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Los recuerdos van en tren / Ricardo Garibay

Apenas habrá hombre sin trenes cruzando la noche de su infancia. ¡Aquel silbido por
lomas, colinas, y barrancas aledañas a la “ciudad en una nuez”! Quien tuvo fortuna de nacer
con tiempo para vivir el México de los treintas, de los cuarentas, sabe de qué estoy
hablando. Era un casco de ciudad aquel México. La Villa de Guadalupe, San Ángel,
Portales, Tacubaya, eran los extremos puntos cardinales, y entre ellos había extensas
porciones despobladas. Y en tardes con lluvias, y de madrugada, pasaban los trenes,
siempre lejos. ¿Hacia dónde? ¿Quién irá viajando a estas horas en el abierto vendaval o “en
la noche y la bruma”? Ellos creaban las distancias, el misterio de los destinos, la íntima
sensación de los insomnes de ser poquita cosa, brizna de aldehuela solitaria en medio de
bosques y de campos sin fin. En mi casa —San Pedro de los Pinos— dormían las gentes.
Eran las tres de la mañana. Yo seguía a la mesa del comedor, con los libros de derecho
desparramados delante. Era diciembre, tiempo de exámenes. Era 1940. Una como euforia
sosegada, que alimentaba el cansancio, la soledad, el esfuerzo intelectual, me hacía devorar
las páginas, apartarlas de pronto y arrojarme a los renglones de un poema que salía
tropezando entre Contratos, Obligaciones, Procedimientos, orígenes de cosas en el Imperio
romano. El poema era de amor, inevitablemente. Y pasaba el tren por las Lomas de
Becerra. Su interminable grito era de melancolía, desenterraba leyendas que mi padre nos
contaba de la Revolución, desenterraba juventudes de generaciones viejas y heroicas,
desenterraba calideces de la infancia primera, y al mismo tiempo anunciaba que alguien se
estaba yendo en plena noche, y esto era la bruma del futuro, el mío, mi vida que aún no
comenzaba, mi hambre, la orfandad de mis veinte años.
Y meciéndome en aquella u que no acababa nunca —aquella uuú donde aparecían los
rostros amados, los miedos, los anhelos de mundo, mi poema tentaleante— caía sobre mis
manos sollozando, gritando adentro: no quiero estar aquí, no quiero estudiar derecho, voy
en el tren, sí, yo voy en el tren, me esperan, me esperan, me colmarán de dicha no sé dónde.
Pasaba. Se apretaba el silencio. Yo volvía a los libros.
Eso era mucho después de que los trenes fueran imagen del infierno. Íbamos a un
lado de la estación allá en las lomas que dije. Había zanjas junto a los rieles. Allí nos
metíamos temblando de miedo y de gozo, en espera de la máquina y su gusano de vagones.
Venía. Nuestros ojos a ras de tierra. Y la tierra trepidaba. Llegaba el monstruoso tropel de
leones negros y amarillos. Como rayo de un millón de toneladas acababa de pasar
inundándonos de chispas, y ahora ensordecedoramente pasaba un vagón y otro vagón y otro
vagón y otro y otro y tantísimos más, ruedas de hierro rodando juntas sin un milímetro
siquiera que las separara, formando una flecha de helada luz, hasta que por vin veíamos
alejándose, balanceándose la tranquila cola y en su plataforma al hombre de traje azul y
cachucha y la farola de las señales en su mano derecha. No había durado más de un
segundo la locomotora, pero su furor de cien fuelles, su negror, su peso colosal, su fuego y
sus aullidos quedaban en el alma, brujo altorrelieve en perpetuo e inmóvil movimiento. Y
una tarde la locomotora llegó lenta, y jadeante en su chirriar de frenos y topetazos de
vagones. Se detuvo justo al lado de las zanjas. No dejó de gruñir, de bufar, de aullar, de
llamarear.Yo temblaba esperando el estallido de algo enorme. El Chilorio me sopló en la
oreja:
—Mira Ricardo: el infierno. Tiéntalo y te quemas.
Salí corriendo de la zanja. El Chilorio era grande y fuerte, tenía catorce años y ya
trabajaba en los hornos de la Eureka. Mientras corría muriéndome oía sus carcajadas. Y
pasaban los meses y yo seguía, viernes a viernes, confesándome con el padre Crisanto.
—Padre Crisanto, fui a ver el tren y todas las noches sueño al Chilorio que está ahí en las
llamaradas. Yo no quiero que el Chilorio esté en el infierno, padre Crisanto.
Y esto fue mucho después del primer tren de mi existencia. Como canto de sirena es el
silbido y yo soy tan pequeño como un guisante. Un dulce alfiler de aire de hielo se clava en
mi mejilla. Voy en el regazo de algo inmenso y rubio. Rubia mañana. Fugaces milpas.
Milpas de puntas brillantes. Tierra fría. Un sol de cristal haciéndose añicos en las torrente-
ras. Traca ta tras el tren traca ta tras. En Lechería sube el hombre de los panes: es un globo
sin límites, de azul y blanco, sombrero de paja; se eleva sobre sí, se balancea, desciende y
se eleva, se balancea y desciende. Así recorre el vagón. Su gigantesca boca abierta. No sé
que dice. No lo oigo. No lo oigo. El tren traca ta tras el tren. Algo cálido, inmensamente
dorado, pone un pan en mis manos.

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