —dijo el mercenario, reacio a sentarse.
Danifae lo miró y Valas sintió que se le erizaba la piel. Era como si ella se la estuviera
arrancando con los ojos para mirar en su interior.
La joven se puso de pie lentamente, separándose de la silla poco a poco y Valas
contempló cada uno de sus sutiles movimientos. Ella tendió una mano.
—Llevaré uno —dijo.
Valas ni se movió para darle uno de los bultos.
Fuera lo que fuese lo que había cambiado en Danifae, Valas trataba desesperadamente
de que no le gustara.
Para el drow, igual que para el resto de las razas sensibles de la superficie y de debajo de la
superficie de Faerun, cada individuo tenía sus propias habilidades y sus propios talentos,
su propio uso individual que servía al conjunto de algún modo, aunque sólo fuera como
incordio. En Menzoberranzan el talento era algo que se identificaba claramente, y las
habilidades eran una mercancía que se intercambiaba en el mercado y se impartía a los
jóvenes con gran cuidado y economía. El individualismo sólo se aceptaba dentro de ciertos
límites y de forma escasa o nula para los varones de las especies.
—Es un lich —dijo el maestro de Sorcere—, de modo que su tacto paraliza.
Había pocos lugares donde un varón drow gozara de ciertas ventajas, y uno de ellos
eran los salones de Sorcere. Eran las hembras las que ostentaban el poder y, cuando las
cosas eran como debían ser, el oído de Lloth; pero eran los varones los que estaban
sintonizados con el Tejido. Por supuesto, no todos los magos eran varones… sólo los
mejores, y Gomph Baenre, el archimago de Menzoberranzan, sin duda tenía bastante que
ver con eso. Después de todo, era responsabilidad suya identificar el talento para el Arte en
los jóvenes drows de todas las casas de la ciudad, y se reservaba el derecho de elegir a los
que irían a Sorcere a estudiar. A él le correspondía determinar si alguna vez terminarían
sus estudios. El hecho de que la mayoría de los magos de Menzoberranzan fueran varones
no era coincidencia, ni accidente de nacimiento ni cuestión de estadísticas, sino una jugada
realizada con mucho cuidado y a menudo sin demasiada sutileza en el gran juego sava de la
Ciudad de las Arañas. El hecho de que la mayor parte de las hembras prefirieran servir a
Lloth no hacía sino facilitar la manipulación.
—Irradiará un aura de miedo —continuó el maestro de Sorcere—, pero es probable que
eso no os afecte en absoluto.
Mientras fuera indudable que las sacerdotisas dominaban la ciudad, su dominio del Arte
era un consuelo, algo que reconfortaba a Gomph en su fuero interno. Ahora que Lloth
guardaba silencio, y las sacerdotisas se desvivían por encontrar respuestas, sumidas en el
tipo de caos que sólo una diosa demoníaca podía conjurar… bueno, las cosas habían
cambiado.
—Su tacto puede producir la muerte una vez por cada ciclo de veinticuatro horas —dijo
el maestro de Sorcere.
Para Gomph, lo más extraño sobre el desplazamiento de poder era lo poco que le
gustaba. Después de todo, había pasado toda una vida manipulando el sistema para que
sirviera mejor a su casa y a sí mismo. Cuando el sistema se tambalease, tal vez estaría en
condiciones de derrocar a su hermana y al resto de las madres matronas, y tomar el control
de Menzoberranzan, pero ¿por qué? ¿Qué podía ganar? ¿Cómo podía mejorar su posición?
Disfrutaba de todas las ventajas que le daba la posición de la casa Baenre y de Sorcere, pero
siempre había alguien más hacia quien desviar responsabilidades, alguien a quien
manipular.
—Hay numerosos efectos de los conjuros que no afectan a un lich —dijo el maestro—.
Entre ellos figuran el frío, el relámpago, el veneno, la parálisis, la enfermedad, la
nigromancia, el polimorfismo y los conjuros que afectan a la mente o influyen en ella. Es
mejor no molestarse siquiera en prepararlos.
Gomph era el tercer elfo oscuro en la jerarquía de poder de Menzoberranzan y, al diablo
con Lloth, le gustaba que fuera así.
—Es probable que vista una túnica de seda negra —continuó el maestro de Sorcere—,
eso le permitirá conjurar una barrera de espadas arremolinadas.
Bueno, tal vez le gustaría ser segundo, pero de todos modos…
—La corona —terminó— es más que una mera afectación. Puede guardar y reflejar
conjuros ofensivos.
Gomph Baenre estaba sentado en el suelo de una habitación muy pequeña, muy oscura
y muy secreta en lo más recóndito de Sorcere, rodeado de un círculo de magos que eran los
más poderosos de la ciudad, de los más poderosos hacedores de conjuros de toda la
Antípoda Oscura. Los demás magos, todos ellos maestros de Sorcere, salmodiaban y
gesticulaban, y arrojaban al aire o sujetaban entre los dedos todo tipo de símbolos, tótems,
focos y componentes. Rociaban al archimago con magia protectora, a tal velocidad que ni
siquiera se molestaban en anunciarle que lo estaban haciendo. Gomph tenía pocas dudas de
que, cuando terminaran, sería inmune a todo. Seguramente nadie podría hacerle daño,
como no fuera un hacedor de conjuros más poderoso que los maestros.
Y precisamente con un oponente así iba a enfrentarse Gomph.
—Debería ir contigo, archimago —dijo Nauzhror Baenre, transmitiendo en verdad una
falta de interés real.
—Si alguno de vosotros vuelve a decir algo así —replicó Gomph—, aunque sólo sea una
vez, voy a…
Dejó la amenaza inconclusa. No haría nada, y todos lo sabían, pero por respeto al
archimago, ninguno de ellos volvió a intentarlo. Todos eran lo bastante listos para saber
que Gomph pretendía enfrentarse a un enemigo que era el ser más peligroso de
Menzoberranzan. El lichdrow era un hacedor de conjuros de poder extraordinario, a veces
casi divino. Por supuesto que realmente no querían enfrentarse a él como pensaba hacerlo
Gomph: a pecho descubierto, en un duelo de conjuros que indudablemente haría historia
entre los drows.
Ese duelo era algo que sólo el archimago podía afrontar. A eso se reducía todo en
Menzoberranzan: varón contra varón, mago contra mago, primera casa contra segunda
casa, orden establecido contra revolución, estabilidad contra cambio, civilización contra…
¿el caos?
«Exactamente», pensó Gomph, aunque nunca lo habría dicho en voz alta. El orden
contra el caos, y Gomph era el que luchaba por el orden, por la ley, en nombre de una de las
más puras encarnaciones del caos en el multiverso: Lloth, una diosa con corazón de
demonio.
—Es extraño —murmuró el mago en voz alta— el cariz que toman las cosas.
—Es cierto, archimago —respondió Nauzhror como si leyera en la mente de Gomph,
cosa que tal vez hiciera—. Es realmente extraño.
Los dos magos Baenre cruzaron una sonrisa. Después, Gomph cerró los ojos y dejó que
los demás siguieran con sus conjuros. Los conjuros protectores y de contingencia lo
envolvían uno tras otro. A veces Gomph sentía una comezón, un calor, una brisa fría o una
vibración, y a veces no sentía nada.
—¿Has decidido dónde te vas a enfrentar a él? —preguntó Grendan en una pausa entre
uno y otro conjuro defensivo.
Gomph negó con la cabeza.
—¿En algún lugar fuera de la ciudad? —sugirió Nauzhror—. ¿Detrás de las líneas de los
duergars?
Gomph volvió a negar.
—Por lo menos —dijo Nauzhror—, deja que enviemos guardias para vigilar el lugar del
combate… dondequiera que sea… antes de que llegues. Podrían permanecer ocultos e
intervenir contra el lichdrow sólo si fuera necesario.
—No —dijo Gomph—. Dije que iría solo e iré solo.
—Pero, archimago… —empezó a decir Nauzhror en tono de protesta.
—¿Qué crees que podrían hacer por mí unos guardias contra el lichdrow Dyrr? —
preguntó Gomph—. Los desecaría y se los fumaría en su pipa, precisamente lo que yo haré
con cualquier soldado Dyrr que decida traer consigo. Dyrr se enfrentará a mí según mis
propias condiciones porque tiene que hacerlo. Tiene que derrotarme, y tiene que hacerlo
frente a todo Menzoberranzan. De lo contrario, será siempre el segundo, aunque consiga
derrotar a la casa Baenre.
Los magos continuaron con sus conjuros, dejando para Nauzhror y Grendan la
consideración de los aspectos prácticos del duelo.
—Entonces, Donigarten —sugirió Grendan.
—No —dijo Gomph, con una pausa cuando otro conjuro le provocó un leve escalofrío—.
No.
Miró a Nauzhror, que alzó una ceja, expectante.
—Creo que será en la Grieta de la Garra —dijo Gomph, tomando la decisión
inmediatamente antes de mencionarla.
—Excelente elección, archimago —dijo Nauzhror—. Apartado de cualquier propiedad
valiosa y de la mayor parte de los mejores drows de Menzoberranzan, de los que quedan
tan pocos en estos días.
Un estudiante entró y puso rápidamente una pequeña bola de cristal en un pequeño
soporte dorado sobre el suelo, frente al archimago.
Gomph no hizo el menor intento de agradecérselo al estudiante, que ya salía a toda
velocidad de la habitación.
Escrutó la bola de cristal, alzando una mano para aquietar la barrera de conjuros de
protección. El cristal se volvió borrascoso primero y después unos destellos de luz
atravesaron las arremolinadas nubes dentro del globo que hacía poco era perfectamente
claro.
Gomph evocó mentalmente una imagen de memoria del lichdrow y la mantuvo
haciendo a continuación todo lo posible por transmitirla al globo. Encontraría al lichdrow, a
menos que Dyrr pusiera en juego su energía para tratar de impedirlo. Gomph bajó la mano,
y varios de los magos más concienzudos empezaron otra vez a hacer conjuros, musitando
ensalmos y trazando configuraciones invisibles en el aire, como si hubieran estado
sentados allí conteniendo el pensamiento.
«Ahí está», pensó Gomph cuando apareció en la bola de cristal una imagen del lichdrow
andando confiado por un salón de la casa Agrach Dyrr. «Ahí está».
Gomph reconoció el salón. Había estado allí en varias ocasiones, antes de que las cosas
empezaran a disgregarse, cuando las casas de Agrach Dyrr y Baenre eran estrechos aliados
y compartían negocios. Centró su atención en Dyrr. Mientras observaba al lichdrow
gritando órdenes a los guardias de su casa y a otro drow armado, Gomph hizo su propio
conjuro.
—Buenas tardes, Dyrr —le dijo Gomph a la imagen de la bola de cristal—. Será en la
Grieta de la Garra. Sé que no necesito decirte que vayas solo. Sé que siempre estás
dispuesto.
Gomph no esperó la respuesta. Hizo una señal afirmativa a sus magos y cerró los ojos.
—Estaremos observando, archimago —dijo Grendan— y estaremos en contacto
constantemente.
—Sería una falta de responsabilidad —dijo Nauzhror—, no pedirte una vez más que me
dejes ocupar tu lugar en…
—Sería una falta de responsabilidad por mi parte esconderme detrás de mis inferiores
—dijo Gomph—. Además, primo, fuiste archimago durante algún tiempo y estoy seguro de
que te gustó.
—Claro que sí —admitió Nauzhror—. Me gustó mucho.
—Pues bien, si esperas vivir lo suficiente para volver a ser archimago, me esperarás
aquí.
El ambiente era tranquilo, pero lento en el barco del caos. Pharaun trataba de no mirar a
Quenthel. A pesar de todo, se había dado cuenta de que ella parecía incapaz de sumirse en
la Ensoñación. Se le notaba la tensión en los hombros, y siempre tenía en la mano su látigo
de cabezas de serpiente. Las víboras no dejaban de retorcerse y frotaban los flancos de sus
cabezas contra la piel cálida y oscura de la suma sacerdotisa.
El uridezu la miraba subrepticiamente, cosa que a Pharaun no dejaba de resultarle
curiosa.
Había sido él quien había encadenado al demonio, y sin embargo Raashub estaba más
pendiente de Quenthel. Era cierto que la sacerdotisa Baenre seguía estando, al menos
nominalmente, «a cargo» de la expedición, pero su liderazgo había sido siempre más bien
ceremonial, al menos eso era lo que pensaba Pharaun.
Al maestro de Sorcere le resultaba difícil organizar sus ideas sobre la cuestión, aunque
no sólo en ese momento, pero el demonio la miraba de una manera extraña.
Suspiró y una vez más escudriñó la negra superficie del Lago de las Sombras. Colocó la
mano en la barandilla y la retiró al sentir el pulso caliente de la sangre que circulaba por
ella. El barco apenas se movía en la calma chicha del oscuro lago, pero Pharaun no podía
evitar la sensación de que tenía que sujetarse a algo. Su mano tropezó con las jarcias
amarillentas y retorcidas que para todos tenían el aspecto de un auténtico trozo de
intestino, pero tampoco aguantó mucho tiempo el contacto.
El barco demoníaco no encajaba muy bien en la estética de Pharaun. El mago se apartó
el pelo de delante de los ojos y trató de no pensar en el aspecto que tendría. Llevaba
demasiado tiempo sin darse un baño, ya que la higiene había pasado a ser para todos ellos
algo secundario y ya empezaban a oler muy mal. Jeggred era el peor de todos en un buen
día, pero el mago se dio cuenta de que también empezaba a evitar a Quenthel. A pesar de
todo, la idea de bañarse en las aguas frías y oscuras del Lago de las Sombras no era muy
atractiva. Pharaun bien podía imaginar lo que sería vivir en las profundidades del lago, y no
quería ofrecerse como un gusano en un anzuelo.
El barco crujía y gemía, aunque no mucho. Esporádicamente llegaba el eco de un
chapuzón o una salpicadura u otro pequeño movimiento del agua. El mago empezaba a
pensar que lo que más enervante le resultaba era el silencio.
Algo lo golpeó en la nuca con fuerza suficiente como para hacerlo caer de bruces sobre
la cubierta de hueso.
Sorprendido por el hecho de haber sido tomado por sorpresa, Pharaun se quedó unos
segundos en el suelo, tiempo suficiente para que, fuera lo que fuese que lo había golpeado,
lo sujetara por el tobillo. Inmediatamente el pie se le quedó entumecido y a continuación
sintió que lo levantaban del suelo. Todavía no había vuelto en sí del todo —aunque al
principio no se había dado cuenta de que el golpe hubiera sido tan fuerte— cuando se
encontró con que lo revoleaban en el aire por el tobillo. Mientras giraba como un torbellino,
pudo entrever algo de lo que pasaba.
Una partida de uridezu estaba abordando el barco, saltando por encima de la barandilla
y dejando caer agua y gusanos a su paso. Con el gris pelaje reluciente y moviendo las colas a
un lado y a otro, los ratidemonios volvían al ataque, esta vez con refuerzos, aunque
Pharaun no podía hacerse una idea exacta de su número mientras el uridezu lo hacía girar
en el aire.
El mago supo que había estado en lo cierto cuando supuso que el primer uridezu al que
Raashub había convocado sólo pretendía ponerlos a prueba.
El demonio que lo tenía sujeto lo soltó de golpe y Pharaun salió disparado por los aires.
Vio que la barandilla pasaba por debajo de él y mientras se encontraba volando sobre la
superficie del agua hizo un conjuro. Para cuando golpeó la superficie mordaz, ya estaba en
condiciones de respirar agua.
El mago no perdió el tiempo. Nadando y usando los poderes levitatorios de su broche
para ayudarse en su impulso descendente, Pharaun se dirigió hacia las profundidades de
las aguas, negras como boca de lobo. El lago estaba tan frío que producía rigidez, pero él
nadaba lo más rápido que podía. A su alrededor había sombras de seres. Había peces —
esperaba—, serpientes —temía—, y otras cosas… que se arrastraban por el fondo.
El lecho del lago estaba cubierto de sedimentos aluvionales extrañamente atractivos al
tacto. Pharaun se hundió en ellos hasta el cuello y cerró los ojos convirtiéndolos en apenas
unas hendiduras transversales, de modo que todo lo que se pudiera ver fuera su cara negra
contra el fondo uniformemente negro.
Algo pasó rozándole la pierna, pero Pharaun no se movió.
El agua profunda y el fondo removido ponían en serias dificultada la visión oscura de
Pharaun, pero vio a dos uridezu que surcaban las aguas por encima de donde él estaba.
Sintiéndose seguro en su escondite… algo… lo pasó rozando, Pharaun observó a los
ratidemonio nadando con sorprendente agilidad y volviendo las cabezas a un lado y a otro
mientras examinaban el lecho del lago en busca del mago drow. Pharaun esperó a que se
acercaran más, más… y entonces lanzó una llamarada de fuego feérico y los envolvió en él.
Los demonios reaccionaron a la magia con confusión. La luz purpúrea no sólo contorneó
sus siluetas en el agua oscura, poniéndolos en dolorosa evidencia, sino que también destacó
los detalles de sus pellejos, sus bigotes y la expresión preocupada de su rostro.
Pharaun dio una patada y se liberó lentamente del fondo al tiempo que hacía un
conjuro. Los uridezu lo vieron y con un rápido movimiento de sus colas en el agua se
apartaron el uno del otro para no ser englobados por el mismo conjuro. Pharaun escogió
uno al azar y congeló el agua en torno a él.
El maestro de Sorcere sabía que el hielo no le infligiría herida alguna, pero al menos lo
inmovilizaría. Pharaun sonrió brevemente admirando su creación. El uridezu, convertido
en un sólido bloque de hielo se hundió lentamente hasta tocar fondo, dejando un rastro de
burbujas a su paso.
El segundo uridezu acudió nadando rápidamente, arrastrando tras de sí una estela de
brillantes gusanos purpúreos. Los pequeños gusanos salían de su maltrecho ojo izquierdo,
una vieja herida de hacia mucho. Giró en redondo en el agua y golpeó al mago con su rosada
cola coriácea. Pharaun recibió el golpe con una mueca de dolor.
Cuando el uridezu se dio la vuelta, con la intención obvia de destrozar a Pharaun con
sus garras, el maestro de Sorcere tocó su anillo de acero. El estoque apareció ante él y
Pharaun apuntó con él al demonio sin vacilar. La espada danzante le infligió una herida
profunda, y, tal como el mago había planeado, distrajo la atención del uridezu, que se
dedicó a defenderse contra la espada mágicamente animada.
Contentándose con dejar que el estoque mantuviese ocupado al demonio, Pharaun se
apartó de ellos con una patada, sacando de su cinturón al mismo tiempo la ballesta y un
virote. Cuando tuvo la llave amartillada, Pharaun recurrió al poder de su broche para
levitar y salir rápidamente del lago. En cuanto su cara salió a la superficie empezó a toser
hasta echar fuera toda el agua que tenía en los pulmones.
Se elevó en el aire a unos cuatro metros por encima de la superficie y se mantuvo allí
suspendido, goteando agua negra que volvía a la ondulada superficie del Lago de las
Sombras.
El mago volvió a centrar su atención en el barco del caos. Jamás este nombre le había
ido tan bien a la nave. Quenthel y el draegloth defendían sus vidas frente a la partida de
ratidemonios que los había abordado. Antes de que Pharaun pudiera formarse una idea
clara de la situación, Jeggred le abrió el vientre a un uridezu, cuyas tripas cayeron sobre
cubierta en un montón humeante, a los pies del draegloth cubierto de sangre. Pharaun
contó cuatro demonios, además de Raashub. El capitán había reunido a siete de los suyos.
El mago miró hacia abajo, comprobando los progresos del estoque danzarín. La hoja
animada cortó la garganta del uridezu sumergido, que se estremeció y cayó inerme, para
flotar después lentamente hacia la superficie. Su sangre ardiente hacía subir un vapor con
emanaciones que olían a cobre.
El maestro de Sorcere recuperó su estoque y, apuntando su ballesta, volvió a mirar el
barco del caos. Quenthel mantenía a raya a un uridezu con su látigo mientras otro se
aprestaba a atacarla por detrás. Pharaun no tenía un buen ángulo de tiro, de modo que hizo
una pausa, y ése fue todo el tiempo que necesitó el uridezu para morder a Quenthel en el
cuello.
La sangre se amontonó en torno a la herida profunda, y la suma sacerdotisa apretó los
dientes de dolor. Con una sacudida brusca y vigorosa de su hombro, Quenthel consiguió
apartar al demonio. A Pharaun le resultaba difícil ver desde lejos, pero estaba seguro de
que el uridezu había dejado unos cuantos dientes en el cuello de la señora.
Un movimiento de Jeggred llamó la atención del mago. El draegloth avanzaba sobre
Raashub. El pánico se apoderó del maestro de Sorcere. Con ataque o sin él, necesitaban a
Raashub para pilotar el barco. Jeggred no veía la hora de matar al capitán desde el
momento mismo en que se apoderaron del barco, y el abordaje era la excusa que
necesitaba para concretar sus amenazas.
Plenamente consciente de lo irónico de la situación, Pharaun lanzó un conjuro para
levantar un muro de fuerza invisible entre el capitán uridezu y el draegloth que se
abalanzaba sobre él. Jeggred choco violentamente contra el muro y a punto estuvo de
perder pie. Raashub se replegó apartándose del draegloth y empezó a olisquear el aire
delante de sí, tan intrigado por el hecho de haber escapado por un pelo como el propio
Jeggred.
Quenthel lanzó un codazo al uridezu que la había mordido, pero éste consiguió esquivar
el golpe. Los ataques de Quenthel eran espasmódicos y azarosos, y Pharaun se dio cuenta
de que los dos uridezu a los que se enfrentaba acabarían matándola.
El maestro de Sorcere fabricó rápidamente un conjuro y lanzó la energía que fluía de él
contra el uridezu que había mordido a Quenthel.
Una enorme mano negra brotó del aire y Pharaun tomó control de ella mentalmente.
Los uridezu que estaban asediando a Quenthel se apartaron de la mano, pero fue
demasiado tarde para el que la había mordido. La mano se cerró en torno a la criatura y
empezó a apretar. Volviendo a evaluar la situación, Pharaun vio que Jeggred se dedicaba
ahora al otro uridezu, dejando a Raashub acurrucado detrás del muro de fuerza.
El mago sólo tenía que desear que la mano encantada apretara con todas sus fuerzas y
dejar que hiciese lo que le viniera en gana. Cuando al uridezu atrapado por la mano empezó
a faltarle el aire, Pharaun apretó el dedo sobre el disparador de su ballesta y el virote salió
disparado por el aire, para alojarse en el pecho del otro demonio, que se volvió para ver de
dónde había salido el proyectil.
El uridezu aprisionado por la mano tenía la boca muy abierta, pero de ella no salía el
menor sonido. Se había quedado sin aire.
Pharaun volvió a cargar la ballesta, y la mano conjurada apretó todavía más. Al demonio
se le salían los ojos de las órbitas y Pharaun no podía dejar de mirar.
El mago lanzó otro virote contra el demonio que todavía trataba de esquivar el látigo de
la suma sacerdotisa. El proyectil dio en el blanco, empujando al uridezu hacia Quenthel. El
hombre-rata se tambaleaba, pero no estaba muerto ni mucho menos, que era más de lo que
podía decirse del que la mano tenía prisionero. Su cuerpo estaba a punto de quebrarse y al
fin estalló en un torrente de sangre y tejidos. Murió al cabo de unos segundos de agonía.
Pharaun volvió a cargar la ballesta y observó al uridezu al que su último proyectil había
empujado contra Quenthel. La suma sacerdotisa avanzó rápidamente, con el látigo en una
mano y la otra apretada en un puño.
La Señora de la Academia dio semejante puñetazo al uridezu que la atacaba que su
cabeza estalló en fragmentos. El reluciente cerebro gris y amarillo del demonio saltó fuera
y fue dando saltos sobre la quieta superficie del lago. Pharaun sabía que la fuerza de la
sacerdotisa provenía de algún recurso mágico, y tomó nota mentalmente para no dejarse
sorprender por sus hazañas.
El movimiento y la luz que llegaban de abajo llamaron la atención de Pharaun. El
uridezu al que había dejado congelado había conseguido liberarse y avanzaba con grandes
movimientos de cola de rata. De un salto trató de llegar hasta donde Pharaun estaba,
todavía suspendido sobre el agua.
Pharaun lanzó un conjuro que le permitió empujar al demonio y devolverlo al agua. El
maestro de Sorcere siguió empujando hasta que el uridezu se deslizó para hundirse en la
capa de sedimento. Mantuvo el empuje hasta que la criatura golpeó el lecho rocoso del lago,
un metro y medio por debajo del sedimento y se aplastó contra la piedra. Sintió cómo se le
Aliisza contuvo la respiración mientras miraba cómo el drow luchaba contra el uridezu. Los
ratidemonios no eran los enemigos más impresionantes, pero en conjunto, aquella lucha
era todo un espectáculo. Pharaun componía una figura especialmente atractiva, suspendido
en el aire, tan mojado y vigoroso. Aliisza se estremecía al mirarlo.
La semisúcubo, invisible, permaneció en el aire, por encima de la regia drow, que había
sido paralizada por la mordedura del uridezu al que había despachado con muy poco estilo.
Otro de los ratidemonios mostraba amenazador a la paralizada sacerdotisa sus
colmillos desnudos, chorreantes de saliva tóxica. Rabioso, emitía un chillido escalofriante
mientras se acercaba cada vez más a la matrona drow.
Un bramido profundo hizo que Aliisza prestara atención al draegloth. El semidemonio
se enfrentaba a un ratidemonio, al que acabó desgarrando el vientre con sus garras. El
demonio consiguió evitar que sus entrañas se derramaran sobre cubierta. De los labios
temblorosos del uridezu salió una especie de silbido mientras trataba de alcanzar al
draegloth con un golpe de su cola. El gigante, mezcla de drow y demonio, esquivó el golpe
con sorprendente agilidad.
El capitán del barco del caos hacía sonar sus cadenas pero seguía sujeto a la cubierta.
Aliisza sintió la presencia de un muro invisible que separaba al capitán de los demás. Era
como si el aire se hubiera solidificado en ese lugar. Podía ver la magia del Tejido
reverberando.
A Aliisza no le interesaba especialmente la suerte que corrieran el capitán uridezu o el
bruto y poco atractivo draegloth, pero no podía soportar la idea de que la atractiva e
impresionante sacerdotisa drow fuera comida viva mientras estaba paralizada por una
criatura tan baja como un uridezu. La semisúcubo empezó a drenar la fuerza vital de esa
criatura mezcla de demonio y de rata sin dejar de mantenerse invisible en el aire.
El uridezu miró en derredor. Sentía que algo malo le estaba sucediendo. Tal vez sintiera
frío, o mareos, o debilidad o náuseas. Aliisza lo estaba matando, y tenía que saber que se
estaba muriendo. El ratidemonio plegó los brazos contra el cuerpo y Aliisza tuvo la
sensación de que estaba volviendo al Abismo, pero algo lo retenía allí, en el barco. Aliisza
también vio esa magia que lo mantenía ligado al mismísimo aire que lo rodeaba. Sólo
Pharaun podía ser responsable de eso.
El hecho de que el mago drow tuviera ese poder inquietó a Aliisza.
Se estaba preguntando de dónde habría salido el muro invisible cuando oyó un horrible
desgarro y tuvo que esquivar un chorro de sangre oscura. El draegloth había arrancado el
brazo al uridezu que había sido lo bastante tonto como para hacerle frente. A Aliisza no le
gustaba el olor de la sangre de ratidemonio… al menos no tanto como parecía gustarle al
draegloth.
El semidemonio recogió el brazo del uridezu y lo levantó por detrás de sí hasta que
rebotó en la pared invisible. Eso extrañó al draegloth, bueno, sería más exacto decir que lo
contrarió. Aliisza se dio cuenta de que alguien estaba tratando de mantener separados al
capitán uridezu y al draegloth.
Eso tenía que ser obra de Pharaun. Mientras el draegloth remataba al ratidemonio con
su propio brazo, Aliisza trataba de adivinar por qué el mago podía estar tratando de
proteger al capitán.
Susurró un conjuro rápido y se elevó más en el aire para que nadie más que Pharaun
pudiera oírla. Tuvo que dejar de drenar la fuerza vital del último superviviente del grupo
demoníaco, pero el draegloth ya se dirigía hacia él.
—Pharaun —susurró mientras recorría los últimos metros. Su voz llegó al mago como
si le hubiera susurrado al oído.
Aliisza vio la reacción del mago.
—Sí, soy yo —añadió—. ¿Estás protegiendo al capitán?
—¿Y qué si así fuera? —preguntó el mago, también como si le susurrara al oído.
—No lo necesitas —dijo.
—Sí que lo necesito —respondió el mago—. Es un barco del caos, Aliisza, y no sé mucho
de barcos. Jamás he pilotado una de estas cosas. Es probable que ningún drow lo haya
hecho en toda la historia.
—No es tan difícil —le explicó—. El barco está vivo. Basta con que le impongas tu
voluntad para que vaya a donde tú quieres.
—¿Así de fácil? —preguntó Pharaun, escéptico.
Aliisza observó cómo el draegloth despedazaba al debilitado uridezu con sus garras y
sus dientes.
—En cierto modo, sí —dijo.
Sin perder un segundo, el semidemonio se lanzó contra la pared invisible de una
manera salvaje y feroz. El espectáculo hizo que el corazón de Aliisza se desbocara.
El capitán uridezu estaba encogido detrás de la pared. Ni siquiera se molestó en tratar
de hacer como si no supiera lo que el draegloth iba a hacerle si finalmente superaba la
barrera invisible.
—Deja que el draegloth se encargue de él, cariño —dijo Aliisza mientras su conjuro
empezaba a desvanecerse—. Juntos podemos pilotar el barco.
Pharaun abrió una grieta dimensional y se deslizó por ella. En un instante se encontró
en la cubierta del barco del caos, junto a la paralizada sacerdotisa, y exactamente debajo de
la trémula e invisible semisúcubo, que empezó a bajar hacia donde él se encontraba.
—Jeggred —le dijo el mago drow al draegloth—, déjalo. Déjalo ya. Lo necesitamos.
El mago se volvió hacia la suma sacerdotisa, quien estaba de pie con la mano
chorreando sangre de uridezu. Las víboras de los extremos de su látigo hicieron a Pharaun
una sibilante advertencia de que no se acercara.
—Señora —le pidió—, dile que lo deje.
—Está paralizada —le susurró Aliisza al oído, tan cerca que era imposible que lo
hubiera hecho mediante un encantamiento.
Pharaun no se inmutó.
—A mí no va a hacerme caso —dijo con una sonrisa.
—Ya te dije que da igual, Pharaun —volvió a susurrar la semisúcubo—. No lo
necesitamos.
—¿Nosotros? —preguntó el mago.
Aliisza se sonrojó, aunque Pharaun no pudo verlo.
—Si Raashub puede pilotar esta nave —continuó Aliisza—, ¿por qué no habríamos de
poder nosotros? No será tan difícil.
Pharaun tomó aire y lo soltó en un suspiro.
—De todos modos, va a seguir desafiándome ¿no? —preguntó Pharaun.
—¿Con quién estás hablando? —inquirió Quenthel, sacudida por espasmos musculares
mientras se recuperaba de la mordedura paralizadora del uridezu.
—¿Acaso tú no lo harías si estuvieras en su lugar? —susurró Aliisza sin hacer el menor
caso de la suma sacerdotisa.
Pharaun se volvió hacia ella y la miró a los ojos, aunque Aliisza estaba segura de que no
podía verla. Le guiñó un ojo y se volvió hacia Quenthel.
—Jeggred quiere matar al capitán —dijo.
—Deja que lo haga —replicó la suma sacerdotisa mientras paseaba la vista por la
cubierta, aparentemente buscando algo con que limpiarse la sangre.
—Bueno —le dijo Aliisza al oído—, ahora es idea suya ¿no?
Pharaun movió una mano y dejó caer el muro.
El draegloth saltó sobre el capitán uridezu. Ambos chocaron contra la barandilla. La
cadena que ataba al uridezu a la cubierta, y al plano material, saltó como si estuviera hecha
con el pie de un hongo. Se oyó el eco de un enorme chapuzón, que lanzó sobre la cubierta
una enorme ola de agua del lago, que se mezcló con la sangre de demonio.
Aliisza levitaba por encima de ellos mientras Pharaun y Quenthel corrían hacia la
barandilla y escudriñaban las negras aguas. La superficie se llenó de burbujas y las ondas
delataban el enfrentamiento que estaba teniendo lugar debajo de la superficie.
Por fin las burbujas desaparecieron. Las ondas se fueron haciendo cada vez más leves y
reinó la calma.
—Ve a ver qué ha pasado —le dijo la sacerdotisa a Pharaun.
Aliisza contuvo las ganas de reír a voz en cuello.
Pharaun alzó una ceja.
—Me temo que no puedo —dijo mirando a Quenthel—. Tuve que cancelar el conjuro
que me permitía respirar bajo el agua.
La sacerdotisa se volvió hacia él, furiosa, pero el sonido de otro chapuzón puso fin a la
discusión. Algo salió disparado, formando un arco sobre el agua, y fue a caer sobre la
cubierta. La cabeza del capitán uridezu rodó hasta el otro lado del barco, hasta que paró,
con una mirada vacía en los ojos.
—Bueno —suspiró Quenthel, mirando a Pharaun—, no importa.
El draegloth subió lentamente a la cubierta por detrás de los dos elfos oscuros. El
semidemonio se sacudió el agua del cuerpo, salpicando a Pharaun y a Quenthel, que se
volvieron a mirar al draegloth.
—La verdad —dijo el semidemonio con voz ronca—, ha valido la pena esperar.
Capítulo 13
Danifae quería que se encontraran con ella en un templo en ruinas al borde de un pantano,
en la ribera oriental de un ancho río cuyas aguas iban a dar a un mar.
Halisstra se pasó la primera noche de caminata explicándole a Ryld el significado de la
mayor parte de esas palabras. Al amanecer del primer día habían llegado a la costa. La vista
de la extensión aparentemente interminable de agua grisácea dejó a Halisstra sin
respiración. Como le ocurría con la mayor parte del Mundo de Arriba, Ryld se sintió
inquieto, incluso nervioso. Halisstra confiaba en que se acostumbraría en algún momento, e
incluso en que llegara a gustarle. Tenía que ser así.
Bordearon la orilla occidental de lo que los habitantes de la superficie llamaban cuenca
del Dragón Reach durante dos largas noches de marcha, valiéndose de los aguzados
sentidos de Ryld, del bae’qeshel de Halisstra y de la magia de Eilistraeen para evitar a otros
viajeros y peligros inesperados. En las horas que precedieron al amanecer del tercer día se
detuvieron a orillas del delta de ancho río Lis, con la cuenca del Dragón, blanca y de gris, a
su derecha. A su izquierda, es decir el norte, se veía el río y extensiones intermitentes de
bosques y de nevadas colinas. El tiempo estaba nublado y ferozmente frío, y Halisstra tuvo
que recurrir a conjuros para evitar que se les congelaran los dedos de las manos y los pies.
—¿Tenemos que cruzar eso? —preguntó Ryld, aunque sabía la respuesta.
Estaban ocultos en un bosquecillo de árboles ralos. El delta del río estaba cuajado de
embarcaciones de todos los tamaños. Halisstra nunca había visto barcos como aquéllos. Las
olas las zarandeaban, y las linternas que llevaban en cubierta se bamboleaban con el viento
helado. La drow entrevió a algún humano armado recorriendo las cubiertas, alerta ante
algo que Halisstra no podía imaginar qué sería.
—Es un templo abandonado —le volvió a decir Halisstra a Ryld—. Un viejo templo
erigido en honor del asqueroso dios orco Gruumsh. Danifae dijo que está en el borde
occidental de un extenso pantano… un lugar inundado donde el agua cubre la vegetación y
donde proliferan criaturas peligrosas. El pantano está al otro lado del río.
Ryld asintió y siguió estudiando el agua mientras el brillo del sol empezaba a besar el
horizonte.
—¿Sabrías manejar uno de esos barcos? —preguntó Halisstra.
El maestro de armas negó con la cabeza.
—Entonces necesitaremos ayuda para llegar al otro lado —dijo la sacerdotisa—. Es
demasiada distancia y hace demasiado frío para nadar, y llamaremos demasiado la
atención si recurrimos a los conjuros. Si nos echamos los piwafwis por encima de la cabeza,
un barquero poco observador podría no notar que somos elfos oscuros.
Ryld dejó escapar un suspiro que quería decir que dudaba de que eso fuera posible,
aunque se podía intentar de todos modos.
Se pusieron en marcha siguiendo la orilla del río, avanzando lentamente en dirección
norte, en la penumbra grisácea que precede al amanecer. Ryld la hacía parar de vez en
cuando para echar una mirada en derredor o para estudiar una embarcación varada en la
orilla o flotando cerca de ella. En ningún caso se tomó la molestia de explicar por qué las
rechazaba, una detrás de otra, y Halisstra tampoco preguntó.
Por fin llegaron a una barcaza, con un solo remo, y un único palo. La embarcación había
sido arrastrada hasta la orilla, y a poca distancia de ella se veía el bulto de una criatura
humanoide que dormía sobre la áspera arena. Había encendido un fuego antes de sumirse
en la inconsciencia. Las últimas brasas ya se estaban apagando.
Ryld avanzó hasta escasos centímetros del barquero sin hacer el menor ruido. El
maestro de armas, lenta y silenciosamente, sacó su espada corta. Se puso en cuclillas al lado
del humanoide y el durmiente dejó escapar una especie de tos sonora y sostenida. Ryld se
incorporó un poco, miró a Halisstra y se encogió de hombros. Halisstra le respondió con el
mismo gesto. No tenía la menor idea de lo que significaba ese sonido, a menos que fuera
que el hombre, si es que lo era, se estaba ahogando.
Ryld le dio un empujón intencionadamente violento para darle la vuelta. El durmiente
tenía las toscas facciones amarillo grisáceas de un orco, pero no del todo. Abrió mucho los
ojos, respiró hondo y frunció el entrecejo con gesto furioso. Ryld apoyó la hoja de su espada
corta en el cuello del barquero, y el airado hombre se detuvo de repente. Halisstra
intervino. Al mirarlo más de cerca se dio cuenta de que era un semiorco. Habían tenido
suerte. Los semiorcos solían ser tan despreciados en el Mundo de Arriba como lo eran en la
Antípoda Oscura, de modo que podrían manejarlo con más facilidad para que mantuviera
en secreto su presencia.
—Silencio —murmuró Ryld en la gutural lengua comercial de las razas de la superficie.
El semiorco echó una mirada a Halisstra, después miró a Ryld a los ojos y pareció más
relajado. No dijo nada.
—Necesitamos un barco —dijo en voz queda el maestro de armas—. Nos llevarás al
otro lado del río y no se lo contarás a nadie.
El semiorco lo miró y sopesó lo que había dicho.
Ryld hizo presión sobre la garganta del barquero con su espada corta, lo suficiente para
hacer brotar un par de centímetros de sangre.
—No te lo estaba pidiendo —añadió el maestro de armas, a lo que el semiorco asintió.
Al cabo de unos minutos estaban en el barco. Frente a ellos, el negro horizonte fue
tomando una tonalidad azul profunda. Halisstra había empezado a habituarse al sol, pero
Ryld todavía lo odiaba, por eso habían estado viajando de noche. Para acudir a la cita que
habían concertado con Danifae tal vez tendrían que seguir viaje toda la mañana, pero
Halisstra sabía que Ryld no se quejaría.
—Creo que el barquero espera que le paguemos al llegar al otro lado —dijo Ryld en bajo
drow, con una mirada al semiorco, que simulaba no mirarlos—. ¿O es que aquí también
tienen a los semiorcos como esclavos?
Al principio, Halisstra pensó que estaba bromeando. Era difícil verle los ojos con la
capucha de su piwafwi cubriéndole la cabeza. Halisstra la llevaba de la misma manera, pero
cuando llegaron al centro del ancho delta, la sacerdotisa se dio cuenta de que ninguno de
los que había en los otros barcos se interesaba por ellos, y de que para los humanos,
incapaces de ver en la oscuridad, pasarían totalmente desapercibidos en la oscuridad, al
menos desde cierta distancia. Dejó caer la capucha, lo que provocó un gesto de irritación de
Ryld, que aún se cubría con la suya.
—¿Por qué no se lo preguntas? —dijo Halisstra señalando al barquero con un gesto de
la cabeza.
Ryld respondió que no.
—Danifae va a matarte —le dijo con tono de lo más normal.
—¿Eso crees?
—Yo lo haría —replicó el maestro de armas—. Fue tu prisionera de guerra durante
mucho tiempo y ya no lo es. Es normal que busque vengarse después de sus años de
dependencia.
—Es posible —tuvo que admitir Halisstra—, pero no lo creo.
—No se ven muchos de los vuestros por aquí —comentó de pronto el barquero en un
bajo drow con marcado acento.
El sonido de la voz de aquel medio humano, medio orco, hablando la lengua de los elfos
oscuros hizo que a Halisstra se le erizara la piel. Ryld sacó su espada corta.
El barquero levantó una mano, temblando.
—No pretendía ser irrespetuoso o algo así. Sólo decía…
—¿Has visto antes algún drow? —preguntó Halisstra antes de agregar algo en el
lenguaje de los signos—. Cien piezas de oro si te olvidas de nosotros.
El semiorco no reaccionó ante la pregunta. Ni siquiera ante el hecho de que ella había
tratado de comunicarse.
—Claro —respondió el barquero—, he visto un par de drows. No en los últimos
tiempos, pero…
Halisstra se encogió de hombros ante la respuesta del orco y se dirigió a Ryld por señas.
Creo que quería que supiéramos que nos entendía, no fuéramos a decir algo que nos
hiciera matarlo por haberlo oído.
Eso hizo sonreír a Ryld.
Puedes guardar la espada, añadió Halisstra.
El maestro de armas enfundó su arma.
—Si entiendes los signos, deberías decirlo ahora o te mataré —dijo.
El semiorco agitó una mano.
—No, no, señor. Te juro que no. Ni siquiera sabía lo que estabais haciendo. Yo me limito
a remar ¿vale? Ni siquiera tienes que pagarme por el viaje.
—¿Pagarte? —preguntó Ryld.
El semiorco miró para otra parte.
Nos oyó mencionar el templo, dijo Ryld por señas. Está claro que no es de fiar.
¿Y quién lo es?, preguntó Halisstra.
Danifae no, replicó el maestro de armas.
Eilistraee nos guiará, respondió la sacerdotisa. Danifae no tiene ninguna diosa que la
guíe.
Ryld asintió, aunque dejó claro su escepticismo.
Siguieron en silencio el resto del camino y no tardaron en llegar al otro lado del río.
Halisstra bajó al agua y tuvo que caminar hasta la orilla. Se volvió para ver a Ryld, que se
dirigía hacia el semiorco. El maestro de armas se colocó detrás del barquero, desenvainó a
Tajadora y le cortó limpiamente la cabeza. A continuación, volvió a guardar el arma. Todo
en un abrir y cerrar de ojos. La cabeza cayó al agua y Ryld empujó el cuerpo del barquero
para que la acompañara.
Ryld se encaminó hacia la orilla mientras Halisstra contemplaba la luz azul grisácea del
amanecer. Podía oír sus pisadas en el agua y después sobre las rocas, a sus espaldas, pero
Danifae se materializó en la cubierta del barco del caos y quedó muy sorprendida al ver lo
mucho que había cambiado. Valas apareció a su lado, y vio cómo su habitual expresión
estoica, inexpresivamente pragmática, se transformaba en una incómoda curiosidad… él
también se había dado cuenta.
Pharaun y Quenthel tenían mal aspecto y olían mal. El propio barco parecía diferente.
La cubierta, que antes era una blanca extensión ósea sin relieve, presentaba ahora parches
de tejido rosado y surcado por arterias por las que se veía circular la sangre. Entre los
huecos de los huesos se veían tendones y unos incipientes ligamentos. El barco parecía
vivo.
Pharaun y Jeggred los miraron cuando aparecieron, pero sólo Pharaun se puso de pie. El
draegloth miró hacia un lado, y Danifae siguió su mirada hasta Quenthel. Los ojos de
Jeggred despedían fuego al mirar a la suma sacerdotisa, que estaba sentada en la cubierta
de espaldas a los demás, acariciando distraídamente una de las víboras de su látigo.
—Bienvenidos de vuelta al húmedo y aburrido culo de la Antípoda Oscura —dijo el
maestro de Sorcere. Sólo miró a Danifae, pero se acercó a Valas con la mano tendida—.
¿Tenéis lo que necesitamos?
El explorador asintió y le entregó al mago uno de los sacos mágicos que contenían las
provisiones.
Danifae seguía con la atención fija en Jeggred, que por fin cruzó una mirada con ella y la
saludó con una inclinación de cabeza. La ex prisionera de guerra sonrió al draegloth y le
devolvió el mismo gesto… entonces se dio cuenta de que el uridezu no estaba.
—¿Qué ha pasado aquí? —le preguntó a Pharaun.
El mago empezó a reírse, y al principio pareció que iba a seguir haciéndolo durante
largo rato. Cuando nadie coreó sus risas, se calmó y respiró hondo.
—¿Señora? —Danifae llamó a Quenthel.
No hubo respuesta.
Jeggred volvió la vista hacia la suma sacerdotisa y tampoco dijo nada.
—¿Vamos a…? —le preguntó el explorador a Pharaun.
—Oh, sí —respondió el mago—, zarparemos tal como habíamos planeado. Resultó que
no necesitábamos los servicios del capitán uridezu después de todo. Jeggred tuvo la
amabilidad de rescindir su contrato. Yo mismo pilotaré el barco hasta el Abismo y en el
viaje de regreso.
Valas asintió, se sentó y empezó a colocar las provisiones. Pharaun permaneció de pie a
su lado, haciendo algún que otro comentario sobre lo que había comprado el explorador.
Quenthel seguía sentada de espaldas a los demás sin decir palabra. Danifae se acercó a
Jeggred, tanteando su humor. Parecía deseoso de hablar con ella, de modo que se sentó a su
lado.
—¿Ensoñación? —preguntó señalando a Quenthel con la cabeza.
—No —dijo el draegloth sin hacer ningún esfuerzo por bajar la voz—. Ha tenido
dificultades para sumirse en la Ensoñación. La señora se está debilitando.
Danifae cogió aire mientras buscaba en los ojos del draegloth alguna señal que no fuera
de auténtico enfado con Quenthel. No parecía posible que Jeggred hubiera llegado a tanto
en el tiempo, relativamente corto, que ella y Valas habían estado ausentes, pero era
evidente que las cosas habían avanzado mucho más rápido de lo que esperaba.
—El «capitán» —dijo Jeggred con voz ronca— convocó a algunos de los suyos. Nos
atacaron, y los vencimos.
—¿Quenthel no luchó? —quiso saber Danifae.
Jeggred miró a la suma sacerdotisa, que guardaba silencio, y se quedó pensando la
respuesta durante un momento.
—Luchó —dijo por fin—, pero ella…
Danifae esperó unos instantes a que terminara, al ver que no lo hacía, tomó la palabra.
—Todos servimos a señoras más altas, Jeggred. La madre matrona de la casa Baenre, en
tu caso, y en el mío a la propia Lloth, ambas señoras son más grandes que Quenthel. Si
tienes algo que tu madre matrona o tu diosa necesiten saber, debes decirlo. El deber te lo
demanda.
Jeggred la miró fijamente a los ojos, y ella dejó que lo hiciera. Le sostuvo la mirada
durante largo rato, sin permitirse siquiera parpadear, sin dar la menor muestra de
debilidad o de indecisión.
—Ella es… sensible —dijo el draegloth.
—¿Sensible? —insistió Danifae.
—La señora de Arach-Tinilith tiene una sensibilidad especial para con los seres de los
planos exteriores —dijo—. Puede sentir la presencia de los demonios y comunicarse con
ellos. No es algo que sepa todo el mundo, pero yo sí.
—Entonces ¿cómo es que no supo que Raashub estaba invocando…? —dejó la pregunta
sin terminar.
La expresión de Jeggred mientras contemplaba la figura callada de Quenthel le reveló
todo lo que necesitaba saber.
—Soy una sacerdotisa de Lloth —le dijo al draegloth—. Sirvo a la Reina de la Red
Demoníaca de Pozos, y en este barco, eso significa que sirvo a Quenthel Baenre.
Jeggred ladeó la enorme cabeza y su indómita melena blanca cayó sobre sus musculosos
hombros cubiertos por el pelaje gris.
—Yo la sirvo —Danifae prosiguió—, lo sepa o no, lo aprecie o no, lo desee o no. Algo
está…
Danifae no estaba segura de cómo debía rematar esa idea.
—Ella ha sucumbido —dijo el draegloth.
—¿Sucumbido? —inquirió Danifae.
—Al miedo.
Danifae se tomó tiempo para asimilar aquello.
—Ahora más que nunca necesita de nuestros servicios —dijo—. La sierva de Lloth
requiere de nuestro servicio, y ambos vivimos para servirla ¿verdad?
Jeggred asintió lentamente, dejando claro que esperaba oír más.
La ex prisionera de guerra metió la mano en su bolsa y sacó uno de los anillos que había
sacado de la mano fría, muerta, del antiguo mago de su casa. Lo levantó de modo que sólo
Jeggred pudiera verlo y lo acarició con los dedos para que reflejara la débil iluminación, lo
suficiente para que la mirada sensible a la oscuridad del draegloth lo viera. Jeggred abrió
una mano y Danifae depositó en ella el anillo.
Necesito que vayas a un sitio conmigo, le dijo por señas con las manos pegadas al cuerpo
para que nadie más pudiera verlo, y que hagas algo por mí.
Pídeme lo que quieras, respondió el semidemonio, procurando también que nadie viera
sus manos. Vivo para servir, señora.
Capítulo 14
—Vaya ¿A qué se debe esa cara tan larga? —preguntó Aliisza con un mohín.
Deslizó la mano por la cintura de Pharaun, en una caricia, pero él no se movió. La
semisúcubo sonrió, lo rodeó con el brazo y deslizó la mano por la espalda, acercándose
cada vez más hasta quedar bien pegada a él. Su piel estaba tibia, casi caliente, y olía bien y
su tacto era todavía mejor.
—Tu viaje está empezando apenas —le susurró al oído la semisúcubo. Su respiración
era tan caliente que casi le quemaba en el cuello—. Tengo envidia de los paisajes que vas a
ver, de las experiencias que vas a tener. Pronto estarás en presencia de tu diosa.
—¿Me gustará lo que vea? —preguntó el mago—. ¿Será una experiencia gratificante?
¿Querrá mi diosa hablar conmigo?
Aliisza se puso tensa, apenas un segundo, después lo envolvió con una pierna y se
acurrucó a su lado. La fuerza de su abrazo hizo que giraran levemente en el aire. Pharaun
miró al barco del caos y a sus compañeros, que, casi treinta metros más abajo permanecían
ignorantes de su presencia allí.
—Ésas son cosas que tendrás que descubrir por ti mismo —dijo.
—¿Cómo puedes estar segura, entonces, de que será una experiencia envidiable? —La
voz de Pharaun sonaba alegre pero forzada. Volvió a fijar su atención en Aliisza.
—Envidio las sorpresas que te llevarás —dijo y acompañó sus palabras con un guiño.
—¿Has estado allí?
—¿En el Abismo? —preguntó la semisúcubo—. De eso hace ya mucho tiempo.
—¿Y en la Red Demoníaca de Pozos?
Aliisza se apartó lo suficiente para mirarlo a los ojos.
—No, no he estado nunca en la Red Demoníaca de Pozos —dijo, sonriendo—. ¿Y tú?
Pharaun afirmó con la cabeza. Sólo podía responderle con palabras cuando ella no lo
estaba mirando. Se arrebujó contra ella y ella estrechó su abrazo.
—Creo que estuve allí dos veces —dijo refugiado en la suave tibieza del largo cuello de
Aliisza.
—¿Crees?
—Fue hace mucho —replicó Pharaun—, y es posible que sólo fuera un sueño. Eso fue la
última vez, cuando todos estuvimos allí en forma astral. Pero a lo que yo me refería era a si
habías estado alguna vez físicamente. Eres un demonio. Puedes ir allí y…
Pharaun se interrumpió. No estaba muy seguro de lo que quería decir.
—¿Has estado en Menzoberranzan? —dijo cambiando de tema.
Aliisza volvió a ponerse tensa, pero esta vez le duró algo más, y Pharaun lo advirtió.
—¿Habrá todavía una ciudad a la que podamos regresar? —inquirió.
Aliisza se encogió de hombros. Pharaun sintió el gesto contra su cuerpo.
—Contéstame —insistió.
—Sí —respondió— o no. Todo depende de lo que encuentres en el Abismo y de lo que
tarden Kaanyr y sus nuevos amigos en doblegar a vuestras madres matronas.
Pharaun rompió a reír. Otra vez se sentía exhausto. El Lago de las Sombras tenía sobre
él un efecto debilitador.
—Sinceramente, Pharaun —dijo Aliisza—, me haces preguntas como si yo fuera una
adivinadora o un oráculo… o una diosa. Pues no lo soy, creo que ni siquiera tu Reina Araña
puede predecir lo que sucede minuto a minuto en el descabellado caos del Abismo.
Pharaun la miró a los ojos y decidió no decir las dos primeras cosas que le vinieron a la
cabeza.
—¿Has pensado en la posibilidad de que vaya con vosotros? —preguntó la semisúcubo.
—¿Por qué habrías de ayudarme a pilotar el barco? —preguntó el mago, apartándola
suavemente—. Lo pasamos bien juntos, pero supongo que no pretenderás que confíe en ti,
así, sin más. Voy a necesitar una respuesta.
Aliisza se resistió, juguetona, y le pasó la punta de la lengua por la mejilla.
—Eres encantador —le dijo, tentadora.
—No tanto como tú —replicó Pharaun—. Respóndeme. ¿Por qué habrías de ayudarme a
encontrar a Lloth y al mismo tiempo a los duergars que tienen sitiada Menzoberranzan?
Eres el enemigo… al menos la consorte del enemigo de la ciudad a la que considero mi
hogar. Podrías sentirte tentada a tomar partido.
—¿Y para qué? —preguntó ella—. Cuando estoy contigo, eres tu el que me gusta más.
Cuando estoy con Kaanyr, él lo es todo para mí. Y esto me divierte.
Pharaun volvió a reír.
—Supongo que ésa es la mejor respuesta que podré obtener de ti —dijo—, o de
cualquier otro tanar’ri.
Aliisza le respondió con otro guiño.
—Deberíamos empezar con las lecciones —dijo Pharaun mientras ella dejaba que sus
manos exploraran su cuerpo—. Quenthel y los demás están ansiosos de emprender viaje.
Aliisza respondió a sus caricias con un suspiro.
—Cuanto quieras, amor —dijo—. ¿Sabes cómo llegar hasta allí?
—Atravesando la Sima de Sombra —dijo.
—Desde allí a la Planicie de los Portales Infinitos, la entrada al Abismo. Allí tendrás que
encontrar la entrada exacta. El lugar que buscas, la Red Demoníaca de Pozos, es el estrato
sesenta y seis. Allí hay guardianes, y almas perdidas y cosas que tal vez no puedas imaginar.
Es probable que el Abismo te guste, pero también que no. Sea como sea, te cambiará.
Pharaun dejó escapar un suspiro. Tal vez tuviera razón.
Quenthel sacudió la cabeza. No había tenido otra elección desde hacía mucho.
Valas miró a los harapientos drows que constituían la expedición al Abismo. No tenían muy
buen aspecto. Aparte de Danifae, que tenía más energía de la que Valas había visto jamás y
parecía transformada desde su viaje a Sschindylryn, todos se veían cansados, andrajosos,
nerviosos y dispersos.
—¿Puedo hacer una pregunta práctica?
Sólo Danifae lo miró. Quenthel estaba en su mundo, sumida en sus pensamientos,
obviamente tortuosos. El draegloth se paseaba por la cubierta, casi mohíno, si eso era
posible en una criatura medio drow, medio demonio. Al mago no se lo veía por ninguna
parte.
—¿Adónde ha ido el mago? —preguntó el explorador.
Danifae señaló hacia lo alto, y siguiendo su dedo, Valas vio a Pharaun descendiendo
lentamente desde la oscuridad que allí reinaba.
—No temas, explorador —dijo el mago posándose finalmente sobre la cubierta—.
Jamás pensaría en abandonar esta gran expedición para rescatar a nuestra poderosa
civilización del peligro de la aniquilación. Estamos casi listos para empezar, aunque hay
todavía unas cuantas cosas que necesito hacer.
Valas reprimió un suspiro. La interminable sucesión de demoras los estaba poniendo a
prueba a todos, especialmente cuando no iban acompañadas de una explicación.
—Nos estás reteniendo aquí —dijo el draegloth, expresando lo que Valas estaba
pensando, y lo que probablemente también pensaban los demás—. Tú no quieres ir.
El maestro de Sorcere se volvió hacia él y alzó una ceja.
—¿De verdad? —dijo—. Bueno, en ese caso tal vez tú mismo podrías ajustar el tercer
resonante del Timón Sangriento a la frecuencia de los planos del Linde de la Sombra.
Se hizo el silencio mientras el draegloth lo miraba con el ceño fruncido.
—¿No? —prosiguió Pharaun—. Ya me lo parecía. Eso significa que vas a tener que
dejarme acabar lo que necesito acabar.
El mago miró a los demás. Valas se encogió de hombros, cruzando con él su mirada
como por casualidad.
—Esto no es una balsa de pies de hongos —les dijo Pharaun— para dar paseos por el
lago Donigarten. Este barco, por si no lo habéis notado, está vivo. Es un ser del auténtico
caos y tiene cierta inteligencia. Tiene la capacidad innata de desplazarse entre las paredes
de los planos, pasando de una realidad a otra. No se maneja con unos simples remos. Hay
que transformarlo en parte de uno y a la vez transformarse en parte de él. —Hizo una
pausa efectista antes de continuar—. Estoy dispuesto a conseguirlo, por el bien de la
expedición y porque despierta mi curiosidad. Es una oportunidad única para explorar una
magia fabulosa y extraordinaria. Lo que debéis tener muy presente es que si no lo hacemos
bien, es posible que nunca consigamos salir de este lago. Peor aún, podríamos ser
engullidos por la Sima de Sombra o acabar perdidos para siempre en el Abismo insondable.
—El maestro de Sorcere miró en derredor como si esperase una oposición. No la hubo, ni
siquiera por parte de Jeggred, pero prosiguió de todos modos.
»Esta vez será diferente: el Abismo, el viaje hasta allí, todo. La última vez fuimos
proyectados a través del Astral. Fuimos como fantasmas. Esta vez estaremos realmente allí.
Si morimos en el Abismo, no podremos volver a nuestros cuerpos. No habrá ninguna
cuerda de plata. Estaremos allí en cuerpo y alma, y si morimos…
Valas se preguntó por qué se habría detenido el mago. Pharaun no sabía qué sucedería
si morían allí. ¿Había una vida después de la vida de ultratumba si uno muere en su propia
vida de ultratumba? Con sólo pensar en ello a Valas le daba dolor de cabeza.
—¿Alguno de vosotros ha estado antes en el Abismo? —preguntó Pharaun—. Me refiero
a haber estado allí físicamente. ¿Ni siquiera tú, Jeggred?
El draegloth no respondió, pero su mirada encendida fue suficiente. Ninguno de ellos
había estado allí, ninguno de ellos sabía…
—Yo he estado allí —dijo Quenthel. El sonido repentino de su voz sobresaltó a Valas—.
Yo he estado allí como fantasma, como visitante y como…
Danifae dio unos pasos hacia Quenthel y a continuación cayó de rodillas sobre la
cubierta a media docena de pasos de la sacerdotisa.
—¿Como qué, señora? —preguntó la prisionera de guerra.
—Me mataron —dijo la suma sacerdotisa. Su voz sonaba como si llegara de muy lejos.
Sus víboras se agitaban cada vez más a medida que proseguía con su relato—. Mi alma fue
hacia Lloth. Serví a la propia diosa durante una década, y después ella me envió de vuelta.
Valas sintió que el frío se apoderaba de él y se sorprendió apartándose lentamente de la
sacerdotisa.
—¿Por qué? —preguntó Pharaun con el escepticismo pintado en se cara.
La Señora de Arach-Tinilith se volvió y le dirigió una mirada oscura y fría.
—Creo que lo que quiere decir —continuó Danifae en nombre de Pharaun— es por qué
te mandó de vuelta.
—Nunca oí hablar de esto —añadió el maestro de Sorcere.
—Se mantuvo en secreto —dijo Quenthel—, por varias razones. Había circunstancias
relacionadas con mi muerte y con quien me mató que podrían haber traído problemas a mi
casa. No es sencillo conseguir una posición como la que tengo. En realidad, no existe
ninguna posición como la mía… en Menzoberranzan al menos. No en una posición que la
casa Baenre estuviera dispuesta a conceder a ninguna otra casa. Durante diez años,
simplemente estuve «fuera, cursando estudios» o se adujeron otras excusas más o menos
absurdas o ingeniosas. En un momento dado, regresé, entonces sucedieron cosas y fui
elevada a Señora de la Academia.
—Y ahora vuelves allí —dijo Danifae con tono contenido.
—Es como si alguien tuviera un plan para ti —dijo Pharaun.
Nadie dijo nada más. Valas volvió a sus bolsas y acabó de clasificar las provisiones.
Danifae se puso de pie lentamente. Quenthel no la estaba mirando, pero por su postura
estaba claro que la suma sacerdotisa había acabado de hablar.
Danifae repasó mentalmente la revelación de forma rápida pero minuciosa.
No importaba. No cambiaba nada las cosas.
Se volvió y examinó toda la cubierta. Los demás habían vuelto a sus ocupaciones. Era
evidente que cada uno estaba cavilando sobre lo que Quenthel acababa de decirles. Se
volvió de espaldas a ellos y fijó la vista en Jeggred. Cuando el draegloth finalmente la miró,
se dirigió a él en el lenguaje de signos, procurando mantener las manos pegadas al cuerpo
para que nadie las viera.
Es la hora, le dijo.
El draegloth asintió y miró significativamente a las destrozadas velas de piel humana
que colgaban inermes ante la falta de viento. Danifae asintió y empezó a atravesar la
cubierta.
Les llevó varios minutos maniobrar hasta situarse detrás de la vela sin que nadie se
diera cuenta de que se estaban escondiendo.
Una vez que estuvieron ocultos, Jeggred volvió a dirigirse a ella por señas.
¿Adónde vamos, señora?
De caza, respondió Danifae con una sonrisa.
En la cara del draegloth se dibujó una feroz sonrisa. El semidemonio parecía
hambriento.
Danifae se acercó más a él. Sintió que se ponía tenso, se mantenía erguido, casi en
actitud de alerta. La ex prisionera de guerra se acercó todavía más y rodeó con un brazo la
enorme cintura del semidemonio. El pelaje gris de Jeggred era tibio al tacto y un poco
aceitoso. Era sorprendentemente suave.
Danifae se concentró en el anillo que le había quitado a Zinnirit y en un abrir y cerrar de
ojos se encontraron en Sschindylryn.
Jeggred respiró hondo y miró en derredor, estudiando el oscuro interior del portal.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
Danifae lo cogió de la mano y lo condujo a una de las puertas. Sin contestar a su
pregunta, se afanó con la puerta, activándola primero y ajustándola a continuación
respecto al lugar acordado para el encuentro. El portal cobró vida con un torrente casi
cegador de luz violeta. Sin soltar la mano de Jeggred, salió al exterior. El draegloth la siguió
sin vacilar y se encontraron en unas ruinas débilmente iluminadas.
Incluso si Danifae no hubiera sabido dónde estaban exactamente, se habría dado cuenta
de que estaban en el Mundo de Arriba. La iluminación era extraña, un color diferente de
todo lo que había en la Antípoda Oscura. Las paredes estaban hechas de ladrillos de adobe
y eran muy viejas, semiderruidas. En las grietas de las paredes crecían plantas trepadoras y
moho, que también cubrían el suelo como una alfombra, ocultando la estructura como lo
hacen las plantas en el Mundo de Arriba.
—Huele raro aquí —dijo Jeggred con voz ronca—. ¿Qué es este lugar?
Danifae miró en derredor para orientarse. La débil luz grisácea se filtraba por las
docenas o cientos de grietas y agujeros de las decadentes paredes. En un lado de la
estancia, una serie de irregulares escalones conducían a una planta superior. Del otro lado
había una escalera similar que llevaba hacia abajo. Danifae empezó a subir la escalera hacia
lo alto y Jeggred la siguió.
—Esto fue en una época un templo del asqueroso dios-jabalí de los orcos —le explicó—.
Ahora no es más que otra ruina comida por la vegetación del Mundo de Arriba. Un lugar
adecuado para hacer lo que hemos venido a hacer ¿no te parece?
—¿Y qué hemos venido a hacer? —inquirió el Draegloth.
—Ya vienen los traidores —dijo Danifae, decepcionada pero no sorprendida por la falta
de sutileza del draegloth.
Salieron a una habitación brillantemente iluminada, y los dos tuvieron que protegerse
los ojos con la mano. Danifae se acercó a una ancha grieta de la antigua pared y miró al
exterior. El sol se había puesto, pero la luz todavía resultaba molesta. Sin embargo, después
de un rato sus ojos empezaron a habituarse. A media docena de metros más abajo había lo
que los habitantes de la superficie llaman un pantano. Era un lugar donde el agua cubría el
suelo, al menos en la mayoría de los sitios, pero no era un lago propiamente dicho. Toda la
zona alrededor del templo estaba cubierta de extraña vegetación. Los sonidos producidos
por las miles de criaturas del Mundo de Arriba resultaban ensordecedores. El pantano
bullía de vida. Más allá del pantano, algunos kilómetros más hacia el oeste, había una ancha
superficie de agua: el final de un largo río.
Danifae suspiró lentamente por la nariz y oyó al draegloth removiendo con los pies las
rocas sueltas a sus espaldas.
—Odio esto —susurró Danifae.
—¿El qué? —preguntó Jeggred.
—La superficie.
Danifae exploró el terreno que quedaba por debajo del ruinoso templo. Después sacó de
una bolsa uno de los anillos que le había quitado a Zinnirit y le dio vueltas entre sus dedos.
La luz difusa se reflejó sobre su pulida superficie y recogió una dispersión de chispas color
rubí.
—Usa este anillo para volver cuando quieras al barco del caos —dijo poniendo el anillo
en una de las cuatro manos del draegloth.
Jeggred asintió, se puso el anillo y esperó pacientemente detrás de ella, escuchando con
atención mientras ella le explicaba cómo se usaba la magia del anillo. Confiando en que el
draegloth lo hubiese entendido, Danifae dejó que los minutos transcurrieran hasta que
finalmente los vio.
—Ahí están —dijo.
El draegloth se le acercó por detrás, y Danifae tuvo que aguantar una arcada cuando le
llegó su aliento. Esperó mientras él trataba de encontrarlos, y cuando finalmente los vio un
gruñido salió de las profundidades de su garganta.
—Están juntos —dijo.
—Mintieron —le informó Danifae—. Ella no fue a Menzoberranzan sino al Velarswood,
un bosque donde hay un templo a… —fingió que le resultaba difícil articular la palabra—.
Eilistraee.
—¿Y el maestro de armas? —inquirió el draegloth con otro gruñido sordo.
—Él hizo su elección —contestó.
Jeggred empezó a gruñir cada vez que respiraba. Estaba listo para matar. Danifae podía
olerlo.
—Ocúpate del varón —le susurró—. Sólo él por ahora.
Empujó a Jeggred apartándolo de la grieta, pero lo sujetó para que no se marchara.
Colocándose en el borde de la cornisa de la pared, Danifae dejó que la luz la iluminara y
agitó una mano en el aire para llamar la atención de su antigua señora.
El tiempo que pasó la empezaba a poner nerviosa, pero finalmente Halisstra se detuvo
al borde del pantano y señaló a Danifae. Ryld miró a donde ella señalaba y Halisstra
respondió agitando la mano.
Danifae hizo gestos exagerados, ampulosos, usando una forma muy poco sutil del
lenguaje de signos drow.
Tú sola, fue el mensaje.
Halisstra se volvió hacia Ryld y cambiaron impresiones. Incluso lejos como estaba,
Danifae se daba cuenta de que Ryld era reacio a dejarla ir sola. El maestro de armas podía
ser un traidor a su ciudad, a su diosa y a su raza, pero no era tonto. A pesar de todo,
Halisstra consiguió convencerlo o le dio la orden de que se quedara allí. El varón se quedó
de brazos cruzados mientras Halisstra se metía con cuidado en el pantano.
Danifae se retiró de la grieta de la pared y puso sus manos en los hombros del
draegloth.
—Ve —le dijo procurando por todos los medios soportar el asqueroso aliento del
draegloth—. No dejes que ella te vea.
El draegloth sonrió y un hilo de baba espesa le cayó del labio superior. Sus colmillos
brillaron bajo la escasa luz, lo mismo que sus ojos rojos como ascuas.
Danifae pensó que jamás había visto nada más hermoso.
Capítulo 16
Lo que olfateó el lince de los pantanos no era una presa. El olor que llenó las fosas nasales
del gran felino era algo diferente. El lince no se había topado jamás con algo así, pero, fuera
lo que fuese, era un depredador. El olor de un carnívoro es inconfundible.
Avanzando suave y silenciosamente por el agua fría y poco profunda, el lince levantó la
cabeza y movió el hocico a un lado y a otro, buscando el rastro en el aire. Una oleada de
energía le produjo una excitación que le recorrió todo el cuerpo. Sintió un hormigueo
generalizado y se le pusieron los pelos de punta, una sensación familiar para el lince,
reconfortante, anticipatoria de una presa, de comida.
El lince fue pasando de una sombra a otra, manteniéndose dentro de la línea de los
árboles hasta que tuvo a la vista al depredador que competía con él. Y reconoció la figura de
un hombre. Los hombres, cazadores poderosos y astutos, nunca respetaban los terrenos de
caza de los demás depredadores. Pasaban por alto los marcadores olfativos, las marcas en
los árboles, las señales más obvias. La vista era el menos agudo de los sentidos del felino,
incluso durante el día, y el animal sólo podía ver y oler que el intruso era un hombre. No
tenía forma de identificar la piel negra, las orejas puntiagudas y su pelo blanco.
El lince de los pantanos reunió toda la energía del Tejido que había en su cuerpo,
descubrió los colmillos y se encogió preparándose para el salto… pero en ese momento,
otro olor le llegó como una bofetada a sus fosas nasales.
Otro depredador se aproximaba. Era más grande y olía mal. Olía como un carroñero.
El lince de los pantanos se relajó, pero sólo un poco. Se quedó observando al hombre y
mirando de vez en cuando la linde del pantano en busca del carroñero. Esperó.
Halisstra subió la escalera hasta lo que supuso era la planta superior de la estructura
semiderruida y allí vio a Danifae. El asombro se reflejó en su cara al ver a su antigua
sirviente. Danifae siempre había sido hermosa y en parte era eso lo que hacía que su
posesión resultara tan deseable, pero aunque parecía imposible, la joven estaba todavía
más atractiva. Las ampulosas curvas de su vigoroso cuerpo hacían que su silueta se
recortase incitante en la oscuridad, y su brillante melena blanca enmarcaba su bello rostro
redondo de una manera que Halisstra jamás había notado en su prisionera de guerra,
habitualmente inexpresiva.
—¿Qué sucede? —preguntó Danifae en voz baja—. ¿Me veo diferente?
Halisstra asintió y se apartó de la escalera, procurando mantener la espalda contra la
pared.
—Sí, así es. La libertad te sienta bien, Danifae.
—Sí, Halisstra —respondió la muchacha. A Halisstra no le pasó desapercibido el hecho
de que Danifae la hubiese llamado por su nombre—. La libertad me sienta bien —
continuó—, pero hay mucho de que hablar en el poco tiempo de que disponemos.
Halisstra arqueó una ceja y deslizó la mano hacia la empuñadura de su Medialuna.
—Aquí corres peligro —la previno Danifae, con una mirada a la espada de Halisstra—.
Tuve poco cuidado y me descubrieron.
—¿Que te descubrieron? —Halisstra sintió un escalofrío.
—Llevaba demasiado tiempo fuera —explicó Danifae—. La suma sacerdotisa y el mago
desconfiaron de mí y me… hicieron cosas que me obligaron a decirles cosas sobre ti, sobre
Ryld, y todo lo demás. Todo lo que sé.
Halisstra trató de coger aire, pero tenía el pecho agarrotado por la ansiedad.
—¿Dónde están? —preguntó.
—Lejos —contestó Danifae— y bien preparados para su viaje al Abismo, pero enviaron
a Jeggred conmigo.
La sensación de frío de Halisstra se acentuó.
—¿Al draegloth? ¿Por qué? —inquirió.
—Para mataros.
Halisstra buscó desesperadamente en las ruinas y descubrió la grieta en la que había
visto a Danifae al llegar. Aunque eso significaba darle la espalda a la ex cautiva, corrió hacia
la grieta y empezó a mirar nerviosa por el pantano, buscando alguna señal de Ryld. Sentía
un dolor en el pecho que nunca había sentido antes. No pudo ver ni al maestro de armas ni
al draegloth.
—Está ahí fuera, te lo aseguro —dijo Danifae.
—Me has atraído aquí —dijo Halisstra sin quitar la vista del pantano—. Nos has atraído
a una trampa.
—Así es —dijo la ex prisionera de guerra—, pero puedo salvarte. Puedo salvarte a ti,
pero no a los dos.
—¿Cómo puedes detener a un draegloth que ha sido mandado para matar? —preguntó
Halisstra. Frunció el entrecejo mientras seguía escudriñando el pantano. Había lugares
donde los árboles eran altos y tan espesos que ocultaban la superficie.
«Seguramente Ryld debe de haberse internado en uno de esos bosquecillos —pensó
Halisstra—, tal vez atraído por Jeggred».
—No puedo detener a un draegloth —admitió Danifae—. Si Jeggred quiere mataros a
los dos, lo hará, o Ryld lo matará a él, o lo mataré yo. En cualquier caso, habrá muertos esta
noche.
Halisstra suspiró, sin saber con certeza qué hacer y temiendo que Ryld ya estuviera
muerto.
—No tengo que elegir entre detener a Jeggred —prosiguió Danifae— o matarlo. Basta
con que te vayas y nos dejes el resto a Ryld y a mí. Si el maestro de armas logra vencer al
draegloth, bien. Si no, puedo convencer a Jeggred de que te maté.
—¿Por qué habría de creerte? —preguntó Halisstra—. Querrá ver mi cadáver… o al
menos una parte de él. ¿Y qué pasará con Ryld?
—Permíteme que te saque de aquí —dijo la ex prisionera de guerra—. Pon distancia
suficiente entre tú y el draegloth mientras él está todavía entretenido con el maestro de
armas, y podremos llegar a un acuerdo. Tendremos tiempo para idear algo.
Halisstra sacudió la cabeza y se apartó de la grieta en la pared.
—No dejaré a Ryld. —Halisstra sonrió ante lo rotundo de su negativa y el sentimiento
que conllevaba.
—Puedo sacarte de aquí rápidamente —dijo Danifae— y puedo sacar a Ryld casi con la
misma facilidad, pero tiene que ser uno por vez. Ven conmigo ahora y volveré por el
maestro de armas.
Halisstra estudió el rostro de su antigua sirviente y no notó nada. No daba la sensación
de estar mintiendo, pero tampoco parecía decir la verdad. Era como si su rostro ya no se
pudiera interpretar. Tenía un gesto bello, pero impenetrable. Eso asustó a Halisstra.
—Hasta ahora has confiado en mí, señora —dijo Danifae tendiéndole una mano—.
Confía en mí, Halisstra.
Confundida, la primogénita de la casa Melarn negó con la cabeza.
—Cuanto más tiempo perdemos en esto —dijo Danifae—, tanto más tiempo combate el
maestro de armas con el draegloth… solo.
Hubo un breve momento de silencio. Halisstra suspiró, dio un paso hacia Danifae y
cogió la mano que le ofrecía. Eilistraee llevaba un tiempo incitándola. Halisstra lo sabía y se
sentía empujada otra vez. Trató de recordar lo que le había dicho a Ryld, que Eilistraee la
guiaba a ella, pero ninguna diosa guiaba a Danifae.
Mientras el interior del templo en ruinas se desvanecía en una oleada de vértigo y luz
purpúrea para ser reemplazado por un lugar extraño en algún paraje que olía a la Antípoda
Oscura y se parecía a ella, Halisstra trató tan intensamente de confiar en Eilistraee que
—¿Dónde está? —preguntó Quenthel con los ojos rojos chispeando de furia apenas
contenida.
—Ha ido a matarlos —respondió Danifae.
Pharaun observaba la escena desde cierta distancia. Había estado sentado, cruzado de
piernas, en el centro exacto de la cubierta, frente al mástil mayor, en el lugar preciso donde
Aliisza le había dicho que lo hiciera. Podía oír el barco del caos vibrando debajo de su
cuerpo, obedeciendo al poder que estaba ejerciendo sobre él.
—¿Por orden de quién? —inquirió la suma sacerdotisa.
—Por orden tuya, señora —contestó Danifae—, a través de mí.
—¿A través de ti? —repitió Quenthel—. ¿Nada menos que a través de ti?
Pharaun apoyó una mano contra la cubierta y sintió el pulso en un grupo de venas que
estaba creciendo allí.
La suma sacerdotisa abofeteó a Danifae, pero la prisionera de guerra se mantuvo firme.
—Halisstra Melarn y Ryld Argith son traidores —dijo Danifae—. Han traicionado esta
expedición, han traicionado a Lloth y han traicionado la civilización drow. Tú lo sabes, yo lo
sé y Jeggred también lo sabe. Por eso está allí.
—Por orden tuya —volvió a la carga la Señora de la Academia—, no mía.
—Está haciendo lo que hay que hacer —replicó Danifae. Por fin su voz transmitía
alguna emoción: enfado e impaciencia—. Tú no estabas en condiciones de darle órdenes, de
modo que lo hice por ti.
Pharaun rió al oír aquella conversación y también por el estremecimiento con que el
barco obedecía a sus pensamientos y a su tacto. Le parecía fascinante que Danifae se
hubiera ganado la voluntad del draegloth.
—Tenemos tiempo, señora —intervino Pharaun tomando partido por Danifae, aunque
sólo por diversión—. ¿Por qué no dejar que el draegloth repare algunos desaguisados? Si la
señora Melarn es realmente una traidora, y después de haberla visto ante el templo de
Lloth eso no me sorprende, considéralo un favor de una joven sacerdotisa leal a tu servicio.
En cambio, es poco probable que el maestro Argith sea un traidor para la Ciudad de las
Arañas. Le falta chispa revolucionaria. Si algo debe preocuparte es que el maestro de armas
pueda matar a tu sobrino.
Quenthel se volvió a mirar a Pharaun, quien le sostuvo la mirada un momento y
después volvió a atender el barco. La suma sacerdotisa volvió otra vez la vista hacia
Danifae, que se mantenía erguida y resuelta, sin ceder un ápice. La Señora de la Academia
sostenía el látigo en una mano, y las víboras se enroscaban en los dedos de la otra. Miró
primero las víboras y después a Danifae. Pharaun no perdía detalle, al tiempo que sentía
que el pulso del barco se aceleraba momentáneamente.
Quenthel se apartó un paso y dio la espalda a Danifae, que soltó un suspiro. Pharaun
creyó percibir que la cautiva de guerra se sentía decepcionada.
—Ésa es la razón —dijo Danifae mirando a Quenthel— por la que Jeggred ahora me
sirve a mí.
personal.
Había sobrevenido un ciclo reparador de oscuridad durante el cual Gomph había alternado
breves períodos de Ensoñación con charlas exasperantes con el grupo de halflings alados e
intentos de potentes conjuros.
La oscuridad representó un bendito alivio para los ojos del archimago, dañados por la
luz. Ya antes había pasado noches al raso, aunque no muchas, y había visto las estrellas. En
los Campos Verdes las estrellas parecían algo más brillantes que las de Faerun. Gomph no
estaba lo bastante familiarizado con ellas para advertir alguna diferencia, ni de número ni
de posiciones entre éstas y las de Faerun, pero sabía que eran distintos. Los Campos Verdes
era otra realidad.
El follaje aciculado que cubría las onduladas colinas también le era familiar. En el
lenguaje comercial del Mundo de Arriba lo llamaban «hierba». Los halflings de los Campos
Verdes lo llamaban «ens». Había otras cosas que ya había visto antes en el Mundo de
Arriba: «flores», «árboles» y otras por el estilo. Gomph se preguntó si habría algo parecido
a la Antípoda Oscura en algún lugar bajo sus pies… Entonces recordó que no estaría allí el
tiempo suficiente como para averiguarlo.
Se podía decir que los halflings a los que había encontrado lo habían adoptado. Unos
cuantos de esos pequeños seres parecían realmente felices de tenerlo allí. El que había
dicho llamarse Dietr y provenir de Faerun parecía desconfiado, pero quería algo, algo que
no quería o no podía pedir. Fuera cual fuese su actitud con Gomph, parecían tener una
relación cordial y de confianza los unos con los otros. Le trajeron alimentos que
pertenecían a dos categorías: pesados y bañados en olorosas salsas, o frutas dulces y
frescas. A Gomph no le gustaba especialmente ninguna de las dos clases, pero comió lo
suficiente para mantener la energía que necesitaba para preparar conjuros y recuperarse
con miras a su regreso a Menzoberranzan.
Gomph no se había apartado mucho del lugar en el que había aparecido. Los Campos
Verdes parecían exactamente eso: una interminable extensión de hierba y otras plantas,
todas de color verde. Gomph no había visto una sola construcción, y daba la impresión de
que los halflings vivían al aire libre y se movían de una forma lenta pero constante.
Cuando la luz volvió, Gomph supo que tenía que ponerse en camino. Hizo el último de
una serie de conjuros que lo ayudarían no sólo a volver al plano Material sino también a
regresar a Toril, a la Antípoda Oscura, por debajo de Faerun, y a la propia Menzoberranzan.
No sería pequeña empresa, y sin duda Dyrr no esperaba que fuera capaz de realizarla, pero
tampoco había esperado que pudiera escapar de su prisión. El empeño que ponía el
lichdrow en subestimarlo podría permitirle a Gomph el lujo de vencerlo.
El archimago permanecía de pie, protegiéndose los ojos de la penetrante luz, mientras
observaba a Dietr y a una de las hembras, que se acercaban con otra bandeja de fruta. Dietr
llevaba un pellejo con agua.
—Pensamos que querrías desayunar —dijo Dietr.
El halfling miró a Gomph con la expresión de vaga esperanza y temor que lo
caracterizaba. La hembra apenas pareció reparar en él.
—Ya he tenido suficiente de vuestra comida —dijo el archimago— y voy a despedirme
de vuestro territorio sin sentido.
—¿Territorio sin sentido? —repitió la halfling. Su indiferencia fue reemplazada
rápidamente por el enfado—. ¿Quién eres tú para descalificar de esa manera a Campos
Verdes?
—¿Y quién eres tú para hablarme siquiera? —preguntó Gomph.
Quedó a la espera de una respuesta, pero todo lo que obtuvo fue una mueca de
desprecio de la hembra alada. Los ojos de Dietr pasaban del uno al otro, y su respiración se
volvió poco profunda y expectante.
—Dejadme en paz —ordenó Gomph.
Viendo que los dos halflings no se daban la vuelta inmediatamente para marcharse, el
archimago alzó una ceja. La hembra hizo lo que pudo por mantener su mirada, pero no fue
suficiente.
—Vosotros estuvisteis vivos en otros tiempos ¿no es cierto? —inquirió el mago.
Ninguno de los dos respondió de forma inmediata.
—Este —dijo Gomph señalando a Dietr con un gesto de la mano— era un ser vivo,
material, en Faerun. ¿Dónde vivías tú antes de pasar al Gran Más Allá?
La halfling siguió muda.
—Admito que tengo una curiosidad —prosiguió Gomph—. Si habéis muerto en el
mundo del que provenís, sea cual sea, y vuestra alma vino aquí para descansar en paz, ¿qué
pasará si mato aquí? ¿Irán vuestras almas a otro lugar o quedarán relegadas al olvido?
¿Acaso uno de vuestros endebles diosecillos halflings me detendrá? Estoy seguro de que
hasta un dios halfling puede ser un inconveniente cuando actúa en su terreno, pero de
todos modos puede ser divertido hacer la prueba.
—Si crees que puedes matarme, intruso —dijo la halfling con gesto desdeñoso—,
inténtalo o calla de una vez.
Gomph sonrió, y debió de ser su expresión lo que hizo que Dietr diera finalmente un
paso adelante con las manos extendidas en un gesto de conciliación.
—Tranquilos —dijo—. Todos tranquilos.
Gomph rompió a reír.
—Eso está mejor —dijo Dietr con una ancha sonrisa en su rostro de querubín—. Si el
venerable drow quiere marcharse, es libre de seguir su camino.
—Aquí no habrá violencia —dijo la hembra con voz segura y potente—. Si tengo que
aniquilarte para garantizarlo…
—Todos hemos sido aniquilados al menos una vez ¿no es cierto? —dijo Dietr—. Y nadie
quiere que vuelva a repetirse, así pues, seamos amigos.
Gomph respiró hondo.
—Voy a marcharme —dijo—, pero habrá efectos residuales del portal, y vosotros no
queréis ir a donde yo voy. Podéis retiraros o no, lo dejo a vuestro criterio.
La halfling siguió fulminándolo con la mirada, pero, aunque poco, se separó de Gomph.
Era más o menos la mitad de alta que él y tenía un aspecto ridículo. Todo el mundo tenía un
aspecto ridículo… en realidad, todo el mundo era realmente ridículo. Dyrr lo había
mandado allí a propósito, y el espectáculo de los halflings alados en su entorno totalmente
cubierto de hierba hacía que Gomph se sintiera cada vez más enfadado. Dyrr estaba
tratando de librarse de él, trataba de deshacerse de él enviándolo a aquel universo pastoril,
y de Gomph Baenre, archimago de Menzoberranzan, no se deshacía nadie.
—Bien —dijo Gomph, y empezó a hacer su conjuro.
Tenía una vaga conciencia de que la halfling se alejaba cada vez más, y supuso que Dietr
estaba haciendo lo mismo. Las palabras del conjuro le salieron con facilidad, y los gestos se
encadenaron fluidamente. Había una parte del mismo que unos cuantos magos
experimentados que lo habían hecho sabían que podía ser manipulado, y Gomph empezó a
maniobrar con él. Entrelazó en él una sutil modificación que lo llevaría precisamente a
donde quería ir.
Acabó y sintió que caía hacia atrás, alejándose de los Campos Verdes… y también sintió
una mano sobre su brazo.
Había luz por todas partes, pero no demasiado brillante.
A su alrededor todo eran sonidos, pero no vibrantes.
Había colores en el aire, pero no estridentes.
Se movían en todas direcciones a la vez, pero no con rapidez.
Aparecieron en Menzoberranzan y apoyaron los pies en la roca firme, confortados sus
ojos por la penumbra iluminada por fuego feérico.
Gomph se volvió y miró al halfling. Estaba desnudo, tembloroso.
Sus alas habían desaparecido y parecía más viejo, más pequeño y más débil. Sus ojos
eran rojos y su piel seca y amarillenta. Su boca, crispada en un rictus de sufrimiento, dejaba
ver unos dientes grises y podridos.
Con un suspiro, el archimago se volvió para estudiar los alrededores. Era
Menzoberranzan, el Bazar. Lo había conseguido. No había muchos drows en las calles, y los
pocos que había reconocieron de inmediato al archimago. Los más listos se dispersaron.
Nauzhror, llamó Gomph mentalmente, enviando el nombre por el Tejido al mago
Baenre.
Tras un momento de tenso silencio, una voz resonó en la mente de Gomph.
Archimago. Resulta gratificante oírte de nuevo. Bienvenido de vuelta a Menzoberranzan.
Era Nauzhror.
Antes de que pudiera responder, a Gomph lo distrajo un gemido agudo que lo obligó a
reparar en el envejecido halfling.
—Eres un necio —le dijo Gomph a Dietr.
El halfling se encogió temblando.
—No te pedí que vinieras conmigo —añadió el mago—, y estás tan fuera de lugar aquí
como lo estabas en los Campos Verdes.
—Yo quería… —empezó el halfling antes de interrumpirse por un acceso de tos que lo
hizo expulsar polvo de la garganta—. Quería volver a vivir.
—¿Por qué? —preguntó Gomph.
—Por mi madre. Ha estado asistiendo a sesiones para contactar conmigo. No tiene a
nadie más y me necesita para brindarle apoyo.
Gomph se rió.
—No tiene gracia —dijo Dietr.
Gomph volvió a reír y después formuló un conjuro.
—Es un divertido entretenimiento, traidor —dijo hablando al aire—, pero sólo
temporal. Lo acabaremos en el Bazar, ahora.
Todavía le quedaban diez palabras en el conjuro, pero no tenía nada más que decir.
El lichdrow se ha estado escondiendo en la casa Agrach Dyrr, envió Nauzhror. El sitio
sigue en punto muerto.
—No lo entiendo —dijo Dietr.
Gomph volvió a mirar al halfling.
—¿Puedes llevarme a casa? —preguntó Dietr—. ¿Puedes enviarme de vuelta a Luiren?
Gomph arqueó las cejas ante la audacia de la criatura y a continuación puso en marcha
un rápido encantamiento. No estaba de más asegurarse. El conjuro puso de manifiesto un
revelador brillo en torno al pequeño humanoide.
¿Dónde has estado?, preguntó Nauzhror.
En ningún lugar al que me gustaría volver, replicó, pero alguien ha vuelto conmigo.
Ya veo, dijo Nauzhror. El efecto del umbral parece haberle dado una especie de forma
física.
Pero murió en este plano, añadió Gomph, de modo que al volver…
—Sí —dijo el archimago respondiendo finalmente al halfling—. Te puedo llevar a
cualquier lugar al que quieras ir. Pero por supuesto, no lo haré.
El halfling se estremeció y al mago le pareció oír el entrechocar de los huesos de la
criatura.
—Por favor… —rogó el halfling.
—Tu madre no se alegrará de verte, Dietr —dijo Gomph—. Tú has muerto. ¿Lo
recuerdas? Has vuelto a este mundo indebidamente. Has vuelto como un…
Es un huecuva, apuntó Nauzhror.
—Como una criatura no muerta —le aclaró Gomph al halfling—. Eres un huecuva.
¿Sabes lo que es?
El halfling sacudió la cabeza y el terror asomó a sus ojos enrojecidos.
Gomph, mi joven amigo, la voz del lichdrow reverberó en la cabeza del mago, me alegro
de tenerte de vuelta. Por supuesto que acepto tu gentil invitación. Será un honor para mí
reunirme contigo en tu último día.
Gomph asintió, musitó una sencilla nigromancia y la dirigió hacia el halfling. El
archimago sintió que la criatura no muerta quedaba sometida a su control.
—Ponte erguido —ordenó Gomph, y Dietr obedeció instantáneamente, aunque daba la
impresión de que le causaba cierta incomodidad.
Gomph le hizo otro conjuro que consistía en un destello de fuego mágico que se
deslizaba por la carne muerta del halfling.
—No —musitó la criatura—. Por favor…
Gomph asió con más fuerza su bastón y estableció en torno a él un globo de fuerza
protectora.
—Por favor, no… —rogaba el huecuva.
Gomph paseó la mirada por el Bazar: tiendas y tenderetes abandonados, la mayoría con
su mercancía cerrada bajo llave, y unos cuantos ojos curiosos de drows que observaban
desde escondites seguros entre las estalactitas circundantes.
—Por favor ¿no puedes dejarme…? —suplicó Dietr.
—Silencio —dijo Gomph, y al halfling no le quedó más remedio que obedecer—. Tú
decidiste colarte conmigo, Dietr, y ahora estás en Menzoberranzan, no en Luiren. En
Menzoberranzan, los no muertos se consideran una propiedad.
La boca del huecuva se movió, pero de ella no salió ningún sonido. La piel se alargó
interminablemente por encima de sus huesos.
Gomph percibió algo, una presencia, y rápidamente volvió a pasar revista al Bazar. En el
extremo más alejado de la ancha plaza había una mancha de luz verdosa. El conjuro que le
había hecho a Dietr seguía dándole a Gomph la posibilidad de ver un aura distintiva en
torno a los no muertos, y la luz verde era precisamente una de esas emanaciones, pero
Gomph sólo vio el aura, una mancha de luz verde alrededor de un espacio vacío.
Rápidamente preparó otro encantamiento, apoyando su bastón contra el pecho para
poder usar las dos manos en la elaboración de la magia. De la yema de sus dedos brotaron
unos zarcillos de llama azulada que, enroscándose, fueron avanzando inequívocamente
hacia la sombra verde. El fuego se estremeció en el aire y se adelgazó. Cayó en un punto
encima de la sombra y se coló en su interior, donde desapareció.
La corona, suspiró Nauzhror.
—Colócate delante de mí —le dijo Gomph al halfling.
El huecuva hizo exactamente lo que le pedía. Las llamas azules golpearon al halfling en
pleno pecho, y activaron el conjuro de protección que Gomph le había hecho. El fuego azul
fue reemplazado por un destello rojo-anaranjado que rehizo el camino del conjuro
reflejado. La sombra verde fue reemplazada por la forma plenamente revelada del lichdrow
Dyrr, que había perdido su invisibilidad.
El fuego del aura defensiva del huecuva quemó al lich e hizo sonreír a Gomph. Miró al
halfling y vio que su carne muerta ardía y su cara estaba contraída por el dolor.
—Ve —le ordenó Gomph—. Mata al lich.
Dyrr lanzó un conjuro contra él, pero las defensas de Gomph se mostraron capaces de
desviarlo. El archimago se sintió un poco mareado, pero eso fue todo. Dietr avanzó con
paso inseguro, reacio pero obligado a actuar. No se movía con suficiente rapidez.
—Mata al lich —le gritó Gomph—, y te mandaré a casa con tu madre.
Dietr se creyó aquella mentira y rompió a correr. Dyrr le salió al encuentro y clavó una
de sus garras en la cara del huecuva. El contacto encendió un fuego rojo-anaranjado e hizo
subir un calor abrasador a la cara enmascarada del lichdrow.
Dyrr alzó un brazo para protegerse, pero el daño ya estaba hecho. Lanzó un rugido de
frustración y rabia.
Gomph ya estaba preparando su siguiente conjuro. Antes de que Dyrr pudiera golpear
otra vez, hizo efecto, y el brazo del lichdrow se detuvo a medio camino. Gomph no había
confiado demasiado en que funcionara, pero lo había hecho. Dyrr estaba petrificado.
—¡Llévame a casa! —gritó el halfling no muerto.
Arañó con sus manos no muertas las mejillas consumidas de Dyrr. El lichdrow
paralizado gritó ante el dolor y la humillación que representaba aquella herida y recuperó
el movimiento.
Aprovechando la rabia que Dyrr descargaba indebidamente en el huecuva, Gomph
canalizó la energía de un sortilegio menor en una ráfaga de fuego arcano. Hizo que la luz
plateada se derramara sobre el lichdrow y tuvo que cerrar los ojos para protegerlos del
resplandor.
Dyrr había estado preparando un conjuro que probablemente hubiera reducido a
astillas a Dietr, pero el fuego arcano lo alcanzó en pleno rostro. Su conjuro quedó
estropeado y el lichdrow volvió a sufrir quemaduras.
Le estás haciendo daño, dijo Grendan a Gomph mentalmente.
Dietr volvió a golpear, dejando un surco profundo en el antebrazo del lichdrow. Una
sangre espesa, muerta, brotó lentamente de la herida.
El lichdrow miró a Gomph, y el archimago pudo ver en sus ojos no muertos que estaba
herido, malherido. Gomph sonrió, y…
Dietr explotó en una lluvia de fuego negro, carne muerta y huesos amarillentos.
¿Qué está pasando?, preguntó Nauzhror.
La esfera de energía mágica que rodeaba a Gomph se extinguió, agotada su magia,
mientras el archimago se daba cuenta de que el fuego negro que había destruido a su
huecuva no había venido de Dyrr.
El lichdrow miró hacia lo alto y Gomph siguió su mirada.
Nimor Imphraezl se mantenía suspendido con sus alas de murciélago a doce metros del
suelo del Bazar.
«¿Alas?», se preguntó Gomph.
Ya sabía yo que no era un verdadero drow, dijo Nauzhror.
—Bueno —dijo Nimor dirigiéndose al lich, con una voz más profunda y poderosa de lo
que recordaba Gomph—, parece que me necesitas después de todo.
Capítulo 18
Ryld estaba metido hasta la rodilla en el agua helada del pantano. No se veía a Jeggred por
ninguna parte. El ruido constante hacía que resultase difícil detectar los sonidos que
pudiera hacer el draegloth al moverse. La luz de las estrellas y el extraño parche de
bioluminiscencia hacían imposible ver al draegloth en el agua fría y entre la espesa
vegetación. El fuego feérico que el extraño lince de los pantanos había lanzado sobre él
hacía tiempo que se había desvanecido.
De vez en cuando veía seres que se movían en el agua, sobre todo serpientes, pero nada
que por su tamaño pudiera ser el draegloth. Algo se deslizó junto a su pierna, pero en la
superficie cubierta de limo nada revelaba el paso de nada. Definitivamente, era algo vivo,
pero no podía ser Jeggred. Fuera lo que fuese, no volvió a tocarlo.
Poniendo el máximo cuidado, Ryld avanzaba por el pantano con mucha más lentitud de
la que hubiera deseado. La delgada capa de algas verdes y brillantes que se extendía por la
superficie del agua hacía imposible que el maestro de armas pudiera verse los pies. A cada
paso, su bota encontraba cosas: una roca, algo blando, algo que tal vez tuviera vida, algo
sólido y redondo como una barra —había muchas de esas cosas— y algo afilado como la
hoja de una daga.
Una burbuja del tamaño del puño de Ryld se formó lentamente en la superficie, un poco
por delante de él, permaneció unos segundos y después estalló. Ryld se detuvo, observó e
hizo una mueca cuando el olor del aire que había estado atrapado en la burbuja pasó
delante de su nariz. El olor le recordó al aliento fétido del draegloth, pero era diferente,
como para que Ryld pudiera asegurar que no había sido Jeggred el que había formado esa
burbuja… y no era la primera que veía.
Ryld dio otro paso adelante, rozando nuevamente con el pie algún objeto duro debajo
del agua. Usó una técnica Melee Magthere para espaciar más su respiración y controlar el
temblor que amenazaba con hacer más lento su tiempo de respuesta. Pudo ver que su
aliento se condensaba en el aire formando nubecillas de vaho blanco. El aire era tan frío
que le dolían los dientes cuando lo inhalaba.
Una explosión de agua le salpicó la cara y le hizo cerrar los ojos. El agua era espesa
porque estaba mezclada con limo y contenía trozos granulados de algo que Ryld no podía
imaginar siquiera qué podía ser. Le ardían los ojos por unos destellos de luz amarilla y el
dolor le hizo apretar las mandíbulas. A pesar de todo, levantó la espada y lanzó dos
estocadas contra lo que lo había salpicado, fuera lo que fuera. Su espada no encontró
resistencia.
Desde mucho más abajo, unas garras se cerraron sobre su muslo izquierdo. Penetraron
en la carne y la rasgaron, produciéndole dos surcos profundos en la carne. Ryld sintió el
calor de su propia sangre corriéndole por la pierna y que se enfriaba a continuación en
contacto con el agua del pantano.
Dio un paso atrás y clavó la espada repetidamente en el fondo. Tropezó en el agua con
algo que parecía un trozo de cuerda petrificada. Aunque hacía lo posible por determinar
dónde podía estar el draegloth para atacarlo, Tajadora no conseguía atravesar nada que no
fuera el fondo esponjoso. Ryld cayó hacia atrás, hasta que el agua lo envolvió con su gélido
abrazo.
El siguiente ataque del draegloth hizo que una de las manos de Ryld se desprendiera de
la empuñadura de la poderosa espada, que se desplazó hacia un lado. Otra serie de cortes
profundos apareció en la cara interna de su brazo izquierdo. Ryld quería gritar, pero estaba
debajo del agua, de modo que mantuvo la boca cerrada y volvió a hacerse con la espada.
Incluso en medio del ruido ensordecedor que producía el agua al arremolinarse en torno a
su cuerpo, el maestro de armas oyó cómo se cerraban de golpe las fauces del draegloth a
pocos centímetros de su garganta.
El semidemonio estaba encima de él y le bastaba con mantener a Ryld debajo del agua
hasta que se ahogara. El error que cometió el draegloth fue revelar su posición de manera
tan evidente, cosa que Ryld supo aprovechar.
Empujando hacia arriba con una pierna, Ryld sintió el peso del semidemonio. Empujó
más fuerte, arqueando el cuerpo hacia atrás y tensando la pierna, tarea nada fácil porque el
draegloth pesaba unos cincuenta kilos más que él. Casi consiguió que el semidemonio
saliese despedido por encima de su cabeza, pero, debido tal vez a la resistencia del agua, al
frío, a que le temblaba el cuerpo o al agotamiento, las rodillas de Ryld cedieron y el
draegloth cayó encima de él.
Las garras de Jeggred encontraron el borde inferior de la coraza de Ryld y le produjeron
algunas heridas poco profundas pero dolorosas en el vientre. Sin embargo, el agua fría hizo
que sangrara menos. En su subconsciente Ryld observó la ironía de aquello. Se ahogaría en
el agua que impedía que muriera desangrado.
Ryld volvió a empujar, usando esta vez a Tajadora en lugar de sus piernas. Ya fuera
porque el draegloth temía la poderosa espada o porque el hecho de estar totalmente
sumergido lo hacía más liviano, Ryld consiguió sacarse de encima al semidemonio. Dio
algunas estocadas a ciegas para mantener a raya al draegloth mientras se incorporaba.
Cuando por fin consiguió sacar la cabeza del agua, miró en derredor en busca de
Jeggred, sin tomarse siquiera el tiempo para volver a respirar. No vio al draegloth por
ninguna parte. Con dificultad se puso de pie. Resbaló dos veces en las rocas cubiertas de
limo. A pesar de todo, consiguió mantener en alto la espada con las dos manos.
Ryld avanzó por el agua tropezando con todo tipo de extraños obstáculos que había en
el fondo. Estaba a pocos pasos de donde suponía que debía de estar Jeggred cuando el
maestro de armas consiguió librarse de él.
Habría seguido avanzando, pero se detuvo cuando oyó un chapuzón a su espalda.
Ryld giró en redondo, con la espada lista para atacar, y vio que el agua se removía como
si hubiera una lucha debajo de la superficie. Extrañado de que Jeggred se manifestara tan
abiertamente después de haber tomado por sorpresa a Ryld en aquel maldito pantano, el
maestro de armas avanzó un paso con la espada en alto, procurando estar preparado para
cualquier eventualidad.
El draegloth se levantó con una gran cortina de agua, agitando furiosamente brazos y
piernas. El agua formó un arco en torno a su cabeza cuando la echó hacia atrás. Estaba
envuelto en cuerdas de color verde oscuro. Seguramente se habría enredado con alguna
planta. A Ryld le pareció ver que las plantas se movían, tensándose en torno al cuerpo de
Jeggred como víboras constrictoras.
Apenas tuvo tiempo el draegloth de respirar hondo cuando volvió a desaparecer en otro
remolino, quebrando la capa limosa que cubría el agua.
Ryld no tuvo tiempo para entender lo que había visto cuando algo lo cogió por el tobillo
y tiró de él. El maestro de armas conocía cien formas de mantenerse de pie frente a alguien
que tratara de derribarlo, pero por más que lo intentó, aquello que lo tenía sujeto era
demasiado fuerte, de modo que optó por cortarlo.
Tajadora seguía en sus manos y seguía siendo la espada más afilada que hubiera
combatido en la Antípoda Oscura. Ryld deslizó el arma por su costado, la introdujo entre su
cuerpo y aquello que lo mantenía asido y lo atravesó.
No resultó fácil. Lo que rodeaba su tobillo era tan robusto como fuerte, pero consiguió
cortarlo y detenerse justo antes de cortarse el pie. Ryld retrocedió precipitadamente por el
agua y se detuvo. Se volvió cuando vio por el rabillo del ojo algo que se movía.
Media docena de vides verdes y gruesas salían del agua como serpientes buscando
alimento. El maestro de armas no vio ojos, ni bocas, sólo tallos verdes tan gruesos como
una de sus fuertes muñecas. No tenían caras, pero estaban muy vivas y daba toda la
impresión de que lo estaban buscando a él.
Una de las vides se disparó hacia él, desprendiéndose del agua y lanzándose por el aire
como una serpiente hacia la garganta de Ryld.
El maestro de armas cortó con decisión y se llevó por delante el primer palmo de la vid
atacante. Una savia verde amarillenta brotó como sangre de una herida, y la vid se
estremeció antes de caer en el agua cubierta de limo.
Otra vid trató de atrapar a Ryld desde atrás y el maestro de armas pudo sentir la
amenazadora presencia de otras bajo la superficie. Ryld evolucionaba rápidamente con la
espada, en movimientos fluidos por delante y por los flancos, seccionando a través del agua,
cortando uno tras otro los extremos de las vides animadas.
Jeggred volvió a aflorar a la superficie, boqueando y tratando de desprenderse de una
masa de verdes vides. Estaba cubierto de limo del pantano, de savia y de sangre. Una de las
vides se deslizó por su cara y se le metió en la boca. Un error. El draegloth mordió y la savia
le salpicó toda la cara. La vid se estremeció y cayó muerta, pero otra media docena salió del
agua para ocupar su lugar, y el draegloth fue engullido una vez más por el líquido elemento.
Mientras cercenaba otras dos vides atacantes, Ryld pensó que aquel pantano iba a
acabar con ellos antes de que pudieran matarse el uno al otro y encontró en ello una razón
más para odiar al Mundo de Arriba.
Jeggred volvió a sacar la cabeza apenas el tiempo suficiente para coger aire, y Ryld tuvo
la sensación de que por fin el draegloth estaba ganando la batalla a las malditas vides. Ryld
cortó de un tajo otra rama y a continuación una más que casi había conseguido rodear su
muslo herido. Seguían apareciendo por todas partes y Ryld no tenía forma de saber cuántas
quedaban y mucho menos cuándo dejarían de atacarlo o cuándo acabaría él con la última
de ellas. Eso y la posibilidad de que el draegloth volviera a lanzarse sobre él rondaban la
mente del maestro de armas.
Ryld miró en derredor, moviendo la espada rápidamente, primero a su derecha para
cortar una rama y luego hacia el frente, para cercenar otra, a la vez que buscaba una vía de
escape.
A su derecha —había perdido todo sentido de orientación hacía ya tiempo, de modo que
no tenía la menor idea de si lo que tenía ante sí era el norte, el sur, el este o el oeste— el
agua se transformó en algo ligeramente más sólido, aunque no era terreno del todo seco.
Unos árboles de mayores proporciones, con ramas largas, como látigos, formaban un
bosque de líneas finas. Por detrás de esas ramas lánguidas, Ryld vio un grupo disperso de
luces color naranja que debían de ser antorchas ardiendo a lo lejos.
Sabía que podía haber muchos tipos de criaturas que hubieran encendido esas
antorchas, y seguramente ninguna de ellas era un drow. Con todo, podía aprovechar
cualquier tipo de lugar habitado. Si Jeggred llegaba allí en su persecución, y era una ciudad
humana, una población de los orcos o un poblado elfo, era probable que no simpatizaran
con los elfos oscuros, pero seguramente los aterrorizaría un draegloth. Eso le permitiría a
él ganar tiempo o aliados.
Otra rama de vid consiguió enroscarse en su tobillo y tirar de él. Ryld tuvo que ponerse
de rodillas y casi metió la cara en el agua antes de poder desprenderse de ella. Sintió un
corte en su bota, que dejó entrar el agua, y lo recorrió un escalofrío. Liberado de la rama, el
maestro de armas echó a correr. No se molestó en tratar de no hacer ruido, sino que avanzó
chapoteando por el agua, que le llegaba hasta la rodilla. Detrás de él, Jeggred volvió a salir a
la superficie, arrancándose las vides que le envolvían el pecho, rugió, aspiró una buena
bocanada de aire y volvió a sumergirse.
Ryld llegó por fin a terreno seco y dio un salto inverosímil para liberarse de unas vides
que venían pisándole los talones. El terreno era resbaladizo y fangoso, cubierto a trozos por
musgo, pero Ryld siguió corriendo a pesar de que de vez en cuando perdía pie. Detrás oía
los gruñidos característicos del draegloth debatiéndose en el agua. Mientras corría entre las
ramas punzantes que lo golpeaban como látigos y trataba de esquivar los árboles que
formaban un bosque espeso y conseguía apenas mantenerse de pie, Ryld podía oír al
semidemonio jadeando, quebrando ramas y gruñendo a sus espaldas. Jeggred había vuelto
a salir a la superficie y luchaba por librarse de las vides.
El maestro de armas siguió corriendo, y pronto a los sonidos del draegloth se sumó el
eco distante de unas voces que llegaban desde el frente. Salió del bosque de ramas como
látigos todavía a plena carrera. El claro era ancho y relativamente seco. Donde antes había
árboles, ahora sólo se veían tocones. Ryld subió a uno de ellos y fue avanzando a saltos, de
tocón en tocón, hacia la población que había entrevisto a lo lejos. Los tocones le permitían
avanzar con más seguridad y eran menos resbaladizos que el terreno cenagoso y cubierto
de musgo.
Las antorchas ardían en el extremo de largos postes clavados en el suelo, en círculo,
bordeando una docena de tiendas pequeñas y destartaladas. Incluso Ryld, que no era un
experto en el Mundo de Arriba, se dio cuenta de que se trataba de un asentamiento
temporal y no de una población consolidada. Las voces que había oído provenían de una de
las edificaciones de aspecto más permanente y parecían humanas. El maestro de armas
reconoció algunas palabras del lenguaje común del comercio de los humanos. Había
aprendido la lengua en Melee Magthere, pero había tenido pocas ocasiones de practicarla y
había muchas palabras que le resultaban desconocidas.
Apartada, a un lado del asentamiento, había una enorme pila de árboles cortados,
despojados de sus ramas y cuidadosamente apilados formando una pirámide de casi tres
metros de alto. En Menzoberranzan habría sido el rescate de un rey en madera.
Ryld siguió adelante, de tocón en tocón, hacia la construcción de más envergadura, pero
hizo una breve pausa para envainar la espada… y recibió un fuerte golpe por detrás. Cayó
del tocón, con el espadón todavía en la mano y un intenso dolor en la espalda. Cayó sobre
otro tocón, se impulsó hacia adelante, dio una voltereta y vio la siniestra silueta de Jeggred,
que avanzaba hacia él con dificultad. El maestro de armas golpeó al mismo tiempo con los
dos pies y le dio al draegloth entre las piernas. Jeggred emitió un quejido y retrocedió,
dándole tiempo a Ryld para ponerse de pie.
Sujetando a Tajadora con ambas manos, el maestro de armas lanzó una finta a la cintura
de Jeggred, que la evitó haciéndose a un lado. Ryld saltó hacia atrás, a uno de los tocones, y
de ahí a otro, nuevamente hacia atrás. El draegloth, empapado, estaba cubierto de barro,
savia y sangre. Sus ojos rojos brillaban como ascuas en la oscuridad, y despedía nubes de
vaho por la boca y las fosas nasales.
Ryld trató de pensar en algo que decir, tal vez un insulto contra Jeggred, pero tenía la
mente en blanco. Pharaun habría tenido mil irritantes pullas a mano para una ocasión
como aquélla, suficientes para distraer a su adversario, pero Ryld sólo podía mantener la
boca cerrada y la mente fija en la pelea. De todos modos, los dos hacía tiempo que habían
dejado atrás las palabras.
El maestro de Melee Magthere sabía que el edificio estaba detrás de él. Podía ver el
resplandor rojizo del fuego que salía por las ventanas, que se hacía cada vez más brillante, y
oía las voces cada vez más cerca. Al parecer, no había ningún cambio en el tono de los
trozos de conversación que le llegaban ocasionalmente desde el interior. No había ninguna
señal de alarma.
Jeggred trató de alcanzarlo con una de sus manos mayores, y Ryld se adelantó para
cortarle el brazo, pero descubrió demasiado tarde que el ataque había sido una añagaza. La
garra de la mano menor que todavía le quedaba al draegloth le marcó un surco en la cara.
El maestro de armas dio un paso atrás y se encontró de repente con que ya no había más
tocones. Resbaló en el suelo cenagoso y al mismo tiempo intentó herir a su adversario en el
tronco. La punta del espadón trazó una línea roja en el muslo de Jeggred, y el draegloth se
apartó lo suficiente para dar a Ryld ocasión de retroceder tres largos pasos.
La luz del fuego iluminó al draegloth vapuleado por la batalla y se reflejó en sus
enormes dientes, afilados como dagas. Con una mueca que descubría sus colmillos, el
draegloth se lanzó contra Ryld. El maestro de armas sólo atinó a levantar las manos, y la
espada, para repeler el ataque.
Jeggred lo golpeó con fuerza suficiente para dejarlo sin aire y empujar la espada contra
él, lo que a punto estuvo de costarle al maestro de armas una oreja. Ryld sintió que le
faltaba el suelo bajo los pies y su cuerpo quedaba completamente a merced de la inercia del
draegloth. Ambos atravesaron una ventana, rompiendo el cristal en mil diminutas esquirlas
que les produjeron heridas por todo el cuerpo. Ryld sólo pudo cerrar los ojos y soltar un
gruñido al dar sobre un suelo de madera con el draegloth encima. De resultas del impacto,
al menos una de sus costillas se quebró.
Jeggred dio una voltereta y Ryld consiguió quitárselo de encima. Antes de que supiera lo
que estaba sucediendo, ambos estaban sentados en el suelo de una especie de desvencijada
—Pareces tan sorprendido como yo —le dijo Gomph al lichdrow— de que a tu amigo
Nimor le hayan crecido alas.
Dyrr no respondió, pero sus ojos, rojos como ascuas, se dirigieron lentamente hacia el
alado asesino.
—Los duergars —prosiguió Gomph—, un semidemonio y sus tanarukks, y un drow
asesino. Oh, pero el drow asesino ni siquiera es un drow. Te has aliado con cualquiera
menos con un elfo oscuro. Claro que tú mismo hace tiempo que no eres un elfo oscuro.
¿Verdad, Dyrr?
Si el lich se sintió ofendido o afectado, no dio la menor muestra de ello.
—Sin embargo, podría aliarse con un drow —dijo Nimor—. Los dos podríamos.
—¿De verdad crees que me uniría a vosotros? —preguntó Gomph.
—No —contestó Nimor—, por supuesto que no, pero tenía que preguntarlo.
—Si lo hago —tanteó Gomph—, ¿matarás al lich?
Por su expresión, Dyrr estaba muy interesado en oír la respuesta de Nimor.
—¿Por conseguir que el propio archimago de Menzoberranzan se volviese contra su
propia ciudad —dijo Nimor—, traicionase su propia casa, y acabase con el matriarcado de
un plumazo? Claro que lo mataría sin la menor duda.
Eso hizo aflorar a la cara de Dyrr una sonrisa que Gomph no pudo por menos de
compartir.
Nimor miró al lichdrow y le hizo una reverencia.
—Al menos lo intentaría —dijo.
El lich le devolvió la reverencia.
—Pero no vas a hacer ninguna de esas cosas ¿verdad? —le preguntó Nimor a Gomph—.
No vas a dar la espalda a Menzoberranzan, a la casa Baenre, al matriarcado, ni siquiera a
Lloth, que te ha dado la espalda a ti.
—¿Es eso todo? —preguntó Gomph—. ¿Es todo lo que vas a decir para ganarme para tu
causa? ¿Te limitarás a formular una pregunta y a responderla tú mismo? ¿Por qué estás
aquí?
—No respondas a eso, Nimor —ordenó el lichdrow con su tono imperioso de
costumbre—. Está tratando de sonsacarte. Quiere tiempo para tratar de escapar o para
planificar su ataque.
—O puede —interrumpió Gomph— que simplemente tenga curiosidad. Sé por qué
quiere matarme, mi viejo amigo Dyrr, y puedo adivinar los motivos de los duergars, de los
tanarukks, de los ilitidas y de todo lo que se mueve por las simas y pozos de cieno de los
Dominios Oscuros, atraído por el hedor de la debilidad. Pero tú, Nimor, eres medio drow y
medio dragón ¿no es cierto? ¿Por qué tú? ¿Por qué aquí? ¿Por qué yo?
—¿Por qué tú? —dijo Dyrr con tono burlón—. Tienes poder, mentecato. Tienes una
posición. Eso hará que te maten el día menos pensado, y éste no es un buen día para
Menzoberranzan.
Gomph hizo como si no hubiera oído al lich.
—Mi hermana dijo que el asesino al que había capturado —dijo dirigiéndose a Nimor—
te había identificado como un agente de Jaezred Chaulssin.
Nimor asintió.
—Yo soy la Espada Ungida —declaró.
Gomph no sabía lo que significaba eso, pero no dio muestras de ello a Nimor ni a Dyrr.
—Las historias de fantasmas se hacen realidad —dijo.
—Nuestra reputación nos precede —replicó Nimor.
—Chaulssin está en ruinas desde hace tiempo —dijo Gomph.
—Sus asesinos han sobrevivido —dijo Dyrr.
Es medio dragón, dijo la voz de Nauzhror en la mente de Gomph. Ha sido identificado,
archimago. Es mitad drow y mitad dragón de sombra. Tal vez más de una generación. Una
especie incipiente.
—Nos hemos instalado en una ciudad tras otra —dijo Nimor—, por toda la Antípoda
Oscura. Hemos estado esperando.
—Y procreando —añadió Gomph— ¿con los dragones de sombra?
Por la sonrisa de Nimor, Gomph pudo que ver que Nauzhror había dado en el clavo.
—Se acabó —dijo Dyrr, y a Gomph le resultó difícil pasar por alto el carácter definitivo
de su expresión—. Se acabó todo.
—Todavía no —replicó Gomph al tiempo que iniciaba un conjuro.
Nimor batió sus alas de murciélago y salió disparado hacia las sombras. Dyrr lo siguió,
más lento, envolviéndose en más conjuros de protección.
Gomph acabó su conjuro y juntó las manos. Una línea de negrura apareció entre sus
palmas y se estiró hasta alcanzar la longitud de la hoja de una larga espada. La línea era
perfectamente bidimensional, una grieta en la estructura de los planos.
Elevándose en el aire, el archimago de Menzoberranzan separó de golpe las manos, y la
espada lo siguió en su ascensión. Usando su fuerza de voluntad, Gomph puso a volar la
espada frente a él. Elegir un objetivo era simple.
Nimor tiene que morir primero, sugirió Prath, aunque era innecesario. La magnitud de
sus habilidades es lo único que no conocemos.
Gomph dirigió la espada en busca del asesino semidragón. Nunca había visto nada volar
tan velozmente como aquella espada. Atravesó al asesino y el dolor hizo que Nimor tuviera
convulsiones. Lo que hace que una espada sea afilada es lo delgado de su filo. Al ser
perfectamente delgada, era perfectamente afilada. Todo lo que Nimor pudiera tener para
defenderse de las armas sería inútil.
Su sangre salpicó todo el suelo del Bazar y Nimor rugió. El sonido retumbó en los oídos
de Gomph, aunque no vaciló en enviar la negra espada nuevamente en pos del asesino…
pero desapareció.
Gomph se volvió en el aire para enfrentarse al lichdrow. Dyrr mantenía su bastón sujeto
con ambas manos. Gomph supuso que había usado algún aspecto de la magia del arma para
hacer desaparecer la espada.
Decepcionante, comentó Nauzhror. Fue un conjuro impresionante, y efectivo.
Nimor no volaba tan rápido como antes, y seguía sangrando. Gomph tenía que prestar
atención alternativamente al asesino y al lich, sin descuidar su siguiente conjuro, de modo
que no vio que Nimor se curaba. Pero lo hizo, al menos lo suficiente para seguir vivo.
Gomph casi tenía acabado su encantamiento cuando Nimor sopló la sombra hacia él. Al
mago no se le ocurrió otra forma de describir aquello. El asesino respiró hondo y exhaló
una especie de cono de negrura arrolladora.
Gomph trató de salirse de la trayectoria de la oscuridad, pero no pudo. El vacío
envolvente se cernió sobre el archimago, que sintió como si lo privaran hasta del último
vestigio de calor. Se estremeció, y el aire se congeló en su garganta. Su conjuro se había
estropeado, desactivado en mitad de una palabra, y la energía del Tejido se había disipado.
Parte de las capas de magia defensiva con que él y los maestros de Sorcere lo habían
rodeado protegieron a Gomph, impidiendo que actuara sobre él, en toda su magnitud, el
poder de la oscuridad paralizante. De no ser así, Gomph habría quedado reducido a una
cáscara vacía.
—Yo estaba en lo cierto —le dijo Gomph a Nimor, tratando de no jadear—. Era un
dragón de sombra ¿no es verdad?
—Más que un dragón de sombra, archimago —replicó Nimor, y a Gomph le pareció que
también el asesino trataba de no jadear—, y más que un drow.
El asesino semidragón sacó un estilete, fino como una aguja, que relució con una luz
blanco azulada en la penumbra del desierto Bazar.
Cuidado, archimago, advirtió Prath.
Gomph hizo una mueca ante las necedades de su inexperto sobrino. El archimago
estaba siempre preparado para cualquier cosa, aunque no fuese lo bastante rápido para
esquivar el estilete, que le infligió una herida en el pecho.
Nimor había desaparecido del lugar donde lo había visto suspendido en el aire, a varios
pasos de distancia, y apareció justo al lado de Gomph y un poco más arriba, precisamente
en un ángulo muerto. Todo eso había sucedido en un instante. Y con igual rapidez, el
asesino volvió a desaparecer.
La herida del pecho le tiraba y le ardía. Se miró el corte. Estaba orlado de escarcha, y la
sangre que manaba era fría al tacto. Gomph notó un estremecimiento.
Algo lo golpeó por detrás y el mago gruñó y se dobló al faltarle el aire en los pulmones.
Pasaron uno o dos segundos angustiosos antes de que pudiera volver a respirar. Dyrr lo
había golpeado con algo, un conjuro o un arma, desde atrás.
El conjuro no atravesó tus defensas, archimago, la voz de Nauzhror resonó en su mente.
De haber sido así, te hubiera desintegrado.
—Tanto mejor —musitó Gomph entre dientes antes de pronunciar la palabra de mando
que invocaba al globo defensivo del bastón.
Rodeado nuevamente de magia protectora, Gomph giró en el aire, tratando de ver al
menos a uno de sus enemigos. Nimor se lanzó sobre él con su paralizante estilete tratando
de infligirle otra herida.
Detrás del asesino y algo desplazado lateralmente, el lichdrow movía su mano libre en
el aire, proyectando una estela crepitante de luz blanca por cada uno de sus dedos.
A pesar del dolor lacerante que sentía en el pecho y en la espalda, Gomph se revolvió en
el aire cuando un cono de cegadora luz blanca salió de las manos extendidas del lichdrow,
amenazando con engullirlo en una ráfaga de aire gélido y hielo cortante.
El archimago logró apartarse de la trayectoria del conjuro, pero eso hizo que perdiera
de vista al asesino. Se preparó para recibir otra estocada helada del arma de Nimor, pero
ésta no llegó.
El asesino también tiene que esquivar el cono de frío, maestro, dijo Prath.
Gomph aprovechó el momento de respiro y sacó de su bota derecha dos delgadas dagas
con hoja de platino. Mientras alzaba los cuchillos, pronunció las palabras de un conjuro que
contribuiría a que las dagas fueran aún más hirientes. También las guiaría por el aire de
una manera más certera y estaba seguro de que atravesarían al menos algunas de las
defensas mágicas de su objetivo.
Gomph levantó el brazo y remató el conjuro. Cuando se volvió para encontrar a su
adversario, el dolor había desaparecido. El anillo todavía funcionaba, curándolo casi con la
misma rapidez con que podían herirlo el asesino y el lich.
Una fracción de segundo antes de que Gomph pudiera lanzar sus dagas embrujadas,
Nimor volvió a aparecer cerca de él. El estilete atravesó el aire con un silbido estremecedor,
trazando una línea blanca de escarcha en el costado derecho de Gomph. El dolor fue
terrible, y los dedos de Gomph se contrajeron al mismo tiempo que todos los demás
músculos de su cuerpo. A punto estuvo de dejar caer las dos dagas, pero no lo hizo.
Se ha ido, dijo Prath.
Era lo que Gomph esperaba.
Creo que puede haber sido el anillo, dijo Nauzhror.
¿El anillo?, preguntó Gomph.
Eso le permite deslizarse de un lugar a otro en un instante, explicó Nauzhror.
Lo que Gomph había esperado era luchar solo con Dyrr, conjuro a conjuro. Tuvo que
admitir, al menos para sus adentros, que no estaba preparado para el combate cuerpo a
cuerpo y que, al menos en ese aspecto, Nimor lo superaba.
Apartó esas ideas de su mente cuando oyó que Dyrr lanzaba otro conjuro. Se volvió para
mirar al lich.
Éste tenía una expresión extraña en los ojos, como si algo fuera a suceder pero no
supiera exactamente qué. Al archimago no le gustó aquella expresión.
Está invocando algo, dijo Nauzhror.
Cuando la última sílaba de la advertencia de Nauzhror llegó a la mente de Gomph, el
conjuro del lich ya había hecho su trabajo. De la nada surgió un juego de patas insectiles
que se posó en el suelo rocoso del Bazar, a ése le siguió otro y luego otro y otro más. La
cabeza del insecto era más ancha que alto era Gomph, tal vez incluso el doble. A cada lado
de la grotesca boca tenía un par de pinzas curvas y dentadas. Dos ojos bulbosos,
multifacetados, exploraron la extensión abandonada del mercado, al tiempo que la enorme
criatura se desprendía totalmente del Tejido.
Se trataba de un ciempiés tan largo como una caravana de lagartos de carga, y detrás de
él, Dyrr reía mientras Nimor volaba nuevamente hacia Gomph.
«Uno por vez», se dijo el archimago.
Lanzó otro conjuro sobre el par de dagas voladoras. El ciempiés trató de alcanzar a
Gomph, pero se movía lentamente, no estaba familiarizado aún con el medio y con el
control que el lich tenía sobre él. Eso dio tiempo a que Gomph acabara el conjuro y arrojara
las dagas. No se preocupó por afinar la puntería. La lanzó en la dirección aproximada en
que estaba Nimor y dejó que el conjuro hiciera el resto. Las dagas atravesaron el aire
sinuosamente, en trayectorias entrelazadas que se dirigían directamente hacia el asesino
alado.
Con agilidad impresionante, Nimor se deslizó lateralmente en el aire en un intento de
evitar las dagas, pero una vez dirigidas hacia un objetivo, eso no bastaba para disuadirlas.
El asesino tuvo que revolverse otra vez en el aire, lanzando golpes con su estilete contra las
dagas. El destello del acero, del delgado estilete del asesino y de ambas dagas, se convirtió
en un torbellino emborronado en torno al asesino.
Buena jugada, maestro, comentó Prath. Eso tendría que mantenerlo ocupado.
Haciendo caso omiso de su sobrino una vez más, Gomph invocó el poder de levitación
de su bastón para alzarse en el aire. Las odiosas fauces del ciempiés se cerraron a escasos
centímetros de las suelas de sus botas, tras lo cual la criatura se retrajo inmediatamente
para lanzar un segundo ataque. Gomph, esperando encontrarse fuera del alcance del
monstruoso insecto, hacía cabriolas en el aire, tratando de abarcar todos los detalles del
Bazar y de las estalagmitas circundantes a medida que ascendía.
El archimago se detuvo, quedando suspendido en el aire, entre el confundido ciempiés y
el levitante lich.
—¿Te gusta mi nueva mascota? —preguntó burlón el lich—. Sólo quiere darte un besito.
—No me… —empezó a decir Gomph, pero otra vez se quedó sin aire en los pulmones
cuando Dyrr, que sostenía su bastón por delante, usó el poder de éste para lanzar lejos al
archimago.
Gomph podía sentir al gigantesco insecto a su espalda, cerniéndose sobre él como una
fortaleza de estalactitas. Dyrr se impulsó más hacia lo alto y la corriente que generó empujó
a Gomph más abajo, directamente hacia las fauces del voraz ciempiés.
El oportuno conjuro le vino a Gomph a la cabeza en un instante, y no vaciló en
derrochar algo de energía extra para hacerlo rápidamente. El efecto fue el que había
experimentado cientos de veces pero que siempre le había disgustado. Sintió como si el
cuerpo se le adelgazara y se estremeció a su pesar, y tuvo que obligarse a mantener los ojos
abiertos cuando se le nubló un poco la vista, y el mundo que lo rodeaba se volvió un poco
distorsionado y en cierto modo más brillante, más definido.
Se vio rodeado por el interior del gigantesco insecto. Músculos y ríos de un semilíquido
verdoso que hacía las veces de sangre, la extraña línea de láminas que aquello parecía usar
como pulmones, el rumor de otros insectos demasiado grandes que había engullido
recientemente, a continuación otra capa espesa de quitina acorazada… y por fin salió al
exterior. Había atravesado al ciempiés como su si cuerpo fuera más bien una parte del
plano Etéreo que del Primer Plano Material.
El ciempiés no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo, por supuesto. Gomph sabía
que el insecto no hubiera sido capaz de sentir su paso por su interior, pero el sabroso
bocado de carne de drow que pensó que iba a engullir estaba ahora sorprendentemente
detrás de él.
Con el rabillo del ojo Gomph captó un movimiento fugaz y al volverse rápidamente vio a
Nimor que se abalanzaba nuevamente sobre él. Las dagas habían desaparecido, y el asesino
tenía unos cuantos cortes más, aunque no parecía que la experiencia hubiera mermado en
lo más mínimo su poder letal.
El ciempiés se dio la vuelta, moviendo su enorme cuerpo, que debía de pesar varios
cientos de toneladas, con una agilidad y una rapidez que resultaban sorprendentes.
Todavía era visible el cuerpo etéreo de Gomph, aunque parecía fantasmal y extrañamente
traslúcido. El ciempiés no dio muestras de verlo, y sus abultados ojos se fijaron en Nimor.
Nimor volvió a desviarse lateralmente en el aire, y, pese a todo lo rápido que era el
insecto, el asesino logró evitar sus fauces a tiempo. El ciempiés podría haberlo partido
limpiamente en dos de un mordisco.
Gomph se elevó hasta quedar fuera del alcance del ciempiés mientras su cuerpo iba
recuperando su forma sólida.
—Dyrr —gritó Nimor furioso—, atiende a tu mascota, maldita sea.
Aquello hizo sonreír a Gomph, pero la respuesta de Dyrr consistió en iniciar otro
encantamiento. Por más furioso que estuviese Nimor con su aliado no muerto, no entraba
en los planes de ambos enfrentarse el uno con el otro. El archimago sabía que él sería el
objetivo del conjuro de Dyrr. A pesar de haber pasado algún tiempo en forma etérea, el
globo seguía rodeándolo, de modo que Gomph sabía que Dyrr tenía que usar una magia
poderosa. El archimago se volvió en el aire hasta quedar frente al lich, pero lo único que
pudo hacer en los segundos que le llevó a Dyrr hacer el conjuro fue esperar que las
defensas que ya tenía establecidas fueran suficientes para salvarle la vida.
No hubo ningún efecto visible cuando el lich acabó su conjuro, ni estela luminosa ni
estallido atronador, pero Gomph sintió que la magia lo envolvía. El globo protector no hizo
nada para repeler el conjuro, pero otras defensas entraron en acción y Gomph se concentró
en ellas. A pesar de todo, su cuerpo empezó a ponerse rígido. El archimago sintió que su
piel se deshidrataba. Le resultaba difícil flexionar los codos. Era como si se estuviera
convirtiendo en piedra.
Empezó a caer, y antes de que pudiera volver a controlar su levitación, el ciempiés se
volvió y le lanzó una dentellada. Una de las pinzas del insecto alcanzó al archimago en el
muslo. Podría haberle cercenado una pierna, pero había errado el ángulo, de modo que sólo
le abrió la carne, atravesó la musculatura y llegó a rozar el hueso, produciendo una
vibración.
El archimago apretó los dientes para combatir el dolor. Aunque tenía los músculos
agarrotados y respiraba con dificultad, se valió de su bastón para impulsarse en el aire,
hacia las alturas, alejándose del ciempiés, que ya volvía a atacarlo.
La sangre manaba como un cieno espeso de la profunda herida de la pierna, y a Gomph
le resultó irónico que fuera precisamente el conjuro de Dyrr lo que aparentemente le
estaba salvando la vida. El anillo en el que había confiado Gomph hasta entonces parecía
haber dejado de funcionar.
Nimor lo golpeó nuevamente, y el frío del estilete mágico acentuó la rigidez del mago. Se
le cortó la respiración y sintió que se le revolvía el estómago, y quedó convertido en una
bola en el aire. Trató de parpadear, pero tuvo que cerrar los ojos, hacer una pausa y
después abrirlos lentamente.
Ha tratado de convertirte en piedra, dijo Nauzhror, cuya voz sonó nítida en la mente
borrosa de Gomph. Hasta ahora lo has resistido, archimago, no vayas a rendirte ahora.
Gomph volvió lentamente la cabeza hacia la derecha. En realidad había tratado de
sacudir la cabeza, pero eso fue todo lo que consiguió. El globo de magia protectora que lo
envolvía desapareció al agotarse su energía. Gomph vio que Dyrr se acercaba. Estaba ya a
escasos metros de él. El lich hizo un conjuro rápido, y una andanada de chispas verdes y
rojas, largas como flechas, se abalanzaron sobre él. Gomph consiguió mover la pierna y
extender el brazo, pero no pudo abrir la boca con rapidez suficiente para pronunciar una
palabra de mando. Los proyectiles de energía del Tejido lo golpearon quemándolo y
produciéndole contracciones nerviosas, haciendo que sus músculos se extendiesen para
volver a contraerse a continuación. La piel del archimago se estremeció y sus articulaciones
estallaron.
El dolor era insoportable y ahora sangraba profusamente por la herida del muslo. Otra
vez podía moverse, pero no lo suficiente para evitar al ciempiés.
El insecto retrocedió y abrió totalmente sus enormes pinzas que cerró al lanzarse sobre
él. Gomph estaba suspendido en el aire, en un punto en el que el insecto apenas podía
alcanzarlo, pero las pinzas se cerraron sobre el muslo ya herido.
Gomph se sintió arrastrado hacia abajo por el ciempiés, pero algo cedió y rebotó hacia
arriba. Antes de detenerse a evaluar su nueva herida, se alejó más hacia las alturas, apenas
consciente de que arrastraba algo en su ascenso. Formuló un conjuro mientras Nauzhror y
Prath gritaban en su mente. Algo iba mal, pero necesitaba acabar el conjuro para poder
hacer cualquier otra cosa. Tenía que librarse del ciempiés o acabaría comiéndoselo a
trocitos mientras el maldito lich se mantenía al margen, observándolo todo.
Gomph miró hacia abajo y vio una efusión de sangre que caía sobre la cabeza ancha y
plana del insecto y después la atravesaba mientras se desvanecía. El conjuro hizo efecto y el
ciempiés desapareció, pero la sangre seguía cayendo en una lluvia horripilante sobre el
suelo del Bazar, allá abajo.
Gomph se llevó la mano a la pierna y palpó algo duro y desgarrado. Pasó el dedo por el
borde cortante, el borde de su propio fémur. Su pierna había desaparecido. El ciempiés se
la había arrancado. Pudo ver su pierna cortada en medio de una lluvia de sangre que seguía
manando de su herida abierta.
Unos destellos luminosos llamaron la atención de Gomph hacia un lado. Nimor arrojó
algo y Gomph instintivamente se protegió la cara, temiendo que fuera un conjuro. Lo que
vio, en cambio, fue la empuñadura del estilete encantado del alado asesino, que, dando
vueltas, se precipitaba hacia el lejano suelo. La estela de luz centelleante era lo que quedaba
de la hoja paralizante. El conjuro de Gomph no se había limitado a eliminar al ciempiés.
Decir que Nimor no estaba satisfecho es quedarse corto.
Mientras el asesino prorrumpía en invectivas contra él, Gomph flexionó los músculos y
descubrió que la rigidez había desaparecido. Sentía dolor, pero no tanto como había
imaginado. Su anillo ya empezaba a luchar contra las serias heridas que el archimago había
sufrido. Gomph sabía que sobreviviría, pero estaba la cuestión de la pierna.
Nimor se lanzó en picado por encima de él y desapareció en la oscuridad. Gomph no
veía al lichdrow por ninguna parte. Se dejó caer lentamente en el suelo. Aterrizó en un
charco de su propia sangre. Cuando empezó a recuperar la gravidez, se tambaleó y tuvo que
reactivar el efecto de levitación de su bastón antes de caer en un charco de sangre
coagulada. No había pensado en lo de mantenerse sobre una sola pierna. Se mantuvo
levitando a escasos centímetros del suelo y, agachándose, recogió su propia pierna.
Resultaba extraño estar allí, sosteniendo la pierna en una mano, pero el archimago lo
dejó fuera de su conciencia. Era evidente que el asesino y el lich estaban rehaciéndose
después de que el poderoso conjuro de Gomph hubiera desactivado toda la magia que
había a su alrededor, excepto la suya, y que volverían.
Gomph volvió a palpar el hueso de su muñón y comprobó complacido que la piel
todavía no había empezado a crecer por encima. Giró la pierna en la mano y…
Una ráfaga de aire frío lo envolvió, lo engulló, lo impulsó hacia atrás y hacia abajo,
arrastrándolo por las piedras del suelo del Bazar, hasta que su cabeza chocó contra algo
que se rompió, se hizo trizas y cayó alrededor de él.
Sacudió la cabeza y de su pelo blanco se desprendieron fragmentos del pie de un hongo
y de cristal. Se encontró medio incrustado en el destrozado puesto de un mercader, pero en
lo único en que podía pensar era en el gran alivio que significaba seguir sosteniendo la
pierna en la mano. Tenía todo el cuerpo cubierto de una fina capa de escarcha que ya
empezaba a fundirse en el aire frío y húmedo del Bazar.
El lich, le comunicó mentalmente Nauzhror, estaba fuera de la disyunción.
Ya veo, respondió el archimago y se dejó invadir a continuación por una oleada de
frustración.
Gomph miró hacia arriba y en derredor. Dyrr preparaba un conjuro, mientras Nimor se
lanzaba por el aire hacia el archimago. Estableció otro globo de protección a su alrededor, y
lo asaltó brevemente la preocupación de que el poder del bastón se agotaba con demasiada
rapidez. No podía seguir protegiéndolo y haciéndolo levitar para siempre.
El lich acabó su conjuro, y Gomph sonrió cuando un cegador relámpago amarillo brotó
de las manos de Dyrr para describir a continuación un arco en el espacio y estrellarse en
una lluvia de chispas contra el globo protector de Gomph. No había terminado todavía de
agotarse el relámpago sobre sus defensas, sin hacer siquiera que al mago se le erizara el
cabello, cuando el archimago ya había hecho otro conjuro para su defensa. Las llamas
brillaron casi imperceptiblemente a lo largo de todo su cuerpo.
Veamos, dijo Prath, funcionó con el huecuva, pero…
Nimor ya estaba encima del archimago, que se hizo un ovillo para repeler el ataque del
asesino. Las manos del semidragón eran más grandes de lo que habían sido en su forma de
drow, y cada uno de sus dedos acababa en una garra gruesa y afilada de marfil negro como
la pez. Nimor trató de herir a Gomph en el hombro con esas formidables garras, pero
resbalaron sin producir el menor daño sobre la superficie del escudo de fuego del mago.
Unas llamaradas relucientes de color naranja surgieron del hombro de Gomph y alcanzaron
a Nimor en la cara. El asesino rugió de dolor y agitó las alas una única vez, pero con tal
violencia que levantó los afilados trozos de cristal que había esparcidos por el suelo, lo que
formó un remolino en torno al archimago. Cada vez que un pequeño fragmento del cristal
lo golpeaba, una chispa de fuego surgía como respuesta. El conjuro no produjo ninguna
quemadura a Gomph, pero durante unos desconcertantes segundos se vio rodeado por una
cascada de rugientes llamaradas.
Nimor desapareció entre las sombras de la bóveda de la caverna.
El remolino de cristales y fuego se aquietó y Gomph consiguió salir de las ruinas del
puesto del mercado. Mientras la sangre seguía manando del muñón, reducido el dolor,
gracias a su anillo, a una sensación sorda, molesta, Gomph se tomó un segundo para
asegurarse de que el pie apuntaba en la dirección correcta y volvió a pegar la pierna en su
sitio.
La sostuvo en su lugar y cerró los ojos. Sólo podía respirar entrecortadamente y con
estremecimientos. La sensación del hueso soldándose, de cada vaso sanguíneo
reconectándose a su extremo seccionado, de los nervios volviendo a la vida con una oleada
de dolor, escozor, placer, nuevamente dolor, y la piel que volvía a crecer hizo que Gomph
jadeara y se agitara convulso.
El lich, advirtió Nauzhror.
Sólo entonces reparó el archimago en que Dyrr estaba preparando otro conjuro. La
respuesta que se le ocurrió a Gomph fue un poderoso recurso disuasorio que lo protegiera
cuando el globo del bastón ya no pudiera hacerlo. Sin pararse a pensar en otras
implicaciones, Gomph reunió la energía del Tejido necesaria y el campo antimágico quedó
erigido a tiempo para bloquear una enorme explosión de calor lacerante y fuego cegador.
También suprimió el poder regenerador del anillo.
La magia no funcionaba en las inmediaciones de Gomph Baenre, y su pierna sólo estaba
reparada a medias. Un estremecimiento lo recorrió y el dolor que, partiendo de su pierna,
se propagó por todo su cuerpo en un espasmo de agonía, le hizo apretar los dientes y cerrar
los ojos.
—Buena jugada, mi joven amigo —le gritó el lich desde las alturas—, pero ese campo
caerá tarde o temprano. Mientras tanto, tú seguirás sangrando y yo esperando.
Gomph no se paró a considerar la amenaza del lich. El dolor era demasiado intenso para
pensar.
Capítulo 20
Piet apretó el mango de su hacha, confiando en que sus palmas sudorosas pudieran
sostener el arma cuando empezase la pelea que sin duda empezaría pronto. Echó una
mirada a su amigo Ulo y se dio cuenta de que estaba pensando lo mismo que él. Miró cómo
Ulo acariciaba los mandos de sus dos grandes cuchillos y supo que también a él le sudaban
las manos.
Habían venido al Bosque Anegado a cortar leña y ganarse un par de monedas de plata
sin ánimo de meterse en lo que no les importaba. Desde que estaban allí habían visto morir
a diez de sus camaradas. Algunos habían muerto en los accidentes que son inevitables
durante la tala de árboles, pero la mayor parte habían sido víctimas de los ataques de la
fauna de la zona. El pantano encerraba todo tipo de amenazas, desde vides animadas que
arrastraban a los hombres a una tumba acuática hasta lagartos que se llevaban a los
descuidados de las lindes de los claros. A pesar de todo, el círculo de antorchas y sólo los
dioses sabían qué más —puede que incluso alguna especie de protocolo de los pantanos—
mantenían a las criaturas realmente peligrosas fuera del campamento. La improvisada
taberna donde los hombres pasaban prácticamente todo su tiempo libre (que no era
mucho) parecía un lugar bastante seguro.
Ahora un elfo oscuro y una especie de enorme criatura demoníaca habían atravesado la
ventana, y las cosas habían empeorado.
Piet y Ulo se enfrentaron al elfo oscuro. De los dos, era el que parecía menos peligroso,
mientras que el ser demoníaco tenía todo el aspecto de hacer a la gente cosas horribles. A
Piet le temblaban las rodillas, y también las manos, y tenía la mandíbula apretada.
En el otro lado de la taberna, otros cuatro leñadores, Ansen, Kinsky, Lint y Arkam, se
enfrentaban a la enorme criatura demoníaca. Todos ellos iban armados ya que nadie con
dos dedos de frente andaba sin un arma por el Bosque Anegado, pero sus armas parecían
de juguete frente a la enorme criatura. Ansen había cogido una antorcha de un soporte de la
pared, Kinsky enarbolaba su hacha, Lint esperaba mantener al monstruo a raya con la lanza
que usaba para pescar en el pantano y Arkam blandía el mango de un hacha rota. Todos
ellos se veían tan aterrorizados como imponían las circunstancias.
El elfo oscuro tenía una espada enorme —Piet jamás había visto una de semejante
tamaño— y la sostenía con soltura con la derecha, raspando con la punta el áspero suelo de
madera. El drow estaba húmedo y sangraba por heridas en la cara, en una pierna y tal vez
en otras partes del cuerpo. Piet no había visto nunca un elfo oscuro. En realidad siempre
había pensado que eran seres míticos, de modo que le resultaba difícil interpretar el estado
en que se encontraba la criatura, aunque parecía débil, exhausto, puede que incluso
moribundo.
—¿Quién eres? —le preguntó Piet, disgustado por el tono aterrorizado que notó en su
propia voz—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué quieres?
Aunque a Piet le resultaba difícil saber qué estaba pensando el drow, estaba convencido
de que el extraño lo entendía. La expresión con que respondió al leñador le pareció
altanera al principio, después no tanto… Piet no sabía cómo calificarla. Le vino a la cabeza
una palabra, «desdeñosa», pero no estaba seguro de conocer bien su significado.
El drow no respondió. En lugar de eso, empezó a levantar la espada y Piet, temeroso de
que el drow la descargara sobre él, cargó con su hacha. Piet había pasado toda su vida
adulta, desde los once años y medio, cortando madera. Sabía manejar un hacha y lo hacía
con velocidad, fuerza y precisión. A pesar de todo, no consiguió tener al elfo oscuro al
alcance de su brazo.
Piet apenas lo vio moverse. De repente estaba medio metro a la derecha, de pie entre
Piet y Ulo. El drow tenía la espada en alto, pero daba la impresión de que se estaba
defendiendo en lugar de atacar. Ulo, sorprendido de que el elfo oscuro estuviera de repente
tan cerca de él, agitó ferozmente los cuchillos y retrocedió a tientas hasta dar con la pared.
—¡Clávale un cuchillo, Ulo! —gritó Piet, pero daba la impresión de que Ulo no lo hubiera
oído.
El elfo oscuro se acercó a Piet manteniendo la espada baja, y Piet se apartó
instintivamente de su camino. Una oleada de adrenalina lo recorrió. Jamás se había movido
tan rápido en su vida.
Cambió el hacha de mano y la balanceó frente al elfo oscuro, que dio un salto hacia
atrás, con lo que el arma pasó a unos centímetros de su cara. Piet volvió a cambiar de mano
el hacha y volvió a cargar. Sabía que el elfo oscuro volvería a retroceder y estaba preparado
para ello. Lo único que veía era al drow, y cuando el hacha alcanzó la cabeza del drow, Piet
cerró los ojos esperando un chorro de sangre.
El hacha se detuvo, y un líquido caliente y espeso salpicó la cara de Piet. Apretó más los
ojos para evitar que la sangre entrara en ellos y trató de arrancar el hacha del cráneo del
elfo oscuro, pero se negaba a salir. El cuerpo lo arrastró en su caída y Piet lentamente cayó
de rodillas y golpeó la pared con la frente, lo cual lo sorprendió. No creía haber avanzado
tanto.
—¡Le di, Ulo! —dijo mientras se enjugaba los ojos con la manga—. ¡Le partí la cabeza al
demonio negr…!
Piet se quedó helado cuando abrió los ojos y vio exactamente cuál era el cráneo que
había partido. Los ojos sin vida de Ulo lo miraban fijamente, vidriosos y vacíos. El hacha de
Piet estaba clavada en un lado de la cabeza de su amigo y todavía manaba sangre por el
arma.
Piet se sacudió, convulsionado por un espasmo, y evitó vomitar cubriéndose la boca con
la mano. Soltó el hacha que seguía clavada en la cabeza de su amigo y se dejó caer al suelo.
Al alzar la vista vio al elfo oscuro que lo miraba, sin hacer el menor movimiento para
acabar con él, aunque le hubiera resultado muy fácil. Piet miró a los ojos oscuros de la
criatura y tuvo la desazonadora sensación de que el drow no sólo estaba complacido por
haber hecho que Piet matara a Ulo, sino que además estaba pensando en volver a intentar
algo semejante.
—¡Hombres! —llamó Piet con voz quebrada.
Quería ponerlos sobre aviso, pero tenía la garganta atenazada y le costaba hacer salir
las palabras. Al mirar a los otros cuatro leñadores, Piet vio al enorme demonio de pelaje
gris desgarrar la garganta de Arkan con una mano, como si estuviera sacando un puñado de
manteca de una olla. La sangre saltó por todas partes, y Arkam estaba muerto antes de que
su cuerpo empapado en sangre tocara el suelo.
En cuanto Piet vio a las dos extrañas criaturas irrumpir a través de la ventana, supo que
las cosas iban a acabar mal para el grupo de leñadores, pero había algo en la forma en que
se estaban desarrollando las cosas, en la manera displicente en que el demonio gris había
abierto la garganta de Arkam, y en la forma intrigante, casi mezquina, en que el elfo oscuro
había hecho que Piet matara a su propio amigo, que le daba a todo un aspecto demasiado
personal, como si hubieran llegado allí por esa razón.
A Piet habían dejado de sudarle las manos. Seguía teniendo las mandíbulas apretadas,
pero ahora por otro motivo. La sangre le hacía zumbar los oídos. El elfo oscuro estaba
observando mientras el demonio jugaba con Ansen, Kinsky y Lint. Ni siquiera pensaba que
valiera la pena vigilar a Piet.
«Ése —pensó Piet— es tu segundo y último error, drow».
Piet se tragó la bilis que le afluyó a la garganta cuando apoyó el pie, calzado con una
pesada bota, sobre la cabeza abierta de su amigo Ulo y empujó al tiempo que tiraba del
mango del hacha. El arma salió haciendo un horrible ruido como de succión, pero Piet se
sobrepuso.
Hacha en mano, Piet se puso de pie y arremetió contra el elfo oscuro. El escurridizo
drow volvió a esquivarlo con tal rapidez y facilidad que Piet pensó que debía de tener ojos
en la espalda. Sin arredrarse, el leñador descargó un nuevo hachazo que sólo cortó el aire.
El drow se limitaba a esquivar los golpes en una danza hacia atrás, sin molestarse siquiera
en parar el hacha con su espada. Sólo retrocedía, o daba un paso a un lado o a otro mientras
Piet atacaba una y otra vez.
Por fin, Piet desistió. Los pulmones le ardían. Trató de hablar pero no pudo. Quiso
correr, pero, después de todo un largo día cortando árboles, sentía las piernas como palillos
a punto de quebrarse. No pudo hacer otra cosa que estar allí y observar al elfo oscuro, que
contemplaba la escena mientras aquel ser demoníaco mataba al resto de los hombres que
había en la taberna.
El demonio tenía en sus manos, las dos más grandes de las tres que tenía, una de las
pesadas mesas de roble, y tenía a Ansen, Kinsky y Lint acorralados contra la pared. La
antorcha quemaba la cara de Ansen, el mango del hacha presionaba la garganta de Kinsky,
y la lanza de Lint se sacudía impotente desde detrás de la mesa, dejando profundos surcos
en las vigas del techo.
Los hombres gruñían y tosían. Ansen gritó. De su pelo salía humo, y alrededor de su ojo
derecho la carne se chamuscaba y empezaba a desprenderse.
—Basta —dijo Piet con voz ahogada.
El drow y el demonio ni se molestaron en mirarlo.
—Basta… —gimió, y estaba apunto de tirar el hacha cuando la puerta se abrió de golpe
y cinco hombres se agolparon tratando de entrar en la taberna.
Piet los conocía: Nedreg, el hombre alto de Sembia, que era uno de los dos del
campamento que tenían una espada; Kem, de Cormyr, dueño de la otra espada, era de
escasa estatura y odiaba tanto a Nedreg como éste lo odiaba a él; Raula, la única mujer del
campamento, tenía una lanza que según ella era mágica, aunque nadie le creía; Aynd, el
marido de Raula, tenía un lanza que estaba tan doblada que le decía a todo el mundo que
era un desecho del ejército impilturano que había encontrado al borde de una carretera.
El primero de los cinco que entró en la estancia era el capataz del campamento: un
hombre corpulento llamado Rab, que afirmaba haber sido sargento en el ejército
cormyreano y haber participado en la batalla en que mataron al rey Azoun. Todo el mundo
se creía todo lo que contaba porque todos le tenían miedo. A Piet nunca le había caído bien,
pero al verlo entrar en la taberna, blandiendo su enorme hacha, Piet pensó que era lo más
hermoso que había visto en su vida.
En ese momento, y sin ningún motivo que Piet consiguiera entender, el elfo oscuro lo
atacó por fin. El espadón se movía con tal rapidez que Piet casi ni lo veía. De todos modos,
conseguía evitarlo. Trataba de pararlo con el hacha, pero el elfo oscuro ni siquiera la
tocaba. Su espadón la rodeaba, la pasaba rozando, la evitaba.
Piet había dado unos diez pasos incluso antes de darse cuenta de que estaba
caminando. Se había acercado más al demonio de lo que hubiera deseado, pero el monstruo
seguía empujando la mesa tras la cual estaban atrapados Ansen, Kinsky y Lint. Ansen
seguía gritando. El tono de su voz tenía ahora un tinte más desesperado, más agudo, y Piet
se sorprendió deseando que muriera pronto. Era lo más humano.
Daba la impresión de que los otros dos querían gritar pero no podían. El demonio echó
una mirada a los hombres que estaban a la puerta, vacilantes, tratando todavía de entender
lo que estaba sucediendo. El demonio supo aprovechar su vacilación y empujó todavía más
fuerte. Piet vio cómo se tensaban sus piernas y cómo clavaba en el suelo sus afiladas garras.
A Kinsky se le salieron los ojos de las órbitas de las que brotaron sendas cascadas de
sangre. Lint tosió y expulsó una bocanada de sangre, borboteó y murió. Kinsky intentó
gritar. La taberna se hizo eco de una serie de ruidos crepitantes y el hombre cayó inerme al
suelo. Ansen por fin dejó de gritar, aunque seguía ardiendo.
Rab y los demás cargaron contra el demonio. Piet ni siquiera estaba seguro de que
hubieran visto al elfo oscuro.
—¿Por qué? —preguntó Piet al drow, que observaba mientras los demás atacaban al
demonio—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Por qué nos hacéis esto? ¿Qué queréis?
El elfo oscuro se volvió hacia él y arqueó una ceja y miró al hombre con altivez, aunque
éste le sacaba casi una cabeza.
—¿Qué buscáis aquí? —volvió a preguntar Piet.
—Nada —dijo el drow en lengua común con un extraño acento.
Piet tuvo vaga conciencia de un movimiento por debajo de su línea visual, algo así como
si el elfo oscuro se hubiera encogido de hombros, y a continuación notó que algo líquido le
corría por el cuello, un líquido caliente que se derramaba sobre su pecho. Piet se llevó una
mano a la garganta y sus dedos palparon un chorro de sangre caliente que salía de su
garganta. Cuando trató de hablar, los pulmones se le llenaron de sangre y se le nubló la
vista.
El elfo oscuro apartó la vista del hombre moribundo, y Piet se dio cuenta de que el drow
no volvería a pensar en él. No vivió lo suficiente para decidir si eso le importaba o no.
Ryld no volvió a pensar en el hombre muerto. Habían entrado otros cinco, y aunque Jeggred
había despachado a los tres primeros humanos casi sin esfuerzo, entre los recién llegados
había al menos uno que daba la impresión de que realmente sabía luchar. A Ryld ni se le
ocurrió la posibilidad de que Jeggred no fuera capaz de ocuparse de ellos, incluso del que
blandía la gran hacha, pero los cinco conseguirían entretener un rato al draegloth, y con eso
le bastaba.
Enfundó la espada, y antes de que el arma hubiera entrado totalmente en su vaina, sus
pies ya habían abandonado el suelo en un salto hacia la ventana por la que intentaba salir.
Casi lo consiguió, pero alguien lo cogió por un pie. Sin necesidad de mirar supo que era
Jeggred.
El draegloth tiró fuerte del pie de Ryld, y revolviéndose, el maestro de armas le dio al
draegloth un puntapié en toda la cara. La cabeza de Jeggred fue a golpear contra uno de los
humanos que acudían corriendo, uno que estaba armado con una espada, y que aprovechó
la oportunidad para tratar de herir al semidemonio. La espada se enredó en la melena de
espeso pelo blanco del draegloth, que todavía estaba húmeda.
Otros dos humanos atacaron al demonio con sus lanzas por la espalda desde uno y otro
lado. Las lanzas se hundieron en la carne de la criatura y Jeggred dejó escapar un fuerte
gruñido. Soltó a Ryld, que aterrizó de pie, frente al draegloth. Los humanos recuperaron sus
lanzas, y Jeggred y Ryld intercambiaron una mirada por la que se pusieron de acuerdo en
que Jeggred se haría cargo del hombre y la mujer armados con lanzas. El de la espada retiró
su arma para clavársela al draegloth por la espalda.
Jeggred giró en redondo, lanzando lejos a los dos humanos armados con lanzas. El
humano de la espada acabó enfrentado a Ryld.
—El draegloth os matará a todos —dijo Ryld, más o menos seguro de estar usando la
lengua común con propiedad.
Al humano parecía asustarle más el hecho de que Ryld hablara su lengua que su
condición de elfo oscuro. Ése fue un error que el hombre no volvería a cometer.
—No lo hagas —le advirtió Ryld cuando el hombre blandió su espada para descargarla
sobre él.
Con un suspiro de impaciencia, Ryld trazó un rápido arco con su espada por delante y
cercenó el brazo con que el hombre sostenía el arma. El hombre retrocedió con los ojos
desorbitados fijos en la sangre que salía a borbotones de su muñón. Miró a Ryld y sus
miradas se cruzaron un instante. Daba la impresión de que el hombre estaba esperando
que Ryld dijera algo, que le explicara por qué le había cortado el brazo. Los humanos eran
muy extraños.
Ryld se encogió de hombros. El hombre abrió la boca para decir algo y cayó muerto.
La mujer humana intentó clavar su lanza en Jeggred, pero éste se la arrebató y la quebró
como si fuera una astilla. La mujer retrocedió alzando las manos en un débil intento de
evitar el ataque del semidemonio.
Ryld contuvo la risa. En lugar de eso se inclinó rápidamente y desprendió la mano del
muerto que había quedado adherida a la espada. Tuvo que romper varios dedos para
liberar el arma, pero la verdad es que al hombre ya no le importaba.
El que tenía la otra lanza fue a por Jeggred con furia renovada, tratando
infructuosamente una y otra vez de herir al draegloth, que lo evitaba dando saltos y
jugando con él. La mujer se tapaba la boca con las manos, aparentemente preocupada por
lo que pudiera sucederle a ese hombre. Había algo en su expresión que Ryld reconoció y lo
llevó a arrojarle la espada que había arrebatado al hombre muerto. Ella no se dio cuenta de
la espada que iba hacia ella hasta que estuvo a mitad de camino, pero la cogió de todos
modos.
La mujer miró hacia Ryld y éste le señaló con un gesto al draegloth.
—¡Ocúpate del elfo oscuro, muchacha! —le gritó el hombre que portaba el hacha
enorme.
Ese hombre había estado gritando órdenes todo el tiempo, pero Ryld no había prestado
mucha atención. Oír que alguien ordenaba su muerte no era una experiencia a la que Ryld
fuera ajeno, pero había algo en las actuales circunstancias que le resultaba frustrante.
Acababa de proporcionarle un arma… ¿Qué importancia tenía que la hubiera cogido del
brazo seccionado de uno de sus camaradas?
La mujer vaciló, miró primero la espada como si no supiera muy bien qué hacer con ella
y después miró a Jeggred. El draegloth salió al encuentro del hombre con la lanza, esquivó
con habilidad el arma y cogió la cabeza del leñador con una de sus manazas. Con un giro de
muñeca y un movimiento del codo, la cabeza del hombre se separó de los hombros, lo que
provocó un torrente de sangre.
La mujer gritó. Ryld se sobresaltó. El grito estaba impregnado de emoción, algo que
Ryld no había oído muy a menudo en Menzoberranzan. Miró a la mujer y ella le devolvió la
mirada. El llanto bañaba su rostro cuando volvió a mirar al draegloth, que estaba
respondiendo al ataque del hombre de la enorme hacha.
La mujer dejó caer la espada y salió corriendo. Pasó junto a Jeggred y al hombre del
hacha, y salió dando tumbos por la puerta. Ryld oyó sus pasos alejándose en la noche.
Rab Shuoc había nacido en el Año del Gran Halcón en la ciudad cormyreana de Arabel. Allí
se había criado como hijo que era de un guardián de la ciudad, y había pasado su niñez
cazando ratas con sus amigos en los callejones y acompañando a veces a su padre en sus
rondas por los barrios más ricos. Ninguno de los que lo conocían se sorprendió cuando se
incorporó al ejército. Rab era leal al reino en que había nacido y al rey, al que admiraba más
que a nadie, con excepción de su padre.
Fue ascendiendo lentamente y era sargento cuando los ghazneths y los goblins atacaron
Cormyr y arrasaron Arabel. A punto estuvo de morir en la batalla en la que mataron al rey,
y asistió al incendio de la ciudad en que había nacido. Su padre resultó muerto cuando le
cayó encima parte de un edificio. Desaparecidos el rey y su padre, y sin familia que lo
mantuviera ligado a ningún lugar, Rab simplemente se alejó.
En los años que siguieron fue primero mercenario, matón de taberna, posadero y
armero antes de ser leñador. Era fuerte e inteligente, de modo que pronto se convirtió en
capataz. Sus jefes le pagaban una suma considerable en oro por reunir grupos para
internarse con ellos en algunos de los lugares más peligrosos de Faerun en busca de
maderas exóticas. Pronto se hizo una sólida reputación entre los propietarios de los
aserraderos y entre los leñadores como líder justo, pero duro, que sabía conseguir que se
hiciera un buen trabajo, y Rab siempre había sabido responder a su fama.
Durante aquellos duros cuarenta y seis años de vida, Rab Shuoc había renunciado a
muchas cosas. Había habido mujeres, pero nunca una esposa ni hijos. Desde la guerra, ni
siquiera tenía un lugar propio. Casi nunca trabajaba con los mismos hombres más de una
temporada y no tenía amigos.
No era el tipo de hombre que se preocupase de su propia felicidad. Ni siquiera esperaba
ser feliz. Sólo quería vivir, trabajar y que lo dejaran solo.
Cuando entró en el refugio común y vio a algunos de los hombres de su cuadrilla
muertos a manos de un elfo oscuro y de algún demonio gigantesco supo que si quería vivir
tendría que luchar más duro de lo que había luchado jamás. Con ese pensamiento por
delante se dirigió hacia los intrusos y se dispuso a afrontar los últimos treinta segundos de
su vida.
Raula había sido lista al huir, y Rab le permitió que lo hiciera. El elfo oscuro la miró irse,
y el demonio no le hizo ni caso. La enorme criatura de pelaje gris fijó sus ojos rojos como
brasas en Rab y avanzó hacia él. Rab enarboló su enorme hacha y salió al encuentro del
demonio. Era consciente de que también se enfrentaba al drow.
El drow era más rápido que el demonio y movía su enorme espadón de una manera
salvaje. Rab estaba seguro de que podía repeler su asalto con facilidad y sujetó el mango del
hacha con ambas manos para que frenara el golpe de la espada, pero no fue así.
El extremo del espadón no estaba donde se suponía que debía estar. A Rab le parecía
imposible que alguien pudiera mover un arma tan pesada con semejante rapidez, pero
aquel extraño elfo oscuro lo conseguía, y fue Rab quien pagó el precio. La punta de la
espada abrió una profunda herida de lado a lado en el pecho del leñador. El dolor fue
lacerante y empezó a manar sangre, y en el medio segundo que duró su conmoción, el
demonio se apoderó de su hacha.
Lo habían desarmado en otras ocasiones, pero jamás un oponente le había quitado el
arma de la mano de esa manera.
Mientras trataba de explicarse aquello, sucedió algo todavía más extraño: el elfo oscuro
hundió su espadón en la espalda del demonio produciéndole una herida profunda que hizo
manar sangre con profusión y arrancó a la criatura un rugido. El drow dijo algo en una
lengua que Rab no sólo no entendió sino que ni siquiera reconoció. Daba la impresión de
que en la expresión del drow no había ira ni ningún tipo de emoción, pero era indudable
que estaba tratando de matar al demonio.
El monstruo se volvió hacia el elfo oscuro, mucho más pequeño que él, y Rab retrocedió.
Sólo consiguió dar un paso antes de que el demonio se diera la vuelta y lo agarrara por la
camisa llevándose al mismo tiempo algo de piel. La criatura levantó a Rab, que pesaba
bastante más de cien kilos, por el aire sin la menor muestra de esfuerzo.
Rab trató de arañar la enorme mano del monstruo, pero su piel parecía de acero
recubierto de piel. Rab nada podía hacer, más que preguntarse cuáles serían las intenciones
del monstruo. Se volvió como una centella hacia el elfo oscuro, que lo esperaba espada en
ristre. El demonio sostenía todavía la enorme hacha de Rab en una mano, pero daba la
impresión de que se había olvidado de ella.
El demonio arrojó a Rab contra el elfo. El humano emitió un sonido incoherente,
aterrorizado, que lo mismo podía haber sido un grito que un alarido. Ni siquiera lo sabía.
Era el sonido de un hombre que sabe que tiene menos de un segundo de vida y que no
puede hacer nada.
Rab quedó ensartado en el espadón de Ryld. Sintió cada centímetro del frío acero que le
atravesó el pecho. Cosa extraña: no le dolió.
Ryld sostuvo al humano en alto con la vista fija más allá, en el draegloth. El hombre murió
tratando de establecer contacto visual con él, una conducta común entre los humanos que
Ryld no conseguía entender. Ryld bajó la punta de la espada con la esperanza de que el
hombre se escurriera hacia el suelo, pero tuvo que volver a levantarlo para evitar el golpe
del hacha con la que Jeggred lo atacaba.
La enorme hacha golpeó a Tajadora y la cortó limpiamente. Ryld no podía entenderlo, y
de pronto sintió que le hervía la sangre para helársele en las venas a continuación.
Tajadora estaba rota. Su poderosa espada. El arma a la que prácticamente había dedicado
su vida, en torno a la cual había desarrollado su capacidad durante años, estaba destruida.
Seguramente el hacha del hombre estaba encantada.
El hombre se deslizó de lo que quedaba de la espada, y la repentina pérdida de su peso
hizo que Ryld cayera de espaldas. Soltó la espada partida, que cayó al suelo ruidosamente.
El maestro de armas trató de coger su espada corta y casi tenía los dedos en la
empuñadura cuando el hacha cayó otra vez sobre él, partió su pectoral de mithril como si
fuera de pergamino y se enterró en su pecho. Ryld sintió el peso del arma no sólo sobre él,
sino también dentro de él. No sintió dolor, sólo una presión pesada, uniforme.
El draegloth lo miraba desde arriba. De sus colmillos descubiertos caían hilos de baba y
sus ojos relucían al resplandor rojizo de las antorchas.
Ryld trató de respirar, pero no pudo. El aire no pasaba por su garganta. Trató de decir
algo, pero no consiguió articular palabras. Por otra parte, no sabía qué decir. Había dado la
espalda a todo por una mujer a la que ni siquiera conocía, una mujer que había elegido un
camino que inevitablemente la conduciría a su propia destrucción, tal como lo había
empujado a él a la suya. Algo en él deseaba que lo hubiese matado otro que no fuera aquel
asqueroso semidemonio, pero también estaba orgulloso de que hubiera sido necesario un
draegloth para acabar con él. Casi le hubiera gustado dar las gracias a Jeggred por haber
luchado con él en primer lugar. Era más de lo que merecía.
Jeggred se acercó más y Ryld dio las gracias por no poder respirar, ya que así no podía
oler el aliento del semidemonio.
Jeggred se apoyó sobre la hoja del hacha y rompió el pecho de Ryld abriéndolo en dos.
La sensación superó todo dolor imaginable, una agonía enloquecedora a la que sólo la
muerte podía poner fin. Vio cómo el draegloth hurgaba en su pecho. Su cuerpo empezó a
convulsionarse de una manera imparable. El draegloth palpó y buscó en el interior de su
pecho y a Ryld se le nubló la vista.
Cuando Jeggred retiró la mano, Ryld Argith, maestro de Melee-Magthere, recuperó la
vista el tiempo suficiente para ver que su corazón todavía latía cuando el draegloth empezó
a comérselo.
El corazón del maestro de armas era fuerte, y Jeggred saboreó su textura y su sabor. Ryld
Argith había sido un digno adversario, una buena presa, y al draegloth le habría gustado
quedarse más tiempo y seguir devorándolo. El drow ya había muerto cuando Jeggred acabó
de comerse su corazón, y sabía que Danifae y los demás lo estaban esperando.
Sin tomarse el trabajo de limpiarse la sangre, el barro y la savia que lo cubrían, el
draegloth tocó el anillo que le había dado Danifae y valiéndose de su magia regresó a
Sschindylryn.
Capítulo 21
—Ryld Argith está muerto —le dijo Danifae a Quenthel mientras miraba furtivamente a
Pharaun.
El mago estaba sentado en silencio, con las piernas plegadas, frente al palo mayor. Ni
siquiera le devolvió la mirada, daba la impresión de que sus palabras no habían suscitado
en él reacción alguna. Danifae se mordió el labio inferior y sus ojos miraban
alternativamente a Pharaun y a Quenthel.
—¿Y? —inquirió la Señora de Arach-Tinilith.
—Lo maté yo —dijo Jeggred con voz sorda.
Danifae miró al draegloth, cuyos ojos estaban fijos en Pharaun. El mago seguía sin
moverse y en ningún momento los miró ni a Jeggred ni a ella. Danifae había prometido
perdonar al maestro de armas, pero había mentido, y ahora casi esperaba que el mago la
redujera a cenizas allí mismo por su traición; pero, o estaba demasiado ocupado con sus
preparativos para el viaje, o no le importaba… o estaba planeando algo para más tarde.
—¿Y Halisstra Melarn? —preguntó Quenthel.
—Despedacé su cadáver —prosiguió Jeggred pasando por alto la pregunta de su tía— y
después me comí su corazón. Casi no queda de él nada más grande que un bocado sobre
aquel agujero cenagoso y helado.
—Sí —dijo Danifae, sonriendo al draegloth, que no apartaba la vista de Pharaun—,
bueno, dejando eso de lado, Halisstra ha hecho lo impensable. Ahora ya no queda ninguna
duda de que disfruta de la protección de Eilistraee.
—¿Tienes pruebas de eso? —preguntó Pharaun, con voz más apagada, algo más débil, o
quizá sólo con tono de aburrimiento.
—Ella misma me lo dijo —respondió Danifae, que seguía mirando a Quenthel.
—Es cierto —añadió el draegloth.
Quenthel se volvió hacia Jeggred con el rostro crispado y los ojos llameantes. A pesar de
todo, se veía diminuta frente a la enorme criatura.
—¿Cómo puedes saberlo, estúpido? —le soltó—. No te hemos traído aquí para que
pensaras.
—No —replicó el draegloth sin inmutarse ante la ira de la suma sacerdotisa—. Me
trajisteis para que actuara. Me trajisteis para luchar y para matar. ¿Cuánto de eso he hecho,
mi queridísima tía?
—Tanto —contestó Quenthel con una voz que era casi un rugido— o tan poco como yo
te ordeno. Como yo y sólo yo te ordeno, no Danifae.
Jeggred la miró desde su altura. Sus músculos estaban tensos, a la expectativa de lo que
pudiera suceder.
—La señora Danifae —dijo— al menos lo está intentando. Está actuando…
—Sin que yo le dé órdenes directas. —Quenthel acabó la frase por él.
Danifae temía que Jeggred pudiera continuar, por eso se decidió a intervenir.
—Sólo lo hice en tu nombre, señora.
Quenthel alzó una ceja y se acercó a Danifae.
—Creo que ya hemos hablado de eso ¿no es cierto, cautiva de guerra?
—Ya no soy cautiva de nadie, señora —replicó Danifae—, pero sigo sirviendo a Lloth.
—¿Llenándole la cabeza a mi draegloth? —dijo la suma sacerdotisa.
Danifae sintió un estremecimiento por todo el cuerpo.
—No —dijo—, Jeggred me ayudó a ayudarte.
—¿A ayudarme? —inquirió la suma sacerdotisa.
El draegloth se dio la vuelta decidiendo que era mejor desaparecer. Encontró un lugar
cerca de la proa y se sentó allí con la cabeza gacha. Quenthel seguía mirando a Danifae
como a la espera de una respuesta.
—Señora —dijo Danifae—, no tengo patria. Dijiste que me llevarías contigo a
Menzoberranzan si te servía. Precisamente por ésa y por muchas otras razones hice lo que
hice.
—¿Te lo pedí yo acaso? —rugió Quenthel—. ¿Te envié yo a hacer eso?
Esta vez fue Danifae quien alzó una ceja y esperó.
Quenthel respiró hondo y apartó la vista de la ex cautiva de guerra para mirar a las
aguas oscuras, absorta en sus pensamientos.
—Mi lealtad es para Lloth —dijo Danifae— y para la casa en la que naciste.
—En la casa Baenre —dijo Quenthel con tono helado— no hay lugar para oportunistas,
traidores o cautivos de guerra.
—Creo que podréis daros cuenta, señora —dijo la antigua sirviente—, de que no soy ni
una oportunista, ni una traidora… ni una prisionera de guerra. No soy yo la que danza bajo
la mirada de Eilistraee. Yo estoy aquí, y estoy dispuesta a servirte, a servir a Lloth, a servir a
Arach-Tinilith, a Menzoberranzan, y a toda la nación de los elfos oscuros…
—Está bien —dijo Quenthel sarcástica—. Déjalo ya, no necesito que nadie me dore la
p…
—Yo jamás, señ…
—Cállate de una vez, muchacha —dijo la Señora de Arach-Tinilith—. Si me interrumpes
otra vez, probarás veneno.
Danifae tuvo toda la impresión de que era una amenaza vacía, pero de todos modos se
calló, aunque no le resultó fácil. Había tantas cosas que ardía por decirle a Quenthel
Baenre… pero decidió que era mejor decírselas a su cadáver. Además, las víboras que
Quenthel tenía a sus órdenes seguían siendo peligrosas, y las cinco la miraban con el mortal
veneno en la punta de sus lenguas prestas a saltar.
—Escuchad todos —dijo Pharaun desde donde estaba sentado, con los ojos cerrados—.
Ahora que estamos todos aquí… o al menos lo que queda de nosotros… nos pondremos en
camino.
»Tal como ordenó la señora —añadió.
Danifae respiró hondo y echó una última mirada al temible Lago de las Sombras.
—Estamos preparados, maestro Pharaun.
Quenthel se volvió a mirarla, pero sólo por el rabillo del ojo. Las emociones que se
reflejaban en esa mirada hicieron que Danifae se estremeciera. La Señora de Arach-Tinilith
estaba aterrorizada.
Valas había viajado antes a la Linde de la Sombra y no lo impresionaba. Era un mundo sin
color y sin calor, dos cosas por las que, de todos modos, el explorador no sentía gran
aprecio. A cada vuelta en las cavernas de la auténtica Antípoda Oscura le correspondía
necesariamente una vuelta en la Sombra, pero la distancia y el tiempo estaban
distorsionados allí, razón por la cual eran menos predecibles, menos tangibles.
A él lo habían contratado para guiar la expedición por la Antípoda Oscura, pero ya la
habían dejado atrás. Estaban en un reino más adecuado para el mago, de camino a un
mundo que sólo una sacerdotisa podía apreciar. Se acercaba el momento de que Valas Hune
se hiciera a un lado.
Entre las baratijas y talismanes que adornaban su chaleco había un camafeo que llevaba
cabeza abajo. Echó una mirada en derredor, asegurándose de que nadie lo estuviera
mirando. Todos estaban demasiado ocupados observando con estupor lo diferentes que
eran el aire y el agua, obsesionados con la sensación del barco que avanzaba por el agua-
sombra, como para reparar en él. Tocando el camafeo con un dedo, el explorador susurró
una única palabra y cerró los ojos mientras lo invadía el vértigo.
Tras haber enviado su mensaje a sus superiores de Bregan D’aerthe, un simple mensaje
que ellos interpretarían más o menos como «aquí ya no me necesitan», Valas soltó el
camafeo y se dedicó a asombrarse, como los demás, de las diferencias a veces sutiles y otras
enormes del mundo que los rodeaba.
Los de Bregan D’aerthe responderían a su tiempo.
Danifae casi no podía contenerse. La sensación de la cubierta cabeceando bajo sus pies era
emocionante. La desaparición del color del mundo a su alrededor resultaba estimulante.
Pensar que estaban en camino y que hasta el momento todo lo que había planeado se había
hecho realidad, la excitaba. La presencia del draegloth a su lado la tranquilizaba.
Jamás se había sentido mejor en su vida.
—El mago lo vengará —gruñó Jeggred, lo que para un semidemonio de su tamaño era
un susurro.
—El mago hará lo que más le convenga al mago —replicó Danifae.
—No entiendo lo que quieres decir —dijo el draegloth.
A Danifae no se le escapó el tono de frustración que había en su voz.
—Tú no le tienes miedo —dijo—, ya lo sé. Olvídate del mago. No pondrá en peligro su
vida por defender a Ryld Argith, que al fin y al cabo está muerto y ya no le sirve a nadie. En
este mismo momento, si no está demasiado ocupado pilotando el barco, está llegando a la
conclusión de que el maestro de armas nos ha abandonado a todos, incluso a él. De modo
que al infierno con él.
—Y al Abismo con nosotros —dijo el draegloth—, a merced de Pharaun.
—Pharaun no tiene más merced que tú o que yo, Jeggred —dijo Danifae—, pero ha
recibido órdenes del archimago y tiene sus propias razones para seguir con la expedición.
Si pone algo en peligro en algún momento en el Plano de la Sombra, el Astral o el Abismo,
morirá. Hasta entonces, quiero que lo dejes tranquilo.
—Pero…
—No, Jeggred —dijo Danifae volviéndose para mirar al draegloth directamente a los
ojos. En la apagada penumbra de la Linde de la Sombra, sus ojos tenían un color carmesí
más brillante que nunca—. No lo tocarás a menos que yo te lo diga, e incluso así, sólo de la
manera que yo te diga.
—Pero, señora…
—Basta ya —dijo la ex prisionera de guerra con tono decidido y terminante.
Hubo un momento de silencio interrumpido sólo por el crujir del maderamen y por el
extraño eco del agua que chocaba contra el hueso vivo del barco del caos.
—Como digas, señora —dijo el draegloth.
Pharaun dirigió sus sentidos hacia la Sima de Sombra, usando las propiedades del barco del
caos con la naturalidad propia de alguien que se había vuelto parte del demoníaco navío. Lo
hizo del mismo modo que habría aguzado el oído para captar algún sonido distante.
Después de todo, la Sima de Sombra no es muy distinta de tu Antípoda Oscura, dijo Aliisza,
e igual que ésta, tiene sus propias normas.
Pharaun asintió. Sólo pretendía tener un conocimiento superficial de esas normas.
Siempre había sido lo suficientemente inteligente como para no perder el tiempo en la Sima
de Sombra.
No vamos a detenernos ahora, dijo Aliisza.
Lo tocó en el hombro y Pharaun respiró hondo. Su contacto lo tranquilizó, y no sólo
porque lo ayudaba a dominar y pilotar el barco. Muerto Ryld, estaba solo con un grupo de
drows a los que les daba lo mismo que viviera o muriera. La semisúcubo podía ser más una
enemiga que una amiga, pero a pesar de todo, Pharaun no podía evitar la idea de que era la
única en la que podía confiar.
¿Puedes sentirlo?, preguntó Aliisza.
Pharaun se sintió azorado, pensó que se refería…
El portal, dijo ella. ¿Puedes sentirlo?
Notó una sensación de levedad en la cabeza y un picor en la sien derecha que hizo que
el barco girara y acelerara. Sus dedos se aferraron instintivamente a la cubierta.
Lo siento, respondió. La barrera es más delgada en ese punto. El barco la atravesará.
Sí, musitó la semisúcubo.
Lo rodeó con un brazo y se pegó a su espalda. A Pharaun le empezó a latir el corazón un
poco más rápido y eso lo divirtió. No la podía ver, pero sí la sentía, podía olerla y podía oír
el eco de su voz en su cerebro. Le gustaba.
A una orden muda de Pharaun, el barco recorrió enormes distancias en saltos
intangibles. El barco se deslizó atravesando el Plano de la Sombra más rápido de lo que
debería haberlo hecho, comprimiéndose la distancia por debajo de él.
¿Volveremos a caer?, preguntó Pharaun a Aliisza cuando se acercaban al lugar en el cual
la Sima de Sombra daba paso directamente a la extensión sin fin del Astral.
No, respondió ella, será diferente.
Y lo fue.
En un instante, el barco había pasado. La oscuridad de la Sima de Sombra, con su cielo
negro y gris oscuro se transformó en una luz cegadora. Pharaun cerró los ojos
instintivamente y se le llenaron de lágrimas. El barco se estremeció. Daba la impresión de
que estaba siendo golpeado de lado. A Pharaun se le entrecortó la respiración y sintió una
opresión en el pecho. ¿Miedo, acaso?
No tengas miedo, le susurró Aliisza.
A Pharaun le repugnó la palabra, pero tuvo que admitir que tenía miedo.
Consiguió abrir los ojos aunque le ardían, y la cabeza le dio vueltas, de tal manera que a
punto estuvo de desmayarse. Había una extensión tan enorme de nada por todos lados que
se sintió demasiado expuesto, demasiado vulnerable como para poder sentir otra cosa que
no fuera tensión y nerviosismo.
El cielo que los rodeaba era gris, pero también tenía algo que Pharaun sólo podía
describir como la esencia de la luz. No había ningún sol ni ninguna otra fuente identificable
de luminiscencia. Simplemente había luz, una luz que venía de todas partes al mismo
tiempo, saturándolo todo.
Unas franjas brillantes de luminiscencia multicolor reverberaban sobre el fondo de luz
saturada, como auroras brillantes y caóticas.
El barco cabeceó y se estremeció, y Pharaun volvió a ponerse en tensión, preparado
para que se partiera en dos. Apretó los dientes y cerró los ojos, y también hubiera cerrado
los oídos de haber podido.
No, le advirtió Aliisza, no cierres los ojos. No te aísles.
Pharaun abrió los ojos, tratando de dejar a un lado el resentimiento que pugnaba por
aflorar. No le gustaba que le dijeran lo que debía hacer, ni siquiera cuando sabía que lo
necesitaba.
Ella lo abrazó más fuerte y le susurró al oído.
Piensa en ello, le dijo, piensa su nombre.
¿En ello?, le preguntó mentalmente.
—El Abismo —le susurró con su voz real, con los labios tan próximos a su oreja que
Pharaun pudo sentir su roce sobre la piel sensible.
«El Abismo —pensó—. El Abismo».
Allí estaba.
—¿Qué es eso? —preguntó Quenthel.
—Vamos de cabeza hacia él —dijo el draegloth.
Pharaun rió e hizo avanzar el barco más rápidamente hacia la perturbación.
Eso es, sonó la voz de Aliisza en su mente.
Avanzaban hacia un negro torbellino. Era tan grande como la propia Sorcere, tal vez
más. Era enorme. Cuanto más se acercaban, más se agrandaba, y no sólo porque se
acercaban a él. Aquello crecía.
—No somos proyecciones —dijo Valas—. Si entramos ahí…
—Acabaremos donde queríamos ir —dijo Pharaun.
Su propia voz le sonó extraña, como si llevara siglos sin hablar.
Diles que se sujeten otra vez, le dijo Aliisza. No les va a hacer falta, pero los tranquilizará.
—Sujetaos —repitió el mago—. Sujetaos y no os soltéis, no sea que salgáis disparados
por la borda y os perdáis en la extensión sin fin del Plano Astral por toda la eternidad, que
quedéis a la deriva para siempre y nadie vuelva a veros o a saber de vosotros.
Aliisza rió entre dientes junto a su oído y su aliento le hizo cosquillas.
Se lanzaron directos al torbellino, y cuando el extremo de la proa golpeó contra el borde
de la vorágine, se desató el infierno.
Literalmente.
Pharaun no pudo por menos de gritar cuando el barco empezó a girar tan
violentamente que su cabeza amenazaba con romperse al golpear hacia adelante y hacia
atrás. Sus manos parecían a punto de desprenderse de la cubierta. Algo lo golpeó en la
parte posterior de la cabeza. Aliisza lo abrazó, luego lo soltó, luego volvió a abrazarlo. Le
dolían mucho las piernas y un costado, no sabía con exactitud por qué. Los demás hacían
ruidos también: gritaban, se quejaban, hacían preguntas que no podía entender y mucho
menos responder.
—Es esto —le gritó Aliisza al oído. Seguía sin poder verla—. Por esto es por lo que
habéis venido. Es éste el lugar al que veníais. Llegaste aquí por tus propios medios, pero
ahora le toca al Abismo decidir si vivirás para recorrer su ardiente extensión. El Abismo
decidirá si conseguiréis lo que queréis.
—¿Qué? —preguntó Pharaun—. ¿Qué quieres decir?
—Es el Abismo el que decide, Pharaun —dijo la semisúcubo, separando sus brazos de
él—. No tú.
—Casi hemos llegado —dijo el mago—. Lo siento. Nos va a dejar entrar.
Yo no, le comunicó Aliisza mentalmente. Yo te dejo aquí.
—¿Por qué? —preguntó de viva voz y a continuación pasó a la comunicación mental.
Ven conmigo.
La semisúcubo rió entre dientes antes de desaparecer, y Pharaun gritó una vez más.
Gritó hasta que el rugido del torbellino se convirtió en nada y sus propios gritos
retumbaron en sus oídos.
El barco dejó de girar pero siguió cayendo, acelerando la caída mientras Pharaun se
afanaba por recuperar el control. Aliisza se había marchado, y su sutil ayuda, su presencia
extra al timón, se habían ido con ella. Trató de pensar en algún conjuro, pero su mente,
atada al barco que había sufrido daños de los que era vagamente consciente, se negaba a
formar la lista de conjuros.
El cielo se había tornado rojo y había un sol tan enorme como apagado. El calor era
asfixiante, y a Pharaun le costaba un gran esfuerzo respirar. El sudor le corría por todo el
cuerpo, haciendo arder sus ojos y empapando sus antebrazos.
—¡Pharaun! —gritó Quenthel, con voz nerviosa y aflautada—. ¡Haz algo!
Pharaun pensó en una serie de respuestas mientras seguían cayendo en picado, cada
vez más rápido, pero no se molestó en dar ninguna de ellas.
—¿Hacer algo? —no paraba de repetir. El mago rompió a reír, pero su risa se
transformó en grito cuando el barco se puso cabeza abajo.
Debajo de ellos había una planicie que se extendía por todos lados interminablemente
sin que se viera el horizonte. Teñida de rojo por el sol sin brillo, la arena reverberaba por
efecto del calor. Por todas partes había profundos agujeros negros, miles de ellos… millones
de ellos.
Pharaun sabía dónde estaban. Había oído descripciones.
Habían llegado al Abismo, a la Planicie de los Portales Infinitos.
Siguieron cayendo y cayendo, gritando y gritando hasta que dieron contra el suelo.
El barco del caos se hizo trizas, quedando reducido a astillas de hueso y fragmentos de
tendón, y la vela de piel humana quedó hecha jirones. Todo era una cacofonía de golpes,
estallidos, desgarros y crujidos. Los cuatro drows y el draegloth salieron despedidos del
barco dando tumbos por el aire primero y rodando después por el suelo hasta parar sobre
la arena ardiente.
Capítulo 22
Llovían almas.
Alrededor de Pharaun fantasmas transparentes caían del ardiente cielo sobre la arena
bombardeada de la Planicie de los Portales Infinitos. Pudo identificar a representantes de
mil razas diferentes. A algunos los reconoció, a otros no. Había representantes de todo,
desde los kobolds más bajos hasta enormes gigantes, cientos de humanos y no menos
duergars. Pharaun sólo esperaba que éstos vinieran directos del sitio de Menzoberranzan.
Algunos se acercaron a él, y el maestro de Sorcere se volvió a mirar. Fue entonces
cuando se dio cuenta de que estaba tirado de espaldas, mirando hacia arriba, sobre la arena
insoportablemente caliente. La sombra etérea de un alma difunta pasó a su lado. El orco
recién muerto miró hacia abajo, pero pareció no ver a Pharaun. Es probable que a la
criatura no le importara. Iba camino de algún infierno para servir a su dios gruñón o
príncipe demoníaco, probablemente como cena ligera. ¿Y qué si pasaba un elfo oscuro
dormido por el camino?
Pharaun entrecerró los ojos, suponiendo que el orco le arrojase al pasar arena a la cara,
pero sus pies eran tan insustanciales como parecían y no dejó ninguna señal de su paso
sobre el suelo muerto. El maestro de Sorcere se sentó lentamente aunque protestaron una
docena de músculos de los cuales había al menos tres que ni siquiera sabía que tenía.
Respiró hondo y miró a su alrededor.
El naufragio del barco del caos parecía extrañamente acorde con el entorno. Esquirlas
de huesos blanqueados se elevaban como una línea más sustancial contra el rojo cielo. Las
partes del barco por cuyas venas había circulado la sangre, que antes respiraban, yacían
inermes y grises sobre la arena inclemente.
Jeggred estaba en el centro del barco naufragado, con su rebelde melena blanca agitada
por el viento caliente. El draegloth miró a Pharaun, expectante. Parecía todavía más
maltrecho y golpeado, y sangraba otra vez por una multitud de pequeñas heridas.
Danifae asomó por detrás del enorme semidemonio. Tenía en la mano un gran trozo de
hueso roto y estaba cubierta de polvo y despeinada, pero nada más. La cautiva de guerra
miró el fragmento de hueso que sostenía y luego, con aire ausente, lo arrojó al suelo, donde
cayó entre una multitud de otros semejantes. Danifae siguió la mirada de Jeggred hacia
Pharaun.
El sonido de un suspiro sobresaltó al mago que, aún sentado, se dio la vuelta y vio a
Valas en cuclillas cerca de él. No había visto ni oído al explorador acercándose.
—¿Estás herido? —le preguntó el mercenario.
La voz del explorador subía y bajaba en el viento, como distante, aunque los labios de
Valas estaban a escasos centímetros del oído de Pharaun.
—No —respondió Pharaun dándose cuenta de que su voz resonaba de la misma
manera—. Realmente estoy bien. Gracias por preguntar, maestro Hune.
—No soy maestro de nadie —respondió Valas, sin mirar al mago a los ojos.
Se puso de pie y empezó a caminar lentamente hacia los restos del naufragio.
—¿Ha visto alguien a Quenthel? —preguntó Pharaun.
—Te agradeceré —dijo Quenthel a sus espaldas—, que al referirte a mí digas «señora».
Pharaun no se molestó en darse vuelta. Quenthel pasó a su lado mirando todo en
derredor, aparentemente olvidada ya del mago.
—Mis disculpas, señora —dijo el maestro de Sorcere—, estoy totalmente
conmocionado después del choque. Fue impresionante, incluso para mí. Vaya entrada.
Los otros se limitaron a mirarlo con desprecio, excepto Valas, que se encogió de
hombros y empezó a deambular entre los restos del naufragio.
—Sí, menuda entrada, pero lo que me preocupa es la salida —dijo Danifae—. ¿Cómo
piensas llevarnos de vuelta?
Pharaun abrió la boca como para decir algo, pero la cerró inmediatamente.
No le contestó nada a Danifae, pero supuso que su silencio era explicación suficiente.
Pharaun no tenía la menor idea de cómo iban a volver al plano en el que vivían, a su mundo,
a su ciudad sin el barco del caos.
—Lloth proveerá —sentenció Quenthel.
Nadie miró a la suma sacerdotisa ni hizo comentario alguno sobre la poca fe que
reflejaba su voz.
Danifae recorrió con la vista los alrededores y después levantó los ojos mientras los
fantasmas seguían cayendo del cielo para formar columnas que después se lanzaban de
cabeza a uno de la interminable serie de agujeros con aspecto de cráteres sin fondo que
había alrededor de ellos, hasta donde alcanzaba la vista. Ninguno de ellos tenía alguna
marca que Pharaun pudiera reconocer, y no tenía ni la menor idea de cuál podría llevarlos a
la red demoníaca de pozos, la sexagésima sexta capa de aquel interminable plano infernal.
—¿Qué son? —preguntó Danifae mirando las apariciones que caían.
—Los muertos —respondió Quenthel con voz apenas audible debido a los extraños ecos
que producía el aire.
—Almas que vienen de todo el plano Primario —añadió Pharaun—. Todo el que haya
servido en vida a uno de los dioses abismales pasará por aquí para cruzar el portal
adecuado y seguir su camino. Cada uno de estos pozos conduce a una capa diferente, casi a
un mundo totalmente diferente de los cuales hay un número infinito. Este plano conduce
literalmente a la infinitud.
Con un resoplido, Jeggred se puso de pie y sacudió de su pelaje los restos de sangre,
agua y arena.
—¿Y entonces? —preguntó.
Pharaun se encogió de hombros.
—La verdad, esperaba que tú nos pudieras aclarar algo, Jeggred. Después de todo, tú
fuiste engendrado por un habitante del Abismo, y hasta un tanar’ri mestizo debería tener la
sensibilidad necesaria para…
—Jamás he estado aquí —gruñó el draegloth—. Y que sea la última vez que mencionas a
mi padre, mago.
Pharaun fue interrumpido antes incluso de que pudiera responder a la nada sutil
amenaza de Jeggred.
—¿Y cómo haremos para encontrar el que corresponde? —inquirió Danifae—. Me
refiero al portal adecuado.
—Cada capa tiene una única entrada —dijo Jeggred con un gruñido—, pero hay un
número infinito de capas. Podríamos estar justo al lado del pozo que lleva a la Red
Demoníaca de Pozos, o podría estar a mil kilómetros o más en cualquier dirección… incluso
a un millón.
—En realidad, es poco probable —dijo Pharaun—, pero gracias por tu voto de
confianza, honorable mestizo. —Danifae apoyó una mano en el brazo de Jeggred cuando
éste estuvo a punto de saltar sobre el mago al oír aquella palabra—, pero yo estaba guiando
el barco, al menos hasta que acabó ahí, y mi voluntad no era sólo que nos trajera a la
Planicie de los Portales Infinitos, sino al único portal que pudiera llevarnos a donde
queríamos ir. Aunque nos estrellamos, probablemente estamos cerca. El barco nos
conducía al menos en esa dirección antes de que las cosas se torcieran.
—Bueno, es un alivio saber que tu ineptitud no es total, Pharaun —dijo Quenthel en voz
más alta y extrañamente más confiada de lo que había sonado desde hacía tiempo—, pero
yo me haré cargo de ello… de nosotros, de ahora en adelante.
Pharaun vio pasar a su lado el fantasma de otro orco. Desapareció por un profundo
agujero negro que había en el suelo. No se oyó el menor sonido, nada que hiciera pensar
que había llegado al fondo o que había sucedido algo, allá abajo. Simplemente desapareció.
—Mi instinto me dice —intervino Valas— que deberíamos encontrar una columna de
drows y seguirla.
—¿Veis algún drow? —preguntó Quenthel.
—No —dijo Danifae en un susurro.
El sonido de su voz hizo que a Pharaun se le erizara la piel.
—¿Qué hacemos, entonces? —inquirió el draegloth.
—Seguidme —fue la respuesta de la suma sacerdotisa—. Yo reconoceré el agujero
cuando lo vea.
—¿Cómo? —preguntó Pharaun.
—Ya he pasado antes por él —contestó.
La Señora de Arach-Tinilith se puso en marcha antes de que nadie se hubiera dado
cuenta de que se proponía hacerlo. Danifae y Jeggred la vieron alejarse e intercambiaron
una mirada que decía a las claras que no creían en la suma sacerdotisa.
Valas la siguió, al igual que Pharaun, aunque con tanta reticencia como Danifae y
Jeggred.
Aliisza observó desde una distancia prudente a los elfos oscuros, que se recomponían y
reagrupaban.
«¿Te habré sobrestimado?», se preguntó mientras miraba Pharaun que se ponía de pie
trabajosamente.
Para sus adentros se dijo que tal vez no y siguió meditando sobre su próxima jugada.
Las instrucciones de Kaanyr Vhok era claras, aunque entre ellas no figuraba la de
ayudar al drow a llegar al Abismo. Se suponía que debía vigilarlos, y eso era lo que se
proponía hacer, al menos hasta que eso la aburriera.
Aliisza tendió la vista sobre la Planicie de los Portales Infinitos, la puerta de acceso al
Abismo, y suspiró. Hacía ya mucho tiempo desde que había abandonado su hogar, y a
primera vista parecía no haber cambiado. Observó cómo el barco del caos se precipitaba
por aquel cielo rojo por el que ella solía volar cuando niña, cómo se estrelló después en la
arena con la que ella solía hacer monstruos de universos distantes, monstruos como
solares, ki-rin y humanos. Parecía el mismo, pero no lo era, no del todo.
Tal vez había estado demasiado tiempo con aquellos elfos oscuros obsesionados por la
diosa, pero Aliisza estaba segura de que en el Abismo había algo diferente, como si le faltara
una parte.
La sensación no tenía sentido, y hacía que la semisúcubo se sintiera confundida e
incómoda, de modo que la apartó de su mente.
Aliisza se obligó a sonreír aunque no le apetecía en absoluto, y siguió a los drows desde
La semisúcubo no era la única criatura demoníaca que observaba en ese momento a los
drows. Había otra que no los perdía de vista desde la distancia, envuelta en invisibilidad y
en otros conjuros defensivos. La criatura rezumaba odio.
Flotando en el aire, muy por encima de la Planicie de los Portales Infinitos, el glabrezu
se tocó los maltrechos muñones de las piernas.
¿Cómo encontrarle algún sentido a un mundo que existía en un universo hecho de caos?
¿En un lugar donde la única norma era la ausencia de normas?
Cuando estuvieron allí, hacía de ello poco tiempo, caminaron por hilos enormes de
telaraña sin ver nada vivo hasta que se vieron acosados por una horda de demonios
salvajes a las puertas de un templo sellado por la cara de la propia Lloth. Allí, un dios trató
de salirse con la suya, pero no lo consiguió.
Aunque habían estado fuera de la Red Demoníaca de Pozos muy poco tiempo, habían
cambiado muchas cosas.
La tersa extensión de las gigantescas telarañas estaba desgastada. Había manchas que
parecían de óxido de varios metros de extensión. En algunos puntos tuvieron que trepar o
levitar para subir o bajar desniveles de telas derruidas y cráteres que se atravesaban en su
camino, cuyas proporciones habrían podido alojar todo Menzoberranzan.
Por todas partes se percibía el hedor de la podredumbre, en ocasiones tan intenso que
Pharaun Mizzrym pensaba que no podía respirar.
El mago llevaba varias horas andando en un silencio poco habitual. Ni los drows ni el
draegloth hacían comentarios en voz alta sobre el estado de la red demoníaca de pozos. Era
demasiado difícil poner en palabras aquella sensación palpable de desesperación en que los
sumía aquel lugar ruinoso. De vez en cuando paraban para descansar, y podían pasar varios
minutos en los que ni siquiera se miraban los unos a los otros.
Como tenían que estar en guardia contra los habitantes demoníacos del plano, al
principio tenían el alma en vilo, pero a medida que pasaban las horas sin encontrar a
ningún ser vivo, y mucho menos amenazante, empezaron a relajarse, aunque entonces la
desesperación se hizo más profunda.
Caminaron y caminaron hasta que finalmente llegaron al templo de Lloth. La otrora
imponente estructura de otro mundo estaba en ruinas, contagiada de la misma
podredumbre que la red que se extendía a todo el universo. La obsidiana se había vuelto
pardusca y en muchos puntos estaba resquebrajada. Enormes columnas de humo salían del
interior. Muchos de los grandes contrafuertes parecían muñones amputados por algún
poder inconcebible. Resultaba difícil recorrer las plazas circundantes, sembradas de trozos
de piedra tallada y de hierro oxidado y retorcido hasta perder la forma. Por todas partes
había huesos, los huesos de millones amontonados en grandes pilas o esparcidos como si
los hubiera llevado un viento cruel. Los objetos en forma de araña petrificada que antes los
maravillaron habían desaparecido, dejando agujeros en el suelo de la plaza y a lo largo de
los contrafuertes, como si hubieran arrancado los pies de la piedra y hubieran echado a
andar.
El grupo recorrió el mismo camino que había hecho en su forma astral y volvió
nuevamente a la entrada del templo. La propia cara de piedra, tan imponente, también
estaba hecha trizas, dejando entrever algunos rasgos del rostro de Lloth, pero sólo en
enigmáticos fragmentos.
Las puertas se abrieron de par en par.
—Fueron los dioses —susurró Valas, cuya voz repitió el eco en un millón de pequeños
susurros.
Vhaeraun, que había venido a matar a Lloth, había tenido que enfrentarse a Selvetarm,
protector de Lloth, a las puertas del templo. Su duelo había sido un espectáculo que había
quedado grabado en la memoria de Pharaun y no se borraría aunque viviera mil años, y el
combate había causado grandes daños, pero…
—Esto no —dijo el maestro de Sorcere cuya voz repitió el eco aunque no exactamente
de la misma manera—. Esto es diferente. Más antiguo.
—¿Más antiguo? —preguntó el draegloth, mirando las rocas una por una.
—Tiene razón —dijo Danifae, que estaba en cuclillas, sosteniendo el cráneo de algo que
podría haber sido medio drow, medio murciélago—. Estos huesos están secos y
blanqueados, casi petrificados. La propia piedra se hace polvo. Las telarañas están podridas
y quebradizas.
—Este lugar fue asolado hace un siglo o más —dijo Pharaun.
—Eso no es posible —sostuvo Valas mirando las puertas abiertas—. Estuvimos aquí,
aquí mismo, y las puertas estaban cerradas a cal y canto, y…
Los demás no esperaron a que terminara.
—Lloth ha abandonado este lugar —dijo Quenthel en voz tan baja que el eco apenas la
recogió.
—¿Ha abandonado la Red Demoníaca de Pozos? —inquirió Danifae—. ¿Cómo es
posible?
—Ha abandonado el Abismo —dijo la Señora de Arach-Tinilith—. ¿Es que no lo
percibís?
Danifae sacudió la cabeza, pero sus ojos respondieron afirmativamente. Las dos
hembras intercambiaron una larga mirada de complicidad que hizo que a Pharaun le
corriera un escalofrío por la espalda. Se dio cuenta de que Jeggred y Valas habían sentido
algo similar.
—Así está la cosa, pues —dijo el explorador Bregan D’aerthe—, hemos venido hasta
aquí en busca de la diosa, pero no hemos encontrado nada. Nuestra misión ha terminado.
Quenthel echó una mirada furiosa al explorador, que le respondió con una expresión
inconmovible. Las víboras que formaban el látigo de la suma sacerdotisa silbaron y
escupieron, pero Valas no les hizo el menor caso.
—Que no esté aquí —dijo Quenthel— no significa que no esté… en alguna parte.
El explorador respiró hondo y dejó salir el aire lentamente mientras paseaba la mirada
por el templo en ruinas.
—¿Dónde está, entonces? —inquirió—. ¿Hasta dónde tenemos que ir? ¿Tenemos que
recorrer el multiverso sin límites en su busca, plano por plano, universo por universo? Es
una criatura de la Red Demoníaca de Pozos, y aquí estamos en la sexagésimo sexta capa del
Abismo, maldito por los dioses, y ella no está. Si vosotras no sabéis adonde se ha marchado,
y podría ser a cualquier parte, y ella no quiere decir dónde está, tal vez tengamos que
aceptar el hecho de que no quiere que la encuentren.
Era lo más largo que Pharaun le había oído decir a Valas de una sola vez, y sus palabras
hicieron que se le cayera el alma.
—Tiene razón —dijo el maestro de Sorcere.
Para sorpresa suya, Quenthel asintió. Danifae abrió mucho los ojos y Jeggred farfulló
algo. El draegloth se movió lentamente, con su forma fluida de caminar y fue a situarse al
lado de la antigua prisionera de guerra.
—Esto es sacrilegio —susurró Danifae—. Una herejía de la peor especie.
Quenthel se volvió a mirar a la otra sacerdotisa y silenciosamente alzó una ceja.
—¿Te atreves a permitir que algunos… —Danifae se volvió para echar una mirada
rápida y furiosa a Valas— varones hablen así? ¿Acaso él decide ahora cuáles son las
intenciones de la diosa?
—¿Y tú? —no pudo dejar de preguntar Pharaun.
Sorprendentemente, Danifae sonrió al responderle.
—Tal vez lo haga. Indudablemente tengo más derecho que el maestro Hune. Puede que
él sea muy capaz como explorador, pero esto compete a las sacerdotisas.
Quenthel se irguió un poco más, aunque todavía tenía los hombros un poco cargados.
Pharaun se extrañó de lo vieja que parecía. La suma sacerdotisa había envejecido décadas
en los diez últimos días, y el agotamiento se echaba de ver en sus ojos de párpados
hinchados y en su carácter irascible.
Pharaun no podía mirarla, de modo que bajó la vista hacia el suelo de la plaza y se
dedicó a frotar la pardusca piedra caliza con la puntera de su bota.
—Yo estaba equivocado —dijo el maestro de Sorcere. Sintió las miradas de los demás
fijas en él, percibió su sorpresa, pero no levantó la vista—. Esto no sucedió hace cien años.
Este lugar fue destruido… no, aquí tuvo lugar una batalla, y fue hace por lo menos mil años.
Por lo menos.
—¿Cómo puedes decir eso, mago? —preguntó el draegloth—. Tú estuviste aquí mismo.
¿O no? ¿No es éste el mismo lugar al que te trajo Tzirik?
Pharaun asintió.
—Lo es, sin duda, Jeggred —dijo—, pero la verdad es que todo lo que vemos alrededor
de nosotros es una antigua ruina, el cadáver de un campo de batalla que ha permanecido
frío durante mil años o más.
—Pero estuvimos aquí mismo —dijo Valas.
—Ya no estamos en la Antípoda Oscura, maestro Hune —dijo Pharaun—. Es posible que
el tiempo aquí corra de otro modo, que se mueva por impulsos, como la distancia en
Sombraprofunda. Tal vez todo sea más ilusorio que real, el capricho de Lloth o de algún
otro poder divino. Tal vez veamos simplemente una ruina donde no hay nada, que veamos
una ruina donde realmente hay un templo intacto, o que todo lo que vemos sea real y
envejecido mil años por un poder tan enorme que pueda manipular el tiempo y la materia y
el propio éter.
—La Reina Araña no está aquí —añadió Valas.
—Si las sacerdotisas dicen que no está aquí —replicó Pharaun—, quedaré convencido
de que es la verdad.
El maestro de Sorcere alzó la vista hacia la enorme puerta abierta, tan grande como
para que pudiera pasar a través de ella toda la casa Baenre. Los demás siguieron su mirada.
—Antes estas puertas estaban selladas —dijo Pharaun—, pero ahora están abiertas.
¿Por qué?
—Porque Lloth quiere que las atravesemos —dijo Danifae, con una seguridad en la voz
que sorprendió a Pharaun—. ¿Quién, si no, podría haberlas abierto?
Pharaun se encogió de hombros y miró a Quenthel, que asentía lentamente.
—Vamos a entrar —dijo la suma sacerdotisa.
Sin mirar siquiera a los demás, Quenthel se dirigió hacia las enormes puertas. Uno por
uno la siguieron: Danifae, luego Jeggred, después Pharaun y Valas cerrando la marcha. Cada
En los planos del caos se le daban tantos nombres que Aliisza no los recordaba todos: zonas
de inestabilidad temporal, capas de tiempo inadvertido, sima de milenios… Hacía mucho
tiempo que no veía uno, y le llevó casi otro tanto darse cuenta de lo que estaba sucediendo.
La sexagésimo sexta capa del Abismo había sido abandonada. El aglutinante que
mantenía unidos los planos eran los propios dioses, y en los planos del caos, lo mismo que
en los planos de la ley, cuando todos los dioses abandonaban un lugar particular, la
entropía progresaba a saltos, e incluso el propio caos entraba en una espiral descontrolada.
En el caso de la sexagésimo sexta capa, estaba el resto del Abismo para mantenerla
cohesionada y para proporcionar ecos de su pasado lo suficientemente vigorosos para
mantener su forma física, de modo que todavía hubiera una capa sexagésimo sexta. El
tiempo avanzaba más rápidamente por momentos, luego más lento, después podía volver
atrás. Era imposible establecer un punto de referencia, incluso para un tanar’ri como
Aliisza. Era mejor no acudir a lugares así, mejor evitarlos, incluso olvidarlos.
Observó apesadumbrada a Pharaun y sus compañeros atravesar las enormes puertas
del templo. No sabía con exactitud qué encontrarían allí, pero estaba segura de que, fuera lo
que fuese, les resultaría decepcionante. Habían viajado a la sexagésimo sexta capa para
encontrar a Lloth, pero ella no estaba allí. Era una suposición por su parte, pero una
suposición con fundamento: el plano había sido abandonado durante más tiempo del que
nadie podía imaginar… desde mucho antes de que Lloth callara.
—Hay muchas cosas que nunca les dijiste —le susurró Aliisza a la Reina Araña.
Si la diosa pudo oírla —y Aliisza no tenía motivo alguno para creer que así fuera— no le
respondió nada.
La semisúcubo trazó con aire ausente unos garabatos en el polvo parduzco en la parte
inferior de la enorme telaraña en la que estaba suspendida: un pequeño signo que nadie
vería jamás. Su mente estaba desbordada, tenía mucho en que pensar.
Aliisza había abandonado a Pharaun y a los demás, dejando que se estrellaran en la
Planicie de los Portales Infinitos simplemente por capricho. Se sintió contenta de que
Pharaun se salvara, pero de los demás le daba lo mismo. De todos modos, Aliisza había
elegido, y su elección era obvia. Había elegido a Kaanyr Vhok.
Aunque sabía que volvería a él, también sabía que había ayudado a Pharaun y a su
expedición más de lo que Vhok habría aprobado. Probablemente él no le habría pedido que
los detuviera, pero lo innegable era que no le había pedido que los ayudara. A pesar de
todo, Aliisza conocía demasiado bien al semidemonio como para saber que cuanto más
llevara consigo al regresar, tanto más benigno se mostraría él.
Pharaun y los demás drows desaparecieron en el interior de la ruina abandonada y
Aliisza cerró los ojos.
Era una tanar’ri y como tal podía desplazarse por los planos con un poco más de
facilidad que la mayoría. Con un pensamiento volvió al Astral, y se encontró flotando
libremente en el éter infinito.
«Abandonaste el Abismo —dijo Aliisza para sus adentros, aunque se dirigía a Lloth—,
antes de volverte silenciosa, de modo…».
No se molestó en rematar la idea, concentrada como estaba en un nombre: Lloth.
Volvió a cerrar los ojos y repitió su nombre mentalmente una y otra y otra vez, hasta
que después de un tiempo su cuerpo empezó a moverse. El nombre de cualquier dios tiene
su poder si se lo sabe usar.
Cuando abrió los ojos se encontró rodeada por espectros.
Sombras grises, traslúcidas, flotaban en derredor, y todas tenían rasgos similares: las
orejas puntiagudas, los ojos almendrados y las caras alargadas y aristocráticas de los elfos
oscuros. Los había en gran número, tantos como podían morir en una guerra, y todos
atravesaban el Plano Astral hacia el mismo destino.
Aliisza se desplazó hasta colocarse frente a uno de ellos, un varón de aspecto fuerte
vestido para la batalla con un yelmo y una armadura regios.
—¿Puedes oírme? —le preguntó al espíritu—. ¿Puedes verme?
El drow muerto la miró y arqueó una ceja. Se quedó inmóvil, pero su cuerpo siguió
desplazándose por la extensión infinita, dirigiéndose inequívocamente hacia su destino
final.
—Mi nombre es Aliisza —se presentó—. ¿Sabes dónde estás?
Sí, respondió el drow utilizando la comunicación mental. Su boca estaba abierta pero no
movía los labios. Puedo sentirlo, estoy muerto. He muerto. Me mataron.
—¿Cómo te llamas?
Me llamaba Vilto’sat Shobalar, respondió el soldado, pero ahora no soy nada. Mi cuerpo
se pudre, mi casa me olvida y yo transcurro. ¿Estás aquí para atormentarme?
—¿Cómo dices? —preguntó la semisúcubo, confundida por el repentino cambio de
conversación del espíritu.
Eres un demonio, respondió. ¿Estás aquí para atormentarme por mi fracaso en el campo
de batalla o simplemente para satisfacer tu cruel naturaleza?
Aliisza se enfureció y no pudo evitar una sonrisa sarcástica. Era obvio que la había
tomado por un tanar’ri de otra clase, y eso no la halagaba en lo más mínimo.
—Si estuviera aquí para atormentarte —dijo—, ya te habrías enterado, hongo de granja.
Vilto’sat Shobalar le dio la espalda con una expresión de desprecio que, al parecer, era
lo único que los elfos oscuros se llevaban consigo a la tumba.
Aliisza siguió recorriendo la fila de drows muertos y a medida que se acercaba al punto
de destino de la misma, avanzando más rápidamente que las almas errantes, la densidad de
los espectros era mayor, como si se hubieran estado apiñando, uno tras otro, durante
mucho tiempo.
—¿Señora —dijo, haciendo una exagerada reverencia que al parecer la elfa muerta
encontró insultante—, puedo hablar contigo brevemente mientras llegas al fin de tu viaje?
No puedes hacer nada para atormentarme, demonio, transmitió la sombra a la mente de
Aliisza, de modo que apártate y déjame descansar en paz.
Aliisza resopló y a punto estuvo de coger a la drow por la garganta, pero se dio cuenta
de que sus manos pasarían a través de la sacerdotisa. La muerta no volvería a tener forma
física hasta que llegase a su destino final. El Plano Astral era el único camino para pasar de
un universo a otro. Allí, los drows muertos eran fantasmas incorpóreos.
—No estoy aquí para atormentarte, bruja —dijo Aliisza—, pero lo haré si no respondes
a mis preguntas.
Lloth nos ha vuelto la espalda, replicó la sacerdotisa. ¿Podrías hacer algo peor?
—Podría dejarte en el Astral para siempre. —La amenaza de Aliisza no tenía asidero,
pero el espectro no tenía por qué saberlo.
¿Qué quieres?, preguntó la drow.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí esperando la gracia de Lloth?
Soy Greyanna Mizzrym, respondió el espectro, y algo en el nombre le resultó a Aliisza
extrañamente familiar. No tengo idea del tiempo que llevo aquí, pero siento que me muevo,
que acabo de empezar a hacerlo. ¿Está Lloth dispuesta a recibirnos? ¿Te ha enviado ella?
—¿Puedes sentirla? —preguntó Aliisza, pasando por alto la pregunta de la elfa oscura—
. ¿Te llama?
La sacerdotisa miró hacia otro lado, como si estuviera escuchando, después sacudió la
cabeza.
Me muevo hacia algo, dijo Greyanna. Puedo sentirlo, pero no oigo a Lloth.
Aliisza se volvió para mirar en la dirección hacia la que avanzaba la fila de los drows. Al
final de la larguísima fila había un torbellino rojo y negro. Una puerta a los planos
exteriores que absorbía a las almas.
—Eso no es el Abismo —dijo Aliisza.
Es nuestro hogar, susurró el alma incorpórea de Greyana Mizzrym. Lo siento. Siento que
es la Red Demoníaca de Pozos.
El corazón de Aliisza se aceleró.
—La Red Demoníaca de Pozos —repitió la semisúcubo—, pero no el Abismo.
Aliisza se detuvo y quedó suspendida en la gris extensión, a un lado de la procesión de
los drows muertos.
—O sea —susurró Aliisza a una Lloth que no la oía—, que nos movemos hacia arriba
¿verdad?
La semisúcubo cerró los ojos y se concentró en Kaanyr Vhok. Dejó que su conciencia
viajara por el Astral y volviera a la fría y dura Antípoda Oscura. Allí encontró la mente de su
amante y dejó caer en ella un mensaje.
Algo está ocurriendo con la Red Demoníaca de Pozos, transmitió. Ahora son un plano en sí
mismos, y las puertas están abiertas. Lloth recibe en su seno a los muertos. Lloth vive.
Era todo lo que podía decir y esperaba que bastara como advertencia. Aliisza podría
haberse transportado a la Antípoda Oscura en un instante y haber estado al lado de su
amante, pero no lo hizo. Quería permanecer donde estaba, aunque no sabía por qué.
Nimor había desechado la idea de destrozar a Gomph con sus garras. En lugar de eso
empezó a tratar de obligar al archimago a atacarlo, pero el drow no respondía. La sensación
que tenía el asesino de que el mago sabía lo que él estaba pensando, tal vez incluso antes de
que lo pensara, se fue haciendo cada vez más fuerte y llevó a Nimor a recapacitar. Ésa no
era forma de combatir.
Nimor dio un paso atrás y lo mismo hizo Gomph. El asesino podía ver a Dyrr
describiendo lentamente un círculo en torno a ellos desde una distancia que algunos
podían considerar segura y otros cobarde. Nimor estaba a punto de decir algo cuando
sintió un zumbido familiar en su cráneo.
Aliisza está en la Red Demoníaca de Pozos, resonó la voz de Kaanyr Vhok en su cabeza.
Algo está pasando, algo malo para todos nosotros. No estoy dispuesto a esperar para saber
hasta qué punto.
Por primera vez en mucho, muchísimo tiempo, a Nimor se le heló la sangre en las venas.
Gomph hizo un movimiento nervioso, casi emitió un grito ahogado, y Nimor no pudo
evitar mirarlo. Sus ojos se encontraron y hubo entre ellos una chispa de comprensión.
Nimor retrocedió y Gomph asintió. El archimago todavía sostenía con las dos manos la
espectral hacha de guerra, pero no avanzó. Respiraba con dificultad y el sudor le bañaba la
cara y empapaba su pelo blanco como la nieve sobre la frente.
Una vez más, Nimor estuvo a punto de hablar y una vez más fue interrumpido.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó imperiosamente el lichdrow—. ¡Mátalo!
Nimor dejó escapar un largo suspiro entre los dientes. Ya era bastante malo que un
componente clave de su alianza abandonara la causa, para que encima Lloth, por alguna
razón que jamás podría entender, eligiese ese momento para volver… o para hacer algo que
de todos modos asustaba a Kaanyr Vhok, y eso que el semidemonio no era de los que se
asustan fácilmente. Y para colmo de males, un adversario al que debería haber podido
despachar con un pensamiento y ahora era capaz de superarlo en el pensamiento y en la
acción. Y el maldito lich que no hacía más que darle órdenes.
Dyrr empezaba a gritar otra vez, pero Nimor no entendía lo que estaba diciendo.
—No puedo… —empezó a decir el Espada Ungida, pero hizo una pausa cuando se dio
cuenta de que el lich estaba haciendo un conjuro.
Gomph también lo oyó. Sosteniendo todavía el hacha ante sí con una mano, el
archimago golpeó con su bastón el suelo del Bazar, que ardía lentamente, y quedó
instantáneamente envuelto en un globo de reverberante energía. Apenas acababa de
aparecer el globo cuando Dyrr acabó de musitar y el sonido de su voz fue reemplazado por
un sordo zumbido repetido por el eco.
Nimor, que todavía tenía los ojos fijos en Gomph, parpadeó. El archimago echó una
mirada al lich y en la comisura de su boca se insinuó una sonrisa. Nimor tuvo que mirar,
sabía que Gomph no tenía la menor intención de atacarlo de todos modos.
El zumbido fue subiendo de volumen hasta convertirse en un ensordecedor rugido.
Nimor vio algo parecido a una nube de humo negro que se arremolinaba en el aire y se
dirigía hacia donde él estaba. Le llevó escasos segundos darse cuenta de que no era humo.
En realidad, ni siquiera era una nube, sino un enjambre de diminutos insectos, cientos o
millones de ellos.
La nube descendió sobre Gomph, pero no penetró el globo que rodeaba al archimago.
Nimor tenía que suponer que era Dyrr quien la dirigía, de modo que cuando los insectos se
volvieron hacia él, se lo tomó como algo personal.
Antes de que el primero de los insectos se posara sobre él, lo picara, lo mordiera, o lo
que fuera que se suponía que debían hacerle, Nimor se adentró en la Linde de la Sombra.
Aquello formaba parte de su propia naturaleza. De repente estaba allí en el Bazar y de
repente no. La nube se transformó en sombra y el Bazar en un mundo oscuro, apenas
corpóreo, envuelto en la negrura.
Nimor se miró las garras. Su mente estaba extrañamente en blanco, su estado de ánimo
inverosímilmente sereno.
—¿Es verdad? —preguntó en voz alta a las sombras que no podían oírlo—. ¿He
perdido?
Cerró los ojos y pensó en el lich… y volvió a aparecer en el mundo sólido justo detrás de
él.
Nimor cogió al enjuto mago no muerto por detrás y batió fuertemente las alas para
alzarlo y alejarlo del suelo del Bazar. El lich se puso rígido y respiró hondo, tal vez para
hacer un conjuro, pero fue lo bastante prudente para interrumpirlo cuando Nimor apoyó
una aguzada garra sobre la garganta reseca del lich.
—Tal vez no sangres, lich —le susurró Nimor al oído—, pero si tu cabeza se separa del
cuerpo…
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Dyrr con un hilo de voz—. Podrías matarlo. Ha
llegado nuestro momento y ahora me atacas a mí. ¿A mí?
—¿A ti? —dijo Nimor con sarcasmo—. Sí, precisamente a ti. Debería matarte ahora
mismo. Claro que ya estás muerto ¿no es cierto, lich? Todo lo que hiciste fue hacerme
perder el tiempo, y ahora la Reina Araña se remueve en su tumba y se nos ha agotado el
tiempo.
—¿Qué? —inquirió Dyrr sinceramente confundido—. ¿Qué estás diciendo?
—No es que merezcas saberlo antes de que deje que Gomph Baenre te mate —replicó
Nimor—, pero se ha acabado.
—¡No! —gritó el lich.
Nimor gruñó al sentir que algo lo golpeaba fuertemente en el pecho. Su mano se apartó
de la garganta del lich y se vio impulsado hacia atrás, arrojado por el aire por alguna fuerza
insondable. A pesar de sus intentos de volar, Nimor no podía.
El asesino consiguió mirar a Gomph, que, allá abajo, había dejado a un lado el hacha de
guerra duergar y miraba hacia arriba, riendo.
Nimor también se rió. ¿Por qué no?
—Hemos fracasado, lich —le dijo a Dyrr—, pero al menos para mí habrá otra
oportunidad.
—No, de que hemos fracasado nada —dijo el lich con un gemido—. Has sido tú el que ha
fracasado. Tú volverás a la Sombra con tu cola de dragón entre las piernas, repitiéndote
una y otra vez tus endebles excusas. Puedes culparme a mí si quieres, Nimor, pero yo
todavía estoy aquí. Vivo o muerto, pero estoy aquí, en Menzoberranzan, luchando.
—Tal vez —dijo Nimor a quien las primeras oleadas de un profundo agotamiento
empezaban a aflojar sus cansados músculos—, pero no por mucho tiempo.
El lich gritó su nombre, pero Nimor no alcanzó a oír el primer eco antes de entrar en la
Linde de la Sombra y desaparecer para siempre de Menzoberranzan.
Capítulo 24
Entre los muros del templo había una ciudad veinte veces más grande que
Menzoberranzan. Al igual que los muros y las plazas circundantes, la ciudad era una ruina
destrozada, asolada por la guerra, que a Pharaun le dio la impresión de que había cesado
hacía más de mil años.
Los elementos arquitectónicos imitaban en todo los de los edificios de los elfos oscuros,
desde las telarañas calcificadas de Ched Nasad hasta las estalagmitas ahuecadas de
Menzoberranzan. Lo único que tenían en común las estructuras era que todas estaban al
menos parcialmente derruidas y que estaban carentes de vida.
Valas apareció detrás del mago, como siempre lo hacía, como por arte de magia.
Pharaun no se molestó en aparentar que la súbita aparición del explorador no lo había
sobresaltado. El momento de mantener las apariencias y de disputarse una posición dentro
del grupo pertenecía al pasado.
Valas saludó con una inclinación de cabeza al maestro de Sorcere.
—Cuanto más nos adentramos, más metal hay.
Pharaun negó con la cabeza casi instintivamente, sin saber con certeza qué era lo que el
explorador trataba de decirle. Después miró en derredor más atentamente y se dio cuenta
de que Valas tenía razón. Aunque habían visto barras de hierro retorcido y de acero
chamuscado en la plaza del exterior, cuanto más penetraban en el templo, tanto más tenían
que sortear trozos cada vez más grandes.
Valas se detuvo y estiró la mano para tocar una pared levemente curva que tenía tres
veces su altura.
—Da la impresión de que hubiera sido desprendida de una pieza mayor —dijo el
explorador—, jamás he visto tanto acero.
Pharaun asintió, examinando la reliquia desde cierta distancia.
—Parece una parte de la armadura de un gigante —comentó—, un gigante mayor de lo
que cualquiera podría encontrar en el Mundo de Arriba, pero esto es el Abismo, Valas. Aquí
podría haber una criatura así.
—O un dios —replicó el explorador.
—Selvetarm era así de grande —dijo Danifae. Ambos varones se volvieron a mirarla,
sorprendidos de que se hubiera detenido para intervenir en la conversación. La antigua
prisionera de guerra había estado caminando en silencio con el draegloth, que no se
separaba de su lado, aparentemente ajeno al panorama—. Lo mismo que Vhaeraun.
Valas asintió.
—Sin embargo hay otros trozos —dijo—, y hay cosas que no parecen de una armadura.
—Los elementos mecánicos —intervino Pharaun—. Yo también los he observado.
—¿Elementos mecánicos? —preguntó la joven sacerdotisa.
Pharaun siguió caminando mientras hablaba.
—La extraña parte móvil. He visto bisagras y cosas que parecen hacer las veces de
articulaciones, como el hombro o la rodilla del cuerpo de un drow, pero con cables u otros
artilugios en lugar de músculos.
—Ahora que lo mencionas —dijo Valas—, algunos de ellos realmente tenían la forma de
piernas o brazos.
—¿Y eso qué importa? —farfulló el draegloth—. ¿Vais a perder el tiempo examinando
esta chatarra? ¿No entendéis lo que sucedió aquí?
—Creo que tenemos al menos una idea rudimentaria de lo que pasó, Jeggred —dijo
Pharaun—. Mediante nuestro «examen de esta chatarra» como tan elocuentemente lo has
llamado, podríamos ir más allá en nuestra comprensión que hemos calificado de
rudimentaria. Ya lo sé, no es una disposición anímica con la que tú estés precisamente
familiarizado, pero los que tenemos mayor…
De un solo golpe, Pharaun se quedó sin resuello. El draegloth estaba encima de él,
aplastándolo contra los restos de un pilar de ladrillos que debía de haber formado parte de
una enorme catedral. El mago evocó mentalmente un conjuro que no requería palabras,
pero se detuvo cuando la voz de Danifae resonó en toda la extensión del templo.
—Jeggred —ordenó—, déjalo ya.
Era la orden que alguien podría dar a una rata domesticada distraída con un escarabajo.
Cuando el draegloth se apartó y Pharaun se puso de pie con dificultad, se quedó
preguntándose qué insulto era peor, si que Jeggred lo hubiera derribado o el despectivo
comentario de Danifae. El maestro de Sorcere se sacudió el piwafwi, hizo lo que pudo con la
maraña en que se había convertido su pelo y carraspeó.
—Vaya, Jeggred, muchacho —dijo el mago, empleando el sarcasmo—, ¿he dicho algo
que te molestara?
—La próxima vez que me hables así, mago —gruñó el draegloth—, tu corazón seguirá el
camino del de Ryld Argith.
Pharaun procuró no reírse.
—Tan encantador como siempre —dijo.
—Vamos, Jeggred —dijo Danifae, indicando al draegloth que la siguiera.
Pharaun terminó de recomponerse y cuando estaba a punto de continuar su camino, se
detuvo y se volvió al haber captado por el rabillo del ojo que alguien lo estaba observando.
Quenthel estaba parcialmente oculta por otro enorme trozo de acero. La expresión que
Pharaun vio en su cara era gélida, y de haberse encontrado todos en Menzoberranzan, sin
Una vez que se desvanecieron los ecos del último grito apenas coherente de Dyrr,
sobrevino un momento de silencio casi absoluto. El lich estaba suspendido en el aire,
temblando de ira. Gomph se tomó un momento para inspeccionar el ruinoso Bazar.
Los fuegos se habían extinguido y el humo se disipaba lentamente. Docenas de puestos,
tenderetes y carromatos estaban destruidos, quemados, hechos trizas. Grandes grietas y
pozos se habían abierto en el suelo de piedra, que presentaba grandes manchas de negro
hollín.
Unas cuantas palabras susurradas empezaron a atravesar el silencio del espacio, y
Gomph vio a algunos drows curiosos y poco prudentes que empezaban a deambular por las
lindes del destrozado mercado. Tenían la impresión de que el duelo había terminado, pero
Gomph sabía lo equivocados que estaban. Algo, que no era sólo la capacidad de Gomph para
anticiparse a sus pensamientos, había ahuyentado a Nimor, haciéndole creer que había sido
derrotado.
¿Por qué abandonó la lucha, archimago?, preguntó Nauzhror. ¿Qué sabe?
Averígualo, le ordenó Gomph antes de volver a centrar su atención en Dyrr.
—Podemos acabar esto ahora, si te place —dijo Gomph.
El lich, tembloroso, cogió una bocanada de aire, y sacudió la cabeza.
—Todo está como debe estar —añadió el archimago.
—Supongo que sí, mi joven amigo —respondió el lich con voz firme—. Tú, el mago
supremo de Menzoberranzan, y yo, el más poderoso. Es sólo una cuestión de simetría que
nos enfrentemos en algún momento. El poder aborrece ese tipo de desequilibrio.
—No lo sé —respondió Gomph con un encogimiento de hombros—. Yo no me preocupo
por el equilibrio. Rindo culto a un demonio. Sirvo al caos.
La respuesta de Dyrr consistió en iniciar un conjuro. Gomph dio un paso atrás y se valió
de su bastón para levitar, elevándose unos cuatro metros en el aire y quedando allí
suspendido. Miró hacia abajo y vio a un pequeño grupo de drows —quince o veinte, en su
mayoría varones de edad avanzada— que empezaban a rebuscar entre los puestos
derruidos. Debían de ser los propios comerciantes, que ya no podían estar por más tiempo
sin saber la suerte que había corrido su fuente de sustento.
Gomph pensó en advertirles que se mantuvieran fuera, pero no quiso hacerlo.
Dyrr terminó su conjuro y al principio fue como si el lich fuera a estallar. Se convirtió en
un globo de dos, tres, cuatro veces su tamaño normal, y todavía más. Experimentó todos los
cambios físicos imaginables y cayó desde el aire con un sonoro estrépito que hizo que los
mercaderes se dispersaran más allá de los límites del Bazar. Gomph vio que éstos, una vez a
salvo, observaban con admiración y miedo en qué se había convertido Dyrr.
Es un gigante, dijo Nauzhror, un gigante de piedra negra.
Gomph suspiró. Sabía en qué se había convertido Dyrr.
En circunstancias normales, un gigante de piedra negra era una creación de
sacerdotisas de cultos oscuros destinada a sirviente, guardián, asesino o instrumento de
guerra. Tallados en sólidos bloques de piedra, eran criaturas formidables que podían
destruir una ciudad entera si no se los controlaba. Lo que Dyrr había hecho había sido
cambiar su forma normal de drow delgado y envejecido por la de un gigante. En el proceso
se había transformado en esa nueva criatura.
El gigante tenía fácilmente doce metros desde la parte superior de su enorme cabeza de
drow hasta la punta de su cola, curvilínea como un gusano. Tenía cuatro pares de brazos
largos con manos de drow de tamaño suficiente como para abarcar por completo a Gomph
en cada una de ellas, aunque las manos estaban extrañamente retorcidas, acabando en
negras garras no muy diferentes de las de Nimor. El lich había optado por conservar su
color negro, pero sus ojos eran de un azul brillante. De ellos se proyectaban haces
luminosos que atravesaban el humo todavía suspendido en el aire. Abrió la boca y mostró
unas hileras de colmillos del tamaño de espadas cortas. De su labio inferior salía un hilo de
baba. Estaba en constante movimiento, retorciéndose y reptando como un gusano. Su peso
dejaba marcas en el suelo de piedra, y el ruido de la piedra al resquebrajarse y pulverizarse
ahogaba todos los demás sonidos.
La criatura empezó a destruir todo lo que encontraba a su paso, y eso era mucho. Los
tenderetes que aún quedaban eran reducidos a astillas bajo el colosal peso de la bestia. Los
mercaderes curiosos que habían acudido se alejaban aún más para salvar su vida, pero el
gigante arrollaba a todos los que encontraba. Una vez que les había pasado por encima, en
lugar de la masa informe que Gomph esperaba ver, aparecieron estatuas. Las formas
petrificadas de una veintena de drows aparecían esparcidas por la superficie del ruinoso
mercado. El contacto del gigante los había transformado en piedra.
Una vez pasado su ataque de furia destructiva, el gigante dirigió su atención a Gomph.
Los haces de luz que emitían sus ojos se posaron en el archimago, iluminándolo allí donde
permanecía suspendido, a unos cuatro metros del suelo.
Gomph hizo un conjuro cuando el gigante se dirigió hacia él, mostrando sus enormes
colmillos y petrificando a otro puñado de mercaderes poco avisados. El conjuro hacía que
Gomph fuera difícil de ver. Su forma se volvió borrosa, indistinta, y descendió rápidamente
al suelo. Las botas que llevaba le permitirían correr más rápido que cualquier drow. Difícil
de ver y rápido de movimientos, Gomph se las ingenió para mantenerse fuera del alcance
del gigante.
—¿Puedes oírme, Dyrr? —gritó Gomph.
El lich no respondió, aunque Gomph no estaba seguro de que pudiera hacerlo en su
condición actual. El gigante gruñó y rechinó los dientes antes de lanzarse otra vez contra él.
Gomph corría en círculos, tratando de contener al peligroso bruto dentro de los límites del
Bazar. Cualquier ser vivo que tocaba se convertía en piedra, y ya habían muerto
demasiados menzoberranios. Si realmente el asedio estaba tocando a su fin, era hora de
parar las inútiles matanzas.
—Dyrr, contéstame. —Gomph volvió a intentarlo, pero tampoco esta vez hubo
respuesta.
En lugar de eso, el gigante echó una mirada a los drows petrificados que iba dejando a
su paso. Cuando el haz de luz de sus ojos se posaba en sus formas pétreas, éstas se ponían
en movimiento. Los mercaderes petrificados se alineaban y avanzaban lentamente como
zombis y todos levantaban la cabeza como para mirar al gigante a la espera de sus órdenes.
Al moverse iban soltando polvo, que formaba tenues nubes.
El gigante les transmitió sus órdenes sibilantes y una tras otra las estatuas animadas se
volvían hacia Gomph y empezaban a avanzar lentamente en su dirección.
Gomph se movía mucho más rápido que las formas petrificadas, pero eran muchas: una
docena, a continuación más, y sabía que tarde o temprano tendría que hacer algo respecto
del gigante de piedra negra y su batallón de estatuas animadas.
El lich no te responde, maestro, dijo Nauzhror. Tal vez no pueda. Es posible que ahora
tenga más de gigante que de lich.
¿Qué significa eso?, preguntó Prath.
Significa, respondió Gomph, que tal vez ya no pueda hacer o soportar lo que
normalmente podría un lich.
¿Como qué?, preguntó Prath.
Gomph y Nauzhror proyectaron la misma palabra exactamente al mismo tiempo:
La nigromancia.
—Desde lejos parecía grande —dijo Pharaun pasando la mano por una fría costilla de metal
herrumbroso—, pero desde dentro es aún mayor.
El maestro de Sorcere miró hacia arriba, siguiendo la suave curva del acero y tratando
de adivinar cuánto se elevaría por encima de su cabeza. ¿Tal vez treinta o cuarenta metros?
—¿Por qué habrá estado abandonado durante mil años? —preguntó Jeggred. El
draegloth estaba olfateando la superficie exterior de la gran fortaleza araña y no parecía
satisfecho—. ¿Deberían haberlo limpiado? ¿Acaso la diosa no querría que se lo llevaran?
—No ha permanecido aquí durante mil años —dijo Quenthel. Estaba de pie, con los
brazos cruzados, dentro de una enorme grieta abierta en el costado de la esfera rota—. Os
lo he dicho: yo estuve aquí.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Danifae.
La suma sacerdotisa la miró con desprecio, pero eso no le impidió responder.
—Diez años.
—¿Hace diez años? —preguntó Pharaun—. ¿Y esto estaba intacto y en movimiento?
La señora de Arach-Tinilith asintió.
—¿Y cómo fue que estuviste aquí? —inquirió Danifae.
Quenthel se volvió hacia Pharaun.
—¿Si hubiera alguien vivo aquí podrías percibirlo? —le preguntó.
El mago miró a Danifae, que se limitó a encogerse de hombros.
—Hay conjuros —le contestó a Quenthel— que pueden hacer eso. ¿Crees que
podríamos encontrar a alguien vivo aquí dentro? ¿A la propia Lloth tal vez?
—Si la Reina Araña está en alguna parte —dijo la sacerdotisa Baenre—, tiene que ser
aquí. Éste es su palacio. Sin embargo, no siento su presencia. Sigo sin sentirla aquí, en
absoluto.
Pharaun asintió y volvió a mirar al lugar en ruinas.
—Lejos de mi intención está discutir contigo, señora —le dijo a Quenthel—, pero me
resulta imposible creer que esta estructura estuviera en funcionamiento hace apenas diez
años. Admito que jamás he visto materiales de este tipo, vigas de acero capaces de sostener
un edificio, una estructura mágica del tamaño de la casa Baenre, pero he visto acero nuevo
y viejo, y este acero lleva tirado aquí algo más de diez años. Acepto que seas reacia a
decirnos por qué estuviste aquí hace una década, pero…
—Pero ¿qué? —dijo Quenthel con un gruñido.
Pharaun se detuvo a pensar. La Señora de Arach-Tinilith no dejaba de observarlo, hasta
que finalmente el mago se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Quenthel se volvió y se
internó aún más en la destruida fortaleza araña.
Pharaun tenía la sensación de que alguien lo estaba mirando, y al volverse vio a Valas
medio escondido tras una sombra. El explorador estaba en el exterior de la estructura.
Siguiendo las miradas de Valas, Pharaun observó a Danifae y Jeggred, que seguían a la suma
sacerdotisa. Cuando los tres hubieron desaparecido en el laberinto de metal retorcido,
Valas se acercó.
—¿Realmente crees que está aquí, viva? —preguntó.
Pharaun se encogió de hombros.
—A estas alturas, mi querido Valas —dijo—, estoy dispuesto a creer casi cualquier cosa.
Aquí el tiempo no parece tener sentido, o al menos tiene un sentido diferente. Todo lo que
Quenthel dice debe de ser cierto, pero aquí nos encontramos en el corazón mismo de los
dominios de Lloth y ¿dónde está la diosa?
—¿Y dónde están las almas de los muertos? —añadió el explorador.
—Es verdad, deberíamos estar rodeados por difuntos —reconoció Pharaun—. Debería
haber todo tipo de criaturas: demonios, driders, draegloths… —Pharaun hizo una pausa y
rió por lo bajo—. Todo tipo de cosas que empiezan con «d»… pero no hay más que chatarra
y ruinas, huesos calcificados y piedra en descomposición. Todo es materia de una elegía
épica.
Valas echó una mirada a la oscuridad reinante en el interior de la fortaleza araña y
suspiró.
—No sé qué hago aquí —dijo con una voz que era apenas algo más que un suspiro—.
¿Por qué estoy aquí todavía?
—Porque te contrataron —dijo Pharaun—. La casa Baenre le paga a la casa Bregan
D’aerthe… todos saben por qué estás aquí.
—No, lo que me pregunto es por qué estoy aquí todavía —dijo el explorador—. Me
contrataron como guía para conducir a la expedición a través del Dominio Oscuro, y ya lo
he hecho.
—Sí, es cierto —replicó Pharaun.
—Nunca dije que supiera… —empezó a decir Valas, pero acabó en un suspiro.
—No estás en tu elemento —dijo Pharaun—, y los demás tampoco, pero sin duda
podemos sacar provecho de tus habilidades.
—Podría haberte ayudado contra el demonio —dijo el explorador.
—Quenthel no lo hubiera permitido —respondió Pharaun.
—Tú nos trajiste hasta aquí —dijo Valas—, y por lo que sé, incluso con el barco
destruido, eres el único que puede llevarnos a casa, y sin embargo ella se arriesga a probar
algo que no es necesario probar. ¿Eso tiene algún sentido para ti?
Pharaun sonrió y sacudió la cabeza, apartándose de la cara un molesto mechón de pelo.
—He sido una china en el zapato de la suma sacerdotisa desde que salimos de
Menzoberranzan —dijo—. He perdido la cuenta de las numerosas razones por las cuales
podría querer matarme, del mismo modo que he perdido la cuenta de las que tengo yo para
desear verla muerta. A pesar de todo, tal vez tuviera confianza en mi capacidad para acabar
con el demonio por mis propios medios. Y así ha sido, después de todo.
—Tal vez haya habido un momento en que pensé que ese razonamiento era válido —
prosiguió Valas—, pero después de todo esto no puedo dejar de pensar que es una tontería,
y que puede llegar a ser excesivo. Su conducta es errática.
—Creo que todos somos un poco erráticos —admitió Pharaun—, pero en principio
estoy de acuerdo con lo que estás diciendo. Creo que las serpientes cada vez hablan más
con ella. Ha perdido el control tanto del draegloth como de Danifae, jamás ha tenido control
sobre mí y sabe que tú sólo estás aquí por el oro de la casa Baenre. Por fin llegamos a la Red
de Pozos Demoníacos y mira lo que nos encontramos. ¿Unas ruinas? Es lógico que se vuelva
loca. Todos deberíamos estar locos.
Valas se quedó pensando un momento y Pharaun permaneció a la espera de su
respuesta.
—Mi contrato ha llegado a su fin —dijo finalmente.
Pharaun asintió y se encogió de hombros.
—Eso te toca a ti decidirlo, pero tengo que admitir que preferiría que te quedaras con
nosotros. Puedo usar conjuros, como solicitó la sacerdotisa, para descubrir si todavía hay
algo vivo aquí, para encontrar fuentes latentes de magia. Si yo soy el guía aquí, lo acepto,
pero podríamos volver a necesitar tus servicios. Además ¿puedes volver por tu cuenta?
El explorador inclinó la cabeza, alzó una ceja y esbozó una sonrisa que se desvaneció
antes de que pudiera ser reconocida como tal.
—Bueno —dijo Pharaun—, tal vez puedas después de todo. Yo voy a entrar, y si tú
quieres seguirnos, que así sea. Podemos hablar de por qué, si eres capaz de volver a
Menzoberranzan por tu cuenta, te preocupa que yo sea el único que pueda sacaros de aquí
y que Quenthel haya tratado de matarme.
El explorador hizo una levísima reverencia y contuvo una sonrisa.
—¿Qué te importa, de todos modos? —preguntó.
—¿Qué me importa qué? —inquirió Pharaun a su vez.
—Todo esto —dijo el explorador—, Lloth…
Valas inclinó la cabeza y Pharaun le contestó.
—Tengo curiosidad. Es un desafío único para un mago, y la posición que tanto me costó
conseguir en Menzoberranzan depende de la que mi superior consiguió con más esfuerzo
todavía, y su poder depende del matriarcado, al menos su poder político.
Valas asintió y Pharaun indicó con un gesto una hendidura en la pared de la fortaleza
araña.
—¿Tú primero? —dijo Pharaun.
Valas pasó a su lado, pero su escasa voluntad se reflejaba en cada paso que daba.
Halisstra no era capaz de moverse. Se quedó allí, suspendida en el éter, llorando, con la
cabeza entre las manos, rechazando a Uluyara y Feliane, que trataban de consolarla. Las oía
repetir una frase tranquilizadora tras otra, sentía que la tocaban, la estrechaban en sus
brazos, le secaban las lágrimas, pero no le importaba. No sabía qué hacer y algo le pasaba.
Te hemos traído con nosotras demasiado pronto, sonó una voz en su cabeza. Era una voz
femenina, calma pero firme. Lo siento.
Halisstra abrió los ojos de golpe y buscó a su alrededor el origen de la voz. Uluyara y
Feliane se habían separado de ella lo que hubieran sido unos pasos de haber estado de pie
en el suelo, y ambas miraban con expresión estupefacta a una aparición que flotaba en un
punto que sólo estaba al alcance de Halisstra. Era el espectro de una drow, refulgente en
sus vaporosos ropajes de seda, despojada absolutamente de color y con el pelo blanco,
movido por un viento que Halisstra no podía sentir, formando un halo en torno a su cabeza.
—Seyll. —Halisstra susurró el nombre con dificultad, como si no se le quisiese despegar
de la lengua.
La sombra, que miraba a Halisstra directamente a los ojos, asintió y nuevamente la voz
resonó en su cabeza.
Eilistraee tiene muchos dones que ofrecer a nuestras hermanas del Mundo de Abajo.
Desgraciadamente, el dolor es uno de ellos.
—Pues os lo podéis guardar —le espetó Halisstra, en quien la furia iba subiendo de tono
y reemplazando al remordimiento que el encuentro con el alma incorpórea de Ryld le había
dejado.
Feliane y Uluyara reaccionaron a su respuesta con estupor, y Halisstra se dio cuenta de
que ellas no podían oír a Seyll.
Lo entiendo, replicó la sacerdotisa muerta. Créeme, yo sé lo que es experimentar estas
emociones todas juntas y por primera vez. Tu mente fue entrenada para no reconocerlas, pero
han estado allí todo el tiempo, esperando a que las encontraras y las liberaras. La libertad no
siempre es fácil. Has realizado un largo viaje interno a un lugar donde las consecuencias
emocionales pueden ser más dolorosas, pero las compensaciones superarán a todo lo que
hayas podido imaginar.
No me importa, retrucó Halisstra mentalmente. No las quiero. Ahora mismo, me volvería
a la Antípoda Oscura si pudiera.
¿De veras?
Sin dudarlo, se reafirmó Halisstra. Allí, cuando me manipulaban lo sabía y sabía el
extremo al que me podían llevar. Allí era sacerdotisa y pertenecía a la nobleza.
¿Y aquí?, preguntó Seyll. ¿Qué eres ahora?
Una asesina, respondió Halisstra. Soy una asesina al servicio de Eilistraee.
¿Cuál crees que es la diferencia entre una asesina y una liberadora?
¿Una liberadora?, inquirió Halisstra.
Cuando mates a Lloth, dijo Seyll, lo cual harás, sin la menor duda, liberarás a miles… a
millones.
¿Condenándolos a una vida de desesperación y de remordimiento?
Y de amor, satisfacción, confianza y felicidad, replicó Seyll.
Halisstra se tomó un momento para pensar en eso, pero tenía la mente en blanco. Le
ardían los ojos, le dolía la mandíbula y sentía una pesadez tan grande que empezó a
hundirse en el éter ingrávido del Plano Astral.
Feliane y Uluyara aparecieron a ambos lados y la sostuvieron suavemente por los
brazos. Halisstra no las miró ni miró tampoco al espectro de Seyll. En lugar de eso, dejó
vagar la mirada por la larga columna de almas silenciosas. Los muertos regresaban a Lloth.
Todo lo que ella temía no había llegado a pasar.
—Podría regresar a ella —dijo Halisstra.
Sintió que tanto Feliane como Uluyara se ponían tensas y también que Seyll irradiaba
una oleada de decepción mezclada con miedo.
—Si estuviera dispuesta a aceptarte —susurró Feliane.
Eso hizo que Halisstra quedase suspensa. ¿Acaso había traspasado un punto de no
retorno, un punto en el que Lloth la rechazaría o, peor aún, la castigaría por las herejías que
ya había cometido? ¿La abandonaría Eilistraee por pensar siquiera en volver a la Reina
Araña? ¿Se haría merecedora de un más allá sin dioses por su indecisión?
No, le transmitió Seyll habiendo captado sin duda sus pensamientos. Eilistraee
comprende las dudas y las debilidades, y también las perdona.
—Halisstra —dijo Feliane—. ¿Entiendes lo que nos ha dado Seyll al venir hasta aquí?
Halisstra sacudió la cabeza suavemente en un intento de desechar las palabras de la
elfa.
—Ha abandonado Arvandor por venir aquí —prosiguió Feliane—. Seyll se ha
condenado a una eternidad en el salvaje Astral, y lo ha hecho por ti.
—¿Es cierto eso? —preguntó Halisstra mirando al espectro de Seyll, que flotaba allí con
los ojos fijos en ella—. ¿O lo ha hecho por Eilistraee? ¿Vino por su propia iniciativa, o fue
enviada por una diosa que teme perder a su asesina?
Sí, dijo Seyll. Sí a todas las preguntas. He venido aquí por mi propia iniciativa, por
Eilistraee, para protegerte de Lloth y de ti misma, y para asegurarme de que harás lo que
debes hacer.
—¿Por qué? —quiso saber Halisstra—. ¿Por qué ahora?
Porque algo va a suceder, contestó Seyll.
—Algo va a suceder —repitió Uluyara.
¿En este preciso momento, preguntó Seyll, ahora mismo, quieres volver a Lloth? ¿Si
derramara su «gracia» sobre ti ahora, la aceptarías, la aceptarías a ella y le darías la espalda
a Eilistraee?
—No lo sé —respondió Halisstra.
Debes decidirte, dijo Seyll, y debes hacerlo ahora.
La aparición señaló con un gesto hacia atrás, a la larga fila de almas incorpóreas. Algo
era diferente, y a Halisstra le llevó unos segundos darse cuenta de lo que estaba pasando.
La columna de almas desaparecía en la distancia, en una distancia grisácea que podía
encontrarse a kilómetros de allí. Los descoloridos fantasmas estaban cambiando, uno tras
otro, como si una oleada los atravesara. Iban recuperando el color y la vida, incluso la
sustancia, uno por uno, pero sólo durante un breve momento, y a continuación el efecto se
trasladaba al siguiente drow muerto de la fila. Con el paso del color, experimentaban una
convulsión, se retorcían en el aire más de placer que de dolor, la oleada se acercaba más y
más, dispersando a su paso la fila de los drows.
—Ha vuelto —susurró Halisstra.
Seyll se le acercó y la envolvió con su cuerpo espectral. Halisstra se puso tensa, pero no
rechazó a la aparición.
Ha vuelto, dijo en un susurro la voz de Seyll en su mente. Pronto su poder pasará a través
de ti. Puedo protegerte, pero tú tienes que desear que lo haga. Tienes que preferir a Eilistraee,
no a ella, no a ese demonio, por favor.
—Por favor —susurró Uluyara.
Halisstra cerró los ojos y trató de devolver el abrazo de Seyll, pero sus brazos se
cerraron sobre la nada.
—Eilistraee —llamó Halisstra con voz quebrada—. ¡Ayúdame!
Seyll se solidificó en sus brazos, y Halisstra sintió el cuerpo trémulo de la sacerdotisa.
Seyll gritó, y Halisstra oyó su alarido resonando tanto en sus oídos como en su mente
atormentada.
—Seyll —se oyó la voz de Uluyara por encima del grito de pura agonía que salía de la
garganta momentáneamente corpórea de Seyll—. No…
El cuerpo de Seyll desapareció, y los brazos de Halisstra volvieron a sentir el vacío. El
grito quedó resonando en su mente, pero en sus oídos sólo quedó el silencio del Plano
Astral. Abrió los ojos y vio a Seyll flotando en la gris vacuidad frente a ella. El cuerpo de la
sacerdotisa estaba retorcido y quebrantado, y en su cara se veía un rictus de dolor. Se había
vuelto más transparente y se desvanecía.
—Seyll —susurró Halisstra.
La sacerdotisa la volvió a mirar a los ojos una última vez y aunque eso parecía
provocarle un enorme dolor, sonrió mientras se desvanecía.
Halisstra sintió que se le aflojaba el cuerpo al tiempo que se llenaba de una energía y
una confianza que jamás había sentido.
—Se ha ido —musitó Uluyara.
—No sólo abandonó Arvandor —dijo Feliane con los ojos desorbitados por el horror—.
Dejó que el poder de Lloth la penetrara.
—Para protegerme —susurró Halisstra.
—Eso la mató —dijo Feliane—. No eligió el Astral, eligió el olvido.
—Lo que yo más temía —dijo Halisstra—. Fue el olvido lo que me atrajo a Eilistraee.
—Se ha sacrificado —dijo Uluyara.
—¿Por mí? —preguntó Halisstra.
—Y por Eilistraee —dijo Feliane.
A Halisstra le daba vueltas la cabeza, pero las lágrimas desaparecieron de sus ojos y la
sangre empezó a circular por sus músculos debilitados. Se sentía alerta, renovada y
abrumada al mismo tiempo.
—Se ha sacrificado —repitió—, para que yo pudiera…
—Para que pudieras servir a Eilistraee. —Uluyara terminó la frase por ella—. Para que
pudieras blandir la Espada de la Medialuna.
Halisstra posó la mano en la empuñadura de la espada capaz de matar a una diosa.
—Vacilé —dijo—, pero espero que no haya sido demasiado tiempo.
—Está despierta —le advirtió Feliane—, o resucitada. Ofrecerá resistencia.
Halisstra se quedó pensando en eso. Trató de imaginarse presentando batalla a la
propia Lloth, y por su vida que no lo consiguió.
—Seguiremos a las almas hasta Lloth —dijo Halisstra y emprendió la marcha antes de
haber terminado de hablar.
Feliane y Uluyara la siguieron.
Capítulo 26
Yor’thae.
En lo más profundo de la primera casa, en una habitación protegida de todo lo que debe ser
protegida una habitación, Triel Baenre observaba mientras su hermano combatía por la
vida de Menzoberranzan.
Estaba perdiendo.
Podía ver lo que estaba sucediendo en el Bazar, con todos sus detalles, en un espejo
mágico, una bola de cristal, un estanque de visión y otra media docena de elementos
similares, la mayoría de ellos creados por el propio Gomph. Triel se paseaba de un lado a
otro por el brillante suelo de mármol, mirando una escena tras otra, desde todos los
ángulos, mientras el lichdrow transformado sembraba el caos en el corazón de su ciudad.
Wilara Baenre se detuvo en un rincón, paseando la vista por todos los artilugios, con los
brazos cruzados y tamborileando con los dedos sobre sus antebrazos con frustración
apenas contenida.
—El archimago vencerá, madre matrona —dijo Wilara repitiendo lo que ya había dicho
varias veces ese día.
—¿Lo crees? —preguntó Triel.
Era la primera vez que respondía a una de las huecas expresiones tranquilizadoras de
Wilara, y cogió por sorpresa a la sacerdotisa.
—Por supuesto que sí —contestó Wilara.
Triel esperó que dijera algo más, pero se hizo evidente que Wilara no tenía nada que
añadir.
—No estoy segura de que ésta sea una lucha que pueda ganar —dijo Triel hablando
tanto para sí como para Wilara—. Si nos están poniendo a prueba a todos, y ésta es la
prueba de Gomph, triunfará o será derrotado solo. Si fracasa, merece morir.
—¿No hay nada que podamos hacer para ayudarlo? —preguntó Wilara.
Triel se encogió de hombros.
—Hay soldados y otros magos —prosiguió la sacerdotisa asistente.
—Todos están en otra parte. Los duergars siguen atacando, aunque los tanarukks se
están retirando —dijo Triel—. El asedio de Agrach Dyrr se mantiene… pero, sí, siempre hay
más soldados, siempre hay más magos, y están Bregan D’aerthe y otros mercenarios. Si el
lich mata a Gomph indudablemente no le voy a permitir que arrase el resto de
Menzoberranzan transformando en piedra a nuestros ciudadanos y destrozando nuestros
edificios.
—¿Y por qué no mandar las fuerzas ahora?
Triel volvió a encogerse de hombros y consideró la pregunta. No tenía respuesta.
—No lo sé —dijo Triel por fin—. Tal vez esté esperando una señal de…
Había vuelto.
Triel cayó al suelo, el cuerpo inerme, la cabeza dándole vueltas, su mente estallando en
una confusión de sonidos y sombras, de voces y gritos. Los ojos se le llenaron de lágrimas y
a duras penas pudo ver a Wilara en el suelo en un estado de confusión similar,
retorciéndose.
La madre matrona de la casa Baenre sintió simultáneamente todas las emociones que
había experimentado en su vida, pero en su versión más aguda, más intensa. Odió y amó,
temió y deseó, rió y lloró. Conoció la extensión infinita del multiverso sin límites y vio con
nítida claridad cada detalle del suelo de mármol que tenía ante sus ojos. Se encontró en su
cámara de escudriñamiento y en la Red Demoníaca de Pozos, en el vientre de su madre y en
el Bazar humeante, en lo más profundo de la Antípoda Oscura y volando por los
resplandecientes cielos del Mundo de Arriba.
Respiró hondo y un sentimiento tras otro desaparecieron, cada uno de ellos, una capa
de confusión y de locura. Las piezas de su mente volvieron a funcionar, después las piezas
de su cuerpo. No sabía si habían transcurrido unos cuantos minutos o algunos años antes
de que se diese cuenta de lo que había pasado y se abriese paso por la sensación que le
había sido tan familiar durante toda su vida para desaparecer después y volver a aparecer.
Lloth.
Era la veleidosa gracia de la reina de la Red Demoníaca de Pozos.
Triel no se puso de pie en seguida, sino que se quedó allí tirada, disfrutando de la oleada
Gomph conocía tantas formas de matar a alguien que había olvidado más de las que
cualquier drow había oído nombrar siquiera. Había conjuros capaces de matar con un
toque, con una palabra, con un pensamiento, y Gomph buscaba en su mente el indicado
mientras corría no sólo para evitar al gigante arrollador sino para mantenerlo dentro de los
límites de las ruinas del Bazar.
Llevaba el zafiro en forma de calavera que le daba todavía más opciones y lo protegía de
la energía negativa, como el aliento de Nimor. En su memoria almacenaba algunos más, y
por fin se decidió por un conjuro, con algo de ayuda de Nauzhror y del reducido círculo de
nigromantes de Sorcere. El archimago reunió en su interior la energía del Tejido y evocó las
palabras y gestos del encantamiento. Sin embargo, para hacer el conjuro, que era realmente
poderoso, el mago tendría que dejar de correr.
No era la primera vez que el combate con Dyrr se convertía en una cuestión de tiempo.
¿Tendría el suficiente para lanzar el conjuro antes de que el gigante lo arrollara?
Te podemos ayudar a elegir el momento, dijo Nauzhror.
Lo sé, dijo Gomph, pero siempre hay… imponderables.
El archimago dejó de correr, se volvió e inició el conjuro.
El gigante lo miró, inundándolo con la luz de sus enloquecidos ojos azules. Gomph
estaba seguro de que tendría tiempo. Los drows animados, petrificados, estaban demasiado
lejos y se movían con demasiada lentitud para resultar preocupantes, y el gigante había
estado lanzando golpes con la cola a diestra y siniestra por el Bazar, como si tuviera poco
control de su cuerpo. Gomph confiaba en eso.
Se equivocó.
Cuando le faltaba una sarta de palabras para completar el conjuro, la enorme cola negra
del gigante de piedra le dio un latigazo. Gomph sintió que las palabras quedaban atascadas
en su garganta, después, que sus articulaciones se quedaban rígidas, y a continuación, la
nada.
Triel se puso de pie y miró uno tras otro todos los dispositivos de escudriñamiento
tratando de entender lo que oía. Las voces transmitidas por medios mágicos de un centenar
de magos, sacerdotisas y guerreros llenaban el aire en un murmullo incoherente de
confusión e indisimulado arrobamiento. Las puertas de la cámara se abrieron de repente, y
una sacerdotisa a la que Triel reconoció, pero cuyo nombre no pudo recordar, entró
vacilante en la habitación. Las lágrimas corrían por sus negras mejillas y movía los labios
tratando de articular palabras con las que expresar lo que ella, Triel, Wilara y todos los
siervos de la reina de la Red Demoníaca de Pozos de la extensión inmensa del multiverso
habían experimentado.
La atención de la madre matrona se quedó fija en una imagen: Gomph, petrificado.
Había perdido. El lich, en su extravagante forma de monstruo, había convertido en
piedra al archimago de Menzoberranzan.
Triel sintió que su mandíbula se tensaba y a continuación se tomó un momento para
alejar la ira que la invadía.
—¿Es una señal? —le preguntó a la Reina Araña.
Lloth no respondió, pero Triel sabía que de haber querido, habría podido hacerlo.
—Es una señal —musitó la madre matrona.
Triel juntó las yemas de los dedos, inclinó levemente la cabeza y por un acto de
voluntad se trasladó al Bazar. Le sobrevino una sensación momentánea de ingravidez
invertida, un negro vacío, y a continuación se encontró de pie en una grieta profunda del
suelo de piedra del mercado.
El gigante de piedra negra retrocedió en el lugar donde se encontraba, por encima de
ella. Aparentemente había sentido su paso por las dimensiones desde la casa Baenre hacia
el Bazar. La criatura abrió la boca para lanzarle un rugido, pero Triel pronunció unas
cuantas palabras, y se quedó paralizado. La gran cola se detuvo de repente. Fue como si el
propio tiempo hubiera hecho una pausa instantánea. Todavía había humo a su alrededor, y
los drows de piedra animada se movían pesadamente.
—Esto ya ha durado bastante, lich —dijo Triel—. Todo lo que tenía que durar. No estoy
dispuesta a que mueran más drows, a que mi ciudad quede en ruinas. Se acabaron los
desafíos a mi poder o al poder de Lloth.
Triel no estaba segura de que el lichdrow pudiera entenderla. Daba la impresión de que
había quedado subsumido en la forma que había adoptado, pero ella lo dijo para que la
oyeran cuantos estaban escuchando, desde la casa Baenre, Arach-Tinilith, Sorcere, y tal vez
desde fuera de los límites de la ciudad, en las tiendas de mando de sus enemigos.
Invocó directamente a Lloth, recurriendo a la diosa restablecida para hacer su conjuro
más potente, pidiendo nada más y nada menos que un milagro.
Lloth no respondió con voz de drow como lo había hecho en el pasado. No hubo
palabras, sólo una sensación, una oleada de poder, un agolpamiento de la sangre en los
oídos de la madre matrona.
Triel cayó de rodillas sobre la áspera superficie sembrada de gravilla, de cristales rotos,
y apoyó la frente sobre el frío suelo.
No expresó sus deseos con palabras. No tuvo necesidad. Lo que estaba elaborando era
una oleada de emoción, de sensaciones, de puro miedo.
El propio terror de Lloth se disparó en todas las direcciones al mismo tiempo, en un
círculo en expansión en cuyo centro estaba Triel. Por toda la Ciudad de las Arañas, los
drows se detuvieron en su camino, cayeron de rodillas o se postraron. Algunos se apoyaron
contra las paredes o se cayeron por las escaleras, pero todos experimentaron el miedo más
puro, el miedo a una diosa, el miedo a lo eterno, el miedo al caos, el miedo a la oscuridad, el
miedo a lo desconocido, el miedo a lo cierto, el miedo a la traición y mil horrores más que
hicieron que la ciudad se paralizara.
El gigante de piedra negra se estremeció y se partió. Triel, todavía de rodillas por
debajo de él, no intentó evitar los pedruscos que caían, los trozos de la pétrea estructura,
que desaparecieron antes de tocar el suelo. Al cabo de unos segundos, todo lo que quedaba
de la desmandada criatura era el lichdrow, atónito, tambaleante, de rodillas en el cielo
inestable del Bazar, a unos cuantos pasos de la madre matrona. Las estatuas animadas se
detuvieron y quedaron paralizadas donde estaban.
La oleada de miedo avanzó, superó las murallas de la bóveda de la ciudad y penetró en
las atestadas inmediaciones de la Antípoda Oscura. Atravesó las líneas de los duergars, se
apoderó de los tanarukks en retirada y llegó a los espías ilitidas dispersos. A todos los
afectó de diferentes maneras. Para cuando terminó, y no duró mucho tiempo, a nadie le
quedaba duda de que Lloth había vuelto.
Triel se puso de pie y pasó revista a los daños. Miró a Dyrr y supo que podía acercarse a
él y matarlo con un pensamiento, o al menos atravesando con una daga su garganta no
muerta, pero no lo hizo. Matar al lich correspondía a otro.
La madre matrona se dirigió a la forma rígida, calcificada de su hermano. La expresión
petrificada de su cara era de furia y eso hizo sonreír a Triel.
—Vaya, Gomph —dijo—. No pudiste hacerlo solo, después de todo, ¿verdad? Tu poder
tiene sus límites y el mío también, pero los dos juntos…
Triel abrazó la forma petrificada de su hermano, rodeando sus hombros con los brazos
mientras elevaba una plegaria a Lloth.
Primero llegó el calor, después la blandura, después un soplo de aire, después el
movimiento, y a Gomph se le doblaron las rodillas. Triel lo sostuvo y él le rodeó la cintura
con el brazo y apoyó la cabeza en el hombro de su hermana mientras trataba de recobrar el
aliento. Cuando las piernas volvieron a sostenerlo, Triel lo soltó y se apartó un paso. Sus
ojos se encontraron y Gomph abrió la boca para decir algo.
—No —dijo Triel, impidiéndoselo. Echó una mirada a Dyrr que se recuperaba
rápidamente, y su hermano siguió la dirección de sus ojos—. Termina lo que empezaste.
El mago volvió a abrir la boca para hablar, pero Triel le dio la espalda. La madre
matrona oyó los pasos de su hermano sobre la gravilla y los cristales, y supo que se estaba
enfrentando a su enemigo.
Triel se alejó.
Capítulo 27