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Decíale entre otras cosas Don Quijote, que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal

vez le podía suceder aventura que ganase en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le
dejase a él por gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza (que así
se llamaba el labrador) dejó su mujer e hijos, y asentó por escudero de su vecino.

Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito,
caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían.
Traían sus anteojos de camino y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche con cuatro o
cinco de a caballo que les acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche,
como después se supo, una señora vizcaína que ia a Sevilla(…)

- O yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos
bultos negros que allí parecen, deben ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan
hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.

-Peor será esto que los molinos de viento, -dijo Sancho-. Mire señor, que aquellos son frailes de
San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera: mire que digo que mire bien lo que
hace, no sea el diablo que le engañe.
-Ya te he dicho, Sancho, -respondió Don Quijote-, que sabes poco de achaques de aventuras: lo
que yo digo es verdad, y ahora lo verás.

-Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche
lleváis forzadas, si no, aparejáos a recibir presta muerte por justo castigo de vuestras malas
obras.

Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de Don Quijote, como
de sus razones; a las cuales respondieron:
-Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San
Benito, que vamos a nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas
forzadas princesas.
-Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla, -dijo Don
Quijote.

—¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca o con negra?
—Mejor será —respondió Sancho— que vuesa merced la señale con almagre, como rétulos de
cátedras, porque le echen bien de ver los que le vieren.
—De ese modo —replicó don Quijote—, buenas nuevas traes.
—Tan buenas —respondió Sancho—, que no tiene más que hacer vuesa merced sino picar a
Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del Toboso, que con otras dos doncellas
suyas viene a ver a vuesa merced.
—¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? —dijo don Quijote—. Mira no me engañes,
ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas.
—¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced —respondió Sancho—, y más estando tan cerca
de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y verá venir a la princesa nuestra ama vestida y
adornada, en fin, como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas
mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez
altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando
con el viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más
que ver.(…)

—Yo no veo, Sancho —dijo don Quijote—, sino a tres labradoras sobre tres borricos.
—¡Agora me libre Dios del diablo! —respondió Sancho—. ¿Y es posible que tres hacaneas, o
como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive
el Señor que me pele estas barbas si tal fuese verdad!
—Pues yo te digo, Sancho amigo —dijo don Quijote—, que es tan verdad que son borricos, o
borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos, a mí tales me parecen.
—Calle, señor —dijo Sancho—, no diga la tal palabra, sino despabile esos ojos y venga a hacer
reverencia a la señora de sus pensamientos, que ya llega cerca.
Y, diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas y, apeándose del rucio, tuvo del
cabestro al jumento de una de las tres labradoras y, hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
—Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea servida de recebir
en su gracia y buen talente al cautivo caballero vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo
turbado y sin pulsos, de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su
escudero, y él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado por otro nombre
el Caballero de la Triste Figura.

Yace aquí el hidalgo fuerte


que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco,
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.

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