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Sanando las enfermedades espirituales

3. PATOLOGÍA DEL HOMBRE CAÍDO

1. Patología del conocimiento


2. Patología del deseo y del gozo
3. Patología de la agresividad
4. Patología de la libertad
5. Patología de la memoria
6. Patología de la imaginación
7. Patología de los sentidos y de las funciones corporales

2. Patología del deseo y del gozo

a) La desviación del deseo y la perversión del gozo

• El hombre ha sido creado para unirse a Dios. La facultad de deseo (concupiscible)


(epithymía, dynamis) ha sido puesta en su naturaleza para que pueda desear a Dios, tender y
elevarse hacia Él y unirse a Él (cf. san Máximo el Confesor; Teodoreto de Ciro).

• Éste es para él el uso normal de esta facultad, conforme a su naturaleza, y que


contribuye a constituir su salud.

• “El ojo ha sido creado para la luz, el oído para el sonido, toda cosa para su
fin, y el deseo del alma para lanzarse hacia Cristo”, (san Nicolás Cabasilas,
La vida en Cristo, II, 90).

• “El colmo de lo deseable es llegar a ser Dios”. (Basilio de Cesarea, Sobre el


Espíritu Santo, IX, 29).

• A todo deseo está ligado un placer; de la orientación natural de su deseo hacia Dios, el
hombre recibe una intensa felicidad espiritual.

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• Este “placer (edoné) divino y bienaventurado” (Gregorio de Nisa, Tratado de la
virginidad, 5; san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, 58, escolio 22, llama
así mismo edoné a “la dicha del alma a propósito de la virtud” )

• constituye para el hombre la alegría más alta porque de su participación en la vida


de Dios infinito, el hombre saca una alegría infinita.

• Es lo que Cristo llama “la alegría perfecta” ( Jn 15, 11) que no podría alcanzar
de ninguna otra manera, porque aparte de Dios, que es infinito, todo lo demás no
aportaría más que un goce parcial y limitado.

• También san Máximo el Confesor nota: “No hay más que una sola felicidad, la
vida común del alma con el Verbo”; “el único placer es el acceso a las cosas
divinas”.

• Adán, en su estado original que, —recordémoslo, constituye para toda la humanidad su


estado normal— no deseaba nada más que a Dios,

• “orientaba hacia él toda su potencia de amar” (san Máximo el Confesor, Ambigua


a Juan, 45) y no recibía sino de Él todo placer, toda alegría, toda felicidad.

• Dios era para el hombre la fuente única de alegría. “No encontraba sus delicias sino
en el Señor” dice san Gregorio de Nisa.

• No gozaba, en el paraíso, de bienes mezclados, precisa en otra parte, sino que “el
beneficio único de la felicidad concedida [al hombre era], el verdadero Bien en sí
mismo” (san Gregorio de Nisa, Tratado de la virginidad, XII, 4, 8 y La creación del
hombre, XIX y XX).

• Dicho de otro modo, el hombre en su estado primordial no conocía ningún placer


sensible. “Dios el Verbo, que ha creado la naturaleza de los hombres, no ha fundado
con ella el placer sensible”, hace notar san Máximo (Cuestiones a Talasio, 61).

• El diablo, envidioso de la alegría espiritual a la cual el hombre estaba destinado,

• le sugirió entonces apartar de Dios su deseo y orientarlo en una dirección contra la


cual Dios, por el mandato que le había dado, lo había puesto en guardia.

• (Este rasgo es subrayado muchas veces por los Padres de la Iglesia. Cf. por
ejemplo san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, prólogo; Gregorio
de Nisa, Discurso catequético, 6).

• “El diablo por un engaño, persuadió al hombre para que transfiriera el deseo
de su alma de lo que le estaba permitido a lo que le estaba prohibido y se
volviera hacia la transgresión del mandamiento divino” (san Máximo el
Confesor, Comentario al Padrenuestro, 90).

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• El hombre fue tentado por la serpiente a gozar de otros placeres para él todavía
desconocidos, pero más inmediata y fácilmente accesibles (cf. Atanasio de Alejandría,
Discurso contra los paganos, 3) que los goces espirituales hacia los cuales su
naturaleza lo hacía tender,

• pero a los cuales no accedía aún sino parcialmente, su posesión perfecta debía
ser obtenida al término de su crecimiento espiritual.

• Estos placeres que el Maligno proponía al hombre estaban ligados al deseo de


las realidades sensibles que el hombre, en su estado primero, ignoraba como
tales.

• Adán estaba destinado a gozar de las realidades sensibles en sí mismas (cf. Gn 2, 16;
Macario de Egipto, Homilía, colección II, XIII, 1) pero a gozarlas espiritualmente, es
decir en Dios, por medio de sus “razones” espirituales, de sus logoi.

• Adán se puso especialmente a considerar y a desear las criaturas y a querer gozarlas en sí


mismas y para sí mismo, egoístamente, es decir, fuera de Dios,

• dicho de otro modo, a querer como, lo dice san Máximo el Confesor, “a apoderarse
de las cosas de Dios, sin Dios, y antes que Dios y no según Dios” (Ambigua a Juan,
10; cf. Cuestiones a Talasio, 61).

• Es así como al deseo y al placer espirituales conformes a su naturaleza ha sustituido un


deseo y un placer carnales contra la naturaleza.

• “Un placer introducido por engaño fue el comienzo de la decadencia”, escribe san
Gregorio de Nisa (Tratado de la virginidad, XII, 4);

• Y san Cirilo de Escitópolis “a la belleza inteligible, Adán prefirió lo que aparecía


como deleitable a sus ojos carnales” (Vida de san Sabas, 3).

• Explicando este proceso, san Máximo el Confesor constata: “El deseo, por la
dulzura del placer de los sentidos, aparta el espíritu de la percepción divina de los
inteligibles que le es connatural” (Comentario al Padrenuestro, PG 90).

• Al dejar de desear y de amar a Dios, el hombre se tiene entonces un amor carnal a sí mismo,
que los Padres y especialmente san Máximo llaman filautía, así como por la realidad
sensible, sacando en delante de sí mismo y de ésta, principalmente por intermedio de los
sentidos y de su cuerpo, todo goce y todo placer.

• “Los hombres descuidan las realidades superiores y, lentos para percibirlas,


buscarán más bien aquellas que están más próximas de ellos.

• Ahora bien, lo que está más próximo es el cuerpo y los sentidos: así apartaron
su espíritu de los inteligibles y se pusieron a considerarse a sí mismos. Se
consideran a sí mismos, se apegan a sus cuerpos y a las otras cosas sensibles,
engañándose, por así decir, en su propia causa, llegarán a desearse a sí

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mismos, prefiriendo su bien propio a la contemplación de las realidades
divinas” (san Atanasio de Alejandría, Discurso contra los paganos, 3).

• Esta desviación del deseo innato de Dios, esta conversión de la “potencia concupiscible” del
hombre hacia la realidad sensible considerada en sí misma,

• constituye una perversión, algo desnaturalizado o una enfermedad de esta facultad


que afecta, ya lo veremos, toda la naturaleza del hombre (cf. Juan Damasceno,
Discurso útil al alma; Nicetas Stéthatos, Centurias, I, 15; 16).

• Correlativamente, el placer sensible aparece como

• “la energía del alma contra la naturaleza no puede tener otro origen para formarse
que la dimisión del alma, cuando ella se descarga de todas las cosas según la
naturaleza” (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, prólogo y 58; cf.
Dionisio Areopagita, Sobre los nombres divinos, IV, 16).

• Es por esto que los Padres hablan frecuentemente de la “enfermedad del placer” y
consideran el amor del placer, filedonía, como una de las primeras y más importantes
enfermedades espirituales del hombre caído.

• (Hallamos el amor al placer considerado explícitamente con una enfermedad en


Apotegmas de los Padres, XV, 136; Doroteo de Gaza, Instrucciones espirituales, XI,
113; Cartas, 7, 192; san Máximo el Confesor, Centurias sobre la caridad, II, 44; 70;
Juan Damasceno, Discurso útil al alma; Nicetas Stéthatos, Centurias, II, 22).

• Podemos preguntarnos aquí cuál es la causa primera de la caída del hombre:

• si es porque el hombre orientó su deseo hacia la realidad sensible que ha ignorado a


Dios, o si después de haber ignorado a Dios se volvió hacia ella.

• Los Padres se inclinan por la primera solución, subrayando la inmadurez y el estado


de infancia del hombre en el Paraíso, que cedió a la sugestión del Maligno para
apropiarse de los “bienes” más fácil e inmediatamente accesibles para él.

• Pero es igualmente posible insistir sobre el otro punto de vista. Hay una interacción de las
dos causas, una dialéctica que san Máximo evoca en ese otro pasaje que describe el proceso
de la caída, donde se ve que el deseo de lo sensible y de su goce por una parte, y la
ignorancia de Dios por otra parte (pero igualmente ese mismo deseo y la filautía), se
acrecientan correlativamente, se condicionan recíprocamente y se refuerzan mutuamente:

• “Cuanto más el hombre se inclinaba hacia las cosas sensibles solamente a través de
sus sentidos, más le abrumaba la ignorancia de Dios; más estaba encadenado por la
ignorancia de Dios, más se entregaba al goce de las cosas materiales conocidas
empíricamente; más se impregnaba de este goce, más excitaba la filautía que es su
consecuencia; más cultivaba la filautía, más inventaba múltiples medios para obtener

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placer, fruto y meta del amor propio” (San Máximo el Confesor, Cuestiones a
Talasio, prólogo; cf. 65).

• Las múltiples formas de deseo por las cuales el hombre caído busca de diversas maneras
obtener el placer sensible, al cual en adelante dedica su existencia,

• pero también los medios que utiliza psicológica y físicamente para alejar el dolor,
tanto físico como psíquico que están vinculados a aquél (al placer sensible),
constituyen las pasiones, las cuales aparecen como invenciones del hombre para
responder a sus nuevas necesidades.

• “Buscando obtener el placer y evitar el sufrimiento, impulsado por la filautía, el


hombre inventa formas múltiples e innumerables de pasiones corruptoras”, escribe
san Máximo el Confesor, quien dice más adelante:

• “Los vicios se presentan bajo formas múltiples y variadas según el lazo de


cada uno con la naturaleza humana (…). Obligan al hombre, sujeto al deseo
del goce y al miedo al sufrimiento, a servirlo y a inventar numerosas formas
de pasiones siguiendo las posibilidades ofrecidas por las circunstancias y los
medios” (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, prólogo; cf.
Marcos el Monje, La ley espiritual, 102; Juan Damasceno, Discurso útil al
alma; Teognosto, Sobre la acción y la contemplación, 4).

b) Economía del deseo

• Los deseos espirituales, convergiendo en el deseo de Dios y los deseos sensibles, “carnales”,
no constituyen como se podría creer a primera vista, dos formas de deseos diferentes por su
fuente: el hombre dispone en su ser de una potencia única de deseo (epithymía,
epithymetikon, epithymetike, dynamis).

• Los deseos sensibles que aparecen en el hombre caído y pecador, no son otra cosa, en su
naturaleza profunda, que ese mismo deseo que, desviado de su fin divino normal, se orientó
contra la naturaleza y se re-ocupó (encontró una nueva ocupación) en la realidad sensible,
dividiéndose en su multiplicidad.

• El placer sensible que el hombre obtiene por ellos (los deseos por las cosas) no es sino un
simulacro y una falsificación del gozo espiritual y del verdadero bien.

• “Ni el amor ni la alegría pueden ser excitados por los bienes de este mundo, que no
son sino falsas imitaciones; lo que parece bueno no es más que un simulacro de
bien”, escribe Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, II, 91.

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• Una multiplicidad de enseñanzas patrísticas apoyan esta concepción. La relación con
la carne, escribe san Máximo el Confesor, “divide el amor que debemos solamente a
Dios”.

• Orígenes, indicando las dos direcciones divergentes que puede tomar la única
facultad erótica que está en el hombre, escribe con más precisión:

• “Uno de los movimientos del alma es el amor. Lo usamos bien, cuando


amamos la sabiduría y la verdad; pero cuando nuestro amor desciende a
cosas menos buenas, lo que amamos es la carne y la sangre” (Orígenes de
Alejandría, Homilías sobre el Cantar de los cantares, II, 1. Cf. Homilías
sobre el Génesis, I, 17).

• Una característica esencial de la facultad de deseo, que testimonia que el deseo del hombre es
fundamentalmente único, es que ella no podría dividirse entre Dios y la realidad sensible.

• “Un mismo corazón no puede abarcar muchas pasiones. Una pasión descarta la
otra, y estando dividido, se vuelve más débil: la pasión dominante atrae todo hacia
sí” (san Juan Crisóstomo, Comentario a san Juan, II, 5).

• Y san Isaac el Sirio afirma: “Nadie puede poseer juntos el amor de Dios y el deseo del
mundo” (Isaac de Nínive, Discursos ascéticos, 4; cf. 44).

• “Nuestra potencia de deseo no es de naturaleza tal que pueda servir al mismo tiempo
a las voluptuosidades corporales y al matrimonio espiritual” (san Gregorio de Nisa,
Tratado de la virginidad, XX, 2-3).

• “El ojo, en efecto no tiene la capacidad de ver simultáneamente dos cosas, a


menos que se aplique sucesiva y separadamente a cada uno de los objetos
visibles; la lengua no puede estar al servicio de idiomas diferentes,
pronunciando al mismo tiempo palabras hebreas y griegas; el oído no podrá
escuchar simultáneamente una serie de acontecimientos y una enseñanza
didáctica” (san Gregorio de Nisa, Tratado de la virginidad, XX, 2).

• Conviene recordar aquí la enseñanza del mismo san Pablo: “La carne tiene deseos
contrarios a los del Espíritu, y el Espíritu contrarios a los de la carne; son opuestos,
de modo que ustedes no hacen lo que quieren” (Gál 5, 17).

• Puede aplicarse también a este contexto la palabra de Cristo: “Nadie puede


servir a dos señores, porque odiará a uno y amará al otro; o se unirá a uno y
despreciará al otro” (Mt 6, 24; Lc 16, 13).

• Así, cuando el hombre más desea y ama los objetos sensibles, menos desea y ama a Dios.

• “¿De dónde viene que nuestro amor por Jesucristo sea tan débil sino porque
agotamos toda la fuerza de nuestra alma en vanas pasiones?” (san Juan
Crisóstomo, Comentario a san Juan, IV, 9).

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• Quien no desea a Dios, necesariamente desea los seres sensibles y ama el mundo:
“Quien no sabe caminar en el camino espiritual (...), concentra todos sus esfuerzos
en la carne”, afirma san Máximo el Confesor, Centurias sobre la caridad, IV, 65.

• Inversamente, quien desea y ama a Dios verdaderamente, no podría desear ningún objeto
sensible ni experimentar deseos pasionales, porque coloca en Él y en las realidades
espirituales toda la potencia de su deseo.

• “Caminen según el Espíritu y no cumplirán los deseos de la carne”, enseña el apóstol


san Pablo (Gál 5, 16) y san Diádoco de Fótice pregunta:

• “En aquel que se alimenta del amor divino, ¿qué deseo de los bienes de este
mundo quedará?” (Diádoco de Fótice, Cien capítulos gnósticos, 90).

• San Simeón el Nuevo Teólogo, escribe por su parte: “El alma unida a Dios
por el amor no podrá ser arrastrada por los placeres y los apetitos del
cuerpo, ni siquiera hacia ningún otro deseo por algo visible o invisible, sea
objeto, sea pasión, porque el dulce amor de Dios tiene ligado el impulso de su
corazón, o para decirlo mejor, toda inclinación de su voluntad. ¿Cómo podría
ésta, una vez unida a su propio Creador, arder de fiebre por las cosas
corporales, o realizar aunque fuera en algo sus propios deseos? De ninguna
manera” (san Simeón el Nuevo Teólogo, Catequesis, XXV, 109-121; cf. III,
175).

c) Patología del deseo y del placer en el hombre caído

• Al hablar del deseo pervertido del hombre caído, san Basilio el Grande escribe: “El deseo es
la enfermedad del alma (epithymía nosos esti psykés)” (Basilio de Cesarea, Cartas, 366).

• Al apartar su deseo de Dios, que es su fin propio y natural, para orientarlo a sí mismo
y los seres sensibles y gozar de ellos fuera de Dios; el hombre cambia indebidamente
su uso, ya no lo dirige conforme a su naturaleza, obra contra la naturaleza (Cf.
Gregorio de Nisa, Tratado de la virginidad, XVIII, 2; 3).

• Entregando a la sensibilidad su potencia natural de deseo, el hombre “se encontró


orientado contrariamente a su naturaleza, hacia lo sensible, por el placer que obra
en él”, explica san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, 61).

• Como lo explica san Máximo el Confesor:

• “Entregado a las únicas emociones de los sentidos, a ejemplo de las bestias


desprovistas de inteligencia, el hombre alejado de la belleza espiritual y divina

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encuentra a través de la experiencia de la parte exterior y corporal de su naturaleza,
una creación que eleva al lugar de Dios porque responde mejor a las necesidades de
su cuerpo” (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, prólogo).

• El hombre se hace entonces de las realidades sensibles, una multitud de falsos dioses,
ídolos, que son de la naturaleza de sus deseos pervertidos y a su medida.

• En sus relaciones con las criaturas, el hombre ya no tiene a Dios en vistas, sino su propio
placer, y

• ya no tiene por norma sino sus propios deseos sensibles. Ya no considera ni trata
los seres en relación a sus logoi, “sus razones espirituales”, sino en relación al
grado de su deseo respecto de ellos, y define su importancia y mide su valor según
la intensidad de placer que puede extraer de ellos.

• Las relaciones entre los humanos en el fondo se vuelven relaciones de objetos a


objetos entregados a los caprichos de los deseos y placeres sensibles.

• Movido por su deseo pervertido, el hombre se engaña constantemente en la definición


y búsqueda de su bien y del bien en general.

• Al desear a Dios, el hombre deseaba el Bien verdadero y juzgaba todo en


función de Él exclusivamente. Al no conocer ni desear sino a Dios, rechazaba
el mal.

• Por el pecado él prueba el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal:
por su deseo del goce sensible, abandona el Bien absoluto y único para hacer
la experiencia del mal e inaugurar un modo de existencia donde el bien y el
mal vienen a confundirse para él.

• “Acumula en él producida por la experiencia exclusiva de los sentidos, un


conocimiento confuso del bien y del mal” (san Máximo el Confesor,
Cuestiones a Talasio, prólogo).

• El mal, en la conciencia del hombre caído, ya no es considerado como tal, sino que,
frecuentemente, es tomado por bien.

• En el estado de caída, el placer se vuelve criterio del bien:

• “una disposición interior frente a lo que le es agradable” (san Gregorio de


Nisa, La creación del hombre, XX).

• El hombre puede así designar y buscar como un bien lo que le resulta


agradable, por la única razón de que le es agradable, aunque esto le sea
objetivamente nocivo, y huir como de un mal de lo que es objetivamente un
bien para él, por la única razón de que esto le causa, en el plano de la
sensibilidad, un desagrado.

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• La expresión utilizada por la Escritura como “conocimiento del Bien y del
mal” para designar la nueva aptitud que el hombre adquiere por su pecado, no
significa otra cosa —según san Gregorio de Nisa— que esta confusión del
falso bien hacia el cual se inclina el deseo sensible con el bien verdadero;

• “ya que la mayoría pone el bien en lo que encanta a los sentidos y que
una misma palabra designa el bien real y el bien aparente, el deseo
que lleva hacia el mal como si fuera un bien es llamado por la
Escritura “conocimiento del bien y del mal” esta palabra
“conocimiento” quiere expresar esta disposición interior y esta
mezcla” (san Gregorio de Nisa, La creación del hombre, XX).

• Este estado donde el hombre confunde el mal y el bien y toma el uno por el otro, puede ser
considerado como un verdadero estado de delirio, lo que señala a su manera san Atanasio:

• “Al ver que el placer era un bien para ella, el alma en su error, abusó del nombre
del bien, y pensó que el placer era el bien absoluto y verdadero: igual que un
hombre que, alcanzado por la demencia, reclamara una espada para golpear a los
que encuentre y creyera que eso fuera la sabiduría” (Atanasio de Alejandría,
Discurso contra los paganos, 4).

• El hombre bajo el imperio de esta ilusión, se mueve en un mundo de apariencias, al no ver ni


considerar más que la realidad sensible, única que le muestra su deseo caído, cree que no
existe bien fuera de esto:

• “El alma pone su placer en las pasiones del cuerpo y únicamente en los bienes
presentes, al mirar sus apariencias, cree que no existe sino lo que se ve, y que
sólo las cosas pasajeras y corporales son el bien” (Atanasio de Alejandría,
Discurso contra los paganos, 8).

• La perversión de la facultad de desear (concupiscible) tiene para los hombres otras


consecuencias particularmente graves. “Su vida se vuelve deplorable”, dice san Máximo
el Confesor.

• En efecto, comienzan a divinizar y a adorar las pasiones que Dios incluso les
había prohibido concebir “honran así la causa misma de la destrucción de su
existencia y persiguen, sin saberlo, la causa de su corrupción”, san Máximo el
Confesor.

• El hombre caído, por sus deseos contra la naturaleza, se autodestruye. “Los


hombres como fieras devoran su propia naturaleza” (san Máximo el Confesor,
Cuestiones a Talasio, prólogo; Ambigua a Juan, 10, PG 91).

• San Gregorio de Nisa afirma por su parte que “el impulso que arrastra al mal a
los seres vivientes es una enfermedad de nuestra naturaleza” (Discurso
catequético, 16).

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• Al consagrar todos sus cuidados a las cosas indeseables, el hombre “altera las
facultades de su alma, que sigue las cosas perecederas sin discernimiento y sin
tener consciencia de su perdición, como consecuencia de su total ceguera
respecto de la verdad” (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio,
prólogo).

• Los efectos de la inversión del deseo se hacen sentir en primer lugar sobre la
inteligencia. Hemos examinado su patología en el capítulo precedente.

• Notemos solamente aquí que, cegada por el placer y engañada por él, ya no ejerce
su función natural de conocimiento, de contemplación y de discernimiento;

• ni tampoco de dirección de la potencia concupiscible; al contrario se deja


cautivar por ésta y se pone a su servicio, dedicándose en adelante como
una de sus principales actividades a la búsqueda y puesta en obra de los
medios que le permitan obtener los placeres sensibles que codicia.

• Otro efecto patológico fundamental de la perversión de la potencia concupiscible, es la


división de las facultades del hombre y, en primer lugar, del deseo.

• En la condición primera de Adán, el deseo del hombre, al tener a Dios por único
objeto y tender sin cesar y enteramente hacia Él, se encontraba perfectamente
unificado;

• el hombre no deseaba nada más que a Dios, no tenía sino un sólo


deseo: el de Dios.

• Al apartarse de Dios, el deseo pierde su unidad, y al volverse hacia el mundo


sensible considerado independientemente de Dios, se derrama en adelante, en la
multiplicidad que, la inteligencia caída ve en él.

• Se vuelve multiforme, se divide en una multitud de deseos particulares


heterogéneos y a veces incluso contradictorios.

• “Al apartarse de la consideración del deseo del Uno y del Ser, quiero
decir de Dios, los hombres se empeñaron en la diversidad y la
multiplicidad de los deseos corporales”, escribe san Atanasio de
Alejandría, Discurso contra los paganos, 3-4).

• El hombre correlativamente deja de tener un goce estable y único, para


conocer la multiplicidad de los placeres sensibles: “Enamorada del
placer, el alma empezó a procurárselo de muchas maneras”, escribe
san Atanasio de Alejandría, Discurso contra los paganos, 3-4).

• Arrastrada por todos lados por sus múltiples deseos sensibles, el alma entera se
dispersa por todos lados y se divide.

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• La inteligencia se derrama en numerosas direcciones, corriendo y
dispersándose a cada instante hacia lo que agrada a los sentidos.

• “La inteligencia vagabundea cuando se apasiona, y es


incoercible cuando realiza las materias constitutivas de sus
deseos” (Evagrio Póntico, Capítulos gnósticos, I, 85).

• Arrastrada por el torbellino sin cesar renovado de los deseos, pierde la


estabilidad y la paz que poseía cuando ejercía su actividad normal de
contemplación de lo divino y se encuentra arrastrada en un flujo
incesante y agitada sin reposo.

• El alma se encuentra dividida, no solamente por la multiplicidad de los


deseos que la habitan, sino también por la dualidad con que la marca el
conocimiento del bien y del mal que adquirió por su pecado.

• De una manera general, el hombre, presa de los deseos y los placeres sensibles se aliena
completamente.

• “Aquellos que se entregan a los placeres sensibles y corruptibles, agotan todo el


deseo de su alma en la carne y se vuelven así, enteramente carne” (san Gregorio
Palamas, Tríadas, I, 2, 9).

• Del encadenamiento del hombre a la carne por el placer, viene para él la corrupción y
la muerte.

• “Engañados al principio por la ilusión del placer, hemos preferido la muerte


a la vida”, “el placer es la madre de la muerte”, dice san Máximo el
Confesor, Cuestiones a Talasio, prólogo; cf. 61 y escolio 11; Centurias sobre
la teología y la economía, III, 18).

• De espiritual que era en su naturaleza original, el hombre, por la perversión de su deseo, ha


hecho de sí mismo un ser psíquico, carnal y al perder la característica de su naturaleza
esencial, se vuelve semejante a los animales;

• “el instinto brutal e irracional, que les empuja a la impureza, les hace olvidar la
naturaleza humana”; “el alma se inclina hacia los placeres del cuerpo como las
bestias sobre su forraje” (Gregorio de Nisa, Vida de Moisés, II, 302; Tratado de
la virginidad, IV, 5).

• Al desviar de Dios su potencia de deseo para volverla hacia las realidades sensibles, a fin de
encontrar un placer más accesible e inmediato, el hombre ve su esperanza de goce
profundamente defraudada.

• Desde que ha hecho la experiencia del placer sensible, el dolor, en efecto, hace
para él su aparición.

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• El hombre no sólo hace la experiencia del dolor físico, sino también y sobre todo de un
sufrimiento psíquico y moral que toma la forma de tristeza.

• “La tristeza, lype, del alma es la consecuencia del placer de los sentidos. Porque
la tristeza del alma está suscitada por ese placer” afirma san Máximo el
Confesor, Cuestiones a Talasio, 58, escolio 3.

• Al desviar al mismo tiempo su facultad de deseo y su inteligencia hacia lo


sensible y aplicándose a ello, el hombre les da a aquéllas un objeto que ya no
corresponde a su finalidad, ni está ya proporcionado a su naturaleza.

• “La inteligencia obra contrariamente a su naturaleza cuando se apega a


lo superficial, es decir, a lo sensible y a lo corporal, y de ese modo se
vuelve generadora de tristeza del alma, fustigada constantemente por el
látigo de la conciencia” (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio,
58).

• Pero esta tristeza viene igualmente del hecho que el objeto del deseo y el
placer obtenido son desproporcionados a la naturaleza de la facultad que
desea, y a la felicidad a la que ella está destinada.

• Vimos que el deseo del hombre ha sido creado en vistas a Dios. “Nuestra
capacidad de deseo ha sido adaptada y proporcionada a la inmensidad de
ese objeto de nuestros deseos” precisa san Nicolás Cabasilas, La vida en
Cristo, II, 90; VII, 60-61.

• Igualmente, hemos visto, que el hombre tenía por naturaleza una


capacidad de gozar proporcionada a los bienes divinos que le fueron
prometidos.

• Al apartar de Dios su potencia concupiscible para orientarla


hacia los objetos sensibles, ya no ofrece ésta sino a objetos
finitos, parciales, limitados, relativos.

• Ninguna realidad de este mundo, necesariamente finito, está en


condiciones de responder al deseo infinito de infinito que está en él.

• “Constatamos que en la naturaleza, nada colma, nada llena


nuestra capacidad de deseo (…) sino que todo se encuentra en
deficiencia con referencia a ella”, observa san Nicolás
Cabasilas.

• “Nada de aquí abajo nos satisface, nada sacia nuestros deseos,


estamos siempre sedientos, como si no alcanzáramos jamás al
objeto de nuestras aspiraciones. Porque el alma humana tiene
sed de infinito, y el mundo que pasa, ¿cómo podría bastarle?
Es lo que el Salvador dijo a la Samaritana: “quien bebe de

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esta agua tendrá todavía sed” (Jn 4, 13) [san Nicolás
Cabasilas, La vida en Cristo, II, 90; VII, 60-61].

• El hombre caído vive así en un estado de frustración permanente, de insatisfacción


ontológica perpetua.

• Incluso si la satisfacción de algún deseo le da, de tiempo en tiempo, un instante de


ilusión de haber encontrado lo que buscaba, el objeto de deseo que había tomado
un momento por un absoluto termina por revelarse a él en sus límites y en su
carácter relativo; y se descubre todo el vacío que lo separa del absoluto verdadero.

• La tristeza se hace entonces más intensa en su corazón, expresión de su


inquietud ante ese vacío que siente, manifestación de la frustración profunda
que experimenta.

• El hombre cree poder encontrar un remedio a esa frustración en lo que es en


realidad su causa: en lugar de reconocer que el vacío que siente es el de la
ausencia de Dios en él y que, en consecuencia, sólo Dios es capaz de colmarlo (cf.
Jn. 4, 14), él quiere ver allí un llamado a la posesión y al goce de nuevos
objetos sensibles que, siempre cree, podrían satisfacerlo.

• Al evocar la relación del dolor con el placer en la sensibilidad del hombre caído,
san Máximo el Confesor escribe:

• “Como el placer desaparece con los medios que lo producen y que a


la experiencia del placer sucede siempre el sufrimiento, el hombre se
vuelca tanto más violentamente hacia el placer cuanto más intenta
evitar el sufrimiento. Por esta táctica pensaba poder separar el uno
del otro y guardar para sí solamente el placer, junto a su amor propio,
filautía, totalmente liberado del dolor. Pero, bajo el efecto de la
pasión, ignoraba que es naturalmente imposible que el placer vaya
nunca sin el dolor. Porque la pena que engendra el dolor ha sido
mezclada al placer, incluso si aquellos que lo experimentan parecían
olvidarlo, mientras que bajo el efecto de la pasión, prevalecía el
placer” (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, prólogo).

• Esforzándose por evitar el dolor por la renovación y la multiplicación


de los placeres, el hombre no logra, por el contrario sino acrecentar su
sufrimiento:

• “De alguna manera, en efecto, al esforzarnos por aliviar este


dolor mediante el placer, aumentamos la pena que, según la
naturaleza, nos aboca al dolor. Queriendo escapar a la
sensación del dolor, huimos hacia el placer, cuando intentamos
aliviar la naturaleza oprimida por la violencia del dolor. Pero,
al tratar de atenuar con el placer los movimientos del dolor,

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confirmamos aún más el aval que estos movimientos han dado
al placer, incapaces como somos de tener en nosotros el placer
libre del dolor y de las penas” (san Máximo el Confesor,
Cuestiones a Talasio, 61).

• La tentativa del hombre de encontrar la felicidad fuera de Dios, estaba


desde un principio condenada al fracaso, necesariamente, porque ella
corresponde de hecho a una imposibilidad, como lo subraya san
Máximo el Confesor:

• “Esta empresa de poseer los dones de Dios


independientemente de Dios, de preferirlos antes que a Dios,
no según la voluntad de Dios, es una imposibilidad” ((san
Máximo el Confesor, Ambigua a Juan, 10, en PG 91).

• San Juan Crisóstomo no puede sino ver una manifestación de locura en la


actitud que consiste en preferir los bienes sensibles a los bienes espirituales.

• “El placer no es más que un goce fugitivo. Sí, el placer se vuela


rápidamente, y no podríamos fijarlo ni siquiera unos instantes. Porque
tal es el destino de las cosas humanas y sensibles. Apenas las
poseemos, se nos escapan (…) Ellas no nos ofrecen nada sólido ni
seguro, nada fijo ni permanente. Se escurren más rápidamente que el
agua de los ríos y dejan vacíos e indigentes a todos los que los buscan
con tan vivo empeño. Por el contrario, los bienes espirituales
presentan un carácter totalmente diferente. Son firmes, seguros,
constantes y eternos. ¿No es pues una extraña locura cambiar por
un placer pasajero bienes inmutables, por placeres momentáneos
una felicidad inmortal, y por voluptuosidades frívolas y rápidas una
felicidad verdadera y eterna?” (san Juan Crisóstomo, Homilías
sobre el Génesis, I, 4).

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