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Pasmóse Sancho en viéndolas, y Don Quijote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del cabestro a su

asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos mirando atentamente lo que podía ser

aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores

parecían, a cuya vista Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le

erizaron a Don Quijote, el cual, animándose un poco, dijo: Esta sin duda, Sancho, debe de ser

grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo.

¡Desdichado de mí! respondió Sancho. Si acaso esta aventura fuese de fantasmas como me lo va

pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran? Por más fantasmas que sean, dijo Don Quijote,

no consentiré yo que te toquen en el pelo de la ropa, que si la otra vez se burlaron contigo, fue

porque no pude saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en campo raso, donde podré yo

como quisiera esgrimir mi espada. Y si le encantan y entomecen como la otra vez lo hicieron, dijo

Sancho, ¿qué aprovechará estar en campo abierto o no? Con todo eso, replicó Don Quijote, te ruego

Sancho, que tengas buen ánimo, que la experiencia te dará a entender el que yo tengo. Sí tendré, si a

Dios place, respondió Sancho, y apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar

atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ser, y de allí a muy poco

descubrieron muchos encamisados, cuya

temerosa visión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con

diente como quien tiene frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear cuando distintamente

vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas

encendidas en las manos, detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían

otros seis de a caballo enlutados hasta los piés de las mulas, que bien vieron que no eran caballos en

el sosiego con que caminaban; iban los encamisados murmurando entre sí con una voz baja y

compasiva.

Esta extraña visión a tales horas y en despoblado bien bastaba para poner miedo en el corazón de

Sancho, y aún en el de su amo, y así fuera en cuanto a Don Quijote, que ya Sancho había dado al

través con todo su esfuerzo: lo contrario le avino a su amo, al cual en aquel punto se le representó en

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su imaginación al vivo que aquella era una de las aventuras de sus libros; figurósele que la litera

eran andas donde debían de ir algún mal ferido o muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba

reservada, y sin hacer otro discurso enristró su lanzón, púsose bien en la silla, y con el gentil brío y

continente se puso en la mitad del camino por donde los encaminados forzosamente habían de

pasar, y cuando los vio cerca, alzó la voz y dijo: Deteneos, caballeros, quien quiera que seais, y

dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, a dónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis,

que, según las muestras, o vosotros habeis fecho, o vos han fecho algún desaguisado, y conviene y es

menester que yo lo sepa, o bien para castigaros del mal que ficisteis, o bien para vengaros del tuerto

que vos ficieron. Vamos de priesa, respondió uno de los encamisados, y está la venta lejos y no nos

podemos detener a dar tanta cuenta como pedís. Y picando la mula pasó adelante. Sintióse desta

respuesta grandemente Don Quijote, y trabando a la mula del freno dijo: Deteneos y sed más bien

criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla.

Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se espantó de manera que alzándose en sus pies dió

con su dueño por las ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamisado, comenzó

a denostar a Don Quijote, el cual, ya encolerizado sin esperar más, enristrando su lanzón arremetió

a uno de los enlutados, y mal ferido dio con él en tierra, y revolviéndose por los demás, era cosa de

ver con la presteza que los acometía y desbarataba, que no parecía sino que en aquel instante le

habían nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero y orgulloso. Todos los encamisados eran

gente medrosa y sin armas, y así con facilidad en un momento dejaron la refriega, y comenzaron a

correr por aquel campo con las hachas encendidas, que no parecían sino a los de las mascaras, que

en noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados, asimismo revueltos y envueltos en sus

faldamentas y lobas, no se podían mover; así que muy a su salvo Don Quijote los apaleó a todos, y

les hizo dejar su sitio mal de su grado, porque todos pensaron que aquel no era hombre, sino diablo

del infierno, que les salía a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.

Todo lo miraba Sancho admirado del ardimiento de su señor, y decía entre sí: Sin duda este mi amo

es tan valiente y esforzado como él dice. Estaba un hacha ardiendo en el suelo junto al primero que

derribó la mula, a cuya luz le pudo ver Don Quijote, y llegándose a él le puso la punta del lanzón en

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el rostro, diciéndole que se rindiese, si no que le mataría: a lo cual respondió el caído: Harto rendido

estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna quebrada; suplico a vuestra merced, si es

caballero cristiano, que no me mate, que cometerá un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las

primeras órdenes. ¿Pues quién diablos os ha traído aquí, dijo Don Quijote, siendo hombre de

iglesia? ¿Quién, señor? replicó él caído. Mi desventura. Pues otra mayor os amenaza, dijo Don

Quijote, si no me satisfaceis a todo cuanto primero os pregunte. Con facilidad será vuestra merced

satisfecho, respondió el licenciado; y así sabrá vuestra merced, que denantes dije que yo era

licenciado, no soy sino bachiller, y llámome Alonso López; soy natural de Alcovendas, vengo de la

ciudad de Baeza con otros once sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas, vamos a la

ciudad de Segovia, acompañando un cuerpo muerto que va en aquella litera, que es de un caballero

que murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora como digo, llevábamos sus huesos a su

sepultura, que está en Segovia, de donde era natural.

¿Y quién le mató? preguntó Don Quijote. Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le

dieron, respondió el bachiller. Desa suerte, dijo Don Quijote, quitado me ha nuestro Señor del

trabajo que había de tomar en vengar su muerte, si otro alguno le hubiera muerto: pero habiéndole

muerto quien le mató, no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mismo hiciera si a mí

mismo me matara; y quiero que sepa vuestra reverencia, que soy un caballero de la Mancha,

llamado Don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderazano tuertos y desfaciendo

agravios. No sé cómo puede ser eso de enderezar tuertos, dijo el bachiller; pues a mí de derecho me

habeis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días

de mi vida, y el agravio que en mí habeis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me

quedaré agraviado para siempre, y harta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando

aventuras. No todas las cosas, respondió Don Quijote, suceden de un mismo modo: el daño estuvo,

señor bachiller Alonso López, en venir como veníades de noche, vestidos con aquellas sobrepellices,

con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente semejábades cosa mala y

del otro mundo, y así yo no puedo dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os

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acomeitera aunque verdaderamente supiera que erades los mismos Satanases del infierno, que para

tales os juzgué y tuve siempre. Ya que así lo ha querido mi suerte, dijo el bachiller, suplicó a vuestra

merced, señor caballero andante, que tan mala andanza me ha dado, me ayude a salir de debajo

desta mula, que me tiene tomada una pierna entre el estribo y la silla. Hablara yo para mañana, dijo

Don Quijote; ¿y hasta cuándo aguardábades a decirme vuestro afán? Dió luego voces a Sancho

Panza que viniese; pero él no se curó de venir, porque andaba ocupado desvalijando una acémila de

repuesto que traían aquellos buenos señores bien bastecida de cosa de comer.

Hizo Sancho costal de su gabán y recogiendo además todo lo que pudo y cupo en el talego de la

acémila, cargo su jumento, y luego acudió a las voces de su amo y ayudó a sacar al señor bachiller de

la opresión de la mula, y poniéndole encima della, le dio el hacha, y Don Quijote le dijo que siguiese

la derrota de sus compañeros, a quien de su parte pidiese perdón de el agravio, que no había sido en

su mano dejar de haberles hecho. Dijóle también Sancho: Si acaso quisieren saber esos señores

quién ha sido el valeroso que tales los puso, dígales vuestra merced que es el famoso Don Quijote de

la Mancha, que por otro nombre se llama el "Caballero de la Triste Figura". Con esto se fue el

bachiller, y Don Quijote preguntó a Sancho, que qué le había movido a llamarle el "Caballero de la

Triste Figura", más entonces que nunca. Yo se lo diré, respondió Sancho, porque le estado mirando

un rato a luz de aquella hacha que llevaba aquel mal andante, y verdaderamente tiene vuestra

merced la más mala figura de poco acá que jamás he visto; y débelo de haber causado o ya el

cansancio deste combate, o ya la falta de muelas o dientes.

No es eso, respondió Don Quijote, sino el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de

mis hazañas, le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban

los caballeros pasados: cuál se llamaba "el de la Ardiente Espada", cuál "el del Unicornio", aquel "el

de las Doncellas", aqueste "el del ave Fénix", el otro "el Caballero del Grifo", estotro "el de la

Muerte", y por estos nombres e insignias eran conocidos por la toda la redondez de la tierra; y así

digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamase el

"Caballero de la Triste Figura", como pienso llamarme

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desde hoy en adelante, y para que mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando

haya lugar, en mi escudo una muy triste figura. No hay para qué, señor, querer gastar tiempo y

dineros en hacer esta figura, dijo Sancho, sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced descubra

la suya, y dé rostro a los que le miraren, que sin más ni más, y sin otra imagen ni escudo, le llamarán

"el de la Triste Figura", y créame que le digo la verdad, porque le prometo a vuestra merced, señor (y

esto sea dicho en burlas), que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas, que, como ya

tengo dicho, se podrá muy bien excusar la triste pintura. Rióse Don Quijote del donaire de Sancho;

pero con todo propuso de llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo o rodela como

había imaginado.

Olvidábaseme de decir, dijo al marcharse el bachiller a Don Quijote, que advierta a vuestra merced

que queda descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada, justa ilud: sit

quis suadente diabolo, etc. No entiendo este latín, respondió Don Quijote: mas yo sé bien que no

puse las manos, sino este lanzón; cuanto más, que yo no pensé que ofendía a sacerdotes, ni a cosas

de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y

vestiglos del otro mundo; y cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo que le pasó al CId Rui Diaz

cuando quebró la silla del embajador de aquel rey delante de su santidad el Papa, por lo cual le

descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar como muy honrado y valiente caballero.

En oyendo ésto el bachiller se fue, como queda dicho, sin replicarle palabra. Quisiera Don Quijote

mirar si el cuerpo que venía en la litera eran huesos o no; pero no lo consintió Sancho, diciendole:

Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más a su salvo de todas las que yo he

visto; esta gente, aunque vencida y desbaratada, podría ser que cayese en la cuenta de que los venció

sólo una persona, y corridos y avergonzados desto volviesen a rehacerse y aa buscarnos, y nos diesen

muy bien en que entender. El jumento está como viene, la montaña cerca, la hambre carga, no hay

que hacer sino retirarnos con gentil compás de piés, y como dicen, váyase el muerto a la sepultura y

el vivo a la hogaza. Y antecogiendo a su asno, rogó a su señor que le siguiese, el cual, pareciéndole

que Sancho tenía razón, sin volverle a replicar le siguió. Y a poco trecho que caminaban por entre

dos montañuelas, se hallaron en un espacioso y escondido valle, donde se apearon, y Sancho alivió

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