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Los Amos Del Valle Francisco Herrera Luque PDF
Los Amos Del Valle Francisco Herrera Luque PDF
Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.
6. El largo nombre
7. Acarantair
Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.
9. A pujo de sangre
Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.
Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.
Ño Cacaseno en Sanchórquiz va
contando las salvas con el pensamiento
fijo de nuevo en Martín Esteban. No hay
odio en sus ojos, sino tristeza. Por culpa
de aquel muchacho a quien vio nacer, su
pequeño mundo se vino abajo. La
mujercita que tenía se largó con un
zambo de Curazao, cargando con sus
tres muchachos. Aquella hacienda de
Ocumare, donde vino al mundo, era el
principio y el fin de todo lo existente. El
cura del pueblo, un español borracho a
quien ayudaba por su ingenio y
apacibilidad. Le decía: «Qué lástima
que los pardos no puedan ser
sacerdotes. Tienes madera para llegar a
Obispo».
El párroco luego de verlo puso los
ojos en lontananza echándose un trago:
—Tu historia es larga, torcida y
repetitiva: Yo fui íntimo amigo de tu
abuelo. Alma generosa que me tendió la
mano cuando yo llegué por primera vez
a este pueblo en 1656. Era un zambo
descomunal, igual que tú, con los
mismos ojos verdes y un mechón de pelo
rojizo, que, como el tuyo, tenia singular
historia. Los holandeses, más que ahora,
mantenían muy vivo comercio con la
gente de esta parte. A pesar de que a mi
nunca me habían gustado los herejes, en
esas soledades y como además eran
obsequiosos y no se metían conmigo, me
importaba un rábano. Había uno llamado
Henrique, un gordito pelo rojizo,
simpático y reilón, que a cada rato
desembarcaba con sus hombres a
proveer se de carne y de frutas frescas.
A diferencia de los otros, no le
importaba el cacao. Siempre había
sospechado que el tal Henrique era un
adelantado de los holandeses y que tarde
o temprano se cogerían estas tierras tan
próximas a Curazao. Cada vez que lo
veía llegar con aquel hombrerío, sucios,
hediondos, cachondos como verracos,
pensaba que en cualquier momento daría
el grito de posesión. Iguales sospechas
tenia tu abuelo. Pero como Henrique
pagaba en oro contante y sonante y sin
regatear, nos tenían muy sin cuidado sus
visitas y que sus hombres borrachos
violentasen a una que otra mujercita o
ensartaran a alguien con sus espadas, ya
que eso pasa en todos los puertos del
mundo.
Aquella noche estábamos tu abuelo y
yo, conversa que te conversa en el
corredor de su haciendita, a mitad de
camino entre el pueblo y el
desembarcadero, cuando tu madre, que
asaba una carne, a la entrada, nos
advirtió:
—Ahí viene un hombrerío.
Decir esto y oírse el estruendo de un
batallón en marcha, fue lo mismo. Las
risas y sus pachotadas subían como
creciente. Tu abuelo salió a la carretera.
—Es Henrique —me observó— y
viene con un ejército.
Yo, que tenía unos retortijones de
estómago me escurrí tras unos mogotes.
Tu abuelo saludó campechano:
—Bueno pues —saludó
extendiéndole el brazo—. ¿Cómo que se
acabó la guachafita y te vienes a coger
definitivamente Ocumare para el Rey de
Holanda?
Henrique por respuesta le descargó
un puñetazo en medio de la cara.
—Es cierto que se acabó la farsa.
Pero no es para tomar posesión de esta
inmunda ranchería, sino para quemarla
hasta los cimientos. No somos súbditos
del Rey de Holanda, sino de Su
Majestad Británica. Yo soy el capitán
Henry Morgan…
Y sin añadir más, ordenó:
—Colgadlo a la puerta de su casa y
los que quieran que hagan uso de la
chica.
El célebre pirata, terror del Caribe,
venia indignado por no haber podido
tomar La Guayra, a la cual asedió por
tres días.[27] Para vengarse incendió y
destruyó la mayor parte de los pueblos y
de haciendas que encontró a su paso.
Del tiro estuve estítico por una semana
al ver cómo violentaban a tu pobre
madre uno tras otro aquellos forajidos.
Tan pronto siguieron hacia el pueblo
salí de mi escondrijo, la tomé en vilo y a
cuestas la llevé al monte tupido, donde
traté de calmarla.
Tu ama y su marido se apiadaron de
ella y la recogieron en la hacienda. Al
poco tiempo naciste tú. Tu madre murió
en el parto. Al mes nos dimos cuenta de
que tenías los ojos verdes y el pelo rojo.
Fue en ese momento que me enteré por
tu ama, que a la madre de tu abuelo, una
mujer a quien mentaban la Pelo e Yodo,
la concibieron de igual manera cuando
los piratas de Preston saquearon a
Caracas.[28] Por eso te llaman ¡Zambo
bachaco, hijo’e Pirata!
43. Amaconeque
Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.
La niña ya no reía y se
convulsionaba.
Durante toda la noche y la mañana
siguiente la fiebre continuó. A mediodía
Soledad permaneció inerte y sin habla.
Francisco Guerrero la sacudió con
angustia. La niña estaba sumergida en un
sopor profundo.
—¡Virgen de la Soledad! —gritó
arrodillado y enloquecido—. ¡No te la
lleves!
Por segunda vez sus esclavos lo
vieron llorar. En la tarde del día
siguiente tenia tan mal aspecto que el
cura le dio los óleos.
Con ojos desorbitados, arrancado el
turbante y arrodillado en el patio, gritó a
los cielos:
—Si has de llevártela, Virgen de la
Soledad, llévame con ella que no quiero
verme solo de nuevo.
El cura lo consolaba con palabras de
ocasión. Una india vieja y harapienta lo
sorprendió:
—¡Vida de Dios! —gritó el cura—.
¿Qué hace en casa de cristianos la bruja
Anacoquiña?
—Es la única que puede sanar a tu
hija —dijo Acarantair—. Contra esa
enfermedad no valen pócimas ni físicos,
sino ensalmos. Soledad está poseída de
los malos espíritus.
El Cautivo dijo a la bruja:
—Haz lo que quieras, pero sálvame
a mi hija. Te haré rica, te daré oro,
vacas y cerdos.
—Dejadme sola con ella —
respondió la anciana— y encended una
hoguera en su habitación, es todo cuanto
pido.
Luego que encendieron la hoguera la
puerta de Soledad se cerró tras la bruja.
Un olor fuerte y penetrante salió de la
habitación. Extraños cantos se
sucedieron. Una voz llamó:
—¡Acarantair!
La india entró y salió de la
habitación.
—Tienes tú mismo —dijo al Cautivo
— que arrancar hasta la raíz y quemar la
tuna y las flores de mayo.
Desgarró con rencor el cardonal y
las orquídeas. Soledad apenas mejoró.
Dijo Anacoquiña:
—Los dioses quieren más
sacrificios.
—Pedro, Lucas y Juan —ordenó—
haced una poza profunda de tres varas
en el patio de los granados. Luego que
se abrió el hueco y era negra su hondura,
dijo señalando a un negrito bantú:
—¡Ea, sujetad a ése!
Con sus propias manos lo echó en el
hueco.
—Era necesario para la salud de mi
hija —dijo a sus hombres cuando la
última paletada acalló los gritos.
Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.
Después del toque de ánimas el
Cautivo y Don Alonso, seguidos de
Diego, se acercaron al rollo, donde
simularon animada plática con el Miás,
mientras Ledesma con lima y aceite
rompía la cadena.
Tan pronto cedió, Diego y Ledesma,
acompañados del prisionero, salieron de
la plaza. El Cautivo en el sitio del inglés
y cubierto con su cobija, daba cuenta de
su presencia cada vez que el sereno lo
rondaba.
Antes del amanecer tiró a un lado las
frazadas y atravesó soñoliento la Plaza.
—¡Qué noche tan tranquila! —lo
saludó el sereno—. Ni los perros
ladraron, ni oí el corcoveo de la Mula
Maniá.
El Miás a bordo de la nave,
disfrazado de fraile, se volvió hacia el
mozo con lágrimas en los ojos.
—El corazón me dice que nos
volveremos a ver. Tendréis mi eterno
agradecimiento.
Ledesma en el muelle musita a
Diego recordando las últimas palabras
del inglés:
—Todos los que se van tienen el
mismo palpito. Es el contraveneno
contra la nada y el olvido.
—¿De qué veneno habláis, Don
Alonso? —inquirió una voz cascada a
sus espaldas.
Diego y Ledesma se dieron vuelta.
Era Villapando el herbolario, quien se
había establecido en Caraballeda de
mercader y transportista con los
mercaderes de la Margarita.
—¡Pero cómo has crecido, pillín! —
díjole a Diego abandonando el tono
reticente anterior.
—Qué extraño —prosiguió—
encontraros a ambos por esta villa y
cuando el sol apenas comienza a
vislumbrar. Grandes riesgos habéis
debido correr, sin duda, para recorrer
tan peligroso camino con la noche
encima. ¿Se puede saber quién era el
santo padre a quien con tanto cariño
acabáis de embarcar?
El tono inquisitivo de Villapando no
daba lugar a dudas de que sospechaba.
Era además Regidor de Caraballeda. El
rostro de Ledesma se ensombreció ante
las preguntas.
—Todo os será respondido en su
oportunidad —replicó el viejo— antes,
sin embargo, quiero que me deis algo de
beber.
—De mil amores, Don Alonso —
añadió Villapando aún más reticente—
pero antes voy a subir al navío para
conocer a tan misterioso fraile.
El barco negrero ya bajaba las velas
dispuesto a zarpar. Villapando miró en
derredor suyo buscando un corchete.
—Yo mismo os llevaré a bordo,
señor de Villapando —propuso Diego
echando al mar una pequeña canoa.
El herbolario luego de mirarle con
sorpresa y simpatía, accedió:
—Pongámonos en tus manos, pillín.
El negrero levantaba ya el ancla.
—¡Eh, los del barco! —voceaba
Villapando cuando Diego hizo adrede un
brusco movimiento que volcó la piragua.
—Mal habéis hecho —le dijo luego
de nadar una braza— al ayudar a
escapar a un malhechor como el Miás, a
quien las estrellas señalan como el
destructor de la ciudad. Causante, Don
Alonso, de vuestra muerte y de la mía.
No diré una palabra de lo sucedido;
pero en lo sucesivo aspiro a que
vosotros, y en particular el Cautivo, se
dejen de hostigarme y hacer mofa de mi
vida.
—¡Prometido! —afirmó Don
Alonso, mientras tomaba el carato de
parcha que les obsequiaba Tomasillo, el
negro medicinal, a quien el Cautivo le
amputó la mano en uno de sus arrebatos.
Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.
Diego despertó al amanecer. Rosalía
sentada en su cama le acariciaba la
cabeza.
—¿Por qué llorabas?
—Soñaba con mi padre…
—¿Y qué te dijo?
—¡Perdóname, hijo mío!
—Nunca me olvidaré de la
arrechera macha que cogió tu abuelo —
dice don Feliciano a Juan Manuel—
cuando se enteró del contenido de
aquella historia. «¡Farsante, falaz,
truhán!», clamaba en medio del patio.
Todos nos sorprendimos pues era de lo
más tranquilo, ponderado y justo. Con
decirles que llegó a decir que Oviedo y
Baños no era más que un lambeculo.
Un tumulto para frente a la Casa del
Pez que Escupe el Agua. Don Feliciano
seguido de Juan Manuel y de Juan
Vicente Bolívar se asoman al zaguán:
—¡Viva Juan Francisco de León y
abajo la Compañía Guipuzcoana! —
grita uno de los Tovar agitando una
bandera.
Don Feliciano comenta despectivo:
—Yo no sé para qué armarán tanto
bochinche. En lo que le echen cuatro
tiros a Juan Francisco para la cola. Yo
lo conozco más que medio liso. ¿Y a
todas éstas —preguntó intempestivo—
dónde anda metido tu padre?
—A mediodía mandó a decir que
llegaría. Estaba en Ocumare. Ya no tarda
en llegar.
Turbas de muchachos pasan dando
mueras a los vascos. Un piquete de la
guardia principal corre tras ellos. Don
Feliciano gruñe. Juan Vicente y Juan
Manuel aplauden a los que protestan.
¡Diecisiete de rechupete!
¡Dieciocho por el topocho!
El Presidente de la Audiencia,
sentado entre el Oficial Mayor del Santo
Oficio, y Ruy Díaz de Fuenmayor, dicta
sentencia:
—Desde hace más de dos años
sabíamos de vos y de vuestra inocencia
en los crímenes que se os imputan. Así
como también de vuestra heroicidad en
la defensa de Venezuela contra los
piratas. Habéis cometido, sin embargo,
un delito: negaros a comparecer ante la
Santa Inquisición cuando ella os
reclamaba. Por eso impusimos como
penitencia el que acompañarais a Don
Ruy de Fuenmayor en su expedición a La
Tortuga. De salir con vida, como Dios lo
ha querido, os devolvemos la libertad.
¡Es juicio de Dios!
Rodrigo tembló al escuchar por
segunda vez la sentencia.
E1 anhelo postergado borró el
efecto:
—¿Puedo, entonces, regresar a
España? —pregunto, sin creerlo.
—Cuando os plazca, mi querido
amigo —respondió Fuenmayor por
todos—. Y si no os disgusta mi
compañía, podéis hacer el viaje
conmigo en la Gran Flota que pronto
arribará. Su Majestad Felipe IV recaba
mi persona ante su augusta presencia.
Rodrigo Blanco y su nuevo amigo el
General de Galeras embarcaron hacia
España. Luego de treinta días avistaron
las costas de Cádiz.
Bailotearon sus ojos. ¡Ay, Madre,
cuánto la quiero! Mírame ese castillo.
Mira la moza que pasa con sus
requiebros. Verdeguea el olivar. Vinos
generosos. Jarana y jazmín. Lloran las
guitarras. Me besa el aire. ¡Ay, Madre,
ya soy feliz!
—Te veré mañana con mis padres —
dijo al pisar Madrid—. Juntos habremos
de almorzar.
Primavera del oso. Frío de Gredos.
Mata a un hombre. No apaga un candil.
Dadme un churro, buen hombre. Adiós
guapa, ¿de quién son las esmeraldas?
Sonoro caracolea mi corcel. ¡Allá está
mi casa! ¡Allá está mi padre! Madre, no
te desvanezcas con la sorpresa. Abierto
el portal. Pancrasio, el viejo
mayordomo, morirse ha. Venid a ver el
milagro. El señorito Rodrigo retorna.
Avisad al Conde. Decídselo de a poco a
la condesa.
A caballo cruza el portón.
—¡Alto!, ¿quién sois? —ordena y
pregunta un hombre armado.
—Soy el señor de la Torre Pando.
—Guardaos, loco, de tentar mi ira.
—Que soy Rodrigo Blanco, el hijo
del señor de Torre Pando. Llamadme a
Pancrasio y dejadme pasar.
Dos mozos aprehenden el caballo
por las riendas. El primero lo apunta
con su mosquete. Se asoma el
mayordomo.
—Pancrasio, viejo querido.
El hombre apenas lo mira.
—¡Dejadme pasar, bellacos!
De un sacudón derriba a los dos
hombres. Sonó un disparo.
—¡Aprehendedlo! —grita el portero.
Una docena de sirvientes cayeron
sobre él. A golpes de porras derribaron
el caballo.
Pregunta una voz:
—¿Qué diablos pasa? —Es
Guillermo, su hermano.
—¡Guillermo! —llamó.
—¿Qué dice?
—Que es vuestro hermano.
—¡Echadlo a la calle y si se resiste
dadle una azotaina!
Entre dos luces se encontró en la
calzada.
Vuestro padre —le informó el
párroco— murió al mes de haberos
partido. A menos de un año se dio por
cierta vuestra muerte en un naufragio.
Vuestra madre murió de pena.
Teniéndoos además de penado por el
Santo Oficio, Su Majestad, que empero
no reír dice chuscadas, dictó sentencia:
«A falta del mal Rodrigo, el buen
Guillermo será señor de Torre Pando».
Con excepción del cura, nadie más
dio fe de su identidad.
A la semana, un capitán, seguido de
cuatro corchetes, lo puso a elegir entre
el resplandeciente sol del Caribe o los
calabozos del Palacio Real.
—Triste destino del que a la vida
llega marcado —dice a la Sierra desde
el puente del navío. Los huérfanos de la
fortuna lo son de hermanos. Volver he y
tomaré venganza. Dinero falta para
armar la mano del asesino, asordinar la
conciencia del juez y hallar amigos…
—¡Amigo mío! —estalla a su lado
una voz.
Es Ruy de Fuenmayor, el General de
Galeras.
—¡Ruy!, ¿qué haces aquí?
—Más respeto y cortesanía
cagaleches —le dice con ojos y boca de
alegría—. Soy el nuevo Capitán General
de Venezuela.[86]
El 28 de octubre llegaron a Caracas.
En el muelle de La Guayra esperaban al
nuevo Gobernador las autoridades y el
vecindario muy principal. Expresiones
de sorpresa apenas teñidas de júbilo,
abrazos tensos o un decidor ¿guá?,
salpicaron a Rodrigo al verlo. Nunca
sospechó tanto frío por parte de sus
festinantes amigos. Un aire de repulsa,
sin concretarse en tormenta, le dio en la
cara.
—¡Rodrigo! —clamó una voz—.
¿De dónde saliste?
Era su amigo Juan de Ascanio, el
vinatero, quien a punta de gritos y
abrazos sacudíale el letargo de la triste
bienvenida.
—Ya te hacia hecho cenizas. Las
noticias que llegaron fueron terribles. Se
te decía preso, torturado y hecho
chicharrón en la Plaza Mayor de
Madrid.
Sin despedirse de Ruy, Rodrigo,
acompañado por Juan de Ascanio, tomó
el camino de la montaña.
Hace diez años vine también de
Madrid. Vivía Francisco Herrera, mi
buen amigo del alma. Hablaba cual un
perdido. Era fría la mañana. ¡Ay, Madre,
cómo me duele España!
—Te han echado lengua que da gusto
—le señala Juan de Ascanio—. Apenas
te diste la espalda te hicieron trizas. Si
antes la razón te dieron, de pronto te la
quitaron. De brujo, ladrón y asesino te
calificaron.
Se tornaron sucios sus ojos
vencidos:
—¿Y mi hacienda? ¿Cómo se han
portado Gualterio y Paquito de la
Madriz?
—¡Ay, hermano mío! No quiero
acicatear más tu ira y tu decepción; pero
si tal ha sido la conducta de los vecinos
muy principales, ¿qué puedes pedirle a
un negro hijo de puta como Gualterio, o
al borracho de su yerno? La última vez
que estuve por allá, hará cuestión de dos
meses, La Vega no era ni sombra de
aquella hermosa finca que dejaste. El
monte se ha metido hasta el fogón.
Buena parte de los sembradíos de caña
se perdieron en un incendio y no fueron
resembrados. Gualterio y Paquito
prefirieron repartilo entre veinte
conuqueros. Aquello es un rastrojo
espantable lleno de ranchos, cerdos y
maizales. Tus hermosos muebles están
perdidos. Las puertas rotas, las
alfombras raídas y me imagino que tus
bodegas vacías, ya que no había semana
desde que te marchaste, que Gualterio
no pusiese la gran fiesta con asistencia,
como ya te imaginarás, del más bajo
perraje y gente de su condición.
Previendo la confiscación de tus
propiedades, como se venía
rumoreando, y en base a que tú antes de
irte los hiciste tus herederos, la casi
totalidad de los muebles que valían la
pena los trasladaron a sus casas.
Se volvieron claros sus ojos azules y
miró con fulgor el camino.
—¿Y Ñaragato?
—Para que tú veas como son las
cosas: ha sido el único que te ha sido
consecuente. Desde que Gualterio y
Paquito comenzaron con el relajo se les
plantó de frente y amenazó con matarlos
cuando llegaron los conuqueros. Yo no
sé cómo hicieron, pero, validos de
influencia, lograron una orden del
alcalde para que anulase tu decisión de
que compartiese con ellos la
administración, obligándosele a
desalojar la finca.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—Vive en una mancebía, traspuesto
el Caroata, donde hace el triple papel de
chulo, matón y rufián.
—Quiero verlo apenas lleguemos a
Caracas. Llévame allá.
A mediodía en punto cruzaron el
zaguán del burdel. Ñaragato al sentirlos
entrar gritó áspero desde el catre donde
descansaba.
—Pa’ fuera, a esta hora no hay
servicio, las niñitas están dur… ¡Amo!
—clamó con arrebatado acento al
reconocer a Rodrigo—. ¡Amo! —volvió
a decir arrasado en lágrimas—. ¡Amo
mío! Déjame tocarte, déjame verte, no
quiero creer que sueño.
—Vine a buscarte —dijo Rodrigo
ocultando su afecto.
—¡Ñaragato! —dijo una vieja gorda
que irrumpió en el patio—. ¿No te he
dicho que antes de las cinco de la tarde
no se reciben clientes?
—Váyase usted a la mierda, cabrona
del carajo. Me voy ahora mismo. Ha
llegado mi jefe.
Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.
Y Su Cristianísima Majestad —
decía una letra de mujer— quedó tan a
gusto con el chocolate que tuvisteis a
bien mandarme, que ordenó de
inmediato a Racine, uno de los mejores
poetas de la Corte, que lo celebrase en
versos…
Y Su Católica Majestad—decía una
cursiva masculina— os ordena por mi
intermedio, que le enviéis quinientas
fanegas del cacao de Chuao, con objeto
de hacerlo llegar como presente al Rey
de Francia…
privilegio de monopolizar la
importación mexicana de cacao. Tanto el
Virrey como los comerciantes hicieron
caso omiso de la real prohibición y
continuaron en su ruinoso tráfico con
Guayaquil.
En 1678 la situación financiera era
para nosotros tan irregular que, por
orden del Cabildo, varios principales
viajamos a España para presentar
nuestras quejas al Rey.
Balanceándose en el palanquín
revisa los precios del cacao en los
últimos seis años. La exportación a
México, Canarias y España se mantiene
oficialmente en 13 000 fanegas. Los
fiscales de la Real Hacienda estiman,
con sólidas razones, en cinco veces más
la verdadera producción, que venden a
los holandeses.
Cerca de la Venta, la neblina se hizo
espesa y una corriente fría lo sacudió.
Corrió las cortinillas en el momento en
que una hermosa mujer que avanzaba en
sentido contrario arriba de una mula de
alquilar, miró con admiración hacia el
palanquín dorado.
Luis Manuel.
No ha recibido la carta de
rompimiento. ¡Qué varilla!
—¿Cuándo saliste tú de Cumaná?
—Hará dos semanas.
—Juana la Poncha, hazte cargo de
esta negra buena mientras pienso qué
hacer con ella.
Sube el palanquín. Arriba y arriba,
Don Juan Manuel de Blanco y Palacios
se bambolea.
—Algo muy enojoso debo deciros,
Don Juan Manuel —le observa apacible
el Gobernador luego de un prolongado
escarceo sobre teatro y cacao. El
mantuano, preso de un presentimiento, lo
ve muy hondo a los ojos.
—Se trata de vuestro título de Conde
de la Ensenada. Acabo de recibir una
correspondencia del Rey de Armas de
Su Majestad…
—¿Y qué hay con eso? —preguntó
ansioso.
—Existen dificultades para
concederos el título…
¡Carmen y Salucita! Ya me lo
sospechaba…
—Me imagino cuáles son los
reparos —respondió dueño de si mismo
—. Fui sorprendido en mi buena fe, pero
hará cuestión de quince días puse fin a
tan enojoso asunto.
Don Manolo lo miró entre confuso y
sonriente:
—Perdonad, Don Juan Manuel; pero
me temo que andáis por los caminos de
Ubeda. El Rey de Armas —dijo
tragando grueso— objeta vuestra
limpieza de sangre.
—¡Mi limpieza de sangre! —rugió
tornando cárdeno el rostro—. ¿Pero es
que ese mequetrefe ha perdido el seso?
No hay sangre más pura en todo el
imperio que la mía.
—No lo pongo en duda, mi querido
amigo —añadió Don Manolo
apaciguador—, pero bien sabéis que al
mejor cazador… y que hay genealogías
que por cada fruta tienen su puta…
—¡Excelencia! —protestó rugiente.
—El caso es que al parecer hay en
vuestro árbol de ancestro algunas ramas
torcidas…
—¡Falso! —exclamó fuera de si con
las pupilas sangrantes.
—Aquí se dice que vuestra abuela
Bienvenida era hija de esclava.
—¡Abominación de Satanás!
¡Calumnia impía!
—Y que no hubo una Manrique de
Lara sino una india llamada Acarantair.
Don Juan Manuel se sintió
desvanecer. Don Manolo González hubo
de hacerle beber a toda prisa un vaso de
aguardiente, tal era el color marmóreo
de su tez y sus labios exangües.
—Pero tranquilizaos, ni noble amigo
—añadió el Gobernador apenas se
sobrepuso—. No todo es malo. Todavía
hay posibilidades de que seáis Conde de
la Ensenada. Me dice el Rey de Armas
que por especial disposición de su
Majestad Carlos III de acatar ciertos
requisitos se os pase por alto las
indeseables que como caimanas acechan
vuestra estirpe.
—¿Y cuáles son esos requisitos?
—Que enviéis otros cien mil reales.
Una oleada de rubor tiñó la lividez
anterior:
—¡Al diablo el Rey! ¡Al diablo vos!
¡Al diablo España!
—Pero Don Juan Manuel —
balbuceó el Gobernador corriendo tras
él—. Esperad, amigo mío. No os
enfadéis.
—Ya es muy tarde. En un instante me
habéis hecho comprender lo que no
logré en cincuenta años.
Y dirigiéndose a Miguelito, el
caporal le ordenó con voz recia:
—A la casa de Don Juan Vicente
Bolívar y Ponte.
144.¡Abajo el Rey! ¡Abajo
España!