Está en la página 1de 6

William Shakespeare (Inglaterra)

HAMLET
Monólogo de Hamlet

Acto Tercero Escena Primera

El monólogo más famoso de la historia del teatro.

Hamlet
¡Ser o no ser, he aquí el problema! ¿Qué es más levantado para el espíritu:
sufrir los golpes y dardos de la insultante Fortuna, o tomar las armas contra
un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas?
¡Morir…, dormir, no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar
del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de
la carne! ¡He aquí un término devotamente apetecible! ¡Morir…, dormir!
¡Dormir!.. ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! ¡Porque es forzoso que
nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de
la muerte, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida! ¡He aquí
la reflexión que da existencia tan larga al infortunio! Porque ¿quién
aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo, la injuria del opresor, la
afrenta del soberbio, las congojas del amor desairado, las tardanzas de la
justicia, las insolencias del poder y las vejaciones que el paciente mérito
recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo
con un simple estilete? ¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y
sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un algo,
después de la muerte, esa ignorada región cuyos confines no vuelve a
traspasar viajero alguno, temor que confunde nuestra voluntad y nos
impulsa soportar aquellos males que nos afligen, antes que lanzarnos a
otros que desconocemos? Así la conciencia hace de todos nosotros unos
cobardes: y así los primitivos matices de la resolución desmayan bajo los
pálidos toques del pensamiento, y las empresas de mayores alientos e
importancia, por esa consideración, tuercen su curso y dejan de tener
nombre de acción… Pero ¡silencio!… ¡La hermosa Ofelia! Ninfa, en tus
plegarias acuérdate de mis pecados.
CERVANTES
Don Quijote de la Mancha
1era. Parte Capítulo VIII

Capítulo octavo del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y
jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice
recordación

En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y
así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:

–La aventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque
ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubrieron treinta, o poco más desaforados
gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos
despojos comenzaremos a enriquecer, que ésta es buena guerra, y es gran servicio de
Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.

–¿Qué gigantes? –dijo Sancho Panza.

–Aquellos que allí ves –respondió su amo– de los brazos largos, que los suelen tener
algunos de casi dos leguas.

–Mire vuestra merced –respondió Sancho– que aquellos que allí se parecen no son
gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que
volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.

–Bien parece –respondió don Quijote– que no estás cursado en esto de las aventuras:
ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que
yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su
escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y
no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes,
que ni oía las voces de su escudero Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien
cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces altas:

–Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.

Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual
visto por don Quijote, dijo:

–Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.

Y diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole


que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre,
arremetió a todo galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba
delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la
lanza pedazos, llevándose tras sí a caballo y al caballero, que fue rodando muy
maltrecho por el campo.

Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que
no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.

–¡Válgame Dios! –dijo Sancho–. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que
hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros
tales en la cabeza?

–Calla, amigo Sancho –respondió don Quijote–; que las cosas de la guerra, más
que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso y es así
verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto
estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad
que me tiene; mas al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi
espada.

–Dios lo haga como puede –respondió Sancho Panza.

Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba.
Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino […].
2da. Parte Capítulo LXXIV

Como las cosas humanas no son eternas, encuentran siempre su fin, especialmente las
vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tenía privilegio del cielo para
detener el curso de la suya, llegó su fin cuando él menos lo pensaba

Ya fuese por la melancolía que la causaba el verse vencido, o por disposición del cielo,
se le arraigó una fiebre que le tuvo seis días en cama, en los cuales fue visitado muchas
veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera
Sancho, su fiel escudero.

Juzgando que lo tenía así la pena de verse derrotado y de no ver cumplido el desencanto
de su Dulcinea, sus amigos procuraban alegrarlo y hacerle promesas de futuros trabajos.
Don Quijote no dejaba su tristeza.

Llamaron entonces al médico, el que le tomó el pulso, después de lo cual no mostró


optimismo. Dijo el galeno que, por sí o por no, atendiesen a la salud de su alma, porque
la del cuerpo corría peligro. Lo oyó don Quijote con ánimo sosegado; pero no así su
ama, su sobrina y su escudero, quienes comenzaron a llorar tiernamente. […]

Después de haber hecho el escribano la cabeza del testamento y ordenado su alma don
Quijote, llegando a las "mandas", dijo:

–Es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi
escudero, tiene, no se le pida cuenta alguna. Si quedara algo, después de haberse pagado
lo que le debo, el resto sea suyo, que será bien poco y le haga buen provecho. Y si
estando loco quise darle el gobierno de una isla, pudiera ahora, estando cuerdo, darle el
de un reino, gustoso se lo daría, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su
trato lo merecen.

Y volviendo a Sancho, le dijo:

–Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado para parecer loco como yo,
haciéndote caer en el error en que yo he caído.

–¡Ay! –respondió Sancho llorando–. No se muera vuesa merced, sino tome mi consejo y
viva muchos años. Porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es
dejarse morir, sin más ni más. Mire, no sea perezoso y levántese de la cama y vámonos
al campo vestidos de pastores como tenemos convenido. Quizá tras de alguna mata
hallemos a la señora Dulcinea desencantada. Si es que se muere de pesar al verse
vencido, écheme a mí la culpa, por no haber cinchado bien a Rocinante. […]
Llegó, en fin, el último momento de don Quijote, el cual, entre lágrimas y pesar de los
presentes, dio su espíritu a Dios.

Así murió don Quijote de la Mancha, cuyo nombre no quiso poner el autor por dejar que
toda las villas y lugares de La Mancha se disputasen entre sí el honor de haber sido cuna
de tan ingenioso prócer.

Y no se ponen aquí los llantos de Sancho, de la sobrina y del ama de don Quijote, ni los
nuevos epitafios de su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso éste.

Yace aquí el Hidalgo fuerte


que a tantos extremos llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.

Tuvo a todo el mundo en poco;


fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.

También podría gustarte