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Los Blancos de Villegas

De todos los episodios que integran la vasta y heroica tradición de la conquista del Desierto, uno de los más
conocidos es el robo de los caballos del coronel Conrado Villegas, que fue relatado por el comandante
Manuel Prado en su “Guerra al malón”. Fue un golpe de audacia ejemplar de los indios, respondido por un
acto de arrojo y sacrificio por parte de los soldados fronterizos que conmueve y asombra.

El coronel Villegas, Jefe del Regimiento de Caballería Nº 3, había comprendido, tiempo atrás, que no habría
victoria posible y duradera sobre los indios si no se contaban con buenos caballos. Aprovechó entonces y
reunió para su regimiento seis mil animales de silla. De ellos, tras lentas y personales selecciones, se quedó
con lo mejor. Luego, de ese lote apartó 600 pingos blancos, tordillos y bayos claros, destinados
exclusivamente a servir como reserva para el combate o para una retirada imprevista. Villegas transformó a
los caballos blancos en una obsesión, y finalmente en un mito. Recibieron instrucción especial, y eran mejor
cuidados que los soldados. Estos, hasta llegaban a despojarse de su poncho si no tenían manta para cubrirlo
en las noches de helada, y resignarse a pasar hambre, en tanto su flete blanco recibía ración de forraje -¡todo
un milagro en la precaria economía militar de entonces! Cuando los soldados se adaptaron a las
posibilidades que por fin tenían al alcance de sus riendas, el 3º de Caballería adquirió fama legendaria, y aún
entre los indios se revistió de contornos fantasmales, de leyenda.

La caballería blanca de Villegas caía como un aluvión de nieve sobre las huestes pampas. Y Villegas y sus
hombres, curtidos en todos los extremos del coraje, daban pábulo a los más increíbles actos de heroísmo,
validos de la fortaleza que daba semejante montura. Los blancos de Villegas eran un azote para el indio y un
orgullo para los soldados de la frontera. En la noche del 21 de octubre de 1877, un grupo de indios concibió
dar un golpe de audacia al campamento del 3º de Caballería, en Trenque Lauquen: robarle los caballos
blancos al coronel Villegas. Esa noche, como otras, los blancos habían sido encerrados en un corral, a pocas
cuadras del campamento. El corral estaba delimitado únicamente por una zanja bastante profunda y ancha,
que las caballadas no podían cruzar. Ocho soldados, al mando del sargento Francisco Carranza, quedaron
comisionados para cuidar la puerta del corral.
La noche era tranquila. Nada indicaba la proximidad de los indios. La modorra fue acomodándose en los
párpados de los rudos hombres de Carranza, y con el primer frescor de la noche quedaron dormidos sobre
sus carabinas. Esta fue la oportunidad aguardada por los indios. Practicaron un portillo en el fondo del
corral, rellenando la zanja. Con sus ojos, que penetraban la noche más cerrada, distinguieron en las sombras
a las madrinas. Las tomaron sin que se espantaran, y las fueron sacando de a una. Tras ellas, dócilmente,
siguieron los caballos de cada tropilla. Así, los seiscientos….

Cuando con la diana, la guardia despertó, se halló con la novedad: ¡Los blancos habían sido robados! La
palidez con que Villegas recibió la noticia indicó que una tormenta de ira iba a estallar. Mando buscar al
segundo jefe del Regimiento, el mayor Germán Sosa. La orden fue tajante: armar una dotación de 50
hombres, incluir en ella al sargento Carranza, y en media hora salir en persecución de los indios ladrones. Si
Carranza no se comportaba a la altura de las circunstancias, debía recibir cuatro tiros por la espalda. Entre
los cincuenta individuos había tres cadetes: Prado, Supiche y Villamayor. Marchaban también el mayor
Rafael Solís, el capitán Julio Morosini (el mismo que recibiera, años más tarde, la rendición de Manuel
Namuncurá en Fuerte General Roca) y los tenientes Spikerman y Alba. Se los racionó con una porción de
charqui como para cuatro días, y cien balas por hombre.

Villegas los vio partir, con la mirada sombría, desde la puerta del rancho que oficiaba de comandancia, y le
dijo al mayor Sosa, cuando pasaba frente a él: - No se animen a volver sin los blancos. Marcharon cuatro
horas. Cuando el solazo pampeano del mediodía comenzó a morderles la nuca y el cansancio pesaba como
una mochila sobre las espaldas, acamparon a orillas de la laguna Mari Lauquen. El mayor Sosa dispuso una
guardia porque se hallaban ya en territorio dominado por los indígenas. Durmieron hasta el atardecer, y
reanudaron la marcha no bien entró la noche. A las diez de la mañana del día siguiente, hicieron alto para
acampar. Sosa había marchado silencioso durante toda la noche. Cuando detuvieron la marcha ya había
tomado una resolución. Llamó a Solís y se la explicó brevemente: continuar esa expedición era conducir el
medio centenar de hombres a la muerte, sin beneficio alguno.

Por consiguiente, acamparían. Luego Sosa saldría durante la noche con el sargento Carranza. Irían los dos
en dereceras a alguna patrulla de indios con la que se trabarían en lucha hasta caer muertos. A la mañana
siguiente, al percibir Solís la ausencia de Sosa y Carranza, debía despachar descubiertas para buscarlos.
Volverían sin encontrarlos, o con sus cadáveres, y entonces Solís debía disponer el regreso al campamento.
En tanto, debía salir ahora con el cabo Pardiñas a reconocer un monte, y un bajo que se hallaban próximos, y
en los que Sosa pensaba establecer el campamento desde el que ejecutaría su plan suicida para salvar a sus
demás hombres de las iras de Villegas. Pero estaba de Dios, que Sosa no iría a terminar sus días en las
trágicas circunstancias que había elegido. Media hora más tarde, regresaba el cabo Pardiñas, haciendo señas
desde lejos. El propio mayor Sosa le salió al encuentro. Dios había puesto en el camino de esos soldados la
posibilidad de salvarse, a fuerza de coraje. En el monte que desde la distancia Sosa había elegido para
acampar, había precisamente unos toldos. Y en el bajo de la laguna, ¡los caballos blancos robados!… Con
ellos, una gran caballada que pastoreaba sin vigilancia a la vista.

Cambiaron los caballos de marcha por los de reserva en un santiamén. Y en el silencio más absoluto se
acercaron, al paso. El mayor Solís en tanto, había estado observándolo todo. La mayoría de los indios de
pelea -83 en total-, dormían en los toldos, o jugaba a los naipes. Con ellos estaban 129 mujeres, niños y
ancianos. Confiados en exceso por la fortuna del golpe dado contra el cuartel de Villegas, no habían puesto
custodia; ni siquiera atado sus caballos. La forma de atacarlos podía ser ésta: unos veinte hombres debían
atropellar hacia el bajo y arrear las caballadas. El resto cargaría sobre los toldos para aplastar cualquier
intento de reacción. Había que actuar rápidamente para que nadie del grupo pudiera dar aviso a otras
tolderías.
El teniente Alba descargó su ataque con los veinte hombres hacia las caballadas. Solís encabezó la carga a
los toldos. Los caballos blancos, no bien sintieron el ruido familiar de los sables y los gritos de sus antiguos
dueños, arremolináronse e hicieron punta hacia el camino y el resto de la caballada los siguió. Nunca arreo
tan grande fue reunido en menos tiempo. Sosa y Solís redujeron a la impotencia a la indiada. Cayeron sobre
ellos como una centella. El trompa de órdenes tocó llamada y el pelotón al mando de Alba enderezó con los
caballos hacia los toldos. Mudaron caballos e iniciaron el regreso. La retirada se dispuso de inmediato. Una
fina columna de humo elevándose en el horizonte indicaba el peligro. Era la que había encendido el
tropillero de la tolda, el único que alcanzara a escaparse del aluvión mortal del mayor Sosa. Seguramente
estaría llamando a otros indios en su auxilio. ¡Pero los blancos se habían recuperado!

La marcha iba a ser lenta. Había que empujar un arreo importante, y la chusma prisionera. Por eso, 30
hombres se pusieron detrás de la tropa como escolta. Y encima de ellos, una nueva orden terrible: matar al
animal que se cansara. Y seguir adelante. Promediaba la tarde cuando comenzaron a ver, a sus espaldas, los
primeros contingentes indígenas, convocados por la llamada de humo. Para los soldados, el recurso era
acercarse lo más posible al campamento, y si era factible, atravesar la famosa zanja de defensa, que mandara
construir por esos años el Ministro de Guerra y Marina, Adolfo Alsina. Es decir, dar tiempo al Regimiento a
que saliera a defenderlos. Los indios, que también habían comprendido, querían cortar a cualquier precio la
marcha. Caía la tarde cuando una numerosa columna les dio alcance. Corrían de flanco para interponérseles.

El comandante Prado –que dejó relatado este episodio en su libro “La guerra al malón”- así describe el
episodio: “Nahuel Payun en persona –el capitanejo más valiente de Pincén- nos salía a la cruzada. Reunió
cincuenta o sesenta indios y se precipitó sobre las caballadas, resuelto a dispersarlas. Antes de llegar tropezó
con un grupo que mandaba Sosa y al pretender desviarse cayó bajo los sables del pelotón de Morosini. El
espectáculo debió ser magnífico, imponente. Nosotros huyendo en una nube de polvo, mezcladas mujeres y
caballos, arreando las chinas y los animales a punta de lanza, gritando como locos, y allá un poco a la
izquierda, la fuerza de Morosini, entreverada a sable con el malón, en un infierno de alaridos, en medio del
estruendo de las armas, pretendiendo los unos a arrollar al puñado de bravos que se levantaba como
inquebrantable barrera, entre el furor del bárbaro y la presa del cristiano; forcejeando los milicos por
contener la horda ciega de ira y sedienta de venganza”. Cuando el ataque fue rechazado, mudaron los
caballos. Y luego apretaron la marcha, ya con desesperación. Un nuevo ataque fue rechazado. A medianoche
hicieron una hora de alto, y luego continuaron la marcha. Los indios, en tanto, los seguían a prudente
distancia, pero no atinaban a cargarlos nuevamente.

Poco antes de llegar al campamento, Sosa dispuso cambiar caballos. Los soldados montaron los blancos. Y
así, con grave aire de compadres, como una palpitante masa fantasmal, entraron a Trenque Lauquen.
Marchaban alineados, al tranco. Y Sosa pasó con la columna, polvorienta y victoriosa, frente a la
comandancia. Desde el vano de la puerta Villegas, con el chambergo sobre la nuca, según su costumbre
paisana, los vio pasar. Silencioso. Todavía enojado…

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