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El latín y su metodología hace un siglo

Solemos pensar y creer que vivimos en unos tiempos malos y duros


para la enseñanza en general (sea la Secundaria o la Universitaria y,
últimamente, incluso la Básica); y, en el caso de nuestra titulación, solemos
pensar y creer que los tiempos son malos para la enseñanza de las Lenguas
Clásicas, insuficiente en opinión de mucha gente, incluidos en primer lugar
los propios especialistas.
No voy a insistir más en estas cuestiones, y menos en unos
momentos en los que está surgiendo cierto malestar entre los latinistas y los
helenistas a propósito de la conveniencia o inconveniencia de unir el latín y
el griego en la Enseñanza Secundaria. Y, repito, no voy a insistir más
porque tales opiniones negativas sobre la situación de las Lenguas Clásicas
suelen ser cíclicas. Así se observó ya en 1970 con la Ley General de
Educación, y también a principios del siglo XX. Aquí me voy a referir in
extenso a la situación del latín de la segunda década del siglo XX.
De esa década, exactamente de 1916, es una obra que hace unos
cuarenta años cayó en mis manos gracias a la Dra. Trinidad Guzmán, Profª
Titular de Filología Inglesa de la ULe, quien amablemente me la regaló. El
citado libro se titula Crestomatía Histórica de la Lengua Latina y su autor
es Marcelino Fernández y Fernández, catedrático numerario de latín “en el
Instituto de Oviedo”.
En el PRÓLOGO, el autor empieza diciendo: “Es costumbre general
y vieja en los Institutos y Seminarios adoptar, para el estudio práctico del
Latín, un tomito de traducción, en el cual, después de unos trocitos de
Historia Sagrada según el texto de Lhomond, se colocan obras de la
Historia de Roma escrita por Eutropio, unas cartas de Cicerón, algunas
biografías por Nepote y, en algunos, algo de Salustio, de Tito Livio y De
Tácito…”. Y añade Marcelino Fernández y Fernández: “Este sistema se
hizo tan rutinario, que los citados tomitos no difieren unos de otros
substancialmente”.
A continuación el autor expone que la práctica de muchos años de
enseñanza le hizo ver las dificultades de tal sistema, lo que le llevó al
ensayo de otro completamente distinto, con el cual confiesa que él ha

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obtenido excelentes resultados. Consecuencia: Marcelino Fernández
decidió publicar el libro que aquí comentamos, “en el cual el niño no
experimenta ese cambio brusco al pasar del castellano al latín y tropezar en
éste con el hipérbaton y la elipsis, que son como los dos polos sobre los que
gira la lengua latina, y que, existiendo en menor grado en el castellano,
apenan si se notan por el alumno”.
Por todo ello, el autor dice que su método comienza por el latín
romanceado, “por ese latín deformado que originó el castellano y con el
cual guarda tal analogía que los niños lo traducen sin dificultad,
aprendiendo de paso, y casi sin apercibirse, el fundamento y contenido de
su lengua nativa” (sic). Y a continuación aclara que él sigue un orden
cronológico inverso: arranca del s. XIII, retrocede hasta llegar al latín de
los Santos Padres (“un poco corrompido”, dice el autor) y finalmente llega
a los autores del siglo de oro de la Literatura Latina. De este modo, añade,
el alumno entiende el latín clásico con menos dificultades por su mejor
preparación.
Siguen las típicas quejas y desideratas de cualesquiera obras de este
tipo, quejas características en los latinistas de todas las épocas, excepto de
los que hablan de la situación del latín en el bachiller de siete años.
Recogemos a continuación las quejas de Marcelino Fernández: “Y es
lástima, ciertamente, que el Estado no introduzca cuatro cursos de esta
asignatura, en cuyo caso, dedicando los dos primeros a la interpretación del
Latín Popular y del Bajo Latín, entrarían los alumnos con base segura y pie
firme en el estudio de los clásicos latinos, que dominarían en los dos cursos
siguientes. Pero mientras esto no suceda, que no dudamos que habrá de
suceder, contentémonos con que nuestros alumnos sepan interpretar
siquiera los documentos de la Edad Media, y se hallen en condiciones de
hacer lo propio con los del siglo de oro latino cuando puedan consagrarle
un poco más de tiempo y esfuerzos”.
Sigue una INTRODUCCIÓN de 16 páginas, en las que el autor,
Marcelino Fernández, hace diversas consideraciones distribuyéndolas en
los siguientes siete apartados: 1) Diversas clases de latín y formación de las
lenguas romances. 2) Épocas de la lengua y literatura latina. 3) Reducción
de estos períodos. 4) Escritores principales de cada época. 5) El latín y su
origen. 6) Advertencias para la lectura. 7) El acento y la cantidad.
Se trata de una introducción pertinente e imprescindible en una obra
como la de Marcelino Fernández, aunque pensamos que algunos de los

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puntos no vienen mucho a cuento, como el 3) y el 6), o que son tan
extensos y complicados como el punto 7). Los puntos 2), 4) y 5) pueden
llevarse a cabo de distintas maneras, por lo que no voy a centrarme en
ellos. Por último, el contenido del punto 1) ha evolucionado mucho en el
último siglo, por lo que actualmente son inaceptables las opiniones
expuestas por Marcelino Fernández.
Pero ninguno de estos puntos va a ocupar los próximos minutos, sino
exclusivamente la selección textual hecha por Marcelino Fernández, que
empieza con textos del s. XIII y finaliza con textos de Cicerón, Virgilio y
Ovidio. Pasamos, pues, a dicha selección textual.
CRESTOMATÍA HISTÓRICA. PRIMERA PARTE.
SIGLOS XIII-XII.
Documento de Alfonso IX del año 1226, en el que el concejo de Avilés
(Abelies) se incluye como uno de los principales de sus dominios.
Desconozco este diploma, por lo que me centro en que los comentarios de
Marcelino Fernández son inadecuados con frecuencia.
Fueros de Llanes (1206), Avilés (1155) y Oviedo (1145), donde se
observan comentarios calamitosos o que no vienen a cuento. En el fuero de
Avilés hay comentarios que no reconocen como tales los leonesismos de
acuerdo con la terminología de Pidal y Staaff.
Concilio ovetense de 1115 en el reinado de doña Urraca. Comentarios
del autor muy poco más atinados.
Carta de arras de 1104, otorgada por Juan Braollez a su esposa María
Álvarez. Se halla en el cartulario de Eslonza, siendo la primera vez que el
autor recoge un documento no asturiano. Sus comentarios siguen siendo
igual de insulsos e incluso falsos, como: “gratie está por gratiae”, “creauit
está por creavit”, “sue está por suae”; y a veces son inadecuados en su
propio lenguaje, como “edificauit por edificavit (en vez de aedificavit). En
fin, en el futuro me abstendré de referirme a los comentarios (excepto en
casos excepcionales) y me limitaré a recoger la crestomatía.
SIGLOS XI-X.
Donación de una heredad el año 1081, también en el cartulario de
Eslonza. Es imprescindible hacer un comentario excepcional: Marcelino
Fernández hace una “interpretación latina” del documento (= latín clásico)
a la par que transcribe el “documento original” (vid. pp. 42-47). Con ello el
autor pone de manifiesto su torticero desconocimiento del latín medieval. Y

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lo peor es que ¡lo sigue haciendo en los restantes documentos recogidos en
los siglos XI-X!
Donación de Nuño Gutiérrez en 1035 al monasterio de Eslonza.
Donación de Vermudo el 976 al citado monasterio.
Donación de varias iglesias el año 912, hecha por el rey García I, al
monasterio de Eslonza. En este diploma Marcelino Fernández recoge el
texto de la “edición” de V. Vignau (1885), que casi al comienzo (lín. 2) dice
así: nos adelines famuli uestri Garsea princeps et Mumma domna regina.
Adelines es una palabra fantasma en lugar de adclines, lat. clásico acclines
“propenso, adicto, dependiente, deudor”; pero nuestro autor dice que no ha
encontrado esta palabra en ningún otro documento de la época, ni anterior
ni posterior (¡claro!), por lo que confiesa que, sin más, la suprime en la
interpretación. Para finalizar esta selección documental, es obligado decir
que la selección resulta bien pobre, pues sus textos sólo son asturianos o
del monasterio de Eslonza.
FINES DEL SIGLO IX.
A esta época pertenecen las Crónicas asturianas, publicadas en Oviedo
el año 1985 por Juan Gil, quien las ha vuelto a publicar este mismo año de
2018 en la ed. Brepols. Entre ellas está la Crónica de Alfonso III, de la que
hay la versión Rotense, en latín más popular, y la llamada ad Sebastianum,
en latín mucho más normativo. Pues bien, Marcelino Fernández recoge en
su crestomatía la “Crónica de Alfonso III”, exactamente los reinados que
van de Pelayo a Ordoño I; pero desgraciadamente los recoge en la versión
“ad Sebastianum”, no en la versión “Rotense”, que hubiera sido mucho más
apropiada para los fines de su crestomatía. De aquí deduzco que nuestro
autor originariamente debía de ser hispanista, no latinista, y mucho menos
latinista especializado en la época medieval.
CRESTOMATÍA HISTÓRICA. SEGUNDA PARTE.
Acabamos de comprobar que Marcelino Fernández patina mucho en la
primera parte de su Crestomatía histórica por la pobre selección de los
textos como por los comentarios textuales a los mismos. Pues bien, de la
segunda parte podemos decir que, hasta el siglo II, en general los textos son
conciliares y los comentarios casi exclusivamente religiosos. Por lo tanto,
me limitaré a citar los textos seleccionados por nuestro autor.
SIGLOS VIII-IV.
Segundo concilio de Nicea, año 787.
Tercer concilio de Constantinopla, año 680.

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Segundo concilio Varense, año 529.
Concilio de Éfeso, año 451.
Primer concilio de Toledo, año 397.
Carta de san Jerónimo (340-†420) a su amigo Eliodoro. En esta carta
nuestro autor introduce bastantes notas lingüísticas y de traducción.
Historia de Roma de Eutropio (2ª mitad del s. IV).
SIGLOS II-I.
Cartas de Plinio el Joven (62-†113).
Noches Áticas de Aulo Gelio (c. 130/160 - ? )
Fábulas de Fedro (liberto de Augusto).
SIGLO DE ORO.
Vida de Epaminondas y de Catón de C. Nepote (94-24 a.C.)
Epistulas ad Familiares de Cicerón.
Elegía de Ovidio.
Libro VII de la Eneida de Virgilio.

COMENTARIOS FINALES.
La metodología propuesta por Marcelino Fernández debía de ser
atractiva y novedosa a comienzos del siglo XX. Pero me da la impresión de
que, de entrada, contiene muchos defectos básicos además de los generales
de la época. En las primeras décadas del s. XX eran defectos generales de
la época: referirse al latín de los siglos IX-X como latín bárbaro (cf. García
Bellido refiriéndose a las inscripciones zamoranas), hablar del latín
romanceado como latín deformado, opinar del latín de los Santos Padres
como “un poco corrompido”, y otras lindezas similares. Pero nuestro autor
pone de manifiesto unos defectos básicos característicos de quienes no son
latinistas más que de soslayo, aplicándole al latín las “reglas” propias del
romance. Así lo pone de manifiesto su concepto de hipérbaton (él lo ve en
Petri domus, mientras que sabemos que lo hay en domus Petri), su
concepto de elipsis, su manía en pasar los documentos originales a latín
clásico mediante sus “interpretaciones latinas”, etc., etc. En resumen: el
método de Marcelino Fernández es sugerente y merece ser aplicado, pero
no para poner el latín “al servicio de otras materias”, sino para observar
mejor su evolución en la lengua hablada.
Esta metodología se ha seguido usando mucho tiempo después, y con
unos supuestos muchísimo más correctos. Estoy recordando ahora un
método muy similar creado y aplicado por Antonio Alberte González
mientras fue catedrático de Bachillerato en el Instituto de Tordesillas. Le oí
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personalmente hablar entusiasmado de dicho método en un viaje conjunto
que hicimos a Mérida cuando yo era Agregado de Instituto en el “Leopoldo
Cano” de Valladolid (curso 1977-78). Pero los supuestos de Antonio
Alberte no tenían trampa, sólo estaban pensados para enseñar el latín mejor
con la ayuda de la Lengua Española, no para beneficio exclusivo de la
Lengua Española, aunque también. Así sí.
En definitiva, el método de Marcelino Fernández es bueno, puede y
debe defenderse; pero sin aplicarle conceptos propios y característicos de
los siglos XVI y XVII.

Maurilio Pérez González


Profesor Emérito de la Univ. de León

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