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Sancti Spiritu

Incendio del Fuerte Sancti Spiritu

Fue la primera población en tierra argentina, fundada por Sebastián Caboto en 1526; diez años antes que
Pedro de Mendoza fundara Buenos Aires. Fue un poblado esforzado y valiente que finalmente sucumbió
–como también Buenos Aires- ante el ataque de los aborígenes.
Cuando los reyes de España firman en 1514 con Juan Díaz de Solís una capitulación para recorrer las
costas de América en dirección al sud, lo hacen con la intención de encontrar un paso que comunicara los
océanos Atlántico y Pacífico. Ninguna expedición había recorrido antes las regiones de nuestro Río de la
Plata. El viaje de Solís estuvo rodeado del más estricto secreto para impedir que la noticia llegase a
conocimiento del rey de Portugal que en virtud de acuerdos celebrados podía pedir la inmediata
suspensión del mismo. (1)

Díaz de Solís parte de San Lúcar de Barrameda el 8 de octubre de 1515. Lo hace en dos naos de apenas
treinta toneladas y otra mayor de sesenta. Lo acompañan en total sesenta hombres. Tras un viaje de
itinerario incierto, las tres pequeñas naves se encuentran navegando ya en aguas de nuestro río Paraná,
más precisamente en la embocadura del Paraná Guazú, en los primeros días del mes de febrero de 1516,
cuatro meses después de la partida. (2)

En ese mismo mes costea la desembocadura del río Uruguay y llega hasta la isla de Martín García, donde
desembarca para enterrar allí a un marinero de ese nombre. Luego se dirige a las márgenes del Uruguay y
desembarca con una canoa en compañía de dos delegados del rey, tres marineros y un grumete llamado
Francisco del Puerto, primero de los tres náufragos que habrá de jugar un papel fundamental en nuestro
relato. Apenas tocan tierra son salvajemente atacados por indios guaraníes. Sin nada poder hacer por
ellos, los españoles contemplan horrorizados desde las carabelas como son muertos, despedazados y
comidos por los indígenas, con excepción del grumete que es llevado prisionero.
La muerte de Solís impuso el inmediato regreso a España de la expedición. Pero cuando están frente a
Brasil, antes de poner proa definitiva en procura del cruce del océano, una de las carabelas naufraga el
mes de abril en Los Patos, frente a la isla Santa Catalina, quedando en tierra 18 hombres. Los náufragos
tuvieron suerte varia. Siete de ellos se fueron por la costa, hacia el norte, y cayeron en poder de los
portugueses. Uno –Alejo García- atraído por las fantásticas noticias que los indígenas daban sobre la
existencia de un imperio fabulosamente rico en dirección al oeste, se puso a la cabeza de varios
centenares de ellos y en compañía de cuatro de los náufragos parte en busca del Imperio del Rey Blanco y
de la Sierra de la Plata, en un viaje épico, verdaderamente extraordinario. Los seis restantes quedaron en
Los Patos. Cuatro de éstos murieron y finalmente los dos restantes –Enrique Montes y Melchor Ramírez-
habrán de ser también protagonistas decisivos de lo que narraremos.

La expedición de Sebastián Caboto


Once largos años habrían de transcurrir en las desoladas costas antes que otra armada española se
presentara en el río de Solís. El paso entre ambos océanos había sido descubierto por fin por Magallanes
en 1520 y por allí habría de pasar Sebastián Caboto de acuerdo a la capitulación celebrada con el rey
Carlos V para llegar hasta “las tierras de Maluco y las otras islas y tierras de Tarsis y Ofir y el Catayo
Oriental y Cipango”.
Después de muy prolongados preparativos, la armada de Caboto partió finalmente de San Lúcar el 3 de
abril de 1526. Componían la expedición algo más de 200 hombres, repartidos en tres naos (Santa María
de la Concepción, Santa María del Espinar y la Trinidad) y una carabela. Se trataba de una expedición
muy bien provista en gente y materiales. Venían hombres de armas, calafates, carpinteros, alguaciles,
cirujanos, lombarderos, herreros, veedores de los armadores y no menos de 50 tripulantes en carácter de
marineros, pajes, criados y grumetes. También la integraba un “clérigo de la armada”, un escribano de la
armada, un tesorero y tres contadores.

El capitán general era Sebastián Caboto, quien ejercía en ese momento el cargo más alto en España en
esta materia: piloto mayor del rey, algo así como un Jefe del Estado Mayor General de la Armada de
nuestros días. Hijo de navegantes, se consideraba a sí mismo como veneciano. “Delgado, con una barba
blanca, en punta, que le cubría el pecho, siempre vestido de negro, parecía mago… Había vivido largos
años en Inglaterra, en España y otros países, intimando con reyes, navegantes, aventureros, cosmógrafos y
astrólogos. Hablaba, como si hubiera sido su idioma, el inglés, el italiano, el genovés, el portugués.
Entendía la jerga de los marineros levantinos, el griego y el latín”. (3) Tenía corresponsales en todas las
naciones que lo informaban prolijamente de las expediciones y de los secretos de las cortes. Verdadero
hombre de ciencia de la época, todo lo lograba con audacia o con prudencia.
El 20 de octubre estaban frente a Santa Catalina. Y dos días después aparece una canoa indígena al
costado de la nave capitana trayendo a bordo a Enrique Montes, nuestro conocido náufrago de la
expedición de Díaz de Solís. Pocas horas más tarde, el mismo día, subía también Melchor Ramírez, su
compañero. ¡Enorme alborozo de los náufragos! Pero no menor el de Caboto ante la narración que hacían.
“Nunca hombres fueron tan bienaventurados como los de esta arma –decía llorando Montes- que hay
tanta plata y oro en el río de Solís que todos serían ricos”. Porque bastaba subir por un río Paraná arriba y
otros que a él vienen a dar y que iban a confinar con una sierra para “cargar las naves con oro y plata”.
Sin embargo surge la oposición de Miguel de Rodas (piloto mayor de la nave capitana), Francisco Rojas
(capitán de La Trinidad) y Martín Méndez (sustituto de Caboto en la propia capitanía general), lo que se
resuelve con el desembarco de los tres y su abandono en las solitarias costas. No sin que antes debieran
soportar la pérdida de una de las naves y una grave epidemia que retuvo a la armada, detenida en el lugar
otros cuatro meses. Soplan por fin vientos tan favorables que al cabo de seis días de partir de Santa
Catalina se enfrentan con la desembocadura del río de Solís. Allí fondea Caboto en un nuevo compás de
premonitoria espera. Hasta que se presenta en el lugar el tercer náufrago de Solís, Francisco del Puerto,
quien no solamente ya hablaba con fluidez los idiomas aborígenes sino que confirma ampliamente a
Caboto hacia dónde debían dirigirse para llegar a las sierras “donde comenzaban las minas de plata y
oro”.

Caboto dispone que dos de las naves queden sobre el río Uruguay, en la desembocadura del arroyo San
Salvador, a cargo de Antón Grajeda, maestre de la nave capitana, con treinta hombres, y él parte con otras
dos en busca del lugar que habría de llevarlo al encuentro de las soñadas riquezas. Penetra por el Paraná
de las Palmas y llega a la desembocadura del río Carcarañá. “Este es el río que desciende de las sierras”,
es el dato exacto que da Francisco del Puerto de acuerdo a los informes recogidos entre los indígenas. Era
el 27 de mayo de 1527. Y allí desembarca Caboto y su gente, salvo Grajeda y quienes con él quedaron en
San Salvador.
Europa ya tenía algunas noticias acerca del imperio inca y sus riquezas, y Caboto, también había recogido
informes muy precisos, que lo certificaban.

De las serranías cordobesas descienden cinco ríos principales hacia la llanura, que quien sabe por qué
razones se conocen por su orden numérico. Los ríos Primero y Segundo desembocan en la laguna de Mar
Chiquita. El Tercero o Carcarañá es el único que llega hasta el Paraná. El Cuarto se pierde en grandes
bañados después de La Carlota y en tiempos muy lluviosos vuelve a aparecer para unirse al Tercero,
todavía en la provincia de Córdoba, a la altura de Saladillo. El Quinto se pierde al sur de la provincia. El
Tercero es el más caudaloso de los cinco: lo forman cinco afluentes que se unen –como los cinco dedos de
una mano- casi en un mismo lugar, donde actualmente está el Embalse de Río Tercero.
Atraviesa la Sierra de los Cóndores al salir del Embalse y entra directamente en la llanura cordobesa para
atravesar después la llanura santafesina desembocando en el preciso lugar en el que el cauce del río
Paraná cruza de costa, por decir así. Hasta allí el cauce principal del Paraná corre recostado sobre las
costas correntina y entrerriana. Pero desde Diamante se dirige en diagonal hacia las provincias de Santa
Fe y Buenos Aires. En el lugar de desembocadura del Carcarañá desemboca también, viniendo
directamente del norte, el llamado río Coronda, uno de los tantos aunque caudalosos brazos menores del
mismo Paraná.

Ese río Coronda, profundo, de corriente mansa, de unos 100 metros de ancho, fue el preferido durante
todo el tiempo de la colonia –y aún mucho después- para llegar hasta la ciudad de Santa Fe. Con el
nombre de “fortaleza de Caboto”, “real” o “real de Caboto” o con las denominaciones de “rincón de
Caboto”, “fuerte Sancti Spiritu”, y directamente “Sancti Spiritu”, sobre la margen derecha del Carcarañá,
figuró desde entonces en todos los mapas que fueron publicándose. Después de la destrucción y abandono
del lugar por parte de la expedición de Caboto, nunca más intentó reconstruirse. Tampoco se instaló en el
lugar mismo ninguna población durante la conquista. Y lo particularmente curioso es que ha merecido
escasísima atención por parte de historiadores.
Inmediatamente después de instalado, Caboto convocó a todos los indios de la comarca; les hizo conocer
su voluntad de “pacificación de la tierra” y llegó a un acuerdo con ellos. Los querandíes suministrarían
carne (venado, avestruces, guanacos o llamas); los timbúes, pescado y grasa de pescado; los carcaraes,
calabazas, habas y abatí. Retribuyó con equidad las prestaciones de los indígenas delegando en Enrique
Montes la provisión del material de intercambio: tijeras, cuchillos, hachuelas, punzones, hilo, paño,
agujas y sobre todo anzuelos de tamaño diverso y en cantidad (4), no olvidando a las indias, que recibían
espejos y adornos.

La presencia de Caboto en el lugar era clandestina. Estaba impedido, por consiguiente de “fundar”. Sin
embargo procedió a hacer “repartimientos de tierras y heredades y cortijos, se hicieron sementeras de pan
y se estuvieron allí edificando y labrando y sembrando tiempo de tres años”. (5) Las jóvenes indias no
tardaron en formar familia con muchos de los expedicionarios y se procedió a construir para su
alojamiento no menos de veinte viviendas con troncos, barro y paja, es decir, los típicos ranchos que se
hacen en las islas y las costas del Paraná. Y a los seis meses de formaba la aldea tuvo finalmente su
recinto fortificado: entre todos se excavó un foso, con la tierra extraída se levantó un muro y se instalaron
allí construcciones para enseres, víveres, etc., recinto que estaba defendido con más de una docena de
piezas de artillería.
Desde muy temprano los hombres se dirigían a atender los sembradíos. Otros recorrían los espineles, se
refaccionaron las embarcaciones, se construyeron otras menores, se mantenían en buenas condiciones las
armas de fuego. Un día se encontraron 52 granos de trigo y algunos de cebada en el fondo de las naves.
Se los sembró y con gran alborozo se celebró una cosecha que llenó de asombro a todos; siembra que se
repitió nuevamente cuando llegó el tiempo. Así transcurrió la vida del pequeño pueblo, en perfecta paz,
durante casi dos años y medio. Sancti Spiritu fue, pues, la primera auténtica población de nuestro
territorio. Allí se produjo el nacimiento de la nueva raza con la unión de indias y españoles, allí se sembró
sistemáticamente donde después habría de convertirse en una de las zonas agrícolas más importantes del
mundo, allí se celebró misa todas las semanas en la cámara donde vivía Caboto.
Las rígidas normas de disciplina impuestas por Caboto desde el comienzo en el establecimiento
apuntaban a un primordial objetivo: establecer normas leales de convivencia con los indígenas amigos y
mantenerlas a toda costa. Fuese quien fuese el perturbador –español o nativo- lo pagaría caro. Esta
política de recíproca confianza y de firme ejemplo, dio sus frutos. La vida transcurría plácidamente y sin
zozobras.

A fines del invierno, y una vez reunida toda su gente en Sancti Spiritu, Caboto despachó exploradores
para averiguar si era posible llegar por tierra a las sierras. Estaban ya listos para partir cuando los
querandíes le informaron que el viaje era en ese momento imposible “porque le dijeron en ocho jornadas
no hallarían agua”. (6)
Procedió entonces a hacer construir un bergantín y partió con él y una galera el 23 de diciembre, con 130
hombres, siete meses después de haberse instalado en Sancti Spiritu.
La empresa de remontar el Paraná resultó ardua y penosa. Faltó comida, debían navegar muy lentamente
a la sirga por falta de viento, se vieron duramente hostilizados por los indígenas. Hasta que en las
cercanías del Bermejo fueron víctimas de una celada por parte de los chandules, parcialidad guaraní,
quienes contando con la increíble complicidad de Francisco del Puerto, atacaron al bergantín matando 18
hombres, entre ellos a Miguel Ríos, sucesor de Caboto y veedor de los armadores en la nave capitana. En
vista de la hostilidad circundante Caboto decide regresar a Sancti Spiritu cuando corría ya el mes de mayo
de 1528. Había bajado muchas leguas cuando ante el asombro general se vieron asomar dos velas que
iban remontando el río: pertenecían a la armada de Diego García de Moguer. Este había llegado a
principios de 1528 al Río de la Plata. Su capitulación con el rey le permitía entrar en la región. Mientras
se hallaba navegando por el río Paraná, se encontró de pronto con el fuerte Sancti Spiritu. Sorprendido y a
la vez indignado, le ordenó al capitán Gregorio Caro que abandonase el lugar, dado que esa era conquista
que sólo a él le pertenecía por haber sido designado por España para explorar esas tierras. Pero
accediendo a los ruegos de Caro y su gente para que fuese en auxilio de Caboto, García prosiguió aguas
arriba y entre las actuales localidades de Goya y Bella Vista se encontraron.
El enfrentamiento entre Caboto y García fue poco cordial. Pero al cabo de ciertos “debates y
requerimientos” y teniendo en cuenta el ensoberbecimiento de los chandules ante su victoria, que ambos
se encontraban sin provisiones y que Sancti Spiritu no se hallaba lejos, acordaron unirse y bajar a la
fortaleza, construir una media docena de bergantines y subir enseguida unidos para continuar la
exploración del río.

Nuevamente y durante varios meses la vida volvió a discurrir cómoda y tranquila en el Carcarañá con el
alegre zumbido de las sierras, el tableteo de los martillos, la paciencia de los calafates, en la tarea de
construir los bergantines. Aunque Caboto no vaciló en imponer toda su disciplina a los hombres de
García: les impedía salir a pescar o que tuviesen un comportamiento inadecuado con los indígenas. Llegó
incluso a emplazarles la artillería cuando quisieron salir con sus propias canoas.
Pero ni Caboto se había desviado de su periplo a las Molucas ni García se apartaba del Paraná por
insignificantes razones: el hechizo del oro y de la plata en cantidades de fantasía los mantenía en continuo
deslumbramiento.
Finalmente cuatro bergantines de Caboto y tres de García parten el mes de diciembre. Pero pocos días
antes de partir Caboto lleva adelante otro proyecto, largamente madurado desde su arribo al Carcarañá:
autoriza al más importante de sus hombres de armas, el capitán Francisco César, para emprender una
expedición por tierra para ir en procura de las sierras y de sus minas. ¿No descendía el Carcarañá de las
montañas? ¿No habían establecido el fuerte precisamente allí por esa razón? César inicia la expedición en
compañía de 14 hombres sin siquiera remotamente sospechar que esa expedición de ida y vuelta hasta las
sierras de Córdoba bordando el río Carcarañá habrá de convertirse en causa de fabuloso mito y su nombre
habrá de permanecer asociado para siempre a una de las más bellas leyendas de la conquista de América.
(7)

La segunda expedición por el Paraná fue breve y desalentadora. Pronto reciben noticias que los chandules
esperaban el momento propicio para asaltar simultáneamente a Sancti Spiritu y a las embarcaciones en
cuanto desembarcaran en cualquier lugar. Al cabo de sesenta días entre ida y vuelta, Caboto y García
fondean nuevamente sus embarcaciones frente al fuerte. Y ocho días después, con siete de sus
compañeros aparece Francisco César con noticias que despiertan el loco entusiasmo de todos los
expedicionarios.

El objetivo largamente soñado estaba logrado: las famosas sierras existían. Uno de los compañeros de
César manifiesta a Caboto que “habían visto grandes riquezas de oro y plata y piedras preciosas”. César
muestra asimismo algunas muestras de oro. Antonio Serrano describe que César llegó a las nacientes del
río en Calamuchita, siguió luego por alguno de sus afluentes, cruzó las Sierras de los Comechingones –
que separan a Córdoba de San Luis– y llegó hasta el Valle de Conlara. Caboto escribe a Antón Grajeda
informándole sobre las buenas nuevas traídas por César, diciéndole que está dispuesto a partir enseguida
hacia las minas recomendándole que tuviera cuidado de que las naves permaneciesen a buen resguardo
durante su ausencia. Pero el propio Grajeda –que hasta entonces había permanecido quieto en San
Salvador, en una especie de apoyo logístico con hombres y naves en la desembocadura del Plata- le
contestó que esta vez no quería quedarse sin tomar participación en el proyectado viaje.
Se celebra una amplia junta donde cambian opiniones Caboto, García y todos los oficiales, donde se
decide que ambos capitanes se trasladen a San Salvador llevando la galera y los bergantines para dejarlos
bajo la inmediata vigilancia de Grajeda. De esta manera la guarnición que quedaría a cargo del fuerte
estaría libre del problema de defender las embarcaciones. Estamos ya en el mes de febrero de 1529. De
aquí el mes de setiembre se desencadena una serie de acontecimientos que van adquiriendo cada vez
mayor gravedad y que culmina con la abierta hostilidad de los guaraníes.
Gregorio Caro habría de declarar después que el verdadero propósito del viaje de Caboto a San Salvador
tenía por principal objetivo hacer un escarmiento a los guaraníes. En tal sentido ya había encargado a
Antonio Montoya, contador de La Trinidad, que con un bergantín cumpliese la misión de convocar a la
guerra a los timbúes y caracaraes, misión que se preparó y cumplió exitosamente. Pero la decisión de los
guaraníes –conocida ya cuando Caboto y García fueron advertidos en su segundo viaje por el Paraná- era
no menos resuelta y definitiva.

En cierto modo el conflicto estaba declarado. Resuelto el viaje a San Salvador, Caboto despachó adelante
a Montoya a cargo de uno de los bergantines y a Juan de Junco, tesorero de la Santa María del Espinar y
séptimo en el orden de sucesión de mando de Caboto, con una barca y un bergantín pequeño de los de
García. A unas 15 leguas de la fortaleza aguas abajo, vieron muchos indios en un rancho y con deseos de
“tomar lengua” se acercaron a la orilla y como notaran que huían temieron que hubiesen cometido
“alguna ruindad”. Bajó a tierra Montoya con dos hombres y se encontró con una caja escondida entre las
malezas, las ropas y los restos de tres españoles despedazados que se supo después iban de San Salvador
al fuerte, dos de los de Caboto y uno de García. Atento a lo que pasaba, Montoya despachó
inmediatamente dos hombres a Sancti Spiritu para que manifestasen a Caboto lo que estaba ocurriendo.
En vista de esta noticia se decidió en el fuerte disponer medidas contundentes. Se acordó dar un asalto a
ranchos indígenas de las islas vecinas para lo cual se comisionó al capitán Caro, quien sin vacilar mató a
cien de ellos y se llevó prisioneros a mujeres y niños. Y al haberse escapado algunos indios que también
habían sido hechos prisioneros volvieron a salir, mandados ya en persona por Caboto y García, en cuatro
bergantines y con ochenta hombres, y mataron los que pudieron en la isla que está enfrente del fuerte, río
Coronda por medio.

Los caciques cuyas mujeres y niños estaban prisioneros en el fuerte se presentaron ante Caboto en
solicitud para que pusiese en libertad a sus familiares. Caboto, a quien su política de apaciguamiento y
entendimiento ya se le iba de las manos, les habló largamente, ofreció mantener buenas relaciones como
las que antes habían tenido con el fuerte y concluyó finalmente por entregarles mujeres e hijos. Pero los
indios –que eran precisamente los que traían todos los días las provisiones de pescado- no aparecieron al
día siguiente ni aparecieron más. Finalmente unos ocho días antes de que Caboto se dirigiera a San
Salvador, al ver pasar al cacique Yaguarí en una canoa por el río y al no presentarse rápidamente a su
llamado, lo hizo traer, le asestó un bofetón y dejó que uno de los marineros, Nicolás de Nápoles, le
asestara una cuchillada.
Es en estas dramáticas circunstancias que Caboto emprende su viaje a San Salvador con 100 hombres,
llevando la galera y tres bergantines, uno de los cuales con la proa en tierra y semi hundido. No bien
salido recibe alarmantes noticias sobre la decisión inminente de los guaraníes de incendiar y destruir el
fuerte. Caboto, sin embargo, confiando en las decisiones que había tomado antes de partir, y en las
órdenes estrictas que había dejado para prevenir el hecho, decide seguir adelante. La suerte estaba echada.
Fresca noche de setiembre. El cirujano Pedro maestre acompañaba al sargento mayor Juan de Cienfuegos
en la ronda más difícil de la noche: la del cuarto del alba. Faltaba todavía largo rato para amanecer. Todo
estaba en orden. Pedro Maestre hizo una recorrida y echó una mirada al dormido capitán Caro ¿Qué le
hubiera costado ceder? Todos sabían perfectamente que el mayor peligro que el fuerte podía correr
provenía del incendio por hallarse sus ranchos cubiertos con paja ¿Por qué no aceptó la idea de
destecharlo todo? ¿Por qué no aceptó hacer una tapia en medio de la fortaleza y trasladar allí las viviendas
de los soldados, cubriendo algunas con barro y dejando a todas descubiertas por el momento? “Parecerían
así camarillas de mujeres de mal vivir”, fue la descomedida respuesta. Todo se podía haber hecho.
Pedro Maestre se había retirado a su rancho, fuera del recinto, cuando una infernal gritería lo sorprendió
junto al fuego tostando abatí, preocupado por haber levantado la ronda antes de tiempo. Cuando Juan de
Cienfuegos dio la alarma ya los indígenas estaban frente al fuerte con las antorchas encendidas. Caro y
sus hombres sintieron el griterío pero la casa donde dormían ya estaba ardiendo. Sin vacilar les hizo
frente, con mucha fortuna inicial, pero cuando advirtió que sólo cinco o seis lo acompañaban, emprendió
la retirada y se lanzó corriendo hacia la barranca, saltó a la playa y escapó a los bergantines.

Alonso Peraza, alguacil mayor de la armada con cuatro o cinco hombres, oponía firme resistencia por su
lado, desde el bergantín varado en el Carcarañá que otros tantos trataban de echar al río. Advirtió que los
indios estaban ya casi sin flechas y valientemente se lanzó de nuevo a tierra a combatir. Al verlo, hicieron
lo mismo varios del bergantín donde había subido Caro.
El incendio iluminaba la costa y el río. Más lejos, grandes lenguas de fuego señalaban los lugares donde
estaban ubicadas las casas fuera del recinto. Más y más indígenas aparecían de todas partes. El clérigo
García venía corriendo hacia la costa con una espada en la mano y el otro brazo envuelto para la pelea en
una manta a cuadros. Llamó a los gritos a Caro, increpándolo para que descendiera y presentara lucha.
Pero en vano. Herido de un flechazo en el pecho siguió peleando y se abrió camino procurando salvar a
su paje pero finalmente no tuvo más remedio que echarse al río.
Mientras tanto Peraza y unos treinta hombres continuaban pujando desesperadamente por echar al agua el
bergantín varado. Pedro Maestre, herido de tres flechazos, continuaba combatiendo a su lado hasta que
vio caer apaleados a varios de sus compañeros.
El bergantín de Caro estaba ya colmado de gente. Estaba apenas a quince metros de la costa pero
comenzaba ya a ser llevado por la corriente aguas abajo. El joven Alonso de Santa Cruz, entonces de
veinte años, que habría de ser con el tiempo famoso cosmógrafo del rey, autor de una obra sobre islas y
con cuyo consejo y datos habría de contribuir a la gran obra de su amigo Fernández de Oviedo (8),
avanzó lentamente hacia el bergantín creyendo que no lo alcanzaba, hasta que logró aferrarse a su borda
cuando el agua le cubría la garganta. Alvar Núñez de Balboa, hermano del descubridor del Océano
Pacífico, que desde hacía varios meses permanecía en el fuerte por haberse quebrado una pierna, había
llegado penosamente hasta la orilla y desde allí fue auxiliado para llegar hasta el bergantín. Fue de los
últimos en subir.

La terrible y desigual lucha iba cesando en la misma medida en que crecía el furor de las llamas y los
gritos de los indígenas. Los que estaban junto al bergantín varado se habían echado al agua. Varios
cruzaron a nado el Carcarañá y una vez del otro lado fueron corriendo después por la costa, aguas abajo,
dando gritos al bergantín de Caro durante más de dos leguas hasta que consiguieron llegar a él. No así el
alférez Gaspar de Rivas, recomendado por el rey para integrar la armada, enfermo, que quedó rezagado y
fue alcanzado y muerto por los indios. Los heridos fueron rematados en el mismo lugar donde eran
encontrados por los indígenas.

Así se perdió Sancti Spiritu con treinta hombres de los que lo guarnecían, todos los rescates y muchas
armas, excepción hecha de las piezas de artillería que los indios no quisieron o no pudieron llevarse.
Algunos días después, encontrándose Caboto ocupando todos sus hombres en San Salvador en el arreglo
de las embarcaciones, vieron llegar el bergantín “con obra de cincuenta hombres, todos desnudos y sin
armas”. (9)
Caboto pensaba permanecer muy poco tiempo en San Salvador; el necesario para dejar las naves a buen
resguardo. Cuando vio llegar la barca con los fugitivos de Sancti Spiritu se puso inmediatamente en
marcha en compañía de García con dos embarcaciones, con la esperanza de poder prestar algún socorro a
la gente que hubiese podido quedar en alguno de los otros dos bergantines. Cuando legó sólo pudo
certificar que todos sus hombres habían muerto y “hechos tantos pedazos que no les podía conocer”. Los
bergantines hundidos, perdidos. Se limitó a recoger las piezas de artillería y volvió a San Salvador, para
luego dejar definitivamente el río de Solís. Volvió a España en julio de 1530, donde fue objeto de todo
tipo de acusaciones, y fue enjuiciado por la Corona por haber torcido el rumbo. Pero el mito de la
expedición del capitán César y sus compañeros ya tenía vida y nombre propio: de su apellido derivó
aquello de la Ciudad de los Césares.
Referencias

(1) Juan Díaz de Solís, biografía de José Toribio Medina, tal como consta en las instrucciones dadas a
Solís (Tomo II, Págs. 133/142).
(2) Solís lo llamó Río de Santa María. Posteriormente algunos geógrafos lo designaron con nombres
indígenas (Schoner en 1523 y Maiollo en 1527). Un mapa publicado en Weimar lo llama Río de Jordán.
Pero generalmente se lo conoció por años como Río de Solís hasta la firma de la capitulación con Pedro
de Mendoza, último documento en que aparece con ese nombre.
(3) Enrique de Gandia – De la Torre del Oro a las Indias, páginas 62/64.
(4) Medina, J. Toribio – El veneciano Sebastián Caboto al servicio de los reyes de España, Chile (1908).
(5) J. R. Báez – La primera colonia agrohispana en el Río de la Plata, Tomo XI.
(6) Carta de Luis Ramírez, integrante de la expedición de Caboto.
(7) La Ciudad de los Césares, persistente mito argentino, por Marisa Sylvester. Todo es Historia, Nº 8,
diciembre de 1967.
(8) Historia general y natural de las Indias, 12 tomos.
(9) José T. Medina – Obra citada.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Portal www.revisionistas.com.ar
Serrano, Antonio – Los comechingones – Universidad Nacional de Córdoba (1945)
Sylvester, Hugo L. – La increíble historia de Sancti Spiritu.

La conquista de Pedro de Mendoza

Pedro de Mendoza (1487-1537)

Aunque las expediciones de Caboto y García en demanda de metal fracasaron, las referencias de la
existencia cierta de minas argentíferas, se difundieron en Sevilla y corrieron por toda España, haciendo
más efecto que la triste realidad que deparó a los navegantes.
La conquista del Río de la Plata siguió interesando y hay constancias de que se dieron algunos pasos para
continuarla, aunque ninguna realización formal pudo concretarse. Ofrecimientos para dirigir nuevas
expediciones, las hubo de personajes de tanta representación, como el comendador Miguel de Herrera,
Alcaide de Pamplona y el adelantado de Canarias, Pedro Fernández de Lugo, mientras tanto Lope
Hurtado de Mendoza embajador en Portugal, no dejaba de advertir a su Corte las maquinaciones del rey
lusitano para apoderarse de las tierras rioplatenses.
Urgía enviar un conquistador al territorio amenazado, pero había de escogerse un personaje de capacidad
y fidelidad probada, que movilizara la gran empresa de fundar poblaciones, llegar al Rey Blanco y buscar
un paso más corto a las Especierías. Tales condiciones parecieron encontrarse en un caballero de tanto
ascendiente como Pedro de Mendoza, natural de Guadix, en Granada, hijo de Fernando de Mendoza,
señor de Valdemanzanos y de Constanza Luxan; que contaba en ese entonces poco más de treinta años, y
era ya Caballero del hábito de Santiago, Gentilhombre de Cámara del Emperador Carlos V, y gozaba de
su amistad y confianza. En Toledo, el 21 de mayo de 1534, el gran Emperador firmaba la “capitulación”.
Extenso y detallado era el documento, que si le otorgaba franquicias y privilegios, le señalaba exigencias
severas. La amplia jurisdicción de su mando, comenzaba en la zona de Almagro y se extendía hacia la
Patagonia. Los gastos de la empresa debían correr por su propia cuenta, estando obligado a llevar mil
europeos y doscientos esclavos negros y levantar en la zona del Plata hasta tres fortalezas de piedra.
Pedro de Mendoza fue a instalarse en Sevilla. Desde la cama donde se hallaba postrado, atacado de un
terrible mal (sífilis), ordenaba el apresto de la expedición. En toda Andalucía se levantó bandera de
alistamiento, respondiendo muchísimos jóvenes atraídos por el afán de la aventura y el logro de prontas
riquezas, y muchos extranjeros, flamencos, portugueses, alemanes, ingleses, italianos y griegos.
Corroído por la terrible enfermedad, Mendoza era ya un viejo prematuro, cuya vida estaba en franca
declinación. Su lamentable estado físico le impedía abandonar el lecho y la partida demoraba más de lo
razonable, dando pábulo a toda clase de habladurías y despertando seria intranquilidad. Sacando fuerzas
de flaquezas, aguijoneado por el amor propio herido al ser aconsejado a que abandonara la empresa,
ordenó prepararse para la partida, poniéndose bajo la protección de Dios.
Hombres y mujeres de toda laya se codeaban con personas de linaje y funcionarios graves en las estrechas
naos. Se calcula que más de 1.000 hombres formaban la expedición que inició su marcha en Sevilla y
después de admitir más gentes en Sanlúcar, puso velas al Océano desde el puerto de Bonanza, el 24 de
agosto de 1535. Recalaron en las Canarias donde se agregaron tres naves, formando un conjunto de
dieciséis, cosa nunca vista. Muchos embarcados saltaron a tierra y no regresaron, no se sabe si por
severidad de que se hacía alarde a bordo, o por la inconstancia de espíritus tornadizos. En los primeros
días de octubre salieron para las islas de Cabo Verde, donde recibieron alimentos de refresco y
continuaron para Pernambuco.
Si la borrasca del mar no produjo desgracias, una ola de odios desatada a bordo, acarreó fatales
consecuencias. Venía como jefe de la infantería Juan de Osorio, un muchacho andaluz natural de Morón
de la Frontera, que contaba apenas veinticinco años y era ya veterano de los ejércitos de Hungría e Italia.
Su vida, en la milicia, había moldeado su reconocido valor personal, pues que era reputado como “muy
valiente hombre de su persona”, y dueño de sí mismo, desafiaba con su prepotencia.
Don Pedro languidecía encerrado en su cámara, “ya tan enfermo y de tal disposición su persona, que
muchos pensaron que no llegara vivo a aquella tierra que iba a buscar y que la sepultura la había de hallar
en el mar”, según manifiesta el cronista Fernández de Oviedo. Entre los que así pensaban, y deseaban
sacar buen partido de la prematura muerte del desdichado, iba Juan de Ayolas, antiguo mayordomo suyo y
actual Alguacil Mayor. Hombre ambicioso en extremo, no podía disimular el fastidio que le producía la
popularidad de Osorio, que se había hecho dueño de aquel ejército. Tan a las claras mostraba su encono,
que no tardaron las gentes en calificarlo de “envidioso”, y esta envidia que corroía su espíritu, lo llevó a
cometer el crimen más atroz.
Encerrado Pedro de Mendoza sin que lo viera la gente, pasaba por un ser misterioso, mientras las
rivalidades y las bajas pasiones prendían en aquel hacinamiento, sin la presencia del jefe que pudiera
contenerlas.
Osorio se mofaba con buen gracejo andaluz, de los oficiales que rodeaban al señor, formados en las
antecámaras reales. Los allegados al Adelantado lo tomaron entre ojos. Juan de Ayolas firmó una
acusación contra sus impertinencias; el contador Juan de Cáceres corroboró las denuncias y Galaz de
Medrano juró haberle oído proferir desafíos de sublevar la tripulación, harto ya de los oficiales a quienes
había fulminado de “bellacos y judíos”.
Tanto arrebataron el espíritu del desventurado don Pedro las denuncias de las andanzas y desplantes de
Osorio, que sin desear oírle, dictó su terrible sentencia: “que do quiera y en cualquier parte que sea
tomado el dicho Juan Osorio mi maestre de campo, sea muerto a puñaladas o estocadas o en otra
cualquier manera que lo pudiera ser, las cuales le sean dadas hasta que el alma le salga de las carnes; al
cual declaro por traidor y amotinador, y le condeno en todos sus bienes”. La extendió el escribano Martín
Pérez de Haro ante los testigos Juan de Ayolas, Pedro Luxan, Juan Salazar de Espinosa y Galaz de
Medrano, que recibieron orden de ejecutar la sentencia.
El 30 de noviembre la capitana Magdalena con la Santa Catalina y la Anunciada, fondearon en la bahía de
Janeiro o Guanabara. Osorio, avisado por sus amigos de que Ayolas y Medrano andaban con puñales al
cinto, trasbordó a la Santa Catalina que mandaba su íntimo amigo Carlos de Vergara, para ponerse a
cubierto. El 3 de diciembre se permitió el desembarco. Las gentes confraternizaban en la playa, cuando
Osorio fue llamado por Mendoza a su presencia. Así que hubo llegado, Ayolas y Medrano lo sujetaron
por los brazos y lo introdujeron en una tienda levantada sobre la arena, a pesar de las súplicas del infeliz.
Desesperadamente intentó defenderse, pero con su propia daga, lo hirieron por la espalda y lo remataron
con feroces puñaladas por el pescuezo y la ijada. Le negaron confesión en sus últimos momentos y lo
abandonaron en la playa con un letrero que ostentaba en gruesos caracteres: “Por traidor y amotinador”.
El horrendo fin, producto de intrigas y bajas pasiones, lo condenó el Consejo de Indias, que abrió el juicio
muchos años después a pedido del padre del difunto, y revocó el injusto fallo, mandando devolver los
bienes que le fueron quitados y condenando a los herederos de Mendoza en mil ducados y el pago de las
costas del proceso.
A mediados de setiembre salieron rumbo al Plata. Diego de Mendoza, hermano del Adelantado, que con
parte de la armada, iba a la delantera, sondeó la costa oriental a la altura de San Gabriel y esperó al jefe
para comunicarle el resultado de las observaciones. El poco resguardo que el lugar ofrecía a las naves, y
también, como dice Ruy Díaz de Guzmán, “por parecerle estaría más seguro de que no se le huyese al
Brasil” la gente y tener más comodidad para llegar al Perú, lo decidió por la banda occidental.
Para emplazamiento del poblado se eligió el lugar donde actualmente existe el Parque Lezama, que por su
proximidad al fondeadero y su altura dominante del resto de la llanura, pareció ofrecer a simple vista,
ventajas estratégicas al establecimiento. No se sabe con exactitud el día de la fundación, pero todo hace
probable que fuera el 2 de febrero (algunos autores sostienen que fue el día 3). El ancladero de las naves
fue llamado “Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aires”, en homenaje a la protectora de los
navegantes “Nostra Signora di Bonaria”, cuyo culto procedía de Cagliari en la isla de Cerdeña, y era
venerada por todos los marinos que recorrían el Mediterráneo. Hasta hace algún tiempo, aunque ahora se
repite con menos insistencia, corría una historieta que había lanzado de antiguo Ruy Díaz de Guzmán y
según la cual, el nombre provendría de la exclamación de Sancho del Campo que al saltar a tierra
comprobó un temple tan agradable, que no pudo menos de exclamar: “¡Qué buenos aires son los de este
suelo! Ni los aires eran tan buenos como los imagina Guzmán, ni es probable que un marino curtido por
las intemperies, quedara maravillado con las delicias de la suave brisa.
La población se formó en un cuadro de 150 varas de lado, cuyo perímetro fue rodeado de foso y tapia
reforzada en seguida por una palizada de algarrobo y espinillo. El historiador Groussac describe de esta
manera los trabajos iniciales: “Con todo, la gente se apercibía con ahínco en previsión del invierno
próximo. Espontáneamente se había aplicado en este embrión social la ley económica de la división del
trabajo. Mientras los soldados batían el campo ahuyentando indios y fieras, las cuadrillas de artesanos y
gañanes se afanaban en sus respectivos oficios; unos habían salido a cortar leña y aderezar maderas de
construcción; otros labraban las ya acarreadas o levantaban las tapias de la ranchería, que los techadores
cubrían luego con quincha y “tortas” de barro. Mientras los herreros fabricaban carros, utensilios, armas,
trastos caseros, baratijas de rescate, las mujeres cocinaban, cosían, lavaban, y si hubiéramos de escuchar a
una de ellas, resultaría que, sobre cumplir con los trabajos de su sexo, ayudaban en los varoniles a sus
maridos o hermanos debilitados, infundiendo con su ejemplo energía a los flojos, vergüenza a los
cobardes, y a todos ánimo y constancia”. Aparte de los que ejercitaban sus oficios, los que no los tenían
adquirieron habilidades, como un Domingo Martínez, “pobre estudiante sin oficio”, que se dedicó a la
fabricación de anzuelos de metal por un procedimiento propio, que reportó enorme utilidad, pues la
población en los primeros tiempos se alimentaba de pescado.
Al otro día de la llegada hubo necesidad de obtener alimentos. Terminados los aprovisionamientos que
llevaban y sin manera de proporcionarlos en cantidad suficiente para mantener más de un millar de
personas, con los escasísimos recursos que ofrecía la tierra, consiguieron que los guaraníes isleños
surtieran de alimentos a la población, a cambio de objetos europeos. De esta manera recibieron “sus
miserias de pescado y de carne por catorce días sin faltar más que uno en que no vinieron”, cansados,
probablemente, de proporcionar a los extranjeros tan vital elemento, a cambio de objetos que pronto
dejaron de interesarles. La situación se hizo angustiosa. El teniente de alguacil mayor, Juan Pavón, fue
con dos compañeros a exhortar a los indígenas el cumplimiento de lo acordado, pero los recibieron como
a enemigos y aunque salvaron su vida, “los tres salieron bien escarmentados”.
Tratando de conseguir mejor resultado, fue a hacer nuevos tratos el capitán Gonzalo de Acosta con 17
hombres, pero esta vez los indios los atacaron violentamente hiriendo a casi todos. Uno de ellos decía
tiempo después, “que cinco años tuve un palo metido en el brazo”.
Perdida toda esperanza de obtener recursos de los pocos amables naturales circunvecinos, fue despachada
al Brasil una expedición al mando de Gonzalo de Mendoza, y en la que formó Gonzalo de Acosta, que tan
mal recuerdo le dejaran los guaraníes.
Sin tiempo para esperar la vuelta de la expedición, aún en el caso de que tuviera buen éxito, por la
necesidad urgente de víveres, otra nueva excursión entró por el Paraná. Los indios guaraníes ribereños
quemaban sus chozas y provisiones al acercarse las embarcaciones, para impedir que nada de lo que
poseían cayera en sus manos. Sin embargo, lograron recoger algunas pequeñas cantidades de maíz que se
salvaron de la destrucción, pero que apenas alcanzaron para alimentar a los embarcados.
Fracasada la expedición del Paraná ausente dos meses, y sin noticia de la enviada al Brasil, Juan de
Ayolas, el hombre de confianza de Mendoza, salió con tres bergantines para entrar a fondo en el Paraná.
El hambre los castigó duramente y casi 100 de los 270 expedicionarios sucumbieron a la necesidad. El 15
de junio de 1536, detenidas las naves, establecieron un asiento a 12 leguas al norte del Carcarañá en los
32º 12’, bautizando al reducto con el nombre de Corpus Christi, por ser ese día festividad del Santísimo.
En Buenos Aires, la situación era cada vez más crítica. La caza, que en los alrededores había brindado
bastantes perdices y martinetas que gustaba el Adelantado, tuvo que suprimirse, porque los nómadas del
sur, indiferentes al principio, se mostraron de pronto francamente hostiles.
La necesidad impostergable de obtener alimentos, movió una nueva expedición mandada por Diego de
Mendoza, para parlamentar con los guaraníes del delta. Si en principio se deseaba un entendimiento
amistoso, esta vez iban decididos a castigar severamente todo acto de rebeldía y apoderarse por la fuerza
lo que no consiguieran tomar por las buenas. Los indios se inquietaron al ver aquel ejército, y armados en
pelea, salieron a recibirlos al valle fronterizo. El 15 de junio de 1536 festividad de Corpus Christi, tuvo
lugar el recio combate, el mismo día que Ayolas allá, al norte, fundaba el reducto.
Si el encuentro no arrojó un número considerable de muertos por parte de los castellanos, determinó la
pérdida de los jefes y personas principales. Diego de Mendoza, su sobrino Pedro Benavídez, Pedro de
Luján que se dice dio el nombre al río, Galaz de Medrano y otros, quedaban comprendidos entre los 38
cadáveres esparcidos en el campo. Esto parece demostrar que los jefes marchaban valerosamente al
frente de las tropas. Los indios, destrozados por el mayor poder de las armas enemigas, se desbandaron
mientras los españoles ocuparon sus chozas y recogieron algunas provisiones de grasa y harina de
pescado.
Después del desastre de esta mal dirigida empresa militar, se convocaron las tribus para tomar venganza.
Nueve días más tarde comenzaron a brotar de todos los contornos de la llanura, miles de indios dispuestos
a arrasar hasta sus cimientos el baluarte europeo. En medio de infernal gritería provocada para enardecer,
disparaban sus flechas, bolas y estopas inflamadas, avanzando en sucesivos movimientos hasta la
empalizada donde se habían parapetado los castellanos, aguantando la avalancha con sus arcabuces y
ballestas. Ahogados por el humo y la ceniza del incendio de las frágiles construcciones, muertos de
hambre, obligados a ingerir hierbas, culebras, ratones, los cueros de los zapatos y correajes y hasta
inmundicias, muchos estaban a punto de enloquecer y otros, rabiosamente, maldecían al Adelantado y su
culpable enfermedad. La trágica situación llevó a Pedro de Mendoza a la desesperación, y fuera de sí
gritaba a sus oficiales: “Vosotros judíos hicisteis matar al maestre de campo y agora moris como
chinches”; “traidores que me matastes al maestro de campo y por eso la armada está perdida”. Mas
aguantaron los castellanos el prolongado cerco de los furiosos salvajes, encerrados dentro del estrecho
recinto, luchando desesperadamente contra el hambre, que hacía más estragos que las piedras y flechas de
los indios.
El terrible azote que sufrieron parecía un castigo a la codicia. El P. Luis de Miranda, uno de los clérigos
de la expedición, en su romance escrito en 1537, nos lo dice de esta manera:
……………………………
o juizio soberano
q’ noto n(uest) ra avaricia
y vio la recta justicia
q’ alli obraste
atodos nos derribaste
la sobervia por tal modo
q’era n(uest) ra casa y lodo
todo uno
……………………………
Ulrich Schmidl, otro de los compañeros de Mendoza, ha descrito los estragos del sitio en la narración de
su viaje al Río de la Plata, 1534-1554, que se publicó por primera vez en 1567, y que lo consagra como el
primer historiador del Río de la Plata.
Vista la imposibilidad de los sitiadores de quebrar la tenaz resistencia, se retiraron. Los españoles
salieron nuevamente al campo para reanudar la caza y la pesca, en tanto se reconstruían las deshechas
viviendas. Cuando la vida se había normalizado bastante, aunque moviéndose dentro de las dificultades
de alimentación, llegó Ayolas a fines de agosto, cargado de provisiones de maíz y pescado que le
proporcionaron los amistosos timbúes, vecinos de Corpus Christi.
La llegada de las provisiones tan esperadas para saciar la hambruna y la seguridad de Ayolas de que el
lugar elegido ofrecía excelentes recursos naturales, decidió al Adelantado a visitarlo. Embarcó 400
hombres dejando un centenar en Buenos Aires, y después de un penoso viaje durante el cual murieron 50
de necesidad, llegó la expedición muerta de hambre en la primera quincena de setiembre.
El lugar no pareció ofrecer muchas comodidades para dar albergue a toda la gente y un nuevo asiento se
estableció cuatro leguas más abajo, que se puso bajo la advocación de Nuestra Señora de la Buena
Esperanza, como índice de que se abrían nuevas ilusiones.
Juan de Ayolas, enviado por su señor, remontó el Paraná en demanda del codiciado metal. Lo
acompañaban en esta empresa personas principales como el factor Carlos de Guevara el íntimo del
desdichado Osorio, Rodrigo de Cepeda hermano de Santa Teresa de Jesús, Francisco Dubrin, un flamenco
Gentilhombre de Cámara y el guipuzcoano Domingo Martínez de Irala, hasta entonces oscuro embarcado,
pero que después habría de inmortalizar su gobierno y sus andanzas por el Paraguay.
Mendoza, empeorado y previendo su próximo fin, puso las velas hacia Buenos Aires para seguir a España
y morir entre los suyos. Halló la población con buenas provisiones que había traído su hermano Gonzalo
desde el Brasil. Compartió el Adelantado la alegría de las gentes por algunos días, entretanto despachaba
el 15 de enero de 1537, una expedición por el Paraná para obtener noticias de Ayolas, su bien querido
hombre de confianza, cuya ausencia lo intranquilizaba. El mal se agravó y apurado por la enfermedad, el
20 firmó una provisión nombrando gobernador a Ayolas y provisoriamente a Francisco Ruiz Galán, con
encargo de entregarle el mando a su vuelta, llevando la gente a donde se hubiera establecido.
La carabela Magdalena y el galeón Santantón se alistaron para el largo viaje y el 22 de abril llevando a
bordo 150 personas, se alejaban de las tierras del hambre y la miseria. A la altura del ecuador, sintiéndose
morir, en los días 11, 12 y 13 de junio, dictó sus disposiciones de última voluntad, haciendo donaciones
piadosas, instituyendo mandas y repartiendo equitativamente todos sus bienes.
El 23 de junio después de pedir confesión para morir en la paz de Dios, se quebró su vida en la humilde
cámara de la nao, que tan poco decía de sus pasados esplendores de la corte. En un rústico cajón que
hicieron a toda prisa los carpinteros, encerraron el cuerpo que rápidamente empezaba a descomponerse y
lo arrojaron al mar.
Las órdenes que dejara en Buenos Aires a Francisco Ruiz Galán, no hubieron de cumplirse. Ayolas que
había logrado llegar hasta Bolivia a través de la jungla chaqueña, sucumbió entre los payaguáes, y Ruiz
Galán, sin noticias de su paradero, contrajo a las gentes a la labranza de la tierra, permitiéndoles
mantenerse con todo desahogo.
Ayolas había fundado una pequeña población a la vera del Paraguay el 2 de febrero de 1537 que recibió
por nombre Nuestra Señora de la Candelaria, por ser aquel el día de su festividad, y que había de servir
como base para las exploraciones de tierra adentro. Juan de Salazar, por su parte, al mando de otro grupo
desprendido de la expedición de Ayolas levantó una población al sur de la Candelaria que llamó
Asunción, el 15 de agosto de 1537.
Salazar bajó a Buenos Aires a inquirir noticias del Adelantado y del estado del pueblo. Ruiz Galán,
gobernador interino, supo entonces la trágica suerte de Ayolas y fue a la Candelaria a hacerse reconocer
como gobernador, mientras Salazar se volvía a su Asunción. Irala arguyó que aquella gobernación le
pertenecía, por delegación expresa de Ayolas. Como los dos se mantuvieran en las suyas, Ruiz Galán
volvió a seguir gobernando en Buenos Aires. En junio de 1538, llegó de España el veedor Alonso de
Cabrera para inspeccionar el estado de las poblaciones y entregar el mando a quien correspondía, después
que la Magdalena y el Santantón llegaron sin Pedro de Mendoza.
Cabrera dio la razón a Irala, no porque tuviera derecho, sino porque enemistado con Ruiz Galán con quien
entró en acaloradas disputas, pudo derrotar a su enemigo. Y contra la oposición de éste y los que
habitaban en Buenos Aires tranquilamente, los pobladores fueron llevados a la Asunción en 1541, con
objeto de reunir las mermadas huestes españolas en un solo punto y proseguir las exploraciones en busca
de metal.

Fundación de Buenos Aires

Segunda fundación de Buenos Aires por Juan de Garay - 11 de junio de 1580

Luego de la exploración del Río de la Plata, transcurrió un período de cuatro años donde no se realizaron más hallazgos hasta
que ese río recobró valor al considerárselo una posible vía para llegar al Perú, donde Pizarro había descubierto enormes
riquezas. Para ello, el emperador Carlos V, envió una expedición al mando de Pedro de Mendoza, que comenzó sus
preparativos en el año 1532, y en 1534, el 21 de mayo firmó la capitulación con el rey Carlos I por la cual se lo nombraba
Adelantado, Gobernador, Capitán General y Justicia Mayor del Río de la Plata o Nueva Andalucía. Entre sus deberes
figuraban, hacerse cargo de los gastos de la expedición, explorar el Río de la Plata e internarse hasta hallar los dominios del
Rey Blanco. Para apoyar su autoridad, debía fundar tres fuertes de piedra. Pedro de Mendoza fue el primer Adelantado en el
Río de la Plata.

Con algo más de 1.500 hombres y 14 naves, arribó a la Boca del Riachuelo, a fines de enero de 1536, lugar que consideró
reunía las cualidades para ser puerto. El 3 de febrero se levantó el fuerte que no pudo ser hecho de piedra, ya que nos las había
en el lugar. Santa María de los Buenos Aires, fue erigida en una altura, donde actualmente se halla el parque Lezama, protegida
con zanjas. Eran chozas de barro y paja, y tapias de tierra apisonada. La expedición había partido con víveres pero no fueron
suficientes, ya que era imposible reabastecerse. Los indios del lugar eran sumamente hostiles. Para ello, envió a una de sus
naves, la Santa Catalina a Brasil y a Juan de Ayolas a remontar el Paraná con tres naves y 250 hombres. Muchos de ellos
murieron en la travesía, los que volvieron, trajeron algunas provisiones.
Los indios querandíes se ensañaron ferozmente contra los conquistadores. Ayolas levantó en las orillas del Paraná, cuando
partió para buscar provisiones, el fuerte de Corpus Christi, el 15 de junio de 1536, y hacia allí se trasladó Pedro de Mendoza,
dejando como gobernador interino en Buenos Aires, a Francisco Ruiz de Galán.

Cerca del fuerte de Corpus Christi, Mendoza fundó el de Buena Esperanza. Luego volvió enfermo a Buenos Aires y decidió
retornar a España, pero falleció en alta mar en junio de 1537. Como Ayolas, su lugarteniente, había sido encomendado a
remontar el Paraná para buscar las tierras del rey Blanco, desde donde nunca volvió al ser muerto por los indios, el fuerte de
Buenos Aires quedó en manos de Francisco Ruiz de Galán.

Por Real cédula de 1537, se autorizaba a elegir Gobernador del Río de la Plata por mayoría de votos, si Mendoza no hubiera
elegido lugarteniente. Como Mendoza, había designado a Ayolas y éste a u vez, había nombrado a Domingo Martínez de Irala,
éste fue reconocido como gobernador y decidió despoblar el inseguro territorio del Río de la Plata, para trasladar a las personas
al puerto de Asunción. A mediados de 1541, se concretó el traslado.

Desde la despoblación de Buenos Aires, los habitantes habían manifestado el anhelo de fundar una ciudad sobre las márgenes
del Río Paraná. La situación de aislamiento de Asunción, hacía que los productos que llegaban desde España debieran recorrer
un largo trayecto en dos etapas. Primero de Panamá a Lima, y luego de Lima a Asunción. Así, Juan de Garay, que había llegado
a Asunción desde el Alto Perú en 1568, fundó Santa Fe, en su margen derecha, junta al río San Javier, a mitad de camino entre
Asunción y el Río de la Plata. Nombrado Garay, gobernador interino, en ausencia del gobernador Torres de Vera y Aragón, se
preocupó por realizar la segunda fundación de Buenos Aires, donde Mendoza había erigido el puerto de Buenos Aires, para
continuar su propósito de “abrir puertas a la tierra”, estableciendo una ruta por el Atlántico.

Cuando se despobló Buenos Aires en 1541, hubo abandono de caballos y yeguas, los que naturalmente se multiplicaron. La
apropiación de estos equinos, más la asignación de tierras aptas para el cultivo e indios para encomiendas, fue lo ofrecido para
quienes estuvieran dispuestos a colaborar en la fundación. Se presentaron sesenta pobladores, que arribaron desde Asunción.

Con sogas se realizó el trazado de la ciudad, un poco más al norte que la de Mendoza, cuya fundación se concretó el 11 de
junio de 1580, bajo el nombre de Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires. En el mismo acto se designó a los
regidores del Cabildo. La ciudad se fundó en nombre el rey Felipe, del adelantado difunto Don Juan Ortiz de Zárate y del
licenciado Juan Torre de Vera y Aragón, su sucesor.
La ciudad fue diseñada de acuerdo a las Ordenanzas de Población de las Leyes de Indias de Felipe II, del año 1573.

La forma de la ciudad era rectangular, dividida como un tablero de ajedrez. Contaba con cincuenta manzanas, cuarenta y seis
urbanas y las restantes destinadas a huertas. Las manzanas urbanas se dividían en cuatro solares, salvo las que se hallaban
destinaban al Fuerte, a la Plaza Mayor, al Hospital San Martín de Tours y a los conventos.

Buenos Aires nació como puerto y pronto el nombre de la ciudad, Trinidad, fue olvidado, y comenzó a ser llamada por el
nombre de su puerto: Buenos Aires. En 1583, Garay fue muerto por los indios.

Primera Buenos Aires (Versión II)

2 de Febrero de 1536 - Primera fundación de Buenos Aires

Por lo que toca a la ubicación de la primera Buenos Aires, establecida, en febrero de 1536, por Pedro de
Mendoza, se han escogido tres lugares diversos: 1) La Vuelta de Rocha, sobre la margen izquierda del
Riachuelo, y muy cerca de la actual desembocadura del mismo; 2) El llamado Alto de San Pedro, que es
la zona alta del barrio de San Telmo, o cruce de las calles Humberto 1º y Balcarce, y 3) En Retiro, sobre
las barrancas de la Plaza San Martín que dan a la Plaza Fuerza Aérea Argentina (1).
Esta postrera teoría, sostenida débilmente por Carlos Roberts, nunca llegó a contar con adeptos; la de la
Vuelta de Rocha fue la preferida, hasta casi mediados del siglo pasado; la que ubica la primitiva Buenos
Aires, en el Alto de San Pedro, en las vecindades del Parque Lezama, es la opinión o teoría prevalente (2).
Creemos, sin embargo, que ninguna de estas tres ubicaciones se aviene con un hecho que consideramos
fundamental para acertar con la ubicación de aquella primera Buenos Aires y el hecho, a que nos
referimos, está en perfecta armonía con cuanto nos dicen los cronistas: los habitantes de aquella primera
Buenos Aires perecieron de hambre, por no contar con los necesarios alimentos.

Ya de entrada, rechazamos como espúreas las tan conocidas láminas que, desde fines del siglo XVI,
acompañan el libro de Ulrich Schmidl, y en particular la que lleva el título de “Bonas Aeres – Río della
plata oder parana”, (3) en la que aparece la ciudad a orillas del Río de la Plata, y junto a ella, a pocos
metros de la muralla, se encuentran cinco canoas de factura europea. Claro está que nada de eso nos lleva
a calificar de espúrea esta lámina, pero la inmensa casona que se ve en primer plano, y que era sin duda la
destinada a Pedro de Mendoza, es una pura fantasía del dibujante alemán que ilustró el libro del soldado
bávaro. Además de la planta baja, con la gran puerta de entrada, hay otros dos pisos con cuatro ventanas
sobre la fachada y tres a los costados, y por encima de estos tres pisos, hay un amplio desván con
ventanillas a cada lado. Aquello es un hermoso palacete, que podría estar en Frankfurt-am-Mein, en
Dortmund o en München, pero no en aquella efímera y famélica Buenos Aires de 1536. El anónimo
ilustrador de Schmidl hojeó el volumen, que debía valorar con visiones gráficas de los hechos referidos en
el mismo, pero lo hizo sin analizarlos mayormente, de donde sus errores, coincidentes éstos con los de los
tantos historiadores que, después de él, se han ocupado de la obra de Schmidl (4).

El hecho cierto
Cierto es que, asentados los españoles en aquella primera Buenos Aires, les fue imposible proveerse de
los necesarios alimentos, y a las pocas semanas de estar allí, el hambre los comenzó a atenacear, hasta
amenazar acabar con todos ellos y con la población misma.“La gente – nos dice Schmidl- no tenía que
comer, y se moría de hambre, y padecía gran escasez, fue tal la pena y el desastre del hambre, que no
bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; también los zapatos y cueros todo tuvo que ser
comido”(5). El último cronista, testigo presencial de los sucesos, relata el conocido episodio de los dos
ajusticiados, nos dice que “en la misma noche, por parte de los españoles, ellos han cortado los muslos y
otros pedazos de carne del cuerpo, y (los han) comido” (6).
Ni se crea que Scmidl fantaseó, ya que Francisco de Villalta, desconocedor del libro de éste, pero
conocedor de la tradición, escribió pocos años después en una de sus cartas que: “era tanta la necesidad y
el hambre que pasaban (los hombres de Pedro de Mendoza) que era espanto, pues unos tenían a su
compañero muerto tres o cuatro días, y tomaban la ración por no poder pasar la vida” (7), y otro de
aquellos primeros cronistas, el versificador Villafañe, después de referir actos de crudo canibalismo, nos
dice, con referencia a los soldados españoles, que “unos se hallan tirados tras los fuegos, por los humos y
las cenizas ciegos, y otros tartamudeando, y no fueron pocos los que morían mudos y rabiando”. (8)
¿Cómo es posible explicar este hecho innegable, si la ciudad de Buenos Aires estaba a la vera del Río de
la Plata?, si estuviera allí ¿qué les costaba a los moradores de la misma caminar unos metros, tal vez sólo
dos o tres, y pescar cuanto les fuera necesario para su alimentación? El no haberse valido de la pesca ¿no
es elemento elocuentísimo de que la población estaba en un punto alejado del Río de la Plata?

El Río de la Plata sin peces


Hay una solución fácil, pero sin un adarme de fundamento, ni histórico, ni geográfico, y es el decir que
entonces no había pescado en el Río de la Plata. Este carecía de pesca. Aunque parezca inconcebible,
modernamente se ha alegado esta causal y se ha escrito lo que sigue: “Santa María de los Buenos Aires
(se fundó) en la tierra pobre de los Querandíes, que no aceptaron servidumbre. Río sin peces, pampa
desolada y sin frutos… y un hambre como la de Jerusalem, que llevó sin exageración al canibalismo” (9).
Ninguna seriedad hay en estas frases (10). El mismo Schmidel refiere como en una ocasión, llegó él a las
orillas del Río de la Plata, y vio que eran “buenas aguas de pescar”, y nos dice también que los indios
tenían “Mucho pescado y harina de pescado, también manteca de pescado” (11). En los primeros decenios
del siglo XVII, escribió Vásquez de Espinoza que el Río de la Plata era “abundantísimo de pescado” y
había “sábalos, dorados, pacús redondos y chatos, a manera de raya, surubí largo y puntiagudo como
agujas, sin escamas, patís que es como cazón, sin escamas, menudos, en tanta abundancia que con un
poco de tocino, a la luna, se recogía grandísima cantidad, el cual es muy sano, remedio de muchos
pobres”. (12)

Nada en absoluto nos autoriza a opinar que en 1536 estaba tan falto de pescado el Río de la Plata, que los
hombres que vivían junto a sus aguas morían de hambre por no haber pesca, ni siquiera
algunos “Pliscostomus Commernif”, hoy tan despreciados por las gentes, que los llaman “viejas del
agua”. A aquellos hambrientos les habría satisfecho, tanto o más que el surubí, el dorado o la raya, y no
tan sólo en el Río de la Plata, sino también en los ríos del Tucumán, había mayor abundancia de peces en
el siglo XVI, que en siglo XX, pues Sotelo Narváez nos informa que esos cursos de agua eran abundantes
en pesca y “tenían sábalos y otros géneros, y éstos en abundancia”. (13)
Lógica por demás infantil la que, partiendo de un hecho que no era “cierto” llegar a negar que había
habido pesca en el Río de la Plata a fin de explicar la terrible hambre que afligió a la población, en vez de
examinar ese hecho “cierto” y comprobar que era un hecho “falso”, y para ello bastaba leer lo que
escribió el mismo Schmidel. Refiere éste cómo los “susodichos Querandíes nos han traído diariamente al
Real, durante catorce días, su escasez de pescado y carne, y sólo faltaron un día, en que no nos trajeron
qué comer”. (14)
Pero si la población estaba a orillas del río, en la Vuelta de Rocha, en la Plaza San Martín o en el Alto de
San Pedro ¿por qué habían de depender de los indios para su manutención? Decir que carecían de los
necesarios aparejos de pesca, sería, tratándose de marinos y de quienes habían cruzado el océano,
pescando a diario para su alimentación, una aserción tonta, tan tonta, tan sin base como el decir que no
había pesca en el Río de la Plata. (15)

Sin recursos propios


Pero el hecho cierto, referido por Schmidel, es que no bien los españoles establecieron su Real y
población en la Vuelta de Rocha, o en el Retiro, o en el Alto de San Pedro, o como nosotros sostenemos,
en las cercanías del Puente Uriburu, recibieron la comida que les traían los indígenas, y si no contaban
con esa alimentación, se quedaban en ayunas. Tal fue el caso durante catorce días, pero al cabo de ellos, y
cuando los españoles habían consumido cuanto tenían de alimenticio, los indios se cansaron de proveerles
de pescado, y entonces nuestro general, don Pedro de Mendoza, envió en seguida un alcalde, de nombre
Juan Pavón, y con él dos peones, pues estos susodichos indios estaban a cuatro (millas o) leguas de
nuestro real.

Si los indios pescadores, que sin duda tenían sus “hábitats” junto a las aguas del Río de la Plata, estaban a
distancia de cuatro millas del Real, parece deducirse que dicho Real estaba también a cuatro millas de
donde estaban los indios, y por consiguiente dicho Real estaba a igual distancia de donde estaba la costa
del Río de la Plata, donde pescaban los susodichos Querandíes.

Como se refiere en la historia de Schmidel, el citado alcalde Pavón, lejos de ganarse las simpatías de los
proveedores de antes, se malquistó con ellos, y mucho fue que en aquella ocasión salvara su vida y la de
sus pocos compañeros. Cierto es que, de regreso al Real, causó alboroto con las noticias de que fue
portador, alboroto que se basaba en el espectro del hambre, que habría de venir sobre los pobladores, si no
obtenían pescado u otros alimentos por parte de los indios. Entonces trescientos lansquenetes con treinta
caballos, “y yo en esto he estado presente”, según se expresa Schmidel, partieron a la costa del Río de la
Plata, y después de espantar a los indígenas, la mayoría de los cuales fugó a sus escondites, “allí
permanecimos tres días; después retornamos a nuestro Real, y dejamos unos cien hombres de nuestra
gente, pues hay buenas aguas de pesca en ese mismo paraje; también hicimos pesca con las redes de ellos,
para que sacaran peces, a fin de mantener la gente, pues no se debe más de seis medias onzas de harina de
grasa, todos los días, y tras el tercer día se agregaba un pescado a su comida, y la pesca duró dos meses, y
quien quería comer un pescado (además del que se le daba) tenía que andar las cuatro millas o leguas de
camino en su busca” (16).
No se necesita ser un historiador avezado a la interpretación de viejos papeles, para colegir de estas
frases, cómo aquella Buenos Aires de Pedro de Mendoza estaba a distancia de cuatro millas o leguas del
Río de la Plata, y que sólo a esa distancia se podía hacer, y en efecto se hizo, abundante pesca durante dos
meses, y si alguien quería comer más pescado había por su cuenta y riesgo que recorrer esas cuatro leguas
o millas, que eran las que había entre la población y el Río de la Plata, en cuyas aguas había pesca
abundante.
Pero, ¿cómo es posible compaginar todo esto con el hecho, que ahora se considera ciertísimo, de que la
dicha población estaba en el Alto de San Pedro, a pocos metros, tal vez dos o tres, a lo más quince o
veinte, de las aguas del Río de la Plata o del Paraná?

Buenos Aires se fundó sobre el Riachuelo


Fuera de la recordada lámina, que es pura superchería, no hay una sola frase de cronista alguno que nos
sugiera que la Buenos Aires de Pedro de Mendoza, estaba cabe nuestro gran río o junto al mismo, o en sus
inmediatas cercanías, y Juan Rivadaneyra en su Relación, que es de 1581, llama “rrio de buenos ayres” al
Riachuelo, y en uno de sus mapitas consigna el “rrio de buenos ayres do tubo pueblo la gente de don
Pedro”, y Fernández de Oviedo, más explícitamente, escribió que Mendoza estableció el Real “a la par de
un río pequeño, que entra en el río grande”, esto es, sobre el Riachuelo que desemboca en el Río de la
Plata (17).
De época muy anterior son otros documentos que manifiestan que aquella primera Buenos Aires no
estuvo, ni pudo estar, en el Alto de San Pedro. Tal el de Francisco de Villalta quien, en 1556, nos informa
que el fundador de la primera Buenos Aires estableció la dicha población en un punto alejado de la costa,
tan alejado de ella que era “forzoso no tan solamente pescar los indios para nuestra sustentación, pero aún
los cristianos”, exponiéndose éstos a perecer a manos de aquéllos, en el viaje de ida y de vuelta, y por
esto “los capitanes acordaron de aconsejar a Don Pedro hiciese pueblo más debajo de donde estaba éste,
que podrá haber cuatro leguas más abajo” (18).
Si todavía hoy hay quienes, al ver un plano de la ciudad de Buenos Aires, tienen la impresión de que la
parte superior corresponde al Norte y la inferior corresponde al Sur, nada extraño es que Villalta, ya en
1556, incurriera en igual error: “más debajo de donde estaba éste” pueblo equivale a decir más al Sur, no
más al Oriente, y señala la distancia de “cuatro leguas más abajo”, o más al Sud, lo que correspondería al
punto donde debió Pedro de Mendoza de haber fundado la ciudad, esto es, en un punto cercano al Alto de
San Pedro. El mismo Villalta nos informa que estaba la dicha población “en una tierra cava y
empantanada”, y abundante en “mosquitos, que apenas dejaban reposar” (19). Digamos sin rebozo que es
imposible compaginar todo esto, con el Alto de San Pedro, que hasta ahora ha contado con las simpatías
de los historiadores.

Lo que está fuera de toda duda es que la Buenos Aires de Pedro de Mendoza estaba a cuatro millas o
leguas del Río de la Plata, y también es cierto que estaba a media milla o media legua, según unos, o a un
cuarto de milla o legua, según otros, del Riachuelo. Es el mismo Schmidel quien nos informa que los
navíos de la Armada, “estaban surtos hasta a media milla de nuestra ciudad de Buenos Aires” y sabemos
que hubo a la sazón dos núcleos de población, debidas a esa distancia, en uno de los cuales se encontraba
lo principal de la población, esto es, la embrionaria ciudad de Buenos Aires, y en el otro se hallaban
recalados los barcos, con los marinos carpinteros de ribera, calafateadores, etc. Confirma esta realidad el
hecho de que las tres iglesias, que había en el núcleo principal fueron incendiadas por los indios, pero la
que se hallaba, a media o a un cuarto de milla o de legua de distancia, para servicio de los marinos y de
los que estaban donde se hallaban los barcos, no fue incendiada, pero, en una inundación, las aguas del
Riachuelo la echaron abajo.

Una síntesis
En los primeros días de febrero de 1536, procedentes de la isla de San Gabriel, frente a la Colonia del
Sacramento, comenzaron a llegar a nuestras costas rioplatenses las naves, trece o catorce en número, que
componían la magna y lucida armada de Pedro de Mendoza, trayendo a bordo mil quinientos a mil
ochocientos hombres y mujeres, entre tripulantes y viajeros. Como días antes habían llegado unos
expertos y examinado nuestras costas, aquellas naves enfilaron a la desembocadura del Riachuelo que, a
la sazón, se hallaba a la altura de la actual calle Viamonte y así la recorrieron de norte a sur hasta la Vuelta
de Rocha, y desde ese punto tomaron el rumbo Este-Oeste, hasta llegar a lo que es en la actualidad, el
Puente Uriburu (20). Al sur de éste, formaba el Riachuelo dos inmensos semicírculos o meandros casi
circulares y allí dejaron a los navíos “como en una caja”, según la expresión de uno de aquellos primitivos
cronistas (21). Sobre la ribera izquierda del Riachuelo y cabe el lugar donde se hallaban los barcos, se
formó una reducida población de doscientas a trescientas personas, pero para el grueso de la población se
buscó un lugar alto, ajeno a las posibles inundaciones del Riachuelo, y, en efecto, se eligió un solar a
media milla, o algo menos, al norte del punto donde habían quedado depositados los navíos, y en ese
solar, con todas las de la ley, se fundó, el día 2 de febrero de 1536, la ciudad de Buenos Aires.

Para fijar el solar elegido para nuestra ciudad hay dos datos de la mayor valía: sabemos que distaba cuatro
millas del punto más cercano al Río de la Plata y sabemos que estaba a media milla, o poco menos, del
fondeadero o puerto, lo que corresponde a la región comprendida entre lo que es ahora Avda. Antonio
Sáenz y la calle Monteagudo, y entre la calle José C. Paz y la Avda. Caseros. Allí, sobre lo que son ahora
los verdes campos de la plaza José C. Paz y los del Parque Patricios, se levantaron los galpones, donde
almacenar tanta rica vajilla traída de España, y las tantas mercaderías como habían venido en los barcos, y
en lo que son ahora los jardines del Hospital Policial “Bartolomé Churruca”, Hospital José M. Penna y
Maternidad María M. de Mouras, debió de surgir el Cabildo, la Cárcel, la Casa del Adelantado y, en torno
de estas casas reales, la de los mil quinientos moradores. Una vigorosa empalizada, de unos dos a tres mil
metros de extensión o de circuito, defendía a la naciente población contra los posibles y aún probables
ataques de los vecinos indígenas, aunque de facto para poco sirvieron. Tres iglesias erguían sus débiles
torres por sobre aquella apretujada Buenos Aires de 1536.

Allí estaba ella, en un punto relativamente alto, ya que su cota era de 17 metros, y aunque se sabía que,
con correrse unos quinientos metros más al noroeste había planicies de altura doble de la anterior, se
prefirió estar cerca de los navíos, para mutua defensa y también por ser el Riachuelo la única fuente de
aguas. Aún así había que andar más de setecientos metros para aprovecharse de ellas.

Cuál fue el error de Pedro de Mendoza


Con una somera idea de estas regiones, adquirida por las noticias que le habían llevado los técnicos, que
desde San Gabriel había él despachado, enderezó Pedro de Mendoza sus navíos a la boca del Riachuelo,
la que entonces estaba, más o menos, a la altura de la calle Viamonte, dobló hacia el sur por las aguas de
dicho Riachuelo, y, al llegar donde se halla la actual boca de ese curso de agua, dobló hacia el poniente y
subió hasta que, allá por lo que ahora es el Puente Uriburu, advirtió menor profundidad en las aguas, y allí
estableció lo que denominó Puerto de Nuestra Señora de Santa María de Buenos Aires, y a media legua o
milla o a un cuarto de legua o milla al norte del Riachuelo, estableció el Real o asiento militar, o la
fracasada ciudad de Buenos Aires.

Es posible que hubiese elegido ese sitio alejado de la costa, ya para evitar sorpresas por parte de posibles
piratas, o “insultos”, como entonces se decía, por parte de alguna expedición de portugueses, quienes
consideraban lusitanas esas regiones; también es posible que se ubicara allí para no tener roces con los
indígenas que, en número de unos cuatro mil, conforme nos dice Schmidel, ocupaban la región, esto es la
costera, donde había agua potable y abundante pescado. Estimaba Pedro de Mendoza que establecidos
provisoriamente tierra adentro, sobre el curso del Riachuelo, a nadie molestarían y de nadie serían
molestados, y que en breve serían dueños de estas regiones.

Pensó, claro está en la alimentación de la gente, pero a la vista de inmensos campos con abundantes
ciervos, gamos, avestruces, nutrias, armadillos, y con abundantes volátiles, y cabe el llamado Río de los
Navíos, en el que no faltaría algún pescado, creyeron contar con los suficientes medios de subsistencia,
pero falló en sus cálculos, ya que según parece había escasa o ninguna pesca en el Riachuelo, y mientras
tuvieron caballos, y los indios les eran amigos, pudieron perseguir y cazar los ciervos y los avestruces,
pero les fueron faltando los caballos, y los animales cazables se fueron retirando de aquellos campos, o
llevados por el instinto de conservación o a impulsos de los indios, que miraban por la subsistencia de
esos animales, que ayudaban a la de ellos. Lo cierto es que dependieron de los indios para su
alimentación, y aunque éstos les llevaron lo suficiente durante los primeros catorce días, después se
negaron a proveerles, y acaeció lo que fue el principio del fin.

En conclusión:

1) La primitiva Buenos Aires, la fundada por Pedro de Mendoza, no estuvo sobre el Río de la Plata.
2) Toda la documentación nos dice que se estableció tierra adentro, bastante lejos del Río de la Pata.
3) Según Schmidel, estuvo ubicada a distancia de cuatro millas del Río de la Plata, y a media, o a un
cuarto de milla al norte del Riachuelo.
4) De acuerdo al conjunto de noticias que nos han dejado los cronistas, así los de la primera como los de
la segunda hora, aquella Buenos Aires estuvo Riachuelo arriba, y dentro de lo que es el actual perímetro
de la actual ciudad de Buenos Aires, en la parte sur de la misma, pero sobre la ribera izquierda o norte de
dicho Riachuelo, en un punto cercano a lo que es ahora Puente Uriburu y Parque de los Patricios.

Referencias
(1) Cf. Enrique de Gandía, Crónica del magnífico Adelantado don Pedro de Mendoza, Buenos Aires 1936,
de la que es un extracto; Primera fundación de Buenos Aires, en Historia de la Nación Argentina, III,
Buenos Aires 1961, 110-145, y la abundante bibliografía que consigna sobre el tema, p. 153.

(2) Recuerda Gandía cómo Eduardo Madero y Paul Groussac situaron la primitiva Buenos Aires en la
actual Vuelta de Rocha, fundados en lo que dijo Ruiz Díaz de Guzmán, que Mendoza metió sus naves en
el Riachuelo “del cual media legua arriba fundó una población que puso por nombre Santa María” (p.141)
y recuerda después (p. 143) cómo “el señor Aníbal Cardoso situó con acierto la fundación en lo alto de la
meseta y estuvo cerca de la verdad al señalarla en la orilla izquierda del zanjón de Granados, a unos pocos
centenares del Alto de San Pedro”. La teoría de Roberts “según la cual Buenos Aires se habría levantado
en la barranca de la actual Plaza de Retiro, diremos que en apariencia no se juzga inaceptable porque se
basa en el hecho de medir la media legua señalada por Guzmán desde el Alto de San Pedro, boca norte del
Riachuelo, “hacia arriba”, es decir, hacia el norte, lo cual llevaría correctamente la fundación al Retiro”.

(3) En la edición latina de 1599, Vera historia, que es traducción de la edición alemana de 1567, esta
lámina se halla entre pp. 22 y 23, y ha sido reproducida en incontables ocasiones. Lafone y Quevedo,
Ulrich Schmidel, Viaje al Río de la Plata (1534-1554), Buenos Aires (1903), la reproduce en la p. 150.

(4) Ulrico Schmidel, Ed. Lafone, pp.151-152. Conviene no olvidar que la obra de Schmidel ha llegado a
nosotros con variantes sensibles por proceder las diversas ediciones de manuscritos diversos, siendo,
según parece, el autógrafo, terminado en 1534, del que se valió el doctor Mondschein en 1893 para la
edición que publicó en ese año. A esta edición responde la versión de Wernicke. La latina de 1599 está
hecha a base de una copia lateral, con no pocas variantes. Lafone se valió de la edición Langmantel, de
1889, que se basa en otras dos copias, diversas de la antes citada.

(5) Ulrich Schmidel, Ed.Wernicke, Buenos Aires (1944), p. 40. Sobre lo que fue el hambre en aquella
Buenos Aires de Mendoza, véase Ernesto J. Fitte, Hombre y desnudeces en la Conquista del Río de la
Plata, Buenos Aires, 1963, pp. 91-180

(6) Ulrich Schmidel, Ed. Lafone y Quevedo, p.152.

(7) Esta carta de Villalta está reproducida entre los apéndices, pp. 303-324, de la mencionada edición de
Schmidel, realizada por Lafone y Quevedo.

(8) Se han ocupado de Miranda de Villafañe y reeditado en todo, o en parte, su composición política,
Enrique Peña, El padre Luis de Miranda, en Revista de Derecho, Historia y Letras, Buenos Aires, t.
XXIV, 1906, pp. 514-518, también José Torre Revello, El clérigo Luis de Miranda de Villafañe, en La
Prensa, de Buenos Aires, 26 de febrero de 1936, y Enrique de Gandía, Luis de Miranda, primer poeta del
Río de la Plata, Buenos Aires (1936).
(9) Relación varia de Hechos, Hombres y cosas de estas Indias Occidentales, Selección y notas de Alberto
M. Salas y Andrés Ramón Vázquez. Prólogo de Gonzalo Losada. Editorial Losada, Buenos Aires (1963),
p. 55.

(10) Según la traducción de Wernicke “hay buenas aguas de pesca en ese mismo paraje” (p. 40) y según la
de Lafone (p. 15) “eran aquellas aguas muy abundantes de pescado”, y en la traducción que publicó
Pelliza y que es la anónima publicada en Madrid, en 1749, se lee que “aquellas aguas son
maravillosamente abundantes de pescado” (p. 24). La versión latina (p. 13) nos dice que “sunt enim aquae
ibi mirabiliter piscosae”.

(11) Así traduce Wernicke, mientras Lafone escribe: “hallamos harto pescado, harina y grasa del
mismo” (p. 150).

(12) Vásquez de Espinosa, Compendio y descripción de las Indias Occidentales, Washington (1948), p.
632, n. 1792.

(13 )Pedro Sotelo Narváez Relación… (1582) en Municipalidad de Buenos Aires, Documentos históricos
y geográficos relativos a la Conquista y colonización rioplatense, I, Buenos Aires (1941), p. 81.

(14) El texto latino de 1589 dice así: Hi Carendies per diez quatuordecim liberaliter de sua tenuitate
impertiverunt et quotidie pisces et carnes ad nostra castra attulerunt, uno die exepto, quo prorsus non
venerunt ad nos. I. – deo noster praefectus, Dominus Petrus Mendoza, nomine Jan. Baban et duos milites
ed eos misit, quatuor enim milliaribus sui populi Carendies a nostris castris morabantur… (pp. 12-13). En
la edición de la “Historia y descubrimiento del Río de la Plata y Paraguay” por Ulrico Schmidel. Con una
introducción y observación crítica por Mariano A. Pelliza, Buenos Aires 1881, que es la traducción
publicada a mediados del siglo XVIII, por Barcia, y a mediados del siglo XIX, por Pedro de Angelis, se
dice que “catorce días trajeron peces y carne al Real y porque faltaron uno, envió Mendoza a Ruiz Galán,
Juez, y otros dos soldados a ellos (que estaban a cuatro leguas). Pero los indios los maltrataron, y
volvieron al Real con 3 heridos. Viendo Mendoza esto, y que Galán se mantenía con la gente, envió a su
hermano, don Diego de Mendoza, con 300 soldados y 30 buenos caballos (entre los cuales iba yo)
mandándole que, tomado el pueblo de los indios, los prendiese y matase a todos (halló a 3.000
querandíes). Pero cuando llegamos ya tenían 4.000 indios de sus amigos y familiares de socorro” (p. 23).
El original de la frase “que estaban a cuatro leguas”, en latín “quatur enim milliaribus sui populis
Carendies a nosotris castris morabantur” coincide con el alemán: “4 meil von unsern leger”, lo que
Wernicke tradujo fielmente al escribir que los tales Querandíes “estaban a 4 leguas de nuestro real”,
aunque indebidamente puso leguas donde el original pone meil, millas.

(15) Así traduce Wernicke, mientras Lafone escribe que “entonces nuestro general Pietro Manthossa
despachó un alcalde llamado Johann Pabon, y él y 2 de a caballo se arrimaron a los tales Curendies, que
se hallaban a 4 millas (leguas) de nuestro real” (p.148).

(16) El texto latino (p. 23) dice así: “si quis alioquin piscibus vesci vellet, necesse erat ut eos per quatuor
milliaria pedes quareret”. El texto original correspondiente a la frase “y quien quería comer un pescado
tenía que andar las cuatro millas de camino en su busca”, es como sigue: “und wer ein fisch essen wolt,
der must die 4 meil wechty dornach geen”.

(17) Cita de Gandía: Primera fundación… p. 141.

(18) Francisco de Villalta, en Lafone, Ulrich Schmidel, oc. p. 308.

(19) Francisco de Villalta, en Ulrich Schmidel, ed. Lafone, apéndice A, p. 308. El historiador Raúl A.
Molina recuerda cómo Lope Vázquez Pestaña escribió que Pedro de Mendoza había establecido su real, o
primera Buenos Aires, en un terreno “muy bajo y sin árboles”. Cf. Primera cónica de Buenos Aires, en
Historia, n. 1, Buenos Aires 1955, p. 90.

(20) El tonelaje de la nao Magdalena era de 200 toneles y el del galeón Santon, que era la almirante,
también de 200 y el de la carabela Santa Catalina era de 140, la Trinidad de 120, la Anunciada de 80, y el
de un patache sería de 40 tonelada. Cf. Eduardo Madero, Historia del Puerto de Buenos Aires, Buenos
Aires (1892), t. 1, y único, p. 96. Escribe Gandía: “En este brazo norte se refugiaron los navíos de
Mendoza, especialmente los de más toneladas, como la Santa Catalina y otros. Los prácticos de entonces
decantaron sus ventajas. Hernando de Montalvo escribía, en 1590, que “Buenos Aires tiene muy buen
puerto, que es un riachuelo, y dentro de él tiene cuatro y cinco brazas de fondo. El canal para entrar en él
tiene muchas veces doce palmos y otras catorce y veinte, con aguas vivas” o alta marea. Primera
fundación… 141.

(21) Ruy Díaz de Guzmán escribió que la segunda Buenos Aires “está situada sobre el propio Río de la
Plata, cuyo puerto es muy desabrido y corren muchos riesgos los navíos surtos en él, donde dicen los
pozos, por estar algo distantes de la tierra. Mas la Divina Providencia proveyó de un riachuelo, que tiene
la ciudad por la parte de abajo (esto es, al sud) como una milla, tan acomodado y seguro que, metidos
dentro de él los navíos, no siendo muy grandes, pueden estar sin amarrar, con tanta seguridad como si
estuvieran en una caja”.

Ulrich Schmidl

Grabado de la edición de su relato por Levinus Hulsius 1599

Ulrich Schmidl, o Utz, como le llamaban sus amigos, nació alrededor del año 1510 en la ciudad bávara de
Straubing. Se desconoce la fecha exacta de su nacimiento, sólo se puede afirmar con toda seguridad que
debió nacer antes o, como muy tarde, hacia 1511, el año en que murió su padre Wolfgang. Ulrich
Schmidl era el retoño de una de las familias principales de Straubing, que ya desde 1364 aparece en los
documentos históricos de la ciudad bávara. Fue Friedrich III quien elevó a los Schmidl a la nobleza y que
les permitió usar un escudo de armas: la cabeza de un toro negro con una corona dorada alrededor de las
astas.

Su padre Wolfgang fue hasta tres veces burgomaestre de Straubing. Wolfgang Schmidl tuvo tres
hijos. Ulrich fue el más joven, fruto de su segundo matrimonio. Friedrich, el primogénito, murió aún
siendo muy joven, por lo que los derechos de herencia de su padre pasaron a Thomas, el segundo
hijo. Friedrich y Thomas eran hermanastros de Ulrich.

Se desconoce la razón por la cual Ulrich dejó su ciudad natal. Como se deduce de su narración, en 1534
se encontraba en Amberes. Fue entonces cuando escuchó hablar sobre los preparativos de la expedición
de Pedro de Mendoza al Río de la Plata. ¿Fueron las historias sobre las fabulosas riquezas del Nuevo
Mundo las que le sedujeron al joven bávaro de unos 25 años a participar en la arriesgada empresa, o
fueron sus ansias de aventuras? Nunca lo sabremos. Tomó la decisión y viajó por mar hacia el sur de
España, a Cádiz. El 24 de agosto de 1535 embarcó como soldado en el barco de los señores Jakob Welser
y Sebastian Neithart de Nuremberg, para hacer la gran travesía hacia el desconocido Río de la Plata.

La flota estaba compuesta por catorce barcos que comandaba el Primer Adelantado don Pedro de
Mendoza. Esa expedición tenía fines muy precisos, pero a la vez, estaba basada en vaguedades, como
que se proponía explorar el Río de la Plata -así bautizado expresamente- como forma de llegar a la
fabulosa Sierra de Plata. Entre sus capitanes figuraban algunos con insignias de órdenes militares que
habían ya acompañado a Mendoza en otra aventura, como Juan de Ayolas o Domingo Martínez de Irala.

La expedición de 1534 contaba con dos mil quinientos españoles y ciento cincuenta alemanes. Llevaban
además setenta y dos caballos y yeguas, que fueron los primeros ejemplares de ganado equino que
llegaron al Río de la Plata. Esos caballos fueron también los primeros que sufrieron el acoso de los indios
Querandiés y sus “boleadoras”, armas indígenas que Schmidl describe como “gruesos cordeles que
llevaban una piedra atada a un extremo y que lanzaban con gran pericia a las patas de los caballos,
consiguiendo derribarlos”.

En el Río de la Plata, el 3 de febrero de 1536, Schmidl participó de lo que sería la primera fundación de
Buenos Aires, el poblado a orillas del Río de la Plata que recibió entonces el nombre de Santa María del
Buen Aire. En un pasaje de su libro, “La Admirable navegación realizada por el Nuevo Mundo entre
Brasil y el Río de la Plata entre los años 1534 al 1554”, aparece por primera vez el nombre de la ciudad,
escrito en fonética, “Wonass Eiress”: se trataba en realidad de un rústico conjunto de chozas con paredes
de barro y techo de palmas, rodeadas por empalizadas de protección. Contaba con una “casa fuerte” para
la vivienda del Adelantado, una cien habitaciones que daban cobijo a los soldados y una iglesia. Las
empalizadas -según el relato de Schmidl, de “la altura de un hombre con una espada en la mano”, eran
absolutamente necesarias pues los indígenas del lugar, los Querandíes, una nación de aproximadamente
3.000 hombres, fueron al principio amistosos, pero se fueron convirtiendo en un peligro constante.

El joven aventurero nunca podría haber sospechado que así comenzó un largo viaje, que duraría casi 20
años. No regresaría a Straubing hasta 1554. Era el mal estado de salud de su hermano Thomas, que muy
poco después de su regreso falleció, que le hizo volver a su ciudad natal.

Durante su largo viaje por el mundo desconocido, Ulrich Schmidl visitó regiones y países que hoy en día
conocemos como Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Sobrevivió a la gran hambruna de los
primeros años, sed, enfermedades, cientos de escaramuzas y combates con los indios, un naufragio en la
inmensa desembocadura del Río de la Plata y un sinfín de expediciones peligrosas. Utz era un verdadero
soldado de fortuna, aunque, eso sí, con muchísima suerte. ¿Quien si no podría haber aguantado todas esas
penurias durante casi 20 años? A su regreso a Straubing, Ulrich Schmidl rondaba los 45 años. Sus
aventuras no se acabaron en el Río de la Plata. También en su Baviera natal, la vida le aguardaban
muchas sorpresas y sobresaltos. Así le echaron de la ciudad de Straubing en 1562, por haberse convertido
al protestantismo. Por aquel entonces ya era un importante consejero de la ciudad. Tuvo buena acogida
en Regensburgo, donde pronto se convirtió en un ciudadano próspero y principal. Fue entonces cuando
escribió el relato de su viaje al Nuevo Mundo, que se publicó por primera vez en 1567.

Ulrich Schmidl se casó tres veces, aunque no tuvo descendientes. Igual que la fecha del nacimiento de
Ulrich Schmidl, también la fecha de su muerte sigue siendo una incógnita. Probablemente se murió al
final de 1580, o a principios de 1581.

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